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Los Cuadernos de Viaje MIS RECUERDOS DE ORAN Y DE ALBERT CAMUS Orlando Pelayo A l amanecer del día 29 de marzo de 1939 los tres mil quinientos españoles que nos hacinábamos en el viejo barco car- bonero Strambook vimos, como sur- giendo de las aguas, un gran acantilado sembra- do de luces. Nuestros ojos, venidos de las oscu- ridades de una guerra, se agarraron alucinados a aquellas luminosas promesas de libertad que, bien pronto, iban a revelarse un trágico espis- mo: Lo que allí nos aguardaba era el laberinto concentracionario. Albert Camus, del que hoy quiero traer aquí el recuerdo, titula alguna de sus páginas para mí , más evocadoras: «El Minotauro o el alto en ' Orán». Un alto en el camino de la expatriación iba a ser para mí mi larga estancia en tierras oranesas. Cuando recordamos nuestro pasado nos es, artunadamente, más cil sentir en el corazón el cosquilleo de los momentos lices que el amargo arañazo de los dolorosos y como, ade- más, la irrenunciable vocación de la juventud es la licidad y no hay adversidad, dolor o inrtu- nio, por muy absurdos que nos parezcan, que puedan matarla, los recuerdos que de aquellos tiempos conservo son los lices y luminosos. Los otros, los dramáticos y dolorosos quedaron atrás, agarrados -como «adherencias de olvido» que dijo Neruda hablando de Villamediana- a las alambradas de unos campos de cuyo nombre no quiero acordarme. Orán, donde recobrada mi libertad iba yo a instalarme y donde conocería a Camus, era en aquellos años una ciudad de algo más de dos- cientos mil habitantes, de una modernidad a y destartalada, pero a la que una luz peculiar daba, por momentos, las apariencias de un austero y dicil paraíso. Jean Grenier, maestro y amigo de Camus dice que «Esta luz toca con su gracia a cierta� ciudades que sin ella serían simples campamen- tos de gitanos». · Orán, que Camus calificará de «sonámbula y enética» es, en contraste con la belleza sun- tuosa de Argel, una ciudad en blanco y negro que esconde, bajo su gris y reseca piel de polvo una rugosa y popular campechanía muy espa- ñola. La mayoría de los oraneses -hablo natural- mente de los europeos- son por aquellos años de origen español. -Sus antepasados llegaron allí a partir de los tiempos de la conquista an- .50 cesa de 1830 o, en emigraciones posteriores, des- de las más inhóspitas tierras del levante espa- ñol-, y en nuestro idioma se expresan miliar- mente. Hablan un castellano empobrecido -contaminado de ancés, árabe, valenciano- pero expresivo, eficaz y lleno de la contundencia y la gracia de las jergas onterizas. Abundan por otra parte en la ciudad los vesti- gios históricos de un lejano pasado español que nos recuerdan los tiempos en que: «Servía en Orán al Rey, un español con dos lanzas». Los barrios populares de la ciudad, cada uno con su propia «Calle Mayor» donde chicos y chi- cas pasean al atardecer -ire le Boulevard- (hacer el Bulevar lo llaman ellos) -pudieran ser los de cualquier pueblo o ciudad provinciana de España. El oranés, como todo pionero instalado en tierras de conquista, es un ser vitalista y elemen- tal. Yo lo calificaría de «hombre de la ontera», en el sentido que esta palabra tiene cuando se habla de la epopeya del Oeste americano. Sus pasiones son ancas y violentas y sus có- leras se resuelven a menudo en subitáneas dis- putas y peleas, cuyos irretables argumentos no vienen de las nobles prondidades del cere- bro, sino de su dura periria: los huesos onta- les con los que el oranés asesta su lgurante ca- bezazo: la inmisericorde y demoledora «cabá» norteaicana. Recuerdo una escena de la que í testigo y que ilustra, con su ruda comicidad, esta eficací- sima y contundente dialéctica: Se celebra en Orán un partido de tbol entre el equipo de casa y el de Argel, cuya pugnaz ri- validad es el reflejo de la que sienten entre sí las dos ciudades argelinas. Durante las incidencias del juego se levanta un hincha gritando: iFalta, lta! Un espectador vecino -sin duda partidario del equipo contra- rio- se revuelve rioso y le dice al protestador: -iQué lta ni qué narices! Usted no entiende nada de tbol. -lQue no entiendo yo de tbol? -No, señor, no tiene usted ni la menor idea. El primero, sin más preámbulos, atiza un tre- mendo cabezazo a quien acaba de poner en duda sus conocimientos tbolísticos y lo tira patas arriba de un K.O. lminante. Entonces, con la solemnidad digna del erudito que ha apa- bullado a su contradictor con un irrebatible ar- gumento dialéctico, se vuelve hacia los vecinos de grada, testigos de la escena, y suelta estas de- finitivas y concluyentes palabras: -iY decía el tío ese que no sabía yo de tbol! Pero oigamos a Camus hablar de esa violencia elemental a propósito de un combate de boxeo en Orán: «La erza y la violencia son dioses solita- rios y poco dados a volver la vista atrás, que distribuyen sus milagros a manos llenas en el presente. Están hechos a la medida de

