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UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES FACULTAD DE COMUNICACION Y LETRAS
ESCUELA DE LITERATURA CREATIVA
A LA INTEMPERIE LATINOAMERICANA
Los detectives salvajes de Roberto Bolaño
MARCO ANTONIO QUEZADA SOTOMAYOR Tesis para optar al grado de Licenciado en Literatura Creativa
Profesor Guía: Felipe Cussen Abud
Santiago, Chile
2007
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Agradecimientos:
Mis agradecimientos van para todas las personas que hicieron posible este trabajo.
A mis padres y hermanas por el apoyo, paciencia y cariño en estos cuatro años; a Felipe
Cussen y Francisca Lange por el tiempo dedicado y los consejos; a Carolina Pizarro por
la disposición; a mis amigos, que para resumir el cuento no los nombraré acá, pero ellos
saben quienes son; y por último, a la persona que probablemente haya sufrido más
conmigo estos últimos dos años y medio: ella resume todo lo dicho anteriormente.
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“Y es que el individuo podrá andar mil
kilómetros, pero a la larga el camino se lo come”
(Roberto Bolaño, Primer manifiesto Infrarrealista)
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Introducción.
El análisis de una novela como Los detectives salvajes debe comenzar asumiendo el
fracaso. Ese fracaso implica el no poder agotar jamás una obra tan rica y dispersa, y por lo
tanto abandonarse a la resignación de no encontrar la verdad que cierre el círculo
propuesto, ni mucho menos concluir en el reconocimiento de todos sus elementos. De ahí
que este trabajo se proponga una lectura a partir del mismo texto, rastreando ciertos
dispositivos que permitan esbozar esa lectura partiendo desde la organización y
estructuración interna de la novela.
Es por esto último que mi pretensión no pasa por revisar Los detectives salvajes a
partir de la biografía de Roberto Bolaño, ni a Arturo Belano como su alter ego. Lo que me
importa rescatar de esta novela es su dinámica textual, para luego insertar esa dinámica en
diálogo con una tradición que desde el mismo texto parece querer escaparse.
El análisis de este trabajo tomará como base la definición de Texto de Roland
Barthes, quien señala en su artículo “La muerte del autor”: “un texto no está constituido por
una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo
(pues sería el mensaje del Autor- Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el
que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la origina: el
texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura” (69). Este axioma me
permite guiar la investigación por vericuetos ajenos a los que podría aportar, por ejemplo,
la biografía del autor antes ya descartada, tema que trataré de evitar la mayor parte del
tiempo posible, recurriendo a él sólo cuando sea estrictamente necesario y nada más que
como mención.
La opción que tomaré, por lo tanto, será distinta a la del análisis de una obra
autobiográfica. Está más cercana, como anuncié antes, al rastreo de componentes internos
del texto y sus relaciones construidas en una dinámica constante. Esta dinámica aspira a ver
en Los detectives salvajes una novela transformacional; esto es, una novela que juega
constantemente con los aparatos más rígidos de la narrativa tradicional, ya sea
moviéndolos, ocultándolos o intentando borrarlos. Es por esto que recurro al análisis
semiótico de Julia Kristeva, quien con su metodología me permite indagar en esos
movimientos. Con esto, no pretendo explorar la novela de Bolaño desde la estructura del
signo. Más bien me propongo revisar los elementos internos del texto en dependencia, para
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luego sacar las conclusiones pertinentes; examinar cómo se comportan esos elementos en
relación a la actuación del signo.
De cualquier modo, la elección de este método no busca reconocerse como el
exclusivo, ni siquiera como el más indicado, sobre todo si se toma en cuenta que la misma
Kristeva reconoce en la novela realista el punto más álgido de la estructura del signo, y a la
vez su desgaste, y que Los detectives salvajes no es una novela con pretensiones de ese
estilo. Esta elección pasa, primero, para explicarla, por ver en esta metodología un sistema
coherente de análisis, y segundo, por permitir una mayor libertad de movimiento en la
comparación. Así, mi interés no es penetrar en la obra con un modelo predeterminado, sino
que ese modelo sirva como guía, aunque en algún momento del camino será inevitable
desviarse.
Pero los movimientos de esos componentes no solo se remiten al interior de la
novela. El texto, como bien indica Barthes, es un tejido de citas. Aquí se encuentra el punto
de asimilación más alto entre el teórico francés y Julia Kristeva. Ella apunta a revisar el
texto a partir de su relación con el lenguaje y por lo tanto, en relación con otros enunciados
externos a la novela. De este modo al reconocer el texto como un tejido de citas o como un
aparato en relación con otros enunciados, además de dejar fuera de todo análisis literario a
la figura del autor, se ingresa el concepto de intertextualidad.
La intertextualidad apunta a estudiar el texto en una faceta distinta; esta vez, el
diálogo se dará hacia el exterior del texto, no a modo de referencia (como sería el caso de la
autobiografía) sino de diálogo. Y para este nuevo ámbito utilizaré las categorías de Gérard
Genette, quien desarrolla, además de reemplazar el concepto por el de transtextualidad, una
tipologización que incluye cinco tipos de relaciones transtextuales diferentes.
A partir de todos estos elementos, me propongo establecer una lectura de la novela
de Roberto Bolaño en un diálogo con la tradición hispanoamericana. Esta tradición que por
medio de la literatura, se ha caracterizado por organizar modelos de identidad, que incluyen
según Gustav Siebenman en su artículo “Modelos de identidad y novela nueva”, en los
comienzos, desde la época de la independencia, el que identificaba a América con un
proyecto utópico, como el continente del futuro, hasta, con la aparición de focos
revolucionarios, un modelo de rivalidad política, posicionándose desde la lucha contra el
imperialismo internacional.
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A partir de este reconocimiento es que me planteo la hipótesis de que Los detectives
salvajes configura con sus elementos internos como personajes, lenguaje y estructura, una
representación de Latinoamérica. Esto, claro está, no es invento mío, sino que la propia
crítica ha reconocido una voluntad de Bolaño de alegorizar, por medio de su escritura, al
continente. “México funciona como una metáfora de Hispanoamérica (entendida, a su vez
como una metáfora del caos)” (Echevarría, 71).
La voluntad latinoamericana que recorre las páginas de Los detectives salvajes no
apunta a construir una representación condescendiente y pintoresca. De ahí mi interés por
esta discusión y por revisarla a partir de un diálogo con otras propuestas. Lo que más me
interesa rescatar en esta lectura, es ese carácter caótico que Bolaño refleja en esta novela.
La manera de reflejarlo, o responder al porqué se puede extraer de Los detectives salvajes
tal imagen de Hispanoamérica, es lo que me propongo encauzar a través del análisis de los
dispositivos que se relacionan en esta novela, una novela que, y siguiendo un concepto
acuñado por Enrique Vila-Matas, se comporta como un tapiz que se dispara en muchas
direcciones. De ahí también el fracaso del análisis: seguir todas las direcciones de ese tapiz
es prácticamente imposible sin caer en reduccionismos, que es lo que este trabajo intenta,
por sobre toda las cosas, evitar.
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Capítulo I:
Marco teórico.
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1. La novela como transformación.
Para que la novela asuma su papel transformacional según lo distingue Julia
Kristeva, es importante definir la noción Texto. Éste, para la teórica búlgara es “un aparato
translinguístico que redistribuye el orden de la lengua, poniendo en relación una palabra
comunicativa apuntando a una información directa, con distintos tipos de enunciados
anteriores o sincrónicos” (15). Ideologema, para la misma autora, es “el encuentro de una
organización textual (de una práctica semiótica) dada, con los enunciados (secuencias) que
asimila en su espacio o a los que remite en el espacio de los textos (prácticas semióticas)
exteriores” (15). Esta definición de texto apunta a examinarlo como una productividad, lo
que permitiría reconocerlo, por un lado, en su relación con la lengua (relación destructiva-
constructiva), y por otro, ver en él una función intertextual, o de ideologema, es decir,
pensarlo en su relación con los textos de la sociedad y la historia.
De este modo, Texto, como concepto engloba la totalidad de géneros discursivos. Lo
propiamente novelesco, el texto específicamente novelesco, Kristeva lo reconocerá como
enunciado novelesco. “El enunciado novelesco es un segmento discursivo por el que se
expresan las distintas instancias del discurso (autor, “personajes”, etc.) (...) y se caracteriza
por la unicidad del lugar de la palabra (...) es una operación, un movimiento que une, mejor,
que constituye lo que podría llamarse los argumentos de la operación que, en un estudio del
texto escrito, son ya palabras, ya series de palabras” (17).
A partir de esta especificación se distinguen dos tipos de análisis del texto
novelesco: por un lado, el análisis suprasegmental de los enunciados, que mostrará la
novela como un texto cerrado, y el análisis intertextual, que revelará la relación entre la
escritura y la palabra. Esto último nos remite a la distinción, hecha ya por Saussure, entre
palabra (lo oral), y escritura. Para el lingüista suizo, la relación escritura-palabra está
marcada por la supeditación de la segunda a la primera, que la vuelve estática o, para otros,
como Saussure, muerta; “la atención a la escritura no viene dada en Saussure por una
motivación positiva de defender la escritura, sino con una intención focalizada de reducir su
importancia frente a la lengua (...) Quedaba así expulsada la escritura del territorio de la
lingüística moderna (...) por el hecho de ser (...) una mera representación de la lengua con
una función subalterna” (Camarero, 51). La escritura entregaría, por lo tanto, una ilusión de
regularidad a la palabra. Para Kristeva, el texto novelesco es más exponente de la palabra
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que de la escritura, principalmente por su carácter transformacional. Este perfil
transformacional de la novela se puede examinar en dos niveles: primero,
la otra lectura, la transformacional, consistiría en leer el texto novelesco como
la trayectoria de una serie de operaciones transformacionales, lo que supone
que: (a) cada segmento es leído a partir de la totalidad del texto y contiene la
función general del texto; (b) se accede a un nivel anterior a la forma
acabada bajo la que el texto se presenta en definitiva, es decir, al nivel de
su generación como una infinidad de posibilidades estructurales. Segundo,
estando la estructura novelesca ligada al ideologema del signo (...) ella misma
pone de relieve su transformación (24; el subrayado es mío).
1.1 Del signo al símbolo.
Este segundo punto nos lleva, por un lado, a revisar la evolución de símbolo a signo,
además de a una definición aproximada de novela. Borges habla en su artículo “De las
alegorías a las novelas”, refiriéndose a la diferencia entre nominalistas y universalistas, de
la evolución de las alegorías a las novelas. La primera, dice, es fábula de abstracciones, de
universales, mientras que la segunda lo es de individuos. Desde esta lectura, se puede
relacionar la evolución que Kristeva marca del símbolo al signo.
Para Kristeva, la evolución del símbolo al signo está marcada por la multiplicación
de las posibilidades de correspondencia entre significante y significado. Según esto, el
símbolo aplicaría una relación vertical entre ambos, en donde lo simbolizado (los
universales) se asume como irreductible al simbolizante (las marcas); es decir, a una idea
simbolizada o significante, correspondería un concepto o significado. La relación que
establece el símbolo entre significante y significado, es por lo tanto, monológica, única,
totalizante, y es la forma de expresión del pensamiento religioso, dogmático, y
característica del pensamiento mítico. Por lo tanto, a una obra monológica, correspondería
una lectura lineal.
El signo, por el contrario, fragmenta lo simbólico, al horizontalizar la relación
significante-significado, lo que permite la multiplicación de posibilididades en su
correspondencia, volviéndola ambigua. De ahí que para Kristeva, la novela contenga el
ideologema del signo, ya que se plantearía como un discurso (el novelesco) transgresor, que
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amplía la lógica simbólica de correspondencia de 0-1 a 0-2, lo que significa el aumento de
las posibilidades de referencia, anulando la verdad absoluta que disponían los discursos
simbólicos. Ejemplo de esta lógica es el discurso del carnaval.
1.2 La novela polifónica.
La novela que práctica el discurso del carnaval, es denominada por Kristeva como
novela polifónica, y es definida como la que integra en su estructura el doble, el lenguaje, y
una nueva lógica. De ahí que sea ésta en donde la lógica del 0-2 se realiza.
La noción de doble, resultaría de una reflexión sobre el lenguaje poético (no
científico), designa una espacialización y una puesta en correlación de la
secuencia literaria (lingüística). Implica que la unidad mínima del lenguaje
poético es, por lo menos, doble (no en el sentido de la diada significante-
significado, sino en el sentido de una y otra) y hace pensar en el
funcionamiento del lenguaje poético como un modelo tabular en el cual cada
unidad (...) actúa como un vértice multideterminado (“Bajtín, la palabra el
diálogo y la novela”, 6).
La novela actuaría así como un “reflejo de la pérdida de la unidad mítica.” (Kristeva, 21).
De este modo novela se puede definir como:
“el género más simpático, que ha tomado como misión, a fuerza de
discreción y de gozosa nulidad, olvidar aquello que los demás degradan
llamándolo lo esencial... Su canto profundo es la diversión. Cambiar sin cesar
de dirección, ir como al azar huyendo de toda finalidad, por un movimiento de
inquietud que se transforma en distracción feliz, tal ha sido su primera y más
segura justificación. Hacer del tiempo humano un juego, y del juego una
ocupación libre, desprovista de todo interés y de toda utilidad, esencialmente
superficial y capaz, sin embargo, por este movimiento de superficie, de
absorber todo el ser, esto, no es poca cosa” (Blanchot citado por Kristeva, 22).
El texto novelesco es no disyuntivo, y la novela, el espacio en donde dos conceptos,
dos términos, inicialmente opuestos (vida-muerte, por ejemplo), pasan a no contradecirse, a
convivir, negando con esto la disyunción. En la epopeya, ejemplo de lectura simbólica, el
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héroe representa los valores; en la novela, dentro del héroe conviven las virtudes y los
vicios. Esta no disyunción aumenta la ambigüedad.
1.3 Unidad de transformación de la novela: Los actantes.
Si la novela destruye el modelo mítico unívoco, es necesaria también una
transformación en el comportamiento de niveles interiores de ésta.
Uno de los niveles que reconoce Kristeva son los actantes, definido como “el
DISCURSO que asume o por el que está designado en la novela” (118), y cuya principal
característica es poseer un estatuto metalingüístico. Esto último quiere decir que son
abstracciones definibles a partir de géneros, y no de obras en particular. Entendiendo
entonces al actante como discurso o enunciado que cumple una función dentro del espacio
de la novela, Kristeva reconoce tres instancias a través de las cuales se expresa: el sujeto de
la escritura, el destinatario, y los textos exteriores, todos ellos en diálogo. Así, el estatuto
del enunciado se definiría en dos niveles: uno horizontal, que reflejaría el diálogo entre el
sujeto de la escritura y el destinatario, y vertical, que es la orientación del texto hacia el
corpus literario anterior, o la inserción de éste en la historia, lo que determinará lo que
Kristeva, tomando un concepto de Bajtín, ha denominado como ambivalencia. En este
apartado, me referiré solo a la relación horizontal que se da al interior del espacio de la
novela.
Mencionaba en los párrafos anteriores que el modelo mítico, al establecer una
relación simbólica autor-destinatario, queda descartado con la inclusión de la lógica
carnavalesca en la novela, y la adopción del signo como exponente de esta estructura. Esto
implica que la relación autor-lector sufra modificaciones. “El sujeto de la narración, por el
acto mismo de la narración, se dirige a otro, y es respecto a ese otro que la narración se
estructura. Podemos, pues, estudiar la narración más allá de las relaciones significantes/
significado como un diálogo entre el SUJETO de la Narración (S) y el DESTINATARIO
(D), el otro” (Kristeva, 113). Este dialogismo complejiza la relación. Por un lado está el
autor, sujeto de la enunciación, que participa del diálogo de la novela incluyéndose y
excluyéndose a la vez. Con esta exclusión, se reduce al anonimato, a la no-persona, pero a
la vez se ve mediatizado dentro de la novela por un Él, que será el sujeto del enunciado. “El
autor es, pues, el sujeto de la narración metamorfoseado al haberse excluido del sistema de
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la narración integrándose en él; no es nada ni nadie, más que la posibilidad de permutación
de S (sujeto) a D (destinatario)” (Kristeva, 114; los paréntesis son míos). Por otro lado está
el lector o destinatario, que también se transforma en una diada. “Este destinatario (...)
representa una entidad con doble orientación: significante en su relación con el texto, y
significado en su relación del sujeto de la narración con él” (Kristeva, 113). Según ésto la
participación del receptor en el proceso de lectura es más activa. Y es que por un lado la
relación del autor con él pasa por una conciencia del primero de que toda narración
adquiere inmediatamente el carácter de diálogo, al estar orientada a otro. De ahí que ese
otro sea un significado para el autor. Por otro lado, al enfrentarse al texto, ve en él una
estructura a la que hay que descifrar; de ahí que la relación lector/texto pase porque el
primero vea al segundo como un significante.
Pero la transformación del autor en lector no solo se queda ahí; también sufre otro
tipo de metamorfosis. Y es que, el ente que mediatiza la relación entre autor y destinatario,
el regulador de este diálogo que se da al interior de la novela, es el personaje, que Kristeva
identifica por el pronombre Él. Este ÉL, que recibirá conforme el argumento de la novela
vaya avanzando una identidad concreta por medio de un nombre propio, es el que permite
la disyunción del sujeto- autor en sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado; es decir,
el autor o sujeto de la enunciación traspasará al sujeto del enunciado la responsabilidad de
organizar la novela, y al mismo tiempo lo pone en diálogo con los otros personajes. Es a
través de esta experiencia que el autor dentro de la estructura de la novela, pasa a
transformarse en anónimo. Solo el sujeto de la lectura podrá devolverle su carácter de autor,
pero siempre moviéndose en el espacio exterior a la novela. De ahí que el autor sea “un
anonimato, una ausencia, un espacio en blanco, para permitir que la estructura exista como
tal” (Kristeva, 114).
A partir de esta dinámica de los actantes, se establecen distintos tipos de relaciones
dentro de la misma estructura novelesca, pero también hacia el exterior. Dentro de las
primeras, están la metaliterariedad y el problema que Barthes enuncia como la muerte del
autor. Desde la novela hacia el exterior, hacia el contexto, encontramos la intertextualidad y
la deterritorialización, que desde Los detectives salvajes es un problema eminentemente
latinoamericano, cuestión que analizaré en el quinto capítulo de este trabajo.
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2. El problema del autor: el espacio vacío.
La transformación del autor o sujeto de la enunciación en lector-destinatario, y al
mismo tiempo en sujeto del enunciado-narrador-personaje, deja un espacio vacío, ya que la
obra literaria deja de ser expresión de un ente externo a ella para tornarse en espacio de
transformación en el que distintos entes actúan, compartiendo además de su función, la
función de su opuesto.
Para Barthes, al igual que para Foucault, el surgimiento de la figura del autor
comporta una carga ideológica importante. Se genera a partir del nacimiento de una
conciencia individual, que para Barthes es el momento en que la burguesía se levanta como
clase, por lo que se trataría de una invención moderna, derivada sobre todo del capitalismo.
“El autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la
medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias el empirismo inglés, el racionalismo
francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de
manera más noble, de la persona humana” (“La muerte del autor”, 66).
Foucault, a pesar de que comparte con su colega la apreciación de que el momento
del origen del autor es a partir “del momento fuerte de individuación en la historia de las
ideas, de los conocimientos, de las literaturas” (3), esta aparición no está cargada de tintes
tan negativos como para Barthes, ya que “hace posible una limitación de la proliferación
cancerígena, peligrosa, de las significaciones en un mundo donde se economizan no solo
recursos y riquezas, sino sus propios discursos y significaciones. El autor es el principio de
economía de las proliferaciones” (Foucault, 18). Así, lo que para uno es positivo (para
Barthes la proliferación de los sentidos), para el otro es negativo.
Sin embargo, la visión negativa de Barthes respecto al autor no le permite ver lo que
Foucault ve; que autor sería ahora una función más que una atribución. Para este último
hablar de la muerte del autor no sería más que una forma de reestablecer sus privilegios. De
ahí que ante este panorama opte por una tipologización de la función autor. Así resume
Foucault las características de esta función:
la función- autor está ligada al sistema jurídico e institucional que encierra,
determina, articula el universo de los discursos; no se ejerce de manera
uniforme ni del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas y en
todas las formas de civilización; no se define por la atribución espontánea de un
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discurso a su productor, sino por una serie de operaciones específicas y
complejas; no se remite pura y simplemente a un individuo real, pueda dar
lugar a varios ego de manera simultánea. A varias posiciones- sujeto, que
puedan ocupar diferentes clases de individuos (12).
De ahí que opte por la indiferencia respecto a quien habla, ya que autor sería una función
compuesta de una serie de relaciones, tanto dentro como hacia el exterior de un texto.
