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MarsolaireAmira de la Rosa 55

Lo que decían los cartelesEduardo Arango Piñeres 77

Cambio de climaAntonio Escribano Belmonte 81

El baileCarlos Flores Sierra 93

Recordando al viejo Wilbur'Julio Roca Baena 113

Los muchachosÁlvaro Medina 119

Retrato de una señora rubiadurante el sitio de ToledoAlberto Duque López 133

La Sala del Niño JesúsMárvel Moreno 149

El ocaso de un viudoRamón Molinares Sarmiento 165

Historia de un hombre pequeño«Guillermo Tedio» ..., 175

En la región de la oscuridadJaime Manrique Ardila 185

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Cuentos crueles brevesAlvaro Ramos ,

201

205La tercera alusiónWalter Fernández Emiliani

Un asunto de honorAntonio del Valle Ramón

Historia del vestidoJulio Olaciregui

Vamos a encontrartu paraguas negro, MargotJaime Cabrera Sánchez

Historia de Juan.Torralbo«Henry Stein» ...247

Vedados de ilusionesMiguel Falquez-Certain 261

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Historia de un hombre pequeño

,.u«GUILLERMO TEDIO»* ¡:r

OZ <t:

-J c..:

Decidimos invitarlo a la juerga porque nos sacudió un ~ I~ramalazo de lástima cuando pensamos que se queda- ~ gría allí, tirado en el viejo catre de su irrisorio cuarto, O -Jdoblado contra la inercia de sus huesos, con ese aura de f!J ~sueño inveterado y triste que circundaba su frente, sin w 1

probar alimento y fumando hasta la posibilidad del ~suicidio. No era que nos animaran mucho las ganas de Sllevarlo: habría que soportar su crítico mutismo, pa-garle la bebida, los cigarrillo~ y hasta la mujer con laque se acostara, y nuestros bolsillos no andaban muyboyantes. Aunque pensándolo mejor, creo que lo lla-

.Seudónimo de Manuel Guillermo Ortega. Baranoa, Atlántico,1947. Profesor, narrador y abogado. Hizo estudios de postgrado en elInstituto Caro y Cuervo. Obras: La noche con ojos, (cuentos, 1979),segundo premio en el séptimo Concurso nacional Jorge Gaitán Durán,1983; También la oscuridad tiene su sombra (cuentos, 1984). Mención dehonor en el tercer Concurso de cuentos Universidad de Medellín conHistoria,de un hombre pequeño (1983); mención de honor en el primerconcurso latinoamericano de cuento auspiciado por la revista Ko' Eyude Caracas, 1983. Historia de un hombre pequeño fue tomado de su libroTambién la oscuridad tiene su sombra, Ediciones El gallo capón, 1984.

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mamos para no estar después con espinosos tormentosde conciencia porque de todos modos era nuestroamigo, a pesar de que no entendíamos el fundamentode esa extraña afinidad si él nos evadía escondiéndoseen un hosco y pernicioso silencio que por momentos lohacía tan detestable. Sin embargo, porfió en no escu-chamos, siguió tumbado en su inmovilidad de momia,con la cara hermética y adusta, quebrada por unaausencia cansina que venía desde más allá de su san-gre, desde un sitio recóndito a donde nosotros nopodíamos llegar. Julio, exasperado, lo cogió por loshombres y lo sacudió como a un pelele, obligándolo asentarse en el borde del insano catre. «Despierta, carajo.»Él pareció retomar de su mundo intangible y se quedómirándonos sin vemos hasta que lentamente inició elgesto retardado de ubicarse en la actualidad del tiem-po y el espacio de la sombría habitación, saliendo de supétrea con~ha de ensimismamiento..

Se puso de pie, trastabillando en la neblina de susomnolencia, y comenzó la búsqueda de algo por entreun montón heterogéneo de cosas desubicadas hastaencontrar, debajo de unos libros, una vieja chomparaída en la que después de torpes movimientos seperdieron sus brazos y su tórax. Alcanzamos a escu-char la risita de Carlos y su comentario irónico: «Elmuerto era muy grande.» Miramos con dureza alimpertinente aunque a nuestros ojos se asomó la com-plicidad con la broma. Bajamos en fila india la estrechay empinada escalera de tablas oscilantes que conducíaal irracional conventículo y, cuando estuvimos en lacalle, la campana de la iglesia cercana, con tañidos debronce destemplado, dio las siete de la noche. Com-

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probamos que soplaba una brisa irremediable y fría yque la monstruosa chompa había sido un acierto.Íbamos delante, palpando que él venía detrás, vapu-leado por el viento que le hacía meter el rostro en lagruesa solapa de cuero. Por un instante nos detuvimosy volteamos: lo hallamos tan débil, tan desamparado,tan ridículo que Ricardo preguntó para qué lo había-mos invitado si lo más probable sería que cayeraborracho con los primeros rones y nos echara a perderla fiesta programada con las niñas porque tendríamosque cuidarlo y luego cargarlo hasta su casa. Yo lerespondí que no estuviera jodiendo con sus reparospues era caso <;errado que nos habíamos puesto deacuerdo en llevarlo, asumiendo todos los riesgos. Con-tinuamos el viaje, batidos por el frío que ya nos hincabaásperamente la piel. Al rato, levantamos al unísono losrostros y descubrimos los salvadores focos verdes yrojos del puteadero. Entonces, sin decir palabra, inicia-mos la apuesta del que llegara primero pero sin correr,solamente caminando rápido, de manera que en ladistancia él se fue haciendo un hombre pequeño cuyasilueta informe persistía contra el viento.

La puerta se abrió y penetramos en montón, con lascaras iluminadas por el alboroto de nuestra procaci-dad. Luis recomendó al camarero orientar al bulto quevenía detrás para que no se extraviara. Pasamos a unasola luz indecisa, amoblada con sofás de cuero y mesasmetálicas con ceniceros de vidrio turbio. Rápidamenteechamos un vistazo para cercioramos de que no habíamoros en la costa. En día laboral no abundaban losclientes. Siete mujeres esperaban indolentes y aburri-das en una mesa ubicada al fondo. «Siete para siete»,

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comentó Costa. «Siete para seis -corrigió Julio- aúnno llega el idiota.» Ocupamos los sillones frotándonoslas manos con un regocijo infantil de primerizos. Ellasse secretearon, desplegaron sus sonrisas untadas decarmín, movieron sus pestañas saturadas de sombra y

.de desvelo, y terminaron por levantarse y acercarse,exagerando el oleaje de sus caderas cansadas, paraestrenar el consabido ritual de solicitar cigarrillos. Lesdimos los cigarrillos y, con una invitación a sentarse,fuimos escogiendo a nuestras consortes de una solanoche. De modo que cuando él logro llegar hasta la salaaturdido por el aguacero rítmico de Ricardo Ray, yahabíamos destapado la primera botella de aguardientey sabíamos los nombres supuestos y luminosos de lasbandidas. Allá en el fondo esperaba la séptima, unaprostituta pálida, casi una niña, de cabello rubio quizásteñido, que desechamos porque nos pareció embara-zada de tres p cuatro meses. Él se quedo pegado al piso,en el centro de la sala, tratando miopemente de ubicar-nos en la penumbra inficionada de un tufo a licor ynicotina. Nos reconoció por fin y distinguió igualmen-te a la mujer. Nadie hablaba pero todo el mundo sabíalo que estábamos diciendo con nuestras caras silentesen medio del formidable solo de piano. Repentina-mente la música se cortó, como si le hubieran dado unpuñetazo al tocadiscos, y escuchamos la voz del bar-man: «Vamos, hombre, ésa es la suya, agárrela.» Larisotada colectiva reventó descarada pero él no searredró, avanzó decidido al cortejo. Carlos comentócon brutalidad que a los pendejos siempre les tocaba lopeor, y adelantó la mano hacia el profundo escote de sudama.

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Al llegar frente a la mujer, se volvió un nudo denervios cohibidos. Su misma grotesca timidez hacíadifícil la desenvoltura de la muchacha, quien turbaday con la cabeza baja, tal vez imaginaba que se trataba deuna burla. Nosotros gozábamos la escena, afirmándo-nos más en el convencimiento de que en una situaciónsemejante, embestiríamos victoriosos. Finalmente leacercó la cara y ensayó invitarla con un gesto incierto,perdido en la duda. Ella propuso un ademán evasivo,de renuencia, por lo que las demás compañeras lelanzaron miradas fulminantes y le sonaron los dedospresionándola para que aceptara porque el dinerotintineaba abundante en los bolsillos. Terminó cedien-do con una sonrisa melancólica que embelleció susescuálidas facciones. Élla tomó del brazo tiernamente,como si temiera hacerle daño. Abrimos campo en lamesa y festejamos de antemano las chanzas que le,armaríamos pero no vino con nosotros, se retiró a unrincón donde resultaba incómodo espiar lo. Sin embar-go, estirando la nuca, nos percatamos de que se quitabala horrible chompa de espantapájaros y chasqueaba laspalmas de las manos llamando el servicio. «Está loco,¿con qué diablos va a pagar?», se quejó Ricardo. «Contu dinero», lo exasperé yo. El mesero fué por la ordeny retornó al aparador, de donde cogió una botella devino que nos mostró perplejo. Nuestro amigo no per-mitió que el barman sirviera. Él mismo destapó labotella y llenó los vasos. Luego tomaron a sorboslentos, como si el tiempo no les importara. «No olvidenque el aguardiente perjudica el embarazo», se mofóLuis.

