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Lic. Gabino Cué MonteagudoGobernador Constitucional del Estado de Oaxaca

Mtro. Francisco Martínez NeriSecretario de las Culturas y Artes de Oaxaca

Lic. Guillermo García ManzanoDirector General de la Casa de la Cultura Oaxaqueña

Lic. María Concepción Villalobos LópezJefa del departamento de Promoción y Difusión

Lic. Rodrigo Bazán AcevedoJefe del departamento de Fomento Artístico

Ing. Cindy Korina Arnaud JiménezJefa del departamento Administrativo

C.P. Rogelio Aguilar AguilarInvestigación y Recopilación

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En este Indelebles rompemos un poco la línea de pensamiento que hemos venido siguiendo en

los anteriores números; lo hacemos, porque no basta medir la trayectoria de un ser humano solamente en aque-llas actividades por las que dejó una huella pública; consideramos impor-tante también destacar su ejemplo de armonía, civilidad y estabilidad en el seno más trascendental de cualesquier sociedad: La Familia. Dedicamos este número de Indelebles en homenaje a quien fue hijo, hermano, esposo, pa-dre y amigo en su círculo íntimo, pero también hombre de generosa palabra y verbo destacado.

Guillermo García Manzano

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Un personajeindeleble

Querido papi. Así te llamé siempre, papi, apela-tivo que significa muchos atributos; para mí, todo lo que encierra esta voz es positivo.

Evoco mis días de infancia, ya ahora pocos y re-motos, pero los que subsisten en mi memoria mar-caron y determinaron mi vida desde niña. Conmigo fuiste siempre un padre cariñoso, juguetón, enojón en esa etapa de mi vida que es tan importante para todo ser humano. Me contabas, cuando ya era más grandecita, como una broma continua, que cuando empecé a caminar siempre me iba de lado, nunca en línea recta, y cuando me preguntabas por qué cami-naba así yo te respondía ¨porque soy bodachita¨, en lugar de chaparrita. Y sí, fui la primera de tus dos hi-jas y la tercera de tu gran prole y la más pequeña de estatura. Pero esta broma de la infancia, tú la conver-tiste en otra ya en mi adolescencia y en mi juventud

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cuando me decías que lo que realmente quería decir era que desde chiquita me reconocía como borrachi-ta, broma que siempre perduró entre nosotros.

Si papi, fuiste generoso, alegre, bromista, jugabas con todos tus hijos e hijas trepados en tu cama, es-pecialmente los días de descanso. Todos queríamos tus sonrisas, tus chistes, tus concursos, tus historias y cuentos, tus brazos, tus besos que nunca nos rega-teaste. Nuestros gritos de alegría o de un pretendido susto cuando usabas el jabón de tu cara para parecer un monstruo que nos iba a comer resonaban en cada rincón de la vivienda que ocupábamos en la colo-nia del Valle, seguramente molestando a los vecinos. Pero también fuiste un padre castigador, gritón, eno-jón cuando las travesuras de niños y niñas eran para ti ya molestas.

Y así, entre risas, sustos y castigos fuimos crecien-do y aumentando en número y en demandas, y nos involucraste en tu agitada vida social, unos tiempos solo para tu familia y era cuando nos llevabas los do-mingos a Chapultepec, al Parque Mariscal Sucre, lu-gar en donde un día detuviste el tráfico porque no podíamos cruzar y como la mamá pata, todos te se-guimos para jugar al volantín, los columpios, el sube y baja, la resbaladilla, en fin. Recuerdo la ocasión en que mis hermanos Humberto y Ernesto me invitaron a unas carreritas en ese mismo parque, corrimos por el prado hasta que fui detenida violentamente por un alambre de púas que habían colocado para que los niños no pisáramos el césped; la púa se me clavó en el cuello y el alambre me cortó la respiración, empecé a sangrar y tú, papi, me tomaste en tus brazos, pusiste tu pañuelo blanco sobre mi cuello y corriste, seguido de todos mis hermanos, rumbo a la casa en donde mi adorada madre me atendió. Aún conservo la marca de ese incidente afortunado porque una vez más me lle-vaste entre tus morenos y fuertes brazos que yo ado-raba, por eso muchas veces me hacía la dormida en la sala para que me cargaras y me llevaras a mi cama.

Los requerimientos de tu prole eran muchos, la comida siempre compartida con familiares y amigos, sin reparos, pero seguramente con reproches que

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nunca oímos en casa porque siempre estaba llena esa enorme mesa que compartíamos lo mismo en cada uno de los días de la semana que en las fiestas de siempre, navidad, año nuevo, posadas, cumplea-ños. Nunca faltó para cada uno de tus hijos e hijas la fiesta por su onomástico; era imposible festejar los santos pues todos a excepción de uno de los once, llevamos dos o tres nombres. Nunca nos faltaron ni el vestido ni los paseos. Vienen a mi memoria escenas como la de pedirnos a todos que posáramos nues-tros pies descalzos en una hoja de papel periódico, nunca faltó en casa el Excélsior, y con un bolígrafo hacías una plantilla alrededor de las diversas medi-das de pies y al centro escribías el nombre corres-pondiente. Y así con ese papel tan valioso en la bolsa de tu saco te marchabas a trabajar; por la tarde lle-gabas chiflando desde la esquina para que saliera tu prole a recibirte y venias cargando las cajas con los zapatos para cada uno. Y después llegabas cargan-do cualquier producto, desde comida, limones, pan; tenías la costumbre de llevar contigo una bolsa muy bien doblada para lo que se ofreciera.

A pesar de las carencias económicas en casa, nunca faltó el calor, la comida y algunos lujos que nos brindaste, como la televisión que recién llega-ba a México. Ah, cómo la gozamos, pero antes de ella, la radio. Escuchábamos el programa de mie-do y suspenso de Margot y Mandrake tirados en el piso en pijama y merendando una torta de frijoles con queso. Mhmm, ¿se podía pedir más? Y en la tele, los domingos era ver a Cachirulo en el programa del Cuento Fantástico, solamente interrumpido cuando transmitían simultáneamente algún encuentro de box o corrida de toros, ocasiones en que llegaban tus amigos y sin pedirnos permiso se sentaban a ver estos encuentros. Después llegaron a casa los apa-ratos musicales, el estereofónico… Sí, papi, siempre nos procuraste.