Queda claro que para los dos teóricos esta desaparición o reemplazo de la figura
autor por la función autor, implica un espacio vacío. Ante la incógnita por este espacio
vacío, Foucault alude a las características que la función de autor tendría en la actualidad.
Barthes, en cambio, postula la aparición de la escritura en ese espacio donde la
expresividad ya no existe, y la condición básica para que la escritura comience, es la muerte
del autor. Ésta (la escritura) es “la destrucción de toda voz, de todo origen” (65). Para el
mismo teórico el lenguaje no reconoce a una persona (autor en este caso), sino a un sujeto,
que se define por su propia enunciación y que por lo tanto, previo a su enunciación, es un
sujeto vacío. De este modo “el escritor moderno nace a la vez que su texto” (68). Para
Kristeva, en cambio, el espacio novelesco es ocupado por la palabra, ya que para ella, el
texto novelesco es más exponente de la palabra que de la escritura, principalmente por su
carácter transformacional, aunque también, al igual que Barthes, reconoce la aparición de
un sujeto, el sujeto de la enunciación, en el momento en que la palabra es transcrita en la
escritura.
3. La intertextualidad.
Pero la transformación del autor en lector implica, también, una nueva definición de
texto, a partir de su consideración como espacio en el que el sujeto de la enunciación lee
otros textos, coincidiendo así con la definición ya señalada en este trabajo por Kristeva.
Esta distinción es importante ya que cambia el concepto de texto. Para Barthes,
quien diferencia entre obra y texto, siendo la primera más cercana a lo que Kristeva
entiende como relación simbólica, el texto es por excelencia la expresión moderna. “Hoy en
día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se
desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-
dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan
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diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas
provenientes de los mil focos de la cultura” (Barthes, 69; el subrayado es mío).
A partir de esta definición, que se podría resumir como: texto es igual a un
mosaico de citas, es que la transformación de autor en lector se lleva a cabo. La
incorporación de estas citas, que son extraídos, como señala Barthes, de los mil focos de la
cultura, es lo que se entendería como intertextualidad, o como lo señala Kristeva, función
ideologemática del texto.
3.1 Tipologización de la intertextualidad.
Gérard Genette reconocerá como transtextualidad lo que Kristeva definía como
intertextualidad, es decir, “la trascendencia textual del texto, que yo definía ya, toscamente,
como “todo lo que pone en relación, manifiesta o secreta, con otros textos” (53). A partir de
este concepto, delimita una tipología intertextual, incluyendo cinco niveles distintos en los
que la transtextualidad se desarrollaría. Dentro de estos cinco tipos de relaciones, estaría la
transtextualidad, la primera y más general, dentro de la cual caben todas las demás.
Dentro de la transtextualidad, el primer nivel que percibe Genette es lo que
denomina como intertextualidad, profundizando y especificando lo que Kristeva entendía
como tal; la “relación de correspondencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente, y,
la mayoría de las veces, por la presencia efectiva de un texto en otro” (54). Ejemplo de la
intertextualidad entendida por Genette son las citas, los plagios, las alusiones, o cualquier
práctica explícita o literal.
El segundo tipo de relación transtextual es la paratextualidad, que “está constituido
por la relación, generalmente menos explícita y más distante, que, en el conjunto formado
por una obra literaria, mantiene el texto propiamente dicho con su paratexto: título,
subtítulo, intertítulos; prefacios, postfacios, advertencias, introducciones, etc (...), y muchos
otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas, que le procuran al texto un entorno
(variable) y a veces un comentario, oficial u oficioso, del que el lector más purista y el
menos inclinado a la erudición externa no siempre puede disponer tan fácilmente como
quisiera y pretende” (55).
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El tercer tipo, es el que Genette reconoce como metatextualidad, que “es la relación,
se dice más corrientemente: de “comentario”, que une un texto a otro texto del que él habla,
sin citarlo (convocarlo) necesariamente, y hasta, en última hipótesis, sin nombrarlo” (55).
Por otro lado, Jesús Camarero define la metaliteratura como “una relativa o
considerable (según el caso) anulación de la referencia externa del signo en cuanto que se
orienta hacia los objetos y al mundo, al mismo tiempo que genera unas estructuras formales
capaces de “referenciar” el proceso mismo de materialización de los signos en el tránsito de
la escritura hacia el texto y de éste a la lectura” (Camarero, 43). Según esto, una novela
metaliteraria sería aquella que, más que dirigirse a un referente externo, contiene, en su
argumento, una reflexión acerca de la propia literatura.
La problemática de la metaliterariedad surge principalmente por la desaparición
(muerte, diría Barthes) de la figura del autor, como ente dirigente y canónico del sentido de
la obra. Como vimos anteriormente, la no disyunción del autor, que además comporta la
función de lector, transformaría esa relación unívoca que se daba en la lectura simbólica, en
múltiple. Este quiebre se produce para Camarero a partir de la propuesta de Mallarmé; es a
partir de éste que la concepción del signo cambia, dotándolo de una nueva dimensión, la
material.
El texto mallarmeano, producto final de la escritura inscrita en/sobre el soporte-
página, adquiere entonces una dimensión que va más allá de aquel mensaje
representado y tiene como implicación más próxima el hecho de poder
considerar el texto como un objeto material, cuyo funcionamiento no sería muy
diferente al de las producciones pictóricas, escultóricas y arquitectónicas, es
decir, dotado ya de una plasticidad que antes no le caracterizaba precisamente
(72).
A partir de ese momento, el lugar que era ocupado por el autor, es ocupado por la
palabra, señala Kristeva, o por la escritura, como dirá Barthes. En cualquier caso, lo que se
deja de lado es la facultad expresiva de la obra literaria, es decir, la palabra novelesca ya no
está supeditada a las directrices que el autor-dios quiera darle. La palabra novelesca se
torna, por eso, autorreflexiva, autorreferente, dando paso a la metaliterariedad. Esto no
quiere decir que se anule en todos los casos la referencia hacia el mundo, sino que el
argumento novelesco se torna al mismo tiempo y con más ahínco, hacia su propia
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concepción. Esto produce una serie de estructuras experimentales, que Camarero llamará
estructuras formales metaliterarias, que serían “un conjunto de operaciones dentro de la
literariedad que tienen que ver con la organización del texto y su construcción coherente,
de modo que se produce la delación del procedimiento mismo que permite la creación, es
decir, la metaliteratura tal cual” (67).
Igualmente esto no implica que a la hora del análisis, la fijación se enfoque solo en
la forma. “Solo en ciertas circunstancias resulta válida la oposición entre la forma y el
fondo. En realidad la forma draga el fondo; por ella aparece ese fondo, pero él la obliga a la
forma a transformarse para ponerlo de manifiesto” (Camarero, 136). Esto es, la estructura
metaliteraria, aparentemente hiperformalista, también contiene un significado que es
apoyado por el fondo, es decir, por el argumento. Que el argumento esté organizado de
cierta manera implica también un significado dirigido hacia el mundo, aunque se trate de
organizaciones textuales demasiado autorreflexivas.
El cuarto nivel es la hipertextualidad. “Por ésta entiendo toda relación que una un
texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (que llamaré, desde luego, hipotexto)
en el cual él se injerta de una manera que no es la del comentario” (57).
Por último, un quinto tipo de relación transtextual, es la architextualidad. Ésta será
“el conjunto de categorías generales o trascendentes (...) a las que pertenece cada texto
singular” (53), como por ejemplo, los géneros literarios, los tipos de discurso, los modos
de enunciación.
Es importante, luego de reconocer las distintas categorías transtextuales, examinar
la manera como se relacionan. Lo primero, dice Genette, es revisar estas categorías como
aspectos de la textualidad, y no como clases de textos.
Es realmente así como yo lo entiendo. Las diversas formas de transtextualidad
son a la vez aspectos de toda textualidad y, en potencia y en grados diversos,
clases de textos: todo texto puede ser citado, y por ende, devenir cita, pero la
cita es una práctica literaria definida, que evidentemente trasciende cada una de
sus realizaciones, y que tiene sus caracteres generales; todo enunciado puede
ser investido de una función paratextual, pero el prefacio (yo diría
gustosamente lo mismo del título) es un género; la crítica (metatexto) es,
evidentemente, un género; solo el architexto, sin duda, no es una clase, puesto
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que es, si así puede decirse, la claseidad literaria misma. (...) ¿Y la
hipertextualidad? También es, evidentemente, un aspecto universal de la
literariedad: no hay obra literaria que no evoque, en algún grado y según las
lecturas, alguna otra, y, en ese sentido, todas las obras son hipertextuales (60-1).
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Apéndice. El cuestionamiento del signo.
Pero si en un momento de la historia literaria el símbolo fue transgredido por la
estructura de la novela, para ser reemplazado por el signo, la novela del sigo XX,
principalmente la escrita en la década del 30, por medio de técnicas narrativas como la del
monólogo interior, emblematizado en el Ulises de James Joyce, o en la obra de Virginia
Wolf, o la de dejar espacios en blanco, sin llenar, que hablan del “vértigo de lo
innombrable”, ejemplificado en la obra de Samuel Becket, busca poner en duda la
representación del ideologema del signo en su estructura, que ya se encuentra desgastado.
Este desgaste, provocado por la novela realista, permite que “la escritura se oriente
hacia una práctica semiótica donde las unidades del discurso juegan entre sí como variables
que obtienen su significación según su situación escriptural en el texto” (Kristeva, 148). De
este modo, la novela del siglo XX “habla de un modo incómodo por la presencia de la de la
estructura del signo (y de su ideologema), pero siendo todavía su prisionera; esto en la
medida que se quiere EXPRESIÓN de una entidad (psicológica, intelectual) anterior a su
realización lingüística” (Kristeva, 144).
Si el signo, a diferencia del símbolo, horizontaliza la relación entre significante y
significado, permitiendo la multiplicación de las referencias, la novela del siglo XX
cuestiona la posibilidad de referenciar del lenguaje. Es por eso que solo se queda en la
palabra, “en la phoné considerada como expresión de una idea anterior a su formulación”
(Kristeva, 144). Este cuestionamiento tiene que ver, principalmente, con el escepticismo
frente al proyecto moderno. Y para ejemplificar mejor esta transformación, nada mejor que
revisar los propósitos de la novela realista en Latinoamérica. Esa novela que es expresión
del positivismo, y que se caracteriza por incrementar la presión regionalista de los temas.
(Miliani, 111).
El escenario de este tipo de novelas, es, por supuesto, la naturaleza americana. Y es
que, “Tal como Raymond Williams ha trabajado para la tradición inglesa, la naturaleza es
un aspecto central en la constitución de las identidades nacionales en América Latina”
(Montaldo, 116-7). De ahí que, por ejemplo, en Argentina, la pampa, en este tiempo, sea,
“ante todo el espacio, el territorio, que define una pertenencia y una identidad pues el
vínculo con la tierra es decisivo en el país inmigratorio” (Montaldo, 157).
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La novela latinoamericana de mediados del siglo XX también ha adoptado este
cuestionamiento al ideologema del signo, sobre todo en lo que se refiere a la noción de
identidad. Y si se tiene en cuenta que
por definición la postmodernidad es un proceso de descentramientos, otro
descentramiento de la modernidad es necesario desde esta margen
latinoamericana. Y si se puede dar por superada la etapa de las definiciones,
promovida por sus grandes teóricos desde las interacciones con la modernidad,
es porque hoy se acepta con alguna resignación que la postmodernidad
finalmente es un diálogo que ocurre con la modernidad, dentro de ésta, pero con
los términos de aquella, que son más operativos que esenciales (Ortega, 35-6),
la noción de identidad se puede incluir en este cuestionamiento. Más aún, si se observa que
para la novela realista latinoamericana el propósito era homogeneizar la diferencia. Así, por
ejemplo, el propósito de una novela como Don Segundo Sombra, cuyo argumento permite
“El matrimonio simbólico de la nación (…) entre hombres que saben negociar sus
diferencias para homogeneizar el país” (Montaldo, 159), y la comparamos con el panorama
descrito por Julio Ortega que revisa la literatura del boom, y llega a la conclusión de que la
liberadora diferencia americana está hecha de todas las sumas, principalmente dado por su
naturaleza, que es el modelo de la abundancia cultural que ha caracterizado siempre a
Latinoamérica (Ortega, 21), lo que permite el descentramiento postmoderno.
De ahí que a la novela latinoamericana, al igual que a la europea del siglo XX, le
incomode el ideologema del signo, sobre todo si se tiene en cuenta el carácter postmoderno
que ha representado siempre a Latinoamérica, según lo que se desprende de las palabras de
Ortega.
La novela latinoamericana actual desecha el logocentrismo y etnocentrismo
interpretativo de la identidad del continente. Sin embargo, siguen presas del ideologema del
signo, lo que no le permite destruir los conceptos y nociones que la modernidad le ha
propiciado, pero sí revisarlos, descentrarlos, y difuminar sus límites, lo que se realiza a
través de nuevas estructuras narrativas. De este modo, sumando las diferencias, es que la
identidad latinoamericana ha adquirido nuevos límites y una nueva configuración; como un
tejido de diferencias puestas en diálogo.
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Capítulo II:
Los detectives salvajes,
novela transformacional.
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1. Introducción a la novela.
La historia de Los detectives salvajes, novela de Roberto Bolaño, está dividida en
tres partes. La primera, titulada “Mexicanos perdidos en México”, comprende el período de
tiempo que va desde el 2 de Noviembre hasta el 31 de Diciembre de 1975, y cuenta la
iniciación del joven poeta Juan García Madero en el grupo literario de neovanguardia de los
realvisceralistas. Está narrada en primera persona y escrita según el formato de un diario de
vida. La segunda, titulada “Los detectives salvajes”, trata de las vivencias de Arturo
Belano y Ulises Lima entre los años 1976 y 1996. Es narrada por 53 voces, cuyos
testimonios, dispuestos a modo de monólogos fragmentarios, van reconstruyendo la historia
y la ruta seguida por ambos personajes.
El tercer capítulo de Los detectives salvajes, titulado “Los desiertos de Sonora”,
vuelve a retomar la estructura de diario de vida que organizaba la primera parte. Narra los
hechos acaecidos desde el 1 de Enero al 15 de Febrero de 1976, que refieren la búsqueda de
Cesárea Tinajero por parte del grupo conformado por Lima, Belano, García Madero y
Lupe, el encuentro y la muerte del objeto de la búsqueda.
Cada una de estas tiene sus propias características. La primera y la tercera
mantienen la linealidad de la historia. Esto se puede verificar por el formato de diario de
vida que se utiliza en ambas partes para organizar el relato, subsumido a una voz en
primera persona, que es la que narra los hechos. El segundo capítulo, el más largo de la
novela, difiere en varios aspectos a los otros dos: los narradores se multiplican, la estructura
se fragmenta, el lapso de tiempo que comprende es mayor, la historia se quiebra en 96
pedazos; todos elementos que hacen de este un capítulo extraño en la novela, y por lo tanto,
a la novela extraña en sí.
2. Análisis actancial de Los detectives salvajes.
Tomando como referencia lo señalado por Julia Kristeva reconoceré a los actantes
como discursos. Dentro de Los detectives salvajes se pueden examinar distintos tipos de
actantes, cada uno jugando un papel específico como discurso pero igualmente expuestos a
transformaciones, lo que le da a la novela cierta ambigüedad, la que se acentúa sobre todo
en la segunda parte. “El narrador de la primera y tercera parte, que es un narrador básico,
descubre la elocutio narrativa. El narrador de la segunda parte da un paso más allá en la
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elaboración escritural, pues trabaja con la dispositio” (Labbé, 22). Al asumir en la primera
y la tercera parte una sola voz el papel de narrar, el relato se organiza mediante la elocución
del narrador en primera persona. Aplicaré la clasificación de testimonio para reconocer el
formato utilizado en estas dos partes, entendiéndolo como “una clase de discurso cuyas
propiedades son perfectamente reconocibles en sus diferencias, pero se distingue de las
clases de discursos que son géneros por el hecho de que sus propiedades no son históricas.
Más exactamente: es un discurso transhistórico” (Morales, 24). De este modo el testimonio
se actualizaría mediante la utilización que hagan de él los géneros discursivos (no solo
narrativos o literarios).
El primer y tercer capítulo de Los detectives salvajes está organizado según el
formato de un diario de vida. Por esto reconozco en la autobiografía el género que
actualizaría en estas partes de la novela el discurso testimonial. Sin embargo esta
actualización continúa modelos ya practicados, no elaborando un sistema de narración
distinto al de obras anteriores; sigue una consecución lineal advertida por la indicación de
las fechas, por lo que el narrador se queda, como señala Labbé, en la elocución o narración.
El que una sola voz narrativa englobe el relato de la primera y tercera parte no impide, de
todos modos, el dialogismo según lo define Mijail Bajtín:
El discurso del autor y del narrador, los géneros intercalados, los lenguajes de
los personajes, no son sino unidades compositivas fundamentales, por medio de
las cuales penetra el plurilingüismo en la novela; cada una de esas unidades
admite una diversidad de voces sociales y una diversidad de relaciones, así
como correlaciones entre ellas (siempre dialogizadas, en una u otra medida)
(81),
ya que los personajes de estas partes igualmente tienen voz propia, distinta a la del narrador
García Madero, aunque la mayoría de las veces los dichos de estos personajes están
mediados o presentados según el recuerdo del narrador. Ejemplo de esto es el episodio en el
que los realvisceralistas Ulises Lima y Arturo Belano entran al taller de poesía que dirige el
poeta Álamo, formándose un inicio de pelea. Aquí, el narrador no pone en boca de Álamo
ni de ninguno de los personajes los dichos que se cruzaron; todo el episodio está narrado
bajo la perspectiva de García Madero:
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25
Entonces comenzó la batalla. Los realvisceralistas pusieron en entredicho el
sistema crítico que manejaba Álamo; este, a su vez, trató a los realvisceralistas
de surrealistas de pacotilla y de falsos marxistas, siendo apoyado en el embate
por cinco miembros del taller, es decir todo menos un chavo muy delgado que
siempre iba con un libro de Lewis Carroll y que casi nunca hablaba, y yo,
actitud que con toda franqueza me dejó sorprendido, pues los que apoyaban con
tanto ardimiento a Álamo eran los mismos que recibían en actitud estoica sus
críticas implacables y que ahora se revelaban (algo que me pareció
sorprendente) como sus más fieles defensores (Bolaño, 16).
Sin embargo es posible de todos modos encontrar diálogos directos a lo largo de
estos capítulos. Un ejemplo es el episodio acaecido el 5 de Noviembre, que narra como
conoce García Madero a Rosario:
-Si señorita, soy poeta, ¿pero usted cómo lo sabe?
-Brígida me habló de ti.
¡Brígida la camarera!
-¿Y que fue lo que le dijo?- dije sin atreverme todavía a tutearla.
-Pues que escribías unas poesías muy bonitas (Bolaño, 18).
Estos ejemplos son paradigmáticos respecto a la estructura narrativa de la primera y
la tercera parte; reconocer los actantes que funcionan en ellas no reviste mayor
complejidad. Así, el autor-sujeto del enunciado (Roberto Bolaño) pasa por el proceso de
desaparición descrito por Kristeva, para volver a participar de la novela en la voz de su
representante, el narrador-sujeto de la enunciación Juan García Madero. El resto de los
personajes funcionan como la palabra social puesta en diálogo con la palabra del autor en
los momentos en que García Madero mantiene una conversación con cualquiera de ellos.
Otro ejemplo que demostraría la presencia del plurilingüismo bajtiniano en la novela son
los acertijos gráficos de la tercera parte. Aquí, además de mostrarse el diálogo directo, entra
otro tipo de género discursivo, que se puede identificar como poesía visual en un primer
momento, aunque luego la solución de lo que representan esos dibujos se dé por el lado de
la cultura popular. Así, por ejemplo, ante un círculo que contiene otros dos más pequeños
en su interior, y del que sobresale además una línea remarcada con negro, uno de los
personajes responde “Un mexicano fumando en pipa” (574). Esto muestra la otra
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transformación a la que está sujeto el autor en la novela; al incluir el lenguaje social se
comporta también como lector. De este modo, la no disyunción propuesta por Kristeva, que
incluye dos términos opuestos en un mismo ente, se practica en estas dos partes de Los
detectives salvajes. Así, el plurilingüismo bajtiniano y la participación de los actantes se
presentan sin ningún tipo de transformación, lo que avala la perspectiva de que la primera y
tercera parte de la novela se organizan de modo tradicional.
