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Mentalización: aspectos teóricos y clínicos Gustavo Lanza Castelli [email protected] [Trabajo presentado en el Congreso de Interpsiquis, febrero 2011] El concepto Mentalización (o Función Reflexiva) ha conocido una notable expansión en los últimos 20 años. Surgido originariamente del intento de Peter Fonagy y otros autores por comprender y abordar la patología borderline (Fonagy, 1991; Fonagy et al., 1995), basándose en conceptos psicoanalíticos y de la teoría del apego (Main, 1991) articulados con los desarrollos sobre teoría de la mente (Baron-Cohen, Leslie, Frith, 1985; Baron-Cohen, 1995), fue ganando en profundidad y amplitud hasta constituir un vasto y complejo cuerpo de conocimientos en continuo aumento. El mismo incluye una teoría elaborada de las distintas facetas de la mentalización y de las funciones psicológicas que a ellas subyacen, una teoría del desarrollo, articulaciones con las neurociencias, diversos métodos para la evaluación del funcionamiento reflexivo y una serie de propuestas clínicas para el abordaje de las patologías graves. Los diversos conceptos de esta teorización han sido operacionalizados a los efectos de favorecer su contrastación empírica, llevada a cabo en múltiples y rigurosas investigaciones (Fonagy, Target, 1997; Fonagy, Target, Steele, Steele, 1998; Allen, Fonagy, Bateman, 2008). Hoy en día encontramos una serie de investigadores y terapeutas en número creciente, que utilizan este concepto en su práctica y proponen su aplicación en la comprensión y tratamiento de diversos cuadros clínicos (Allen, 2005; Rudden et al., 2008), en la evaluación de enfoques teórico-técnicos (Levy et al., 2006; Yeomans et al., 2008), en la confección de técnicas para favorecer la optimización de las habilidades mentalizadoras del paciente (Lanza Castelli, 2009a), o buscan articularlo con conceptos psicoanalíticos más clásicos (Holmes, 2006), etc. Muchos de ellos lo emplean para informar una serie de prácticas variadas, que amplían el campo de aplicación de la terapia basada en la mentalización (Bateman, Fonagy, 2004, 2006), como la terapia de parejas (Younger, 2006), de familias (Fearon et al., 2006), de grupos (Bateman, Fonagy, 2004), el entrenamiento de la pareja parental primeriza (Sadler et al., 2006), los talleres de psicoeducación (Haslam-Hapwood et al. 2006), los grupos de profesionales en crisis (Bleiberg, 2006), la prevención de la violencia en las escuelas (Allen, Fonagy, Bateman, 2008), etc. En el ámbito terapéutico, hay un consenso creciente en cuanto a que no sólo en el psicoanálisis sino también en las otras formas de terapias existentes se busca que el paciente incremente su funcionamiento reflexivo, a través de enfoques y técnicas distintas a las psicoanalíticas, pero que persiguen este mismo objetivo. De este modo, se plantea que el mentalizar es un factor común a las diversas formas de psicoterapia (Allen, Fonagy, Bateman, 2008). En lo que sigue, caracterizo en primer término la mentalización, enumero sus distintas facetas, señalo su evolución y sus raíces en las relaciones de apego tempranas, analizo el trauma en este vínculo y algunas consecuencias del mismo y, por último, propongo un abordaje terapéutico basado en la posición mentalizadora del profesional y en la construcción de un equipo de trabajo paciente-terapeuta. A) La mentalización A.1) El constructo mentalización (o función reflexiva) se refiere a una serie variada de operaciones psicológicas que tienen como elemento común focalizar en los estados mentales. Estas operaciones incluyen una serie de capacidades representacionales y de habilidades inferenciales, las cuales forman un mecanismo interpretativo especializado, dedicado a la tarea de explicar y predecir el comportamiento propio y ajeno mediante el expediente de inferir y atribuir al sujeto de la acción determinados estados mentales intencionales que den cuenta de su conducta (Gergely, 2003).

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Mentalización: aspectos teóricos y clínicos

Gustavo Lanza Castelli

[email protected]

[Trabajo presentado en el Congreso de Interpsiquis, febrero 2011]

El concepto Mentalización (o Función Reflexiva) ha conocido una notable expansión en los últimos 20

años. Surgido originariamente del intento de Peter Fonagy y otros autores por comprender y abordar la

patología borderline (Fonagy, 1991; Fonagy et al., 1995), basándose en conceptos psicoanalíticos y de

la teoría del apego (Main, 1991) articulados con los desarrollos sobre teoría de la mente (Baron-Cohen,

Leslie, Frith, 1985; Baron-Cohen, 1995), fue ganando en profundidad y amplitud hasta constituir un

vasto y complejo cuerpo de conocimientos en continuo aumento. El mismo incluye una teoría

elaborada de las distintas facetas de la mentalización y de las funciones psicológicas que a ellas

subyacen, una teoría del desarrollo, articulaciones con las neurociencias, diversos métodos para la

evaluación del funcionamiento reflexivo y una serie de propuestas clínicas para el abordaje de las

patologías graves.

Los diversos conceptos de esta teorización han sido operacionalizados a los efectos de favorecer su

contrastación empírica, llevada a cabo en múltiples y rigurosas investigaciones (Fonagy, Target, 1997;

Fonagy, Target, Steele, Steele, 1998; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

Hoy en día encontramos una serie de investigadores y terapeutas en número creciente, que utilizan este

concepto en su práctica y proponen su aplicación en la comprensión y tratamiento de diversos cuadros

clínicos (Allen, 2005; Rudden et al., 2008), en la evaluación de enfoques teórico-técnicos (Levy et al.,

2006; Yeomans et al., 2008), en la confección de técnicas para favorecer la optimización de las

habilidades mentalizadoras del paciente (Lanza Castelli, 2009a), o buscan articularlo con conceptos

psicoanalíticos más clásicos (Holmes, 2006), etc.

Muchos de ellos lo emplean para informar una serie de prácticas variadas, que amplían el campo de

aplicación de la terapia basada en la mentalización (Bateman, Fonagy, 2004, 2006), como la terapia de

parejas (Younger, 2006), de familias (Fearon et al., 2006), de grupos (Bateman, Fonagy, 2004), el

entrenamiento de la pareja parental primeriza (Sadler et al., 2006), los talleres de psicoeducación

(Haslam-Hapwood et al. 2006), los grupos de profesionales en crisis (Bleiberg, 2006), la prevención de

la violencia en las escuelas (Allen, Fonagy, Bateman, 2008), etc.

En el ámbito terapéutico, hay un consenso creciente en cuanto a que no sólo en el psicoanálisis sino

también en las otras formas de terapias existentes se busca que el paciente incremente su

funcionamiento reflexivo, a través de enfoques y técnicas distintas a las psicoanalíticas, pero que

persiguen este mismo objetivo. De este modo, se plantea que el mentalizar es un factor común a las

diversas formas de psicoterapia (Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

En lo que sigue, caracterizo en primer término la mentalización, enumero sus distintas facetas, señalo

su evolución y sus raíces en las relaciones de apego tempranas, analizo el trauma en este vínculo y

algunas consecuencias del mismo y, por último, propongo un abordaje terapéutico basado en la

posición mentalizadora del profesional y en la construcción de un equipo de trabajo paciente-terapeuta.

A) La mentalización

A.1) El constructo mentalización (o función reflexiva) se refiere a una serie variada de operaciones

psicológicas que tienen como elemento común focalizar en los estados mentales. Estas operaciones

incluyen una serie de capacidades representacionales y de habilidades inferenciales, las cuales forman

un mecanismo interpretativo especializado, dedicado a la tarea de explicar y predecir el

comportamiento propio y ajeno mediante el expediente de inferir y atribuir al sujeto de la acción

determinados estados mentales intencionales que den cuenta de su conducta (Gergely, 2003).

Por esta razón, no toda actividad mental puede considerarse como mentalizadora, sino sólo aquella que

se refiere a dichos estados.

La mentalización incluye diversos procesos mentales, que deben diferenciarse de los contenidos con

los que aquéllos trabajan (pensamientos, sentimientos, etc.) (Fonagy et al., 1993). Cabe diferenciar tres

clases de procesos diferentes que constituyen la mentalización:

Los procesos simbolizantes y transformadores: se trata de una serie de actividades mentales

consistentes en procesos de simbolización, procesamiento y transformación de representaciones,

pensamientos y afectos. Entre otros, podríamos mencionar el proceso intersubjetivo por el cual se

constituyen las representaciones secundarias para simbolizar los afectos (Gergely y Watson, 1996), los

distintos mecanismos responsables de la construcción del contenido manifiesto del sueño (Freud,

1900; Fonagy, 2000), el procesamiento de la experiencia subjetiva preconsciente al ser traducida en

palabras (Lanza Castelli, 2010a), etc.

Los procesos cognitivo/imaginativo/atencionales: éstos son los procesos más comúnmente

mencionados en los diversos trabajos sobre el tema. Engloban una serie de operaciones mentales de

complejidad variable incluidas en el término mentalizar, tales como la dirección deliberada de la

atención, el recordar, el interpretar, el dar sentido, el empatizar, el imaginar, el identificar y

comprender los estados emocionales, el inferir los estados mentales que subyacen a los

comportamientos de los demás, etc.