Los minutos pasaban y la mesa seguía separando

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sus cuerpos. Armado de un respeto que no se condolíacon el obsceno desparpajo de un burdel, los codossobre la mesa y las manos cruzadas bajo el mentón, élla miraba con un reposo interior ausente de maliciamientras ella, aún avergonzada, permanecía con lacabeza inclinada, bella en su indefenso abandono.«Ahora le va a dictar una conferencia de silencio», dijoCosta. Por el movimiento de sus labios, notábamos queapenas se decían monosílabos. Aguzamos los oídospero ya fue imposible escuchar porque el barman dejólibres nuevamente sobre el piano las prodigiosas ma-nos de Ricardo Ray, y decidimos desentendemos deaquel menso, aunque de ve7i en cuando oteábamos a lapareja, tratando de pescar la menor aproximación parabrindar con un trago doble o hacer un comentariosarcástico. Por un instante alargó la mano y acarició elbrazo femenino pero nada más. «Me provoca cogerlopor el cuello y darle su merecido», amenazó Julio. Nohabía nada que hacer, lo mejor era olvidarlo y sacarnosotros la mayor gloria a la farra.

Las caricias fueron desembocando en un descarofebril al aumentar la temperatura con el aguardiente.Algunos, aturdidos por la etérea magia del ritmo,pasamos a bailar a un pequeño espacio de piso enfigura de rombo transparente, iluminado con focoscuya intermitencia aceleraba el compás de los cuerpos.Otros, después de impulsamos con el largo trancazode un trago, desaparecíamos en las habitaciones veci-nas y, a la media hora, regresábamos trayendo en loslabios una mueca de infame cansancio moral quequeríamos quitamos chupando con ansias los cigarri-llos. Aunque aparentábamos indiferencia, ciertamente

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no habíamos logrado olvidamos del otro, quien semantenía en su mesa, intacto en su muda compostura,encantado con el sabor del vino y la nostalgia de losojos que tenía delante. Prácticamente todos corrimos asentamos cuando, al sonar una pieza lenta de saxo ytambor, ella lo invitó a bailar, y él, sin oponer resisten-cia, se dejó llevar hasta el rombo iridiscente y estuvomoviéndose con torpeza, preocupando más por cui-darla, como si corriera el riesgo de tropezar y caer, quepor pegarse al cuerpo para tocarlo. Ahora nos fijamoscon detenimiento en la mujer y, quizás por el mareoque ya torcía nuestras conciencias, la encontramoshermosa con sus ojos tristones y grandes y su cabellodorado. «Realmente Dios le da carne al que no tienedientes», confesó Carlos, ya aburrido de su compañe-ra.

La pareja terminaba su tosca danza y se apartaba alrincón, cuando sentimos que la puerta se abrió y cerrócon un tope brusco, y vimos entrar a los cuatro tipos, decaras barbadas y vestidos que no dejaban dudas sobresu catadura de pendencieros. Se arrimaron y se recos-taron de espaldas a la barra, escudriñando el fondo delrecinto con ojos encendidos. Nuestras mujeres, movi-das por un impulso automático, se levantaron en coroy corrieron en desbandada, sin damos tiempo a inda-gar por las razones de su fuga. Extrañamente sólo sequedó la rubia, aferrada ahora a las débiles manos delotro. Luego, los sujetos se volvieron hacia el cantineroy tomaron una actitud peligrosa de hacer preguntas alas que el hombre contestaba después de miramos conpreocupación. Seguidamente abandonaron el mostra-dor y se vinieron a la sala, donde ocuparon una mesa

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bastante cercana a nosotros. Descubrimos que ya ve-nían golpeados por el alcohol. El empleado les trajouna botella de aguardiente que bebieron en ronda, apico de frasco y perseguidos por una prisa de borra-chera plena. No hablaban, sólo nos estudiaban conprepotencia y se sonreían. «Presiento que la fiesta seacabó», anunció Ricardo. «Llamemos al mesero y lepreguntamos quiénes soro>, propuse yo. Sonamos lasmanos como si pidiéramos servicio pero el hombre sehacía el sordo, se demoraba, imaginando quizás elmotivo de la cita. Era indudable que se hallaba atemo-rizado. Le insistimos. Se acercó por fin, pálido y tem-bloroso, y con voz ahogada ~os dijo: «Son los cabronesde la putas que tomaban con ustedes. Están borrachosy celosos, y por eso ellas se han largado a sus cuartos.El más peligrosos es el marido de la rubia que aúnsigue en el rincón, tiene más de diez muertos encima.»

El cruento informe del cantinero quebró totalmentenuestra ya resentida tranquilidad. Una cobardía obse-siva nos desencajó la cara, sobre todo cuando el llama-do jefe sacó de la cintura un revólver que batió peligro-so en el aire. Ahora la mujer se levantó y corrió preci-pitada y sollozante hasta desaparecer por donde antesse habían marchado las demás. Le hicimos señas alamigo pero él tomó con calma el llamado. Primero sesirvió un trago de vino que bebió como si lo estuvieracatando, en paz consigo mismo y con el mundo. Luegorecogió la chompa tirada en el sillón y, finalmente, conpasos ecuánimes, se arrimó a la mesa. Ya sentado,estacionó los ojos, sin odio ni miedo, en la silueta delfacineroso, quien incapaz de sostener la presión deaquella presencia serena, comenzó a moverse nervio-

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so. En ese instante de silencio concreto, creíamosvislumbar, estrujados por la garra sin límites del mie-do, cierta luz que explicaba por qué a pesar del despre-cio que a veces nos inspiraba, necesitábamos el amparode su callada amistad. Sospechamos que él tenía lo queen nosotros era una carencia absoluta. Ahí flotabanaún su cristalino respeto a la mujer y la delicadaternura con que la había tratado frente a la insoporta-ble desfachatez de nuestras groseras conductas. Ahínuestras caras infamadas por la palidez frente a surostro limpio, nuestro espantoso pánico frente a sureposada actitud. «Paguemos y nos largamos», implo-ró Luis al tiempo que dejaba unos billetes sobre la.,mesa, pisados con la botella. El parecía no habersepercatado de nuestra desesperación desvergonzada,perseguía obsesionado los gestos sin concierto delhampón, como el suicida que mira hipnotizado elfondo del abismo. Dejamos los sillones y caminamosatropellados en el ansia de ganar la puerta. Ya afuera,el ruido insomne de la ciudad y el frío del viento nosdevolvieron el ritmo de la vida. Entonces nos conta-mos buscando comprobar que estábamos intactos ycompletos. «El se quedó allá», susurró Costa con unavoz ajena, y percibimos el lampo seco del pistoletazo.

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En la región de la oscuridad

JAIME MANRIQUE ARDILA *

With a dragon inferior to him in strengthwhat figure would Sto George cut?

Isak Dinesen

1

El teléfono timbra y yo contesto: es Patricia. Apenasreconozco su voz cierro los ojos. Deseo: espero quesean buenas noticias. Pero Patricia nunca llama paracomunicar buenas noticias: algunas veces pienso si nohabrá algo extraño en su comportamiento y 10 mórbi-do de sus conversaciones.

«Hola», me dice, «encontré algo para ti.»

..Barranquilla, 1951. Poeta, novelista y polígrafo. Reside en losEstados Unidos. Publicó Adoradores de la Luna, ganador del premiode poesía Eduardo Cote Lamus (1975). Publicó las novelas El cadáverde papá (1978), Colombian Gold (en inglés, traducida al español comoOro colombiano, 1985). También en inglés, las novelas Twilight at theEquator, Latin Moon in Manhattan y el libro de ensayos EminentMaricones: Arenas, Larca, Puig and Me (1999) y los libros de poesía Elespantapájaros (1990, bilingüe) y Mi noche con Federico García Larca (1995,bilingüe), Poemas de amor (traducción al ingles de los poemas de sorJuana Inés de la Cruz, 1995). Notas de cine, confesiones de un críticoamateur (1989). En la región de la oscuridad fue tomado de Obra en marcha1 (Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1975).

