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7 Maleficjum: el fetichismo del Estado Pasamos el tiempo huyendo de lo objetivo a lo subjetivo y de lo subjetivo a la objetividad. Este juego de escondidas llegará a su fin únicamente cuando tengamos la valentía de alcanzar nues tros propios límites en ambas direcciones al mismo tiempo. En este momento debemos descubrir al sujeto, el culpable, ese monstruoso y desdichado insecto en que tenemos el potencial de transformarnos en cualquier momento. Genet nos  presenta el espejo: debemos contemplarnos en él y reconocernos. Sartre, Sain( Gcnet 1. El Estado como fetiche Mi preocupación se centra en esta interminable fuga de ida y vuelta en tiempos modernos, de la cosa de bordes filosos a su fantasma efímero y nuevamente de retorno, y que yo veo. aunque quizá parezca un gesto descontrolado Corno una conse cuencia de lo que estoy pensando llamar el fetichismo (hl Estado, tan afanosa y peligrosamente ignorado por los grandes teóricos de la poética del fetiche de la mercancía, como Walter Benjamin y T.W. Adorno, con la crucial excepción de las implicaciones de los primeros trabajos de este último con Max Horkhejmer sobre el fascismo alemán en la Dialéctica de la Ilustración’ Quiero llamar la atención, al convocar la figura del fetichismo del Estado, sobre esa peculiarmente sagrada y erótica atracción, casi fascinación combinada con disgusto, que el Estado provoca en sus súbditos, y aquí haríamos bien en recordar que, para Nietszche, el bien y el mal, entrelazados en la doble espiral de atracción y repulsión, no son más que versiones estético-moralistas de la estructura social del poder. Dado el considerable, y en verdad masivo poder del Estado moderno, parecería bastante evidente que aquí encontramos la más fabulosa maquinación para semejante versión: “No conozco nada sublime”, escribió e l joven Edmund Burke en su investigación sobre nuestro concepto de lo bello, “que no sea alguna modificación del poder.” ¿Pero cómo es posible hacer surgir una abstracción, y qué quiero significar con fetichismo del Estado? Me refiero a una especie de aura de poder a la manera del Leviatán, como ese “Dios mortal” en la interpretación de Flobbes o, de manera bastante distinta, como la visión intrin cada de Hegel del Estado, no sólo como la representación concreta de la razón, de la Idea, sino también como una impresionante unidad orgánica, algo mucho mayor que la suma de sus partes. Estamos tratando con un tema evidente pero desatendido, representado, sin mucha gracia pero con bastante precisión, como la constitución cultural del Estado moderno, con E mayúscula, cuya cualidad de fetiche sagrado puede hacerse evidente al demostrar no sólo la manera casual en la que habitualmente nos referimos a la entidad “el Estado” como si fuera un ser en sí mismo, animado con voluntad y entendimiento propio, sino también al demostrar los frecuen tes indicios de exasperación provocados por el aura de la E mayúscula, como le sucede por ejemplo a Shlomo Avineri cuando escribe en su Introducción a Hegel’s Theory of the Modern State: Cuando por vez primera se escribe “Estado» en lugar de “esta do”, ya las enormes y opresivas sombras de Leviatán y - Behemoth comienzan a cubrirnos, mientras que el famoso antropólogo, A. R. Radcliffe (apodado en su época de estudiante “Anarquía”) Brown, en el prefacio al clásico African Political Systems (publicado por  primera vez en 1940) también se refiere a la irrealidad palpable del fetichismo del Estado cuando lo denuncia como ficcional. Sin embargo, él escribe como si las  palabras, incluyendo las propias, no fueran más que armas y, como tales, estuvieran capacitadas para hacer desaparecer el daño que ocasionan.