Entre estas operaciones cabe incluir las actividades metacognitivas, que toman como objeto a los

propios procesos y contenidos mentales, permitiendo con ello una distancia psicológica respecto de los

mismos y el discernimiento de la diferencia entre el pensamiento y la realidad efectiva (discernimiento

que implica la posibilidad de relativizar el propio punto de vista y considerar puntos de vista

alternativos). La posición metacognitiva favorece la comprensión del funcionamiento de la propia

mente, la reevaluación de los automatismos interpretativos y atribucionales que recaen sobre el otro y

sobre el propio self, y la regulación emocional (Main, 1991; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

Los procesos reguladores: el pensar acerca de las consecuencias de los propios actos, del estado mental

del otro hacia el que se dirigen, de la emoción de la que surgen, etc. permite regular la propia acción,

imprimiéndole una forma determinada, dándole curso, difiriéndola, refrenándola, etc. “El pensar antes

de actuar impulsivamente es, por tanto, paradigmático del mentalizar” (Allen, Fonagy, Bateman, 2008,

p. 8).

En lo que hace a la experiencia emocional, su regulación forma parte de la mentalización de la misma.

Dicha regulación puede referirse al incremento o decrecimiento de la intensidad de la experiencia

emocional, a la modificación de dicha experiencia y al mantenimiento de un determinado nivel de

activación emocional. Incluye la reevaluación de los afectos y del componente cognitivo de los

mismos (Fonagy et al., 2002, Jurist, 2005)

En lo que hace a las facetas del mentalizar, es importante diferenciar la mentalización implícita y la

explícita, la dirigida hacia uno mismo y la que se focaliza en los demás.

A.2) Mentalización implícita y explícita:

La mentalización implícita consiste en diversos procesos que transcurren de forma no reflexiva y

automática y que constituyen la mayor parte del mentalizar, en el seno de los múltiples intercambios

interpersonales que tienen lugar en el día a día de todo sujeto. Entre otros ejemplos, cabe citar el

empatizar espontáneo, que implica cierto grado de reflejo de las expresiones faciales y posturas del

otro, de un modo directo y no deliberado. También el tomar y ceder el turno en una conversación

rápida y el tener en cuenta la perspectiva del otro (sabemos lo que conoce y mientras hablamos lo

tomamos en cuenta), sin pensar para ello explícitamente (Barker y Givon, 2005).

De igual forma, en el así llamado “tacto social” monitoreamos continuamente el estado mental de

nuestro interlocutor y el contexto en que se desarrolla el intercambio, tenemos presente el impacto que

producirá en él tal o cual actitud de nuestra parte y reaccionamos de un modo sintonizado con la

expresión de sus emociones. Y todo ello sin que recurramos a razonamientos deliberados y explícitos

para saber cómo comportarnos.

La mentalización implícita funciona habitualmente como intuición e incluye sentimientos, juicios,

pálpitos que tenemos en las situaciones sociales, los cuales se experimentan sin que poseamos razones

bien articuladas para fundamentarlos o dar cuenta de los mismos. La intuición, por su parte, se basa en

el aprendizaje implícito y es la base de nuestra habilidad para responder apropiadamente a la

comunicación emocional no verbal. Mucha de esta responsividad ocurre fuera de la conciencia

explícita (Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

La mentalización implícita en relación con uno mismo tiene que ver con el sentimiento del self, un

sentimiento prerreflexivo unido al sentimiento del self como agente, como iniciador de las acciones

(internas y externas) deliberadas (Allen, 2006).

Por su parte, la mentalización explícita incluye procesos simbólicos, deliberados y reflexivos; el

lenguaje es el medio electivo para ella. Suele tomar la forma de narraciones y tiene que ver con mucho

de lo que proponemos en la terapia, por ejemplo, poner los sentimientos en palabras, tomar conciencia

del modo en que funciona la propia mente, identificar una secuencia de pensamientos y reflexionar

sobre ellos, etc.. Implica un mayor nivel de conciencia que la mentalización implícita y una

focalización deliberada de la atención.

La diferencia entre ambas formas (implícita y explícita) corresponde a una diferenciación paralela en

el reino de la memoria: la diferencia entre memoria declarativa (explícita) y procedural (implícita), o la

diferencia entre saber “qué” y saber “cómo” (Fonagy, 1999a).

El mentalizar implícito es un saber cómo procedural; el mentalizar explícito es lo que puede ser

declarado en forma simbólica.

De todos modos, es difícil trazar una neta línea de demarcación entre ambas modalidades, ya que al

mentalizar, vamos y venimos de una a la otra.

En la psicoterapia comprometemos a los pacientes en la mentalización explícita, a los efectos de

solucionar problemas inter e intrapersonales. Hacemos más consciente lo que es menos consciente o

inconsciente (tanto pacientes como terapeutas) mediante el mentalizar (Allen, Fonagy, Bateman,

2008).

A.3) Mentalización en relación con uno mismo y con los demás:

La mentalización en relación con uno mismo incluye una serie de procesos que tienen alguna de las

tres funciones señaladas más arriba (o más de una): transformar diversos contenidos mentales,

centrarse en la autorregulación, focalizar en distintos contenidos y funciones del propio self.

En relación a esta última función podríamos hacer mención de los procesos que tienen que ver con la

percepción del propio funcionamiento mental, la cual requiere una actitud autoinquisitiva, que implica

una genuina curiosidad acerca de los propios pensamientos y sentimientos, como así también un

escepticismo realista, esto es, el reconocimiento de que los propios sentimientos pueden ser confusos y

que no siempre es posible tener claridad sobre lo que uno piensa o siente (Bateman, Fonagy, 2006).

Esta percepción incluye una serie variada de procesos, entre otros el monitoreo y registro de los

propios estados mentales, que tienen lugar según grados diversos de complejidad (desde un

pensamiento, hasta un conjunto estratificado y complejo de sentimientos, pasando por la secuencia de

diversos estados mentales y de las razones interpersonales que los activan, el modo en que trabaja la

propia mente, etc.).

De igual forma, la percepción del propio funcionamiento mental supone también la aprehensión de que

los sentimientos concernientes a una situación pueden no estar relacionados con los aspectos

observables de la misma, sino que pueden provenir de otras fuentes. Asimismo, implica la detección de

la presencia de conflictos entre ideas y sentimientos incompatibles, así como el registro de la acción de

defensas en el interior de uno mismo, etc. (Bateman, Fonagy, 2006; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

Una consideración especial merece la afectividad mentalizada, de indudable valor clínico, a la que

Fonagy et al. (2002) consideran como una forma sofisticada de la regulación emocional y que implica

que los afectos son experimentados a través de los lentes de la autorreflexividad, de modo tal que se

hace posible comprender el significado subjetivo de los propios estados afectivos.

Cabe suponer que cuanto mayor sea la familiaridad con la propia experiencia subjetiva, más efectiva

podrá ser la regulación emocional, ya que ésta supone un agente autorreflexivo. La expresión

“afectividad mentalizada”, entonces, describe cómo la regulación emocional es transformada por la

mentalización.

Sus componentes son tres: identificación, modulación y expresión de los afectos (Jurist, 2005, 2008;

Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

En lo que hace a la capacidad para mentalizar los pensamientos y sentimientos ajenos, cabe señalar

que la actitud mentalizante implica curiosidad y un genuino interés en los pensamientos y sentimientos

de los demás, así como apertura mental y respeto por sus perspectivas.

De todos modos, dado que los estados mentales de los demás poseen necesariamente un cierto grado

de opacidad, la mentalización del otro es siempre relativamente incierta.

A esto se agrega una dificultad específica derivada de una particularidad personal ampliamente

extendida que obstaculiza nuestra comprensión del otro, consistente en el egocentrismo, esto es, en la

tendencia implícita (automática, no consciente) a suponer que el otro comparte nuestra perspectiva,

conocimiento y actitudes (Decety, J., 2005; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

Por otro lado, la aplicación al vínculo con el semejante de modelos operativos disfuncionales (Bowlby,

1973), así como la acción de diversas defensas, hace que le atribuyamos estados mentales y actitudes

que no son los suyos.

Para mentalizar adecuadamente, entonces, hay que esforzarse en un descentramiento que deje de lado

la propia perspectiva para captar la ajena, y controlar (o resolver) el modo en que los esquemas

operativos y las defensas condicionan y distorsionan la percepción del otro. El mentalizar, por tanto,

requiere esfuerzo (Decety, J., 2005; Allen, Fonagy (eds) 2006; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

Por último, cabe señalar que el ámbito fundamental en que se despliega la mentalización en sus

variadas facetas es el de las relaciones vinculares. Es básicamente en el interior de las complejas

interacciones interpersonales y en distintos puntos del circuito intersubjetivo que los distintos aspectos

del mentalizar se ponen en juego (Bateman, Fonagy, 2006; Fearon et al., 2006).

B) El desarrollo de la mentalización:

La capacidad de entender la conducta propia y ajena en términos de estados mentales no es una

capacidad presente desde el comienzo de la vida, sino que consiste en un logro que requiere varios

años de desarrollo, maduración cerebral y experiencia interpersonal. Dicho desarrollo supone una serie

compleja de pasos evolutivos y la presencia de un contexto intersubjetivo de apego seguro, para que

pueda tener lugar adecuadamente. Por lo demás, este desarrollo se halla entrelazado con la evolución

de la agencia del self, entramada, a su vez, con el sentimiento de sí. El self cuya agencia

consideraremos (el self como “agente”) debe diferenciarse del self como objeto o representación. El

primero es el agente activo, responsable de la construcción del segundo. Incluye una serie de procesos

o funciones entre las que se encuentra, justamente, la capacidad de mentalizar (Fonagy, Target, 1997).

En lo que sigue resumo los pasos en la constitución del self en su relación con el mentalizar y pongo

particular énfasis en la dimensión intersubjetiva que los subtiende.

En los primeros meses de vida el niño desarrolla un sentimiento de sí como agente físico, sobre la base

de la propia experiencia de ser la fuente de su acción y de poseer la capacidad para introducir cambios

en el mundo físico, en los cuerpos u objetos con los que tiene contacto.

