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1 UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES FACULTAD DE COMUNICACION Y LETRAS ESCUELA DE LITERATURA CREATIVA A LA INTEMPERIE LATINOAMERICANA Los detectives salvajes de Roberto Bolaño MARCO ANTONIO QUEZADA SOTOMAYOR Tesis para optar al grado de Licenciado en Literatura Creativa Profesor Guía: Felipe Cussen Abud Santiago, Chile 2007

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UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES FACULTAD DE COMUNICACION Y LETRAS

ESCUELA DE LITERATURA CREATIVA

A LA INTEMPERIE LATINOAMERICANA

Los detectives salvajes de Roberto Bolaño

MARCO ANTONIO QUEZADA SOTOMAYOR Tesis para optar al grado de Licenciado en Literatura Creativa

Profesor Guía: Felipe Cussen Abud

Santiago, Chile

2007

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Agradecimientos:

Mis agradecimientos van para todas las personas que hicieron posible este trabajo.

A mis padres y hermanas por el apoyo, paciencia y cariño en estos cuatro años; a Felipe

Cussen y Francisca Lange por el tiempo dedicado y los consejos; a Carolina Pizarro por

la disposición; a mis amigos, que para resumir el cuento no los nombraré acá, pero ellos

saben quienes son; y por último, a la persona que probablemente haya sufrido más

conmigo estos últimos dos años y medio: ella resume todo lo dicho anteriormente.

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“Y es que el individuo podrá andar mil

kilómetros, pero a la larga el camino se lo come”

(Roberto Bolaño, Primer manifiesto Infrarrealista)

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Introducción.

El análisis de una novela como Los detectives salvajes debe comenzar asumiendo el

fracaso. Ese fracaso implica el no poder agotar jamás una obra tan rica y dispersa, y por lo

tanto abandonarse a la resignación de no encontrar la verdad que cierre el círculo

propuesto, ni mucho menos concluir en el reconocimiento de todos sus elementos. De ahí

que este trabajo se proponga una lectura a partir del mismo texto, rastreando ciertos

dispositivos que permitan esbozar esa lectura partiendo desde la organización y

estructuración interna de la novela.

Es por esto último que mi pretensión no pasa por revisar Los detectives salvajes a

partir de la biografía de Roberto Bolaño, ni a Arturo Belano como su alter ego. Lo que me

importa rescatar de esta novela es su dinámica textual, para luego insertar esa dinámica en

diálogo con una tradición que desde el mismo texto parece querer escaparse.

El análisis de este trabajo tomará como base la definición de Texto de Roland

Barthes, quien señala en su artículo “La muerte del autor”: “un texto no está constituido por

una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo

(pues sería el mensaje del Autor- Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el

que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la origina: el

texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura” (69). Este axioma me

permite guiar la investigación por vericuetos ajenos a los que podría aportar, por ejemplo,

la biografía del autor antes ya descartada, tema que trataré de evitar la mayor parte del

tiempo posible, recurriendo a él sólo cuando sea estrictamente necesario y nada más que

como mención.

La opción que tomaré, por lo tanto, será distinta a la del análisis de una obra

autobiográfica. Está más cercana, como anuncié antes, al rastreo de componentes internos

del texto y sus relaciones construidas en una dinámica constante. Esta dinámica aspira a ver

en Los detectives salvajes una novela transformacional; esto es, una novela que juega

constantemente con los aparatos más rígidos de la narrativa tradicional, ya sea

moviéndolos, ocultándolos o intentando borrarlos. Es por esto que recurro al análisis

semiótico de Julia Kristeva, quien con su metodología me permite indagar en esos

movimientos. Con esto, no pretendo explorar la novela de Bolaño desde la estructura del

signo. Más bien me propongo revisar los elementos internos del texto en dependencia, para

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luego sacar las conclusiones pertinentes; examinar cómo se comportan esos elementos en

relación a la actuación del signo.

De cualquier modo, la elección de este método no busca reconocerse como el

exclusivo, ni siquiera como el más indicado, sobre todo si se toma en cuenta que la misma

Kristeva reconoce en la novela realista el punto más álgido de la estructura del signo, y a la

vez su desgaste, y que Los detectives salvajes no es una novela con pretensiones de ese

estilo. Esta elección pasa, primero, para explicarla, por ver en esta metodología un sistema

coherente de análisis, y segundo, por permitir una mayor libertad de movimiento en la

comparación. Así, mi interés no es penetrar en la obra con un modelo predeterminado, sino

que ese modelo sirva como guía, aunque en algún momento del camino será inevitable

desviarse.

Pero los movimientos de esos componentes no solo se remiten al interior de la

novela. El texto, como bien indica Barthes, es un tejido de citas. Aquí se encuentra el punto

de asimilación más alto entre el teórico francés y Julia Kristeva. Ella apunta a revisar el

texto a partir de su relación con el lenguaje y por lo tanto, en relación con otros enunciados

externos a la novela. De este modo al reconocer el texto como un tejido de citas o como un

aparato en relación con otros enunciados, además de dejar fuera de todo análisis literario a

la figura del autor, se ingresa el concepto de intertextualidad.

La intertextualidad apunta a estudiar el texto en una faceta distinta; esta vez, el

diálogo se dará hacia el exterior del texto, no a modo de referencia (como sería el caso de la

autobiografía) sino de diálogo. Y para este nuevo ámbito utilizaré las categorías de Gérard

Genette, quien desarrolla, además de reemplazar el concepto por el de transtextualidad, una

tipologización que incluye cinco tipos de relaciones transtextuales diferentes.

A partir de todos estos elementos, me propongo establecer una lectura de la novela

de Roberto Bolaño en un diálogo con la tradición hispanoamericana. Esta tradición que por

medio de la literatura, se ha caracterizado por organizar modelos de identidad, que incluyen

según Gustav Siebenman en su artículo “Modelos de identidad y novela nueva”, en los

comienzos, desde la época de la independencia, el que identificaba a América con un

proyecto utópico, como el continente del futuro, hasta, con la aparición de focos

revolucionarios, un modelo de rivalidad política, posicionándose desde la lucha contra el

imperialismo internacional.

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A partir de este reconocimiento es que me planteo la hipótesis de que Los detectives

salvajes configura con sus elementos internos como personajes, lenguaje y estructura, una

representación de Latinoamérica. Esto, claro está, no es invento mío, sino que la propia

crítica ha reconocido una voluntad de Bolaño de alegorizar, por medio de su escritura, al

continente. “México funciona como una metáfora de Hispanoamérica (entendida, a su vez

como una metáfora del caos)” (Echevarría, 71).

La voluntad latinoamericana que recorre las páginas de Los detectives salvajes no

apunta a construir una representación condescendiente y pintoresca. De ahí mi interés por

esta discusión y por revisarla a partir de un diálogo con otras propuestas. Lo que más me

interesa rescatar en esta lectura, es ese carácter caótico que Bolaño refleja en esta novela.

La manera de reflejarlo, o responder al porqué se puede extraer de Los detectives salvajes

tal imagen de Hispanoamérica, es lo que me propongo encauzar a través del análisis de los

dispositivos que se relacionan en esta novela, una novela que, y siguiendo un concepto

acuñado por Enrique Vila-Matas, se comporta como un tapiz que se dispara en muchas

direcciones. De ahí también el fracaso del análisis: seguir todas las direcciones de ese tapiz

es prácticamente imposible sin caer en reduccionismos, que es lo que este trabajo intenta,

por sobre toda las cosas, evitar.

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Capítulo I:

Marco teórico.

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1. La novela como transformación.

Para que la novela asuma su papel transformacional según lo distingue Julia

Kristeva, es importante definir la noción Texto. Éste, para la teórica búlgara es “un aparato

translinguístico que redistribuye el orden de la lengua, poniendo en relación una palabra

comunicativa apuntando a una información directa, con distintos tipos de enunciados

anteriores o sincrónicos” (15). Ideologema, para la misma autora, es “el encuentro de una

organización textual (de una práctica semiótica) dada, con los enunciados (secuencias) que

asimila en su espacio o a los que remite en el espacio de los textos (prácticas semióticas)

exteriores” (15). Esta definición de texto apunta a examinarlo como una productividad, lo

que permitiría reconocerlo, por un lado, en su relación con la lengua (relación destructiva-

constructiva), y por otro, ver en él una función intertextual, o de ideologema, es decir,

pensarlo en su relación con los textos de la sociedad y la historia.

De este modo, Texto, como concepto engloba la totalidad de géneros discursivos. Lo

propiamente novelesco, el texto específicamente novelesco, Kristeva lo reconocerá como

enunciado novelesco. “El enunciado novelesco es un segmento discursivo por el que se

expresan las distintas instancias del discurso (autor, “personajes”, etc.) (...) y se caracteriza

por la unicidad del lugar de la palabra (...) es una operación, un movimiento que une, mejor,

que constituye lo que podría llamarse los argumentos de la operación que, en un estudio del

texto escrito, son ya palabras, ya series de palabras” (17).

A partir de esta especificación se distinguen dos tipos de análisis del texto

novelesco: por un lado, el análisis suprasegmental de los enunciados, que mostrará la

novela como un texto cerrado, y el análisis intertextual, que revelará la relación entre la

escritura y la palabra. Esto último nos remite a la distinción, hecha ya por Saussure, entre

palabra (lo oral), y escritura. Para el lingüista suizo, la relación escritura-palabra está

marcada por la supeditación de la segunda a la primera, que la vuelve estática o, para otros,

como Saussure, muerta; “la atención a la escritura no viene dada en Saussure por una

motivación positiva de defender la escritura, sino con una intención focalizada de reducir su

importancia frente a la lengua (...) Quedaba así expulsada la escritura del territorio de la

lingüística moderna (...) por el hecho de ser (...) una mera representación de la lengua con

una función subalterna” (Camarero, 51). La escritura entregaría, por lo tanto, una ilusión de

regularidad a la palabra. Para Kristeva, el texto novelesco es más exponente de la palabra

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que de la escritura, principalmente por su carácter transformacional. Este perfil

transformacional de la novela se puede examinar en dos niveles: primero,

la otra lectura, la transformacional, consistiría en leer el texto novelesco como

la trayectoria de una serie de operaciones transformacionales, lo que supone

que: (a) cada segmento es leído a partir de la totalidad del texto y contiene la

función general del texto; (b) se accede a un nivel anterior a la forma

acabada bajo la que el texto se presenta en definitiva, es decir, al nivel de

su generación como una infinidad de posibilidades estructurales. Segundo,

estando la estructura novelesca ligada al ideologema del signo (...) ella misma

pone de relieve su transformación (24; el subrayado es mío).

1.1 Del signo al símbolo.

Este segundo punto nos lleva, por un lado, a revisar la evolución de símbolo a signo,

además de a una definición aproximada de novela. Borges habla en su artículo “De las

alegorías a las novelas”, refiriéndose a la diferencia entre nominalistas y universalistas, de

la evolución de las alegorías a las novelas. La primera, dice, es fábula de abstracciones, de

universales, mientras que la segunda lo es de individuos. Desde esta lectura, se puede

relacionar la evolución que Kristeva marca del símbolo al signo.

Para Kristeva, la evolución del símbolo al signo está marcada por la multiplicación

de las posibilidades de correspondencia entre significante y significado. Según esto, el

símbolo aplicaría una relación vertical entre ambos, en donde lo simbolizado (los

universales) se asume como irreductible al simbolizante (las marcas); es decir, a una idea

simbolizada o significante, correspondería un concepto o significado. La relación que

establece el símbolo entre significante y significado, es por lo tanto, monológica, única,

totalizante, y es la forma de expresión del pensamiento religioso, dogmático, y

característica del pensamiento mítico. Por lo tanto, a una obra monológica, correspondería

una lectura lineal.

El signo, por el contrario, fragmenta lo simbólico, al horizontalizar la relación

significante-significado, lo que permite la multiplicación de posibilididades en su

correspondencia, volviéndola ambigua. De ahí que para Kristeva, la novela contenga el

ideologema del signo, ya que se plantearía como un discurso (el novelesco) transgresor, que

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amplía la lógica simbólica de correspondencia de 0-1 a 0-2, lo que significa el aumento de

las posibilidades de referencia, anulando la verdad absoluta que disponían los discursos

simbólicos. Ejemplo de esta lógica es el discurso del carnaval.

1.2 La novela polifónica.

La novela que práctica el discurso del carnaval, es denominada por Kristeva como

novela polifónica, y es definida como la que integra en su estructura el doble, el lenguaje, y

una nueva lógica. De ahí que sea ésta en donde la lógica del 0-2 se realiza.

La noción de doble, resultaría de una reflexión sobre el lenguaje poético (no

científico), designa una espacialización y una puesta en correlación de la

secuencia literaria (lingüística). Implica que la unidad mínima del lenguaje

poético es, por lo menos, doble (no en el sentido de la diada significante-

significado, sino en el sentido de una y otra) y hace pensar en el

funcionamiento del lenguaje poético como un modelo tabular en el cual cada

unidad (...) actúa como un vértice multideterminado (“Bajtín, la palabra el

diálogo y la novela”, 6).

La novela actuaría así como un “reflejo de la pérdida de la unidad mítica.” (Kristeva, 21).

De este modo novela se puede definir como:

“el género más simpático, que ha tomado como misión, a fuerza de

discreción y de gozosa nulidad, olvidar aquello que los demás degradan

llamándolo lo esencial... Su canto profundo es la diversión. Cambiar sin cesar

de dirección, ir como al azar huyendo de toda finalidad, por un movimiento de

inquietud que se transforma en distracción feliz, tal ha sido su primera y más

segura justificación. Hacer del tiempo humano un juego, y del juego una

ocupación libre, desprovista de todo interés y de toda utilidad, esencialmente

superficial y capaz, sin embargo, por este movimiento de superficie, de

absorber todo el ser, esto, no es poca cosa” (Blanchot citado por Kristeva, 22).

El texto novelesco es no disyuntivo, y la novela, el espacio en donde dos conceptos,

dos términos, inicialmente opuestos (vida-muerte, por ejemplo), pasan a no contradecirse, a

convivir, negando con esto la disyunción. En la epopeya, ejemplo de lectura simbólica, el

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héroe representa los valores; en la novela, dentro del héroe conviven las virtudes y los

vicios. Esta no disyunción aumenta la ambigüedad.

1.3 Unidad de transformación de la novela: Los actantes.

Si la novela destruye el modelo mítico unívoco, es necesaria también una

transformación en el comportamiento de niveles interiores de ésta.

Uno de los niveles que reconoce Kristeva son los actantes, definido como “el

DISCURSO que asume o por el que está designado en la novela” (118), y cuya principal

característica es poseer un estatuto metalingüístico. Esto último quiere decir que son

abstracciones definibles a partir de géneros, y no de obras en particular. Entendiendo

entonces al actante como discurso o enunciado que cumple una función dentro del espacio

de la novela, Kristeva reconoce tres instancias a través de las cuales se expresa: el sujeto de

la escritura, el destinatario, y los textos exteriores, todos ellos en diálogo. Así, el estatuto

del enunciado se definiría en dos niveles: uno horizontal, que reflejaría el diálogo entre el

sujeto de la escritura y el destinatario, y vertical, que es la orientación del texto hacia el

corpus literario anterior, o la inserción de éste en la historia, lo que determinará lo que

Kristeva, tomando un concepto de Bajtín, ha denominado como ambivalencia. En este

apartado, me referiré solo a la relación horizontal que se da al interior del espacio de la

novela.

Mencionaba en los párrafos anteriores que el modelo mítico, al establecer una

relación simbólica autor-destinatario, queda descartado con la inclusión de la lógica

carnavalesca en la novela, y la adopción del signo como exponente de esta estructura. Esto

implica que la relación autor-lector sufra modificaciones. “El sujeto de la narración, por el

acto mismo de la narración, se dirige a otro, y es respecto a ese otro que la narración se

estructura. Podemos, pues, estudiar la narración más allá de las relaciones significantes/

significado como un diálogo entre el SUJETO de la Narración (S) y el DESTINATARIO

(D), el otro” (Kristeva, 113). Este dialogismo complejiza la relación. Por un lado está el

autor, sujeto de la enunciación, que participa del diálogo de la novela incluyéndose y

excluyéndose a la vez. Con esta exclusión, se reduce al anonimato, a la no-persona, pero a

la vez se ve mediatizado dentro de la novela por un Él, que será el sujeto del enunciado. “El

autor es, pues, el sujeto de la narración metamorfoseado al haberse excluido del sistema de

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la narración integrándose en él; no es nada ni nadie, más que la posibilidad de permutación

de S (sujeto) a D (destinatario)” (Kristeva, 114; los paréntesis son míos). Por otro lado está

el lector o destinatario, que también se transforma en una diada. “Este destinatario (...)

representa una entidad con doble orientación: significante en su relación con el texto, y

significado en su relación del sujeto de la narración con él” (Kristeva, 113). Según ésto la

participación del receptor en el proceso de lectura es más activa. Y es que por un lado la

relación del autor con él pasa por una conciencia del primero de que toda narración

adquiere inmediatamente el carácter de diálogo, al estar orientada a otro. De ahí que ese

otro sea un significado para el autor. Por otro lado, al enfrentarse al texto, ve en él una

estructura a la que hay que descifrar; de ahí que la relación lector/texto pase porque el

primero vea al segundo como un significante.

Pero la transformación del autor en lector no solo se queda ahí; también sufre otro

tipo de metamorfosis. Y es que, el ente que mediatiza la relación entre autor y destinatario,

el regulador de este diálogo que se da al interior de la novela, es el personaje, que Kristeva

identifica por el pronombre Él. Este ÉL, que recibirá conforme el argumento de la novela

vaya avanzando una identidad concreta por medio de un nombre propio, es el que permite

la disyunción del sujeto- autor en sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado; es decir,

el autor o sujeto de la enunciación traspasará al sujeto del enunciado la responsabilidad de

organizar la novela, y al mismo tiempo lo pone en diálogo con los otros personajes. Es a

través de esta experiencia que el autor dentro de la estructura de la novela, pasa a

transformarse en anónimo. Solo el sujeto de la lectura podrá devolverle su carácter de autor,

pero siempre moviéndose en el espacio exterior a la novela. De ahí que el autor sea “un

anonimato, una ausencia, un espacio en blanco, para permitir que la estructura exista como

tal” (Kristeva, 114).

A partir de esta dinámica de los actantes, se establecen distintos tipos de relaciones

dentro de la misma estructura novelesca, pero también hacia el exterior. Dentro de las

primeras, están la metaliterariedad y el problema que Barthes enuncia como la muerte del

autor. Desde la novela hacia el exterior, hacia el contexto, encontramos la intertextualidad y

la deterritorialización, que desde Los detectives salvajes es un problema eminentemente

latinoamericano, cuestión que analizaré en el quinto capítulo de este trabajo.

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2. El problema del autor: el espacio vacío.

La transformación del autor o sujeto de la enunciación en lector-destinatario, y al

mismo tiempo en sujeto del enunciado-narrador-personaje, deja un espacio vacío, ya que la

obra literaria deja de ser expresión de un ente externo a ella para tornarse en espacio de

transformación en el que distintos entes actúan, compartiendo además de su función, la

función de su opuesto.

Para Barthes, al igual que para Foucault, el surgimiento de la figura del autor

comporta una carga ideológica importante. Se genera a partir del nacimiento de una

conciencia individual, que para Barthes es el momento en que la burguesía se levanta como

clase, por lo que se trataría de una invención moderna, derivada sobre todo del capitalismo.

“El autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la

medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias el empirismo inglés, el racionalismo

francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de

manera más noble, de la persona humana” (“La muerte del autor”, 66).

Foucault, a pesar de que comparte con su colega la apreciación de que el momento

del origen del autor es a partir “del momento fuerte de individuación en la historia de las

ideas, de los conocimientos, de las literaturas” (3), esta aparición no está cargada de tintes

tan negativos como para Barthes, ya que “hace posible una limitación de la proliferación

cancerígena, peligrosa, de las significaciones en un mundo donde se economizan no solo

recursos y riquezas, sino sus propios discursos y significaciones. El autor es el principio de

economía de las proliferaciones” (Foucault, 18). Así, lo que para uno es positivo (para

Barthes la proliferación de los sentidos), para el otro es negativo.

Sin embargo, la visión negativa de Barthes respecto al autor no le permite ver lo que

Foucault ve; que autor sería ahora una función más que una atribución. Para este último

hablar de la muerte del autor no sería más que una forma de reestablecer sus privilegios. De

ahí que ante este panorama opte por una tipologización de la función autor. Así resume

Foucault las características de esta función:

la función- autor está ligada al sistema jurídico e institucional que encierra,

determina, articula el universo de los discursos; no se ejerce de manera

uniforme ni del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas y en

todas las formas de civilización; no se define por la atribución espontánea de un

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discurso a su productor, sino por una serie de operaciones específicas y

complejas; no se remite pura y simplemente a un individuo real, pueda dar

lugar a varios ego de manera simultánea. A varias posiciones- sujeto, que

puedan ocupar diferentes clases de individuos (12).

