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Memorias de la mar A seis años de Puerto Colombia A los 19 años no conocía el mar. Estudiaba tercer semestre de sociología en la Universidad Santo Tomás y unos amigos me contaron que habría un congreso de sociología en la Universidad del Atlántico. Al comienzo, novato en muchos aspectos de la vida del sociólogo y de los congresos anuales por aquí y por allá, no me interesó mucho la idea. En la facultad empezó a crearse un ambiente lleno de murmullo, anticipando las calles de Barranquilla, sus pieles mulatas y el sol dantesco y el aire atocinado. En ese ir y venir de murmullos por aquí y por allá, ya cansado de tanto plan y tanto Congreso de Sociología, le pregunté a Lina, una amiga de la facultad, de qué se trataba el asunto. Me contó los detalles, cada año se realiza un congreso de Sociología en un lugar determinado de Colombia acordado al final de cada encuentro, en esta ocasión fue Barranquilla la

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Memorias de la mar

A seis años de Puerto Colombia

A los 19 años no conocía el mar. Estudiaba tercer semestre de sociología en la Universidad Santo Tomás y unos amigos me contaron que habría un congreso de sociología en la Universidad del Atlántico. Al comienzo, novato en muchos aspectos de la vida del sociólogo y de los congresos anuales por aquí y por allá, no me interesó mucho la idea. En la facultad empezó a crearse un ambiente lleno de murmullo, anticipando las calles de Barranquilla, sus pieles mulatas y el sol dantesco y el aire atocinado. En ese ir y venir de murmullos por aquí y por allá, ya cansado de tanto plan y tanto Congreso de Sociología, le pregunté a Lina, una amiga de la facultad, de qué se trataba el asunto. Me contó los detalles, cada año se realiza un congreso de Sociología en un lugar determinado de Colombia acordado al final de cada encuentro, en esta ocasión fue Barranquilla la seleccionada. Había plazo hasta agosto de enviar ponencia, por entonces ya era octubre, y ya todos los preparativos estaban hechos y los ponentes seleccionados.

En ese entonces para mí no significaba nada un congreso. ¿Para qué un congreso? Pero poco a poco fui leyendo el espíritu de la época. Estos congresos son una plataforma para viajar, para conocer otras culturas, otros universos, para reconocernos en la alteridad. De

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dicho modo, aun en mi ignorancia, un fuerte asomo de mar y playa golpeó a mi estómago y un suspiro rebotó de mis tripas. La Mer. Debussy flotando en medio del grupo de cuerdas en un movimiento ondulatorio. Sol, playa, arena, brisa. Las imágenes que el mundo ofrece sobre el mar son siempre de carácter épico, heroico, fantástico, casi que el mar es un ícono de ficción, las infinitas posibilidades del devenir. Desde Relato de un náufrago hasta Alfonsina Storni y su camino hacia el mar, el océano ha sido la inspiración de poetas, viajeros, locos, aventureros y suicidas. Casi que el mar es el origen y el fin de las especies, la fuente de la vida que cuando enfurece reclama para sí la vida de millones, así como el día en que el Tsunami de Sumatra diezmó la costa de Sir Lanka en un menos de lo que canta un gallo. Cómo no desear el mar si toda la vida siempre estuvo gritándome en las tripas que lo tocara con mi cuerpo, que lo saboreara, que lo oteara todo un día hasta bañarme en su infinita oquedad.

Entonces dije: sí claro, ¡Barranquilla! ¿Pero con qué plata? En ese entonces ahorraba y aguantaba hambre para poder conseguiré mis deseos más preciados. Así, de hambre en gastritis y de gastritis en úlcera, ahorré casi todo el dinero para comprarme un fabuloso Cello. Ya tenía un violín, pero quería un Cello, un capricho que quizás nació cuando escuchaba Apocalíptica o cuando Yo YoMa interpretaba las suites para violoncelo de Bach. Qué delicia un Cello. Y así, un poco muerto de hambre, porque no podía conseguir dinero de otra manera, un día llegué a una tienda que lastimosamente este año desapareció, su nombre era Punto Azul. El violín lo había comprado en La tienda de los músicos, en un pequeño local por la séptima con 58. Punto Azul quedaba cerca de la séptima con 60, muy cerca de aquél lugar donde compré el Cello.

Siempre que uno entra a una tienda de música está obligado a quedar absorto en medio de todos los juguetes que se asoman a la vista. Es casi imposible dejar de ver las guitarras Yamaha, las guitarras Fenderstratocaster, los bajos fretless, las trompetas Prestini, los violines Cremona. Es un paraíso al que uno desearía entrar, pero el dinero es la puerta que separa al músico de su obra. Yo ahorré hasta entonces la suma de 650 mil pesos, fruto de una rutina anoréxica que clamaba el sonido retumbante de un Cello. Cuando vi el Cello quedé enamorado, aunque al no conocer mucho sobre la materia luego me llevé una decepción. Quizás los Cellos sean como algunas mujeres, que a primera vista están repletas de brillo y de una textura que se parece al durazno, pero al escucharlas su voz es apagada y no tienen mucho que decir. Escuché el Cello pero no me dejaron tocarlo mucho, así que me lo llevé sin probarlo. Era un Cello Palatino 4/4 de estudio con sello de fabricación china. Para ser un instrumento de estudio, es decir para principiantes, no estaba nada mal, aunque hay que tener en cuenta mi apreciación de amateur en el asunto. Nunca he tenido un instrumento musical de talante en mi poder, aunque sí he tenido la oportunidad de tocar algunos. Por entonces no tenía mucha experiencia al respecto, al comenzar a tratar de sacar algunas notas, las cosas no andaban bien. Sonaba como cansado, un poco enfermo. Una Contrabajista llamada Fernanda Agreda me dice que no importa el instrumento sino el músico, pero en este caso, realmente el instrumento tenía un dejo sordo que no permitía la fluidez de su sonido. Algo andaba mal.

Primero pensé que eran las cuerdas. Las cambié por unas Pirastro, las mejores cuerdas para casi cualquier instrumento de cuerda. Pero el cambio no dio efecto. Creo que la belleza exterior de ese instrumento era una especie de engaño. Quizás soy muy exigente, pues escasamente es un instrumento de estudio. Pero así como el odontólogo no va a sacar muelas

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con fresas “de estudio”, o así como el abogado no va a defender un proceso con “códigos de estudio”, no debería existir esa categoría de instrumentos de estudio. Es como una especie de oportunidad clasista para los menos privilegiados en términos económicos. Van Gogh se preocupaba por encontrar los mejores pigmentos, pinturas que a expensas de su hermano Theo, ponían la economía de los dos hermanos en dificultad. Considero que debería haber instrumentos musicales, y que si bien hay que aceptar que en todo conjunto existe lo bueno y lo malo, no debería existir esa categoría de instrumentos de estudio, que no es más que una categoría eufemística para no decir: “instrumentos chinos o de baja calidad”. Pero los hay, y yo compré uno, y bien hermoso que si lucía a la vista.

Pero no sonaba bien. Duré estudiando el cello con el método de Dotzauer durante unos 5 meses, pero mi espalda no soportó el entrenamiento. Con el violín pude adaptarme al dolor de hombro que me causaba en un lapso de tres meses. Pero con el Cello fue imposible, renuncié al instrumento con cierta frustración. William Blake dice que “si el tonto persiste en su tontería se convertiría en un sabio”, pero William Blake nunca supo que en Bogotá vendían instrumentos chinos que se ven bellos pero suenan horrible y dañan la espalda de quien los ejecuta.

Justo cuando un mar de voces en la facultad planeaba hospedaje aquí, hospedaje allá, dinero de transportes, gastos de alimentación, carpas, ropa y todas las necesidades de un viaje, yo, en mi desespero por conseguir el dinero para viajar a Barranquilla, empeñé el Cello.

Era la primera vez que empeñaba un instrumento, y no sería por mucho la primera vez. Lina, o como se llame (le decían la hija perdida de Lucumí, porque era muy parecida a una maestra negra que gritaba a los estudiantes y los hacía sentir humillados), estaba recogiendo el dinero para pagar un bus que había contratado para los estudiantes de la facultad. Valía 60mil pesos el pasaje de ida. Realmente soy un poco desordenado en los temas económicos, y no pienso mucho en calcular lo que el futuro deparará. Solo pensé muy emocionado en la oportunidad que se me presentaba en mi cara de conocer el mar, La mer, el océano, el fin del mundo,¡qué poético sonaba todo! Ya que mi cello no sonaba, quería visitar el océano atlántico y escuchar esa gran sinfonía que Poseidón canta día y noche sin cesar, y para ello, tenía que hacer un cambalache en una de esas tiendas de compra y venta donde es muy difundido el mito de que estafan a la gente. Y el mito no se equivoca. La usura es la fuente de vida de esos lugares. En ese entonces, no sé cómo ni por qué razón el prestamista me dio 300 mil pesos por el Cello. A nadie le darían esa suma como préstamo, aunque en realidad no es un préstamo, es un pacto de retroventa, uno más de esos eufemismos con el cuál este mundo no podría funcionar y que significa: un préstamo con usura del 10% mensual. Eso quiere decir que por cada mes, la suma para adquirir de nuevo el Cello aumentaba el 10% de su valor, o sea 30 mil pesos. Es decir que a lo largo de 10 meses el Cello costaría los 300mil pesos que me prestaron más otros 300mil pesos de intereses. ¡Es el colmo de la estafa! Pero sin este tipo de estafas, la humanidad no podría conocer el mar.