Simultáneamente, desarrolla también un sentimiento de sí como agente social, en la medida que

advierte que sus actitudes y comportamientos producen efectos en sus cuidadores (el llanto que hace

acudir a su madre, por ejemplo).

En la segunda mitad del primer año de vida, el niño se comprende a sí mismo y a los demás como

agentes teleológicos, esto es, como agentes que realizan acciones (entendidas en ese momento como

medios para llegar a un fin) que están deliberadamente dirigidas hacia la consecución de un objetivo.

En este momento evolutivo el niño espera que tales acciones sean “racionales”, esto es, que elijan -

entre distintas alternativas- la manera más eficiente de llegar a una meta. Esto no implica que aquél

tenga en cuenta el estado mental del sujeto de la acción, sino que evalúa la eficacia de la misma en el

contexto de las características físicas que posee la situación de que se trate. Esto supone entender las

acciones en términos de resultados físicos y no de procesos mentales, lo que se observa con frecuencia

en ciertos pacientes con trastornos de la personalidad (Fonagy et al., 2002).

Ya en el segundo año de vida, el niño comienza a mentalizar la postura teleológica anterior, en la

medida en que puede interpretar las acciones como surgidas de deseos e intenciones. Simultáneamente,

puede implicarse en juegos imaginarios compartidos que favorecen las habilidades cooperativas y

comienza a adquirir un lenguaje para representar los estados mentales y a tener la posibilidad de

razonar de un modo no egocéntrico acerca de los deseos y sentimientos de los demás (Fonagy, 2006;

Allen, Fonagy, Bateman, 2008). Sin embargo, en este momento es todavía incapaz de separar los

estados mentales de la realidad exterior y la diferencia entre lo interno y lo externo permanece para él

borrosa (Fonagy, 2006).

Un hito central en este desarrollo tiene lugar entre los tres y cuatro años de edad, cuando el niño es

capaz de desarrollar una comprensión de los estados mentales como tales, diferenciándolos de la

realidad efectiva, lo que se evidencia mediante la posibilidad de llevar a cabo exitosamente el “test de

la falsa creencia” (Wimmer y Perner, 1983; citado en Riviere, 1996).

La trascendencia de esta conquista ha sido caracterizada por Perner (1991) en los siguientes términos:

“…la representación no es un aspecto de la mente entre otros, sino que provee las bases para explicar

lo que la mente es. En otras palabras, al conceptualizar la mente como un sistema de representaciones,

el niño vira de una teoría mentalista del comportamiento, en la que los estados mentales sirven como

conceptos para explicar la acción, a una teoría representacional de la mente, en la que los estados

mentales se comprenden al servicio de una función representacional” (Citado por Allen, Fonagy,

Bateman, 2008, p. 78).

Esta conquista libera al sujeto de la inmediatez de la realidad y le permite ir más allá de las

representaciones perceptivas, habilitándolo para contrastar un estado existente con otro deseado, para

comparar situaciones correspondientes a distintos momentos temporales, para hacer proyectos a futuro,

etc.

El pleno desarrollo mental adviene con la capacidad para producir meta-representaciones (o sea,

representaciones que representan a otras representaciones, como cuando reflexiono sobre mis

sentimientos y pensamientos) con lo que la mente deviene consciente de sí misma y capaz de

autorregulación a través de una postura metacognitiva. La capacidad para la meta-representación

incluye también la capacidad para comprender que la conducta no sólo es influenciada por estados

mentales pasajeros, sino también por disposiciones de la personalidad duraderas, con lo cual se sientan

las bases para un concepto del self. En este momento se constituye también el self autobiográfico, que

es capaz de integrar diversas experiencias relacionadas con él en una organización temporal-causal

coherente de un self extendido en el tiempo (Fonagy et al., 2002).

A lo largo de este recorrido se ponen en juego cuatro procesos que poseen la mayor importancia para

la constitución y despliegue de la mentalización: la constitución de representaciones para regular la

emoción, la atención conjunta, el lenguaje y las interacciones pedagógicas.

La constitución de representaciones para regular la emoción: en los primeros tiempos de la vida los

afectos consisten para el bebé en una activación fisiológica y visceral que no puede controlar ni

significar. Para ello hace falta la respuesta de la figura de apego a la exteriorización de dichos afectos.

Esta respuesta, cuando es adecuada, consiste en un reflejo del afecto en cuestión: la madre manifiesta

su captación y empatía con expresiones faciales y verbales acordes al afecto experimentado por el

niño, de forma exagerada o parcial y con el agregado de algún otro afecto combinado simultánea o

secuencialmente (por ej. el reflejo de la frustración del niño, combinada con preocupación por él) y

con claves conductuales, como las cejas levantadas que encuadran la expresión ofrecida a la atención

del infans. La observación de este reflejo parental ayuda al niño a diferenciar los patrones de

estimulación fisiológica y visceral que acompañan los distintos afectos y a desarrollar un sistema

representacional de segundo orden para sus estados mentales, mediante la internalización de dicho

reflejo. Como dicen Bateman y Fonagy “La internalización de la respuesta reflejante de la madre al

estrés del niño (conducta de cuidado) viene a representar un estado interno. El niño internaliza la

expresión empática de la madre desarrollando una representación secundaria de su estado emocional,

con la cara empática de la madre como el significante y su propia activación emocional como el

significado. La expresión de la madre atenúa la emoción al punto que ésta es separada y diferenciada

de la experiencia primaria, aunque -de forma crucial- no es reconocida como la experiencia de la

madre, sino como un organizador de un estado propio. Es esta “intersubjetividad” el cimiento de la

íntima relación entre apego y autorregulación” (2004, p. 65).

Esta respuesta reflejante, que provee los inicios de un sistema simbólico para el bebé, ha de estar

“marcada” de algún modo para que éste no la confunda con una expresión de los sentimientos de la

madre, lo cual sería particularmente problemático cuando esta última se encuentra reflejando los

sentimientos negativos de aquél, en cuyo caso dichos sentimientos se incrementarían en lugar de

disminuir. Esta “marca” se logra en la medida en que la madre produce una versión exagerada de la

emoción del niño, mezclada, además, con otros sentimientos, tal como fue señalado más arriba.

Otro factor importante para que el niño reconozca que la expresión de la madre tiene que ver con los

sentimientos que él experimenta, es que la misma aparece en forma concordante con la expresión de

dichos sentimientos por su parte y no cuando se halla libre de ellos.

Otra característica necesaria de la respuesta materna es su congruencia con el sentimiento vivenciado y

expresado por el niño. Mediante la misma, este último va adquiriendo una comprensión de sus propios

estados internos, a la vez que comienza a poder regularlos, ya que mediante la expresión de sus afectos

logra un control sobre la conducta de la madre que acude a consolarlo y a ofrecerle el reflejo

mencionado. El niño asocia entonces el control que posee sobre las conductas reflejantes de la madre

con el subsiguiente cambio positivo en su estado emocional, con lo cual comienza a experimentar al

self como un agente autorregulador (Gergely, Watson, 1996).

El establecimiento de estas representaciones de segundo orden crea las bases para la regulación del

afecto y el control de impulsos y provee una pieza esencial para el posterior desarrollo de la

mentalización.

“El cuidador que es capaz de dar forma y significado a los estados afectivos e intencionales del niño

pequeño a través del reflejo facial y vocal y de interacciones juguetonas, provee al niño con

representaciones que han de formar el núcleo de su sentido del self en desarrollo. Para su desarrollo

normal el niño necesita experimentar una mente que tenga a su mente en mente y que sea capaz de

reflejar sus sentimientos e intenciones adecuadamente y de un modo no abrumador (por ejemplo

cuando se reconocen los estados afectivos negativos)” (Bateman, Fonagy, 2004, p. 68).

Si el cuidador no cumple esta función de modo adecuado, el niño experimentará diversas

perturbaciones; una de ellas será que sus sentimientos no estarán etiquetados ni simbolizados, serán

confusos y difíciles de regular. Por otra parte, si el niño ha sufrido descuido psicológico y no ha podido

establecer las representaciones de segundo orden mencionadas, tendrá dificultades más tarde para

diferenciar la fantasía de la realidad y la realidad psíquica de la física y será proclive a operar mediante

los modos primitivos de representar la subjetividad (Cf. más adelante).

Si tomamos ahora en consideración la necesidad de que la respuesta reflejante de la madre sea

congruente y “marcada”, vemos que pueden ocurrir dos desenlaces problemáticos según falle una u

otra de estas condiciones.

Si lo que falla es la congruencia del reflejo, las representaciones de segundo orden que el niño

construya basándose en dicho reflejo, no corresponderán al estado constitucional interno que

experimenta. La reiteración de esta situación puede predisponerlo a desarrollar una estructura

narcisista análoga al falso self descripto por Winnicott (1965).

Si el problema reside en un reflejo insuficientemente marcado, la expresión de la madre (o del

cuidador) será vista por el niño como una externalización de su propia experiencia, lo cual puede

establecer una predisposición a experimentar las emociones a través de los demás, como ocurre en los

pacientes borderline. Si el niño que experimenta una emoción negativa supone que su madre también

la vive y expresa, esto incrementará fuertemente su propio estado emocional lo que puede llevarlo a

situaciones de trauma acumulativo más que de contención (Fonagy, 2006).

La atención conjunta: el tema de la atención posee la mayor importancia en el mentalizar, al punto que

éste puede definirse como “prestar atención a los estados mentales en uno mismo y en los demás”

(Allen, 2006). Por otra parte, en nuestra actividad clínica instamos una y otra vez al paciente a que

preste atención a lo que sienten, piensan y hacen, tanto él como las personas significativas de su

entorno. La atención conjunta de paciente y terapeuta focalizando en los procesos y contenidos

mentales de aquél, estimula la actividad mentalizadora del consultante.

