mision abierta - desafios cristianos

242
DESAFÍOS CRISTIANOS

Upload: zegla12

Post on 31-Jul-2015

396 views

Category:

Documents


2 download

DESCRIPTION

88yuzu99, zegla12

TRANSCRIPT

Page 1: Mision Abierta - Desafios Cristianos

DESAFÍOS CRISTIANOS

Page 2: Mision Abierta - Desafios Cristianos

MISIÓN ABIERTA

DESAFÍOS CRISTIANOS

LOGUEZ EDICIONES

Page 3: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Primera edición: septiembre 1988 © Misión Abierta © Lóguez Ediciones. Ctra. de Madrid, 90

Santa Marta de Tormes (Salamanca) Teléfono (923) 20 00 22

ISBN: 84-85334-55-8 Depósito legal: S. 516-1988 Printed in Spain: Gráficas Ortega, S.A. Polígono El Montalvo. Salamanca

PRESENTACIÓN

Hay una actitud herética —«heteropráxica»— que está constantemente amenazando a la Iglesia; y es la de creer que ciertos momentos de la historia se cierra, más o menos definitivamente, el estado de misión. La misión estaría al principio de la evangeliza-ción; después vendría la consolidación, la estructuración y hasta...la burocracia.

Sin embargo, cuando nos volvemos a los esenciales puntos de referencia de la eclesiología neotestamentaria, nos encontramos con que una iglesia no puede subsistir si no es misionera o envia-dalenviante. En el Libro de los Hechos de los Apóstoles vemos que el propio Pablo se ve sometido a la ley del envío o de la misión: solamente si una comunidad —una iglesia— lo enviaba, se sentía acreditado para proclamar el Evangelio. Y así vemos que, cuando ya cree que ha cumplido su misión de «enviado» por la iglesia de Antioquía en orden a la evangelización del Mediterráneo oriental, piensa que la comunidad ideal para «enriarlo» al Mediterráneo occidental, o sea a España, es precisumente lu iglesia de Roma: «Ahora —escribe a los romanos— me encuentro sin ocupación en esas regiones y desde hace varios años tengo un vivo deseo de llegar a vosotros, con motivo de mi viaje a España; pues tengo esperanza de poderos ver, al pasar por ahí, y de ser encaminado por vosotros hacia ese país, después, naturalmente, de haberme saturado un poco de vuestra presencia» (Kotn /.^, 23-24).

7

Page 4: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Hoy se habla mucho de «pastoral de frontera», como si se tratara de una actitud resignada en vista de la desaparición de la «Civitas Dei», de la «iglesia sociedad perfecta», de la «cristiandad». Pero ab initio non fuit sic. Nuestros primordiales puntos de referencia van por otro camino. El Evangelio nunca ni en ninguna parte puede ser «reducido» a un tiempo o a un lugar. San Pablo nunca pretendió fundar una Efeso cristiana, una Corinto cristiana ni mucho menos una Roma cristiana. El Evangelio nunca se adecuaría a la circunstancia concreta de tiempo y lugar. La Iglesia debería ser siempre misionera. Había de estar en el mundo, como dice san Ignacio: «como quien se asienta». Pero nunca definitivamente asentada.

La revista MISIÓN ABIERTA nació y ha crecido desde estas coordenadas. Siempre ha tenido conciencia de la situación fronteriza que, en el complejo de publicaciones eclesiásticas, le correspondía. Esto lógicamente le ha traído no pocas dificultades. Las fronteras son siempre incómodas, y es difícil resistir la tentación de acomodarse definitivamente en un lado o en otro de la frontera. Pero MISIÓN ABIERTA ha resistido los embates que le han venido de ambos lados. Con frase popular podemos decir que ha recibido bofetadas por las dos partes. Mas ella ha seguido impávida su camino. Los católicos españoles le tenemos que estar muy agradecidos.

Pero hay algo más: no se ha tenido en cuenta solamente el factor «misión», sino que se le ha añadido el adjetivo «abierta». Porque dentro de la misma redacción se ha sentido no pocas veces la tentación de la «instalación»: hacer del estado de misión eso: un estado. Y plantarse prudentemente, como en el juego de las «siete y media».

Sin embargo, el sustantivo «misión» no se ha divorciado nunca de su adjetivo «abierta». En cada momento había que tener en cuenta la demarcación de la frontera. Las lindes no quedaban trazadas de una vez para siempre, sino que había que estar constantemente inclinados sobre el mapa para ver por dónde pasaba la raya que separaba la increencia de la creencia, la iglesia de la cristiandad, el clero del Meado, la base de la cumbre. Y esta constante manipulación del mapa implica el uso de lo que los marinos llaman la «carta de marear»; y el «mareo» no era solamente náutico, sino psicológico.

8

Con esto quiero decir que los dirigentes de nuestra Iglesia católica española tienen que tener en cuenta la vocación específica de MISIÓN ABIERTA. Es una vocación de frontera. Según la conocida parábola, de cien ovejas se escapó una, y el pastor dejó a las noventa y nueve para buscar a la única oveja perdida. Ahora ha pasado lo contrario: se han ido las noventa y nueve, y nuestros pastores tienen la constante tentación de dedicar todas sus energías a mantener la ortodoxia y la ortopraxis de la pobre ovejita fiel, sin preocuparse de los que se han ido y siguen todavía mirando atrás con nostalgia.

Pues bien, esto es lo que ha pretendido MISIÓN ABIERTA; acompañar a las noventa y nueve y persuadirles suavemente a que miren para atrás y se convenzan de que en el redil no se estaba tan mal. Para ello lógicamente hay que adoptar ciertas posturas de adaptación, e incluso hay que exponerse a ciertos riesgos. Pero aun cuando se cometan algunos fallos, éstos siempre serán evangélicos, porque serían fallos a favor del hombre y en pro del Evangelio. Algo así como el buen samaritano que muy bien pudo equivocarse en la cura que le hizo apresuradamente al malherido de la carretera de Jerusalén a Jericó: si se equivocó, lo hizo ciertamente en favor del hombre.

Por eso ahora, al poner a ojos vistas lo más interesante de lo publicado en MISIÓN ABIERTA, esperamos de nuestros pastores una mirada evangélica, amorosa y —¿por qué no decirlo?— agradecida. En estos momentos, en que las nuevas generaciones «pasan» de Iglesia, de Evangelio y hasta de Cristo, no hay lugar a conflictos innecesarios por un quítame allá esas pajas.

Si como samaritanos que somos, hemos cometido algún fallo en la terapéutica de tantos malheridos de nuestros caminos, esperamos al menos que se nos reconozca nuestra profunda intención evangélica y nuestro innegable amor a la Iglesia.

JOSÉ M.a GONZÁLEZ RUIZ

9

Page 5: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Contenido

Presentación 5

I. JESÚS

Leonardo Boff, La realización de la utopía: Jesús el hombre nuevo 15 Manuel Fraijó, Jesús ante la violencia 22 Ignacio Eliacuría, ¿Por qué muere Jesús y por qué lo matan? 31 Evaristo Villar, Radicalismo evangélico en la carta de Santiago 41 José M.9 Castillo, El seguimiento de Jesús como tarea permanente de

todo cristiano _ 47 José Mr González Ruiz, La fraternidad nacida del Evangelio de Jesús.. 55

II. LA IGLESIA

Rufino Velasco, La Iglesia de las Bienaventuranzas 67 Ignacio Eliacuría, El auténtico lugar social de la Iglesia 77 Joaquín Losada, El problema de la transformación de la Iglesia 86 Fernando Urbina, Hacia una nueva «figura pública» de la Iglesia española. 97 José M.a Díaz Moreno, Democracia en la Iglesia 112 José M.- Castillo, La tolerancia en la Iglesia 123 Rufino Velasco, Iglesia de Jesús y derechos humanos 132 Luigi de Paoli, Camino y propuesta hacia una Iglesia nazarena 144 Juan José Tamayo, Las comunidades cristianas populares 156 Julio Lois, Función crítica de la Iglesia en la sociedad 170

11

Page 6: Mision Abierta - Desafios Cristianos

III. PENSAMIENTO CRITICO ACTUAL

Eugenio Fernández, La historia, un juego que va en serio 185 José M.a Diez-Alegría, Derechos humanos, liberalismo y capitalismo

burgués 196 Heleno Saña, Humanismo marxiano y políticas marxistas 205 José Navarro Botella, La desigualdad en la estructura social española.. 217 Carlos Pereda, Minorías y mayorías ante el cambio social en España 239 Fernando Urbina, Guerra y paz 245

IV. PENSAMIENTO TEOLÓGICO CRITICO

José Gómez Caffarena, Conciencia cristiana y autocrítica cristiana 265 Luis González-Carvajal Santabárbara, La plataforma cultural de la evan-

gelización 274 Rafael Molda, Entre la nostalgia del nacionalcatolicismo y la privatiza

ción de la fe 284 — Benjamín Forcano, /-.'/ cristianismo como religión de la burguesía 296

Juan Jiménez. Lozano, La «underground church» española. El catolicismo castizo como único lugar social 305

José M." (¡onzález Ruiz, El Concilio Vaticano II, tumba de la «cristiandad» 314 Fernando Urbina, ¿Un frenazo estructural al Vaticano II? 323 José L. Aianguren, Un modelo profético post-secular 331 José Ignacio González. Faus, Sensación del espíritu 336 Bonifacio Fernández, y Sccundino Movilla, Criterios cristianos de esperanza 346

V. COMI'KOMISO-MILITANCIA

~~ Guillermo Múgica, Lectura bíblica tic la militancia 369 ~~ Fernando Urbina, ¿Militancia cristiana o militancia de los cristianos? ... 384

Joaquín García Roca, La presencia de los cristianos en el mundo 399 Giulio Girardi, Etica liberadora e identidad cristiana 410 José M." Calvo, Criterios básicos de la educación de la fe hoy 426

— Jon Sobrino, Teología de la liberación y teología europea progresista .... 438 Guillermo Múgica, ¿Tiene porvenir en Europa una teología de la liberación? 468 Juan M.a Uriarte, América Latina, llamada de Dios para Europa 468 Teófilo Cabestrero, Señales de esperanza desde América Latina 476

12

I Jesús

Page 7: Mision Abierta - Desafios Cristianos

LEONARDO BOFF

LA REALIZACIÓN DE LA UTOPIA:

JESÚS, EL HOMBRE NUEVO

El proyecto hombre no se quedó únicamente en utopía. Ni se perpetuó en su fracaso, sino que se realizó expresamente en alguien de la raza humana, concretamente en Jesús de Nazaret, vivo, muerto y resucitado. En esto consiste la profesión de fe fundamental del cristianismo. El hombre nuevo, el hombre plenamente reconciliado, el hombre totalmente libre de grietas, del fracaso histórico y de toda suerte de esclavitudes surgió plenamente en el acontecimiento Jesucristo. De esta manera se convirtieron en realidad las ansias de todas las antropologías y de todos los mitos antiguos

y los sueños más ancestrales. En el hombre Jesús, una vez resucitado, se presenta un nuevo ser, se presenta la reconciliación, la irrupción de la escatología antropológica dentro de la historia. La aportación del cristianismo a la comprensión del drama humano se concentra exactamente en el testimonio de este acontecimiento y su exposición racional. A partir del acontecimiento Jesucristo se comprende lo que es el hombre, a lo que está llamado, y el futuro que se asoma tanto al hombre como a la realidad que lo circunda, pues el futuro ya se manifestó en uno de los presentes.

15

Page 8: Mision Abierta - Desafios Cristianos

1

La manifestación del hombre nuevo, Jesucristo

Antropológicamente el acontecimiento Jesucristo puede ser considerado en un marco de dos polos problemáticos: uno concretándose sobre la situación decadente del hombre (el no-hombre), y otro sobre la perspectiva utópica del hombre (homo escatologicus revelatus). En el primer momento Jesús se presenta como el que reconquista y recupera la verdadera humanidad del hombre; del no-hombre convierte al hombre en hombre. Este es el acontecimiento liberador del acontecimiento cristiano. En un segundo momento Jesús es anunciado como el Cristo; él realiza la utopía humana e introduce al hombre en su estado escatológico. Es también una dimensión liberadora del misterio cristiano una vez que libera ul hombre para su verdadera y plena realización. Por otra purte, Jesús es anunciado como el «cece homo», todavía más como el «homo novisi-mus». Matizaremos estas dos líneas de reflexión.

2

Jesús de Nazaret, el ecce homo

El camino histórico de Jesús de Nazaret fue, sin duda, para la reflexión de los que convivieron con El y compartieron su proyecto, la realización de la verdadera humanidad del hombre. Si el ser hombre consis

te en una compleja concentración de relaciones activas con toda la realidad, que hace al hombre dueño y señor de la naturaleza, hermano del otro hombre e hijo de Dios, bien podemos decir que Jesús realizó esta esencia humana de modo pleno y sin asomo de grietas. Las narraciones evangélicas nos dan testimonio de un hombre que era esencialmente un ser para-los-otros. Pasó por el mundo haciendo bien, curando a unos, perdonando a otros, consolando, suscitando e s p e r a n z a y orientando los hombres hacia la libertad, hacia los otros, hacia Dios.

El fue Hijo de Dios radicalmente y en el sentido «creacional» de esta palabra.

En Jesús el proyecto divino no destruye el humano. El vivió una superlativa intimidad con el Padre llamándole Abba, sintiéndose y viviendo como hijo obediente y siempre dispuesto a hacer la voluntad del Padre y no la suya.

En la relación de Jesús con el Padre no se nota grieta alguna, propia de la experiencia humana decadente. El no suplica que se le perdonen los pecados, sino que se mantenga fiel (Me 14,36). Ni se cree distanciado de Dios como el pecador en proceso de conversión. El vive en una intimidad y espontaneidad que constituyen un fenómeno religioso distinto (Cf.Jo 10,30). Preséntase como el «homo matinalis» en estado de justicia original. El vive esta dimensión de Dios no como resultado de un esfuerzo ascético, o de un camino de interiorización y culminación de una vida que se fue purificando y abriéndose más y más al misterio, sino como la irrupción de lo divino en su diafanía y epifanía espontánea, como en alguien que es asumido y poseído y que sencillamente es así por nacimiento.

] 6

El no se presenta como un teólogo o como un místico para los que Dios representa el mayor esfuerzo de la vida. Para Jesús Dios es una evidencia existencial. Por eso mismo no es un «homo religiosus» como los descritos en la fenomenología de las religiones. El es ante todo un hombre secularizado y secularizados Para Jesús no existen los espacios sagrados y profanos. El está siempre en presencia de Dios que todo lo llena, que está y puede ser visto tanto en los lirios del campo como en las palabras sagradas de la Escritura, o en el templo o en el Santo de los Santos.

El vive en otra dimensión, en la dimensión del hijo que está en la casa paterna con sus hermanos y hermanas. En él se vio concretamente lo que es ser hijo de Dios en plenitud. Depende en todo del Padre, pero no con una dependencia infantil o neurótica. El es adulto y tiene su camino y su proyecto. Es una alteridad y se relaciona con Dios como un yo con un tú sin perder su identidad libre y fuerte.

En él se vio también lo que es el hombre como hermano de los otros hombres. Su relación no es como la del superior que humilla; está abierto a todos, sin distinción, y de tal forma que llega a causar escándalo a los piadosos.

Para El todos son su prójimo; basta acercarse a ellos. El se aproxima a todos, especialmente a los difamados, social y religiosamente, a los pequeños y despreciados de la tierra. El convierte al prójimo en hermano. Bien podía decir: «vosotros sois mis hermanos» (Mat 23,8). El a los últimos de la tierra los llama «hermanitos» (Mt 24,40) y en éstos debemos reconocer nosotros principalmente la presencia de Jesús.

La relación que establece no es legalista, externa, clasista; era radicalmente fraterna; a todos recibía como hermanos, ya fuera al judío, al pagano, al pobre, al pecador, al oprimido o al opresor. «Al que venga a mí no lo echaré fuera» (Jo 6,37). Identifica el mandamiento supremo con el amor fraterno, y quiere que su comunidad sea una comunidad de hermanos (Cf.Mt 12,49; 23,8.28,10; Jo 20,17; Le 22,32). Entre hermanos no puede existir esclavitud, sino servicio. Esto lo anuncia y exige como forma de relación entre los hombres; esto él lo vive de una forma indiscutible (Me 10,45). El Sermón de la Montaña pretende describir proferentemente el hombre nuevo que fue Jesús y sólo, en segundo lugar, ser propuesto a los cristianos como camino de seguimiento. Jesús vivió realmente todos aquellos ideales.

El comportamiento de Jesús en relación al mundo es de señorío responsable; no se manifiesta en él ningún apego egoísta, ninguna preocupación por los negocios; al contrario, son muchas las advertencias contra las riquezas y su carácter idolátrico y dominador del hombre (Le 19,16-21; 16,13; 12,15; 22,31). Condena tanto la riqueza que esclaviza como la pobreza que humilla (Le 6, 20-26). Exige solidaridad y compartir con los que menos tienen. No llama al hombre para que huya del mundo, sino para la responsabilidad con el otro, con la justicia y con la verdad, con el respeto y con el trabajo honesto: «Mi padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo» (Me 5,17).

La praxis de Jesús como hijo, hermano y señor, libera al hombre de su condición de hijo rebelde, de dominador de los hermanos y de déspota del universo. Con Jesús surgió

17

Page 9: Mision Abierta - Desafios Cristianos

por primera vez en la historia un hombre libre de estorbos históricos que lo oprimen y le impiden ser aquello que reconoce como su vocación y su realización.

Para la teología es de suma importancia el estudio de la praxis del Jesús histórico porque es ahi donde se descubre al hombre ansiosamente esperado y la realización del verdadero humanismo. Cuando se reduce la Cristología al Cristo de la Fe, ya interpretado por la Comunidad y no se tiene el cuidado de detectar la experiencia del Jesús histórico (jesuología), se empobrece In visión global del cristianismo.

El no anuncia un n>i!o ni prolonga una utopía; el anunciu un acontecimiento histórico y testimonia una topía: la irrupción del hombre nuevo, del «ecce homo» que es Je sus de Núzate!. 1U es de gran inte res para el hombre porque en él podemos ver, saber y seguir lo que el hombre puede y debe ser: hijo, hermano y señor en toda su transparencia matinal. Jesús de Nazaret libera al hombre de su no-humanidad; libera su libertad cautiva para su verdadera obra que es la realización de aquello para lo que fue llamado.

La vida libre, fraterna, soberana y filial de Jesús provocó una crisis en su mundo en el que el proyecto no-hombre se presentaba como el proyecto-hombre, en el que la anormalidad estaba segura de que era el orden, en el que el hombre consideraba como normal andar con la cabeza por el suelo y las piernas por arriba. Al llegar Jesús practica otra praxis, restituyendo el hombre al otro hombre. Por esto es considerado como loco, poseso, subversivo, hereje y ateo. Lo rechazan en nombre del dios que la cultura religiosa había construido y en nombre del

humanismo que el no-hombre había establecido. Pero la forma como Jesús asumió el conflicto, asimiló la crisis, cargó la cruz y enfrentó la muerte, demuestran con evidencia su profunda humanidad; no huye, no tergiversa ni concede; asume, perdona, sufre por los muchos y muere en absoluta entrega a los hombres que lo mataban y a Dios que parecía abandonarlo.

Morir así es una cosa digna porque libera al hombre del dominio que la muerte ejercía sobre la vida humana. La muerte ya no impera como una última instancia, pues existen valores por los que vale la pena dar la vida. La muerte es asumida dentro de un proyecto que llega más allá de esta vida. De esta forma la muerte es integrada y superada. Jesús, al someterse a todos, los conquistó a todos y se convirtió en Señor. No por una imposición divina o humana, sino por el servicio y por el amor hasta el extremo (Cf.Fl 2,5-11). Por esto Pablo, al contemplar el camino histórico de Jesús, el «ecce homo», puede decir a la comunidad: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo tuvo» (Fl 2,5). Acto seguido describe los pasos del servicio de Jesús, servicio a todos los hombres hasta en su último soledad de muerte. Seguir, pues, a Jesús histórico es intentar realizar el proyecto-hombre, una vez que todos nosotros vivimos en ambigüedad el proyecto no-hombre y el proyecto-hombre.

3

Jesucristo, el hombre nuevo escatológico

Jesús de Nazaret no sólo liberó y restituyó al hombre su verdadera

18

humanidad «ecce homo», sino que hizo mucho más, pues liberó para la completa revelación del hombre conforme al designio de Dios. Por la resurrección se presenta como el novísimo Adán (Cf 15,45), como el hombre que ya llegó a su expresión rompiendo así los límites de la historia y entrando en la total y absoluta realización en Dios. Así el «homo absconditus» que gemía dentro de la historia es ahora el «homo revelatus». Surgió, pues, el hombre que Dios había querido desde la eternidad.

Sin el acontecimiento de la resurrección nos encontramos todavía dentro del marco del hombre viejo, siendo todavía «viatores» hacia nuestra humanidad radical, con una pura esperanza dirigida hacia el futuro. Pero con la resurrección el tiempo llega a su plenitud (Gl 4,4), el viejo eón llegó a su ocaso y el eón escatológico está inaugurado. Con la resurrección se celebra un presente definitivo porque de alguna forma somos transportados al fin de la plenitud antropológica.

Es necesario entender bien el acontecimiento de la resurrección a fin de extraer toda su riqueza antropológica; es algo que interesa no sólo a Jesús sino a todos los hombres porque en él se declara la intención última de Dios con relación a la existencia humana. La existencia humana fue llamada para la vida, no para la muerte. Esta es la voluntad del Creador y del Liberador. Resurrección no es revivicación de un cadáver, o mejor, no significa volver al tipo de vida que tenía: biológica, mortal, dominada por limitaciones de todo tipo. Es la entrada del hombre terrestre, cuerpo espiritual en la vida del reino. Resurrección equivale a escatologiza-ción de la realidad humana, realiza

da ya en todas sus posibilidades latentes que se explicitan y llegan a su completa manifestación. Resurrección es el total trasvase del hombre a Dios. Resurrección es la realización de lo utópico del corazón humano y del sueño del Reino de Dios.

Pablo, al reflexionar sobre lo que sería este nuevo modo de existencia resucitada, intuyó la palabra cuerpo espiritual (soma pneumaticon) (1 Cr 15,44 a,b). Es necesario advertir, para que estas palabras sean bien entendidas, que ellas tienen un sentido más hebraico que griego. Cuerpo no significa, como en griego, la parte del hombre que se contrapone a la otra, que sería el alma. E n sentido bíblico cuerpo es todo el hombre; es el hoi.ibre persona que comulga, se comunica y forma la red de relaciones vitales con la realidad que lo circunda. Cuerpo, pues, es sinónimo de persona.

El espíritu constituye el modo propio del existir divino. Espíri tu ( íuah pneuma) constituye la vida d e Dios, inmutable, inmortal, e terna, plena, omnipresente, penetrando y llenando el cosmos. Decir que ahora el resucitado es un cuerpo espi-tual es lo mismo que decir: Jesús de Nazaret en su realidad concreta y personal, en su yo, ya está t ransfigurado y transformado en la vida del propio Dios. Antes él existía e n la sarx (en la carne); ahora existe en el Pneuma (en el espíritu). Existir en la carne significa «corrupción, ignominia, debilidad» (1 Cr 15,42-43)-Su anterior existencia corporal e r a «psíquica» (1 Cr 15,44 a b) o lo q u e es igual, existencia corporal biológica, con vida humana mortal; ahora su existencia corporal es «pneumática» (1 Cr 15,44 a b), esto e s , divina, celestial, escatológica.

19

Page 10: Mision Abierta - Desafios Cristianos

La forma resucitada es, por tanto, la existencia del hombrea realizada exhaustivamente en Dios, lo que conlleva de alguna manera tal comunión con el Misterio de Dios, que Dios se hace efectivamente todo en todas las cosas (1 Cr 15,29). Esta comunión es total, es omnipresen-cia cósmica, es interpenetración de todas las realidades, materiales, espirituales, celestiales y divinas.

El resucitado es anunciado como el Mesías, como el Hijo de Dios, como el Dios presente. Es el propio Dios encarnado humanamente, formando con el hombre una unidad inseparable, inmutable y permanente. De esta forma el hombre está divinizado y Dios humanizado. Cristo es el encuentro entre Dios y el hombre. En él se realiza el «homo assumptus venturas» y se hace historia. En él se realiza la utopía más radical y arriesgada que el corazón pudo soñar: ser como Dios (Gn 3,5). El hombre sólo es totalmente hombre en la total superación de sí mismo en la plena comunión y unión con Dios.

La realidad humana se realizó y se consumó en Jesús vivo, muerto y resucitado. Por eso no es solamente el «ecce homo» que se liberó de su no-hombre, sino también el «homo revelatus», el «homo escatologi-cus» que ya culminó totalmente y definitivamente terminó de nacer. De esta forma se realiza la utopía absoluta: ser-unidad-con-la divinidad. En Jesús resucitado, hermano nuestro, Hijo de Dios, revelación divina y alegría humana, se realizó totalmente el proceso de humanización.

4

El novísimo Adán y la persistencia del viejo Adán

El «novísimo Adán» (1 Cr 15,45) es, sin duda alguna, el lugar herme-néutico donde la fe cristiana ve la intención definitiva acerca del hombre. La historia de Jesús empieza a tener sentido transcendente a partir de este acontecimiento. La propia historia del pueblo en el que nació y vivió Jesús adquiere valor significativo una vez que en ella se realizó el acontecimiento más decisivo de toda la historia humana: la resolución del problema del hombre.

Claro que el nuevo ser no encontró todavía una realización cósmica. Por la crucifixión y rechazo de Jesús, como expresión del rechazo humano, el nuevo ser solamente se realizó en la realidad de Jesucristo. El cosmos y la historia viven todavía bajo el signo del viejo Adán, bajo el signo de la ambigüedad del proyecto hombre. El nuevo ser solamente está presente en Jesús resucitado.

Pero la historia y el cosmos llevan en su interior algo absolutamente nuevo, una vez que dentro está el ser nuevo y escatológico realizado anticipadamente de forma es-catológica. El es la escatología realizada, por lo que significa el fin de la historia en dos sentidos: en sentido en que la historia llegó realmente a su punto final —salvífica-mente nada podemos esperar que no haya acontecido en Jesús, vivo, muerto y resucitado—, y en el sentido de que la historia alcanzó su fin-plenitud, pues la resurrección significa la plenificación del hombre en Dios.

20

El nuevo ser, ya presente, solamente se realiza dentro de las condiciones del proyecto-hombre decadente. En el interior del viejo eón ya hay un fermento que puede revolucionarlo todo y que ya lo está moviendo todo hacia la plenitud es-catológica. El hombre, aunque esté todavía bajo el signo de Adán, ya puede participar del «novissimus Adán». Entre la Ascensión y la Pa-rusía existe un tiempo entre-tiempo, propio para la participación, para el seguimiento, para la celebración de Jesucristo, nuevo ser escatológico, dentro, claro está, de la exis tencia rota y en proceso de liberación.

Dos tareas fundamentales se le proponen al hombre: una, la más fundamental: seguir a Jesús, hombre nuevo. Pero seguir a Jesús no es solamente imitar sus gestos, repetir sus palabras, su praxis, su vida y su muerte. Fundamentalmente es tener los mismos sentimientos que tuvo Jesús (Fl 2,5), es intentar vivir la misma experiencia que Jesús vivió, ser por participación nueva criatura (2 Cr 5,8). A raíz de este nuevo ser se descubre una praxis nueva, una imitación de Jesús que no es fariseísmo de gestos exteriores, sino expresión de una verdad interior, nueva y planificada.

La segunda tarea consiste en celebrar la presencia del hombre nuevo entre nosotros, cultuarlo, venerarlo, anunciarlo a los hombres como esperanza y futuro del hombre y posibilidad liberadora para el drama humano. Praxis y culto, conversión y celebración, esfuerzo y fiesta, formarán siempre los grandes momentos del misterio cristiano. Continuamente se lucha para suplantar el viejo hombre y revestirse del nuevo. Es una lucha difícil, dura, dramática y sin treguas. Pero simultáneamente florece la alegría serena por la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, y por la manifestación del feliz fin del hombre. El hombre no está condenado a vivir la angustia de Sísifo ni la «hybris» de Prometeo. El mito no tiene valor definitivo. Sísifo consiguió llevar la piedra hasta la cima de la montaña; Prometeo volvió a la casa de los dioses. Jesucristo resucitado es al mismo tiempo la realidad y el verdadero símbolo de la existencia. Afirmar que Jesús de Na-zaret es el Cristo es afirmar que la utopía se convirtió en topía; es usar un símbolo escatológico (Cristo Mesías) para testimoniar que en el interior del viejo mundo y del hombre pecador fermenta un mundo nuevo y un hombre ya l ibre y totalmente libertado.

21

Page 11: Mision Abierta - Desafios Cristianos

MANUEL FRAIJO

JESÚS ANTE LA VIOLENCIA

«El amor engendra el conflicto: esa es la paradoja que debemos asumir teológica, humana y políticamente» (1). Así se expresaba, hace ya años, J. Girardi. En su opinión, existen dos ideologías —él las llama también «dos motivaciones-pantallas»— a las que no deberían sucumbir los cristianos. La primera sería «la ideología de la conciliación a cualquier precio». Esta postura ignora la fecundidad del conflicto y se niega a recurrir a estrategias con-flictivas. «Es curioso —escribe Girardi— notar que el rechazo de la lucha de clases, de la violencia revolucionaria, de la guerrilla urbana y de todas las nuevas formas de violencia ocupa el lugar de la antigua objeción de conciencia a la guerra y al servicio militar. Como contraparte de este rechazo, se privilegia

(1) Utilizamos el texto multicopiado de una conferencia de J. Girardi publicada posteriormente en Criterio (1973).

a todo precio la conciliación y la reconciliación.» La conciencia cristiana se halla dividida entre un «cen-trismo estable y principista», que busca siempre una tercera posición, y un «izquierdismo que busca en una teología de la revolución una expresión más cercana a la exigencia radical del evangelio». Girardi combate la ideología del «diálogo a toda costa» y califica de «idea etérea» los intentos por suprimir, en una sociedad «de la previsión y el cálculo», las fuentes de los conflictos. Considera poco probable que los deseos de los individuos puedan coincidir alguna vez, sin conflicto, con el interés colectivo de la sociedad. Cita a Julien Freund que afirma: «La ley de la acción política es esencialmente la ley del conflicto, de la lucha por el poder; el poder, no pu-diendo ser compartido por todos, es siempre objeto de competencia; por esa razón, la relación amigo-enemi-

22

lio es una categoría irreductible de lo político.»

Girardi concluye que una teología del umor «debe asumir esta dialéc-lliu del conflicto inevitable». En i'iiüo contrario, puede convertirse en Ideología. Lo ideológico en este caso no sería la teología del amor, «sino au reducción a un modelo muy simple —el del diálogo— y la aplicación de ese modelo reducido a situaciones para las cuales no está destinado».

Con igual énfasis, rechaza Girardi • la ideología del conflicto a cualquier precio». Determinados grupos Intentan imponer «una estrategia esencialmente artificial, minoritaria y voluntarista a situaciones que hacen cada vez más improbables las acciones de ruptura». Se intenta, mediante la táctica de la provocación, hacer fracasar todo intento Institucional de concertación. Mediante este método, los «jefezuelos y terroristas clandestinos» dan salida a sus pulsiones agresivas y neuróticas. En lugar de ganar a nuevas capas sociales para la crítica del sis-lema, se las traumatiza y provoca para que adopten una actitud defensivo-represiva. La teatral terapia de choque, que pretenden aplicar, pierde toda eficacia. La «guerrilla-theater» paga un alto precio por su locura: se autocondena a no influir en la sociedad. En lugar de sembrar semillas de cambio, se convierten en agentes de castigo indiscriminado. Terminan cayendo en lo que Hegel llamaba «la furia de la destrucción».

¿Soluciones? Girardi no las tiene. Habla de la reforma de las instituciones, de la necesidad de «una especie de tacto» que debe poseer, sobre todo, el hombre de Estado. «Necesitamos mediadores sociales que no traten de conciliar a cualquier

precio, ni de polarizar a cualquier precio, sino que ayuden a que cada uno reconozca a su adversario.» Este mediador social deberá explicar al anarquista la necesidad y el sentido de su ingreso en la institución. Girardi concluye: «¡A tal fin le dará un breve curso sobre Hegel!»

A nadie molestará que el cristiano, además de tener muy en cuenta las soluciones de sentido común de Girardi, se remonte a los orígenes del cristianismo y se pregunte cómo se comportó Jesús de Nazaret ante el mundo violento y dividido que le tocó vivir. La actitud de Jesús ha sido objeto de diversas interpretaciones.

In te rpre tac iones ext remis tas

/ . Carmichael

«Jesús tuvo que disponer de un ejército armado». Así de lapidariamente se expresaba, hace unos veinte años, J. Carmichael (2). La base escriturística de su afirmación la encuentra en Mt 10, 34: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada.» Carmichael es tajante: «Jesús fue un rebelde y murió como un rebelde» (3). El nazareno fue un revolucionario político-social, un zelo-ta poseído del mesianismo judío-nacionalista de su época. No se limitó a predicar el reino de Dios, sino que intentó instaurarlo por la fuerza. «Fue un visionario, un hombre de acción que intentó poner en marcha la maquinaria de la voluntad divina» (4).

(2) Leben und Tod des Jesús v<m Na-zareth (Munich, 1965), 149.

(2) Ibid., 277. (4) Ibid,, 213.

23

Page 12: Mision Abierta - Desafios Cristianos

1. Lehmann

Más moderadamente —piensa que Jesús fue, sobre todo, un esenio— juzga J. Lehmann. Pero también él afirma: «El rabino Jesua no tuvo siempre pensamientos de paz, sino que, libremente u obligado, vivió el aspecto político del mesianismo hasta su amargo final y fracaso» (5). Lehmann opta por no hablar de Jesús, sino del rabino Jesua. Todo su esfuerzo va encaminado a vincular a Jesús con la secta de los ese-nios: «Bienaventuranzas y apocalipsis, penitencia y bautismo, comunidad de bienes y pobreza, eucaristía y alianza, todo esto sé encuentra en Qumrán. Lo que, durante dos mil años, hemos tenido por doctrina de Jesús existía ya antes de su nacimiento» (6). Qumrán sería, por tanto, la cuna del cristianismo. Viviendo entre sus monjes, aprendió Jesús las enseñanzas de los esenios, las resumió y se las aplicó a sí mismo. Dos componentes desfiguran, en este contexto, la imagen de Jesús: 1) Su despolitización: la comunidad primitiva percibe que, para que pase a la posteridad, hay que liberarlo •de todo resabio político. 2) Para comprender su muerte, Pablo se vio obligado a espiritualizar, universa-lizar y trascendentalizar a Jesús. «Pablo convierte al Mesías fracasado en Cristo vencedor, ai muerto en resucitado, al Hijo del hombre en Hijo de Dios» (7). La consecuencia es obvia: los cristianos deben saber que «el fundador de su religión es Pablo de Tarso y no el rabino Jesua al que ni siquiera se le ha dejado

(5) LEHMANN, J-, Jesus-Report. Protokoll einer Verfiilschung (Dusseldorf, Viena, 1970), 114.

(6) Ibid., 115. (7) Ibid., 156.

su nombre judío» (8). El Cristo predicado por la Iglesia no se parece al Jesua histórico ni en el nombre. Es pura ideología. El rabino Jesua no sería hoy miembro de ninguna Iglesia cristiana.

S. G. F. Brandon

Brandon destaca que Jesús simpatizaba con los zelotas y, por tanto, dio ocasión para que le acusaran de agitador político y lo ajusticiasen. Sólo en un punto se habría diferenciado de ellos: estaba más interesado en atacar a la aristocracia sacerdotal que a los romanos. Pero su ataque a la jerarquía del templo coincidió con un levantamiento ze-lota, dando lugar a que se le confundiese con ellos y fuese ajusticiado.

Brandon se apoya en una serie de citas bíblicas aisladas. Insiste mucho en Le 23, 2: «Comenzaron a acusarle diciendo: hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributo al César y diciendo que él es el Cristo rey.» Pero, ni ésta, ni el resto de las citas aportadas por Brandon prueba que Jesús se rodease de un grupo de discípulos armados ni que los evangelistas, por razones apologéticas, después de la destrucción de Jerusalén, falsificaran su imagen y lo convirtieran en un pacifista. Por lo demás, Brandon sólo analiza los textos que favorecen su tesis (9). Especial énfasis pone en las intenciones pacifistas del evangelista Marcos. Su evangelio sería una apología ad christianos romanos para mostrar que el movimiento cristiano no participó en el levantamiento de los ju-

(8) Ibid., 131. (9) KÜMMEL, W. G., «Jesusforschung seit

1950, Theologische Rundschau, 31 (1965-66), 312.

24

dios contra Roma. Esto explicaría el pacifismo del Jesús de Marcos. En Mateo y Lucas culmina la tradición del Jesús pacífico y dulce. Brandon se sitúa en la línea de Rei-marus, Kautsky, Eisler y tantos otros.

Precariedad de las fuentes

Habrá que dar siempre la razón a A. Schweitzer: son posibles muchas interpretaciones de Jesús. Cada época ha dado la suya, proyectando en Jesús su propio universo axiológico. Pero Jesús retorna siempre a su época, a la que le vio nacer, como un «desconocido sin nombre». Para Car-michel y Brandon, Jesús fue un ze-lota, o simpatizó con este movimiento partidario de la violencia armada; para Lehmann, está claro que perteneció al movimiento esenio partidario de la oración y del trabajo callado en el desierto. Posteriormente, los esenios le habrían expulsado de entre sus filas por alguna grave transgresión (los ángeles que le sirven en el desierto después de su prolongado ayuno —ayuno al que le habrían condenado los esenios— serían monjes esenios); para el judaismo actual, que intenta recuperar la figura de Jesús, está fuera de duda que fue «un fariseo liberal» (Flusser), un fiel observante, aunque no fanático, de la ley. Sólo un movimiento importante de la época de Jesús, el saduceo, se ve privado del honor de que el siglo xx asocie al nazareno con él. La oposición entre este grupo, al que pertenecía la casta sacerdotal, y Jesús es demasiado evidente. Recuérdese que, probablemente, fueron los sa-

duceos los inmediatos causantes de la muerte de Jesús.

Y es que las fuentes sobre Jesús son precarias y susceptibles de múltiples interpretaciones. En realidad, la vida de Jesús fue extremadamente breve. Su actividad pública es posible que durase sólo unos meses. Además, su lenguaje fue, en ocasiones, oscuro, difícil de interpretar, incluso para sus contemporáneos. Llegará al final sin que sus más allegados —los discípulos— le hayan comprendido. Por último, Jesús exigió cosas bastante imposibles, propias de un hombre poseído de la gran fiebre apocalíptica que agitaba a su tiempo. El final de todo estaba cercano y se imponían acciones heroicas que, dejando a un lado el quehacer cotidiano y sus exigencias prosaicas, preparasen al hombre para la llegada inminente del reino. Lo demás carecía de importancia.

Este hecho, unido a los diversos enfoques de los distintos evangelistas, al carácter nada imparcial de su información sobre Jesús y a la dificultad de penetrar, a tantos siglos de distancia, en lo que realmente quisieron transmitirnos explica la diversidad de interpretaciones de que ha sido objeto Jesús a lo largo de la historia.

Interpretación actual

En la investigación científica actual prevalece la convicción de que Jesús no perteneció a ningún movimiento violento. Su mensaje fue profundamente revolucionario, pero sin incluir el. recurso a la violencia armada. El investigador que con más claridad y sentido pedagógico ha expresado esta tesis ha sido

25

Page 13: Mision Abierta - Desafios Cristianos

O. Cullmann. Su librito Jesús y los revolucionarios de su tiempo se ha convertido en una especie de catecismo sobre el tema. Tanto M. Hen-gel (Jesús y la violencia revolucionaria) como H. Küng (Ser cristiano) le son profundamente deudores en su impostación del tema. Otros teólogos actuales, aunque muy distantes de los planteamientos conservadores de Cullmann, no mantienen en este tema posturas muy diferentes de la suya.

El método de Cullmann es sencillo: reúne, por un lado, los argumentos bíblicos en favor de un Jesús zelota y, por tanto, partidario de la violencia (también en este punto simplificamos: existían zelotas qué no eran partidarios de la violencia armada). Los principales serían: Jesús, que atacó a otros movimientos de su tiempo, no polemiza nunca contra los zelotas; postura crítica frente a Hcrodcs ni que utilizando lenguaje zelota, llamó zorro; ciertas frases que invitarían a llevar armas; su influjo sobre la multitud que pretende hacerle rey; la irradiación ejercida sobre los zelotas, algunos de los cuales (Simón el zelota, Judas y, tal vez Pedro) pertenecieron al grupo de sus discípulos; ciertos actos con resabio zelota como la entrada en Jerusalén, la expulsión de los mercaderes del templo y la muerte en cruz.

Por otro lado, Cullmann reúne los argumentos en contra de una interpretación zelota de la actividad de Jesús: Jesús habló sobre la no-violencia y recomendó ofrecer la otra mejilla al que nos hiere; llamó bienaventurados a los pacíficos; se mostró contrario al uso de la espada; proclamó el amor al enemigo; rechazó la tentación del poder político como algo diabólico; admitió entre sus discípulos a un recauda

dor de impuestos (figura no precisamente zelota ni revolucionaria) y no se cerró al trato con los representantes de la potencia ocupante (10).

La postura de Cullmann culmina en una extraña simplicidad: «Jesús no pierde su tiempo comprometiéndose en una empresa que tiene como finalidad la destrucción de las instituciones por la fuerza de las armas.» Lo que realmente interesaba a Jesús era el reino de Dios y no las vicisitudes de este mundo. Siguiendo a A. Schweitzer, Cullmann piensa que el convencimiento de que este mundo se acercaba a su final impidió a Jesús optar por transformaciones violentas.

El estudio de Cullmann inspira a Küng el siguiente veredicto: «A pesar de todo esto, si se quiere hacer de Jesús un guerrillero, un insurrecto, un agitador y revolucionario político y convertir su mensaje del reino de Dios en un programa político-social, hay que tergiversar y falsear todos los relatos evangélicos, hay que seleccionar unilateral-mente las fuentes, hay que trabajar arbitrariamente con dichos de Jesús y creaciones de la comunidad sacadas de su contexto, hay que prescindir del mensaje de Jesús como totalidad, hay que proceder, en suma, con fantasía novelesca y no con rigor histórico-crítico» (11).

Küng concluye que Jesús tenía lo bueno de todos los grupos sin pertenecer a ninguno de ellos: era más revolucionario que los zelotas, más libre que los esenios, más moral que los fariseos, más piadoso que los sacerdotes. Probablemente no hay

(10) CULLMANN, O., Jesús und die Revo-lutionaren seiner Zeit (Tubinga. 1970), 21-24.

(11) KÜNG, H., Ser cristiano (Madrid, 1977), 233.

26

nada que objetar a esta afirmación de Küng; pero no nos convence este Jesús espléndido, resultado magnífico de la acumulación de todos los logros de su tiempo.

Los argumentos

Cullmann, Hengel, Küng y, en general, la investigación actual tienen razón en que no existen argumentos apodícticos para hablar de un Jesús partidario de la violencia armada. Incluso los episodios con mayor matiz zelota —entrada en Jerusalén, expulsión de los mercaderes del templo, crucifixión— admiten otras interpretaciones.

Entrada en Jerusalén

Se trata de un episodio con marcado sabor de «leyenda mesiánica». Su carácter legendario se manifiesta, sobre todo, en la leyenda del pollino. Todos los detalles tienden a resaltar la dignidad mesiánica de un Jesús aclamado por la muchedumbre. Sin embargo, la investigación histórica actual pone de manifiesto que la entrada en Jerusalén debió carecer de la solemnidad que le atribuyen los evangelios. Probablemente Jesús fue acompañado sólo por un pequeño grupo de seguidores. La misma leyenda del pollino debe ser interpretada como símbolo de humildad. Los triunfadores entraban en la ciudad sobre un caballo blanco. Es cierto que este acontecimiento desencadenó el conflicto final; pero no porque Jesús intentase apoderarse de la ciudad por la fuerza de las armas —interpretación zelota—, sino porque, en medio

de su humildad, este acto debió llamar la atención e inquietar a los dirigentes religiosos y políticos. No se olvide que el momento elegido era comprometedor: se acercaba la fiesta de Pascua y las grandes multitudes acudían a Jerusalén para revivir viejas esperanzas mesiánicas. Las autoridades reforzaban los efectivos de defensa.