De ahí que opte por la indiferencia respecto a quien habla, ya que autor sería una función

compuesta de una serie de relaciones, tanto dentro como hacia el exterior de un texto.

Queda claro que para los dos teóricos esta desaparición o reemplazo de la figura

autor por la función autor, implica un espacio vacío. Ante la incógnita por este espacio

vacío, Foucault alude a las características que la función de autor tendría en la actualidad.

Barthes, en cambio, postula la aparición de la escritura en ese espacio donde la

expresividad ya no existe, y la condición básica para que la escritura comience, es la muerte

del autor. Ésta (la escritura) es “la destrucción de toda voz, de todo origen” (65). Para el

mismo teórico el lenguaje no reconoce a una persona (autor en este caso), sino a un sujeto,

que se define por su propia enunciación y que por lo tanto, previo a su enunciación, es un

sujeto vacío. De este modo “el escritor moderno nace a la vez que su texto” (68). Para

Kristeva, en cambio, el espacio novelesco es ocupado por la palabra, ya que para ella, el

texto novelesco es más exponente de la palabra que de la escritura, principalmente por su

carácter transformacional, aunque también, al igual que Barthes, reconoce la aparición de

un sujeto, el sujeto de la enunciación, en el momento en que la palabra es transcrita en la

escritura.

3. La intertextualidad.

Pero la transformación del autor en lector implica, también, una nueva definición de

texto, a partir de su consideración como espacio en el que el sujeto de la enunciación lee

otros textos, coincidiendo así con la definición ya señalada en este trabajo por Kristeva.

Esta distinción es importante ya que cambia el concepto de texto. Para Barthes,

quien diferencia entre obra y texto, siendo la primera más cercana a lo que Kristeva

entiende como relación simbólica, el texto es por excelencia la expresión moderna. “Hoy en

día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se

desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-

dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan

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diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas

provenientes de los mil focos de la cultura” (Barthes, 69; el subrayado es mío).

A partir de esta definición, que se podría resumir como: texto es igual a un

mosaico de citas, es que la transformación de autor en lector se lleva a cabo. La

incorporación de estas citas, que son extraídos, como señala Barthes, de los mil focos de la

cultura, es lo que se entendería como intertextualidad, o como lo señala Kristeva, función

ideologemática del texto.

3.1 Tipologización de la intertextualidad.

Gérard Genette reconocerá como transtextualidad lo que Kristeva definía como

intertextualidad, es decir, “la trascendencia textual del texto, que yo definía ya, toscamente,

como “todo lo que pone en relación, manifiesta o secreta, con otros textos” (53). A partir de

este concepto, delimita una tipología intertextual, incluyendo cinco niveles distintos en los

que la transtextualidad se desarrollaría. Dentro de estos cinco tipos de relaciones, estaría la

transtextualidad, la primera y más general, dentro de la cual caben todas las demás.

Dentro de la transtextualidad, el primer nivel que percibe Genette es lo que

denomina como intertextualidad, profundizando y especificando lo que Kristeva entendía

como tal; la “relación de correspondencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente, y,

la mayoría de las veces, por la presencia efectiva de un texto en otro” (54). Ejemplo de la

intertextualidad entendida por Genette son las citas, los plagios, las alusiones, o cualquier

práctica explícita o literal.

El segundo tipo de relación transtextual es la paratextualidad, que “está constituido

por la relación, generalmente menos explícita y más distante, que, en el conjunto formado

por una obra literaria, mantiene el texto propiamente dicho con su paratexto: título,

subtítulo, intertítulos; prefacios, postfacios, advertencias, introducciones, etc (...), y muchos

otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas, que le procuran al texto un entorno

(variable) y a veces un comentario, oficial u oficioso, del que el lector más purista y el

menos inclinado a la erudición externa no siempre puede disponer tan fácilmente como

quisiera y pretende” (55).

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El tercer tipo, es el que Genette reconoce como metatextualidad, que “es la relación,

se dice más corrientemente: de “comentario”, que une un texto a otro texto del que él habla,

sin citarlo (convocarlo) necesariamente, y hasta, en última hipótesis, sin nombrarlo” (55).

Por otro lado, Jesús Camarero define la metaliteratura como “una relativa o

considerable (según el caso) anulación de la referencia externa del signo en cuanto que se

orienta hacia los objetos y al mundo, al mismo tiempo que genera unas estructuras formales

capaces de “referenciar” el proceso mismo de materialización de los signos en el tránsito de

la escritura hacia el texto y de éste a la lectura” (Camarero, 43). Según esto, una novela

metaliteraria sería aquella que, más que dirigirse a un referente externo, contiene, en su

argumento, una reflexión acerca de la propia literatura.

La problemática de la metaliterariedad surge principalmente por la desaparición

(muerte, diría Barthes) de la figura del autor, como ente dirigente y canónico del sentido de

la obra. Como vimos anteriormente, la no disyunción del autor, que además comporta la

función de lector, transformaría esa relación unívoca que se daba en la lectura simbólica, en

múltiple. Este quiebre se produce para Camarero a partir de la propuesta de Mallarmé; es a

partir de éste que la concepción del signo cambia, dotándolo de una nueva dimensión, la

material.

El texto mallarmeano, producto final de la escritura inscrita en/sobre el soporte-

página, adquiere entonces una dimensión que va más allá de aquel mensaje

representado y tiene como implicación más próxima el hecho de poder

considerar el texto como un objeto material, cuyo funcionamiento no sería muy

diferente al de las producciones pictóricas, escultóricas y arquitectónicas, es

decir, dotado ya de una plasticidad que antes no le caracterizaba precisamente

(72).

A partir de ese momento, el lugar que era ocupado por el autor, es ocupado por la

palabra, señala Kristeva, o por la escritura, como dirá Barthes. En cualquier caso, lo que se

deja de lado es la facultad expresiva de la obra literaria, es decir, la palabra novelesca ya no

está supeditada a las directrices que el autor-dios quiera darle. La palabra novelesca se

torna, por eso, autorreflexiva, autorreferente, dando paso a la metaliterariedad. Esto no

quiere decir que se anule en todos los casos la referencia hacia el mundo, sino que el

argumento novelesco se torna al mismo tiempo y con más ahínco, hacia su propia

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concepción. Esto produce una serie de estructuras experimentales, que Camarero llamará

estructuras formales metaliterarias, que serían “un conjunto de operaciones dentro de la

literariedad que tienen que ver con la organización del texto y su construcción coherente,

de modo que se produce la delación del procedimiento mismo que permite la creación, es

decir, la metaliteratura tal cual” (67).

Igualmente esto no implica que a la hora del análisis, la fijación se enfoque solo en

la forma. “Solo en ciertas circunstancias resulta válida la oposición entre la forma y el

fondo. En realidad la forma draga el fondo; por ella aparece ese fondo, pero él la obliga a la

forma a transformarse para ponerlo de manifiesto” (Camarero, 136). Esto es, la estructura

metaliteraria, aparentemente hiperformalista, también contiene un significado que es

apoyado por el fondo, es decir, por el argumento. Que el argumento esté organizado de

cierta manera implica también un significado dirigido hacia el mundo, aunque se trate de

organizaciones textuales demasiado autorreflexivas.

El cuarto nivel es la hipertextualidad. “Por ésta entiendo toda relación que una un

texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (que llamaré, desde luego, hipotexto)

en el cual él se injerta de una manera que no es la del comentario” (57).

Por último, un quinto tipo de relación transtextual, es la architextualidad. Ésta será

“el conjunto de categorías generales o trascendentes (...) a las que pertenece cada texto

singular” (53), como por ejemplo, los géneros literarios, los tipos de discurso, los modos

de enunciación.

Es importante, luego de reconocer las distintas categorías transtextuales, examinar

la manera como se relacionan. Lo primero, dice Genette, es revisar estas categorías como

aspectos de la textualidad, y no como clases de textos.

Es realmente así como yo lo entiendo. Las diversas formas de transtextualidad

son a la vez aspectos de toda textualidad y, en potencia y en grados diversos,

clases de textos: todo texto puede ser citado, y por ende, devenir cita, pero la

cita es una práctica literaria definida, que evidentemente trasciende cada una de

sus realizaciones, y que tiene sus caracteres generales; todo enunciado puede

ser investido de una función paratextual, pero el prefacio (yo diría

gustosamente lo mismo del título) es un género; la crítica (metatexto) es,

evidentemente, un género; solo el architexto, sin duda, no es una clase, puesto

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que es, si así puede decirse, la claseidad literaria misma. (...) ¿Y la

hipertextualidad? También es, evidentemente, un aspecto universal de la

literariedad: no hay obra literaria que no evoque, en algún grado y según las

lecturas, alguna otra, y, en ese sentido, todas las obras son hipertextuales (60-1).

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Apéndice. El cuestionamiento del signo.

Pero si en un momento de la historia literaria el símbolo fue transgredido por la

estructura de la novela, para ser reemplazado por el signo, la novela del sigo XX,

principalmente la escrita en la década del 30, por medio de técnicas narrativas como la del

monólogo interior, emblematizado en el Ulises de James Joyce, o en la obra de Virginia

Wolf, o la de dejar espacios en blanco, sin llenar, que hablan del “vértigo de lo

innombrable”, ejemplificado en la obra de Samuel Becket, busca poner en duda la

representación del ideologema del signo en su estructura, que ya se encuentra desgastado.

Este desgaste, provocado por la novela realista, permite que “la escritura se oriente

hacia una práctica semiótica donde las unidades del discurso juegan entre sí como variables

que obtienen su significación según su situación escriptural en el texto” (Kristeva, 148). De

este modo, la novela del siglo XX “habla de un modo incómodo por la presencia de la de la

estructura del signo (y de su ideologema), pero siendo todavía su prisionera; esto en la

medida que se quiere EXPRESIÓN de una entidad (psicológica, intelectual) anterior a su

realización lingüística” (Kristeva, 144).

Si el signo, a diferencia del símbolo, horizontaliza la relación entre significante y

significado, permitiendo la multiplicación de las referencias, la novela del siglo XX

cuestiona la posibilidad de referenciar del lenguaje. Es por eso que solo se queda en la

palabra, “en la phoné considerada como expresión de una idea anterior a su formulación”

(Kristeva, 144). Este cuestionamiento tiene que ver, principalmente, con el escepticismo

frente al proyecto moderno. Y para ejemplificar mejor esta transformación, nada mejor que

revisar los propósitos de la novela realista en Latinoamérica. Esa novela que es expresión

del positivismo, y que se caracteriza por incrementar la presión regionalista de los temas.

(Miliani, 111).

El escenario de este tipo de novelas, es, por supuesto, la naturaleza americana. Y es

que, “Tal como Raymond Williams ha trabajado para la tradición inglesa, la naturaleza es

un aspecto central en la constitución de las identidades nacionales en América Latina”

(Montaldo, 116-7). De ahí que, por ejemplo, en Argentina, la pampa, en este tiempo, sea,

“ante todo el espacio, el territorio, que define una pertenencia y una identidad pues el

vínculo con la tierra es decisivo en el país inmigratorio” (Montaldo, 157).

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La novela latinoamericana de mediados del siglo XX también ha adoptado este

cuestionamiento al ideologema del signo, sobre todo en lo que se refiere a la noción de

identidad. Y si se tiene en cuenta que

por definición la postmodernidad es un proceso de descentramientos, otro

descentramiento de la modernidad es necesario desde esta margen

latinoamericana. Y si se puede dar por superada la etapa de las definiciones,

promovida por sus grandes teóricos desde las interacciones con la modernidad,

es porque hoy se acepta con alguna resignación que la postmodernidad

finalmente es un diálogo que ocurre con la modernidad, dentro de ésta, pero con

los términos de aquella, que son más operativos que esenciales (Ortega, 35-6),

la noción de identidad se puede incluir en este cuestionamiento. Más aún, si se observa que

para la novela realista latinoamericana el propósito era homogeneizar la diferencia. Así, por

ejemplo, el propósito de una novela como Don Segundo Sombra, cuyo argumento permite

“El matrimonio simbólico de la nación (…) entre hombres que saben negociar sus

diferencias para homogeneizar el país” (Montaldo, 159), y la comparamos con el panorama

descrito por Julio Ortega que revisa la literatura del boom, y llega a la conclusión de que la

liberadora diferencia americana está hecha de todas las sumas, principalmente dado por su

naturaleza, que es el modelo de la abundancia cultural que ha caracterizado siempre a

Latinoamérica (Ortega, 21), lo que permite el descentramiento postmoderno.

De ahí que a la novela latinoamericana, al igual que a la europea del siglo XX, le

incomode el ideologema del signo, sobre todo si se tiene en cuenta el carácter postmoderno

que ha representado siempre a Latinoamérica, según lo que se desprende de las palabras de

Ortega.

La novela latinoamericana actual desecha el logocentrismo y etnocentrismo

interpretativo de la identidad del continente. Sin embargo, siguen presas del ideologema del

signo, lo que no le permite destruir los conceptos y nociones que la modernidad le ha

propiciado, pero sí revisarlos, descentrarlos, y difuminar sus límites, lo que se realiza a

través de nuevas estructuras narrativas. De este modo, sumando las diferencias, es que la

identidad latinoamericana ha adquirido nuevos límites y una nueva configuración; como un

tejido de diferencias puestas en diálogo.

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Capítulo II:

Los detectives salvajes,

novela transformacional.

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1. Introducción a la novela.

La historia de Los detectives salvajes, novela de Roberto Bolaño, está dividida en

tres partes. La primera, titulada “Mexicanos perdidos en México”, comprende el período de

tiempo que va desde el 2 de Noviembre hasta el 31 de Diciembre de 1975, y cuenta la

iniciación del joven poeta Juan García Madero en el grupo literario de neovanguardia de los

realvisceralistas. Está narrada en primera persona y escrita según el formato de un diario de

vida. La segunda, titulada “Los detectives salvajes”, trata de las vivencias de Arturo

Belano y Ulises Lima entre los años 1976 y 1996. Es narrada por 53 voces, cuyos

testimonios, dispuestos a modo de monólogos fragmentarios, van reconstruyendo la historia

y la ruta seguida por ambos personajes.

El tercer capítulo de Los detectives salvajes, titulado “Los desiertos de Sonora”,

vuelve a retomar la estructura de diario de vida que organizaba la primera parte. Narra los

hechos acaecidos desde el 1 de Enero al 15 de Febrero de 1976, que refieren la búsqueda de

Cesárea Tinajero por parte del grupo conformado por Lima, Belano, García Madero y

Lupe, el encuentro y la muerte del objeto de la búsqueda.

Cada una de estas tiene sus propias características. La primera y la tercera

mantienen la linealidad de la historia. Esto se puede verificar por el formato de diario de

vida que se utiliza en ambas partes para organizar el relato, subsumido a una voz en

primera persona, que es la que narra los hechos. El segundo capítulo, el más largo de la

novela, difiere en varios aspectos a los otros dos: los narradores se multiplican, la estructura

se fragmenta, el lapso de tiempo que comprende es mayor, la historia se quiebra en 96

pedazos; todos elementos que hacen de este un capítulo extraño en la novela, y por lo tanto,

a la novela extraña en sí.

2. Análisis actancial de Los detectives salvajes.

Tomando como referencia lo señalado por Julia Kristeva reconoceré a los actantes

como discursos. Dentro de Los detectives salvajes se pueden examinar distintos tipos de

actantes, cada uno jugando un papel específico como discurso pero igualmente expuestos a

transformaciones, lo que le da a la novela cierta ambigüedad, la que se acentúa sobre todo

en la segunda parte. “El narrador de la primera y tercera parte, que es un narrador básico,

descubre la elocutio narrativa. El narrador de la segunda parte da un paso más allá en la

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elaboración escritural, pues trabaja con la dispositio” (Labbé, 22). Al asumir en la primera

y la tercera parte una sola voz el papel de narrar, el relato se organiza mediante la elocución

del narrador en primera persona. Aplicaré la clasificación de testimonio para reconocer el

formato utilizado en estas dos partes, entendiéndolo como “una clase de discurso cuyas

propiedades son perfectamente reconocibles en sus diferencias, pero se distingue de las

clases de discursos que son géneros por el hecho de que sus propiedades no son históricas.

Más exactamente: es un discurso transhistórico” (Morales, 24). De este modo el testimonio

se actualizaría mediante la utilización que hagan de él los géneros discursivos (no solo

narrativos o literarios).

El primer y tercer capítulo de Los detectives salvajes está organizado según el

formato de un diario de vida. Por esto reconozco en la autobiografía el género que

actualizaría en estas partes de la novela el discurso testimonial. Sin embargo esta

actualización continúa modelos ya practicados, no elaborando un sistema de narración

distinto al de obras anteriores; sigue una consecución lineal advertida por la indicación de

las fechas, por lo que el narrador se queda, como señala Labbé, en la elocución o narración.

El que una sola voz narrativa englobe el relato de la primera y tercera parte no impide, de

todos modos, el dialogismo según lo define Mijail Bajtín:

El discurso del autor y del narrador, los géneros intercalados, los lenguajes de

los personajes, no son sino unidades compositivas fundamentales, por medio de

las cuales penetra el plurilingüismo en la novela; cada una de esas unidades

admite una diversidad de voces sociales y una diversidad de relaciones, así

como correlaciones entre ellas (siempre dialogizadas, en una u otra medida)

(81),

ya que los personajes de estas partes igualmente tienen voz propia, distinta a la del narrador

García Madero, aunque la mayoría de las veces los dichos de estos personajes están

mediados o presentados según el recuerdo del narrador. Ejemplo de esto es el episodio en el

que los realvisceralistas Ulises Lima y Arturo Belano entran al taller de poesía que dirige el

poeta Álamo, formándose un inicio de pelea. Aquí, el narrador no pone en boca de Álamo

ni de ninguno de los personajes los dichos que se cruzaron; todo el episodio está narrado

bajo la perspectiva de García Madero:

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Entonces comenzó la batalla. Los realvisceralistas pusieron en entredicho el

sistema crítico que manejaba Álamo; este, a su vez, trató a los realvisceralistas

de surrealistas de pacotilla y de falsos marxistas, siendo apoyado en el embate

por cinco miembros del taller, es decir todo menos un chavo muy delgado que

siempre iba con un libro de Lewis Carroll y que casi nunca hablaba, y yo,

actitud que con toda franqueza me dejó sorprendido, pues los que apoyaban con

tanto ardimiento a Álamo eran los mismos que recibían en actitud estoica sus

críticas implacables y que ahora se revelaban (algo que me pareció

sorprendente) como sus más fieles defensores (Bolaño, 16).

Sin embargo es posible de todos modos encontrar diálogos directos a lo largo de

estos capítulos. Un ejemplo es el episodio acaecido el 5 de Noviembre, que narra como

conoce García Madero a Rosario:

-Si señorita, soy poeta, ¿pero usted cómo lo sabe?

-Brígida me habló de ti.

¡Brígida la camarera!

-¿Y que fue lo que le dijo?- dije sin atreverme todavía a tutearla.

-Pues que escribías unas poesías muy bonitas (Bolaño, 18).

Estos ejemplos son paradigmáticos respecto a la estructura narrativa de la primera y

la tercera parte; reconocer los actantes que funcionan en ellas no reviste mayor

complejidad. Así, el autor-sujeto del enunciado (Roberto Bolaño) pasa por el proceso de

desaparición descrito por Kristeva, para volver a participar de la novela en la voz de su

representante, el narrador-sujeto de la enunciación Juan García Madero. El resto de los

personajes funcionan como la palabra social puesta en diálogo con la palabra del autor en

los momentos en que García Madero mantiene una conversación con cualquiera de ellos.

Otro ejemplo que demostraría la presencia del plurilingüismo bajtiniano en la novela son

los acertijos gráficos de la tercera parte. Aquí, además de mostrarse el diálogo directo, entra

otro tipo de género discursivo, que se puede identificar como poesía visual en un primer

momento, aunque luego la solución de lo que representan esos dibujos se dé por el lado de

la cultura popular. Así, por ejemplo, ante un círculo que contiene otros dos más pequeños

en su interior, y del que sobresale además una línea remarcada con negro, uno de los

personajes responde “Un mexicano fumando en pipa” (574). Esto muestra la otra

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transformación a la que está sujeto el autor en la novela; al incluir el lenguaje social se

comporta también como lector. De este modo, la no disyunción propuesta por Kristeva, que

incluye dos términos opuestos en un mismo ente, se practica en estas dos partes de Los

detectives salvajes. Así, el plurilingüismo bajtiniano y la participación de los actantes se

presentan sin ningún tipo de transformación, lo que avala la perspectiva de que la primera y

tercera parte de la novela se organizan de modo tradicional.

