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LOS MITOS POLÍTICOS: LAS PATOLOGÍAS MODERNAS DE LA RES PUBLICA* ANTONIO RIVERA GARCÍA 1. EL PROBLEMA DEL MITO: SABER Y PODER No hay ningún discurso científico, basado en imputaciones causales mediante las que se establece una continuidad entre los sucesos, sin transcendentales a priori o supuestos ontológicos. Sin una antropología transcendental, fundada en última instancia en una mítica naturaleza humana o en las convicciones de la teología, no se pueden comprender las denominadas ciencias culturales. Aquí se halla el punto de unión entre las ciencias humanas y el mito: los supuestos que permiten al investigador extraer su objeto del continuum infinito e indiferente de la realidad se corresponden con la discontinuidad introducida por el mito en la historia 1 . El mito aísla los momentos importantes, los sitúa fuera del tiempo histórico, de forma que ya no son verificables a través de imputaciones lógico-formales. Los ensayos metodológicos de Max Weber no dejan la menor duda de que resulta imposible sustraerse a algún punto de vista desde el cual iniciar la investigación de las acciones humanas. Dada esta ausencia de neutralidad o imparcialidad inicial, las ciencias históricas y sociales han de tener forzosamente un carácter unilateral. Para la historia conceptual de Koselleck, el pensar en perspectiva implica, además, que cualquier juicio histórico sólo podrá realizarse desde el presente, desde el tiempo histórico del hombre contemporáneo. Según Weber, como la realidad es indiferente e infinita 2 y, en consecuencia, ella misma no nos proporciona criterios para distinguir los hechos más importantes, será preciso acudir a unas premisas o principios de carácter subjetivo, es decir, a supuestos valorativos o transcendentales, que ayuden a discriminar nuestro objeto 3 . De esta manera, los fenómenos con *Publicado en Teoría/Crítica, 1999, nº 6, pp. 99-125. 1 Cf. J.L. VILLACAÑAS, La época de las revoluciones, Akal, Madrid, 1997, p. 12. 2 La realidad es infinita tanto intensiva como extensivamente: la infinitud descriptiva, intensiva o simultánea significa que no podemos alcanzar una descripción exhaustiva de cualquier fenómeno por ínfimo que sea; la infinitud extensiva, causal o sucesiva implica la concurrencia en todo fenómeno individual de un número infinito de causas. Cf. M. WEBER, La objetividad cognoscitiva de la ciencia social y de la política social, en Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, p. 67. 3 Cf. El político y el científico, Alianza, Madrid, 1995 15 , p. 208.

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LOS MITOS POLÍTICOS: LAS PATOLOGÍAS MODERNAS

DE LA RES PUBLICA*

ANTONIO RIVERA GARCÍA 1. EL PROBLEMA DEL MITO: SABER Y PODER

No hay ningún discurso científico, basado en imputaciones causales mediante las que se establece una continuidad entre los sucesos, sin transcendentales a priori o supuestos ontológicos. Sin una antropología transcendental, fundada en última instancia en una mítica naturaleza humana o en las convicciones de la teología, no se pueden comprender las denominadas ciencias culturales. Aquí se halla el punto de unión entre las ciencias humanas y el mito: los supuestos que permiten al investigador extraer su objeto del continuum infinito e indiferente de la realidad se corresponden con la discontinuidad introducida por el mito en la historia1. El mito aísla los momentos importantes, los sitúa fuera del tiempo histórico, de forma que ya no son verificables a través de imputaciones lógico-formales.

Los ensayos metodológicos de Max Weber no dejan la menor duda de que resulta imposible sustraerse a algún punto de vista desde el cual iniciar la investigación de las acciones humanas. Dada esta ausencia de neutralidad o imparcialidad inicial, las ciencias históricas y sociales han de tener forzosamente un carácter unilateral. Para la historia conceptual de Koselleck, el pensar en perspectiva implica, además, que cualquier juicio histórico sólo podrá realizarse desde el presente, desde el tiempo histórico del hombre contemporáneo. Según Weber, como la realidad es indiferente e infinita2 y, en consecuencia, ella misma no nos proporciona criterios para distinguir los hechos más importantes, será preciso acudir a unas premisas o principios de carácter subjetivo, es decir, a supuestos valorativos o transcendentales, que ayuden a discriminar nuestro objeto3. De esta manera, los fenómenos con

*Publicado en Teoría/Crítica, 1999, nº 6, pp. 99-125. 1 Cf. J.L. VILLACAÑAS, La época de las revoluciones, Akal, Madrid, 1997, p. 12. 2 La realidad es infinita tanto intensiva como extensivamente: la infinitud descriptiva, intensiva o

simultánea significa que no podemos alcanzar una descripción exhaustiva de cualquier fenómeno por ínfimo que sea; la infinitud extensiva, causal o sucesiva implica la concurrencia en todo fenómeno individual de un número infinito de causas. Cf. M. WEBER, La objetividad cognoscitiva de la ciencia social y de la política social, en Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, p. 67.

3 Cf. El político y el científico, Alianza, Madrid, 199515, p. 208.

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significación cultural son obtenidos al relacionar un determinado hecho con ideas de valor (Wertbeziehung), y no a partir de un sistema de leyes insensible a la tonalidad cualitativa de los fenómenos humanos4.

Tales premisas subjetivas constituyen el supuesto trascendental o elemento heterogéneo que, al no estar regido por las relaciones lógico-formales, permite seleccionar lo más significativo de entre una multitud infinita y caótica de fenómenos. Weber enseña que la wissenschaftliche Objektivität no significa Gesinnungslosigkeit, es decir, no está desvinculada de las convicciones. Por otra parte, la historia conceptual demuestra que el transcendental de las ciencias historiográficas y jurídico-políticas supone siempre una específica visión del tiempo histórico y, por lo tanto, no puede prescindir de una concepción mítica de la historia5.

Esta ciencia social de carácter unilateral depende de criterios valorativos sometidos a una continua mutación o cambio. En este aspecto, en el saber acerca de la contingencia de los supuestos o apriori estructurales, coinciden la metodología weberiana, la historia conceptual (Begriffsgeschichte) de Koselleck y la historia genealógica de Foucault. Mas, a pesar de esta inicial y acientífica toma de posición del investigador, Weber defiende la neutralidad valorativa (Wertfreiheit) de las ciencias culturales y se opone a la intromisión de los propios ideales en el análisis científico. Si se quiere atajar este peligro se debe, en primer lugar, aclarar cuáles son los valores utilizados para dar sentido a la realidad, y, en segundo lugar, distinguir dónde se expresa el científico con pretensiones de validez objetiva y dónde el sujeto que realiza política social6. El investigador ha de evitar toda confusión entre la elucidación científica de los hechos y el razonamiento valorativo, pues las ciencias humanas, aunque no aspiren a un realismo omniabarcante, tampoco son arbitrarias. Por eso, la meta de Weber era crear una hermenéutica objetiva encargada de comprender mediante imputaciones causales los procesos culturales subjetivos.

Merece la pena confrontar esta propuesta, que parte de la heterogeneidad fundamental entre el problema del saber y el del poder, con la más radical de Foucault, para quien los dos problemas weberianos se convierten en el mismo, puesto que, a su juicio, no se puede separar verdad e ideal práctico, teoría y praxis. Esta contaminación de las ciencias por el poder hace prácticamente imposible la pretensión weberiana de un conocimiento objetivo o realista. Ambos autores coinciden, no obstante, en la importancia otorgada a la crítica de Nietzsche y en su polémica con el marxismo.

4 Las más importantes reflexiones de Nietzsche giraban en torno a la cualidad, activa y reactiva,

de la fuerza y de la voluntad de poder, como expone profusamente el libro de G. DELEUZE, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 19862.

5 Cf. J.L. VILLACAÑAS, Historia de los conceptos y responsabilidad política, en Res publica 1 (1998), pp. 141-174.

6 Cf. M. WEBER, op. ult. cit, pp. 211-213.

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Según el Foucault más nietzscheano, el genealogista, la verdad es histórica porque los distintos saberes han sido engendrados mediante prácticas sociales7. Asimismo, la afirmación de la historicidad de la verdad conduce a una reelaboración de la teoría del sujeto de conocimiento, quien no sólo se ha constituido históricamente, sino que, además, se está fundando y modificando a cada instante. Para el filósofo francés, los saberes son hechos lingüísticos, dotados de un carácter polémico y estratégico, que luchan por imponer un significado al mundo. Como demostrara Nietzsche, las ciencias, cuya función reside aparentemente en suministrar un conocimiento objetivo y transparente del universo, constituyen, por el contrario, un invento (Erfindung) similar a la religión o a la poesía. Se opone así a la búsqueda de un origen (Ursprung), de un secreto esencial y sin fechas8: no hay un origen más allá del mito. Esta genealogía nietzscheana tiene necesidad de la historia para conjurar el idealismo del origen. Por ello, en lugar de descubrir la Ursprung, busca la fuente o procedencia (Herkunft) y el punto de surgimiento o emergencia (Entstehung). Sirva de ejemplo el caso de las ciencias históricas: la Herkunft del historiador es plebeya, abyecta, de baja extracción, por cuanto considera que debe conocer todo sin jerarquía, sin perspectiva o sin toma de posición; la Entstehung de la historia sería la Europa del siglo XIX, la época del historicismo9.