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Los Cuadernos de Viaje

MIS RECUERDOS

DE ORAN Y DE

ALBERT CAMUS

Orlando Pelayo

Al amanecer del día 29 de marzo de 1939los tres mil quinientos españoles quenos hacinábamos en el viejo barco car­bonero Strambook vimos, como sur­

giendo de las aguas, un gran acantilado sembra­do de luces. Nuestros ojos, venidos de las oscu­ridades de una guerra, se agarraron alucinados a aquellas luminosas promesas de libertad que, bien pronto, iban a revelarse un trágico espejis­mo: Lo que allí nos aguardaba era el laberintoconcentracionario.

Albert Camus, del que hoy quiero traer aquí el recuerdo, titula alguna de sus páginas para mí

, más evocadoras: «El Minotauro o el alto en ' Orán».

Un alto en el camino de la expatriación iba a ser para mí mi larga estancia en tierras oranesas.

Cuando recordamos nuestro pasado nos es, afortunadamente, más fácil sentir en el corazón el cosquilleo de los momentos felices que el amargo arañazo de los dolorosos y como, ade­más, la irrenunciable vocación de la juventud es la felicidad y no hay adversidad, dolor o infortu­nio, por muy absurdos que nos parezcan, que puedan matarla, los recuerdos que de aquellos tiempos conservo son los felices y luminosos. Los otros, los dramáticos y dolorosos quedaron atrás, agarrados -como «adherencias de olvido» que dijo Neruda hablando de Villamediana- a las alambradas de unos campos de cuyo nombre no quiero acordarme.

Orán, donde recobrada mi libertad iba yo a instalarme y donde conocería a Camus, era en aquellos años una ciudad de algo más de dos­cientos mil habitantes, de una modernidad fea y destartalada, pero a la que una luz peculiar daba, por momentos, las apariencias de un austero y difícil paraíso.

Jean Grenier, maestro y amigo de Camus dice que «Esta luz toca con su gracia a cierta� ciudades que sin ella serían simples campamen­tos de gitanos».

· Orán, que Camus calificará de «sonámbula yfrenética» es, en contraste con la belleza sun­tuosa de Argel, una ciudad en blanco y negro que esconde, bajo su gris y reseca piel de polvo una rugosa y popular campechanía muy espa­ñola.

La mayoría de los oraneses -hablo natural­mente de los europeos- son por aquellos años de origen español. -Sus antepasados llegaron allí a partir de los tiempos de la conquista fran-

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cesa de 1830 o, en emigraciones posteriores, des­de las más inhóspitas tierras del levante espa­ñol-, y en nuestro idioma se expresan familiar­mente. Hablan un castellano empobrecido -contaminado de francés, árabe, valenciano­pero expresivo, eficaz y lleno de la contundenciay la gracia de las jergas fronterizas.

Abundan por otra parte en la ciudad los vesti­gios históricos de un lejano pasado español que nos recuerdan los tiempos en que: «Servía en Orán al Rey, un español con dos lanzas».

Los barrios populares de la ciudad, cada uno con su propia «Calle Mayor» donde chicos y chi­cas pasean al atardecer -faire le Boulevard­(hacer el Bulevar lo llaman ellos) -pudieran ser los de cualquier pueblo o ciudad provinciana de España.