Además de la ya numerosa familia, se sumaban otros parientes, como mis queridas primas y pri-mos: Elizabeth, quien vivió con la familia cuando ya cursábamos la licenciatura en Ciudad Universitaria,

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Rosalva y Clemen, Toño Neyra y Toño Ruiz, Jorge Harp, además de amigos muy cercanos, como Javier “el Gallo”, Addi, Clara, Flavia, Roberto Aguilar, Alvar Conde y tantos otros amigos y amigas de cada uno de tus hijos, además, claro, de los compadres, por-que esta figura en ese tiempo tenía una importan-cia real, y así salíamos todos a pasear a lugares muy lejanos como Xochimilco, Amecameca, Palobolero, Chiconcuac, Texcoco, con mi tío Antonio y mi muy querida y entrañable tía Margarita…

Compartimos tu vida social y bohemia con tus amigos, la mayoría de ellos de tu amada tierra oaxa-queña, en las reuniones en casas o restaurantes, y tú siempre contento, en tu medio, cantando, declaman-do poemas, improvisando pasajes bellos, épicos… Compartí contigo, con mi madre y mis hermanos a tus amistades, a sus familias, esposas e hijos, con mu-chos de ellos continuamos hoy una amistad de her-manos, Clemencia y Tufic Harp, Carmelita y Carlos San Germán, Mina y Roberto Ortiz Gris, María Luisa y Humberto Cordero, Amparo y Pancho Cervantes, el Güero Ávila, María Luisa y Emilio Muñozcano, Velia y Eulogio Meneses, Margarita y Manuel R. Palacios, Lu-cha y Goyo Camacho, Carmelita y Elí Sigüenza, Este-la y Aarón Ortiz, Maruca y Fortino Sánchez, y tantos otros que están en mis recuerdos.

Y así fue creciendo la familia que formaste con Dolores, tu bella compañera, la fuerte, la dulce y siempre tu amante esposa. Nunca dejó de haber en casa infancias, adolescencias y juventud, y como la vida en su incesante camino, nos sorprendió uno a uno la culminación de los éxitos académicos y tu gozo de ver a tu prole como profesionistas.

Me llevaste al altar en diversas ocasiones: mi bautizo, mi confirmación, mi primera comunión, mis quince años y mi boda; porque nos inculcaste los valores cristianos aunque sin fanatismos. Con esa actitud tuya nos enseñaste a ser respetuosos de las ideas religiosas, a distinguir entre el verbo hipócrita y falaz de quienes se dicen intermediarios de Dios con los seres humanos, de los verdaderos sentimientos y valores de hombres y mujeres.

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Y con las bodas creció más tu familia, y después la llegada de tus anhelados nietos y nietas. Viste solo a veinte, ahora tienes veintiocho. Qué feliz hubieras estado de verlos llegar a todos junto a ti, y más feliz, a buen seguro, cuando todos se marcharan dejándo-te descansar.

Gracias,papi, porque todos los días me llamabas a las cinco de la mañana para recordarme que debía prepararme para ir a dejar a los hijos a la escuela. Gracias por haber amado tanto a mis hijos, por los cuentos que les contabas, como a los tuyos cuando pequeños, como el lobo del Ajusco; por las cancio-nes que de seguro te cantaba tu mamá Cholita: “es-taba la pájara pinta sentada en su verde limón, con el pico recoge las flores, con el pico recoge el amor… El tren que corría por el ancha vía de pronto se fue a estrellar contra un aeroplano que andaba en el llano volando sin descansar… Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan”… En fin.

Hoy, a los cien años de tu nacimiento, recuerdo mi vida contigo y te doy gracias por haber nacido de ti, por haberte escuchado en diversas ocasiones y en diversos espacios, y por haberme estremecido tu voz en cada uno, tu manera de evocar las teorías y las ideas de los grandes filósofos del mundo. Tu conocimiento era inmenso, como pocas veces he co-nocido en alguien. Tus discursos provocaban senti-mientos muy profundos y escondidos en cada uno de nosotros, en quienes te escuchaban, como aque-llas notas que se arrancan a una cuerda de violín y nos estremece y provocan el llanto silencioso, reflexi-vo, juicioso.

Solo algunos fragmentos de tus palabras he podi-do recuperar, no así los que pronunciaste en ocasión de mi boda o la de mi hermana, Flor de María, y en tantos otros de los que no queda testimonio alguno. Palabras y conceptos llenos de emotividad, de un ra-zonamiento claro, diáfano y directo. Bellos y profun-dos mensajes de amor, tolerancia, felicidad, tenacidad.

Bailamos poco tú y yo, pero descubrí en esas po-cas oportunidades que poseías un ritmo y una ca-dencia seductora, como tu verbo, como tu caminar y

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como tu mirada. Cualidades peligrosas si no se cui-dan. Por eso recuerdo claramente una tarde en casa, en que mi mirada se posaba ya en mi madre ya en ti cuando descubrí que ella se te quedaba mirando en silencio mientras tú silbabas alegremente una tona-da que no recuerdo y te emperifollabas. Seguro no era en ti estar tan alegre para irte a trabajar, por ello, mamá nos arregló a mi hermana y a mí, y no bien habías salido de casa cuando, jaladas por mi madre, subimos a un taxi y dio la orden de seguir al camión donde te habías subido. Llegamos así hasta la ter-minal de la ruta y nunca vio mi madre en dónde te habías bajado. Pero de que había algo…pues tal vez.

A veces tu intolerancia llegaba al límite como en aquella ocasión, quizás repetidamente, no lo sé, cuando le reprochabas a mi madre la desaparición de tu bata azul, la que te ponías llegando a casa para descansar, y sí, desapareció, pero siempre le recrimi-naste a tu esposa que de seguro se la había regalado a su hermano Carlos. Mi madre, con una paciencia de santa, te contestaba que sí, que con ella, el tío Carlos se subía a volar al cerro del Gavilán, allá en Guegore-ne. Otras veces te quejabas porque hacía mucho sol y se te quemaba la pelonera, y nadie te había ido a alcanzar en el auto, o porque usábamos el teléfono más allá de cinco minutos… ¿Pero cómo creías que con los novios íbamos a hablar cinco minutos si nada más habíamos estado con ellos en casa cuatro o cin-co horas?