Cuanto más nos aproximemos, sostiene Foucault, a la política de la verdad, a la lucha de fuerzas y voluntades, más cerca estaremos de entender qué es este invento del saber científico. No hay, por consiguiente, conocimiento en sí, ni naturaleza, ni esencia, ni condiciones universales para el entendimiento, sino tan sólo un saber en perspectiva, parcial y oblicuo. Pero, aunque no admitamos esta confusión nietzscheano-foucaultiana entre saber y poder, entre teoría y praxis, y sigamos defendiendo la posibilidad de un conocimiento dotado de validez objetiva, resulta incuestionable que en la ciencia siempre habrá un instante inicial de decisión, de poder o de querer. Será necesario entonces abandonar la vieja quimera de una ciencia sin mitos ni convicciones. 2. LAS MODERNAS PATOLOGÍAS POLÍTICAS

7 El estudio foucaultiano de la genealogía de las prácticas judiciales se propone demostrar dos tesis: en primer lugar, el poder atraviesa los procedimientos para impartir justicia y es un mito platónico la separación entre la verdad y la voluntad de poder (cf. M. FOUCAULT, Curso del 14 de enero de 1976, en Microfísica del poder, La Piqueta, Madrid, 1991, p. 140); en segundo lugar, estas formas judiciales de saber-poder han inspirado el nacimiento de las ciencias humanas, las cuales, por su procedencia, están contaminadas del carácter estratégico propio de la indagación y de la vigilancia.

8 FOUCAULT debe a Nietzsche la fundamental distinción entre Erfindung (invención) y Ursprung (origen). Cf. Nietzsche, la Genealogía, la Historia, en Microfísica del poder, cit., pp. 8 ss.

9 No obstante, Nietzsche es más radical que Foucault. Para el autor de la Genealogía de la moral, todo conocimiento, sin excepción, fue inventado y no está inscrito en la naturaleza humana. En cambio, el segundo, más modesto en su empeño, sólo se interesa por las ciencias humanas. Cf. La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 19954, p. 31.

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La cuestión del mito y de los supuestos transcendentales que se encuentran

en la raíz de las ciencias humanas es muy diferente del problema de los mitos políticos modernos. Tomando al republicanismo de ascendencia calvinista como ideal-tipo de una política racional, responsable y autónoma10, denominaré mitos políticos a las concepciones públicas apartadas de este patrón. A mi juicio, sólo el concepto de este republicanismo, que indudablemente no puede prescindir de supuestos valorativos o de una concepción mítica del hombre, permite pensar la política como una esfera racional y autónoma. Pues ni la praxis republicana está exenta de crítica o control, ni sus fines se subordinan a los morales ni se convierten en unos objetivos absolutos e incompatibles con los fines procedentes de las otras esferas de acción social. Desde esta óptica, la concepción mítica resulta análoga a las enfermedades de la política moderna. Pero es preciso subrayar que únicamente me refiero al aspecto más perverso del mito político: el que conduce a justificar la irresponsabilidad de la praxis humana.

En tales mitos políticos siempre hemos podido encontrar al menos uno de los dos caracteres con los cuales Cassirer define el mito en su Antropología filosófica: visión sintética y simpatética de la naturaleza11. La perspectiva sintética, a diferencia del carácter analítico del pensamiento científico, implica una confusión anti-weberiana entre las distintas esferas de la vida, lo cual aproxima al hombre moderno y al hombre primitivo. Esta confusión entre los diversos ámbitos de acción social es lo que hace posible a su vez la metamorfosis súbita de la realidad y la pérdida de estabilidad del mundo. Nadie mejor que Kafka, el escritor de la gran Metamorfosis moderna, ha sabido detectar la enfermedad latente del europeo en esta dislocación de la existencia y en este olvido del sentido tradicional de las cosas12. La época del judío de Praga, el período de los totalitarismos, se caracteriza porque las leyes dejaron de ser concebidas “como factores estabilizadores de los cambiantes movimientos de los hombres”13, y se transformaron en leyes de movimiento que ya no podían garantizar el objetivo fundamental de la seguridad jurídica.

10 Las siguientes notas podrían definir el ideal-tipo del republicanismo calvinista: el Estado es

una estructura de leyes que no son normas morales o necesarias en sí mismas; el soberano popular y el representante están separados; el representante recibe una simple comisión del soberano; los poderes públicos están divididos y sometidos a censura política, de forma que el magistrado supremo siempre es responsable de sus actos ante la ley y la comunidad soberana; el Estado suele tener una configuración federal. Cf. A. RIVERA GARCÍA, Republicanismo calvinista, Res publica, Murcia, 1999. No muy distinto es el republicanismo kantiano, cf. J. L. VILLACAÑAS BERLANGA, Res publica. Los fundamentos normativos de la política, Akal, Madrid, 1999.

11 Cf. Antropología filosófica, FCE, México, 1987, pp. 126-128. 12 Cf. W. BENJAMIN, Franz Kafka. En el décimo aniversario de su muerte, en Sobre el programa

de la filosofía futura, Monte Ávila Editores, Caracas; Dos iluminaciones sobre Kafka, en Imaginación y Sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid, 19983.

13 H. ARENDT, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid,1974, vol. II, p. 562; Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona, 19992, pp. 66-67.

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En cuanto a la visión simpatética, supone, en oposición a la perspectiva sistemática de la ciencia, el fin de la responsabilidad, dado que en este caso el hombre se deja arrastrar inmediatamente por sus sentimientos, afectos o convicciones mágicas y no somete la realidad a un examen crítico. Aunque los mitos no sean incoherentes ni carezcan de sentido o razón, su coherencia depende de la unidad de sentimiento y no de reglas lógicas14. Pues bien, de ninguno de estos peligros está exento el hombre moderno15.

Teniendo todo ello en cuenta, desglosaremos las patologías políticas modernas en un catálogo de mitos que no son otra cosa que tipos ideales. Por tratarse de especies utópicas y muy simples, difícilmente las encontraremos sin entremezclarse en la historia. Con frecuencia unos mitos se encabalgan sobre otros. El absolutismo y el clericalismo jesuita, una antropología pesimista (servo arbitrio) y otra optimista (libero arbitrio), nos pueden dar la clave para discriminar entre dos grandes mitos políticos: los puros y los impuros. Los primeros giran en torno a la legitimidad o justificación de un poder soberano heterogéneo con respecto a los súbditos. Los llamo puros porque favorecen la autonomía o primacía del poder político y fortalecen hasta un extremo intolerable a la persona jurídica del Estado o del representante soberano. El absolutismo suele generar mitos de este tipo, pues, dada su profunda desconfianza en los hombres, separa el ámbito externo o público, en donde tiene lugar una subordinación absoluta del súbdito al representante soberano, del interno o esfera de la libertad individual. Con ello se introduce la moderna tiranía que pone fin a la libertad política o a la libertad externa de movimiento y acción. Finalmente, estos mitos se distinguen por impedir la existencia de una censura pública o control crítico de la actividad de los representantes.

Dentro de los mitos políticos impuros se situaría, en cambio, el clericalismo jesuita. Se caracterizan por confundir la política con las mores en su doble acepción ética y socio-económica. Estos mitos no atentan tanto contra la libertad política cuanto contra la libertad ética o de conciencia, esto es, contra la autonomía interna del hombre: exigen generalmente el sacrificio de los egoístas intereses particulares en favor de la Iglesia, la especie, la nación o el pueblo. Por esta razón los denomino impuros. A su vez, los hay de dos tipos: los que subordinan la política a la religión y a la moral, como es el caso jesuita, o la sustituyen simplemente por la moral, como sucede con el milenarismo de la Reforma radical o de las revoluciones; y los que pretenden sustituir el espacio de la praxis, el cual para los clásicos engloba política y moral, por la esfera de la técnica. Todos estos mitos políticos impuros transforman la esfera pública en el lugar de una intolerable censura social sobre las convicciones de los individuos, y, a diferencia de los mitos anteriores, reposan sobre una confianza, sobre un inmenso optimismo, en la capacidad humana para encontrar la verdad o disponer de la historia y de los sujetos.

