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Los revolucionarios frente al antiguo régimen. El destino de las propiedades intervenidas Romana Falcón El Colegio de México Entre los temas centrales que se abordaron en las sesiones de la Soberana Convención Revolucionaria —cuando se herma- naron las facciones más populares de la revolución para discutir el camino que ésta debería tomar— se trató el destino de las haciendas, ranchos y otras propiedades que durante la lucha habían pasado a manos de los revolucionarios. José Nieto, un delegado del norte del país, criticó mor- dazmente lo hecho hasta entonces por la revolución con las fincas intervenidas: he visto con mis propios ojos el resultado de esas intervencio- nes, las fincas han quedado completamente destruidas, se les ha sacado las semillas, las pasturas, los aperos y útiles de labranza; se les ha sacado todo, absolutamente todo, hasta convertirlas en campos yermos, en desiertos... Un veterano dirigente de la Casa del Obrero Mundial propuso un castigo expedito para aquellos revolucionarios corruptos que estaban aprovechando en beneficio propio es- tas fincas: la horca. Terció Antonio Díaz Soto y Gama, fogoso orador, antiguo miembro del Partido Liberal Mexicano y ahora destacado ideólogo del zapatismo. Reafirmando su credo revolucionario y agrarista, pidió no dejarse llevar por el pánico ante los estragos del periodo destructivo de la revo- lución, pues ello llevaría a perder de vista su meta esencial: la * Esfe artículo forma parte del libro de Thomas Benjamín, Mark Wasser- man (comp.) Provinces of the Revolution: Essays on Regional Mexican History, 1910-1929, que aparecerá próximamente por Central Michigan University.

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Los revolucionarios frente al antiguo régimen. El destino de las propiedades

intervenidasRomana Falcón

El Colegio de México

Entre los temas centrales que se abordaron en las sesiones de la Soberana Convención Revolucionaria —cuando se herma­naron las facciones más populares de la revolución para discutir el camino que ésta debería tomar— se trató el destino de las haciendas, ranchos y otras propiedades que durante la lucha habían pasado a manos de los revolucionarios.

José Nieto, un delegado del norte del país, criticó mor­dazmente lo hecho hasta entonces por la revolución con las fincas intervenidas:

he visto con mis propios ojos el resultado de esas intervencio­nes, las fincas han quedado completamente destruidas, se les ha sacado las semillas, las pasturas, los aperos y útiles de labranza; se les ha sacado todo, absolutamente todo, hasta convertirlas en campos yermos, en desiertos...

Un veterano dirigente de la Casa del Obrero Mundial propuso un castigo expedito para aquellos revolucionarios corruptos que estaban aprovechando en beneficio propio es­tas fincas: la horca. Terció Antonio Díaz Soto y Gama, fogoso orador, antiguo miembro del Partido Liberal Mexicano y ahora destacado ideólogo del zapatismo. Reafirmando su credo revolucionario y agrarista, pidió no dejarse llevar por el pánico ante los estragos del periodo destructivo de la revo­lución, pues ello llevaría a perder de vista su meta esencial: la

* Esfe artículo forma parte del libro de Thomas Benjamín, Mark Wasser- man (comp.) Provinces of the Revolution: Essays on Regional Mexican History, 1910-1929, que aparecerá próximamente por Central Michigan University.

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justicia. La riqueza, dijo Soto y Gama, no estaba en los arados, ni en los cultivos, sino en la tierra. Cuando llegara la etapa reconstructiva, la tierra produciría más y mejor, por­que sería trabajada por hombres libres y no por jornaleros, peones míseros que hasta entonces habían sobrevivido casi sin pan, ni ropa, “sin nada de nada”.1

En la mente de la mayoría de los mexicanos, y también tradicionalmente en el mundo académico, se ha considerado a la revolución de 1910 como un movimiento popular, nacio­nalista, y cuyo corazón fue la lucha por la tierra.2 En los años setentas, los historiadores se dieron a la tarea de arrancar a lá revolución algunos de estos atractivos ropajes. Con ello se intentó encontrar una explicación más compleja, que permi­tiera acomodar el enorme cúmulo de matices y precisiones que, con respecto a la idea original de la revolución, ha ido creando la producción académica de los últimos años empe­ñada en recrear en detalle los vaivenes que este movimiento tuvo en los más diversos rincones del país. A raíz de toda esta revisión, surgió la duda de que la revolución hubiese sido realmente un movimiento surgido desde el fondo de la socie­dad en beneficio de los desposeídos, y que su centro vital fuese la reforma agraria. El revisionismo llegó incluso a poner en duda que la mexicana fuese una verdadera revolu­ción.3 Paradójicamente, en los últimos años, nuevas interpre­taciones globales, han vuelto a insistir en su imagen heroica, popular, agrarista y justiciera.4 Así, tres cuartos de siglo después de que Madero llamara a las armas, la lucha por la tierra sigue constituyendo la variable más esencial para en­tender e interpretar a la revolución mexicana.

Varios caminos han permitido a los historiadores aden­trarse en la problemática agraria. Se ha hecho hincapié en los orígenes de las demandas campesinas; en los montos, logros, vicisitudes, carencias y fracasos del programa ejidal; en el análisis detallado de los planes y obras agrarias de las diversas facciones en armas. Un camino menos socorrido, pero no por ello menos fructífero para determinar la naturale­za agraria de la revolución, consiste en analizar la manera en que los diversos grupos revolucionarios subvirtieron o con­servaron el antiguo orden de cosas en las haciendas, ranchos y otras propiedades que el vértigo de la lucha armada puso en

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sus manos. Varias fueron sus actitudes ante el súbito de­rrumbe de la legitimidad y el poderío de la antigua clase dominante y su estructura agraria. Ante los revolucionarios se abrió la posibilidad de transformar el tejido social. Lo que hicieron entonces, o dejaron de hacer los revolucionarios y los campesinos con los hacendados y con las haciendas pone de manifiesto, como pocas cosas, sus convicciones más ínti­mas con respecto a la revolución y al orden agrario y social qué anhelaban.

Esta vía de análisis es particularmente prometedora, si se escogen los momentos de máxima dispersión del poder, es decir de 1913 a 1917, cuando ninguno de los bandos conten­dientes era capaz de imponer sus condiciones a los otros. Fue en este momento de máxima libertad de acción política, cuan­do las partidas revolucionarias alcanzaron mayor autono­mía, y protegidos por el vacío real de las autoridades centra­les, pudieron florecer los proyectos más gen u inos e inmediatos, las ideas y proyectos de una multitud de líderes y pequeñas bandas, muchas de las cuales ahora ya han pasado casi al olvido. Tal vez es en esos esfuerzos y actitudes locales en donde más se puede conocer lo que, desde el fondo de la sociedad, se quería que fuera la revolución.

El objeto de este estudio es adentrarse, precisamente por la vía del destino de las fincas intervenidas, en el análisis de algunos grupos contendientes a fin de contrastar tanto sus particularidades como su sustrato común como revoluciona­rios. Dada la magnitud del tema, y las serias dificultades para conocer estos detalles históricos, haré hincapié en aque­llas facciones que operaban en San Luis Potosí.

La diversidad

El zapatismo, que ha sido considerado el prototipo de los movimientos agraristas, y para muchos de la revolución mexicana en sí, fue probablemente la facción que de manera más clara dispuso de las fincas intervenidas para repartirlas a los campesinos desposeídos. Tal acción estaba implícita en la manera como los pueblos morelenses habían sido devora­dos por las plantaciones azucareras, así como en la asombro­sa consistencia ideológica y programática que mostró su

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movimiento de principio a fin. En el Plan de A y ala, no sólo se exigía que se devolviera a los pueblos los campos usurpados, sino también expropiar las tierras poseídas por “monopoliza- dores” y por los enemigos de la revolución. En cuanto pudie­ron controlar Morelos, eligieron autoridades provisionales y expropiaron los bienes del lugar, nacionalizando los de sus opositores. Las tierras así intervenidas se entregaron a los pueblos. Además, intervinieron los ingenios azucareros y las destilerías, para ponerlos a trabajar, no como empresas par­ticulares, sino como servicios públicos.5

Pero, incluso entre los zapatistas, y a pesar de los esfuer­zos de los mandos superiores, algunos generales no resistie­ron la tentación de usar en beneficio propio las haciendas intervenidas. Cuando se debatió este punto en la Soberana Convención Revolucionaria, los delegados zapatistas mos­traron su dureza y convicción insistiendo en que “si todos los generales de la revolución roban, que se les fusile”, y en que de ninguna manera podría regresarse a los hacendados “un solo palmo de terreno”. También reconocieron que con los bienes confiscados se habían cometido

los mayores atropellos, ...no en favor del pueblo, sino para cogerse las haciendas nuestros generales, ...Esto... pasa en todos los estados, inclusive en Morelos. Esta mañana he esta­do con los peones de la hacienda de Temixco y les he pregunta­do si estaban explotando la ranchería, y me dijeron, la está explotando el coronel X (aplausos).6

En Tlaxcala, cuando a mediados de 1914 asumió la gubernatura el general revolucionario Máximo Rojas —cuyo movimiento había sido tachado de un “zapatismo mal disfra­zado”— inmediatamente mandó confiscar las propiedades rústicas y urbanas de los huertistas y los principales terrate­nientes. En las fincas nombró interventores, envió destaca­mentos armados para garantizar su producción y ordenó que, eventualmente, esta riqueza fuera administrada para el bien público. Estas intervenciones ordenadas y productivas de las haciendas tlaxcaltecas estuvieron lado a lado con las ocupaciones autónomas que hicieron algunos jefes, apoya­dos por el poderío de sus armas y que, por lo general, adquirie­ron un carácter predatorio, destructivo y de venganza perso-

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nal. Por último, también hubo en Tlaxcala, como en Morelos, intervenciones con un carácter de reparto agrario directo. En efecto, algunas partidas armadas independientes y, paradó­jicamente, algunos núcleos de excombatientes del disuelto ejército federal, tomaron directamente haciendas y realiza­ron repartos de tierras. Al mismo tiempo, ciertos jefes revolu­cionarios alentaron o apoyaron a núcleos campesinos para que se quedaran con la tierra de las haciendas intervenidas.7