Todos estos recuerdos agradables se mezclan con momentos de alegría y de angustia en el cumplimien-to de tus compromisos laborales, como tu lejanía de casa cuando estuviste en el proyecto del río Papa-loapan, cuando te nombraron Presidente del Tribunal de Justicia en Oaxaca –que por cierto ya no tuviste la oportunidad de poner en marcha el programa que hiciste para dignificar la vida de los presos en las di-versas cárceles del Estado. Antes, en el cumplimien-to de las tareas encomendadas que cumpliste a ca-balidad, con dignidad y honestidad inquebrantables, sufriste un atentado en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, que más tarde te ocasio-

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nó una hemiplegia y tardaste mucho tiempo en recu-perarte, pero ya habías destacado. Se te homenajeó junto con otros grandes hombres de México, como José Vasconcelos, Andrés Henestrosa, José Mojica. Fuiste muy reconocido por todos los atributos con los que te desenvolviste en tus espacios: la acade-mia, la administración pública, los eventos culturales de varios tipos que desde joven, en tu amada tierra, supiste bordar como las tejedoras de arte vario en tu terruño.

Pero nada te amedrentó, fuiste fuerte y perseve-rante para el mayor compromiso de tu vida, tu fa-milia. Por eso te vi preocupado, angustiado y lloro-so ante accidentes, enfermedades y problemas de tus hijos. También te vi taciturno, triste, pensativo y ausente cuando tus amigos se iban uno a uno en el inexorable cumplimiento del destino. También te sé un hombre además de sabio y digno, humilde y jus-to, tuviste amigos de la más alta alcurnia intelectual pero también fueron tus amigos personas muy hu-mildes e ignorantes del idioma pero no de los valores que un ser humano debe defender a toda costa, y esos, papi, tú siempre los tuviste, por eso como abo-gado atendiste en sus problemas a comerciantes de la Merced, entre otros a don Lupe, Eusebio, Mela y el famoso zacatero, quien lloró tu partida conmovedo-ramente.

En los últimos años de compartir contigo, llegaba a tu casa después de las siete de la mañana, después de dejar a los hijos en la escuela. Desayunaba conti-go y platicábamos de mi trabajo, de mis problemas y siempre recibí de ti consejos y consuelo.

No solo a mí, sino a todos mis hermanos y a mi hermana, nos enseñaste a amar tu tierra, ese lugar que te vio nacer; nos platicaste de sus habitantes, de sus virtudes, de sus antagonismos, de sus cos-tumbres, de sus historias. Nos hablaste de su grande-za, de su policromía, de sus olores y su comida. Sus canciones y su música están presentes siempre en la memoria de tu familia por ti.

Cuando decidiste morir, cuando todos mis herma-nos, amigos y familiares además de mi madre ya se

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habían despedido de ti, entré a la sala donde esta-bas inconsciente, retiré la sábana que te cubría para tomar tu mano morena, fría, inerte; la besé y te pedí perdón por los agravios y ofensas que hubieras creí-do que te hice. Moisés Trápaga, tu médico, tu amigo, posó su mano en mi hombro y me acompañó para dejarte solo, tú que siempre estuviste acompañado. Pero sí estuviste acompañado hasta el último aliento, porque a unos metros estábamos todos: tu esposa, hijos, nueras y yernos, amigas, amigos y familiares.

Querido papi, te sigo recordando con infinito amor, te sigo admirando por lo que fuiste, ya no te lloro como en los días en que la muerte anunció tu partida. Lloré durante meses porque no aceptaba tu ausencia eterna, porque me atormentaba el dolor de mi madre por tu abandono. Un día, en mi duelo, José Woldemberg, compañero y amigo de la Universidad, me preguntó qué habías sido para mí porque había pasado mucho tiempo y me seguía viendo muy tris-te, y le respondí: era mi amigo, mi consejero… era mi papi.

Cuánto te amé, cuánto te amo, cuánto te amaré, querido papi.

María Dolores Muñozcano Skidmore

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ANECDOTARIO

De los recuerdos que los hijos del Lic. Humberto Muñozcano tienen de su padre, presentamos algu-nos que nos muestran la calidad humana de nuestro biografiado y las cariñosas relaciones que mantenía con familiares, amigos y personas no tan cercanas.

Francisco José Muñozcano nos cuenta: inevitable

la emoción cuando el recuerdo me lleva sin más y de inmediato al profundo orgullo que sentí como mío, cuando lo invité, junto con mi madre, la madre de sus hijos, a una ceremonia dedicada a la figura gigantes-ca del sociólogo de la raza mestiza, aquel maestro que fue don José Vasconcelos, oaxaqueño de la más pura cepa, tan grande como su vida y su obra. To-caba a otro legendario oaxaqueño, nada menos que don Andrés Henestrosa, hablar de tan insigne per-sonaje; pero cuando Henestrosa descubrió entre los ilustres invitados a mi padre, se dirigió a él y dijo, con estas palabras que aun escucho: “No puedo hablar de José Vasconcelos si tengo a Humberto Muñoz-cano frente a mí. Por favor, hable usted, que lo hará mucho mejor que yo”. Conmovido por la deferencia, mi padre se levantó, dio las más sinceras gracias y devolvió la palabra a don Andrés.

Rodolfo Ernesto Muñozcano Skidmore nos re-cuerda: mi padre fue amigo de los que no tienen ami-gos; aun recuerdo a Luis, el zacatero de la Merced, que por ser analfabeta acudía a mi padre para que lo ayudara a realizar sus escritos para las distintas entidades gubernamentales, para que le permitieran trabajar como vendedor, sin que mi padre le cobrara cantidad alguna. Luis ahora sigue manifestando que mi padre era sus ojos, sus oídos y su boca. Y cuando mi padre falleció, le pidió a mi madre que le regalara un traje suyo. También recuerdo cuando lo acompa-ñé a rescatar de un lupanar a la hija de Arnulfo, el que vendía migas en un puesto frente a la Merced; cómo la sacó del lugar y amenazó al propietario con enviarlo a la cárcel como tratantes de blancas y por

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ser menor, pues solo tenía diez y seis años. Al regre-sar al mercado de la Merced, la familia de Arnulfo quiso recompensar a mi padre y él se negó. Por estas y otras cosas, esa gente y muchas más reconocieron a mi padre como su benefactor, pues incontables ve-ces acudió con sus amigos y conocidos que ocupa-ban puestos en el gobierno a pedir favores para otras personas, como el hijo de don Lupe, para que regre-sara a trabajar a la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal. En fin, podría seguir enumeran-do acciones efectuadas por mi padre, desprendién-dose en factor de mucha gente.