14 Cf. E. CASSIRER, op. cit., p. 126. 15 Cf. El Mito del Estado, FCE, México, 19922, p. 338.

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3. LOS MITOS POLÍTICO PUROS: EL FIN DE LA LIBERTAD EXTERNA

A lo largo de la historia, estos mitos han adoptado diversos disfraces. Mas todos ellos coinciden en autonomizar los fines de la esfera política o, incluso, en imponerlos sobre otras esferas de acción social. No obstante, podemos discriminar dos formas básicas: para la primera, el cesaropapismo, la ley (lex) y la justicia (ius) se confunden, pues se considera que toda norma creada por el príncipe es justa; para la segunda, la teología política, el problema de la justicia es un asunto moral completamente ajeno a la órbita jurídico-política. 3.1. CESAROPAPISMO.

Los mitos del primer modelo engloban todo aquel pensamiento que se refiere al cesaropapismo o gobierno temporal y espiritual de los monarcas, quienes aparecen como los detentadores o representantes de la verdad metafísica o divina. El modelo mongol de imperio16, la doctrina de la realeza cristocéntrica y el derecho divino de los reyes, incluidas sus modalidades más atemperadas, constituyen otras tantas versiones de esta primera clase de mito político puro. Principalmente ignora las dos grandes diferenciaciones teóricas sobre las cuales se asienta la disciplina política: la separación entre la esfera espiritual y temporal, y la distinción entre ius y lex. Nos hallamos ante un pensamiento mítico porque concibe a un poder político moralizado o divinizado que invade las weberianas fronteras existentes entre los diversos reinos de la vida. Razón por la cual ofrece una visión sintética y no analítica de la realidad.

Por una parte, el cesaropapismo atenta contra la diferenciación, introducida por el cristianismo primitivo, especialmente por Agustín de Hipona, entre un orden temporal, o espacio de la posibilidad, y un orden espiritual, o espacio de la necesidad y de la verdad. Por otra parte, también desatiende la distinción introducida por la tragedia griega entre nomos y diké17, o entre los dos pares de conceptos lex y ius, seguridad jurídica y juridicidad18, desarrollados profusamente por la teoría política desde el siglo XVI. Ello sucede cuando se trata de justificar al rey o al Estado como la expresión objetiva de la razón moral, conciliándose de esta manera razón y Gewalt. Hegel llevará hasta sus últimas consecuencias tal identidad al hacer del Estado la realidad de la idea

16 Cf. E. VÖGELIN, Nueva ciencia de la política, Rialp, Madrid, 1968, pp. 90-94. 17 Este conflicto entre nomos y diké aparece claramente desarrollado en Las Suplicantes de

Esquilo. Vögelin resume perfectamente la antinomia: “Según la ley, el nomos de la patria, las doncellas perseguidas no tienen ningún derecho a pedir protección legal contra los egipcios, que quieren casarse con ellas; pero las suplicantes recuerdan inmediatamente al Rey que existe una justicia más alta, la diké; que el matrimonio es ofensivo para ella, y que Zeus es el dios de los que suplican” (Ibidem, p. 114).

18 H. HELLER, Teoría del Estado, FCE, México, 1942, p. 242.

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moral19. En este caso, el derecho positivo se moraliza porque la ley emanada de la autoridad civil es considerada siempre justa y legítima. También el iusnaturalismo material tomista moraliza el derecho, pero, como veremos, se trata de un mito político impuro. Ciertamente refuerza la obligatoriedad de la ley positiva y el poder coactivo del gobernante, ya que predica la maldad moral de los actos contrarios a la norma civil justa. Sin embargo, cuando la ley positiva carece de legitimación ética se produce el efecto contrario, hasta el punto de que el iusnaturalismo católico puede llegar a justificar el derecho activo de resistencia. Esto nunca sucede en un mito político puro. Para el cesaropapismo, la ley, en tanto procede de una autoridad civil directamente reconocida por la divinidad, es justa por principio. No hay, por consiguiente, ninguna autoridad superior al rey capacitada para discriminar la justicia de la norma jurídica. En cambio, un hacedor de mitos políticos impuros, como el jesuita, defiende la existencia de una autoridad moral capaz de imponerse sobre el rey que dicta leyes y sentencias injustas: el Papa. 3.2. TEOLOGÍA POLÍTICA.

El absolutismo monárquico surgido tras el fin de las guerras civiles

religiosas de los siglos XVI y XVII es la primera versión de este nuevo mito político puro. Se trata de una teología política porque el soberano detenta un poder en la esfera temporal análogo al de Dios en la esfera espiritual. El monarca no es, a diferencia del gobernante cesaropapista, un vicario de Dios cuyos mandatos se impongan a priori, por su fuerza moral, o en virtud de valores como la justicia, la verdad o la tradición, sino que, por el contrario, su poder se fundamenta en la eficacia o en el éxito de sus decisiones. La analogía con la divinidad se traslada, en suma, del entendimiento a la voluntad20.

El carácter secular de esta teología política se debe a que defiende una razón de Estado autónoma. Ahora bien, lejos de limitarse a independizar sus fines de los religiosos o morales, se sostiene sobre la oposición o enfrentamiento radical entre la ratio status y cualquier otra razón procedente de una esfera de acción social diferente: religiosa, moral, económica, cultural, etc. Por esta causa, los problemas sociales aparecen cargados de una alta significación revolucionaria. El remedio estriba casi siempre en neutralizar, mediante un aumento del poder o de la represión del Estado, la parcela social que en cada momento genera tensiones. Mas, cuando la razón de estado autónoma se convierte en absoluta, entramos de lleno en una teología política

19 “(Ya en 1801, Hegel considera) disparatado oponer la utilidad del Estado al derecho. Idealizando la Antigüedad, propugna una contracción de la conciencia universal; lo moral consiste en vivir conforme a las costumbres de su país. Al hacer del Estado la realidad de la idea moral, puede muy bien pretender que su poder y el derecho que de él emane han de prevalecer sobre todas las convicciones morales del individuo” (Ibidem, p. 238).

20 C. SCHMITT considera al monarca decisionista análogo al voluntarista Dios de Calvino. Cf. Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica, Tecnos, Madrid, 1996, p. 28.

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que sublima la dimensión pública y la convierte en una nueva esfera de salvación. Desde este punto de vista, la historia moderna ha de ser entendida como el inexorable proceso hacia el schmittiano Estado total. En cambio, el republicanismo, pese a mantener la autonomía de los diversos espacios de acción, no exaspera como el absolutismo sus divergencias. Únicamente de esta forma resulta posible un auténtico politeísmo weberiano de las esferas prácticas, pues el absolutismo con su tendencia natural hacia el Estado total convertía en soberana y absoluta a una sola: la política o estatal.

Tras la moderna muerte de Dios, la teología política aún adopta formas más puras e intolerables que la absolutista. Durante esta época, tan nietzschena y darwinista, comienza a imponerse la noción de un poder irracional fruto de la lucha entre fuerzas desprovistas de sentido o instintivas. Es entonces cuando domina la dimensión simpatética (afectiva y dramática) del pensamiento mítico: para las nuevas teorías políticas la fuerza adquiere un significado ritual que libera al individuo de su responsabilidad. Los publicistas se desinteresan por el origen legítimo o ilegítimo del derecho, y llevan a un extremo absoluto la escisión entre la lex y el ius.

A este mito que suprime el carácter normativo de la praxis corresponde la filosofía de la vida de Sorel, Pareto, Spengler y de todos aquellos teóricos decisionistas y filo-fascistas para quienes la acción social constituye una especie de l'art pour l'art21. En opinión de estos autores, la acción pública se ha desvinculado de cualquier ideal o finalidad, pues, de forma semejante a los ritos, no importa tanto los motivos cuanto el acto en sí mismo22. De ahí que supongan, respecto al pensamiento político racional o normativo, una regresión semejante a la que nos lleva desde las religiones monoteístas, las cuales vinculan la conducta a motivos internos, hasta las basadas en simples rituales. En este mismo campo se encuadra el darwinismo político, o doctrina del derecho del más fuerte, sustentado sobre la ingenua creencia de que el existente es el mejor de los mundos. Los partidarios de la selección natural, tras comprobar el triunfo histórico del derecho del más fuerte, creen haber demostrado que siempre ha de ser así. La muerte de Dios o de la justicia implica que la ley podrá tener cualquier contenido, basta con la presencia de un soberano lo suficientemente fuerte para imponerlo. En este mundo, como estima el juez loco de Maupassant, solamente el registro civil –la lex positiva– adquiere un carácter sagrado23. Por este motivo, el Estado, el único capacitado

21 H. HELLER, op. cit., p. 224. 22 E. CASSIRER, Antropología filosófica, cit., p. 123. 23 El juez loco inventado por Maupassant intenta demostrar que matar a un ser desarraigado,

como el hombre, es una ley de la naturaleza y no un crimen: “¿Un ser? ¿Qué es un ser? (...) esa cosa no está sujeta a nada. Sus pies no se enraizan en el suelo. Es un grano de vida que se agita sobre la tierra; y ese grado de vida, llegado no sé de dónde, puede ser destruido a placer (...). ¿Por qué matar es un crimen? Sí, ¿por qué? Es, por el contrario, la ley de la naturaleza. Todo ser tiene por misión matar: mata para vivir y mata para matar.– Matar es condición de nuestra índole; ¡es preciso matar! El animal mata sin cesar, todo el día, a cada instante de su existencia–. El hombre mata sin cesar

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para modificar el registro civil, detenta el poder de matar impunemente. Pero todos estos teóricos olvidan que el hombre es esencialmente utópico y capaz de contraponer el deber ser al ser, así como de valorar el poder actual según la idea del derecho24.