Mas el reparto agrario no fue la única solución de carác­ter redistributivo que se dio a las fincas intervenidas. La otra gran facción popular, la villista, tomó un camino propio. Cuando en 1913 Villa ocupó la gubernatura de Chihuahua mandó intervenir extensas propiedades de los más connota­dos terratenientes, con lo cual les restó recursos para llevar a cabo sus intentos contrarrevolucionarios. La historia y la composición social de Chihuahua hicieron que las huestes y las bases de apoyo del villismo no fuerzan estrictamente campesinas, y la movilización villista no giró en torno a la reforma agraria. Consciente de que, si repartía inmediata­mente la tierra, buena parte de sus soldados se desmoviliza­ría para trabajarla, Villa pospuso el reparto agrario hasta el triunfo. Por otro lado, los recursos que extrajo de estas fincas intervenidas fueron decisivos para financiar a sus grandes ejércitos revolucionarios. Así pues, el villismo no tuvo incen­tivos para proceder al reparto inmediato de tierra, aunque sí de algunos de sus frutos, por ejemplo, la venta de parte del ganado de estas haciendas a precios muy bajos, con lo que se elevó el nivel de consumo de carne de sus soldados y del pueblo de Chihuahua en general. Ello fortaleció la base popu­lar del villismo.8

Es imposible calcular con certeza el número e importan­cia de las fincas que los revolucionarios intervinieron a lo largo y ancho del país; pero no debieron de haber sido pocas.9 Algunos funcionarios encargados del manejo de estas pro­piedades llegaron a considerar que, en ciertas regiones, el grueso de los ranchos y latifundios se encontraba interveni­do. Tal fue el caso en San Luis Potosí, donde a fines de 1915 se calculó que las fincas intervenidas valían más de cien millo­nes de pesos, lo que “equival(ía) a (casi) el valor de la propie­dad rústica en el estado”.10

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En cuanto las facciones revolucionarias alcanzaban cierta estabilidad militar y política, una de sus preocupacio­nes era regular y administrar las propiedades intervenidas. Como en tantos otros terrenos, ello dio pie a una maraña de funciones y de directrices, particularmente durante la prime­ra mitad de 1915, cuando México era, de hecho, administrado por diversos gobiernos. Así por ejemplo, más tardó en consti­tuirse la Oficina General de Confiscaciones de la Soberana Convención Revolucionaria que en entrar en conflicto abier­to con su supuesto aliado, el secretario de agricultura zapa- tista, Manuel Palafox, quien creó su propia oficina del mismo nombre. El funcionario convencionista, supuestamente en­cargado de las propiedades intervenidas, se quejó ante el presidente porque Palafox le había hecho saber que no “con órdenes ninguna de (esta) oficina,,, dando lugar a “un con­flicto de disposiciones y acuerdos”, y dejando a su oficina “paralizada por la falta de deslinde de atribuciones”.11

Una actitud que hermanó a diversas facciones revolu­cionarias fue el interés por mantener en explotación aquellas propiedades intervenidas, notables por su capital invertido, su productividad o su importancia social, como creadoras de empleo, por ejemplo. Así, en cuanto villistas y carrancistas iban ocupando territorios, amenazaban con intervenir y ex­plotar todas aquellas minas atrasadas en su pago de impues­tos, o que no se encontrasen en plena operación al término de un mes. Frecuentemente las amenazas se cumplieron, como sucedió en el caso de la Compañía Carbonífera de Sabina en Tamaulipas que fue trabajada directamente por los carran­cistas.12

Cuando el “primer jefe” estuvo en condiciones de iniciar la construcción de un régimen de alcance nacional y logró reducir a meros reductos guerrilleros a sus principales opo­nentes —villistas y zapatistas—, mostró el carácter profun­damente conservador que en lo agrario tendría el nuevo régi­men. Al ya de por sí lento y burocrático engranaje encargado del reparto ejidal se le pusieron mayores cortapisas. Por esto, a principios de 1916, Carranza buscó detener de manera tajante la reforma agraria al indicar a las Comisiones Agra­rias Locales: “no deberá procederse en ningún caso a hacer distribución de tierras porque falta la ley reglamentaria que

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todavía no se expide, dado que no es oportuno”. Poco después las instruyó para que no incluyeran con los terrenos a repar­tir, los de las fincas intervenidas.13

Tanto o más importante que lo anterior fue el intento carrancista por restaurar económica y políticamente a la antigua élite terrateniente. Para ello, y desde fines de 1915, ordenó el regreso masivo de las fincas intervenidas a la aristocracia latifundista del viejo régimen. Este proceso con­trarrevolucionario —y que hasta la fecha ha recibido poca atención de los historiadores— se llevó a cabo a lo largo y ancho del país, y constituyó un acontecimiento peculiar de la revolución mexicana que la distingue de levantamientos so­ciales comparables.14 Los constitucionalistas no tuvieron empacho en asegurar que “su revolución” nada tenía que ver con las “intervenciones depredatorias” que no eran sino “despojos violentos generadores de acciones penales del or­den militar o del orden común de villistas, convencionistas y zapatistas”.15

La diversidad de puntos de vista de los revolucionarios, incluso dentro de las filas carrancistas, está bien ejemplifica­da por el hecho de que no todos los dirigentes leales al “pri­mer jefe” aceptaron esta política agraria ultraconservadora. Un ejemplo de ello fue Veracruz. Aquí, la División de Oriente al mando de Cándido Aguilar había iniciado la intervención formal de haciendas el mismo mes en que Huerta salió del país, apoyando la legitimidad de la acción en criterios agra- ristas: que los propietarios se habían apoderado de estas tierras mediante “una serie de despojos amparados por títu­los arrancados por la presión y la amenaza de la época porfi- riana...” Ciertos carrancistas, como el coronel Adalberto Teje- da, intentaron en la práctica impedir el retorno a la antigua estructura de la propiedad. Tejeda, quien ya se distinguía por sus proyectos agraristas, logró colocar a un correligionario en la Oficina de Bienes Intervenidos de Veracruz, y supo aprovechar bien la enorme confusión legal, burocrática y política que aún privaba, a fin de sabotear el retorno de sus fincas a los antiguos terratenientes. Destacó el caso de Ra­món Riveroll, quien durante el porfiriato había usurpado terrenos comunales en la Huasteca veracruzana, y que en 1916 obtuvo orden de devolución firmada por el mismo Ca-

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rranza. Como prueba de la enorme autonomía defacto de que gozaban las autoridades locales —tanto las de Veracruz, como las de la Huasteca—, éstas simplemente pasaron por alto las órdenes de Carranza, y volvieron a remitir a Riveroll a la maraña burocrática en donde su demanda quedó empan­tanada.16

Carranza no regresó absolutamente todo. Confirmó la intervención de bienes de huertistas y villistas — como los de la familia Madero en Coahuila— y del clero. Las oficinas interventoras constitucionalistas quedaron en posibilidad de explotar directamente, o bien de arrendar estas propieda­des. Incluso intentaron volver a trabajar empresas que se encontraban paralizadas, como sucedió en la primavera de 1916 con la fábrica de papel San Rafael que a pesar de haber sido ocupada por zapatistas, mantenía su maquinaria en perfectas condiciones.17

Buena parte de las propiedades cuya intervención con­firmó Carranza fue luego arrendada a particulares. Ello fa­voreció ciertos “arreglos” entre funcionarios y aquellos inte­resados en rentarlas. Así, se levantaron quejas de como en la ciudad de México se impedía el libre acceso a las fincas intervenidas, “por razón de compromisos anteriores con de­terminadas personas, contraídas por los señores secretarios de Hacienda y el jefe del Departamento de Bienes Interveni­dos en el D.F.”18

Ante la falta de procedimientos claros que guiasen a la incipiente administración, muchos casos simplemente se de­cidieron con criterios particulares y teniendo en cuenta las situaciones concretas. Por ejemplo, cuando inició sus activi­dades el departamento interventor de la ciudad capital, se encontró con que un buen número de cuarteles estaban ya establecidos en algunas casas intervenidas. Generalmente no pagaban nada por ello y algunas habían quedado en condiciones tan lamentables que, en ciertos casos, se presen­taron epidemias. En ocasiones, al regresar sus casas a sus propietarios, el gobierno incluso se vio obligado a pagar una indemnización por el pésimo estado en que se encontraban. Por el contrario, cuando la intervención se confirmó, como sucedió a varias fincas del terrateniente morelense Manuel Araoz, se dispuso de ellas como bienes nacionalizados. Una,

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se entregó a la Casa del Obrero Mundial y en otra se instala­ron las oficinas del Registro Civil. Con particular deferencia se trató a aquellos con quienes Carranza había establecido pactos y compromisos. A la Casa del Obrero Mundial incluso se le dio a elegir cuál de las casas intervenidas en el Distrito Federal le gustaría para sus instalaciones, habiéndose deci­dido por el antiguo Jockey Club.19

En síntesis, tres fueron las principales actitudes que asumieron los revolucionarios en torno a las fincas interveni­das. Algunas facciones —en especial la zapatista— repartie­ron la tierra y otros bienes entre sus seguidores y sus bases de apoyo social. Fue esta la forma más revolucionaria y popu­lar, pues se proponía mantener en explotación a estos bienes, pero bajo nuevas formas de propiedad y de trabajo. Sin em­bargo, esta actitud fue excepcional.

En segundo lugar, hubo gran interés por explotar las fincas intervenidas, manteniendo tanto la estructura de la propiedad como sus anteriores formas de explotación. Se trataba de preservarlas como unidades productivas en bene­ficio de los revolucionarios, en especial para sostener los gastos de guerra, como fuente de ingresos para los gobiernos y, en no pocas ocasiones, para beneficio personal de los diri­gentes.

Una situación intermedia y muy frecuente fue la que adoptaron, entre otros, los villistas. En cierto sentido era una variante de la actitud redistributiva, pues si bien no se des­membraban las propiedades, y se les mantenía intactas co­mo unidades productivas, se prometía que en el futuro se llevarían a cabo repartos agrarios; al tiempo en que se expul­saba a los terratenientes, se trabajaban las propiedades en beneficio de los ejércitos revolucionarios, y se distribuían ciertos productos de las fincas —como la carne— entre solda­dos y pobres en general.