Ahora, si se entiende la segunda parte también como una autobiografía, la de

Roberto Bolaño, lo que puede pensarse por la correspondencia entre algunos hechos

narrados en la novela y situaciones reales de su vida, el discurso testimonial se actualiza de

manera más compleja y lúdica. Aunque la relación disfrazada entre la referencia exterior

(Bolaño) y el personaje novelesco (Arturo Belano), es una constante de toda la novela, la

estructura narrativa de esta parte se presenta más elaborada. Esta elaboración más

experimental sería un modo de entender la actualización del testimonio dentro del género

autobiográfico; el narrador de la segunda parte lleva a cabo un ensamblaje más complejo, la

estructura pasa a transformarse del testimonio de una sola voz a multiplicarse en varias

voces, pero habría que entender siempre la remisión a una referencia exterior. De ahí que

este narrador trabaje con la disposición de su material narrativo, ocultando incluso la

identidad de la voz organizadora. No obstante, el juego autobiográfico de la segunda parte

no atañe al análisis de este trabajo, lo que no impide igualmente reconocer el género

testimonial en ésta. El testimonio de todos modos queda explícito en cada una de las

cincuentitrés voces que relatan sus vivencias. Es decir, a pesar de no considerar la segunda

parte como la autobiografía de Roberto Bolaño, igualmente se produce una actualización

del testimonio, la que se puede estudiar a partir de la estructura narrativa.

La segunda parte complejiza la relación de los actantes. El sujeto de la narración o

lo que es lo mismo, de la enunciación, que sería el autor persona real, Roberto Bolaño,

participa del mismo modo que en las partes antes estudiadas: su presencia en la novela se

da a partir de la voz de un representante. Es aquí donde el juego se dificulta.

Julia Kristeva reconoce en la novela, por estar dominado por el ideologema del

signo, la reunión de dos términos en principio contradictorios en un mismo ente. Así,

Roberto Bolaño se incluye también en la novela, pero ya no como autor o como sujeto de la

enunciación, sino como lector, como destinatario. Este proceso es posible mediante el

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sujeto del enunciado, que es por un lado la voz representante del sujeto de la enunciación, y

por otro el objeto del sujeto de la enunciación. Respecto al objeto del sujeto de la

enunciación, Bolaño dispone dentro de la narración a 53 personajes, cada uno relatando su

monólogo. Pero a pesar de que exteriormente podemos “inculpar” a Bolaño como sujeto de

la enunciación por la organización del texto novelesco, cada uno de estos personajes es

puesto en escena con una voz propia y característica, que se evidencia, por ejemplo, en los

modismos que utiliza cada metanarrador: los patas, los huevones, rechuchas, manido, y

otras expresiones que van denunciando el carácter oral de esta novela.

El sujeto que se manifiesta en la segunda parte de Los detectives salvajes por medio

de las indicaciones que localizan a los entrevistados, el lugar y la fecha de la entrevista, no

puede reconocerse en la figura del autor Roberto Bolaño porque como señalé

anteriormente, Bolaño como sujeto autor se anula para transformarse en un narrador o un

personaje, de manera que pueda así participar en la novela. De cualquier forma, esta

presencia que se manifiesta por medio de indicaciones, de no ser justamente por esas

indicaciones, sufriría el mismo síntoma de ausencia que el autor. Así, el narrador de la

segunda parte debiera ser otro sujeto del enunciado, confundido con los metanarradores,

pero esta vez como representante de la voz del sujeto de la enunciación, es decir del autor.

Según esto el sujeto del enunciado se hace presente en un nivel doble; por un lado, los

cincuentitrés metanarradores que enuncian un fragmento de la historia; cada metanarrador,

en la singularidad de su narración, sería un sujeto del enunciado representante del narrador,

que en este caso actuaría como sujeto de la enunciación y además como representante de la

voz del autor, es decir, como sujeto del enunciado, cuya identidad queda incógnita pero

cuya presencia es manifiesta.

Dice Carlos Labbé que “Nada impide que Juan García Madero sea el narrador de

toda la novela. La hipótesis es que esta voz narrativa va creciendo junto con la historia que

refiere; haciéndose tan compleja como ésta” (22). Esta hipótesis es completamente

coherente, sobre todo si se tiene en cuenta que “Los relatos de los cincuentitrés

metanaradores, en la segunda parte, comparten las digresiones introspectivas del diario

íntimo de García Madero” (Labbé, 28), además de que al referirse al único monólogo que

reconoce a un destinatario directamente, el de Andrés Ramírez (358), dice el mismo Labbé

“la estructura narrativa de la novela significaría un regreso narcisista de un personaje sobre

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sí mismo. Esta inferencia, sin embargo, transgrede una lógica narrativa básica, que es la

verosimilitud (...) Ningún personaje A (Andrés Ramírez) relataría a un personaje B

(Belano), las peripecias que B ya conoce” (29-30). Pero, continúa el mismo autor, “también

cabe la posibilidad de que el relato y el personaje A sólo existan en la ficción de B (Belano-

Bolaño), como una manera de reconocimiento y autorreflexión. Esta posibilidad es

indiscutible. Pero, por ahora, nos aparta hacia un ámbito que confunde el nivel autorial y el

nivel textual, lejos de este análisis narratológico” (30). Quisiera sustentarme en esa

posibilidad de que los 53 metanarradores sólo existan en la ficción de Bolaño- Belano,

principalmente porque identificar al narrador o sujeto del enunciado, representante de la

voz del autor en la segunda parte, no es el objetivo de este análisis. Luego de haber

reconocido a los actantes y sus funciones dentro del segmento (el segundo) más complejo

de la novela de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, corresponde analizar cómo se

inscribe el proceso descrito por Kristeva dentro de la estructura novelesca, es decir, cómo

los actantes van adquiriendo también la función de su opuesto, permitiendo la no-

disyunción dentro del mismo texto.

Señalé anteriormente que Bolaño, como sujeto de la enunciación, delega su voz en

el narrador incógnito, sujeto del enunciado, que se hace presente de manera neutral por

medio de enunciados “objetivos” sin ningún tipo de entonación particular, cuyo propósito

solamente es marcar la fecha, el lugar de la entrevista así como al entrevistado. Tratándose

como también reconoce Labbé de un “entrevistador y archivero de las voces de sus

entrevistados” (27), el sujeto del enunciado representante de la voz del autor compartiría en

el mismo espacio de la novela las funciones de destinatario de los monólogos, en un primer

momento, para luego, en su papel de editor de los monólogos, jugar la función de sujeto del

enunciado. Según esto, los mismos metanarradores también contienen la función de sujeto

del enunciado. Y es que al referir ellos la historia del realvisceralismo, se transforman en

sujetos del enunciado, en personajes que el autor ha puesto en escena para que dialoguen

entre ellos. Sin embargo, también comportan el papel de lectores de Arturo Belano y Ulises

Lima, al referir ellos su propia versión de los hechos. Igualmente, estos personajes son los

que transforman al narrador incógnito en sujeto de la enunciación conteniendo éste también

la función de un autor que dialoga con sus personajes:

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Sabemos, por medio de la huella enunciativa de este omninarrador silencioso

(los encabezados situacionales), que los metanarradores están organizados por

una conciencia narrativa intradiegética. Una conciencia que, además, ha

propiciado tales discursos a nivel de la historia, pues es obligatorio que cada

uno de los personajes que relatan en la segunda parte mencionen a Ulises Lima

o a Arturo Belano (Labbé, 28-29).

No obstante, este onminarrador silencioso queda fuera del relato de los 53 personajes, por

lo que su calidad intradiegética se encuentra al nivel global de la novela, pero no dentro de

la historia relatada en la segunda parte. De este modo podría considerarse su papel como el

del autor, es decir el sujeto de la enunciación, ente externo a la narración que dialoga con

sus cincuentitrés personajes, sobre todo y tal como lo demuestra Carlos Labbé, si se

considera el monólogo de Andrés Ramírez como manipulado por el narrador; “El relato de

Andrés Ramírez es un simulacro mental del diálogo, es decir, un monólogo. ¿Cómo podría

entonces acceder el omninarrador al pensamiento de Andrés Ramírez? No puede. Estamos

ante una evidente recreación ficticia del discurso de despedida de Andrés Ramírez a Arturo

Belano” (31-2), lo que en nada nos asegura que en el resto de los monólogos no haya

manipulación del, en este caso, sujeto de la enunciación, si se tiene en cuenta además que

en otros tres monólogos se hace referencia a un ente externo, al otro que oye, pero

igualmente dejan en incógnita su identidad.1 Por lo tanto esta ausencia se hace cada vez

más presente, pero de forma más ambigua (en plural y singular) y sin identificarse. Según

esto la figura del autor en esta parte de la novela sufre el proceso de la desaparición en dos

niveles: el primero, ya lo dije, el de Roberto Bolaño, quién recupera su presencia por medio

del narrador ausente, dentro de la estructura de la novela, y también, este narrador o sujeto

del enunciado, que se transforma en sujeto de la enunciación y que, como tal, debe vivir el

proceso de la muerte, del anonimato, que además queda plasmado en su identidad incógnita

durante toda la segunda parte.

Por último el lector externo; éste también contiene la no disyunción. El sujeto lector

es una instancia necesaria en toda narración, ya que “El sujeto de la narración, por el acto

1 Estas metanarraciones son la de Laura Jáuregui (p. 168): “¿Ha visto usted alguna vez un documental? (...)”;

el de Luis Sebastián Rosado (p. 154): “Pensé en Claudel, pero ni yo ni ustedes nos imaginamos a Lima

recitando a Claudel, ¿verdad?”; y de Jacobo Urenda (p 527): “pero de estas cosas ustedes no saben nada,

ustedes no han estado nunca en África”, lo que demuestra en grado de manipulación que el narrador ausente

ha tenido en la escritura de los monólogos.

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mismo de la narración, se dirige a otro, y es respecto a ese otro que la narración se

estructura” (Kristeva, 113). Según esto, el lector, en este nivel, actuaría como significado

respecto al autor, es decir, el autor Roberto Bolaño vería al lector como significado. Pero

por otro lado el lector se comporta como significante respecto al texto; es decir se enfrenta

al texto como significado.

3. La incógnita del autor-narrador.

Ante la pregunta impuesta por Michel Foucault ¿importa quién habla?, Los

detectives salvajes parece rehuir cualquier tipo de respuesta. Resumiendo el apartado

anterior, el autor, reconocido por Kristeva como sujeto del enunciado delegaba la tarea de

narrar en un sujeto de la enunciación, ente incluido dentro de la estructura novelesca que

permite al mismo tiempo la participación del autor dentro de la novela, previo paso por el

proceso de la muerte. Sobre todo en la segunda parte en donde esta relación se complejiza,

atravesando todos los actantes la dinámica de la no disyunción, la novela de Roberto

Bolaño presenta en su entramado, por la transformación permanente a la que están

sometidos sus componentes, lo aludido por Foucault.

Se pueden reconocer en la segunda parte de la novela tres niveles de narradores. El

primero y más básico es el de los metanarradores. El segundo, el del narrador ausente, que

sería posible identificar si se sigue la hipótesis de Carlos Labbé respecto a la evolución de

la voz narrativa, ya citada en el segmento anterior. Por último, en un tercer nivel, el más

externo de la novela estaría Roberto Bolaño, nombre bajo el cual se reconoce este discurso

novelesco. Estudiar la función del sujeto autor Roberto Bolaño y el estatuto de su discurso

dentro de la sociedad no es un problema pertinente para este trabajo. Lo que importa sí es

reconocer cómo se lleva a cabo en la novela la problematización de la identidad de quien

habla, por lo que los niveles a estudiar serán los dos primeros, es decir el del narrador

ausente de la segunda parte y el de los metanarradores, por lo que solo me limitaré a

mencionar, en caso de necesidad, el tercero; la aparición de Roberto Bolaño autor.

Describí anteriormente el proceso por el cual el narrador-sujeto de la enunciación

se transforma en autor- sujeto del enunciado en la segunda parte. Lo que me interesa

analizar es esta nueva función del narrador ausente, para así quedarme, en términos de

Gérard Genette, solo en el nivel diegético de la narración, es decir, en el nivel de la historia

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de la novela. Como sujeto del enunciado el narrador de la segunda parte pone en

cincuentitrés voces distintas el relato de la historia del realvisceralismo, transformándose

estas últimas en los sujetos del enunciado o personajes (que en este caso serían lo mismo) a

través de los cuales el sujeto de la enunciación habla. Igualmente este sujeto de la

enunciación se hace presente en el texto de la novela por medio de párrafos sumamente

neutrales que indican la localización del entrevistado, temporal y geográfica: “Amadeo

Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF,

enero de 1976” (Los detectives salvajes, 141), tono diferente al ocupado por los

entrevistados, del que por lo menos se puede deducir, por ejemplo su origen según los

modismos que utilizan.

Dice Foucault que “ahora la escritura está ligada al sacrificio, al sacrificio mismo de

la vida, desaparición voluntaria que no tiene que ser representada en los libros, puesto que

se cumple en la existencia misma del escritor” (4). Sin embargo lo que se muestra en Los

detectives salvajes es justamente la representación de esa desaparición. Mediante la

creación de un narrador Bolaño va dando cuenta de la pérdida de la figura del autor;

“mediante todos los ardides que establece entre él (el sujeto escritor) y lo que escribe, el

sujeto escritor desvía todos los signos de su individualización particular; la marca del

escritor ya no es más que la singularidad de su ausencia; tiene que representar el papel del

muerto en el juego de la escritura” (Foucault, 4). Más que el papel de un muerto, el sujeto

del enunciado de la segunda parte juega el papel de un fantasma, una presencia difusa que

solo se hace presente mediante esas indicaciones neutrales. Sin embargo esto no despeja las

dudas sobre su identidad. Al tratarse la segunda parte de un collage de citas la tarea de esta

figura se limitaría a disponer el orden de las entrevistas, y solo encontraría espacio para

expresarse con su propia voz a través de estas indicaciones. Pero es una voz sin identidad,

imparcial, indiferente. Seguiría, por lo tanto, el principio ético de la escritura para Foucault,

“porque esta indiferencia no es tanto un rasgo que caracteriza a la manera en que se habla o

que se escribe: es más bien una especie de regla inmanente, retomada sin cesar, nunca

aplicada completamente, un principio que no marca la escritura como resultado sino que la

domina como práctica.” (3; el subrayado es mío).

El espacio vacío que deja el autor en esta segunda parte de Los detectives salvajes es

ocupado por los 53 metanarradores, que son los que relatan la historia del realvisceralismo.

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Pero al decir de Barthes, lo que en realidad estaría ocupando ese lugar sería la escritura.

“Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se

desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (...)sino por un espacio de múltiples

dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las

cuales es la original” (69). Esa diversidad de escrituras contrastadas es la organización que

mueve la segunda parte de esta novela. De ahí que la difuminación del autor esté dada

sobre todo por su transformación en lector, transformación que le depara solo la tarea de

organizador o editor del contenido. Este proceso que Barthes explica mediante la muerte

del autor es la problemática que se representa en la segunda parte de la novela; el narrador,

vuelto autor, se transforma en lector de las citas, de las escrituras de las 53 voces

metanarrativas, borrando todas las marcas que lo acusen o que lo involucren en lo que estas

voces cuentan. Para Kristeva, sin embargo, será la palabra la que ocupa este lugar vacío, ya

que para ella, la novela remite más a la palabra que a la escritura, por su carácter

transformacional Y por la forma en que está escrita la segunda parte de Los detectives

salvajes, recuerda un modo oral, sobre todo, como mencioné anteriormente, por la cantidad

de modismos que Bolaño incluye en la redacción de cada uno de los monólogos, que van

configurando a cada uno de los monologantes como una voz propia, que contienen

características que las diferencian.

3.1 El autor: una perspectiva desde Latinoamérica.

Noé Jítrik, a partir del análisis que realiza de Museo de la novela de la eterna de

Macedonio Fernández, plantea que la creación de personajes imaginarios, aunque

igualmente permita una identificación con el autor, una identificación que, de todos modos,

se da en el plano de la imaginación de éste, el sujeto no deja de estar sometido a un

autocuestionamiento. De este modo, reconoce que “el autor es autor porque su objetivo es

producir esa organización. (…) el autor se propone, a través de los textos de Macedonio,

como un organizador; el resultado de su trabajo es la nueva forma que va interpretando y

poniendo en evidencia el circuito que va del autocuestionamiento a su teoría de la novela”

(225). Pero la labor que Jítrik le asigna al autor en la novela de Macedonio Fernández

implica el reconocimiento que Barthes, en el artículo señalado, rechaza tajantemente. En

este sentido, el crítico argentino parece estar más de acuerdo con lo afirmado por Foucault,

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ya que suplanta esa identificación del sujeto que permitía la figura del autor por el lenguaje.

Y es que “toda novela –existente o posible- debe su forma peculiar, su identidad, a cierta

disposición de elementos que puede analizarse y describirse. Pero también hay que decir

que la combinación se lleva a cabo gracias a cierta energía organizativa que proviene sin

duda del lenguaje, del que la novela es una manifestación o un resultado” (227). Según

esto, al autor no lo queda otra tarea que organizar su texto a partir de las estructuras que le

entrega el lenguaje. Y en este sentido, Jítrik comparte las apreciaciones de Barthes y

Kristeva, quienes reconocen en la estructura del lenguaje un homólogo de lo que es una

estructura narrativa.

De ahí que si se toma a Jítrik, la interpretación que realicé de la figura del autor en

Los detectives salvajes no diste mucho de lo que ya he enunciado. Solo un matiz podría

agregarse; esa “sustancia conjetural” que el argentino atribuye a Macedonio y que obstruye

la identificación, se realiza en la novela de Bolaño de una manera difusa. Y no es necesario

acudir a la biografía de Bolaño para aclarar esto, ni tener en cuenta las consideraciones

críticas que atribuyen a Arturo Belano ser el alter ego del autor. Solo basta con acudir al

texto y a su estructura, analizar la manera en que Belano y Lima y la historia de los

realvisceralistas es narrada en la segunda parte para entender que la configuración de los

personajes se da como una conjetura; los recuerdos de los metanarradores se entrecruzan, se

interfieren, se chocan y se confrontan, por lo que la identidad de estos no se alcanza a

vislumbrar claramente. Bolaño con esta estructura juega al ocultamiento-emergencia de esa

identificación, mostrando distintas perspectivas de un mismo objeto o sujeto, dependiendo

de cómo se considere a las figuras de los dos protagonistas. La identificación nunca es

completa; el lector no puede identificarse con los dos protagonistas porque no tiene un

panorama claro de cómo son y tampoco puede identificarse con una metanarración porque

éstas sólo consideran una parte de la historia. De ahí que esto devenga en el

autocuestionamiento del sujeto, cuestión que abordaré en el último capítulo de mi trabajo.

Julio Ortega, en cambio, discute de frente las teorías de Barthes y de Foucault:

Siempre he creído que si Roland Barthes hubiese leído a José María Arguedas o

a Juan Rulfo no habría decretado la muerte del autor, pues hubiese encontrado

que la autoría era otro signo de la subjetividad deseante y subvertora. Si

Foucault hubiese seguido su exploración de Borges más allá de toda

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clasificación, podría haber visto que el sujeto no es sólo creado por su posición

en el discurso sino desde los cortes de la intradiscursividad, allí donde la

identidad borgiana es un proyecto de reescritura radical del mundo

sobrecodificado (20).

Esta supervivencia de la figura del autor es, para el crítico peruano, el símbolo que

representaría la subjetividad postmoderna latinoamericana, continente que, para él,

encuentra en el discurso de la postmodernidad una identidad que la modernidad le había

negado, “no porque meramente nos nieguen los sucesivos centros, (…) sino porque nos

contradicen desde nuestro propio discurso, ya que estamos hechos de las modernizaciones

que nos dan nacimiento y muerte una y otra vez. De estas restas sale la suma de esta

postmodernidad híbrida” (Ortega, 22).