La visión irracional de la política o ajena a todo normativismo encuentra una nueva formulación en las nociones existenciales de lo político elaboradas por autores tan diversos como Carl Schmitt, Walter Benjamin o Michel Foucault. Sobradamente conocidas son las tesis de Schmitt, a quien debemos las reflexiones más hondas sobre la teología política y sobre la necesidad de pensar la esfera pública a partir de una antropología pesimista, de la guerra y del enemigo; o las de Walter Benjamin sobre el origen excepcional, revolucionario, violento o injusto de todos los ordenamientos jurídicos25. Tampoco para un autor tan próximo en el tiempo como Foucault la política está relacionada con la justicia y la tesis contractualista.

El objetivo último del profesor del Collège de France era explicar el poder en términos de guerra o enfrentamiento (esquema de la guerra-represión) y no en términos economicistas (esquema del poder-contrato). Con este fin intentaba construir una nueva noción de poder, en oposición a la de los filósofos del siglo XVIII y a los marxistas. Según Foucault, tanto la teoría jurídica clásica como la marxista ortodoxa realizaban un análisis economicista del poder. Para la primera, pouvoir era un derecho que entraba en un proceso de cambio, de manera que constituía a menudo el objeto de una relación contractual. Para el marxismo, el poder político tenía en la economía su razón histórica de ser, ya que asumía la función de mantener la dominación de la clase expropiadora sobre la expropiada en los procesos de producción económica26. Foucault, por su parte, resume sus análisis como una inversión del conocido aforismo de Clausewitz: la política es la guerra continuada por otros medios27. Y de ahí extrae la idea de que las reglas jurídicas enmascaran la realidad de la dominación y de la lucha28.

pero como necesita también matar por voluptuosidad, ¡ha inventado la caza! (...). Pero eso no colma la irresistible necesidad de matanza que hay en nosotros. No basta con matar animales; necesitamos también matar hombres (...). Matar es la ley porque la naturaleza ama la eterna juventud (...). La naturaleza ama la muerte; ¡ella no castiga, no! Lo que es sagrado (...) es el registro civil (...). Es él el que defiende al hombre (...). El ser es sagrado porque está inscrito en el registro civil (...). El Estado tiene derecho a matar porque tiene derecho a modificar el registro civil” (G. DE MAUPASSANT, Loco, en El horla y otros cuentos fantásticos, Madrid, Alianza, 19844, pp. 99-100).

24 H. HELLER, op. cit., p. 239. 25 Cf. A. RIVERA GARCÍA, Desconstrucción y teología política. Una mirada republicana sobre lo

mesiánico, en Res publica 2 (1999), pp. 201-222. 26 Cf. M. FOUCAULT, Curso del 7 de enero de 1976, en Microfísica del poder, cit., pp. 134-135. 27 “La política sería la corroboración y el mantenimiento del desequilibrio de fuerzas que se

manifiestan en la guerra” (Ibidem, pp. 135-136). 28 “No se escribe sino la historia de esta guerra aun cuando se escribe la historia de la paz y de

sus instituciones” (Ibidem, p. 136).

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Derecha e izquierda, la tesis de la política como la esfera de la oposición amigo-enemigo y la noción genealógica del poder, parecen converger en el mismo punto29. Los dos autores sólo destacan de la polis el pólemos. Por eso, la crítica de Hermann Heller a Schmitt sigue siendo pertinente para Foucault: se trata de un pensamiento trivial aquél que funda la política en la constatación de que toda la vida es lucha, pues lo importante de la actividad pública reside en el empleo de otros medios para evitar el conflicto existencial entre el amigo y el enemigo30. 4. LOS MITOS POLÍTICOS IMPUROS: EL FIN DE LA LIBERTAD INTERNA

Ya hemos aludido a la existencia de dos mitos políticos impuros, según hagan depender la esfera política de la eclesiástica y moral o conviertan el ámbito público en una provincia de la técnica social. Más allá de sus divergencias, tales mitos parten de una confianza ilimitada en la naturaleza humana y suprimen la heterogeneidad, peculiaridad o autonomía de la política. 4.1. CLERICALISMO

También debemos subdividir la primera clase de estos mitos políticos impuros en dos especies: clericalismo y milenarismo. La primera engloba a los mitos que, aun subordinando la lex al ius (ley moral), mantienen la diferencia entre las dos legislaciones o esferas prácticas. El clericalismo jesuita31, sustentado sobre un iusnaturalismo de corte material que legitima la subordinación indirecta del Estado a la Iglesia, puede ser considerado su tipo ideal.

Esta moralización del derecho siempre tiene como presupuesto antropológico la confianza en el libre albedrío del individuo, en su recta naturaleza para elegir el bien y apartarse del mal. En cierta manera, éste ha sido el mito fundacional del iusnaturalismo material católico, y, en especial, del jesuita32. Lo singular de la Compañía de Jesús reside en que advierte que un derecho natural moderno, al servicio de los fines espirituales de la

29 La teología política schmittiana también supone en cierta forma una inversión de Clausewitz, ya que el rival del político genuino, el teólogo, se encarna en un partisano que ha tomado buena cuenta de los cursos de guerrilla impartidos por el militar prusiano durante los años 1810-1811 en la Escuela de guerra de Berlín. Cf. C. SCHMITT Theorie des Partisanen, Berlín, 1963. De cualquier manera, Foucault no se limita como el Schmitt decisionista a suprimir la relación entre poder y justicia, sino que separa la política del saber y trata de convertir en política la fuente (Herkunft) de la verdad.

30 H. HELLER, op. cit., p. 225. 31 Cf. A. RIVERA GARCÍA, La política del cielo. Clericalismo jesuita y Estado moderno, Olms,

Hildesheim, 1999. 32 C. SCHMITT parece estar pensando en el iusnaturalismo católico cuando considera que el

supuesto antropológico del derecho siempre es optimista. Cf. El concepto de lo político, Alianza, Madrid, 1991, pp. 92-93.

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institución eclesiástica romana, debe rebajar los deberes morales y canónicos. La versión rigorista del iusnaturalismo material, compartida tanto por los radicales de la Reforma durante los siglos XVI y XVII como por los ilustrados del XVIII, resultó ser uno de los principales factores de la revolución. El jesuita sabe que el saneamiento moral de la humanidad sólo puede pasar por las instituciones, y no por los mecanismos revolucionarios, los cuales siempre han conducido en sus formas más puras al terror y a la constitución de una secta eclesiástica o estatal, si se destacan las dificultades prácticas surgidas en la aplicación normativa. De este modo será necesario la adaptación laxista de los deberes legales a las circunstancias de cada tiempo y, en el caso eclesiástico, el clérigo habrá de facilitar la remisión de los pecados: en el confesionario, por ejemplo, sólo exigirá la atrición del pecador y no la contrición defendida por los rigoristas jansenistas. El contraste entre los discípulos de Jansenio apartados en Port-Royal y el jesuita inmerso en todas las luchas mundanas, aunque a mayor gloria de la Iglesia, procede indudablemente de esta distinta manera de entender al hombre.

Aparentemente, el ideal-tipo jesuita se acerca al derecho calvinista menos puritano en la medida que afloja el yugo de los deberes normativos y admite la necesidad de adaptar la ley a las mutables circunstancias temporales, climáticas, etc., predeterminadas por Dios y sufridas pasivamente por el hombre, o, en otros términos, en la medida que asume la temporalidad y finitud humana. Por eso, el jesuitismo es la forma de catolicismo más próxima a la modernidad. Pero este reconocimiento de la imperfección natural está condicionado por la obligación en conciencia de las leyes positivas y por la existencia de una Iglesia visible verdadera e infalible, cuya misión consiste en eliminar la ausencia de certidumbre en el mundo. Ella fundamenta la conversión de lo probable en cierto o seguro (probabilismo). La ética jesuita, por lo demás, impide la aparición de una razón jurídico-política pensada en sí misma (autónoma) e indiferente a la moral religiosa, puesto que, en su opinión, las obras políticas o seculares del cristiano también afectan a su destino escatológico. Tal es el fundamento del clericalismo jesuita, esto es, de la intervención de los obispos en la vida pública y de la censura política indirecta ejercida por el clérigo. 4.2. MILENARISMO O GNOSTICISMO POLÍTICO

En segundo lugar, tenemos los mitos que imponen directamente los fines de la esfera social o moral a la política: se trata de las revoluciones milenaristas que pretenden acelerar el apocalipsis (guerra civil), con el cual se pondrá término al orden pasado e injusto y se instaurará definitivamente un paraíso en la Tierra. Las formas más genuinas de este mito conllevan el fin del Estado y de la política. De manera semejante al primer mito político puro, el cesaropapismo, anulan la diferencia entre sociedad temporal y sociedad

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espiritual. Ahora bien, el mito de estas revoluciones conduce a una especie de teocracia o gobierno de los clercs. Robespierre, por ejemplo, siempre fue más un sacerdote que un verdadero político.