Por último, y también muy comúnmente, las interven­ciones se llevaron a cabo con una actitud predatoria y des­tructiva, básicamente interesada en disponer de manera in­mediata de todos los bienes al alcance, sin mayor interés ulterior sobre la finca, y sin importar su ruina como unidad económica. Aun cuando las tomas destructivas estaban teñi­das de una clara dosis de revancha de clase y servían como

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botín para las huestes revolucionarias —aumentando con ello los recursos y la lealtad al jefe—, normalmente no desem­bocaban en formas más revolucionarias como la entrega de tierra o, por lo menos, su promesa.

En diversas dosis, estas tres actitudes aparecieron, aun­que con diferentes pesos, en cada una de las facciones insur­gentes e incluso en cada intervención en particular. El correr del tiempo resultó otra variable. Son, precisamente, las diver­sas actitudes frente a la antigua estructura de la propiedad, lo que permite contrastar a los revolucionarios.

San Luis Potosí

I. Las “to m a s”

En San Luis Potosí, como en casi toda la República, cuando los revolucionarios entraban a alguna hacienda o rancho sus acciones solían estar cargadas de un claro contenido de re­vancha de clase y, frecuentemente, de un interés manifiesto por mejorar las condiciones de los campesinos.

Algunas tomas resultaban típicamente predatorias, su­mamente violentas, así como vengativas en contra de hacen­dados y administradores. El grupo de Nicolás Torres, por ejemplo, que durante la lucha antiporfirista atacó las hacien­das del poniente potosino, llevaba a cabo tomas en extremo desordenadas y destructivas; actuaba con saña en contra de los terratenientes —a varios les formaron cuadros simulados de fusilamiento a fin de sacarles dinero por el rescate, en especial a los empleados de origen español, a algunos de los cuales dieron muerte. Durante las tomas también repartían maíz y otros bienes, mandaban y disponían a su arbitrio, y daban rienda suelta a su imaginación a costa de los bienes y las personas de la hacienda. También a principios de la revolución, las haciendas del norte potosino vivieron asola­das por el grupo de Lázaro Gómez que, aun cuando respetaba la propiedad privada, dio en ejecutar a los administradores de las fincas conocidas por sus malos tratos a los peones.20

Aunque no se llegara a estos extremos, al entrar a una finca, la mayor parte de los revolucionarios solía advertir a dueños y empleados que no maltrataran a “sus seguidores”

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ni intentaran recuperar lo que éstos se hubieran quedado. En el caso de los hermanos Cleofas, Magdaleno y Saturnino Cedillo —una banda humilde y popular del Valle del Maíz—, esto llegó a ser más que una mera amenaza. A mediados de1913, los cedillistas entraron a la hacienda de La Concep­ción, en el partido de Ciudad del Maíz, propiedad de unos estadounidenses, donde según la narración de un hacenda­do, los rebeldes fueron

con objeto de matarlo por orden de ...Magdaleno Cedillo, por­que éste había recibido noticias de que el Sr. Cunningham había dicho que la revolución no triunfaría, y que además recibió también la queja del sirviente Rodríguez de que don Santiago Cunningham se había metido en su casa en busca de las cosas robadas en la noche de la primera llegada de los Cedillo a esta hacienda, teniendo don Santiago que recoger nada de lo suyo porque Cedillo lo había dado a los peones...

Después de varias amenazas de colgarlo, en las que incluso llegaron a amarrarle sogas al cuello, los rebeldes propusieron salvarle la vida a cambio de 2 000 pesos en efectivo. Mientras estaban en esta negociación llegó el cuer­po de rurales número 21, sublevado en favor del “primer jefe”, al mando del general Jesús Agustín Castro, quien de inmediato se unió a la causa de los propietarios y terminó por mandar a los cedillistas al paredón.21

A mediados de 1914, cuando las fuerzas revoluciona­rias, entre ellas las de los Cedillo y sus aliados, los hermanos agraristas Alberto y Francisco Carrera Torres, ocuparon la ciudad de San Luis Potosí, varios hacendados fueron encar­celados. Entre éstos se encontraron los hermanos José y Javier Espinosa y Cuevas, dueños de la mayor hacienda potosina, La Angostura, que colindaba con Palomas, una pequeña propiedad que los Cedillo habían adquirido durante el porfiriato, y en defensa de la cual los Cedillo habían entra­do en conflicto con la Hacienda. José Espinosa y Cuevas había sido, precisamente, el último gobernador porfirista. En agosto de 1914 los Cedillo fusilaron a su hermano Javier y, como escarnio, exhibieron el cadáver ante los peones de su propia hacienda. El hecho conmovió a todo San Luis. Con la ayuda de varios revolucionarios y de los cónsules extranje­

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ros, se logró sacar a José de la prisión y del país para que no corriese la misma suerte.22

Rebeldes de corte “popular” como los Cedillo, los Carre­ra, el encabezado por Isabel Robles o el de Navarrete, fueron siempre claros representantes del malestar campesino. Sus tomas eran una decidida acción en contra de los ricos, de sus empleados y del status-quo. Sus huestes se apropiaban de armas, dinero, caballos, monturas y, no pocas veces, también de mujeres, sembrando el pánico entre los propietarios, los administradores y los propios trabajadores. Generalmente estos líderes no se preocupaban por redactar pronunciamien­tos y planes grandilocuentes; más bien se identificaban con las causas de descontento popular, demandaban ciertas rei­vindicaciones y asumían un carácter justiciero. Así, durante las tomas, mandaban reunir a “su gente”, es decir, el grueso de los trabajadores, para repartirles maíz y comida, o para quemar los libros de contaduría a fin de eximir a los peones de sus deudas, alentarlos a quedarse con todo tipo de objetos de la finca e invitarlos a unirse a la revolución.

La respuesta de los campesinos ante las tomas rebeldes es de suma importancia para conocer las profundidades del proceso revolucionario. De la escasa información existente, es claro que las reacciones variaban considerablemente. A veces, como sucedió en La Concepción, al entrar los Cedillo, “la servidumbre y demás vecinos... se dedicaron al saqueo”, y frecuentemente los revolucionarios se topaban con un muro de indiferencia y temor por parte de los campesinos, tanto por el miedo a represalias, como por los fuertes lazos de corte paternalista que los unían con los propietarios. En San Die­go, por ejemplo, aunque los dirigentes insistieron ante los trabajadores en que la tierra era suya y los invitaron a que tomasen lo que quisieran, éstos nada tocaron, ni siquiera la comida y la ropa que se habían quedado tiradas, y hasta quemaron y enterraron los rebozos de seda y las linternas que los rebeldes les habían obsequiado. Es más, y como reconocían los propios campesinos, el puñado de hombres que se unió a los revolucionarios se fue con ellos, no tanto movido por razones ideológicas sino para no perderlos caba­llos que los rebeldes se llevaban.23 A estas alturas quedaba claro que el avance de la revolución aún se estrellaba ante

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poderosas barreras psicológicas y resabios de autoridad tra­dicional.

Llegó a haber ocasiones en que, al entrar a las hacien­das, los sublevados adoptaban un tono claramente agraris- ta. Por lo menos en su primera acción, los Cedillo leyeron a los campesinos el Plan de Ay ala, del cual se dijeron seguido­res. Cuando Navarrete tomó la rica hacienda huasteca de San Diego, además de quemar los libros de contaduría y repartir comida, insistió ante los trabajadores en que, gra­cias a la revolución, la tierra era ahora suya. Por su lado, desde principios de 1912, Elias Fortuna sacudió Santa María del Río —pueblo que desde el porfiriato había pedido la resti­tución de sus tierras— al declarar ante los peones de las haciendas su intención de repartir las grandes propieda­des.24

Pero en San Luis Potosí no todos los rebeldes eran revo­lucionarios, y algunos, como los hermanos Barragán, miem­bros de la antigua aristocracia terrateniente, eran franca­mente conservadores. Sus objetivos y cultura política diferentes se tradujeron en formas particulares de “tomas” y de intervenciones de haciendas. Efectivamente, un buen nú­mero de dirigentes de la lucha antiporfirista provenían de cuadros medios, en especial de rancheros de la fértil zona de la Huasteca —como los hermanos Lárraga— acostumbrados a ejercer cierto predominio económico y político en sus co­marcas. De ahí que, sobre todo al inicio del movimiento, estos líderes pagaran a sus huestes de su propio peculio y casi no permitieran robos, ni “préstamos forzosos”, máxime que, en muchos casos, se levantaron en sus propias fincas, armando a sus trabajadores y pasando a ocupar propiedades de pa­rientes y amigos. Al inicio encuadraron y disciplinaron bien a sus seguidores, y al tomar una finca procuraban conservar el orden y pagar o dar vales —que en ocasiones llegaron a redimir siendo ya funcionarios maderistas— por comida, caballos, forrajes y otros bienes que tomaban para la causa.25

Uno de los ejemplos más conspicuos de estos dirigentes conservadores es el del general Castro quien, como ya se señaló, mandó fusilar a los cedillistas que en la entrada a La Concepción intentaron asesinar al dueño. Castro, quien para deleite de los propietarios pareció “decente por todos concep­

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tos”, escoltó entonces a los terratenientes hasta la capital del estado “con todo género de atenciones (...) procurando servir­les en cuanto pudo”. Dado que sus soldados le obedecían “ciegamente”, durante la toma hubo “reposo y tranquili­dad), contrastando notablemente este orden con ...la noche de la llegada... de Cedillo en que todo fue atropellos, robos, saqueos y destrucción”. Castro llevó a cabo un acto de mayor importancia: expuso a “la servidumbre” las hondas diferen­cias que escindían a la revolución potosina entre los “revolu­cionarios honrados” como él, y los bandidos y “hordas zapa­tistas”, como los Cedillo:

nosotros peleamos por conseguir que un hombre de buena fe represente los legítimos derechos del pueblo... pero no quitan­do al otro lo que le pertenece... nosotros no trabajamos de ese modo ni consentiremos que nadie despoje a otro de sus bie­nes... no vayan Uds. a creer que... ese gobierno por el que nosotros trabajamos atenderá las necesidades de los más po­bres quitándole sus bienes al que tiene más... si quieren ser revolucionarios no seáis bandidos, mejor será que sigáis tra­bajando al lado de vuestra familia,... pues el patrón de Uds. me ha dicho que está contento con vuestro trabajo y espera que así sigan siempre, lo cual deben hacer Uds...26

II. D e v iva voz y de cuerpo p resen te

A mediados de 1914, al desplomarse el régimen de Huerta y quedar desbandado el viejo ejército federal, los revoluciona­rios se posesionaron del país. San Luis Potosí fue ocupado por la revolución. Como gobernador y jefe de armas quedó instalado Eulalio Gutiérrez, un antiguo minero de Coahuila, con fuertes influencias del Partido Liberal Mexicano. Para horror de la “crema y nata” potosina, acostumbrada a una vida extremadamente cerrada, se experimentó entonces una movilidad social extraordinaria. Obreros y campesinos, en su inmensa mayoría ajenos al abecedario, tomaron en sus manos las riendas tanto formales como informales del poder. Vidas y propiedades quedaron a merced del criterio particu­lar de los generales recién encumbrados. San Luis Potosí, y en buena medida el país entero, se gobernaban de viva voz y de cuerpo presente.