David Angel Muñozcano nos dice: me pregunto por qué solo a algunas personas se les permite tras-cender de la vida a la muerte en condiciones de ar-monía, paz interior y mucho amor, tal como sucedió con mi papá. Durante una comida dominical comen-tábamos que mi hermano Arturo había anunciado su visita desde España para fin de año y planeábamos alegremente un viaje de familia al Estado de Michoa-cán y a la zona del Bajío. Con inusitada sorpresa, mi papá dijo que esta visita de su hijo sería un buen mo-mento para su muerte, en razón de que estaríamos todos y de que no implicaría complicaciones para nadie si él falleciera justo en las fechas anunciadas. La protesta de su esposa e hijos no se hizo esperar, quienes le reclamamos airadamente cómo estando en la planeación feliz de un viaje familiar, nos plan-teaba el escenario de su fallecimiento. Desde luego, nadie más que mi papá sabía lo que estaba diciendo y, como un profeta, su petición y deseo finalmente se hicieron realidad. Ocurrió al filo del mediodía del jueves 17 de diciembre de 1987. Las circunstancias y condiciones previstas por mi padre se hacían reali-dad. El escenario y los actores que él quería, estába-mos presentes. El creador supremo finalmente acce-día bondadoso y amoroso a la anunciada pretensión de mi papá y abría los cielos rodeado del amor de toda su familia. Pero ¿por qué Dios concedería a mi papá esa muy exclusiva concesión?

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Carta devida

Humberto Muñozcano Zárate fue voz de piedad, de equidad serena y de bondad profunda, de donde brotó espontanea la fuente viva de hu-

mana solidaridad. Voz de amistad, lengua de amor y gratitud que arrebató las almas con alados ritmos hasta la claridad de los cielos en milagro de luz. Aun recordamos la solemne dignidad de su conducta, en estos tiempos en que, por regla general, solo se en-cumbran los que en el orden de los valores éticos nada significan, porque nada valen, ni saben de las luchas y de los esfuerzos que reclama dar un conte-nido de decoro a su existencia.

Vio la primera luz en nuestra ciudad de Oaxaca, el 7 de noviembre de 1914 y fueron sus padres don Fran-cisco Muñozcano y la profesora en obstetricia, doña Soledad Zárate. Integraron esa tradicional familia oa-xaqueña, además de los ya mencionados, los herma-nos de Humberto: Leonor, Eliezer, Arturo y Genoveva.

Su infancia provinciana creció junto a los chorros rumorosos de la pila de la Soledad, en ese jardinci-llo que llevara el nombre de Sócrates, nominativa in-fluencia que lo hizo sentirse, cuando penetró en el mundo atractivo de la cultura helénica, replicador de la decadencia griega.

Pero antes, llegó sediento de saber y pleno de in-quietudes, en una infancia precoz, a las aulas genero-sas de la Escuela Anexa a la Normal para Profesores, en donde, según palabras del Gobernador José Inés Dávila: “se trataba de ir acomodando las doctrinas de la educación moderna al desenvolvimiento de nuestras riquezas y orientando la nueva escuela en el sentido de despertar en la educación mexicana un sentimiento genuinamente nacional, pues la cimen-tación de cada pueblo debe tener la característica y el sello regional de la raza y no debemos preten- 13

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der implantar en nuestro medio, tipos de planteles de educación europea, propios para otra raza y para otro estado social”.

Esta orientación, marcadamente nacionalista, arraigó para siempre en la mente y el espíritu del jo-ven Humberto, que llegó un dos de enero de 1927, al primer día de clases en el Instituto de Ciencias y Artes del Estado, antes de las siete de la mañana, junto con todos los novatos ataviados con sus me-jores vestidos que ahora calificaríamos de ridículos: unos vestidos con traje de dril, pantalón rabón y sa-

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quito ajustado, camisa de percal y corbata que se-guramente era de algún familiar mayor, medias de popotillo y zapatos borceguí recién boleados o “re-montados” por las hábiles manos del zapatero del barrio. Los hijos de familias acomodadas, llegaban vestidos de casimir, el traje recién hecho, sin que fal-taran algunos con su elegante traje marinero de sus días de fiesta en la primaria. Lo que a ninguno faltaba era un cuaderno rayado, un lápiz y una cara de miedo que “válgame Dios” pues ya todos sabían que a los novatos se les recibía en el Instituto con las amargas o purgantes pócimas, “caballos”, “pambas”, patadas, peladas o rapadas, escupidas, choteos, golpes, etc.

Puntualmente, a las siete de la mañana, abrió la puerta del Instituto, un señor alto, delgado, vestido de negro, con cara muy respetable por su edad, pues pasaba de los sesenta, pero a la vista se adivinaba su bondad, comprensión y aguante para los estu-diantes. Era el jefe de empleados y le llamaban “Don Ramoncito” y les dijo a los novatos que esperaran la apertura de la puerta de las calles de Benito Juárez, hoy Macedonio Alcalá, y en el segundo patio la llega-da de su primer maestro en su primera clase.

La puerta del segundo patio la abrió un viejecito muy original; vestía pantalón a rayas, chaleco y saco negro, camisa con pechera a la antigua, corbata muy vieja y arrugada y en la solapa del saco se veían res-tos de su última comida. Era calvo, cojeaba al cami-nar, traía al brazo una libreta grande y en la oreja su portaplumas. Luego supieron los novatos que era el Bedel del segundo patio y la grey estudiantil lo apre-ciaba mucho y le llamaban “Don Benja”.

Una vez ingresados al segundo patio, poco tuvie-ron que esperar los novatos pues majestuosamente entró su primer maestro. Era don Alfredo Canseco Feraud, personaje muy original, tanto por su carácter como por su manera de andar y de vestir. Caminaba muy recto, paso largo y marcial, la cabeza muy le-vantada, la mirada al frente, caravaneaba al saludar. Su figura era muy imponente y su vestido era pan-talón de fantasía a rayas, chaleco blanco cruzado, saco negro con un ribete de seda, zapatos de charol negro y cubo de piel gris, con botones; su corbata era de moño grande como de bohemio español y su sombrero estilo andaluz, muy ladeado, su cabello lar-go y abundante.

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El maestro Canseco Feraud firmó el libro de “Don Benja” y subió al salón de dibujo, clase que él im-partía, y los alumnos lo siguieron en aglomeración y entraron al salón, muy grande con bancas de ma-dera como las de los templos y banquillos de taller para apoyar los útiles de dibujo. La voz profunda del maestro dijo: “Muchachos, me toca en suerte ser quien los reciba en la primera clase de sus estudios en este colegio, espero mucho de ustedes en su apli-cación y deseo nos comprendamos y llevemos bien. Les ruego copien las figuras que trazaré en el piza-rrón y formen un cuaderno con ellas que presentarán en su examen de fin de año”. Alguien pasó al piza-rrón y con gis y compás hizo los trazos que el maes-tro le ordenó y todos copiaron en sus cuadernos, con lo cual terminó la primera clase.