Ahora, si se entiende la segunda parte también como una autobiografía, la de
Roberto Bolaño, lo que puede pensarse por la correspondencia entre algunos hechos
narrados en la novela y situaciones reales de su vida, el discurso testimonial se actualiza de
manera más compleja y lúdica. Aunque la relación disfrazada entre la referencia exterior
(Bolaño) y el personaje novelesco (Arturo Belano), es una constante de toda la novela, la
estructura narrativa de esta parte se presenta más elaborada. Esta elaboración más
experimental sería un modo de entender la actualización del testimonio dentro del género
autobiográfico; el narrador de la segunda parte lleva a cabo un ensamblaje más complejo, la
estructura pasa a transformarse del testimonio de una sola voz a multiplicarse en varias
voces, pero habría que entender siempre la remisión a una referencia exterior. De ahí que
este narrador trabaje con la disposición de su material narrativo, ocultando incluso la
identidad de la voz organizadora. No obstante, el juego autobiográfico de la segunda parte
no atañe al análisis de este trabajo, lo que no impide igualmente reconocer el género
testimonial en ésta. El testimonio de todos modos queda explícito en cada una de las
cincuentitrés voces que relatan sus vivencias. Es decir, a pesar de no considerar la segunda
parte como la autobiografía de Roberto Bolaño, igualmente se produce una actualización
del testimonio, la que se puede estudiar a partir de la estructura narrativa.
La segunda parte complejiza la relación de los actantes. El sujeto de la narración o
lo que es lo mismo, de la enunciación, que sería el autor persona real, Roberto Bolaño,
participa del mismo modo que en las partes antes estudiadas: su presencia en la novela se
da a partir de la voz de un representante. Es aquí donde el juego se dificulta.
Julia Kristeva reconoce en la novela, por estar dominado por el ideologema del
signo, la reunión de dos términos en principio contradictorios en un mismo ente. Así,
Roberto Bolaño se incluye también en la novela, pero ya no como autor o como sujeto de la
enunciación, sino como lector, como destinatario. Este proceso es posible mediante el
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27
sujeto del enunciado, que es por un lado la voz representante del sujeto de la enunciación, y
por otro el objeto del sujeto de la enunciación. Respecto al objeto del sujeto de la
enunciación, Bolaño dispone dentro de la narración a 53 personajes, cada uno relatando su
monólogo. Pero a pesar de que exteriormente podemos “inculpar” a Bolaño como sujeto de
la enunciación por la organización del texto novelesco, cada uno de estos personajes es
puesto en escena con una voz propia y característica, que se evidencia, por ejemplo, en los
modismos que utiliza cada metanarrador: los patas, los huevones, rechuchas, manido, y
otras expresiones que van denunciando el carácter oral de esta novela.
El sujeto que se manifiesta en la segunda parte de Los detectives salvajes por medio
de las indicaciones que localizan a los entrevistados, el lugar y la fecha de la entrevista, no
puede reconocerse en la figura del autor Roberto Bolaño porque como señalé
anteriormente, Bolaño como sujeto autor se anula para transformarse en un narrador o un
personaje, de manera que pueda así participar en la novela. De cualquier forma, esta
presencia que se manifiesta por medio de indicaciones, de no ser justamente por esas
indicaciones, sufriría el mismo síntoma de ausencia que el autor. Así, el narrador de la
segunda parte debiera ser otro sujeto del enunciado, confundido con los metanarradores,
pero esta vez como representante de la voz del sujeto de la enunciación, es decir del autor.
Según esto el sujeto del enunciado se hace presente en un nivel doble; por un lado, los
cincuentitrés metanarradores que enuncian un fragmento de la historia; cada metanarrador,
en la singularidad de su narración, sería un sujeto del enunciado representante del narrador,
que en este caso actuaría como sujeto de la enunciación y además como representante de la
voz del autor, es decir, como sujeto del enunciado, cuya identidad queda incógnita pero
cuya presencia es manifiesta.
Dice Carlos Labbé que “Nada impide que Juan García Madero sea el narrador de
toda la novela. La hipótesis es que esta voz narrativa va creciendo junto con la historia que
refiere; haciéndose tan compleja como ésta” (22). Esta hipótesis es completamente
coherente, sobre todo si se tiene en cuenta que “Los relatos de los cincuentitrés
metanaradores, en la segunda parte, comparten las digresiones introspectivas del diario
íntimo de García Madero” (Labbé, 28), además de que al referirse al único monólogo que
reconoce a un destinatario directamente, el de Andrés Ramírez (358), dice el mismo Labbé
“la estructura narrativa de la novela significaría un regreso narcisista de un personaje sobre
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28
sí mismo. Esta inferencia, sin embargo, transgrede una lógica narrativa básica, que es la
verosimilitud (...) Ningún personaje A (Andrés Ramírez) relataría a un personaje B
(Belano), las peripecias que B ya conoce” (29-30). Pero, continúa el mismo autor, “también
cabe la posibilidad de que el relato y el personaje A sólo existan en la ficción de B (Belano-
Bolaño), como una manera de reconocimiento y autorreflexión. Esta posibilidad es
indiscutible. Pero, por ahora, nos aparta hacia un ámbito que confunde el nivel autorial y el
nivel textual, lejos de este análisis narratológico” (30). Quisiera sustentarme en esa
posibilidad de que los 53 metanarradores sólo existan en la ficción de Bolaño- Belano,
principalmente porque identificar al narrador o sujeto del enunciado, representante de la
voz del autor en la segunda parte, no es el objetivo de este análisis. Luego de haber
reconocido a los actantes y sus funciones dentro del segmento (el segundo) más complejo
de la novela de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, corresponde analizar cómo se
inscribe el proceso descrito por Kristeva dentro de la estructura novelesca, es decir, cómo
los actantes van adquiriendo también la función de su opuesto, permitiendo la no-
disyunción dentro del mismo texto.
Señalé anteriormente que Bolaño, como sujeto de la enunciación, delega su voz en
el narrador incógnito, sujeto del enunciado, que se hace presente de manera neutral por
medio de enunciados “objetivos” sin ningún tipo de entonación particular, cuyo propósito
solamente es marcar la fecha, el lugar de la entrevista así como al entrevistado. Tratándose
como también reconoce Labbé de un “entrevistador y archivero de las voces de sus
entrevistados” (27), el sujeto del enunciado representante de la voz del autor compartiría en
el mismo espacio de la novela las funciones de destinatario de los monólogos, en un primer
momento, para luego, en su papel de editor de los monólogos, jugar la función de sujeto del
enunciado. Según esto, los mismos metanarradores también contienen la función de sujeto
del enunciado. Y es que al referir ellos la historia del realvisceralismo, se transforman en
sujetos del enunciado, en personajes que el autor ha puesto en escena para que dialoguen
entre ellos. Sin embargo, también comportan el papel de lectores de Arturo Belano y Ulises
Lima, al referir ellos su propia versión de los hechos. Igualmente, estos personajes son los
que transforman al narrador incógnito en sujeto de la enunciación conteniendo éste también
la función de un autor que dialoga con sus personajes:
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Sabemos, por medio de la huella enunciativa de este omninarrador silencioso
(los encabezados situacionales), que los metanarradores están organizados por
una conciencia narrativa intradiegética. Una conciencia que, además, ha
propiciado tales discursos a nivel de la historia, pues es obligatorio que cada
uno de los personajes que relatan en la segunda parte mencionen a Ulises Lima
o a Arturo Belano (Labbé, 28-29).
No obstante, este onminarrador silencioso queda fuera del relato de los 53 personajes, por
lo que su calidad intradiegética se encuentra al nivel global de la novela, pero no dentro de
la historia relatada en la segunda parte. De este modo podría considerarse su papel como el
del autor, es decir el sujeto de la enunciación, ente externo a la narración que dialoga con
sus cincuentitrés personajes, sobre todo y tal como lo demuestra Carlos Labbé, si se
considera el monólogo de Andrés Ramírez como manipulado por el narrador; “El relato de
Andrés Ramírez es un simulacro mental del diálogo, es decir, un monólogo. ¿Cómo podría
entonces acceder el omninarrador al pensamiento de Andrés Ramírez? No puede. Estamos
ante una evidente recreación ficticia del discurso de despedida de Andrés Ramírez a Arturo
Belano” (31-2), lo que en nada nos asegura que en el resto de los monólogos no haya
manipulación del, en este caso, sujeto de la enunciación, si se tiene en cuenta además que
en otros tres monólogos se hace referencia a un ente externo, al otro que oye, pero
igualmente dejan en incógnita su identidad.1 Por lo tanto esta ausencia se hace cada vez
más presente, pero de forma más ambigua (en plural y singular) y sin identificarse. Según
esto la figura del autor en esta parte de la novela sufre el proceso de la desaparición en dos
niveles: el primero, ya lo dije, el de Roberto Bolaño, quién recupera su presencia por medio
del narrador ausente, dentro de la estructura de la novela, y también, este narrador o sujeto
del enunciado, que se transforma en sujeto de la enunciación y que, como tal, debe vivir el
proceso de la muerte, del anonimato, que además queda plasmado en su identidad incógnita
durante toda la segunda parte.
Por último el lector externo; éste también contiene la no disyunción. El sujeto lector
es una instancia necesaria en toda narración, ya que “El sujeto de la narración, por el acto
1 Estas metanarraciones son la de Laura Jáuregui (p. 168): “¿Ha visto usted alguna vez un documental? (...)”;
el de Luis Sebastián Rosado (p. 154): “Pensé en Claudel, pero ni yo ni ustedes nos imaginamos a Lima
recitando a Claudel, ¿verdad?”; y de Jacobo Urenda (p 527): “pero de estas cosas ustedes no saben nada,
ustedes no han estado nunca en África”, lo que demuestra en grado de manipulación que el narrador ausente
ha tenido en la escritura de los monólogos.
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mismo de la narración, se dirige a otro, y es respecto a ese otro que la narración se
estructura” (Kristeva, 113). Según esto, el lector, en este nivel, actuaría como significado
respecto al autor, es decir, el autor Roberto Bolaño vería al lector como significado. Pero
por otro lado el lector se comporta como significante respecto al texto; es decir se enfrenta
al texto como significado.
3. La incógnita del autor-narrador.
Ante la pregunta impuesta por Michel Foucault ¿importa quién habla?, Los
detectives salvajes parece rehuir cualquier tipo de respuesta. Resumiendo el apartado
anterior, el autor, reconocido por Kristeva como sujeto del enunciado delegaba la tarea de
narrar en un sujeto de la enunciación, ente incluido dentro de la estructura novelesca que
permite al mismo tiempo la participación del autor dentro de la novela, previo paso por el
proceso de la muerte. Sobre todo en la segunda parte en donde esta relación se complejiza,
atravesando todos los actantes la dinámica de la no disyunción, la novela de Roberto
Bolaño presenta en su entramado, por la transformación permanente a la que están
sometidos sus componentes, lo aludido por Foucault.
Se pueden reconocer en la segunda parte de la novela tres niveles de narradores. El
primero y más básico es el de los metanarradores. El segundo, el del narrador ausente, que
sería posible identificar si se sigue la hipótesis de Carlos Labbé respecto a la evolución de
la voz narrativa, ya citada en el segmento anterior. Por último, en un tercer nivel, el más
externo de la novela estaría Roberto Bolaño, nombre bajo el cual se reconoce este discurso
novelesco. Estudiar la función del sujeto autor Roberto Bolaño y el estatuto de su discurso
dentro de la sociedad no es un problema pertinente para este trabajo. Lo que importa sí es
reconocer cómo se lleva a cabo en la novela la problematización de la identidad de quien
habla, por lo que los niveles a estudiar serán los dos primeros, es decir el del narrador
ausente de la segunda parte y el de los metanarradores, por lo que solo me limitaré a
mencionar, en caso de necesidad, el tercero; la aparición de Roberto Bolaño autor.
Describí anteriormente el proceso por el cual el narrador-sujeto de la enunciación
se transforma en autor- sujeto del enunciado en la segunda parte. Lo que me interesa
analizar es esta nueva función del narrador ausente, para así quedarme, en términos de
Gérard Genette, solo en el nivel diegético de la narración, es decir, en el nivel de la historia
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de la novela. Como sujeto del enunciado el narrador de la segunda parte pone en
cincuentitrés voces distintas el relato de la historia del realvisceralismo, transformándose
estas últimas en los sujetos del enunciado o personajes (que en este caso serían lo mismo) a
través de los cuales el sujeto de la enunciación habla. Igualmente este sujeto de la
enunciación se hace presente en el texto de la novela por medio de párrafos sumamente
neutrales que indican la localización del entrevistado, temporal y geográfica: “Amadeo
Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF,
enero de 1976” (Los detectives salvajes, 141), tono diferente al ocupado por los
entrevistados, del que por lo menos se puede deducir, por ejemplo su origen según los
modismos que utilizan.
Dice Foucault que “ahora la escritura está ligada al sacrificio, al sacrificio mismo de
la vida, desaparición voluntaria que no tiene que ser representada en los libros, puesto que
se cumple en la existencia misma del escritor” (4). Sin embargo lo que se muestra en Los
detectives salvajes es justamente la representación de esa desaparición. Mediante la
creación de un narrador Bolaño va dando cuenta de la pérdida de la figura del autor;
“mediante todos los ardides que establece entre él (el sujeto escritor) y lo que escribe, el
sujeto escritor desvía todos los signos de su individualización particular; la marca del
escritor ya no es más que la singularidad de su ausencia; tiene que representar el papel del
muerto en el juego de la escritura” (Foucault, 4). Más que el papel de un muerto, el sujeto
del enunciado de la segunda parte juega el papel de un fantasma, una presencia difusa que
solo se hace presente mediante esas indicaciones neutrales. Sin embargo esto no despeja las
dudas sobre su identidad. Al tratarse la segunda parte de un collage de citas la tarea de esta
figura se limitaría a disponer el orden de las entrevistas, y solo encontraría espacio para
expresarse con su propia voz a través de estas indicaciones. Pero es una voz sin identidad,
imparcial, indiferente. Seguiría, por lo tanto, el principio ético de la escritura para Foucault,
“porque esta indiferencia no es tanto un rasgo que caracteriza a la manera en que se habla o
que se escribe: es más bien una especie de regla inmanente, retomada sin cesar, nunca
aplicada completamente, un principio que no marca la escritura como resultado sino que la
domina como práctica.” (3; el subrayado es mío).
El espacio vacío que deja el autor en esta segunda parte de Los detectives salvajes es
ocupado por los 53 metanarradores, que son los que relatan la historia del realvisceralismo.
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Pero al decir de Barthes, lo que en realidad estaría ocupando ese lugar sería la escritura.
“Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se
desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (...)sino por un espacio de múltiples
dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las
cuales es la original” (69). Esa diversidad de escrituras contrastadas es la organización que
mueve la segunda parte de esta novela. De ahí que la difuminación del autor esté dada
sobre todo por su transformación en lector, transformación que le depara solo la tarea de
organizador o editor del contenido. Este proceso que Barthes explica mediante la muerte
del autor es la problemática que se representa en la segunda parte de la novela; el narrador,
vuelto autor, se transforma en lector de las citas, de las escrituras de las 53 voces
metanarrativas, borrando todas las marcas que lo acusen o que lo involucren en lo que estas
voces cuentan. Para Kristeva, sin embargo, será la palabra la que ocupa este lugar vacío, ya
que para ella, la novela remite más a la palabra que a la escritura, por su carácter
transformacional Y por la forma en que está escrita la segunda parte de Los detectives
salvajes, recuerda un modo oral, sobre todo, como mencioné anteriormente, por la cantidad
de modismos que Bolaño incluye en la redacción de cada uno de los monólogos, que van
configurando a cada uno de los monologantes como una voz propia, que contienen
características que las diferencian.
3.1 El autor: una perspectiva desde Latinoamérica.
Noé Jítrik, a partir del análisis que realiza de Museo de la novela de la eterna de
Macedonio Fernández, plantea que la creación de personajes imaginarios, aunque
igualmente permita una identificación con el autor, una identificación que, de todos modos,
se da en el plano de la imaginación de éste, el sujeto no deja de estar sometido a un
autocuestionamiento. De este modo, reconoce que “el autor es autor porque su objetivo es
producir esa organización. (…) el autor se propone, a través de los textos de Macedonio,
como un organizador; el resultado de su trabajo es la nueva forma que va interpretando y
poniendo en evidencia el circuito que va del autocuestionamiento a su teoría de la novela”
(225). Pero la labor que Jítrik le asigna al autor en la novela de Macedonio Fernández
implica el reconocimiento que Barthes, en el artículo señalado, rechaza tajantemente. En
este sentido, el crítico argentino parece estar más de acuerdo con lo afirmado por Foucault,
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ya que suplanta esa identificación del sujeto que permitía la figura del autor por el lenguaje.
Y es que “toda novela –existente o posible- debe su forma peculiar, su identidad, a cierta
disposición de elementos que puede analizarse y describirse. Pero también hay que decir
que la combinación se lleva a cabo gracias a cierta energía organizativa que proviene sin
duda del lenguaje, del que la novela es una manifestación o un resultado” (227). Según
esto, al autor no lo queda otra tarea que organizar su texto a partir de las estructuras que le
entrega el lenguaje. Y en este sentido, Jítrik comparte las apreciaciones de Barthes y
Kristeva, quienes reconocen en la estructura del lenguaje un homólogo de lo que es una
estructura narrativa.
De ahí que si se toma a Jítrik, la interpretación que realicé de la figura del autor en
Los detectives salvajes no diste mucho de lo que ya he enunciado. Solo un matiz podría
agregarse; esa “sustancia conjetural” que el argentino atribuye a Macedonio y que obstruye
la identificación, se realiza en la novela de Bolaño de una manera difusa. Y no es necesario
acudir a la biografía de Bolaño para aclarar esto, ni tener en cuenta las consideraciones
críticas que atribuyen a Arturo Belano ser el alter ego del autor. Solo basta con acudir al
texto y a su estructura, analizar la manera en que Belano y Lima y la historia de los
realvisceralistas es narrada en la segunda parte para entender que la configuración de los
personajes se da como una conjetura; los recuerdos de los metanarradores se entrecruzan, se
interfieren, se chocan y se confrontan, por lo que la identidad de estos no se alcanza a
vislumbrar claramente. Bolaño con esta estructura juega al ocultamiento-emergencia de esa
identificación, mostrando distintas perspectivas de un mismo objeto o sujeto, dependiendo
de cómo se considere a las figuras de los dos protagonistas. La identificación nunca es
completa; el lector no puede identificarse con los dos protagonistas porque no tiene un
panorama claro de cómo son y tampoco puede identificarse con una metanarración porque
éstas sólo consideran una parte de la historia. De ahí que esto devenga en el
autocuestionamiento del sujeto, cuestión que abordaré en el último capítulo de mi trabajo.
Julio Ortega, en cambio, discute de frente las teorías de Barthes y de Foucault:
Siempre he creído que si Roland Barthes hubiese leído a José María Arguedas o
a Juan Rulfo no habría decretado la muerte del autor, pues hubiese encontrado
que la autoría era otro signo de la subjetividad deseante y subvertora. Si
Foucault hubiese seguido su exploración de Borges más allá de toda
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clasificación, podría haber visto que el sujeto no es sólo creado por su posición
en el discurso sino desde los cortes de la intradiscursividad, allí donde la
identidad borgiana es un proyecto de reescritura radical del mundo
sobrecodificado (20).
Esta supervivencia de la figura del autor es, para el crítico peruano, el símbolo que
representaría la subjetividad postmoderna latinoamericana, continente que, para él,
encuentra en el discurso de la postmodernidad una identidad que la modernidad le había
negado, “no porque meramente nos nieguen los sucesivos centros, (…) sino porque nos
contradicen desde nuestro propio discurso, ya que estamos hechos de las modernizaciones
que nos dan nacimiento y muerte una y otra vez. De estas restas sale la suma de esta
postmodernidad híbrida” (Ortega, 22).
De esto último se puede desprender que Ortega considera postmodernidad como un
planteamiento crítico o un diálogo con la modernidad, de lo que rescata principalmente la
noción de identidad. No niega, como en el caso de Barthes o Foucault, y parcialmente
Jítrik, el papel del autor en la elaboración de representaciones de la identidad del continente
como “alteridad, heterogeneidad y descentramiento” (32). De este modo la identidad
latinoamericana, principalmente por todos los componentes que la forman y que confluyen
en ella, cuestiona y pone en duda los grandes relatos totalizadores. Lo que se puede
desprender de lo señalado por Ortega es que la identificación del sujeto no se da, como lo
piensa Barthes, de manera unívoca y totalizante, lo que recuerda el modo mítico pensado
por Kristeva. Por el contrario, el sujeto latinoamericano es postmoderno justamente porque
en su conformación original vienen a confluir en él una serie de modelos que se mezclan y
finalmente terminan por constituirlo como un sujeto híbrido, y ese sujeto híbrido que
devenido en varios centros no puede afirmarse solo de uno. Sin embargo la posibilidad de
identificación persiste en lo que sería esa cultura latinoamericana que se ha conformado
como mezcla. De ahí que “La identidad que despliegan los sujetos que se desplazan en los
textos de estos grandes exploradores americanos es una de exuberancia y de proliferación,
según la cual cada uno de ellos se hace nacer sobre la página como una promesa del nuevo
discurso” (Ortega, 21).