Desde el punto de vista evolutivo encontramos una serie de jalones importantes en su desarrollo.

Ya en los primeros meses de la infancia puede advertirse el efecto que en el bebé tiene el sentirse

objeto de la atención del cuidador. Su respuesta puede ir del interés y el placer al disgusto y la

evitación.

Por esa época el bebé es también capaz de dirigir la atención del otro hacia sí mismo mediante diversas

manifestaciones conductuales.

Alrededor de los 7 u 8 meses, el niño busca atraer la atención del cuidador, no ya hacia la totalidad de

sí mismo sino hacia aspectos y acciones específicas (mostrar la barriga, hacer payasadas).

A los 9 ó 10 meses el infans busca dirigir la atención del otro hacia un objeto que aferra en sus manos

y entre los 10 y los 14 meses a objetos distantes mediante el expediente de señalarlos.

En el curso del desarrollo se complejizan los objetos sobre los cuales puede recaer la atención,

manteniéndose constante el hecho de la atención conjunta, que es triádica a partir de la segunda mitad

del primer año de vida, en tanto implica al self, al otro y al objeto al que se dirige.

A partir de los nueve meses cambia el significado de la atención recíproca. Como el otro es ahora para

el niño un ser intencional que tiene intenciones y actitudes emocionales hacia el mundo, cuando su

atención se dirige hacia él puede monitorear dichas emociones. Esta nueva comprensión de cómo los

otros sienten hacia él abre la puerta al surgimiento de sentimientos como la vergüenza, la

autoconsciencia y la autoestima. Ahora puede aprender sobre sí mismo desde el punto de vista del otro

y comenzar a tener un incipiente autoconcepto (del mí en el sentido de William James, o sea, el self

como representación).

En cuanto a la actitud de señalar, puede tener dos valores diferentes: inicialmente posee un valor

instrumental al servicio de que la madre alcance o proporcione algo, pero posteriormente implica la

intención de dirigir la atención del otro hacia un objeto determinado (por ejemplo hacer que la madre

mire un juguete) con el propósito de compartir la atención, en el sentido de generar alguna implicación

emocional conjunta hacia ese objeto.

A los 18 meses se torna posible para el niño chequear que la atención del otro esté dispuesta, antes de

señalar hacia un objeto. Esto ha sido denominado por Franco (2005) “la semilla de la mentalización”

(Citado por Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

La atención conjunta implica también un comentario emocional implícito respecto de objetos de

interés común. Así, en la referenciación social, el niño evalúa la respuesta emocional de la madre

respecto de un tercero, para saber cómo lo sentirá a su vez (por ejemplo, como atractivo o peligroso).

En este punto la atención del otro dirigida hacia el self tiene un valor diferente al de los primeros

meses de vida. En la medida en que el otro es visto ahora como un agente intencional con emociones

hacia los objetos del mundo, cuando la atención del mismo recae sobre el self, el niño es capaz de

monitorear la emoción que el otro siente hacia él. Esta nueva comprensión acerca de cómo los demás

sienten respecto a él, permite el desarrollo de la vergüenza, la autoconciencia y el sentimiento de

autoestima.

Encontramos aquí un sentimiento naciente del self como una persona entre otras, con el sentimiento de

unidad y similitud que proporciona el sentirse mentalizado por el otro. A esta altura, la autoconciencia

(en el sentido de conciencia de la conciencia del otro) no es mentalizada de forma explícita por el niño,

sin embargo “…junto con el reflejo de las emociones es parte de los cimientos sobre los que se

desarrolla la mentalización” (Allen, Fonagy, Bateman, 2008, p. 85).

El lenguaje: la relación entre la mentalización y el lenguaje es doble, por un lado es necesario el previo

surgimiento de las capacidades mentalizadoras incipientes en la atención conjunta para que tenga lugar

la adquisición del lenguaje. Por otro, el refinamiento de las capacidades lingüísticas se torna necesario

para el desarrollo pleno de una teoría representacional de la mente.

Las referencias lingüísticas deben entenderse en el contexto de la atención conjunta del niño y su

cuidador. Cuando ambos prestan atención a un objeto tercero así como a la atención del otro en

relación a ese objeto, el despliegue verbal del cuidador es internalizado por el niño. De este modo, la

captación de la mente del otro (de su atención dirigida al mismo objeto) es el camino a través del cual

se accede al lenguaje.

Por otro lado, el uso del lenguaje le da al niño la posibilidad de representar la realidad en un mundo

mental que no coincide necesariamente con la realidad como tal. Por su intermedio se abre al mundo

de los posibles, de escenarios representados e imaginados más allá de la inmediatez de la realidad. En

relación con las otras mentes el lenguaje permite imaginar lo que los otros piensan, sienten, desean,

etc. (en tanto se trata de escenarios mentales posibles). Visto desde este punto de vista, el lenguaje es

el camino a través del cual se accede a las otras mentes, ya que para que el niño sea capaz de

mentalizar explícitamente debe poseer términos verbales que se refieran a los estados mentales (sentir,

creer, desear, etc.). Las diferencias entre diversos niños en su inclinación a referirse verbalmente a

estados mentales en los diálogos con sus pares, son predictivas de futuros desempeños en tareas que

evalúan su desempeño mentalizador.

Por lo demás, los niños deben aprender a diferenciar entre el modo en que las cosas son en la realidad

y el modo en que son representadas en la mente para que sean capaces de discernir las falsas creencias,

esto es, el mundo representacional como tal (Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

Las interacciones pedagógicas: la actitud de reflejo de los cuidadores, reseñada más arriba, puede ser

considerada también como una interacción pedagógica implícita donde éstos enseñan al niño acerca de

sus estados mentales. Esta enseñanza es decisiva para el desarrollo del sentimiento subjetivo del self y

para la regulación emocional y se pone en juego desde antes de la adquisición del lenguaje (Allen,

Fonagy, Bateman, 2008). Cuando el niño desarrolla un apego seguro surge en él una confianza en el

cuidador como fuente fiable de información sobre sí mismo y sobre el mundo.

El niño aprende sobre sí mismo, sobre sus estados mentales a partir de la enseñanza que el cuidador le

brinda. Conquista así, por ejemplo, una representación mentalizada de sus estados emocionales que

puede integrar con las claves somáticas propias en la comprensión de los mismos. De este modo,

mentaliza su estado emocional conectando sus sensaciones corporales con una representación mental

proveniente de la respuesta reflejante de la madre.

Este proceso se amplía e incluye diversos estados internos del self. En el proceso de socialización el

niño es llevado a prestar atención a sus estados mentales, mediante lo cual desarrolla un sentido del

self cada vez más consistente.

El fenómeno de la referenciación social, mencionado con anterioridad, también puede incluirse entre

las interacciones pedagógicas.

C) Las relaciones de apego y las interacciones mentalizadoras como contexto para la mentalización: el

desarrollo pleno de la mentalización depende de condiciones genéticas y de un contexto de apego

seguro que haga las veces de un andamio indispensable para que estas potencialidades biológicas se

expresen fenotípicamente.

C.1) La teoría del apego y el apego seguro:

John Bowlby (1969, 1973, 1980), creador de la teoría del apego, sostiene que la necesidad de formar

vínculos estrechos con los cuidadores (madre, padre) no es una necesidad derivada de una pulsión más

primaria, sino que se encuentra presente desde el comienzo de la vida como una necesidad autónoma,

que motiva a buscar o mantener la cercanía con otra persona considerada más fuerte y/o sabia (padres

o cuidadores).

Esta necesidad se expresa en una serie de conductas recíprocas: llanto, sonrisa, búsqueda de

aferramiento, etc. por parte del niño, contención física y emocional por parte del adulto. Estas

conductas de apego se activan en el niño ante el sentimiento de inseguridad y tienen como objetivo la

experiencia de seguridad gracias al contacto con el cuidador. Por lo tanto, el sistema de apego es el

primer regulador de la experiencia emocional.

La experiencia vivida con los padres o cuidadores tiene una importancia decisiva en la capacidad

posterior del niño para establecer vínculos afectivos satisfactorios. Una de las funciones de aquéllos es

la de proporcionar al niño una base segura desde la cual éste pueda aventurarse en la exploración del

mundo circundante (y, posteriormente, del mundo interno). Para ello es necesario que el niño pueda

depender de sus figuras de apego y que desarrolle la confianza en que lo han de proteger o contener

cuando tal cosa le sea menester.

El niño internaliza las múltiples y reiteradas experiencias con sus cuidadores en una serie de esquemas

mentales denominados “modelos internos de trabajo”, que incluyen representaciones del self y del otro

en interacción y una serie de creencias acerca de quiénes son sus figuras de apego, dónde puede

encontrarlas y cómo habrán de responder (Bowlby, 1973). Estos modelos, una vez constituidos,

contribuyen a la configuración del mundo interpersonal en todas las interacciones posteriores.

Gracias al trabajo de Mary Ainsworth (Marrone, 2001; Fonagy, Target, 2003) que incluyó el diseño de

una situación experimental para observar la reacción del niño dejado en presencia de un extraño a raíz

de una breve ausencia de la madre (la “situación extraña”), fue posible diferenciar distintos patrones de

apego: seguro, ansioso/evitativo, ansioso/resistente, desorganizado/desorientado.

Como fue dicho, es en el contexto del apego seguro que se desarrolla adecuadamente la capacidad de

mentalizar. En la “situación extraña” los niños con apego seguro exploran sin problemas -en presencia

de su madre- el ambiente y los juguetes que allí se encuentran, se ponen ansiosos ante la presencia del

extraño y lo evitan, muestran signos de perturbación ante la ausencia de su cuidadora y buscan reunirse

con ella cuando regresa. Una vez calmados retornan a su actividad exploratoria.