La confusión moderna entre el orden temporal y el espiritual se inicia cuando, en los siglos XVI y XVII, las versiones más radicales de la Reforma malinterpretan la doctrina luterana de la libertad cristiana y diluyen las diferencias entre la libertad metafísica y la libertad ética y política. Dicho sector de la Reforma, directamente emparentado con el gnosticismo en tanto sostiene la visibilidad de la Iglesia de los santos, sin anclaje en una tradición33 y muy activo durante la primera revolución inglesa del siglo XVII, tendrá una influencia incalculable sobre el pensamiento utópico de las revoluciones seculares modernas. Las cuales heredan, aparte de la dimensión escatológica, la lucha política contra la hipocresía o la doblez moral34. Ello implica, ante todo, que las leyes se hagan para los hombres del porvernir, los hombres perfectos o dotados de una rectitud natural, y, no como afirman Calvino y Kant, para los débiles, para los hombres de torva naturaleza; pues, al igual que el Dios de Lutero acorta los últimos días por amor a los escogidos35, las revoluciones se hacen por amor a una clase o a un pueblo bueno y explotado por individuos realmente podridos hasta el corazón36. Además, la persecución del hipócrita supone anular la distinción kantiana, deudora de la Reforma calvinista, entre legalidad y moralidad, entre el ámbito público y el individual o, en definitiva, entre la esfera jurídico-política y la ética. Por este camino se ahonda en la subjetivización moderna, dado que la solución política reside en el interior de cada hombre y no en la que ellos consideran una engañosa relación externa o jurídica entre los sujetos.

El racionalismo de la Ilustración, a pesar de Rousseau y Kant, es también el periodo de la moralización del derecho y de un nuevo iusnaturalismo material, durante el cual las normas jurídicas ya no servirán para reconciliar al elegido y al réprobo sino para identificarlos y, por tanto, ni serán acordes a la naturaleza egoísta e imperfecta del hombre ni se adaptarán a sus debilidades. Éste es el principal reproche que Rousseau formulara a D'Alembert37. Asimismo, la inmediatamente posterior filosofía idealista hará presente el tiempo intemporal de los mitos, y engendrará una nueva teodicea histórica o una ideología, cuyo

33 Naphta, en una de sus discusiones con Settembrini, sostiene, aun contradiciéndose consigo mismo, pues en otro momento había exaltado el valor de la tradición, las tesis de la Reforma radical. Cf. T. MANN, La montaña mágica, Plaza y Janés, Barcelona, 1983, p. 732. De todas formas, constituye un gesto muy jesuita el adoptar el punto de vista de alguno de sus enemigos si con ello se puede vencer a su rival, el letterato Settembrini.

34 HANNAH ARENDT nos ha relatado cómo la hipocresía, la corrupción del corazón, era el vicio más odiado por los revolucionarios franceses. Cf. Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988, pp. 99-109. Por otro lado, la importancia que los sentimientos alcanzan para los patriotas franceses prueba el componente mítico de la revolución.

35 Cf. R. KOSELLECK, Futuro Pasado, Barcelona, Paidós, 1993, p. 25. 36 Cf. H. ARENDT, op. ult. cit., p. 104. 37 Cf. J.J. ROUSSEAU, Carta a D'Alembert sobre los espectáculos, Tecnos, Madrid, 1994, p. 82.

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más duradero exponente ha sido el marxismo, que hace creer al hombre en la ilimitada disponibilidad de la historia. De este modo, bajo una forma secularizada, se reintroduce el milenarismo y la aceleración de los tiempos, el abismo entre las experiencias y las expectativas, o la contracción del pasado y el futuro que ha sido conocida como la época de las revoluciones38. 4.3. TECNOCRACIA.

El último mito impuro es el gobierno de la técnica, cuyo supuesto antropológico no es técnico (neutro), sino –como sostiene Schmitt– fáustico, es decir, toma como punto de partida la confianza en el poder ilimitado del hombre para disponer de la naturaleza39. En muchas ocasiones suele ir asociado al mito de las revoluciones, el fundado en la disposición absoluta de la historia, ya que ambos asumen el mismo transcendental: el libero arbitrio de los rigoristas o de la Reforma más sectaria.

El carácter mítico de la tecnocracia procede básicamente de la síntesis o confusión moderna entre lo jurídico-político (praxis) y lo económico (poiesis), entre la política y la técnica social. El mito tecnocrático se pone de manifiesto por primera vez durante el periodo, profundamente dramático y propenso a engendrar mitos, de las guerras civiles religiosas. En este momento se hace más acuciante la búsqueda de una nueva certeza en la esfera del pensamiento político que sustituya el antiguo saber práctico de lo probable y contingente, ahora en crisis, y que giraba en torno al método retórico de la persuasión, a la prudencia y a la historia magistra vitae. Podemos distinguir dos tipos ideales de tecnocracia: dominación técnica concentrada o estatal y dominación técnica difusa o capilar. La burocracia weberiana y la sociedad disciplinaria foucaultiana son quizá los mejores exponentes de estas dos clases de mitos políticos. 4.3.1. DOMINACIÓN BUROCRÁTICA.

Hobbes será el primero que proponga, para evitar la anomia de Behemoth, de la figura legendaria que encarna la guerra civil, la construcción teórica de un Estado, el Leviatán, cuya estructura goce de la infalibilidad del silogismo lógico. A este fin ha utilizado el método de la física mecanicista de su tiempo40. El cambio de método implica necesariamente la amalgama de lo social y lo político, por cuanto ya no se trata de persuadir o posibilitar un

38 Sobre este problema, véase R. KOSELLECK, op. cit.; J.L. VILLACAÑAS, Tragedia y teodicea de

la historia, Balsa de la Medusa, Madrid, 1993; Kant y la época de las revoluciones, cit. 39 Cf. C. SCHMITT, El concepto de lo político, cit., p. 120, cit. por J.L. VILLACAÑAS, Técnica y

política. Sobre el discurso esencial de Martin Heidegger en relación con el discurso político de Carl Schmitt, en AA. VV., Estudios sobre Carl Schmitt, Veintiuno, Madrid, 1996, p. 428.

40 Cf. J. HABERMAS, Teoría y praxis, Tecnos, Madrid, 19902, p. 78.

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consensus communis, un discurso común, a través de la participación intersubjetiva e igualitaria en la sociedad civil. Más bien se intenta superar el temor a la guerra civil, que pone en peligro la subsistencia del Estado, mediante la aplicación de una técnica política al conjunto indiferenciado de súbditos.

El Leviatán hobbesiano es la primera etapa de la historia de la persona jurídica estatal concebida como una Anstalt o una máquina. El punto culminante es la metamorfosis del Leviatán en una máquina burocrática, en una pure Beamtenherrschaft, cuyo cuerpo de funcionarios resuelve los problemas políticos de una forma técnica y objetiva, con los déficit de comprensión de las acciones humanas que ello supone. Simultáneamente se persigue una sistematización del derecho que impida la aparición de las desestabilizadoras lagunas jurídicas y permita superar la incertidumbre generada por la interpretación de las leyes. En esta esfera, la solución técnica consistirá en matematizar o sistematizar los ordenamientos jurídicos: el constructivismo jurídico41 y la teoría pura kelseniana constituyen dos claros ejemplos de esta axiomatización legal. Finalmente, el consumismo parece ser la última etapa de nuestra era tecnocrática42.

Según Weber, el Estado moderno constituye una empresa (Betrieb) con el mismo título que una fábrica43. Este hecho se debe a que el Estado burocrático, el cual coincide en líneas generales con el Estado entendido como una institución o establecimiento (Anstalt), se desarrolla paralelamente al capitalismo moderno y es impulsado por el mismo principio: la expropiación o sustracción de los medios de explotación a los trabajadores y funcionarios. Asimismo, el derecho estatal, racionalmente edificado, se parece cada vez más a los estatutos de las empresas. Especialmente fructífera resulta la analogía entre la Anstalt estatal y la sociedad anónima, en virtud de la cual los accionistas ocuparían la posición del pueblo, el consejo de administración la de los representantes políticos y, por último, los administradores, quienes dirigen técnicamente la sociedad, el lugar de los funcionarios de la Administración44. El mayor inconveniente de esta nueva situación reside en que la influencia de los accionistas o del pueblo sobre la dirección de la empresa económica privada o sobre la acción del aparato burocrático es cada vez menor.