De todos modos en Los detectives salvajes la conjetura que señalaba anteriormente
se cumple en gran medida por la multiplicidad de escenarios, lo que interfiere con la
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identificación de los personajes con el entorno que se les propone. No hay un proceso de
hibridación completo de éstos, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de personajes
marginales, a quienes parece negárseles la existencia (centro) dentro del mismo discurso
marginal que sería la literatura mexicana de la década del setenta en relación con Europa.
Desde esa marginalidad no construyen un discurso basado en la proliferación y la
exuberancia:
Si nos atenemos a las prácticas de los márgenes, podemos empezar con una de
las más importantes: la práctica de la identidad, que instaura un espacio
procesal, haciéndose. (…) En tanto reflexión rearticuladora de algunas
preocupaciones teóricas y prácticas en torno al Sujeto, a su experiencia
multifuncional y su dialogismo político, el postmodernismo latinoamericano es,
hasta cierto punto, un nuevo relato de las marginalidades y la fragmentación
donde se reconstruye la identidad de lo heteróclito (el proceso de formar parte
de la diferencia) (Ortega, 37).
Hay, por supuesto, un cuestionamiento en la novela de Bolaño hacia el discurso canónico y
el sujeto moderno. Pero ni ese discurso canónico ni ese sujeto moderno lo encuentra en
Europa, en el estructuralismo o posestructuralismo como lo hace Ortega, sino que dentro de
la misma Latinoamérica, que es el espacio (el DF mexicano) donde no tienen cabida los
realvisceralistas. Esto explicaría la multiplicación de los escenarios; ya no se remiten sólo a
esta parte del mundo sino que se atreven a cruzar la frontera y dirigirse a España, Israel o
África. Los detectives salvajes cuestiona la identificación desde la proliferación, pero una
proliferación que pierde y que por lo tanto sólo puede actuar al modo de conjetura.
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Capítulo III:
Transexualidad en
Los detectives salvajes.
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1. Tipos de relaciones transtextuales en Los detectives salvajes.
Por el constante movimiento de los actantes en Los detectives salvajes, y atendiendo
a la dinámica de las categorías que el mismo Genette ha expuesto, es que me interesa
considerar cada uno de los tipos de relaciones en su conjunto, y no como material separado.
Con esto quiero decir que, como el mismo teórico francés lo aclara, no es pertinente tomar
el aspecto paratextual sin considerar las implicancias intertextuales que tendría. De ahí que
considere el todo transtextual de la novela de Bolaño.
El nivel paratextual, que se define por su carácter accesorio, remite al título, a algún
tipo de advertencia, introducción, prefacio, postfacio, o epígrafe. La novela de Roberto
Bolaño no posee ningún tipo de introducción, prefacio o postfacio. Contiene, sí, un
epígrafe, el título (obviamente), y una indicación. Esta última señala el galardón que en
1998 obtiene Los detectives salvajes; el premio Herralde de Novela.
El título de esta novela, Los detectives salvajes, ya remite a un tipo específico de
novela; la novela policial o detectivesca. Y esta señal nos remite a su vez al diálogo
hipertextual que mantendría esta novela con este género que la literatura latinoamericana ha
adaptado a sus necesidades, corrompiéndolo en su adaptación, cuestión que abordaré más
adelante en este mismo capítulo.
“-¿Quiere usted la salvación de México?
¿Quiere que Cristo sea nuestro rey?
-No”
Este epígrafe, de Malcom Lowry, de algún modo remite al argumento de la novela.
Lowry, escritor inglés nacido a principios del siglo XX, es un viajante permanente. De ahí
que su figura nos remita a los dos protagonistas, Arturo Belano y Ulises Lima, que son dos
eternos pasajeros. Pero además el mismo epígrafe adelanta de algún modo la trama de la
novela y la visión que Roberto Bolaño expresa en ella de Latinoamérica recurriendo a
México como el símbolo que encarna la perdición del continente, tema que profundizaré en
el quinto capítulo de este trabajo
Por otro lado, está el tipo de relación que Genette reconoce como intertextual, y
que implica la relación evidente de un texto con otro, al modo de una cita, alusión, el
plagio, o cualquier práctica que apunte directamente a un texto anterior. Los detectives
salvajes está plagado con este tipo de prácticas. Diversos tipos de alusiones, que
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comprenden un amplio espectro y en distintos niveles, desde Octavio Paz, que pasa a
formar parte como personaje de la novela de Bolaño, hasta José Juan Tablada, que participa
mediante la cita de un poema suyo (“lo vi leyendo un librito de Tablada, tal vez aquel en
donde don José Juan dice: <<Bajo el celeste pavor/ delira por la única estrella/ el cántico
del ruiseñor>>” (358)), pasando por Carlos Monsiváis, que al tiempo que es citado, se
transforma también en uno de los metanarradores, lo mismo que el poeta francés Michel
Bulteau, y terminando en alusiones a poetas franceses neovanguardistas como Raymond
Quenau, Matthieu Messagier, Alain Jouffroy, y otros tantos ingleses, como Brian Patten,
Adrian Henri, Spike Hawkins, así como algunos de sus títulos.
Pero todas estas menciones remiten, desde el texto de Bolaño, hacia la exterioridad,
provocando el ya anunciado dialogismo. La segunda parte de esta novela se comporta como
un ejercicio intertextual. A través de la estructura formal polifónica, al narrador ausente
(salvo por la voz indiferente de las indicaciones) no lo queda otro camino más que recurrir
a los testimonios de sus entrevistados para armar la historia, y el traslado de esos
testimonios a la novela se hace de forma literal, o es lo que puede suponerse, pues recuerda
el modo de citas. Esto me permite considerar la segunda parte de Los detectives salvajes
como un mosaico de citas; cada testimonio dialoga con el otro, lo contradice, lo reafirma,
trasformando la estructura de este segmento de la novela en un ejercicio metatextual, es
decir, que refiere el propio proceso de escritura, según lo entiende Barthes y Kristeva. 1
Viendo de este modo la organización del fragmento denominado “Los detectives
salvajes”, las indicaciones del narrador, que sitúan a los entrevistados, en el lugar, la fecha
de la entrevista y sus nombres, serían paratextos o advertencias que relaciono con la
instrucción del tablero de direcciones de Rayuela de Julio Cortázar. Esta última mención,
da pie para formular la hipótesis de que la novela del argentino sería un hipotexto de Los
detectives salvajes, entiendo el hipertexto, que en este caso sería la novela del chileno,
como una reescritura de su hipotexto, es decir, un texto anterior, lo que permite introducir
la relación hipertextual de la novela de Bolaño con la de Cortázar. Esta relación,
igualmente, la trataré en el capítulo siguiente, por tratarse de una correlación especial, que
da pie a la intención explícita que atraviesa la novela de Roberto Bolaño de dialogar con la
tradición literaria hispanoamericana.
1 La relación metatextual la profundizaré más adelante en este mismo capítulo.
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Pero la hipertextualidad de Los detectives salvajes no sólo puede reducirse a
Rayuela, sino que puede reconocerse en varias instancias de la trama novelesca. Por
ejemplo, ya desde el argumento central, el viaje de los dos poetas realvisceralistas, es
deudora del género iniciado por La Odisea de Homero y que tiene en On the road de Jack
Kerouac a uno de los ejemplos canónicos en la novelística del siglo XX.
Otra relación hipertextual que se podría establecer con Los detectives salvajes es la
obra de Jorge Luis Borges. Si tomamos en cuenta que “toda la obra de Borges se
caracteriza por este rasgo estructural: es una obra que se presenta como un tejido de
relaciones, en el cual no hay centro o, mejor, que todo en él puede ser centro” (Sucre, 148),
la relación salta a la vista, cuando se lee la segunda parte de la novela de Bolaño que
funciona como un mosaico de citas. Si a esto se suma que se trata de un autor (Borges) que
trabaja de manera explícita la metaliteratura o el género de la crítica dentro de la propia
ficción: “Para Borges, el “bibliotecario de Babel”, no existe prácticamente diferencia entre
el ensayo y la literatura de imaginación, entre sus inquisiciones y sus ficciones” (De
Campos, 292), así como el tratamiento particular que hace del género policial: “los
policiales latinoamericanos, en especial desde Borges, han usado las formas canónicas
libremente, parodiándolas e integrándolas con otras” (Amar Sánchez, 46), relación que
ahondaré finalizado este segmento de mi trabajo, las semejanzas saltan a la vista. Más si se
toman en cuenta lo expresado por el propio Bolaño, quien señala a Borges como la opción
más válida para ser “nuestro canon” (Bolaño, Entre paréntesis, 312)
Por último, la relación architextual está marcada por la ambigüedad. Los detectives
salvajes juega con las clasificaciones canónicas, mezcla varios registros literarios, por lo
que hablar de que corresponde a un determinado género sería minimizar su riqueza. Por
esto, la clasificación que mejor la comprende es la de novela híbrida, que Macarena Areco
define como “el empleo de subgéneros pertenecientes a la literatura popular (...); la
integración de elementos pertenecientes a la novela histórica y a la novela de formación, así
como al género fantástico; la desterritorialización; la fragmentación, y el importante papel
que juegan la metaliteratura y la intertextualidad” (177).
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1.2 La metatextualidad.
He preferido examinar el problema de la metaliteratura en Los detectives salvajes en
un segmento aparte, porque según lo veo, es uno de los tipos de relaciones transtextuales
que más se desarrollan en la novela. Si se entiende metaliteratura como “una relativa o
considerable (según el caso) anulación de la referencia externa del signo en cuanto que se
orienta hacia los objetos y al mundo, al mismo tiempo que genera unas estructuras formales
capaces de “referenciar” el proceso mismo de materialización de los signos en el tránsito de
la escritura hacia el texto y de éste a la lectura” (Camarero, 43), ampliando de este modo el
espectro abierto por Gennette respecto a este tipo de relación, debemos atender a la
organización de la segunda parte como una estructura que genera, al mismo tiempo que un
significado externo, una reflexión acerca del proceso de escritura.
El primer indicio metaliterario que muestra Bolaño en Los detectives salvajes, es el
argumento. La historia trata una búsqueda literaria, en la que se incluyen poemas, revistas y
diversos textos como pistas para encontrar a la escurridiza poetiza Cesárea Tinajero. Sin
embargo, esta búsqueda sólo remite a la primera y tercera parte de la novela. La segunda,
más compleja y extensa, refiere otro tipo de búsqueda o, si se quiere, distintos tipos de
búsqueda dentro de ella misma. En una primera instancia, está el narrador; éste es el que
entrevista a los metanarradores, cuyo testimonio, al parecer, estará expuesto de manera
idéntica a como fue expresado. Esto configura al narrador como un investigador o, para
decirlo más literariamente, como un detective. Un detective que, en ese sentido, se asemeja
a lo que representan García Madero, Brlano y Lima en la primera y tercera parte. Y digo se
asemejan, porque los roles se invierten, ya que si en las partes en donde el joven poeta
García Madero es el narrador (la primera y la tercera) Belano y Lima son los perseguidores,
en la segunda parte pasan a ser los perseguidos. Sin embargo, y a diferencia de los dos
protagonistas, el detective que persigue a los dos poetas nunca da con el paradero de sus
trofeos. Por lo tanto, ese papel de detective es traspasado también al lector, que no
encuentra una referencia segura, ni de la ubicación, ni tampoco de Belano y Lima como
personalices, ya que los testimonios se contradicen, expresándose como meras
interpretaciones de sus actos. Por lo tanto, el lector, al igual que el narrador y guiado hasta
cierto punto por este, irá configurando su propio mapa interpretativo. De ahí que considere
el argumento de Los detectives salvajes como metaliterario, porque, tal como lo describe
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Camarero, está refiriendo una historia literaria, y como lo enuncia Genette, da pie para
establecer, en distintos episodios de la novela de Bolaño, una crítica literaria. Estos
elementos los profundizaré en el siguiente segmento de este mismo capítulo. Por ahora, su
reconocimiento me sirve para establecer una relación vital a la hora de analizar la
metatextualidad en su aspecto formal, ya que hasta acá, solo he enunciado esta
problemática al nivel del argumento.
Si se examina la hipótesis de Carlos Labbé, que señala la evolución del narrador de
la novela de una voz básica en la primera y tercera parte a un desarrollo más complejo en la
segunda, se puede rastrear la metatextualidad en su aspecto formal. La estructura de esta
segunda parte permite la no disyunción de los actantes señalada por Kristeva, es decir, el
compartimiento, dentro de un mismo ente de su función y la de su opuesto, dentro de la
misma estructura novelesca de Los detectives salvajes. Principalmente me gustaría
detenerme en la relación que el autor establece con su texto, así como la que establece el
lector con el autor. Si se toma en cuenta que la segunda parte es, literalmente, un mosaico
de citas, la transformación del autor en lector se hace evidente. La puesta en escena de las
cincuentitrés voces no se hace bajo la mediación de una figura central (autor o narrador), o
si se hace, esta figura juega a la exposición- ocultamiento, dejando escasas huellas visibles
de su participación2. Es decir, por un lado, no hay diálogo evidente, porque, en lo que
suponemos son entrevistas, el narrador, que también juega el papel de autor, va borrando
todas sus huellas, dejando solo a la vista un pequeño texto que juega el papel de ubicar
temporal y geográficamente a los entrevistados, y que antecede al monólogo de estos; y por
otro, por estas mismas borraduras, es que, a la vista del lector, el texto de la segunda parte
aparece como este mosaico de citas, en donde al narrador-autor sólo le toca ordenar. De
este modo el autor comparte al mismo tiempo la tarea del lector. Al tratarse de un mosaico
de citas, la segunda parte recuerda más a un esbozo previo a la conformación de la novela
que a una novela en sí. Es decir, lo que el autor nos entrega en esa segunda parte con su
aparente desaparición, es la recopilación de información para su novela, dispuesta de
manera ordenada y clasificada, que es, por otro lado, la única función, aparente por lo
2 Según la hipótesis de Carlos Labbé, Los detectives salvajes estaría narrado en su totalidad por un solo
narrador, García Madero. Esta teoría es coherente, si se toman en cuenta las intervenciones que según Labbé
habría hecho el narrador, lo que permitiría que ésta fuese un todo coherente. Sin embargo, “no es posible
acceder al relato del narrador de la segunda parte más que por deducciones y suposiciones ejercidas desde la
subjetividad del lector, a partir de los metarrelatos y sus encabezados” ( 23).
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demás, que cumple, lo que nos habla de un proceso previo a la escritura de ésta. Con esto,
estaríamos accediendo “a un nivel anterior a la forma acabada bajo la que el texto se
presenta en definitiva, es decir, al nivel de su generación como una infinidad de
posibilidades estructurales” (Kristeva, 24). Esto explicaría los vacíos que deja la narración,
pero también una conciencia narrativa que ha evolucionado.
Sin embargo, gracias a la evolución de esta conciencia narrativa, es que se entiende
que la segunda parte de Los detectives salvajes obedezca a un orden predeterminado. La
estructura más lógica que organizaría el orden de esta segunda parte de la novela de
Roberto Bolaño es la del modelo polifónico, que Camarero aplica para describir
Description de San Marco, de Michel Buttor, y que tiene como principal característica el
reunir “varias voces que son la representación del universo plural de gentes que se funden
en la visita a la catedral San Marcos de Venecia (...) Esta estructura implica el nivel de
composición del discurso (compositio), la estructura torrebabélica de las lenguas, los
registros de voz que se guardan conciente y, sobre todo, inconscientemente en la memoria,
la alteración tipográfica, etc.” (Camarero, 140). Al representar la novela de Bolaño un
mosaico de citas, hace uso del modelo polifónico, que pone en diálogo distintas voces, cada
una con su particular estilo. De ahí que se paseen por esta novela distintos modismos,
característicos de cada uno de los países latinoamericanos que cuentan con un representante
dentro de los entrevistados.
Pero el lector también participa de la no disyunción. Se transforma, por este vacío
que deja el narrador-autor, en autor, en participante activo del sentido final de la historia
que refiere la novela. Reconoceré su tarea bajo el rótulo de reescritura, que Camarero
define acudiendo a Rayuela de Julio Cortázar como
un tipo de lectura que va más allá de la lectura básica o elemental y que asume
sin ambagages el efecto de la relectura, la posibilidad de recorrer el texto de
otra manera según algunos principios inéditos o no previstos dentro de una
dinámica escritural que está más próxima al lector. Este hecho permite al lector
introducir una dimensión reescritural en el texto típica de la metaliterariedad
(165; el subrayado es mío).
Es este proceso de reescritura lo que le entrega a la novela de Roberto Bolaño el carácter
metaliterario. La disposición estructural de la segunda parte de Los detectives salvajes no
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obedece a la lógica temporal de los hechos narrados, sino, salvo un metarrelato, el de
Agustín Salvatierra, que funciona como base sobre la cual el mismo autor vuelve para
aclarar la motivación original de los acontecimientos posteriores, están dispuestos a partir
de las fechas en que se hicieron las entrevistas. De ahí que la narración que sigue una línea
cronológica sea el recorrido del autor- narrador por el mundo, tras la pista de Arturo Belano
y Ulises Lima, y no los acontecimientos que tienen que ver con los dos protagonistas, que
se encuentran constantemente fragmentados o rebatidos por los mismos metanarradores. De
este modo la estructura de la segunda parte, con sus vacíos intencionados, obedece a la
lógica de lo que Camarero entiende como clinamen o desviación del sentido; a partir de
esta desviación de sentido, es que la tarea del lector se intensifica. La tarea de trazar un
mapa cronológico y geográfico de los dos detectives salvajes le queda asignada a lector, ya
que, salvo pocas indicaciones, es casi nula la información, sobre todo temporal, que se
entrega respecto al recorrido que hacen los dos fundadores del realvisceralismo.
Igualmente, el ejemplo que demuestra con mayor claridad el clinamen apuntado por
Camarero en Los detectives salvajes, es el final de la novela, un acertijo visual que queda
sin respuesta y que, más que desviar el sentido de la novela, lo difumina, lo pierde, como la
figura del autor- narrador de la segunda parte. Pero no solo se pierde, con este acertijo, el
sentido de la novela, sino que además incentiva al lector a participar en su consecución.
“¿Qué hay detrás de la ventana?”, es una clara increpación al lector; el sentido final
ofrecido como reto, como interpretación, además de la puesta en escena del proceso de
reescritura, que Camarero atribuye a toda novela metaliteraria, un proceso de reescritura
que comenzará cuando el lector se asome a ver qué hay detrás de esa ventana.
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2. Los detectives salvajes: un policial latinoamericano.
Volviendo al tipo de relación architextual, que es el que Genette identifica con los
géneros literarios, señalé anteriormente que Los detectives salvajes se presenta como una
novela híbrida. Éste es un tipo de género que ha venido creciendo en Latinoamérica, y así
lo demuestra Macarena Areco en su artículo “La emergencia de la novela híbrida en España
e Hispanoamérica”. Explorando un corpus amplio de novelas, dentro del que se incluye a
Los detectives salvajes, Areco define las características de un nuevo género. Revisando el
análisis hecho hasta ahora de la novela de Roberto Bolaño, puedo concluir que se trata de
uno novela con estas propiedades. Sin embargo, falta profundizar en una de ellas, que es el
uso que se hace de un género masivo, y en este sentido Los detectives salvajes, ya desde el
título y con la sola referencia que se hace a la figura del detective, propone un diálogo con
el género de la novela policial. Su argumento es atravesado por dos búsquedas. La primera,
la búsqueda de Belano y Lima que atraviesa toda la segunda parte. La otra, que comprende
el relato de la tercera parte, es la búsqueda de Cesárea Tinajero. Esta última búsqueda
convierte a los protagonistas en detectives. La primera, además de convertir al narrador
ausente en detective, también convierte al lector. Y es que al tratarse, como es el caso de la
segunda parte, de un texto organizado al modo de citas, se puede llegar a suponer que el
narrador entrega la misma información que recibe. De este modo el narrador solamente
dibuja un mapa; el lector deberá seguir el mismo procedimiento para construir ese mapa
que localice a Belano y Lima. El lector, así, se convierte en cómplice del narrador medio
ausente; un colaborador que le ayudará a resolver el misterio de la ubicación de los dos
protagonistas. Así organizada, esta búsqueda muestra al detective-escritor-narrador siempre
y hasta el final de la novela un paso detrás de su grial. Por lo tanto, el fracaso se asume ya
desde la estructuración de la novela. Y fracasos porque, si en la búsqueda de la tercera
parte, más que dar con la figura de Cesárea Tinajero la motivación principal era conseguir
sus textos, objetivo que no se logra por la prematura muerte de la poesía, en la segunda
parte ni siquiera se logra dar con el paradero de Lima y Belano.