Estos niños muestran en general menor nivel de ansiedad y depresión en su vida cotidiana, que otros

con apego inseguro. Asimismo, exhiben comodidad con la cercanía emocional y confianza en la

accesibilidad de sus figuras de apego en momentos de ansiedad o de estrés. Suelen tener niveles más

altos de afectos positivos, mayor energía y capacidad de disfrute, alta concentración y bajos niveles de

tristeza y apatía, así como mayor facilidad para establecer vínculos (Garrido-Rojas, 2006).

Los patrones de apego se mantienen relativamente constantes a lo largo de la vida, por más que se

diversifiquen, modifiquen y cambien parcialmente en el transcurso de la maduración. En el adulto

pueden ser evaluados mediante la Entrevista de Apego Adulto (Marrone, 2001) que también diferencia

distintos tipos de apego y que consiste en una serie de preguntas que se le hacen al sujeto, relacionadas

con sus experiencias tempranas de apego.

Diversos estudios longitudinales han mostrado una alta correlación entre las clasificaciones de apego

en la infancia (evaluadas mediante la “situación extraña”) y las clasificaciones en la vida adulta

(evaluadas por medio de la Entrevista de Apego Adulto).

De igual forma, han mostrado que los adultos con apego seguro tienen tres o cuatro veces más

probabilidades de tener niños que estén apegados a ellos de forma segura, que aquellos adultos que

tienen un tipo de apego inseguro.

A partir de este descubrimiento se planteó el interrogante de cuál era la variable que mediatizaba la

transmisión intergeneracional del apego.

La respuesta que dan Fonagy y colaboradores es que esa variable es la capacidad de mentalizar (o

Función Reflexiva) de la madre. Utilizando la Entrevista de Apego Adulto y a través de una

codificación especial de la misma (Fonagy et al., 1998) descubrieron que era posible predecir que una

mujer embarazada que tenía un alto desempeño en su funcionamiento reflexivo (en dicha entrevista)

antes siquiera de dar a luz, tenía mucho más posibilidades de tener un niño que estuviera apegado de

modo seguro a ella a los 12 meses de edad (evaluado en la “situación extraña”) que otra mujer con un

puntaje bajo en su funcionamiento reflexivo.

A su vez, el niño con apego seguro tenía más chances de desempeñarse correctamente en tareas que

evaluaban su capacidad mentalizadora a los 4 años, que otro niño con apego inseguro, ya que “…el

apego seguro puede ser un elemento facilitador clave de la capacidad reflexiva” (Fonagy, 1999).

Estos hallazgos llevaron a indagar con mayor detalle cómo era que la capacidad mentalizadora elevada

de la madre (o de los padres) favorecía el apego seguro y la posterior capacidad mentalizadora del

niño.

Elizabeth Meins (1997) acuñó el término mind-mindedness para aludir al “…reconocimiento por parte

de la madre de su hijo como un agente mental, y su proclividad a emplear términos que denotan

estados mentales en su lenguaje” (p. 127). En trabajos posteriores (citados en Allen, Fonagy, Bateman,

2008), junto con un grupo de colaboradores, evaluó esta capacidad de la madre en las interacciones

con su hijo de 6 meses de edad en situaciones de juego, empleando un índice que reflejaba el grado de

la mentalización explícita de la misma, en comentarios tales como: “¿Estás pensando?” “¿Lo

reconoces?” “¡Me estás burlando!”. Estos comentarios daban cuenta de la propensión de la madre a

usar su lenguaje para enmarcar la interacción con su hijo en un contexto mentalista, e indicaban por

tanto la inclinación de la misma a relacionarse con aquél en base a sus propias representaciones del

estado mental del mismo (Ibid).

Estas investigaciones mostraron que la evaluación de la actitud mind-mindedness por parte de la madre

a los 6 meses de edad de su hijo, predecía el grado de apego seguro del mismo a los 12 meses de edad,

así como su buen desempeño en tareas que evaluaban su funcionamiento reflexivo a los 4 años. Meins

y colaboradores concluyen que “…los comentarios apropiados de la madre acerca de los estados

mentales de su hijo pueden proveer un andamiaje lingüístico y conceptual en el interior del cual los

niños pueden comenzar a entender cómo los estados mentales determinan el comportamiento” (Ibid, p.

95). Dado que estas interacciones tienen lugar antes de la adquisición del lenguaje y de la capacidad

mentalizadora por parte del niño, cabe suponer que las mismas proveen un fundamento interactivo

para el posterior desarrollo de la mentalización.

Otro rasgo importante de estos comentarios mentalizadores de la madre es que estimulan la atención

conjunta (de ella misma y de su hijo) hacia los estados mentales de este último, con lo cual el niño es

ayudado a tomar conciencia de la existencia y características de sus estados y procesos mentales. A

medida que el niño adquiere el uso del lenguaje, cabe suponer que en el seno de estas interacciones

tendrá mayores oportunidades de integrar la información subjetiva sobre sus estados mentales con

signos lingüísticos provistos por la madre. Es sabido cómo la traducción de la experiencia subjetiva en

palabras incrementa el desempeño mentalizador (Lanza Castelli, 2010a).

Parecería haber una relación recíproca entre el apego seguro y las interacciones mentalizadoras

mencionadas: por un lado, el apego seguro proporciona un clima relacional que estimula y favorece

dichas interacciones; por otro, las respuestas mentalizadoras maternas favorecen la regulación

emocional del niño que, a su vez, consolida el vínculo emocionalmente seguro. El vínculo y las

interacciones, a su vez, favorecen el desarrollo de una adecuada capacidad mentalizadora en el niño.

De todos modos, cabe aclarar que no existe el apego plenamente seguro. En todo niño tienen lugar

conflictos en el apego y situaciones o sectores donde vacila la seguridad, aún en vínculos satisfactorios

y bien establecidos. Por otro lado, hay toda una serie de actitudes parentales que promueven el apego

inseguro y que suelen ser categorizadas como traumas en el apego, cuyas consecuencias en la

personalidad y en el desarrollo de la mentalización son múltiples.

D) El trauma en las relaciones de apego:

Resulta útil situar este tipo de trauma en el contexto de distintas situaciones traumáticas, diferenciadas

según el grado de implicación interpersonal en la situación traumática.

En un extremo encontramos los traumas que tienen lugar en situaciones impersonales, tales como los

desastres naturales, que incluyen terremotos, maremotos, incendios, erupciones volcánicas, etc. El

nivel de afectación de una persona expuesta a una de estas situaciones dependerá de una serie de

factores, entre otros: lo sorpresivo de la situación, la ausencia de recursos para enfrentarla, la soledad

ante la misma, el grado de destrucción que produce, etc.

Un nivel de implicación interpersonal mayor tiene lugar en aquellas situaciones en las que hay un

extraño implicado. Entre ellas encontramos la guerra, el terrorismo, las violaciones, asaltos, etc. Hay

un conjunto numeroso de estudios sobre estas situaciones, sus similitudes y diferencias (cf. entre otros,

Herman, 1992).

Por último, en el nivel de mayor implicación interpersonal, encontramos los traumas que tienen lugar

en las relaciones de apego. Podríamos decir que así como los de la categoría anterior ocasionan miedo

a las demás personas (o a ciertos grupos o representantes de ellos), los traumas en las relaciones de

apego producen miedo a la cercanía emocional y a la dependencia.

Cabe diferenciar -siguiendo a Bifulco y Moran (1998)- una serie de formas que pueden adquirir estos

últimos y que se dividen en dos categorías abarcativas: abuso y abandono.

En la categoría abuso, podemos distinguir entre abuso físico, abuso sexual, abuso emocional.

En el abuso físico es importante el nivel de violencia empleado, le frecuencia del maltrato, el

descontrol del abusador, su relación con el niño, etc.

En el abuso sexual hay también contenida una traición a la confianza y suele tener lugar junto con

otras formas de experiencias traumáticas en el interior de una familia que suele ser altamente

disfuncional.

En el abuso emocional Bifulco y Morán diferencian entre el abuso psicológico y la antipatía. Esta

última implica rechazo, a menudo bajo la forma de críticas, frialdad y actitudes de no tener en cuenta

al niño, muchas veces en el contexto del favoritismo dirigido hacia un hermano del mismo.

El abuso psicológico va más allá de la antipatía e incluye crueldad hacia el niño bajo la forma de

aterrorizarlo, humillarlo y degradarlo, privarlo de la satisfacción de necesidades básicas o de objetos

queridos por él, etc.

En cuanto al abandono su efecto negativo equivale al del abuso o aún lo sobrepasa, si bien no ha

merecido igual cantidad de espacio en la literatura sobre las situaciones traumáticas (Allen, 2005).

El abandono físico incluye tanto el no proveer al niño de lo necesario para que pueda satisfacer sus

necesidades básicas, como la falta de cuidado y protección que lo alejen de diversos peligros.

El abandono psicosocial, por su parte, incluye abandono emocional (falta de respuesta a los estados

emocionales del niño), abandono cognitivo (falta de atención al desarrollo cognitivo y educativo del

niño) y abandono social (falta de atención a su desarrollo social e interpersonal).

La inaccesibilidad psicológica de los padres suele ser la forma de maltrato más sutil y perturbadora, y

constituye la piedra angular del abandono emocional.