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Sobre todo en el campo, los antiguos rebeldes se convir­tieron en amos y señores de vidas y bienes en los distritos que podían controlar. Estos pasaron a ser las verdaderas unida­des de poder. El territorio potosino quedó escindido en un mosaico de pequeños cacicazgos donde se impartía justicia, se administraba y, en ocasiones, se trataba de ir creando las bases de una nueva sociedad.

Al ocupar Ciudad del Maíz, los propietarios se quejaron de cómo los Cedillo se erigieron en “amos y señores de todos estos rumbos”. A los principales latifundistas, como “los muchachos de Moctezuma”, los tenían bajo arresto domici­liario, impidiéndoles salir sin su permiso. Según cierto re­cuerdo, Cedillo se convirtió en

el dueño de la población y jefe de una indiada que, como la zapatista, ejercía una inconsciente represalia. Los pocos blan­cos de la ciudad estaban ahí encerrados, sitiados y a merced de improvisados milicianos; sin tribunales ni garantía alguna civilizada. Un retorno al cacicazgo indígena.27

Las tomas, el bandolerismo, la inseguridad extrema en los caminos, el desquiciamiento militar y económico llevó a no pocos hacendados, administradores y gerentes a abando­nar por entero las propiedades. La guerra trajo su inevitable cuota de muerte y sufrimiento. En 1913 se reportaba cómo en Ciudad del Maíz —la zona de operaciones cedillistas— “los pobres pululan por las calles... y no tendremos ya maíz para comer... (pues) todas las haciendas han suspendido sus tra­bajos porque los rebeldes constantemente en pequeñas parti­das (las) visitan”.28 Entre 1915 y 1917 las hambrunas y epide­mias ensombrecieron el mapa potosino de manera particu­larmente dramática.

Pueblos y comunidades enteras llegaron a abandonar sus hogares y sus propiedades, como currió a las numerosas familias norteamericanas que formaban la colonia Atas- cador en el poblado de Cocos, las que regresaron a su país debido a los continuos robos, asaltos, violaciones y demás atracos que habían perpetrado principalmente los hermanos Lárraga entre 1912 y 1918. El cónsul estadounidense lo des­cribió así:

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no quedaba ya nada en la colonia, sus habitantes hablan huido en aras de su seguridad; su ganado sacrificado o robado, sus casas saqueadas o quemadas, sus siembras destruidas y sus muebles e implementos agrícolas destruidos o robados.29

El abandono de fincas, las tomas e intervenciones cons­tituían puntas de una sola madeja. Precisamente, una de las causas más frecuentes para posesionarse de una hacienda, rancho o empresa era la huida de sus propietarios y encarga­dos, lo cual solía ocurrir después de una toma. Caso notable fue el de Mariano Arguinzoniz, uno de los miembros más conspicuos de la aristocracia terrateniente potosina, cuyas propiedades sufrieron una destrucción particularmente seve­ra pues en las filas revolucionarias militaban muchos anti­guos arrendatarios suyos, a los que él había expulsado en los albores de la revolución. Los Arguinzoniz abandonaron to­talmente su otrora próspera hacienda de La Joya después de que los rebeldes la ocuparon, destruyeron la maquinaria y los bienes inmuebles, se llevaron el ganado y los productos agrí­colas e incendiaron el casco. La joya no tardó en ser interve­nida.30

Casi de manera necesaria, una actitud contradictoria invadía a los revolucionarios en su relación frente a las propiedades rurales intervenidas. Por un lado, intentaban apropiarse de todos los bienes a su alcance en el menor tiempo posible. El saqueo resultó casi inevitable por ser un reflejo de la pugna de clases implícita, porque reforzaba la legitimidad de los rebeldes frente a sus tropas y bases campe­sinas y porque daba salida a antiguos odios personales. Pero al mismo tiempo, los grupos revolucionarios necesitaban de las fincas para sostener sus partidas, al movimiento y a su gobierno. Si los rebeldes pensaban permanecer por cierto tiempo en la misma zona de operaciones, era indispensable cuidar que las fincas no sufrieran demasiados trastornos, a fin de seguirlas explotando. Dicha necesidad caló más a fondo durante los primeros años de lucha, cuando a falta de un verdadero ejército rebelde con mando centralizado del cual fluyeran fondos, soldados y equipo bélico, las haciendas intervenidas se convirtieron en el principal sustento de la guerra.

En ocasiones, se tornaba tenue la línea que separaba la

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explotación de una finca con el fin de abastecer a los revolu­cionarios de la destrucción meramente predatoria. La ha­cienda de Ganahl, propiedad de la Tampico Navigation Com pany , fue Ocupada repetidamente por diversos jefes constitucionalistas a partir de 1913. De Ganahl extraían dinero, contribuciones por “protección” —alrededor de 2 000 pesos mensuales, según recibo extendido— “a cuenta de las mensualidades que se le tienen asignadas a dicha hacien­da”—, armas, municiones, ganado, caballos, comida para oficiales y tropa, mercancías, medicinas y hasta atención hospitalaria. Los constitucionalistas también utilizaron constantemente las lanchas de gasolina de la empresa para transportar tropas y material bélico a través del sistema de ríos que surca las Huastecas y su región petrolera, la cual fue de primera importancia estratégica. Nadie mejor que el pro­pio gerente de la compañía para explicar las condiciones en que se encontraban:

...me han amenazado de muerte en varias ocasiones. Nuestros mecánicos se han visto obligados a trabajar para ellos repa­rando sus armas, fabricando bombas, cañones, etc. Los em­pleados administrativos y los obreros han sido amenazados en todos sentidos, y toda nuestra organización está, debido a estas causas, absolutamente desmoralizada, por lo que es imposible... seguir adelante con el trabajo. Las fuerzas rebel­des han utilizado los barcos de vapor de la compañía para transportar sus tropas, y tanto yo como mis empleados más cercanos prácticamente nos hemos convertido en sus prisione­ros... por los últimos tres meses. Los rebeldes nos han obligado a punta de pistola, a aceptar su dinero... Yo, y varios de mis funcionarios, hemos sido hechos prisioneros por varias horas por haber despachado un barco de vapor sin su permiso...

La compañía por fin decidió cerrar cuando, en una de las tomas, los rebeldes provocaron un gran incendio que destruyó casi toda la destilería, los tanques y el mobiliario.31

A fin de cuentas, y a pesar de todas las variaciones, en San Luis Potosí la intervención de haciendas, ranchos y casas tuvo, durante los años más cruentos, un objetivo bá­sicamente militar: sostener a las partidas armadas y a la re volución. El reparto de tierras intervenidas fue, en la mayo­ría de las veces, totalmente secundario, pues era más

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importante preservarlas como unidades económicas. En to­do caso, el cambio fundamental consistía en que buena parte de las ganancias y de la producción quedaba a disposición de los revolucionarios. De ahí que, por lo común, las condiciones dentro de las fincas intervenidas ni siquiera se alteraron: continuaron los mismos administradores y campesinos tra­bajando y relacionándose como siempre lo habían hecho. En realidad, los cambios se notaron, sobre todo, entre los de arriba.

Incluso las bandas de origen popular, como las de los Cedillo, terminaron por procurar una organización cuidado­sa y sofisticada de las haciendas intervenidas, a fin de hacer un uso eficiente de sus recursos. Era frecuente que dejaran en las fincas a “encargados de los servicios revolucionarios” quienes quedaban responsabilizados de las tareas principa­les: recabar la mayor parte posible de la producción y sus ganancias, reclutar nuevos adeptos y vigilar que no se dete­riorasen las relaciones sociales dentro de la finca para lo cual, por ejemplo, cuidaban que los dueños y administrado­res no tomasen represalias en contra de sus simpatizantes.

Caso notable fue la próspera hacienda huasteca El Ja­balí, antiguamente propiedad de quien fuera el rico goberna­dor morelense en vísperas de la revolución, Pablo Escandón. El Jabalí quedó en poder cedillista desde la segunda mitad de1914. Su control era tal que el administrador se veía en la necesidad de obtener permisos escritos de los revolucionarios hasta para permitir funciones de circo. Los rebeldes incluso lograron colocar a algunos de los suyos en la administración y, tanto más importante, nombrar al jefe de armas de la región —Río Verde—. Todo ello aseguraba su dominio com­pleto sobre la finca: producción y comercialización, así como las relaciones sociales en su interior. En fino papel membre- tado de la “Brigada de Oriente de San Luis Potosí al mando de los hermanos Cedillo” que ostentaba un hermoso sello de agua con un escudo nacional, esta partida rebelde organiza­ba las principales funciones relativas a la intervención de la finca. Por este conducto fluyeron de manera generosa, y sin obstáculos, cargas de maíz, piloncillo, pastura, reses, yuntas, vestuario y demás requerimientos que, como aclaraban los Cedillo, necesitaban “...con urgencia para el sostenimiento de las fuerzas constitucionalistas”.32

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Otra finca que repetidamente proporcionó recursos a los revolucionarios fue la hacienda e ingenio azucarero de La Concepción, que constaba de quince mil hectáreas y producía azúcar y alcohol, a más de poseer casi dos millares de cabezas de ganado vacuno y caballar. En junio de 1913 los cedillistas tomaron esta hacienda llevándose maíz, azúcar, muías y caballos. Fue la primera de una larga serie de ocupaciones. Sólo entre julio y septiembre de ese mismo año regresarían en doce ocasiones más. A decir del propitario, en noviembre de1915, cuando fuerzas convencionistas-villistas ocuparon San Luis Potosí, los Carrera y los Cedillo, lograron expulsar al gerente del ingenio bajo el cargo de dedicarse a actividades políticas, dándole orden de salir de territorio convencionista en 72 horas. A partir de ese momento, les fue aún más fácil extraer los recursos pues la propiedad entera quedó interve­nida de manera estable. Se llevaron entonces todo el ganado vacuno y caballar, la maquinaria agrícola y el maíz, al tiem­po en que vendieron 127 toneladas de azúcar, lo que les debió reportar un ingreso de más de cien mil pesos. Durante 1916, aún bajo las órdenes directas de los Cedillo, la hacienda siguió en funciones, la caña fue molida y vendida y la ganan­cia se quedó en manos de los revolucionarios.

