los topos por ricardo hernández megías

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Hacía mucho tiempo que su vida había entrado en un estado de insatisfacción y de amargura que trastocaba completamente sus hábitos corrientes. Su propia presencia física, siempre tan cuidada y pulcra, había ido transformándose con el tiempo y, al presente, el grado de dejación de su limpieza personal y de sus siempre arregladas ropas llamaba la atención de los pocos amigos que le quedaban a la fecha.

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RICARDO HERNÁNDEZ MEGÍAS

Madrid 2015

Y EL HOMBRE SE HIZO TIERRA EN LA TIERRA.

Hacía mucho tiempo que su vida había entrado en un estado de

insatisfacción y de amargura que trastocaba completamente sus hábitos

corrientes. Su propia presencia física, siempre tan cuidada y pulcra, había

ido transformándose con el tiempo y, al presente, el grado de dejación de su

limpieza personal y de sus siempre arregladas ropas llamaba la atención de

los pocos amigos que le quedaban a la fecha. Nunca fue bebedor; es más,

siempre mantuvo un estado de crítica permanente sobre aquellos hombres

que, en su percepción, ocultaban su cobardía tras un vaso de vino o de

whisky, y ahora era él, quien que ajeno a todo lo que le rodeaba, encontraba

cierta comodidad y buscaba el alivio a su soledad en las barras de los bares

y tascas del barrio.

Su familia, en otros tiempos verdadero sostén de su vida, ahora le

molestaba sobremanera y rehuía su contacto, habiéndome convertido para

ella en una presencia molesta. Sus propios hijos, puntales de su vida en los

años jóvenes, habían ido buscando su acomodo profesional, alejándose de

la casa y de los problemas que en ella se respiraban a diario. Solamente su

mujer, quizás recordando otros tiempos de “vinos y rosas” miraba con

compasión y un mucho de pena el estado de degradación de aquel hombre,

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al que había amado apasionadamente, y que en otros tiempos había sido

encantador, inteligente y un gran luchador ante la adversidad, siendo

recompensado por el éxito en sus empresas y trabajos.

¿Qué había ocurrido para que se hubiera experimentado este cambio

brusco y sin sentido? ¿Qué circunstancias, para todos desconocidas, habían

hecho de aquel hombre triunfador un harapo vencido y humillado frente a

la vida? Eso nunca lo sabremos a ciencia cierta.

El hombre cansado, con barba de varios días y con un cigarrillo en la

comisura de los labios, contemplaba impávido, sentado en el banco del

solitario jardín público de un barrio cercano a su vivienda, el electrizante

vuelo de los gorriones en una fría y nublada tarde del otoño madrileño.

Se había impuesto, disciplinadamente dentro de su desconcierto, el

deseo de no pensar en nada, en poner su mente en blanco y dejar pasar un

tiempo que a él ya nada le importaba. Se sentía un pobre fracasado, un

hombre sin futuro que no esperaba otra cosa de esta perra vida que ahora

arrastra, más que el destino acabase con sus sufrimientos y le borrase de la

faz de la tierra. Ni siquiera sus, en otros tiempos, conceptos morales o

religiosos, tan arraigados desde sus tierna y feliz infancia, eran capaces de

arrancarle a su mente un deseo de regeneración o de cambio en su vida; una

vida que él ya daba por perdida y amortizada. Aquel Dios de amor y de

clemencia en el que había creído y amado tan profundamente y en el que

había puesto todas sus esperanzas y afanes en los momentos de mayor fe,

ahora lo sentía huído y olvidado para siempre, dejándole un vacío en el

alma que se unía a su desesperanza y aumentaba su total falta de sintonía

con la vida.

Un ligero viento levantó las secas hojas que se desparramaban bajos

sus pies y las estampó bruscamente sobre su cara. Levantó los ojos al cielo

y lo vio cuajado de negras nubes que presagiaban tormenta. Miró en torno

suyo y se encontró con una ligera oquedad del terreno, con la entrada de un

pequeño refugio en el talud del jardín, seguramente lugar apropiado para

confidencias y caricias apasionadas de jóvenes enamorados. No se lo pensó

dos veces, pues las primeras gotas de una lluvia fría y dura le asaeteaban el

cuerpo, y se refugió en lugar tan adecuado como solitario a estas horas de

la tarde. Sentado en un pequeño saliente que hacía de poyete, con la

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espalda pegada a la pared que conservaba todo el calor de la jornada, se fue

adormilado y entrando en un estado de sopor a la espera de que escampara

la fuerte lluvia.