En términos generales podríamos decir que es habitual que varias de estas formas de maltrato ocurran

en forma conjunta, de modo tal que suele darse una conjunción de abuso y abandono. Por otro lado, el

núcleo del trauma para el niño es la experiencia de soledad emocional y el temor en relación a dichas

experiencias, ya que si una experiencia atemorizante fuera seguida de otra de consuelo y apego

contenedor, la confianza de aquél y su experiencia de seguridad podrían restañarse más fácilmente, a la

vez que sería más factible dar sentido a la experiencia perturbadora. La presencia o ausencia de la

experiencia de apego se revela entonces como sustancial.

Las consecuencias de los diversos traumas en el apego son de dos tipos.

Por un lado, encontramos aquellas que consisten en perturbaciones en los patrones de apego y que dan

lugar al apego ansioso/evitativo, ansioso/resistente, desorganizado/desorientado, los que conllevan

alteraciones en una serie de variables como la conformación de los modelos internos de trabajo, las

emociones que se vuelven predominantes, las perturbaciones en el sentimiento de sí, los conflictos en

las relaciones interpersonales, etc. (Allen, 2005).

Por otro lado, se encuentran aquellas consistentes en perturbaciones en la calidad de la mentalización.

En lo que sigue me circunscribo exclusivamente a estas últimas.

E) Fallas en la mentalización:

Múltiples estudios muestran que el maltrato infantil (abuso y abandono) produce perturbaciones en el

funcionamiento reflexivo del niño, que pueden detectarse a través de una serie de indicadores entre los

cuales encontramos: a) la implicación del niño en juegos poco simbólicos, al modo de los chicos

ciegos; b) la poca empatía demostrada muchas veces ante el sufrimiento de los otros niños; c) la pobre

regulación de sus emociones; d) el empleo escaso de términos que aluden a sus estados internos y la

poca frecuencia con que hablan con sus madres acerca de sus emociones; e) la dificultad para entender

la expresión facial de los afectos, etc. (Fonagy, Target, 2008).

Para entender este hecho cabe hacer referencia a lo expresado en C.1) sobre la importancia que poseen

la relación de apego seguro y las interacciones mentalizadoras que en ella tienen lugar, como contexto

para que el niño pueda desarrollar adecuadamente su funcionamiento reflexivo. En ese caso el

cuidador está sintonizado con la experiencia emocional de su hijo y la refleja de un modo congruente y

marcado, con lo que le brinda a este último el reflejo que necesita para construir representaciones de

segundo orden con las que podrá simbolizar y regular su experiencia emocional.

Como fue señalado en B) esta actitud de reflejo de los cuidadores tiene una función pedagógica que

promueve el desarrollo del sentimiento de sí y la autoconciencia de las propias emociones en el niño.

De igual forma, los otros procesos necesarios para el desarrollo de la mentalización (atención conjunta

dirigida a la experiencia interior del niño, provisión de un lenguaje apto para denominarla, juego

compartido, aprehensión del niño como un ser intencional) son favorecidos por el contexto de apego

seguro mencionado.

Pero en los casos de inaccesibilidad psicológica de los padres, de actitudes de abuso y/o abandono por

parte de los mismos, se observa que el propio funcionamiento reflexivo de éstos es deficitario y que su

capacidad para empatizar con el niño se encuentra fuertemente menoscabada, por lo que pueden

distorsionar la aprehensión de los estados mentales del mismo en múltiples formas, suponiendo, por

ejemplo, que experimenta satisfacción en una situación de abuso (desconociendo la perturbación que

padece), considerando que todo llanto es debido al hambre, lo que los lleva a multiplicar las

situaciones de provisión de ingesta (Bruch, 1979), etc. Estas actitudes impiden que los cuidadores

realicen un adecuado reflejo de las emociones del niño, con lo que la posibilidad de que el mismo

construya representaciones secundarias para simbolizar sus afectos se encuentra comprometida.

De igual forma, ciertas características familiares habituales en estas circunstancias, atentan contra el

desarrollo de la mentalización. Las actitudes autoritarias de los padres, basadas en el castigo y la

exigencia de obediencia (y no en el diálogo, la explicación del sentido de las normas, la aceptación de

perspectivas diversas sobre las cosas, etc.) se encuentran entre estas modalidades perturbadoras, según

ha sido demostrado en distintos estudios (Fonagy, Target, 1997).

Por otra parte, en estos casos el mundo exterior al ambiente familiar (escuela, etc.), donde el

funcionamiento reflexivo es habitual y deseable, suele ser mantenido rígidamente disociado del mundo

privado del hogar. De este modo, los beneficios que el niño pueda recibir del intercambio con

compañeros, amigos, docentes, etc., suelen mantenerse escindidos de las experiencias intrafamiliares.

En todos estos casos los procesos necesarios para el desarrollo de la mentalización -mencionados en B)

y C)- se encuentran ausentes en mayor o menor medida, con lo que se perturba el desarrollo de esta

función.

Asimismo, vemos que muchas veces tiene lugar un retiro defensivo del mundo mental: el niño rechaza

captar los pensamientos de sus figuras de apego, evitando de este modo tomar conciencia de los

sentimientos hostiles de éstos, que le están dirigidos. Con ello inhibe defensivamente su capacidad

para mentalizar, lo que lo deja con pocos recursos para afrontar las situaciones difíciles de su ambiente

familiar.

De todos modos, esta inhibición nunca es total. La experiencia muestra que en una serie de situaciones

y dependiendo del vínculo establecido, las personas que han sido traumatizadas pueden tener un

funcionamiento reflexivo normal o inclusive elevado, mientras que en otras situaciones en las que se

activan esquemas interpersonales disfuncionales o estados afectivos hiperintensos, pierden tal

capacidad y padecen diversas fallas en los procesos transformadores,

cognitivo/imaginativo/atencionales y reguladores mencionados en A.1, a la vez que se produce una

regresión a modos de funcionamiento mental prementalizadores (equivalencia psíquica, hacer de

cuenta, teleológico).

E.1) Los modos prementalizadores:

Consisten en la reactivación de modos de funcionamiento mental que son normales en el niño y que

tienen lugar en determinados momentos del desarrollo. La falla en el funcionamiento de la

mentalización, algunas de cuyas razones acabamos de señalar, produce la reactivación de estos modos

primitivos.

En el apartado B) fue señalado que la conquista de una teoría representacional de la mente -que

implica considerar al pensamiento en su carácter de representación, diferenciado de la realidad física-

es un logro del desarrollo. Antes de alcanzarlo, la experiencia de la realidad psíquica e interpersonal

que tiene el niño es radicalmente diferente de la de quienes han logrado dicha “teoría”. Su modo de

funcionamiento mental se halla dominado por los modos de “equivalencia psíquica”, el “hacer de

cuenta” y el “modo teleológico”.

E.2) El modo de equivalencia psíquica: este modo predomina en el niño de hasta tres años de edad.

Consiste en que éste no siente que sus ideas sean representaciones de la realidad, sino más bien

réplicas directas de la misma, reflejos de ésta que son siempre verdaderas y compartidas por todos.

No es posible que haya distintos puntos de vista sobre el mismo hecho, ya que pensamiento y realidad

no se diferencian y, por tanto, hay sólo una única forma de ver las cosas (Fonagy, Target, 1996).

Hay, por ende, una equivalencia entre pensamiento y realidad, lo que es fuente de inevitable tensión,

ya que la fantasía proyectada sobre el mundo exterior es sentida como totalmente real.

El niño no es capaz de advertir el carácter meramente representacional de los estados mentales, lo que

le permitiría diferenciarlos de la realidad efectiva y hacer que pierdan su carácter eventualmente

abrumador. De igual forma, esta diferenciación abriría a la posibilidad de admitir que el propio punto

de vista es diferente de otro, relativo, parcial y eventualmente equivocado.

Cuando debido a diversos traumas en el apego se produce una reactivación de este modo de

funcionamiento mental, los propios pensamientos y sentimientos son tomados como reales. Así, en

ciertos casos encontramos que las autocríticas que un paciente depresivo se dirige no son tan diferentes

de las de otras personas no depresivas, sólo que en estas ocasiones el sentimiento de maldad y las

autoacusaciones referidas a haber actuado incorrectamente, por ejemplo, se transforman en la realidad

plena e irrefutable de ser efectivamente malo, con las diversas consecuencias que este estado de cosas

acarrea.

En otros casos el recuerdo no puede ser discernido en su calidad de hecho puramente mental, como en

los flashbacks del trastorno por estrés post traumático (Herman, 1992), y se entremezcla

eventualmente con la realidad, de modo tal que puede llegar a configurarla de acuerdo a las situaciones

traumáticas vividas. Así, en el caso de una paciente que había sido golpeada brutalmente durante su

infancia por un padre alcohólico, era frecuente que en los primeros tiempos de su análisis, cuando nos

acercábamos a dicho tema, empezara a mirarme primero con temor y luego con un enojo creciente, a la

vez que me interpelaba diciéndome por qué la estaba mirando de un modo tan amenazante. En esos

momentos resultaba claro que la paciente había perdido el como-sí de la transferencia y ésta era vivida

por ella de un modo real. Yo no representaba a su padre, sino que eran propiamente los ojos de su

progenitor los que veía en los míos, sin que le fuera posible diferenciarlos por sí misma. También acá

vemos el predominio del modo de equivalencia psíquica en su funcionamiento mental.

En los pacientes con trastorno borderline de la personalidad es habitual encontrar una serie de

manifestaciones del predominio de la equivalencia psíquica. Entre otras, encontramos procesos de

pensamiento rígidos e inflexibles, la convicción inquebrantable e inapropiada de tener razón,

sentimientos de grandiosidad incuestionable (derivados del hecho de que el deseo de perfección se

transforma en perfección efectiva), etc.