El contraste con el caso zapatista era claro: el objetivo central de las tomas en San Luis Potosí no fue repartir la tierra entre los campesinos. La prueba más contundente de la superficialidad con que trataban la cuestión social y que frecuentemente caracterizó a estas intervenciones es que mu­chos campesinos ni siquiera las registraron en su memoria. Ello no impidió que hubiese diversas formas de contacto directo entre revolucionarios y trabajadores. Por ejemplo, Félix Guerrero, uno de los pocos campesinos de San Diego que guardó reminiscencias de cuando la hacienda estuvo intervenida, recuerda que no obstante ser él el encargado de llevar gran cantidad de ganado a los militares, ellos conti­nuamente lo despojaban de espuelas, caballos, reatas, comi­da y otros bienes, abusos que sólo se detuvieron cuando un general le otorgó un salvoconducto. De aquí lo preciado que llegaron a ser los salvoconductos y que jefes como los Cedillo los extendieran a sus simpatizantes, como el que otorgaron en El Jabalí a Marcos Aguilar y

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a sus pertenencias... suplicando... a todos los jefes del ejército constitucionalista... que se sirvan proporcionar todas las ga­rantías que estén a su alcance... (por ser) una de las personas más adictas a la causa por la cual estamos hasta la fecha en armas.34

Un hecho decisivo muestra los anhelos y los límites de la revolución popular potosina: el que, no obstante sus raíces históricas y sus tintes agraristas, muy pocas tierras se logra­ron repartir. Hubo razones de sobra: la inseguridad imperan­te, la debacle militar que desde la segunda mitad de 1915 sufrieron las facciones más populares de la revolución —lo que arruinó a cedillistas y a otros grupos—; el miedo a que, de llevar a cabo repartos agrarios, se inmovilizaría y desbanda­ría a los soldados, y a que sin las haciendas intervenidas, no habría ya recursos para la guerra. El cúmulo de barreras psicológicas y de cultura política tradicional fue otro factor importante. No obstante, algunos guerrilleros cedillistas sí llegaron a recibir tierras, aunque de manera informal y por poco tiempo. Los casos no parecen haber sido frecuentes, a pesar de la repetida adhesión de los Cedillo al plan zapatista y a la Ley Ejecutiva del Reparto de Tierras de Carrera Torres que desde marzo de 1913 ordenó devolver las tierras robadas a los pueblos y pidió a los habitantes de todo pueblo, hacien­da o rancho que se organizasen para entregar “en el acto” diez hectáreas de tierra a cada jefe de familia.

En los momentos en que los Carrera y los Cedillo con­trolaban sus territorios con mayor autonomía se empezó a poner en práctica algo del espíritu que guió esta ley agraria, así como ciertos principios comunales. Según los recuerdos de un rebelde cedillista, “a principios de... 1914, se nos repar­tieron tierras, para todos se repartió el Plan de Maradilla de Carrestoliendas y demás montes de mayor importancia, y en los potreros se les repartió a los soldados”. También se integró una primera junta agraria y se intentó que los soldados se mantuvieran firmemente integrados a sus pueblos. En vez de recibir paga, se les proveía gratuitamente de lo más elemen­tal: zapatos, ropa de manta y percal, sombreros, rebozos y hasta alimentos. Incluso se abrieron escuelas y se inició la construcción de algunos puentes.35

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La revolución en el poder

El gobierno convencionista de Eulalio Gutiérrez (julio a sep­tiembre 1914) y el villista de Emiliano Saravia (febrero a julio 1915) ahondaron el cauce social de la revolución, empeñán­dose en canalizarla en beneficio de los desheredados o, como lo expresara Saravia, “a fin de que los habitantes del Estado vean palpablemente el fruto de los esfuerzos emprendidos y de los derechos conquistados”.

Legalizaron la situación de las fincas intervenidas dan­do legitimidad formal por parte de un gobierno constituido a la afectación de la propiedad privada. Gutiérrez creó la Junta Calificadora de Fincas Rústicas y Urbanas, con filiales en los municipios, que debían elaborar minuciosos inventarios de lo intervenido para responsabilizar su manejo como un bien público. El gobierno villista creó la Junta de Confisca­ciones y Restituciones, volvió a responsabilizar a los inter­ventores del manejo de estos bienes, y en un arranque descen- tralizador otorgó al gobierno estatal, y no a las autoridades federales, el control absoluto de estas propiedades, así como capacidad para decidir sobre nuevas intervenciones y el des­tino final de las fincas. A raíz de esta ley, la posible restitu­ción de haciendas y casas, o bien su confiscación —una posición muy radical en el México de entonces—, pasó a depender de los “antecedentes políticos” de los dueños. Los criterios tenían un claro contenido de clase, pues, como se quejó uno de los afectados, el gobierno local “por el solo hecho de ser nosotros hacendados nos consigna como enemigos”.34

El gobierno villista sancionó la primera ley potosina para modificar la estructura de la propiedad. Según ésta, el gobierno quedaba facultado para adquirir propiedades que, junto con los terrenos nacionales disponibles, serían fraccio­nadas y vendidas en pequeños lotes al mayor número posible de campesinos sin tierra. Saravia trató de que la reforma no sólo quedara en el papel: lanzó un aviso “exclusivamente para los pobres” a fin de iniciar el reparto de una hacienda recién adquirida. Las fincas rústicas y urbanas intervenidas también quedaron integradas en este proyecto redistributivo y popular. El objeto: “proporcionar trabajo al proletariado rural y evitar la escasez de cereales”; los beneficiarios: los

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campesinos desposeídos; el método: promover la inmediata utilización de los terrenos intervenidos mediante contratos de aparcería. Saravia también ordenó aplicar en San Luis las disposiciones relativas a los bienes intervenidos que Villa había puesto en práctica en Chihuahua, y que habían am­pliado considerablemente su apoyo popular.37

Gabriel Gavira, el primer gobernador carrancista, si­guió este empuje en favor de los sectores mayoritarios. Llevó a cabo un acto de enorme trascendencia: inició la reforma agraria constitucionalista en San Luis, al restituir al ejido de Villa de Reyes tierras que la comunidad había venido pelean­do siglos atrás. Dado su tinte extremista, la autonomía que mostraba frente a las conservadoras medidas del “primer jefe”, el haber mandado intervenir un alto número de nuevas fincas propiedad del clero, así como de los “científicos y sus simpatizantes”, y el haber iniciado el estudio de las fincas intervenidas para decidir su destino último, a escasos tres meses de tomar la gubernatura, en octubre de 1915, se le sustituyó por un militar más dócil y moderado. Inmediata­mente, el general Vicente Dávila creó una “Junta dictamina- dora” que, de acuerdo a “los antecedentes políticos y conduc­ta observada por los p rop ietar io s” , d ictam inar ía la desintervención o retención de las mismas.38

Durante los gobiernos revolucionarios que rigieron San Luis entre mediados de 1914 y hasta la caída y asesinato de Carranza en mayo de 1920, la explotación de las fincas inter­venidas, su arrendamiento y el pago de sus contribuciones fueron importante fuente de recursos públicos: nada más entre agosto de 1914 y junio de 1915 rindieron 260 000 pesos. También continuaron sosteniendo a los ejércitos que se man­tuvieron en activo.39 Las oficinas interventoras y sus filiales municipales explotaron directamente varias fincas, o bien las dieron en arrendamiento, al tiempo en que fueron las encar­gadas de autorizar que se sacaran y remataran todo tipo de bienes de estas propiedades: maquinaria, productos agríco­las, ganado, automóviles, etc. Ocasionalmente, estas ofici­nas también se encargaron de indemnizar a ciertos propieta­rios por los daños ocurridos en sus fincas durante la intervención.40

Pero tal vez la característica más notable de los revolu­

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cionarios ya en el poder, fue que casi extinguieron aquella temprana generosidad social que ciertas partidas rebeldes mostraron con las fincas intervenidas afianzando, simultá­neamente, aquella tendencia que hacía de éstas una propie­dad en beneficio privado de los jefes militares y sus allega­dos.