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«¿Sí?»«Me acabo de enterar de esta mujer.»«¿Otra? Realmente no estoy interesada.»«Espera y te cuento», dice. «Esta mujer puede ayu-

darte. Resultados garantizados, si no te devuelve eldinero.»

«Está bien; ¿qué es?», le pregunto. A decir verdad,no estoy interesada en lo que Patricia tenga que decir-me, pero he decidido que voy a ser cortés.

«Bajo en un minuto. No puedo contarte por teléfo-no.» Hay muchas ocasiones en las cuales deseo quePatricia fuera como los familiares de las demás perso-nas. Quiero decir, normal. Ella siempre posee algúnterrible secreto sobre el cual depende el futuro de lahumanidad. Espero que no se quede mucho tiempo;todavía no he preparado nada de comer y los platos enel lavadero se amontonan amarillos y llenos de grasa.Son la tres y media, y pronto los niños regresarán del

colegio.Patricia tiene puesto un vestido rojo largo, una

margarita en su cabeza, y está descalza. No sé si creceráalgún día.

«Dios mío, estás hecha un desastre», me dice. «Sa-bes, si sonrieras de vez en cuando no te verías tan mal.»

Si otra persona me hubiera dicho esto me sentiríainsultada: pero éste es un comentario de Patricia yesocambia todo. Ya es demasiado tarde en mi vida paraponerme brava con ella. Crecimos juntas. Fuimos almismo colegio en Nueva Orleans, cuando nuestrospadres nos mandaron a estudiar allá. y más tardehicimos el bachillerato en el Canadá. La primera vezque un detective nos sorprendió cuando Patricia se

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había robado un lápiz de labio, yo la perdoné. ycuando empezamos a perdonar cosas que no soporta-mos, poco a poco nos acostumbramos y llega un puntoen el cual ya nos sometemos a cualquier hecho.

Patricia se sienta en la alfombra, se quita la flor delcabello, la pone a un lado y la mira por unos instantes.Se está alistando para hablar.

«Es mejor que te sientes», me dice, todavía mirandola flor. «Creo que he encontrado algo que puede resol-ver todos tus problemas.»

Me siento.«Me acabo de enterar de esta mujer haitiana. No

cobra nada. Isabel se enteró y fue a verla. Eso resolvió.todo.»

Le pregunto: «¿Resolvió qué?»«Mi querida, resolvió todo. Le dijo a Isabel lo que

quería saber acerca de su esposo y ahora todo marchabien.»

«¿ Y?»«¿ Y?», dice, y pega un berrido y deja de mirar la flor

y me analiza como si yo estuviera infectada con unaterrible enfermedad. «¿Y?» Se pone de nuevo la flor enla cabeza, detrás de su oreja derecha. « Yo pensaba queamabas a tu esposo», me dice. «Bueno, ¿lo amas o no?»

No digo nada. Me sigue mirando fijamente con sushermosos ojos color malva, con la boca abierta como siacabara de ver un fantasma. Yo no quiero decir nada:hace mucho tiempo decidí que sólo discutiría missentimientos privados con mi siquiatra.

«Tú eres extrañas», me dice. «Absoluta y positiva-mente extraña. Alguna veces me preocupo por ti.»

Quiero decirle que el sentimiento es recíproco; pero

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inmediatamente me acuerdo de que estoy hablandocon Patricia, y que no sería justo humillarla.

Después de una pausa ella continúa. «De todasmaneras te voy a contar todo, y después tú puedesdecidir. Como tú sabes, Isabel tenía un matrimoniohorrible. Iban a separarse. Tú sabes cómo es eso. Bue-no, una amiga le contó acerca de esta mujer haitiana,ella la fue a ver, la mujer le dijo lo que tenía que hacery ahora todo está mejor que nunca. ¿Ves lo que quierodecir?»

«¿Le dijo que hiciera qué?» Todo suena a purastonterías, pero no puedo dejar de sentirme intrigada.

«Magia, querida. Le dio a Isabel un polvo que teníaque poner en lo que él tomaba, y tenía que decir unasoraciones, y fumar tabaco y quemar una velas y todo lodemás. Eso se llama magia negra, por si no lo sabías.»

No quiero ofenderla; por eso pienso muy cuidado-samente lo que le digo a continuación. «Escucha Patricia;nosotras no somos niñas. Tú no me estás diciendoseriamente que.. .»

Me interrumpe casi con furia. «¿Acaso te he dichoalgo en mi vida que no sea serio? jContéstame! Túsabes que soy la persona más seria del mundo.»

La más loca, no la más seria, pienso.«Me voy», dice y empieza a levantarse. «Traje la

dirección; si quieres puedo ir contigo. Me encantaría.»Abre la puerta, dice «Ciao» y se esfuma.

y o miro el pedazo de papel, voy al cuarto, pongo ladirección en una de mis carteras y vuelvo de nuevo ala sala.

Son las cuatro de la tarde, los niños están por llegary no he hecho nada.

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Desde que despedí a la doméstica hace dos sema-nas, me paso todo el tiempo en un estado de letargo.Pero en cierta forma, me siento mucho mejor. No mesiento como si alguien me estuviera observando todoel tiempo, y en la cara de Isidora podía detectar a cadainstante un sarcasmo que me molestaba.

Alrededor de las nueve y media acuesto a los niños.Mary tiene un poco de fiebre, y me pide que le cuenteuna historia o que le lea un libro. No creo que pueda .,.Jleer esta noche. No tengo las energías. Miro a Mary y~-decido contarle unos de mis cuentos. Es tan fácil hacer- ~lo; a ella le encanta escucharlos mientras la fórmula no Z ~cambie: una hermosa princesa, un príncipe encanta- ~ c..:dor, una bruja y un dragón. Creo que ya me he vuelto O ~una especialista en ese género, pero también me siento O Ctriste cuando pienso que dentro de dos o tres años ya á :no podré contarle las mismas historias. Cuando he ffi ~puesto a la princesa en la torre, al príncipe en cadenas ffi (

y he dejado al dragón libre, Mary se ha dormido. A ~pesar de que ella ya no puede oírme, yo prosigo con mi Zhistoria. De pronto me doy cuenta de algo horrible, ::3

algo que nunca había sucedido: voy a dejar que la brujase salga con la suya, el dragón devorará al príncipe, yla princesa se convertirá ~n un topo leproso, parasiempre.

Raúl está durmiendo. Ya cumplió doce años y nohay necesidad de que le cuente historias antes deacostarse. Él lee sus propias historias, y me preocupaque esté leyendo literatura tan seria. El otro día me hizouna pregunta acerca de Chardin. Cómo difería sunoción del amor de la noción de Aquino, santa Teresay san Juan de la Cruz. Yo desearía que no fuera tan

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extraordinariamente precoz; yo desearía que fuera unpoco estúpido como la mayoría de los niños que conoz-co, y que leyera paquitos de Supermán. Raúl se parecea mí cuando yo tenía su edad. Volviendo a su pregunta:le dije que no recordaba, que le daría una respuesta tanpronto supiera. «Pero una monja debe saber todas esascosas», me respondió. «Yo no soy una monja», le dije.«Pero ibas a serIo.» «Si yo hubiera sido una monja tútendrías otra mamá.» Se sonrojó: no debería hablarlecomo si fuera un niño, dentro de unos cuantos añosserá un hom1;>re.

Raúl es meticuloso como su padre; el cuarto estáperfectamente ordenado. SÍ!} embargo, él siempre dejala luz prendida. Como yo, él le teme a la oscuridad.Hay dos libros en la mesa de noche: La tentación de sanAntonio, de Flaubert, y Resurrección, de Tolstoi. Voy atener que ponerle más atención a Raúl; sé que si no 10superviso con más cuidado, como yo, él se convertiráen un adolescente desdichado. Tal vez este año debe-ríamos viajar a algún lado. A algún lugar lleno defantasías y de irrealidad, a algún lugar donde nuestrasimaginaciones puedan descansar de las cosas que nosatormentan. Salgo del cuarto y dejo la luz prendida.