El oranés, como todo pionero instalado en tierras de conquista, es un ser vitalista y elemen­tal. Yo lo calificaría de «hombre de la frontera», en el sentido que esta palabra tiene cuando se habla de la epopeya del Oeste americano.

Sus pasiones son francas y violentas y sus có­leras se resuelven a menudo en subitáneas dis­putas y peleas, cuyos irrefutables argumentos no vienen de las nobles profundidades del cere­bro, sino de su dura periferia: los huesos fronta­les con los que el oranés asesta su fulgurante ca­bezazo: la inmisericorde y demoledora «cabá» norteafricana.

Recuerdo una escena de la que fuí testigo y que ilustra, con su ruda comicidad, esta eficací­sima y contundente dialéctica:

Se celebra en Orán un partido de fútbol entre el equipo de casa y el de Argel, cuya pugnaz ri­validad es el reflejo de la que sienten entre sí las dos ciudades argelinas.

Durante las incidencias del juego se levanta un hincha gritando: iFalta, falta! Un espectador vecino -sin duda partidario del equipo contra­rio- se revuelve furioso y le dice al protestador:

-iQué falta ni qué narices! Usted no entiendenada de fútbol.

-lQue no entiendo yo de fútbol?-No, señor, no tiene usted ni la menor idea.El primero, sin más preámbulos, atiza un tre­

mendo cabezazo a quien acaba de poner en duda sus conocimientos futbolísticos y lo tira patas arriba de un K.O. fulminante. Entonces, con la solemnidad digna del erudito que ha apa­bullado a su contradictor con un irrebatible ar­gumento dialéctico, se vuelve hacia los vecinos de grada, testigos de la escena, y suelta estas de­finitivas y concluyentes palabras:

-iY decía el tío ese que no sabía yo de fútbol!Pero oigamos a Camus hablar de esa violencia

elemental a propósito de un combate de boxeo en Orán:

«La fuerza y la violencia son dioses solita­rios y poco dados a volver la vista atrás, que distribuyen sus milagros a manos llenas en el presente. Están hechos a la medida de

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Los Cuadernos de Viaje

El Stambrook, 1.500 toneladas, 3.500 españoles en el puerto de Orán. Marzo 1939.

este pueblo sin pasado que celebra sus co­muniones alrededor de las cuerdas de un ring.

Ritos difíciles, sin duda, pero que simpli­fican mucho las cosas. El bien y el mal; el vencedor y el vencido: En Corinto había dos templos aledaños, el de la Violencia y el de la Necesidad».

Hablando de la rivalidad sin expiación que existe entonces entre las dos ciudades hermanas de Orán y Argel, dice Camus:

«Para ser exactos, se trata efectivamente de una querella. La que desde hace cien años separa mortalmente a Orán y Argel. Unos siglos antes estas dos ciudades nor­teafricanas quizás se hubiesen degollado co- · mo lo hicieron Pisa y Florencia en tiempos más felices.

La rivalidad entre ellas es tanto más fuer­te cuanto que no tiene el menor fundamen­to. Teniendo mil razones de apreciarse y quererse, se detestan en proporción directa de esas razones.

Los oraneses reprochan a los de Argel su presunción. Los de Argel insinúan que los oraneses no tienen la menor idea de la ur­banidad. Precisamente por ser metafísicas esas injurias son mucho más graves de lo que aparentan. No pudiendo sitiarse, Orán y Argel se injurian sobre el campo de batalla

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del deporte, de las estadísticas y de las obras públicas».

Pues bien, este es el universo en el que voy a vivir yo ocho largos años de mi juventud.

Se comprenderá que para mí aquel país, en­tonces territorio francés, no era todavía Francia, pero tampoco era ya España, a pesar de que Orán y sus habitantes tuvieran tanto de español. Muchas veces he pensado que, en el camino del exilio, Orán fue para mí como la cámara de des­compresión, el SAS por el que pasé, sin dema­siados desgarramientos, de la vida y de la cultu­ra española a la francesa.