Por lo demás, Jesús no subió a Jerusalén en busca de su propia muerte. La tesis de Bultmann según la cual Jesús habría subido a Jerusalén en un acto de desesperación para poner a Dios a prueba y cerciorarse de si estaba de su parte, no parece avalada por los relatos evangélicos. Jesús podía contar con la posibilidad de una muerte violenta en Jerusalén, pero no la pretendía. Su viaje a la ciudad santa debió tener como objetivo anunciar en ella su mensaje. Jerusalén era la meta de todos los grandes profetas.

Expulsión de los mercaderes del templo

Mayor carácter zelota cabría atribuir a este acontecimiento. Por supuesto, también aquí hay que relegar al olvido insinuaciones de violencia: látigo, ira, mesas por el suelo, etc. Si la acción de Jesús hubiera revestido carácter violento, habría intervenido en seguida la policía encargada de custodiar el templo. Lo extraño de esta acción radica en su carácter inmotivado. Lo que allí ocurría era normal para un judío. El templo ténfa su propia moneda; por tanto, eran necesarios los cambistas. Estaban prescritos los sacrificios; por consiguiente, era necesario el ganado para las ofrendas. Nada de esto profanaba el templo. Su recinto sagrado estaba perfecta-

27

Page 14: Mision Abierta - Desafios Cristianos

mente protegido de todo barullo. Y parece claro que, en caso de profanación, todo judío celoso de la ley —y eran muchos— habría intervenido en favor del templo. La acción de Jesús no estaba, pues, justificada. Este dato la hacía altamente provocativa. Esto no significa que Jesús pretendiese —como afirma la interpretación zelota— apoderarse del templo en una acción combinada con Barrabás. Al menos, no hay datos para afirmarlo. Es más plausible, como afirma Brandon, que su presencia en el templo coincidiese con una revuelta zelota y que, debido a las semejanzas entre Jesús y este grupo, fuese confundido con ellos, hecho prisionero y ajusticiado. Pero también esta afirmación es una mera hipótesis,

La investigación actual se inclina a dar a la acción de Jesús un significado simbólico: con talante pro-fético, Jesús habría puesto de relieve que su presencia ponía fin a viejas formas de relacionarse con Dios, mediatizadas por el templo. Con El llegaba un tiempo nuevo que desligaba a Dios de recintos y tiempos rutinariamente considerados como sagrados. A partir de ahora, templos y sacerdotes tendrían que renunciar a viejos privilegios; la adoración a Dios dejaría de estar ligada a tradiciones e instituciones de cuestionable legitimidad.

La crucifixión

Es cierto que el género de muerte infligido a Jesús era reservado por la autoridad romana para los culpables de alta traición y los agitadores políticos. Jesús fue, por tanto, ejecutado como un agitador político. Así se deduce del título que los romanos colocaron sobre la cruz: rey de los judíos. Se trata de una

acusación de signo político, cuya historicidad parece sumamente probable. Nótese que el título no es «rey de Israel» —esta interpretación espiritualizante será obra de Juan 1, 49; 12, 13—, sino «rey de los judíos». Este último era un título de claro sabor político que debió provocar la indignación de los judíos y de los mismos seguidores de Jesús. Lohmayer dice que se trataba de un título Heno de «burla» (12).

Pero, del hecho de que Jesús fuese ajusticiado como un zelota revolucionario, no se sigue que lo fuese en realidad. Lo más probable es que la autoridad religiosa judía, deseosa de asegurar al molesto profeta un vergonzoso y humillante final, lo entregase a los romanos como reo de conspiraciones políticas. Eran bien conscientes de que, si su denuncia se basaba en acusaciones de índole religiosa, el procurador romano no se atrevería a condenarle a muerte. Como buenos defensores del sistema, optaron por lo seguro, pactaron con el opresor y liquidaron una esperanza llamada Jesús. Sus verdaderos motivos ya se sabe que eran otros: les molestaba la libertad de Jesús, su opción por los que ellos despreciaban, su abierta denuncia de la injusticia, su desenfado para desenmascarar falsos teocentrismos, su crítica de una piedad hipócrita, su nueva escala de valores, su acogida entre el pueblo, su pasión por la verdad; en una palabra: les molestaba su Dios.

Resumiendo: ni la subida a Jeru-salén, ni la expulsión de los mercaderes del templo, ni el género de muerte a que fue sometido prueban que Jesús fuese un zelota partidario de la violencia armada.

(12) Das Evangeíium nach Markus (1957), 343.

28

Perplejidades y preguntas

Un doble sentimiento invade al que reflexiona sobre Jesús y la violencia: por una parte, tiene la impresión de que el programa de Jesús, con su radical exigencia de cambio, no es realizable sin el recurso a la violencia; por otra, está convencido de que, si se recurre a la violencia, se abandona el proyecto de Jesús. En este sentido, es inevitable dudar de la «eficacia» del mensaje de Jesús para solucionar problemas contemporáneos. En seguida viene a la memoria el reproche —no airado— de Nietzsche: al nazareno le faltó realismo. Unos años más de vida y habría pensado, hablado y actuado de otra fo rma-

Históricamente, el precio pagado por la salida del dilema que acabamos de enunciar ha sido alto: se ha procurado realizar lo de Jesús «privadamente». Hemos buscado la unión íntima y personal con El evocando algo sentimentalmente su recuerdo, dejándonos invadir por lo bonito que sería que su causa triunfase. Pero, como decía Hegel, nuestras manos no se movían, descansaban plácidamente sobre nuestro regazo. Esta actitud de acceso personal e intimista a la figura de Jesús, olvidando la lucha para que el mundo dejase de ser ese «matadero» del que también habla Hegel, ha configurado ampliamente nuestra espiritualidad.

Esta «privatización» ha estado también en el centro de la predicación eclesial. Predicación a la que se ha prestado —y se sigue prestando— una atención obsequiosa, pero siempre con la mirada puesta en el reloj, convencidos de que, cuando termine el sermón, empezará la «vi

da», una vida que se resiste a las confusas utopías escuchadas en la Iglesia.

Hemos afirmado que la causa de Jesús no parece realizable sin el recurso a la violencia. Parece, por ejemplo, que la justicia es central en su mensaje. Pero, ¿es posible la justicia sin recurrir a la violencia? Al menos parece que, con métodos pacíficos, se está retrasando mucho... Así lo deben pensar los hambrientos de todo el mundo.

Por otra parte, nadie podrá afirmar —es el segundo miembro del dilema— que Jesús quiso una justicia lograda a tiros. En un mundo violento e injusto habló de fraternidad y amor, pero no parece que pensara en la contundencia de las metralletas para lograr este ideal. Le preocupó la «conversión», pero no insinuó nunca que se pueda lograr por la fuerza; tuvo compasión de la muchedumbre, pero no la incitó a la incalculable aventura del levantamiento armado; alguna vez le pidieron que hiciera bajar fuego del cielo, pero rechazó ásperamente la propuesta; fue testigo privilegiado del cautiverio de todo un pueblo sometido al arbitrio de una dominación extranjera y, cuando le preguntaron si era lícito pagar tributo a los dominadores, dio una respuesta enigmática cuyo significado aún no hemos logrado descifrar. Y, cuando llegó «su hora», el trance amargo del dolor y de la negatividad, parece que optó más por la sumisión que por la resistencia. Obsequió con un amplio silencio a los agentes de la violencia —saduceos y romanos— y se dirigió a Dios con una pregunta misteriosa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Me 15, 34).

No sabemos lo que pensaba Jesús en ese momento, si es que podía

29

Page 15: Mision Abierta - Desafios Cristianos

pensar algo. A lo mejor, como escribe K. Rahner, se le hizo presente «todo lo que hace de la muerte algo horrible... el sufrimiento corporal, la tremenda injusticia a que se le somete, el odio y mofa de los enemigos, el fracaso de toda una vida, la traición de los amigos...» (13). Pero también es posible que su pregunta fuese más allá de su propia odisea personal. Tal vez preguntaba a Dios —y, si él no lo hizo, podemos hacerlo nosotros— por la persistente presencia de lo violento en el mundo. Tal vez pensó en el sufrimiento de los inocentes, en la enfermedad prolongada, en el hambre e inseguridad que amenazan al hombre, en las generaciones inútilmente sacrificadas. Tal vez pensó, sobre todo, en la muerte del hombre, en su carácter destructivo e inmisericorde. Tal vez quiso preguntar si, en definitiva, no es Dios el responsable último de la violencia que asóla esta tierra.

Bultmann tiene razón: no podemos saber cómo entendió Jesús su muerte. Lo que sí sabemos es que, según el relato de sus amigos, tuvo sueños de paz. Fue un soñador que

se orientó hacia ese «imposible-necesario» que es la paz. A pesar de que no dio recetas «eficaces», sigue, a dos mil años de distancia, atrayendo e interpelando a no pocos hombres de nuestro tiempo. Algunos de ellos, atentos al clamor de sus hermanos oprimidos, optan por la intemperie y recurren, en última instancia, al lenguaje de las armas; otros, confiando en que Dios hará triunfar la causa de la justicia, no dan ese paso. Todos ellos se remiten a Jesús. ¿Con razón? El nazareno —lo veíamos— habló poco claro. Dejó un amplio margen a la decisión personal. Tal vez confió tanto en Dios y en el hombre que consideró posible un mundo humano sin violencia. Aunque la historia no le ha dado la razón, su ideal sigue ahí como una especie de reto para el futuro. A Jesús no le habría bastado el lema de Camus: «lo importante es pensar con claridad y abandonar la esperanza». Más bien parece que esperó «contra toda esperanza».

(13) Schriften zur Theologie, VII, 142.

IGNACIO ELLACURIA

POR QUE MUERE JESÚS Y POR QUE LE MATAN

El intento de poner en relación a Jesús con la historia y, consiguientemente, a la Iglesia con la historia, es esencial para la comprensión y realización del cristianismo, así como para la realización y la comprensión de la historia. Si no se llega a tener clara esta «relación», se cae en posturas religiosistas o en posturas se-cularistas, con menoscabo de lo que es realmente la salvación histórica.

La encarnación histórica de Jesús, como paradigma de lo que ha de ser una historización de la salvación, puede presentarse desde diversos aspectos de su vida. Uno de ellos, especialmente privilegiado, es el de su pasión y su muerte. En efecto, éstas representan el núcleo original de los relatos evangélicos, permiten una mayor verificación histórica, representan la culminación de su vida mortal y, desde otro punto de vista, son elemento de divergencia entre

quienes se atienen a que Jesús murió por nuestros pecados y quienes piensan que se le mató en razón de su lucha por el hombre y en virtud de motivos políticos.

El estudio, por tanto, de la pasión en su doble vertiente de por qué muere Jesús y de por qué le matan, es un lugar adecuado para iluminar la unidad intrínseca y necesaria entre la lucha por el hombre y la implantación del Reino de Dios.

Es un problema muy presente en el Nuevo Testamento. Ya en el primero de sus escritos se nos dice, por un lado: «porque Dios no nos destinó a la ira, sino a adquirir la salvación por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el que murió por nosotros, a fin de que... lleguemos a la vida Juntamente con él» (I Tes 5, 9-10); por otro: «pues vosotros hermanos os hicisteis imitadores de las Iglesias de Dios que están en Judea,

31

Page 16: Mision Abierta - Desafios Cristianos

en Cristo Jesús, porque también vosotros padecisteis de parte de vuestros compatriotas las mismas persecuciones que ellos de parte de los judíos, los que mataron al Señor, a Jesús, y a los profetas...» (ib., 2,14-15). Y es un problema que no puede resolverse a la ligera. Un autor, tan ponderado como Rahner, considera, por ejemplo, que es discutible si el propio Jesús atribuyó a su muerte una función soteriológica; esto es, si a él mismo le era clara la conexión entre el significado histórico de su muerte y su sentido trascendente (1).

Consideramos nuestro problema desde tres puntos de vista: 1) la dimensión histórica de la muerte de Jesús; 2) la conciencia histórica de Jesús sobre su muerte; 3) significado teológico de su muerte. Nos ceñiremos a los relatos de la pasión y el punto de vista será exclusivamente exegético-histórico.

1

Dimensión histórica de la muerte de Jesús

a) Creciente oposición entre Jesús y sus enemigos.

Los autores evangélicos presentan la vida de Jesús como una creciente oposición entre él y quienes van a ser los causantes de su muerte. Pocas dudas pueden caber sobre este punto, léase la vida de Jesús según Marcos o, en el otro extremo, según

(1) . RAHNER y W. THÜSSING, Christolo-gie systematisch und exegetisch. Freiburg, 1972, pp. 27 y 33.

Juan (2). Jesús y sus enemigos representan dos totalidades distintas, que pretenden dirigir contrapuestamente la vida humana; se trata de dos totalidades prácticas, que llevan la contradicción al campo de la existencia cotidiana. Ya en el pasaje de la curación del hombre con la mano paralizada (Me 3,1-6; Le 6, 6-11) aparecen sus enemigos espiándole para acusarle y condenarle y Jesús encolerizado, con el resultado de que los fariseos y herodianos salieran dispuestos a deshacerse de él.

Pero el complot definitivo aparece en la pasión y está narrado por los cuatro evangelistas. Parecería que hasta Juan se ha vuelto «sinóptico», a la hora de contar el proceso de la muerte de Jesús. Esta relativa «coincidencia sinóptica» de los cuatro evangelistas indica el carácter histórico del fondo de la narración. Reunamos los rasgos más sobresalientes.

Se reúnen los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt 26, 3), los escribas (Me 14,1 y Le 22,2) y los fariseos (Jo 11, 47). Coinciden todos en querer matar a Jesús y los tres sinópticos señalan que no se atreven a hacerlo por miedo al pueblo, con lo cual se sobrepasa el nivel de la confrontación puramente personal. Pero se aprovechan de Judas, que llega a capturarlo con un grupo numeroso, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt 26, 47), de los escribas (Me 14, 43) y de los fariseos (Jo 18, 3). Juan añade que se trata de la cohorte y de los guardias; al parecer, la cohorte era romana y los guardias lo eran de los sumos sacerdotes. Hay, pues,

(2) I. ELLACUKÍA, Teología política, San Salvador, 1973; traducción inglesa: Free-dom made llesh, New York, 1976.

32

una captura en que se aunan los poderes sociales, políticos y religiosos. La acusación, a pesar de las divergencias entre los evangelistas, muestra por qué le persiguen y le combaten estos poderes.

b) Por qué persiguen o Jesús.

Según Juan (18, 19-27) el sumo sacerdote le interroga a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina; se trataría, por tanto, de un problema de ortodoxia, pero tras este primer plano de la ortodoxia aparece el de sus seguidores, esto es, el de un movimiento, que ha cobrado fuerza y frente al cual no tienen control los dominantes oficiales de la situación religioso-oficial. No deja de ser significativo que los guardianes le insulten como a profeta; debieron de percibir en sus amos la persuasión de que Jesús era profeta y ponía en marcha dinamismos proféticos.

En el juicio ante el Sanedrín se le acusa de querer destruir el templo. No. puede pasarse por alto lo que suponía el templo jerosolimitano en lá configuración religiosa y política de Judea; la afirmación del templo nuevo que sustituye al antiguo era una blasfemia, que exigía la lapidación. Distintos motivos redacciona-les han hecho que se ampliara la acusación a la más llamativa de hacerse el Mesías, pero este punto lo trataremos en la tercera parte. En este primer estadio Jesús aparece como blasfemo, pero como blasfemo público, que pone en conmoción los pilares de la estructura del judaismo.

Las acusaciones cambian ante Pi-lato. El punto de conexión está en la acusación de presentarse como Mesías, que de cara a los judíos se

presenta como Hijo del Bendito y de cara a los romanos como rey de los judíos. Es Lucas quien propone el sumario de la acusación: «Hemos encontrado a este hombre excitando al pueblo a la rebelión e impidiendo pagar los tributos al César y diciéndose ser el Mesías, Rey» (23, 2). Pi-lato sabía que el Mesías sería enemigo do los romanos; toda la época de su mandato estaría llena de expectativas mesiánicas y de levantamientos armados de tinte mesiáni-co. Por eso pregunta a Jesús: ¿eres el Roy do los judíos? Ninguno de los cuutro evangelistas pone en boca de JUHÚH el rechazo de esta acusación. Ante las reticencias de Pilato los sumos sacerdotes y los escribas le siguen acusando violentamente (Le 23, 10) e insisten en que Jesús subleva al pueblo con su enseñanza. Ni Herodes ni Pilato rocogon la acusación; pero cuando lo amenazan a Pilato con que si no condena a Jesús se convierte en enemigo del César, acaba por ceder. De hecho le condena a la crucifixión, ponu típicamente política impuesta a los rebeldes contra Roma, y como titulus de la condenación se establece su pretensión de convertirse en rey de los judíos.

c) Jesucristo como enemigo del poder y estructura social.

Es claro que, fuera de intereses re-daccionales, los enemigos de Jesús extreman y distorsionan las apariencias, pero estas apariencias lo eran de hechos reales. Ante todo, está el hecho real de la oposición a muerte de los poderes socio-religiosos contra Jesús; si no hubieran visto en él a un enemigo de su poder y de la estructura social, no lo húbie-

33

Page 17: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ran condenado a muerte; y si la acción de Jesús no hubiera tenido nada que ver con aquello de que le acusan, tampoco hubiera prosperado. Ambos aspectos que en su unidad se hacen presentes a todo lo largo de la vida de Jesús, prueban el carácter de su vida: el anuncio del Reino de Dios tenía mucho que ver con la historia de los hombres y esta historia quedaba contradicha por el anuncio efectivo del Reino. Tan peligrosa aparecía la persona y la acción de Jesús, que las autoridades judías habían calculado que esa peligrosidad iba a traer una mayor represión por parte de los romanos. Lo cuenta San Juan: reunidos los sumos sacerdotes y los fariseos se preguntaban qué hacer, porque Jesús hacía muchos signos; si le dejaban seguir, todos iban a creer en él, lo cual ocasionaría la intervención de los romanos, que destruirían el lugar santo y la nación entera; a lo cual respondió Caifas que era mejor que muriera un solo hombre por el pueblo y no que pereciera toda la nación (11, 47-50). La apelación a los romanos y al peligro del lugar santo y de la nación, muestra la conexión de la palabra y de los signos de Jesús con la realidad histórica, tanto en su vertiente religiosa como política. Curiosamente esta frase de Caifas de tinte tan marcadamente político va a ser leída por Juan teológicamente y, además, en un sentido expiatorio. El por qué le matan a Jesús queda unido al por qué muere en la propia historia teológica de Juan.

La preponderancia de los elementos histórico-políticos en el juicio de Jesús y aun en el relato entero de la pasión es grande. Lo que más resaltan los evangelistas es una serie de elementos históricos, como si estu

vieran preocupados por responder a por qué le mataron a Jesús. Sobre este punto crucial se han deslizado los comentaristas teológicos con peligrosa e ideologizada facilidad; hoy se trata de evitar ese deslizamiento interesado. No en vano este punto tiene tal importancia en los relatos evangélicos; considerar la morosidad de los evangelistas como algo anecdótico o como concesión sentimental, sería caer en lo que Zubiri ha llamado docetismo biográfico. Insistir en lo que realmente significa nos lleva a la que fue la raíz humana de la vida de Jesús y, consiguientemente, al lugar adecuado de la fe y de la trascendencia.

2

Conciencia histórica de Jesús ante su muerte

a) Jesús sabía que su modo de actuar era peligroso y lo llevaba o la muerte.

Entramos en un tema lleno de dificultades exegéticas y dogmáticas. Dando por supuesta la literatura sobre la conciencia de Jesús, nos vamos a ceñir a lo que los evangelistas muestran de esa conciencia en los relatos de la pasión.

Como preámbulo podemos dar por supuesto que Jesús era consciente de la peligrosidad de su vida y de que su actuación ofrecía motivos para llevarlo a la muerte. La hipótesis contraria no es aceptable: una cosa es que los anuncios de la pasión sean port-pascuales, otra que Jesús no previera el peligro mortal que corría. La confrontación con sus enemigos, tal como la señalan los evangelistas, no podía llevar a otro

34

final; Juan reitera incansablemente cómo Jesús conocía el propósito de sus adversarios: «algún tiempo después recorría Jesús Galilea, evitando andar por Judea porque los judíos trataban de matarlo» (7, 1; cfr. 2, 24-25; 5, 16-17; 7,19, 25-26, 30-35; 8, 20, 59; 10, 30-31, 39; 11, 8, 53-54,57).

¿Cómo se le presenta a Jesús no tanto la inminencia de su muerte sino lo que la muerte significaba para él y para los hombres? Esta conciencia puede sospecharse a partir de dos pasajes: el huerto y la crucifixión.

b) La muerte de Jesús consecuencia de haber anunciado el Reino de Dios.

Boismard (3) rastrea tres documentos anteriores al actual relato de Getsemaní, de los cuales el más primitivo ofrecería un sensible paralelismo con algunos versículos de Juan, no referidos por éste a la escena del huerto. El más antiguo diría: «ha llegado la hora en la que es entregado el hijo del hombre en manos de los pecadores; mi alma está triste hasta la muerte, y oraba para que si fuera posible pasase de él la hora; he aquí que se acerca el que me entrega; levantaos, vayamos». Jesús, pues, esperaría la «hora», pero la «hora» tiene un claro carácter mesiánico que, sobre todo en Juan, implica el paso por la glorificación de la muerte, lo cual le causa profunda turbación. No aparece explícitamente ni el sentido expiatorio de su muerte ni siquiera de su inmediata resurrección. Tanto la oración de Jesús como su tristeza mortal son da

is) P. BENOIT, M. BOISMARD, Synopse des quatre évangiles, Paris, 1972, pp. 390 ss.

tos no conciliables con una visión clara de su triunfo glorioso sobre el príncipe de este mundo.

Igualmente las palubras de Jesús en la cruz muestran ni dramatismo de una conciencia oscura respecto del sentido de la muerte. Boismard (4) trata aqui también de reconstruir los documentos quo reflejan la tradición más antigua: en el más antiguo no habría ni slqulw» una palabra de Jesús; en el segnf do, mucho más elaborado, sólo tÉÉ» ría la palabra del abandono: Dl88 mío, Dios mío, por qué me has abandonado. Sólo en el tercer nivel aparecerían las otras «seis palabras», de las cuales las recogidas por Lucas serían las más significativas: el perdón a los que le matan, el premio al que se arrepiente y un último suspiro de confianza en el Padre.

Lo que en el huerto aparecía todavía como autoconciencia del «hijo del hombre entregado en manos de los pecadores», todavía queda más oscurecido en la cruz. Ni siquiera la reelaboración teológica de los evangelistas se creyó autorizada a poner en los labios y en la conciencia manifiesta de Jesús un planteamiento claro del sentido de su muerte. Jesús muere en la cruz acosado por sus enemigos, abandonado por sus discípulos; todo ello como resultado de lo que hizo en vida, todo ello como resultado de su oposición radical a quienes acaban venciéndole en la cruz. No aparece ningún sentido místico expiatorio: lo que le ocurrió en la muerte fue la consecuencia de lo que actuó en vida: el anuncio y la realización del Reino de Dios entre los hombres, a lo que se oponían los representantes del poder religioso, del poder social y del poder político,

(4) 1. c , 428 SS.

35

Page 18: Mision Abierta - Desafios Cristianos

como plasmación visible del principe este mundo.

3

Significado teológico de su muerte

¿Es, entonces, arbitraria la referencia al por qué muere Jesús, cuando el acento de los evangelistas en la pasión está puesto en por qué le matan los judíos y los romanos? Para responder a esta cuestión quedan por examinar dos pasajes fundamentales del relato de la pasión: la institución de la Eucaristía y las palabras puestas en boca de Jesús con ocasión de su condena.

a) La institución de la Eucaristía.

No pretendemos entrar en el problema general de la cena pascual y de la institución de la Eucaristía ni desde el punto de vista exegético ni desde el punto de vista dogmático. Nuestra pretensión se reduce a mostrar la conexión del por qué muere Jesús y del por qué le matan, la conexión entre el sentido histórico de su muerte y el sentido teológico respecto de un punto particular.

Si consideramos las diferentes redacciones de la institución eucarís-tica (1 Cor 11, 24-25; Le 22, 19-20; Me 14,22-24 y Mt 26,28) en su versión actual, parecería evidente que Jesús, en la víspera de su pasión, consideraba expiatoria y soteriológica su muerte. Aunque respecto del pan, como cuerpo suyo, nada dicen Marcos y Mateo, Pablo afirma que es por vosotros y Lucas que es entregado por vosotros; con estos últimos coincide Juan (6,51) cuando pone en boca de Jesús que su carne es para

la vida del mundo. Pero, al hablar del vino y de la sangre los tres sinópticos y Pablo hablan de la (nueva) alianza, mientras que sólo los tres (5) hablan de la sangre derramada por vosotros o por muchos, añadiendo Mateo —y sólo él— «para el perdón de los pecados». Según Pablo y Lucas, Jesús les manda a sus discípulos que lo sigan haciendo en su memoria y Pablo señala que, haciéndolo asi, anunciarán la muerte del Señor mientras vuelva.

Este recuerdo de datos mostraría que Jesús en la cena habría tenido clara conciencia de la relación entre la institución eucarística y su sangre derramada por el perdón de los pecados y aun con una segunda venida suya. Se trataría de una nueva alianza sellada con un nuevo sacrificio. Vista la muerte de Jesús desde la cena poco o nada importaría el planteamiento del por qué le matan; lo importante sería el sentido de su muerte. De ahí a considerar que lo importante en el cristianismo es la celebración cultual de la pasión y de la resurrección de Jesús, dejando de lado la celebración real e histórica de su vida, no hay más que un paso. El culto sería el alibi perfecto de la realidad cristiana.

Pero un análisis del modo en que están redactados los textos pone en entredicho esta apariencia del relato eucarístico, si queremos saber lo que realmente ocurrió en la víspera de la pasión. En efecto, dos planos fundamentales deben distinguirse en el texto evangélico: el relato de la

(5) Dejamos de lado, a pesar de su gran importancia para nuestro propósito, el problema del texto largo y del texto corto de Lucas. Cír. P. BENOIT, Exégese et théo-logie, París, 1961, I, pp. 163-203 y J. JEREMÍAS, Díe AbendmaMsworte lesea, Gottin-gen, 1960, pp. 133-153.

36

cena ritual de la pascua y el relato de la institución eucarística; el primero más histórico y el segundo más litúrgico.

En el relato más primitivo de Marcos (6) se hace explícita referencia a la celebración de la pascua judía: Jesús toma la copa, da gracias, se la pasa a los discípulos, que beben de ella, mientras les dice que no beberá más del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios. Es a esta cena a lo que aludirían las palabras: «con gran deseo, he deseado comer con vosotros esta pascua». En este plano del relato pascual nada rompe la continuidad de la conciencia histórica de Jesús. Jesús prevé su final, pero no desespera del sentido de su muerte sino que positivamente establece su firme esperanza en el triunfo del Reino y el de su causa personal.

Pero, además del relato pascual, está el relato de lá institución eucarística, cuyo texto más antiguo es el de Pablo; se trata de un texto litúrgico de vocabulario distinto al de Pablo y que retrotrae la tradición usada más allá del año 54, fecha de la carta, pero al mismo tiempo, muestra un texto transformado por exigencias litúrgicas e incluso una helenización de la fórmula eucarística (7). Reunidos los textos de los sinópticos y de Pablo tendríamos los siguientes elementos: a) esto es mi cuerpo; b) entregado por vosotros; c) esto es mi sangre; d) derramada por muchos; e) para el perdón de los pecados; /) como alianza (nueva); g) mandato de su recuerdo.

(6) Cír. BOISMARD, 1. c , pp. 381 ss.; Jeremías, 1. c , pp. 153 ss.

(7) Cfr. BOISMARD, 1. c.

Ahora bien, si el texto de Marcos es el que responde a una tradición más antigua y es el menos afectado por el lenguaje litúrgico, los elementos más originales serían: a) una cena de despedida en que Jesús anuncia la inminencia del final de su vida de predicador y anunciador del Reino de Dios; b) una cierta esporanza escatológica en continuidad con lo que ha sido su predicación dol Reino y su relación con el Padre; c) la referencia a su cuerpo y a su sangre como alimentos nuevos de la alianza de Dios con el hombre; d) un profundo sentido sacrificial de toda su vida entregada a los demás.

Que esto ofrezca suficiente base para que una tradición, muy primitiva, viera en los sucesos de la cena y de la crucifixión un claro sentido soteriológico y expiatorio, no permite concluir que Jesús apreciara su muerte en los mismos términos.

b) Los títulos trascendentes de Jesús.

En los diferentes enfrenamientos de Jesús con sus enemigos con ocasión de su enjuiciamiento, los evangelistas proponen una serie de títulos, que mostrarían cómo el propio Jesús teologizaba creyentemente lo que estaba ocurriendo, sobre todo con ocasión del interrogatorio del Sumo Sacerdote. Le pregunta, en efecto, si es el Mesías, el Hijo del Bendito. Jesús acepta estos títulos, pero los reinterpreta desde el título de Hijo del Hombre, sentado a la derecha del Padre y que ha de volver entre las nubes del cielo (Me 14, 61-62). El sentido de la pregunta no hace referencia a una presunta divinidad de Jesús, que caía completa-

37

Page 19: Mision Abierta - Desafios Cristianos

mente fuera del horizonte mental del Sumo Sacerdote; significaba tan sólo una pregunta por su carácter de rey mesiánico, que gozaría de la total protección de Yahvé. Jesús, por su parte, le responde con el salmo 110, 1, referido al rey mesiánico y con Daniel 7,13 referido al Hijo del hombre; esto es, en ninguno de los dos casos autoproclamaría su divinidad sino que se limitaría a colocarse en la línea de un nuevo mesia-nismo y anunciaría la certeza de su triunfo final y de su potestad de juicio definitivo.

¿Qué supondrían, entonces, para Jesús estos títulos de Hijo del hombre y de Mesías en referencia al sentido de su muerte?

No tiene razón Bultmann, al rechazar tan rápidamente la conexión de este título con la vida histórica de Jesús (8). Aunque se acepte que las profecías de la pasión, tal como hoy se encuentran en el texto evangélico, son formulaciones de la, comunidad primitiva, no hay por qué negar la proyección escatológica del Hijo del hombre. Si se acepta un sentido escatológico del Reino de Dios, no hay por qué desechar la proyección escatológica de Jesús como Hijo del hombre en función del Reino de Dios, aunque la plena identificación de toda la carga teológica del Hijo del hombre con el Jesús histórico sólo se realizara en la experiencia creyente de la comunidad primitiva. En la propia vida de Jesús se dan las bases de esa identificación: Jesús habría acentuado cómo su misión le iba llevando al sufrimiento, a la oposición y a la muerte; habría proclamado también el carácter definitivo del Reino de Dios y de

(8) R. BULTMANN, Theologie des neuen Testaments, TUbingen, 1968, p . 31 ss.

su persona; habría anunciado que el criterio definitivo del juicio es la relación con su vida y con su persona (Le 12, 8 ss.), y, en este sentido, habría prenunciado una esperanza, que la comunidad primitiva habría clarificado tras la experiencia creyente de la resurrección. Pero esto no supone que Jesús se haya concebido a sí mismo como siervo de Yahvé, que cumple su misión mesiánica mediante una muerte expiatoria. Aunque la presencia de este título llene los evangelios y remita a un estadio muy primitivo de la redacción (9), no debe olvidarse la resonancia teológica diversa que han ido poniendo en el Hijo del hombre las distintas comunidades. Las referencias evangélicas al Hijo del hombre apuntan a una justificación del paso del por qué le matan al por qué muere, pero no permiten independizar la segunda pregunta de la primera.

Algo parecido ha de decirse de la autoproclamación como Mesías. La disposición del texto (Me 14, 62 y paralelos) muestra que Jesús no rechaza el título, pero muestra asimismo que él no lo toma en el contexto del mesianismo judío; por otra parte, el mismo Jesús desvía el significado demasiado político hacia la consideración del Hijo del hombre. Pero esto no permite confundir la mesio-logía del Nuevo Testamento en su sentido judaico con la cristo-logia en su sentido helénico. Es cierto que Jesús intentó purificar el mesianismo politizado, entendido como una toma del poder en la línea de una concepción teocrática, pero de ahí no se sigue que se haya entendido a sí mismo como Cristo-Señor,

(9) F. HAHN, Christologische Hoheiísti-tel, Gottingen, 1966, p. 13 ss.

38

que poco tiene que ver con la historia material de los hombres.

No puede interpretarse el «Heils-bringer», el salvador, como alguien que tan sólo aporta una salvación individual y espiritualizada. Molt-mann lo ha resaltado con razón, así como lo han hecho con insistencia los teólogos de la liberación. Una lectura objetiva de la vida y, sobre todo, de la pasión de Jesús no deja lugar a dudas, sobre todo si se subraya que se trata de relatos posteriores —mucho más historizados— a algunos de los textos paulinos. ¿Qué interés pudo tener la comunidad post-pascual al mostrar tan numerosos y precisos rasgos histórico-socia-les, una vez que estaba en posesión del Jesús resucitado y exaltado? No otro sino el de mostrar la conexión real entre el Cristo de la fe con el Jesús de la historia.

4

A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que cumplió

Podemos ahora aproximarnos a la respuesta de nuestra pregunta. Circunscritos a lo que sucedió al Jesús histórico y, por tanto, dejando sólo metódicamente de lado el resto del Nuevo Testamento y las formulaciones ulteriores de la Iglesia, podemos decir que el por qué murió Jesús no se explica con independencia del por qué le mataron; más aún, la prioridad histórica ha de buscarse en el por qué le mataron. A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que cumplió. Sobre este por qué de su muerte puede plantearse el para qué de su muerte. Si desde un punto de vista teológico-histórico

puede decirse que Jesús murió por nuestros pecados y para la salvación de los hombres, desde un punto de vista histórico-teológico ha de sostenerse que lo mataron por la vida que llevó. La historia de la salvación no es ajena nunca a la salvación en la historia. No fue ocasional que la vida de Jesús fuera como fue; no fue tampoco ocasional que esa vida le llevara a la muerte que tuvo. La lucha por el Reino de Dios suponía necesariamente una lucha en favor del hombre injustamente oprimido; esta lucha le llevó al enfrentamiento con los responsables de esa opresión. Por eso murió y en esa muerte les venció.

5

Conclusiones principales

a) Jesús no fue muerto por confusión de sus enemigos. Ni los judíos/ni los romanos se confundieron, pues la acción de Jesús, pretendiendo ser primariamente un anuncio del Reino de Dios, era necesariamente una amenaza contra el orden social establecido, en cuanto estaba estructurado sobre fundamentos opuestos a los del Reino de Dios.

b) Esta conexión se funda en una necesidad histórica. Jesús no predica un Reino de Dios abstracto o puramente transterreno sino un Reino concreto, que es la contradicción de un mundo estructurado por el poder del pecado; un poder que va más allá del corazón del hombre y se convierte en pecado histórico y estructural. En estas condiciones históricas la contradicción es inevitable y la muerte de Jesús se constituye en necesidad histórica.

39

Page 20: Mision Abierta - Desafios Cristianos

c) La comunidad post-pascual, aun tras la experiencia creyente de la resurrección y de la divinidad de Jesús consideró imprescindible no dejar anulado el Jesús histórico sino que le dio máxima importancia para mostrar cómo la experiencia creyente está ligada necesariamente al proseguimiento de lo que fue la vida de Jesús, muerto y crucificado por lo que representaba como oposición al mundo de su tiempo.

d) Sólo en el proseguimiento esperanzado de esa vida de Jesús, se hace posible una fe verdadera, que testifique la fuerza nueva de la resurrección. Porque Jesús ha resucitado como Señor, ha quedado confirmada la validez salvífica de su vida; pero al mismo tiempo, por la relación de su vida con su resurrección ha quedado mostrado cuál es el camino histórico de la fe y de la resurrección.

e) La conmemoración de la muerte de Jesús hasta que vuelva no se realiza adecuadamente en una celebración cultual y mistérica ni en una vivencia interior de la fe, sino que ha de ser también la celebración creyente de una vida que sigue los pasos de quien fue muerto violentamente por quienes no aceptan los

caminos de Dios, tal como han sido revelados en Jesús.

f) La separación en la vida de la Iglesia y de los cristianos del por qué muere Jesús y del por qué le matan, no está justificada. Es una disyunción que reduce la fe a una pura evasión o reduce la acción a una pura praxis histórica. La praxis verdadera, la plena historicidad, está en la unidad de ambos aspectos, aunque esa unidad se presente a veces con la misma oscuridad, que se hizo presente en la vida del Jesús histórico.

g) No puede olvidarse que si la vida de Jesús hubiera terminado definitivamente en la cruz, nosotros estaríamos en la misma oscuridad que su muerte produjo entre sus discípulos. El que su vida no pudo terminar en la cruz muestra retroactivamente la plenitud que esa vida encerraba y da la base firme para que la comunidad creyente actualizara las posibilidades reales que esa vida tuvo. Jesús fue y se proclamó el verdadero templo de Dios, el lugar definitivo de la presencia de Dios entre los hombres y del acceso de los hombres a Dios. Por eso murió y por eso nos dio la vida nueva.

40

EVARISTO VILLAR

RADICALISMO EVANGÉLICO EN LA CARTA DE SANTIAGO

Un documento cristiano de valor desconocido

Hay un escrito en el Nuevo Testamento que, aunque ignorado frecuentemente por los cristianos, es de una fuerza y de un valor incalculable, no sólo a nivel doctrinal sino incluso a nivel literario.

Me refiero a la carta o epístola dirigida a todas las comunidades cristianas del Asia Menor por un autor desconocido en el primer siglo de nuestra era, y que la tradición canónica ha venido atribuyendo a Santiago. Desde el punto de vista formal o literario, uno queda altamente sorprendido por su gran riqueza de vocabulario, por la armonía en la sintaxis, por la maestría y dominio de estilos (didáctico, narrativo, dialogal, admirativo), por la brillantez y fuerza expresiva de sus imágenes, etc.

Pero no es su valor literario lo que aquí interesa destacar, sino su

olio viilin, el de su contenido, el de su dorlrliui, Y oslo por una razón muy setu Illu: porque es posible que 011 IIÍIIKI'III olio lunar el Nuevo Tosí límenlo hay» ulcunzado más altas colas de exigencia y de radicalidad en lo que n In Identidad del cristiano se refiere.

I'.l escritor, que es un verdadero muestro en el arle de la expresión, se mueve muy bien en el género pro-fético y, de este modo, hace de su escrito muí denuncia violenta, a la vez que un anuncio de buena nueva, umi contiena sin paliativos junto a una olería de misericordia y salvación.

F.l documento es de un gran realismo ni afrontar directamente la problemática socioreligiosa que están atravesando las primeras comunidades judcocristianas, y es también utópico al ofrecer un tipo de solu ciónos que ciertamente rebasan el horizonte local y temporal de una comunidad concreta. Se trata de un documento más bien de moral práctica que de teología, más de «orto-

41

Page 21: Mision Abierta - Desafios Cristianos

praxis» que de «ortodoxia». En conjunto, se trata de un escrito que entronca perfectamente con la más sólida tradición profético-sapiencial del Antiguo Testamento y con el programa de la vida de Jesús, reflejado en su carta magna, las bienaventuranzas.

Si quisiéramos descubrir las coordenadas o líneas de fuerza que atraviesan como chorros de luz esta carta de Santiago, tendríamos que destacar, al menos, estas tres: el valor mesiánico del tiempo, el sentido cristiano de los bienes materiales y la ortopraxis o exigencias de una fe viva en aquellos que han optado por el seguimiento de Jesús. Y, a decir verdad, estas tres claves de lectura coinciden básicamente con los tres ejes modélicos en que debiera apoyarse cualquier proyecto de realización cristiana. Pues conforme al sentido y valor que se dé a cada uno de estos elementos básicos, resultará una vida cualitativamente diferente. En este sentido, las tres coordenadas afectan directamente a la identidad del creyente cristiano.

1. Coordenada temporal: sentido mesiánico del tiempo

El tiempo, en su fase de realización presente, dista mucho de ser, para Santiago, algo indiferente o ingenuo. El tiempo es portador de un sentido cuyo valor no está en la mera sucesión cronológica, sino en la capacidad de promesa que encierra y en la superación de límites de caducidad que lo acechan. Su verdadero valor, pues, no está en la cantidad, sino en la cualidad; ni está tanto en la supervivencia del pasado cuanto en la presencia incipiente y en la tensión hacia el futuro, lugar y objeto de la promesa.

El presente aparece dibujado en

esta epístola como un espacio crítico donde se están enfrentando dos proyectos, el proyecto del mundo y el proyecto mesiánico. El primero, caracterizado por una mentalidad y una praxis que puede definirse como de prestigio, de poder y de acumulación. Su capacidad de promesa y superación viene definida por Santiago en estos términos: «podredumbre, polilla y herrumbre destinada al fuego» (5, 1-3). El segundo, en cambio, está impregnado por el espíritu de Jesús que actualiza en cada creyente y en cada comunidad las líneas de fuerza que caracterizaron su vida histórica y que, según el escrito de Santiago, se resumen en las actitudes de misericordia y de caridad para con los hermanos.

Ambos proyectos están abocados a un futuro inminente —«Estamos en los últimos días» (5, 3)—, que es su límite y su instancia discernidora, su auténtico señor. El juicio divino se desarrollará según este criterio máximo: «Será (tratado) sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia (quien usó de misericordia) se siente superior al juicio» (es decir, superará los límites de un juicio negativo) (1, 13).

En definitiva, el proyecto mesiánico superará todo límite de caducidad en virtud de la capacidad de promesa que encierra un presente vivido en misericordia y caridad, mientras que el proyecto mundano se desvanecerá «como flor de hierba» (1, 10) ante su instancia discernidora: el juicio divino. Urge, pues, vivir el presente en toda su intensidad me-siánica. Sin tergiversaciones y sin an-gelismos de ningún tipo, sino con realismo. Así lo proclamó también el Vaticano II en la Constitución Lumen Gentium: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiem-

42

Page 22: Mision Abierta - Desafios Cristianos

po, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (núm. 1).

2. Coordenada cristiana: fé más obras

En esta coordenada, que lógicamente es consecuencia de la anterior, expresa Santiago lo que parece definir la identidad cristiana: no tanto la ortodoxia cuando la orto-praxis.

La ortodoxia se concibe como una adhesión intelectual a una dogmática o sistema doctrinal sobre Dios y su revelación, sobre el mundo y su sentido, sobre la historia y sus dimensiones socio-económicas. La or-topraxis, en cambio, no es otra cosa que la ortodoxia llevada al terreno de la práctica; la puesta en funcionamiento de medicaciones adecuadas y operativas. En el campo de la eficacia, no basta la claridad doctrinal de conceptos, se precisa, además, poner en juego la propia sensibilidad personal, el arrojo, el riesgo, el juicio crítico, para discernir entre las urgencias y los medios.

Teóricamente, parece casi imposible pensar la una sin la otra. Pero en la práctica todos tenemos conciencia y experiencia de que en muchas personas, y aun instituciones, aparecen a veces disociadas. La or-topraxis no acompaña siempre a los afanes de ortodoxia, lo cual no deja de ser una gran incoherencia. Pollo que a nosotros toca, podemos releer, sin prejuicios, la historia de la Iglesia para percatarnos de que, al límite, tal incoherencia no ha estado ausente de alguna de sus etapas más significativas.

La carta de Santiago es un testi

monio evidente de que este fenómeno ya estuvo presente en las primeras comunidades cristianas. Debido a la mentalidad reinante sobre la inminencia de la parusía (segunda venida) del Señor, ciertos sectores cristianos iniciaron un escapismo de las tareas temporales refugiándose en un credo doctrinal desencarnado y etéreo, sin incidencia en la sangrante realidad que estaba azotando a la mayoría de las comunidades cristianas. La pobreza llegaba a tales extremos que se estaba careciendo de los elementos más básicos, vestido y alimento; las relaciones socio! aborales aparecían envueltas en una atmósfera de injusticia y explotación; muchos hermanos eran discriminados y perseguidos por el simple hecho de ser cristianos.