Mi cabeza solo funcionaba en términos acuáticos. Si, acuáticos, tan fluidos y caóticos que no pensaba a futuro cómo pagaría la deuda del Cello. Yo solo me imaginaba trotando por una playa llena de arena, respirando la brisa en medio de la ebriedad y la ensoñación. Pero qué va, ya tenía que pagarle el pasaje a Lina, o como se llame, la hija perdida de Lucumí, la negrita

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esa que de puro afán despertó mi ansia de viajar. Todo fue muy repentino, realmente yo solo soñaba ir al mar, pero fue en una epifanía en la que todo comenzó a funcionar: los mechas y Geraldine dijeron que se iban de una y que si yo me les pegaba. Yo les dije en un esfuerzo dubitativo de 5 segundos: ¡de una! ¡Quién dijo miedo! Y así fue cuando me dijeron a quién tocaba pagarle la plata, a Lina, a la negrita, a la hija perdida de Lucumí esa, la busqué, le di los 60 mil pesos de los transportes, o sea dos cuotas de la casa de compra venta, y corra para la casa a alistar maletas, y que mamá me voy para Barranquilla, y que cómo así, y que con qué plata se va, y que a mi no me pidió permiso, y que cuál permiso mamá yo ya estoy muy grande para andar con permisos, y que qué tal este atrevido, que cual viaje, que cual mar, que cuales chicas en bikini mostrando sus grandes caderas en medio del sol, y que de dónde sacó la plata, y que no mamá présteme 100, présteme 50, présteme lo que sea ( obviamente no le iba a decir que empeñé el Cello) y que ay dios, este a qué horas se nos enloqueció, mire papito vamos en diciembre, ahorramos, y yo que cuál ahorramos ni que nada me voy, es una decisión. Y realmente era una decisión, yo iba a ver el mar por encima de lo que fuera. Las decisiones van más allá de la lógica y la razón, están impregnadas por un rayo luminoso de locura que concentra los deseos más profundos. Pero mi mamá no entendía eso y hacía lo imposible por destruir psicológicamente mi decisión. Pero nada puede contra las decisiones, ni una madre ni una hija perdida de Lucumí ni un viejo usurero de una compraventa ni un Cello de estudio chino que rompe la espalda que William Blake jamás soñó pudiera existir.

Mi madre no pudo más que prestarme más dinero para mi expedición y asumir que su hijo se aventuraba a quién sabe dónde. Ya no le importó nada, ni dónde me hospedaría ni nada, al parecer para ella yo nunca regresaría, y se encomendó a la virgen María de quien tanto es devota para que me protegiera en todo mal y peligro. Empaqué mi ropa, un cuaderno, comida para el bus que se demoraría en llegar 21 horas hasta Barranquilla y un esfero. Mi propósito era escribir todas mis impresiones del viaje, aunque realmente creo que no sirvió de nada, porque cuando uno viaja lo menos importante es escribir, la vida habla tan rápido y tantos acontecimientos ocurren que la escritura se vuelve algo a posteriori, como los cantos de Telémaco en la Ilíada que guardaba Homero después de la batalla, el diario de Anna Frank escrito por una joven que escribía noche tras noche lo ocurrido tras la ocupación Alemana, los diarios de Motocicleta de Ernesto Guevara escritos escupiendo sangre en la nieve tras los duros ataques de asma que retorcían sus pulmones, o las memorias de Ezra Pound resaltando las lluvias y aconteceres de las fatídicas jornadas de balas atravesando los cielos italianos. Pero definitivamente yo no era ni un Pound, ni un Homero, era un estudiante de sociología con la espalda doliente por un Cello chino que no sonaba bien, hambriento, tratando de recuperar el peso a costa de cualquier hamburguesa que se me atravesara en el camino y con ganas de conocer el mundo, con un esfero que no le serviría para nada.

El viaje empezó en el terminal de Bogotá a las 2 de la tarde de un Domingo. Nos esperaban 21 horas de viaje por carretera si las condiciones eran óptimas. Había aire acondicionado en el bus, que con el frío bogotano no se sentía. Era un bus comercial de Berlinas Delfonce que Lina, si, la misma, la hija perdida de Lucumí, había contratado para la facultad. Sin embargo, se subieron algunos desconocidos. Resulta que la empresa había llenado los espacios sobrantes con turistas y viajeros que estaban en el terminal. Los pobres turistas nunca imaginaron la nube de marihuana que se aproximaba. Tampoco presintieron de qué se trataba tanta alharaca ni tanto misterio con una botella de agua que flotaba de aquí

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para allá. Nunca imaginaron la parranda que se avecinaba, ni las vomitadas, ni el guepajé ni el uyquéchimbaparce. Así transcurrió toda la jornada en medio del jolgorio y la algazara. El ayudante del bus tuvo que pedir dos veces en el recorrido que nos sentáramos y nos comportáramos, pero ya era muy tarde, había varios borrachos en el corredor del bus. Yo me tomé mis buenos tragos y visitaba con frecuencia el baño para orinar y para averiguar en la única ventana que había hacia el exterior si ya estábamos en tierra caliente, pero mis cálculos eran siempre erróneos, pues se sentía un poco de calor pero el aire acondicionado del bus atenuaba el calor.

A las 12 de la noche, cuando ya la borrachera nos mandó a descansar y los turistas y desconocidos se querían pegar un tiro, el mozo del bus puso una película. Lo que nadie se esperaba es que fuera una película pornográfica. La equivocación del mozo dio para otra media hora de risas y carcajadas, pues en verdad no se dio cuenta y pasaron como 5 minutos de misioneros y felaciones. Luego el mozo salió de la cabina, vio nuestras risotadas, miró la pantalla y quedó perplejo y sonrojado.

Yo no pude dormir. El motor del bus, el frío tan terrible del aire acondicionado y la expectativa de conocer el mar se mezclaron y me causaron insomnio. Hay que llevar cobijas cuando se viaja en un bus. Más o menos a las 7 de la mañana me desperté y la vegetación había cambiado radicalmente. Ya no se veían los típicos árboles de la carretera cundiboyacence, o las montañas majestuosas de la cordillera. Estábamos en la sabana amarilla y repleta de árboles que no había visto antes. Una hora de árboles sabaneros de la costa, pero hacía frío dentro del bus. No lo entendía, pues al tiempo, afuera había neblina a esa hora. Cuando se despejó la niebla, se veía la sabana en todo su esplendor. Estábamos en el norte de Colombia.

Traté de conciliar el sueño otro rato sin éxito. Al abrir de nuevo los ojos, estábamos atravesando el Puente de Pumarejo, un increíble pasaje que conduce de Santa Marta a Barranquilla, en medio de las aguas cenagosas del mar. Cuando vi ese espectáculo, quedé sorprendido y despierto. Después de algunas horas llegamos por fin de una vez por todas a Barranquilla.

Llegamos el Domingo a la 1 de la tarde, lo que significa que el viaje duró 23 horas. Mi trasero reclamaba un descanso, pues el cóccix no fue diseñado evolutivamente para permanecer en un asiento durante tanto tiempo. No me imagino el cóccix de un taxista o de una secretaria, aunque pensándolo bien estas profesiones tienen descansos. Pero encerrado en un bus, ¡qué descanso va a haber?

Pasamos por la avenida principal del metropolitano, el gran estadio del Deportivo Junior. Al parecer aquél día se avecinaba una fecha de la liga colombiana de fútbol, aunque como bien he repetido, mi obsesión con el mar obnubilaba cualquier noticia que aconteciera en la vida pública. Alisté mi maleta y me dispuse a bajar del bus, quería respirar cuanto antes esa maravillosa brisa de la costa. Me acerqué a las escaleras del bus, di mis primeros pasos para llegar a la superficie de ese planeta extraño, y por un momento sentí que me iba a desmayar. ¡Qué calor tan miserable! ¡No podía respirar! Después de 23 horas de aire acondicionado congelador, respirar ese aire dionisiaco era como un veneno para mis pulmones, no podía creer que en la tierra pudiera hacer tanto calor. Tuve que sentarme por un

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momento. Recordé la altura, la presión atmosférica, los desmayos de quienes visitan Cafarnaúm o La Paz, pensé que había llegado a las profundidades del Averno. “En Barranquilla me quedo” era una mentira de canción, apenas di mis primeros pasos me quería devolver a Bogotá.

Los Mechas (es decir Cristian y Camilo), Geraldín y yo, tomamos un taxi y le dijimos que nos llevara a un hotel barato al centro de la ciudad. Lo peor que uno puede hacer como turista es llegar al centro de una ciudad, pues realmente ninguna ciudad tiene el mismo centro, y lo que puede ser el centro en Buenos Aires, puede ser perfectamente Sibaté en Bogotá. El centro es un punto arbitrario que solo los propios habitantes son capaces de reconocer. Como cachaco me imaginaba el centro de Barranquilla como el centro de Bogotá, o de Cali, o de Ibagué, o de Guatavita, pero el centro de Barranquilla es un laberinto lleno de recovecos y pasajes extraños, era como llegar a Macondo en medio de la algarabía de los Melquiades, los Aurelianos y los Moscote.Frutas por aquí y por allá, pescados mirando al vacío, sudores caudalosos navegando las frentes y las espaldas, la pintura de los balaustres carcomida por la pátina del tiempo;blancos, negros, mulatos, zambos, indios, altos, bajitos, la mescolanza más variopinta y los especímenes más mestizos ocupando el calor demencial de la ciudad.

Un recuerdo notable es la arquitectura marcada por el tono religioso, en Barranquilla hay muchos mormones y protestantes. Aunque en Bogotá hay cierta explosión pentecostalista, en Barranquilla se pueden ver pastores protestantes por aquí y por allá con facilidad. Casi que la cultura profética de los protestantes es un lenguaje propio, que tiene sus propias palabras, su propio acento, su propio código, y en Barranquilla la cultura teológica y la escatología se asoman por cualquier lado que se le mire.