Hay sólo una lámpara encendida en la sala, y elapartamento está casi en la oscuridad. Salgo al balcón,desde este piso puedo ver gran parte de la ciudad, y laluna brilla como un satélite estacionario sobre el río.Abajo, sólo se ven luces. Luces estáticas, y las luces aúnmás móviles de los autos. Al entrar de nuevo a la sala,descubro ese olor persistente, como si algo se estuvierapudriendo desde hace días en el. apartamento. Prendola televisión y me siento en el sofá. Están pasando una

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telenovela. Una muchacha hermosa, pero con unamirada cruel, le está contando un secreto a un hombremayor que ella. De pronto la cámara corta, y meencuentro viendo a una mujer que lloradesconsoladamente sobre una cama. La mujer llora yllora, hasta que un comercial de un desodorante inte-rrumpe el drama. El olor, sin embargo,.no deja concen-trarme. Apagó la televisión y empiezo a buscar dedónde proviene el olor. Voy hacia el acuario. Lospescados se mueven sin descansar, interminables ensu procesión de luces. De pronto me doy cuenta de quehace falta mi pescado favorito. El pescado negro yaplanchado que he tenido por años. El pescado quesiempre está escondido entre las rocas y que nunca saleni aún para comer, y que sólo aparece por las mañanascuando yo doy unos golpecitos en el vidrio. De prontomi pie descalzo toca algo frío. Miro al suelo, y veo alpescado entre mis dedos. Siento náuseas, pero lo cojopor la cola y lo traigo hasta mis ojos. No sé por cuántosaños tuve este pescado, aunque generalmente los pes-cados no viven mucho. Hay dos hoyos en su barriga,como si los demás pescados se hubieran estado ali-mentado de él. Desesperado, debió haber saltado delacuario, aunque no me explico cómo. Tiro al pescadodentro del acuario y me dirijo a mi cuarto.

Me tiro en la cama. El cuarto está en completaoscuridad, pero me agrada esta falta de luz. Puedopensar bien en la oscuridad, y no tengo que acordarmede los objetos que me rodean. Quiero pensar en Rafael,pero no puedo. Estoy todavía mirando al cielo raso ypensando en nada cuando Rafael llama.

«Api», me dice: «¿cómo estás? ¿Cómo están los

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niños?»A mí no me gusta responder preguntas. Esa debe ser

la razón por la cual hace mucho tiempo yo quería sermonja: una monja no contesta preguntas, una monjano piensa siquiera en preguntas; simplemente, vivecon ellas.

«Los niños están bien; yo también.¿Y tú?»«¿Seguro que estás bien?»«¿Cuántas veces quieres que repita la misma cosa?»«¿Entonces por qué estás tan hostil?»«No estoy hostil», digo con firmeza.«No me mientas.» Y detecto la rabia en voz. «No me

gusta que me mientas.»«Tienes algo especial que decirme, o es lo mismo de

siempre: ¿no vienes esta noche?»Hay una pausa, un silencio largo y prolongado y

lleno de los ruidos de la calle que penetran por laventana.

«Te llamaba para decirte que...»«No tienes que explicar nada», le interrumpo. «Yo

entiendo.» Y cuelgo. Unos cuantos segundos más tar-de el teléfono suena de nuevo. Miro al aparato blancoy me imagino que cada vez que timbra lo veo temblar,como si tuviera un ataque de beriberi. Desconecto elteléfono. Me dirijo hacia el baño, busco las pastillas dedormir y me devoro cuatro. Pasan unos minutos yempiezo a ver y sentir todo en cámara lenta -empiezoa soñar-. Tengo catorce años, y estoy en el colegio.Estamos en clase de religión, la hermana Ivonne estáexplicando el misterio de la Trinidad y empiezo a verun par de alas brotar de su espalda.

Por la t:nañana, después que los niños se han mar-

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chado al colegio, me doy un baño, me pongo el vestidoazul que Rafael me dio para Navidad, me amarro elpelo con un pedazo de cinta y salgo del apartamento.Bajo al primer piso, voy al garaje, me meto en el carroy salgo a toda velocidad. Es un día lluvioso y la lluviacae implacablemente. El cielo está cubierto de nubesespesas y negras; pero hacia el norte el cielo ha empe-zado a despejarse un poco y un rayo muy débil de luzamarilla penetra la oscuridad circundante. No sé porqué pero de pronto me imagino como si estuviera enlos Estados Unidos, y que ésta no es una mañanalluviosa y espesa en Barranquilla, sino un día de otoñoen Connecticut. Me imagino manejando del campo a.Nueva York para asistir al cine en una tarde lluviosa.Es extraño cómo nos llegan las imágenes del pasado.Por ejemplo, esta mañana me pongo a pensar en esaépoca después de matrimonio cuando Rafael y yo nosfuimos para los Estados Unidos. Su padre le habíaconseguido un puesto como encargado comercial en laEmbajada. Ya para esa época el matrimonio habíaempezado a desintegrarse. Por las tardes yo viajaba deForest Hills a Nueva York, algunas veces en carro otrasen tren, para ir a un museo o para ver una película.Después, a las seis y media nos encontrábamos para ira comer o para visitar amigos en Manhattan. Aún enese entonces no teníamos mucho que decimos.

He estado manejando febrilmente. Cruzando losarroyos a toda velocidad. Algunas veces sin parar enlos semáforos. De pronto me encuentro en las afuerasde la ciudad. La lluvia torrencial ha aminorado, perotodavía está serenando copiosamente. Cada vez quesubo una colina veo el mar de Puerto Colombia y

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Salgar a lo lejos. En el radio hay una canción triste queen una época significó algo importante para mí pero nome acuerdo ahora qué ni cuándo y sólo sé que es unacanción muy vieja. Estoy ahora en la carretera abierta.Casi no hay tráfico. Antes de entrar a Salgar me desvíopor una pequeña carretera que es simplemente uncamino de arena y de piedras. Entro en un espesobosque de matarratones que susurran en la lluvia. Depronto me encuentro en un lugar donde sólo puedover árboles y matas salvajes. Temo que el carro puedaatollarse en esta carretera y entonces no sabría cómosalir de aquí. Así debe ser el infierno, con la diferenciaque en vez de matarratones y lluvia debe haber llamas.La choza está al final del bosque. Es una construcciónde paja y adobe, y detrás de la casa hay pedazo de margris estremeciéndose rítmicamente en la lluvia, y den-tro de la choza, a través de la ventana, puedo ver unaplanta recostada contra los vidrios. Las flores son rojas,casi brillantes y tan rojas como la sangre fresca.

Me bajo del carro. Piso en los pequeños charcos deagua, y no hago ningún esfuerzo para protegerme dela llovizna. Toco en la puerta. Nadie contesta. Entoncesempujo la puerta y me encuentro en la sala. Fuera de lamata en la ventana, el cuarto está vacío. Todo está enuna limpieza extraordinaria. Camino por el hall, yentro al primer cuarto a la izquierda: la mujer está ahí,sentada detrás de una mesa, mirándome intensamen-te. La mujer es pequeña, medio gorda y muy negra.Tiene puesto un vestido marrón desteñido, y sus den-sos cabellos canosos le cubren parte de la cara. Hay unaventana abierta y el viento entra al cuarto. El cuartohuele a mar. Pero no a un mar fresco, sino a un mar

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estancado y podrido. Ha dejado de llover, y en elhorizonte, luchando entre las nubes grises, el sol em-pieza a asomarse.

«Entrez», dice la mujer. «Est-ce que vous parlezfran9ais? »

«Oui, oui», le digo, ymeacuerdo de que hace años nohablo francés con nadie.

«Patricia me dijo», dice. y a mí se me hace difíciltratar de entender a la mujer con su mezcla de malespañol y francés haitiano.

«Elle m'a dit tout.»Yo le pregunto: «Tout?»«Mais oui, madame, tout, tout.»

11

Manejando hacia la casa me acuerdo de la fecha: enero11. Hoyes el primer aniversario de la muerte de RafaelIr. Se me había olvidado totalmente y entonces decidoir a la iglesia de la Torcoroma a visitar al padre Manuel.

La iglesia está vacía. No se escucha ningún ruido,salvo el sonido seco que producen las velas ardiendo.Me siento, y por un momento miro a la cruz de maderaenfrente de mí. Cuando yo era niña las iglesias eranmás adornadas; echo de menos la luminiscencia, elesplendor. Escucho pasos detrás de mí y me doy mediavuelta; es el padre Manuel, quien dice: «Llegaste tar-de.»

No sé que quiere decir con eso.«Pensé que Rafael te había dicho acerca de la misa.

Él me pidió que dijera una misa por el descanso delalma del niño.»

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De repente me siento muy débil; creo que voy allorar. Pero no lo hago. y en vez de llorar digo: «Rafaelno me dijo nada.»

Con todas las cosas que suceden en el mundo, yo nosé cómo el padre Manuel puede tomar seriamente unamisa por el descanso de un muerto.

«Me pregunto si será útil.»«Sólo Dios lo sabe», me responde.Lo miro a los ojos, el padre está sonriendo, y en sus

ojos puedo ver el Espíritu Santo sonriendo. A pesar deque siento una gran hostilidad hacia él, le digo: «Padre,esto no es una confesión, pero no quiero seguir vivien-do. No es sólo la muerte de Rafael, es todo.»