Ante este fenómeno de escapismo, el juicio de Santiago es tajante y radical: esa fe que no va acompañada de las obras de misericordia y caridad es inútil y estéril; es más, se convertirá en acusador ante el juicio de Dios. De nada sirve: «También los demonios creen y tiemblan» (2, 19). La verdadera religión se expresa en las obras, es decir, en la «ley regia» de la caridad: amarás a tu prójimo como a ti mismo (2, 8). Este modo de llevar a la práctica la fe, dócil a la palabra de Dios como Abraham, como Rajab, justifica y salva al creyente (2, 14-25).

Se ha corrido un cierto despiste al contraponer la carta de Santiago con la doctrina paulina sobre la «justificación sólo por las obras de la ley» (Rom. 3, 28). Hasta tal extremo que Lulero llegó a calificar esta carta de «epístola de paja». En el fondo, la contradicción es más aparente que real. Pues si bien es cierto que en ambos escritores aparece la trilogía fe-obras-justicia, y el ejemplo de Abraham para justificar sus tesis

44

respectivas, no es menos cierto que su vocabulario, al menos, traduce contenidos diferentes.

Santiago habla de la fe como simple adhesión intelectual a la palabra de Dios, mientras que Pablo habla de una «fe viva» que justifica, es decir, de una fe inspirada por la caridad (cfr. Gal. 5, 3); Santiago se refiere «a las obras buenas» que siguen a la justificación, a la primera gratificación, mientras que Pablo se limita a las obras de la ley mosaica que preceden a la justificación y que, por lo mismo, no pueden causarla; el primero entiende la justificación como un aumento de gracia (segunda gracia), mientras que el segundo expresa con el mismo vocablo el paso del pecado a la justificación (primera gracia).

La discordancia es, pues, sólo aparente; se está hablando de diferentes contenidos y desde diferentes contextos. Para amljos sería impensable una vida cristiana que no estuviera cimentada en este binomio: fe más obras.

En esta misma línea declaraba el Vaticano I I : «Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno... El divorcio entre fe y vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (Gau-dium et spes, 43).

3. Coordenada social: los ricos explotan a los pobres

Supuestas las dos coordenadas anteriores —valor mesiánico del tiem

po y necesidad de una fe viva—, que aparecen como intentos de justificar teóricamente la praxis cristiana, el autor aborda ahora con decisión y evidente realismo el marco de las relaciones socioeconómicas y laborales que están afectando al interior mismo de las comunidades y que, por otra parte, parece ser el objeto prioritario de su carta. Es decir, la praxis de la práctica cristiana. Y el resultado de su análisis no es precisamente halagüeño: entre vosotros hay hermanos «de condición humilde» y también «ricos» (1, 9-10). Lo cual está originando un ambiente de insolidaridad más propio del espíritu del mundo que de la comunidad de Jesús que, a través de la misericordia y de la caridad, está llamada a crear espacios de relación solidaria y fraterna.

La comunidad cristiana arranca de este principio o presupuesto básico: en ella todos los creyentes en Jesús han sido constituidos en idéntica dignidad, sea cual fuere el servicio que cada uno realiza (presbiterado, magisterio, etc.). Se trata, pues, de algo semejante a una familia o sociedad de entre iguales presididos por el hermano mayor, Cristo. Esto quiere decir que la esfera de sus relaciones personales debe estar transida por la «ley regia» del amor, principalmente orientado hacia los más pequeños en la fe, hacia los que sufren y hacia los pobres (1, 27).

Pero, por lo que puede apreciarse en la carta, los criterios insolidarios del mundo están penetrando en las praxis de las comunidades y aun en el recinto de las asambleas locales. Se hace «acepción d e personas» debido al rango social o dignidad que rige en el mundo, lo cual tiene su contrapartida: «el menosprecio a los pobres» (2, 1-6).

Ante este comportamiento anti-

45

Page 23: Mision Abierta - Desafios Cristianos

cristiano, Santiago declara con vigor quién es quién desde el punto de vista de Dios y cuál ha de ser la recta praxis de los seguidores de Jesús:

—• Los pobres, según el mundo, han sido «escogidos» por Dios para hacerlos ricos en la fe, para hacerlos «herederos» del reino que prometió a los que le aman. Los pobres han sido «exaltados» desde su humillación social a la dignidad de la fraternidad cristiana (2, 5; 1, 9). Consiguientemente, su presencia en la comunidad no sólo no puede ser discriminada o menospreciada, sino todo lo contrario: si hay algún privilegio y alguna preocupación que debe absorber fundamental y prioritariamente sus atenciones, ha de ser el respeto y la atención debida a los pobres (2, 1-4; 1, 27).

— Los ricos, en cambio, «¿no son los que os oprimen y os arrastran a los tribunales?» (2, 7). Para Santiago, como para tod¡\ la tradición profético-sapiencial y evangélica, el rico es enemigo del justo pobre, lo explota, lo martiriza. El rico es, por esto mismo, enemigo de la comunidad cristiana.

De una parte, el autor desenmascara la seguridad y la jactancia del comerciante, quien, desde la aparente seguridad que le proporcionan sus negocios lucrativos, se considera dueño y señor del futuro y de la vida, cosa que sólo a Dios corresponde (4, 13-17).

De otra parte, denuncia y condena con fortaleza el tren de vida del rico: vive regaladamente, entregado a los placeres y «hartando el cora

zón en el día de la matanza» (5, 5). Sus injusticias son manifiestas. En el campo socio-laboral, el rico explota al obrero robándole su salario (5, 4). Lo cual ya se había costatado y denunciado en el Deuteronomio: «No explotarás al jornalero humilde y pobre, ya sea uno de tus hermanos o un forastero que resida dentro de tus puertas. Le darás cada día su salario, sin dejar que el sol se ponga sobre esta deuda; porque es pobre y para vivir necesita de su salario» (Dt. 24, 14-15).

Y, en el ámbito de la justicia, el rico soborna a los jueces para que condenen y hagan morir al justo (2, 6; 5, 6). Contra esta forma solapada de asesinato, ya había levantado su voz el autor del libro de la Sabiduría: «Oprimamos al justo pobre, no perdonemos su vida, no perdonemos las canas llenas de años del anciano. Sea nuestra fuerza norma de la justicia, que la debilidad, como se ve, de nada sirve...; condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará» (2, 10-20).

El juicio que pronuncia Santiago contra este modo de proceder es implacable: el rico será humillado, «se marchitará en sus caminos como flor de hierba» (1, 10-11); las «riquezas devorarán vuestras carnes como fuego» (5, 3).

Finalmente, tampoco esta temática fue ajena a las preocupaciones y solicitudes del Vaticano II : «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad» (Gaudium et spes, 69).

46

JOSÉ M. CASTILLO

EL SEGUIMIENTO DE JESÚS COMO TAREA PERMANENTE PARA TODO CRISTIANO

La dificultad

Una de las cosas más confusas y problemáticas que hay dentro del cristianismo es la relación que de hecho existe entre la Iglesia y el Evangelio. Es verdad que en la Iglesia se estudia el Evangelio, se habla de eso constantemente y se predica muchas veces sobre ese asunto. Pero el problema está en saber: 1.°, si el Evangelio define y configura a la Iglesia; 2°, si el Evangelio que se enseña en la Iglesia es en realidad la Buena Noticia que proclamó Jesús. Ahora bien, tal como están las cosas dentro del cristianismo, hay razones más que sobradas para dudar seriamente de que esas dos cuestiones estén debidamente resueltas dentro de la Iglesia. Y no solamente hay razones para dudar, sino que, sobre

todo, hay muy buenas razones para pensar que efectivamente esas do» cuestiones están por resolver dentro de la Iglesia.

En efecto, la teología católica enseña que una persona es miembro de la Iglesia si cumple tres requisitos: 1.°, profesar la verdadera fe católica; 2.", recibir los sacramentos; 3.°, obedecer al papa y a los obispos. Esto quiere decir que se consideran miembros de la Iglesia a todos los bautizados quo no se han separado de la comunión eclesiástica por lu herejía o por la desobediencia manifiesta a la jerarquía. Por lo tanto, la teología cotólica enseña que la Iglesia es la gran masa de gente que ha recibido el bautismo y que, además, se somete a Roma, al menos dentro de ciertos límites. Por consiguiente, en el catolicismo actual se reconoce y se acepta que la Iglesia se compone de esa gran masa de

47

Page 24: Mision Abierta - Desafios Cristianos

gente, aunque todos estamos persuadidos de que le Evangelio no es vivido, ni quizá incluso comprendido, por esa enorme cantidad de personas. O sea, se acepta y se predica —implícitamente— que la Iglesia no tiene que estar configurada por el Evangelio. O dicho de otra manera, se acepta —tácitamente— que el Evangelio no es lo que tiene que definir a la Iglesia.

Ahora bien, estando así las cosas, la consecuencia que inevitablemente se sigue es bien Clara: el Evangelio se adapta y se acomoda a la situación y a la organización de la Iglesia, pero no es la Iglesia entera la que se plantea, se organiza y se configura a partir del Evangelio y en función de las exigencias del Evangelio. Sencillamente, lo que se considera intocable es la situación y la organización actual de la Iglesia, por más que para mantener eso dignamente y con cierta coherencia sea necesario recortar el Evangelio, dulcificar sus palabras, mutilar sus exigencias.

Pero, ¿cómo es posible?, ¿realmente se hace eso en la Iglesia? Enseguida lo vamos a ver. Pero antes de seguir adelante, me parece necesario hacer una advertencia: la teología católica se hace siempre dentro de la Iglesia, es decir, la teología católica se hace siempre por personas que están socialmente integradas en el actual sistema organizativo de la Iglesia y que, por consiguiente, elaboran su pensamiento y sus conclusiones dentro de ese sistema organizativo. Por otra parte, esas personas son quienes enseñan a los demás lo que dice el Evangelio y lo que significa el Evangelio. De donde resulta que los fieles se enteran del Evangelio dentro de un determinado marco de comprensión: el marco que ha elaborado el mismo sistema eclesiástico. He ahí la difi

cultad: el Evangelio es filtrado por la Iglesia y es interpretado por ella. Pero desde el momento en que la relación entre la Iglesia y el Evangelio no es clara y transparente, tampoco puede haber transparencia y claridad entre cada fiel cristiano y el mensaje evangélico que el creyente trata de aprender y vivir.

El seguimiento

En los cuatro evangelios se dice, con toda claridad, que la relación fundamental entre el creyente y Jesús se interpreta y se expresa a partir de la idea de seguimiento. Creer en Jesús es seguirle. Los cuatro evangelios utilizan en este sentido el verbo acolouzein, que aparece en el Nuevo Testamento 91 veces, y, menos en dos textos del Apocalipsis (14, 4; 19, 14), siempre en los evangelios. Se trata, por tanto, de una idea clave, que aparece en los distintos bloques de tradición evangélica, tanto en los sinópticos como en Juan. Por consiguiente, el seguimiento no expresa la teología particular de un evangelista o la tendencia concreta de una comunidad determinada. Se trata, por el contrario, de una idea central en todos los evangelios. Por otra parte, al tener esta importancia, no es imaginable que tal idea fuera una elaboración de las comunidades pos-pascuales. Es decir, al darse la misma idea en bloques de tradición muy diversos, no hay más remedio que aceptar que se trata de una idea que proviene de Jesús mismo o que tiene su origen en el Jesús pre-pascual. Es más, se puede asegurar que se

48

trata de algo muy fundamental en el mensaje de Jesús (1).

En efecto, según los relatos evangélicos, un hombre empieza a ser discípulo de Jesús cuando se pone a seguirle (Mt. 4, 20. 22. 25; Me. 1, 18; Le. 5, 11.2 7. 28; Jn. 1, 37. 38. 40. 43; Mt. 19, 21. 27. 28; Me. 10, 21. 28. 32; Le. 18, 22. 28), de tal manera que la condición sitie qua non para ser tenido como discípulo es precisamente el seguimiento (Mt. 19, 21 ss. y par.).

Por otra parte, el seguimiento indica, no sólo una relación personal y directa con Jesús, sino además el ingreso en una comunidad, para formar parte del grupo de discípulos. Jesús no llama nunca a individuos para que mantengan con él una relación puramente individualizada, in-timista y privada. Los que le siguen de manera estable son sus discípulos (Mt. 8, 23; 16, 24; Me. 8, 34; Le. 14, 26-27). Y sus discípulos forman un grupo bien diferenciado del resto de la población y de la gente en general. De ahí que el mismo verbo acolouzein, que se utiliza para hablar de la relación con Jesús, aparece también para expresar la pertenencia a la comunidad (Le. 9, 49; Me. 9, 38). En este caso, el complemento del verbo no es Jesús, sino los miembros del grupo. En el evangelio de Juan, la comunidad de salvación se caracteriza precisamente por el hecho de que sus miembros son los que siguen a Jesús (Jn. 10,

(1) Cf. KITTEL, G., Theol. Wort. N. T., I, 210 ss.; BORNKAMM, G., Jesús de Nazaret, Salamanca, 1975, 151-159. Debe verse también el estudio de SCHWEIZER, E., Ernied-rigtins itnd Erhóhung bei Jesús und se'mer Nachfolgern, Zurich, 1955; también CAM-PENHAUSEN, H. von, Die Askese im Vrch-ristentam, Tübingen, 1949.

27) (2). Además, existe una estrecha relación entre la fe y el seguimiento: empezar a creer en Jesús es adherirse a él, seguirle (Jn. 1, 43; 21, 19 b) (3). La comunidad de discípulos es la comunidad de los creyentes. Y es, por eso, la comunidad de los que le siguen. El seguimiento es el hecho básico que configura a la comunidad de Jesús.

Ahora bien, esto quiere decir que la Iglesia primitiva vio su origen, su fundamento y su modelo ideal en la comunidad de seguidores de Jesús. Es decir, la Iglesia primitiva comprendió perfectamente que ella tiene que estar modelada y configurada por aquellos que siguen a Jesús. Lo cual aparece aún más claramente si tenemos en cuenta los datos siguientes: por una parte, la significación concreta del término ekklesía; por otra parle, las personas que incluye ese término. En efecto, hoy está demostrado que la palabra ekklesía, tal como aparece en Mt. 16, 18, se refiere al nuevo pueblo de Dios (4), el pueblo del que Jesús habla frecuentemente bajo la imagen del rebaño (Le. 12, 32; Me. 14, 27 par.; Mt. 26, 31 s.; Jn.

10, 1-29; 16, 32; 21, 15-19; cf. Mt. 10, 16 par.; Le. 10, 3), un rebaño al que el pastor libra de la calamidad de la dispersión y al que el propio Jesús va congregando (Mt. 12, 30 par.; Le. 11, 23; Mt. 15, 24; Jn. 10, 1-5. 16. 27-30; cf. Ez. 34, 1-31; Jer. 23, 1-8) (5).

(2) Ser de Jesús significa literalmente seguirle, es decir, prestarle una adhesión, que no es verbal ni de principio, sino de conducta y de vida. Cf. MATEOS, J., y BA-RRETO. J-, El evangelio de Juan, Madrid, 1979, 479.

(3) Cf. MATEOS, J., y BARRETO, J., O. C , 995.

(4) Para todo este asunto, véase JEREMÍAS, J., Teología del Nuevo Testamento, Salamanca 1974, 199-200.

(5) JEREMÍAS, J., O. C, 200.

49

Page 25: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Pero, por otra parte, sabemos que este rebaño es el pequeño grupo de los que le siguen (Le. 12, 32), la comunidad de personas que Jesús describe con una fórmula escueta y magistral: «Las ovejas mías escuchan mi voz: yo las conozco y ellas me siguen» (Jn. 10, 27). Seguir a Jesús es característica esencial de quienes integran el rebaño, el nuevo pueblo de Dios, la ekklesía.

Así pues, el seguimiento no es simplemente una exigencia ascética o un impulso de devoción personal e individual. Tampoco es un sentimiento intimista que debe vivir el creyente en su relación con el Señor. El seguimiento es la característica esencial y básica de los miembros de la comunidad cristiana. Y es, por eso, el trazo fuerte que delimita y define a la Iglesia.

Las exigencias del seguimiento

Jesús no explica nunca el seguimiento como un programa, una tarea o un proyecto, más o menos delimitado o concreto. Jesús nunca define o delimita el seguimiento. Se trata de un llamamiento que queda siempre abierto a todas las posibilidades y cuyas consecuencias son, por tanto, imprevisibles. Jesús llama a los primeros seguidores (Mt. 4, 20. 22. 25 y par.; Jn. 1, 37. 38. 40. 43). Y allí sólo resuena una palabra: «Sigúeme.» No se propone un programa, no se dan explicaciones, no se aducen motivos, no se pondera la importancia del momento o de la decisión. No se dice nada más. Y en eso precisamente está el carácter ab

soluto e incondicionado del seguimiento.

Por eso, el seguimiento que exige Jesús no admite condiciones. De hecho, el que pone la menor condición es rápidamente descalificado. De ahí que ni el entierro del propio padre (Le. 9, 59), ni la despedida de los seres más queridos (Le. 9, 61), ni siquiera tener lo que tienen las zorras o los pájaros, ni tampoco una piedra donde reclinar la cabeza (Le. 9, 58), nada de eso se admite o se tolera. Y es que se trata, sin duda alguna, de la decisión más asombrosa que puede tomar una persona: la decisión en la que el hombre lo empeña todo, se lo juega todo, sin saber a ciencia cierta hasta dónde le puede llevar.

Sólo hay una cosa segura: el seguimiento de Jesús supone estar dispuestos a terminar la vida como la terminó él. En efecto, resulta sorprendente ver la cantidad de textos en los que el seguimiento se pone en relación directa con la muerte, y precisamente con la muerte de cruz (Mt. 10, 38; 16, 24; Me. 8, 34; Le. 9, 26; Jn. 12, 26; 13, 36-37; 21, 19-22). El seguimiento supone, por tanto, renunciar a la propia seguridad, a la propia dignidad, a la fama y a la vida. Y eso, no como un deseo de mortificación ascética en la renuncia y el vencimiento para fortalecer la voluntad, sino por el hecho de asumir en la vida la misma orientación que asumió Jesús: la defensa de la conciencia y de la libertad del hombre, la defensa del débil y el marginado, la defensa del oprimido y el esclavo. Lo que lleva inevitablemente al enfrentamiento con los poderes de este mundo, los poderes religiosos, en primer lugar, y finalmente los poderes militares y políticos, que consumaron la sentencia. En eso consistió la cruz de Jesús.

50

Y a eso llama Jesús cuando dice: «El que quiera seguirme que cargue con su cruz.»

Pero hay cosas más concretas. Seguir a Jesús supone, ante todo, renunciar a cualquier tipo de instalación. Los discípulos que le siguieron, abandonaron sus casas, sus campos, sus medios habituales de ganarse la vida (Mt. 4, 20. 22. 25 y par.; 19, 27 y 29 y par.). Y vivieron más desinstalados que las zorras y los pájaros (Le. 9, 58; Mt. 8, 20). Por lo demás, las recomendaciones para el camino, medio de locomoción y equipaje son de lo más austero que imaginar se puede: lo indispensable y nada más que lo indispensable para subsistir (Mt. 10, 9-10 y par.).

Jesús exige también renunciar a la familia. El abandono del padre, la madre, hermanos, esposa o marido es una de las primeras condiciones que se exigen (Me. 1, 18; Le. 5, 27-28; Mt. 10, 37-38; Le. 9, 59). De ahí que Jesús anuncia el inevitable enfrentamiento con la familia: la división y la espada entre los seres más queridos (Mt. 10, 35; 19, 29; Me. 10, 29-30; Le. 12, 53; 14, 26). Porque Jesús ha venido a crear una nueva familia: las estructuras de parentesco son sustituidas y superadas por la estructura comunitaria, puesto que su verdadera familia es la comunidad de discípulos, los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica (Le. 8, 19-21). Por lo demás, Jesús experimentó en sí mismo la incomprensión y el distanciamiento de la propia familia, que llegó a tomarlo por un perturbado y un loco (Me. 3, 21; 6, 2-4). En todo caso, no es alabada la madre de Jesús, sino los oyentes de la palabra (Le. 11, 28 ss.).

Y junto a la renuncia a la instalación y a la familia, la exigencia terminante de renunciar al dinero. Quien quiera seguir a Jesús, lo pri

mero que tiene que hacer es vender sus posesiones y dar el dinero a los necesitados (Mt. 19, 21 y par.), porque el corazón está donde está la riqueza (Le. 12, 33-34). De hecho, los miembros de la comunidad lo abandonaron todo para seguirle (Mt. 19, 27 y par.), porque Jesús les había enseñado con firmeza que es sencillamente imposible servir a Dios y al dinero (Le. 16, 8 y par.). De ahí, las amenazas durísimas contra los ricos y los satisfechos (Le. 6, 24-25). Por el contrario, para Jesús son dichosos los que eligen sur pobres (Mt. 5, 3), los que no amontonan riquezas (Mt. 6, 19), los que ni siquiera se agobian por lo que van a comer o a beber (Mt. 6, 25), porque tienen su confianza puesta en el Padre del cielo, con más seguridad de salir adelante que los pájaros o los lirios del campo (Mt. 6, 28-30). Además, cuando Jesús envía a los miembros del grupo a evangelizar, les prohibe terminantemente llevar dinero y alforjas (Mt. 10, 9-10 y par.). O sea, ni un céntimo (la calderilla) ni la cartera para meterlo, y así se evita la tentación.

Por último, nada de preminencias, títulos o autoridades. Seguir a Jesús es entrar en la comunidad de discípulos, donde está terminantemente prohibido que alguien intente situarse por encima de los demás o en puesto de precedencia, de la manera que sea (Mt. 20, 25-28; Me. 10, 42-45; Le. 22, 25-27). Jesús es tan exigente a este respecto que ni siquiera él se sitúa sobre los demás, a los que ya no considera como inferiores, sino como iguales (Jn. 15, 1S). De ahí el mandato que impone a los miembros de la comunidad: «os dejo un ejemplo para que igual que yo he hecho con vosotros, hagáis también vosotros» (Jn. 13, 15). Y de ahí también la acusación violenta que

51

Page 26: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Ittii/n .lesús contra fariseos y letra-don, precisamente porque su apeten-iln os ocupar los primeros puestos V los asientos de honor (Mt. 23, 6-7). I'.n la comunidad de Jesús nadie tiene derecho a ser reconocido como dirigente, maestro, padre o señor (Mt. 23, 7-10). En la comunidad cristiana, todos son iguales, todos hermanos, y no hay más señor que le Mesías (Mt. 23, 8. 10).

En resumen: el seguimiento de Jesús trastorna los valores establecidos, las situaciones adquiridas, la instalación y la seguridad social o económica, el deseo de subir y triunfar en la vida, la estabilidad familiar, los lazos afectivos más entrañables. Todo lo que para un hombre puede representar atadura a algo o a alguien. Ahora bien, ¿qué quiere decir todo esto, en el fondo? Sencillamente, que la comunidad cristiana es la comunidad de la libertad y la liberación. Lo cual quiere decir que la Iglesia se define y se configura esencialmente por la libertad liberadora. Libertad frente a todos los valores que el mundo y la sociedad afirman y defienden. Libertad que capacita a los miembros de la Iglesia para ser ellos, a su vez, agentes de liberación en la sociedad y en la historia. Por eso, el seguimiento de Jesús desemboca inevitablemente ne el enfren-tamiento con los poderes y sistemas establecidos, es decir, desemboca inevitablemente en el conflicto con todos los agentes de represión y de opresión, con todos los que manipulan al hombre y con todos los que intentan alienarlo. Por eso, el seguimiento de Jesús lleva derechamente a la cruz: «El que quiera venir conmigo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt. 16, 24 y par.).

La anulación del seguimiento

Empecé diciendo que una de las cosas más confusas y problemáticas que hay en el cristianismo es la relación que de hecho existe entre la Iglesia y el Evangelio. Y así es, en efecto. Porque, en realidad, ¿qué relación existe entre la Iglesia y las exigencias del seguimiento de Jesús? ¿Se puede decir que la Iglesia es la comunidad de los que siguen a Jesús? ¿Se puede asegurar, por lo tanto, que el seguimiento de Cristo es el trazo fundamental que define y configura a la Iglesia? ¿Se puede, incluso, decir que la Iglesia enseña correctamente a los fieles lo que supone y lo que exige el seguimiento de Jesús?

Desde el momento en que la Iglesia aceptó que ella podía estar compuesta por la gran masa de gente que recibe el bautismo, con tal que esa gente no se insubordine contra los obispos, inevitablemente hubo que dar una interpretación del Evangelio que pudiera cuadrar con la situación admitida y aceptada. Y como es lógico, los dirigentes y los ideólogos del sistema eclesiástico se las apañaron, sin especiales problemas, para encontrar la interpretación que se necesitaba. Y a decir verdad, la encontraron de manera satisfactoria. ¿Cómo? Enseguida lo vamos a ver.

Lo primero que se hizo fue decir que la integridad del Evangelio no es para todos los cristianos, sino solamente para algunos, para los «perfectos», los que son llamados por Dios a un estado especial, el estado de los «consejos», es decir, la vida religiosa. De hecho, sabemos que desde los comienzos de la vida ere-

52

mítica y el monacato hasta nuestros días, la teología de la vida religiosa se ha basado en la discriminación de los cristianos en dos categorías: los llamados a vivir los «consejos» y la gran masa de gente que se puede limitar, con todo derecho, a cumplir los «preceptos». Es verdad que, hace pocos años, el concilio Vaticano II ha afirmado la vocación de todos los cristianos a la perfección (6). Pero también es cierto que ese mismo concilio ha vuelto a reafirmar la discriminación básica de las dos categorías de creyentes (7). Es decir, aunque se ha hecho una afirmación genérica según la cual todos los cristianos están llamados a la perfección, la verdad es que nadie ha tomado esa afirmación demasiado en serio. Porque, en realidad, nadie la puede tomar, pues de sobra sabemos que no todos los cristianos aspiran a esa perfección. Además, decir que todos los cristitanos están llamados a la perfección de la vida espiritual es la cosa más descomprometida del mundo, ya que en realidad eso no supone nada verdaderamente serio para la vida y la organización de la Iglesia.

Por otra parte, como resultaba demasiado incoherente decir que el Evangelio no es para todos los cristianos, se encontró un buen razonamiento para dejar a todo el mundo tranquilo. Ese razonamiento consiste sencillamente en decir que todos los cristianos pueden santificarse mediante la oración, la mortificación y la vida ascética. De esta manera se podía sostener una distinción sutil, pero sumamente práctica: la integridad del Evangelio no es para todos, pero el espíritu del Evangelio sí. Y eso del «espíritu» del Evangelio

(6) LG 39. (7) LG 43-44.

se traduce en lo que entendemos por ascesis, es decir, la mortificación de las pasiones y los instintos, la austeridad corporal, el dominio de sí, la renuncia de toda satisfación, la pobreza de espíritu, la humildad de espíritu, la libertad de espíritu, cosas todas que, al igual que la vocación universal a la perfección, no plantean problemas de ningún tipo, ni a la Iglesia ni a la sociedad, ni a los que tienen el poder ni siquiera a los que abusan de ese poder. Porque la pura verdad es que no hay cosa más inofensiva que un buen asceta.

De esta manera, la teología de la vida religiosa, por una parte, y la teología de la ascesis, por otra parte, han servido para legitimar la situación y la organización de la Iglesia. Es decir, con los nrgumcntM-que han suministrado esas k-uU>g(Mi' la institución eclesiástica ha leuldo «buenas razonse» para tranquilizar-se, para pensar que en la IgU-sin «e vive la fidelidad al Evangelio, pero sin afrontar nunca la cuestión decisiva que consiste en saber si In Iglesia vive esa fidelidad al mensn|r (le Jesús. Dicho de otra manera, In leo-logia de la vida religiosa y la teología de la ascesis han servido, de hecho, para marginar las exigeni In» que impone el seguimiento de Irnú», como exigencias para la comunidad de discípulos, es decir, como exilien-cias para la Iglesia. Lo que NIKIIIN-ca, en última instancia, que la* clin-das teologías son, ni más ni nieno», las ideologías que han servido pnm alienar a la Iglesia frente a lus demandas que las palabras de JCHÚN representan para ella. He ahí romo se ha llegado a la anulación pirtí 11 ca del seguimiento de Jesús, tomo exigencia básica que debería dril nir y configurar a la Iglesia.

La consecuencia práctica de ludo esto es que los dirigentes eclc-sliV,

Page 27: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ticos pueden seguir afirmando que la Iglesia es fiel y obediente al mensaje revelado, cuando en realidad vive en la desobediencia formal a ese mensaje. Porque se han encontrado argumentos sutiles y válidos para hacer lo uno y lo otro. Y así, aunque se enseñan y se practican cosas que están formalmente en contra de lo que Jesús dijo acerca del poder, la autoridad, las dignidades y los títulos, el dinero, la instalación social, la familia y tantas otras cuestiones, lo cierto es que nada de eso representa un problema para la autoridad eclesiástica y para la Iglesia en general. Por ejemplo, sabemos que Jesús no tolera que en la comunidad cristiana alguien se sitúe por encima de los demás, como tampoco tolera la desigualdad y menos aún la dominación de unos sobre otros; Jesús, por otra parte, ordena que quien quiera ser el primero se sitúe el último. Pero, la verdad, ¿quién toma esas palabras de Jesús como palabras que se tienen que cumplir en la Iglesia? Si un día, alguien dice algo que está formalmente en contra de lo que acaba de decir el papa, seguramente se plantea un serio problema en la Iglesia. Pero resulta que no es problema de ninguna clase hacer y decir exactamente lo contrario a lo que hizo y dijo Jesús. Por lo menos, no parece que eso pueda plantear el mismo problema que cuando se contradice al obispo de Roma. He aquí, pienso yo, el proble

ma más serio que tiene que afrontar y resolver la Iglesia.

¿Una tarea permanente para todo cristiano?

El seguimiento de Jesús será, efectivamente, una tarea permanente para todo cristiano el día que la Iglesia se decida a afrontar y resolver el problema que representa su confusa y problemática relación con el Evangelio. Ahora bien, ese problema podrá tener solución bajo dos condiciones: 1, que la Iglesia no tiene que ser necesariamente la gran masa de bautizados que se someten a la jerarquía, y 2, que la Iglesia tiene que ser la comunidad de aquellas personas que libre y conscientemente deciden asumir las exigencias que impone el seguimiento de Jesús.

Esto supone: 1, afrontar de una vez la espinosa cuestión del bautismo de niños, porque mientras se sigan bautizando a todos los niños, la Iglesia seguirá siendo la masa indi-ferenciada de gente que es hoy; 2, afrontar el hecho de la Iglesia como comunidad de personas y lo que eso implica desde un punto de vista evangélico. Pero, ¿estamos realmente dispuestos a afrontar estas cosas?

54

JOSÉ M.a GONZÁLEZ RUIZ

LA FRATERNIDAD NACIDA DEL EVANGELIO DE JESÚS

Como han observado numerosos teólogos y exégetas, Cristo no empezó predicándose a sí mismo, sino el Reino de Dios (1). «Reino de Dios» —que aparece 122 veces en los evangelios y 90 en boca de Jesús— significaba para los oyentes de Jesús la realización de una esperanza, para el final del mundo, de una superación de todas las alienaciones humanas, de orden espiritual y material. Y este Reino de Dios no se presenta como otro mundo, sino como un mundo otro: o sea, el viejo mundo transformado en nuevo. El Reino de Dios no puede ser reducido a un aspecto determinado; abarca a todo: mundo, hombre y socie-

(1) SCHNACKENBURG R., Gottes Herrschaft und Reich, Friburgo 1961. SCHWEITZER A., Reich Gottes und Christentum, Tubinga 1967. FLENDER H., Die Botschaft lesa von der Gottesherrschaft, Munich 1968; etc., etc.

dad; In totalidad de la realidad debe ser transformada por Dios. Esto es lo que significa esta frase de Cristo: «El Reino de Dios no viene de manera que la gente pueda contar con él. Ni se podrá decir; Aquí está, o allí, porque el Reino de Dios está entre vosotros» (Le. 17, 21).

J. BECKER (2) entiende así la expresión «el Reino de Dios está entre vosotros»: «El orden nuevo introducido por Dios está a vuestra disposición. No preguntéis cuándo será establecido en el futuro. No corráis de aquí para allá, como si el Reino de Dios estuviera vinculado a algún lugar. Por el contrario, decidios y comprometeos por él. Dios quiere ser vuestro Señor. Abrios a su voluntad. Dios os está aguardando

(2) Das Heil Gottes. Heils— und Sün-denbegriff in den Qumrantexte und im Neuen Testament, Gottingen 1964, p. 213.

55

Page 28: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ahora. Preparaos y aceptad esta última oferta de Dios».

De todo esto resulta claro este dato: Reino de Dios, al contrario de lo que muchos cristianos piensan, no significa algo puramente espiritual o fuera de este mundo. Es la totalidad de este mundo material, espiritual y humano, ahora introducido en la ordenación de Dios. Realmente, si no fuera así, ¿cómo habría podido Cristo entusiasmar a las masas? (3).

1

El amor, arbitro supremo

Ahora bien, el punto de partida para la posibilidad intrahistórica del Reino de Dios es la aceptación del amor como único y supremo arbitro de la convivencia humana. Esta —la convivencia humana— necesita ciertamente unas leyes y unas normas que hagan posible su realización en el tiempo y en el espacio; pero estas leyes y normas deben estar sometidas al amor. Jesús resume su pensamiento cuando pronuncia aquella frase primordial de su mensaje: «El sábado está en función del hombre, no el hombre en función del sábado» (Me. 2, 27).

Insuficiencia de la Ley

Por eso, Jesús adopta frente a las leyes una actitud profundamente crítica y relativizadora, y así se toma la libertad de modificar varias prescripciones de la ley mosaica: la pena de muerte para los adúlteros

(3) BOFF L., Jesús Cristo Libertador, 3.' ed. Petrópolis 1972, p. 69.

cogidos in flagranti (Jn. 8, 11), la poligamia (Me. 10, 9), la ley de la observancia del sábado (Me. 2, 27) y muchas otras.

Jesús, con ello, no quiere descalificar las leyes, solamente las relati-viza y las somete a su principio supremo: el amor. Si las leyes auxilian al hombre, y aumentan o posibilitan el amor, él las acepta. Si, por el contrario, legitiman la esclavitud, las repudia y exige su superación. No es la ley la que salva, sino el amor: este es el resumen de la predicación ética de Jesús.

El cristianismo primitivo sigue esta pista esencial marcada por Jesús. Y así vemos que en los primeros años cincuenta Pablo tiene ya elaborada toda una visión de la ley como opuesta a la «gracia». Siguiendo el ejemplo de Jesús, Pablo tampoco se convierte en un defensor del libertinaje, sino en un procla-mador acérrimo de la supremacía del amor (1 Cor. 13, 1-13). El amor llegará, a veces, a exigir del creyente una actitud mucho más dura y más «observante» que la que de suyo exige una mera situación de «ley». La audacia del amor podrá crear in extremis unas normas improvisadas de convivencia para salvar lo salva-ble en momentos de suprema angustia.

En la literatura rabínica se insiste en esta idea de la ley como jaula del hombre y represora de su libertad, de su fantasía creadora (4): la Ley encierra en si todas las posibilidades del universo; la misma naturaleza está modelada según la Ley; en una palabra, proclamar que la Ley era instrumento de la creación era declarar que Naturaleza y Revelación se corresponden o, dicho

(4) Cfr. DAVIES W. D., Paul and Rabbinic Judaism, Londres 1948, pp. 172 s.

56

en términos teológicos, que entra Naturaleza y Gracia había continuidad, no discontinuidad. Para usar una expresión estoica, vivir según la Ley es vivir según la Naturaleza.

Por lo tanto, para el judaismo, entre Dios y el hombre no existía más que la Ley, y así la Ley, de mera expresión objetiva de la voluntad de Dios, se había convertido en instrumento agente de la gran obra de Dios: la salvación del hombre. Ahora bien, el riguroso monoteísmo judío, llevado en aquella época al extremo de una trascendencia inabordable, no permitía hacer de la Ley una fuerza objetiva intermediaria —una especie de «dai-mon»—; por eso, una vez que Dios fue confinado a aquella soledad majestuosa, de la parte de acá sólo quedaba la Ley, que, en definitiva, se reducía a la propia actuación humana. La Ley, no ya escrita en unos rollos, sino hecha viva en la actuación del hombre: he aquí el gran instrumento de salvación, que Pablo llamará acertadamente «obras de la Ley», la Ley convertida en puro esfuerzo humano.

Las diversas coyunturas históricas habían hecho de Israel un pueblo fácilmente desarraigado de la «tierra»; por eso, la habilidad farisaica tuvo éxito en su intención de mantener el dogma fundamental de la «tierra», haciendo de la «Ley» una especie de «Tierra portátil», o sea un «bunker», dentro del cual los judíos pudieran vivir la extraterritorialidad en medio del mundo gentil. En la llamada «Carta de Aristea» un judío alejandrino del 100 a. C. describió con mucho detalle esta situación: «Nuestro sabio legislador, teniendo en cuenta todos los detalles, equipado por Dios con el conocimiento de todas las cosas, nos rodeó con vallas infranqueables y con

muros de hierro, para que no nos mezcláramos absolutamente con ningún otro pueblo, quedando incontaminados de cuerpo y alma, desligados do vanas opiniones y adorando al único y verdadero Dios por encima de toda la creación» (5).

Como es natural, este brutal encerramiento sobre sí mismos estaba defendido por una cantidad inverosímil de prescripciones rituales que regulaban severísimamente las relaciones sociales con los paganos, con los «otros», con los «lejanos». Así pues, «vivir en la Ley» significaba pertenecer a la «reserva» judía, que se podía encontrar por cualquier parte a lo largo y ti lo ancho del Imperio romano. Iln rigor, lo más importante era observar las ordenanzas; la mlsmn fe en Dios era de hecho secundnrln; se podía hasta ser un buen observante y al mismo tiempo un ateo o un agnóstico más o menos amagado.

En una palabra, la predicación de Jesús y de los Apóstoles («obre todo de Pablo) impugna el concepto de «Ley» como defensa de cualquier «reserva» humana, de cualquier pimpo aristocrático o privilegiado, que intente defenderse de la Intemperie de lo plenamente humano, emerrto» dose en el bunker de unas p p » cripciones rigurosas que hocen M grupo una «cofradía» encerrada ae> bre sí misma. En este cato, In Ley se ha convertido en «juuto»: hay que liberar al hombre de esa Ley. El amor es universal y no puede poner cortapisas. Por eso, un creyente cristiano será siempre un crítico y un relativizador frente a todo tipo de organización jurídica, que distinga a un hombre de otro, o a un grupo minoritario de la masa indiscriminada.

(5) Arist. 139, Ed. Moses Hadas, Nueva York 1951, p. 157.

57

Page 29: Mision Abierta - Desafios Cristianos

No basta la justicia

Acabamos de ver cómo la fraternidad humana, exigida por el Evangelio, pide la superación de todo aparato legal que intente encerrar, distinguir o discriminar: por eso, el creyente cristiano ha de intentar constantemente la superación de lo legal, sin que por ello proclame la anarquía como alternativa a la legalidad vigente. Pero hay más. La fraternidad evangélica no se conseguiría ni siquiera con el cumplimiento riguroso de la «justicia». El mismo Jesús lo dijo: «Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt. 5, 20).

Efectivamente, la justicia, en su acepción clásica, consiste en dar a cada uno lo que es suyo. Ahora bien, «lo suyo» de cada uno supone claramente un sistema social previamente dado. En la sociedad esclavista, dar a cada uno lo suyo consistía en dar al esclavo lo que era suyo, y al señor lo que era suyo; en la sociedad burguesa, dar al patrón lo que es suyo, y al obrero lo que es suyo; en el sistema neocapi-talista, dar al magnate lo que es suyo y al proletario lo que es suyo.

Pero Cristo, en el Sermón de la Montaña, rompe con este círculo. El no proclama un tipo tal de justicia que implique la consagración y legitimación de un statu quo social que parte de una discriminación entre los hombres. El anuncia una igualdad fundamental: todos son dignos de amor; todos son hijos del mismo Padre, y por eso todos son hermanos. De aquí que la predicación del amor universal representa una crisis permanente para cualquier sistema social y eclesiástico.

Así se explica que Cristo rompa todos los convencionalismos sociales de su época. Sabemos muy bien cómo las clases sociales eran estrictamente observadas entre ricos y pobres, próximos y no próximos, sacerdotes del templo y levitas de aldeas, fariseos, saduceos y recaudadores de impuestos. Los que practicaban profesiones despreciables eran cuidadosamente evitados y maldecidos, como los pastores, los médicos, los barberos, los agoreros y principalmente los publícanos o cobradores de impuestos (6).

Ahora bien, ¿qué actitud toma Jesús frente a esa estratificación social? La rechaza de plano y sin disimulo. Y así, no se atiene a los convencionalismos religiosos, como purificarse las manos antes de comer, antes de entrar en casa y tantos otros.

No respeta la división de las clases: habla con todos; busca contacto con los marginados, los pobres, los despreciados. A los que se escandalizan de esto les responde con un humor agresivo: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Los sanos no tienen necesidad de médico» (Mt. 11, 19). Mantiene una conversación con una prostituta, acoge a los .gentiles (Me. 7, 24-30), come con un estafador de altos vuelos como era Zaqueo; acepta entre sus discípulos a un traficante que después lo vendió: Judas Iscariote, y a tres ex-gue-rrilleros. Acepta que las mujeres lo acompañen en sus viajes, lo que era inaudito para un rabino de su tiempo. Así se explica que los «beatos»

(6) Cfr. JEREMÍAS J„ Jerusalem zur zeit Jesu II (Die soziale Verháltnisse). vol I, Tubinga 1958. CULLHANN O., Jesús und die Revolutionaren seiner Zeit, Tubinga 1970, pp. 99-107.

58

comenten: «Es un comilón y un bebedor de vino, amigo de publícanos y de pecadores» (Mt. 11, 19).

Llega a secularizar la autoridad: ésta no es ya el principio último, la última instancia; por encima de ella está Dios, a quien hay que dar directamente (sin pasar por la autoridad) lo que se le debe en conciencia: «Dad al César lo del César, y a Dios lo de Dios» (Mt. 22, 21).

Al rey Herodes que lo expulsa de Galilea le manda este recado: «Decidle a ese zorro que sigo expulsando demonios y curando a la gente hoy y mañana, y al tercer día acabaré» (Le. 13, 32). Y es que la autoridad es una mera función de servicio: «Bien sabéis que los señores esclavizan a los pueblos y los grandes ejercen violencia sobre ellos. Pero entre vosotros no deberá ser así: el que quiera ser el primero que se haga el esclavo de todos» (Mt. 20, 25).

En el nuevo orden —el «Reino de Dios»— las cosas ocurrirán de manera totalmente inversa a como suceden en el «desorden establecido» de la sociedad egoísta; tan es así, que «incluso las prostitutas y los publícanos entrarán más fácilmente en el Reino de Dios que los fariseos» (Mt. 21, 31).

De todo esto surge una figura de Jesús como de un hombre libre de prejuicios, con los ojos abiertos a lo esencial, atraído hacia los otros, principalmente hacia los más abandonados física y moralmente. Con ello demuestra que el orden establecido no puede redimir la alienación fundamental del hombre. Este mundo, tal como está, no puede ser el lugar del Reino de Dios. Necesita sufrir una reestructuración en sus propios fundamentos. El principio esencial y originante del orden nuevo —del Reino de Dios— es el

amor: aquí no debería haber ni amigos, ni enemigos, próximos o no próximos. Aquí no caben más que hermanos.

Así se explica que todavía en el siglo ni el filósofo pagano Celso viera en los cristianos hombres sin patria y sin rafees, que se situaban contra las instituciones divinas (?) del Imperio: por su modo de vivir —decía Celso— los cristianos han levantado un «grito de rebeldía» («fone stáseos»). Y no es que los cristianos —como el propio Cristo— estuvieran contra alguien, sino que estaban a favor de todos, o sea buscaban la absoluta fraternidad e igualdad en todos los miembros de la comunidad humana.