Según esto, los misterios que envuelven las dos historias de Los detectives salvajes,
la que reúne a la primera y tercera parte, y la fragmentada de la segunda, son de carácter
intelectual. Uno, según la terminología de Genette, intradiegético, es decir, el misterio y los
detectives que buscan resolverlo están dentro de la historia. El otro, aunque se desarrolla
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también dentro de la historia, tiene además un carácter metaliterario, al conformarse como
un proceso de relectura, que incluye al lector en una faceta más activa, participando casi
como detective. Esto ya determina una variante dentro del género policial. Sin embargo, no
es la única. “Respecto al subgénero policial, la mayoría de estas novelas recurre a los
elementos propios del formato, según el cual un personaje que cumple las funciones de
detective realiza una investigación para aclarar un enigma” (Areco, 179).
La novela policial canónica obedece a un cierto patrón de comportamiento de sus
componentes:
“Como se sabe, todo policial necesita un crimen rodeado de misterio; en tanto
que el suspenso sostiene la investigación que el detective lleva a cabo. Estos
componentes canónicos admiten modificaciones, y sus variables definen cómo
se articulan los tres términos esenciales para el género: crimen, verdad, justicia.
El policial narra cómo una vez cometido un crimen, se desarrolla la búsqueda
de la verdad y se restablece la justicia” (Amar Sánchez, 47).
Sin embargo, en Latinoamérica se ha dado un proceso de transformación o traducción del
código. Así, “En estas versiones latinoamericanas se plantea el debate sobre las
posibilidades mismas del género entre nosotros, por eso los textos se vuelven un juego de
alusiones y de diferencias con respecto al canon” (Amar Sánchez, 55). Estas desviaciones
le van entregando al policial latinoamericano un carácter político que antes no tenía, siendo
el crimen el que carga con esa torsión. Y es que si en su forma canónica el género policial
entrega una fórmula conocida, en donde la respuesta tranquilizadora no tardaba en llegar,
además de presentar un tipo de violencia controlable, la transformación latinoamericana
rompe el pacto de armonía entre sociedad/justicia/ley que el canon reponía, representando
el crimen como obra de las instituciones políticas o de poder (Amar Sánchez, 60).
El carácter político que toma la novela policial en Latinoamérica tiene mucho que
ver con la posición que Bolaño muestra en Los detectives salvajes respecto al proyecto
moderno. Magda Sepúlveda ve en el género policial un representante de la modernidad,
noción tiene que ver con que “todo obedece a una causa, y, que por tanto todo es
explicable, pertenece al discurso de la modernidad, ya que este concebía el mundo como
objeto manipulable, sobre el cual se opinaba de manera exacta, cuantificable y
disyuntivamente” (106).
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Los detectives salvajes participa de esta corrupción en un grado distinto. Si bien es clara su
transformación respecto al canon, lo que se puede comprobar comparando, por ejemplo, la
poca claridad que tienen los dos detectives salvajes a la hora de definir la motivación de su
búsqueda: “no lo hacemos por ti, Amadeo, lo hacemos por México, por Latinoamérica, por
el Tercer mundo, por nuestras novias, porque tenemos ganas de hacerlo” (553), con la
certeza que el crimen le da a los detectives canónicos, así como también por lo poco prolijo
de los métodos de los primeros, métodos que terminan, por ejemplo, con la muerte de su
objeto de búsqueda, o entrevistas que terminan, tal como lo recuerda el propio Amadeo
Salvatierra, en borracheras, en comparación con la claridad del razonamiento detectivesco
de los policiales tradicionales, no se puede afirmar que el crimen contenga una carga
política. Con esto no quiero decir que la novela de Bolaño no tenga cierto carácter político,
sino que ese carácter está supeditado a otra temática, la literaria. De ahí que el
restablecimiento de la justicia que se busca es de otro tipo; dar a conocer el trabajo de una
poetisa olvidada y perdida en los desiertos del norte mexicano.
Además, los componentes típicos de un policial funcionan al revés. Acá, son los
propios detectives, o los que se disfrazan de detectives, o los que juegan a serlo, los que
pretenden administrar la justicia literaria, los que provocan el asesinato de su ente perdido,
y así imposibilitan la culminación satisfactoria de su búsqueda. Un asesinato bufonesco,
irrisorio, y hasta ridículo. Cesárea Tinajero es asesinada por el padrote que persigue a Lupe
y a los tres poetas realvisceralistas que protegen a la pequeña prostituta, en una balacera
que tiene un carácter de ensoñación. Si a esto sumamos el ya mencionado cuestionamiento
a sus motivaciones y metodologías, estos supuestos detectives se configuran como
antihéroes. “La resolución del crimen- gracias al triunfo del héroe- en el policial canónico
reafirma la confianza en la ley y representa la tranquilizadora posibilidad de su
restablecimiento. Por esa razón, el sistemático fracaso de los detectives en estas novelas
introduce una inquietante inseguridad que remite a la información periodística cotidiana”
(Amar Sánchez, 67).
Esta configuración del “detective”, que juega a serlo, habla claramente de la lejanía
respecto a la figura canónica, lo que obedece según Magda Sepúlveda, a que “la verdad ha
dejado de ser un discurso explicativo, basado en causas y efectos” (106), por lo que el
panorama de los detectives latinoamericanos parece confundirse y complejizarse. Esto,
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obviamente, no explica la estructuración de Los detectives salvajes, aunque sí explica su
posición frente a la tradición moderna. Y la tradición moderna, en esta novela en particular,
es revisada desde su literatura. Así, la utilización del género, en su forma latinoamericana,
le sirve a Bolaño para dar cuenta de esa revisión.
Si se sigue la regla del policial, no hay misterio respecto al crimen, éste queda
resulto inmediatamente. O mejor dicho, el crimen físico, no forma parte central en la línea
del argumento de este misterio. Éste lo encontramos en otro lado, en la obra de Cesárea
Tinajero, y su evidencia, un poema aparecido en una vieja revista (Caborca) cuyo único
número es atesorado por un ex poeta vanguardista. Este misterio es el que queda sin
resolver.
La otra búsqueda, la que emprende el narrador ausente de la segunda parte, contiene
una motivación, por lo menos, ambigua, ya que ésta solo se puede deducir del seguimiento
exhaustivo que hace de las dos figuras, ausentes igual que él. Esta búsqueda también
configura al narrador, transformado en autor, como un escritor detective ya que, al igual
que el lector, va tejiendo el argumento de su historia a través de las entrevistas que realiza.
La ausencia de este narrador es tan abrumadora, que ni siquiera se encuentra el
establecimiento de un enigma; nunca se nos anuncia la motivación de la búsqueda de
Belano y Lima, por lo que no hay nada que resolver, sólo se deduce. Según esto, podría
pensarse la motivación de la segunda parte, que es la que contiene esta “persecución”,
como la intención de establecer el paradero de los dos realvisceralistas. Sin embargo,
ambos se van desvaneciendo a lo largo de la novela. En la segunda parte, en donde la
fragmentación se hace más radical, y el seguimiento del relato se hace más árido, el
narrador va siempre un paso más atrás que los dos protagonistas. Tanto es así, que este
enigma nunca es resuelto. Los dos “antihéroes” nunca son entrevistados, que sería lo más
lógico si son los personajes principales de la novela, por lo que se deduce que nunca son
encontrados, y por lo tanto, la búsqueda es fallida. No hay restablecimiento de una verdad
en este caso tampoco del tipo policial, aunque, de la misma forma que sucede con Cesárea
Tinajero: está el reconocimiento de una trayectoria literaria.
Pero para establecer el enigma de los realvisceralistas, hay que remitirse al
penúltimo metatexto; el de Ernesto García Grajales. Es a través de la voz de este personaje
que el grupo de los realvisceralistas comienza a reconocerse como movimiento literario, ya
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que por el testimonio de otros personajes, como Luis Sebastián Rosado, se da cuenta de la
nula cabida que tenían en el espacio literario del México de los 70’:
pero es que entonces, y ahora, me dijo Piel Divina, no había manera de estar en
uno de los dos bandos, ¿de qué bandos hablas, susurré yo (...), el bando de los
poetas campesinos o el bando de Octavio Paz (...), aunque el panorama tenía
más matices, en cualquier caso los realvisceralistas no estaban en ninguno de
los dos bandos, ni con los neopriístas ni con la otredad, ni con los
neoestalinistas ni con los exquisitos, ni con los que vivían del erario público ni
con los que vivían de la Universidad, ni con los que se vendían ni con los que
compraban ni con los que estaban en la tradición ni con los que convertían la
ignorancia en arrogancia, ni con los blancos ni con lo negros, ni con los
latinoamericanistas ni con los cosmopolitas (352).
Es con la instauración de García Grajales como “único estudioso de los realvisceralistas
que existe en México” (550), que el enigma de este movimiento de neovanguardia de los
años 70’ comienza a tomar forma de eso, de enigma cargado con el matiz de lo literario.
Antes, podría haber sido perfectamente la persecución a dos criminales, a dos locos o a dos
ilegales.
El enigma, de cualquier forma, que no logra revelarse completamente. Una de las
razones, por cierto, es la ambigüedad del discurso; las versiones están confrontadas,
negándose a veces unas con otras, por lo que el lector debe decidir cual es la más creíble, la
más cargada de objetividad, o simplemente la que guste: “Ni encerrona ni incidente
violento ni nada de nada” (160), dice Carlos Monsiváis, negando la exagerada afirmación
de Rosado: “lo que me han hecho a mí es peor que lo que le hicieron a Monsi” (157).
Otra, que Belano y Lima nunca son capturados por esta figura que sigue sus huellas durante
veinte años, y que parece rendirse finalmente ante el evidente desvanecimiento. Al terminar
el relato de la segunda parte, Lima, según lo que dicen los “testigos”, se encuentra en el
D.F. luego de desaparecer un tiempo en Nicaragua. Es García Grajales el que proporciona
este dato. “Ulises Lima sigue viviendo en el D.F. Las pasadas vacaciones lo fui a ver. Un
espectáculo” (551). Belano, por otro lado, termina perdido en África, y la última vez que se
lo ve es en territorio liberiano, en dirección a una muerte segura (según el propio narrador,
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Jacobo Urenda). Es decir, nunca se tiene la confirmación de los dos personajes más
involucrados.
La conformación de la figura del detective, que en este caso sería el narrador
ausente, no termina nunca de completarse, y tampoco termina por solucionar el enigma, por
lo que evidentemente termina siendo derrotado. “La derrota del detective es crucial en este
sistema. Su figura no sólo es la de un antihéroe como la del policial negro (...), sino la de un
fracasado, un “perdedor vocacional” que no logra unir los fragmentos de información y no
consigue saber toda la verdad” (Amar Sánchez, 70). Lo mismo le ocurre al detective
ausente de la segunda parte. Y lo mismo a Belano y a Lima en su faceta de detectives; no
logran sacar a Cesárea Tinajero del anonimato, no logran ubicar más poemas de ella, y para
rematar el asunto, terminan provocando su muerte.
Los detectives salvajes, como novela policial, sugiere un itinerario hacia la derrota,
la marginalidad y el anonimato literarios. No se trata de personajes que logran el éxito, sino
de fracasados que sin embargo no dejan de intentarlo, de marginales que no tienen cabida
en la oficialidad, de detectives que se disfrazan de tales, asumiendo toda la precariedad con
la que tienen que enfrentar ese oficio. Y es desde esa perspectiva que esta novela construye
el camino de la derrota; los misterios, en todos los ámbitos, no son resueltos, ni por los
personajes, ni por el narrador-escritor. Cesárea Tinajero, al igual que los realvisceralistas,
seguirán viviendo en la periferia.
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Capítulo IV:
Rayuela-Los detectives salvajes:
Un paréntesis entre París y Buenos
Aires.
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La relación que se puede establecer entre Rayuela de Julio Cortázar y Los detectives
salvajes de Roberto Bolaño, es revelada de manera briosa por Enrique Vila- Matas. El autor
español señala “Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar y donde Los
detectives salvajes bien podría ser su revés, en el amplio sentido de la palabra revés” (en
Manzoni, 102). La crítica se ha preocupado de profundizado en este diálogo, cuestión que
pretendo describir y profundizar a partir de esas consideraciones en este capítulo de mi
trabajo.
Es indudable, tal como lo indica la relación de Vila- Matas, que la influencia de
Rayuela ha trascendido el espacio Hispanoamericano, como es indudable también que las
influencias de Bolaño no se limitan solo a Latinoamérica y que el contexto de producción
de Los detectives salvajes, así como sus interlocutores más directos, están en España. Sin
embargo, lo que me interesa rastrear con este diálogo es la configuración del continente que
se realiza en estas dos novelas a partir de sus técnicas narrativas. Es por esto que, a pesar de
la extraterritorialidad de la obra de Roberto Bolaño, “que confirma su propia condición de
escritor chileno y mexicano y español, todo junto a la vez y nada exactamente” (Echevarría,
193), no concierne a este trabajo su relación con España o si lo hace, es en el contexto
anunciado antes, es decir, en la configuración de Latinoamérica en Los detectives salvajes.
Esto último me lo permite, por lo menos en Bolaño, su evidente autoconciencia de sujeto
latinoamericano, reflejada tanto en esta novela como en artículos críticos propios y
entrevistas. De ahí que ese carpetazo que anunciaba Vila-Matas lo entienda en el contexto
hispanoamericano, como un diálogo o una ruptura con la tradición del continente, que se ha
esmerado, a través de la literatura, en configurar un mundo.
1. La dinámica generacional.
Si bien el modelo generacional puede pecar de muchos desperfectos, me sirve en
esta parte de mi trabajo para rastrear en un contexto organizado, la evolución de las
corrientes literarias hispanoamericanas.
Asumiendo el riesgo de inducir por medio de este método una lectura inacabada,
incierta y arbitraria, es que lo utilizaré sólo para situar a los dos escritores que ahora me
atañen. No es por lo tanto la intención de este análisis situarlos en contextos cerrados, sino
por el contrario, establecer un diálogo fluido entre ambos, que de algún modo niegue esa
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unilateralidad que se le acusa a esta metodología. Para esto, además de servirme de
modelos generacionales, revisaré la crítica y los elementos que ésta rescata de las dos
novelas, lo que me permitirá abrir la perspectiva.
1.1 Situando a Cortázar.
La segunda generación de 1942, denominada por Cedomil Goic en Historia de la
novela hispanoamericana como neorrealista, se caracteriza por tener dos etapas: la primera,
como un rescate de los tópicos realistas, ahondando en el retrato de la lucha de clases,
utilizando el marxismo como trasfondo teórico, cayendo así, muchas veces, en lo
panfletario. “La sociedad es reducida a la lucha de clases y, puesta la mira sobre la
propiedad de los grandes centro de producción, se despliega paralelamente una literatura
antiimperialista y una exaltación de nuevo nacionalismo” (217). La segunda etapa, de
características más revolucionarias en cuanto a la estructura narrativa, se contrapone al
realismo, rescatando las tendencias que habían germinado con el superrealismo.
En cambio, los nuevos narradores que surgieron en la vigencia para apropiarse
de la auténtica vanguardia literaria, eran revolucionarios en materia de
literatura; emprendieron una auténtica revolución en contra de las formas
tradicionales, de las estructuras narrativas y del lenguaje y liquidaron con
agresividad y con talento la regresión que en estos aspectos cometía la otra
fracción. El Neorrealismo cambiaba de signo: ahora venía a ser la creación de
una nueva realidad, de la realidad contradictoria, compleja y variada sin límites,
que denunciaba la engañosa pretensión de pasar por realidad un escorzo
subjetivamente recortado y sin relieve de lo real (220-221).
Julio Cortázar es situado por Goic dentro de esta corriente, basado principalmente en
el análisis que hace de Rayuela, dentro del cual se pueden reconocer algunos tópicos
utilizados por Bolaño.
1.2 Situando a Bolaño.
Extendiendo el método generacional utilizado por Goic, Rodrigo Cánovas sitúa la
aparición de la generación de escritores chilenos nacidos entre 1950 y 1964. Siguiendo, a su
vez, los mismos patrones de Goic, sitúa la fecha de gestación de esta generación entre los
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años 1980-85, y su vigencia literaria, que se iniciaría a partir de 1995 (33). Por mera
correspondencia de fechas, Roberto Bolaño, que no es considerado dentro del análisis de
Cánovas, nacido en 1953, y cuya vigencia literaria, por lo menos en Latinoamérica,
comienza con la publicación de Los detectives salvajes en 1998, pertenecería a esta
generación.
Si por otro lado se sigue otra constante descrita por Goic que revisa a la segunda
generación superrealista como contraria a la primera hasta la aparición de su segunda etapa,
que vuelve a rescatar las obras vanguardistas y que deja ese gustito a la generación
posterior, y a sí mismo a la cuarta generación que extralimita las posturas de la tercera, se
debería situar la novela de Bolaño, dentro de la evolución de la narrativa hispanoamericana
como el punto de difuminación más palpable; como la ambigüedad llevada a sus límites,
siguiendo la línea de narradores anteriores como Cortázar o Borges, que generación por
medio han sido más o menos rescatados. Según los parámetros de Goic, a la generación de
Bolaño correspondería rescatarlos más ahincadamente.
Aunque solo limitado al ámbito chileno, Cánovas reconoce que esta generación es
desplegada a través de tres voces, que se van sucediendo al tiempo que conviven dentro del
mismo espacio1 con ciertos matices diferenciadores. Por ejemplo, describe el crítico, la
novela de la generación del 50 establece relaciones de continuidad y de ruptura con su
homologo precedente, la novela de la desacralización, estableciendo lazos de continuidad
afectiva con el pasado, pero creando al mismo tiempo una relación de crisis con ese pasado,
lo que tendría como consecuencia el despliegue de un discurso vanguardista en algunas
expresiones, y en otras el desarrollo del género policial (44-6).
Otro punto a considerar es el que, según Goic ha sido el aporte más innovador de
la generación anterior a ésta, la de los novissimi narratores, a la que pertenecen, entre otros,
Mario Vargas Llosa y José Emilio Pacheco (figura que circula por el mundillo de Los
detectives salvajes). Se trataría de la inclusión, en sus mundos narrativos, de la perspectiva
1 “La primera imagen generacional convoca un país como gheto, la vida cotidiana como un acto de
sobrevivencia y al escritor como un ser excluido, que ejerce su oficio en pleno descampado simbólico”.
“La segunda (…) concibe la imagen de un país amorfo, pero abierto al goce de la vida cotidiana”, por
medio de formatos narrativos como el folletín, o la utilización de un lenguaje que llame la atención del
público”.
La tercera, “construye un sujeto capaz de competir (sobrevivir alegremente) desde la escritura en una
sociedad de consumo, desarrollando sus capacidades comunicacionales” (Cánovas, 26).
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de la adolescencia, como un símbolo de ese estado de cosas. Esta perspectiva también se
incluye en las novelas de la generación del 50; si hay un rasgo que identifique a la novela
de esta generación de escritores chilenos, es el hablante. Éste adopta la voz de un huérfano,
de un expósito, por lo que a la novela de esta generación Cánovas la ha denominado novela
de la orfandad. Los detectives salvajes también incluye la perspectiva adolescente al tratar
el argumento de la primera y la tercera parte las aventuras de un grupo de neovanguardia de
los setentas, conformado por jóvenes de entre diecisiete y veintiún años, jóvenes que
además comparten con la novela de la orfandad el estado de huérfanos, por lo que es
posible encontrar ciertos rasgos compartidos entre la novela ganadora del premio Rómulo
Gallegos en 1999 y las expresiones que se dan en Chile, rasgos que identificaré en el
capítulo siguiente de este trabajo.
A partir de algunas observaciones, analizaré los elementos que considerados por la
crítica para Rayuela se pueden extrapolar hacia Los detectives salvajes. Y esto lo hago por
no repetir ni decir en mi nombre descubrimientos ya expresados, lo que es un peligro
evidente, sobre todo si se tiene en cuenta el tiempo que ha pasado (más de cuarenta años)
de la publicación de la novela de Cortázar, y la dedicación mayúscula que se la dedicado a
su estudio. Pero antes de emprender el análisis, vale una aclaración: al establecer esta
relación no busco cerrar el diálogo de Rayuela con otras novelas, ya que, como señalé al
comienzo de este capítulo, la influencia de ésta es muy grande como para pretender negarla
en otras novelas, anteriores o paralelas a Los detectives salvajes. Por lo tanto, al hacer esta
aclaración, asumo que los elementos que recojo de la crítica no están en relación exclusiva
con la novela de Bolaño. Lo que me interesa revisar es en qué contexto se sitúan las
utilizaciones de elementos narrativos que se dan de forma similar en ambas novelas.