Desde la planta alta, los novatos vieron cómo se juntaban los alumnos más adelantados y cerraban las puertas del segundo patio a fin de que no pudie-ran escapar de sus bromas. Una vez atrapados, los tomaban entre cuatro que detenían pies y manos y otro se montaba en su estómago mientras los cuatro los jalaban para que subieran y bajaran como caba-llos salvajes, mientras el que montaba les aplicaba espuelas encajando los talones en las costillas cau-sando moretones y dolores agudos.

Luego los hicieron pasar en medio de una hilera de muchachos que les daban golpes en la cabeza, los escupían y les lanzaban puntapiés. Luego los lle-varon al tercer patio en donde había un estanque lle-no de agua sucia en donde los metían por la cabeza y a algunos el cuerpo entero. Luego les cortaron el cabello con unas tijeras no muy afiladas que deja-ban tuzadas en diversas direcciones y tamaños, con lo cual quedaban bautizados como estudiantes del Instituto y con el derecho de hacer lo mismo a los futuros compañeros de colegio.

Ya rapados y bañados se presentaron a la clase de las diez de la mañana que era la de griego impar-tida por un maestro al que llamaban “Monche Díaz Ordaz”, quien muy seriamente les comenzó a en-señar el alfabeto griego comenzando por alfa, beta gamma hasta llegar a omega. A las doce se presentó el maestro de matemáticas, don Alberto Cervantes Rasura, a quien acompañaba otro señor apellidado

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Hernández, ambos estudiantes de Derecho. Firmó el libro y entró con sus alumnos a otro salón que también tenía bancos como de templo y que había abierto muy solemnemente el bedel del primer pa-tio, un señor joven, flaco y raro, enojón y bromista a quien todos llamaban “El Peludo”. Era un tipo sim-pático que se encerraba en su cuartito debajo de la escalera central en el primer patio, cuidaba de su li-bretón, recogía firmas a los maestros y les abría el salón. Además, prestaba centavos a los estudiantes sobre sus libros de texto, cuidaba que los chicos mas guerristas no hicieran travesuras, los castigaba con puntapiés y cuescos que causaban chichones.

A las tres de la tarde se presentó a impartir su cla-se de Francés el maestro Muzgo, personaje muy sim-pático por su manera de ser y de vestir ya que usaba trajes apropiados a cada estación, así que llegó con uno de tela gruesa, zapatos de cubo de la misma tela del traje, sombrero y corbata del mismo color; traía gafas negras y bastón. Se sentó en su pupitre y al ir pasando lista, miraba fijamente a cada alumno para conocerlo y no olvidarlo.

Quiero mencionar a los estudiantes de la época, algunos compañeros del “Negro” Muñozcano como fue conocido el protagonista de esta biografía, algu-nos, compañeros de generación y de aula, y otros cursando diversos niveles de estudios pero todos congregados en el Instituto. Los hermanos Carlos y Alberto Cervantes Rasura, los hermanos Carlos y Manuel Ortiz Escorcia, Alberto Narvaez de quien se decía era el mayor de la dinastía de los “Che Cara”, Roberto Ortiz Gris a quien llamaban “El Tripa”, Juve-nal González Gris, serio y parsimonioso; SaúlMeixuei-ro, Gustavo García, Ismael Brachetti, el Güero Aaron Hernández que se acercaba mucho para poder mi-rar; Polín Hernández, los hermanos Mario y Rodolfo Brena, los hermanos Carlos y Rogelio Barriga Rivas, Raymundo y Octavio Manzano Trovamala, Mario Vi-llar, Jorge Woolrich, los hermanos Díaz Ordaz, Mario Vallejo, los hermanos Pérez Guerrero.

También hay que recordar al más temido de los estudiantes del colegio, un delgaducho güero, de ca-minar medio cansado, aunque corría velozmente y tiraba patadas a más no poder por lo que llegó a ser terrible y el más guerrista y le apodaban El Furias.

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Se reunía con los hermanos Rojas, Mariano y Chucho a quienes apodaban Los Cepillos, con Gustavo Nar-vaez, Enrique Lira, los Barroso y los Lira formando una pandilla a la que llamaban Los Chichines. Otros alumnos no tan terribles eran Tonchín Jiménez, el Fla-co Ortigoza, Luis Arenaza, Rafael Angel Pérez, Mario Pérez Ramírez, Gonzalo Hernández Sanabria, Ruben Torres a quien decían “Turritos”, Carlos Meixueiro, Darío Castillejos, Miguel Avendaño y Jacobo Varela Ruíz, “El Cabezón”.

Entre los estudiantes “serios” por ser los más ade-lantados, podemos recordar a Esteban Silva y Esco-bar, Raul Bolaños Cacho, Fidel Casas, Memo Zárate, Renato Rueda Magro, un muchacho de lo más alegre y vivaracho, Juan Ortiz Sumano, Rodolfo Sandoval, Jorge Octavio Acevedo, Alberto Von Thaden, Juan González, Domitilo Ojeda Flon, los hermanos Zárate Palacios, Rogelio Villafañe, Delio Guevara, el Cabezón Fernando Castillo, los hermanos Enrique y Guillermo Toro, el Guicho Castañeda Guzmán y Alfredo Castillo.

Y entre los maestros de esa época podemos men-cionar a José Guillermo Toro, el Dr. Marcial Pérez Ve-lázquez, el Dr. Agustín Reyes que aunque era ciego, era un gran maestro, gran amigo de los jóvenes a quienes identificaba sólo por su voz; el Lic. Heredia, el Lic. Monjardín, el maestro de música don Arcadio Ortega Domínguez, el Dr. José T. Barriga, el Lic. Cas-tellanos Idiaquez, el Dr. Canseco Landero, el “Petit” Iturribarría, y el Lic. Díaz Quintas.

En 1931, Humberto Muñozcano fue nombrado asistente del bibliotecario, lo cual le permitió acce-der al acervo en sus ratos de servicio y devorar los clásicos Sócrates, Platón y Aristóteles, autores más actuales como Ernesto Krieck, Pablo Natorp, Luis Sánchez Pontón, Augusto Messer y Augusto Comte. Se interesó especialmente en temas sociológicos y pedagógicos, buscando un fundamento socialista a la educación en sus diversos niveles. Su liberalismo se afirmó con las lecturas de autores como Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez, Ponciano Arriaga, Fran-cisco Zarco y Guillermo Prieto.