Colombia definitivamente no conserva una unidad nacional. La ilusión de la patria es un sueño centralista que la hegemonía Bogotana monopolizó a su arbitrariedad. Y eso lo podía notar en cada costeño, en su acento tan lejano, casi que no se les entendía nada, su fuerza y espontaneidad aún no ha sido gobernada por la racionalidad ni los sueños progresistas centralistas. Los costeños definitivamente son un millón de veces más libres que los bogotanos. Pareciera esto una mirada exotista de un cachaco perdido en el bamboleo rutinario del comercio matutino, pero es más bien la contemplación de un universo acalorado que se me abría a los ojos y sobre todo, a la piel. Ahora entiendo por qué le dicen a Bogotá La Nevera, si es que Barranquilla es El Caldero. Dos trópicos, dos naciones unidas bajo una sola bandera. Apenas estaba saboreando ese plato difícil de masticar llamado Colombia, jamás pensé que Colombia fuera tan grande y complicada.

Había llegado a Macondo. El taxista nos dejó en un hotel llamado Los Ángeles. Negociamos con el dueño del hotel, un bogotano que vivía en Barranquilla y que tenía un acento bastante particular. Nos cobró 60 mil por la semana que nos quedaríamos, fue una ganga. Aunque, es verdad, luego de llegar al lugar supimos que no estábamos ubicados en el lugar más turístico de Barranquilla, era como haber llegado a la 19 con Caracas, pero para mí eso era la menor preocupación. Realmente no tengo reticencias con la pobreza o la riqueza, para mí da lo mismo vivir arriba o abajo, de hecho estar más allá de las limitaciones de un plan turístico me permitía conocer Barranquilla desde un punto de vista más directo, sin intermediarios ni mapas, ni rutas de museos ni lugares “oficiales”. Yo conocí al Barranquillero

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de a pie, ese sujeto lleno de energía y sabor que cualquier plan turístico podría aniquilar. Para mí lo realmente preocupante era el calor tan abismal, pensé que el infierno era una propiedad ultraterrenal, pero el infierno nos sacaba en esta vida terrenal minuto a minuto, sudor a sudor, gota a gota, el 70% de agua que supuestamente compone el organismo humano. Mis glándulas sudoríparas nunca habían trabajado tanto en su vida, parecía que la canícula llenaba de radiación todos los espacios, todos los rincones. Limpiar la frente es una costumbre obligada para cualquier ciudadano Barranquillero y yo apenas estaba aprendiendo a hacerlo a la fuerza.

Lo primero que hicimos fue almorzar. Después de seis años es difícil recordar esos detalles, pero creo que comimos una especie de mute que no estaba nada mal. Después de almorzar, en medio del afán de conocer el mar, planeamos ir al terminal y tomar un bus hasta Puerto Colombia, un municipio a las afueras de Barranquilla donde hay playas, sol, brisa y mar. ¿Puerto Colombia? ¿Pero acaso Barranquilla no tiene mar? Pues ¡Oh sorpresa! ¡Barranquilla no tiene mar! Qué ignorancia la mía. Aunque no es que no tenga mar, es que no tiene playa. Hay un lugar llamado Las Flores donde El rio Magdalena desemboca al Atlántico, pero es un lugar lleno de navíos industriales. Así que bueno, ya salido de la ignorancia, nos fuimos para el terminal a comprar los pasajes. Pero quizás este viaje no había sido lo más ideal ni romántico que yo había esperado. Ahora sabrán por qué.

Cristian, uno de Los mechas, llevaba una camiseta verde. Luego de que compramos los pasajes para Puerto Colombia, nos sentamos a esperar la ruta. De un momento a otro, aparecieron dos hombres que caminaban por el corredor mirándonos agresivamente, directo a los ojos esculcando nuestra alma. La primera vez podría decirse que era natural, pues durante todo el día siempre que pasábamos por un lugar nos miraban como foráneos, quizás nuestra apariencia o nuestro aire revelaba de inmediato nuestra presencia extranjera, quizás fueron mis chanclas con medias o nuestros cabellos largos y nuestras camisetas extrañas lo que no disimulaba nuestra otredad. Los dos hombres pasaron una vez más. Pasaron otro par de veces, como exhibiéndose, como avisándonos de la catástrofe. Todos ya sabían de qué se trataba el asunto menos yo, que estaba en las nubes pensando en que no quedaban muchos minutos para conocer el mar. ¿Serán ladrones? Pensaba yo. Hasta que Geraldine se asomó a mi oído y me dijo: son Barras Bravas. Cuando ella pronunció esas palabras, pasaron mágicamente de nuevo los dos hombres y se quitaron la camiseta negra que llevaban puesta, mostrando la que llevaban inmediatamente debajo y que decía: “Los cuervos” ¿Los cuervos? Me preguntaba yo, ¿es que así se llama un equipo de fútbol local o algo así? ¡No pendejo! Son las barras Bravas del Junior. ¿Las barras bravas de Junior? ¿Acaso esos equipos tienen barras bravas? Carajo, ¡que ignorancia la mía! Y bueno, casi que pago con sangre mi ignorancia, porque lo que realmente estaba pasando era peligroso y yo no había medido la magnitud de lo que acontecía.

Resulta que Los dos tipos del Junior estaban por ahí rondando en el terminal esperando la visita de las barras Bravas del Deportivo Cali, que venían a apoyar a su equipo en el encuentro que se disputaría en el Metropolitano de Barranquilla. No lo sabía por entonces, pero es una costumbre de las barras bravas esperar a sus archienemigos en los terminales para darles un poco de amor. Qué digo amor, digo puñaladas, digo escupitajos, digo humillaciones. La violencia nos pisaba los talones y yo no me daba cuenta. Cristian decía que tuviéramos calma, que no pasaba nada, pero cuando dijo eso ya no eran dos sino tres, y luego ya eran

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cuatro de la banda de Los Cuervos. Pero cuáles cuervos, parecían chulos apuntando sus picos a nuestros cuellos. Segundo a segundo, entre mejor comprendía la situación, más miedo empezaba a tener. Standing on a Beach whit a gun in my hand, sonaba en mi cabeza.

Qué Puerto Colombia ni qué carajos, si hubiera llegado el bus rápido nos hubiéramos ido, pero ahora lo que teníamos que hacer era huir porque nos iban a reventar. Si al menos fuera hincha de algún equipo todo tendría sentido, pero realmente el fútbol es algo que solo me gusta a raticos, en finales, semifinales, mundiales y cosas por el estilo, pero esta gente se estaba tomando muy en serio la vida solo por una camiseta verde que llevaba puesta Camilo. Y si Cristian fuera del Deportivo Cali, todo tendría aún más sentido, pero lo peor de todo es que Cristian es de Santa Fe. O sea, ¡nos van a moler a golpes por un color de mierda!

¡Quién dijo miedo! Los que corren, los que paran un taxi en el parqueadero del terminal, los que huyen despavoridos ante la banda de gamines que venía a por nosotros en ristre. -¿A dónde los llevo?-, preguntó el taxista, y un impulso inconsciente le dijo: a Puerto Colombia por favor. Las gaviotas cruzaban el cielo, los transeúntes nos miraban como bichos extraños. El taxista se comportaba como un profesional completo. Pasaron dos cuadras y el retrovisor divisó la presencia de uno de los dos Cuervos.

-Señor taxista, por favor muévase que tenemos afán- Dijo Camilo, el otro Mechas, que tenía una imperturbable cara que no revelaba rastro de preocupación alguna, como si no pasara nada.

-Caballeros hago lo que puedo-Dijo el taxista con una seriedad que no mostraba ni malestar ni alegría.

- Mire señor, lo que pasa es que nos vienen persiguiendo unos tipos del Junior que quieren pegarle a Cristian porque creen que es del Cali-le dije yo con un tono de preocupación macabro.

- ¿Ustedes son del Cali?- preguntó el taxista un poco confuso ante la velocidad de lo que ocurría.

-¡No nono! Cómo se le ocurre señor, nosotros somos de Bogotá, pero si usted no acelera o hace algo para salir rápido de aquí, esos tipos no solo nos van a acabar a nosotros, sino que van a voltear este taxi y nos van a matar a todos!- exclamó Geraldine en medio de la hilarante escena.

El taxista frunció el ceño y no volvió a pronunciar palabra alguna. Era una persona trabajadora, disciplinada, que hacía su trabajo con dedicación. Era un profesional en su trabajo, y su trabajo en ese momento consistía en sacarnos a nosotros de la persecución que se llevaba a cabo contra nosotros, unos presuntos barristas del Cali que estaban siendo perseguidos por la Banda de Los Cuervos.

-Más bien quítese esa vaina- le grité con un gesto bizarro a Cristian, y automáticamente se quitó la camiseta verde que tantos problemas nos traía. Parecía que estuviéramos en 1948 en medio de un Barranquillazo, mientras los machetes y cuchillos reclamaban ya no por un Caudillo, sino por un balón.

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Yo miraba hacia todas partes, y cuidaba que no viniera nadie. Pero de un momento a otro, uno de los cuervos se asomó desde una esquina y señaló el taxi. La escena que sigue a continuación es algo extraordinario: una banda de unos 20 adolescentes, entre niños de quizás 7 y 15 años, corrían empecinados con palos en mano para poner en regla la situación. Qué paciencia ni qué nada. Qué calma ni que hijueputas. Era una situación descabellada y el único que podía hacer algo era el taxista. Le mostramos el Leviatán de pequeños majaderos persiguiéndonos a unas 2 cuadras y el taxista, mirando con tranquilidad el retrovisor, trataba de salir del trancón en el que nos encontrábamos.

-¡Señor muévase nos van a matar! Le insistimos Geraldine y yo.