2. El diálogo.
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La exploración del diálogo entre Rayuela y Los detectives salvajes debe comenzar
por reconocer en ambas la intención de constituirse como novelas totales, con una intención
(velada tal vez) de ingresar pisando fuerte en el canon. Esto se explica principalmente por
la cantidad de páginas que contiene cada una, característica no común en la novelística de
estos tiempos, pero además por la voluntad de ruptura formal que poseen. Esto me permite,
además, establecer una conexión aún mayor con la intencionalidad de construir un mundo
narrativo que implique, desde su propiedad literaria, por su puesto, una imagen o
representación del mundo hispanoamericano, lo que implica un nuevo elemento viéndolas
como novelas totales. Sin embargo, esta aclaración sólo es pertinente en cuanto ayuda a
penetrar en esas propiedades literarias que unen a ambas novelas, para lo que me servirá,
sobre todo, la categorización de las relaciones transtextuales que hace Gérard Genette.
El teórico francés, al describir la relación hipertextual que se establece entre dos
textos, apunta a diferenciar dos modos distintos de conexión. El primero, del que el Ulises
de James Joyce es una muestra, actúa por transformación simple; es decir, y como en el
caso de la novela del irlandés, se traspasa la historia de La Odisea, acaecida en la época de
los griegos, a la Irlanda del siglo XX. La segunda forma de relación es la que Genette
francés ha llamado imitación, y es la transformación a partir de la cual se originarían los
géneros literarios. Ejemplo de esto es La Eneida de Virgilio, que imita la forma de La
Odisea, dando paso, luego de otras expresiones imitativas similares, al género de la
epopeya (57). Según esto, la relación hipertextual se explicaría como la reescritura de un
texto anterior, denominado hipotexto, al que se hace referencia directamente.
En la relación entre Rayuela y Los detectives salvajes se pueden rastrear más que
momentos, técnicas narrativas que se reescriben y se insertan en un nuevo contexto. Así,
Los detectives salvajes no actuaría por ninguna de las dos vías de manera evidente, aunque
esté más cerca de la imitación que de la transformación simple. Y está más cerca de la
imitación, porque se sirve del aspecto formal de su hipotexto, y no de la historia de éste,
aunque se puedan establecer algunos paralelos. De momento, me fijaré en la utilización de
técnicas narrativas, que Cedomil Goic rescata de Rayuela, para establecer inmediatamente
la comparación.
Lo primero, “es que el lenguaje es una suerte de vertedero en donde se mezclan
modos de decir de muy variados orígenes” (223). Acá, el juego de preguntas por
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definiciones de formas poéticas dirigido por García Madero durante el viaje a Sonora, y que
termina mandando Lupe, registrado el 9 de Enero de 1976, transportando las preguntas a
definiciones de conceptos coloquiales, casi vulgares, remite a las coincidencias que une a
ambas novelas respecto a la utilización del lenguaje.
En este episodio de Los detectives salvajes el origen de las respuestas es diverso.
Por ejemplo, ante un dibujo circular, que dentro de él contiene además dos círculos, al
modo de una muñeca rusa, del que además sobresalen dos semiesferas, Lima responde
preguntando “¿Un verso elegíaco? No. Un mexicano visto desde arriba –dije-”, debe
corregir García Madero. Si a esto agrego los modismos peruanos (pata de Hipólito Garcés),
chilenos (huevón y rechucha de Andrés Ramírez), mexicanos (son los más utilizados por
los personajes de esta novela), entre otros, además de refranes populares como “no por
mucho madrugar amanece más temprano” (523), el origen de estos lenguajes se presenta
como diverso.
Lo segundo: “Como el lenguaje, los modos narrativos están configurados por una
manifiesta dislocación cuando no son ya y desde el comienzo un modo de decir
peculiarísimo” (224). En Los detectives salvajes, cada uno de los narradores de la segunda
parte hablan, también, con su modo peculiarísimo, dependiendo de su nacionalidad, como
mencioné en el párrafo anterior. Esto lleva más lejos el plurilingüismo descrito por Bajtín.
Para él, “el plurilingüismo introducido en la novela (…), es el discurso ajeno en lengua
ajena y sirve de expresión refractada de la intenciones del autor” (141) De ahí que la
palabra de la novela sea bifocal; la misma palabra sirve al héroe y al autor, pero a este de
manera opuesta; es aquí donde se forma el dialogismo, pues las palabras que el autor pone
en boca de su héroe o personaje no manifiestan necesariamente su opinión.
Pero en la segunda parte de Los detectives salvajes el plurilingüismo se expande; la
multiplicación de los personajes en la segunda parte, cada uno con un discurso propio, hace
más difícil encontrar la palabra del narrador (autor es una palabra que queda muy grande en
este análisis), que se esconde en párrafos indiferentes cumpliendo sólo una función
indicativa. Por esto, la palabra refractada del autor no la encontramos. Sí se puede, en
cambio, encontrar refracciones entre los distintos metanarradores, lo que llevaría el
plurilingüismo bajtiniano a un nivel distinto, mayor al multiplicarse. En Rayuela, por el
contrario, a pesar de su organización fragmentada, es más fácil encontrar esa palabra
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refractaria, porque es el mismo narrador quien articula el montaje en el que se desarrollan
los personajes. Éstos, por supuesto, también tienen, por momentos, voz propia. Sin
embargo la novela no alcanza a estar dominada por sus voces, lo que permite que en el
momento que se pronuncian, entren, además de en diálogo entre ellas en el diálogo con el
narrador.
Tercero: “Es en este orden de relaciones que puede articularse, reconociendo la
particularidad con que se la presenta en la novela, la teoría de la novela de Morelli (...)La
violencia a un orden que ha ignorado todo lo que no sea la racionalidad, dicta las normas
para construir la auténtica antinovela” (229). La misma idea plantea Fernando Alegría, al
considerar que Rayuela “lleva dentro de sí su autonegación, su bien armada bomba de
tiempo” (244)
Se puede reconocer acá el elemento metaliterario, entendiendo este lenguaje como
el “del ensayo y de la especulación teórico filosófica (...), pasa a integrarse en el poema,
que se hace metalenguaje de su propio lenguaje- objeto” (Haroldo de Campo, 292), que
reconocemos en Los detectives salvajes en boca de Joaquín Font.:
Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que
quisieron hacer Ulises Lima y Belano. Grave error, como se verá a continuación
(...) los lectores desesperados son como las minas de oro de California. ¡Más
temprano que tarde, se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta evidente! No se puede vivir
desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolo termina
haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos (201-2).
Este párrafo refiere el peligro al que se enfrenta una novela como Los detectives
salvajes; una novela, por cierto, para desesperados, si se toma en cuenta que, para el mismo
Joaquín Font, La montaña mágica de Thomas Mann es “un paradigma de la literatura
tranquila, serena, completa” (202). Se entrega una comparación, para evidenciar el tipo de
literatura que realiza la novela de Bolaño, y al reconocer sus propias limitaciones, lleva, al
igual que Rayuela, el germen de su autodestrucción, o para no entrar en la grandilocuencia,
la autoconciencia de su agotamiento.
Pero el aspecto metaliterario no solo se remite a esto. Si se toman en cuenta las
palabras de Haroldo de Campos, que nota la integración del lenguaje ensayístico en la
ficción, y del mismo Borges, quien practica esta integración, no se puede dejar de notar,
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dentro de la narración, la inclusión de un lenguaje crítico literario. De ahí que piense esta
inclusión como metaliteratura, ya que se refiere a la misma tradición literaria, lo que
también podríamos reconocer como intertextualidad, a la manera en que Kristeva la
entiende, ya que se evidencia un diálogo entre textos.
Cortázar aborda, por lo menos en Rayuela, esta dimensión desde la parodia.
Igualmente Bolaño, quien, por medio de uno de sus personajes, Ernesto San Epifanio,
realiza una crítica al espacio literario, por medio de un lenguaje paródico.
Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía a varias corrientes:
maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos.
Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los
maricas. Walth Withman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un
poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz
marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de
improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y
el paradigma de las locas (83).
Por último: “En la narración, desescribir, minar, destruir, hacer volar, las formas
establecidas y con ello toda la escritura moderna y tradicional y toda la literatura, es lo
perseguido.” (229) ¿No es acaso lo que encuentran los dos detectives salvajes, según la
apreciación de Grínor Rojo, al ir a buscar a Cesárea Tinajero, y terminar causando su
asesinato?
La muerte de Cesárea Tinajero, primera vanguardista de México, es,
esencialmente, en la novela que nos ha proporcionado Bolaño, la muerte de una
cierta manera de concebirse el escritor a sí mismo y de concebir su creación. Es,
en buenas cuentas, la muerte de un arte y una literatura de los que Octavio Paz
(...) es el más celebrado de sus representantes. Paz fue, históricamente, el
vanguardista por excelencia y el de más larga duración (72-3).
Sin embargo, la segunda parte de la novela de Roberto Bolaño se constituye, más
que como una ruptura total, como una revisión de las consecuencias que ha tenido la muerte
(al interior de la novela) de lo que está siendo derruido. A partir de la muerte de Cesárea
Tinajero, lo que se plantea es la revisión deconstructiva del proyecto que en la novela ha
acabado de manera involuntaria. Y esa revisión en Los detectives salvajes, se puede
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desprender de dos figuras espectrales que deambulan por la novela: una es Auxilio
Lacouture, la madre de los poetas de México, cuyo papel analizaré en capítulo siguiente, y
el otro es Octavio Paz, cuya figura vaga por un parque del DF mexicano, esfera donde tiene
lugar el encuentro de éste con Ulises Lima, y cuyo contenido no lo sabemos, porque a Paz,
como personaje, no le es entregada una voz, sino que el episodio se conoce por su
secretaria, Clara Cabezas, quien lo acompañaba a esos paseos, pero que no interviene en
esa enigmática conversación. “Las cosas habían ocurrido tal como habían ocurrido y si yo,
que era el único testigo, no sabía lo que había pasado, lo mejor era que siguiera en la
ignorancia” (510). El proyecto moderno, ese que Goic caracteriza como racional, es el que
se pasea como fantasma, como espectro, por el DF en Los detectives salvajes, tomando
decisiones sin sentido, como ir a pasear a un parque, y tomando actitudes del todo
irracionales, como caminar en círculos y cruzarse con un desconocido, sin tener la
seguridad aparentemente de abordarlo y enfrentarlo (506).
Aquí se podría descubrir una aproximación respecto a la historia entre ambas
novelas. Oliveira, personaje principal de Rayuela, deambula por París perdiéndose en
reflexiones metafísicas que cuestionan el orden positivista moderno, minándolo ya desde
esa posición crítica, que asume el lenguaje crítico, pero además minándolo desde los paseos
sin rumbo fijo de Oliveira, o la indiferencia frente a los encuentros entre él y La Maga en la
ciudad, que eran regidos por el azar, dejando de lado la planificación y la causalidad.
Respecto a otros elementos rescatados por la crítica de Rayuela, falta aludir, acaso,
al más trascendente: la fragmentación. La acción de Rayuela está dividida en tres grandes
partes: Del lado de allá, Del lado de acá, y finalmente, De otros lados. Cada uno de estos
grandes segmentos, se divide en pequeños trozos, que van dando cuenta, ya sea de la acción
o de pequeñas reflexiones, pero que funcionan igualmente al nivel macro de la novela. Así
mismo, Los detectives salvajes se divide en tres grandes partes, la primera y la tercera
conteniendo la fragmentación típica de un diario de vida (es decir, por fechas), y la
segunda, fragmentada en monólogos de personajes que tuvieron algún tipo de contacto con
los dos protagonistas.
Acá, la noción de mosaico de citas que asigné a Los detectives salvajes, puede
remitir también al concepto de collage que Yurkievich asigna a Rayuela, sobre todo
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teniendo en cuenta “De otros lados”, la última parte (y desechable si se sigue la lectura
lineal) de la novela de Cortázar. Y es que Rayuela, para Yurkievich
consuma la aclimatación de collage a la narrativa en lengua española (...) El
collage resulta por fin el medio más eficaz para dar cuenta de la bullente
disparidad de nuestras realidades, de sus flagrantes desigualdades, de sus
antagonismos coetáneos, de sus contradicciones explosivas (...) El collage
convierte al texto en lugar de reestructuración y de derivas, provoca
migraciones semánticas, desbandadas simbólicas, transmigraciones nocionales
(120),
todos elementos que, como mencione anteriormente, se pueden rastrear en la segunda parte
de Los detectives salvajes; ésta se constituiría como un collage de citas.
Pero esta apertura que provoca la fragmentación, y que da como resultado una
estructura del caos, también nos remite al final de ambas novelas. En el tablero de
direcciones Rayuela se da por terminada en el capítulo 131. Sin embargo, este fragmento
remite al capítulo anterior, es decir, al 58, que a la vez transporta a la lectura del 131. Este
proceso determina la intención de Cortázar por darle el carácter de infinita a su novela, pues
no acaba nunca, ya que siempre, cuando se llega al final, si se sigue el tablero de
direcciones, se termina por ir al capítulo anterior, el que remitía a este último. Así, los dos
últimos fragmentos pueden ser leídos por siempre, sin acabar nunca la novela.
El final de Los detectives salvajes es un acertijo gráfico. Este acertijo, según lo
aclara la pregunta que le sigue, sería una ventana; una ventana enmarcada por líneas
fragmentadas. La posterior pregunta ¿Qué hay detrás de la ventana?, queda sin solución en
la novela. Sin embargo, a partir de varios rastros metatextuales dentro del texto de Bolaño,
se puede esbozar una lectura. Uno de ellos es “En determinado momento de la noche,
María me dijo: el desastre es inminente” (82; el subrayado es mío) Esta afirmación de
María Font se encuentra en la primera parte, y corresponde al 22 de noviembre de 1975. El
final de la ventana está fechado el 13 de febrero de 1976, y pone fin a la parte que contiene
la aventura de la búsqueda de Cesárea Tinajero. ¿Qué habría detrás de la ventana, entonces?
Según la lectura que planteo, el desastre inminente, que se materializa con la estructura
caótica de la segunda parte, que narra los hechos acontecidos posteriormente a la fecha del
final de la ventana. Por lo tanto, según esta lectura, Los detectives salvajes también se
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comportaría como una novela infinita. Cada vez que se llegue al final de la ventana, que es
al mismo tiempo el final de la tercera parte y de la novela, se tendría que volver a la lectura
de la segunda parte, es decir, a lectura del desastre.
Pero esta lectura no reduce la infinitización del final de la novela de Bolaño. El
mismo acertijo sin resolución permite la posibilidad de múltiples interpretaciones, lo que
sería una invitación al lector a contribuir en el sentido del texto, y en ese sentido puede
funcionar también como el tablero de direcciones de Rayuela. Estas múltiples
interpretaciones a que invita la ventana final, puede ser leída también como un intento de
hacer una novela infinita, como la de Cortázar, pero empleando una técnica distinta.
La fragmentación de la novela de Cortázar puede ser explorada como configuración de una
imagen de mundo. “Cortázar propone una novela abierta, hecha de fragmentos que, en su
simultaneidad, darán una imagen auténtica de la realidad” (Alegría, 245). Esa realidad
estará dominada por el caos: “la antiliteratura de una imagen del mundo contemporáneo
como un caos y del hombre como una víctima de la razón” (Alegría, 243). En Bolaño, o en
particular en Los detectives salvajes, la cosa no parece ser distinta; como lo señala Rojo,
“Belano/ Bolaño le dice adiós con ese episodio (la muerte de Cesárea
Tinajero) a la figura nutricia de Cesárea Tinajero, es decir, a una cierta
experiencia de la modernidad y que a lo peor, para él, es la modernidad
propiamente dicha, suponiendo que ella, por lo menos en nuestra parte del
mundo, sería la que inaugura las vanguardias estéticas y políticas en la segunda
y tercera décadas del siglo XX. En su novela, ese es el proyecto al que se le
pone una lápida” (74),
y añade: “Lo nuevo es la perspectiva desintegrada, desarraigada y globalizada que hace
presa de la conciencia del protagonista durante el lapso que sigue a febrero del 76” (75). Y
si esto no basta, las palabras de María Font: “el desastre es inminente”, pueden aportar algo.
Según se apliquen estos principios que identifican a Rayuela como una antinovela a
Los detectives salvajes, ésta también puede entenderse como una novela de este género, que
habla de un tratamiento distinto de la narración. Este nuevo tratamiento tiene que ver
principalmente con lo que Noé Jítrik reconoce como montaje, que se refiere sobre todo a las
“nuevas maneras de tratar narrador, tiempo y espacio” (Jítrik, 235), desde la fragmentación,
y sobre todo, remitiendo a la noción de transformación, que como ya mencioné está
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presente en Los detectives salvajes a través del análisis de los actantes inducido por el
método de Kristeva, y que tiene que ver, principalmente para el crítico argentino, con la
participación requerida por la novela del lector, lo que “no significa falta de desarrollo de
los temas sino un desarrollo que el lector debe completar mediante su memoria narrativa
pero también mediante su propio poder de creación, exigido hasta la fusión de su
inteligencia con el texto que le es entregado” (Jítrik, 235-236).
Por último, uno de los procedimientos de Rayuela que quedaba en el tintero es la
activa participación que debe tener el lector. Esto podría leer como consecuencia de la
fragmentación. Sin embargo, esa fragmentación debe organizarse por medio de estrategias
paratextuales, como en el caso de Rayuela, lo es el Tablero de direcciones que antecede a la
novela, y la que indica los dos caminos a seguir por el lector. Así, éste debe decidir la ruta
al mismo tiempo que arma la novela.
Los detectives salvajes también presentan una especie de instructivo paratextual;
éstos son los pequeños párrafos que anteceden a cada monólogo en la segunda parte, que
son expuestos en un tono indiferente, no dando ninguna pista más que lo que se expresa, es
decir, la localización y la fecha de la entrevista. De ahí que, “a diferencia de Cortázar,
Bolaño no invita al lector cómplice a través de un Tablero de direcciones sino que lo hace
jugando con las referencias, mezclando la realidad con la ficción, los hechos y las
conjeturas, los personajes apócrifos con los históricos y poniéndole trampas para que, tarde
o temprano, termine asumiendo el papel de descifrador” (Trellez Paz).
Es evidente que todos estos elementos no permitan establecer una relación
hipertextual entre ambas novelas, principalmente dado por la exclusividad. Y es que si se
lee a Los detectives salvajes como una reescritura de Rayuela, se debería identificar con la
misma categoría a otras novelas que practican estas mismas técnicas, igual o más
drásticamente que Los detectives salvajes. Sin embargo, si se recuerdan los elementos que
toma Macarena Areco para definir novela híbrida, ya citados en este trabajo, y se comparan
con los elementos recién descritos, la relación hipertextual entre Rayuela y Los detectives
salvajes se hace más nítida. Más aún si se recuerda lo citado anteriormente sobre el método
que describe Genette para la composición de los géneros narrativos, por medio de la
imitación formal, se puede decir que la novela híbrida latinoamericana encuentra uno de sus
antecedentes como género en Rayuela.
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Capítulo V:
A la intemperie
latinoamericana.
1. Una interpretación de Latinoamérica.
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Si se considera la propuesta de Rayuela como “la Enciclopedia al revés. Es decir,
que si la enciclopedia fue el medio de que se valió el siglo XVIII para ordenar la realidad e
incluir todos los fenómenos dentro del círculo luminoso de la razón humana, Rayuela
representa la desintegración de todo lo que constituye cultura y moralidad, y la
demostración del carácter convencional del pensamiento, de la acción y de la actividad
literaria” (Franco, 348), cabe preguntarse a qué responden todos los elementos
anteriormente analizados de Los detectives salvajes. Y es que la novela de Julio Cortázar es
un antecedente importante para la de Roberto Bolaño, ya que representa, sobre todo por su
fragmentación, uno de los primeros intentos concretos en el continente de desarmar el
relato (no nos olvidemos de Macedonio Fernández, Juan Emar o Pablo Palacio, entre otros),
dando más énfasis al problema estructural que al contenido, porque tanto Rayuela como
Los detectives salvajes tienen una trama más bien sencilla o ya expresadas por la literatura
anterior; es decir, su fuerte no es la historia, sino que la manera de contar la historia.