En cuanto al socialismo como teoría política, lo abrevó en Carlos Marx y Federico Engels, pero tam-bién en los socialistas utópicos como Tomás Moro Fourier y Owen. Harry Laidler y su “Historia del So-cialismo” así como “La educación socialista en Méxi-

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co” de Alberto Bremaunts, fueron determinantes en su modo de pensar y en las acciones que emprendió más adelante.

En 1936, la situación política había cambiado, pues el Presidente Lázaro Cárdenas apoyaba deci-didamente la educación socialista en todos los nive-les. En el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, los alumnos forman la Federación de Alumnos socialis-tas de Oaxaca (FESO) a la cual se afilia con mucho entusiasmo el joven estudiante de Leyes Humberto Muñozcano.

Con todas las experiencias vividas y el conoci-miento sobre el Derecho Público y Privado y, sobre todo, una carga de recuerdos juveniles ganados en el Instituto, llega para Humberto Muñozcano el mo-mento de decir adiós a las aulas al lograr terminar la carrera de abogado. Presenta su examen profesio-nal en octubre 1943 apoyándose en una tesis ensayo que titula: “El sentido de la educación y la necesidad de reformar el artículo 3º constitucional”, en la cual aboga por borrar el concepto de educación socia-lista impartida por el Estado, como lo establecía la Constitución y “propugnar por la creación de un sis-tema educativo basado en la bondad, la belleza, la justicia y el amor, capaz de organizar adecuadamen-te, la homogeneidad de nuestra cultura y de infundir en los jóvenes interés por la sociedad en que viven y un profundo amor a la patria, para constituir, firme-mente, la definitiva unidad nacional”.

El resto de su vida transcurre entre el desempe-ño de diversos empleos burocráticos y las exigencias que la manutención de sus once hijos le impone. En diversos lugares y circunstancias hace gala de su bri-llante oratoria basada en una amplia cultura general y en sus lecturas constantes de autores clásicos y contemporáneos. Es Secretario de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje (1946) y de 1950 a 1970, consejero de la Asociación Nacional de Instituciones de Educación Superior, representando al Instituto y a la Universidad de Oaxaca. De febrero de 1950 hasta diciembre de 1975, imparte cátedras de Civismo y de Introducción a la Filosofía en las escuelas “Wilfrido Massieu” y Vocacional Uno. En la Escuela Superior de Comercio y Administración cubre las cátedras de Derecho Constitucional y legislación laboral durante 18 años. 19

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En marzo de 1964 es invitado por el Frente Es-tudiantil Benito Juárez, a pronunciar el discurso de mantenedor en los Juegos Florales que organizaron ese año. El 21 de marzo por la noche, tiene lugar la solemne velada de premiación del poeta laureado que ese año fue el Lic. Enrique Sandoval Calderón con su “Poema de la voz ausente”. El Lic. Muñozcano comenzó su elegante discurso de la siguiente mane-ra: “Como si fueran pausas abiertas en mi doliente ausencia, enfermo de nostalgias provincianas y con el polvo que encaneció mi cuesta aventurera, algu-nas veces regresé a Oaxaca, la ciudad de mi vida, a buscar en su sol, en su paz y en su silencio, nuevos impulsos para seguir mi ruta peregrina y un bálsa-mo para mi corazón atormentado.” Fue reconocido como uno de los mejores discursos pronunciados en estos eventos anuales y quedó en la memoria de los organizadores, entre ellos el que escribe estas líneas, la amable charla del Lic. Muñozcano con evocacio-nes emocionadas de sus días estudiantiles que he-mos mencionados líneas arriba y que según confe-sión íntima, eran los mas intensos y placenteros que guardaba en su memoria.

A la llegada del Lic. Manuel Zárate Aquino a la gu-bernatura del Estado, el Lic. Muñozcano accede a la presidencia del Tribunal Superior de Justicia, cargo que desempeña de enero de 1976 a marzo de 1977. De septiembre de ese año a mayo de 1979, se des-empeña como Director Jurídico de la Comisión del Papaloapam y posteriormente se dedica a atender su bufete “Muñozcano y Asociados” en la ciudad de México.

Su vida termina en la ciudad de México el 11 de diciembre de 1987 y siempre lo recordaremos como el tribuno brillante, el profesionista capaz y honra-do, el joven luchador de causas sociales pero sobre todo, como el hijo amante de su solar nativo, Oaxaca, arranque y meta de sus afanes, y a la que deseaba un mejor porvenir como lo manifestó en algún brillante discurso: “ … me atrevo a preguntar si no podremos intentar el rescate del perdido prestigio que Juárez nos legara, si no podremos hacer algo positivo por el bien de Oaxaca, o si no debemos hacer algo para salvarnos del oprobio de nuestro aislamiento y del deshonor de nuestra indolencia… creo que si pujan-tes son nuestros impulsos, robustos nuestros anhe-20

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los, activas y firmes nuestras esperanzas y certeros nuestros designios, solo faltará desatar la corriente de nuestra común energía para que madure en ver-dad y en realidad el ensueño largamente acariciado de un Oaxaca nuevo, de un México mejor, que resista el beso eterno del viento y de los años, en medio del respeto inmutable de los tiempos”.

R.A.

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Una muestra de su talento

DISCURSO COMO MANTENEDOR DE LOS XI JUEGOS FLORALES DE OAXACA21 de marzo de 1964

Como si fueran pausas abiertas en mi doliente ausencia, enfermo de nostalgias provincianas y con el polvo que encaneció mi cuesta aven-

turera, algunas veces regresé a Oaxaca, la ciudad de mi vida, a buscar en su sol, en su paz y en su silencio, nuevos impulsos para seguir mi ruta peregrina y un bálsamo para mi corazón atormentado.

Y después la partida, el retorno obligado al lugar de la lucha cotidiana, ¡nuevo dolor de ausencia! Y otra vez ¡el húmedo silencio de mis lagrimas!, ¡de nuevo la distancia! Y también, otra vez, la visión salvadora y el fragante recuerdo del signo redentor de la cruz, que deja siempre en mi frente dolorida, de bendiciones llena, la mano sacrosanta de mi madre, que desde niño floreciera en mis besos y en mis ansias.