No supo cuánto tiempo estuvo agazapado en aquel lugar tan

agradable como incomprensible; cuando despertó, se vio caminando por un

extraño e interminable túnel donde una escasa luz acerada y de color

anaranjado daba una extraña sensación de comodidad a su estancia. Sintió

sus sentidos abotargados. No sentía ni calor ni frío; ni sed ni hambre; tan

solo la necesidad de seguir avanzando por aquel camino marcado.

El túnel le pareció bastante ancho, sin nada de particular que llamara

su atención, más que aquella permanente luz anaranjada que no distinguía a

ver de dónde provenía ni cuál era su fuente y que envolvía todo lo que a su

alrededor podía distinguir en una espesa capa de silencio y quietud.

Tropezó y cayó al suelo, dándose cuenta por primera vez que caminaba

descalzo al sentir en sus manos la viscosidad de la tierra; una sustancia

pegajosa e inodora formaba el suelo; le pareció como si aquella pasta

semilíquida fuera el producto de la erosión de cientos de años en las

paredes y que ésta se había ido tamizando con el paso de los años hasta

diluirse en la humedad de aquel lugar inenarrable. Pero él se levantó y

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ajeno a su extraño descubrimiento siguió caminando hacía un punto infinito

que le marcaba la dirección del túnel.

Si embargo, sentía que no estaba solo. Que a poca distancia suya,

otros seres se movían o arrastraban por entre las sombras que fabricaban

aquella extraña y obsesionante luz perenne y mortecina. En un momento de

su peregrinaje los vio en su más cruda realidad: eran seres que tenían

cuerpos de hombres, como él, pero que parecían formaban desde hacía

mucho tiempo parte de la tierra amorfa y viscosa por la que se arrastraban.

Ajeno a cuanto no fuera su irresistible deseo de seguir caminando, sin

prestar atención, más que cuando en alguna ocasión había tropezado con

ellos, siguió su camino.

En algún lugar del mismo, un agradable olor a pan candeal le hizo

levantar la cabeza, para encontrase que el túnel se bifurcaba en dos

entradas, una de las cuales, seguramente de donde provenía aquel olor

tenue pero persistente, estaba ocupada por una masa ingente de cuerpos a la

espera de aquel posible sustento que ahora se les ofrecía. Pudo ver como, al

igual que las ratas ante un festín inesperado, aquellos seres se peleaban, se

mordían unos a otros para alcanzar un mejor puesto en la fila, y cómo los

vencidos se apartaban dejando tras de sí un reguero de excrementos y

retales de sus cuerpos de difícil catalogación.

Pero él seguía sin tener hambre, aun cuando no recordaba cuánto

tiempo hacía desde que había tomado el último bocado, y apartándose de

aquel inesperado tumulto se desvió por el otro ramal abierto pero más

silencioso. Al cabo de unos pasos pudo observar por entre las tinieblas que

la extraña luz permitía, como a izquierda o a derecha y en el suelo,

separados unos de otros, o revueltos en grupos, un revoltijo de viejos

andrajos denunciaba la presencia de alguno de aquellos seres que no habían

entrado en la posible lucha por el pan que se les ofrecía. Pero

observándolos mejor, y con más detenimiento, pudo comprobar cómo

muchos de ellos parecía se iban deshaciendo con el paso del tiempo, y

cómo la tierra se los iba tragando en un afán devorador e imparable.

Observó que a muchos le faltaban las manos, a otros los pies, y no eran

pocos en los que ya era difícil determinar qué partes del cuerpo eran suyo o

de la misma tierra en que se protegían. Pero lo que más le llamó la atención

era que todos ellos carecían de ojos, teniendo sus cuencas vacías, ó el

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glauco de sus ojos señalaban que hacía mucho tiempo que aquellos seres no

habían visto la luz, transformándose con el tiempo en verdaderos topos con

rasgos humanos.

Con la vista fija en el infinito túnel, sin ningún tipo de extrañeza,

observando a aquellos extraños seres que descubría de vez en cuando,

siguió su camino sin que su ánimo se alterara lo más mínimo y sin hacerse

ningún tipo de pregunta.