En el segundo capítulo de este trabajo analicé cómo en la segunda parte de Los
detectives salvajes la presencia del autor se difumina hasta desaparecer, dejándole la
responsabilidad de organización y construcción de la obra su narrador, que parece querer
jugar también al ocultamiento. Para Noé Jitrik, la presencia del autor se hace evidente en
la organización de un texto, pero la responsabilidad es traspasada ahora al narrador, que
forma parte también de la historia como personaje. Éste, que para la novela realista y sus
derivaciones, era el estandarte bajo el cual se estructuraba todo intento de aprehendimiento
de la realidad y el que personificaba la visión de la realidad del autor, es para la novela
hispanoamericana moderna, desde Macedonio Fernández, el organizador de la
difuminación de los sentidos de la novela. Por esta razón es que plantea que a través de la
figura del personaje se pueden rastrear las transformaciones que ha vivido la narrativa
hispanoamericana.
Sin embargo, en Los detectives salvajes, como aclaré anteriormente, esta
responsabilidad, que el autor entrega a uno de sus personajes, en este caso al narrador-
entrevistador, parece perderse entremedio del coro de voces que van construyendo a través
de fragmentos la figura de los dos personajes principales. Éstos permanecen ausentes; son
la motivación de la discusión, pero esa misma discusión los pierde. Caso distinto el de
Rayuela, en donde los personajes son directamente manejados y perdidos por el montaje
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que construye el narrador. Los detectives salvajes parece alejarse un grado más en este
sentido, ya que la voz organizacional del autor está repartida en las distintas voces, o, en
todo caso, en una figura que está tan ausente como él: la del supuesto entrevistador.
De este modo, el recorrido de la novela deja de ser lineal; el caso de Rayuela es más
obvio que el de Los detectives salvajes ya que, a pesar de que en esta última la historia está
fragmentada y es puesta en escena por medio de múltiples voces, es igualmente fácil de
seguir, pues cada fragmento se encuentra dentro de una cronología más o menos ordenada.
Por lo tanto, esa misma cronología va dejando huecos que el lector deberá ir llenando con
la aparición de los relatos posteriores.
Esta renuncia a la linealidad, expresada a través de la fragmentación, representa un
punto de quiebre respecto al enfrentamiento entre el lenguaje y la realidad. Este
enfrentamiento, si bien no es exclusivo de Latinoamérica, tiene antecedentes desde el
mismo descubrimiento del continente. Sabida es la contradicción que generó en los
conquistadores venidos desde España el acomodar a su imaginario preconcebido la rica
realidad americana: ésta se presenta dialógica, escurridiza, difusa, desde un principio para
los intentos escriturales dogmáticos occidentales que traían los colonialistas. Incluso la
noción de que la realidad latinoamericana es más literaria que la propia literatura es, siglos
más tarde, reconfirmada por García Márquez, ante la estupefacción que le provocaron los
asesinatos políticos en México. Lo difícil para el escritor latinoamericano no era la
invención, si no hacer que su realidad sea creíble (Ortega, 63).
Frente a este escenario, la novela de Cortázar, que es más contemporáneo de García
Márquez que Bolaño, plantea esta solución fragmentaria. Sin embargo, a pesar de que
coinciden en muchos puntos, sería anacrónico de mi parte achacarle la misma intención a la
novela de Roberto Bolaño, sobre todo por el tiempo que las distancia (más de treinta años
median entre la publicación de una y otra, y mucha agua ha pasado bajo el puente). La
sugerencia de la comparación importa en este caso para ver cómo se comporta la
fragmentación en un contexto distinto.
Siguiendo la interpretación de Grínor Rojo, que señalé en el capítulo anterior y que
observaba la muerte de Cesárea Tinajero como una renuncia al proyecto moderno que
encarnaba la poeta de culto de los realvisceralistas y, junto con ella, las vanguardias
latinoamericanas, entiendo la segunda parte de Los detectives salvajes como la
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consecuencia (caótica, por cierto, como también indiqué en el capítulo anterior) de esa
renuncia. Pero esa renuncia no es porque sí. Por medio de ese gesto, Bolaño nos da cuenta
de una autoconciencia muy marcada de sujeto latinoamericano.
A través de lo que nos cuenta Auxilio Lacouture, se conoce la experiencia de
Belano en Chile, durante la época de la Unidad Popular. El chileno regresa a su tierra luego
de conocer la victoria del proyecto de Allende, para hacer la revolución. Sin embargo, a los
pocos días de arribado, Allende es derrocado, instalándose los militares al mando del
gobierno. Es detenido en Los Ángeles y posteriormente puesto en libertad gracias a unos ex
compañeros de colegio, que trabajaban para el régimen, ocasión que aprovecha para
retornar a México. Así, su regreso está marcado por la decepcionante experiencia del
fracaso del proyecto revolucionario.
A su vuelta, nos cuenta la misma Auxilio Lacouture, algo había cambiado en él;
Arturito ya no era el mismo. Comenzó a frecuentar a poetas más jóvenes que él; comenzó
incluso a desafiar a la muerte, a experimentar con drogas. Comenzó a perdonarle la vida a
sus antiguos amigos, esos con los que antes guardaba el privilegio de ser el poeta más joven
entre los poetas jóvenes de México, aunque el no fuera mexicano. Y es que Belano era el
Dante que había regresado de los infiernos, o incluso se sentía “como el mismísimo
Virgilio”. Y aunque no lo torturaron, si aguantó, como un hombre, quedando así con su
conciencia tranquila y su dignidad de “machito latinoamericano” intacta (195-6).
Según la interpretación que hace Rojo, este episodio marcaría la muerte de la
creencia de Belano en un proyecto identificado con la modernidad. “Belano, de regreso de
la empresa revolucionaria y fallida de Chile, es pues “otro. Algo hay ahí que se quebró y
algo hay ahí que lo reemplaza. El que vuelve del infierno de Chile es un individuo que no
cree ya en lo que creyó y que por lo mismo no quiere saber nada no sólo de sus mayores
sino que ni siquiera de sus contemporáneos, de los que se burla y a los cuales, con
desprecio cariñoso, les perdona la vida” (74).
Que el relato de la búsqueda y muerte de Cesárea Tinajero esté en un registro
tradicional, al estilo de un diario de vida (exceptuando el corte abrupto que se produce en la
mitad de la historia y que abre el espacio para la introducción de la segunda parte), no es
casual, sino que obedece a la lógica de la decepción que Belano experimenta tras su paso
por Chile. Luego de la caída de Allende se iniciaría, aún en un registro tradicional, la
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búsqueda de Cesárea Tinajero; la muerte de ésta da paso al nuevo formato. Esta lógica
implica, además o como consecuencia de presentar una mirada de Latinoamérica, hacerse
cargo de paradigmas anteriores.
No se asiste, como en el caso de Rayuela, a la completa destrucción del paradigma
moderno, pero sí a una revisión, “porque, es un rasgo de la actual problemática narrativa,
hecha en la hibridez de los materiales y la reapropiación del flujo discursivo transfronterizo,
la novela latinoamericana ha abandonado las estrategias del encantamiento del lector (como
Rayuela o Cien años de soledad), para explorar el repertorio del desencanto con la
modernidad, con sus promesas incumplidas” (Ortega, 70). Lo que habría detrás de esa
ventana, luego de la muerte de Cesárea Tinajero, sería esa revisión. Pero esa revisión es
construida al modo de una parodia. Cesárea Tinajero, la vanguardista mexicana de
principios del siglo XX, fuente de inspiración del grupo de los realvisceralistas, al
momento del encuentro es descrita de un modo grotesco, risible; nada más alejado de la
encarnación de un ideal. “Vista de espaldas, inclinada sobre la artesa, Cesárea no tenía nada
de poética. Parecía una roca o un elefante. Sus nalgas eran enormes y se movían al ritmo
que sus brazos, dos troncos de roble, imprimían al restragado y enjuagado de ropa. Llevaba
el pelo largo hasta casi la cintura. Iba descalza” (602). Al momento de este encuentro, la
decepción que atraviesa las palabras de García Madero es evidente.
Pero la ridiculización no se queda solo ahí. Cesárea es muerta de un balazo en
medio de en un enfrentamiento entre el padrote de Lupe (la prostituta protegida por los tres
poetas) y un policía amigo de él, y el grupo que conformaban los tres detectives y Lupe,
que en ese momento ya estaban acompañados por la poetisa. “Esto es lo que pasó. Belano
abrió la puerta de su lado y se bajó. Lima abrió la puerta de su lado y se bajó. Cesárea
Tinajero nos miró a Lupe y a mí y nos dijo que no nos moviéramos. Que no nos bajáramos.
No empleó esas palabras, pero eso fue lo que quiso decir” (603).
Este gesto de Cesárea, creo, no es banal. Para mí, tiene dos interpretaciones, que de
todos modos llevan al mismo punto. La primera, es que la mórbida ex literata intentará, con
ese gesto, proteger a los dos personajes que se quedan en el auto. Es decir, aún intenta
cumplir, a pesar de su estado, el papel de protectora; esto es, la modernidad, a pesar de su
evidente estado de descomposición, intenta seguir protegiendo a sus hijos bastardos. La
otra, es que, viendo el peligro inminente, Cesárea buscara, al momento de bajarse del auto,
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la muerte. Una muerte bizarra, sin ningún ápice de heroísmo, de épica, una muerte que
termina cuando menos bajando del Olimpo y quitándole el aura casi divina a esta figura que
los mismos poetas habían ido ensalzando dentro del relato.
Estas dos interpretaciones llevan, como dije antes, al mismo punto: el proyecto
moderno se ha acabado, y al mismo tiempo al modo de narrar que forja García Madero. “El
tesoro que nos dejaron nuestros padres o aquellos que creímos nuestros padres putativos es
lamentable. En realidad somos como niños atrapados en la mansión de un pedófilo. Alguno
de ustedes dirá que es mejor estar a merced de un pedófilo que a merced de un asesino. Sí,
es mejor. Pero nuestros pedófilos son también asesinos” (Bolaño, Entre paréntesis, 314).
Es a partir de este momento que comienza la difuminación de los dos personajes
principales. ¿Qué queda, pues, luego de esa decepción, de ese fracaso? Queda, obviamente,
la segunda parte de la novela. Esta parte significa, para el mismo Rojo la mirada
“desintegrada, desarraigada y globalizada” (Rojo, 75). Y es que cronológicamente, la
muerte de la poeta vanguardista es el acto que desencadena la segunda parte (visto desde un
punto de vista causal, que no es el más indicado). Desde esta segunda parte, es que
podemos ver de manera evidente la conjetura de los dos personajes por la que abogaba,
según las palabras de Noé Jitrik, Macedonio Fernández, es decir, los personajes como “una
posibilidad inverificable” (224). Esta conjetura o posibilidad inverificable, es, para Martín
Hopenhayn, una de las características de la cultura postmoderna: “Así, la comunidad de
interlocutores ya no se funda en la estabilidad del referente, sino en su continua
desterritorialización” (Hopenhayn, 117).
Acá se me hace necesario aclarar dos puntos. Primero, los dos protagonistas pierden
su referencialidad, al estar relatados por la multiplicidad de voces, y también, lo que me
lleva al segundo punto, por el constante cambio de escenario, lo que los lleva a esa continua
desterritorialización, entendida como “el movimiento por el que se abandona el territorio.”
(Deluze y Guattari, Dialogues, 517 en Catalán, 96- 7), y por extensión, la mutación
permanente del lugar del referente.
2. A la intemperie: intento de construcción del sujeto latinoamericano.
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Aunque no es el propósito de este trabajo internarse por recovecos políticos, la
referencia a lo acontecido en 1973 en Chile es central en esta novela. Pero más que ahondar
en el contexto histórico de aquella época, me interesa rescatar la manera en que es
presentado al interior de la novela. Es por esto que cuando me refiera a este hecho, lo haré
desde el punto de vista novelístico, es decir, solo me abocaré a la imagen de mundo que se
puede desprender de la novela, y sobre todo a las consecuencias que tiene en los
personajes.
Para Rodrigo Cánovas, el que nos habla en la nueva novela chilena es un huérfano.
“Es como si el sujeto se hubiese vaciado de contenido para exhibir una carencia primigenia,
activada por un acontecimiento histórico, el de 1973” (39). Es así como los componentes
del árbol genealógico, padre-madre-hijo, son expuestos en toda su precariedad,
desnudándolos de su simbolismo, y deconstruyendo el paisaje nacional (40). Roberto
Bolaño, en Los detectives salvajes, no propone la deconstrucción solo de Chile, sino que de
toda Latinoamérica. Y esto lo confirman, además de los diversos parajes por donde se
pasean sus personajes, los mismo personajes, que pertenecen a nacionalidades distintas,
pero la mayoría englobados dentro de la categoría de latinoamericanos. “Soy huérfano, seré
abogado” (13), dice García Madero. Pero además, “Por la obra de Roberto Bolaño transitan
-errantes, fantasmales- los náufragos de un continente en el que el exilio es la figura épica
de la desolación y de la vastedad. Laberinto de identidad, Latinoamérica es para Bolaño una
metáfora del abismo, un territorio en fuga” (Echevarría, 193).
La marcha por el mundo transmite la sensación de desamparo, de orfandad, que
experimenta la generación de Bolaño, los que nacieron en la década del cincuenta “y los
que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más
correcto decir de la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos,
que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo
y que en cierta forma lo era, pero que en realidad no lo era” (Bolaño, Entre paréntesis, 37)
y que vivieron en su juventud el momento de la extinción de los grandes paradigmas que
movían a los sujetos modernos. En ese sentido, es significativo el pasaje de Jacinto
Requena de Septiembre de 1985, que relata las aventuras de Ulises Lima en Nicaragua.
De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en
donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían
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y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal
que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del
futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes
eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente
acabarían comiéndose los unos a los otros (367; el subrayado es mío)
Esa visión del pasado retrata la decepción con que se mira el proyecto moderno, el proyecto
previo a Septiembre de 1973. Y esa poca credibilidad se retrata en uno de los personajes
que deambulan como una de las voces que relatan la historia de los dos detectives salvajes,
figura que encarnar el papel de madre: Auxilio Lacouture, autoproclamada como la madre
de la poesía mexicana, que resiste en uno de los cubículos de un baño de la UNAM, por un
período de tiempo impreciso, la envestida de los militares.
Aquí, quisiera detenerme en la figura materna. Para el mismo Cánovas, la figura de
la madre aparece, en la novela de la orfandad, como la única posibilidad de adopción que
guardan los huérfanos latinoamericanos. Y es que “la mujer aparece señalada, ya sea al
inicio o al final de la anécdota como: madre, huérfana y solitaria (...) Paradójicamente,
desde este espacio existencial de huerfanía primigenia surge una imagen renacida de la
mujer, desde su papel de creadora. Serán portadoras de un linaje que gira en torno a la
mujer (es el rito del legado materno, que genera la utopía de un nuevo comienzo), y desde
una actividad creativa ligada al razonamiento y a la escritura, que les permite recomponer
la memoria familiar de la estirpe” (42-43). Sin embargo, para el mismo Cánovas, esa
memoria se recoge de modo fragmentario, sin lograrse rescatar del todo.
Siguiendo estos lineamientos, Grínor Rojo ha propuesto la búsqueda de Cesárea
Tinajero como la búsqueda de la madre que Cánovas define: “el pasado se recompensa
desde el acto de búsqueda del padre (en los relatos de aventureros y detectives) o la madre
(en los relatos de mujeres); mientras que el presente se vive desde el desquiciamiento de
ambas leyes (...) Detrás de la madre, el discurso esquizofrénico de una crítica que fractura
el orden de lo real y la posibilidad de forjar una nueva comunidad afectiva. Ese es el
abordaje de los huérfanos” (Cánovas, 44).
Cesárea Tinajero, si seguimos la propuesta de Rojo, sería la madre y el término de la
búsqueda de la tercera parte de la novela. En esta particular búsqueda, la opción de una
adopción queda descartada por la muerte prematura de la poetisa. Es ahí donde acaba, de
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una manera paródica para el mismo Rojo, la búsqueda de la madre en Los detectives
salvajes. Sin embargo, la figura de Auxilio Lacouture viene a reemplazar la figura materna
de Cesárea Tinajero. Con Auxilio, el prototipo no se embroma; responde más bien a los
lineamientos que Cánovas ha descrito y que he rescatado, en el sentido de que a este
personaje se le da una voz, a partir de la cual se puede establecer esa crítica al orden y la
instauración de una nueva comunidad, aunque, demás está decirlo, fragmentada.
Es decir: todos iban creciendo en la intemperie mexicana, en la intemperie
latinoamericana, que es la intemperie más grande porque es la más escindida y
la más desesperada. Y mi mirada rielaba como la luna por aquella intemperie y
se detenía en las estatuas, en las figuras sobrecogidas, en los corrillos de
sombras, en las siluetas que nada tenían excepto la utopía de la palabra, una
palabra, por otra parte, bastante miserable. ¿Miserable? Sí, admitámoslo,
bastante miserable (Bolaño, Amuleto2, 42-3).
¿Cuál es el motivo de esa autoproclamación de Auxilio Lacouture? Este episodio,
que está relatado de manera ambigua, al modo de un recuerdo, conlleva también su propia
degeneración. Primero, el metarrelato de Auxilio, fechado en diciembre de 1976, es desde
el comienzo, confuso. Su año de arribo a México no es claro ni siquiera para ella, al igual
que el tiempo que pasa encerrada en un baño de la UNAM para salvarse de la intervención
de los soldados. Segundo, este metarrelato conlleva su propia degeneración; “Y muchas
veces yo he escuchado la historia, contada por otros, en donde aquella mujer que estuvo
quince días sin comer, encerrada en un baño, es una estudiante de Medicina o una secretaria
de la Torre de Rectoría y no una uruguaya sin papeles y sin una casa donde descansar”
(199), al configurarse como una leyenda nostálgica.
La experiencia de Auxilio Lacouture, madre de los poetas de México, no es
recobrada del todo. Sin embargo, no es casual que Bolaño ponga en boca de este personaje
el relato de la experiencia de Belano en Chile. Éste es el relato central de la segunda parte,
el que permite entender los motivos de la estructura de la segunda parte y de la
organización de toda la novela; éste es el relato que anuncia la decepción del sujeto por el
2 Amuleto de la novela de Roberto Bolaño que trata de manera exclusiva la historia de Auxilio Lacouture, y
donde ella es la voz narrativa.
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proyecto moderno; éste es el relato que da pie para la recuperación fragmentaria de la
memoria.
Es por este indicio que comparto la hipótesis que propone María Antonieta Flores:
“Los detectives salvajes es una novela que dentro del contexto de la literatura
hispanoamericana funciona como vínculo entre pasado y presente. Estética y temáticamente
tiende un puente entre modernidad y posmodernidad, entre lo real maravilloso (...) y la
narrativa post- boom. No rompe sino que vincula” (94). Auxilio Lacouture es la madre de
los poetas de México porque fue la única que resistió dentro de la universidad la escisión
del proyecto moderno. Fue la única que sobrevivió para atestiguar que no todo fue
destruido; se constituye como un símbolo de resistencia de ese anhelo, de ese sueño. “Yo
soy la única que aguanto en la universidad en 1968, cuando los granaderos y el ejército
entraron. Yo me quedé sola en la facultad, encerrada en un baño, sin comer durante más de
diez días, durante más de quince días, ya no lo recuerdo” (197). Sin embargo, el símbolo de
ese sueño se transforma en mito urbano, en una leyenda que se ha ido corrompiendo al
pasar de boca en boca; pero la resistencia está ahí, aunque sea convertida en leyenda,
convertida en borroso recuerdo, convertida en fragmento.
3. Las ciudades de Bolaño.
Si en la obra de Horacio Quiroga es la selva la que se constituyó como el espacio
diferente que permitía explorar zonas problemáticas de la modernidad latinoamericana,
como un espacio excluido, marginado, de confrontación con la racionalidad, como un
territorio que configura la pérdida (Montaldo, 115-9), las ciudades en Los detectives
salvajes son espacios que cumplen un rol similar. Si se homologa la figura de la ciudad a la
de texto, es indiscutible que, como lo sugerí en el segundo capítulo de este trabajo, las
ciudades de Los detectives salvajes funcionan como territorio de confusión.