El taxista no se inmutó. Parecía haber sido entrenado en Saigón o en Ho Chi Ming, porque su tranquilidad parecía producto o de un entrenamiento militar en la Guerra del Corea o de una preparación tibetana para invocar mantras llenos de armonía. Pero mi mente era más bien un sancocho boyacense, o una especie de empanada llena de ají caliente que hacía que se me salieran las pupilas al ver a esos pequeños matones persiguiendo nuestro taxi.

- Lo que puedo hacer es desviarme por esta avenida, pero ya no podemos ir a Puerto Colombia- Respondió con su mirada Zen que veía más allá del bien y del mal.

-¡No importa señor taxista, hágale por aquí pero salgamos ya mismo de esta avenida! Grité en seco.

Tras salir del atasco, vimos poco a poco cómo la turba de lo que ya sumaba unos treinta personajes con barrotes y armas blancas se iba volviendo poco a poco en un pequeño punto diminuto. Era como estar en la ciudad de Dios y ser perseguido por la banda de Ze Pequeño. Trataba de respirar un poco de aire, pero en Barranquilla no se respira oxigeno sino azufre. Me sentía un poco débil ante la desafortunada situación y la energía gastada en la carga de emoción. Sin embargo, a como diera lugar, yo llegaría el mar, en medio de la conmoción y el susto. El taxista, profesional en todo sentido, nos cobró la carrera hasta un punto en que nos indicó una ruta que podíamos tomar para llegar a Puerto Colombia. Yo veía por todas partes uno de los cuervos, me sentía un poco aterrorizado y en cada rostro me imaginaba la mirada que me gritaba: pilas ñero. Del susto olvidamos la dirección del hotel, así que con la perturbación vigente, empezamos a caminar por las calles de Barranquilla, ubicándonos un poco por los edificios del centro que nos servían de guía. Pero al parecer, éramos como miel para las abejas, todos nos miraban, todos nos clavaban su punzante mirada en el cuerpo, todos nos decían que tuviéramos cuidado, era como si todos supieran quiénes éramos y a qué veníamos.

Determinamos ir a Puerto Colombia y nos perdimos en el camino. Llegamos a una playa que se llamaba Bahía Salgar buscando unos compañeros que nos habían puesto una cita, pero en medio de la agitación y la confusión, justo cuando caminábamos hacia el mar, ese mar epónimo de proporciones infinitesimales, justo cuando por fin se escuchaba a lo lejos el rugir de las olas y el ruido de los astros revolver las aguas y la espuma, un gol del Junior nos sacó corriendo del lugar. Goooool gritaron los radios y las pantallas. Sentíamos que nos perseguían los cuervos y no pudimos descansar hasta alejarnos del lugar. Estaba muy asustado, y la

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dimensión de aquella sensación psicológica no me dejaba disfrutar en lo más mínimo la experiencia de conocer el mar. Fue un poco traumático.

Luego de un largo paseo por algunas calles de la ciudad, llegamos al hotel a eso de las 5 de la tarde. No habíamos comido muy bien, y el sol nos había deshidratado más de la cuenta. Uno de los mechas, el mechas Camilo para ser más exactos, sugirió comprar un Ron, así que se fueron a comprar un Ron Barranquilla. No es el mejor licor del mundo, pero tiene un agradable sabor, no sabe amargo y es dulce. Pero de repente, a mí me dio la pálida. Quizás por no dormir ni comer bien, aguantar el sol de toda la tarde sobre nuestras cabezas y respirar ese aire azufrado, mi organismo estaba un poco aturdido. De repente sentí que me desvanecía, así que me acosté un rato en la cama, bajo un ventilador gigante que en realidad lo que hacía era ventilar el aire caliente y bochornoso. Descansé un poco y consumí algún alimento, tomé agua y me quedé ahí flotando. Geraldine y Los Mechas se quedaron bebiendo el trago y Camilo se emborrachó. Empezó al cabo de un tiempo a llorar por Geraldine, pues al parecer tenían una relación de la que yo -como raro- no había notado. Al cabo de un rato empecé a escribir un diario, que empezó ahí y terminó ahí, porque después no me quedó ni tiempo ni ganas de seguir escribiendo. Ese diario empezaba de la siguiente manera:

«El viaje inicia el sábado 24 a las 3PM. Dentro del bus, al ingresar nos encontramos con un joven que se escondía de la policía de aproximadamente 19 años, nos pidió el favor de que lo escondiéramos hasta un lugar (era un polizón). Éramos 4 los presentes hasta el momento, y con temor a que nos agrediera nos dirigimos a sentarnos adelante, sin avisar a nadie del muchacho. Finalmente, en una oportunidad veloz, cuando el bus estaba siento abordado, salió corriendo. Así comenzó el viaje.»

¿No era acaso este el viaje más aburrido de la historia? Me fijaba en los detalles microscópicos y realmente no abarcaba la experiencia interior del viaje. ¿Qué tipo de viaje puede ser ver a un polizón que se sube y se baja de un bus? Realmente en ese entonces mi mirada no estaba dispuesta a ver lo necesario. Y continuaba así:

«Eran 18 horas de viaje previstas que iniciaban con sucesivos trancones dentro de la ciudad. Estaba yo todavía a la espera de un viaje lleno de retos, en el fondo muy animado pero por fuera demostraba mucha tranquilidad. En ese momento recordé (Cuando salíamos de Bogotá) el esfuerzo que tuve que hacer para poder realizar el viaje: vender mi violoncelo. Lo vendí en una compraventa de la cincuenta y tres con Caracas. El viaje continuó, en el bus los pasajeros estaban muy animados bebiendo mucho alcohol y, a pesar de los problemas que se generaron con pasajeros anónimos del grupo, consumía en el baño de atrás del bus cigarrillo y marihuana. En ese instante recibí un poco de licor, sin embargo no sirvió para que hiciera mucho en el bus. Simplemente me interesé en estar en mi lugar pensando demasiado; no quería hacer nada, solo quería pensar, pensar y pensar. »

Ahora que lo veo, en ese entonces yo era muy mojigato. Un punto importante del que hasta ahora caigo en cuenta es que toda la gran aparatosa búsqueda del mar no era más que una medida desesperada para huir de Camila, pues habíamos terminado y yo tenía una desazón suprema. Y para evitar afrontar ese sentimiento, aceptarlo y tratar de vencerlo, lo que hice fue inventar un motivo para viajar muy lejos y dejarlo todo atrás. La mente es un artefacto muy poderoso, en dicha ocasión lo que yo estaba haciendo era un duelo que me abría la

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puerta a nuevas dimensiones. Era por eso que escribía que solo quería pensar, pensar y pensar. El diario termina así:

«Pensaba en lo que podría significar salir a lograr nuevas experiencias, en conocer el mar e ir más allá de tocar el agua; pensaba en Camila, en la fuerza que tiene en ese momento, en intentar refabricar su figura en mi vida para dejarla como una gran amante y no como la diosa que en ese momento yo deseaba. Pensaba en mí, en lo que era desde mí, y, en ciertos momentos, en lo que se pensaba de mí. A pesar de estar tan filosófico, tan elevado en un plano idealista, consideraba que ello era necesario, que lo quería, que tenía voluntad para hacerlo, lo cual fundamentaba mi ser. En ese momento, donde la noche ya dominaba el paisaje afuera de la ventana, yo era artificial.»

Yo pensé que la palabra “fabricar” la había adquirido del profesor Javier Sáenz en la Universidad Nacional, pero al parecer ya había integrado ese vocablo a mi organismo desde hacía mucho tiempo. ¿Qué significaba por entonces “refabricar”? Refabricar puede ser un sinónimo de volver a empezar, de tomar una prenda deshilachada y tratar de volverla a tejer o mejor de hacer una nueva con ese hilo. Y en ese entonces, noto con certeza, que estaba en un estado de narcisismo muy grande, donde solo pensaba en términos de yo, yo y solo yo, y también lo mío. Era la época del egoísmo exacerbado, pero a tal punto que enceguecía mi mirada de lo Otro. También estaba flotando, y cuando decía que deseaba ser idealista, quizás de alguna manera estaba más bien reconociendo mi exacerbada volatilidad, y me acercaba más bien a la tierra. Y qué bueno fue aquél viaje, porque realmente sentí el hambre, el sueño, el cansancio, la sed, el calor, el viento, la ducha fría, el peligro, y todas esas cosas que nos hacen más humanos y menos ideales. Los viajes quizás sean la mejor forma de “refabricar” el cuerpo y la mente. Los viajes hacen que nada esté planeado, a menos de que se trate de un plan turístico todo pago. Los viajes hacen que el mundo hable y tenga constantemente la palabra. Los viajes nos enseñan a valorar la suerte y a aceptar que somos seres limitados, que nuestro cuerpo es limitado, que somos una especie poderosa que debe aprender a usar su poder. La naturaleza nos lo enseña a golpes, y aunque siempre queramos ver lo que “queremos ver” de las experiencias, es importante apreciar que los viajes también nos dejan costras y nos hieren en algunos sentidos. «En ese momento, donde la noche ya dominaba el paisaje afuera de la ventana, yo era artificial».

Al día siguiente empezó el dichoso congreso de Sociología a las 8 de la mañana. Era Lunes. Madrugamos a Inscribirnos. Resulta que la Universidad del Atlántico quedaba lejísimos del centro. Es por eso que afirmo que el centro es un lugar relativo, porque depende siempre de la utilidad de ese centro. No sirve de nada que el centro del cuerpo sea el corazón si estamos hablando de escribir con la mano; en dicho instante, el centro del cuerpo se convierte en las falanges y en los músculos carpianos. El centro de Barranquilla era la Universidad del Atlántico, y por cuestiones de formalidad, nosotros (Los Mechas y yo) terminamos en el centro de Barranquilla, que son centros muy distintos y lejanos entre sí, es decir, a una hora y media de distancia en un bus que dejaba sonar Paseos, Cumbias, Merengues y Sones. Nada de Rock o Pop, al menos en ningún bus o comercio escuché música que no fuera Diomedes Díaz o la Sonora Matancera.