Estos ocuparon para sí, para oficinas de gobierno y como cuarteles, un buen número de casas en la propia ciudad capital. Se incluyeron algunas tan fastuosas como la de Ja­vier Espinosa y Cuevas, en donde se instaló Eulalio Gutié­rrez cuando fue gobernador —precisamente ésta era la que ocupaba cuando tuvo lugar el asesinato de su propietario—, o el soberbio palacio episcopal en donde quedaron las oficinas del ayuntamiento. La mayor parte de las veces no pagaban ni renta, y se llevaban todo lo que podían, dejando los inmue­bles en condiciones lamentables. El mismo general Dávila alquiló a ciertos parientes de los Barragán una casa para unos altos oficiales que, en poco tiempo, según los dueños, no sólo se negaron a pagar renta, sino que trataban a los propie­tarios “a majaderías”. A pesar de que la administración de Gavira parece haber sido relativamente honesta en el mane­jo de tales bienes, Barragán padre se asombró por el hecho de que “hasta mi general Gavira extrajo candiles de cristal de Bohemia de la casa de Javier Espinosa y Cuevas... y se los regaló a su querida con escándalo de toda la sociedad...”41

Más cuantioso que lo que se extrajo de las casas , fue lo que rindieron a los encargados de vigilarlas —por métodos muy poco transparentes— las haciendas y ranchos interveni­dos. De los más grandes latifundistas brotaron torrentes de quejas en contra de los funcionarios interventores, porque se­guían “sacando todo lo que a la mano encuentran en las haciendas”, y porque en vez de concretarse a vigilar, cuidar y fiscalizar los actos de los empleados y rendir cuentas, se han dedicado a destruir, a explotar por cuenta propia y no entre­gar nada al gobierno; ...se destruye la riqueza nacional, ...y el erario deja de percibir cantidades importantes”. Juan F. Ba­rragán, el personaje que más íntimamente conocía la situa­ción de estas fincas en San Luis, concluía que “el saqueo a las fincas de campo en el Estado no baja de 10 millones de pesos,

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y la Revolución Constitucionalista sólo aprovechó aquí en San Luis 100 y tantos mil pesos...”42

Esta utilización del poder para fines particulares her­manó a todas las facciones. Durante el gobierno de Gutiérrez y el de Gavira, un par de comerciantes allegados a las altas esferas del poder se hicieron “escandalosamente ricos” mo­nopolizando la producción de las haciendas intervenidas, principalmente la de los artículos de primera necesidad, ha­ciendo subir y bajar sus precios de acuerdo a sus intereses.43 El mismo Carranza se quejaba de que sus subalternos en vez de “otorgar garantías a los habitantes y propietarios” de las fincas a cargo del gobierno, sólo se dedicaban a cometer “daños” y “muchos abusos”. En 1916 se encarceló por pecu­lado al interventor de El Venado, que había dispuesto de animales por un valor de 150 000 pesos. En ese mismo muni­cipio se encontró, cuando se desintervino Laguna Seca, que Luis Gutiérrez, hermano del gobernador Eulalio, había esta­do sacando guayule; mientras un teniente Ramos estaba explotando El Salado “como cosa suya desde hacía tiempo”, llevándose animales, útiles de labranza, muebles y varios automóviles. Cuando los Barragán quisieron comprar algu­nas fincas intervenidas, se encontraron que éstas habían sido arrendadas “en combinación financiera con connotado jefe constitucionalista”.44

Los mismos revolucionarios reconocieron en los debates de la Soberana Convención Revolucionaria que en San Luis las intervenciones no habían propiciado el que fuese a parar

en manos del pueblo un solo pedazo de tierra, ni se ha benefi­ciado en nada el proletariado... Causa rubor y vergüenza de­cirlo... las intervenciones han venido a proporcionar diaman­tes a las manos de quienes las han hecho; han proporcionado capitales a quienes antes de ir a la Revolución no tenían un solo centavo.45

La restauración de la vieja élite

En los primeros momentos del constitucionalismo triunfan­te, cuando aún no se bifurcaban los caminos de convencionis- tas, villistas y carrancistas, el regreso de las fincas interveni­das a sus antiguos dueños era un proceso cuyos resultados se

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medían con cuentagotas. En esas épocas aún se juzgaba muy severamente a los terratenientes, Carranza todavía no era capaz de imponer totalmente sus criterios conservadores, y muchos jefes militares —los principales beneficiarios de las intervenciones— se oponían tenazmente a desprenderse de esta rica fuente de recursos. Muchos de los caminos que entonces recorrieron los terratenientes potosinos para reco­brar sus fincas se encontraron sin salida. Por ejemplo, en agosto de 1914 el jefe de la Oficina de Propiedades Confisca­das, un mayor Escobar, mantuvo frente a Carranza una opinión rotundamente negativa a desintervenir la hacienda de El Peñasco. Su razonamiento estaba basado en estrictas consideraciones de clase:

los Espinosa y Parra son parte de un grupo de hacendados de San Luis Potosí cuyas fortunas no pueden considerarse como capital legítimamente adquirido... no puede ser considerado capital proveniente de una ganancia legítima que los hacen­dados hayan adquirido después de haber pagado a sus traba­jadores salarios justos, sino por el contrario, la fortuna de estos individuos, como la de la mayoría de los hacendados... es, en mi humilde opinión, nada más que el salario que estos mismos terratenientes debieron haber pagado a sus trabaja­dores. Son estos trabajadores quienes producen la mercancía que han hecho ricos a estos hacendados y que les ha permitido construir palacios... mientras sus humildes peones en sus ha­ciendas... ni siquiera tienen pantalones con que cubrir su desnudez, ni zapatos que calzar y son ellos los productores de la riqueza nacional.46

Durante esa etapa previa a la lucha entre facciones, y frecuentemente por la mediación de los Barragán, varios destacados terratenientes obtuvieron órdenes de desinter­vención, incluso del mismo “primer jefe”. Pero la desorgani­zación del país era tal que hasta estas órdenes solían quedar sin efecto. A principios de 1915, por ejemplo, al quedar acéfa­lo el gobierno potosino, se empantanó una orden dada por Carranza para la devolución de fincas de los Barrenechea. Un camino más directo, pero no siempre más efectivo, era negociar con los generales y con los jefes de las juntas inter­ventoras. Eso hicieron los Soberón, en septiembre de 1914, para “tratar la forma en que dichos señores desearan arre­

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glar los intereses referidos, y ya estábamos muy animados porque nos dijeron que mediante una cantidad que podría­mos pagar en efectivo se nos devolvería todo”. Pero el arreglo quedó en suspenso ya que sólo el gobernador Gutiérrez po­dría “fijar la cantidad” requerida y, después de ser nombrado presidente provisional por la Convención, ya nunca regresó como gobernador.47

La situación dio un vuelco a partir del otoño de 1915, cuando el carrancismo conservador y centralizador se conso­lidó en San Luis, y Carranza y los Barragán se encargaron de poner en marcha las directrices fundamentales. De acuerdo con la tónica impuesta en casi todo México, en San Luis el reparto ejidal quedó prácticamente detenido. No sólo se impi­dió el cambio, sino que se intentaron restaurar las modifica­ciones que el proceso revolucionario había impuesto ya en la estructura rural, ordenándose el regreso masivo y expedito de las casas y haciendas intervenidas a sus antiguos dueños. El objetivo de este proceso ultraconservador era claro: restau­rar política y económicamente a la vieja aristocracia terrate­niente.48

San Luis quedó bajo la égida del general Juan Barra­gán, personaje muy cercano al “primer jefe”, figura domi­nante dentro de San Luis y gobernador del mismo a partir de junio de 1917. Su padre, miembro de una de las familias más notables de la vieja aristocracia terrateniente, pariente y amigo de muchos de los más destacados latifundistas, no tardó en “violentar”, según su propia expresión, el retorno a la antigua estructura de la propiedad en todos los ámbitos potosinos. Cuando quedó a cargo de la jefatura de la Secreta­ría de Hacienda en San Luis Potosí, ahora la única responsa­ble de las fincas intervenidas, sólo se habían devuelto las propiedades del muy pudiente y ya fallecido Encarnación Ypina, por haber ayudado a la revolución maderista y haber ocupado, brevemente, la gubernatura en el momento en que cayó Díaz. En tan sólo cuatro meses, Barragán regresó por lo menos 240 casas y 72 haciendas a los más prominentes lati­fundistas. Ello equivalía a más de cien millones de pesos que, según aclaró, es lo que “vale la propiedad en el Estado”. Destacó la mayor hacienda de la entidad, La Angostura, por su fuerza simbólica pues, pocos meses atrás, los cedillistas

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habían asesinado a uno de sus dueños, el hermano del último gobernador porfirista.49 Restaurando su legitimidad, se in­tentaba volver a imponer el antiguo orden rural.

Se trató, además, de un proceso que incrementó notable­mente la centralización política, afirmando al nuevo régi­men central. El “primer jefe” instituyó una Dirección Gene­ral de Bienes Intervenidos de alcance nacional, a cargo de Pascual Ortiz Rubio, e hizo que el largo proceso burocrático de la devolución de fincas tuviera que ser sancionado por su propia firma. Con ello fomentó la lealtad de la élite terrate­niente hacia el gobierno federal. Dentro de San Luis, el enor­me poder de decidir qué propiedades se regresarían y cuáles quedarían intervenidas, se arrebató a las juntas estatales y a sus subalternas, y se entregó a la jefatura de la Secretaría de Hacienda a cargo de Barragán. Como era de esperarse, la tendencia centralista estuvo llena de conflictos con los inter­ventores locales que no se dejaron arrancar fácilmente sus prerrogativas ni su poderío. La situación fue tan tensa que incluso se llegó a proceder judicialmente en contra de algu­nos de ellos.

Pero a pesar de que Carranza intentó decidir desde el centro del país el proceso de desintervención, dada la debili­dad que aún envolvía al aparato de gobierno, mucho se de­pendía aún de los dictámenes formales y de los arreglos informales con los funcionarios en San Luis. Para juzgar quiénes eran “enemigos de la causa constitucionalista” se crearon “consejos de salud pública”, “juntas dictaminado- ras” y el Departamento de Verificación de la Propiedad. A cambio del regreso de sus bienes, los agraciados hacían for­mal renuncia “a toda clase de reclamaciones que (pudieran) competirle por daños y perjuicios de sus fincas, durante el tiempo en que estuvieran intervenidas”. A pocos se les confir­mó la orden de intervención: esto básicamente ocurrió a huer- tistas connotados como Mariano Arguinzoniz y Pablo Es- candón, a eclesiásticos como Montes de Oca y, en ocasiones, también a quienes tenían abandonadas sus fincas, como sucedió a los dueños de las haciendas de San Diego en Cerri- tos.50

En este estado en formación, una enorme confusión legal, burocrática y política entorpecía el manejo de todos los

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asuntos de gobierno, incluido el de la explotación y el regreso de las fincas. Un caso entre otros —el de Laguna Seca— lo pone al desnudo. En 1915, esta hacienda, junto con su fábrica de mezcal, había sido arrendada al capitán Rafael Cárdenas por la junta interventora de San Luis. A fin de año, cuando Carranza ordenó que todos los bienes intervenidos pasasen a disposición de la Secretaría de Hacienda, ésta recogió, junto con el inmueble, el ixtle y ganado que Cárdenas reclamó como suyos. Como el interventor del municipio acababa de ser encarcelado por peculado, Cárdenas consiguió orden de devolución del jefe subalterno. Barragán impugnó dicha or­den, alegando que Cárdenas había quedado a deber dinero a la oficina interventora y que mientras había trabajado la finca ni siquiera había pagado la raya de los peones. Cárde­nas trató el asunto directamente con el “primer jefe”. Pero cuando éste lo volvió a remitir con Barragán, Cárdenas sim­plemente fue a la finca y se llevó los animales. A mediados de1916, Ortiz Rubio, que encabezaba el Departamento de bie­nes Intervenidos en el país, ordenó le regresasen a Cárdenas el resto de sus bienes, pero Barragán logró que se dejara la orden sin efecto tratando directamente con Carranza. La disputa parecía alargarse indefinidamente en el conflicto de intereses y prerrogativas entre los diversos funcionarios lo­cales, estatales y federales. Eran las ambigüedades propias de un estado en formación.51