41 Cf. H. TRIEPEL, Derecho público y política, Cívitas, Madrid, 1986, p. 66. 42 Cuando la misma técnica se convierte en la legitimadora de la acción política, es decir, cuando

se hace soberana y se invierte la relación entre medios y fines, carece de sentido hablar de libertad externa, pues la acción pública sólo se dirige a solucionar de forma técnica los problemas de la vida privada. El resultado de este proceso es una nueva etapa de la tecnocracia moderna: el consumismo. Cf. J. HABERMAS, Consecuencias prácticas del progreso técnico-científico, en Teoría y praxis, cit.; Ciencia y técnica como "ideología", Tecnos, Madrid, 19922, p. 96.

43 Cf. Economía y sociedad, FCE, México, 1964, p. 1061. 44 Cf. Ibidem, p. 1071.

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En este contexto, la democracia, más afín a la estructura del Verein que a la estructura de una Anstalt45, parece ceder paso a un nuevo gobierno de los funcionarios (Beamtemherrschaft). Si bien es cierto que el Estado moderno ha de entregar el dominio efectivo a los funcionarios, la Herrschaft der Bürokratie oder des Beamtentum no debería degenerar hasta el punto de que los funcionarios usurparan los puestos de mando político. A juicio de Weber, ello sucede cuando los sistemas políticos carecen de un mecanismo eficaz para hacer surgir líderes capacitados para controlar la Administración. En esta situación, la poderosa organización burocrática, conducida exclusivamente por criterios técnicos, acaba convirtiéndose en un fin que devora cualquier resquicio de libertad humana46.

Como se sabe, Weber llama máquina viviente a la institución administrativa del Estado caracterizada por su “especialización técnica del trabajo profesional, su delimitación de competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente escalonadas”47. Del Leviatán hobbesiano a la máquina viviente weberiana hay, sin duda, una considerable distancia temporal y conceptual. Pero no podemos ignorar que el Estado hobbesiano guarda cierta semejanza con el establecimiento (Anstalt) moderno que tanto favorece, dada su estructura sustancialmente jerárquica, la dirección autoritaria o disciplinaria. El Estado hobbesiano no constituye una unión de corporaciones, de personas jurídicas, de cuerpos intermedios, de sistemas regulares dependientes o de Estados miembros. Por el contrario, nos encontramos ante una persona ficta o jurídica instituida por la unión de muchos hombres, es decir, formada por una multitud de hombres unidos como una sola persona. Ahora bien, se trata de una persona jurídica que no tiene carácter corporativo, ya que los súbditos o miembros del Estado carecen de iniciativa política. Por este motivo, el Estado hobbesiano se aproxima a la noción moderna de institución o establecimiento (Anstalt), según la cual los súbditos constituyen un conjunto de elementos personales al servicio del instituidor.

45 El Verein constituye una unión o sociedad cuya ordenación se deriva de un pacto personal y libre de todos los miembros. Su ordenamiento –escribe Weber– sólo pretende ser válido para quienes, por libre decisión, han decidido formar parte de la asociación. Si el Estado fuera concebido como un Verein, entonces brillaría el componente contractual o democrático de su articulación, y nos encontraríamos ante una teoría política jurídico-normativa, pues el Verein estatal estaría marcado por el pacto constituyente o contrat social. La Anstalt se trata, por el contrario, de una institución o establecimiento cuyos estatutos han sido otorgados, de modo que estos no se derivan de un pacto entre sus miembros y, además, rigen para cualquier persona que reúna ciertas características en un determinado espacio de acción. Por tanto, el ordenamiento de la institución ha de aplicarse a quienes se relacionen con la sociedad, con independencia de que entren por decisión personal en la asociación o de que contribuyan en la elaboración de sus estatutos. Cf. Ibidem, p. 41.

46 La libertad del ciudadano corre serio peligro cuando la Administración se convierte en una pure Beamtenherrschaft, pues nos encontramos ante un ejemplo de irracionalidad de la racionalización o de transformación de los medios en fines. Cf. D. BEETHAM, Max Weber y la teoría política moderna, CEC, Madrid, 1979, p. 119.

47 M. WEBER, Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada, en Escritos políticos, Alianza, Madrid, 1991, p. 144.

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El gobierno de los funcionarios, añade Weber, ha fracasado siempre que se ha ocupado de cuestiones políticas48. A este respecto cita en varias ocasiones los ejemplos de Rusia y Alemania. La causa del fracaso radica en que la política exige una racionalidad no sólo distinta a la ética, sino también a la burocrática o disciplinaria. La mayor diferencia entre el político y el burócrata radica en la responsabilidad de uno y otro. El funcionario sólo responde ante su superior jerárquico por la pericia demostrada en la ejecución de las ordenes recibidas, es decir, por la calidad de los servicios prestados, pero no responde en el caso de que los medios utilizados no sirvan para lograr el fin político perseguido. Ni puede alegar sus convicciones para criticar las leyes, ni puede negarse a obedecer una orden. El político, en cambio, asume mayores riesgos, y se responsabiliza del éxito o fracaso de los programas públicos propugnados49.

El mayor peligro de una Beamtemherrschaft o de un Estado-establecimiento procede de esta limitada responsabilidad del funcionario: los cargos ministeriales, ascendidos según criterios burocráticos, son políticamente irresponsables. Se trata de un Estado donde se confunden los problemas administrativos y los políticos, de un Estado con una amplia censura social, pero sin censura política. La misma irresponsabilidad caracterizaba al Leviatán hobbesiano: de una parte, las decisiones del representante soberano eran inapelables y, de otra, los cuerpos políticos debían limitarse, como un burócrata, a seguir las órdenes de aquel representante. De ahí la urgencia, según Weber, por establecer una política parlamentaria eficaz que sirva de contrapeso al poder de los funcionarios. Lo cual es posible, a su juicio, en la medida que se logre el control de la Administración a través de comisiones parlamentarias y que el Parlamento se convierta en el ámbito natural de selección de los líderes políticos. En resumen, la obra weberiana supone una magnífica advertencia contra el Estado entero concebido como un instituto (Anstalt) o máquina, o contra el peligro de que se confunda el Estado con una de sus partes, la Administración. 4.3.2. SOCIEDAD DISCIPLINARIA

Foucault llama panoptismo a la ortopedia o técnica de control social procedente de infinidad de instituciones disciplinarias públicas y privadas. El nombre de este poder difuso del espíritu sobre el espíritu se deriva del Panóptico de Bentham, del primer modelo arquitectónico de vigilancia continua de los sujetos, desarrollado bajo la forma de un método de instrucción individual y de acuerdo con ciertas normas. No se trata, por tanto, de la indagación (enquête) o del control discontinuo propio de una teoría penal legalista que tan sólo se interesa por el pasado, por saber si se ha cometido un

48 Cf. Ibidem, cit., p. 172. 49 Cf. Economía y sociedad, cit., p. 1071.

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delito. Al contrario, se halla vinculado al modelo judicial del examen, caracterizado por examinar el comportamiento virtual de los individuos y por vigilar sin interrupción y en todas sus facetas al individuo, a fin de saber si se conduce de acuerdo con la norma.

En esta sociedad de normalización, en la que se ha generalizado el control permanente de los individuos, se produce una distribución capilar o infinitesimal de las relaciones de poder, dado que la modalidad disciplinaria se infiltra en todas las instituciones sociales: instituciones especializadas (penitenciarias, correccionales), instituciones para un fin determinado (hospitales, escuelas), instancias preexistentes (familia), aparatos que han hecho de la disciplina su principio de funcionamiento interno (aparato administrativo) o aparatos estatales que tienen por función principal mantener el orden social (policía)50. Pero lo más preocupante es que las disciplinas son una especie de contraderecho, y que, por ello, resulta prácticamente imposible armonizar el vínculo contractual (formal) o soberanía política y el disciplinario (material) o dominación técnica de la sociedad. En realidad, uno contradice al otro51. Por esta causa, el triunfo actual del sub-poder disciplinario, la cara oculta de la ley, exige el abandono del modelo de la soberanía (modelo descendente de poder entendido a la manera bodiniana) por el de la dominación (modelo ascendente de poder)52. Quizá la única solución posible para evitar la tiranía de los expertos o de los técnicos consista en someterlos, a su vez, a la disciplina de los ciudadanos. De este modo, los expertos deberían parecerse –como indica Michael Walzer– a los pilotos de los barcos cuyo destino es determinado por los pasajeros53. 4.4. LA LÓGICA LIBERTINA DE LAS IDEOLOGÍAS POLÍTICAS54

Cuando se une el gnosticismo revolucionario a la tecnocracia se origina el todo es posible de las ideologías que destruyen la libertad interna o de pensamiento. Se trata de un proceso fundamentalmente moderno que ha sido descrito por Hannah Arendt como la sustitución de la facultad clásica de juicio, el sensus communis, el cual estaba abierto al otro y alertaba contra las ensoñaciones gnósticas, por una lógica implacable que puede desarrollarse en soledad o sin apreciar el punto de vista de los demás55. El origen de la sociabilidad y, por extensión, de la política, radicaba en aquella kantiana facultad de juicio, la segunda máxima del sentido o entendimiento común, que

50 Cf. M. FOUCAULT, Vigilar y Castigar, Siglo XXI, México, 199422, pp. 218-219. 51 Cf. Ibidem, pp. 225-226. 52 Cf. Curso del 14 de Enero de 1976, cit. pp. 144-145. 53 Cf. M. WALZER, Las esferas de la justicia, FCE, México,1993, pp. 297-300. 54 Cf. A. RIVERA, Libertinismo y escepticismo en la época de las guerras civiles religiosas, en

Caracteres Literarios 3 (1999), pp. 43-67. 55 Cf. H. ARENDT, Los orígenes del totalitarismo, cit., pp. 569, 576 y 578.