2

La Eucaristía, generadora de fraternidad universal

San Pablo, en 1 Cor. 11, 17-34, nos ofrece una visión de la celebración comunitaria de la eucaristía, como principio generador de fraternidad humana universal: si así no fuera, en vez de «acción de gracias» a Dios, sería un abominable sacrilegio. Los creyentes se reunían en «asamblea» («ekklesía») para celebrar el rito de la cena del Señor. Estas reuniones iban de mal en peor (11, 17). El objeto de la recriminación de Pablo es la falta de caridad y de unidad comunitaria que reinaba en aquellas asambleas eu-carísticas: había escisiones y ranchos aparte, cosas que herían esencialmente la constitución de una asamblea comunitaria. Aunque «no hay mal que por bien no venga», y

59

Page 30: Mision Abierta - Desafios Cristianos

así se pone en evidencia la calidad de los cristianos.

Efectivamente, al reunirse los corintios, ya no se podía decir que aquello fuera «la cena del Señor», pues «cada cual se adelanta a comerse su propia cena». En lugar de esperar que la asamblea estuviera completa y que los alimentos traídos por unos y otros fueran distribuidos equitativamente, los más favorecidos se apresuraban a comer su parte sin esperar la llegada de los otros —los pobres—, que lógicamente habían sido retenidos más tiempo por sus ocupaciones. Un segundo abuso es que los ricos comían y bebían demasiado. Todo ello era «tener en muy poco las reuniones de Dios», precisamente «porque se humillaba a los pobres». A esto Pablo lo llama «comer y beber sin valorar el cuerpo del Señor»: el adverbio griego «anasí5s» tiene concretamente esta significación, y no esa otra —desgraciadamente frecuente— que por «indignamente» entiende tan sólo el pecado individual de cada comulgante.

Efectivamente, la asamblea euca-rística no era una reunión «pro fórmula», en la que de una manera puramente teatral se realizara una unidad seudo-mística de sus miembros. Esto era algo impensable desde la mentalidad religiosa de aquel tiempo.

Federico Engels (7), en una de sus frecuentes intuiciones sobre el hecho cristiano primitivo, reconoce esta novedad del culto cristiano frente a los otros cultos contemporáneos: «Mientras Roma y Grecia se mostraban tolerantes en este último

(7) Bruno Bauer y el cristianismo primitivo en Karl MdRX-Friedrich ENGELS, Sobre la religión, Ed. Sigúeme, Salamanca 1974, p. 320.

sentido, existía en el oriente una manía de prohibiciones religiosas que contribuyó en no poca medida a su derrumbamiento final. Las personas pertenecientes a dos religiones distintas (egipcios, persas, judíos, caldeos) no podían comer o beber juntas, realizar juntas acto cotidiano alguno o incluso hablarse. A esta segregación de los hombres entre sí se debió en gran medida la caída del oriente. El cristianismo no conocía ceremonias distintas, ni siquiera los sacrificios y las procesiones del mundo clásico. Al rechazar de este modo todas las religiones nacionales y sus ceremonias comunes, y al dirigirse a todos los pueblos sin distinción, se convierte en la primera religión mundial posible. También el judaismo, con su nuevo dios universal, había hecho un buen comienzo en lo referente a convertirse en una religión universal. Pero los hijos de Israel siempre siguieron siendo una aristocracia entre los creyentes y los circuncisos, y el propio cristianismo tuvo que librarse de la idea de la superioridad de los cristianos judíos (todavía dominante en el llamado libro del Apocalipsis de Juan) antes de poder convertirse en una religión realmente universal. Por o t ra par te , el Islam, debido a que conservó su ritual específicamente oriental, l imitó el alcance de su propagación al oriente y África del norte, conquistada y repoblada por los beduinos árabes. Allí se convertiría en la religión dominante, pero no en occidente.»

Desde este encuadramiento histórico podremos comprender mejor por qué Pablo reprende duramente a los cristianos de Corinto por el hecho de que la reunión eucarísti-ca, lejos de ser «signo de unidad humana», acentuaba la separación

60

de los hombres, consagrando la existencia de ricos y pobres. La frase paulina es de una enorme vivacidad: «¿Es que tenéis en tan poco las reuniones de Dios, que humilláis a los pobres?» El hecho de que unos cristianos se reúnan en una asamblea eucarística a compartir el mismo pan y la misma copa del Señor los compromete solemnemente a desarticular la desproporción socioeconómica que existía entre los miembros de la comunidad al principio de la celebración litúrgica.

Una iglesia, en cuyo seno menudean las asambleas eucarísticas y en las que, a pesar de ello, siguen subsistiendo diferencias económico-sociales entre sus miembros, «se está comiendo y bebiendo su propio castigo por no valorar el cuerpo y la sangre del Señor», o sea, por no dar al cuerpo y a la sangre del Señor el valor que tienen de aglutinar realmente a los que de ellos participan.

Lo que F. Engels supo descubrir acertadamente en las primitivas comunidades cristianas viene siendo escamoteado hábilmente en los fastuosos cultos «eucarísticos» contemporáneos. Nuestras «misas» han solido tener más apariencia de espectáculos litúrgicos que de reuniones comunitarias, donde la Iglesia sa-cramentaliza su auténtica condición de «signo de la unidad del género humano».

Quizá esto explique la exacta correspondencia que hoy existe entre los movimientos proféticos en marcha hacia una Iglesia de los pobres y las celebraciones comunitarias de la eucaristía en un clima de sencillez, fraternidad y de compromiso real en el ámbito socio-económico.

Por la misma razón se explica igualmente la irritación que este nuevo talante produce a ciertos sectores de la Iglesia, donde todavía

cuenta el hieratismo espectacular y donde la celebración eucarística es precisamente un signo de separación y de selección aristocrática.

3

La lucha de clases pasa por la misma Iglesia

No pensemos que esta exhortación paulina insistente a superar, en el seno de la celebración eucarística, las divisiones entre ricos y pobres implica solamente la predicación de un interclasismo romántico, en virtud del cual los ricos se sientan generosos para con sus «hermanos» más pobres en el momento de su encuentro litúrgico. Ni mucho menos. Pablo reconoce que el conflicto inevitable entre clases sociales diferentes pasa por la misma Iglesia, y que hay que enfrentarse audazmente con este problema. Por eso, no es partidario de que se constituyan iglesias o comunidades «mo-nocoloras»: o sea, comunidades de gentiles versus comunidades de judíos; comunidades de ricos versus comunidades de pobres; comunidades de libres versus comunidades de esclavos.

El texto principal se encuentra en 1 Cor. 7, 17-24, cuya traducción (que inmediatamente intentaré justificar) ofrezco a continuación:

«Cada uno viva como el Señor lo ha llamado. Esto es lo que ordeno en todas las comunidades. ¿Que uno ha sido «llamado», ya circuncidado? Que no intente reconstruir el prepucio. ¿Que otro ha sido llamado, en estado de incircuncisión? Que no se circuncide. La circuncisión no supone nada, lo mismo que la incir-

61

Page 31: Mision Abierta - Desafios Cristianos

cuncisión, sino el cumplimiento de los mandamientos de Dios. Cada uno quédese en la «vocación» («klé-sis») en la que ha sido llamado. ¿Fuiste llamado siendo esclavo? No te importe; aunque —la verdad—, si puedes obtener la libertad, no dejes pasar la oportunidad. En todo caso, el esclavo, que ha sido llamado, es un esclavo de Cristo. A fuerza de valores habéis sido redimidos. No os convirtáis en esclavos de hombres. Cada uno, hermanos, permanezca de cara a Dios, en la «vocación» en la que ha sido llamado» (1 Cor. 7, 17-24).

Este es uno de los textos paulinos, del que se ha abusado injustamente, para hacerle decir a Pablo una cosa tan lejana a su pensamiento como sería ésta: que el cristianismo, al sobrevenir en una determinada convivencia social, deja las cosas como están y sólo se refiere a una relación —individual y solitaria— del hombre con Dios. Sobre todo, se ha utilizado este texto para justificar el inmovilismo social de ciertos grupos cristianos. Pablo, en este caso, recomendaría a los esclavos el permanecer en la esclavitud: la fe sería solamente algo que modificarla la pura referencia del alma con Dios.

Sin embargo, el texto paulino hay que interpretarlo según todo el contexto del epistolario del Apóstol. Si hay algo que Pablo ha subrayado con más violencia es el hecho de que en el cristianismo se borran las diferencias entre judíos y paganos. Nos basta recordar todo el tema del llamado Concilio de Jerusalén.

Ahora bien, de interpretar el pasaje en este sentido de inmovilismo social, resultaría que Pablo exhorta aquí a los judeocristianos a permanecer, dentro del cristianismo, en una postura específica, determina

da, contradistinta de la de los pa-ganocristianos. Si no, ¿qué significaría la exhortación a un judío converso a seguir siendo judío en la nueva situación cristiana?

Igualmente dura sería la exhortación al esclavo cristiano a permanecer en la esclavitud. Según ello, la entrada en la Iglesia sería un freno atenazador que inmovilizaría la vida social. Pero Pablo no piensa así, ni mucho menos; de otra manera no se explicaría la inmediata exhortación: «Si puedes obtener la libertad, no dejes pasar la oportunidad.»

En una palabra: la insistente exhortación paulina a borrar, en la nueva situación cristiana, toda diferencia entre judío y pagano, siervo y libre, etc., mal se casaría con esta supuesta exhortación a que judíos y paganos, libres y esclavos, sigan acentuando esta propia condición en el nuevo estado de fe.

Creo que la solución está en el sentido de la palabra «vocación» («klésis»), que, como otras muchas en S. Pablo (caridad, fe, perfección, pleroma), tienen un significado que podríamos llamar comunitario (8). Y en este caso la misma Iglesia, la comunidad de los creyentes, sería llamada «comunidad del amor, de la fe, de la perfección, de la plenitud, de la vocación, o, más simplemente: amor, perfección, fe, plenitud, vocación.

Así pues, la «klésis» sería la reunión, la asamblea, la comunidad como espacio de convocación, como lugar donde se ha recibido la llamada divina. En Corinto, como en las demás comunidades formadas

(8) Cfr. GONZÁLEZ Rmz J. M., Sentido comunitario-eclesial de algunos sustantivos abstractos en San Pablo en «Sacra Pagina»: Bibliotheca Ephem. Theol. Lovanien-sium, vol. XII-XIII, París-Gembloux 1959, pp. 334-341.

62

por Pablo, había ya muchos grupos de cristianos que se reunían en distintos sitios y celebraban allí habi-tualmente la asamblea cultual. Cada catecúmeno o neocristiano empezaba a frecuentar una «reunión», una «klésis» determinada. Si se trataba, por ejemplo, de un judío, y la «reunión» por él frecuentada estaba compuesta por una mayoría de paganos, es lógico que se sintiera incómodo y procurara buscar otra «reunión» en que predominaran los procedentes del judaismo. Lo mismo diríamos de un esclavo que empezara su vida cristiana en el seno de una reunión con predominio de libres.

Esta actitud presentaba un grave riesgo, contra el que Pablo había luchado violentamente desde el principio de su apostolado: la formación de comunidades monocoloras. La oportunidad de esta recomendación, hecha precisamente a los corintios, se pone en evidencia con sólo echar una ojeada al estado psicológico de aquella comunidad, tal como se desprende de la misma lectura de la Primera a los Corintios.

Ya desde el principio saca Pablo el tema de los «cismas» y «banderías» (1, 10-17). Pero más gravedad presenta aún el peligro de ruptura en la celebración de la asamblea cultual, como acabamos de ver (11, 2-22). Pablo, pues, exhorta a los fieles a no cambiar de «reunión» o de «asamblea» por motivos diferenciales (judaismo-paganismo, esclavitud-libertad), ya que éstos deben quedar superados y fundidos en la unidad de la fraternidad cristiana. Cada uno debe continuar en la «vocación» o «convocación» —en la «reunión»—, en que empezó la vida cristiana, y no debe preocuparse de su situación mundana previa a su fe, ya que en la nueva situación sólo

hay una motivación de unidad: la fe en Cristo.

Esta insistencia de Pablo en crear comunidades h e t e r o g é n e a s lleva consigo un germen revolucionario, aunque a primera vista no lo parezca. Efectivamente, en la historia de las instituciones religiosas se ha insistido mucho en la división de parcelas: templos para libres y templos para esclavos; templos para blancos y templos para negros; hermandades o confraternidades de determinadas clases (patronos, empleados, obreros, etc.). Este interés por «parcelar» la religiosidad según criterios de diferencias de clases es más visible cuando se trata de una institución viva, o sea donde cada miembro es corresponsable de las soluciones finales.

Lógicamente, una «comunidad» —una «klésis»— donde hay esclavos y libres, explotadores y explotados, tenderá infaliblemente a plantearse el problema de la superación de estas chocantes diferencias: el «inler-clasismo» no podrá mantenerse por mucho tiempo, como de hecho ocurrió en las comunidades cristianas fundadas por Pablo.

Sin embargo, es posible mantener la apariencia de una institución religiosa heterogénea, cuando se trata de algo puramente vertical, donde los miembros (sobre todo, los de los estratos inferiores) no tienen de hecho acceso ni a las deliberaciones ni a las soluciones.

Pablo era consciente de este germen revolucionario del cristianismo; y por eso exhortaba a los nuevos cristianos a que no se «parcelaran»: griegos con griegos, judíos con judíos, esclavos con esclavos, libres con libres, etc., ya que así ocurrirían dos cosas: el cristianismo quedaba «reducido» a una clase o sector determinado, o se convertiría

63

Page 32: Mision Abierta - Desafios Cristianos

en una formalidad puramente aparente.

Por eso, la formación de comunidades excesivamente homogéneas desde el punto de vista social, político y económico corre el peligro de suprimir la capacidad conflictiva que lleva consigo inevitablemente la proclamación del Evangelio.

Conclusión

Como vemos a través de esta rápida incursión por los textos más fundamentales del cristianismo, partiendo siempre de la propia actitud de Jesús, la Iglesia que él fundó no tenía por misión mirarse narcisísti-camente el ombligo de su propia perfección y de su impecable ortodoxia. La Iglesia no era más que un instrumento en función de algo superior: el Reino de Dios.

El Reino de Dios es, para Jesús y el cristianismo primitivo, la superación de todo aquello que aliena al hombre; y muy principalmente, la superación de las desigualdades que diversas motivaciones introducen entre los miembros y los grupos de la que debería ser única comunidad humana. La fraternidad universal entre todos los hombres se deriva del hecho de que todos son hijos del único Padre: Dios. Y así la «religiosidad», lejos de ser opio del pueblo, se convierte en estímulo para luchar contra todos aquellos obstáculos que impiden establecer esta universal fraternidad.

Por eso, la Iglesia tiene que empezar por ella misma: en su propio seno se tiene que realizar primeramente esa utopía, por ella proclamada. Una Iglesia, en cuyo inte

rior están bien asentadas las clases sociales y la diversidad de estratos, está radicalmente incapacitada para proclamar la fraternidad universal, ya que ella misma no tipifica insti-tucionalmente ese mini-espacio de fraternidad, que pueda servir de modelo y de estímulo a la humanidad entera.

Cuando se habla de «democratizar» la Iglesia, hay muchos que lo entienden como si se pretendiera afirmar que el poder espiritual le viene dado de la fuente primaria del pueblo soberano. Nada de eso: el poder que tiene la Iglesia le viene directamente de Dios. Ahora bien, este «poder» es vertical únicamente en relación con Dios, pero no en relación con los hombres. Dicho de otra manera: el poder que los responsables eclesiales poseen solamente es vertical porque viene de Dios; pero, al ser recibido por ellos, se horizontatiza, convirtiéndose automáticamente en «servicio», en «ministerio». Y un «servicio» está en función de la comunidad; por lo tanto, el «ministro» tiene que contar con ella, con sus exigencias, con sus deseos, con sus necesidades. Si actuara en forma verticalista, cometería un sacrilegio, ya que solamente Jesús es «Señor» de la comunidad, incluso después de su muerte. Cristo resucitado está presente en la Iglesia, y no puede ser «sustituí-do» o «sucedido» por ningún jerarca, por alto que sea. Los católicos admitimos que el Papa sea sucesor de Pedro, pero no de Cristo. Un Papa, sucedáneo de Cristo, sería una antinomia eclesiológica intolerable.

Solamente desde esta horizontalidad del servició eclesiástico podrá la Iglesia cristiana ser válidamente «signo de la unidad del género humano».

64

II La Iglesia

Page 33: Mision Abierta - Desafios Cristianos

RUFINO VELASCO

IGLESIA DE LAS BIENAVENTURANZAS

El título de este trabajo nos obliga a plantearnos la pregunta acaso más urgente y que con mayor seriedad deberla hacerse la Iglesia hoy: si acepta el reto de las bienaventuranzas.

Si lo acepta no sólo como proclamación evangélica que tiene algo que decir a la conciencia individual de los creyentes, sino, a la vez, co-. mo programa público de su propia vida eclesial, que determine claramente su razón de ser en el mundo, su configuración social, y sus líneas de acción dentro de la sociedad.

Es muy posible que aceptar este reto, desde la actual situación de la Iglesia, incluya el presentimiento de que muchas cosas deben cambiar, de que la figura pública que la Iglesia ofrece tendrá que sufrir una mutación radical, de que su estrategia de acción, en muchos y graves aspectos, va a tener que cambiarse en la contraria.

Pero hay un hecho que no podemos soslayar: que Jesús llama bien

aventurados a los pobres, a los que no tienen nada que perder en este mundo, a los que, en esas condiciones, apuestan por el Reino sin miedo a perder, luchan por la justicia y por la liberación del hombre con el corazón' limpio y desprendido, sin buscar en la lucha salvaguardar intereses o privilegios propios, sin miedo a la persecución o a jugarse la vida en la lucha, porque, contra todas las apariencias, se sabe de antemano que eso es justamente lo que hace bienaventurado al hombre.

Un hecho del que se deduce este otro: o la Iglesia se mueve desde esos presupuestos, o no podrá llamarse nunca, con tranquilidad de conciencia, la Iglesia de Jesús. Será, más bien, una Iglesia torturada y ambigua. Tal vez privilegiada por la sociedad, poderosa e influyonte, pero incapaz de sentirse bienaventurada.

En todo caso, parece claro que la fuerza transformadora de las bienaventuranzas se mostrará en la me-

67

Page 34: Mision Abierta - Desafios Cristianos

dida en que sean asumidas como programa de la Iglesia misma, antes que desde su referencia a las conciencias individuales en un plano que pudiera dejar intacto el sistema eclesial. En esta dirección están pensadas las reflexiones que siguen.

Programa de identificación eclesial

Lo primero que parecen sugerir las bienaventuranzas es esto: declarar bienaventurados a los pobres, a los humildes e indofonsos, a los que anhelan la Justicia porque sienten en su propia carne la inhumanidad de la opresión, supone estar moviéndose desde una escala de valores que discrepa muy profundamente de las categorías normales vigentes en el mundo que nos hemos fabricado los hombres, y que no encaja precisamente con lo que solemos considerar como fuente de felicidad humana.

Es más fácil pensar que los bienaventurados son los ricos, los que han logrado conquistar un puesto social desde el que se pueden mover numerosos resortes en ventaja propia, y desde el que se puede disponer de otros para propio provecho y prosperidad.

Pues bien, las bienaventuranzas son desconcertantes, ante todo, porque anuncian que la felicidad está en otra parte, y que lo que espontáneamente pensamos que nos hace felices es acaso la peor raíz de nuestros profundos malestares y de nuestras mayores desgracias. Posiblemente, un simple vistazo a la situación actual de nuestro mundo podría sugerirnos que, a pesar de todo, las bienaventuranzas llevan razón.

Si, por otra parte, no es nada verosímil que las bienaventuranzas quieran decir que la pobreza como tal sea deseable en forma alguna, ni que la humanización del mundo que pretende el Evangelio de Jesús tenga nada que ver con el ideal de que haya cuantos más pobres mejor, habrá que decir que las bienaventuranzas entran en conflicto muy derechamente con el mundo que los hombres hemos construido, y que miran muy de frente a la construcción de un mundo nuevo desde otros presupuestos. ¿No estaremos aquí ante una llamada de urgencia dirigida a los hombres para que tratemos de relacionarnos de otra manera los unos con los otros, que, por extraña y utópica que parezca, será la verdadera forma de encontrar la felicidad?

Todo esto sugiere que las bienaventuranzas no son un oráculo llovido del cielo, sino que tienen sentido únicamente cuando se mira al mundo en que se está, a los condicionamientos sociales en que viven los hombres. Desde esta perspectiva el mensaje de las bienaventuranzas presupone algunas cosas importantes. Por ejemplo:

— que los pobres, en el sentido de la pobre gente indefensa y maltratada, lo son como producto de la inhumanidad del hombre, como resultado de unas formas privadas de medrar donde ya no interesa en absoluto el sufrimiento ajeno; un tipo de inhumanidad que es, por el mero hecho, engen-dradora de menospreciados y oprimidos;

— que en esta condición social es donde se engendra el hambre y sed de justicia, algo que los que están ya saciados no pueden

68

hambrear; el sueño de un mundo mejor se engendra entre las víctimas del ansia humana de dominación;

— que esta clase de gente es la que está a punto de entrar en el Reino de Dios, y de poseer la tierra, porque en su situación injuriosa está la fuerza para crear un mundo nuevo, para inaugurar una nueva fraternidad; por eso son bienaventurados;

— que para los ricos es prácticamente imposible entrar en el Reino, porque, en realidad, su riqueza se ha hecho posible a costa de otros, a costa de situar a otros en condiciones de inferioridad, sin que la saciedad y el consuelo de la riqueza permitan ya normalmente interesarse por la suerte de los demás, y estando así a la base del extraño mundo conflic-tivo que nos hemos construido los hombres; los ricos, son más bien, el obstáculo a la venida del Reino de Dios; por eso son malaventurados.

En esta situación, y en este conocimiento de la realidad, es donde se hace posible otra clase de pobres: los que se hacen pobres para luchar contra la inhumanidad que se hace patente en la pobreza, para construir un mundo en que desaparezca la miseria y la opresión que nos destruye a todos en nuestra verdadera humanidad. Jesús nos habla de un Dios empeñado en esta lucha por un hombre nuevo, y, desde ese Dios, comprende que su misión consiste en la liberación de los pobres y de los oprimidos, en el anuncio de la Buena Nueva por la que los desesperados puedan volver a esperar. Para realizar su misión se identificó con los pobres y ios rechazados, «reveló

su identidad en aquéllos que habían perdido la suya: en los indefensos, enfermos, rechazados y despreciados, y se reconoce como hijo del hombre en quienes han sido privados de su humanidad» (1). En un mundo como el nuestro no hay otro camino posible de liberación del hombre.

Hay aquí, por consiguiente, un cúmulo de pretensiones acerca del hombre, y acerca de la transformación del mundo, que deberían definir claramente la identidad de la Iglesia.

Ha sido costumbre, que perdura todavía, buscar casi exclusivamente esta identidad en elementos externos, en rasgos institucionales o estructurales que describirían la verdadera Iglesia tal como la fundó Jesús. Pero con esto se olvida el plano decisivo de identificación eclesial: el de esa Comunidad que irrumpe en la historia con unas pretensiones acerca del hombre, con un sentido de la vida y del convivir fraterno como fuente de felicidad humana indestructible, que discrepan muy fuertemente de los móviles y de los intereses que entran en juego en la construcción de una sociedad.

Esta discrepancia en la vida y en la praxis, nacida de ese interés desinteresado por el hombre que brota del Evangelio de Jesús, es la que señala en el mundo a la verdadera Iglesia, y la sella con su verdadera identidad. Moverse en el mundo desde la aceptación consciente y decidida de lo que es bienaventuranza y malaventuranza para el hombre, tal como irrumpe provocativamente en el sermón de la montaña, entregarse desde ahí a un ataque frontal de lo que está haciendo imposible, dentro

(1) MOLTMANN, SI Dios Crucificado, Salamanca, 1975, pág. 48.

69

Page 35: Mision Abierta - Desafios Cristianos

de las contradicciones de nuestro mundo, que encontremos los hombres nuestra humanidad feliz: ésta es la fuerza inconfundible que identifica a la Iglesia como Iglesia de Jesús, y la construye a la vez como Iglesia bienaventurada, aun en medio del sufrimiento, de la incomprensión por parte de los hombres, e incluso de la persecución.

Mirando a las bienaventuranzas, la Iglesia deberá identificarse:

1) Como Comunidad profundamente arraigada en el pueblo, en las capas humildes de la sociedad, en las situaciones inhumanas de tanta gente que lo pasa mal, y cuyo sufrimiento clama al cielo porque es fruto del egoísmo y de la explotación humana, esa forma concreta como los hombres estamos destruyendo nuestra verdadera humanidad.

2) Como Comunidad en que aparezca con la mayor claridad posible que, en su vida, en su configuración social, en su programa de acción, se está movimiendo desde la aceptación inequívoca de que los bienaventurados son los pobres, los que sufren a causa de la inhumanidad de otros, los que anhelan un mundo más justo, los perseguidos por causa de la justicia, haciendo cuanto haga falta para que de ella misma puedan decirse esas cosas, y evitando con todo empeño colocarse en situaciones sociales en que pueda decirse de ella lo contrario.

3) Como Comunidad en que, desde su condición de pobre y desprendida, desarraigada de cuanto pueda convertirla en un poder de este mundo, se lucha por la liberación de los pobres y de los oprimidos, con la convicción de que ése es el lugar estratégico en que hay que colocarse

para construir la humanidad nueva que, de manera sorprendente y desconcertante para el mundo, prometen las bienaventuranzas de Jesús, y de que esa es la manera de traer una felicidad salvífica para todos que no es la que se imaginan aquéllos que lo pasan bien.

4) Como Comunidad que trata de suprimir en su propio seno las desigualdades entre unos y otros que vuelvan ambigua, inexpresiva, o incluso contradictoria, su condición de Iglesia de las bienaventuranzas. Habrá que preguntarse si las bienaventuranzas, como programa eclesial, no someten a crisis la posibilidad misma de que haya Comunidades cristianas ricas y pobres, sin que esto se vea ya como un insulto a la Iglesia de Jesús. ¿Podremos negar, sin mala conciencia, que hay algo ahí que vicia en su misma raíz la identidad eclesial?

5) Como Comunidad donde se logre superar la ambigüedad de una Iglesia que, desde fuera, trate luego de identificarse, no con los pobres, sino con los problemas de los pobres y con la defensa de sus intereses o de sus justas reivindicaciones; pero estando ella en otro sitio, sin haber experimentado, por consiguiente, en su propia carne el sufrimiento real de que nacen las reivindicaciones de los pobres, y volviéndose sospechosa para quienes siguen viéndola, a pesar de todo, colocada en otras esferas y en connivencia con otros intereses. ¿No se ha dado en la Iglesia muchas veces «una justificación demasiado simplista de las desigualdades económicas y sociales, una actitud demasiado favorable a los instrumentos del orden, que frecuentemente han sido a la vez los medios para mantener situaciones de privi-

70

legio a costa de la opresión de los más humildes»? (2).

Mirando a las bienaventuranzas, la Iglesia no podrá identificarse:

1) Ni como sistema puramente religioso, que se preocupe exclusivamente de fomentar un tipo de relaciones con Dios que transcurran al margen de la situación real de los hombres, de sus problemas reales en medio de las contradicciones de la sociedad en que viven; es decir, que trate de relacionar con un Dios que no es el comprometido en Jesucristo por la creación de un mundo nuevo;

2) Ni como sistema institucional que, en forma de instancia supra-personal, actúe sobre las personas, y parezca capaz de administrar la salvación, o de dar respuesta a todas las cuestiones, sin asumir los sufrimientos reales de los pobres y oprimidos del mundo;

3) Ni como sistema social, que se convierta en sistema de poder, y, desde su alta posición social, entable relaciones con los poderosos sin una previa identificación con los pobres y con los humildes, desde la cual se vuelva todo posible tratado o contrato con el poder un servicio real a la causa del pueblo. ¿No habrá que preguntarse, desde una seria confrontación con las bienaventuranzas, si la única justificación del posible trato de la Iglesia con los poderosos no es su previa identificación con la causa de los débiles y los oprimidos, de manera que, si esto no está claro de antemano, todo concordato, por ejemplo, dejará de serle beneficioso para convertirse en perjudicial?

(2) CONOAH, Un pueblo mes tánico, Madrid, 1976, pag. 185.

Sólo cuando exista en la Iglesia algo así como un concordato teológico: tener un solo corazón con los pobres, se podrá hacer ese otro tipo de concordato que no podrá ser sino jurídico con los que gobiernan; un concordato jurídico que, en la práctica, tendrá posiblemente más de discordato, de instancia crítica, pues el corazón de la Iglesia estará en otra parte: en el mundo de los débiles y de los que sufren.

En este orden de cosas, ¿no es verdad que la Iglesia ha sido muchas veces, y en gran parte está siendo todavía, lo que los poderosos han querido que sea, y que ya es hora de que se decida a ser lo que los pobres y oprimidos esperan de ella?

No se trata con esto para nada de poner en tela de juicio el carácter institucional de la Iglesia, o su necesaria organización social, sino de preguntar, simplemente, si una confrontación con las bienaventuranzas no sometería a profunda revisión residuos muy arraigados todavía en una Iglesia que ha sido dominadora del mundo, y que, cuando trata ahora de servir, tiene que hacerlo con el atuendo y el aire de grandeza de quien no se decide, como diría Juan XXIII, a «sacudirse el polvo imperial».

No parece que sean esas formas las que cabría esperar de una lectura reposada de las bienaventuranzas, ni que cuadren precisamente con una Iglesia que trate de identificarse con ellas. Pero esto nos remite a la reflexión siguiente.

Programa de humillación eclesial

Hay otra cosa que sugieren las bienaventuranzas: parece ser que

71

Page 36: Mision Abierta - Desafios Cristianos

una proclamación tan sorprendente sólo pudo salir de labios de un hombre humilde, identificado desde su condición de pobreza con la causa de la gente sencilla, tal como lo fue Jesús de Nazaret. No parece fácil imaginarse a un hombre bien situado socialmente, perteneciente al rango de los poderosos, moviéndose por ello en un ambiente de pompa y de prestigio, y anunciando al mismo tiempo esa visión del hombre y del mundo que está a la base de las bienaventuranzas. Parece claro que si Jesús lo hizo fue porque adoptó previamente la forma de siervo, poniéndose en las condiciones de los pobres y de los pequeños, alejado, por tanto, de los detentares del poder religioso o político dentro de su pueblo.

Para unn Iglesia que acepta las bienaventuranzas, como palabra dirigida ante todo a ella misma, estos presupuestos de que nacieron se vuelven profundamente exigentes. De sobra es sabido que esto hace problema de manera muy dura en la Iglesia de nuestros días, y que la actual crítica interna va dirigida muy principalmente a este orden de cosas. Podrá decirse que basta ya de contestación en la Iglesia, pero servirá de poco si las causas que la motivan permanecen intactas, o en gran medida vigentes. Si la contestación es ambigua a veces, o criticable a su vez, será cuestión de remitirse a las bienaventuranzas mismas, y dejarse criticar por ellas. De este reto no es posible evadirse.

Los Padres del Concilio Vaticano II, en su mensaje al mundo, declararon dirigiéndose a los pobres y a los que sufren: «Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros los desconocidos del

dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos de Cristo paciente, y con El, si queréis, salváis al mundo».

Una viva conciencia eclesial, inspirada en las bienaventuranzas, se está manifestando en esas palabras. La cuestión es saber si se trata de una conciencia poseedora de un mensaje que se dirige a otros, o si se alude ante todo a una Iglesia de tal condición que esas palabras se puedan decir de ella misma. ¿O es que «los preferidos del Reino de Dios», «los hermanos de Cristo paciente» han de designar a alguien antes que a la misma Iglesia de Jesús?

Y aquí es donde parece que quienes pertenecemos a la Iglesia no podemos fácilmente movernos con tranquilidad de conciencia. Parece muy difícil compaginar en tantos aspectos la figura pública que la Iglesia ofrece con la condición de siervo asumida por Jesús, de manera que aparezca con claridad que es la misma causa la que se ventila en un caso y en otro. Muchas reservas acerca de la Iglesia, y, lo que es peor, mucha incredulidad de nuestro tiempo, son en parte ocasionadas por esta situación de la Iglesia misma.

Una Iglesia que es de hecho un poder social, y que se reduce a eso a las miradas de muchos; que infunde la sospecha de alianzas con los poderosos con miras a mantener su prestigio y su influencia social; una Iglesia dirigida por una autoridad de la que se pueda decir, en un plano sociológico, que pertenece a la clase dominante, que se reviste de títulos y porte señorial que responden a esa imagen, y que parece moverse muy a gusto en las altas esferas: una Iglesia así no parece que pueda llevar

72

adelante con cierta coherencia la causa de Jesús tal como ha quedado resumida en las bienaventuranzas.

Las bienaventuranzas llaman aquí a la Iglesia a la humillación, a adoptar la forma de siervo. Hoy es ya un tópico decir que la autoridad eclesial es un servicio. Pero el servicio en la Iglesia no puede ser el de grandes señores que sirven, sino el de personas que se ponen al nivel de la gente humilde, y, como Jesús, se reducen a ser «como uno de tantos».

No será inútil recordar aquí cómo una Iglesia no estructurada ella misma desde las bienaventuranzas puede convertir fácilmente su proclamación en lo contrario: en un programa inhumano de resignación de los pobres en su pobreza, de conformidad de los humillados con su humillación, porque, justamente en esas condiciones, son los preferidos de Dios y los poseedores del Reino.

No faltan documentos del magisterio eclesiástico en este sentido. Se da por supuesto que es de ley natural la división entre ricos y pobres, y la función de la Iglesia parece ser la de consolar a los pobres, presentándoles el ejemplo de Cristo que «siendo rico, se hizo pobre por nosotros», repitiéndoles sus palabras en las que llama bienaventurados a los pobres, y recordándoles que a ellos les están prometidos los bienes eternos, pero sin sentirse llamada ella misma como tal a ponerse en condiciones de caer en ese ámbito de bienaventuranza.

Con la consecuencia normal de que esos pobres a quienes se habla, por mucho que la Iglesia los acoja con afecto maternal en su seno, en realidad han quedado situados fuera de la Iglesia, y frecuentemente en lucha contra ella. No sé si el texto de los Padres Conciliares, citado más

arriba, no se mueve en realidad en esa misma linea. Cuando la Iglesia habla así, seguirá sin duda proclamando las bienaventuranzas, porque están escritas en el Evangelio de Jesús, pero tendrá que volverlas dol revés, por no ser una Iglesia que programa su vida y sus actuaciones desde ellas.

En esta doctrina social de la Iglesia debe estar pensando Metz cuando dice: «¿Quién puede negar que, en nombre del cristianismo y de la Iglesia, no pocas veces ha sido al menos protegida una peligrosa autoalienación del hombre? ¿Quién puede negar que, en nombre del cristianismo, se han canonizado, por ejemplo, determinadas estructuras sociales, y que para los pobres y los oprimidos se ha recurrido con excesivo apresuramiento a una demagógica y vana promesa del más allá? ¿Quién podrá negar que la Iglesia ha dirigido, a menudo, con voz demasiado débil su crítica contra los poderosos de este mundo, y que, en no pocas ocasiones, lo ha hecho demasiado tarde?» (3).

Pero nada de esto es casual. Son cosas que sólo le pueden pasar a una Iglesia que no ha asimilado las bienaventuranzas como programa propio, y se ha ido por otros derroteros donde ya no está presente el dolor mudo, el grito impotente de los humillados y ofendidos del mundo.

No faltará quien piense que lo dicho pertenece a esa crítica destructiva que sería preciso evitar. Por mi parte, pienso que es la falta de critica en este aspecto, y una falsa veneración de la Iglesia, lo que es destructivo, más de lo que se suelo pon-sar de puertas adentro, para la Iglesia misma. Muchas cosas que pormn

(3) VAHÍOS, Del anatema al áídlogo, Dnr celona, 1971, pág. 165.

73

Page 37: Mision Abierta - Desafios Cristianos

necen en la Iglesia, por no decidirse a someterlas a revisión suficiente desde una opción clara por las bienaventuranzas, están a la base de la actual pérdida de significación ecle-sial, y de las distancias que guarda mucha gente respecto de ella.

A la vez que críticas, me parecen profundamente sensatas estas palabras de Congar: «Se hace necesario criticar sin debilidad, en ciertas formas de un pasado venerable, por una parte lo que traicionaría el espíritu evangélico, y, por otra, lo que nos aislaría y alzarla una pantalla entre nosotros y los hombres. Algunas formas de prestigio, algunos títulos o insignias, un cierto decoro, determinadas formas de vivir o vestirse, un determinado vocabulario abstracto y pomposo, representan otras tantas estructuras aislacionistas... quo bloquean aquello, precisamente, que tenemos empeño en expresar y hacer que circule.

Hay ciertas formas de respetabilidad, formas misteriosas conservadas entre nosotros, que hoy consiguen un efecto contrario al que deseamos. No sólo alejan a los hombres de nosotros, sino que logran separarnos de ellos al convertirnos en moralmente inaccesible el mundo real de su vida. Esto es extremadamente grave. El resultado es que no encontramos a los hombres allí donde son más ellos mismos, donde se expresan con más libertad, donde viven sus penas y alegrías más reales, donde encuentran sus auténticos problemas. Nos arriesgamos a vivir en medio de ellos, separados de ellos por un halo de ficciones» (4).

Todo el problema, tan fundamental, de la significatividad de la Iglesia está aquí en juego. Incluso el

(4) CONGAS. El servido y la pobreza en la Iglesia, Barcelona, 1964, págs. 128-129.

problema del actual desprestigio, sobre todo entre la juventud, de sus concretos signos sacramentales o de sus celebraciones litúrgicas. Pero, sobre todo, se juega aquí la posibilidad misma de que la Iglesia sea, para mucha gente, «la conciencia evangélica de la humanidad», y no aparezca como otra cosa completamente distinta.

Mientras no resuene entre nosotros, como un eco de las bienaventuranzas, y como exigencia de humillación para nosotros mismos, la verdad de que «a Dios le agrada hacer conocer su voluntad por medio de los más humildes, de los menos considerados» (5), no estaremos en condiciones de identificarnos dentro de nuestro mundo como la verdadera Iglesia de Jesús.

Programa de acción eclesial

El programa de las bienaventuranzas es, prácticamente, la escatología cristiana traducida en exigencias históricas: la prueba real de que la esperanza cristiana no es una evasión, sino un compromiso más hondo con la historia.

Ese programa se funda en la conciencia clara de la fuerza que hay en la debilidad de los pobres, en la impotencia de los que lloran y de los que sufren, en la derrota de quienes, luchando por una causa justa, son de hecho aplastados por los poderes del mundo. Se parte aquí de la convicción de que esa fuerza paradójica, que es en tantos aspectos debilidad e ineficacia para el mundo, es en realidad la fuerza explosiva que vence al mundo, capaz de abrir brecha en medio de las contradicciones presentes hacia un futuro mejor.

C5) Ibld., pág. 40.

74

Decir que en esa debilidad está la fuerza que vence al mundo, es estar diciendo por el mero hecho que no es una fuerza que se impone, o que trate de dominar a nadie, sino una fuerza que convence, que llega a acreditarse como creadora de solidaridad o de fraternidad entre los hombres, porque nace del desprendimiento de quienes no buscan nada para sí, sino que tienen puestos enteramente los ojos en el mundo nuevo que es necesario crear: un mundo donde lleguemos a persuadirnos los hombres de que tenemos que deponer las armas de nuestro egoísmo, las armas poderosas e interesadas de nuestro afán de riqueza y de dominación, si queremos sentirnos hombres bienaventurados en un mundo hecho a la medida de nuestra dignidad.

Esta manera de entender las cosas tiene también, como es claro, sus exigencias para la Iglesia.

Una Iglesia que programe su vida desde esa convicción tendrá que definirse como Iglesia que, en su acción pastoral, no trate de contar con otra fuerza que la fuerza de la debilidad asumida en las bienaventuranzas. Esto no podrá darse sino en una Iglesia centrada esperanzadamente en la promesa que hay en Jesucristo para este tipo de acción: la victoria definitiva sobre el mundo, y la liberación plena del hombre, aun en medio del fracaso o del rechazo por poderes ajenos a la fuerza de esa debilidad.

Y aquí es donde hay que hacerse con humildad esta pregunta: «¿Se ha arriesgado la Iglesia, en una esperanza combativa y creadora, por esta promesa: por la promesa del sermón de la montaña, que siempre la erige en Iglesia de los pobres y de

los oprimidos?» (6). ¿No ha aparecido a veces como Iglesia convencida de que, sin el apoyo de los poderes del mundo, sería prácticamente impotente para realizar su misión? (7).

Remitirse a las bienaventuranzas es adquirir clarividencia acerca de la originalidad de la lucha por el hombre en que están comprometidos quienes tratan de seguir a Jesús. Identificar esta lucha con cualquier clase de humanismo puede ser un camino lleno de peligros y una forma fácil de rehuir el camino de las bienaventuranzas. En un acsrca-miento a la praxis eclesial derivada de aquí, habría que recordar algunos puntos importantes:

1) Se trata en nuestro caso de una lucha en que Dios mismo está comprometido, o de la liberación con que Dios está liberando al mundo: ese Dios que hizo de la lucha de Jesús por el hombre una resurrección, e hizo una resurrección de la muerte de Jesús por el hombre. De ahí nace la fuerza de su debilidad, y de ahí nace sobre todo la fuerza plenamente humanizadora de su fracaso y de su muerte de cruz.

De aquí debe brotar igualmente la fuerza extraña, las formas de acción desconcertantes, de quienes, como Comunidad suya, tratan de seguir la causa de Jesús. Eliminar de esta lucha la presencia de esa energía trascendente, por la que el hombre sabe que no está abandonado a sus fuerzas, sino invadido, desde dentro de ellas, por quien puede dar sentido de plenitud humana hasta la absur-didez de la vida, sería cambiarla por necesidad en otra cosa.

2) En esta confianza esperanzada de que el fracaso puede tener un

(6) Del anatema al diálogo, pág. 162. (7) Véase el vigoroso articulo de A. AL-

VABEZ BOLADO: «Teología polfticn en España», en Dios y lo Ciudad, Madrid, 1975.

75

Page 38: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sentido, de que incluso la muerte está vencida, se hace posible para la Comunidad de Jesús aventurarse en una causa humanamente perdida. Es la Comunidad capaz de sacar fuerzas donde ya se ha agotado toda fuerza, capaz de esperar contra toda esperanza, es decir, cuando ya no queda nada que esperar. Justamente por esto se le llamó desde antiguo «la Comunidad de la resurrección», la Comunidad de quienes combaten sin miedo a perder, sin miedo a ningún poder de este mundo, porque su esperanza está puesta en la fuerza do pUinlflcación humana que hay escondldu en la debilidad y en el rechazo, en la misma muerte a causa dol Evangelio de Jesús.

3) Porque se mueve desde estos presupuestos, la Iglesia de Jesús está llamada a comprometerse en una lucha «que la erige siempre como Iglesia de los pobres y de los oprimidos». Es a los hombres más heridos en su dignidad y más despreciados, a los que han llegado a perder toda esperanza, a quienes va dirigida en primer plano la esperanza nueva que late en las bienaventuranzas de Jesús, y donde está escondida la fuerza de la debilidad que ellas proclaman.

Una Iglesia que se decida a asumir esa fuerza como la propia suya llegará a saber que la fe no nos libera retirándonos de nuestras miserias, de los condicionamientos opri-mentes de nuestra vida en el mundo, como si esos condicionamientos formaran un sistema fatalista que no se puede cambiar. Al contrario: la fe es justamente una lucha por la liberación de esas miserias, atacando las fortalezas mismas que los hombres construimos incesantemente para mantenerlas, y que son las que la

debilidad de la fe socava desde los cimientos en orden al mundo nuevo que hay que construir.