E.2) El modo “hacer de cuenta”: durante el juego el niño pequeño (en el que predomina la equivalencia

psíquica) puede hacer de cuenta que, por ejemplo, un palo es un rifle sin esperar que por ello dispare

balas de verdad. De igual forma, si se le pide que visualice en su mente un objeto no existente, puede

hacerlo (sabiendo que tal objeto no existe).

Esto significa que en el juego el niño puede identificar a los pensamientos como tales, sin confundirlos

con la realidad, con una condición: que estén claramente desacoplados del mundo real (personas y

cosas), que no tengan conexión con él.

Cuando debido a las situaciones traumáticas padecidas se ha reactivado este modo prementalizador es

habitual que el paciente en sesión asocie sucesos “psicológicamente significativos” o relate fantasías

que no poseen mayor contacto con su núcleo emocional, ni producen mayores implicancias en su vida.

De igual modo, esta desconexión suele producir un sentimiento de vacío que busca ser neutralizado de

diversas formas. Entre otras, encontramos a veces una hiperactividad mental (que algunos pacientes

denominan “autoanálisis”) que establece eventualmente múltiples nexos entre situaciones actuales,

episodios de la infancia o de la historia de los progenitores, que se revela como totalmente estéril en lo

que hace a su eficacia subjetiva.

Así, en su primera entrevista, una paciente borderline con somatizaciones múltiples y una historia de

conducta promiscua y adictiva en su juventud, justificó su llegada tarde diciendo que tenía problemas

con el tiempo porque su papá -ya fallecido- había sido relojero; prosiguió diciendo que sentía que

también en su vida se le había hecho tarde para obtener ciertos logros que ahora se le hacían más

difíciles, ya que se hallaba a punto de cumplir 50 años. Continuó hablando de su adolescencia y de

varias situaciones de abuso que sufriera a manos de un tío, hermano del padre, en las cuales veía la

reedición de la historia de su madre, la cual había sufrido múltiples abusos durante su infancia.

Mencionó entonces la serie de rasgos que, en su opinión, revelaban la identificación que tenía con la

misma, motivada -según dijo haber visto en varios análisis anteriores- por el hecho de que era su modo

de llevarla consigo, ya que la había sentido ausente durante su infancia.

La paciente asociaba todos estos elementos mediante un discurso catártico, sin que se advirtiera ningún

tipo de resonancia emocional acorde a las complejas experiencias que relataba, ya que estas

verbalizaciones parecían disociadas de su experiencia vivencial. En estos casos el modo de abordaje ha

de diferenciarse claramente de la postura “clásica” y debe incluir una actitud exploratoria que no

pierda contacto con lo concreto-vivido-experiencial del paciente (Lanza Castelli, 2010b).

Si el analista no advierte que el funcionamiento mental del consultante se halla gobernado por este

modo prementalizador y se embarca en un trabajo interpretativo que da por buenos tales “aportes” (que

pueden incluir reflexiones psicológicas, jerga psicológica, etc.) es posible que se constituya un “como

sí” de análisis que transcurra en paralelo con la vida del paciente, sin que se produzcan mayores

cambios en la misma (situación que a veces queda enmascarada temporariamente por la tendencia de

algunos pacientes a sobreadaptarse). En este caso las palabras del analista son entendidas por el

consultante, pero no tienen mayor incidencia en su realidad (Bateman, Fonagy, 2004).

En los pacientes que han sufrido diversas clases de traumas en sus relaciones de apego, encontramos

una típica alternancia entre los modos de equivalencia psíquica y de hacer de cuenta, en su forma de

experimentar su vida mental.

E.3) El modo teleológico: como fue dicho más arriba, alrededor de los 12 meses de edad el niño

comienza a entender que puede llevar a cabo acciones en procura de conseguir un objetivo

determinado, en el contexto de las condiciones y restricciones físicas presentes. De igual modo

entiende las conductas de los otros. En la consideración de las mismas no es capaz de tomar en cuenta

aún su origen en determinados estados mentales (creencias, deseos, emociones) sino que privilegia el

desenlace observable perceptivamente. Este modo de entender la conducta virará hacia una

comprensión mentalista de la misma entre los 14 y los 18 meses, si el contexto es favorable al

desarrollo de la mentalización.

En los casos en que debido a situaciones traumáticas se ha reactivado el modo teleológico de

funcionamiento mental, el comportamiento del otro es interpretado en términos de sus consecuencias

observables, más que como debido a estados mentales. Por tal motivo el paciente no intentará incidir

sobre él mediante palabras, ya que este proceder sólo tiene sentido cuando se le atribuye al semejante

un estado mental que puede ser influido por las mismas. El modo de operar sobre la conducta del otro

será entonces a través de la acción física directa o mediante palabras que tengan un valor de acto,

como la seducción, la amenaza, la intimidación, etc.

Por otra parte, la evaluación del proceder ajeno será hecha en base a las consecuencias en los hechos

de dicho proceder, sin tener en cuenta las motivaciones del mismo. Así, un empujón accidental será

vivido como una agresión que puede llevar a una respuesta en los mismos términos.

En cuanto a las muestras de afecto o interés de las personas importantes de su vida, las palabras que

aquellas le dirijan en tal sentido (y que serían suficientes para alguien que tuviera un funcionamiento

reflexivo más adecuado), no constituirán muestras significativas de dichos sentimientos, sino que

requerirán de muestras concretas de los mismos, a través de acciones específicas

En el contexto de la terapia, las manifestaciones verbales de interés del profesional no tienen para estos

pacientes mayor significado, lo importante son las acciones que aquél realice. El interés que este

último manifieste tener en ellos deberá ser expresado a través de acciones concretas (llamadas

telefónicas, atención fuera del horario establecido, visitas domiciliarias, etc.), para que el consultante

pueda creer en dicho interés.

F) Abordaje clínico:

Cabe reiterar que cuando a raíz de diversos traumas en las relaciones de apego, se ha producido un

menoscabo en la capacidad mentalizadora del paciente, esto implica que se vean perturbados algunos o

varios de los procesos simbolizadores, cognitivo/imaginativo/atencionales y reguladores, reseñados en

A.1), a la vez que se activan los modos de funcionamiento mental prementalizadores señalados.

Esta conjunción significa una perturbación importante en la capacidad del paciente para procesar

psíquicamente no sólo el hecho traumático mismo y sus derivaciones, sino también los diversos

conflictos emanados de la ambivalencia inevitable en las relaciones humanas, de los conflictos

inconscientes relacionados con el complejo de Edipo y el complejo fraterno (como así también de las

defensas erigidas contra ellos), de las vulnerabilidades del narcisismo y la imagen de sí, etc. (Fonagy,

Target, 2008).

Por lo demás, es habitual que estos conflictos se entrelacen con el trauma y que se amplifiquen por esta

razón. De este modo, por ejemplo, es habitual observar una serie de casos en los que el complejo

fraterno, con los celos y la hostilidad que conlleva, se ha incrementado sustancialmente debido a

haberse dado en conjunción con una actitud abandonante de la madre, que ha preferido

ostensiblemente a otro hijo, constituyendo lo que Bifulco y Morán denominan antipatía, según fue

consignado en D). Por lo demás, la carencia de recursos mentalizadores para procesar esta

problemática (efecto asimismo del trauma), deja al paciente inerme frente a la misma y puede llevarlo

en años posteriores a manifestaciones clínicas no mentalizadas, tales como trastornos alimentarios,

actuaciones diversas, conductas de autodaño, etc.

Por esta razón, la meta general del tratamiento basado en la mentalización, de aquellos desenlaces

clínicos vinculados con el trauma en el apego, ha de consistir en ayudar al paciente a que desarrolle un

self mentalizador más potente, a los efectos de que pueda mentalizar más adecuadamente el trauma

padecido y los conflictos psicológicos referidos, y desarrollar relaciones de apego más seguras y

satisfactorias.

El objetivo será que el paciente transforme los modelos teleológicos en intencionales, que integre los

modos de equivalencia psíquica y de hacer de cuenta para acceder a un pensamiento con valor

representacional (que no se confunda con la realidad, pero que se mantenga en conexión con la

misma), que pueda unir el afecto a su representación o construir representaciones secundarias de sus

afectos con las que pueda simbolizarlos y regularlos, que logre desarrollar un intermediario entre los

sentimientos y la acción y contener sus impulsos antes que lo desborden, que pueda monitorear y

entender los estados mentales propios y ajenos para tomar decisiones que lo representen y lograr

relaciones interpersonales más satisfactorias.

En lo que sigue, caracterizo de modo sucinto algunos de los principios generales que guían este

enfoque terapéutico, así como ciertos rasgos específicos del mismo, sin entrar a considerar de un modo

más detallado y ejemplificado algunos pormenores de la técnica aconsejada en estos casos, tema que

puede encontrarse en otros trabajos (Bateman, Fonagy, 2004, 2006; Lanza Castelli, 2009b, 2010b).

F.1) Principios generales del tratamiento:

Si consideramos que, tal como fue dicho en C.1) “…el apego seguro puede ser un elemento facilitador

clave de la capacidad reflexiva” (Fonagy, 1999), la tarea primera y central del terapeuta ha de ser la de

brindar al paciente una relación de apego seguro que le sirva como una base desde la cual pueda

aventurarse a explorar su mundo mental. Como dice Bowlby, la primera tarea del terapeuta ha de ser:

“…proveer al paciente de una base segura, desde la cual pueda explorar los múltiples aspectos

desdichados y dolorosos de su vida, pasados y presentes, en muchos de los cuales encuentra difícil o

quizás imposible pensar y reconsiderarlos sin un compañero confiable que le provea apoyo, aliento,

simpatía y, en ocasiones, orientación” (Bowlby, 1988, p. 138).