Hoy vuelvo nuevamente, para mojar mi voz, mi espíritu y mi ser en el jugo nutricio de esta tierra tan mía, para besar su cielo con mis ojos, y para celebrar aquí la exaltación del arte con un fervor de patria, en la fiesta solemne que el Frente Estudiantil “Benito Juárez” anuncia año tras año, con campanas clamo-rosas de júbilo, para conmemorar el natalicio del In-dio Benemérito, Padre de la Reforma.

Así llego esta noche ante el umbral de la belleza eterna, que dijera Renán al entonar su plegaria en el Acrópolis; y llego reverente, invocando la augusta majestad de nuestra Reina, cuya belleza ilumina este ambiente con un maravillosos esplendor de plenilu-

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nio, para que me permita usar el instrumento de mi pobre palabra y pueda referirme a la galante tradi-ción de los Juegos Florales y a sus antecedentes le-janos, legítimos y ciertos.

Desde el fondo de los siglos en que se abren las puertas misteriosas de los viejos santuarios del Oriente, la filosofía sirvió de conductora al pensa-miento humano. Después el pueblo griego, de indu-dables influencias orientales, introduce en el mundo la inquietud

del progreso, y en sus altas concepciones filosó-ficas y artísticas toca la religión y la leyenda, mira hacia atrás y crea la historia, otea el porvenir y en flo-ración sublime de ideales y espejismos, genera en el destino y en la vida del hombre lo mismo la autopía, que la realidad o la esperanza.

Y cuando el arte brilla esplendorosamente en sus diversas formas, es el hombre elevado a la más alta categoría individual, cuya voz honda, profética y sa-grada, en la configuración de la palabra, abre y deja caer en los surcos de las almas semilleros de luz, al modo que se abren en la noche penetrada de som-bras, silenciosas cataratas de estrellas.

Dentro del mundo griego, en la narración de las viejas hazañas y en la cita a los héroes del pasado que crearon la epopeya jónica, lo esencial para abrir-se camino hasta el Olimpo era la mágica virtud de la palabra y no el arte musical que melodiosamen-te concurría a través de la cítara sublime que inven-taran los dioses, para asistir a las fiestas magníficas de Apolo en el Templo de Delfos, levantado como aquellos palacios de mármol y de oro, en las suaves colinas del Parsano.

Los recitales de música y poesía deparaban en-tonces innegable gloria personal a quienes, no con-formes con los tradicionales textos, imprimen a sus obras el sello de su propio sentimiento. El primer poeta griego, que sintiera intensamente una inspira-ción personal que presentar al mundo, fue Hesiodo: un humilde pastor que vivía en Askra, pero que pro-cedía del Asia Menor; de él se cuenta que cuando apasentaba sus ovejas en el Monte Sagrado del He-

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licón, salieron de allí las musas para infundirle con su aliento el poder divino de la palabra, a fin de que anunciara con su canto las cosas del futuro y para glorificar todo el pasado.

Y fue así como el pastor de Askra se hizo poeta y con su caudalosa inspiración permitió que, en el jar-dín de la epopeya griega, creciera un verdor fresco y jugoso de inmortalidad y de belleza.

Con Hesiodo la poesía helénica se iguala a los pro-fetas del Viejo Testamento, pidiendo con energía el término de la injusticia reinante en el ambiente; es el tiempo en que se hace, en exámetros homéricos, la poética defensa del trabajo y del derecho de los débi-les frente a la insultante riqueza de la nobleza dórica.

Y cuando Hesiodo pone en verso el calendario del labrador y del marino y les señala el rumbo de sus vidas, que se desenvuelven tranquilas al hilo de los años, alienta entonces el refrescante soplo de las ben-diciones que el mar y la tierra otorgan a la constante actividad del hombre; y en poético brillo se eleva así un canto sublime al esfuerzo y a los afanes diarios. Desde entonces se dice que es una fecundidad del campo, que es en la quietud de la provincia, y no en el hacinamiento de las grandes ciudades, donde el hom-bre ha de realizar la expansión triunfal de su energía.

Después de Hesiodo y como presagio del sen-timiento de la solidaridad feudal de la Edad Media, surge una conciencia de clase que da a las teorías estéticas un fondo de verdad moral; aparece enton-ces en el poema su valor ético en la gran época de la nobleza dórica. Y es precisamente en el Siglo V antes de Cristo, cuando llega a su cumbre y a su término el esplendor de la nobleza griega, que dejara a los siglos venideros desprendidas del alma de los gran-des señores dos sonoras verdades; la verdad moral de que con el poder sobre los demás aumentan los deberes para consigo mismo; y la verdad estética de que lo bello es lo que provoca, con admiración, el ejemplo de los jóvenes y la alabanza de los viejos.

El más grande de todos los profetas de ese tiem-po fue Píndaro, el poeta lírico de Tebas, de quien se conocen, gracias a los filólogos alejandrinos, sus

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hermosos cantos en honor de los vencedores de los grandes Juegos Nacionales, y por cuyos blasones se decía que no podía haber fiesta helénica alguna que no fuera magnificada por la poesía pindárica, por-que en el arte personal del poeta existía la grandeza anímica de Grecia, remontada al azul infinito de los cielos en las alas sagradas del águila de Zeus.

Cuando en los horrores de la guerra civil, Tebas padeció la amenaza de su aniquilación, entonces Pín-daro pregona con su con su lírico acento la unidad helénica; con el corazón oprimido eleva su canción y dice que, con tal de que en su patria la libertad se salve, puede perderse todo; y poniendo en el tono de su sonora voz algo más que la altivez de un hombre, recuerda a los vencedores de Salamina y de Platea, que los dioses le dan al mortal doble dolor por cada éxito y que el hombre no es más que el fugitivo en-sueño de una sombra.

Con razón la cultura ática de este siglo de luz de-safía la embestida de los tiempos, si fue la edad de Hesiodo, de Píndaro, de Tucídedesy Eurípides, hom-bres y poetas todos que exclamaron desgarradora-mente su grito redentor junto con el esclavo estóico, que forjaron quimeras y soñaron en la felicidad hu-mana, sin que jamás pudieran apartarse de las pro-fundidades demoníacas de la realidad, eternamente creadora y destructora.