4) Por consiguiente, una Iglesia de las bienaventuranzas debe llevar hasta el extremo su acercamiento a los pobres y a los débiles, su acampamiento en los lugares donde se acumula la miseria, el sufrimiento y la opresión. Ahí está «el lugar del oprobio» de nuestra sociedad desarrollada y opulenta, que es el lugar al que Jesús fue arrojado por defender la causa de los indefensos y de los ofendidos contra los poderosos de su tiempo (Hb 13,12-13).

Una Iglesia de las bienaventuranzas debe adoptar un tipo de autoridad que suprima toda distancia inútil, y tan perjudicial, respecto de la gente sencilla, toda apariencia de hombres encumbrados y de altas relaciones que impida a los más humildes y a los más pequeños sentirles verdaderamente como hermanos. Si esto se omite, es bien seguro que otras fuerzas se introducirán en la Iglesia, es bien seguro que los pobres no podrán sentirse en ella como en su propia casa, y que esa fuerza que contradice al mundo, presente en la debilidad de las bienaventuranzas, dejará de marcar con su sello inconfundible la Iglesia de Jesús.

Y una observación final: hay alguien que, en la más viva conciencia eclesial, ha sido entendida siempre como «figura de la Iglesia». ¿No resuena en este mensaje raro de las bienaventuranzas la misma voz de aquella Mujer que creyó en el Dios de Jesús, y comprendió por el mero hecho que es el que derriba a los poderosos de sus tronos y exalta a los humildes, el que colma de bienes a los que pasan hambre, y a los ricos los despide sin nada?

76

IGNACIO ELLACURIA

EL AUTENTICO LUGAR SOCIAL DE LA IGLESIA

La pregunta por el auténtico «lugar social» de la Iglesia no es una pregunta meramente sociológica, sino que es una urgente cuestión teológica tanto para la autocompren-sión de la Iglesia como para sus diversos tipos de acción pastoral. Es, desde luego, una pregunta sociológica y bien harían teólogos y pastores si repasaran lo que la sociología ayuda a comprender este problema; la Iglesia, en lo que tiene de institución social —y lo tiene en un grado no sólo altísimo sino claramente excesivo— es una realidad social, sometida a todas las leyes de las realidades sociales, incluidos, claro está, todos los condicionamientos sociológicos. Pero es también una cuestión teológica porque del lugar social depende en buena parte cómo se recibe la palabra de Dios, cómo se perciben y se interpretan los signos de los tiempos y qué praxis se adopta como praxis fundamental de la Iglesia.

Nueva conciencia del problema

Y, ¿qué se entiende por «lugar social» en este contexto?

La pregunta supone que la sociedad tiene «lugares» distintos, al menos distintos, porque en muchos casos pueden ser opuestos y aun contrapuestos. Quizá una de las limitaciones importantes del Vaticano II, cuando «envió» de nuevo a la Iglesia al mundo, es no haber subrayado debidamente que el mundo tiene lugares sociales muy diversos y que no todos ellos son igualmente poten-ciadores de la fe y de la vida cristianas.

Pues bien, el mundo tiene lugares distintos. Se habla, por ejemplo, de un Primer Mundo y de un Tercer Mundo (al Segundo por diversas razones se le deja un tanto de lado). Es claro que la Iglesia principal

77

Page 39: Mision Abierta - Desafios Cristianos

—institucionalmente hablando— se ha colocado en el Primer Mundo, y esto no sólo geográfica y materialmente, sino, lo que es más grave,

I espiritualmente, conformando sus ¡ ideas, sus intereses o, por lo menos,

sus problemas teóricos y prácticos, ¡ según lo que es predominante en el

Primer Mundo. Esto ha traído unas ciertas ventajas intelectuales, una cierta modernización, pero ha traído grandes desventajas no sólo para la comprensión de la inmensa mayoría de la humanidad, que no tiene características de Primer Mundo, sino, lo que es más grave, para la comprensión de algunos aspectos esenciales de la fe cristiana y para la recta jerarquización de las misiones de la propia Iglesia. Esto puede sonar escandaloso, pero como hecho es comprobable y su explicación tanto sociológica como teológica no ofrece dificultad mayor.

El «lugar social» en este contexto implica, por lo menos, los siguientes momentos: es, primero, el lugar social por el que se ha optado; segundo, el lugar desde el que y para el que se hacen las interpretaciones teóricas y los proyectos prácticos; tercero, el que configura la praxis que se lleva y al que se pliega o subordina la praxis propia.

Por ejemplo, si entendemos que los pobres son un lugar social, para decir que se está en ese lugar social no basta con afirmar que se está entre ellos material o geográficamente, aspecto que puede ser hasta indispensable y que puede suponer un gran mérito y hasta un alto testimonio. Es menester mucho más. Ese lugar de los pobres debe responder a una opción preferencial: lo que se busca es, ante todo, que esos pobres sean los primeros en el Reino de Dios y esto de una manera efectiva y no puramente intencional o retóri

ca; en segundo lugar, esos pobres deben ser también el íocus theoíogi-cus desde el que se escucha la palabra de Dios, se leen los signos de los tiempos, se buscan respuestas e interpretaciones y se hacen proyectos de transformación; en tercer término, se supone que esos pobres han emprendido una praxis de liberación, a la que acompaña una Iglesia que no sólo quiere que se escuche la Palabra, sino que quiere sobre todo que se realice la Promesa.

Si el «lugar social» se toma con esta radicalidad, es claro que es de primera importancia encontrar el el lugar social auténtico para la Iglesia, desde el que se abarque más correcta y plenamente la totalidad posible del mensaje cristiano y la universalidad que compete a la catolicidad de la Iglesia y a la totalidad diferenciada del Reino de Dios. Porque de universalidades y totalidades se trata y no de parcialidades exclu-yentes.

El «lugar social» supone una cierta parcialidad evangélica, una pre-ferencialidad, pero no pretende excluir de la llamada a la conversión y a la perfección a ninguno de los hombres y a ninguno de los pueblos. Lo que pasa es que no es lo mismo proponer el mensaje cristiano desde el lugar social que constituyen las clases dominantes, sean políticas o económicas, que desde las clases dominadas. También las clases dominantes miran por el todo, pero lo hacen desde su dominancia. Las clases dominadas deben también mirar por el todo, cuando son animadas por el espíritu de fe, pero lo miran desde su dominación. Y lo que se sostiene aquí es que su punto de vista, su lugar, es mucho más privilegiado que cualquier otro para encontrar la verdad total de la fe y, sobre

78

todo, para llevar a la práctica esa verdad total.

Cómo encon t ra r el lugar social au tén t ico

Si tal es la importancia del lugar social para la fe y para la Iglesia, lo que importa sobremanera es determinar en cada caso cómo encontrar concretamente ese lugar social auténtico. Porque es claro que hay lugares sociales inauténticos para la Iglesia. Este peligro de inautentici-dad se ve más claro, si apuntamos a un rasgo característico de todo lugar social. El lugar es donde realmente se está, aunque de él se salga para hacer esto o lo otro. El lugar social no es a donde se va ocasionalmente, es donde se está normalmente, donde uno tiene fijada su residencia, donde uno está empadronado so-cialmente o donde socialmente le empadronan a uno.

Jesús, por ejemplo, salía a muchos lugares, podía cenar con los ricos, podía pernoctar en casa de Lázaro, subir a la montaña y predicar en el lago, predicar en Galilea o luchar en Judea y Jerusalén; pero estaba de inteligencia, de corazón y de práctica con los más necesitados. Ya sé que se puede decir con la mayor de las precisiones que donde Jesús estaba es con Dios, su Padre. Pero esto no excluye lo otro. Porque, en primer lugar, no es lo mismo estar en y estar con; Jesús estaba situado en ese lugar social que son los pobres y desde ese lugar, que purificaba e iluminaba su corazón, es desde donde estaba con Dios y con las cosas de su Padre. Y, en segundo lugar, porque ese mismo estar con Dios no era ajeno a su estar con los pobres.

entre quienes quiso poner su morada.

Ya con esta referencia a Jesús y a las cosas del Reino de Dios, tenemos una primera respuesta general sobre cómo determinar en cada caso concreto cuál es el lugar social auténtico de la Iglesia en general y de las distintas Iglesias particulares. La persona y la vida de Jesús es el principio fundamental de discernimiento en esta cuestión. No tenemos mucho que insistir en esto, porque parece evidente tanto que Jesús sea el principio fundamental de discernimiento como el que Jesús haya preferido un lugar social determinado para encontrar en su vida histórica al Padre y para encontrar el modo óptimo de anunciar y realizar el Reino de Dios. Podemos dejar esto por sentado.

Pero necesitamos It iiinx mirlante, porque mullios que itiliiiUcii este punto de arranque vnu después por caminos muy diversos, UIKUIIOS de los cuales conducen de hecho a lugares sociales iimuU'nllt ns pnru la Iglesia y para el uiiiiiu lo del Itelno.

Hay factores sociológicos v (acto res teológicos que ayudan n encontrar el lugar social auténtico. Ambns series son necesarias, aunque su jerarquía para nuestro propósito no sea indiferente. Pero que la jerarquización no sea indi f eren le, no significa que la serie de factores noció-lógicos no sea necesaria.

Los factores sociológico!

¿Por qué son necesarios los factores sociológicos y cuáles de entre ellos son más necesarios o, en todo caso, más conveniente»?

Sin hacer una teoría general de

79

Page 40: Mision Abierta - Desafios Cristianos

lo que he escrito sobre este problema en otras ocasiones, puede decirse que los problemas del Reino de Dios, precisamente por su carácter de Reino, necesitan para su interpretación y puesta en marcha de mediaciones, mediaciones que tienen mucho que ver con factores sociológicos.

El Reino de Dios, en efecto, tiene que ver, en primer lugar, con la realidad histórica, una realidad estructural que en buena parte configura los destinos personales; tiene que ^ér, en segundo lugar, con una praxis histórica, que sin abandonar la dimensión personal, tiene que incidir sobre dimensiones estrictamente sociales; tiene que ver, en tercer lugar, con un pueblo entero en marcha e, incluso, al menos como propósito con la humanidad entera; y tiene que ver, finalmente, con el mal y el pecado estructural, que, por lo que tienen de históricos, necesitan para su interpretación y su superación real de factores sociológicos. Son cuatro poderosas razones para pensar en la necesidad de los factores sociales, en orden a encontrar el lugar social auténtico de la Iglesia.

Lo originario es sin duda una profunda experiencia humana y cristiana, que como tales no necesitan de mediaciones explícitas o muy sofisticadas, aunque presuponen de al-

I gún modo el estar ya en el lugar so-i cjal adecuado. Efectivamente, aun

siendo cristiano y aun recibiendo sis-I temáticamente la luz y el calor de ' la fe, es posible que no se vea y, i menos aún, que se vivencie la ver-! dadera realidad del mundo, con lo

cual el mensaje de fe no puede iluminar esa realidad que de ningún modo se hace presente o que se hace presente de forma desviada. Y lo mismo puede decirse desde un punto de vista humano: una buena ca

pacidad de captación y de sentimiento puede quedar cegada porque la realidad verdadera se escapa por el lugar social en el que se está situado.

Esto es verdad. Pero es igualmente verdadero que lo realmente originario es aquí una profunda experiencia humana y cristiana.

Quiere esto decir que no se parte de ideologías, ni siquiera de puros planteamientos teóricos. Una y otros pueden intervenir, pero no son lo primario ni lo decisivo. Lo primario y lo decisivo es la experiencia humana y la experiencia cristiana. Hay países como El Salvador y Guatemala en que esa experiencia es alucinante, pero hay otros muchos países en que también se da, aunque no con el mismo dramatismo punzante. Es la experiencia humana de una brutal represión, que no sólo cuesta más de diez mil víctimas al año, sino que se lleva a cabo con crueldad y sadismo incalificables; es la experiencia cristiana de cómo las fuerzas del an-ti-Cristo, de la bestia apocalíptica, se abaten sobre los más humildes, sólo porque éstos han comenzado —o se temen que comiencen— a reclamar efectivamente sus derechos o, simplemente, a defenderse contra depredadores inmisericordicordes de sus vidas y de sus haciendas.

Este es el dato primario, que inmediatamente es procesado por lo que podemos llamar elementos sociológicos. Unos de ellos son encubridores. La ideología del capitalismo dominante, bajo la forma de la ideología de la seguridad nacional, t rata de desfigurar los hechos y de desvirtuar la experiencia. Los hechos represivos no están claros, no se sabe con certeza quiénes los propician; a lo más, se concede que son extremistas de derechas, con los que no se tiene relación alguna. Y, ade-

80

más, la explicación del conflicto es clara: el comunismo soviético quiere expanderse por las fronteras débiles del mundo democrático y a él se deben esos levantamientos populares, que, en nombre de la libertad, deben ser aplastados en beneficio de la civilización occidental y cristiana. Por otro lado, la experiencia cristiana ha sido desvirtuada, ha sido politizada hasta el extremos intolerables y se ha puesto al servicio de intereses anticristianos, como son los propósitos de los comunistas revolucionarios. En consecuencia, estas ideologías encubridoras niegan que haya persecución política o persecución religiosa; más bien, lo que se da es una cruzada en favor de la libertad y en contra del comunismo ateo y totalitario.

Ante esta deformación encubridora de la experiencia original, cuando se presenta en términos aparentemente científicos, es menester echar mano de otro tipo de interpretaciones sociológicas. Y éstas suelen ser en distinto grado y de distinta forma de índole marxista.

Es históricamente falso que los cristianos hayan tratado de cambiar el lugar social de la Iglesia por influjo primordial del marxismo. Ya hemos hablado de una experiencia originaria, que desvirtúa esa explicación. La ayuda del análisis marxista viene en un segundo momento: viene cuando se ve la necesidad de aclarar teóricamente lo que está pasando en países de estructura bárbaramente capitalista y porqué está pasando lo que en ellos ocurre. El análisis marxista es uno de los elementos teóricos de los que se echa mano críticamente para desenmascarar ideológicamente interpretaciones interesadas y deformantes y para esclarecer situaciones de las que se

necesita saber cómo son realmente más allá de las apariencias.

Y se utiliza este análisis marxista —con algunas correcciones importantes, por cierto— porque otros análisis capitalistas o supuestamente neutrales son menos explicativos; y se suele utilizar, además, después de que se ha comprobado la insuficiencia analítica, desde una perspectiva teórica, del instrumental manejado por la llamada doctrina social de la Iglesia. La doctrina social de la Iglesia formula principios cristianos referidos a las realidades sociales, pero utiliza también análisis sociales, que pueden resultar insuficientes y discutibles como tales análisis sociales. Los cristianos acogen gustosos esos principios, pero los teóricos cristianos no siempre quedan contentos con los análisis sociales, que les acompañan.

Pero recalcado el carácter secundario de la presencia del marxismo a la hora dereencontrar el auténtico lugar social de la Iglesia, no conviene minusvalorar la importancia que ha tenido el marxismo tanto para aclarar teóricamente la autenticidad social de ese lugar como para promover determinadas prácticas, más consonantes con las necesidades reales de las mayorías oprimidas y pe-primidas. Sería incorrecto negar el influjo del marxismo a la hora de justificar, al menos, por qué hay que estar históricamente al lado de los pobres, a la hora de determinar quiénes y por qué son los sociopolítica-mente pobres y a la hora de promover soluciones para que se llegue a un cambio social. Qué bienes y qué males ha podido traer este influjo, es algo que habrá de analizarse en cada caso. Pero, en general, puede decirse que el marxismo teórico y el marxismo práctico, no tanto de los

81

Page 41: Mision Abierta - Desafios Cristianos

partidos burocratizados como de los movimientos revolucionarios, han tenido un influjo importante en algo que en sí mismo es altamente positivo y profundamente cristiano como es la resituación del lugar social de la Iglesia y como es la activación de la opción preferencial por los pobres.

Suele decirse que el cristiano no necesita de ninguna ayuda exterior al cristianismo, a la fe cristiana, para encontrar y definir que el lugar social auténtico de la Iglesia, que el lugar social preferencial sean las mayorías oprimidas del mundo. A lo cual hay que responder con diversos grupos de ruzones, que no podemos analizar aquí, pero que sí conviene esquematizar.

Ante todo, lia de decirse que hasta ahora la Iglesia no se ha situado mayoritarín y preferencialmente en el lugar social, que le es más auténtico; esc lugar social es en su conjunto el Tercer Mundo y la Iglesia está en su conjunto y, sobre todo, cualitativamente, más en el Primer Mundo que en el Tercer Mundo, y, aun dentro del Primer Mundo, está más situada entre las clases dominantes y en la línea de la estructura dominante, que entre las clases dominadas y en la línea del cambio social.

En segundo lugar, ha de decirse que la Iglesia ha echado mano desde antiguo de ayudas exteriores a la fe cristiana; ha echado mano de los recursos teóricos del aristotelismo y del platonismo para esclarecer teóricamente los misterios de la fe; ha echado mano de recursos artísticos para vehicular al pueblo creyente realidades y valores cristianos; ha empleado teorías y prácticas capitalistas —economía de mercado, suele decirse— para desarrollarse y sostenerse institucionalmente; ha em

pleado la fuerza física para cuidar la pureza de la fe y las estructuras colonialistas para difundir el Evangelio; ha necesitado de Estados pontificios para asegurar mundamente la primacía y aun supremacía del Papado; se ha servido de análisis sociológicos para la sustentación de sus enseñanzas sociales...

En tercer lugar, ha de asegurarse, como antes apuntábamos, que las características históricas del Reino de Dios exigen mediaciones, que no son patrimonio exclusivo de los cristianos y que, ni siquiera, arrancan de la inspiración cristiana. Finalmente, ha de decirse que Dios ha hablado desde antiguo de muchas y diversas formas y que, aunque la Palabra definitiva de Dios es Jesús, muerto y resucitado, sigue Dios hablando, entre otras formas, a través de eso qut se ha venido en llamar signos de los tiempos, que exigen junto con el discernimiento de fe un ponderado discernimiento teórico, que lo acompañe.

Los factores teológicos

Pero, si es cierto que se necesitan factores sociales para encontrar teórica y prácticamente el auténtico lugar social de la Iglesia, es también cierto que esos factores sociales no representan el momento principal ni el momento determinante. El momento principal y determinante está dado por la fe cristiana y por una serie de factores humanos e históricos, que fluyen de esa misma fe.

Ya aludíamos antes a que el momento desencadenante principal era la experiencia humana y cristiana. La experiencia humana, que ante el atroz espectáculo de la maldad hu-

82

mana, que pone a la mayoría de la humanidad a las orillas de la muerte y de la desesperación, se rebela y busca cómo corregirla. La experiencia cristiana, que basada en esa misma experiencia humana, ve desde el Dios cristiano, revelado en Jesús, que esa atroz situación de maldad e injusticia es la negación misma del Reino de Dios, esto es, de Dios y del hombre, la negación misma de la salvación anunciada y prometida por Jesús, una situación que ha hecho de lo que debiera ser reino de gracia un reino de pecado. Desde este punto de vista, la experiencia cristiana es original y es insustituible.

Es indudable que esta experiencia cristiana ha influido decisivamente en situar el auténtico lugar social de la Iglesia entre las mayorías oprimidas y en situarse efectivamente, por parte de muchos cristianos, en ese lugar. Aquí también es antes la experiencia que la reflexión, la praxis antes que la teoría, aunque no puedan hacerse divisiones tajantes entre unas y otras y aunque no pueda desconocerse una permanente cir-cularidad potenciadora, que va de uno de los pares al otro.

La conversión creyente a unas mayorías oprimidas que en el paroximo y la claridad de su represión reclamaban la asistencia de cualquier hombre de buena voluntad y de aquellos cristianos, que habían hecho del amor al más necesitado argumento principal de su fe y de su práctica cristianas, reobra sobre esa fe y obliga a una relectura renovada del antiguo y del nuevo testamento, de toda la tradición mejor de la Iglesia, de su propio carisma religioso.

Desde este espíritu renovado se vuelve otra vez a la realidad histórica, que se ve entonces sociológica y teológicamente con otros ojos, y

esto a su vez lleva a una práctica nueva que convierte personalmente y transforma socialmente. Se redescubre así el lugar social auténtico de la Iglesia y desde ese lugar se renueva la Iglesia correctamente situada. Se compromete la fe en la caridad y la fe así comprometida cobra nueva vida y nueva fuerza.

No se niega que haya podido haber excesos o defecciones, pero negar que ha habido una fuerte reviviscencia de la fe o negar que amplias comunidades cristianas, acompañadas en ocasiones por sus pastores, están dando un ejemplo admirable, estrictamente martirial, de lo que es la fe en Jesucristo, es querer cerrar los ojos a la luz. Es, pues, injusto decir que en este nuevo lugar social se está para hacer política, cuando la verdad es todo lo contrario: se contribuye a que avance históricamente la causa de los desposeídos porque se está cristianamente con ellos.

Hasta cierto punto puede considerarse que esta vuelta preferencial a los pobres, este decidido cambio de lugar social de la Iglesia, ha sido un carisma de la Iglesia latinoamericana. No es de extrañar, por cuanto muchas partes de América Latina son triste lugar privilegiado de la miseria y de la injusticia. Pero puede verse ya en el Vaticano II un firme precedente de este cambio de rumbo. Efectivamente, en el Vaticano II, a requeriimento de algunos obispos y cardenales, como Lercaro, Gerlier y Himmer, escandalizados del poco lugar que se les daba a los pobres en el tratamiento dogmático de la Iglesia, se introdujo en la Lumen Gentium (8c), un texto germinal:

«Más como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la per-

83

Page 42: Mision Abierta - Desafios Cristianos

secución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación.»

No era mucho ni muy explícito lo que se decía en estas palabras, pero tocaba a la raíz del asunto. Los obispos reclamantes proponían sus exigencias desde la realidad de los pobres; el Concilio, dejando un poco de lado este reclamo teológico de la realidad, se reducía a considerar el otro polo, el de la vida de Jesús, y en ella veía iluminadamente dos factores juntos, el de la pobreza y el de la persecución, aunque sin decir explícitamente que la persecución le vino a Jesús por situarse en el lugar social de los pobres, lo que le acarrea la enemiga de los ricos y de los poderosos.

Quizá no fue suficiente lo dicho y lo hecho por el Vaticano II en este respecto. Ciertamente el Vaticano II

\ tuvo la genialidad de poner a la i Iglesia de cara al mundo, vuelta mi-i sionalmente a él; pero, a pesar de

los claros planteamientos de la Gau-dium et Spes, no historizó debidamente lo que era ese mundo, un mundo que debiera haber definido como un mundo de pecado e injusticia, en el que las inmensas mayorías de la humanidad padecen miseria e injusticia.

Como quiera que sea, el Vaticano II fue recogido por Medellin, donde realmente se hizo presente el Tercer Mundo en su auténtico tercer-mundismo. En Medellin sí la realidad y la verdad de la historia latinoamericana, convertida en auténtico lugar teológico, se convirtió en pregunta fundamental, a la que trataron de responder los obispos del continente desde la luz del Evangelio y desde la renovación del Vaticano II. Pero esa renovación fue ahora más radical y profunda, fue más

concreta y comprometida, precisamente porque ya no se trataba del mundo sin más, sino del punzante y úoloroso mundo que es el Tercer Mundo, como representante de la mayoría de la humanidad.

En este mismo contexto debe verse el gigantesco avance que supusieron las comunidades eclesiales de base, como factor teológico a la hora de descubrir y practicar el auténtico lugar social de la Iglesia. Las comunidades eclesiales de base suponen uno de los mayores esfuerzos por acercar a la Iglesia al seno de los más necesitados, para ser interpelados por ellos y responder así desde la fe a sus necesidades humanas. En las comunidades de base, la Iglesia aprendió cuan de cerca deben de ir las dimensiones personales y las dimensiones estructurales de la salvación, el momento trans-cedente y el momento histórico de la fe cristiana, la recepción de la gracia y el ejercicio de la praxis y, sobre todo, lo que significaba para la fe misma y para la santidad de la Iglesia el compromiso preferencial con los pobres. De esta experiencia de las comunidades eclesiales de base quedó mucho más claro cuál es y cuál debe ser el auténtico lugar social de la Iglesia.

Finalmente, está el factor importante de la teología de la liberación, que como esfuerzo de reflexión teórica cristiana sobre la praxis de la salvación vista desde las mayorías populares creyentes, se centró en lo que debe ser una Iglesia de los pobres y para los pobres, una Iglesia popular, a pesar de los equívocos, muchas veces interesados, que se han lanzado sobre esta denominación. La pregunta por el auténtico lugar social de la Iglesia, ha sido una de las preguntas claves de la teología de la liberación, tanto a la

84

hora de esclarecer teóricamente la naturaleza histórica de la Iglesia como a la hora de proponer una praxis pastoral, acorde con esa naturaleza histórica. Aquí también se ha dado una circularidad permanente entre lo que es la experiencia y la praxis de una Iglesia comprometida con los más necesitados y lo que es la reflexión teológica sobre esa experiencia y esa praxis; de aquélla se ha venido a ésta y de ésta se ha vuelto a aquélla en una continua circularidad, en la que se potencian mutuamente.

Toda esta serie de factores teológicos y sociológicos o, si se prefiere, teologales y sociales, han contribuido a establecer teórica y prácticamente a la Iglesia en su auténtico lugar social. Un lugar social que genéricamente puede definirse como el de las inmensas mayorías desposeídas, pero que en su peculiaridad ha de ser encontrado desde un profundo discernimiento cristiano. Aquí sólo se ha apuntado la línea general y se han hecho algunas reflexiones para poner en negro sobre blanco lo que ha sido la experiencia de algunas partes de la Iglesia latinoamericana, entendida como Iglesia de los pobres.

Situaciones muy distintas obligarían a concreciones distintas, pero que, en el fondo y de verdad no podrían estar muy alejadas. Entre otras razones, porque en el Evangelio mismo hay un imperativo esencial que no puede ser desatendido y porque la existencia universal de las mayorías desposeídas, respecto de las cuales tan múltiples responsabilidades pasadas y presentes tienen los pueblos occidentales, obligan a que toda Iglesia haya de poner sus ojos preferencialmente, al menos como horizonte ineludible, en la realidad total de la humanidad, pero en su realidad concreta, que es en su conjunto la de una humanidad crucificada. Con este horizonte ante los ojos de la fe y del análisis sociológico, puede volverse a su contorno y contexto más inmediato. Entonces cada Iglesia particular, sobre todo si está alentada por vivas comunidades eclesiales de base, podrá configurarse por lo que es a la vez exigencia universal y particular de la catolicidad de la Iglesia. Una catolicidad que es histórica y que, por tanto, conjuga universalidad y concreción.

85

Page 43: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JOAQUÍN LOSADA

EL POSCONCILIO: EL PROBLEMA DE LA TRANSFORMACIÓN DE LA IGLESIA

El Concilio Vaticano II fue una revolución en el sentido riguroso de la palabra. Fue convocado por Juan XXIII a fin de promover un procceso de «.aggiomamento», puesta al dia, de la Iglesia. Pero la actualización se convirtió en revolución, cambio profundo, que dio lugar a la aparición de una «nueva conciencia de Iglesa», para emplear la expresión de Pablo VI, tantas veces repetida posteriormente por Juan Pablo II (1). Este carácter revolucionario hay que recordarlo ahora cuando se reflexiona sobre el camino recorrido en veinte años de posconcilio y se pretende evaluar logros alcanzados.

Fue una revolución «ilustrada», gestada y proyectada en las largas sesiones conciliares y en los aún más largos encuentros de teólogos y obispos reunidos en aquellos centros del mundo eclesiástico romano, con aire de cenáculo en dia de Pentecostés y algo de club jacobino. Todos los que vivieron aquellas jornadas en Roma o fuera de ella percibían que algo nuevo estaba naciendo en la Iglesia. Los principios fundamentales, la nueva comprensión de la Iglesia y de su rol en el mundo quedaron plasmados en las dos grandes constituciones 'Lumen Gerttium» y *Gaudium el Spes:

Pero un provecto revolucionario está enfrentado con la realidad que quiere cambiar radicalmente. Es la hora de la verdad. La hora de decidir si aquello fue sólo una ilusión voluntanstica, que se tranquiliza con un «querría», o una decisión que quiere, de verdad, realizar el proyecto conciliar de Iglesia. Ciertamente, realizar una revolución nunca es fácil. Son muchos los procesos revolucionarios que se han ido enfriando a lo largo del camino de su realización. Las dificultades dentro de la Iglesia son mayores, debido a las

(1) Cfr Red. Hom i, 7; Di\ Mis 1

86

características tan peculiares, del sujeto que ha de ser transformado y del mismo proceso revolucionario, «revolución ilustrada», que no cuenta con respaldos de masas y que deja la realización de su pioyccto en las manos de las estructuras que han de ser transformadas. Pairee un empeño imposible. Pablo VI era consciente de todas estas dificultades desde el primer momento. Las presentaba así en una audiencia general en ugosin de 1966:

«La aplicación práctica de las disposiciones iniu ilhurs no rs un trabajo sencillo y fácil; exige estudio; exige claridad rulge «utoiiclad; exige tiempo, especialmente allí donde hay que intiodiuli alguna rcloima o alguna innovación en ese organismo tan trudji ionnl, lim completo, tan ordenado y tan sensible como es la Iglesia calólkn Kl tomillo ha trazado normas a las que hay que dar obediencia. IViu otiti» vrie* hu enunciado principios, criterios, valores, a los que es n*\i*»wio untullr un cumplimiento concreto, con leyes y con instrucciones llueva», ion órganos y con iiKinuciones nuevas, con movimientos cspnitiuilcv i ultiiialcs, morales, organizativos, comprometerán muchas persona», rnmhn» langas \ quizás muchos años.

El Concilio ha dejado a la Iglesia no solo un Mío lr< de (lucilinas y de impulsos de acción, también ha dejado unu hm-iuia dr deberes, preceptos, empeños, a los cuales deberá concsjmtuli'i lu huena volun tad de la Iglesia, para que el Concilio tenga teal clit ai la \ alcance los objetivos que se propuso. De aquí la impoilaiicln tlrl ixutontilio, que afecta, ante todo, a los que tienen en la Iglrsiu lu liinciiin s la responsabilidad de guiar, y después a todo el Pueblo dr Dio*. Un un cierto sentí do es más grave y trabajoso el periodo que sigue ul Concilio que el de su celebración. Este periodo, que se caraclei i/a pm la aicplai ion v la fidelidad frente a las conclusiones conciliares, pone n prurhii v en evidencia la vitalidad de la Iglesia católica • (2)

La cita es larga, pero sumamente expresiva de lu coni leni iu de la importancia y dificulta del período posconciliar. En el art iculo desde la perspecti va de estos veinte años, pretendemos analizar cómo ha icspondido la Iglesia a esa prueba de su vitalidad, a la que aludían las ultimas palabras del Papa. Veinte años son suficientes, no para la realización de imln piuseiio eclesial del Vaticano II, pero sí para poder evaluar la veidud v el empeño de su realización o las resistencias y frenos con lo que se le pii lendc paralizar. Uno no puede menos de plantarse si no son más graves estas alti tudes de resistencia y de maniobras de entretenimiento, en el puiiimima de los veinte años del posconcilio, que los excesos anárquicos que lian podido llevar a calificar este período como «negativo» y «decididamente drslnvuiable para la Iglesia católica» (3).

1. Las l ineas fundamentales del proyecto concil lar de Iglesia

Nos encontramos ante la necesidad de señalar csus lineas con un criterio riguroso, objetivo, y, en lo posible, fuera de discusión. No pocas veces se

(2) AAS 58, 1966, 799 s. (3) Cfr. declaraciones del cardenal Ratzinger a la revista •Jriuii*, noviembre 1984, pág. 70.

87

Page 44: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ha afirmado que se apela al Concilio o se lee el Concilio desde claves de interpretación que le son totalmente ajenas. De este modo se intenta acallar y desacreditar demandas y actuaciones hechas en nombre de los principios y las enseñanzas conciliares. De ahí la necesidad de fijar esos principios y doctrinas de modo que no puedan menos de ser aceptadas y reconocidas por todos como auténtica doctrina conciliar. En realidad, esta tarea no es difícil. El Concilio no es un acontecimiento-de un pasado lejano. Tenemos entre nosotros todavía a una buena parte de sus protagonistas. Disponemos de abundante documentación oficial y oficiosa. Contamos con interpretacio-ne autorizadas. Aquí recurriremos al testimonio de Juan Pablo II. En su carta de presentación del nuevo Código de Derecho Canónico escribe:

«Entre los elementos que caracterizan la imagen verdadera y propia de la Iglesia debemos poner de relieve sobre todo éstos: la doctrina según la cual la Iglesia es presentada como Pueblo de Dios (cf. constitución 'Lumen Gentium*. c. 2) y la autoridad jerárquica como servicio (cf. ibid. c. 3); también la doctrina que muestra a la Iglesia como comunión y. por consiguiente, establece las relaciones que deben darse entre la Iglesia particular y la universal y entre la colegialidad y el primado; además, la doctrina conforme a la cual todos los miembros del Pueblo de Dios, cada uno a su modo, participan de la triple función de Cristo: sacerdotal, proíética y real, con cuya doctrina se conexiona también la que se refiere a los deberes y derechos de los fieles cristianos, concretamente de los laicos; finalmente, el empeño que debe poner la Iglesia en el ecumenismo.» (4)

No son todos los rasgos que caracterizan la nueva imagen de Iglesia propuesta por el Concilio. El Papa quiere destacar estos grandes cuerpos doctrinales y ese empeño, sin duda importantes, y que tienen una particular significación para la nueva legislación canónica. Por eso no deformamos su pensamiento si añadimos aquel principio de encarnación en la historia que recordaba al comienzo de la encíclica «Dives in misericordia»:

«Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia, en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio.» (5)

Este principio es el que orienta toda la enseñanza de la constitución «Gau-dium et Spes» y de la eclesiología subyacente a la misma. Una doctrina en la que se enseña cuál ha de ser la postura de la Iglesia ante el mundo y sus problemas. El principio rehuye tanto la unilateralidad de una comprensión teocéntrica como antropocéntrica. Una y otra se encuentran en la historia del hombre, en la que Dios actúa y se hace presente por su acción creadora y por la encarnación de su Hijo.

(4) Sacr. disc. leg. en Código de Derecho Canónico. BAC, Madrid'1983. pág. 8. (5) Cfr. Div Mis. 1.

88

Según esto, se pueden señalar las siguientes líneas fundamentales en el proyecto de Iglesia elaborado por el Concilio. En primer lugar, se comprende a la Iglesia como Pueblo de Dios y a la jerarquía se la sitúa como ministerio «al servicio de los hermanos» (cf. IJG 18, 1). En estas afirmaciones se expresa el redescubrimiento de la Iglesia como la totalidad do todos los bautizados, por encima de la distinción funcional de jerarquía y laicado, en la que se da «una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG 32,3). De aquí se deduce la existencia de una verdadera corresponsabilidad de todos cuantos forman el Pueblo de Dios

La categoría de «comunión», en segundo lugar, es recuperada para la comprensión del ser de la Iglesia. La Iglesia es esencialmente comunión. Esta afirmación teórica, de alcance ontológico, se proyecta en toda lu vida de la Comunidad cristiana y tiene una serie de consecuencias practicas. El Papa resalta dos: la identidad de la Iglesia particular y la colegialidad de los obispos. Fundamentada en la comunión, la colegialidad se presenta como un principio eclesiológico, «principio de la colegialidad» (6). Un principio general que no sólo se manifiesta en diversas formas en el «Colegio de los Obispos», sino que aparece en otros niveles de la vida de la Iglesia. Según Juan Pablo II, las distintas formas de actuación, en las que se expresa la colaboración y corresponsabílidad en la Iglesia, como «consejos presbiterales», «consejos pastorales», «sínodos diocesanos», están animadas por el espíritu del principio de la colegialidad.

La afirmación de la identidad eclesial de la Iglesia particular, en la que esta presente la verdadera Iglesia de Cristo, no como una parte, sino en su realidad, es una de las novedades más importantes de la eclesiología conciliar. Abre el paso a una organización de la Iglesia descentralizada, en la que las distintas Iglesias particulares, con plena identidad en sí mismas, viven unidas por la comunión y por el ministerio de Pedro, presente en su sucesor. Las distintas Iglesias particulares deben reflejar las características culturales propias del grupo humano en que están situadas, en su liturgia, normatividad, pensamiento teológico (7). El ministerio de Pedro se comprende esencialmente como ministerio de comunión.

La afirmación doctrinal de que todos los miembros del Pueblo de Dios, cada uno a su modo, participan de la triple función de Cristo implica el reconocimiento del carácter ministerial de toda la Iglesia. Cada uno tiene su don propio, su propia participación del Espíritu. El Espíritu se encuentra en todos. Con ese carisma se participa y se actúa en el servicio profético de la Palabra, en el verdadero culto espiritual de Cristo y en la dirección de la Iglesia y del mundo hacia el reino. Con este reconocimiento se abre el camino a una real participación de todos en la vida de la Iglesia, que puede encontrar sus formas concretas en los modelos que ofrece la sociedad democrática moderna Desde aqui, fundamentados en la eclesiología conciliar, hav que hablar de la urgencia de un proceso de democratización de la Iglesia. Las formas participativas de la democracia moderna transparentan me

(6) Como «principio de colegialidad» es presentado por Juan Pablo II en Krd Httm <* (7) Cfr £v. Sun., págs 62-6.t.

89

Page 45: Mision Abierta - Desafios Cristianos

jor que otras formas, también inspiradas en modelos históricos del pasado, el misterio de una Iglesia que es, toda ella, creación del Espíritu.

El cuarto cuerpo doctrinal señalado por el Papa se refiere al reconocimiento del fiel cristiano como persona portadora de derechos y deberes en ¡a Iglesia; particularmente los laicos. Esta doctrina conciliar, íntimamente relacionada con la anterior, da paso, como ella, a desarrollos participativos y a importantes procesos democratizadores, entre los que hay que señalar, particularmente, el derecho a la opinión, reconocido por el Concilio explícitamente (LG 37) y por el nuevo CIC (c. 212 & 3). Un derecho que implica el derecho a la información v exige la creación de cauces de expresión de esa opinión.

Finalmente, el «principio de encamación en la historia del hombre» orienta a la Iglesia hacia el hombre «1.a Iglesia se siente íntima v realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS 1). Juan Pablo II notaba ya en su primera cai ta encíclica «Redemptor homints» que «no se trata del hombre «abstracto», sino real, del hombre «concreto», -histórico». Se trata de «cada» hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la «Redención» (8). Esta referencia esencial de la Iglesia al mundo la llevará a sentirse implicada en todas las situaciones en las que el hombre lucha por su liberación, por su dignidad, por la paz y la justicia. Se define, pues, una Iglesia que en virtud del mismo misterio de Cristo, de su encarnación v redención, tiene que situarse y comprometerse en el mundo. «Este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, el es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo misma via que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnacióin y de la Redención.» (9).

La realización del proyecto: veinte años de posconcll io

Las dificultades del proceso

El proyecto queda resumido en esos cuatro grandes bloques doctrinales elaborados por el Concilio y un principio fundamental de situación en el mundo, señalados como característicos por el mismo Papa. Esta doctrina eclesiológica no es un mero «aggiomamento», actualización, de unos puntos de vista o unas realidades gastadas o envejecidas. El «aggiomamento» es reparación, renovación. La doctrina conciliar es revolución, cambio radical. Precisamente por eso se dejó de pensar en una reforma del viejo Código de Derecho Canónico, que lo pusiese al día. Después del Concilio Pablo VI comprendió que era necesario hacer un nuevo Código. El viejo era incapaz de contener el vino nueva Esta realidad es necesario tenerla presente para poder entender el posconcilio y la difícil historia de la recepción conciliar.

Ya en el curso del mismo Concilio se sintió la necesidad de crear nuevas instituciones que diesen realidad a los principios enunciados por las ense-

(8) Red. Hom. 13. (9) Red. Hom. 14

90

ñanzas conciliares: Sínodo de los Obispos, Conferencias episcopales, Consejos presbiteriales, Consejos pastorales... Se pensaba en nuevas instituciones que respondiesen a lo que debería ser la vida y la acción de la Iglesia a partir del Concilio. Ahora bien, estas instituciones tenían que encajarse y actuar en el interior de un mecanismo institucional perfectamente ajustado, que respondía a otros esquemas de concepción de lo que es la Iglesia y de lo que deben ser las actuaciones eclesiales. Las averias eran inevitables. Las vacilaciones en la comprensión de la identidad y sentido de los nuevos organismos, de su campo de acción, las dificultades en su funcionamiento, no sólo provinieron de la novedad de los instrumentos institucionales y de lo incierto de un camino que había que ir abriendo al andar, sino, sobre todo, de la diferencia del esquema eclesiológico que fundamenta y explica los nuevos organismos, frente al esquema que respalda toda la estructura administrativa de la Iglesia, previa al Concilio y aún operante, sin ningún reajuste, en el posconcilio. Este es un problema al que nunca daremos el suficiente realce.

Ahí está, en gran parte, la explicación del malestar sentido en tantos momentos del posconcilio, de ahí nacen muchos de los conflictos vividos en estos años; y quizá esté también ahí la principal causa de ese cansancio y desaliento que ha afectado a una buena parte de la Iglesia después de estos veinte años. Son dos conciencias de Iglesia las que, de hecho, coexisten. Una conciencia nueva, fruto del Concilio, que se ha calificado como mucho más profunda, plena y universal (10); una conciencia vieja, limitada, vertical y jurídica, que, teóricamente, se reconoce superada. Esta situación da origen a un fenómeno de «esquizofrenia eclesiológica» que dificulta el contacto con la realidad y la solución de los problemas vitales. Otras veces se manifiesta en forma de una inquietante «mala conciencia», al no responder la realidad de la praxis cristiana a los imperativos de la nueva conciencia alumbrada por el Concilio.

Otro fenómeno importante en este recuento de dificultades y problemas es el de los diferentes ritmos producidos en la recepción del Concilio. Ha habido niveles de la vida eclesiástica, áreas culturales, estructuras de Iglesia, que se han mostrado mucho más permeables que otras a la recepción de la doctrina conciliar. Este diferente ritmo de recepción ha dado origen a fuertes tensiones en el cuerpo eclesial. Lo que en unos se encuentra ya perfectamente asumido y concienciado, para otros resulta extraño y escandaloso. El choque de esos dos momentos de un proceso de cambio revolucionario, en unos ya avanzado y en otros apenas iniciado, ha dado lugar, no pocas veces, a reacciones negativas que han retrasado o paralizado el proceso de recepción. Los ejemplos son muchos. Baste recordar las dificultades y tensiones vividas en América Latina por el CLAR (Confederación Latinoamericana de Religiosos) derivadas, sobre todo, de la sinceridad y rapidez con que esos religiosos recibieron el Concilio y se comprometieron en la puesta en práctica de las conclusiones de la Asamblea de Medellín.

En este aspecto de los ritmos de recepción, hay que decir que, en general, los Institutos de vida consagrada han tenido una notable capacidad receptora del proyecto conciliar. El hecho se explica por su misma identidad carismática y su mayor desarraigo y flexibilidad. Pero este fenómeno, qu^

(10) Cfr. Red. Hom. II.

91

Page 46: Mision Abierta - Desafios Cristianos

responde a la identidad profética de la vida consagrada, a su disponibilidad apostólica y a un rol de fermento en el interior de la Comunidad cristiana, ha suscitado inquietud y recelo en sectores importantes de la Iglesia. En el curso de estos veinte años posconciliares se ha manifestado en las estructuras centrales de gobierno de la Iglesia una seria preocupación por moderar o frenar la rápida asimilación del Concilio que ha hecho la vida consagrada. Se han alentado y visto con simpatía los movimientos de resistencia a la renovación que se han suscitado en el seno de algunas familias religiosas. La intervención romana con las Carmelitas es el último episodio de la historia de la recepción del Concilio visto desde esta perspectiva.

Una última fuente de dificultades en la realización del Concilio proviene de los diferentes horizontes de comprensión y de la diversa perspectiva desde la que se hace la lectura de los documentos conciliares y desde la que se intenta la aplicación do sus decisiones. El Concilio se sitúa abiertamente en una perspectiva de «comunión». Es su perspectiva fundamental la que determina su horizonte de comprensión. Los instrumentos de realización están situados en la perspectiva canónico jurídica que los identifica en la Iglesia y que lundaineiila su poder de actuación. Las lecturas y comprensiones resultan muy lácilnicntc diferentes. Se hablará de «maximalismos» y «minimalismos». Lin realidad la causa va más allá de posibles opciones volunta-ristas. Es verdad, como advierte la «Nota explicativa previa», que la «comunión», «realidad orgánica, exige una forma jurídica», pero ese elemento formal jurídico ha de estar siempre subordinado a la «comunión» (11).