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Reclamamos nuestras credenciales y de bienvenida, al siguiente día, se organizaría un evento en la Universidad del Atlántico que comenzaba de noche en un lugar llamado Malibú. Durante el día, fuimos a un barrio aledaño a la Universidad del Atlántico donde Lina, la negrita, la hija perdida de Lucumí, había alquilado una casa con otra cantidad no menor de 12 personas que comían, dormían y bebían en el mismo lugar. Los recuerdos se tornan difusos aquél día, solo sé que caminamos por Barranquilla no sé a dónde ni por qué, y que conocimos unos barrios cercanos a la Universidad del Atlántico.

Al siguiente día empezó el congreso en Puerto Colombia. Realmente no me interesa especificar los aburridos temas de aquellos congresos, pero es importante resaltar que un personaje que se convertiría en un gran amigo llegó ese día a mi vida. Su nombre es Oscar Santos, y lo conocí porque había una mesa donde se hablaría de un tema de sociología de la música. Estábamos en una cafetería almorzando con unas compañeras de sociología, recuerdo con claridad a Luisa y a Angélica, yo le decía angelita por alguna razón. Mientras almorzábamos, llegó un personaje a la mesa, es decir Oscar. Era callado y no hablaba con nadie, solo con Angelita. Era de la universidad Nacional, fue lo único que supe hasta entonces. Oscar siempre tuvo la habilidad de contactar personas, y seguramente acababa de recién conocer a Angelita.

Ese energúmeno callado, serio, que parecía más bien una persona amargada y misteriosa, de un momento a otro sonrió cuando hablábamos de música y le pregunté que si conocía a Arnold Schöenberg. –¡Pero por supuesto que lo conozco!- respondió-. Luego hablamos de un teórico de estética llamado Enrico Fubini, quien escribió un libro llamado La estética muscial desde la antigüedad hasta el setecientos. Ese libro a mí me abrió las puertas al mundo de la musicología, la historia de la música y quizás a la sociología de la música. Es un libro que a pesar de que hace muchos años no reviso, marcó mis lecturas desde los 18 años. Lo descubrí un día revisando los anaqueles de la precaria biblioteca de la Universidad Santo Tomás. Lo miré y cuando leí los primeros párrafos que hablaban sobre la diferencia entre la música de la lira y el aulos, dos instrumentos que marcaban una estética y una forma de sentir e interpretar el mundo. El aulos exigía por parte del intérprete hacer uso del viento, era un instrumento de viento similar a lo que hoy conocemos como flauta, pero que tenía un tamaño muy grande. Se ejecutaba en ceremonias destinadas a Dionisio, el dios del vino, y a los bacanales. A diferencia de esta estética, la lira exigía que el ejecutante cantara, y por lo tanto el uso de la voz y de las cuerdas se usaba como ritual para otra clase de expresiones que involucraban lo teatral y lo órfico. En fin, esos temas fueron los que empezaron a surgir. Fue entonces cuando con Oscar formulamos crear el primer grupo de estudios de sociología en Colombia, algo que aun en este momento no ha sido creado. A lo largo de este tiempo intentamos construir la plataforma para que ello ocurriera pero definitivamente no se dio. El grupo efectivamente si existió durante unos cuatro años, pero no tuvo la persistencia necesaria para llegar a convertirse en un grupo de investigación acreditado.

Aquél día recuerdo muy bien que por fin, habiendo dormido bien me fui para la playa de puerto Colombia y caminé lentamente hacia las olas. No sé por qué complicar todo este asunto, realmente el mar es lo más maravilloso que haya conocido, pero quizás no era el momento para conocerlo. O quizás no era el día. Estaba abúlico y solo tocaba el agua con los pies, como si se tratara del agua de cualquier charco. Algo había que no me dejaba liberarme,

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faltaba la catarsis que permitiera la sinergia necesaria para alcanzar el placer. ¿Y si no hubiese placer? ¿Y si todo el asunto tan solo fuera eso, un océano lleno de peces sin ningún clase de majestuosidad? Quizás era yo el que no resonaba, el que se encontraba apático y atascado en el tiempo, sin poder salir de sí mismo, de un encierro tan sólido que ni siquiera la fuerza del océano podía romper por ahora. Bogotá había fabricado en mí un caparazón tan fuerte que la sal de la mar no podía derretir.

En la noche nos fuimos todos a la gran fiesta que se daría en Malibú. Qué mejores momentos los de entonces. Trago por aquí, por allá, por más allá, la fiesta, el agasajo, la dicha, la juventud reunida, Póker y Costeña, Mesas de Billar, alegría infinita. Me encontré a Oscar y no sé de qué hablábamos, pero estábamos lo más de contentos, hasta pensamos en jugar Billar. No sé cómo ni por qué pero hicimos un pacto extraño y fue que gastaríamos plata que por alguna razón pagaríamos después. Eso nunca sucedió, y en ese momento, me estaba gastando el dinero de los pasajes de regreso. De un momento a otro, una barranquillera que había conocido a Oscar llamada Melisa Obregón Lebolo, le dijo que se fueran ya para su casa. Oscar le dijo automáticamente: y ¿ÉL puede venir? SI si, dale, no hay problema, y nos metimos en un taxi. Llegamos a un barrio llamado Adelita de Char y dormimos en un par de camas que Melisa tenía en su casa. Todo apuntaba a que Melisa quería follar con Oscar, y que toda la situación estaba destinada a satisfacer el apetito sexual de Melisa, quizás eso en realidad era una hipótesis absurda. No lo sé, pero aquella persona nos ofreció confianza muy rápidamente y nos ofreció un espacio en su morada. Cuando abrí los ojos había un ventilador moviendo sus hélices de manera ruidosa. Tenía resaca, y no hay nada peor que tener resaca en clima caliente. El dolor de cabeza se agudiza, la deshidratación es mucho más intensa, los mareos parecen un vértigo que ha destrozado el laberinto del oído.

Miré y Oscar roncaba a mi lado. ¿En dónde rayos estoy? Melisa se despertó y me llamó a desayunar. Me dijo que si me quería bañar ahí estaba la toalla. Me presentó a sus padres. No recuerdo muy bien a su madre que era costeña, pero su padre era un boyacense que hace 20 años vivía en Barranquilla. Barranquilla es una ciudad llena de extranjeros, y no es muy difícil encontrar personas de otros lugares. Lo cachacos piensan que Barranquilla es un moridero ( y lo es) pero como en todo lugar, se puede encontrar personas muy cálidas y amables. Este tipo de personas por supuesto estaba concentrado en esta familia que nos acogió a Oscar y a mí como un par de hijos. No recuerdo el nombre de aquél señor que aún conservaba el centro del centro del país mezclado con esa sazón única de la costa colombiana. Nos contó cómo llegó a dicho lugar, cómo conoció a su esposa, cómo trabajó para conseguir una familia y un lugar en ese barrio, que por supuesto era un barrio bello y acogedor. Recuerdo que en la casa del frente de Melisa había un letrero que decía: Bolis 200$. No dudé en comprar uno, y no me arrepiento, durante toda la semana me la pasé tomando bolis para pasar la sed. Los bolis son como los refrescos que hace mucho tiempo vendían en Bogotá, pero más grandes y llenos de sabor. Al Boli le debo la vida.

Ya casi era el medio día y recordé todo. Recordé que me fui de Malibú sin avisarle a Los mechas y Geraldine para dónde iba, recordé que había que ir a ponencias, que el congreso continuaba y yo estaba metido en una casa que acababa de conocer en un lugar muy lejano del centro. Melisa encendió el televisor y se veía un tropel de capuchos en una batalla campal contra el ESMAD. Yo veía esos uniformados del ESMAD y me daban ganas de vomitar. Con ese

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calor infernal que hace en Barranquilla, cómo era posible que un ser humano pudiera ponerse un traje tan caluroso, negro, con máscaras. Hay que tener realmente mucha preparación para estar metido en ese traje. Luego nos comunicaron que no aparecían algunos compañeros de la Universidad del Atlántico. Melisa estaba algo preocupada. Es importante recordar que era la época Uribe, y los paramilitares, el autoritarismo, las ejecuciones extrajudiciales y el totalitarismo estaba servido en bandeja de plata por toda Colombia. Con más vera había necesidad de llamar a Los Mechas y a Geraldine, pero no lo hice por algún tipo de pereza que en muchas ocasiones de mi vida me ha llevado a cometer desastres. Es solo una llamada, quizás 300 pesos de inversión en el caso más exagerado (500 pesos si es en el parque Simón Bolívar de Bogotá) que iba a permitir que mis amigos descansaran y no pensaran que me habían desaparecido la noche anterior en Malibú o aquella mañana en la Universidad del Atlántico. Realmente debían estar preocupados, pero yo estaba concentrado en el barrio Adelita de Char, dando una vuelta por ese barrio que tiene una arquitectura tan extraña. Parece un barrio un tanto medio oriental, y claro, es importante este detalle, todas las casas estaban pintadas de color amarillo. Me recordaba la uniformidad cromática de Guatavita, o de las casas griegas que quedan en Creta, es un paisaje muy hermoso que queda a las afueras de la Ciénaga muy cerca de Puerto Colombia.