Quiero que él se me acerque y que ponga sus manossobre mi cabeza, pero él apenas se mueve y la sonrisadesaparece de sus labios.

«Ya hemos discutido esto muchas veces. Todo fueun accidente. No fue tu culpa que muriera sin habersido bautizado.»

Quisiera decirle que yo deseaba la muerte de Rafael,que no quería un hijo mongólico, y que si Dios lo habíamandado al mundo, Dios debería hacerse cargo de susobras. Sin embargo, le digo: «N o fue ningún accidente.Yo no quería bautizarlo. Ya no creo ni en la Iglesia ni enDios.»

III

El carro de Rafael está estacionado enfrente del edifi-cio. Tomo el ascensor, y mientras subo sólo puedopensar en la mujer haitiana. Espero que no pensará queestoy loca. Al final de la sesión no sabía qué estaba

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diciendo. No sé por qué le pregunté si ella no creía quebouleversé es la palabra más hermosa en francés. Rafaelestá sentado en el sofá y tiene un trago en sus manos.En el piso, sobre la alfombra, hay dos maletas. Lucecansado y pálido. Hay sombras debajo de sus ojos,como si hubiera estado tomando por muchos días, ocomo si no hubiera dormido en muchas noches. Sé quese ha quedado todo este tiempo en el pent-house delBanco, tal vez tomando fuertemente como cada vezque tiene un problema grave. Me siento lejos de él;ninguno sabe qué decir. Finalmente, yo interrumpo elsilencio:

«Gracias por la misa. Perdona que me haya olvida-do.» Él sigue mirando el vaso, como si las palabras quehe dicho se hubieran perdido en el aire antes de llegara su oídos.

«¿Puedo prepararte otro trago?»«Api, vine por mis cosas. Voy a mudarme.»«Si eso es lo que quieres.»«Tú sabes que eso no es lo que quiero.»«¿Entonces qué es?»«Es culpa tuya. Este matrimonio fue un fracaso

desde un principio, pero tú sabes que he hecho todo loposible por sobrellevarlo.»

Yo también quiero decirle que a pesar de que nuncalo quise, he llegado a tomarle un gran afecto. Pero nopuedo. No puedo.

«Quiero que sepas que no existe otra mujer.»Él se levanta, toma una maleta en cada mano. «Vine

temprano para que los niños no nos vieran así.»Cuando me quedo sola, me dirijo a mi cuarto. Me

parece que últimamente me paso casi todo el tiempo en

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mi habitación con las cortinas corridas. Los pensa-mientos vienen a mi mente en una conflagración.Pienso en muchas cosas, pero más que nada pienso enRafael. Ahora, por ejemplo, desearía que estuviera ami lado, y que ambos estuviéramos desnudos, y quenuestros cuerpos se estuvieran acariciando, y que susmanos descansaran sobre mis caderas, sus labios to-cando mis labios, la punta de su lengua profunda en migarganta. Me doy cuenta también de que él ha empe-zando a envejecer mejor que yo. De pronto dejo dedivagar: son l-as cuatro de la tarde; los niños regresaránpronto a la casa.

Después de comer le digo a los niños que quierollevarlos a ver una película. Nos decidimos por unmusical. La película es buena, llena de color y de risa yde música, y cuando termina vamos a un restaurante atomamos un helado. Cuando llegamos a la casa es muytarde y Mary se duerme en seguida. Yo estoy en micuarto leyendo cuando Raúl entra. Parece asustado, ytodo su cuerpo está temblando violentamente.

«No puedo dormir», me dice. «Cada vez que tratode dormir los escucho peleando.»

«¿Quién está peleando?», pregunto.«Desde que decidí meterme a cura, siempre están

peleando por mí Jesús y Satanás.» Raúl corre hacia mí,salta en la cama y pone sus brazos alrededor de micintura. «Fue sólo una pesadilla», le digo. «Fue sólo unsueño», y lo aprieto fuertemente contra mí. Muypron-to se queda dormido. Pero, aun cuando está soñando,su cuerpo sigue temblando y las lágrimas salen de susojos. Raúl empieza a sudar, y yo le quito la camisa dela piyama. Cuando le doy media vuelta me doy cuenta

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de unas cortadas en su espalda, llenas de sangre yvivas -como si alguien lo hubiera estado cortandocon una cuchilla, o como si lo hubieran estado azotan-do con un látigo-.

IV

La alarma suena a las doce de la noche. Raúl no está enmi cama y no sé si todo fue una pesadilla. El cuarto estáoscuro y silencioso. Me levanto, voy al baño y prendola luz rápidamente, como si estuviera segura de quealguna criatura extraña me estuviera esperando en laoscuridad. Busco las velas, las prendo todas, saco lafoto de Rafael, digo la oración que me recomendó labruja, y entonces inserto la aguja en la fotó de Rafael,exactamente en el lugar donde su corazón deberíaestar. Entonces apago las velas, pongo la foto en elclóset y empiezo a sentir una extraña sensación, comosi de pronto estuviera perdiendo mi control sobre elmundo real, y un mundo de sombras fantásticas ytenebrosas me estuviera circundando. Antes de perderel conocimiento pienso: Señor, jten piedad de mí, tenpiedad de mí!

V

Por la mañana, cuando me levanto, los niños ya se hanido al colegio. Son las nueve y media. Miro alrededordel cuarto y por primera vez en muchas semanas abrolas ventanas. Un viento fuerte y cálido sopla desdeafuera. Es un día de luz brillante. En el cielo la lunacuelga descolorida como una banana raquítica, y luce

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como un pasajero que maldice porque lo ha dejado eltren.

Voy a la cocina y preparo una taza de café. Cuandovuelvo a la sala me siento en el sofá y entonces suenael teléfono.

«Api, ¿cómo estás?» Es Rafael. No siento nada cuan-do escucho su voz.

«Estoy bien.»«He estado pensando...»Lo interrumpo antes que acabe. «Rafael, he perdido

mi cordura. Estoy loca.»«No hables así», me dice.«Pero es la verdad. Tengo"estas horribles pesadillas.

Anoche...»«Por favor, no sigas. No sigas así.»Empiezo a llorar y el timbre suena. Le digo que se

espere un momento y me dirijo a la puerta y no hagoningún esfuerzo por contener las lágrimas. Es Patricia.«¿Qué sucede?», me pregunta. «¿Qué está pasando?»Le indico que coja el teléfono. Empiezo a llorarconvulsivamente, mientras la escucho decir: «Sí, sí note preocupes. Yo me encargo.» Entonces me dirijo albaño y me encierro con llave. Busco la foto de Rafael yla hago pedazos y tiro los pedazos sobre el piso.Patricia toca en la puerta. «ábreme, por favor», me dice.«Por favor, Api, ábreme la puerta.» Me siento en el pisoy recojo uno a uno los pedazos de la foto, y todo lo quepuedo pensar es: He perdido mi cordura, he perdido lacordura. «Api, querida, por favor, ábreme la puerta»,escucho a Patricia decir, yyo la escucho y lloro y quierodecir: No puedo, no puedo. Pero no digo nada. Yodigo. Yo...

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Cuentos crueles breves

ALVARO RAMOS*

NOCHE (1)

Oí el reloj dar los doce en una noche de insomnio;estuve atento para oírle dar la una; pero para misorpresa, dio las trece de la noche; me levanté súbita-mente; pero demasiado tarde, iya estaba en otro mun-do!

DESEOS

La amaba tanto, que muchas veces deseaba cuandoestaba con ella, que el tiempo no pasara.

Lo amaba tanto, que estando con él deseó fuerte-

..Cartagena, 1947. Arquitecto y profesor universitario. Fuecolaborador habitual del Suplemento del Caribe, órgano literario delDiario del Caribe (1973-1979). Actualmente, colabora esporádicamentecon la revista Huellas y la publicación Última página. Tiene enpreparación un libro titulado Narraciones no convencionales. Los cuentosbreves crueles, se tomaron del Suplemento del Caribe, 1972-1975.

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mente, al unísono sin saberlo, que el tiempo no pasara.Esta estatua obscena yace en el palacio museo de

Gandak.

DESIERTO (1)

Perdido en el desierto y lleno de pánico, encontré unashuellas; las seguí kilómetros y kilómetros bajo el mal-vado sol.

Al anochecer, cerca de unas piedras encontré lashuellas, solas, descansando.

MOMIA

Recuerdo cuando aprendí a encontrar en mí el princi-pio de la vida; lo esencial, me fui deshaciendo de todo,comía cada día menos, me movía cada día menos,respiraba menos... todos pensaron: «Ha muerto.»