El reconocimiento (literario) de la marginalidad, ya implica una transformación
respecto a la literatura latinoamericana anterior. Y es que si ésta, sobre todo en sus últimas
expresiones, insertaba al sujeto latinoamericano en una problemática universal desde el
espacio latinoamericano: “En la novela latinoamericana contemporánea puede fácilmente
rastrearse la preocupación (…) por compartir la suerte del hombre, inquietud perfectamente
compatible con un querer captar y reflejar un modo de ser americano, una ontología propia,
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pero a través de valores universales que son comunes a otros seres humanos de otras
latitudes” (Aínsa, 45), Bolaño lo sitúa en la universalidad misma, “Tan fuera del énfasis
localista como de la impostura cosmopolita, nada como la propia escritura de Bolaño
acierta a reflejar, también en el nivel del idioma, esta extraterritorialidad” (Echevarría,
193), desenvolviéndolo por distintos parajes y paisajes que evidencian la total
fragmentación de este sujeto, anteriormente subalterno, pero que ha aprovechado esta
pérdida de los referentes y este vaciamiento para enfrentarse a la diversidad de otras
culturas, lo que lo constituye en un sujeto fragmentado.
“La mayoría de nuestras grandes novelas (...) son más bien grandes espacios del
habla, del recuento, del coloquio con que construimos espacios de comunicación que son
un derecho de ciudad, un acta de fundación, una vía de acceso al lugar, si no central sí
decisivo para ocupar, en el discurso de nuestro tiempo, el sitio de las articulaciones, de las
identificaciones, del autorreconocimiento” (Ortega, 50). Esta visión insiste en un proceso
de confluencia y diálogo de las distintas particularidades que conformaron la identidad
latinoamericana. Pero, ¿qué pasa cuando se sale de ese espacio de autorreconocimiento?:
“Y fue entonces cuando de golpe se me vino encima todo el horror de París, todo el horror
de la lengua francesa, de la poesía joven, de nuestra condición de metecos, de nuestra triste
e irremediable condición de sudamericanos perdidos en Europa, perdidos en el mundo, y
entonces supe que ya no iba a poder seguir traduciendo <<Sangre de satén>> o <<Sangre
de raso>>” (234). La identidad se pierde, la comunicación, que antes convertía a la ciudad
en un espacio del habla, se llena de interferencias, volviéndose todo un diálogo de sordos;
no queda más remedio que situarse desde la marginalidad,
mientras el mexicano iba desgranando en un inglés por momentos
incomprensible una historia que me costaba entender, una historia de poetas
perdidos y de revistas perdidas y de obras sobre cuya existencia nadie conocía
una palabra, en medio de un paisaje que acaso fuera el de California o el de
Arizona o el de alguna región mexicana limítrofe con esos estados, una región
que imaginaria o real, pero desleída por el sol y en un tiempo pasado, olvidado
o que al menos aquí, en París, en la década de los setenta, ya no tenía la menor
importancia. Una historia en los extramuros de la civilización, le dije. Y él dijo
sí, sí, aparentemente sí, sí, sí (240),
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una marginalidad a la que no le está permitida ningún tipo de reconocimiento, y que es lo
que de algún modo hacen los realvisceralistas, un grupo que se construye desde la periferia,
que intenta negociar su entrada al centro, pero que termina perdiéndose y perdiendo a sus
dos fundadores en una multiplicidad de escenarios, en el escenario del mundo y no solo de
Latinoamérica, como lo hicieron García Márquez en Cien años de soledad, o Vargas Llosa
en La ciudad y los perros, ni con la certeza de esos escenario, como Cortázar en Rayuela,
novelas en que lo misceláneo venía a convergir aquí, en este continente. Los detectives
salvajes sólo encuentra en la conjetura de sus cercanos una posibilidad de atraer
nuevamente al presente y al propio terreno a sus personajes, al modo de sobrevivientes. De
este modo, los personajes de Los detectives salvajes parecen decir; “Nosotros, los hijos de
la ciudad letrada, terminamos en nosotros, los ilegibles” (Ortega, 61), en directa alusión a
Ángel Rama.
He ahí la diferencia con Horacio Quiroga, cuyo proceso de identidad pasa por “los
enfrentamientos, las luchas, las alianzas, se realizan en la tierra de nadie y son siempre
negociaciones de la identidad, amenazada con sucumbir a la otredad” (Montaldo, 119). En
el caso de la novela de Bolaño, es la otredad la protagonista, intentando ingresar al canon,
pero siendo negada siempre, lo que muestra la evolución de la literatura hispanoamericana
a la hora de enfrentar la noción de identidad desde el fin de siglo XIX (con Quiroga) hasta
el fin de siglo pasado, evolución que, obviamente, ha sido desarrollada con matices a lo
largo de la centuria recién pasada. De este modo, la identidad no es la amenazada; por el
contrario, la identidad es la castradora, la que margina y la que constituye a los
realviscesarlistas, como para Ortega las feministas y ecologistas (37-8), en sectores
marginados que desde esa posición intentan minar el centro.
Si se entiende hibridación desde la perspectiva sociológica como “procesos sociales
en los que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan
para generar nuevas estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se
combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas” (García Canclini, 14), la
relación con lo desarrollado por Macarena Areco al aplicar este concepto a la novela es
inevitable. La hibridación, a nivel formal literario, como ya señalé en el segundo capítulo
de este trabajo, se cumple a cabalidad en la novela de Roberto Bolaño. Sin embargo, en el
aspecto temático, la marginalidad de los realvisceralistas supone un proceso de hibridación
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incompleto; sólo se acepta la diversidad sin poder penetrar en ella y constituirse como un
elemento válido de tomar en cuenta. Esta situación implica una denuncia acerca del los
procesos constitutivos de identidad, que “revela una serie de operaciones de selección de
elementos de épocas distintas articulados por los grupos hegemónicos en un relato que les
da coherencia, dramaticidad y elocuencia” (García Canclini, 17). De este modo, el aceptar
a Latinoamérica como una cultura híbrida, implica reconocer en su conformación de
identidad un diálogo de igual a igual entre todos sus elementos constitutivos. Pero al
escribir de y desde la marginalidad, Bolaño cuestiona ese igualamiento, que establece a
Latinoamérica como “Cultura mestiza por definición histórica, la latinoamericana es
resultante de la inserción ibérica inicial (...) en el tronco multiforme de las culturas
amerindias, con el posterior agregado del elemento africano y de los aluviones
inmigratorios” (Barreiro Saguier, 21), sobre todo si se tiene en cuenta que mestizaje es,
para García Canclini, un concepto familiar al de hibridación (21). De este modo, al
cuestionar la identidad constitutiva desde una marginalidad no aceptada por la misma
identidad, se configura una pérdida de referentes que lleva inevitablemente a un proceso de
desterritorialización, es decir, se pierde la referencia y la posibilidad de identificación con
un territorio, al discutir los elementos que permitían esa pertenencia.
Este proceso de desterritorialización, en ningún caso es similar a los que se dan, por
ejemplo, en textos de autores como Alberto Fuget. En “Por favor rebobinar, Venecia sólo
es un ámbito en el cual se ve televisión, la única ventana es la pantalla que transmite lo
mismo que puede verse en Santiago o en Madrid. El mundo se ha convertido en puro
espacio virtual, sólo es una imagen mediática” (Amar Sánchez, 158), sino que por el
contrario, los dos detectives salvajes de Bolaño viven en las ciudades por donde pasan;
trabajan, hacen amistades, o en otras palabras, vuelven a territorializar lugares que para la
generaciones anteriores de escritores latinoamericanos son desconocidas.
“Si considero Los detectives salvajes, arbitrariamente, desde la
perspectiva particular de Arturo Belano, descubro una serie de territorios que el
personaje va a territorializar. Si la territorialización es el ritmo devenido
expresivo, o las componentes de medios devenidas cualitativas, se debe
entender que el personaje confiere una marca singular a cada territorio. Para
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ello, requiere un reconocimiento del código impuesto y una descodificación.
(...) El actante trastrueca el código y produce uno nuevo” (Catalán, 97).
Esta configuración espacial no rechaza completamente la posibilidad de una
identidad, pero esa identidad se conforma a partir de la diversidad. La ciudad, desde la
óptica de los personajes de Bolaño, es particularmente extraña; se admite un proceso de
territorialización, pero éste es más complejo que el que denunciaba Ortega, ya que la
pérdida de los referentes se hace explícita, negando la claridad. Son, en el fondo, los
resquicios que quedan de una herencia, la modernidad, que aún permite ese anhelo. Sin
embargo, esa pretensión queda escindida
En este sentido, Richard Senett nos recuerda que “los espacios urbanos cobran
forma en buena medida a partir de la manera en que las personas experimentan el cuerpo. A
medida que ese espacio se convierte en mera función de movimiento se hace menos
estimulante, sólo se trata de atravesarlo, no de ser atraído por él” (Amar Sánchez, 159).
¿Qué pasa entonces con la experiencia de Belano en África, sin medicamentos, y en la
guerra civil de Liberia? ¿Qué pasa con la experiencia de Lima en Nicaragua bajo el alero de
la revolución sandinista? ¿Con la del mismo Lima en Israel, en donde es detenido y
encarcelado en el mismo desierto, o en Port Vendres, en donde tiene que trabajar de
pescador y dormir en unas cuevas que dan a un acantilado en donde revientan las olas del
mar? Hay, es obvio, una experiencia del cuerpo, una experiencia que va más allá de ver
televisión en el cuarto de un hotel;
a mi no se por qué me recordó un viaje que hice de chico por Corrientes,
incluso lo dije, le dije a Luigi: esto parece Argentina, se lo dije en francés, que
era el idioma en que los tres nos entendíamos, y el tipo del Paris- Match me
miró y opino que ojalá sólo se pareciera a Argentina (...) ¿y que había querido
decir con eso? ¿ que Argentina era más salvaje y peligrosa que Liberia?, ¿qué si
los liberianos fueran argentinos ya estaríamos muertos? No sé (536).
Esta experiencia de los dos detectives salvajes por distintos parajes, permite
territorializar para constituir el espacio de la ciudad no como un no lugar, sino como el
lugar en donde se da la diversidad y donde el sujeto huérfano comienza o intenta comenzar
nuevamente a formase: “La posmodernidad no supone la implantación de producciones
híbridas o turbias. Ella misma recupera la demanda de claridad, heredada de Las Luces,
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pero resituada en una agonística de la diversidad, en una proliferación de fragmentos”
(Hopenhayn, 119).
Con este proceso de pérdida de referentes, y el posterior reemplazo por la
diversidad, la ciudad latinoamericana en Los detectives salvajes ha dejado de tener ese
color localista, pintoresco, tropical, que se dibujaba en algunas novelas de la tradición.
“Con esta configuración espacial y cultural, los textos rechazan y cuestionan un imaginario
que a lo largo del siglo XX, desde la novela regionalista hasta el boom, se ha vuelto ya un
modo de pensar lo latinoamericano” (Amar Sánchez, 165), ese modo tropical y pintoresco,
que obedece más a una rivalidad con otras culturas más desarrolladas. Y es que “la
rivalidad cultural es el modelo que ha producido en las capitales de América Latina aquella
fascinadora e increíble síntesis que como amalgama cultural representan mucho más que
una mera réplica imitativa y provinciana” (Siebenman, 33).
De ahí que la interpretación de Ortega de la ciudad latinoamericana como espacio
del habla en donde vienen a confluir todos estos aspectos puestos en diálogo, queda de
algún modo discutida con Los detectives salvajes. En la novela de Roberto Bolaño la
ciudad latinoamericana funciona como el espacio perfecto para perderse. “Durante un rato
estuvimos los dos en silencio, chupando y mirando por los ventanales ese espacio oscuro
que era la ciudad de Managua, una ciudad que sólo conocen sus carteros y en la que de
hecho la delegación mexicana se había perdido más de una vez, doy fe” (335).
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Conclusión:
Instructivo para una
derrota.
En el segundo capítulo de este trabajo hablé de la inminente derrota que configuran
los policiales latinoamericanos, y que esa relación estaba dada principalmente por el
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carácter político que asumía la novela de este tipo. Este carácter implicaba que la coyuntura
en la que se desarrolla la historia de este tipo de novelas posea una vital importancia, a
diferencia de lo que serían los policiales canónicos. Y es que el crimen, móvil de este
género novelístico, aparece en sus versiones latinoamericanas como producto de las
instituciones políticas, las mismas que en la tradición velaban y aseguraban el respeto por el
orden de la justicia. Sin embargo, al ensombrecerse el poder correctivo, esta certeza se
vuelve un elemento que asegura la derrota. En este panorama, el detective se encuentra en
un lugar ambiguo, “no lo son o juegan a serlo” (Amar Sánchez, 65), constituyéndose desde
una marginalidad, asumiendo desde un principio su fracaso.
El argumento de Los detectives salvajes, a pesar de tratar una temática dominada
por lo literario, va configurando, a través de cada uno de sus elementos formales y
temáticos, ese recorrido hacia una derrota. Fuertemente imbuida en el contexto histórico de
Chile de 1973 y de lo que significaron las dictaduras militares en toda Latinoamérica en la
década del setenta, la novela de Roberto Bolaño señala, también desde la marginalidad de
los realvisceralistas, la decepción ante el proyecto moderno.
De ese modo, por medio de la fragmentación de la segunda parte, que dije era la que
organizaba la decepción post experiencia de Belano en Chile, es que también se da cuenta
de la fragmentación del sujeto latinoamericano. De ese modo, la preocupación formal de
Bolaño, tal como lo anuncié con Rayuela, que implicaba un quiebre del modo de adaptarse
la literatura a la realidad, resulta de una visión de mundo. Esa visión de mundo está
marcada por la decepción y por la derrota. Y en este sentido, según lo afirma el propio
Bolaño, Los detectives salvajes “intenta reflejar una cierta derrota generacional y también
la felicidad de una generación, felicidad que en ocasiones fue el valor y los límites del
valor” (Entre paréntesis, 327).
Pero no solo la fragmentación refleja ese itinerario de la derrota a nivel formal. En
el final, que contiene un acertijo gráfico, un cuadrado enmarcado por líneas segmentadas
que referiría una ventana, junto a la pregunta “¿Qué hay detrás de la ventana?”, confluyen
las derrotas de todos los actantes de este libro. La del escritor, que transformado en un
narrador en la segunda parte marcado por la ausencia o la imposibilidad de participar, salvo
en un tono indiferente, así como de dar con el paradero de sus blanco, renuncia finalmente
con ese acertijo a la escritura, poniendo fin a un itinerario por lo menos agónico, que está
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marcada por ir siempre un paso atrás. En este sentido, el escritor como detective no logra su
objetivo, no encuentra la verdad, porque no logra dar con los principales implicados, y
entonces lo que le queda es una multiplicidad de verdades, de perspectivas, que a la vez
fragmentan al sujeto. Y también, la del lector, que debe renunciar a encontrar una novela
que cierre su círculo interpretativo, aunque asuma muy seriamente el rol activo que le
corresponde.
La derrota de los personajes está marcada, en la primera búsqueda, por la parodia.
La figura de Cesárea Tinajero, festinada en su descripción y en su muerte, no hace más que,
según Grínor Rojo, burlarse del arquetipo. “Bolaño se burla del motivo tradicional de la
búsqueda, se burla de su variante psicoanalítica y se burla en fin de los rituales más
sacrosantos del arte y la literatura modernos” (71).
Esta última derrota es la que marca la despedida del proyecto moderno, y presenta la
perspectiva desarraigada, desterritorializada, y globalizada. En este sentido, la novela de
Bolaño se comportaría como novela posmoderna; pasa de la unidad del gran relato, que
serían la primera y la tercera parte, enmarcadas en la voz de un solo narrador, lo que de
algún modo asegura una referencia, a la diversidad de los pequeños relatos en la segunda
parte, marcando con esta organización la disolución del sujeto, que “cobra la forma o la
metáfora de la esquizofrenia: no somos nunca uno mismo, sino muchos otros” (Hopenhayn,
119). Así, la novela se plantea como una revisión deconstructiva y paródica, “Cierta
impronta tanática de este nuevo sujeto novelesco aparece aminorada y reducida desde
novedosos formatos que deconstruyen la cultura a través de operaciones lúdicas, que
conllevan ironía y entretención” (Cánovas, 46), que termina por fragmentar al sujeto, un
sujeto latinoamericano que queda, como analicé en el último capítulo, a la intemperie,
huérfano de proyectos que guíen su vida, lo que provoca la desorientación, y, por último, la
pérdida.
Pero la derrota de los personajes de Bolaño deja igualmente el gustito del triunfo;
“perder es una forma de triunfo que ubica al protagonista más allá del sistema y le
proporciona otra clase de éxito. Ser un antihéroe perdedor, formar parte de los derrotados
garantiza pertenecer a un grupo superior de triunfadores: el de los que han resistido y
fundan su victoria en la orgullosa aceptación de la derrota” (Amar Sánchez, 72).
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Belano y Lima la resisten desde la marginalidad: venden drogas para financiar sus
proyectos literarios, entran en reuniones literarias provocando el rechazo de sus pares
antagónicos, y en ese sentido, nada más alejado de la figura del poeta que representa
Octavio Paz y sus seguidores.
Este movimiento, de entrar en reuniones literarias y hacer ruido, provocar
desaguisados y enardecer los ánimos (recordemos el episodio de la clase del talle de
Álamo, en la que Belano y Lima irrumpen provocando un conato de pelea), muestra el
intento de territorializar, y al recibir como respuesta el rechazo, no queda más salida que
configurarse desde la marginalidad, transformándose inmediatamente en antihéroes. Y el
triunfo de estos dos antihéroes es la resistencia en esa marginalidad. He ahí su valor, el
valor que rodea la resistencia, y que también rodea al ejercicio de la escritura, porque la
escritura es “lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al
vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso” (Bolaño, Entre paréntesis,
36).
Ante la propuesta del propio Bolaño de leer la novela “como una agonía o como un
juego” (Entre paréntesis, 327), he tratado, en un primer momento, de verla como un juego
muy rico en donde varios elementos confluyen: la descripción de alguno de esos elementos,
que en ningún caso considero agotados en este trabajo, era mi intención. Luego, al intentar
una interpretación, intenté verla como una agonía, en el sentido en que entiende Hopenhayn
la agonística: los valores, las imágenes y los símbolos son materiales combinables y
desplazables, con las que se trabaja para idear nuevas formas de individuación
(Hopenhayn, 117). Arturo Belano y Ulises Lima, por medio de su recorrido, se transforman
en sujetos que resisten, pero agónicamente, combinando símbolos de su propia identidad,
con los que contienen las ciudades y los territorios por los que van pasando. En este
sentido, son sujetos posmodernos, si esto significa “desconfiar de los metarrelatos”
(Hopenhayn, 98), y Los detectives salvajes, en su segundo capítulo, también lo es, si
entendemos posmodernidad como “la diseminación de discursos y la irrupción de múltiples
códigos donde se entremezclan funciones denotativas, prescriptivas y descriptivas”
(Hopenhayn, 100-1). La fragmentación, la proliferación de voces y perspectivas, y la
multiplicidad de escenarios que implica la desterritorialización y un nuevo proceso de
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territorialización, hacen de Los detectives salvajes una novela posmoderna, y, además,
violentamente latinoamericana.
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87
Índice.
Agradecimientos …..………………………………………………………………….. 3
Introducción ………………………………………………………………………... 5
Capítulo I: Marco Teórico ………………………………………………………….. 8
1. La novela como transformación ………………………………………… 9
1.1 Del signo al símbolo ………………………………………………… 10
1.2 La novela polifónica ………………………………………………... 11
1.3 Unidad de transformación: Los actantes ………………………………12
2. El problema del autor: los espacios vacíos ……………………………….. 14
3. La intertextualidad ……………………………………………………….. 15
3.1 Tipologización de la intertextualidad ………………………………... 16
Apéndice. El cuestionamiento del signo ……………………………………... 20
Capítulo II: Los detectives salvajes, novela transformacional ………………………. 22
1. Introducción a la novela …………………….……………………………. 23
2. Análisis actancial de Los detectives salvajes …………………………….. 23
3. La incógnita del autor-narrador …………………………………………... 30
3.1 El autor: una perspectiva desde Latinoamérica ………………………. 32
Capítulo III: Transexualidad en Los detectives salvajes ……………………………... 36
1. Tipos de relacioenes transtextuales en Los detectives salvajes…………….37
1.2 La metatextualidad …………………………………………………….40
2. Los detectives salvajes: un policial latinoamericano ……………………....44
Capítulo IV: Rayuela-Los detectives salvajes.
Un paréntesis entre París y Buenos Aires………………………..50
1. La dinámica generacional ………………………………………………….51
1.1 Situando a Cortázar …………………………………………………… 52
1.2 Situando a Bolaño …………………………………………………….. 52
2. El diálogo …………………………………………………………………. 55
Capítulo V: A la intemperie latinoamericana ………………………………………… 64
1. Una interpretación de Latinoamérica ……………………………………... 65
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2. A la intemperie: intento de
construcción del sujeto latinoamericano ………....………………………..70
3. Las ciudades de Bolaño ……………………………………………………73
Conclusión: Instructivo para una derrota ………………………………………………79
Bibliografía …………………………………………………………………………….84