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8/9/2019 Maleficium

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Maleficjum: el fetichismo del Estado

Pasamos el tiempo huyendo de lo objetivo a lo subjetivo y de lo subjetivo a la

objetividad. Este juego de escondidas llegará a su fin únicamente cuando tengamos la

valentía de alcanzar nues tros propios límites en ambas direcciones al mismo tiempo. En

este momento debemos descubrir al sujeto, el culpable, ese monstruoso y desdichadoinsecto en que tenemos el potencial de transformarnos en cualquier momento. Genet nos

 presenta el espejo: debemos contemplarnos en él y reconocernos.

Sartre, Sain( Gcnet

1. El Estado como fetiche

Mi preocupación se centra en esta interminable fuga de ida y vuelta en tiempos

modernos, de la cosa de bordes filosos a su fantasma efímero y nuevamente de retorno,

y que yo veo. aunque quizá parezca un gesto descontrolado Corno una conse cuencia de

lo que estoy pensando llamar el fetichismo (hl Estado, tan afanosa y peligrosamente

ignorado por los grandes teóricos de la poética del fetiche de la mercancía, como Walter 

Benjamin y T.W. Adorno, con la crucial excepción de las implicaciones de los primeros

trabajos de este último con Max Horkhejmer sobre el fascismo alemán en la Dialécticade la Ilustración’ Quiero llamar la atención, al convocar la figura del fetichismo del

Estado, sobre esa peculiarmente sagrada y erótica atracción, casi fascinación combinada

con disgusto, que el Estado provoca en sus súbditos, y aquí haríamos bien en recordar 

que, para Nietszche, el bien y el mal, entrelazados en la doble espiral de atracción y

repulsión, no son más que versiones estético-moralistas de la estructura social del poder.

Dado el considerable, y en verdad masivo poder del Estado moderno, parecería bastante

evidente que aquí encontramos la más fabulosa maquinación para semejante versión:

“No conozco nada sublime”, escribió el joven Edmund Burke en su investigación sobre

nuestro concepto de lo bello, “que no sea

alguna modificación del poder.” ¿Pero cómo es posible hacer surgir una abstracción, y

qué quiero significar con fetichismo del Estado?

Me refiero a una especie de aura de poder a la manera del Leviatán, como ese “Dios

mortal” en la interpretación de Flobbes o, de manera bastante distinta, como la visión

intrin cada de Hegel del Estado, no sólo como la representación concreta de la razón, de

la Idea, sino también como una impresionante unidad orgánica, algo mucho mayor que

la suma de sus partes. Estamos tratando con un tema evidente pero desatendido,

representado, sin mucha gracia pero con bastante precisión, como la constitución

cultural del Estado moderno, con E mayúscula, cuya cualidad de fetiche sagrado puede

hacerse evidente al demostrar no sólo la manera casual en la que habitualmente nos

referimos a la entidad “el Estado” como si fuera un ser en sí mismo, animado con

voluntad y entendimiento propio, sino también al demostrar los frecuen tes indicios deexasperación provocados por el aura de la E mayúscula, como le sucede por ejemplo a

Shlomo Avineri cuando escribe en su Introducción a Hegel’s Theory of the Modern

State:

Cuando por vez primera se escribe “Estado» en lugar de “esta do”, ya las enormes y

opresivas sombras de Leviatán y

- Behemoth comienzan a cubrirnos,

mientras que el famoso antropólogo, A. R. Radcliffe (apodado en su época de estudiante

“Anarquía”) Brown, en el prefacio al clásico African Political Systems (publicado por 

 primera vez en 1940) también se refiere a la irrealidad palpable del fetichismo del

Estado cuando lo denuncia como ficcional. Sin embargo, él escribe como si las

 palabras, incluyendo las propias, no fueran más que armas y, como tales, estuvierancapacitadas para hacer desaparecer el daño que ocasionan.

8/9/2019 Maleficium

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Al escribir sobre instituciones políticas, surgen numerossas discusiones sobre el origen

y la naturaleza del Estado, que habitualmente es representado como una entidad que está

 por encima de los individuos humanos que conforman la sociedad,

que posee como uno de sus atributos algo llamado “soberanía”; y a veces se lo describe

como algo que posee voluntad (a menudo se define a la ley como la voluntad del

Estado) o que emite órdenes. El Estado en este sentido no existe en el mundofenomenológico; es una ficción de los filósofos.