La maraña burocrática en que estaba envuelto el regre­so de las fincas permitió que se extendiera aún más la notable corrupción ya imperante. Ejemplo destacado fue el de Felipe Leija a quien se podía ver diariamente con el gobernador Dávila “tomando copas en los diferentes establecimientos de la ciudad”, y actuando “como agente o influencia cerca del gobierno”. Según los Barragán, Leija aprovechó la “debili­dad de carácter de Dávila, para hacer repetidos y cuantiosos cobros con el pretexto de promover la devolución de fincas. Así por ejemplo, la familia Elioro le entregó diez mil pesos por ese servicio; pero mucho más importante aún fue el cobro que hizo al dueño de Gogorrón para que le regresasen las tierras que Gavira acababa de restituir al ejido Villa de Reyes, el primer reparto del carrancismo en San Luis. Asimismo, unos parientes de Dávila hicieron “buenos negocios” gestionando

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la devolución de fincas en la región de Río Verde. A Rafael Nieto, subsecretario de Hacienda, también muy allegado a Carranza, y futuro gobernador, se le acusó entonces de entre­garse a las mismas prácticas, en concreto por gestionar la desintervención de la hacienda El Jabalí, largo tiempo ocu­pada por los Cedillo, arreglo que supuestamente costó a Pa­blo Escandón veinte mil pesos.52

Durante los años dorados del carrancismo conservador, los principales beneficiarios de este tipo de arreglos fueron, precisamente, los Barragán. Caso célebre fue el del pudiente latifundista Mariano Arguinzoniz cuyas fincas no habían sido desintervenidas por Carranza a causa de haber abraza­do calurosamente la causa huertista. Es más, el mismo “pri­mer jefe” había pedido al gobernador Gavira que le juzgase “criminalmente o que se le expulse del país o por 'extranjero pernicioso, ”. Desde entonces se exilió con su familia en Estados Unidos. En febrero de 1916, mientras se iniciaba el regreso masivo de las fincas intervenidas, Carranza volvió a confirmar la intervención de las de Arguinzoniz. Esta valio­sa oportunidad no fue desaprovechada. Inmediatamente, Barragán padre recomendó a su hijo “presionar” al “primer jefe” para devolverle sus casas a Arguinzoniz,

al cabo don Mariano tiene millones con que responder a todo cargo que le resulte. Para la devolución... si es que procede, convendría retardarla hasta que ese viejo avaro afloje siquie­ra unos cien mil o doscientos mil pesos o unos 10 mil dólares. Consigue la autorización para tratar este asunto con él, ahora que vaya yo a San Antonio. Aquí se sabe que hay muchos intereses por tratar a don Mariano, no por afecto, sino por interés, y lo que le habían de sacar otros, se lo sacaremos nosotros...53

Según parece, Barragán se entendió rápidamente con Arguinzoniz, pues el 16 de febrero le escribió a San Antonio notificándole la devolución de propiedades suyas en Valle del Maíz y en la capital del estado, y ofreciendo nuevamente su ayuda para que pudiese regresar a México y “desvanecer los cargos que le hacen”. En realidad, sólo desintervinieron las fincas de su esposa e hijos, buena parte de las cuales ya había quedado inservible. El Salado, en cambio, por “orden

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especial” de Carranza dada el 14 de febrero, dos días antes de la carta de Barragán, permaneció intervenida. En esa misma fecha Barragán, como jefe de Hacienda, celebró un contrato para explotar su guayule, del cual esperaba que se obtuviera un millón de pesos. Además, el gobierno estatal se compro­metió a pagar una fuerza armada permanente, un interven­tor y un mayordomo de campo para esta finca. Fue hasta 1918, después de que los Barragán intentaron cobrar otros favores a Arguinzoniz, y después de su muerte, que se desin­tervinieron sus fincas y que por fin Carranza permitió el regreso de su viuda e hijos al país.54

En conclusión y tal como Juan F. Barragán confiaba a su hijo, el conocimiento que tenía sobre el manejo de las fincas intervenidas

...me ha puesto en condiciones de saber muchas y grandes cosas que hicieron, pero esto no es conveniente decirlo y mu­cho menos publicarlo. La ropa sucia se lava en casa y en casa hay mucha ropa sucia...55

El sistema de fincas intervenidas, tuvo su fin casi al mismo tiempo en que se derrumbó el régimen de Carranza. En junio de 1920, cuando aún no cumplía un mes el triunfo de la revuelta de Aguaprieta, el gobierno federal ordenó “la desintervención de todos los bienes que actualmente se en­cuentran incautados”. La medida se llevó a cabo sobre los parámetros asentados por el “primer jefe”: debería renun­ciarse a toda reclamación por daños; sólo se mantendrían intervenidos los bienes de Huerta, Félix Díaz, Villa y Mayto- rena, y aquellas fincas que no fueran reclamadas pasarían en posesión al Departamento de Bienes Nacionales. Se mos­tró, sin embargo, una sensibilidad mayor para lidiar con las promesas que la revolución había hecho a los campesinos: tampoco se devolverían las fincas rústicas que se hubiesen ya “agregado” a los ejidos.56 Con ello tocaba a su fin toda una faceta del México revolucionario, que ponía en particular evidencia sus incertidumbres, sus contradicciones, la camisa de fuerza que ciñó a las clases populares y, también, el senti­do más profundo de justicia y generosidad que, en ocasiones, llegó a mostrar esta lucha social del pueblo mexicano.

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NOTAS

1. Amaya, 1975, p. 214.2. Tannenbaum, 1968, pp. 127 y ss.; Silva Herzog, 1959, p. 160.3. Ruiz, 1980; Vera Estañol, 1957 y Joseph, 1982.4. Ver por ejemplo a Knight, 1986.5. Womack, 1969, pp. 221 y ss.6. Archivo General de la Nación (AGN), FG-R caja (c) 3, documento firma­

do en Huitzilac, Morelos, intentando evitar estos abusos. 31 de octubre de 1915; Crónicas y... 1965, tomo II, pp. 161-166.

7. Leal y Menegus, en prensa; Buve, 1984, pp. 226 y ss. En el vecino Estado de México debió haber habido una situación similar, como lo muestra el caso de “El Ranchito”, cercano a Toluca, que fue intervenido de 1914 a 1916. Las autoridades militares entregaron parte de los terrenos a los antiguos trabajadores, al tiempo en que destruyeron edificios y otros bienes. National Archives Washington (NAW), Record Group (RG), 59 312.11/9219, Schoenfeld a secretario de Estado, 7 de junio de 1927.

8. Katz, 1979, pp. 35 y ss.; Terrazas, 1984.9. Nada más tomando en cuenta a los propietarios estadounidense que

levantaron reclamaciones ante su gobierno por la intervención de su s

haciendas, y que aunque representan una mínima parte del total, per­miten arrojar datos relativamente certeros y constantes, se tiene que

para 1914 había ya 93 casos, y que durante 1915 se tomaron 22 fincas más. 1916 fue el año en que más haciendas norteamericanas fueron i n ­

tervenidas: 87. Durante 1917 y 1918 el monto bajó a 23 en cada uno de

estos años y a 20 durante 1920. NAW RG 59.312.11/9180: Sheffield a secretario de Estado, 24 de diciembre de 1926.

10. Archivo Juan Barragán (AJB), CXVIII/14/ff34-35, Juan F. Barragán a M. Arguinzoniz, 16 de febrero de 1916.

11. AGN. FG-R c8 e3, Jefe de Oficina General de Confiscaciones a P r e s i ­dente Soberana Convención Revolucionaria, 28 de mayo de 1915.

12. Centro de Estudios de Historia de México CONDUMEX (CEHMC) F o n ­do (F) XXI (V. Carranza) leg. 6867, 27 de noviembre de 1915, Cía. Car­bonífera de Sabina a Carranza; ibid, Vicecónsul de España a Carranza; NAW RG 59 312.41/205, Bryan a Spring Rice, 23 de marzo de 1914,3 de mayo de 1915; ibid, 312.41/212, Departamento de Estado a Embajada Británica, 10 de abril de 1914.

13. AGN FG-R cl61 e l 11, Circular del Gobierno de la República Mexicana , 7 de mayo de 1916; la orden de no proceder a la distribución en Carran­za, 1981, p. 51.

14. Katz, 1981, p. 287 y ss., en donde Katz hace un breve y brillante estudio pionero sobre el regreso masivo de estas fincas.

15. AGN FG-R cl67 e2 y 3, fallo del Departamento de Verificación de la Propiedad, 1916.

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16. Falcón, 1986, pp. 89-93.17. AGN FG-R c6 e5, proyecto de un antiguo empleado de la fábrica, 7 de

abril de 1916.18. Ibid, FG-R c7 e21, queja sobre la Dirección de Bienes Intervenidos, ju­

nio de 1916.19. Ibicí, c l7 el4, sobre la casa para la COM, octubre de 1915; ibid , c61 e31 y

32, enero de 1917; ibid, cl62 e8, listas de casas intervenidas en el DF, enero de 1916.

20. Falcón, 1978, pp. 222-227; Archivo Histórico, Secretaría de la Defensa Nacional (ASDN), índice elaborado por Luis Muro, expediente (e)XI- 481.5/249, ff. 1-7, 6 de mayo de 1911; ibid, ff. 39-42, 26 de mayo de 1911; A JB /cV /12 /ff . 68-111 (123.3): Rafael Cepeda, “Copias de documentos de mi archivo personal sacados por mi secretario particular el culto es­critor potosino don Juan del Tejo en el año de 1917”.