De esto último se puede desprender que Ortega considera postmodernidad como un

planteamiento crítico o un diálogo con la modernidad, de lo que rescata principalmente la

noción de identidad. No niega, como en el caso de Barthes o Foucault, y parcialmente

Jítrik, el papel del autor en la elaboración de representaciones de la identidad del continente

como “alteridad, heterogeneidad y descentramiento” (32). De este modo la identidad

latinoamericana, principalmente por todos los componentes que la forman y que confluyen

en ella, cuestiona y pone en duda los grandes relatos totalizadores. Lo que se puede

desprender de lo señalado por Ortega es que la identificación del sujeto no se da, como lo

piensa Barthes, de manera unívoca y totalizante, lo que recuerda el modo mítico pensado

por Kristeva. Por el contrario, el sujeto latinoamericano es postmoderno justamente porque

en su conformación original vienen a confluir en él una serie de modelos que se mezclan y

finalmente terminan por constituirlo como un sujeto híbrido, y ese sujeto híbrido que

devenido en varios centros no puede afirmarse solo de uno. Sin embargo la posibilidad de

identificación persiste en lo que sería esa cultura latinoamericana que se ha conformado

como mezcla. De ahí que “La identidad que despliegan los sujetos que se desplazan en los

textos de estos grandes exploradores americanos es una de exuberancia y de proliferación,

según la cual cada uno de ellos se hace nacer sobre la página como una promesa del nuevo

discurso” (Ortega, 21).

De todos modos en Los detectives salvajes la conjetura que señalaba anteriormente

se cumple en gran medida por la multiplicidad de escenarios, lo que interfiere con la

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identificación de los personajes con el entorno que se les propone. No hay un proceso de

hibridación completo de éstos, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de personajes

marginales, a quienes parece negárseles la existencia (centro) dentro del mismo discurso

marginal que sería la literatura mexicana de la década del setenta en relación con Europa.

Desde esa marginalidad no construyen un discurso basado en la proliferación y la

exuberancia:

Si nos atenemos a las prácticas de los márgenes, podemos empezar con una de

las más importantes: la práctica de la identidad, que instaura un espacio

procesal, haciéndose. (…) En tanto reflexión rearticuladora de algunas

preocupaciones teóricas y prácticas en torno al Sujeto, a su experiencia

multifuncional y su dialogismo político, el postmodernismo latinoamericano es,

hasta cierto punto, un nuevo relato de las marginalidades y la fragmentación

donde se reconstruye la identidad de lo heteróclito (el proceso de formar parte

de la diferencia) (Ortega, 37).

Hay, por supuesto, un cuestionamiento en la novela de Bolaño hacia el discurso canónico y

el sujeto moderno. Pero ni ese discurso canónico ni ese sujeto moderno lo encuentra en

Europa, en el estructuralismo o posestructuralismo como lo hace Ortega, sino que dentro de

la misma Latinoamérica, que es el espacio (el DF mexicano) donde no tienen cabida los

realvisceralistas. Esto explicaría la multiplicación de los escenarios; ya no se remiten sólo a

esta parte del mundo sino que se atreven a cruzar la frontera y dirigirse a España, Israel o

África. Los detectives salvajes cuestiona la identificación desde la proliferación, pero una

proliferación que pierde y que por lo tanto sólo puede actuar al modo de conjetura.

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Capítulo III:

Transexualidad en

Los detectives salvajes.

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1. Tipos de relaciones transtextuales en Los detectives salvajes.

Por el constante movimiento de los actantes en Los detectives salvajes, y atendiendo

a la dinámica de las categorías que el mismo Genette ha expuesto, es que me interesa

considerar cada uno de los tipos de relaciones en su conjunto, y no como material separado.

Con esto quiero decir que, como el mismo teórico francés lo aclara, no es pertinente tomar

el aspecto paratextual sin considerar las implicancias intertextuales que tendría. De ahí que

considere el todo transtextual de la novela de Bolaño.

El nivel paratextual, que se define por su carácter accesorio, remite al título, a algún

tipo de advertencia, introducción, prefacio, postfacio, o epígrafe. La novela de Roberto

Bolaño no posee ningún tipo de introducción, prefacio o postfacio. Contiene, sí, un

epígrafe, el título (obviamente), y una indicación. Esta última señala el galardón que en

1998 obtiene Los detectives salvajes; el premio Herralde de Novela.

El título de esta novela, Los detectives salvajes, ya remite a un tipo específico de

novela; la novela policial o detectivesca. Y esta señal nos remite a su vez al diálogo

hipertextual que mantendría esta novela con este género que la literatura latinoamericana ha

adaptado a sus necesidades, corrompiéndolo en su adaptación, cuestión que abordaré más

adelante en este mismo capítulo.

“-¿Quiere usted la salvación de México?

¿Quiere que Cristo sea nuestro rey?

-No”

Este epígrafe, de Malcom Lowry, de algún modo remite al argumento de la novela.

Lowry, escritor inglés nacido a principios del siglo XX, es un viajante permanente. De ahí

que su figura nos remita a los dos protagonistas, Arturo Belano y Ulises Lima, que son dos

eternos pasajeros. Pero además el mismo epígrafe adelanta de algún modo la trama de la

novela y la visión que Roberto Bolaño expresa en ella de Latinoamérica recurriendo a

México como el símbolo que encarna la perdición del continente, tema que profundizaré en

el quinto capítulo de este trabajo

Por otro lado, está el tipo de relación que Genette reconoce como intertextual, y

que implica la relación evidente de un texto con otro, al modo de una cita, alusión, el

plagio, o cualquier práctica que apunte directamente a un texto anterior. Los detectives

salvajes está plagado con este tipo de prácticas. Diversos tipos de alusiones, que

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comprenden un amplio espectro y en distintos niveles, desde Octavio Paz, que pasa a

formar parte como personaje de la novela de Bolaño, hasta José Juan Tablada, que participa

mediante la cita de un poema suyo (“lo vi leyendo un librito de Tablada, tal vez aquel en

donde don José Juan dice: <<Bajo el celeste pavor/ delira por la única estrella/ el cántico

del ruiseñor>>” (358)), pasando por Carlos Monsiváis, que al tiempo que es citado, se

transforma también en uno de los metanarradores, lo mismo que el poeta francés Michel

Bulteau, y terminando en alusiones a poetas franceses neovanguardistas como Raymond

Quenau, Matthieu Messagier, Alain Jouffroy, y otros tantos ingleses, como Brian Patten,

Adrian Henri, Spike Hawkins, así como algunos de sus títulos.

Pero todas estas menciones remiten, desde el texto de Bolaño, hacia la exterioridad,

provocando el ya anunciado dialogismo. La segunda parte de esta novela se comporta como

un ejercicio intertextual. A través de la estructura formal polifónica, al narrador ausente

(salvo por la voz indiferente de las indicaciones) no lo queda otro camino más que recurrir

a los testimonios de sus entrevistados para armar la historia, y el traslado de esos

testimonios a la novela se hace de forma literal, o es lo que puede suponerse, pues recuerda

el modo de citas. Esto me permite considerar la segunda parte de Los detectives salvajes

como un mosaico de citas; cada testimonio dialoga con el otro, lo contradice, lo reafirma,

trasformando la estructura de este segmento de la novela en un ejercicio metatextual, es

decir, que refiere el propio proceso de escritura, según lo entiende Barthes y Kristeva. 1

Viendo de este modo la organización del fragmento denominado “Los detectives

salvajes”, las indicaciones del narrador, que sitúan a los entrevistados, en el lugar, la fecha

de la entrevista y sus nombres, serían paratextos o advertencias que relaciono con la

instrucción del tablero de direcciones de Rayuela de Julio Cortázar. Esta última mención,

da pie para formular la hipótesis de que la novela del argentino sería un hipotexto de Los

detectives salvajes, entiendo el hipertexto, que en este caso sería la novela del chileno,

como una reescritura de su hipotexto, es decir, un texto anterior, lo que permite introducir

la relación hipertextual de la novela de Bolaño con la de Cortázar. Esta relación,

igualmente, la trataré en el capítulo siguiente, por tratarse de una correlación especial, que

da pie a la intención explícita que atraviesa la novela de Roberto Bolaño de dialogar con la

tradición literaria hispanoamericana.

1 La relación metatextual la profundizaré más adelante en este mismo capítulo.

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Pero la hipertextualidad de Los detectives salvajes no sólo puede reducirse a

Rayuela, sino que puede reconocerse en varias instancias de la trama novelesca. Por

ejemplo, ya desde el argumento central, el viaje de los dos poetas realvisceralistas, es

deudora del género iniciado por La Odisea de Homero y que tiene en On the road de Jack

Kerouac a uno de los ejemplos canónicos en la novelística del siglo XX.

Otra relación hipertextual que se podría establecer con Los detectives salvajes es la

obra de Jorge Luis Borges. Si tomamos en cuenta que “toda la obra de Borges se

caracteriza por este rasgo estructural: es una obra que se presenta como un tejido de

relaciones, en el cual no hay centro o, mejor, que todo en él puede ser centro” (Sucre, 148),

la relación salta a la vista, cuando se lee la segunda parte de la novela de Bolaño que

funciona como un mosaico de citas. Si a esto se suma que se trata de un autor (Borges) que

trabaja de manera explícita la metaliteratura o el género de la crítica dentro de la propia

ficción: “Para Borges, el “bibliotecario de Babel”, no existe prácticamente diferencia entre

el ensayo y la literatura de imaginación, entre sus inquisiciones y sus ficciones” (De

Campos, 292), así como el tratamiento particular que hace del género policial: “los

policiales latinoamericanos, en especial desde Borges, han usado las formas canónicas

libremente, parodiándolas e integrándolas con otras” (Amar Sánchez, 46), relación que

ahondaré finalizado este segmento de mi trabajo, las semejanzas saltan a la vista. Más si se

toman en cuenta lo expresado por el propio Bolaño, quien señala a Borges como la opción

más válida para ser “nuestro canon” (Bolaño, Entre paréntesis, 312)

Por último, la relación architextual está marcada por la ambigüedad. Los detectives

salvajes juega con las clasificaciones canónicas, mezcla varios registros literarios, por lo

que hablar de que corresponde a un determinado género sería minimizar su riqueza. Por

esto, la clasificación que mejor la comprende es la de novela híbrida, que Macarena Areco

define como “el empleo de subgéneros pertenecientes a la literatura popular (...); la

integración de elementos pertenecientes a la novela histórica y a la novela de formación, así

como al género fantástico; la desterritorialización; la fragmentación, y el importante papel

que juegan la metaliteratura y la intertextualidad” (177).

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1.2 La metatextualidad.

He preferido examinar el problema de la metaliteratura en Los detectives salvajes en

un segmento aparte, porque según lo veo, es uno de los tipos de relaciones transtextuales

que más se desarrollan en la novela. Si se entiende metaliteratura como “una relativa o

considerable (según el caso) anulación de la referencia externa del signo en cuanto que se

orienta hacia los objetos y al mundo, al mismo tiempo que genera unas estructuras formales

capaces de “referenciar” el proceso mismo de materialización de los signos en el tránsito de

la escritura hacia el texto y de éste a la lectura” (Camarero, 43), ampliando de este modo el

espectro abierto por Gennette respecto a este tipo de relación, debemos atender a la

organización de la segunda parte como una estructura que genera, al mismo tiempo que un

significado externo, una reflexión acerca del proceso de escritura.

El primer indicio metaliterario que muestra Bolaño en Los detectives salvajes, es el

argumento. La historia trata una búsqueda literaria, en la que se incluyen poemas, revistas y

diversos textos como pistas para encontrar a la escurridiza poetiza Cesárea Tinajero. Sin

embargo, esta búsqueda sólo remite a la primera y tercera parte de la novela. La segunda,

más compleja y extensa, refiere otro tipo de búsqueda o, si se quiere, distintos tipos de

búsqueda dentro de ella misma. En una primera instancia, está el narrador; éste es el que

entrevista a los metanarradores, cuyo testimonio, al parecer, estará expuesto de manera

idéntica a como fue expresado. Esto configura al narrador como un investigador o, para

decirlo más literariamente, como un detective. Un detective que, en ese sentido, se asemeja

a lo que representan García Madero, Brlano y Lima en la primera y tercera parte. Y digo se

asemejan, porque los roles se invierten, ya que si en las partes en donde el joven poeta

García Madero es el narrador (la primera y la tercera) Belano y Lima son los perseguidores,

en la segunda parte pasan a ser los perseguidos. Sin embargo, y a diferencia de los dos

protagonistas, el detective que persigue a los dos poetas nunca da con el paradero de sus

trofeos. Por lo tanto, ese papel de detective es traspasado también al lector, que no

encuentra una referencia segura, ni de la ubicación, ni tampoco de Belano y Lima como

personalices, ya que los testimonios se contradicen, expresándose como meras

interpretaciones de sus actos. Por lo tanto, el lector, al igual que el narrador y guiado hasta

cierto punto por este, irá configurando su propio mapa interpretativo. De ahí que considere

el argumento de Los detectives salvajes como metaliterario, porque, tal como lo describe

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Camarero, está refiriendo una historia literaria, y como lo enuncia Genette, da pie para

establecer, en distintos episodios de la novela de Bolaño, una crítica literaria. Estos

elementos los profundizaré en el siguiente segmento de este mismo capítulo. Por ahora, su

reconocimiento me sirve para establecer una relación vital a la hora de analizar la

metatextualidad en su aspecto formal, ya que hasta acá, solo he enunciado esta

problemática al nivel del argumento.

Si se examina la hipótesis de Carlos Labbé, que señala la evolución del narrador de

la novela de una voz básica en la primera y tercera parte a un desarrollo más complejo en la

segunda, se puede rastrear la metatextualidad en su aspecto formal. La estructura de esta

segunda parte permite la no disyunción de los actantes señalada por Kristeva, es decir, el

compartimiento, dentro de un mismo ente de su función y la de su opuesto, dentro de la

misma estructura novelesca de Los detectives salvajes. Principalmente me gustaría

detenerme en la relación que el autor establece con su texto, así como la que establece el

lector con el autor. Si se toma en cuenta que la segunda parte es, literalmente, un mosaico

de citas, la transformación del autor en lector se hace evidente. La puesta en escena de las

cincuentitrés voces no se hace bajo la mediación de una figura central (autor o narrador), o

si se hace, esta figura juega a la exposición- ocultamiento, dejando escasas huellas visibles

de su participación2. Es decir, por un lado, no hay diálogo evidente, porque, en lo que

suponemos son entrevistas, el narrador, que también juega el papel de autor, va borrando

todas sus huellas, dejando solo a la vista un pequeño texto que juega el papel de ubicar

temporal y geográficamente a los entrevistados, y que antecede al monólogo de estos; y por

otro, por estas mismas borraduras, es que, a la vista del lector, el texto de la segunda parte

aparece como este mosaico de citas, en donde al narrador-autor sólo le toca ordenar. De

este modo el autor comparte al mismo tiempo la tarea del lector. Al tratarse de un mosaico

de citas, la segunda parte recuerda más a un esbozo previo a la conformación de la novela

que a una novela en sí. Es decir, lo que el autor nos entrega en esa segunda parte con su

aparente desaparición, es la recopilación de información para su novela, dispuesta de

manera ordenada y clasificada, que es, por otro lado, la única función, aparente por lo

2 Según la hipótesis de Carlos Labbé, Los detectives salvajes estaría narrado en su totalidad por un solo

narrador, García Madero. Esta teoría es coherente, si se toman en cuenta las intervenciones que según Labbé

habría hecho el narrador, lo que permitiría que ésta fuese un todo coherente. Sin embargo, “no es posible

acceder al relato del narrador de la segunda parte más que por deducciones y suposiciones ejercidas desde la

subjetividad del lector, a partir de los metarrelatos y sus encabezados” ( 23).

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demás, que cumple, lo que nos habla de un proceso previo a la escritura de ésta. Con esto,

estaríamos accediendo “a un nivel anterior a la forma acabada bajo la que el texto se

presenta en definitiva, es decir, al nivel de su generación como una infinidad de

posibilidades estructurales” (Kristeva, 24). Esto explicaría los vacíos que deja la narración,

pero también una conciencia narrativa que ha evolucionado.

Sin embargo, gracias a la evolución de esta conciencia narrativa, es que se entiende

que la segunda parte de Los detectives salvajes obedezca a un orden predeterminado. La

estructura más lógica que organizaría el orden de esta segunda parte de la novela de

Roberto Bolaño es la del modelo polifónico, que Camarero aplica para describir

Description de San Marco, de Michel Buttor, y que tiene como principal característica el

reunir “varias voces que son la representación del universo plural de gentes que se funden

en la visita a la catedral San Marcos de Venecia (...) Esta estructura implica el nivel de

composición del discurso (compositio), la estructura torrebabélica de las lenguas, los

registros de voz que se guardan conciente y, sobre todo, inconscientemente en la memoria,

la alteración tipográfica, etc.” (Camarero, 140). Al representar la novela de Bolaño un

mosaico de citas, hace uso del modelo polifónico, que pone en diálogo distintas voces, cada

una con su particular estilo. De ahí que se paseen por esta novela distintos modismos,

característicos de cada uno de los países latinoamericanos que cuentan con un representante

dentro de los entrevistados.

Pero el lector también participa de la no disyunción. Se transforma, por este vacío

que deja el narrador-autor, en autor, en participante activo del sentido final de la historia

que refiere la novela. Reconoceré su tarea bajo el rótulo de reescritura, que Camarero

define acudiendo a Rayuela de Julio Cortázar como

un tipo de lectura que va más allá de la lectura básica o elemental y que asume

sin ambagages el efecto de la relectura, la posibilidad de recorrer el texto de

otra manera según algunos principios inéditos o no previstos dentro de una

dinámica escritural que está más próxima al lector. Este hecho permite al lector

introducir una dimensión reescritural en el texto típica de la metaliterariedad

(165; el subrayado es mío).

Es este proceso de reescritura lo que le entrega a la novela de Roberto Bolaño el carácter

metaliterario. La disposición estructural de la segunda parte de Los detectives salvajes no

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obedece a la lógica temporal de los hechos narrados, sino, salvo un metarrelato, el de

Agustín Salvatierra, que funciona como base sobre la cual el mismo autor vuelve para

aclarar la motivación original de los acontecimientos posteriores, están dispuestos a partir

de las fechas en que se hicieron las entrevistas. De ahí que la narración que sigue una línea

cronológica sea el recorrido del autor- narrador por el mundo, tras la pista de Arturo Belano

y Ulises Lima, y no los acontecimientos que tienen que ver con los dos protagonistas, que

se encuentran constantemente fragmentados o rebatidos por los mismos metanarradores. De

este modo la estructura de la segunda parte, con sus vacíos intencionados, obedece a la

lógica de lo que Camarero entiende como clinamen o desviación del sentido; a partir de

esta desviación de sentido, es que la tarea del lector se intensifica. La tarea de trazar un

mapa cronológico y geográfico de los dos detectives salvajes le queda asignada a lector, ya

que, salvo pocas indicaciones, es casi nula la información, sobre todo temporal, que se

entrega respecto al recorrido que hacen los dos fundadores del realvisceralismo.

Igualmente, el ejemplo que demuestra con mayor claridad el clinamen apuntado por

Camarero en Los detectives salvajes, es el final de la novela, un acertijo visual que queda

sin respuesta y que, más que desviar el sentido de la novela, lo difumina, lo pierde, como la

figura del autor- narrador de la segunda parte. Pero no solo se pierde, con este acertijo, el

sentido de la novela, sino que además incentiva al lector a participar en su consecución.

“¿Qué hay detrás de la ventana?”, es una clara increpación al lector; el sentido final

ofrecido como reto, como interpretación, además de la puesta en escena del proceso de

reescritura, que Camarero atribuye a toda novela metaliteraria, un proceso de reescritura

que comenzará cuando el lector se asome a ver qué hay detrás de esa ventana.

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2. Los detectives salvajes: un policial latinoamericano.

Volviendo al tipo de relación architextual, que es el que Genette identifica con los

géneros literarios, señalé anteriormente que Los detectives salvajes se presenta como una

novela híbrida. Éste es un tipo de género que ha venido creciendo en Latinoamérica, y así

lo demuestra Macarena Areco en su artículo “La emergencia de la novela híbrida en España

e Hispanoamérica”. Explorando un corpus amplio de novelas, dentro del que se incluye a

Los detectives salvajes, Areco define las características de un nuevo género. Revisando el

análisis hecho hasta ahora de la novela de Roberto Bolaño, puedo concluir que se trata de

uno novela con estas propiedades. Sin embargo, falta profundizar en una de ellas, que es el

uso que se hace de un género masivo, y en este sentido Los detectives salvajes, ya desde el

título y con la sola referencia que se hace a la figura del detective, propone un diálogo con

el género de la novela policial. Su argumento es atravesado por dos búsquedas. La primera,

la búsqueda de Belano y Lima que atraviesa toda la segunda parte. La otra, que comprende

el relato de la tercera parte, es la búsqueda de Cesárea Tinajero. Esta última búsqueda

convierte a los protagonistas en detectives. La primera, además de convertir al narrador

ausente en detective, también convierte al lector. Y es que al tratarse, como es el caso de la

segunda parte, de un texto organizado al modo de citas, se puede llegar a suponer que el

narrador entrega la misma información que recibe. De este modo el narrador solamente

dibuja un mapa; el lector deberá seguir el mismo procedimiento para construir ese mapa

que localice a Belano y Lima. El lector, así, se convierte en cómplice del narrador medio

ausente; un colaborador que le ayudará a resolver el misterio de la ubicación de los dos

protagonistas. Así organizada, esta búsqueda muestra al detective-escritor-narrador siempre

y hasta el final de la novela un paso detrás de su grial. Por lo tanto, el fracaso se asume ya

desde la estructuración de la novela. Y fracasos porque, si en la búsqueda de la tercera

parte, más que dar con la figura de Cesárea Tinajero la motivación principal era conseguir

sus textos, objetivo que no se logra por la prematura muerte de la poesía, en la segunda

parte ni siquiera se logra dar con el paradero de Lima y Belano.