“Lo que sí existe”, declara, “es una organización: un con junto de individuos humanos

conectados a una compleja red de relaciones.” Insiste en que “no hay tal cosa como el

 poder del Estado; hay en realidad sólo el poder de individuos: reyes, primeros ministros,

magistrados, policías, jefes de partidos y votantes”. Por favor, tomen nota aquí del

énfasis continuo sobre el Ser, sobre “lo que existe” y los poderes que contiene. Al

 principio todo es tan plausible y también tan deseable, esta seducción por verdaderos

 policías, verdaderos reyes y verdade ros votantes. Y no crean que les estoy tomando el

 pelo con esto. Jean Genet puede tomarse del pene del policía para buscar lo realmente

verdadero. Pero nosotros, que podemos aprender algunas lecciones sobre la realidad

Estatal de Anarquía Brown y la genealogía de la antropología delineada por su augusta presencia, tendríamos que hacer una pausa y pensar por qué él es tan hostil a lo que

describe corno la ficción del Estado: la E mayúscula. Porque, precisamente, a lo que

apunta la noción de fetichismo del Estado es a la existencia y realidad del poder político

de esta ficción, su poderosa insustancialidad.

El Estado como máscara

Unos treinta años después del despectivo pronunciamien to de Radcliffe-Brown sobre la

irrealidad de la E mayúscula, Philip Abrams, en un análisis verdaderamente innovador,

se refirió a esta ficción en una forma que era a la vez más esclarecedora, pero también,

más complicada:

El Estado no es la realidad que se encuentra detrás de la máscara de la práctica política.

El mismo es la máscara que nos impide ver la realidad de la práctica [ comienza su vida

como un constructo implícito; luego es reificado, como la

res publica, nada menos que la reificación pública, y adqui una identidad claramente

simbólica que progresivamente se divorcia de la práctica y se convierte en un relato

ilusorio de la práctica.

Y convoca a los sociólogos para que fijen su atención sobre los sentidos en los cuales el

Estado no existe. Al igual que Avineri, considera que la E mayúscula es una

representación falsa, una “ficción”, al estilo de Radcliffe-Brown, pero, de la misma

manera que Avineri, le reconoce gran fuerza, no sólo en el ámbito del Leviatán, sino

también en las “democracias” trabajadoras como la de Gran Bretaña, donde “ejércitos y

 prisiones, las patrullas especiales y las órdenes de deportación, tanto como todo el proceso de extracción fiscal”, dependen en gran medida del fetichismo del Estado. Pues,

razona, la aso ciación de estos instrumentos represivos “con la idea del Esta do y la

invocación de esa idea que enmudece las protestas, justifica la fuerza y nos convence de

que el destino de las víctimas es justo y necesario”!

Ahora debemos plantear la pregunta sobre qué medidas tomar contra esta falsa

representación por medio de la cual la reificación adquiere un alarmante poder de

fetiche. La impactante imagen de Abrams de la máscara y de la realidad, del Estado no

como la realidad detrás de la máscara de la realidad política, sino como la máscara que

nos impide ver la realidad política, es una representación deslumbrante y per turbadora.

Pues no sólo involucra al Estado en la construcción cultural de la realidad, sino que

también insinúa que esa realidad está enmascarada y que es inherentemente engaño sa,real e irreal al mismo tiempo; en pocas palabras, un siste ma perfectamente nervioso.

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En relación con este poder del efecto de realidad de la máscara, la respuesta de Abrams

es admirablemente acertada y mágica (sin intención). “Mi sugerencia”, escribe,

es qúe reconozcamos el poder de convicción de la idea del Estado como un poder 

ideológico y que lo tratemos como un objeto obligatorio de análisis. Pero las mismas

razones que nos exigen hacerlo, también nos exigen no creer en la idea del