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recibía el nombre de representativa56, por cuanto permitía pensar en el lugar de cada otro57. Frente a este modo de pensar extensivo o amplio, la ideología, entendida como el desenvolvimiento meramente lógico de una idea, terminará engendrando nuevos mitos: las más diversas ideas, las de héroe, historia, raza, clase o nación, asumirán el carácter de premisas o axiomas, a partir de los cuales los regímenes totalitarios derivarán con despiadada precisión todas sus atroces decisiones58. Las ideologías modernas se independizan de la experiencia y señalan la existencia de una realidad más verdadera y oculta que sólo puede ser descubierta por sus propias leyes. Koselleck ha explicado perfectamente cómo esta asimetría entre experiencia y expectativa, tan clara en el materialismo histórico, era considerada un factor de progreso59.

El libertino de Sade se mueve ya en un mundo regido por esta lógica implacable para la cual todo es posible. La decisiva influencia de este escritor sobre los mitos políticos del siglo XX se debe a que, para la élite intelectual de entreguerras, Sade adquirió gran valor en el marco de la lucha contra la hipocresía y el fariseísmo de la burguesía. A diferencia de la generación anterior, estos intelectuales y artistas ya no leen a Darwin. Ahora se interesan por la crueldad y amoralidad sadiana que les parece revolucionaria en comparación con la duplicidad de la sociedad burguesa60. La élite revolucionaria, como en la época de Robespierre, estaba obsesionada con el desenmascaramiento de la hipocresía, y nada parecía más adecuado para ponerla en evidencia que asustar a la sociedad con “una imagen irónicamente exagerada de la propia conducta de uno”61.

En este libertino se confunden elementos del mito gnóstico, la citada denuncia de la hipocresía, y del mito tecnocrático. Con respecto a este último aspecto, Roland Barthes nos ha enseñado que la acción inmoral del libertino sigue un modelo análogo al trabajo racionalizado y sometido a reglas62. El erotismo del divin marqués, antes que una relación comunicativa entre sujetos, como en las novelas de Henry Miller63, es una técnica a través de la cual el

56 Cf. Verdad y política, en Entre el pasado y el futuro, Península, Barcelona, 1996, p. 254; Conférences sur la philosophie politique de Kant, en Juger. Sur la philosophie politique de Kant, Éditions du Seuil, Paris, 1991, p. 113.

57 Cf. I. KANT, Crítica del juicio, Espasa-Calpe, Madrid, 1977, 40, pp. 198-201. 58 La petitio principii es un mecanismo muy utilizado por las ideologías con el fin de salvar la

distancia entre la realidad y sus predicciones. Sirvan de ejemplo las argumentaciones racistas de Gobineau analizadas por Cassirer: “Sus hechos están siempre de acuerdo con sus principios; pues, si no hay hechos históricos, se fabrican y falsifican de acuerdo con sus teorías. Y luego estos mismo hechos se utilizan para demostrar la verdad de la teoría” (E. CASSIRER, El mito del Estado, cit., pp. 269-270).

59 “Cuanto menor sea el contenido de experiencia, tanto mayor será la expectativa que se deriva de él. Cuanto menor la experiencia, mayor la expectativa, es una fórmula para la estructura temporal de lo moderno al ser conceptualizada por el progreso” (R. KOSELLECK, op. cit., p. 356).

60 L. BUÑUEL, Mi último suspiro (Memorias), Plaza y Janés, Barcelona, 19832, p. 211. 61 H. ARENDT, Los orígenes del totalitarismo, cit., p. 413. 62 Cf. R. BARTHES, Sade, Loyola, Fourier, Cátedra, Madrid, 1997, pp. 184-185. 63 “Allí donde dos personas se aman, se sustraen al ámbito de Leviatán, crean un espacio no

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libertino domina a un objeto, la víctima, con el fin de obtener un rendimiento. Blanchot también subraya la ausencia de comunicación en el erotismo de Sade, ya que la filosofía naturalista del marqués se funda en el egoísmo integral. El héroe sadiano siempre experimenta el sentimiento de estar excluido de la humanidad64. Su destino es la soledad más absoluta y su mundo el desierto. No debemos olvidar que el pariente lejano del libertino de Sade es el libertin denunciado por Calvino, es decir, el hombre seguro de su elección y que siente una completa indiferencia por las instituciones mundanas y por Alter. La regla de conducta del libertino ordena simplemente realizar todo aquello que me haga feliz sin tener en cuenta las consecuencias de esta acción sobre el prójimo. Evidentemente, cuando al individuo todo le está permitido, el espacio donde se desarrolla el sentido común necesario para la comunicación política desaparece. La víctima del libertino se convierte en un simple elemento, indefinidamente sustituible, de una inmensa ecuación erótica65. De ahí que la negación libertina de la humanidad sea matemática y se realice a la escala de los grandes números66.

El libertino alcanza la soberanía cuando lleva la lógica del espíritu de negación hasta sus últimas consecuencias, hasta convertirse en el único ser del Universo67. Este espíritu de negación que convierte en soberano al libertin precisa de energía para desplegarse enteramente. Mas dicha energía resulta, según Blanchot, un concepto equívoco: se trata de una fuerza destructiva o de un principio que hace coincidir la mayor destrucción con la mayor afirmación. Tan sólo la apatía o la indiferencia produce esta clase de energía. Sade se opone así a la espontaneidad de la pasión o del deseo, ya que estos sentimientos niegan la soledad del hombre integral, del Único, y permiten reconocer el mundo ajeno. Para que la pasión –escribe de nuevo Blanchot– se convierta en energía es preciso que esté comprimida, es decir, que se mediatice pasando por un momento de insensibilidad. Por esta razón, el superhombre sadiano logra suprimir en él mismo toda capacidad para experimentar placer y dolor68. En el fondo, invierte el significado de la reformada libertad cristiana o controlado por él (...). En ese contexto sean mencionadas las novelas de Henry Miller, en ellas se aduce el sexo contra la técnica. Libera de la férrea coacción del tiempo; se aniquila el mundo de las máquinas dedicándose a él”. No obstante, “la conclusión errónea –añade Jünger– consiste en que esa aniquilación es puntual y siempre tiene que ser aumentada. El sexo no contradice sino que corresponde en lo orgánico a los procesos técnicos” (E. JÜNGER, Sobre la línea, en E. JÜNGER Y M. HEIDEGGER, Acerca del nihilismo, Barcelona, Paidós, 1994, p. 63).

64 M. BLANCHOT, Lautréamont y Sade, FCE, México, 1990, p. 36. 65 Cf. Ibidem, p. 39. 66 “Reemplaza la idea voluptuosa que te calienta la cabeza –la idea de prolongar hasta el infinito

los suplicios del ser que hemos condenado a muerte–, reemplázala por una mayor abundancia de asesinatos; no mates por más tiempo al mismo individuo, lo que es imposible, sino asesina a muchos otros, lo que es muy factible” (Ibidem).

67 Ibidem, p. 53. 68 “El libertino es pensativo, concentrado en sí mismo, incapaz de conmoverse por cualquier

cosa que pueda suceder. Es solitario, no soporta el ruido ni la risa; nada debe distraerlo; la apatía, la tranquilidad, el estoicismo, la soledad de sí mismo, he aquí el tono en que le es necesario

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del libre uso de las cosas indiferentes: mientras la indiferencia cristiana (positiva) obliga a conducirse en beneficio de los demás y no en provecho propio, la libertina (negativa) sirve para anular a Alter y reforzar el ser del hombre soberano, del Único.