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Decidimos irnos con Oscar al mar. Ese sí era el momento adecuado. Aquél episodio tan inesperado de llegar a un barrio que nunca pensé conocer, y de ser recibido cordialmente por unas gentes que apenas me conocían, me motivó y despertó en mí la sensación de ser bienvenido de una buena vez por todas a Barranquilla. Además había encontrado aquél amigo que refrescaba mi mente y me hacía pensar en proyectos grandes, como la sociología de la música. Entonces, conocí el mar realmente. Llegamos a Puerto Colombia y nos encaminamos al muelle. Se dice que el muelle de Puerto Colombia fue el segundo muelle más largo del mundo en el año 1920. Su construcción fue terminada en 1888 y fue el puerto insignia hasta la construcción del Canal de Panamá. Por aquella época, año 2009, el muelle estaba partido en dos por la negligencia de las autoridades locales. Se podía caminar hasta el final del muelle. Hoy en día el muelle está partido en más de cinco partes. No esperé y me adentré muy lejos en dirección norte, pues el muelle apunta hacia el polo ártico del mundo. Desde ese punto del universo, la tierra deja de existir y un pequeño hilo separa el océano del hombre. Ese pequeño hilo es tan delicado que se siente cómo las olas rugen al estrellarse contra el concreto del muelle. Alguna vez hace más de cien años, por este puente llegaron los judíos expulsados de Alemania, llegaron las urcas mercantes de diversos puertos del mundo, por aquí pasaron miles de viajeros y no en vano se le llama a este municipio: la puerta de oro de Colombia. Si Cartagena era una muralla, Puerto Colombia era una puerta abierta al mundo. Si Cartagena estaba levantaba muros para defender, Puerto Colombia abría caminos para transitar. La historia se organiza a partir del acontecimiento la lógica de un lugar, y puerto Colombia se rige aún por la lógica de abrir las puertas al extranjero. Había poco comercio. Los toldos que los comerciantes usan para que los visitantes les compren comida y cerveza estaban solitarios en una fila que parecía de pequeñas malocas. Libres del comercio turístico, en una soledad maravillosa que dejaba ver la playa como un lugar recién descubierto, pudimos disfrutar entonces en silencio del lenguaje de las olas, de los infinitos azules que se sumergen y se levantan entre el agua y el cielo.

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Me entró un éxtasis profundo. Por alguna razón, ya liberado de las ataduras del calor, un viento fuerte sopló y logró desmantelar el caparazón civilizado y pestilente que me ataba. La naturaleza nos permite retornar a lo que siempre fuimos y a lo que seremos, polvo que se mezcla con el polvo, agua que se mezcla con el agua, arena que se mezcla con la arena. Me lancé hacia las olas y me carcajeaba como un niño, me quedaba mirando las olas que venían y sentía una mezcla entre pavor y risa que no podría describir en una sola palabra. Me senté en la arena y esperaba que el agua viniera y se fuera en ese constante ritmo que no se detiene, el movimiento oscilatorio del agua me mostraba el ritmo del mundo, el compás del atlántico, el reloj del marinero. El hombre es cosa vana, undívaga y abierta como el mar, escribió Porfirio Barba Jacob.

No dudé en enterrarme en la arena, hice castillos, excavé un pequeño hueco, sentía que había vuelto a ser un niño. Había vuelto al lugar de donde vine. ¿Cómo no sentirme maravillado? Cerré los ojos por un instante. Sentí por un momento el Aleph, ese punto cuyo centro está en ninguna parte y su circunferencia en cualquier lugar. Vislumbré un crisol de magnitudes infinitas, todo se conjugaba en dicho punto, el cielo, el mar, los astros, mis recuerdos. Cerrar los ojos fue abrir las puertas de Puerto Colombia, por un solo instante sentí que viviría para siempre. En aquél momento supe que en algún punto de mi vida, viviré en el mar y moriré en él. En Bogotá se trabaja diariamente para pagar un ataúd y una lápida en algún cementerio miserable; en la ilusión de la riqueza que se respira diariamente en el trafagar trabajo y más trabajo, se olvida que el mundo es un juego, y que la humanidad está destinada a conocer el universo. La civilización se canibaliza, el gas carbónico broncea las pieles nauseabundas, los gobernantes son idénticos a sus gobernados. En aquél momento, volví a nacer. He nacido tantas veces que cuando muera moriré mil veces.

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Es muy real el hecho de que el agua del mar está viva, a tal punto de que si uno la encierra en una botella, empieza a descomponerse y a oler mal. No se puede atrapar la vida en una botella. La vida se nos escapa de toda comprensión. Si los pensamientos fueran botellas de cristal, la vida y todo lo real estallarían ipso facto en mil pedazos el recipiente. El pensar mismo es una condición que se escapa a la voluntad. A partir de que un pensamiento germina, no hay nada que lo detenga. Pensar proviene de la lógica de los fractales, se repite a sí misma la unidad hasta desaparecer en la complejidad. Y el agua nos enseña todo esto, nos enseña a ser Lo Uno y lo Otro.

Hablamos con Oscar de muchas cosas. Por algún momento me sentí como si fuera Govinda. Hay momentos de la vida en que las conversaciones se convierten en instantes muy elevados, o la sensación de que hay algo maravilloso en lo que se dice. Después nos damos cuenta de que estábamos drogados por los pensamientos, pero es importante dejarse llevar de esos momentos. Yo pensaba en Camila, Oscar en Lorena. Oscar escribió con un palo de madera en la arena: “Ya Habibi”. Estábamos en la misma situación. Y el mar nos daba la respuesta: así como vienen las cosas se van. Lo difícil es aceptarlo. Luego el silencio borraba nuestras palabras. Y así poco a poco ya no importaba nada. Ya todo se había ido. O al menos para mí, Oscar duró cinco años perdido en el desamor. Un duelo puede costar muchos años, pero en mi caso dos años son más que suficiente. En todo caso, los duelos son pieles desgastadas que dejamos atrás, como las serpientes. La piel se separa del cuerpo y empieza a cristalizarse. Una piel nueva aparece con dolor. Durará algunos años, pero llegará otro punto en que esa piel que hemos amado se empiece a desvanecer de nuevo, y la metamorfosis sea inevitable. Todo cambia, nada permanece. Y es mejor hacer la paz con ese principio, porque de lo contrario viviremos muertos en vida.

Luego nos fuimos, y ya en el centro urbano de Puerto Colombia me dio mucha sed. Busqué un puesto de bebidas y un vendedor tenía gaseosa, no había agua. Así que pedí una Coca Cola. –Una Coca querrá decir usted- respondió con autoridad el vendedor. Destapó la botella y yo ya estaba saboreándola en mi boca. Pero de repente, el vendedor sacó una bolsa de plástico, vertió todo el contenido, le puso un pitillo y me la ofreció. Qué cosa más extraña una gaseosa en bolsa. Me quedé pensando hasta el final del viaje el porqué de una gaseosa en bolsa y aun no he podido resolver la pregunta. Parece ser que la humedad y el calor son tan corrosivos que como costumbre inconsciente, la gaseosa se bebe con pitillo o en bolsa, ya que las tapas se oxidan en un abrir y cerrar de ojos y contaminan el líquido. El pitillo es parte esencial de una bebida en Barranquilla. Pedir algo “al clima” es una expresión sumamente corroncha (palabra muy usada para personas de baja estirpe, de mala calaña). La gaseosa se sirve helada o con hielo y pitillo, aquélla bestia rara que se tome una gaseosa tibia debe ser motivo de crucifixión en Barranquilla.

El acento de los costeños también es cosa de aprender en años. Aunque la musicalidad es muy pegajosa y uno llega a Bogotá con expresiones como “no seas pava”, que significa: aburrido, o como “erda no joda”, hay un sinfín de códigos que tras ser disparados en una ráfaga veloz entre dos costeños, solo un tercer costeño puede interpretar el significado. La rapidez y la agilidad con las palabras es un rasgo común entre los barranquilleros. Me sentía como una tortuga tratando de alcanzar la liebre. Pero quizás exagero un poco, en la semana fue suficiente para quedar con ese sonsonete costeño pegado en mis entrañas.

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A las seis de la tarde esa calma de la playa fue destruida por un enjambre de zancudos y mosquitos que salieron de la hierba a atacarnos directamente. Parece que tienen un reloj cronometrado directamente por la noche. Estaban por todas partes y nos volvieron una miseria. Me picaron por todas partes, a Oscar le picaron un ojo y parecía que se le fuera a salir.

Oscar me invitó a la casa de un amigo venezolano donde se estaba hospedando y pasamos la noche allá. No hubo congreso ese día ya que los disturbios provocaron el cierre de la Universidad del Atlántico. El venezolano nos abrió sus puertas y nos dio comida. Nos mostró algunas composiciones que estaba haciendo en un programa llamado FrootyLoops. Al día siguiente al despertar me acordé de Los Mechas, no los había llamado y debían estar preocupados por mí, ya era jueves y yo no aparecía. Nos fuimos para la Universidad del Atlántico con Oscar y me encontré con muchas personas de la facultad de Sociología.

-¡Está vivo!- Dijo Geraldine

-¿No le pasó nada?- Dijo Camilo

-¿Dónde estaba?- Dijo Cristian

Los Mechas y Geraldine no me saludaron, me hicieron mala cara y me dijeron que yo era un miserable, que cómo los iba a dejar metidos.

-¿Por qué es tan irresponsable?- continuó Geraldine. –Nosotros todos preocupados y usted feliz de la pelota dizque en la playa, nos enteramos por ahí.

Una seguidilla de agravios me hizo sonrojar un poco.

-¿No podía hacer una miserable llamada?- increpó Camilo. -Parce sabe qué, ¡las perdió!-.

-Su mamá está preocupada- me advirtió Cristian.

-¿Mi mamá?

-Sí, su mamá, la llamamos a advertirle que usted no aparecía- recalcó Geraldine.