Porque habrá que decir que Orán tenía tam­bién otra cara menos primaria y violenta: más ci­vilizada y amable. La vida cultural, aún siendo provinciana y hasta colonial, era en ella viva y activa. Valga como ejemplo -y esto fue para mí muy importante- que en los años cuarenta, cuando aún faltaban muchos para que llegara el gran auge de la pintura y de las Galerías, había en aquella ciudad seis u ocho Salas de Arte en plena actividad. Una de ellas era Colline, en la que pronto expondría yo con regularidad, y que con su aneja Librería era entonces un privilegia­do rincón de cultura, donde, al atardecer, se reu­nían poetas, escritores y pintores y en la que re­calaban obligatoriamente los intelectuales y ar­tistas de fuste que visitaban la ciudad. El nom­bre de Colline había sido elegido precisamente

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Los Cuadernos de Viaje

por Camus, en homenaje al libro del mismo nombre del escritor Jean Giono, entonces muy en boga.

Por los años treinta empieza a surgir en Arge­lia una generación de jóvenes escritores con in­quietudes y talento que irrumpe con fuerza en un panorama literario pobre, soñoliento y pro­vinciano, impregnado muchas veces de un pa­ternalista e idílico orientalismo epigonal:

Albert Camus, Emmanuel Robles. Max-Pol Fouchet, Gabriel Audisio, Claude de Freminvi­lle, Jules Roy y algunos otros van a crear una nueva y original literatura mediterránea: la lite­ratura argelina en lengua francesa en la que Camus destacará desde el primer momento co­mo figura excepcional y a la que vendrán a unir­se años después algunos jóvenes árabes de gran talento.

Esos escritores se agrupan en Argel alrededor del joven librero Edmond Charlot, personaje emprendedor y simpático que les recibe, prime­ro en su pequeña Librería «Les Vrais Richesses» y tiempos después en su nueva Librería-Sala de Arte «Rivages,» en donde también expondría yo. Charlot será el entusiasta mentor del grupo y se hará editor para poder publicar el texto dra­mático «La Revolución de Asturias», escrito co­lectivamente por Camús y algunos otros compo­nentes de la troupe del «Teatro del Trabajo» que acababan de fundar y cuya representación había sido prohibida por las autoridades.

Camus fue en los inicios de la Editorial Charlot su director literario y en su colección «Mediterranée» publicarían por primera vez sus compañeros de generación. Entre ellos se en­contraba Emmanuel Robles, maestro nacional oranés de origen español y hoy miembro de la Academia Goncourt y de quien Buñuel adapta­ría años después al cine la novela «Cela s'appele 1' Aurore».

Robles y yo colaboramos en un trabajo publi­cado en una revista de Argel y titulado «Toros en Orán» para lo cual asistimos juntos a una se­rie de corridas en esta ciudad, por cuya plaza desfilaban las primeras figuras del toreo es­pañol.

Mi encuentro con Camus y su obra fue para mí un deslumbramiento. No olvidemos la edad que yo tenía entonces y las particulares circuns­tancias que me habían hecho recalar en aquellas tierras.

Aquel joven escritor, siete años mayor que yo, que ya gozaba de un gran prestigio y de quien iba a ser amigo, hablaba en sus libros de cosas que me eran entonces familiares: La po­breza y el sufrimiento; el entusiasmo y la pasión por la vida. Es decir, hablaba de esas fuerzas contradictorias entre las que el hombre se deba­te y con las que lucha para tratar de descifrar y hacer tolerable el enigma de su frágil y efímero destino.

Camus está convencido de la absurda y su­friente condición humana, pero no lo toma

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como coartada para renunciar a la lucha y al go­ce de la vida, sino como acicate para morder, con apetito voraz, en lo que ésta nos puede ofre­cer de más deseable.

Cuando Camus dice: «Los hombres mueren y no son felices» no está expresando una conclu­sión sino que enuncia una premisa:

«Vivir no es resignarse», escribe, y añade en otro lugar: «Soy feliz en este mundo porque mi reino es de este mundo».

Ya sabemos que nunca se aprecia tanto la vida como al sentirla amenazada o cuando la precariedad y la indigencia nos la hace más de­seable en lo que ella nos muestra de más apete­cible y tentador.

Y o quisiera insistir aquí sobre estas ideas, pues si no entendemos esto difícilmente podre­mos entender a Camus por entero y sólo vere­mos en su obra el grito de un existencialismo desolado y nihilista con el cual él quiso siempre mantener sus distancias.