El problema ha tenido una expresión muy concreta a la hora de determinar el valor de las actuaciones de los nuevos organismos nacidos a partir del Concilio: Sínodo de los Obispos, Conferencias episcopales, Consejos presbiterales, pastorales... La cuestión se resolvió mediante el recurso a la distinción de las dos posibles maneras de actuación de un determinado organismo: actuación consultiva y actuación deliberativa. Una distinción hecha desde la perspectiva jurídica, aparentemente muy clarificadora, pero en realidad, si se aplica sin más, resulta una distinción que oscurece y reduce la realidad fundamental de la «comunión». De hecho, las nuevas instituciones corren el riesgo de convertirse en estructuras carentes de toda eficacia y, a la larga, condenadas a la extinción.

En la respuesta que la comisión de teólogos dio a la consulta que le hizo la Conferencia de los Obispos suizos sobre el tema de la corresponsabilidad y participación de los laicos hace ya algunos años, se decía:

«Se deduce de todas estas reflexiones que las nociones de voto deliberativo y de voto consultivo no son capaces de expresar la verdadera naturaleza de las diferentes funciones y responsabilidades en el interior de los organismos eclesiásticos o sinodales. Dichas nociones no pueden ser aplicadas sino por analogía...

...El voto consultivo de los sacerdotes y de los laicos es para el obispo una parte integrante y constitutiva del proceso decisivo en virtud del cual, en la Iglesia, una decisión se convierte en decisión eclesial... Ninguna forma jurídica humana tiene una fuerza superior a la norma

(II) Documentos conciliares. Nota explicativa previa, 2.°, 3.

92

de la comunión eclesial. Esta realidad no puede ser expresada de forma adecuada con la noción de «voto consultivo» (en el sentido puramente jurídico). Es necesario, pues, dar toda su fuerza y todo su valor constitutivo al voto «consultivo» en los consejos eclesiásticos, tal como resulta de la estructura de la Iglesia en tanto Pueblo de Dios». (12)

El punto de vista teológico de la «comunión», que es el punto de vista asumido por el Concilio, es claro. La traducción jurídica en términos jurídicos de consultivo y deliberativo, resulta, cuando menos, ambigua. Los organismos eclesiales, que quieren ser expresivos de la «comunión», se ven reducidos e integrados dentro de un esquema eclesial diferente, que no es conciliar, sino preconciliar. Se produce un proceso contrario al de la recepción del Concilio. En lugar de la recepción, que debiera modificar las estructura» anteriores en el sentido del proyecto conciliar, se da una recepción, o M pretende que se dé, por parte del Concilio, de la realidad eclesial que doblf ser transformada. La gravedad de las consecuencias de este proceso invento son evidentes.

Las realizaciones del proyecto

Las iremos siguiendo conforme a la pauta que nos marcan las líneat fundamentales del proyecto conciliar, tal como ¡as hemos expuesto anteriormente. Nos limitaremos a señalar las líneas de avance o de resistencia que se perciben en el proceso de recepción del Concilio a lo largo de estos veinte años.

La comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios tuvo una gran aceptación, que puede medirse por la abundante bibliografía sobre el tema que aparece en los años inmediatamente siguientes al Concilio. Se daba el fun damento para situarse en un nivel común a todos los fieles cristianos, miembro» del Pueblo de Dios como bautizados. Se abría el camino a una comprensión no clerical de la Iglesia. ¿Se ha avanzado en ese camino? La publicación el 15 de agosto de 1972 del «Afo/u proprio» «Ministerio quaedam' por el que se reordenaba la vieja estructura ministerial de las «órdenes menoreí» y se instituían los ministerios laicales fue un paso importante. Los proble mas suscitados en la Iglesia holandesa por los «agentes pastorales», laicos, y los caminos de solución apuntados en las conclusiones del Sínodo Particular holandés, celebrado en Roma a comienzos de 1980, parecen un retroccuo en ese proceso de desclericalización de la Iglesia. Traspasar a los diácono» permanentes las tareas de los agentes pastorales supone una seria reducción del campo de la presencia del laico en la Iglesia que, aunque evite molestias y conflictos, supondrá un empobrecimiento de la Iglesia.

La afirmación de la corresponsabilidad es una consecuencia inmediata de la comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios. La corresponsabilidad, si ha de ser algo más que un tópico retórico, tiene que expresarse y necesita disponer de órganos que la expresen. Hay que decir que esa corresponsabilidad se ha desarrollado de modo notable, con resultados espectaculares, allí donde las circunstancias especiales han obligado a los laicos a

(12) Ecclesia. 8 de septiembre de 1979. pág. 13 (1103).

Page 47: Mision Abierta - Desafios Cristianos

asumir su responsabilidad para hacer posible la vida de la Comunidad cristiana, que quedaría paralizada por la ausencia de los presbíteros. Latinoamérica y la China continental son dos ejemplos impresionantes de lo que puede suponer para la Iglesia la generalización de la conciencia de corresponsabilidad. Pero también hay que hablar de las tremendas dificultades del laicado para vivir su responsabilidad en las Iglesias que cuentan con una presencia clerical fuerte; la difícil ascensión más allá del mero acolita

La doctrina de la comunión tiene dos consecuencias prácticas señaladas por Juan Pablo II: el principio de la colegialidad y la identidad eclesial de la Iglesia particular. La colegialidad de los obispos, constituye una de las enseñanzas más trabajadas por el Concilio. Se crearon nuevas estructuras para su actuación: Sinodo de los obispos.Conferencias episcopales. El Sínodo extraordinario de 1969 puso de relieve los muchos problemas que aún estaban necesitados de clarificación teórica (13). No cabe duda de que en estos veinte años Sínodos y Conferencias han desarrollado una notable actividad que ha influido fuertemente en el proceso de recepción del Concilio. Basta pensar en ese Sínodo extraordinario de 1969, en el Sínodo sobre la evangelización del mundo contemporáneo de 1974 o en las grandes Conferencias del CELAM en Medellln o en Puebla. Es el fruto de la actuación colegial de los obispos. De todos modos, se esperaba un avance mayor de presencia de realidad colegial en la orientación general de la Iglesia. Juan Pablo II en el discurso programático, dirigido a toda la Iglesia al día siguiente de su elección, hacía una especial referencia a la colegialidad episcopal, «el vínculo colegial, que asocia íntimamente a los obispos con el sucesor de Pedro y entre todos ellos en las altas funciones de iluminar con la luz del Evangelio, de santificar con los instrumentos de la gracia y de guiar con el arte pastoral a todo el Pueblo de Dios» (14). El Papa tenía un recuerdo especial para el Sínodo de los Obispos y se refería a la necesidad de «desarrollo de organismos en parte nuevos, en parte actualizados, que puedan garantizar la más perfecta unión de los espíritus» (15). Desgraciadamente, hasta el momento, estos propósitos programáticos no han encontrado su realización.

Por otra parte, el espíritu del principio de colegialidad debe influir en todos los niveles ministeriales de la Iglesia: presbíteros, religiosos, laicos. Aquí, pese a que la aspiración se encuentra en el aire que se respira en toda la Iglesia, los pasos dados son aún menos significativos. El peso del carácter «consultivo» de las estructuras animadas por el espíritu de colegialidad se hace sentir más, actuando como un lastre que resta credibilidad. Ya en la preparación del Sínodo de los obispos de 1974 se daba como un dato de la experiencia general de la Iglesia el fracaso de los Consejos pastorales. ¿Fracaso real o fracaso querido y proclamado rápidamente ante las primeras dificultades? Cuando se conoce de cerca la experiencia de estos Consejos crece la perplejidad. No se puede hablar de fracaso ante los primeros pasos vacilantes del niño que aprende a andar. Y aquí nos encontrábamos con un proyecto «niño» que tenía que empezar a andar.

03) Cfr. A. ANTÓN. Primado y Colegialidad. BAC, Madrid 1970. estudio excelente y «itoriu-do del Sínodo.

(14) Ecctesia. 20 de octubre de 1978. pag. 7 (1319). (15) Ibid.

94

La apenas esbozada eclesiología de la Iglesia particular nacía en esa fecunda matriz de la Iglesia comunión. Implicaba encarnación, inculturación, autonomía, descentralización. Se han dado pasos importantes en ese ambicioso, y verdaderamente revolucionario, programa. Son primeros pasos. Los principios teóricos han sido afirmados con más fuerza y más matices por Pablo VI en su carta encíclica possinodal «Evangelii nunliandi» (16). La realidad choca con una praxis secular, muy difícilmente corregible. La promulgación de un nuevo Código de Derecho Canónico, concreto y minucioso, para todas las Iglesias particulares «latinas», aunque estén encarnadas en culturas tan distintas y tan distantes de la cultura occidental como pueden ser las culturas africanas o asiáticas, levanta multitud de interrogantes. Baste uno: el respeto de la Iglesia latina a las costumbres y personalidad cultural de las Iglesias orientales ¿no debería extenderse también a las Iglesias africanas o asiáticas, culturalmente mucho más distanciadas de la cultura occidental y mediterránea que esos pueblos del próximo Oriente que confiesan su fe en I a i Iglesias orientales? La respuesta parece evidente, pero el nuevo Código está ya ahí, con su vigencia para la totalidad de la «Iglesia latina».

Finalmente, debemos hacer, al menos, una referencia al proceso de democratización de la Iglesia, implicado en la comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios y en el reconocimiento del fiel cristiano como persona portadora de derechos y deberes en la Iglesia. El proceso no sólo lo abren los principios de la eclesiología conciliar, sino también el ambiente cultural s o ciopolítico del mundo contemporáneo. La presión es continua y el proceso es irreversible. El estudio de la historia de la Iglesia Done de relieve hasta qué punto la Iglesia ha sido siempre sensible a estos influjos ambientales, aunque nos impusiesen cambios importantes. Sin embargo, hay que reconocer que, hasta el momento, el avance en este proceso es insignificante. Las formas de actuación en el interior de la Iglesia siguen respondiendo a esquemas de comportamiento nacidos en la Edad Media o en los comienzos de la Edad Moderna. La expresión de la opinión en la Iglesia se valora como desacato si encierra elementos de crítica. Y esa opinión ha de enfrentarse continuamente con el muro de una desinformación que hace mucho más ineficaz el ejercicio de un derecho que no sólo se fundamente en la persona humana y en sus derechos, sino también en la participación del mismo Espíritu que asiste y dirige a la Iglesia.

Conclusión

Este rápido análisis del proceso de transformación de la Iglesia podrá parecer a unos excesivamente positivo; a otros excesivamente negativo. Será difícil hacer una evaluación equilibrada y objetiva, tarea en la que se ha comprometido el próximo Sínodo extraordinario de los Obispos. Pienso que la evaluación de los logros alcanzados tiene un valor relativo. Lo que importa es el reconocimiento del camino que Cristo el Señor y su Espíritu han señalado a la Iglesia, «su» Iglesia. Un camino nuevo y arduo, que la Iglesia debe andar, liberándose de la esclavitud del pasado, que la ata a tiempos

(16) Ev. Nun. 62-63.

95

Page 48: Mision Abierta - Desafios Cristianos

y situaciones pasadas; libre de la esclavitud a sí misma, capaz de dar su vida por el Evangelio. Sólo así sera la Iglesia verdaderamente fiel.

Quiero terminar con unas palabras de Pablo VI en una audiencia general, pocos días después de clausurar el Concilio:

«Quizá piense alguno que se ha hablado ya mucho del Concilio, por muchos y en muchos sentidos. ¿No es tiempo ya de darlo por terminado y cambiar de tema? No podemos prescindir del Concilio. ¿Por qué' Por la sencilla razón de que el Concilio, por su naturaleza, es un acontecimiento que debe durar. Si en realidad ha sido un acontecimiento importante, histórico y, bajo ciertos aspectos, decisivo para la vida de la Iglesia, es evidente que lo encontraremos en nuestro caminar durante largo tiempo; v está bien que sea así» (17).

Ahora, a los veinte años de la clausura de aquel acontecimiento revolucionario, lo volvemos a encontrar con toda su fuerza para inquietar y poner en pie. El encuentro tiene el realismo de este período posconciliar. Se hace en aquella «conciencia posconciliar» de la que hablaba en vísperas del final del Concilio Pablo VI. Conciencia realista, fatigada, pero que quiere ser, por encima de todo, esperanzada. Y está bien que sea asi.

(17) L'Oss. Ram.. 16 de diciembre de 1965.

96

FERNANDO URBINA

HACIA UNA NUEVA "FIGURA PUBLICA" DE LA IGLESIA EN ESPAÑA

En el tránsito del régimen autocrítico franquista al régimen democrático fundado en la Constitución de 1978 cabe preguntar: ¿cuál va a ser ahora la figura pública de la Iglesia? Pero cabe una interrogación previa: ¿es que la Iglesia tiene que tener alguna figura pública en este mundo moderno?

Hay ya un tipo de respuesta que se viene dando, más o menos explícitamente, por parte de algunas personas, tendencias y grupos religiosos: la Iglesia no tiene por qué tener ninguna figura, presencia o función pública. Su papel queda encerrado en la esfera privada.

Esta respuesta, que tiene a veces motivaciones muy concretas que con

vendrá desvelar, no solamente encierra una ficción, sino que contiene una ignorancia sobre el significado mismo de la «esfera pública». Esta ignorancia suele llevar consigo una confusión entre la esfera pública —que tiene también un carácter político— y la esfera específica del Estado.

Una labor previa consiste, por tanto, en un intento de definición, o simplemente de clarificación del sentido que tiene «lo público» y «lo privado» para comprender entonces el papel de la Iglesia española en estos dos ámbitos, y en las circunstancias concretas de nuestro contexto histórico.

97

Page 49: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Pero no se puede definir estos dos conceptos «público-privado» de un modo abstracto. Caeríamos en la falacia o engaño de afirmarlos como categorías universales humanas cuando en realidad son producto de una determinada formación social que se origina en un contexto histórico concreto. No se les puede tampoco comprender en toda su riqueza práxica si no se les relaciona con otra serie de conceptos con los cuales están ligados íntimamente, formando en cierto sentido todo un complejo o sistema de pensamiento y de acción. Estas otras ideas-fuerza son las de opinión pública, crítica pública al poder del Estado, sus medios institucionales (libertad de prensa sin censura previa y con una legalidad no represiva), libertad de reunión, asociación, representatividad a todos los niveles sociales y políticos. Sobre todo: afirmación incondiciona-da y radical de los derechos fundamentales del hombre, imperativo de la racionalidad legal sobre todo arbitrio (el poder ejecutivo incluido), control de la administración por el pueblo; y, en su fundamento, Derecho Constitucional: «VERITAS, NON AUCTORITAS FACIT LEGEM» (Es la verdad, la racionalidad, la que hace la ley, no el mandato arbitrario).

Cuando situamos los dos conceptos «público-privado» en este sistema más amplio comprenderemos enseguida su espacio social general: la democracia, y su espacio histórico concreto: la modernidad.

Como han subrayado especialmente los teólogos alemanes actuales más sensibles al drama real del hombre (sin esta sensibilidad no cabe hoy teología válida), la historia de la modernidad es la historia de la libertad (¡que no ha hecho más que empezar, en dolores de parto!), y esta historia tiene su cifra en el in

tento fallido y que hay que restaurar: el de la Ilustración (1).

Por eso en nuestra reflexión empezaremos:

1. Con un intento de descripción de la naturaleza de estos ámbitos correlacionados: «lo público»-«lo privado»; viendo, en una película rapidísima, su origen, desarrollo y posible descomposición.

2. Para, sobre esta aclaración de conceptos, analizar las posibilidades de la figura y de la acción «pública» (y «privada») de la Iglesia en la con-cretez de su actualidad.

3. Terminaremos con una breve interrogación sobre la existencia de una «opinión pública» también dentro de la institución eclesial.

í Origen y definición del espacio público en el sistema democrático

Una cierta distinción entre lo «público» y lo «privado» puede encontrarse ya en la «Política» de Aristóteles. Sin embargo, un análisis de su texto y contexto social nos demuestra enseguida su radical diferencia del concepto y la práctica real de la modernidad, a pesar de sus analogías. Y tanto las diferencias como las analogías son iluminadoras para comprender el desarrollo dialéctico de ese hilo continuo y revuelto que es la historia de Occidente.

(1) J. B. METZ, J MOLTMANN, W, OEL-MULLER, Ilustración y teoría teológica, Salamanca, 1973.

98

La actividad política es, en el pensamiento aristotélico fundado en la práctica ateniense de la época clásica, ya superada en su tiempo, la esfera pública. Esta publicidad se manifiesta en la «palabra», en la discusión social del agora, donde se eligen los magistrados y se critican las actuaciones que afectan a la comunidad (es decir, a la ciudad y sus dominios, a la «polis»).

Por eso, y precisamente en orden a ese contexto político, define Aristóteles al hombre como «animal político» y «animal que tiene palabra». Es «político» porque la «praxis» social se decide en la «deixis», en la mostración de la discusión pública. Y esta «palabra», que adquiere aquí toda su grandeza y poder, no es simple «palabra privada», sino «palabra pública».

Pero no todos los hombres tienen esta capacidad. Sólo los «ciudadanos»: los hombres libres, propietarios de hacienda y que pueden por eso dedicarse plenamente a las únicas actividades dignas del hombre que lleva una vida «plena»: la política, la guerra, el ocio contemplativo en la amistad ciudadana (2).

Quedan excluidos: la inmensa masa anónima y silenciosa de esclavos, los niños, las mujeres, los mercaderes, los extranjeros... Una parte de éstos pertenecen a la «esfera privada»: forman la hacienda y dominio sobre los que basan su ocio y libertad los «hombres libres, ciudadanos dedicados a la vida pública, política». Es el «oikós» (la «casa») objeto de la «oikonomía»: la esfera de la necesidad —producción (esclavos) y reproducción (mujeres)— frente a la esfera de la libertad (ciudadanos propietarios). Sobre este «oikós» tie-

(2) Libros VIII y IX de la Etica a Nicómano, subordinada a la Política.

ne el ciudadano libre, e igual a sus con-ciudadanos en la democracia ateniense, el dominio absoluto y despótico: es el «oikodespotés».

Hoy, por primera vez, comprendemos la profunda escisión que divide y aliena profundamente la «espléndida» civilización griega. La democracia ateniense, reino de la libertad, funciona sobre el inmenso y doloroso subsuelo de la esclavitud. La posibilidad de la apalabra pública» de unos se basa en el ^silencio perpetuo* de los otros.

Pero esta escisión fundamental, como un hilo rojo color de sangre atraviesa toda la historia de Occidente estructurada en el sistema dominantes/dominados. Hay que reconocer al genio de K. Marx el haber descubierto esta enorme, y subterránea, estructura fundamental de la historia.

En la Edad Media, incluso este ámbito de la «publicidad política» queda prácticamente disuelto y absorbido en lo que de una manera muy imperfecta podría llamarse «esfera privada». El poder político queda fragmentado y asumido por las dependencias personales señoriales, desde la servidumbre a los feudos y aun jerarquías. El Universal público imperial queda de hecho reducido a una superestructura abstracta. Sólo hay una publicidad universal concreta que contiene en sí todo el universo, tanto vital como simbólico, de la existencia: ¡a Iglesia. Pero en la organización jerárquica y dominante de la Iglesia no cabe ninguna esfera pública propiamente dicha: unos mandan y hablan, a otros les toca callar y obedecer. La «Comunión» de la Iglesia Apostólica se ha transformado en una imagen sa-cralizada del Imperio: «A este tipo de exclusión (de los laicos) corresponde en el corazón de la esfera pú-

99

Page 50: Mision Abierta - Desafios Cristianos

blica (de la Iglesia), estructurada por la representación (3), una práctica del secreto que se apoya en una especie de arcano: la Misa se dice en latín, la Biblia se lee en latín y no en la lengua del pueblo» (4).

Nacimiento de la modernidad, nacimiento de la «esfera pública»

La modernidad amanece en el Renacimiento. Es el primer capitalismo mercantil que inaugura una forma germinal de publicidad: circulación de mercancías y de informaciones. En los grandes centros financieros y ferias empieza un primer amanecer de una «palabra pública»: comunicación de informncionei sobre la situación económica de los príncipes, para que los financieros conozcan sus posibilictatlcs de préstamo. Esta «crítica económica» es ya un anuncio de la «crítica política».

Del Renacimiento se pasa al gran Barroco: en el siglo XVII empieza a nacer una «comunicación pública» de los sabios investigadores que, salvo el caso de Galileo. pueden ya escapar al control represivo de la Iglesia. Es todavía una «sociedad pública» limitada: la de los sabios. En el siglo XVIII, la Ilustración da dos pasos decisivos en la extensión de la esfera pública: en primer lugar, los «salones» de la aristocracia y la alta burguesía (e incluso algunos «prín-

(3) El autor usa aquí la palabra «representación», no en el sentido político, sino en el simbólico y teatral: es la representación que se «presenta» ante el pueblo como espectáculo, ostentosidad y misterio cultual: desde las mitras episcopales a las coronas y mantos de armiño de los príncipes.

(4) JÜRGEN HABERMAS, L'Espace Public, París, 1978, p. 21.

cipes» ilustrados) son ya un espacio más extendido donde se amplía y divulga la comunicación científica, y se empieza a desarrollar una «crítica literaria» y «filosófica» que está a punto de dar el segundo paso, el definitivo: la «crítica de la opinión pública política».

Los protagonistas de este paso decisivo son fundamentalmente el crecimiento en poder y conciencia de la nueva clase: la burguesía industrial, y el desarrollo institucional de una prensa sometida aún a la «censura previa» de los Poderes dominantes. Serán necesarias las Revoluciones: americana (1786) y francesa (1789), para hacer saltar este enorme y 5ecu-Inr cerrojo del silencio ptíhlico: «II-RA IMITRII-ARCANA IMPERII».

Porque el SECRETO es el lugar natural de la Ai'TOCRACiA, así como la palabra pública, la opinión pública, la prensa libre, las discusiones parlamentarias, son el espacio propio de la DEMOCRACIA moderna. El Renacimiento y el Barroco son la época clásica de los juegos diplomáticos del poder, que se juegan en el secreto de los altos palacios de gruesos muros, y de los cuales el pueblo no tiene por qué participar: ni oye, ni entiende, ni tiene palabra.

La palabra pública, como expresión libre de la persona y creación crítica del espacio público político, queda definida como atributo de la mayoría de edad del hombre social por Kant en su artículo sobre «¿qué es la Ilustración?»: "¿Qué es la Ilustración? Es la salida del hombre de su minoría de la cual él mismo es responsable...; para esta Ilustración no se requiere otra cosa más que la libertad... a saber: la de hacer un uso público de la razón en todos los dominios...; lo que el pueblo no tiene el derecho de decidir en cuanto a su destino, aún menos tiene el prín-

100

cipe el derecho de hacerlo por el pueblo: pues su autoridad legislativa no tiene otra procedencia que la voluntad general del pueblo» (5).

Publicidad. Derechos fundamentales. Constitución

La gran transformación histórica nacida en la modernidad hace pasar de la autocracia a la democracia. Esta abre el «espacio público» de critica, asociación y participación frente al monolitismo del Poder. Nace así una esfera que no se identifica o reduce al Estado, pero tampoco es neutra respecto de él. Al revés: está en una continua relación dialéctica, crítica, participativa, representativa y controladora del Estado. Por eso puede considerarse a esta esfera, al mismo tiempo que «social», «política».

Correlativamente, en esta transformación histórica nacen «jos derechos del hombre» que cristalizan una íarga tradición ideológica en el acto fundacional de las dos grandes «Declaraciones de los Derechos humanos»: la americana (1787) v la francesa (1789).

Estos derechos van a ser la garantía del ejercicio de la palabra pública crítica y constructiva —fundada en última instancia en la garantía de las libertades personales que defienden la esfera privada ante los allanamientos del Poder— y permiten la expansión del diálogo interpersonal que se desarrolla en la plenitud de esa «palabra pública» ya presentida, como definición del hombre, por Aristóteles.

(5) KANT, «Qu'est-ce que les lumié-res?». en La Philosophie de l'Histoire (de Kant), París, 1947, pp. 83, 85, 88.

Todos estos Derechos, garantía de las dos esferas, pública y privada, se contienen en la Ley que funda la racionalidad de la praxis política y jurídica de la sociedad moderna: la Constitución. Ya no hacen falta más sacraiizacioñes carísmáticas propias del Medievo —«Caudillo de España por la gracia de Dios»—. Es la racionalidad pública, cuyo fundamento en derecho es el mismo pueblo como sociedad civil (= civilizada) de personas Tacionales que se comunican por el diálogo de la palabra pública.

Algo sobre la «esfera privada»

Hemos dicho que hay una correlación entre «esfera pública» y «esfera privada». Lo mismo que aqué lia, es ésta una creación esencialmente moderna. En el mundo antiguo y medieval la subjetividad personal prácticamente no tiene existencia real. Todo ser humano está de antemano integrado en un espacio que, al mismo tiempo que lo protege, lo mantiene en estricto control y dependencia.

Es un espacio orgánico-jerárquico que tiene una multiplicidad de capas: desde la familia patriarcal, al clan, a la aldea que controla la vida de todos sus componentes; todo ello bajo los supremos controles superiores, hasta llegar al más alto y peligroso para todo intento de libertad que se salga fuera de los códigos significantes de toda forma de existencia-, la Iglesia.

Esta, a partir de! siglo XIII, desenvuelve (frente a los primeros gérmenes de pensamiento libre y heterodoxo) el más formidable sistema represivo: la Inquisición. La «esfera privada» se desarrolla correlativamente a la «esfera pública», como creación histórica de la clase que inaugura la modernidad: la burgue-

101

Page 51: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sla. Esta «esfera privada» tiene dos dimensiones: la casa familiar y su correlato burgués: la propiedad privada, y la subjetividad intima, libre y creadora, capaz de expresarse libremente en el espacio público de los Derechos humanos.

Aquí es donde ha sido afirmado que la «libertad religiosa» es el fundamento de todas las otras. No on-tológicamente, pues entonces no podría haber fundadamente derechos humanos fuera de las Iglesias, lo que es un contrasentido; sino genéticamente, porque la «libertad de conciencia» fue históricamente la «primera» que hubo que «arrancar» al Poder que se identificaba con la defensa de la ortodoxia. Asi cabe una deducción lógica-genética de los Derechos del Hombre a partir de esta esfera privada de la subjetividad libre que se expande hacia lo público: libertad (religiosa) de conciencia -» libertad de pensamiento - • libertad de expresión -* libertad de publicación -» libertad de reunión - • libertad de asociación -»• libertad de representación -* libertad y derecho de participación en el poder social a todos los niveles.

Pero no olvidemos, lo que suelen olvidar a veces ciertos sociólogos e historiadores, que en la raíz última de este concepto moderno que funda los dos espacios público-privado se encuentra la tradición evangélica del valor infinito de la persona y del imperativo categórico del amor, cuya forma social es la comunión o sociedad horizontal, esencialmente no-ver-ticalista, no-dominante.

Contradicciones internas de la publicidad democrática y su actual degeneración

Marx denunció con lucidez y dureza la pretendida «armonía prees

tablecida» que según los teóricos del liberalismo económico conseguía la comunidad pública desde el juego libre de la competencia en la propiedad privada de los medios de producción. No vamos a desarrollar aquí su argumentación harto conocida. Sólo resaltaremos que en la pasión de su denuncia ante la contradicción escandalosa entre «teoría» y «práctica» no fue justo en su apreciación del avance histórico decisivo que supuso la publicidad democrática, y cómo podía convertirse en arma real para esa inmensa masa de silenciados en la bodega de la historia. Cosa que reconoció ya a fines de siglo Engels, y que hoy vuelven a reconocer los eurocomunistas.

Sólo subrayaremos que ha surgido otro riesgo nuevo para la verdad y la práctica de la acción pública (crítica personal racional, diálogo público, prensa, participación del pueblo en el poder): con la fase del capitalismo de gran concentración del capital éste ha podido, como una gangrena, ir desintegrando «desde dentro» tanto la esfera pública como la privada.

a) La esfera pública: ya no hay • publicidad crítica», sino su contrario: «consumo de una publicidad manipulada». Un dato terriblemente grave: en España sólo un 20 por 100 lee Prensa, el 80 por 100 ve TV. La lectura puede ser crítica, la imagen televisiva engendra una involución a la época de la pasividad pre-crítica.

b) La esfera privada: la persona, la personalidad, fundamento último —en su apertura al Otro social— de la libertad moderna, se ve atacada por esta gangrena: la de una cosi-ficación creciente en la sociedad tec-nocrática y consumista. Un mundo de «objetos» está desintegrando al «sujeto».

102

c) Estamos ante lo que se podría llamar una «crisis radical* en este proceso histórico de la modernidad, que parece poner en cuestión sus tendencias y proyectos más profundos: el de la libertad y liberación del hombre. Los signos de esta crisis son graves, tanto en el contexto histórico mundial como en el contexto español, cuya transición positiva hacia la democracia se ve amenazada por toda esta serie de signos presentes y graves interrogantes futuros: crisis económica no simplemente «coyuntural», sino «estructural»; inquietantes analogías con la crisis de los años 30: en España en este siglo a las dictaduras (Primo de Rivera, Franco) les toca «las vacas gordas» en el contexto mundial, mientras que a los intentos de modernidad democrática (II República, Constitución del 78) les toca «las vacas flacas» de una gran depresión; nueva subida de una oleada de irracionalidad: OVNIS, sectas espiritualistas, pasotismo y neo-fascismos en una juventud sin marcos de referencia; un millón de parados, de ellos 300.000 jóvenes, 17 millones de parados en el mundo occidental; se restauran en América Latina los sistemas totalitarios, los asesinatos masivos por las policías paralelas; la práctica científica de la tortura, y los grupos terroristas, que desgraciadamente prpliferan en todos lados, y que no vacilan ante cualquier medio incluyendo los más inhumanos.

Los informes del Club de Roma, criticados por derecha e izquierda, pero aceptados en sus líneas generales por escritores especializados y equilibrados como R. Tamames (6),

(6) R. TAMAMES, Ecología y desarrollo. Madrid, 1974.

denuncian los graves interrogantes a que conducen las líneas de fuerza impulsadas por los actuales Poderes Capitalistas que controlan, a través de su propio descontrol, la marcha de los procesos económicos y culturales básicos.

Un grupo de pensadores y diag-nosticadores del proceso real en el que nos encontramos: los tic la «Teoría crítica» (7), coinciden con el teólogo Tillich en su análisis de lu miz última de nuestra situación crítica; esa «ruptura de la razón» que pareció, como pensaba Kant, ser la guía en este proceso de liberación de la modernidad. Se ha separad» la «razón instrumental», que es la ra zón científica, técnica, tecnológica, tecnocrática, de la razón ética y humanista. Se ha escindido la «racionalidad de los medios» de la «ra/ón de los fines». Y es sólo aquélla la racionalidad tecnocrática de los medios más potentes la que, movida únicamente por el instinto que formuló Nietsche: la Voluntad de Poder, mueve la praxis política internacional.

Y aquí, en este contexto histórico concreto, es donde surge, desde la esfera pública secular y planetaria,

Sobre HABERMAS puede vcr«e: ENRIQUE M. UREÑA. La teoría critica de la sociedad en Habermas: la crisis de la sociedad industrializada, Madrid. 1978.

(7) Nos referimos a los pensadores de la Escuela de Frankfurt: especialmente HORKHEIMER, ADORNO, MAHll SE, E. FROMM, J. HABERMAS. Buenas introducciones en M. MANSILLA, inirodiiccwn a la teoría crítica de la sociedad. Barcelona, 1970; MARTIN JAY, IM imaginación dialéctica, Madrid, 1974.

103

Page 52: Mision Abierta - Desafios Cristianos

una nueva y «extraña» llamada a la presencia pública de la Iglesia (8).

2

Presencia pública de la Iglesia en el mundo

La metodología histórica y dialéctica de nuestra reflexión nos permite una respuesta más concreta a esta pregunta por la figura pública de la Iglesia en el hoy del proceso español, en su contexto histórico mundial.

Ya aparece clara la insuficiencia de la respuesta simplista y negativa de algunos grupos «espiritualistas», que coinciden curiosamente con los radicalizados de una izquierda antirreligiosa. Esta respuesta se funda en una ignorancia y en una confusión: es la identificación entre «esfera pública» y «poder del Estado». No solamente no es así, sino que la esfera pública, en cierto sentido, se contrapone dialécticamente y críticamente al Poder del Estado. Sólo en los Estados no democráticos, en el Poder autocrático (sea primitivo despótico, monárquico absolutista o totalitario moderno) ese poder anula, desintegra, devora el espacio de la publicidad: retira la palabra al pueblo, reduce otra vez el hombre, la mujer, a menores de edad.

(8) Hacen una llamada explícita a la Iglesia hombres tan significados como el filósofo alemán OELMULLER (op. cil. en nota 1), el sociólogo judío G. FRIED-MANN, en La Poissance el la Sagesse, París, 1970, el equipo que preparó el último informe al Club de Roma (ver nota 12).

Por otra parte hemos apuntado hacia la riqueza multidimensional de ese «espacio público». Cuanto más rico y denso es ese espacio se multiplican y diversifican todo género de asociaciones que abran nuevos foros o ágoras a esa «palabra pública» que es «razón crítica», expansión social de la persona, verte-bración e integración social que convierte la masa inerte y pasiva en pueblo responsable y protagonista de su propia historia. Puede expresarse, e incluso medirse cuantitativamente, el coeficiente de riqueza social de un pueblo comparando, en una proporción racional simple, el número de asociaciones y el número de habitantes de una localidad, región o nación (9).

Pero para tratar de situar la «publicidad de la Iglesia» en este nuevo y reconquistado «espacio social de los pueblos de España», después del vacío autocrático franquista, necesitamos reconocer la complejidad de todo intento de respuesta. No podemos ofrecer una «solución», sino pistas de reflexión que asuman esta complejidad.

I. La solución puramente negativa: la privatización de la fe.

«La Iglesia, en la sacristía» (viejo slogan de los liberales radicales del XIX, repetido hoy por algunos «espiritualistas cristianos») es además, siempre, una ficción. Porque una Iglesia que pretende retirarse al terreno de la vida privada de hecho

(9) Este estudio del bajísimo «coeficiente de asociatividad» del pueblo español bajo el régimen franquista lo hizo AMANDO DE MIGUEL en un capítulo del Informe FOESSA 1970, que fue censurado y corrió multicopiado.

104

está ya tomando una postura social eficaz: la consagración implícita del sistema existente, con todas las tremendas injusticias, destrucciones del hombre y valores antievangélicos que esta actitud puede llevar consigo.

La Iglesia (al menos que quedara reducida a una secta anacrónica e insignificante: como los «mándeos» del bajo Eufrates) no puede no influir en las actitudes y por tanto en la praxis social y pública, al menos de un sector del pueblo. Indirectamente su influencia es siempre más vasta que su propio ámbito de pertenencia.

2. El tipo de solución al que se Inclinaron en los años 60 los teólogos o pensadores de la secularización a ultranza.

Tiene su parte de razón, en cuanto negación de que esta presencia pública de la Iglesia se haga «PER MO-DUM AUCTORITATIS»: como una perpetuación de su antiguo «poder dominante». Pero precisamente la superación de este modo de presencia hoy inadmisible no disminuye, antes bien, puede incluso potenciar la eficacia real de su presencia pública.

Vale la pena detenerse en la objeción «secularista» a la figura y presencia pública de la Iglesia: sus razones y su superación. Porque las razones del proceso que la seculari-dad hace a la Iglesia son muy serias, y su «nueva» presencia pública las habrá de tener muy en cuenta. Veamos, según el método seguido, su dialéctica histórica y saquemos ya de este análisis unas consecuencias prácticas frente a problemas graves que se pueden plantear de un momento a otro.

El * proceso de la modernidad», al mismo tiempo que proceso de libertad y liberación, es también proceso de secularización. Como toda palabra clave este término es excesivamente rico, y por tanto ambiguo, en sus significaciones. Precisemos el sentido histórico concreto en que lo usamos ahora. No se líala de «secularización» como problema metafí-sico de la negación de lu tiaiceiidcn-cia, sino como cuestión hlilóiico-concreta de la liberui uní d« los espacios privados y publico» de la actividad humana de l¡< mirla pater nalista, de la dependencia Irológlca, del control del poder magisterial y disciplinar de la Iglesia.

Ha costado mucho: ahí loricinoi el caso Galileo. El poder nunca cede libertades, éstas tienen que srr «conquistadas». Pero por Tin lu existen cia y la cultura moderna adulta •.<• ha liberado de su dcpriulrtu lu d< poder institucional de lu Iglesia. I razón teórica y práctica del liuinbi como dice Kant, ha alcun/ud<> la m i yoría de edad y con rilo su uulono mía respecto al milenario control eclesiástico. A la Iglesia le hu costado reconocerlo: todavía lu teología política leonina sigue Humando o, los Derechos del Hombir «lihriludes de perdición» (10) y sólo, pin lin, en el Vaticano II se retoñóte la legitima autonomía secular dr lu praxis histórica del hombre

Pero que la tentación de «Dominación» en la Iglesia está todavía muy cercana lo tenemos, expresado en un ejemplo histórico claro, en el increíblemente anacrónico Concordato de 1953: la Iglesia recupera sus do-

(10) LEÓN XIII, «Encíclica LIBERTAS», en Doctrina Pontificia. Documentos políticos. Madrid (BAC), 1958, páginas 221-260.

105

Page 53: Mision Abierta - Desafios Cristianos

minaciones y controles medievales sobre todo el pensamiento, la cultura y sus expresiones, no sólo en el campo de la enseñanza en todos sus niveles (desde la primaria hasta la universitaria), sino incluso en el campo de la palabra pública: de los medios de comunicación de masas. En el campo de la enseñanza es la imposición totalitaria de una ideología o creencia, con exclusión de todas las otras. Hasta en la censura del cine había siempre un representante de la Iglesia. Y esto durante más de treinta años. (Concordato 1953, arts. 26-31).

Al mismo tiempo que el régimen franquista, anacrónico en su vuelta a la autocracia, destruye el espacio de la publicidad crítica y pluralista moderna, cuenta con el apoyo de la Iglesia que se aprovecha con el apoyo recíproco para reinstaurar el sistema inquisitorial de control totalitario del pensamiento. Convendrá refrendar esta «memoria histórica» recientísima a Obispos, Superiores Religiosos, FERES, etc., cuando hoy claman por la «libertad de enseñanza» y denuncian el totalitarismo de los partidarios de la escuela pública, igualitaria, democrática y pluralista. ¡Que no hablen tan rotundamente! ¡Un poco más de discrección! Que el pasado todavía está ahí en sus frutos amargos.

Otra forma de «Dominación» que resulta también intolerable a estas alturas, cuando se reflexiona serenamente, es la pretensión de «imponer» la prohibición legal del divorcio por la invocación a la «lev natural». Cualquier no creyente adulto español puede decir harto de razón: «Por lavor, ¿qué título tienen ustedes pa-1a «imponerme» a mí esa afirmación v práctica? ¿El poder de la obedien-< i» de la fe? Está claro que no. No

les reconozco más que el «diálogo público de la razón crítica», y ya les declaro desde ahora que tampoco me pueden «obligar» con «razones filosóficas» (escolásticas) que no me convencen; las solas razones válidas serían las científico-antropológicas. Y en este terreno la etnología solamente puede comprobar una cierta «tendencia» a la monogamia y a la fidelidad en esta monogamia, pero en ningún modo se puede demostrar la negación radical de la posibilidad del divorcio. Y que «por disciplina de fe» obliguen a los creyentes a decir que algo es «verdad de razón» (con una cierta contradicción innegable) puede pasar, pero para mí, desde luego, como no-creyente, sus dichos no tienen ninguna competencia».

Así puede hablar hoy un ciudadano no creyente español. Y en este punto tiene razón: la presencia pública de la Iglesia no puede implicar una vuelta disimulada a su poder medieval de Dominación sobre todo el organismo social. Utilizar para ello maquiavélicos acuerdos «secretos» con la mayoría UCD + AP, etc., no dejaría de ser una manipulación sumamente peligrosa para lo que verdaderamente importa: la presencia pública de la figura evangélica de la Iglesia.

3. ¿Qué caminos positivo* podemos entonces encontrar para esa nueva «presencia y figura pública» de la Iglesia en este contexto democrático pluralista español?

a) Por lo pronto, como punto de partida, tenemos el reconocimiento oficial de la Iglesia, como de las otras confesiones, como institucio

nal

nes sociales, es decir, públicas, por parte de la Constitución (11).

b) En el protagonismo central que en la institución social y pública de la Iglesia tiene el Episcopado, el ejercicio público de su acción tiene que superar ese antiguo «reflejo de poder dominante» hacia una nueva actitud de servicio. Y ¿servicio a qué? A la causa de la evangelización de las personas en el espacio público de su existencia social.

c) Pero esta causa está profundamente comprometida con la causa de la humanización: de la liberación integral del hombre. Y aquí se va ya revelando el dinamismo profundo que hoy debe animar la acción de la Iglesia en esa importante «esfera pública» de la sociedad democrática moderna.

Debe ayudar a la resolución positiva de esa grave «crisis» que hemos diagnosticado. Esto supone el ejercicio de una función de una palabra crítica frente a todos los elementos deshumanizadores como dinamismos negativos y a veces monstruosos de destrucción del hombre, de amenaza al proceso mismo de la vida ( c a r r e r a de a r m a m e n t o s : 400.000 investigadores dedicados a crear instrumentos de muerte, el 40 por 100 de la investigación mundial (12); subsistencia de las áreas del hambre, opresión, tortura, paro, desamparo y desesperación de la ju-

(11) No en un sentido técnico-jurídico donde el Derecho público corresponde al área gubernativa, judicial, administrativa del Estado, sino en el sentido de reconocimiento por parte del Estado de la Iglesia como «sociedad» en el espacio social del pueblo.

(12) Ultimo informe al Club de Roma dirigido por E. LASZLO y su equipo de investigadores: Goals for mankind, Londres, 1977, p. 260.

ventud, terrorismo, y su contrapartida la violencia policíaca, etc., etc.). Y todo esto no sólo porque las fuerzas puras del mundo esperan este signo público de la Iglesia. También por la exigencia intrínseca de fidelidad al Evangelio de Jesús y por el anuncio gozoso del Reino que abarca, como está claro en toda la tradición del AT y NT, la totalidad personal y social del hombre. O, traducido en nuestros conceptos modernos, la esfera «privada» y la «publica». Por eso la palabra es denuncia del pecado y anuncio de la promesa, es crítica y es luz de esperanza en el espacio de la palabra pública.

d) Pero el protagonismo de esta palabra pública de la Iglesia no lo tienen en exclusiva el episcopado, o los sacerdotes. Lo tiene también el pueblo de Dios entero: incluso en la forma pluralista que hov ostenta en la Iglesia, coherente con el pluralismo social de la publicidad democrática moderna.