Según esto, los misterios que envuelven las dos historias de Los detectives salvajes,

la que reúne a la primera y tercera parte, y la fragmentada de la segunda, son de carácter

intelectual. Uno, según la terminología de Genette, intradiegético, es decir, el misterio y los

detectives que buscan resolverlo están dentro de la historia. El otro, aunque se desarrolla

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también dentro de la historia, tiene además un carácter metaliterario, al conformarse como

un proceso de relectura, que incluye al lector en una faceta más activa, participando casi

como detective. Esto ya determina una variante dentro del género policial. Sin embargo, no

es la única. “Respecto al subgénero policial, la mayoría de estas novelas recurre a los

elementos propios del formato, según el cual un personaje que cumple las funciones de

detective realiza una investigación para aclarar un enigma” (Areco, 179).

La novela policial canónica obedece a un cierto patrón de comportamiento de sus

componentes:

“Como se sabe, todo policial necesita un crimen rodeado de misterio; en tanto

que el suspenso sostiene la investigación que el detective lleva a cabo. Estos

componentes canónicos admiten modificaciones, y sus variables definen cómo

se articulan los tres términos esenciales para el género: crimen, verdad, justicia.

El policial narra cómo una vez cometido un crimen, se desarrolla la búsqueda

de la verdad y se restablece la justicia” (Amar Sánchez, 47).

Sin embargo, en Latinoamérica se ha dado un proceso de transformación o traducción del

código. Así, “En estas versiones latinoamericanas se plantea el debate sobre las

posibilidades mismas del género entre nosotros, por eso los textos se vuelven un juego de

alusiones y de diferencias con respecto al canon” (Amar Sánchez, 55). Estas desviaciones

le van entregando al policial latinoamericano un carácter político que antes no tenía, siendo

el crimen el que carga con esa torsión. Y es que si en su forma canónica el género policial

entrega una fórmula conocida, en donde la respuesta tranquilizadora no tardaba en llegar,

además de presentar un tipo de violencia controlable, la transformación latinoamericana

rompe el pacto de armonía entre sociedad/justicia/ley que el canon reponía, representando

el crimen como obra de las instituciones políticas o de poder (Amar Sánchez, 60).

El carácter político que toma la novela policial en Latinoamérica tiene mucho que

ver con la posición que Bolaño muestra en Los detectives salvajes respecto al proyecto

moderno. Magda Sepúlveda ve en el género policial un representante de la modernidad,

noción tiene que ver con que “todo obedece a una causa, y, que por tanto todo es

explicable, pertenece al discurso de la modernidad, ya que este concebía el mundo como

objeto manipulable, sobre el cual se opinaba de manera exacta, cuantificable y

disyuntivamente” (106).

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Los detectives salvajes participa de esta corrupción en un grado distinto. Si bien es clara su

transformación respecto al canon, lo que se puede comprobar comparando, por ejemplo, la

poca claridad que tienen los dos detectives salvajes a la hora de definir la motivación de su

búsqueda: “no lo hacemos por ti, Amadeo, lo hacemos por México, por Latinoamérica, por

el Tercer mundo, por nuestras novias, porque tenemos ganas de hacerlo” (553), con la

certeza que el crimen le da a los detectives canónicos, así como también por lo poco prolijo

de los métodos de los primeros, métodos que terminan, por ejemplo, con la muerte de su

objeto de búsqueda, o entrevistas que terminan, tal como lo recuerda el propio Amadeo

Salvatierra, en borracheras, en comparación con la claridad del razonamiento detectivesco

de los policiales tradicionales, no se puede afirmar que el crimen contenga una carga

política. Con esto no quiero decir que la novela de Bolaño no tenga cierto carácter político,

sino que ese carácter está supeditado a otra temática, la literaria. De ahí que el

restablecimiento de la justicia que se busca es de otro tipo; dar a conocer el trabajo de una

poetisa olvidada y perdida en los desiertos del norte mexicano.

Además, los componentes típicos de un policial funcionan al revés. Acá, son los

propios detectives, o los que se disfrazan de detectives, o los que juegan a serlo, los que

pretenden administrar la justicia literaria, los que provocan el asesinato de su ente perdido,

y así imposibilitan la culminación satisfactoria de su búsqueda. Un asesinato bufonesco,

irrisorio, y hasta ridículo. Cesárea Tinajero es asesinada por el padrote que persigue a Lupe

y a los tres poetas realvisceralistas que protegen a la pequeña prostituta, en una balacera

que tiene un carácter de ensoñación. Si a esto sumamos el ya mencionado cuestionamiento

a sus motivaciones y metodologías, estos supuestos detectives se configuran como

antihéroes. “La resolución del crimen- gracias al triunfo del héroe- en el policial canónico

reafirma la confianza en la ley y representa la tranquilizadora posibilidad de su

restablecimiento. Por esa razón, el sistemático fracaso de los detectives en estas novelas

introduce una inquietante inseguridad que remite a la información periodística cotidiana”

(Amar Sánchez, 67).

Esta configuración del “detective”, que juega a serlo, habla claramente de la lejanía

respecto a la figura canónica, lo que obedece según Magda Sepúlveda, a que “la verdad ha

dejado de ser un discurso explicativo, basado en causas y efectos” (106), por lo que el

panorama de los detectives latinoamericanos parece confundirse y complejizarse. Esto,

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obviamente, no explica la estructuración de Los detectives salvajes, aunque sí explica su

posición frente a la tradición moderna. Y la tradición moderna, en esta novela en particular,

es revisada desde su literatura. Así, la utilización del género, en su forma latinoamericana,

le sirve a Bolaño para dar cuenta de esa revisión.

Si se sigue la regla del policial, no hay misterio respecto al crimen, éste queda

resulto inmediatamente. O mejor dicho, el crimen físico, no forma parte central en la línea

del argumento de este misterio. Éste lo encontramos en otro lado, en la obra de Cesárea

Tinajero, y su evidencia, un poema aparecido en una vieja revista (Caborca) cuyo único

número es atesorado por un ex poeta vanguardista. Este misterio es el que queda sin

resolver.

La otra búsqueda, la que emprende el narrador ausente de la segunda parte, contiene

una motivación, por lo menos, ambigua, ya que ésta solo se puede deducir del seguimiento

exhaustivo que hace de las dos figuras, ausentes igual que él. Esta búsqueda también

configura al narrador, transformado en autor, como un escritor detective ya que, al igual

que el lector, va tejiendo el argumento de su historia a través de las entrevistas que realiza.

La ausencia de este narrador es tan abrumadora, que ni siquiera se encuentra el

establecimiento de un enigma; nunca se nos anuncia la motivación de la búsqueda de

Belano y Lima, por lo que no hay nada que resolver, sólo se deduce. Según esto, podría

pensarse la motivación de la segunda parte, que es la que contiene esta “persecución”,

como la intención de establecer el paradero de los dos realvisceralistas. Sin embargo,

ambos se van desvaneciendo a lo largo de la novela. En la segunda parte, en donde la

fragmentación se hace más radical, y el seguimiento del relato se hace más árido, el

narrador va siempre un paso más atrás que los dos protagonistas. Tanto es así, que este

enigma nunca es resuelto. Los dos “antihéroes” nunca son entrevistados, que sería lo más

lógico si son los personajes principales de la novela, por lo que se deduce que nunca son

encontrados, y por lo tanto, la búsqueda es fallida. No hay restablecimiento de una verdad

en este caso tampoco del tipo policial, aunque, de la misma forma que sucede con Cesárea

Tinajero: está el reconocimiento de una trayectoria literaria.

Pero para establecer el enigma de los realvisceralistas, hay que remitirse al

penúltimo metatexto; el de Ernesto García Grajales. Es a través de la voz de este personaje

que el grupo de los realvisceralistas comienza a reconocerse como movimiento literario, ya

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que por el testimonio de otros personajes, como Luis Sebastián Rosado, se da cuenta de la

nula cabida que tenían en el espacio literario del México de los 70’:

pero es que entonces, y ahora, me dijo Piel Divina, no había manera de estar en

uno de los dos bandos, ¿de qué bandos hablas, susurré yo (...), el bando de los

poetas campesinos o el bando de Octavio Paz (...), aunque el panorama tenía

más matices, en cualquier caso los realvisceralistas no estaban en ninguno de

los dos bandos, ni con los neopriístas ni con la otredad, ni con los

neoestalinistas ni con los exquisitos, ni con los que vivían del erario público ni

con los que vivían de la Universidad, ni con los que se vendían ni con los que

compraban ni con los que estaban en la tradición ni con los que convertían la

ignorancia en arrogancia, ni con los blancos ni con lo negros, ni con los

latinoamericanistas ni con los cosmopolitas (352).

Es con la instauración de García Grajales como “único estudioso de los realvisceralistas

que existe en México” (550), que el enigma de este movimiento de neovanguardia de los

años 70’ comienza a tomar forma de eso, de enigma cargado con el matiz de lo literario.

Antes, podría haber sido perfectamente la persecución a dos criminales, a dos locos o a dos

ilegales.

El enigma, de cualquier forma, que no logra revelarse completamente. Una de las

razones, por cierto, es la ambigüedad del discurso; las versiones están confrontadas,

negándose a veces unas con otras, por lo que el lector debe decidir cual es la más creíble, la

más cargada de objetividad, o simplemente la que guste: “Ni encerrona ni incidente

violento ni nada de nada” (160), dice Carlos Monsiváis, negando la exagerada afirmación

de Rosado: “lo que me han hecho a mí es peor que lo que le hicieron a Monsi” (157).

Otra, que Belano y Lima nunca son capturados por esta figura que sigue sus huellas durante

veinte años, y que parece rendirse finalmente ante el evidente desvanecimiento. Al terminar

el relato de la segunda parte, Lima, según lo que dicen los “testigos”, se encuentra en el

D.F. luego de desaparecer un tiempo en Nicaragua. Es García Grajales el que proporciona

este dato. “Ulises Lima sigue viviendo en el D.F. Las pasadas vacaciones lo fui a ver. Un

espectáculo” (551). Belano, por otro lado, termina perdido en África, y la última vez que se

lo ve es en territorio liberiano, en dirección a una muerte segura (según el propio narrador,

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Jacobo Urenda). Es decir, nunca se tiene la confirmación de los dos personajes más

involucrados.

La conformación de la figura del detective, que en este caso sería el narrador

ausente, no termina nunca de completarse, y tampoco termina por solucionar el enigma, por

lo que evidentemente termina siendo derrotado. “La derrota del detective es crucial en este

sistema. Su figura no sólo es la de un antihéroe como la del policial negro (...), sino la de un

fracasado, un “perdedor vocacional” que no logra unir los fragmentos de información y no

consigue saber toda la verdad” (Amar Sánchez, 70). Lo mismo le ocurre al detective

ausente de la segunda parte. Y lo mismo a Belano y a Lima en su faceta de detectives; no

logran sacar a Cesárea Tinajero del anonimato, no logran ubicar más poemas de ella, y para

rematar el asunto, terminan provocando su muerte.

Los detectives salvajes, como novela policial, sugiere un itinerario hacia la derrota,

la marginalidad y el anonimato literarios. No se trata de personajes que logran el éxito, sino

de fracasados que sin embargo no dejan de intentarlo, de marginales que no tienen cabida

en la oficialidad, de detectives que se disfrazan de tales, asumiendo toda la precariedad con

la que tienen que enfrentar ese oficio. Y es desde esa perspectiva que esta novela construye

el camino de la derrota; los misterios, en todos los ámbitos, no son resueltos, ni por los

personajes, ni por el narrador-escritor. Cesárea Tinajero, al igual que los realvisceralistas,

seguirán viviendo en la periferia.

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Capítulo IV:

Rayuela-Los detectives salvajes:

Un paréntesis entre París y Buenos

Aires.

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La relación que se puede establecer entre Rayuela de Julio Cortázar y Los detectives

salvajes de Roberto Bolaño, es revelada de manera briosa por Enrique Vila- Matas. El autor

español señala “Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar y donde Los

detectives salvajes bien podría ser su revés, en el amplio sentido de la palabra revés” (en

Manzoni, 102). La crítica se ha preocupado de profundizado en este diálogo, cuestión que

pretendo describir y profundizar a partir de esas consideraciones en este capítulo de mi

trabajo.

Es indudable, tal como lo indica la relación de Vila- Matas, que la influencia de

Rayuela ha trascendido el espacio Hispanoamericano, como es indudable también que las

influencias de Bolaño no se limitan solo a Latinoamérica y que el contexto de producción

de Los detectives salvajes, así como sus interlocutores más directos, están en España. Sin

embargo, lo que me interesa rastrear con este diálogo es la configuración del continente que

se realiza en estas dos novelas a partir de sus técnicas narrativas. Es por esto que, a pesar de

la extraterritorialidad de la obra de Roberto Bolaño, “que confirma su propia condición de

escritor chileno y mexicano y español, todo junto a la vez y nada exactamente” (Echevarría,

193), no concierne a este trabajo su relación con España o si lo hace, es en el contexto

anunciado antes, es decir, en la configuración de Latinoamérica en Los detectives salvajes.

Esto último me lo permite, por lo menos en Bolaño, su evidente autoconciencia de sujeto

latinoamericano, reflejada tanto en esta novela como en artículos críticos propios y

entrevistas. De ahí que ese carpetazo que anunciaba Vila-Matas lo entienda en el contexto

hispanoamericano, como un diálogo o una ruptura con la tradición del continente, que se ha

esmerado, a través de la literatura, en configurar un mundo.

1. La dinámica generacional.

Si bien el modelo generacional puede pecar de muchos desperfectos, me sirve en

esta parte de mi trabajo para rastrear en un contexto organizado, la evolución de las

corrientes literarias hispanoamericanas.

Asumiendo el riesgo de inducir por medio de este método una lectura inacabada,

incierta y arbitraria, es que lo utilizaré sólo para situar a los dos escritores que ahora me

atañen. No es por lo tanto la intención de este análisis situarlos en contextos cerrados, sino

por el contrario, establecer un diálogo fluido entre ambos, que de algún modo niegue esa

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unilateralidad que se le acusa a esta metodología. Para esto, además de servirme de

modelos generacionales, revisaré la crítica y los elementos que ésta rescata de las dos

novelas, lo que me permitirá abrir la perspectiva.

1.1 Situando a Cortázar.

La segunda generación de 1942, denominada por Cedomil Goic en Historia de la

novela hispanoamericana como neorrealista, se caracteriza por tener dos etapas: la primera,

como un rescate de los tópicos realistas, ahondando en el retrato de la lucha de clases,

utilizando el marxismo como trasfondo teórico, cayendo así, muchas veces, en lo

panfletario. “La sociedad es reducida a la lucha de clases y, puesta la mira sobre la

propiedad de los grandes centro de producción, se despliega paralelamente una literatura

antiimperialista y una exaltación de nuevo nacionalismo” (217). La segunda etapa, de

características más revolucionarias en cuanto a la estructura narrativa, se contrapone al

realismo, rescatando las tendencias que habían germinado con el superrealismo.

En cambio, los nuevos narradores que surgieron en la vigencia para apropiarse

de la auténtica vanguardia literaria, eran revolucionarios en materia de

literatura; emprendieron una auténtica revolución en contra de las formas

tradicionales, de las estructuras narrativas y del lenguaje y liquidaron con

agresividad y con talento la regresión que en estos aspectos cometía la otra

fracción. El Neorrealismo cambiaba de signo: ahora venía a ser la creación de

una nueva realidad, de la realidad contradictoria, compleja y variada sin límites,

que denunciaba la engañosa pretensión de pasar por realidad un escorzo

subjetivamente recortado y sin relieve de lo real (220-221).

Julio Cortázar es situado por Goic dentro de esta corriente, basado principalmente en

el análisis que hace de Rayuela, dentro del cual se pueden reconocer algunos tópicos

utilizados por Bolaño.

1.2 Situando a Bolaño.

Extendiendo el método generacional utilizado por Goic, Rodrigo Cánovas sitúa la

aparición de la generación de escritores chilenos nacidos entre 1950 y 1964. Siguiendo, a su

vez, los mismos patrones de Goic, sitúa la fecha de gestación de esta generación entre los

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años 1980-85, y su vigencia literaria, que se iniciaría a partir de 1995 (33). Por mera

correspondencia de fechas, Roberto Bolaño, que no es considerado dentro del análisis de

Cánovas, nacido en 1953, y cuya vigencia literaria, por lo menos en Latinoamérica,

comienza con la publicación de Los detectives salvajes en 1998, pertenecería a esta

generación.

Si por otro lado se sigue otra constante descrita por Goic que revisa a la segunda

generación superrealista como contraria a la primera hasta la aparición de su segunda etapa,

que vuelve a rescatar las obras vanguardistas y que deja ese gustito a la generación

posterior, y a sí mismo a la cuarta generación que extralimita las posturas de la tercera, se

debería situar la novela de Bolaño, dentro de la evolución de la narrativa hispanoamericana

como el punto de difuminación más palpable; como la ambigüedad llevada a sus límites,

siguiendo la línea de narradores anteriores como Cortázar o Borges, que generación por

medio han sido más o menos rescatados. Según los parámetros de Goic, a la generación de

Bolaño correspondería rescatarlos más ahincadamente.

Aunque solo limitado al ámbito chileno, Cánovas reconoce que esta generación es

desplegada a través de tres voces, que se van sucediendo al tiempo que conviven dentro del

mismo espacio1 con ciertos matices diferenciadores. Por ejemplo, describe el crítico, la

novela de la generación del 50 establece relaciones de continuidad y de ruptura con su

homologo precedente, la novela de la desacralización, estableciendo lazos de continuidad

afectiva con el pasado, pero creando al mismo tiempo una relación de crisis con ese pasado,

lo que tendría como consecuencia el despliegue de un discurso vanguardista en algunas

expresiones, y en otras el desarrollo del género policial (44-6).

Otro punto a considerar es el que, según Goic ha sido el aporte más innovador de

la generación anterior a ésta, la de los novissimi narratores, a la que pertenecen, entre otros,

Mario Vargas Llosa y José Emilio Pacheco (figura que circula por el mundillo de Los

detectives salvajes). Se trataría de la inclusión, en sus mundos narrativos, de la perspectiva

1 “La primera imagen generacional convoca un país como gheto, la vida cotidiana como un acto de

sobrevivencia y al escritor como un ser excluido, que ejerce su oficio en pleno descampado simbólico”.

“La segunda (…) concibe la imagen de un país amorfo, pero abierto al goce de la vida cotidiana”, por

medio de formatos narrativos como el folletín, o la utilización de un lenguaje que llame la atención del

público”.

La tercera, “construye un sujeto capaz de competir (sobrevivir alegremente) desde la escritura en una

sociedad de consumo, desarrollando sus capacidades comunicacionales” (Cánovas, 26).

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de la adolescencia, como un símbolo de ese estado de cosas. Esta perspectiva también se

incluye en las novelas de la generación del 50; si hay un rasgo que identifique a la novela

de esta generación de escritores chilenos, es el hablante. Éste adopta la voz de un huérfano,

de un expósito, por lo que a la novela de esta generación Cánovas la ha denominado novela

de la orfandad. Los detectives salvajes también incluye la perspectiva adolescente al tratar

el argumento de la primera y la tercera parte las aventuras de un grupo de neovanguardia de

los setentas, conformado por jóvenes de entre diecisiete y veintiún años, jóvenes que

además comparten con la novela de la orfandad el estado de huérfanos, por lo que es

posible encontrar ciertos rasgos compartidos entre la novela ganadora del premio Rómulo

Gallegos en 1999 y las expresiones que se dan en Chile, rasgos que identificaré en el

capítulo siguiente de este trabajo.