Aún creen que estoy muerto esos ignorantes turis-tas del museo metropolitano. iiiYO muerto!!! ...unamomia egipcia que ha vivido tanto y seguiré.

CHIQUILLADAS

En su lecho de muerte, aquella pobre, pobrísima an-ciana; ya que no tenía otra cosa, decidió dejar la heren-cia a sus ochos hambrientos hijitos: su alma.

A uno de ellos le tocó esa minúscula partecita crimi-nal que tiene toda alma. Desde entonces, para poder

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comer, jatraca a los adinerados asesinándolos sin nin-gún miramiento!

MA TEMA TICAS DEL PROLETARIADO

Deudas, hambre decepcionada; a fin de suicidarse, selanzó del último piso del edificio cívico.

Desviada por problema de vectores, viento, peso dela angustia, forma del vestido, largo del cabello. ..cayósobre la cabeza de un rico hacendado, quien murió.

La maltrecha mujer recibió grandes bonificaciones,en secreto. El heredero venía envenenando al viejo sinéxito.

VENDEDOR

Fue tan sencillo: llegó a vender una Biblia a ese apar-tamento, sin saber que no había nadie, se fue despuésde tocar el timbre el cual hizo un corto circuito queincendió los treinta y dos pisos; parece que perecieronunas 45 personas, nos cuentan.

DE DUENDES

Los duendes y fantasmas suelen salir mucho en loscarnavales; y en realidad salen cientos de ellos. Pero esfácil reconocerlos en los bailes; no hay nadie bajo susdisfraces; no se les ven los ojos, y casi siempre usanzapatos muy oscuros.

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«DELFINA»

Pasados diez años, noté que mi apartamento tenía unacolumna más que los otros del edificio.

Investigué, rompí, cayó un cadáver; no dije nada ala policía.

Ahora tengo ocho columnas más, sólo hay queponerlas equidistantes.

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La tercera alusión

W ALTER FERNANDEZ EMILIANI*

«Durante toda tu vida no has hecho cosa distinta a...equivocarte.» La frase había sido pronunciada haciadentro, al fondo mismo de la anciana. A él se le antojóque hablaba para sí misma, mientras las puertas delascensor se cerraban herméticas a la posibilidad deuna respuesta.

Después de la visita habían permanecido en unextraño silencio el uno alIado del otro frente al ascen-sor, y fue sólo cuando quedaron cara a cara y ella lomiró desde lo más íntimo y resignado de sus pupilas detía solterona con que le había contemplado de niño,que vaciló la fracción de un segundo y fue suficiente

..Barranquilla, 1945. Administrador de empresas. Ha obtenidodiversos galardones en concursos de cuentos de la universidades deCartagena, Sur de Colombia (Neiva) y Metropolitana (Barranquilla).También ganó un primer lugar en el Concurso de poesía CerveceríaAguila en 1986. Tiene en prensa su libro de cuentos Secreto rostro, yactualmente está trabajando en su novela El secreto de Peggi. Su cuentoUna historia de amor y sus fantasmas (1982) aparece en el libro Manojode sueños, del Concurso Nacional Metropolitano de Cuento, 1978-1995.

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para quedarse sembrado en su sitio, mientras el eleva-dor iniciaba el descenso al fondo de la frase.

La percepción cinematográfica de la escena habríabastado a su sensibilidad de diletante, de no ser por eltic nervioso que le forzó a sacarse las gafas y presionarsecon el índice y el pulgar el párpado derecho en típicaactitud reflexiva.

Ahora, a la distancia de sus recuerdos, ella habíaterminado por representar el único lazo afectivo que leunía al mundo de su infancia y más tarde al de suadolescencia,; a su condición de exiliado de un mundoque nunca le había sido pródigo en afectos por eltríptico desolado y distante de sus tías, para quieneslos orígenes que determinaron su orfandad, marcarontambién su destino de seminarista.

Fue por esto que una mañana concluidos sus estu-dios secundarios lo vieron marchar con secreta com-placencia -no exenta de alivio- rumbo a la capital.

Ahora, lejos de los altos muros de cal del caserón desu infancia, a la distancia de su pubertad acodada albarandal de cemento, su orfandad, prendida a la nos-talgia, arrastrada por las calles, presente en los altospilares de las mansiones antiguas del exclusivo y viejobarrio del Prado, en los frisos repetidos de las azoteas,su mirada atisbadora de ventanas abiertas a la curiosi-dad peatonal y las puertas señoriales, centinelas desombras, y la penumbra abigarrada y decadente de lasestancias y el caoba del mobiliario patinado por ellustre escrupuloso y cotidiano de manos acuciosas,adiestradas por la rutina del polvo y los recuerdos.

Muchas veces, de manera inadvertida había pene-trado el aire congelado de las salas, se había solazado

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en las mecedoras vienesas y en los vitrales a contraluzque el capricho prepotente de un bisabuelo habíaencargado a algún lugar remoto. La limpia arquitectu-ra de las casas cobijadas a la sombra del paraguasflorecido de las acacias adormecidas por un sol demedia tarde contra las fachadas limpias y remozadaspor la caseína y la terquedad enseñoreada de la descen-dencia.

Fue para entonces cuando ellas llegaron a instalarsea la ciudad en los cómodos apartamentos de un nuevoedificio, ahora, cuando los años habían cristalizado elrecuerdo, llegaban a invadir su distancia, ahora, cuan-do las miraba a través del espejo empañado que leseparaba de su adolescencia y las presentía tan sólo enel aire congelado del viejo caserón socavado por lasbrisas del mar, mientras tejían en silencio su mortaja desueños frustrados y olvido. Pero allí estaban ahora,presentes, etemizadas en sus vestidos de florecitasnegras y discreta coquetería de encajes, apergaminadas,con la aristócrata languidez del tiempo, sabias en suaislamiento, con la ácida sabiduría de la historia apren-dida a través del velillo atisbador del ventanal cerrado.Tal vez por esto habían abandonado su casa solariegaen la ciudad vecina, cuando las familias de bien sehabían ido disolviendo en la secuencia de las genera-ciones y los lunares antiguos de parientes y vecinos sediluían estériles en sus comadreos vespertinos, en losrezagos de un círculo social cada vez más estrecho,donde ya no importaba esforzarse en mantener laapariencia de las formas, y el aire descompuesto demejores días se hacía más denso en las estancias, en lascortinas de terciopelo rojo decoloradas por el resplan-

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dor de soles reverberantes y la sal de la bahía.Sus sentimientos hacia ellas, mezcla de resenti-

miento y afectos encontrados, no demoraron en mani-festarse en sus esporádicas pero puntuales visitas enlas fechas claves y justificantes de onomásticos, en losarreglos de rosas que antecedían su presencia.

Sólo ella permanecía en la sala hasta el final de lavisita, sólo ella, con el mismo sentimiento de lástima ypenitente afecto de beata, ella -la más débil decarácter- la que le había manifestado de niño unafecto reservado y vergonzante frente a la intoleranciade las otras.

En un principio, la noticia de sus tías ya instaladasen la ciudad donde él había sosegado su vida desorde-nada de bohemia y de universitario provinciano yescondido de ellas su condición de desertor a su desti-no sacerdotal, no despertó en él cosa distinta a sucuriosidad. Fue más tarde cuando se hicieron másfrecuentes sus visitas, que comprendió -atrapado yaen su soledad- que no había logrado superar losfantasmas de su niñez y sin embargo, él, esa mañana-como tantas otras- había encargado rosas en el cum-pleaños de la tía evasiva, la que nunca recibía susvisitas, a la que adivinaba en su aposento sentada alborde de la cama, esperando los efectos de la escobaque habían colocado al revés en un rincón del cuarto yque él con su obstinada presencia parecía desafiar. Lapresentía con la misma actitud de dignidad y despre-cio con la que le había mirado una tarde en que habíaninterceptado su correspondencia y violado las confi-dencias de un camarada existencialista, con referen-cias mordaces a la beatitud histérica de las tres.

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Había sido suficiente para que la indignación dierapaso al silencio cerrado que cayó sobre él y que eldesengaño que había ido tomando forma de resenti-miento desde su llegada de la capital con la noticia dela deserción a su supuesta vocación sacerdotal -y laelección más tarde de una profesión liberal- tomaracuerpo en la resolución de una sentencia que no seharía esperar con el destierro del núcleo familiar y lacerteza de que habían puesto punto final a su misiónredentora.

Esa tarde había recorrido el malecón contemplandocon mirada distraída a los bañistas en la playa. Un añoen la capital había bastado para hacerlo sentir unextraño a su regreso

El calorcillo reconfortante de una taza de café en ElCisne o cualquier otro tertuliadero nadaísta en lasheladas noches capitalinas, recrudecían su disnea cró-nica y el desasosiego por los afectos recién descubier-tos en un universo de buhardillas y desenfados adoles-centes.