Un ejemplo práctico de esto, un ejemplo que puede resultar muy importante para superar ese antin"» y funesto bloqueo público de la Iglesia con un sector sociológico determinado (alta y media burguesía), y su rechazo del otro sector (clases obreras rurales y urbanas, clases medias liberadas, profesionales de la enseñanza, etc.). Ahora existe el riesgo de que, por una óptica miope de los responsables eclesiásticos se reproduzca ese «bloqueo» en una cuestión polémica concreta: lu enseñanza privada plenamente subvencionada por el Estado. Parece importante que en este caso haya al menos un sector de «opinión pública católica» que se una a esas otras asociaciones familiares de barrios obreros (que no han podido, naturalmente, conseguir la propaganda, pagada con millones, que culminó en el Pa-

107

Page 54: Mision Abierta - Desafios Cristianos

lacio de Deporte» de Madrid). Porque este sector pide algo que no deja de tener su razón: que, por encima del derecho de «algunos» padres, está el derecho de «todos» los niños españoles —incluso los de barrios extremos y aldeas— a tener también una enseñanza cualificada propia de un pal» moderno. El informe Foessa 1978 (actualizado) daba como cifra de niños de la enseñanza pública que padecen escuelas infra-dotadas más del medio millón.

e) El protagonismo de la palabra pública y critica de la Iglesia lo tienen también de hecho creyentes laicos o sacerdotes cualificados (v. gr. un Aranguren, un Laín Entralgo, un Diez Alegría, un González Ruiz ..), o los militantes cristianos en el testimonio de vida de su cotidianidad y de sus compromisos diversos sociales y políticos, listos compromisos, aunque tengan su* motivaciones y estrategias autónomas, pueden muy bien recibir una liierza e iluminación de la fe, por la mediación ¿tica que tiene toda aivitm humana y por el contenido positivo del i:\aunclio que, naturalmente, debe ser «mnte r pretado» desde lii actualidad de I» situación concivUi del crecente his tóricamente comprometido en la publicidad de la pnixis.

f) Hay a veces «servicios sociales» dejados de lado por las instituciones estatales o sociales, y en los cuales cabe una especial aportación de los creyente» (sin que por eso tengan que formnr «asociaciones con fesionales»: tipo de estructura hoy en trance de superación). Es precisamente ese cada vez más amplio espacio de los marginados, abandonados, desesperados, jóvenes, enfermos, drogados, minusválidos, emigrantes, ancianos, etc., «laissais pour compte» como dice la gráfica expresión francesa. Son el «beneficio de

inventario» de la sociedad tecnocrá-tica y egoísta del capitalismo avanzado. Y aquí no basta la denuncia: hay que pasar a la acción.

g) Naturalmente, existen muchas otras posibilidades para la imaginación creadora del amor personal, interpersonal, social y político. Pero también la Iglesia tiene que atender a ese sector de la «esfera privada»: atender lo que ya nadie atiende (la persona individual, su interioridad vaciada, su personalidad inexistente y desintegrada). Hay que reafirmar el valor de la vida interior, pero ¡atención!, que sea una «mística de compromiso»; como la de los grandes modelos cristianos de la vida mística (Moisés, Elias y Jesús), no una «mística de evasión» propia de tantos movimientos espiritualistas y sectarios que brotan unos de aquí y otros nos vienen de USA. Extraña coincidencia de intereses: los MOR-MONES o ADVENTISTAS yankis predicando una religión de evasión descom-promotida y los miembros de la CÍA recibiendo consignas de perseguir a militantes cristianos y sacerdotes compiometidos con el pueblo (13).

Pero incluso esta esfera privada, «i lu consideramos en su contenido positivo que es la intimidad personal e interpersonal capaz de criterio propio y espíritu de crítica y creación, se encuentra hoy, por la manipulación de los «media», impedida de surgir como persona. Y aquí es donde lumhic'ti la Iglesia puede tener un papel poderosamente movili-

(13) INIUHMI ROCKEFEIXER: denunciando la peligrosidad para los intereses USA de una Iglesia comprometida con los oprimidos. INFORME GONZÁLEZ ARROYO, provincial de los jesuítas en Chile (hoy en París): denunciando las consignas de la CÍA para perseguir ese tipo de Iglesia.

108

zador por una educación creadora de libertad cristiana, incluso en el ámbito del catecumenado, por medio de la «revisión de vida». Así se podrán engendrar los nuevos David para enfrentarse con fe y coraje, en el espacio público nuevamente desintegrado, con los nuevos Goliats de las grandes concentraciones capitalistas multinacionales, más poderosas incluso que el Estado.

4. El problema de la visibilidad sacramental de la Iglesia en el contexto de la esfera pública de la modernidad.

Se trata de situar en este nuevo contexto democrático y pluralista la nueva autocomprensión teológica de la Iglesia, es decir, la nueva eclesio-logía del Vaticano II. Está claro que este Concilio supone la cristalización dogmática y pastoral de una nueva eclesiología que encuentra sus formulaciones, antes que en conceptos jurídicos, en categorías teológicas: la Iglesia como Sacramento (cap. I de LG) y como pueblo de Dios (id., cap. II) .

Se produce una importante superación de la comprensión social de la Iglesia con los conceptos jurídicos de «sociedad perfecta» que se corresponden a esa nostalgia de dominación señalada anteriormente (14). El concepto de «sociedad perfecta» se sitúa en un contexto ideológico-prá-xico de Poder Dominante que equipara la Iglesia a los «Reinos de este

(14) JOSÉ M. ROVIRA BELLOSO, «'Sociedad perfecta' y 'sacramentum salu-tis': dos conceptos eclesiológicos, dos imágenes de la Iglesia», en Iglesia y sociedad en España ¡939-1945, Madrid, 1977. pp. 315-349.

mundo» (15). Una vez que no puede, por la autonomía secular de la cultura y del espacio público, seguir dominando la totalidad social se trata de seguir relacionándose «de Poder a Poder» con el Estado. Y así la elaboración de los pactos de esta relación («Concordatos») eliminan toda participación de la esfera pública no sólo de la sociedad, sino del mismo «pueblo de Dios», y se siguen tejiendo en el secreto autocrático de los altos palacios del Barroco.

El concepto de sociedad perfecta es difícilmente integrable ya en la esfera pública moderna en que la Iglesia es una asociación más, sin títulos especiales de privilegio. En cambio, reaparece aquí en este mismo contexto —y quitada esa cascara o careta jurídica heredada del poder imperial— la fuerza irradiante y pública de una eclesiología más antigua y tradicional: la Iglesia como sacramento de salvación.

La Iglesia es entonces la visibili-zación en el espacio público de la presencia histórica del poder de salvación del Evangelio y de su efecto: la convocación del Pueblo de Dios, en medio de la historia, en marcha hacia el Reino. Este nuevo, y más antiguo y teológico concepto, se articula alrededor de su núcleo esencial que es un foco de Comunión y de Servicio, y no de Dominación (16). Puede entonces convertirse en un signo de Esperanza para un mundo que sigue aún atravesado por la antiquísima estructura de Dominación y Opresión. Pero a su vez este «tener que ser sacramento de visibilidad pública» plantea una grave exigencia a la estructura misma de la Iglesia.

(15) Jn. 18. 36. (16) Le. 22, 24-27.

109

Page 55: Mision Abierta - Desafios Cristianos

3

La necesidad de la presencia de una esfera pública en la estructura misma de la Iglesia

La Iglesia debe ser «signo de salvación» y apuntar así a una esperanza de crecimiento en la libertad, el diálogo y el amor social, en medio de un espacio público democrático que, al menos en intención, ha superado la autocracia y su acompañante, el «secreto», que mantiene al pueblo sin voz y en un estado infantil. Sería un anti-signo que en ella persistieran estas estructuras anacrónicas.

Así sucedería el contrasentido de que, mientras la Constitución nos devuelve la mayoría de edad, la Iglesia en su ámbito siguiera manteniendo al pueblo de Dios, especialmente a los seglares, en minoría de edad.

Que dentro de las estructuras de Iglesia tiene que existir una «opinión pública» va lo afirmó hace años Pío XII (Í7). Y el Vaticano l í . y los Sínodos y Asambleas posteriores (especialmente la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes españoles de 1971), han insistido en esta comunicación, expresión y participación del pueblo. Hay que reconocer que se han iniciado experiencias importantes: Sínodo universal, Conferencias Episcopales, intentos (más o menos fallidos) de Asambleas regionales, Consejos presbiteriales y

(17) Pto XII, La prensa y la opinión pública, 17 febrero 1950 (La opinión pública en la Iglesia, n. 12), Acción Católica Española. Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, Madrid, 1962, tomo I, p. 240.

pastorales. Y no hay que caer en la impaciencia utópica. Después de siglos de gobierno autocrí t ico en la Iglesia, la experiencia comunional de participación está aún iniciando el rodaje.

Pero hemos de reconocer que quedan aún importantes bloques estructurales donde siguen reinando las estructuras más anacrónicas del «secreto» y de los artificios palatinos. Los dos cónclaves seguidos de este verano han dado al mundo un espectáculo entre barroco y pintoresco para todo espectador que haya superado la conciencia mítica y esté al nivel de la conciencia crítica moderna. Lo mismq sucede al nivel de los importantes actos del nombramiento de un Obispo para una Diócesis. Cuando ya hemos recuperado la mayoría de edad en el espacio público secular, no lo tenemos aún en el espacio secretísimo de la Iglesia, en contra de la tesis paulina de la mayoría de edad del cristiano.

Todo esto lo decimos sin acritud, sino con un íntimo sentimiento de dolor. Porque comprendemos la extrema gravedad de la hora histórica que vivimos: verdadero «kairós» para la evangelización del mundo en crisis. Si hemos hecho una referencia a la Iglesia Medieval no era para un juicio simplista. Aquello fue quizás necesario, o al menos inevitable, en el contexto primitivo y arcaico-agrario de la época. Pero hemos superado la Edad Media, y el que la Iglesia siga, en alguna medida, manteniendo las estructuras y lenguajes de aquel tiempo puede impedir gravemente su «significación» sacramental comprensible al mundo moderno.

Desgraciadamente el mantenimiento de estas estructuras y lenguaje, el indudable golpe de freno dado a

110

militantes, sacerdotes, religiosos y teólogos, puede resultar válido para una masa infantilizada y unas juventudes que, entre la evasión y el fascismo, están otra vez en busca, no de su crecimiento en libertad, sino de la imagen protectora del padre. Así, en esta hora crucial, la Iglesia, en lugar de ponerse en el frente histórico del crecimiento y liberación del hombre, volvería a apoyar, implícitamente, los grandes poderes que están deshumanizando el mundo.

No queremos terminar esta reflexión sobre la publicidad de y en la Iglesia con una nota pesimista que sólo en parte está justificada. Si un sector de las altas instancias jerárquicas muestra una indudable involución e intento de golpe de freno lo hace motivado por unos sentimientos de miedo ante los oleajes

tempestuosos que agitan el espacio público de la historia actual, incluso entre lo» mismos cristianos. Entonces hay que recordarles la palabra de Jesús en el pasaje de la barquilla apostólica agitada por la tempestad: '¿por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? (18). Pero el Espíritu sigue soplando, en su imprevisible fuerza cirudnrn (19) y hoy el signo público de lu Inicia en el diálogo planetario de un inundo en expansión es también el de numerosos sectores de base comprometido* con el Evangelio y con el Pueblo.

(18) Mat. 8, 26.

(19) Jn. 3, 8.

111

Page 56: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JOSÉ M.a DÍAZ MORENO

DEMOCRACIA EN LA IGLESIA

—Reflexión desde el Derecho Canónico—

Preliminar

Al redactar estas notas sobre la democracia en la Iglesia, como una reflexión desde el Derecho Canónico, presuponemos la existencia de una reflexión previa de genuino carácter teológico. Porque aquí también la teología tiene que ser base de un derecho auténticamente eclesial. Este debería ser siempre el planteamiento correcto de la ineludible relación teología-derecho de la Iglesia. Las leyes en la Iglesia no tienen por qué enunciar principios teológicos, pero no pueden ni promulgarse, ni aplicarse sin tenerlos siempre muy presentes en cuanto que esos principios son válida expresión de una realidad previa al derecho mismo. Porque esa realidad es la que, en su vertiente necesariamente social, el derecho intenta normatizar para que en la Iglesia sea realidad patente la

realización de la justicia, que es la finalidad de todo derecho que quiera ser auténtico. Por eso dejamos a la teología la investigación de los fundamentos y de los límites precisos de la democracia en la Iglesia. Aquí los presuponemos.

Partimos, por tanto, de la existencia de una realidad concreta y precisa que no es otra que la Iglesia como Pueblo de Dios, como comunidad de creyentes en Cristo que se obligan a continuar en el tiempo y en el espacio la acción salvadora de Jesús.

Pero antes digamos que la motivación de esta reflexión desde el ángulo concreto del derecho eclesial no es ciertamente una cesión coyuntura! a una moda del momento, sino una exigencia de autenticidad para el derecho de la Iglesia. Porque esta Iglesia —y el que se escandalice de ello es hombre de poca fe— vive encarnada en el tiempo, en un tiem-

112

po de hombres. Y por eso mismo, en feliz expresión de Pablo VI, «este inmanente contacto de la Iglesia con la sociedad temporal le produce una continua situación problemática» (1). Y hoy, por causas múltiples y complejas, pero evidentes, hay un clamor universal de democracia como forma de vivir nuestra libertad. Presentimos que la democracia no es un modo perfecto de esta forma de vida, pero hay que confesar que no se ha inventado todavía otro mejor. Y a ese clamor universal la Iglesia, y su derecho, no pueden vivir de espaldas, porque «la vida cristiana no debe sólo adaptarse a las formas de pensamiento y de conducta, cuando sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso, sino que debe acercarse a él, purificarlo, ennoblecerlo, vivificarlo, santificarlo. Es ésta otra tarea que impone a la Iglesia un perenne examen de vigilancia moral que nuestro tiempo reclama con particular urgencia y con singular gravedad» (2).

Esta es la verdadera motivación de esta reflexión. Se trata, nada más y nada menos, que de una urgencia evangélica.

Soberanía del pueblo y soberanía para el pueblo

El término democracia puede tener dos sentidos que conviene precisar. Democracia puede significar que la soberanía, fuente del poder, reside en el pueblo y que es el pueblo el que, a través de los cauces

(!) PABLO VI: Encíclica «Ecclesiam suam», n. 38, en El diálogo según Pablo VI, Madrid, 1965, p. 30.

(2) PABLO VI: ib.

legales y de los órganos representativos que el mismo pueblo crea, quien designa a aquellos que gobiernan en su nombre. Pero, además, creemos que es también una significación genuina del término aquella que, prescindiendo del origen y del sujeto originario del poder, pone el acento en el modo de ejercer ese poder. Si aunque la potestad suprema no resida en el pueblo, ni en él tenga su origen inmediato, sin embargo, ese poder y autoridad se ejerce siempre en favor del pueblo y de tal forma que los derechos de éste queden garantizados frente a los posibles excesos del poder público, creemos que el término democracia tiene así también su significado exacto.

Esto supuesto hay que decir que no es admisible en la Iglesia una democracia en el primer senlido que hemos señalado, yu que lu autoridad en la Iglesia ni procede del pueblo, ni reside primariamente en el pueblo. La autoridad y los íundamenlos mismos de la Iglesia no proceden directamente de lu comunidad de bautizados que la forman, poique la Iglesia no es una comunidad humana que nazca simplemente de lu naturaleza social del hombre. La Iglesia es una convocación salvadora que tiene su origen en Dios, ya que es El quien, para reintegrar en su unidad a su pueblo dividido y disperso, envía a Jesús, fundador de la Iglesia como comunidad visible de fe, esperanza y amor (3). Este es el misterio. Es Cristo quien le dio su constitución, no fueron los hombres, y por eso hay que decir que sus elementos constitucionales están substraídos a la facultad de libio disposición o modificación por parte de los hombres.

(3) Cfr. Vaticano II, Comí. Lumtn í.V/i-tium, cap. I.

113

Page 57: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Debemos insistir: en este sentido, la Iglesia ni ha sido, ni es, ni puede ser democrática.

Pero junto a esta afirmación, que en ningún momento puede quedar difuminada, hay que proclamar que el ejercicio de la autoridad de la Iglesia —sacra potestas— y en la Iglesia tiene que ser auténticamente democrático en el segundo sentido que apuntábamos. Porque si no se quiere traicionar la finalidad de la potestad en la Iglesia, ésta debe ser administrada en favor del pueblo. Y esto será una utopía, o, lo que os peor, una hipocresía, sí de modo rfica.: el pueblo ile Dios, directo beiioliiiiuio de es» potestad, no Interviene en su e|ctcliio y uclinl-nislnuión. Puede decirse, denlio siempre de In mejor nrloiloxln en tólicu, que el i | c r i k i o de In uutorl dad en la Iglesia doheríu ser unís democrático que la democracia mis ma. Y esto por lu sencilla y simple razón de que en la Iglesia, por vo Juntad de Cristo, es lu cotmitiuluü. el pueblo, el factor ordenador del ejercicio de la autoridad. Y en este sentido, como se ha advertido con acierto, «la forma cristiana de vida contiene en sí y hasta sobrepasa la forma de vida democrática» (4).

Y siguiendo la línea de estas necesarias y previas precisiones creemos necesario añadir lo siguiente: la constitución de la Iglesia entraña en sí una absoluta novedad y, por consiguiente, se rebela ante cualquier intento de comparación con las realidades societarias. Queremos decir que nuestras categorías temporales no son capaces de expresar, y menos aún de agotar, el misterio

(4) Cfr. HEIMERL, H.: Democratización en la Iglesia, en Temas candentes para el cristiano, Barcelona, 1976, p. 137. BENS-BERCER, K.: Democratización de la Iglesia, Bilbao, 1973.

constitucional de la Iglesia. Por eso, con el Cardenal Suenens, parece obvio afirmar que «es inútil tratar de catalogar a la Iglesia bajo la etiqueta de monarquía, de oligarquía o de democracia. La realidad es demasiado compleja y desborda los cuadros y las analogías humanos» (5).

Y esto es consecuencia de la originalidad de la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios. Se trata de una originalidad total. Y es un dato que ni el legislador, ni el jurista pueden olvidar en el momento de promulgar, aplicar o explicar las leyes de lu Iglesia. Porque el Vaticano II, al ivvulori/ar el término «pueblo de Dios», ha querido con ello subrayar que la Iglesia es primariamente una comunidad. Y se es comunidad iiiaudo los miembros de la misma se corresponsabilizan en el logro de la misión personal y comunitaria que se les asigna. Porque de otro nimio esa misión, en ningún plano v desde ningún punto de vista, se t>tu\lc lograr. Y en este sentido hay que afirmar que en la Iglesia no pueden existir discriminaciones esenciales, ya que todos los bautizados y creyentes en Cristo forman un pueblo unido, con un destino común, con ybsoluta igualdad de medios y de oportunidades para lograr ese deslino. Se trata, por tanto, de tinu expresión que quiere ser totalizante y que no designa, ni sólo, ni piclcrenlcmente el laicado, como generalmente se entiende, sino que incluye, y de manera determinante, a tollos los miembros de este Pueblo de Dios y, consiguientemente, también a los que están constituidos en jerarquía, porque «la diferencia institucional de jerarquía y laicado no es lo primero que hay que tener

(5) SiuiNiiKS, Cara.: La corresponsabilidad en la Iglesia de hoy, Bilbao, 1968, página 172.

114

a la vista en la Iglesia si se considera debidamente su esencia. Anterior a toda diferenciación, y que no puede ser puesta en duda por ella, es la comunidad e igualdad esencial dentro del Pueblo de Dios» (6).

Por tanto, y desde nuestra reflexión canónica y en orden a una legítima construcción del derecho positivo eclesial, no es posible partir de la existencia de la jerarquía o de los simples fieles, como si esos términos fuesen pensables sin una mutua y esencial correlación. La fundamentación de la normativa en la Iglesia tiene que partir de la esencia indestructible del Pueblo de Dios, rompiendo desde su inicial punto de partida cualquier «clasismo» constituido por un haz de derechos o privilegios de una clase sobre la otra. Eso sería traicionar la esencia misma de este Pueblo de Dios.

Y es precisamente la indestructible esencia unitaria de la Iglesia la que debe ser origen y fundamento del derecho eclesial, a la vez que este derecho busca ser adecuada, aunque siempre modesta, garantía de la realización práctica y vital de esa indestructible unidad del Pueblo de Dios. Confesamos que la historia del derecho canónico no es propiamente una historia de aciertos y de logros, sino más bien un largo caminar de siglos tras la búsqueda de su genuinidad y de su estricta funcionalidad nunca quizá lograda, por-

(6) SEMMELROTH, O.: La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, en La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1966, p. 460. Cfr. GUTIÉ-RREZ L.: La autoridad en la Iglesia, en Iglesia Viva, n. 27, mayo-junio 1970, pp. 237-259. Cuando a lo largo de nuestras reflexiones usemos los términos «jerarquía», «pueblo de Dios» como contradistintos lo haremos por seguir una terminología usual, pero de ninguna forma queremos negar, ni difuminar la afirmación transcrita de Semmelroth.

que la tentación mundana de la autoridad eclesial que crea el derecho no siempre fue claramente vencida. Y esto ni debe extrañarnos, ni debe escandalizarnos, ni llevarnos a radicalismos absurdos como si se pudiese prescindir del derecho y de las leyes en la convivencia humana. Por eso, mientras la Iglesia sea esa «única realidad compleja, constituida por un elemento divino y un elemento humano», en lu Iglesia tendrá que existir el derecho y lus leyes que lo integran (7).

Posiblemente en nuestra Iglesia sobran muchas leyes y hay todavía un exceso de juridicismo. Pero intentar suprimir este elemento jurídico de la vida misma de la Iglesia ha sido, es y será siempre o una utopía, o, lo que es peor, una solapada negación de la encarnación de Cristo que sigue presente en nuestra historia como fundamento y término de nuestra fe.

Por eso admitimos también como un presupuesto necesario, cuyo análisis total el canonista cede al teólogo, la existencia de una autoridad que, como gestora del «bien común eclesial», debe crear un orden de convivencia donde no sólo sea posible, sino fácil lograr los fines particulares y específicos de la persona en la Iglesia.

Pero digamos, desde nuestra óptica, cómo entendemos esta autoridad.

La autoridad de la Iglesia y en la Iglesia

Comencemos afirmando que en casi todas las culturas se ha hecho

(7) Vaticano II, Const. Lumen Centium, cap. I, n. 8.

115

Page 58: Mision Abierta - Desafios Cristianos

un intento, más o menos logrado, de sacralizar la autoridad, para sustraerla de esta forma del permanente ejercicio crítico por parte de los sujetos a ella sometidos. Así, en las culturas más primitivas el jefe de la tribu o del clam asumía tanto las funciones que hoy llamaríamos políticas y jurídicas como las específicamente religiosas. Así el camino del ejercicio de la autoridad y del poder era generalmente según este esquema: Dios-autoridad-pueblo. Y así las autoridades de estas culturas aparecían siempre como seres segregados, diferenciados del pueblo, constituyendo una casta privilegiada en cuanto receptora de un poder que se transmitía por herencia, por unción y hasta por repetidas encarnaciones de la divinidad.

En el medio cultural hebreo la institución de la teocracia fue un hecho de incalculable influjo en la sa-cralización del poder, aunque la presencia del sacerdocio hacía que esa «representación divina» de los jerarcas, se llamasen reyes o jueces, fuese, de algún modo, compartida. Y la misma existencia de la profecía aparece también como una instancia de cuño popular para impedir una absolutización del poder en nombre de Dios. Se puede decir que en el pueblo hebreo existía una sa-cralización moderada de la autoridad, sobre todo si se la compara con la absoluta sacralización de los pueblos vecinos y de las culturas contemporáneas (8).

La autoridad en el Evangelio aparece como algo totalmente original en el sentido nuevo que cobra en labios de Jesús la sacralización de la autoridad. En el Evangelio se afirma claramente que la autoridad viene de Dios, pero que no se da en

(8) RODRÍGUEZ, M.: Desacratización, único camino, Barcelona, 1974, pp. 58 y ss.

provecho, ni mediato, ni inmediato, de aquellos que la reciben, sino en provecho de otros a quienes deben no mandar, sino servir, aunque este servicio entrañe verdaderamente auténticos mandatos. «Llamándoles Jesús, les dijo: sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las dominan tiránicamente y los grandes se aprovechan de su autoridad sobre ellas. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, porque tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido, sino a servir y para dar su vida en rescate por todos» (Me 10, 42-45).

Supone esta declaración de Jesús una verdadera revolución en el concepto de la autoridad, en su finalidad y en su ejercicio. Supone dar por sentado que existe una autoridad, pero al indicar su esencial ins-trumentalidad servicial le impone un verdadero control de autenticidad a través, precisamente, de su eficacia de servicio.

En el Nuevo Testamento no aparece ningún indicio de que la autoridad legítimamente constituida acapare en exclusividad la representación de Dios, ya que el Espíritu no es presentado como si estuviese participado por una especie de degradación de lo más alto a lo más bajo, sino que es participado por toda la comunidad, y es esta participación comunitaria la que establece una serie de carismas, uno de los cuales es el servicio jerárquico. De aquí que se evite hasta el mismo uso del término jerarquía —«poder sagrado—» y se prefieran los términos: apóstol, obispo, diácono, etc., con más clara referencia al servicio que al mando. Y, en este mismo sentido.

116

habría que usar el término «colaborador» con preferencia al de subdito (9).

Esta concepción de la autoridad neotes lamentaría de ninguna forma puede significar destitución o abolición o desobediencia, porque el mismo Cristo exige la sumisión, la obediencia y el respeto como necesarias actitudes fundamentales del cristiano (10). Lo que se quiere indicar es que la autoridad en la Iglesia y el respeto a la misma es un hecho de gracia que participa del carácter de misterio propio de la Iglesia, y por esto no puede entenderse a la luz de meras categorías humanas de poder y sumisión, sino que necesariamente deben ser interpretadas en clave de fe. Por eso, hay que decir que aunque no podemos caer en el simplismo de pensar que el ejercicio de la autoridad en la Iglesia se pueda ver libre de ese contagio con la realidad humana en la que vive y se desenvuelve, sin embargo, es necesario que todos, los que mandan y los que obedecen, vivan la continua búsqueda de un modo «¡cristiano» de mandar y de obedecer, de enseñar y de aprender. Búsqueda que llevará a una progresiva purificación de demasías estructurales y organizativas, de excesivas preocupaciones disciplinares que indican una cierta desconfianza de la libertad cristiana. El derecho y las leyes en la Iglesia no pueden tener otra justificación

(9) «...los fieles revestidos del sacerdocio común y trabajando por el bien de la Iglesia, mediante comunicaciones y consejos con los pastores, no se consideran como subditos, sino como colaboradores del orden jurídico al que prestan un auxilio obediente en todos los grados» (Pablo VI a la Rota Romana, 4 de febrero de 1977. Cfr. Ecclesia 37 (1977) 289.

(10) Mt 28, 18; 10, 40; Le 10, 16.

que ser instrumentos de libertad, garantías de libertad, apoyos de la libertad. Porque toda reforma estructural de la Iglesia, en su continuo esfuerzo de autenticidad, tiene que situarse como un paso hacia una vida más evangélica, ya que la misión de la Iglesia es hacer presente a Cristo en el mundo.

En definitiva, es el amor y no la ley lo que constituye fundamentalmente la Iglesia, y una ley que no sirva al amor no es ley en la Iglesia.

Y esto no sólo es necesario que sea así, sino que es igualmente urgente que aparezca así. Porque el gran drama de la crisis actual del derecho de la Iglesia, y en la Iglesia, es que no es fácil que aquéllos, en cuyo favor se legisla, comprendan y capten, sin necesidad de sutiles elucubraciones, que las leyes que se promulgan y que se aplican son en favor de ellos, son garantías de su libertad. Y si esto debe exigirse en cualquier comunidad huiimuu que prelendu convenirse en un estado de derecho, con nuicliu mayor ru/.ón hay que exigirlo un I» Iglcslu, donde el bien común, u cuyo un vicio deberá estar lu autoridad, cu la unidad en el amor. Y esto no ite Identifica siempre, ni con frecuencia, con una convergenciu pinamente disciplinar al servicio de una eficacia perfectamente programada. Por eso, la autoridad eclesial tiene más necesidad que ninguna otra de lograr el libre consentimiento y la adhesión espontánea de aquellos en cuyo favor manda y ordena (II) .

Por todo esto, de nada anda tan necesitada nuestra Iglesia, u diferentes niveles, como de «mi nueva

(11) GATTI, G.: Autoridad, en Diccionario enciclopédico de teología mural, Mu-drid, 1974, pp. 62-63. Cfr. Htor, P.: l.'auto-rite dans le catholicisme conlemporalne, París, 1975.

117

Page 59: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sensibilidad en los legisladores y en lo que deben aplicar a las leyes. Sobre todo, en este momento de increíble resaca de lo jurídico en la Iglesia. Estamos situados en un momento clave, donde quizá no valen términos medios que intentan hacer pasar mercancías averiadas con envases renovados o nuevos. Todos necesitamos una profunda cura de humildad para saber mandar y saber obedecer.

Ejercicio de la autoridad

En la actualidad, asi lo pensamos, el problema está planteado más que a nivel de origen o justificación de la autoridad en la Iglesia, a nivel de ejercicio, a nivel de práctica. Y si antes hemos declarado que no es misión del derecho establecer los fundamentos y los límites de la autoridad en la Iglesia, ahora debemos afirmar que no es misión de la teología, y, en parte, ni siquiera de la pastoral, establecer el modo adecuado de ejercer la autoridad. Se trata de una técnica que exige un previo conocimiento y una adecuada capacidad. Por eso, no dudamos en asegurar que es urgente la revalorización de la profesión de jurista en la Iglesia. En la aplicación del posconcilio ha sido éste uno de los tallos más sensibles.

Toda la doctrina conciliar puede quedar en meras declaraciones de principios si su aplicación, en su vertiente jurídica, no se hace dentro de los medios que la genuino ciencia jurídica ofrece. O bien, por el contrario, toda la doctrina conciliar puede ser traicionada si los preceptos legales derivados de esa doctrina no son en verdad sus deri

vaciones prácticas, sino un intento de frenar su aliento renovador en tantos aspectos de la vida de la Iglesia. Aquí pensamos está situado uno de los problemas más agudos del presente momento histórico por el que atraviesa la Iglesia. Se impone, por tanto, una delimitación de campos. Los canonistas deben situarse en su puesto, no deben traspasar su misión específica de explicar y aplicar las leyes. Hay que reducir lo jurídico en la Iglesia, pero el derecho que quede, como elemento necesario de su vida y su constitución, debe ser auténtico derecho y no fórmulas híbridas y, por consiguiente, estériles. Si lo jurídico en la Iglesia había invadido campos donde no estaba justificada su presencia y su dominio, ha llegado la hora de sacarle de allí. Pero, insistimos, lo que en la Iglesia quede de jurídico —por fuerza de su misma constitución— debe ser —y ser expresado y aplicado— como tal derecho, sin difumi-naciones, sin paliativos y sin complejos que a nada conducen.

Decimos esto porque nuestra reflexión sobre la democracia en la Iglesia es, como lo indicábamos al principio, una reflexión desde el derecho canónico. Y, por consiguiente, no agotamos en ella todo lo que en la Iglesia puede y debe haber de democrático. Pero en este aspecto jurídico sobre el cual centramos nuestra atención son los juristas quienes están llamados a realizarlo en la práctica y en la realidad. Por ello, desearíamos una rápida renovación de los canonistas que hagan algo más, en este terreno de democratizar lo jurídico en la Iglesia, que buscar fórmulas nuevas en las que verter un espíritu que ya no vale.

Y, en este sentido, pensamos que son éstas las dos consecuencias principales que se derivan para una au-

I IH

téntica renovación del derecho canónico:

1.* Una necesaria descentralización

Se refiere esta primera consecuencia al momento de promulgar las leyes. Ya no es posible legislar con cierta particularización desde un único centro productor del derecho. Es imposible acertar si no se descentraliza el poder de legislar desde el momento en que han dejado de ser sinónimos unidad y uniformidad. Son términos que se identificaban hasta hace muy poco. Un cierto tono de occidentalismo en la legislación parecía un dato genuinamente católico. Cuando en realidad no debió ser así nunca. Las iglesias particulares reclaman una atención cada día más intensa. Todo esto supone una purificación exacta y leal de lo que es un dato de nuestra fe católica: el primado del Papa de Roma. Porque una cosa es aceptar, con todas sus consecuencias, su misión divina de centro de la unidad de fe, de su garantía y de su custodia, y otra cosa bien distinta es imponer el «ro-manismo» como un estilo de vida que se intenta justificar en el Evangelio. Es necesario, hoy quizá más que antes, saber distinguir entre un antiromanismo que equivale a la negación teórico-práctica de la Iglesia jerárquica o del primado del Papa y un «romanismo crítico» que intenta despojar al gobierno central de la Iglesia, y específicamente al derecho administrativo que lo configura, de ciertas formas surgidas en el curso del tiempo, y que se han hecho problemáticas frente a la nueva coyuntura de la Iglesia y del mundo. «Una administración central no puede ya atribuirse ninguna función creadora. Sería demasiado

pedirle tal cosa. Por eso, ha de reconocer tanto más el elemento creador a las iglesias locales y no decidirlo todo apresuradamente de arriba abajo» (12). Podíamos aducir múltiples ejemplos. Pero no son necesarios. Sólo nos gustaría dejar constancia de un hecho que tiene relación directa con el derecho canónico. Nos referimos a lo siguiente: no se puede decir que las últimas leyes que han sido promulgadas en el posconcilio hayan sido un acierto ni se caractericen por su eficacia. Las consecuencias son múltiples. Pero creemos que una de ellas es un paulatino desprestigio de los órganos legislativos romanos, un cierto escepticismo creciente sobre la necesidad de la ley en la Iglesia y, lo que es peor, una acusada sensación de doble conciencia ante leyes que idealmente están vigentes, pero que no se cumplen. Y esto es pernicioso porque, en general, no es fácil distinguir en este terreno entre lo sustancial y lo accidental, entre lo que es perenne y lo que puede ser perecedero.

Por ello, y siempre desde el ángulo de nuestra reflexión canónica, sería necesario dotar al Sínodo de los Obispos de una mayor amplitud de competencia y de eficacia, lo mismo que resultaría muy beneficioso que las Conferencias Episcopales fuesen auténticos órganos de gobierno de las Iglesias nacionales, sin excesivos miedos a trasnochados «gal ¡carlismos». Los Consejos Presbiterales y Pastorales deberían tener un cometido jurídico que fuese más allá de lo meramente consultivo. Y así podríamos seguir.

Cuando se habla de la «intervención del pueblo» en el gobierno de

(12) BUI.HM»NN, W.: La tercera Iglesia a las puertas, Madrid, 1976, p .213.

119

Page 60: Mision Abierta - Desafios Cristianos

la Iglesia, casi siempre se suele dar la imprecisa respuesta de que se ve su oportunidad y hasta su necesidad, pero resulta muy difícil y hasta imposible hacer viable esa intervención. Y esto no creemos que tenga que ser así. Y-es aquí donde los juristas tienen su campo propio en orden a instrumentar los medios flexibles, justos y eficaces para hacer activa esa presencia del pueblo en los órganos rectores de la comunidad eclesial, quitando así al modo de ejercer la autoridad en la Iglesia tantos resabios de absolutismo clerical o clericalizante.

¿Existe alguna dificultad dogma-tica o es un imposible jurídico la creación de órganos correctores del gobierno de los Obispos y de los Párrocos para que sus modos de gobernar sean justamente revisados con cierta periodicidad? ¿Por qué si un Obispo, aun contando con la buena voluntad propia y de quienes le eligieron, aparece en la práctica como menos apto para el gobierno de una diócesis o su gestión, por las razones que sean, no es positiva, por qué, repetimos, va a resultar tan difícil, tan insólito y tan duro que ceda el gobierno y se retire a la parroquia o a la cátedra de donde le sacaron? ¿En qué principios evangélicos se fundan esos «derechos adquiridos» hasta los setenta y cinco años en que se les «aconseja» que presenten su renuncia al Papa?

No son ciertamente cuestiones fáciles. Pero son importantes y constituyen factores muy valiosos en una adecuada democratización del gobierno de la Iglesia. Y repetimos que es aquí donde el canonista tiene que instrumentar los medios aptos y necesarios para que esta democratización sea eficiente y positiva.

2." Un mayor equilibrio entre lo institucional y lo espontáneo

Si la primera consecuencia que hemos apuntado se refiere propiamente a lo que con razón puede llamarse derecho administrativo de la Iglesia, esta segunda consecuencia se refiere propiamente a algo que es previo. Ños referimos al derecho fundamental de la Iglesia. O como otros prefieren llamar: ley fundamental de la Iglesia. No se trata de verter en términos jurídicos la constitución de la Iglesia, porque eso es imposible. Se trata solamente de un mero instrumento o dispositivo técnico-jurídico que ayude a organizar la convivencia en la Iglesia, regulando, de forma fundamental, aquellos aspectos que han resultado más con-flictuales en relación con el ejercicio de la autoridad (13).

Dentro de este derecho fundamental de la Iglesia y en relación con la reflexión que nos ocupa creo que adquiere particular importancia la relación que existe entre lo institucional y lo espontáneo en la vida de la Iglesia. Difícil relación que será siempre un centro de necesaria tensión y en donde el derecho fundamental tiene una clara misión de equilibrio.

Si la Iglesia es esencialmente ca-risma, fuerza de Espíritu, espontaneidad de los hijos de Dios llamados a la libertad, estas notas esenciales de la constitución de la Iglesia el derecho de ninguna forma puede ignorarlas, ni infravalorarlas, sino que

(13) Sobre el proyecto de «Ley fundamental de la Iglesia» puede verse: Redacción de «Ius Canonicum», «El Proyecto de Ley fundamental de la Iglesia», Pamplona, 1971; Varios: De lege Ecclesiae fundamentan condenda, Salamanca, 1974; Varios: Legge e vangelo, Brescia, 1972; D. M., J. M.: Ley fundamental de la Iglesia, Sal Terrae 59 (1971) 563-589.

120

es misión suya garantizar su genui-na permanencia (14).

Y esto lo logrará el derecho cuando procura y establece las bases para que esa libertad espontánea se conjugue con los dones de la libertad de los demás, de tal forma que seamos en la Iglesia un sacramento de genuina libertad para el mundo y en el mundo.

En otros términos: el derecho de la Iglesia no tiene la finalidad de recortar los derechos inalienables de la persona, sino ordenar, y sólo en cuanto sea necesario, su ejercicio comunitario, estableciendo un verdadero estatuto de libertad. Las leyes en la Iglesia deben buscar siempre ese equilibrio entre la libertad del Espíritu y el deber de solidaridad comunitaria que nos une en cuanto que somos un Pueblo de Dios peregrinante por la historia humana. La libertad cristiana es un bien de la redención que no puede ser destruido por ningún poder, ni de dentro, ni de fuera de la Iglesia. Esta libertad cristiana la condensó San Pablo en aquella impresionante afirmación: «Todo os pertenece a vosotros, vosotros pertenecéis a Cristo y Cristo a Dios» (15). Esta libertad cristiana, de tan estrechas y claras conexiones con el amor, que es «la ley en plenitud» (16) debe ser protegida y defendida también por instituciones jurídicas válidas, ya que se trata de una libertad que debe verificarse dentro de una comunidad humana, y, como hemos dicho, la humanidad todavía no ha encontrado otro medio más válido que el derecho para defender esos derechos inalienables que constituyen la

(14) Cfr. HASENHÜTTL, G.: Carisma, principio fundaméntale per Vordinamento delta Chiesa, Bologna, 1973, pp. 252-261.

(15) 1 Cor 3, 22. (16) Rom 13, 10.

personalidad, sea natural o sobrenatural. Las instituciones jurídicas, aquellas que son genuinas, nacen como instrumentos de defensa de esa libertad que está en el ser mismo de la persona. Pero ocurre que todo organismo que no se renueva se vuelve esclerótico y se anquilosa. Y esas instituciones jurídicas, que nacen como garantía de la libertad, terminan alzándose con la primacía de importancia, y de medios e instrumentos se convierten en fin. Y de defensa de la persona se convierten en baluartes de la autoridad. Y así termina el hombre siendo para las leyes y no las leyes para el hombre.

Por eso, y al ritmo de los «signos de los tiempos», la Iglesia debe hacer un continuo examen de conciencia para restaurar la práctica de la justicia en su interior y ser así modelo de justicia ante el mundo, procurando que la ley eclesial sea ese punto exacto de equilibrio entre la libertad y la solidaridad.

El Sínodo de los Obispos de 1971 expresó esta necesidad de revisión y actualización del derecho en la Iglesia, de forma clara y terminante: Han de ser respetados los derechos dentro de la Iglesia y nadie debe ser privado de estos derechos comunes; se reconoce a todos el derecho a una conveniente libertad de expresión y de pensamiento, lo cual supone también el derecho a que cada uno sea escuchado en espíritu de diálogo que mantenga una legítima variedad dentro de la Iglesia; los procedimientos judiciales deben conceder al imputado el derecho a saber quiénes son sus acusadores, así como el derecho a una conveniente defensa. La justicia, para ser completa, deberá incluir la rapidez del proceso, y esto se requiere es-

121

Page 61: Mision Abierta - Desafios Cristianos

pecialmente en las causas matrimoniales, etc. (17).

Sólo así existirá un régimen de garantías jurídicas que no ahogue la libertad, sino que la defienda. Y sólo así el derecho de la Iglesia será un derecho autentico. Y esta autenticidad se mostrará particularmente en el hecho de que en la Iglesia no existirán más leyes que las que se requieran como defensa de esa libertad cristiana, dejando largos espacios abiertos a la espontaneidad que no mata el amor, ni la justicia, sino que son su mejor expresión (18).

(17) S ínodo ele los Obispos |')7I, Ihliu-mcHIov, .SiiliiiiiiiiH'ii, l'(72, pp ft'171

(18) Siüir'N, .1. M : 1'rryiitni mtmnit v tutela tlci .Uiíit iluittl lu'H'tirilímimfuto catto-nlcn, en 1.a iiilliníiililtl episroimlr per ¡I fulurn tirita CMrsa. I'lrcn/c, !%'), pp. 112-127.

Pablo VI en «ti alocución a la Rota Romana liu puesto de relieve esta finalidad esencial del derecho de la Iglesia:

«Finalmente, la protección de la justicia ocupará un lugar en el nuevo Código porque la vida jurídica no aparecerá como dominando todas las partes de la vida de la Iglesia, sino como elemento de la máxima importancia, que sirve a la vida de

Final

Cerramos aquí nuestras reflexiones canónicas sobre la democracia en la Iglesia. Sólo unas reflexiones, porque quedan muchos aspectos particulares que deberían ser analizados a la luz de esta posibilidad y necesidad: la corresponsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Repetimos que la tarea no os fácil. Pero es apasionante. Y, sobre lodo, requiere una nueva sicología en los legisladores y en Jos canonistas para que no se traicione por temores o radicalismos revan-chislas el nacimiento de esta nueva edad de la Iglesia al que asistimos asombrados.

la misma comunión, dejando, ál mismo tiempo, a los fieles individualmente considerados la necesaria libertad responsable, como dicen, y que sirva para edificar el Cuerpo de Cristo, a no ser que la unidad y la paz de toda la comunión de la Iglesia exijan límites más estrechos para que la unión mutua y el bien de toda la comunión se consigan más fácilmente» (Ecclesia 37 (1977) 289).

122

JOSÉ M. CASTILLO

LA TOLERANCIA EN LA IGLESIA

La cuestión que aquí se plantea, está en ver si la Iglesia, en las actuales circunstancias y según su actual funcionamiento, puede o no puede contribuir eficazmente a promover la convivencia democrática entre los ciudadanos. Y la razón de dudar, en este sentido, es muy clara: si la Iglesia es intolerante con sus miembros, ¿con qué derecho y con qué ejempla-ridad va a exigir la tolerancia a los demás?, ¿cómo va a poder educar para la tolerancia y la democracia quien no practica esas cosas en modo alguno?

Por otra parte, aquí es muy importante tener en cuenta que, en esta materia, no bastan las enseñanzas puramente doctrinales o teóricas. Porque la democracia no es cuestión de una teoría, sino esencialmente de una praxis, de un estilo y unas formas de comportamiento, en el que el respeto práctico a las opiniones contrarias es enteramente

fundamental. De tal manera que quien no practica esas cosas es automáticamente descalificado por la sensibilidad moderna, que en este punto es particularmente alérgica a cuanto represente imposición, dominación o autoritarismo.

Desde este punto de vista, los cristianos debemos reconocer que los movimientos más fuertes en orden a realizar la igualdad y la fraternidad no se han puesto en marcha dentro de la Iglesia, sino lucra de ella, en múltiples luchas contra la Iglesia cristiana y espccinliiiciilc contra la Iglesia católica (I). !.«> cual obviamente ha restado creilibilidad a la misma Iglesia y a su posibilidad de influir positiva y bcnoTIcnmente en la conciencia moderna.

Por eso, parece que, en esle momento, es particularmente urgente el reflexionar sobre este problema.