Quizá sea necesario empezar a contemplar la vida -como lo hace Camus- desde la aterida condición de la enfermedad y la pobreza para poder hablar de ella con el entusiasmo dionisia­co que de muchas de sus páginas se desprende.

Porque Camus nació pobre, muy pobre y es­tuvo enfermo, gravemente enfermo.

«Esta enfermedad» -nos dice él- «añadía nuevas y graves dificultades a las que ya pa­decía. Pero la enfermedad favoreció final­mente esa libertad de corazón, esa ligera distancia hacia los intereses humanos que me han preservado del resentimiento».

Enfermedad y pobreza van a conformar el temple de alma de Camus en su infancia y ado­lescencia y le harán, ya para siempre, solidario con los oprimidos, los desposeídos, los indefen­sos, los que sufren.

Hablando de la pobreza de los suyos escribe:

«Entre mis debilidades jamás figuró el defecto más común entre nosotros: la en­vidia.

No hay en ello el menor mérito de mi parte. Se lo debo en primer lugar a los míos que careciendo de casi todo no envidiaban casi nada. Por su silencio, su reserva, su or­gullo natural y sobrio esta familia que no sa­bía ni leer me dio entonces las altas leccio­nes que todavía perduran.

Cerca de ellos nunca fue la pobreza, ni el desamparo, ni la humillación lo que sentí. Lo que he sentido y siento es mi nobleza.

Ante mi madre siento que soy de una raza noble: «aquella que no envidia nada».

-Y prosigue:

«Para empezar, la pobreza jamás fue paramí una desgracia: La luz prodigaba sus ri­quezas. Hasta mis rebeldías estuvieron ilu-

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Los Cuadernos de Viaje

Albert Camus.

minadas por ellas y fueron -y creo poderlo decir sin mentir- rebeldías en favor de todos y para que la vida de todos pueda rea­lizarse en la luz. No es seguro que mi cora­zón sintiese una particular inclinación hacia ese tipo de amor, pero las circunstancias me ayudaron. Para corregir una indiferencia in­nata me encontré colocado a mitad de cami­no entre la miseria y el sol. La miseria impi­dió que yo pudiera creer que todo está bien bajo el sol y en la historia. El sol me hizo comprender que la historia no lo es todo. Cambiar la vida, de acuerdo, pero no el mundo del que yo había hecho mi divi­nidad».

Notemos en esta última reflexión de Camus su decidida posición, desde sus inicios, contra la

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fatalidad de la historia, que precisará cuando diga:

«El escritor no puede ponerse al servicio de los que hacen la historia, sino al servicio de los que la sufren.»

Tema, como vemos, de una importancia y una actualidad que no es necesario subrayar.

Para hacérmelo aún más fraternal y cercano, encontraba yo en Camus una cierta música es­pañola y algo que me parecía como un eco de nuestros clásicos y estoicos.

Su maestro Jean Grenier -al que siempre te­nemos que volver cuando hablamos de Camus -dice acertadamente:

«Albert Camus, por sus orígenes, estaba por lo menos tan cerca de España como de Francia y su lenguaje tenía un aire caste­llano».

Camus es consciente de ello cuando confiesa:

«Tuve todas las oportunidades de desa­rrollar una 'castellanería' que a veces me ha perjudicado, de la que se burla con razón mi amigo y maestro J ean Grenier y que yo tra­té inútilmente de corregir hasta que com­prendí que existe una fatalidad en nuestra forma de ser: en ese caso más valía aceptar el propio orgullo y tratar de hacerlo posi­tivo».

Fui testigo muchas veces de la complacencia que sentía Camus ante el hecho de sus orígenes españoles. Jamás hubo español, por muy humil­de y anónimo que fuese, al que él no estuviera dispuesto a sacrificar sin regateos parte de su ocupadísimo tiempo.

Su orígenes y sus ideas le hacían activamente solidario de la causa por la que nosotros, exilia­dos españoles, habíamos luchado y su aparta­mento de Orán albergó en más de una ocasión a algún español del éxodo falto de cobijo.