Cuando cruzó el umbral de la puerta sin presentir elescándalo y el estupor provocado por la imprevisióndel acucioso corresponsal capitalino, un silencio cerra-do de viernes santo cubría con dignidad fúnebre cadamueble y cada objeto de la sala.

Tres sombras rígidas y verticales, cerradas en sumutismo, precedían calle de hielo hacia las escaleras.

-Tu tío quiere hablarte -fue la dura respuesta a sumirada limpia de cervatillo desconcertado.

El tío solterón y tarambana s llamado a cubrir laemergencia, esperaba en el cuarto repasando su incó-modo rol justiciero.

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La carta incinerada en el aguamanil, fue aludida ensus párrafos más comprometedores con una exactitudde cosa trajinada.

La amonestación debía ser un diálogo de hombre ahombre y el resultado irremediable:

-Tienes que irte -dijo el tío.La sensación de desamparo y vacío que experimen-

tó entonces rumbo a un destino incierto, fue cediendoa un suspiro de alivio y a un Íntimo sentimiento deliberación, cuando las circunstancias y sucesos que seirían dando a.su alrededor y afianzándolo en los pri-meros pasos de su ejercicio profesional, le harían miraren perspectiva y desenfado no exento de nostalgia losfantasma enlutados de su nmez que habían quedadoatrás.

Pero los sabía presentes, ahora, cuando habían bas-tado los segundos del ascensor descendiendo hasta símismo, ahora sabía por qué a ratos durante la visita lehabía llegado como en sordina la charla de la tía,mientras contemplaba absorto la soledad de las rosasen el jarrón colocado sobre el seibó y la había mirado aella en el silencio penitente de la sala -a la distancia-como a una isla de afecto resignada. Desvió la miradaal portarretrato de plata, repujado en guirnaldas yarabescos, depositado a un extremo del seibó: la foto-grafía sepia restaba medio siglo de estragos al rostro dela tía, la enseñaba de cuerpo entero en un punto muer-to del camino. El abrigo negro y pesado descendiendoa la altura del tobillo, la rigidez y la postura altivaapuntalada en la cartera negra ajustada al antebrazo, elala oscura e inclinada del sombrero. La imagen le erafamiliar. Siempre había llamado su atención la misma

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escena repetida en los films que trataban el tema de lapostguerra: la mujer en medio del sendero mimetizadaa la soledad abúlica del paisaje, a los pastizales colordel trigo seco, el barniz de lejanías y tiempos duros, ladesolación total del barro rojo y reseco del camino.

«Así eran ustedes hace un siglo» -pensó- apar-tando la vista del retrato y como regresando de muylejos. Volvió el rostro hacia ella que aparecía ausente,ajustada a la silla vienesa, cerrada en un silencio próxi-mo a la vigilia.

-Cómo pasa el tiempo volando -dijo ella arre-glándose los pliegues de la falda, sin mirarle y con untono de abandono que no comprometía a la respuesta.

Él se limitó a sonreírle, como concediéndole laoportunidad de redondear su alusión al tiempo.

-El tiempo no perdona -sentenció ella, con títulode cartelera de film mejicano de los cincuenta, mien-tras fijaba la vista en el retrato.

Él se sintió asaltado en la transparencia de susreflexiones y recordó sus cada vez más frecuentesdiálogos con el espejo. Un duendecillo cercano a lacincuentena le rozó con sus pequeñas alas de libélulacuando la tía fijó en él su mirada escrutadora delechuza sabia y presintió entonces inminente la terceraalusión al tiempo.

Sin darle tregua se levantó entonces para despedir-se pretextando la hora.

Cuando salió al aire de la calle, observó en silenciola quinta palaciega de remedo clásico de la acera deenfrente, le llegó el susurro de las palmeras reales deljardín, y sintió por dentro desprenderse las escamas decal del caserón de su infancia.

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Aspiró profundo el aire quieto de la noche y loretuvo un instante, como renovando el espacio enrare-cido que habitan los fantasmas obstinados de su niñez,mientras le alcanzaba distante el eco menguado delipum! neumático del ascensor al cerrarse.

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Un asunto de honor

ANTONIO DEL VALLE RAMÓN*

..El había terminado de leer Papillón. Con mucha pere-za, se levantó de la mecedora y por la ventana le echóun vistazo a la ciudad, que le pareció un rimero decemento y varilla, dispuesto en formas altas y bajaspegado al río. Más allá, el mar. Una línea suave, blancay azul. Vivía en el sexto piso de un edificio de once.Aún seguía en piyama. El reloj de péndulo del come-dor, una reliquia, regalo de su suegra, dio cuatrocampanadas. El apartamento flotaba en el silencio dela tarde del sábado y esto lo extrañó, fue a ver quéhacían sus hijos. Tenía tres: dos hembras y un varón.Empujó la puerta del cuarto de las niñas y los encontró

* Barranquilla, 1949. Profesor e historiador. Finalista en el con-

curso nacional del cuento de la Universidad del Atlántico 1981, conel relato La compatriota Sara. Segundo puesto en el Concursodepartamental de cuento Jorge Artel con La prueba de tu amor,Barranquilla, 1987, y con este mismo, el tercer lugar en el Concursoregional y del Caribe de la Universidad de Cartagena~ 1991. Finalistaen el Concurso nacional de cuento Ministerio de Cultura, 1998, con ellibro (inédito) Un asunto de honor, de donde fue tomado este cuento.Tiene inédita la novela La casa de Tócame Roque.

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jugando a siglo, apostando plata. El garito lo teníanmontando en la cama de Angélica.

-Juego -les dijo.Ellos no le prestaron atención, estaban en el comien-

zo de una «mano». Miguelito -que repartía las fichasponiéndolas sobre la sábana, le daba a Angélica. Ella sequedó con tres, después de sumar noventa y cinco.

-Me planto -dijoÉl los miró, esperando la respuesta.-Bueno. ¿sí o qué? -insistió.-Sí -le contestó Diana.Lo desplumaron rápidamente.Se levantó de la cama y les dijo que se iba a bañar. A

ellos les dio lo mismo. Él se metió en el cuarto de baño;allí se preguntó por dónde andaba Maruja, no la habíavisto en todo el día. Abrió la puerta del baño y seasomó.

-Bueno, si su mamá no trabaja hoy, ¿para dóndecojones salió?

Ninguno le contestó.-jHe hecho una pregunta, partida de tahúres!Ellos siguieron en su juego.-Bueno, j¿quieren que me desgañite?!Se acordó de la palabra bola, como la emplean los

mexicanos.-Bueno, bola de desocupados, ¿me quieren decir o

no?No le dijeron. Él se cansó de esperar. Cerró la puerta

del baño y comenzó a enjabonarse. Pensaba en lavecina del quinto piso, en la muchacha dependienta dela videotienda de la esquina. En algunas de sus alum-nas. La cartagenera. Se untaba jabón en sus partes

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nobles y se le vino una erección. «Yo, en éstas», se dijo.De pronto, le tocaron la puerta y la erección cesó.

-¿Quién carajo?-Yo -le dijo amorosamente Maruja.Él se metió bajo el chorro de agua.-¿Qué haces? -le preguntó ella como quien le

pregunta a un niño. Tenía la oreja pegada a la puerta.-Me masturbo.-No seas grosero -le respondió ella.Él le gritó desde el otro lado:-¿En dónde carajo estabas?-Rebuscándome.y se marchó rabiosa para la cocina.Él terminó de bañarse, salió y fué a vestirse. Estando

en el cuarto, ella le dijo desde el vano de la puerta queviniera a comer.

Él sufría de celos imaginarios, por eso le dijo:-Yo como 10 que me gano con el sudor de mis

güevas.No comió, y bajó a la calle dando un portazo. Salió

a reunirse con sus amigos en el bar «La langosta azu!».Pero en el ascensor se encontró con su vecina delquinto piso; ella venía de más arriba. Lo saludó.

-Vecino.-Vecina, ¿de excursión?Ella sonrió preocupada.-Estaba en el octavo. Teresita está mal y el esposo

no ha llegado. ¿Usted sabe dónde queda la farmaciamás próxima?

Él bajó la cabeza para recordar, buscando una porahí cerca.

-Ajá -le dijo, hallándola.