Y si la luz de ese mundo ideal iluminó por un ins-tante el curso de la historia, y si sus proyecciones nos alcanzan todavía, es porque la sangre ardiente y roja de los hombres de ese tiempo circuló con más ímpetu, y determinó un período de creación y de grandeza, entre la abnegación y el odio, entre la gre-da de todas las pasiones y el esplendor inigualado de sus Juegos Públicos, en que armoniosamente se mezclaban la danza, el músculo y las musas. Por un lado, treinta mil espectadores aplauden a los poetas trágicos en el teatro de Dionisios; por otro lado, Aris-tófanes y Homero son recitados por la multitud que expande sus veneros interiores ante los coros que se cantan y se danzan en la más perfecta plástica. En fin, por todas partes el pueblo entreveía la profun-

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da belleza de las cosas. Con esquilo se agitaban los grandes problemas del destino; proclamaba con Só-focles el poder de la voluntad orientada hacia un fin generoso y con Eurípides expresaba el pueblo todos los sufrimientos de la pasión y todas las delicadezas exquisitas de su alma atormentada.

Así, en esa maravillosa educación de Grecia el arte pudo correr, limpio y claro como un manantial de montaña sobre la superficie de su suelo y clavarse como un grafio en las honduras sensibles de su pue-blo, como cuando el hombre en la noche silenciosa y en busca de cósmicos misterios clava su profunda mirada en el corazón azul de las estrellas.

Y en la danza de siglos en que se mueve el tiem-po, aparece y se asoma el crepúsculo tibio de una aparente armonía universal, para que pronto llegue el ocaso de un mundo de mística y de sombras. En la Edad Media en que Dante, con el portentoso poema teológico “La Divina Comedia”, deja ver el sentido humanista de su númen. Virgilio lo acompaña en su imaginada visita al mundo ultra terreno y prende en su obra la inquietud temblorosa de su espíritu en el platónico amor que siente por Beatriz “Símbolo del Eterno Femenino”. Y aparece también en este tiem-po el inmortal Petrarca para crear una forma que es tormento de los malos poetas y para idealizar el amor en la altísima concepción de sus sonetos que a Laura dedicara.

Y es aquí, en la Edad Media, “Edad en la que elevan hasta Dios las catedrales solemnes con la penetrante plegaria de sus torres y la pensativa calvicie de sus cúpulas”, donde nacen los juegos florales teniendo a Provenza de escenario, cuando los trovadores va-gaban de castillo en castillo, cantando sus visiones a la mujer amada y las viejas portadas se abrían hos-pitalarias a los errantes cultores del gay saber que lo mismo eran diestros con la espada que lo eran con la pluma, y que junto al oro de sus escudos brillando al sol, como los aceros de un ejército al beso de la glo-ria, dejaban temblar en el viento candorosas estrofas y metálicas rimas. Fué en la Edad Media, cuando al parecer se deslizaba serena la existencia, que de la

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musa provenzal se derivó en Tolosa la fundación de la sobregaya, que discernía una vialeta de oro al au-tor de la mejor balada, en tanto se observaba el se-vero y solemne ritual de estas inolvidables justas que alcanzan su apogeo en el siglo XII, en que también tuvo su nido el ruiseñor trovero de la divina prosa.

Pasa el tiempo y cuando las reliquias de la anti-güedad helénica son devueltas al mundo, entonces el renacimiento se desgaja en la luz del humanismo. Luego Italia, Francia y sobre todo España reproducen escrupulosamente estas solemnidades que ya no tie-nen desde entonces el fulgor de las corazas, ni el brillo de las espadas, ni el temblor de los penachos medie-vales, pero que aún perduran para honrar al poeta que consigue labrar su peregrino verso victorioso.

Y esa es, señoras y señores, la tradición de los Juegos Florales que emerge de sugestivas lejanías, y que la juventud universitaria de Oaxaca, integran-te de un pueblo admirable de apasionadas ansias, que sabe sonreír entre sus lágrimas, mantiene como una manifestación de arte y de cultura que conserva la grandeza inatacable de lo eterno, porque el arte al esconder sus raíces en los estratos profundos de la naturaleza, vive perpetuamente en el espíritu del hombre, de igual manera que la cultura existe, no por el don imaginario del conocimiento absoluto y tras-cendente, no por la precaria posesión de la verdad relativa si no por la inquietud humana que intenta descubrir el juego de las pasiones, la presencia fugaz de las virtudes y los dramáticos contrastes de la vida.

Pero el arte y la cultura, en su expresión pánico de infinitud y de grandeza, deben tener un elevado sentido social y estar a tono con la sensibilidad de nuestro tiempo, para poder concebir la humanidad de una manera nueva y mejor, para crear un orden luminoso y feliz y colocarlo en el lugar del mundo tan lleno de angustias y penumbras de nuestra exis-tencia cotidiana.

Y la poesía que es ánfora donde perdura sin per-derse el perfume de las cosas viejas, como instru-mento d arte que es, debe responder a las exigen-cias del espíritu de la vida moderna y reflejarla con

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acentos de libertad, de justicia, de belleza y también de dolor, porque la poesía es culto de dolor en el parto obligado por el ayuntamiento del corazón y de la idea, que deja en los seres la sensación de una em-briaguez de júbilo y una auguasta serenidad genési-ca, igual a aquélla que ha de sentir la tierra después de los rocíos o de las lluvias cósmicas, como una in-mensa maternidad gozosa.

Por eso, como expresión de los poetas, queremos una lirica social como aquella de los remotos cantos de Píndaro y de Hesiodo, lírica de amor y de dolor convertida en trinos de vida y de humana libertad, como aquélla que también floreciera en la sublime embriaguez de Omar Kayamm en los versos cuaja-dos de martirio del persa Abud- Saíd, porque el do-lor de los pueblos emerge por la voz de sus poetas y cuando el clamor de los que sufren no llega a los de arriba, los laúdes lloran desde abajo.

Por eso en esta noche, que es como el connubio del arte con la historia, surge sobre las palpaciones del ambiente la evocación de Juárez, el gran refor-mador social, en la proclamación de todas las con-ciencias; porque su voz fue limpia voz de libertad y de justicia para los individuos y para las naciones y porque fue el derecho su instrumento de paz y de armonía.

Queremos por eso que el mundo se sature del ideario de Juárez y lo madure en frutos de cabal re-dención para todos los hombres, para todos los pue-blos lo mismo en Panamá que en Cuba, Puerto Rico o Vietnam; queremos que se acabe el interés fenicio de los imperialismos con su insolente riqueza fincada en la soberanía mutilada de tantos pueblos débiles.

Y queremos por último, que México continúe sin desviación alguna la ruta trazada con su vida por nuestro Padre Juárez y que en la tierra, que ha de seguir rodando por los espacios cósmicos, sólo pal-pite y viva un profundo respeto al ajeno derecho y una vasta y sonora vibración de libertad, de justicia, de amor y de paz entre todos los hombres y entre todos los pueblos.

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