Camus conocía bien a nuestros clásicos. Creo que había leído a Ortega y Unamuno y admiraba profundamente nuestro teatro del Siglo de Oro del que había hecho alguna traducción y adapta­ción como «La Devoción de la Cruz» de Calde­rón y «El Caballero de Olmedo» de Lope.

Una de las últimas veces que lo vi, poco antes de su trágica muerte, me habló de un proyecto que tenía de adaptar un Tirso de Malina y de su deseo de que yo hiciese los figurines y decora­dos de la obra.

En alguna de nuestras conversaciones se di­vertía él metiendo de vez en cuando palabras es­pañolas. Uno de los libros que de él conservo dedicados lo está en español y firmado Alberto Camusso, castellanizando en broma su nombre.

Camus, nacido en Mondovi (Constantina) queda huérfano cuando todavía no tiene un año, pues él nace en noviembre de 1913 y su padre será uno de los miles de muertos de la batalla del Mame en octubre de 1914.

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Los Cuadernos de Viaje

Poco después, su madre, joven viuda sin re­cursos, se instalará en Argel buscando el amparo de sus allegados y familiares, los Cardona, los Sintes, todos ellos de apellido español: El her­mano Etienne Sintes tonelero sordomudo; la hermana Antoinette, casada con el carnicero Gustavo Acault, personaje verdaderamente ex­traordinario en medio de esta familia iletrada. Acault, anarquista volteriano, se sabe de memo­ria todo Anatole France y tiene como uno de sus libros de cabecera el «Ulises» de Joyce. Camus leerá a Gide a los once años por indica­ción suya.

Estos tíos acomodados y sin hijos serán quie­nes quizá salven a Camus de la muerte cuando, en su adolescencia, caiga gravemente enfermo de tuberculosis; lo sacarán de la extrema penu­ria del hogar materno para llevarlo a vivir con ellos. Los hermosos biftecs del carnicero liberta­rio, colaborarán a rehacer la maltrecha salud del futuro Premio Nobel.

Camus recordará siempre a estas gentes sen­cillas de su familia materna y algunos de los per­sonajes de sus libros llevarán sus nombres. Ma­ría Cardona se llama uno de los protagonistas de «El Extranjero» y en algún otro de sus libros aparecerá un tonelero apellidado Sintes.

La primera persona que vislumbrará el talento en aquel niño, que oculta la tristeza de la orfan­dad y la pobreza tras un aire de esquiva y orgu­llosa timidez, será su maestro de enseñanza pri­maria, Monsieur Germain al que Camus escribi­rá toda su vida y al que dedicará su discurso de Suecia: Veamos en ello una prueba de esa vene­ración que siempre sienten hacia su primer maestro quienes accedieron a la cultura desde las oscuras simas de la ignorancia y el desampa­ro. Porque es el maestro de escuela quien con­vence a la madre para que Camus pueda prose­guir los estudios y hacerse bachiller.

Le costará mucho trabajo a Monsieur Ger­main vencer la resistencia de aquella analfabeta y oscura mujer, más urgida por las necesidades de la vida que por las de la cultura y que, natu­ralmente', aspira para su hijo a un temprano y sencillo oficio remunerado.

Camus tendrá la suerte, ya estudiante de ba­chillerato, de encontrar a un hombre excepcio­nal: el filósofo Jean Grenier, profesor entonces en el Liceo de Argel.

Si su maestro Germain supo descubrir en aquel niño los primeros fogonazos de la inteli­gencia, Jean Grenier será el verdadero iniciador e incitador del escritor que va a ser Albert Camus. :Tampoco aquí se desmentirá jamás esa veneración, esa fidelidad de Camus hacia sus maestros.

No se puede hablar de Camus sin hablar de Grenier, gran escritor de fama minoritaria, sutil filósofo de la no-acción; introductor en Francia de Lao Tse y prologuista de la «Guía Espiritual» de nuestro heterodoxo Miguel de Molinos.

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Entre los libros que fueron incitación primera de la vocación de escritor de Camus está, creo yo, uno de los más bellos de Grenier: «Les Iles» (Las Islas) del que Camus dice:

«Era preciso que un hombre nacido al borde de otros mares, enamorado también de la luz y del esplendor de los cuerpos, lle­gara para decirnos, en un lenguaje inimita­ble, que esas apariencias eran bellas pero que estaban condenadas a desaparecer y que por lo tanto había que amarlas apasio­nadamente».