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Llegaron al primer piso.-Espéreme aquí -le dijo a ella.Fué por su Renault 4. Estaba en el parqueadero del

edificio.La invitó a subir y velozmente se enrumbó derecho,

más al norte de la ciudad. Ésta, a las cuatro de la tarde,adquiere el aspecto de casa nueva que le infundió elgringo urbanista en su diseño; las calles eran largospaseos, los parques enormes viveros. Después de ro-dar diez minutos su vecina le dijo:

-¿No está muy lejos esa farmacia?Él no le contestó. Detuvo el automóvil en un lugar

deshabitado de la ciudad. H?bía dejado atrás condo-minios habitacionales de ladrillos rojos y mansionesde esplendorosos jardines. El sol de las cuatro de latarde no demoraría en sangrar en el de las cinco. En susdeseos estaba el impulso del vehículo. Se le acercó; ellase puso en guardia, pero le fue inútil. Él la agarró porlas muñecas, la besó y después le metió las manos entrelas piernas y le arrancó el panty. Aunque ella forcejeó,moviéndose como un gusano, se dejó, con leve resig-nación.

-Así no -repitióÉl no le prestó atención; con calma volvió a encon-

trar el ritmo de su respiración. Miró el descampado sinsigno humano alguno. La soledad se le antojó infinitay sobrecogedora; puso en marcha el auto, y raudo hizootro camino en donde la ciudad se erige en altas ymodernas torres de apartamentos y conjuntos residen-ciales cerrados. Próximos al edificio de sus residencias,la llevó a una farmacia.

-jQué canalla es usted! -le dijo ella albajarse para

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ir a comprar la medicina.En el edificio la acompañó al piso octavo. Pero en-

contraron que otros vecinos habían llevado a Teresitaa la clínica.

-Está grave -le dijo uno del mismo piso.Bajaron envueltos en el mismo silencio grave; en

ella, de reproches, de insultos; en él, de disculpas

torpes.En el primer piso se separaron; ella se fué, ignorán-

dolo. Él se dirigió al Renault, y la alcanzó en la otraacera de la avenida. Esperaba un taxi.

-Suba -le dijo él abriéndole la puerta del vehícu-lo.

Ella se negó, con la cabeza.Detrás de él se había formado una fila de automóvi-

les organizados en una discordia de bocinazos.-No sea pendeja, jsuba! -Ella lo hizo cerrando con

un portazo.-Bueno, ¿dónde queda ese moridero? -le pregun-

tó.Ella lo guió. «Coja derecho, ahora cruce por aquí,

siga derecho. Dé vuelta en la próxima esquina. Detén-gase allí.» Una vieja y maltrecha verja definía lospredios de la enorme y antigua quinta improvisadacomo clínica.

-¿En esa casa de aspecto de sala de velación? -dijoél frenado en la entrada.

La alcanzó en información, luego de salvar ungramado descuidado con un sendero de baldosas ro-tas; y la siguió por pasillos pintados de verde y oloro-sos a formol y a merthiolate.

-Huele a muerte -dijo él.

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-No diga eso, por favor -le reconvino ella.Precedido por la vecina, atravesaron un amplio

recibidor y un patio interior. A Teresita le habían dadouna pieza que daba a un segundo patio, sembrado deplátanos y con plantas enmacetadas. Ella reposaba,con un semblante mejorado, en una cama de hierropintada de verde; había una mesita de luz al pie de lacama, una silla para la visita y un crucifijo que adorna-ba las paredes. Fue necesario traer más sillas, puesmedio edificio desbordaba la pieza; también el espcsoy toda la parentela de la enferma.

-¿Vive? -le preguntó a ella. Él no había podidollegar hasta la cama de T eresita.

Ella no le contestó. T eresita vivía. Había sido un malviento en el costillar izquierdo.

-Falsa alarma -se le acercó él.Ella recogía unas cosas de la enferma. y con una

toalla y dos batas en sus brazos fue a recibir a su esposoque acababa de llegar. Terminó de recoger otras pren-das y se lo presentó.

-Estoy de acuerdo con usted -le dijo a él- tene-mos el mismo gusto.

Ella se llevó al esposo para la puerta, pues, la ira secuajó en el rostro de éste.

-No le prestes atención -le pidió.La pieza empezaba a ser abandonada. Él reconoció

sobre la mesita de luz, el frasco de la medicina que suvecina del quinto piso había comprado en la farmaciapara Teresita. Fue y lo recogió.

Afuera se encontró con Maruja. Lo esperaba dellado derecho del Renault, con aire de bestia enjaulada.El sol se hundía por encima de los tejados de las casas

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señoriales, y su luminosidad última exaltaba la diná-mica y bulliciosa ciudad.

-¿Y ese hocico? -le dijo él mientras abría la puertaque daba al volante del automóvil. Ya sentado, seestiró y abrió la otra para que ella subiera.

-Sube -le dijo, inclinándose y ladeando su cabezahacia la derecha. Regresó su vista al frente con aire de

preocupación.Maruja corrió hacia la acera, paró un taxi y se fué.

Más tarde, con una noche desprendida desde 10 alto, élse presentó al edificio; venía borracho y con una botellade trago para seguir bebiendo. Cuando abría la puertade su apartamento, la vecina del 607, que 10 sintióllegar, le dijo asomada a la puerta del suyo que Marujitase había ido con los niños para donde su mamá.

-¿La mía o la de ella?-La de ella.-Gracias vieja chismosa.La señora le tiró la puerta.Él cerró la de su apartamento y bajó al quinto piso.

El pasillo que 10 llevaba hasta ella le pareció másasfixiante y menos íntimo que las veces anteriores. Sinembargo, tocó en la puerta de su vecina. Él oyó que laindiscreción hizo girar las cerraduras de las puertas delos otros apartamentos de ese piso para abrirse.

Ella le abrió.-Por favor, váyase.Él la miró y se bamboleó un poco. Tuvo que soste-

nerse en la pared. La botella de trago casi se le cae.-Vengo a hablar con tu esposo.Éste se asomó, abriendo más la puerta. Estaba sin

camisa.

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-Vengo a pedirte para mí, la mano de tu esposa -

le dijo.El tipo tenía la figura de un boxeador; tórax ancho y

brazos largos y gruesos. Lo golpeó dos veces en la caratirándolo al piso; allí lo pateó al estómago y en losriñones. Él, como pudo, se defendió de algunos punta-piés, pero recibió muchos. Su vecina dando gritos, lepedía al marido que no lo golpeara más.

-j Ya déjalo, por amor a Dios!y sacando fuerzas de donde no tenía arrastró al

marido al apartamento, lo metió y cerró la puerta.Él quedó tendido en el piso con la nariz y el arco

superciliar izquierdo rotos. Lp soledad del pasillo agra-vaba la situación, la hacía más hostil. Los vecinos de esepiso lo ayudaron a levantarse. Le pedían que se fueraa dormir, que estaba muy borracho. Él se limpió lasangre de la nariz y la que le corría por el ojo. Pidió labotella de aguardiente, se la alcanzaron, bebió untrago, y dejó vagar la mirada por los rostros de losdomiciliados.

-Me vaya casar con ella -les dijo, señalando parala puerta del apartamento de la mujer- y quedaninvitados -volvió atacar.

Se mecía delante de la puerta, con la botella abraza-da a su pecho. Adentro se oían los gritos de ella.

Los vecinos huyeron, encerrándose. Solamente unose había quedado con él. El señor tenía cara de soño-liento, estaba en piJama y llevaba gafas. Trataba dehacerla entrar en razón. «Lo veo como un hijo mayor»,le decía. Él miró con su cara tumefacta, de borrachofeliz.

-Usted lo coge por los brazos y yo le pego un

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botellazo -le propuso al señor- y me ayuda a raptár-mela. ¿Estamos?

Él persistió en los toques. Con el casco de la botellagolpeó en la puerta.

El señor insistía con él, se le notaba dulzura y miedoen sus palabras.

Una señora canosa, de vientre abultado, desde elvano de la puerta de su apartamento llamaba al señorcon voz temerosa.

-Ven Marcelino, eso no es contigo.El señor le hizo una seña con la mano derecha de ql,le

iba.-Evite una desgracia, mijo -le decía a élSin embargo 10 cortó para decirle:-Usted va a ser mi padrino de matrimonio. ¿De

acuerdo?La puerta se abrió con violencia, tras el grito deses-

perado de la mujer de «no vayas a hacerlo.» Tanto élcomo el viejo fueron a dar al piso. El marido los tumbóa ambos. Tenía un bate en las manos, y a él lo golpeó enla cabeza varias veces, dejándolo inmóvil en un charcode sangre. La señora canosa, horrorizada levantó a suesposo del piso y echándole llave a la puerta murmu-raba:

-No Dios mío, no.La policía llegó y empezó a hacerles preguntas a

todos en el edificio. El vecino que la llamó fue interro-

gado:-Un asunto de honor -dijo.-Cachos -dijo el oficial al mando de la patrulla.

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