Andar. Andar sin solución. Esa parecía ser su única meta. Cuánto

tiempo hacía que caminaba por este túnel sin sentido, era algo que a él no

le importaba ni se preguntaba. Se sentía a gusto en esta extraña soledad

donde los sentidos del cuerpo no daban ningún tipo de señales: ni calor, ni

frío, ni hambre, ni sed, ni cansancio. Y siguió su infatigable camino.

Hacía tanto tiempo que se encontraba dentro de esta cueva, que ya ni

reparaba en quién era ni qué hacía en lugar tan disparatado; su mente se

encontraba completamente vacía y no pensaba en ello, cuando de pronto,

una sensación de frescor, de aire renovado, de olores ya perdidos en su

memoria vinieron a llamar su atención. Por una de las muchas aperturas en

que se descomponía el camino principal, como si de un sabueso se tratara,

puso encontrar el rastro de aquellos olores reencontrados y quiso saber de

qué se trataba en aquel lugar infernal y sin sentido.

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Mucho tuvo que caminar hasta encontrarlo, pero se había convertido

en una nueva obsesión y, al final, encontró su premio: la boca del nuevo

túnel desembocaba en una pequeña plataforma en la ladera de una montaña

y él tuvo el valor de asomarse a ella. Era todavía de noche y una pequeña

luna dejaba caer sus rayos de plata sobre el promontorio cubierto de

exuberante maleza en la que se divisaban unas pobres luminarias eléctricas,

mientras que a los pies del valle una gran superficie de agua absorbía la

tenue luz y la reflejaba en sus aguas haciendo mágica la estampa.

El hombre se sentó en una roca frente aquella belleza que se le

ofrecía. Pudo ver por primera vez su estado físico, flaco como las varillas

de un paraguas y demacrado hasta la desesperación. Sus pies descalzos y

destrozados por la interminable caminata señalaban las huellas de los

destrozos sufridos, sin que sintiera el más mínimo dolor. Sus ropas eran

jirones de una sucia tela de color indeterminado y su cuerpo, manchado de

aquel barro viscoso en el que había chapoteado tanto tiempo, le era ahora

completamente desconocido.

Contempló detenidamente el sitio en que se encontraba y sin la más

mínima señal de alegría o de esperanza, pudo recordar que aquel lugar le

era conocido de muchos años antes. Cuando la tenue luz de la amanecida le

encontró cavilando sobre la plataforma de la sierra, recordó que aquella

estampa que ahora se iba desperezando por entre los turbios velos de la

noche correspondían a un pequeño y lejano lugar que durante muchos años

había sido su sitio preferido para la pesca. Su pequeño y personal paraíso.

A su izquierda pudo contemplar el bravo recorrido del serrano río Riaza

que era el que llenaba con sus aguas el pantano, y todavía entre las nieblas

de la amanecida escuchó, al otro lado de la cuenca del pantano, los

primeros movimientos del pueblo mientras que de sus humildes tejados

aparecían los vaporosos flecos de los humos de las chimeneas; hasta sus

oídos llegó nítido y como si fuera el cornetín de un lejano y escondido

regimiento, el alegre canto del gallo mañanero, acompañado de un tenue

cacarear de las gallina, mientras que una voz de hombre, seguramente un

gañán en sus primeras faenas agrícolas, o un pastor en el primeros trabajos

en las majadas soltaba sus primeros jipíos que denotaban fortaleza y alegría

de vivir, levantando el vuelo de las alondras mañaneras.

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El hombre, quieto y en actitud tensa, hierática, como uno de los

numerosos postes de la luz que discurría por la sierra, contemplaba el

espectáculo sin que en su cara se moviera un músculo o de sus ojos saliera

el brillo esperanzador del que se pudiera esperar una respuesta. Mucho

tiempo pasó con los ojos fijos en la singular estampa que el cielo y la tierra,

sin que nadie pudiera dar razón de ellos, le regalaba. Por primera vez desde

hacía no sabemos cuánto tiempo, sintió frío y sus amos, en un gesto

protector, se abrazaron a su cuerpo, al mismo tiempo que la suave brisa

sobre la superficie del agua le recordó la sensación de que su boca estaba

seca. Dudó. Durante unos segundos dudó cuál era el camino a seguir,

siendo sus primeros pasos esperanzadores. Mas cuando todo parecía que

estaba ganado, el hombre se dio la vuelta, entró nuevamente en el túnel y

desapareció para siempre, como queriendo o deseando hacerse tierra en la

tierra.

Madrid, 4 de octubre de 2015.