En este comentario a la obra de su maestro está una de las claves de la obra camusiana y de la actitud de Camus ante el absurdo de la condi­ción humana.

Y a dijimos hace un momento que no se podrá entender a Camus por entero si olvidamos que el absurdo no es para él una conclusión sino un reto y una incitadora premisa.

La pasión de Albert Camus por las bellezas del mundo, por los goces físicos que la vida pue­de procurarnos: la naturaleza, las playas, el amor, el deporte están presentes en toda su obra y de ellos extraerá él su rigurosa lección de mo­ral y de conducta:

«Pienso» -nos dice- «que no he conoci­do más que en el deporte -en mis tiempos jóvenes- esa poderosa sensación de espe­ranza y solidaridad que acompañan los lar­gos días de entrenamiento hasta el del parti­do, victorioso o perdido. En verdad la poca moral que sé la aprendí sobre el césped de los campos de fútbol y sobre los escenarios de los teatros que han sido mis verdaderas Universidades».

Camus practicó el fútbol con pasión y entu­siasmo hasta que cayó enfermo. Fue portero de un equipo juvenil y en la elección misma de su puesto en el equipo quiero ver yo como un sím­bolo, una metáfora de su futura condición de es­critos: La soledad del portero ante la portería como anticipación de la del creador ante su obra. Sobrecogedoras soledades que conllevan, sin embargo, un ineludible deber: El de la soli­daridad con los otros.

Solidario-Solitario. Con estas dos palabras concluye unos de sus más hermosos y simbóli­cos relatos de «El Exilio y el Reino».

Algo conservará Camus toda su vida, en su aspecto físico, del deportista que fue en su ju­ventud, aunque su silueta nos hiciera pensar más bien en la de un héroe de película america­na de los años treinta: Un Humphrey Bogart menos agarrotado y brusco,

No olvidemos su ejercida vocación de actor y sus alguna vez confesados deseos de actuar en el cine.

Todo esto, unido a su prestigio de escritor,

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Los Cuadernos de Viaje

lean Grenier, Albert Camus y Orlando Pe/ayo. París 1955.

hacía que su éxito con las mujeres fuera grande y que él fuera perfectamente consciente de la atracción que sobre ellas ejercía y que creo que nunca se privó de ejercer.

El personaje de Don Juan le fascinaba, no sólo como mito literario sino como tentador ejemplo a seguir. Hay que haber leído las pági-

. nas memorables que en su libro «La Chute» (La Caída), dedica al amor, a la seducción, a la con­quista amorosa y al posterior abandono de la presa conquistada para apreciar la carga de don­juanismo que en él había.

La compleja personalidad del «Burlador» no se concibe sin una buena dosis de cinismo y Ca­mus no carecía tampoco de él:

«Mi tentación más constante, contra la que nunca he acabado de combatir hasta la extenuación, es el cinismo»,

nos confiesa en alguna parte y añade en otro momento: «No cabe duda que a toda moral le hace falta un poco de cinismo».

Recuerdo que, cuando, atento escrutador de su fisionomía, hice su retrato -doble retrato en

SS

el que le asocié con su maestro Jean Grenier-, Camus me dijo: «Querido Pelayo, vaya cara de cínico que me ha puesto».

A lo que yo le contesté sonriendo: lAcaso no lo es usted?

Aunque a primera vista no fuese hombre de efusiones fáciles y una cierta gravedad de aspec­to -atemperada por una irónica sonrisa de sim­pática comprensión hacia el otro- pudieran ha­cerlo parecer distante, de la persona de Camus emanaba una tal fuerza de atracción y de inteli­gencia que la reacción que provocaba de inme­diato al conocerle era la de admirativa adhesión sin reservas.

Ante él uno tenía, desde el primer instante, la impresión de estar ante un hombre excepcional.

Careciendo Camus totalmente de suficiencia, pose o presunción, el respeto admirativo que suscitaba venía de la profunda humanidad que traslucía bajo aquellos nobles rasgos en los que se leía un poso de tristeza, q,uizá llegado desde su infancia desvalida, su enfermedad, o � quién sabe si de la oscura premonición ._ � de su temprana muerte. �