En segundo lugar, se podría decir que posee la mayor importancia que el profesional se ubique en una

postura mentalizante, esto es, interrogativa, exploratoria, interesada en el descubrimiento y basada

más en el no saber que en el saber (pero buscando comprender) (Allen, Fonagy, Bateman, 2008), que

busque despertar el interés del paciente en sus propios procesos mentales. Para ello ha de focalizarse

constantemente en los estados mentales de este último, y hacer explícita esta focalización. En esta

postura se preguntará, por ejemplo, “¿Por qué el paciente está diciendo esto ahora? ¿Por qué se está

comportando así? ¿Por qué me siento de esta forma en este momento? ¿Qué ha pasado para que se esté

dando esta situación?, etc”. (Bateman, Fonagy, 2004).

Este hecho, que el terapeuta se focalice en los estados mentales del paciente, que tenga su mente en

mente, que estimule la atención conjunta hacia el mundo interno del consultante, es una de las claves

mayores del tratamiento, ya que es por su intermedio que el paciente podrá registrar la existencia y

características de sus estados mentales, construir representaciones de su mundo mental y, sobre todo,

reforzar su sentido del self como un ser mentalizante, al reconocerse como tal en la mente del

terapeuta. Este proceso de “encontrarse a sí mismo en el otro” (Fonagy) constituye entonces uno de los

pilares del tratamiento.

F.2) Rasgos específicos del enfoque basado en la mentalización:

En cuanto a los rasgos más específicos de este enfoque, cabe consignar algunos de ellos:

F.2.a) El terapeuta ha de focalizarse en los estados mentales actuales del paciente (pensamientos,

sentimientos, deseos, etc.), conscientes o preconscientes, estimulando al consultante a que les preste

atención y a que trate de verbalizarlos. A partir de esta atención conjunta centrada en dichos estados

mentales, el paciente podrá registrar mejor, por ejemplo, algunas sensaciones, conatos de sentimientos

e impulsos, fragmentos de imágenes, etc. a los que logrará dar forma, discriminando en ellos matices

cualitativamente distintos, reconociendo secuencias y nexos, etc. mediante su puesta en palabras, con

ayuda del profesional.

Es importante en este punto que el terapeuta no se ubique en el lugar del que “sabe” y le diga al

paciente cómo éste se siente, sino que sea este último quien vaya dándose cuenta de sus propios

sentimientos y de las representaciones que los acompañan, como así también de los nexos

interpersonales en los que surgen, con el objetivo de que pueda apropiárselos e incrementar el registro

y la simbolización de su propia experiencia, lo que le permitirá ir emergiendo del modo de hacer de

cuenta. Esta apropiación contribuirá a la construcción de representaciones más adecuadas, que le

servirán para simbolizar y regular sus estados internos (Lanza Castelli, 2010a).

Esto no quita que cuando la dificultad del paciente para representarse sus estados internos sea

considerable, de modo tal que sus afectos permanezcan confusos y mal simbolizados, el terapeuta le

ayude mediante un “reflejo” empático de los mismos, dándole un feedback que le ayude a encontrar

sus propios estados internos en dicho reflejo del profesional.

F.2.b) El terapeuta ha de abstenerse de hacer interpretaciones o construcciones que carezcan de nexo

vivencial con la experiencia del paciente, ya que tales intervenciones pueden incrementar el modo de

“hacer de cuenta” mencionado en E.2). De igual forma, la transferencia no será tomada como un “falso

enlace” que hay que enderezar mediante la interpretación de la situación infantil supuestamente

desplazada sobre el profesional, ya que esto llevaría al consultante a sentir que lo que ocurre en la

terapia no es real y que su experiencia queda por tanto invalidada, lo que promovería la intensificación

del modo de “hacer de cuenta”.

Considero que la realización de un trabajo de tipo exploratorio, que ayude al paciente a prestar

atención a los niveles implícitos de su funcionamiento mental, colabora para que el profesional no

pierda contacto con la experiencia concreta del consultante (Lanza Castelli, 2010b).

Esta propuesta implica dejar de lado el interés habitual por los contenidos inconscientes “profundos”, a

favor de los procesos y contenidos preconscientes (o conscientes), al menos hasta que el terapeuta

advierta que el paciente ha recuperado su capacidad mentalizadora en grado suficiente como para

poder beneficiarse de la conexión con un material inconsciente, sin sentirse abrumado por él (Fonagy,

Bateman, 2006).

Asimismo, el énfasis temporal ha de estar centrado en el presente y no en el pasado, el que será

tomado en cuenta en la medida en que se haga presente de modo concreto en la experiencia actual del

consultante.

F.2.b) El objetivo central de la terapia no es la consecución del insight sino la recuperación de la

capacidad mentalizadora, a partir de la cual el paciente estará en condiciones de lograr el insight

referido a determinados contenidos inconscientes significativos.

Cabe aclarar que es importante tener presente la diferenciación entre contenidos y funciones, ya que la

técnica clásica se centra en la interpretación de los contenidos inconscientes en la medida en que da

por sentado que los pacientes neuróticos -con los que se revela eficaz- poseen capacidades

mentalizadoras suficientes como para procesar tales interpretaciones y beneficiarse con ellas.

Por el contrario, en los casos en los que el trauma en el apego ha socavado dicho funcionamiento

mentalizador, el énfasis en los procesos o funciones que constituyen el mentalizar, en búsqueda de su

restablecimiento, ha de tener la prioridad clínica (Fonagy et al., 1993).

F.2.c) Siguiendo el mismo criterio, el terapeuta evitará describir estados mentales complejos y se

abocará a realizar pequeñas intervenciones, referidas a procesos y contenidos mentales que están sólo

un paso más allá de los límites del pensamiento consciente del paciente (Fonagy, Bateman, 2006).

F.2.d) Con este procedimiento el terapeuta crea un espacio transicional vincular en el que es posible

“jugar” con los diversos estados mentales del paciente, con el objetivo de promover la integración del

modo de equivalencia psíquica y el modo de hacer de cuenta.

En el desarrollo normal tal integración se vuelve necesaria, ya que el primero es demasiado real y el

segundo está desacoplado de la realidad.

En dicho desarrollo el niño conquista la integración de ambos modos y puede entonces mentalizar, a

partir de lo cual los estados mentales representan la realidad y se hallan en contacto con ella (a

diferencia del modo de hacer de cuenta), pero no se confunden con la misma (como en el modo de

equivalencia). Con ello aparece la posibilidad de advertir que el propio enfoque sobre la realidad es

sólo un punto de vista pasible de complementación y rectificación por parte de otros puntos de vista

diferentes sobre el mismo objeto. También se torna posible contrastar las ideas con la realidad,

moderando con ello el impacto de las mismas sobre la propia subjetividad.

Para que esta integración tenga lugar el niño necesita la experiencia reiterada de tres cosas: sus

sentimientos y pensamientos actuales, esos estados mentales representados en la mente del adulto, el

marco representado por la perspectiva del adulto normalmente orientada hacia la realidad (Fonagy,

Target, 1996). “El niño necesita un adulto o un niño mayor que “juegue con él”, de manera que el niño

vea su fantasía o idea representada en la mente del adulto, la reintroyecte y la utilice como una

representación de su propio pensar” (Ibid, p. 221).

Esta es la función que cumple el terapeuta, quien favorece -mediante su propio mentalizar- la

construcción de este espacio de juego, se representa al paciente como un ser intencional y ofrece esta

representación para que el consultante se encuentre en ella, reintroyectándola y utilizándola para

representar su propio pensar.

F.2.e) El modo de trabajar las actuaciones -inevitables en todo tratamiento- difiere de la manera

clásica, ya que no se las enfoca en términos de su significado inconsciente, sino que se busca la

identificación de sus determinantes en los pensamientos, sentimientos y circunstancias previas a su

aparición.

F.2.f.) Es habitual que los pacientes que han sufrido profundos traumas en el apego de la índole de la

negligencia y el abandono busquen una relación terapéutica de mucha proximidad, en la que puedan

encontrar apoyo, afecto y aceptación especiales y personales (incluyendo, por ejemplo,

autorrevelaciones del terapeuta, contacto físico, etc.).

Frente a esta demanda el terapeuta puede incurrir en dos actitudes problemáticas: tomar una distancia

excesiva, manteniéndose emocionalmente alejado y construyendo una relación formal, o dar lugar a un

acercamiento que desdibuje los límites entre una relación terapéutica y una relación íntima en el

mundo exterior.

Es importante que el terapeuta encuentre un camino intermedio que ayude al paciente a sentirlo

cercano, emocionalmente comprometido y genuinamente interesado en su bienestar. Lo que importa

acá no es tanto el contenido de las intervenciones sino la modalidad del vínculo que se establezca (cf.

un ejemplo interesante en Bleichmar, 2001)

Las consideraciones vertidas a lo largo de este escrito intentan brindar un panorama de las

características y desarrollo del mentalizar, de algunas de las consecuencias que producen los traumas

en el apego en esta función, y de ciertos principios clínicos y rasgos del enfoque centrado en la

promoción de la mentalización.

Por esta razón he renunciado a la inclusión de algún material clínico que ilustrara de un modo concreto

los conceptos hasta acá consignados, lo que habría redundado en una extensión excesiva de este

escrito. En un trabajo reciente he consignado con mayor detalle el método exploratorio mencionado en

estas páginas, y lo he ilustrado con un ejemplo clínico centrado en las opiniones escritas del propio

paciente sobre el trabajo realizado en común (Lanza Castelli, 2010b).

Si el presente trabajo ha conseguido trazar con claridad el panorama mencionado, habrá logrado el

objetivo con el cual fue concebido.

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