-¡Pero cómo rayos llamaron a mi mamá!

-Usted dejó el celular botado en el hotel y llamamos a ver si alguien sabía algo de usted-. Espetó con un poco de rabia Camilo. Usted, usted y usted.

Realmente ni siquiera me había percatado de mi celular. Cuando miré a mi alrededor, toda la facultad de sociología me miraba entre aliviada y molesta, porque me había ido sin avisarle a nadie, con un tipo que acababa de conocer a la casa de una Barranquillera de la cual no tenía ni idea hasta que me subí a un taxi con ella. No hay que recibirle dulces a extraños, dice el dicho popular, pero yo le recibí a un desconocido cerveza, almuerzo, un baño, dormitorio y todo lo necesario para vivir un día.

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En realidad no habían llamado a mi mamá. Yo la llamé un poco preocupado a decirle que todo estaba bien, que no se preocupara, pero mi sorpresa fue que en realidad nadie le había avisado de lo acontecido. Los Mechas y Geraldine me jugaron un desquite por haberlos preocupado durante dos días. La preocupación debió ser grande. Me imaginaron descuartizado, en una fosa común, lleno de balas o flotando en alguna parte. Y es que la época daba para ello, durante la época de Álvaro Uribe salir a la calle después de las nueve de la noche en un lugar desconocido era toda una aventura épica. La seguridad democrática del momento era más bien el eufemismo de un régimen totalitario que tenía su propia justicia, sus propios condotieros, bajo un fino manto propagandístico que en los noticieros y en los discursos anunciaba tranquilidad. Vivíamos un infierno paramilitar. Las cosas desde entonces no han cambiado mucho, más bien se han reordenado y reterritorializado. Ya no hay paramilitares sino BACRIM (bandas criminales), que es la misma cosa pero con diferente nombre. Bajo esas circunstanciases difícil dejar a un lado la preocupación por los amigos en un viaje.

El viernes, el último día del congreso, había una invitación a la Alianza Francesa de Barranquilla. Ese día fue inolvidable porque uno de los organizadores estudiantiles, un cordial anfitrión delgado, moreno, alto, con un bigote hirsuto y unos dientes gigantes, nos contó a los invitados del congreso sobre las actividades hechas en la semana: ponencias, conferencias, visitas a diferentes puntos de la ciudad, y múltiples eventos que aún quedaban por realizar. Habló sobre la importancia de aquellos eventos y fue enfático en resaltar el carácter crítico de aquél congreso. En un momento determinado de su intervención, sacó unas gafas de su bolsillo, un papel que guardaba en el fondillo interior de la chaqueta, mantuvo una postura firme y segura y empezó a recitar las siguientes palabras:

Follemos, alma mía, vamos a follarque para follar todos nacemos.Si tu adoras el carajo, yo amo la higa,y un carajo sería el mundo sin todo esto.

Y si follar después de muerto fuese honesto,yo diría: -Moriremos de tanto follarpara más allá follar a Adán y a Eva, que encontraron un morir tan deshonroso.

Todos quedaron petrificados. Yo quería reírme, pero lo primero que hice fui mirar en derredor. Pensé que unos se mirarían con otros, pero solo escuchaba carraspeos y gorgojos, los ojos totalmente abiertos, incredulidad ante lo que se escuchaba. Aquél poema despertaba la mojigatería a la defensiva de los supuestos humanistas que habitábamos el salón.

De veras digo que si esos bribones no hubieran comido la fruta traicionera, sé que hoy no retozarían los amantes.

Mas dejémonos ya de cháchara. Hasta el corazón hinca el carajo, y haz que allí se parta el alma, que en la verga nace y muere.

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Y, si es posible, fuera de la higa no dejes los cojones, del placer de follar siempre testigos.

De inmediato supe que ese poema quedaría en mi memoria para siempre. Aquél Caballero de la triste figura leía con pasión, gallardo, sin pena, con la honestidad del gusto que le causaba. El eco del erotismo retumbaba sobre las tímidas mentes, que al finalizar el poema, no aplaudieron, no dijeron ni jota. Parece que fui el único en aplaudir. Entendí inmediatamente que estaba equivocado de carrera, quizás estaba equivocado en mi perspectiva humanista. Cuál humanismo, cuáles estudios sociales, lo que había era un montón de pequeños monjes escolásticos ataviados y ascéticos, aplacados ante las hordas poéticas del pecado que disparaban directo a su moral cristiana. Aquél personaje se llama Camilo Zamudio. Es un Barranquillero lleno de energía y alegría, rebosante de pasión. He notado que este tipo de personajes solares, llenos de amor por la vida, habitan la periferia de Colombia. En Cali hay personajes que brillan en su palabra, en la fuerza de sus convicciones. En Ibagué los estudiantes no tienen ninguna reticencia a la hora de reprochar los modelos anticuados de enseñanza. Pero en Bogotá estamos enterrados bajo el cemento, la obediencia civil ha civilizado las mentes, vivimos un totalitarismo neuronal. Estamos atascados por un policía que habita nuestras cabezas, un policía moral que dispara miedo y muerte. No en vano, el rolo es recibido con cierta desconfianza, puesto que es un aprovechador, burócrata de sangre, que no pierde oportunidad alguna. Viajando por Colombia uno siente que por todas partes la creatividad florece y a la vez sucumbe entre los vientos de violencia. Pero en Bogotá está concentrada la esencia más elaborada violencia, se ha coagulado una complicidad excluyente y clasista que escupe veneno. Y aunque Colombia reproduzca todo este orden excluyente, la pestilencia civilizatoria del bogotano hiede cuando sale de su ciudad. Camilo Zamudio demostraba que su cinismo estaba más allá de toda civilización, su discurso era casi que performativo, no entendí si recitaba un poema o si actuaba sobre la consciencia humana. Me pareció escuchar cierto eco de Álvaro Cepeda Zamudio, un barranquillero que murió joven dejando un gran legado literario, un personaje lleno de historias paradójicas que le mostraron a Colombia que el camino de las letras. Fue una noche alegre y divertida aquella, pues ese poema de Pietro el Aretino, que fue escrito en el siglo XVI, causaba el mismo terror que hace cinco siglos. Noté cómo los asistentes se ponían de mal humor, pues el templo sociológico no permite este tipo de erotismo salvaje en su espacio inquisitorio.

Luego nos fuimos para La Troja. La Troja es un reconocido bar de la ciudad donde se puede bailar y beber sin piedad. Nos reunimos de nuevo casi todos los asistentes que habíamos participado en Malibú. Aquella noche, Melisa Obregón, a quien ya conocía un poco, me dijo que yo era unpava. ¿Un pava? ¿Qué es un pava? No me dijo el significado. ¿Qué es eso? Nada, nada. Aquella noche me quedé con la pregunta, hasta que le pregunté al otro día al dueño del hotel qué significaba ser pava. Ser pava es ser como aburrido, me dijo. Me reí y pensé en la noche pasada, estuvo a reventar de alcohol. Compré un par de botellas de Mc Gregor, que es un whisky muy vendido en las cigarrerías de Barranquilla , las cuales me revolvieron el cerebro y las tripas. Luego bebí mucho y bailé como bacante. Cuando miré mi

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billetera no me quedaban sino diez mil pesos. Me había gastado el dinero de los transportes para regresar a Bogotá.

No sé si era un tributo inconsciente a Eduardo Caballero Calderón el hecho de beberme el dinero para regresar a Bogotá, pues había leído antes de iniciar el viaje a Barranquilla El buen salvaje. En aquél libro, el protagonista, que es el mismo Eduardo Caballero, en un viaje que hizo a Francia se gastó dos veces el dinero de los pasajes para regresar a Bogotá. Y no solo se los gastó, se los bebió, porque era un dipsómano que tenía el propósito de escribir una novela llamada Caín. En mi caso, dejé de pensar en el futuro, algo pasaría, no sé si me tocaría mendigar algunas monedas, no sabía si tenía que llamar a mi papá para que me hiciera un giro, que seguramente no me iba a hacer, pero no me importó en lo más mínimo algo más allá de la noche. Bailé, bebí, sudé, y quedé exprimido en el bacanal. El Ron Barranquilla estaba a punto de sacarme el hígado.

Al siguiente día, Oscar me llamó y vino al hotel donde me hospedaba. Me dijo que él tampoco tenía un peso para volver a Bogotá. No sé qué pasaba conmigo pero no me importaba volver, era como si quisiera quedarme atrapado en Barranquilla, así tuviera que pedir monedas en la calle. Al fin y al cabo, la vida del indigente quillero,- pensaba yo-, era muy fácil. Uno veía que caminaban por ahí sin destino alguno pidiendo monedas, y cuando se cansaban, ponían un cartón y se botaban a dormir en el piso. Es fácil de hacer, porque el clima de Barranquilla permite que uno duerma a cualquier hora en cualquier sombra. La noche no es difícil para un indigente, o al menos era mi punto de vista. Pero la idea no es ser un indigente en Barranquilla Santiago, ¡hay que volver a Bogotá!, me decía mi consciencia perdida en un grito sordo. Qué importa Bogotá… pero algo habrá que hacer para volver.

El plan de Oscar era el siguiente. Había contactado a la mamá de un amigo, un tal Pinilla. Ella le había dicho que pasara por su casa para ayudarle con algunos gastos. Esta señora, me contaba Oscar, era una mujer adinerada, esposa de un trabajador de una petrolera en Cúcuta. Vivieron en Cúcuta durante la mayor parte de su vida pero decidieron mudarse a Barranquilla por razones laborales. El barrio al que debíamos llegar se llama La española. Aunque durante mi estancia en la ciudad había notado algunos sectores donde se podía apreciar la riqueza en su esplendor, no había pensado que hubiese barrios tan bellos. Yo me despedí de Los Mechas y Geraldine, con quienes no había un buen ambiente por lo de la desaparición del otro día, y salimos con Oscar a tomar un bus para llegar al barrio La Española. La idea era conseguir algunos fondos para tratar de irnos por un precio económico en el terminal de transportes.