Ahora podemos entender por qué la acción del libertino está sometida al rigor desapasionado de una economía planificada. Barthes habla a este respecto de la máquina lujuriosa y de cuadros vivos, aun inmóviles, al referirse a las orgías sadianas. Se trata de una práctica regida por leyes implacables, mecánicas, y completamente ajena a la libertad práctica. Por eso, la máquina lujuriosa guarda cierta semejanza con la weberiana máquina burocrática. A esas orgías o cuadros vivos, tan faltos de vida y mecánicos como la Olimpia del cuento de Hoffmann El hombre de la arena, le corresponde siempre un espectador perverso69. Natanael, el siniestro enamorado de Olimpia, es el prototipo del observador con anteojos, del fetichista, mitómano o narcisista que “no suele trazar un límite muy preciso entre las cosas vivientes y los objetos inanimados”70, y para quien es posible hacer realidad todos sus deseos. El espectador sadiano, encerrado en sí mismo e incapaz de dejar espacio a Alter, también invierte el significado del espectador (Zuschauer) kantiano, en todo momento abierto a la comprensión de los otros hombres. Como ha demostrado José Luis Villacañas, la actitud de spectare (contemplar) es la única que transciende el sentimiento de lo privado y genera comunidad pública71.

La lógica del totalitarismo se parece a la del castillo sadiano, a la del encierro o a la de todas aquellas metáforas relativas a la inexistencia de un afuera y de un Alter. El castillo de Sodoma constituye una excelente metáfora del hombre moderno atrapado en sí mismo o seducido por el mito gnóstico de una inmanencia absoluta. Blumenberg ha dedicado páginas muy brillantes a este tema. En ellas nos recuerda que, según este mito, la salida de la caverna tenebrosa y demoníaca se encuentra en nosotros mismos y, en consecuencia, sólo la renuncia al mundo pondrá en contacto al gnóstico con el cosmos de la luz72. También el análisis realizado por Adorno de la obra kafkiana nos puede resultar muy útil, ya que puso de manifiesto la afinidad entre esta interioridad gnóstica que carece de sujeto y la cosificación tecnocrática: “cuanto más se retrotrae sobre sí mismo el yo del expresionismo, tanto más se asemeja al excluido mundo cósico”73. Efectivamente, la frontera entre lo humano y el mundo de los objetos se difumina cuando se trata de una subjetividad pura, preparar su alma” (Ibidem, p. 59).

69 Cf. R. BARTHES, op. cit., p. 178. 70 S. FREUD, Lo siniestro, en Obras Completas de Sigmund Freud, tomo III, Biblioteca Nueva,

Madrid, 19814, p. 2493. 71 J. L. VILLACAÑAS, Kant y la época de las revoluciones, cit., p. 14. 72 Cf. H. BLUMENBERG, Höhlenausgänge, Francfort, 1989; F. J. WETZ, Hans Blumenberg. La

modernidad y sus metáforas, Ed. Alfons el Magnànim, Valencia, 1996. 73 T. W. ADORNO, Apuntes sobre Kafka, en Prismas, Ariel, Barcelona, 1962, p. 281.

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enajenada de sí misma y sin afuera. En estas condiciones de soledad absoluta, cuando ya han desaparecido todas las vías para una relación intersubjetiva, se reproduce el espacio del castillo de Sodoma o del campo de concentración donde todo es posible74. No cabe duda de que el extrañamiento o retirada del cosmos condena a los hombres a un mero trato instrumental. En esta situación, el hombre sufre la soledad más total y la incapacidad para el pensamiento y la experiencia. A este solitario, carente del sentido común que le vinculaba con los demás, sólo le resta la capacidad para un razonamiento lógico del cual obtiene, sin embargo, una inútil y vacía verdad75. 5. ESTADO TOTALITARIO, CRISOL DE MITOS POLÍTICOS

En el Estado totalitario del siglo XX convergen las dos grandes especies de mitos políticos analizadas: el gobierno asume, de un lado, el aspecto de una tiranía que acaba con la libertad externa o política; mas, de otro, gracias al instrumento de las ideologías, pone término a la misma libertad ética o interna. Hermann Heller, en sus análisis de la dictadura y del fascismo italiano76, ya había detectado esta fusión de los mitos políticos puros e impuros: mientras “la religión del genio propia de la individualidad sin ley” era profesada por los líderes políticos o superhombres fascistas, la ideología nacionalista se convertía en la “religión más apta para domeñar a la grey”. Para el jurista alemán, los mitos que suprimen el aspecto normativo de la política tenían como guía al autor de Also sprach Zaratustra. En su opinión, el nuevo odio antiburgués a la ley, propio del burgués, se desarrolló plenamente cuando esta clase advirtió que el Estado de derecho liberal ya no podía impedir al proletariado su participación en el órgano legislativo. En este momento una parte de la burguesía abandonó el pensamiento nomocrático del Estado formal de derecho, para el cual la ausencia de jefes constituía la máxima aspiración democrática, por la mitología del jefe, del genio, del superhombre o del Führer. Mas la dictadura fascista, agrega Heller, necesitaba imponerse también sobre la conciencia del pueblo y para ello hizo uso de otra mitología o religión: la ideología nacionalista. Igualmente Thomas Mann, en la novela escrita durante la segunda guerra mundial, el Doktor Faustus, había distinguido entre el mito político puro que suprime el carácter normativo de la ley y el mito fabricado a la medida de la masa77.

74 Cf. G. AGAMBEN, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998,

p. 171. Véase también el film de Pier Paolo Pasolini Saló o le 120 giornate di Sodoma (1975). 75 Cf. H. ARENDT, op. ult. cit., pp. 577-578. 76 Cf. H. HELLER, El fascismo y ¿Estado de derecho o dictadura?, en Escritos políticos, Alianza,

Madrid, 1985. 77 Serenus Zeitblom, el narrador de la novela, describe de esta manera los debates del salón de

Kridwis: “A nadie habrá de sorprender que, en los debates y conversaciones de un grupo de intelectuales (...), jugaran un importante papel las Reflexiones sobre la Violencia, libro de Georges Sorel aparecido siete años antes de la guerra. Sus implacables anuncios de anarquía y nuevas

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Para concluir podemos afirmar que este pensamiento acerca del mito arruinó las categorías de la experiencia, del pensamiento crítico y responsable. Los mitos políticos ofrecían una vía alternativa para escapar al dilema de la responsabilidad y a las dificultades que siempre plantea una resolución personal y libre, pues todo acto de esta clase exige un juicio sobre el cual no existe ninguna certeza de éxito78. El origen de estos problemas comenzó con la doble escisión calvinista entre el saber y el querer, entre la voluntad y la praxis, esto es, con la afirmación de la estructura finita e imperfecta del hombre. Sin embargo, la Iglesia católica, los caudillos y líderes revolucionarios prometieron la salvación, la perseverancia en el ser, la disponibilidad de la historia y la satisfacción de todas las pasiones. Llevaron la necesidad donde hasta entonces sólo había posibilidad y generaron unas expectativas desmesuradas. A pesar de ello, nuestra reciente experiencia histórica debiera enseñarnos a valorar el tiempo de la calma y las limitaciones de nuestra técnica y voluntad: a ser como el campesino de Brueghel, que contempla desde la lejanía la caída de Ícaro, o como el barco que navega lentamente, pero rumbo a alguna parte, y, por tanto, a ser más cautos y a reducir nuestras expectativas, tal como nos vuelve a recordar el poema de Auden:

En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: cómo se aleja todo Calmadamente del desastre; el hombre del arado puede Que haya oído el chapoteo, el grito desesperado, Pero para él no era un fracaso importante; el sol brillaba Como debía sobre las blancas piernas que desaparecían en la verde Agua; y el valioso y delicado barco que tenía que haber visto Algo asombroso, un muchacho cayendo del cielo, Tenía que llegar a alguna parte y seguía calmoso su camino79.

guerras, su definición de Europa como teatro de cataclismos bélicos, su doctrina según la cual los pueblos del continente europeo nunca habían tenido otro común denominador que la idea de la guerra, eran otros tantos motivos para considera la obra de Sorel como el libro capital de nuestra época. Y con mayor motivo aún su adivinación y profecía de que, en plena edad de las masas, la discusión parlamentaria como medio para formar una voluntad política tenía por fuerza que resultar totalmente inadecuada. En su lugar, seguía diciendo Sorel, el porvenir se ocupará de alimentar las masas con ficciones míticas susceptibles de desencadenar y estimular las energías políticas a modo de gritos de guerra. El mito popular, o mejor dicho, el mito fabricado a la medida de la masa, la fábula, el desvarío, la divagación como futuros vehículos de la acción política –tal era la brutal y revolucionaria profecía del libro de Sorel. Fábulas, desvaríos, divagaciones que, para ser fructíferas y creadoras, no necesitaban tener nada que ver con la verdad, la razón o la ciencia” (T. MANN, Doktor Faustus, Planeta, Barcelona, 1981, p. 579).

78 Cf. E. CASSIRER, El mito del Estado, cit., pp. 340-341. El gran Inquisidor de Dostoievski es un perfecto hacedor de estos mitos que liberan a los débiles y desdichados “de la gran preocupación y de los terribles sufrimientos que sienten al tener que tomar una resolución personal y libre” (F. M. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamázov, Cátedra, Madrid, 19872, p. 417).

79 W.H. AUDEN, Musée des Beaux Arts, en Poemas escogidos, Madrid, Visor, 19952.