A partir de algunas observaciones, analizaré los elementos que considerados por la

crítica para Rayuela se pueden extrapolar hacia Los detectives salvajes. Y esto lo hago por

no repetir ni decir en mi nombre descubrimientos ya expresados, lo que es un peligro

evidente, sobre todo si se tiene en cuenta el tiempo que ha pasado (más de cuarenta años)

de la publicación de la novela de Cortázar, y la dedicación mayúscula que se la dedicado a

su estudio. Pero antes de emprender el análisis, vale una aclaración: al establecer esta

relación no busco cerrar el diálogo de Rayuela con otras novelas, ya que, como señalé al

comienzo de este capítulo, la influencia de ésta es muy grande como para pretender negarla

en otras novelas, anteriores o paralelas a Los detectives salvajes. Por lo tanto, al hacer esta

aclaración, asumo que los elementos que recojo de la crítica no están en relación exclusiva

con la novela de Bolaño. Lo que me interesa revisar es en qué contexto se sitúan las

utilizaciones de elementos narrativos que se dan de forma similar en ambas novelas.

2. El diálogo.

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La exploración del diálogo entre Rayuela y Los detectives salvajes debe comenzar

por reconocer en ambas la intención de constituirse como novelas totales, con una intención

(velada tal vez) de ingresar pisando fuerte en el canon. Esto se explica principalmente por

la cantidad de páginas que contiene cada una, característica no común en la novelística de

estos tiempos, pero además por la voluntad de ruptura formal que poseen. Esto me permite,

además, establecer una conexión aún mayor con la intencionalidad de construir un mundo

narrativo que implique, desde su propiedad literaria, por su puesto, una imagen o

representación del mundo hispanoamericano, lo que implica un nuevo elemento viéndolas

como novelas totales. Sin embargo, esta aclaración sólo es pertinente en cuanto ayuda a

penetrar en esas propiedades literarias que unen a ambas novelas, para lo que me servirá,

sobre todo, la categorización de las relaciones transtextuales que hace Gérard Genette.

El teórico francés, al describir la relación hipertextual que se establece entre dos

textos, apunta a diferenciar dos modos distintos de conexión. El primero, del que el Ulises

de James Joyce es una muestra, actúa por transformación simple; es decir, y como en el

caso de la novela del irlandés, se traspasa la historia de La Odisea, acaecida en la época de

los griegos, a la Irlanda del siglo XX. La segunda forma de relación es la que Genette

francés ha llamado imitación, y es la transformación a partir de la cual se originarían los

géneros literarios. Ejemplo de esto es La Eneida de Virgilio, que imita la forma de La

Odisea, dando paso, luego de otras expresiones imitativas similares, al género de la

epopeya (57). Según esto, la relación hipertextual se explicaría como la reescritura de un

texto anterior, denominado hipotexto, al que se hace referencia directamente.

En la relación entre Rayuela y Los detectives salvajes se pueden rastrear más que

momentos, técnicas narrativas que se reescriben y se insertan en un nuevo contexto. Así,

Los detectives salvajes no actuaría por ninguna de las dos vías de manera evidente, aunque

esté más cerca de la imitación que de la transformación simple. Y está más cerca de la

imitación, porque se sirve del aspecto formal de su hipotexto, y no de la historia de éste,

aunque se puedan establecer algunos paralelos. De momento, me fijaré en la utilización de

técnicas narrativas, que Cedomil Goic rescata de Rayuela, para establecer inmediatamente

la comparación.

Lo primero, “es que el lenguaje es una suerte de vertedero en donde se mezclan

modos de decir de muy variados orígenes” (223). Acá, el juego de preguntas por

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definiciones de formas poéticas dirigido por García Madero durante el viaje a Sonora, y que

termina mandando Lupe, registrado el 9 de Enero de 1976, transportando las preguntas a

definiciones de conceptos coloquiales, casi vulgares, remite a las coincidencias que une a

ambas novelas respecto a la utilización del lenguaje.

En este episodio de Los detectives salvajes el origen de las respuestas es diverso.

Por ejemplo, ante un dibujo circular, que dentro de él contiene además dos círculos, al

modo de una muñeca rusa, del que además sobresalen dos semiesferas, Lima responde

preguntando “¿Un verso elegíaco? No. Un mexicano visto desde arriba –dije-”, debe

corregir García Madero. Si a esto agrego los modismos peruanos (pata de Hipólito Garcés),

chilenos (huevón y rechucha de Andrés Ramírez), mexicanos (son los más utilizados por

los personajes de esta novela), entre otros, además de refranes populares como “no por

mucho madrugar amanece más temprano” (523), el origen de estos lenguajes se presenta

como diverso.

Lo segundo: “Como el lenguaje, los modos narrativos están configurados por una

manifiesta dislocación cuando no son ya y desde el comienzo un modo de decir

peculiarísimo” (224). En Los detectives salvajes, cada uno de los narradores de la segunda

parte hablan, también, con su modo peculiarísimo, dependiendo de su nacionalidad, como

mencioné en el párrafo anterior. Esto lleva más lejos el plurilingüismo descrito por Bajtín.

Para él, “el plurilingüismo introducido en la novela (…), es el discurso ajeno en lengua

ajena y sirve de expresión refractada de la intenciones del autor” (141) De ahí que la

palabra de la novela sea bifocal; la misma palabra sirve al héroe y al autor, pero a este de

manera opuesta; es aquí donde se forma el dialogismo, pues las palabras que el autor pone

en boca de su héroe o personaje no manifiestan necesariamente su opinión.

Pero en la segunda parte de Los detectives salvajes el plurilingüismo se expande; la

multiplicación de los personajes en la segunda parte, cada uno con un discurso propio, hace

más difícil encontrar la palabra del narrador (autor es una palabra que queda muy grande en

este análisis), que se esconde en párrafos indiferentes cumpliendo sólo una función

indicativa. Por esto, la palabra refractada del autor no la encontramos. Sí se puede, en

cambio, encontrar refracciones entre los distintos metanarradores, lo que llevaría el

plurilingüismo bajtiniano a un nivel distinto, mayor al multiplicarse. En Rayuela, por el

contrario, a pesar de su organización fragmentada, es más fácil encontrar esa palabra

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refractaria, porque es el mismo narrador quien articula el montaje en el que se desarrollan

los personajes. Éstos, por supuesto, también tienen, por momentos, voz propia. Sin

embargo la novela no alcanza a estar dominada por sus voces, lo que permite que en el

momento que se pronuncian, entren, además de en diálogo entre ellas en el diálogo con el

narrador.

Tercero: “Es en este orden de relaciones que puede articularse, reconociendo la

particularidad con que se la presenta en la novela, la teoría de la novela de Morelli (...)La

violencia a un orden que ha ignorado todo lo que no sea la racionalidad, dicta las normas

para construir la auténtica antinovela” (229). La misma idea plantea Fernando Alegría, al

considerar que Rayuela “lleva dentro de sí su autonegación, su bien armada bomba de

tiempo” (244)

Se puede reconocer acá el elemento metaliterario, entendiendo este lenguaje como

el “del ensayo y de la especulación teórico filosófica (...), pasa a integrarse en el poema,

que se hace metalenguaje de su propio lenguaje- objeto” (Haroldo de Campo, 292), que

reconocemos en Los detectives salvajes en boca de Joaquín Font.:

Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que

quisieron hacer Ulises Lima y Belano. Grave error, como se verá a continuación

(...) los lectores desesperados son como las minas de oro de California. ¡Más

temprano que tarde, se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta evidente! No se puede vivir

desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolo termina

haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos (201-2).

Este párrafo refiere el peligro al que se enfrenta una novela como Los detectives

salvajes; una novela, por cierto, para desesperados, si se toma en cuenta que, para el mismo

Joaquín Font, La montaña mágica de Thomas Mann es “un paradigma de la literatura

tranquila, serena, completa” (202). Se entrega una comparación, para evidenciar el tipo de

literatura que realiza la novela de Bolaño, y al reconocer sus propias limitaciones, lleva, al

igual que Rayuela, el germen de su autodestrucción, o para no entrar en la grandilocuencia,

la autoconciencia de su agotamiento.

Pero el aspecto metaliterario no solo se remite a esto. Si se toman en cuenta las

palabras de Haroldo de Campos, que nota la integración del lenguaje ensayístico en la

ficción, y del mismo Borges, quien practica esta integración, no se puede dejar de notar,

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dentro de la narración, la inclusión de un lenguaje crítico literario. De ahí que piense esta

inclusión como metaliteratura, ya que se refiere a la misma tradición literaria, lo que

también podríamos reconocer como intertextualidad, a la manera en que Kristeva la

entiende, ya que se evidencia un diálogo entre textos.

Cortázar aborda, por lo menos en Rayuela, esta dimensión desde la parodia.

Igualmente Bolaño, quien, por medio de uno de sus personajes, Ernesto San Epifanio,

realiza una crítica al espacio literario, por medio de un lenguaje paródico.

Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía a varias corrientes:

maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos.

Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los

maricas. Walth Withman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un

poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz

marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de

improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y

el paradigma de las locas (83).

Por último: “En la narración, desescribir, minar, destruir, hacer volar, las formas

establecidas y con ello toda la escritura moderna y tradicional y toda la literatura, es lo

perseguido.” (229) ¿No es acaso lo que encuentran los dos detectives salvajes, según la

apreciación de Grínor Rojo, al ir a buscar a Cesárea Tinajero, y terminar causando su

asesinato?

La muerte de Cesárea Tinajero, primera vanguardista de México, es,

esencialmente, en la novela que nos ha proporcionado Bolaño, la muerte de una

cierta manera de concebirse el escritor a sí mismo y de concebir su creación. Es,

en buenas cuentas, la muerte de un arte y una literatura de los que Octavio Paz

(...) es el más celebrado de sus representantes. Paz fue, históricamente, el

vanguardista por excelencia y el de más larga duración (72-3).

Sin embargo, la segunda parte de la novela de Roberto Bolaño se constituye, más

que como una ruptura total, como una revisión de las consecuencias que ha tenido la muerte

(al interior de la novela) de lo que está siendo derruido. A partir de la muerte de Cesárea

Tinajero, lo que se plantea es la revisión deconstructiva del proyecto que en la novela ha

acabado de manera involuntaria. Y esa revisión en Los detectives salvajes, se puede

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desprender de dos figuras espectrales que deambulan por la novela: una es Auxilio

Lacouture, la madre de los poetas de México, cuyo papel analizaré en capítulo siguiente, y

el otro es Octavio Paz, cuya figura vaga por un parque del DF mexicano, esfera donde tiene

lugar el encuentro de éste con Ulises Lima, y cuyo contenido no lo sabemos, porque a Paz,

como personaje, no le es entregada una voz, sino que el episodio se conoce por su

secretaria, Clara Cabezas, quien lo acompañaba a esos paseos, pero que no interviene en

esa enigmática conversación. “Las cosas habían ocurrido tal como habían ocurrido y si yo,

que era el único testigo, no sabía lo que había pasado, lo mejor era que siguiera en la

ignorancia” (510). El proyecto moderno, ese que Goic caracteriza como racional, es el que

se pasea como fantasma, como espectro, por el DF en Los detectives salvajes, tomando

decisiones sin sentido, como ir a pasear a un parque, y tomando actitudes del todo

irracionales, como caminar en círculos y cruzarse con un desconocido, sin tener la

seguridad aparentemente de abordarlo y enfrentarlo (506).

Aquí se podría descubrir una aproximación respecto a la historia entre ambas

novelas. Oliveira, personaje principal de Rayuela, deambula por París perdiéndose en

reflexiones metafísicas que cuestionan el orden positivista moderno, minándolo ya desde

esa posición crítica, que asume el lenguaje crítico, pero además minándolo desde los paseos

sin rumbo fijo de Oliveira, o la indiferencia frente a los encuentros entre él y La Maga en la

ciudad, que eran regidos por el azar, dejando de lado la planificación y la causalidad.

Respecto a otros elementos rescatados por la crítica de Rayuela, falta aludir, acaso,

al más trascendente: la fragmentación. La acción de Rayuela está dividida en tres grandes

partes: Del lado de allá, Del lado de acá, y finalmente, De otros lados. Cada uno de estos

grandes segmentos, se divide en pequeños trozos, que van dando cuenta, ya sea de la acción

o de pequeñas reflexiones, pero que funcionan igualmente al nivel macro de la novela. Así

mismo, Los detectives salvajes se divide en tres grandes partes, la primera y la tercera

conteniendo la fragmentación típica de un diario de vida (es decir, por fechas), y la

segunda, fragmentada en monólogos de personajes que tuvieron algún tipo de contacto con

los dos protagonistas.

Acá, la noción de mosaico de citas que asigné a Los detectives salvajes, puede

remitir también al concepto de collage que Yurkievich asigna a Rayuela, sobre todo

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teniendo en cuenta “De otros lados”, la última parte (y desechable si se sigue la lectura

lineal) de la novela de Cortázar. Y es que Rayuela, para Yurkievich

consuma la aclimatación de collage a la narrativa en lengua española (...) El

collage resulta por fin el medio más eficaz para dar cuenta de la bullente

disparidad de nuestras realidades, de sus flagrantes desigualdades, de sus

antagonismos coetáneos, de sus contradicciones explosivas (...) El collage

convierte al texto en lugar de reestructuración y de derivas, provoca

migraciones semánticas, desbandadas simbólicas, transmigraciones nocionales

(120),

todos elementos que, como mencione anteriormente, se pueden rastrear en la segunda parte

de Los detectives salvajes; ésta se constituiría como un collage de citas.

Pero esta apertura que provoca la fragmentación, y que da como resultado una

estructura del caos, también nos remite al final de ambas novelas. En el tablero de

direcciones Rayuela se da por terminada en el capítulo 131. Sin embargo, este fragmento

remite al capítulo anterior, es decir, al 58, que a la vez transporta a la lectura del 131. Este

proceso determina la intención de Cortázar por darle el carácter de infinita a su novela, pues

no acaba nunca, ya que siempre, cuando se llega al final, si se sigue el tablero de

direcciones, se termina por ir al capítulo anterior, el que remitía a este último. Así, los dos

últimos fragmentos pueden ser leídos por siempre, sin acabar nunca la novela.

El final de Los detectives salvajes es un acertijo gráfico. Este acertijo, según lo

aclara la pregunta que le sigue, sería una ventana; una ventana enmarcada por líneas

fragmentadas. La posterior pregunta ¿Qué hay detrás de la ventana?, queda sin solución en

la novela. Sin embargo, a partir de varios rastros metatextuales dentro del texto de Bolaño,

se puede esbozar una lectura. Uno de ellos es “En determinado momento de la noche,

María me dijo: el desastre es inminente” (82; el subrayado es mío) Esta afirmación de

María Font se encuentra en la primera parte, y corresponde al 22 de noviembre de 1975. El

final de la ventana está fechado el 13 de febrero de 1976, y pone fin a la parte que contiene

la aventura de la búsqueda de Cesárea Tinajero. ¿Qué habría detrás de la ventana, entonces?

Según la lectura que planteo, el desastre inminente, que se materializa con la estructura

caótica de la segunda parte, que narra los hechos acontecidos posteriormente a la fecha del

final de la ventana. Por lo tanto, según esta lectura, Los detectives salvajes también se

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comportaría como una novela infinita. Cada vez que se llegue al final de la ventana, que es

al mismo tiempo el final de la tercera parte y de la novela, se tendría que volver a la lectura

de la segunda parte, es decir, a lectura del desastre.

Pero esta lectura no reduce la infinitización del final de la novela de Bolaño. El

mismo acertijo sin resolución permite la posibilidad de múltiples interpretaciones, lo que

sería una invitación al lector a contribuir en el sentido del texto, y en ese sentido puede

funcionar también como el tablero de direcciones de Rayuela. Estas múltiples

interpretaciones a que invita la ventana final, puede ser leída también como un intento de

hacer una novela infinita, como la de Cortázar, pero empleando una técnica distinta.

La fragmentación de la novela de Cortázar puede ser explorada como configuración de una

imagen de mundo. “Cortázar propone una novela abierta, hecha de fragmentos que, en su

simultaneidad, darán una imagen auténtica de la realidad” (Alegría, 245). Esa realidad

estará dominada por el caos: “la antiliteratura de una imagen del mundo contemporáneo

como un caos y del hombre como una víctima de la razón” (Alegría, 243). En Bolaño, o en

particular en Los detectives salvajes, la cosa no parece ser distinta; como lo señala Rojo,

“Belano/ Bolaño le dice adiós con ese episodio (la muerte de Cesárea

Tinajero) a la figura nutricia de Cesárea Tinajero, es decir, a una cierta

experiencia de la modernidad y que a lo peor, para él, es la modernidad

propiamente dicha, suponiendo que ella, por lo menos en nuestra parte del

mundo, sería la que inaugura las vanguardias estéticas y políticas en la segunda

y tercera décadas del siglo XX. En su novela, ese es el proyecto al que se le

pone una lápida” (74),

y añade: “Lo nuevo es la perspectiva desintegrada, desarraigada y globalizada que hace

presa de la conciencia del protagonista durante el lapso que sigue a febrero del 76” (75). Y

si esto no basta, las palabras de María Font: “el desastre es inminente”, pueden aportar algo.

Según se apliquen estos principios que identifican a Rayuela como una antinovela a

Los detectives salvajes, ésta también puede entenderse como una novela de este género, que

habla de un tratamiento distinto de la narración. Este nuevo tratamiento tiene que ver

principalmente con lo que Noé Jítrik reconoce como montaje, que se refiere sobre todo a las

“nuevas maneras de tratar narrador, tiempo y espacio” (Jítrik, 235), desde la fragmentación,

y sobre todo, remitiendo a la noción de transformación, que como ya mencioné está

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presente en Los detectives salvajes a través del análisis de los actantes inducido por el

método de Kristeva, y que tiene que ver, principalmente para el crítico argentino, con la

participación requerida por la novela del lector, lo que “no significa falta de desarrollo de

los temas sino un desarrollo que el lector debe completar mediante su memoria narrativa

pero también mediante su propio poder de creación, exigido hasta la fusión de su

inteligencia con el texto que le es entregado” (Jítrik, 235-236).

Por último, uno de los procedimientos de Rayuela que quedaba en el tintero es la

activa participación que debe tener el lector. Esto podría leer como consecuencia de la

fragmentación. Sin embargo, esa fragmentación debe organizarse por medio de estrategias

paratextuales, como en el caso de Rayuela, lo es el Tablero de direcciones que antecede a la

novela, y la que indica los dos caminos a seguir por el lector. Así, éste debe decidir la ruta

al mismo tiempo que arma la novela.

Los detectives salvajes también presentan una especie de instructivo paratextual;

éstos son los pequeños párrafos que anteceden a cada monólogo en la segunda parte, que

son expuestos en un tono indiferente, no dando ninguna pista más que lo que se expresa, es

decir, la localización y la fecha de la entrevista. De ahí que, “a diferencia de Cortázar,

Bolaño no invita al lector cómplice a través de un Tablero de direcciones sino que lo hace

jugando con las referencias, mezclando la realidad con la ficción, los hechos y las

conjeturas, los personajes apócrifos con los históricos y poniéndole trampas para que, tarde

o temprano, termine asumiendo el papel de descifrador” (Trellez Paz).

Es evidente que todos estos elementos no permitan establecer una relación

hipertextual entre ambas novelas, principalmente dado por la exclusividad. Y es que si se

lee a Los detectives salvajes como una reescritura de Rayuela, se debería identificar con la

misma categoría a otras novelas que practican estas mismas técnicas, igual o más

drásticamente que Los detectives salvajes. Sin embargo, si se recuerdan los elementos que

toma Macarena Areco para definir novela híbrida, ya citados en este trabajo, y se comparan

con los elementos recién descritos, la relación hipertextual entre Rayuela y Los detectives

salvajes se hace más nítida. Más aún si se recuerda lo citado anteriormente sobre el método

que describe Genette para la composición de los géneros narrativos, por medio de la

imitación formal, se puede decir que la novela híbrida latinoamericana encuentra uno de sus

antecedentes como género en Rayuela.

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Capítulo V:

A la intemperie

latinoamericana.

1. Una interpretación de Latinoamérica.

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Si se considera la propuesta de Rayuela como “la Enciclopedia al revés. Es decir,

que si la enciclopedia fue el medio de que se valió el siglo XVIII para ordenar la realidad e

incluir todos los fenómenos dentro del círculo luminoso de la razón humana, Rayuela

representa la desintegración de todo lo que constituye cultura y moralidad, y la

demostración del carácter convencional del pensamiento, de la acción y de la actividad

literaria” (Franco, 348), cabe preguntarse a qué responden todos los elementos

anteriormente analizados de Los detectives salvajes. Y es que la novela de Julio Cortázar es

un antecedente importante para la de Roberto Bolaño, ya que representa, sobre todo por su

fragmentación, uno de los primeros intentos concretos en el continente de desarmar el

relato (no nos olvidemos de Macedonio Fernández, Juan Emar o Pablo Palacio, entre otros),

dando más énfasis al problema estructural que al contenido, porque tanto Rayuela como

Los detectives salvajes tienen una trama más bien sencilla o ya expresadas por la literatura

anterior; es decir, su fuerte no es la historia, sino que la manera de contar la historia.