Llegamos a un barrio con una arquitectura moderna de casas de dos pisos. Eran condominios que se alejaban radicalmente de la arquitectura Colonial del centro y las construcciones populares. No nos esperábamos con Oscar que el barrio fuera tan ordenado. Llegamos al conjunto indicado y preguntamos por la Señora. Entramos y una mujer de estatura media de piel trigueña nos sonrió con una alegre bienvenida. Era una persona muy amable que nos ofreció lo que necesitáramos. El interior de la casa era muy contemporáneo, con acabados sencillos, piso de madera, el cielo raso muy alto, con muebles que combinaban unos con otros. El espacio era grande y se podía respirar otro tipo de Barranquilla, era la ciudad desde la comodidad. Me sentía como en una casa de campo, porque de alguna manera, se conservaba

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cierta monumentalidad en el espacio. No es lo mismo vivir en un conjunto residencial de interés social, donde la mente se siente encerrada en unas pequeñas paredes de cartón, que una casa del tipo que describo. Las ventanas eran gigantes y se podía ver árboles frugales respirando por doquier.

La Señora habló del tropel de la Universidad del Atlántico. Hablaba con fervor, con cierto nacionalismo, poniendo acento en la crisis que Colombia atravesaba, disparando dardos envenenados contra la República que Álvaro Uribe estaba desangrando. Era una persona preparada, que se había instruido durante muchos años y que tenía una posición sólidamente construida. El mundo no se puede separar entre burgueses y proletarios, propietarios y desposeídos. Notaba en aquella mujer un aire de nobleza, el hecho de vivir en un lugar cómodo no significaba que su vida interior estuviera estructurada bajo una personalidad acomodada. Aquella mujer, que no tenía gordos y mantenía una piel hermosa, tenía un carácter agradable que revelaba un espíritu fuerte. El hecho de tener propiedades no puede ser la vara para medir un individuo. Aquella mujer tenía una riqueza espiritual y atractiva, a pesar de que ya estaba en los años maduros de su existencia.

Nosotros casi que solo respondíamos sí o no, porque aquella mujer hablaba hasta por los codos. No era que la conversación fuera incómoda, sino que la abundancia de su lenguaje era incomparable frente a nuestra pequeña juventud. Aquella mujer había viajado, conocido el mundo, amado y desamado, nosotros apenas estábamos atrapados en el tiempo tras habernos bebido el trasporte de regreso a Bogotá. Automáticamente, tras mantener este pensamiento en mi cabeza, pareciera que ella nos leyera la mente. Para nadie es fácil abrir la boca para pedir dinero –aunque bien debo reconocer que hay personas con una habilidad innata para hacerlo diariamente-, y nosotros con nuestros ojitos de perro abandonado, quizás hablábamos sin tener que decir palabra alguna. Y nos leía la mente la madre de Pinilla porque nos dijo lo siguiente:

-Puedo notar que al parecer están cortos de dinero. Hace mucho tiempo que no te veía (se refería a Oscar claramente), y quería darte un regalo para que la pases bien y vuelvas a Bogotá-.

Sacó un sobre y se lo entregó a Oscar. Luego dijo:

-Este regalo es para los dos, espero que no sea muy poco para lo que necesitan.

Automáticamente brilló en mi cara un resplandor. Oscar abrió el sobre y había una suma de aproximadamente ciento veinte mil pesos. Oscar levantó la mirada consternado y con la boca abierta, no sabía si decir gracias o darle un abrazo a la mamá de Pinilla, en todo caso cuando Oscar está alegre es muy poco expresivo. Le dio encarecidamente las gracias y no sabía cómo pagarle el favor.

Aquella mujer sabía muy bien todo lo que estaba pasando, no necesitábamos hablar. Ella también viajó y quizás le agradecía a la vida todo lo que tuvo que pasar ofreciéndonos esa expensa. Y no terminó ahí. Luego dijo:

-Muchachos, también tengo estas frutas y estos enlatados para el camino, yo creo que los pueden necesitar. También tengo estos paquetes de papas fritas y galletas.

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Realmente todo había salido como deseábamos. Yo no lo podía creer, ya no tendría que pedir dinero en la calle. El retorno a casa estaba preparado. Nos despedimos con toda la amabilidad del caso de la madre de Pinilla (Pinilla este de quien cabe aclarar que no sé absolutamente nada, solo que estudiaba sociología por ese entonces en la Universidad Nacional) y salimos caminando con tranquilidad.

En el bus hacia el terminal sonaba El Yerberito Moderno de Celia Cruz con la Sonora Matancera. La noche había llegado y nuestro cansancio pedía un descanso. Era un Sábado 31 de Octubre en la noche. Melissa y su padre, con quien habíamos tejido una amistad agradable, se ofrecieron a acompañarnos hasta el terminal, pues ellos argüían que el camino era un poco peligroso. Si yo hubiera sabido eso antes, quizás no habría tenido que gritarle a un taxista para que nos sacara corriendo del terminal. Pero ya todo había pasado y ahora marchábamos triunfales a casa. Negociamos los pasajes en el terminal, el mismo donde los cuervos nos persiguieron a Los Mechas, Geraldine y yo. Nos despedimos de aquellos buenos anfitriones mientras los niños pedían dulces disfrazados en la calle, con el calor torrencial de sus cuerpos al anochecer.

Con Oscar ya no había palabra alguna que decir, estábamos sumamente agotados y nos quedamos dormidos todo el viaje hasta Bogotá. Llegamos a Bogotá el Domingo 1 de Noviembre al terminal de trasportes de Bogotá. Mi hermana nos recogió junto con César, su esposo, en su Renault Twingo modelo 2002. Cuando nos recogió, ella, como siempre, abrió su sonrisa gigante y me dio un abrazo. Yo siempre he sido un poco reacio con ese tipo de afectos en mi familia -aun no encuentro el por qué-, pero en aquella ocasión sentí un respiro. El frío de Bogotá me congelaba los huesos. Después de un viaje hay un efecto psicológico que no puedo explicar, es como si la historia no terminara. De alguna manera, a pesar de que hubiera regresado a Bogotá, aun me encontraba en Barranquilla. Hubo una desviación espacio temporal que abrió una dimensión donde Bogotá era a su vez Barranquilla. Los olores de la calle aún permanecían, la algarabía de las frutas y los pescados secados al sol aparecían por la ventana del Twingo. Recordé aquella historia de Ulises, el héroe de la Ilíada de Homero, quien al regresar de la guerra de Troya a la que se había embarcado y durar más de 5 años para poder regresar a la Isla de Ítaca, se dio cuenta de que no había podido regresar a su tierra y todo había cambiado. Su esposa Penélope se había casado con otro, todos lo habían olvidado, las arrugas habían aparecido y la ciudad había cambiado su aspecto. Ya no era la misma ciudad de antes, y aun más aterrador, yo ya no era el mismo de antes.

De un momento a otro, todos estos pensamientos se deshilvanaron en pedacitos, como cuando los granos de arroz saltan por todas partes cuando se rompe la bolsa que lo contiene. Un taxista cerró a mi hermana mientras conducía y el carro frenó en seco ipso facto. Mi hermana se llenó de cólera y se fue a perseguir al taxista. Se inició una guerra -típica en Bogotá-, que consiste en buscar cerrar el otro carro por delante para ser estrellado por detrás y buscar una multa, pues el que pega por detrás paga dicta el refrán rolo, un código de violencia automovilística muy curioso que existe en la ciudad. Viajábamos a 120 kilómetros por hora por la avenida Boyacá que se encontraba extrañamente poco transitada. Pensé que gritarle a taxistas era cosa de Barranquilla, pero ahora tenía que gritarle a mi hermana para que se calmara y dejara de perseguir al taxista, estaba demasiado nervioso ante la posibilidad de que nos estrelláramos por tan estúpida circunstancia. Oscar por lo contrario se veía muy

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entusiasmado, y le decía a mi hermana que persiguiera al taxista porque tenía que pagar su irrespeto. Yo no quería saber de más persecuciones, Colombia está realmente demente y cada conductor de esta patria lleva en sus venas un pequeño asesino en potencia.

El taxista, enfurecido, trataba de hacer que mi hermana se estrellara, pero con sus habilidades automotrices, aprendidas en un intenso curso de dos horas viendo la película Taxi Driver de Martín Scorsese, no permitió que nos estrelláramos. Llena de rabia abrió la ventana de su puerta a unos 100 kilómetros por hora, sacó un puñado de monedas de 50 pesos que guardaba en la guantera y se los lanzó al taxista, quien no podía creer que todo ese manojo de monedas atacara su vehículo. Yo me tenía del asiento y miraba hacia el piso del carro, estaba muy asustado, tenía ganas de vomitar. Quería que este viaje se acabara pronto. Se dice que las mujeres de Bogotá no saben manejar, pero creo que son las más valientes al volante y las más furiosas para competir. El taxista, al ver las maniobras valerosas de mi hermana, se retiró de la batalla como se dice: con el rabo entre las patas. Dejamos a Oscar en el Barrio Lucero Bajo, que queda a unos 20 minutos de mi casa y luego llegué a mi casa a descansar. Luego de toda esa larga semana caí dormido y no me desperté sino hasta el tercer día. Recordé que tenía que entregar un trabajo para una clase de Max Weber, estaba a punto de perder el semestre. Mi vida siguió y Bogotá se convirtió en Barranquilla.

23 de abril de 2015.