21. Public Record Office (PRO), Foreign Office (FO) 204, v221 271/13, “Ac­tas levantadas por el juez auxiliar de la hacienda de La Concepción”,3, 6,12 de junio de 1913 anexas a reporte de Wilson aStronge, 16 de julio de 1913; AMERLINK, 1980, pp. 238 y ss., Amerlink, s / f (amablemente facilitado por su autora); Falcón, 1980.

22. AGN FG-R c23 e80 f6, 9 septiembre de 1914; PRO F0204 v444 n492, Nolan a Foreign Office, 24 de agosto de 1914; Silva Herzog, 1982, p. 369; Vasconcelos, 1958, p. 277.

23. PRO F 204 v221 271/13, “Actas levantadas...”; sobre San Diego, entre­vista a Juan Hernández y a Vega, en Amerlinck, s/f . Amerlinck, 1980, p. 238.

24. Falcón, 1984, p. 62.25. Falcón, 1980, pp. 216 y ss.26. PRO F0204 v221/13 “Actas levantadas...”; Montejano y Aguinaga,

1967, p. 351.27. Vasconcelos, 1958, p. 282; AJB, cV/21/f50-55 (132), Comas a Barragán.28. AGN. Fondo Trabajo (FT) c54e42f2, Sánchez a Departamento de Tra­

bajo, 20 de agosto de 1913. Sobre el hambre ver Falcón, 1984, pp. 103- 116, 135-17, 153,156.

29. NAW RG59 412.11 D871, “Claim against México of Mr. Duff”, 19 de febrero de 1931. (Traducción mía).

30. AGN FG-R c5 el8, expediente sobre la intervención de fincas de Arguin­zoniz; ibid, c77 e58, Govea a Carranza, diciembre de 1914; CEHMC Fon­do XXI Venustiano Carranza leg. 6863, Ernesto Hocker a Carranza,1 de diciembre de 1914. (Traducción mía).

31. NAW RG59 annex to 412.11 T15/92, Watt to General Manager, 17 de abril de 1914; ibid, /87T am picoN avigation Co. Claim VS México, 26 de abril de 1912; ibid, /89, 4 de mayo de 1912, 26 de febrero de 1914.

32. Una solicitud típica del jefe de armas cedillista en la región al adminis­trador de la hacienda le ordena que “con la prontitud que sea necesaria

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E l d e s t i n o DE l a s PROPIEDADES INTERVENIDAS

me remita... 2 000 hectolitros de maíz haciendo uso para ello, de todos los carros y carretas que hubiera en la zona”. Semana tras semana se repetían los requerimientos. Nada más entre mayo y agosto de 1914, los Cedillo se llevaron 6 000 hectolitros de maíz, 400 cargas de pilonci­llo, ocho yuntas de bueyes, 5 reses, 52 muías, 5 “reses gordas” y frijol, AGN FG c6 e72, documentación diversa sobre la intervención de esta hacienda.

33. NAW RG59 412.11 Cunningham Investment Co/58, “Draft of Cunnin­gham Investment Co., before the Special Claims Commission United States of America and United States of Mexico”, D. 537.

34. AGN FG-R c6 e72 fs62, salvoconducto del 10 de julio de 1914, entrevista de Amerlinck a Félix Guerrero en “Diario de...”; Amerlinck, 1980, pp. 243.

35. Martínez García (soldado que peleó con Ildefonso Turrubiartes), “Re­cuerdos de la rebolución (sic) mexicana” amablemente facilitado por Gerardo Velázquez Turrubiartes; 1975, pp. 67 y 35. Aquí aparecen unas fotografías impresionantes y conmovedoras de los puentes en construc­ción; Velázquez, 1946, tomo IV, p. 235.

36. Periódico Oficial, 11 de marzo de 1915; Barragán, Informe... 1916; la acusación del hacendado en AGN FG-R c23 e8, Espinosa y Parra a Ca- ranza, 9 de septiembre de 1914.

37. Periódico Oficial, 27 de marzo de 1915; Falcón, 1984, p. 134.38. Periódico Oficial, 15 de septiembre, 15 de noviembre de 1915.39. Es imposible conocer con exactitud el número de haciendas potosinas

intervenidas. A juzgar por los casos que reportaron ciudadanos norte­americanos a su gobierno, 1916 fue el año en que más intervenciones tuvieron lugar. Para 1914 se contaban la de Espíritu Santo, San Diegui- to Colony y una propiedad de la Sra. Sierra; en 1915 no se reportaron intervenciones; en 1916, Cunningham Investment Company Mexican Crude Rubber Company Cedral, Mexican Import & Export en Mate- huala, Rascón Manufacturing & Developing Co., y San Dieguito Co­lony; en 1917, Mexican Crude Rubber Co., y Kennedy; en 1918 El Capu­lín, y en 1920 una propiedad en Cerritos. NAW RG59 312.11/9180, She­ffield a secretario de Estado, 24 de diciembre de 1926.

40. Falcón, 1984, pp. 95-120; AJB cVI/25/ff44-103 (399). Departamento de Bienes Intervenidos a Jefe de Hacienda en SLP, 13 de abril de 1918; AGN FG-R c6 e72, Cárdenas a secretario de Gobernación, 11 de marzo de 1916. La oficina interventora indemnizó al Mesón del Toro por 200 pesos por daños causados durante la ocupación constitucionalista. CEHMC, fXXI c64 Leg. 7083, 28 de diciembre de 1915.

41. AJB, cV /9 /ffl-90 (47): Juan F. Barragán a Barragán, 5 de febrero; 5,30, 31 de marzo de 1916; ibid, cXVIII/14/f34-35, Juan F. Barragán a M. Arguinzoniz, 16 de febrero de 1916; ibid, cVI/25/ff44-103, Severino Martínez a Juan Barragán 1 de junio de 1918; CEHMC FXXI.4 Carran­za a Dávila, 17 de noviembre de 1915; Silva Herzog, 1982, pp. 366 y ss.

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42. Una queja entre muchas otras fue la de los Toranzo Hernández Sobe- rón, quienes aseguraron que el interventor de una de sus fincas se llevó diez mil pesos en ganado, y maquinaria. AJB, cVI/15/f44-45 (316), Luis Hernández Toranzo a Barragán. La aseveración de Barragán en ibid, cV /9/ffl-90 , Juan F. Barragán a Barragán, 6 de febrero de 1916; ibid cVI/8/ff43-48 (261), apoderado de Pedro Barrenechea a Barragán, 6 de enero de 1915; ibid , cV/21/ff50-55 (132) apoderado de Diez Gutiérrez a Barragán, 23 de octubre de 1914.

43. El villista Urbina les decomisó todas sus mercancías y les impuso un préstamo de diez mil pesos, pero poco tardaron estos personajes en vol­ver y monopolizar “todos los artículos de primera necesidad”. CEHMC fXXI c62 leg. 6897 N ava a Carranza, 7 de diciembre de 1915.

44. AJB cV /9 /ffl-90 (47) Juan F. Barragán, 30 de marzo de 1916 y 17 de marzo de 1916; ibid , cX VIII/14/f7 (27-33) Barragán a Carranza 14 de febrero de 1916; CEHMC FXXI, c64 Carranza a Lárraga 7 de enero de 1915; ib id , c63 Carranza a Dávila 29 de diciembre de 1915. Sobre el in­tento de compra, ibid, cV I/27 /f3 (34-36), Franco Verástegui a Barragán marzo de 1917.

45. Crónicas..., 1965, T. II, pp. 178 y ss.46. Escobar a Carranza. 13 de agosto de 1914, citado en Katz, 1981, p. 289.

(Traducción mía).47. AJB cV/21/f50-55 (132), apoderado de Soberón a Barragán, 28 de sep­

tiembre de 1914, y correspondencia sobre la desintervención de fincas de Diez Gutiérrez 1914-1915. En el AGN existe un buen número de expe­dientes relativos a la desintervención de fincas potosinas y del resto del país. Entre otros, para San Luis, ver AGN FG-R c21 el3 f2, documentos sobre hacienda El Carro, 1915; ibid, c23 e80 expediente de Parra Her­manos 1914; ibid, c77 e59, expediente sobre hacienda Ventilla, diciem­bre de 1914.

48. vid. supra, p. 12.49. Barragán, 1916; AJB, cV /16 /f5 Carranza a Juan Barragán, 13 de enero

de 1916; ibid, cXVIII/14/f34-35; Juan F. Barragán a M. Arguinzoniz, 16 de febrero de 1916; CEHMC FXXI c62 leg6894 N ava a Carranza, 7 de diciembre de 1915.

50. Barragán, 1916; AGN FG-R c6 e81 Secretaría de Hacienda a Juan F. Barragán 22 de abril de 1916; ibid, c6, el2, solicitud de desintervención de Moctezuma, 25 de abril de 1916 y de Pablo Escandón, 22 de julio de 1916; ibid., c298 e6 expediente de desintervención propiedades del pres­bítero Abraham Cantú, abril, julio de 1917; CEHMC, FXXI Carranza a Barragán, 25 de enero de 1916; sobre San Diego, NAW, RG59 312.11/ 9219, Schoenfeld a secretario de Estado, 7 de junio de 1927.

51. Falcón, 1984, pp. 121-122.52. CEHMC, fXXI c62 leg6867 Nava a Carranza, 1 de diciembre de 1915;

AJB C V/ffl-90 (47) Juan F. Barragán a Barragán, 5,. 30, 31 marzo de 1916.

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E l d e s t i n o DE LAS PROPIEDADES INTERVENIDAS

53. AJB cV /9/fl-90 (47) Juan F. Barragán a Barragán, 6 de febrero de 1916; CEHMC, fXXI Carranza a Gavira, 26 de agosto de 1915; AGN, FG-R c5 e61 ff28 (283) expediente sobre la desintegración de las fincas de Ar­guinzoniz 1916-1918.

54. AJB, cV /9 /fl-90 (47), Juan F. Barragán, 30 de marzo de 1916. Una rese­ña más detallada del caso Arguinzoniz en Falcón, 1984, pp. 119-120.

55. AJB cV /9 /ffl-90 (47), Juan F. Barragán a Barragán, 30 de marzo de 1916.

56. Poder Ejecutivo, 1920; una copia se encuentra en NAW, RG59 312.1151, 19 de octubre de 1921.

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