En el segundo capítulo de este trabajo analicé cómo en la segunda parte de Los

detectives salvajes la presencia del autor se difumina hasta desaparecer, dejándole la

responsabilidad de organización y construcción de la obra su narrador, que parece querer

jugar también al ocultamiento. Para Noé Jitrik, la presencia del autor se hace evidente en

la organización de un texto, pero la responsabilidad es traspasada ahora al narrador, que

forma parte también de la historia como personaje. Éste, que para la novela realista y sus

derivaciones, era el estandarte bajo el cual se estructuraba todo intento de aprehendimiento

de la realidad y el que personificaba la visión de la realidad del autor, es para la novela

hispanoamericana moderna, desde Macedonio Fernández, el organizador de la

difuminación de los sentidos de la novela. Por esta razón es que plantea que a través de la

figura del personaje se pueden rastrear las transformaciones que ha vivido la narrativa

hispanoamericana.

Sin embargo, en Los detectives salvajes, como aclaré anteriormente, esta

responsabilidad, que el autor entrega a uno de sus personajes, en este caso al narrador-

entrevistador, parece perderse entremedio del coro de voces que van construyendo a través

de fragmentos la figura de los dos personajes principales. Éstos permanecen ausentes; son

la motivación de la discusión, pero esa misma discusión los pierde. Caso distinto el de

Rayuela, en donde los personajes son directamente manejados y perdidos por el montaje

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que construye el narrador. Los detectives salvajes parece alejarse un grado más en este

sentido, ya que la voz organizacional del autor está repartida en las distintas voces, o, en

todo caso, en una figura que está tan ausente como él: la del supuesto entrevistador.

De este modo, el recorrido de la novela deja de ser lineal; el caso de Rayuela es más

obvio que el de Los detectives salvajes ya que, a pesar de que en esta última la historia está

fragmentada y es puesta en escena por medio de múltiples voces, es igualmente fácil de

seguir, pues cada fragmento se encuentra dentro de una cronología más o menos ordenada.

Por lo tanto, esa misma cronología va dejando huecos que el lector deberá ir llenando con

la aparición de los relatos posteriores.

Esta renuncia a la linealidad, expresada a través de la fragmentación, representa un

punto de quiebre respecto al enfrentamiento entre el lenguaje y la realidad. Este

enfrentamiento, si bien no es exclusivo de Latinoamérica, tiene antecedentes desde el

mismo descubrimiento del continente. Sabida es la contradicción que generó en los

conquistadores venidos desde España el acomodar a su imaginario preconcebido la rica

realidad americana: ésta se presenta dialógica, escurridiza, difusa, desde un principio para

los intentos escriturales dogmáticos occidentales que traían los colonialistas. Incluso la

noción de que la realidad latinoamericana es más literaria que la propia literatura es, siglos

más tarde, reconfirmada por García Márquez, ante la estupefacción que le provocaron los

asesinatos políticos en México. Lo difícil para el escritor latinoamericano no era la

invención, si no hacer que su realidad sea creíble (Ortega, 63).

Frente a este escenario, la novela de Cortázar, que es más contemporáneo de García

Márquez que Bolaño, plantea esta solución fragmentaria. Sin embargo, a pesar de que

coinciden en muchos puntos, sería anacrónico de mi parte achacarle la misma intención a la

novela de Roberto Bolaño, sobre todo por el tiempo que las distancia (más de treinta años

median entre la publicación de una y otra, y mucha agua ha pasado bajo el puente). La

sugerencia de la comparación importa en este caso para ver cómo se comporta la

fragmentación en un contexto distinto.

Siguiendo la interpretación de Grínor Rojo, que señalé en el capítulo anterior y que

observaba la muerte de Cesárea Tinajero como una renuncia al proyecto moderno que

encarnaba la poeta de culto de los realvisceralistas y, junto con ella, las vanguardias

latinoamericanas, entiendo la segunda parte de Los detectives salvajes como la

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consecuencia (caótica, por cierto, como también indiqué en el capítulo anterior) de esa

renuncia. Pero esa renuncia no es porque sí. Por medio de ese gesto, Bolaño nos da cuenta

de una autoconciencia muy marcada de sujeto latinoamericano.

A través de lo que nos cuenta Auxilio Lacouture, se conoce la experiencia de

Belano en Chile, durante la época de la Unidad Popular. El chileno regresa a su tierra luego

de conocer la victoria del proyecto de Allende, para hacer la revolución. Sin embargo, a los

pocos días de arribado, Allende es derrocado, instalándose los militares al mando del

gobierno. Es detenido en Los Ángeles y posteriormente puesto en libertad gracias a unos ex

compañeros de colegio, que trabajaban para el régimen, ocasión que aprovecha para

retornar a México. Así, su regreso está marcado por la decepcionante experiencia del

fracaso del proyecto revolucionario.

A su vuelta, nos cuenta la misma Auxilio Lacouture, algo había cambiado en él;

Arturito ya no era el mismo. Comenzó a frecuentar a poetas más jóvenes que él; comenzó

incluso a desafiar a la muerte, a experimentar con drogas. Comenzó a perdonarle la vida a

sus antiguos amigos, esos con los que antes guardaba el privilegio de ser el poeta más joven

entre los poetas jóvenes de México, aunque el no fuera mexicano. Y es que Belano era el

Dante que había regresado de los infiernos, o incluso se sentía “como el mismísimo

Virgilio”. Y aunque no lo torturaron, si aguantó, como un hombre, quedando así con su

conciencia tranquila y su dignidad de “machito latinoamericano” intacta (195-6).

Según la interpretación que hace Rojo, este episodio marcaría la muerte de la

creencia de Belano en un proyecto identificado con la modernidad. “Belano, de regreso de

la empresa revolucionaria y fallida de Chile, es pues “otro. Algo hay ahí que se quebró y

algo hay ahí que lo reemplaza. El que vuelve del infierno de Chile es un individuo que no

cree ya en lo que creyó y que por lo mismo no quiere saber nada no sólo de sus mayores

sino que ni siquiera de sus contemporáneos, de los que se burla y a los cuales, con

desprecio cariñoso, les perdona la vida” (74).

Que el relato de la búsqueda y muerte de Cesárea Tinajero esté en un registro

tradicional, al estilo de un diario de vida (exceptuando el corte abrupto que se produce en la

mitad de la historia y que abre el espacio para la introducción de la segunda parte), no es

casual, sino que obedece a la lógica de la decepción que Belano experimenta tras su paso

por Chile. Luego de la caída de Allende se iniciaría, aún en un registro tradicional, la

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búsqueda de Cesárea Tinajero; la muerte de ésta da paso al nuevo formato. Esta lógica

implica, además o como consecuencia de presentar una mirada de Latinoamérica, hacerse

cargo de paradigmas anteriores.

No se asiste, como en el caso de Rayuela, a la completa destrucción del paradigma

moderno, pero sí a una revisión, “porque, es un rasgo de la actual problemática narrativa,

hecha en la hibridez de los materiales y la reapropiación del flujo discursivo transfronterizo,

la novela latinoamericana ha abandonado las estrategias del encantamiento del lector (como

Rayuela o Cien años de soledad), para explorar el repertorio del desencanto con la

modernidad, con sus promesas incumplidas” (Ortega, 70). Lo que habría detrás de esa

ventana, luego de la muerte de Cesárea Tinajero, sería esa revisión. Pero esa revisión es

construida al modo de una parodia. Cesárea Tinajero, la vanguardista mexicana de

principios del siglo XX, fuente de inspiración del grupo de los realvisceralistas, al

momento del encuentro es descrita de un modo grotesco, risible; nada más alejado de la

encarnación de un ideal. “Vista de espaldas, inclinada sobre la artesa, Cesárea no tenía nada

de poética. Parecía una roca o un elefante. Sus nalgas eran enormes y se movían al ritmo

que sus brazos, dos troncos de roble, imprimían al restragado y enjuagado de ropa. Llevaba

el pelo largo hasta casi la cintura. Iba descalza” (602). Al momento de este encuentro, la

decepción que atraviesa las palabras de García Madero es evidente.

Pero la ridiculización no se queda solo ahí. Cesárea es muerta de un balazo en

medio de en un enfrentamiento entre el padrote de Lupe (la prostituta protegida por los tres

poetas) y un policía amigo de él, y el grupo que conformaban los tres detectives y Lupe,

que en ese momento ya estaban acompañados por la poetisa. “Esto es lo que pasó. Belano

abrió la puerta de su lado y se bajó. Lima abrió la puerta de su lado y se bajó. Cesárea

Tinajero nos miró a Lupe y a mí y nos dijo que no nos moviéramos. Que no nos bajáramos.

No empleó esas palabras, pero eso fue lo que quiso decir” (603).

Este gesto de Cesárea, creo, no es banal. Para mí, tiene dos interpretaciones, que de

todos modos llevan al mismo punto. La primera, es que la mórbida ex literata intentará, con

ese gesto, proteger a los dos personajes que se quedan en el auto. Es decir, aún intenta

cumplir, a pesar de su estado, el papel de protectora; esto es, la modernidad, a pesar de su

evidente estado de descomposición, intenta seguir protegiendo a sus hijos bastardos. La

otra, es que, viendo el peligro inminente, Cesárea buscara, al momento de bajarse del auto,

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la muerte. Una muerte bizarra, sin ningún ápice de heroísmo, de épica, una muerte que

termina cuando menos bajando del Olimpo y quitándole el aura casi divina a esta figura que

los mismos poetas habían ido ensalzando dentro del relato.

Estas dos interpretaciones llevan, como dije antes, al mismo punto: el proyecto

moderno se ha acabado, y al mismo tiempo al modo de narrar que forja García Madero. “El

tesoro que nos dejaron nuestros padres o aquellos que creímos nuestros padres putativos es

lamentable. En realidad somos como niños atrapados en la mansión de un pedófilo. Alguno

de ustedes dirá que es mejor estar a merced de un pedófilo que a merced de un asesino. Sí,

es mejor. Pero nuestros pedófilos son también asesinos” (Bolaño, Entre paréntesis, 314).

Es a partir de este momento que comienza la difuminación de los dos personajes

principales. ¿Qué queda, pues, luego de esa decepción, de ese fracaso? Queda, obviamente,

la segunda parte de la novela. Esta parte significa, para el mismo Rojo la mirada

“desintegrada, desarraigada y globalizada” (Rojo, 75). Y es que cronológicamente, la

muerte de la poeta vanguardista es el acto que desencadena la segunda parte (visto desde un

punto de vista causal, que no es el más indicado). Desde esta segunda parte, es que

podemos ver de manera evidente la conjetura de los dos personajes por la que abogaba,

según las palabras de Noé Jitrik, Macedonio Fernández, es decir, los personajes como “una

posibilidad inverificable” (224). Esta conjetura o posibilidad inverificable, es, para Martín

Hopenhayn, una de las características de la cultura postmoderna: “Así, la comunidad de

interlocutores ya no se funda en la estabilidad del referente, sino en su continua

desterritorialización” (Hopenhayn, 117).

Acá se me hace necesario aclarar dos puntos. Primero, los dos protagonistas pierden

su referencialidad, al estar relatados por la multiplicidad de voces, y también, lo que me

lleva al segundo punto, por el constante cambio de escenario, lo que los lleva a esa continua

desterritorialización, entendida como “el movimiento por el que se abandona el territorio.”

(Deluze y Guattari, Dialogues, 517 en Catalán, 96- 7), y por extensión, la mutación

permanente del lugar del referente.

2. A la intemperie: intento de construcción del sujeto latinoamericano.

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Aunque no es el propósito de este trabajo internarse por recovecos políticos, la

referencia a lo acontecido en 1973 en Chile es central en esta novela. Pero más que ahondar

en el contexto histórico de aquella época, me interesa rescatar la manera en que es

presentado al interior de la novela. Es por esto que cuando me refiera a este hecho, lo haré

desde el punto de vista novelístico, es decir, solo me abocaré a la imagen de mundo que se

puede desprender de la novela, y sobre todo a las consecuencias que tiene en los

personajes.

Para Rodrigo Cánovas, el que nos habla en la nueva novela chilena es un huérfano.

“Es como si el sujeto se hubiese vaciado de contenido para exhibir una carencia primigenia,

activada por un acontecimiento histórico, el de 1973” (39). Es así como los componentes

del árbol genealógico, padre-madre-hijo, son expuestos en toda su precariedad,

desnudándolos de su simbolismo, y deconstruyendo el paisaje nacional (40). Roberto

Bolaño, en Los detectives salvajes, no propone la deconstrucción solo de Chile, sino que de

toda Latinoamérica. Y esto lo confirman, además de los diversos parajes por donde se

pasean sus personajes, los mismo personajes, que pertenecen a nacionalidades distintas,

pero la mayoría englobados dentro de la categoría de latinoamericanos. “Soy huérfano, seré

abogado” (13), dice García Madero. Pero además, “Por la obra de Roberto Bolaño transitan

-errantes, fantasmales- los náufragos de un continente en el que el exilio es la figura épica

de la desolación y de la vastedad. Laberinto de identidad, Latinoamérica es para Bolaño una

metáfora del abismo, un territorio en fuga” (Echevarría, 193).

La marcha por el mundo transmite la sensación de desamparo, de orfandad, que

experimenta la generación de Bolaño, los que nacieron en la década del cincuenta “y los

que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más

correcto decir de la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos,

que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo

y que en cierta forma lo era, pero que en realidad no lo era” (Bolaño, Entre paréntesis, 37)

y que vivieron en su juventud el momento de la extinción de los grandes paradigmas que

movían a los sujetos modernos. En ese sentido, es significativo el pasaje de Jacinto

Requena de Septiembre de 1985, que relata las aventuras de Ulises Lima en Nicaragua.

De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en

donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían

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y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal

que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del

futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes

eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente

acabarían comiéndose los unos a los otros (367; el subrayado es mío)

Esa visión del pasado retrata la decepción con que se mira el proyecto moderno, el proyecto

previo a Septiembre de 1973. Y esa poca credibilidad se retrata en uno de los personajes

que deambulan como una de las voces que relatan la historia de los dos detectives salvajes,

figura que encarnar el papel de madre: Auxilio Lacouture, autoproclamada como la madre

de la poesía mexicana, que resiste en uno de los cubículos de un baño de la UNAM, por un

período de tiempo impreciso, la envestida de los militares.

Aquí, quisiera detenerme en la figura materna. Para el mismo Cánovas, la figura de

la madre aparece, en la novela de la orfandad, como la única posibilidad de adopción que

guardan los huérfanos latinoamericanos. Y es que “la mujer aparece señalada, ya sea al

inicio o al final de la anécdota como: madre, huérfana y solitaria (...) Paradójicamente,

desde este espacio existencial de huerfanía primigenia surge una imagen renacida de la

mujer, desde su papel de creadora. Serán portadoras de un linaje que gira en torno a la

mujer (es el rito del legado materno, que genera la utopía de un nuevo comienzo), y desde

una actividad creativa ligada al razonamiento y a la escritura, que les permite recomponer

la memoria familiar de la estirpe” (42-43). Sin embargo, para el mismo Cánovas, esa

memoria se recoge de modo fragmentario, sin lograrse rescatar del todo.

Siguiendo estos lineamientos, Grínor Rojo ha propuesto la búsqueda de Cesárea

Tinajero como la búsqueda de la madre que Cánovas define: “el pasado se recompensa

desde el acto de búsqueda del padre (en los relatos de aventureros y detectives) o la madre

(en los relatos de mujeres); mientras que el presente se vive desde el desquiciamiento de

ambas leyes (...) Detrás de la madre, el discurso esquizofrénico de una crítica que fractura

el orden de lo real y la posibilidad de forjar una nueva comunidad afectiva. Ese es el

abordaje de los huérfanos” (Cánovas, 44).

Cesárea Tinajero, si seguimos la propuesta de Rojo, sería la madre y el término de la

búsqueda de la tercera parte de la novela. En esta particular búsqueda, la opción de una

adopción queda descartada por la muerte prematura de la poetisa. Es ahí donde acaba, de

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una manera paródica para el mismo Rojo, la búsqueda de la madre en Los detectives

salvajes. Sin embargo, la figura de Auxilio Lacouture viene a reemplazar la figura materna

de Cesárea Tinajero. Con Auxilio, el prototipo no se embroma; responde más bien a los

lineamientos que Cánovas ha descrito y que he rescatado, en el sentido de que a este

personaje se le da una voz, a partir de la cual se puede establecer esa crítica al orden y la

instauración de una nueva comunidad, aunque, demás está decirlo, fragmentada.

Es decir: todos iban creciendo en la intemperie mexicana, en la intemperie

latinoamericana, que es la intemperie más grande porque es la más escindida y

la más desesperada. Y mi mirada rielaba como la luna por aquella intemperie y

se detenía en las estatuas, en las figuras sobrecogidas, en los corrillos de

sombras, en las siluetas que nada tenían excepto la utopía de la palabra, una

palabra, por otra parte, bastante miserable. ¿Miserable? Sí, admitámoslo,

bastante miserable (Bolaño, Amuleto2, 42-3).

¿Cuál es el motivo de esa autoproclamación de Auxilio Lacouture? Este episodio,

que está relatado de manera ambigua, al modo de un recuerdo, conlleva también su propia

degeneración. Primero, el metarrelato de Auxilio, fechado en diciembre de 1976, es desde

el comienzo, confuso. Su año de arribo a México no es claro ni siquiera para ella, al igual

que el tiempo que pasa encerrada en un baño de la UNAM para salvarse de la intervención

de los soldados. Segundo, este metarrelato conlleva su propia degeneración; “Y muchas

veces yo he escuchado la historia, contada por otros, en donde aquella mujer que estuvo

quince días sin comer, encerrada en un baño, es una estudiante de Medicina o una secretaria

de la Torre de Rectoría y no una uruguaya sin papeles y sin una casa donde descansar”

(199), al configurarse como una leyenda nostálgica.

La experiencia de Auxilio Lacouture, madre de los poetas de México, no es

recobrada del todo. Sin embargo, no es casual que Bolaño ponga en boca de este personaje

el relato de la experiencia de Belano en Chile. Éste es el relato central de la segunda parte,

el que permite entender los motivos de la estructura de la segunda parte y de la

organización de toda la novela; éste es el relato que anuncia la decepción del sujeto por el

2 Amuleto de la novela de Roberto Bolaño que trata de manera exclusiva la historia de Auxilio Lacouture, y

donde ella es la voz narrativa.

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proyecto moderno; éste es el relato que da pie para la recuperación fragmentaria de la

memoria.

Es por este indicio que comparto la hipótesis que propone María Antonieta Flores:

“Los detectives salvajes es una novela que dentro del contexto de la literatura

hispanoamericana funciona como vínculo entre pasado y presente. Estética y temáticamente

tiende un puente entre modernidad y posmodernidad, entre lo real maravilloso (...) y la

narrativa post- boom. No rompe sino que vincula” (94). Auxilio Lacouture es la madre de

los poetas de México porque fue la única que resistió dentro de la universidad la escisión

del proyecto moderno. Fue la única que sobrevivió para atestiguar que no todo fue

destruido; se constituye como un símbolo de resistencia de ese anhelo, de ese sueño. “Yo

soy la única que aguanto en la universidad en 1968, cuando los granaderos y el ejército

entraron. Yo me quedé sola en la facultad, encerrada en un baño, sin comer durante más de

diez días, durante más de quince días, ya no lo recuerdo” (197). Sin embargo, el símbolo de

ese sueño se transforma en mito urbano, en una leyenda que se ha ido corrompiendo al

pasar de boca en boca; pero la resistencia está ahí, aunque sea convertida en leyenda,

convertida en borroso recuerdo, convertida en fragmento.

3. Las ciudades de Bolaño.

Si en la obra de Horacio Quiroga es la selva la que se constituyó como el espacio

diferente que permitía explorar zonas problemáticas de la modernidad latinoamericana,

como un espacio excluido, marginado, de confrontación con la racionalidad, como un

territorio que configura la pérdida (Montaldo, 115-9), las ciudades en Los detectives

salvajes son espacios que cumplen un rol similar. Si se homologa la figura de la ciudad a la

de texto, es indiscutible que, como lo sugerí en el segundo capítulo de este trabajo, las

ciudades de Los detectives salvajes funcionan como territorio de confusión.

El reconocimiento (literario) de la marginalidad, ya implica una transformación

respecto a la literatura latinoamericana anterior. Y es que si ésta, sobre todo en sus últimas

expresiones, insertaba al sujeto latinoamericano en una problemática universal desde el

espacio latinoamericano: “En la novela latinoamericana contemporánea puede fácilmente

rastrearse la preocupación (…) por compartir la suerte del hombre, inquietud perfectamente

compatible con un querer captar y reflejar un modo de ser americano, una ontología propia,

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pero a través de valores universales que son comunes a otros seres humanos de otras

latitudes” (Aínsa, 45), Bolaño lo sitúa en la universalidad misma, “Tan fuera del énfasis

localista como de la impostura cosmopolita, nada como la propia escritura de Bolaño

acierta a reflejar, también en el nivel del idioma, esta extraterritorialidad” (Echevarría,

193), desenvolviéndolo por distintos parajes y paisajes que evidencian la total

fragmentación de este sujeto, anteriormente subalterno, pero que ha aprovechado esta

pérdida de los referentes y este vaciamiento para enfrentarse a la diversidad de otras

culturas, lo que lo constituye en un sujeto fragmentado.

“La mayoría de nuestras grandes novelas (...) son más bien grandes espacios del

habla, del recuento, del coloquio con que construimos espacios de comunicación que son

un derecho de ciudad, un acta de fundación, una vía de acceso al lugar, si no central sí

decisivo para ocupar, en el discurso de nuestro tiempo, el sitio de las articulaciones, de las

identificaciones, del autorreconocimiento” (Ortega, 50). Esta visión insiste en un proceso

de confluencia y diálogo de las distintas particularidades que conformaron la identidad

latinoamericana. Pero, ¿qué pasa cuando se sale de ese espacio de autorreconocimiento?:

“Y fue entonces cuando de golpe se me vino encima todo el horror de París, todo el horror

de la lengua francesa, de la poesía joven, de nuestra condición de metecos, de nuestra triste

e irremediable condición de sudamericanos perdidos en Europa, perdidos en el mundo, y

entonces supe que ya no iba a poder seguir traduciendo <<Sangre de satén>> o <<Sangre

de raso>>” (234). La identidad se pierde, la comunicación, que antes convertía a la ciudad

en un espacio del habla, se llena de interferencias, volviéndose todo un diálogo de sordos;

no queda más remedio que situarse desde la marginalidad,

mientras el mexicano iba desgranando en un inglés por momentos

incomprensible una historia que me costaba entender, una historia de poetas

perdidos y de revistas perdidas y de obras sobre cuya existencia nadie conocía

una palabra, en medio de un paisaje que acaso fuera el de California o el de

Arizona o el de alguna región mexicana limítrofe con esos estados, una región

que imaginaria o real, pero desleída por el sol y en un tiempo pasado, olvidado

o que al menos aquí, en París, en la década de los setenta, ya no tenía la menor

importancia. Una historia en los extramuros de la civilización, le dije. Y él dijo

sí, sí, aparentemente sí, sí, sí (240),

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una marginalidad a la que no le está permitida ningún tipo de reconocimiento, y que es lo

que de algún modo hacen los realvisceralistas, un grupo que se construye desde la periferia,

que intenta negociar su entrada al centro, pero que termina perdiéndose y perdiendo a sus

dos fundadores en una multiplicidad de escenarios, en el escenario del mundo y no solo de

Latinoamérica, como lo hicieron García Márquez en Cien años de soledad, o Vargas Llosa

en La ciudad y los perros, ni con la certeza de esos escenario, como Cortázar en Rayuela,

novelas en que lo misceláneo venía a convergir aquí, en este continente. Los detectives

salvajes sólo encuentra en la conjetura de sus cercanos una posibilidad de atraer

nuevamente al presente y al propio terreno a sus personajes, al modo de sobrevivientes. De

este modo, los personajes de Los detectives salvajes parecen decir; “Nosotros, los hijos de

la ciudad letrada, terminamos en nosotros, los ilegibles” (Ortega, 61), en directa alusión a

Ángel Rama.

He ahí la diferencia con Horacio Quiroga, cuyo proceso de identidad pasa por “los

enfrentamientos, las luchas, las alianzas, se realizan en la tierra de nadie y son siempre

negociaciones de la identidad, amenazada con sucumbir a la otredad” (Montaldo, 119). En

el caso de la novela de Bolaño, es la otredad la protagonista, intentando ingresar al canon,

pero siendo negada siempre, lo que muestra la evolución de la literatura hispanoamericana

a la hora de enfrentar la noción de identidad desde el fin de siglo XIX (con Quiroga) hasta

el fin de siglo pasado, evolución que, obviamente, ha sido desarrollada con matices a lo

largo de la centuria recién pasada. De este modo, la identidad no es la amenazada; por el

contrario, la identidad es la castradora, la que margina y la que constituye a los

realviscesarlistas, como para Ortega las feministas y ecologistas (37-8), en sectores

marginados que desde esa posición intentan minar el centro.

Si se entiende hibridación desde la perspectiva sociológica como “procesos sociales

en los que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan

para generar nuevas estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se

combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas” (García Canclini, 14), la

relación con lo desarrollado por Macarena Areco al aplicar este concepto a la novela es

inevitable. La hibridación, a nivel formal literario, como ya señalé en el segundo capítulo

de este trabajo, se cumple a cabalidad en la novela de Roberto Bolaño. Sin embargo, en el

aspecto temático, la marginalidad de los realvisceralistas supone un proceso de hibridación

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incompleto; sólo se acepta la diversidad sin poder penetrar en ella y constituirse como un

elemento válido de tomar en cuenta. Esta situación implica una denuncia acerca del los

procesos constitutivos de identidad, que “revela una serie de operaciones de selección de

elementos de épocas distintas articulados por los grupos hegemónicos en un relato que les

da coherencia, dramaticidad y elocuencia” (García Canclini, 17). De este modo, el aceptar

a Latinoamérica como una cultura híbrida, implica reconocer en su conformación de

identidad un diálogo de igual a igual entre todos sus elementos constitutivos. Pero al

escribir de y desde la marginalidad, Bolaño cuestiona ese igualamiento, que establece a

Latinoamérica como “Cultura mestiza por definición histórica, la latinoamericana es

resultante de la inserción ibérica inicial (...) en el tronco multiforme de las culturas

amerindias, con el posterior agregado del elemento africano y de los aluviones

inmigratorios” (Barreiro Saguier, 21), sobre todo si se tiene en cuenta que mestizaje es,

para García Canclini, un concepto familiar al de hibridación (21). De este modo, al

cuestionar la identidad constitutiva desde una marginalidad no aceptada por la misma

identidad, se configura una pérdida de referentes que lleva inevitablemente a un proceso de

desterritorialización, es decir, se pierde la referencia y la posibilidad de identificación con

un territorio, al discutir los elementos que permitían esa pertenencia.

Este proceso de desterritorialización, en ningún caso es similar a los que se dan, por

ejemplo, en textos de autores como Alberto Fuget. En “Por favor rebobinar, Venecia sólo

es un ámbito en el cual se ve televisión, la única ventana es la pantalla que transmite lo

mismo que puede verse en Santiago o en Madrid. El mundo se ha convertido en puro

espacio virtual, sólo es una imagen mediática” (Amar Sánchez, 158), sino que por el

contrario, los dos detectives salvajes de Bolaño viven en las ciudades por donde pasan;

trabajan, hacen amistades, o en otras palabras, vuelven a territorializar lugares que para la

generaciones anteriores de escritores latinoamericanos son desconocidas.

“Si considero Los detectives salvajes, arbitrariamente, desde la

perspectiva particular de Arturo Belano, descubro una serie de territorios que el

personaje va a territorializar. Si la territorialización es el ritmo devenido

expresivo, o las componentes de medios devenidas cualitativas, se debe

entender que el personaje confiere una marca singular a cada territorio. Para

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ello, requiere un reconocimiento del código impuesto y una descodificación.

(...) El actante trastrueca el código y produce uno nuevo” (Catalán, 97).

Esta configuración espacial no rechaza completamente la posibilidad de una

identidad, pero esa identidad se conforma a partir de la diversidad. La ciudad, desde la

óptica de los personajes de Bolaño, es particularmente extraña; se admite un proceso de

territorialización, pero éste es más complejo que el que denunciaba Ortega, ya que la

pérdida de los referentes se hace explícita, negando la claridad. Son, en el fondo, los

resquicios que quedan de una herencia, la modernidad, que aún permite ese anhelo. Sin

embargo, esa pretensión queda escindida

En este sentido, Richard Senett nos recuerda que “los espacios urbanos cobran

forma en buena medida a partir de la manera en que las personas experimentan el cuerpo. A

medida que ese espacio se convierte en mera función de movimiento se hace menos

estimulante, sólo se trata de atravesarlo, no de ser atraído por él” (Amar Sánchez, 159).

¿Qué pasa entonces con la experiencia de Belano en África, sin medicamentos, y en la

guerra civil de Liberia? ¿Qué pasa con la experiencia de Lima en Nicaragua bajo el alero de

la revolución sandinista? ¿Con la del mismo Lima en Israel, en donde es detenido y

encarcelado en el mismo desierto, o en Port Vendres, en donde tiene que trabajar de

pescador y dormir en unas cuevas que dan a un acantilado en donde revientan las olas del

mar? Hay, es obvio, una experiencia del cuerpo, una experiencia que va más allá de ver

televisión en el cuarto de un hotel;

a mi no se por qué me recordó un viaje que hice de chico por Corrientes,

incluso lo dije, le dije a Luigi: esto parece Argentina, se lo dije en francés, que

era el idioma en que los tres nos entendíamos, y el tipo del Paris- Match me

miró y opino que ojalá sólo se pareciera a Argentina (...) ¿y que había querido

decir con eso? ¿ que Argentina era más salvaje y peligrosa que Liberia?, ¿qué si

los liberianos fueran argentinos ya estaríamos muertos? No sé (536).

Esta experiencia de los dos detectives salvajes por distintos parajes, permite

territorializar para constituir el espacio de la ciudad no como un no lugar, sino como el

lugar en donde se da la diversidad y donde el sujeto huérfano comienza o intenta comenzar

nuevamente a formase: “La posmodernidad no supone la implantación de producciones

híbridas o turbias. Ella misma recupera la demanda de claridad, heredada de Las Luces,

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pero resituada en una agonística de la diversidad, en una proliferación de fragmentos”

(Hopenhayn, 119).

Con este proceso de pérdida de referentes, y el posterior reemplazo por la

diversidad, la ciudad latinoamericana en Los detectives salvajes ha dejado de tener ese

color localista, pintoresco, tropical, que se dibujaba en algunas novelas de la tradición.

“Con esta configuración espacial y cultural, los textos rechazan y cuestionan un imaginario

que a lo largo del siglo XX, desde la novela regionalista hasta el boom, se ha vuelto ya un

modo de pensar lo latinoamericano” (Amar Sánchez, 165), ese modo tropical y pintoresco,

que obedece más a una rivalidad con otras culturas más desarrolladas. Y es que “la

rivalidad cultural es el modelo que ha producido en las capitales de América Latina aquella

fascinadora e increíble síntesis que como amalgama cultural representan mucho más que

una mera réplica imitativa y provinciana” (Siebenman, 33).

De ahí que la interpretación de Ortega de la ciudad latinoamericana como espacio

del habla en donde vienen a confluir todos estos aspectos puestos en diálogo, queda de

algún modo discutida con Los detectives salvajes. En la novela de Roberto Bolaño la

ciudad latinoamericana funciona como el espacio perfecto para perderse. “Durante un rato

estuvimos los dos en silencio, chupando y mirando por los ventanales ese espacio oscuro

que era la ciudad de Managua, una ciudad que sólo conocen sus carteros y en la que de

hecho la delegación mexicana se había perdido más de una vez, doy fe” (335).

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Conclusión:

Instructivo para una

derrota.

En el segundo capítulo de este trabajo hablé de la inminente derrota que configuran

los policiales latinoamericanos, y que esa relación estaba dada principalmente por el

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carácter político que asumía la novela de este tipo. Este carácter implicaba que la coyuntura

en la que se desarrolla la historia de este tipo de novelas posea una vital importancia, a

diferencia de lo que serían los policiales canónicos. Y es que el crimen, móvil de este

género novelístico, aparece en sus versiones latinoamericanas como producto de las

instituciones políticas, las mismas que en la tradición velaban y aseguraban el respeto por el

orden de la justicia. Sin embargo, al ensombrecerse el poder correctivo, esta certeza se

vuelve un elemento que asegura la derrota. En este panorama, el detective se encuentra en

un lugar ambiguo, “no lo son o juegan a serlo” (Amar Sánchez, 65), constituyéndose desde

una marginalidad, asumiendo desde un principio su fracaso.

El argumento de Los detectives salvajes, a pesar de tratar una temática dominada

por lo literario, va configurando, a través de cada uno de sus elementos formales y

temáticos, ese recorrido hacia una derrota. Fuertemente imbuida en el contexto histórico de

Chile de 1973 y de lo que significaron las dictaduras militares en toda Latinoamérica en la

década del setenta, la novela de Roberto Bolaño señala, también desde la marginalidad de

los realvisceralistas, la decepción ante el proyecto moderno.

De ese modo, por medio de la fragmentación de la segunda parte, que dije era la que

organizaba la decepción post experiencia de Belano en Chile, es que también se da cuenta

de la fragmentación del sujeto latinoamericano. De ese modo, la preocupación formal de

Bolaño, tal como lo anuncié con Rayuela, que implicaba un quiebre del modo de adaptarse

la literatura a la realidad, resulta de una visión de mundo. Esa visión de mundo está

marcada por la decepción y por la derrota. Y en este sentido, según lo afirma el propio

Bolaño, Los detectives salvajes “intenta reflejar una cierta derrota generacional y también

la felicidad de una generación, felicidad que en ocasiones fue el valor y los límites del

valor” (Entre paréntesis, 327).

Pero no solo la fragmentación refleja ese itinerario de la derrota a nivel formal. En

el final, que contiene un acertijo gráfico, un cuadrado enmarcado por líneas segmentadas

que referiría una ventana, junto a la pregunta “¿Qué hay detrás de la ventana?”, confluyen

las derrotas de todos los actantes de este libro. La del escritor, que transformado en un

narrador en la segunda parte marcado por la ausencia o la imposibilidad de participar, salvo

en un tono indiferente, así como de dar con el paradero de sus blanco, renuncia finalmente

con ese acertijo a la escritura, poniendo fin a un itinerario por lo menos agónico, que está

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marcada por ir siempre un paso atrás. En este sentido, el escritor como detective no logra su

objetivo, no encuentra la verdad, porque no logra dar con los principales implicados, y

entonces lo que le queda es una multiplicidad de verdades, de perspectivas, que a la vez

fragmentan al sujeto. Y también, la del lector, que debe renunciar a encontrar una novela

que cierre su círculo interpretativo, aunque asuma muy seriamente el rol activo que le

corresponde.

La derrota de los personajes está marcada, en la primera búsqueda, por la parodia.

La figura de Cesárea Tinajero, festinada en su descripción y en su muerte, no hace más que,

según Grínor Rojo, burlarse del arquetipo. “Bolaño se burla del motivo tradicional de la

búsqueda, se burla de su variante psicoanalítica y se burla en fin de los rituales más

sacrosantos del arte y la literatura modernos” (71).

Esta última derrota es la que marca la despedida del proyecto moderno, y presenta la

perspectiva desarraigada, desterritorializada, y globalizada. En este sentido, la novela de

Bolaño se comportaría como novela posmoderna; pasa de la unidad del gran relato, que

serían la primera y la tercera parte, enmarcadas en la voz de un solo narrador, lo que de

algún modo asegura una referencia, a la diversidad de los pequeños relatos en la segunda

parte, marcando con esta organización la disolución del sujeto, que “cobra la forma o la

metáfora de la esquizofrenia: no somos nunca uno mismo, sino muchos otros” (Hopenhayn,

119). Así, la novela se plantea como una revisión deconstructiva y paródica, “Cierta

impronta tanática de este nuevo sujeto novelesco aparece aminorada y reducida desde

novedosos formatos que deconstruyen la cultura a través de operaciones lúdicas, que

conllevan ironía y entretención” (Cánovas, 46), que termina por fragmentar al sujeto, un

sujeto latinoamericano que queda, como analicé en el último capítulo, a la intemperie,

huérfano de proyectos que guíen su vida, lo que provoca la desorientación, y, por último, la

pérdida.

Pero la derrota de los personajes de Bolaño deja igualmente el gustito del triunfo;

“perder es una forma de triunfo que ubica al protagonista más allá del sistema y le

proporciona otra clase de éxito. Ser un antihéroe perdedor, formar parte de los derrotados

garantiza pertenecer a un grupo superior de triunfadores: el de los que han resistido y

fundan su victoria en la orgullosa aceptación de la derrota” (Amar Sánchez, 72).

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Belano y Lima la resisten desde la marginalidad: venden drogas para financiar sus

proyectos literarios, entran en reuniones literarias provocando el rechazo de sus pares

antagónicos, y en ese sentido, nada más alejado de la figura del poeta que representa

Octavio Paz y sus seguidores.

Este movimiento, de entrar en reuniones literarias y hacer ruido, provocar

desaguisados y enardecer los ánimos (recordemos el episodio de la clase del talle de

Álamo, en la que Belano y Lima irrumpen provocando un conato de pelea), muestra el

intento de territorializar, y al recibir como respuesta el rechazo, no queda más salida que

configurarse desde la marginalidad, transformándose inmediatamente en antihéroes. Y el

triunfo de estos dos antihéroes es la resistencia en esa marginalidad. He ahí su valor, el

valor que rodea la resistencia, y que también rodea al ejercicio de la escritura, porque la

escritura es “lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al

vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso” (Bolaño, Entre paréntesis,

36).

Ante la propuesta del propio Bolaño de leer la novela “como una agonía o como un

juego” (Entre paréntesis, 327), he tratado, en un primer momento, de verla como un juego

muy rico en donde varios elementos confluyen: la descripción de alguno de esos elementos,

que en ningún caso considero agotados en este trabajo, era mi intención. Luego, al intentar

una interpretación, intenté verla como una agonía, en el sentido en que entiende Hopenhayn

la agonística: los valores, las imágenes y los símbolos son materiales combinables y

desplazables, con las que se trabaja para idear nuevas formas de individuación

(Hopenhayn, 117). Arturo Belano y Ulises Lima, por medio de su recorrido, se transforman

en sujetos que resisten, pero agónicamente, combinando símbolos de su propia identidad,

con los que contienen las ciudades y los territorios por los que van pasando. En este

sentido, son sujetos posmodernos, si esto significa “desconfiar de los metarrelatos”

(Hopenhayn, 98), y Los detectives salvajes, en su segundo capítulo, también lo es, si

entendemos posmodernidad como “la diseminación de discursos y la irrupción de múltiples

códigos donde se entremezclan funciones denotativas, prescriptivas y descriptivas”

(Hopenhayn, 100-1). La fragmentación, la proliferación de voces y perspectivas, y la

multiplicidad de escenarios que implica la desterritorialización y un nuevo proceso de

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territorialización, hacen de Los detectives salvajes una novela posmoderna, y, además,

violentamente latinoamericana.

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Índice.

Agradecimientos …..………………………………………………………………….. 3

Introducción ………………………………………………………………………... 5

Capítulo I: Marco Teórico ………………………………………………………….. 8

1. La novela como transformación ………………………………………… 9

1.1 Del signo al símbolo ………………………………………………… 10

1.2 La novela polifónica ………………………………………………... 11

1.3 Unidad de transformación: Los actantes ………………………………12

2. El problema del autor: los espacios vacíos ……………………………….. 14

3. La intertextualidad ……………………………………………………….. 15

3.1 Tipologización de la intertextualidad ………………………………... 16

Apéndice. El cuestionamiento del signo ……………………………………... 20

Capítulo II: Los detectives salvajes, novela transformacional ………………………. 22

1. Introducción a la novela …………………….……………………………. 23

2. Análisis actancial de Los detectives salvajes …………………………….. 23

3. La incógnita del autor-narrador …………………………………………... 30

3.1 El autor: una perspectiva desde Latinoamérica ………………………. 32

Capítulo III: Transexualidad en Los detectives salvajes ……………………………... 36

1. Tipos de relacioenes transtextuales en Los detectives salvajes…………….37

1.2 La metatextualidad …………………………………………………….40

2. Los detectives salvajes: un policial latinoamericano ……………………....44

Capítulo IV: Rayuela-Los detectives salvajes.

Un paréntesis entre París y Buenos Aires………………………..50

1. La dinámica generacional ………………………………………………….51

1.1 Situando a Cortázar …………………………………………………… 52

1.2 Situando a Bolaño …………………………………………………….. 52

2. El diálogo …………………………………………………………………. 55

Capítulo V: A la intemperie latinoamericana ………………………………………… 64

1. Una interpretación de Latinoamérica ……………………………………... 65

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2. A la intemperie: intento de

construcción del sujeto latinoamericano ………....………………………..70

3. Las ciudades de Bolaño ……………………………………………………73

Conclusión: Instructivo para una derrota ………………………………………………79

Bibliografía …………………………………………………………………………….84