(1) BENSBERGER, K.: Demwrathacltin de la Iglesia, Bilbao, 1973, 97-98.

123

Page 62: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Y no sólo el reflexionar, sino sobre todo actuar de acuerdo con una mentalidad que resulte plenamente coherente con el mensaje cristiano a este respecto.

La problemática que aquí se plantea es compleja y múltiple. Pero creo que se puede resumir y condensar en dos cuestiones básicas: por una parte, está el problema que consiste en saber hasta qué punto la estructura jerárquica de la Iglesia es compatible con la admisión de determinadas formas democráticas en su funcionamiento; por otra parte, se trata de determinar hasta dónde puede y debe llegar la tolerancia en el interior de la Iglesia, es decir, la tolerancia de los dirigentes eclesiásticos con quienes disienten, en el interior de la Iglesia, de las pautas oficialmente establecidas. La primera de estas cuestiones se refiere a la estructuración de la Iglesia, mientras que la segunda afecta, más bien, a la forma de ejercer la autoridad.

Je ra rqu ía y democracia en la Iglesia

En la actual organización de la Iglesia, los elementos democráticos han quedado tan fuertemente marginados que, en la práctica, bien se puede decir que de democracia, nada. Ya que la elección del Papa por los cardenales resulta muy problemática, en este sentido, desde el momento en que sabemos que a los cardenales los designa el Papa.

Pero sabemos que no siempre han sido así las cosas en la Iglesia. En efecto, durante todo el primer milenio, el ministerio eclesial se concibió siempre como una realidad esencialmente vinculada a una co

munidad concreta y determinada. De tal manera que se tenía el convencimiento de que cada comunidad poseía, por derecho divino, la potestad de elegir a sus propios ministros e incluso el poder también de destituirlos y apartarlos del ministerio cuando tales ministros no se comportaban debidamente (2). Es más, según nos consta por el canon sexto del Concilio Ecuménico de Calcedonia, la relación del ministro a su comunidad era tal que se tenían por inválidas las llamadas «ordenaciones absolutas», es decir, aquellas ordenaciones en las que un sujeto era ordenado sin relación a una comunidad concreta (3). Lo cual quiere decir que solamente se consideraba ministro verdadero y válido de la Iglesia aquel que era llamado y aceptado por una comunidad. En consecuencia, se puede decir, con toda seguridad, que, durante todo el primer milenio del cristianismo, la ordenación incluía no sólo la imposición de manos del obispo, sino además, y esencialmente también el llamamiento y aceptación por parte de una comunidad, cosa que nos consta ampliamente por los testi-

(2) Según el concilio de Cartago, del 254, presidido por San Cipriano, el pueblo tiene poder, por derecho divino, para elegir a sus ministros. CIPRIANO: Bpist. 67, IV, 1-2 (634); y tiene, además, poder para quitarlos, cuando son indignos. Epist. 67, III, 2 (634); de tal manera que ni el recurso a Roma debe cambiar la situación, cuando ese recurso se basa en una información defectuosa. Epist. 67, V, 3 (635).

(3) ALBP.RICO, 3. (Ed.): Concitiorum Oe-cumenicorum Decreta, Bologna, 1973, 90. Para un estudio de este asunto, cfr. SCHIL-LBBBHCKX, E.: Das kirchliche Amt, Dusseldorf, 1981, 68-73; VOGEL, C: Vacua manus impositio: L'inconsistence de la chirotonie en Occident, en Metanges Liturgiques of-ferls au R. P. Dom B. Botte, Louvain, 1972, 511-524.

124

monios de la liturgia (4). Además, todo esto quiere decir también que el Papa, obispo de la comunidad de Roma, era también designado mediante participación popular, práctica que dura hasta el Papa Nicolás II, que en 1059 limitó el derecho de votación a los cardenales (5).

Ahora bien, ¿qué concepción del ministerio eclesial subyacía a todo este planteamiento? Parece que se puede responder lo siguiente: la Iglesia consiste esencialmente en la comunidad de los creyentes, y por eso el ministerio brota de ella y es designado por ella. Pero, al mismo tiempo, se tenía muy claro también que el ministerio es un don de Dios a su Iglesia, y por eso se requería y se requiere la imposición de manos. Por lo tanto, en la Iglesia no basta la sola designación de un sujeto por parte de la comunidad, porque entonces falta el elemento «de arriba». Pero tampoco basta la sola imposición de manos por parte del obispo, porque entonces falta el elemento «de abajo», la dimensión propiamente comunitaria. El ministerio eclesial es, a la vez. un hecho comunitario v un don de T>ios a su Iglesia. Y no puede faltar ninguno de esos dos elementos.

Por consiguiente, parece bastante claro que pertenece a la naturaleza y al buen ser de la Iglesia el que en ella existan determinados elementos claramente democráticos, concretamente en lo que se refiere a la manera concreta de designar y aceptar, por parte de la comunidad, a los ministros eclesiales. Pero esto necesita todavía alguna explicación, como enseguida vamos a ver.

(4) Ha estudiado bien este punto SCHIL-LEBEECKX, O. c , 73-80.

(5) Cfr. BENSBERBER, K.: O. C, 93.

Est ruc tura y organización

Entendemos aquí por estructura lo que hay de divino e inmutable en la Iglcslu, desde el punió de vista de la prcsencln de lo» ministerios en ella. Por el iunliiti lo, entendemos también por otKniiUiu li'm lo que hay de humano y mmblnhle en la misma Iglesiit, desde ese mismo punto de vista. Pin lo Innlo, lii r i truchiru es el elemento que viene -de arriba», mientras que ln <>i itiinl/iif Ion «i lo que proviene «de IIIIM|II». I'.n conMCtien-cia, la cslriii tunt es lo que en ln Iglesia debe de peí mtuieiei tullirlo 11 través de los slujiis, pieelsnineiite porque procede «de nrilhn», mlelItrM que la orgiinlziiilón puede, v u veCM debe, ser eunihlniln, porque es UIU rcalidatl lunniitiii, es ilerlr, nuil l'Mli-dad que proviene «de nl)«|<>».

Ahora bien, en el eslitiln ni I Uní át la investi|'¡u ii'm lilslóili ¡\ y teológica, sabemos que ln esliiti lutii divina 8 intocable de ln tilles!» niiislsia en su aposloliililiul, inleiilrtts que l« organización es el roiijtiulti de formas históricas y de irnll/minnes concretas que la eslriKltitn mlqulere en el espacio y en el llenipn. I'oi ulru parte, la aposlollcidiul Influye olivinmcn-te la sucesión iiposlótli n, que históricamente se hn eiini relmlo v realizado en la sucesión episcopal (o). Por consiguiente, el hei lio de la sucesión episfíipnl en un elemento

(6) El qiif ln« <ilil«tK» «ni «los sucesores de los Apó«l"lr*« ps un hecho afirmado de tul tomín pni ln tradición y por el magisterio ilr ln lylraln, que se impone como un dalo ilr tr ( li CONÍÍAR, Y.: Propiedades eyftultilcy tlr tu ¡ulcsia, en Mys-terium Sahitls IV/I, Mmlrlil, 1973, pp. 556-557, que npuiln niiiplj» inlormación sobre este pimío. NI hlrn hay que decir, con toda clnrltlml, qitr no es lo mismo hablar de la nucrulón apostólica que de la sucesión epUcopul. Durante los siglos

125

Page 63: Mision Abierta - Desafios Cristianos

esencialmente estructurante de la Iglesia y, por lo tanto, intocable. Pero todo lo que se refiere a las formas históricas, que ha ido asumiendo la sucesión episcopal, es algo que no sólo es cambiable, sino que incluso se debe cambiar, cuando se trata de cosas o formas de comportamiento que, de la manera que sea, dañan a la apostolicidad, es decir, a la fidelidad c identidad sustancial de la Iglesia de todos los tiempos con la Iglesia de los Apóstoles. Desde este punto de vista, ya se ha dicho cómo y hasta qué punto, en la Iglesia del primer milenio, existieron toda una serie de formas democráticas, que no tocaban para nada a la naturaleza divina y sobrenatural del ministerio eclesial, pero que respetaban sólidamente la dimensión necesariamente eclesial y comunitaria del mismo ministerio, i o s cambios que se han introducido posteriormente en ese sentido, a partir de los siglos xn y x m , pertenecen obviamente a los elementos meramente organizativos, de los que ya hemos dicho que pueden y hasta a veces deben ser cambiados, precisamente para bien de la misma apostolicidad de la Iglesia.

En consecuencia, en cuanto a la primera de las cuestiones, que antes habíamos planteado, parece que se puede decir lo siguiente: no es contrario a la estructura divina e inmutable de la Iglesia la existencia en ella de aquellos elementos democráticos que admitió todo el primer milenio del cristianismo y que, por otra parte, resultan profundamente coherentes con la dimensión comunitaria v participativa de la misma Talesia. Es más, no se trata solamen-

primero y segundo, sabemos con seguridad que hubo sucesión apostólica, pero no sabemos si hubo o no hubo sucesión episcopal en muchas de las comunidades cristianas.

te de que los elementos democráticos antes indicados no sean contrarios a la es t ruc tura divina, sino sobre todo la cuestión está en que, como acabo de indicar, esos elementos resultan ser más profundamente coherentes con el ser mismo de la Iglesia en cuanto pueblo unido y en cuanto comunidad de salvación.

El fundamento de la tolerancia

Pero con lo dicho no basta para resolver el problema planteado. Porque no es suficiente que, en la organización misma de la Iglesia, haya ciertos elementos democráticos, si después resul ta que, en el ejercicio concreto de la autoridad, se procede antidemocráticamente, es decir, se procede con un talante autoritario e impositivo. Por eso interesa establecer claramente lo que podemos llamar el fundamento de la tolerancia en la Iglesia.

Ese fundamento ha sido sólidamente establecido por el concilio Vaticano II en su declaración sobre la libertad religiosa:

«Este concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra

126

revelada de Dios y por la misma ratón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de forma que llegue a convertirse en un derecho civil* (7).

Por lo tanto, se trata del principio según el cual el hombre no puede ser forzado a obrar en contra de su conciencia, ni tampoco se le puede impedir que actúe de acuerdo con ella. Es, por consiguiente, el principio de prioridad de la concienca sobre cualquier autoridad, que pueda forzar o violentar a la conciencia de la manera que sea.

Pero sobre este planteamiento se deben hacer varias observaciones. Y, ante todo, recordar que no se trata aquí de defender los derechos de la verdad, sino de proteger y asegurar los derechos de la persona. Este principio ya es sobradamente conocido. Y está expresamente afirmado en el texto conciliar que acabo de recordar.

Por otra parte, tal como está formulado ese texto, está claro que en él se trata de un derecho más radical y más amplio que el solo y simple derecho a la práctica religiosa y su consiguiente respeto y tolerancia por parte de la autoridad civil. El caso concreto del derecho del sujeto frente a la potestad civil es una aplicación concreta y práctica de un principio más amplio y, por eso, de un derecho más general. En este sentido, es importante recordar que el texto habla de «cualquier potestad

(7) Dignitatis Humanae, 2, 1. Para este punto, cfr. el estudio de BRINKMANN, J.: Toleranz in der Kirche. Eine moraltheolo-ti.iche Untersuchung über institutionelle Aspekte innerkirchliche Toleranz, Pader-lx>rn, 1980, pp. 22-27. Para los problemas históricos que plantea esta cuestión, véase los estudios que ha recogido LUTZ, H.: Y.ur Geschichte der Toleranz und Reli-llonsfreiheit, Darmstadt, 1977.

humana» (cuiusvis potestatis humanae).

Por eso, la declaración conciliar sobre la libertad religiosa hace una aplicación práctica de todo este planteamiento al caso concreto de lo que es y supone la búsqueda de la verdad mediante el estudio y la investigación:

ala verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social. Es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, mediante los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado para ayudarse mutuamente en la investigación de la verdad» (8).

Se trata, por tanto, no sólo del derecho a investigar la verdad, sino además a exponer y comunicar a otros lo que se ha investigado: qui-bus alii alus exponunt veritatem quam invenerunt vel invenisse pu-tant, ut sese invicem in vertíate in-quirenda adiuvent.

Por último, en todo este asunto, es de suma importancia tener siempre muy presente que se trata de un derecho inalienable, es decir, un derecho al que el sujeto no renuncia ni puede renunciar por el hecho de incorporarse libremente a una comunidad de fe. Téngase presente que se trata del derecho a conocer la verdad, más aún, la Verdad Revelada. El derecho a conocer esa Verdad y el derecho a comunicarla a los demás. Un sujeto puede renunciar a un derecho concreto (casarse) por conseguir un bien mayor (la libertad del espíritu). Pero lo que no se ve es qué bien mayor puede haber que el bien de conocer y comunicar la verdad, concretamente la Verdad

(8) Dignitatis Humanae, i. 2.

127

Page 64: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Revelada. Por eso, parece claramente que este derecho es inalienable. Por lo demás, resultaría contradictorio y hasta ridículo el exigir el respeto de ese derecho en unos casos y ante unas autoridades, mientras que al mismo tiempo se pide la renuncia del mismo derecho ante otros poderes. Desde luego, el documento conciliar no da pie para semejante interpretación.

Los l ímites de la tolerancia

El derecho a la libertad en la Iglesia no es un derecho ilimitado. La misma declaración conciliar sobre la libertad religiosa lo reconoce expresamente:

«£/ derecho a la libertad en materia religiosa se ejerce en la sociedad humana, y por ello su uso está sometido a ciertas normas» (9).

En este sentido, el Concilio recuerda, ante todo, el principio fundamental del respeto debido a los derechos de los demás, así como el principio general del bien común, que siempre ha de ser plenamente respetado. «Con todos», dice el Concilio, «hay que obrar conforme a la justicia y al respeto debido al hombre» (10). Además, el mismo Concilio recuerda el derecho que tiene toda sociedad a protegerse contra los abusos que se puedan cometer bajo pretexto de libertad religiosa (11). Si bien, el documento conciliar no deja de afirmar que «se debe observar en la sociedad la norma de la íntegra libertad, según la cual, la libertad

(9) Dignitatis Humanae, 7,1. Cfr. BRINK-MANN, J.: o. c, pp. 34-38.

(10) Dignitatis Humanae, 7, 2. (11) Dignitatis Humanae, 7, 3.

debe reconocerse en grado sumo al hombre, y no debe restringirse sino cuando es necesario y en la medida en que lo sea» (12).

Pero, sin duda alguna, la cuestión más delicada, en todo este asunto, está en determinar quién y cómo debe intervenir cuando se trata de poner límites a la tolerancia. Ahora bien, la respuesta aquí es sencilla, cuando se trata de la comunidad eclesial. En asuntos intra-eclesiales, la autoridad competente es obviamente la autoridad jerárquica. Y es esta autoridad la que debe determinar cuándo se traspasan los debidos límites de la tolerancia y la libertad, en el sentido indicado. Además, como dice expresamente el mismo Concilio Vaticano II, el Magisterio eclesiástico es quien detenta el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida (13). Por consiguiente, es el Magisterio eclesial quien tiene la autoridad competente para determinar, cuando sea necesario, si se rebasan los límites de la debida tolerancia en la Iglesia.

De lo dicho se sigue que la actitud de los fieles, ante las intervenciones del Magisterio, debe ser, como dice el Concilio, «aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer del obispo» (14). Pero aquí es preciso hacer dos observaciones de suma importancia. En primer lugar, que el Magisterio no está

(12) Dignitatis Humanae, 7, 3. (13) Dei Verbum, 10, 2. (14) El documento conciliar dice tex

tualmente: fideles autem in sui Episcopi sentenliam de fide et moribus nomine Christi protatam concurrere, eique religioso animi obsequio adhaerere debent. Es más, a continuación añade el texto que este religioso obsequio del entendimiento y de la voluntad se ha de prestar especialmente singulari ratione) cuando se trata del magisterio del Romano Pontífice. Lumen Gentium, 25, 1.

128

sobre la palabra revelada, sino al servicio de ella, como recuerda la constitución sobre la Divina Revelación (15). Y es obvio pensar que si el concilio recuerda este principio, es porque existe el peligro objetivo de que efectivamente el Magisterio se enseñoree sobre la palabra de Dios, en vez de ponerse a su servicio, es decir, por debajo de ella. En segundo lugar, se debe recordar también que, fuera de casos verdaderamente excepcionales, el Magisterio es falible, es decir, que se puede equivocar. Y es, además, un Magisterio del que sabemos que, en múltiples ocasiones, se ha equivocado, como nos enseña ampliamente la experiencia histórica.

Ahora bien, si a todo esto añadimos cuanto se ha dicho antes acerca del derecho inalienable de la conciencia, podemos y debemos llegar a la siguiente conclusión: la postura normal del creyente debe ser «aceptar con religiosa sumisión del espíritu» el parecer de] Magisterio. Pero esta «normalidad» de la postura creyente no excluye el que se pueda y hasta se deba disentir del Magisterio, cuando se ve claramente que el Magisterio no sirve a la Palabra Revelada, sino que se enseñorea sobre ella. El derecho inalienable de la conciencia, por una parte, y la real posibilidad de un fallo en el Magisterio, por otra parte, nos llevan a esta conclusión.

Por lo demás, en todo este asunto conviene tener siempre muy presente que, en la comunidad eclesial, na-

(15) Dice el texto conciliar: Quod qui-dem Magisterium non supra verbum Dei est, sed eidem ministrat, docens nonnisi quod traditum est. Dei Verbum, 10, 2. Esta frase viene inmediatamente a continuación de la afirmación según la cual el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado al Magisterio. Obviamente se trata de evitar los posibles peligros que se seguirían para la Iglesia y los Fieles de un uso incontrolado del Magisterio. Es decir, el Magisterio también está controlado, por sometimiento que todo hombre debe a la Palabra de Dios.

die tiene el monopolio del Espíritu. Nadie, ni siquiera el Magisterio, tiene la exclusiva competencia de entender corrcctumentc la Palabra Revelada y su significación para los creyentes. En este sentido, hay que recordar que el sujeto primario de la infalibilidad en la Iglesia es la totalidad del pueblo creyente, como dice expresamente la constitución Lumen Gentium (16), y como se deduce de la definición del Vaticano I sobre la infalibilidad pontificia (17). Por lo tanto, resulta perfectamente coherente el decir que, de la misma manera que la Iglesia (la ekklesia, la comunidad) debe sentir y consentir con el Magisterio, igualmente el Magisterio debe sentir y consentir con la Iglesia, ya que de ese doble consentimiento es de donde brota la total comunión en la fe (18).

El problema de la tolerancia

A la vista de cimillo se tunha de decir, parece que l.i consecuencia 16* gica que habría que sacar ele todo

(16) Dice el texto conc-llliir: Ihilvirít tas fidelium, qui unctumem habet a Sant'-lo (cfr. Jn 2, 20 ct 27), i» credeiuln lalll nequit. Lumen Gentium, 12, 1.

(17) Según la definición concilinr. el Rumano Pontífice goza de la infalibilidad cinc el Divino Redentor ha concedido a su Iglesia: ea infatlibilitate pollere qua Divl-ñus Redemptor Ecclesiam suam inslruc-tam esse voluit. DS 3074. Por lo demás, sabemos que, por el análisis histórico, el sentido de la definición fue precisamente ése. Cfr. HASLER, A.: Pius IX. Pipslichr Unfehlbarkeit und 1. Vatikanum, en Pdps-te und Papsttum, Band 12, 1, Stuttgnit, 1977, pp. 366-367. Las razones de por i|ué se procedió de esta manera pueden verse en SENESTREY, I. VON: Wie es zur llelhii-tion der pápstlichen Unfehtbarkcit kutn, Frankfurt/M. 1977, pp. 158-159.

(18) En este sentido, se ha dicho con toda razón que si la fe está atada al Magisterio, también el Magisterio está atado a la fe de la Iglesia. Cfr. FRÍES, H.: Fe e Iglesia en revisión, Santander, 1972, p. 205.

129

Page 65: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ello, es la puesta en práctica de la más generosa tolerancia en el interior de la comunidad eclesial. Es decir, si en la Iglesia existe un convencimiento real y práctico de los inevitables límites del Magisterio, por una parte, y de los inalienables derechos de la conciencia, por otro lado, parece que lo más lógico y coherente debería ser una praxis real y concreta de tolerancia generosamente otorgada y vivida en el interior de la misma Iglesia.

Y, sin embargo, de sobra sabemos que no es así. Porque la autoridad eclesiástica, que teme seriamente el que los fieles puedan traspasar los límites de la libertad religiosa, no teme quebrantar ella los derechos de la conciencia. De donde se sigue, por regla general, una situación de miedo muchas veces inconfesado e inconfesable, que no sólo mutila no-lablcmentc la libertad, sino que, además, inhibe la creatividad en los ambientes eclesiales.

Ahora bien, si nos preguntamos por qué pasa esto así, nos tropezamos entonces con el problema más hondo que plantea el hecho de la intolerancia en la Iglesia. ¿Por qué semejante intolerancia?

La respuesta parece estar en el hecho de la ideología, cuya presencia se hace sentir fuertemente en el interior de la Iglesia. Porque toda ideología es necesariamente intolerante y porque en la Iglesia el componente ideológico es muy fuerte, por eso en los ambientes eclesiales ha existido siempre y sigue existiendo en la actualidad una notable intolerancia, en cuanto se refiere al respeto por las ideas de los otros, concretamente ante las ideas y planteamientos que difieren de la ortodoxia oficialmente establecida.

Pero esto necesita alguna explicación. Como es bien sabido, la pala

bra ideología admite una notable diversidad de sentidos en el pensamiento contemporáneo (19). Sin embargo, el significado más comúnmente admitido es el que dice que una ideología es un sistema de ideas y de juicios que sirve, de hecho y en la práctica, para justificar la situación y los objetivos de un grupo (20). Lo cual quiere decir que existe una relación positiva y profundísima entre el conocimiento y el interés (21). Y eso nos obliga a preguntarnos: detrás de cada conocimiento y de cada formulación, ¿qué intereses reales se ocultan?, ¿qué relación existe entre esos intereses y la doctrina que el grupo en cuestión elabora y ofrece?

Por supuesto, de estos planteamientos no escapa, ni puede escapar, la teología. Porque ella también es un pensamiento situado histórica y socialmente. Lo que quiere decir que es un pensamiento inevitablemente condicionado. Y por eso determinado por intereses reales y relaciones de poder. Es más, parece que, en el caso de la teología, hay razones muy especiales para pensar que, efectivamente, ella es una forma de pensamiento fuertemente ideologizado. Porque, como bien sabemos, pertenece a aquellas teorías

(19) Sólo en Marx se han detectado hasta trece sentidos distintos del término ideología. Cfr. GURVITCH, G.: Traite de so-ciologie, París, 1960, t. II, pp. 103-136.

(20) Cfr. WACKENHEIM, Chrísiianisme sans idéologie, París, 1974, p. 33. Véase también, EMGE, K. A.: Das Viesen der Idéologie, wiesbaden, 1961; BARION, J.: Was ist Idéologie? Studien zur Begriff und Proble-matik, Bonn, 1964; y también el volumen en colaboración, Les Idéologies dans le monde actuel, París, 1971, concretamente en pp. 33-47.

(21) Para este punto, véase el excelente estudio de HABERMAS, 3.: Conocimiento e interés, Madrid, 1982, especialmente páginas 194-215. Con excelente bibliografía sobre el tema en pp. 339-341.

130

que creen haber anticipado ya una situación neutra, incondicionada o poseedora dogmática de la verdad, lo que contribuye, de una manera más o menos consciente, al mantenimiento de situaciones objetivas de dependencia y dominación (22). Por otra parte, en el caso de la teología, estas situaciones de dependencia y dominación son de tal manera manifiestas y notorias que, como era de esperar, no han escapado al análisis de los críticos. En este sentido, son ya bastantes los autores que han hecho notar el parentesco estructural que existe entre el sistema doctrinal de la Iglesia católica y el del Estado soviético. En los dos casos, la autoridad central se atribuye el monopolio de la interpretación auténtica de la doctrina oficial. Además, esa autoridad controla los medios de información y los canales de difusión. Los ideólogos profesionales se entregan a la tarea de perfeccionar la argumentación, pero ellos no son los maestros en el juicio de ortodoxia; ellos evolucionan siempre en el interior de un modelo doctrinal propuesto por otros. Y si a los tales ideólogos se les ocurre desviarse de la norma, la autoridad les Dama al orden y, en caso de conflicto, los reduce al silencio descalificándolos (23).

Podríamos seguir estableciendo paralelismos sorprendentes en este sentido. Pero no hace falta. Con lo dicho ya hay bastante para comprender los motivos profundos que exis-

(22) Para todo este asunto, véase el excelente estudio de MARDONES, J. M.: La asunción de la crítica ideológica en la teología, Estudios Eclesiásticos 56 (1981), pp. 545-577, concretamente en p. 551. Del mismo autor, Teología e Ideología, Bilbao, 1979.

(23) Cfr. WACKENHEIM, Ch.: o. c, p. 62.

ten para la intolerancia en el interior de la Iglesia. No olvidemos que el poder religioso, a diferencia con otros poderes, no se ejerce mediante la coacción física (al menos en la actualidad), sino por medio del dominio ideológico. Por eso, el discurso ideológico mantiene la pretensión de responder a todas las cuestiones que se le pueden plantear. Más aún, la ideología diluye y neutraliza toda cuestión. En el caso de la ideología, se está en presencia de una especie de logomaquia que se considera capacitada para entregar a los demás la verdad total y última, expulsando a las demás opiniones a las tinieblas exteriores. De ahí la tendencia de los sistemas ideológicos a la intolerancia y al fanatismo (24).

.Por lo demás, al hablar de este asunto, no estará de más recordar que la sospecha de caída ideológica no afecta sólo a la teología oficial del sistema, sino a toda teología, por más ortodoxa o progresista que se considere. Porque toda teología es siempre un pensamiento situado y condicionado. Por eso se puede decir, con toda razón, que no existe una verdad absoluta en ninguna teología. Todas son discursos sobre el Absoluto, poro jamás se puede identificar el habla de un hombre con el habla de Dios (25).

Ouizá a partir de estos planteamientos fuera realmente posible nlantear, con garantías de plausibi-lidad, el problema de la tolerancia en el interior de la Iglesia. Y por eso. el problcmn también de la aportación real v efectiva que la misma TVlesia puede hacer al progreso de la democracia en nuestra sociedad.

(24) WACKENHEIM. Ch.: o. c, p. 62. (25) MARDONES, J. M.; La asunción de

la critica ideológica en la teología, p. 565.

131

Page 66: Mision Abierta - Desafios Cristianos

RUFINO VELASCO

IGLESIA DE JESÚS Y DERECHOS HUMANOS

A poco que se piense aparece con claridad que relacionar lo que llamamos «Iglesia» con lo que queremos decir cuando hablamos de los «derechos humanos» es una tarea bastante compleja.

Los derechos humanos, como algo declarado y reconocido universal-mente, aluden a un grado de conciencia de la humanidad al que se ha llegado a través de procesos y conflictos históricos muy graves, dentro de los cuales evidentemente ha vivido la Iglesia, pero cuya misión en la historia obedece, creo yo, a otro orden de cosas profundamente distinto.

La intención de este número de MISIÓN ABIERTA es bajar de lo que dicen y pretenden en abstracto las diversas concepciones del hombre a sus realizaciones concretas. Procura

ré atenerme a esta norma. Pero sin olvidar la identidad de cada cosa, que le viene justamente de su constante revisión y puesta en crisis desde los presupuestos radicales que la fundan.

Por eso me ha parecido necesario estudiar por separado dos temas que no coinciden ni con mucho, pero que tampoco se pueden desconectar totalmente: Evangelio y derechos humanos, Iglesia y derechos humanos.

1

Evangelio y derechos humanos

Quisiera partir de un hecho bastante conocido: cuando la Iglesia se ha vuelto, de manera expresa, de-

132

fensora de los derechos humanos no parece haberse sentido cómoda en una fundamentación evangélica de los mismos.

Se ha acudido mucho más explícitamente a una supuesta naturaleza humana intemporal en que estarían inscritos de manera inmutable tales derechos. Es decir, se ha sobreentendido que la «naturaleza» del hombre constituye un fundamento mucho más fuerte y estable que el Evangelio mismo para regular de una vez para siempre los derechos humanos fundamentales.

Ahora bien, coincida o no con la intención de los «derechos humanos», lo que parece claro es que el Evangelio se mueve en otro plano, sus pretensiones fundamentales son otras.

El Evangelio es una «buena noticia», la gran noticia de la liberación del hombre tal como ha acontecido en Jesús de Nazaret. Y una «buena noticia» no puede ser nunca algo intemporal, sino algo que tiene sentido en una situación concreta, en el contexto bien preciso de unas opresiones y de unas expectativas históricas concretas.

El mensaje de Jesús tuvo arraigo en el ámbito de las esperanzas me-siánicas del pueblo de Israel, y se hace inteligible únicamente si se tiene en cuenta la situación lamentable y postergada de su pueblo, aunque luego su respuesta singular a esas expectativas resultara un escándalo para todos.

De cualquier modo, en aquella situación histórica su mensaje no fue, sin más, una «buena noticia», sino, como ha dicho acertadamente J. Jeremías, una «buena noticia para los pobres», la buena nueva de que el Reino de Dios ha llegado a los pobres.

Dentro de un mundo en que las expectativas humanas son profundamente dispares, en que entran incluso en conflicto unas con otras, la gran noticia de la liberación del hombre no puede hacerse real sino tomando partido.

Jesús tomó paludo por una clase de gente, y entró en conflicto con otras clases de gente dentro de su pueblo. Se movió normalmente entre la gente sencilla, entre los más desfavorecidos y marginados, entre quienes prácticamente no contaban en la sociedad deshumanizada de su tiempo.

Y desde ellos proclamó para todos la misericordia de un Dios que quiere salvar a todos, pero conmoviendo los cimientos de inhumanidad de nuestro mundo (1). Por eso su Evangelio se convierte de hecho en buena noticia para unos y en mala noticia para otros, en motivo de la más profunda división como único camino posible de verdadera reconciliación.

Hay aquí algo subversivo en el Evangelio de Jesús que conviene analizar más de cerca.

No creo que se pueda expresar nada nuclear del Evangelio si dijéramos, sin más, que Jesús fue un defensor de los «derechos humanos», en el sentido obvio que esta expresión tiene para nosotros. Naturalmente que la dignidad de la persona, su libertad, sus derechos más fundamentales, están implícitos en las pretcnsiones de Jesús acerca del hombre.

Pero lodo ello en el interior de una dinámica liberadora y salvadora

(1) Sobre el cambio radical e inusitado de las estructuras del mundo que implica el Evangelio de Jesús, véase J. JI!RI;MÍAS, Las parábolas de Jesús, Estella, 1965, págs. 267-268.

133

Page 67: Mision Abierta - Desafios Cristianos

que los desborda de infinitas maneras. Lo que promete el Evangelio es una plenitud humana, una consumación gloriosa del mundo de tal envergadura que, por un lado, sólo como obra de Dios es posible, y, por otro, implica una transformación constante de la historia que somete a juicio desde el mundo futuro toda conformación del orden presente.

En orden a esta transformación de la historia hay algo nuclear en el Evangelio que no son precisamente «los derechos humanos», sino otra cosa bastante distinta: «los derechos de los pobres», de los que posiblemente no entran en consideración ni aun en el caso de que en una determinada sociedad se tome en serio la defensa de los derechos humanos.

Este derecho de los pobres sí que parece constituir un tema fundamental bíblico. El Dios de la Biblia es el constante defensor de los pobres, el que está siempre de su lado en cualquier conformación social del pueblo en que resultan ser producto residual de la ambición humana, prácticamente los olvidados, aquellos que en la realidad no cuentan.

Y, en este sentido, el derecho del pobre a ser tenido en cuenta, incluso a ser privilegiado, es un derecho absoluto: el derecho en que resplandece siempre la verdadera dignidad del hombre como hijo de Dios, lo que Dios pretende hacer con el hombre. Cuando ese derecho es conculcado, aparece igualmente la verdadera inhumanidad de un mundo que se construye casi necesariamente fabricando pobres, creando innumerables víctimas del medro irracional e insaciable de los que más pueden.

En estas condiciones, el derecho de los pobres, lejos de poder ser un derecho reconocido y respetado, es

más bien un derecho subversivo dentro de cualquier ordenación presente. Un derecho que alude a un mundo futuro en que desaparecerá la injusticia, el hecho inhumano de que unos hombres se aprovechen de otros. Más que un derecho «natural», es un derecho que viene del futuro escatológico revelado en Jesús, tal como actúa ahora mismo y obliga a remodelar el presente.

Frente a este derecho absoluto, todos los demás son derechos relativos, muy sujetos en su contenido concreto a condicionamientos históricos. Por ejemplo: el derecho del trabajador a un salario justo sólo tiene sentido dentro de un sistema en que funciona la propiedad privada de los medios de producción; en otro sistema podría configurarse de muy distinta manera. El derecho a la vivienda, a lo necesario para llevar una vida humana digna, etc., es lo suficientemente genérico como para que, dentro de un contexto social determinado, no entre en conflicto, por ejemplo, con el derecho de algunos a sus grandes mansiones y a una vida fastuosa que les coloque muy por encima de los otros. Es decir, estos derechos se desvirtúan facilísimamente si pierden su referencia a la construcción de un mundo justo en que desaparezcan las desigualdades enormes entre unos y otros, o, lo que es lo mismo, en que desaparezcan los pobres.

Ya es curioso que, en nuestro mundo actual, nos venga precisamente de los Estados Unidos una particular defensa de los derechos humanos, que ese país se pueda permitir el lujo de negar su apoyo a países menos desarrollados en que no se respetan esos derechos, sobreentendiendo, claro está, que en la propia

134

casa son cuidadosamente respetados (2).

Todo esto sugiere que la relación entre Evangelio y defensa de los derechos humanos no es tan pacífica como pudiera creerse. Incluso que es perfectamente posible un mundo en que sean respetados en un cierto sentido los derechos humanos sin que el Evangelio de Jesús tenga vigencia alguna.

Por eso me parece que identificar en alguna medida ambas cosas es sumamente peligroso. Primero, porque se corre el riesgo de pensar los «derechos humanos» como algo absoluto e intemporal, que podría convertirse en criterio de interpretación del Evangelio mismo. Segundo, porque, en las actuales circunstancias, como se ha dicho desde un contexto latinoamericano, una Iglesia que hiciese pensar de alguna manera que el Evangelio se identifica hoy con la defensa de los derechos humanos «trasmitiría la triste noticia de su adhesión al capitalismo internacional» (3), es decir, infundiría la sospecha de caer en manos de un sistema que integra en sí mismo, como una pieza clave, la defensa de los derechos humanos, pero cuyos intereses fundamentales van por

(2) Puede leerse provechosamente a este propósito el trabajo de JOSÉ FERNANDO DÍAS, Comissáo Trilateral: a «nova» Face do Capitalismo Transnacional e dos Direitos Humanos, en «Revista Eclesiástica Brasileira», 38, marzo, 1978, págs. 118-140, donde pueden verse las conexiones del presidente Cárter con dicha Comisión desde sus comienzos, y la relación de esas conexiones con su campaña en favor de los derechos humanos.

(3) J. L. SEGUNDO, Direitos humanos, Evangelizagao e Ideología, en REB, 37, marzo, 1977, pág. 103.

otros caminos radicalmente contrarios al Evangelio, y, en fuerza de esos intereses, está volviendo imposibles esos derechos en la mayor parte del planeta.

En resumen: para no ceder ante muy posibles y cegadoras tentaciones, los creyentes debemos ser, ciertamente, incansables defensores de los derechos humanos, pero desde el impulso originario del Evangelio de Jesús y desde las pretensiones acerca del hombre que nos descubre nuestra fe.

Desde esta perspectiva, hablar de «derechos humanos» es hablar, ante todo, de «los derechos de los pobres y de los oprimidos», los cuales, si se toman en serio, son por necesidad instancia crítica de cualquier sistema social y político vigente, aunque se declare solemnemente defensor de los derechos humanos.

Desde el Evangelio esa instancia crítica se vuelve profética, porque nos descubre el proyecto de Dios sobre el hombre, mucho más ambicioso que cualquier proyecto de humanidad imaginable históricamente. El dato fundamental cristiano: la resurrección de Jesús, nos marca la dirección y la meta en orden a la cual defendemos como creyentes los derechos humanos.

2

Iglesia y derechos humanos

Entramos aquí en un terreno en que los problemas son distintos, y el tratamiento del tema que nos ocupa debe ir por otros caminos.

La Iglesia está en el mundo para hacer presente el Evangelio de Je-

135

Page 68: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sus, pero ella no es el Evangelio. La Iglesia es, fundamentalmente, Comunidad de creyentes, pero tiene que organizarse por necesidad como grupo humano, y asumir para ello estructuras mundanas que pueden volverse, y se vuelven con facilidad, contra el impulso de libertad evangélica que está al origen de la misma.

En este plano, hay dos puntos importantes que tratar: de qué manera los derechos humanos juzgan a la Iglesia, y cómo la Iglesia está llamada a juzgar los derechos humanos,

Los derechos humanos juzgan a la Iglesia

Si es verdad que «la Iglesia jerárquica sigue siendo una forma totalitaria de gobierno», de tal manera que, en cuestiones tan decisivas para el funcionamiento responsable de un grupo como pueden ser la designación de sus jerarcas, la toma de decisiones importantes, etc., no se consulta para nada al pueblo; si es verdad, por tanto, que en estos asuntos «la Iglesia ofrece ante el mundo y ante la sociedad el triste espectáculo de ser, aun en nuestros días, una de las formas más absolutistas de gobierno que existen en la actualidad» (4); si todo esto es verdad, difícilmente es evitable la sospecha de que se dan en ella condiciones muy favorables para violar indebidamente los derechos humanos, aunque sea en nombre de lo más santo y sagrado.

La Iglesia funciona en tal caso como una estructura de poder, y «el poder, decía Toynbee, engendra into-

(4) J. M. CASTILLO, La alternativa cristiana, Salamanca, 1978, pág. 165.

lerancia», que es la raíz de la opresión y del atropello de la libertad y de los derechos del hombre.

A mí me parece que la situación de poder que se ocupa en un contexto social determinado es la causa principal de la distancia que suele darse entre lo que se afirma y lo que se practica sobre cuestiones muy fundamentales, en este caso sobre el respeto y la defensa de los derechos humanos.

Parece claro que la dignidad inviolable de la persona, la igualdad fraterna, la libeitad evangélica, etcétera, han constituido siempre un sustrato muy profundo de la conciencia eclesial.

Sin embargo, la posición social de la Iglesia en el Medievo y en el Renacimiento dio como fruto, por ejemplo, la Inquisición, con las consiguientes violaciones de los principios más fundamentales y constitutivos de la Iglesia, y de los más elementales derechos del hombre.

Su posición social en el siglo xix, con la amenaza de pérdida de poder ante las nuevas realidades sociales y culturales, la obligó a una actitud defensiva y a una condenación no matizada de las libertades modernas. Las libertades de conciencia, de culto, de opinión y de imprenta, por ejemplo, fueron duramente anatematizadas en este contexto.

El Concilio Vaticano II ha hecho afirmaciones tan importantes como éstas: «Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser superada y eliminada, por ser contraria al plan divino» (5). Y,

(5) Gaudium et Spes, 29.

136

dicho de una manera más utópica en la Declaración sobre la libertad religiosa: «Se debe observar en la sociedad la norma de la íntegra libertad, según la cual la libertad debe reconocerse al hombre en grado sumo, y no debe restringirse sino cuando es necesario, y en la medida en que lo sea» (6).

Esta es la doctrina. Pero, en realidad, la Iglesia se encuentra organizada internamente de tal manera que la realización de esas afirmaciones se hace prácticamente imposible. Recordemos algunas cosas concretas, a modo de ejemplo:

1) La realidad es que la Iglesia está muy duramente organizada como una «sociedad de desiguales», en condiciones que imposibilitan la práctica de la igualdad fraterna, y el ejercicio de derechos fundamentales de los creyentes. Esta situación coloca a la gran mayoría dentro de la Iglesia en condiciones de inferioridad y de pasividad que no permiten ejercer derechos tan elementales como la participación en la vida pública de la Comunidad, la dignidad personal del creyente, la libertad de opinión, la intervención en las decisiones que afectan vitalmente a la Comunidad entera, etc.

¿No pasa algo grave con los derechos del creyente, y de las Comunidades cristianas, en su reducción al silencio a la hora de elegir, por ejemplo, a quienes han de presidirlas? El secretismo con que esto se realiza no es fácilmente compaginable con el derecho a la información, a la participación decisoria, etc.

2) La realidad es que el «orden presbiteral», por ejemplo, se encuen-

(6) D. H., 7.

tra estructuralmente en la Iglesia en condiciones de excesiva supeditación al «orden episcopal». Prometer obediencia al obispo ha solido interpretarse en este sentido de sujeción absoluta. «En los Concilios, en los Sínodos, o en Encuentros eclesiales semejantes, son los obispos los que piensan, hacen y deciden por ellos. Son considerados, jurídicamente, como auxiliares del obispo, y, en lo que afecta a los derechos de su propio «orden», como apéndices episcopales» (7).

En estas condiciones, la autoridad del obispo se convierte muy fácilmente en autoridad que se impone, y deja de ser autoridad que sirve. Con lo cual, cuando grupos de presbíteros se expresan, por ejemplo, en formas que no coinciden con la opinión o la mentalidad del obispo, lo primero que surge es la sospecha, los manejos para desarticular sus pretensiones, cuando no se llega, sin posibilidad de defensn, a la suspensión o a la condena.

3) Un caso particularmente grave en la actualidad es el de los sacerdotes que han abandonado el ministerio. Lo primero en que se piensa es en una infidelidad, cuando no en una traición, y es casi imposible para ciertas instancias eclesiásticas pensar bien ante todo, reconocer en principio que pueda tratarse de una decisión seria y responsable en fidelidad a la propia conciencia.

El resultado de todo esto es que se les deja en la Iglesia marginados, en condición sublaical, prohibiéndoles cosas que en general a ningún creyente se prohiben: participar en

(7) LEONARDO BOFF, Teoría e Praxis. Os Direitos humanos ao interna da Igreja, en REB, 37, pág. 145.

137

Page 69: Mision Abierta - Desafios Cristianos

la liturgia, en la pastoral comunitaria, en la enseñanza en facultades teológicas o en seminarios, etc. Es cosa triste oír a personas que se encuentran en esta situación pedir, simplemente, que se respete en la Iglesia su dignidad de laicos.

4) Otro punto que urge revisar, si se quiere estar a la altura de la actual comprensión de los derechos humanos, es la posición de la mujer en la Iglesia. No se puede aceptar, por una parte, el actual movimiento de emancipación de la mujer en la sociedad, por lo menos en sus líneas más importantes y pensar, por otra, que todo eso puede permitir dejar en la Iglesia las cosas como están.

Hay mucho que cambiar en la Iglesia a este respecto, y lo primero la conciencia secular del papel secundario o nulo de la mujer en la organización de la Iglesia, de su incapacidad para puestos de dirección, incluso en los más altos organismos. Dados los privilegios extralimitados que, en la actual situación de Iglesia, van vinculados a la recepción del sacramento del orden, habrá que revisar también la relación de la mujer con ese sacramento.

5) Tengo la convicción, formada a base de experiencias muy duras, de que un ámbito muy particular de revisión y de reforma en este tipo de cosas son las Congregaciones religiosas, sobre todo femeninas.

Desde una falsa concepción del voto de obediencia, •• desde una falsa concepción de la autoridad, todavía con costumbres feudales y absolutistas, se reduce a las personas a menores de edad, se las maneja arbitrariamente como objetos, de tal manera que en muchos casos, y bien graves, seguir en la Congregación equivale prácticamente a renunciar

a ser persona, y, por tanto, a ser sujeto de los derechos más elementales. Muchos de los abundantes abandonos actuales de la Vida Religiosa, y con frecuencia de las personas más valiosas y entregadas evangélicamente, obedecen a este estado de cosas.

6) No vamos a insistir aquí, por ser más conocido, en el problema del control ideológico dentro de la Iglesia. Procesos abiertos contra algunos teólogos han mostrado las condiciones infrahumanas a que se reduce al acusado, negándole derechos tan básicos como el de ser escuchado, el de defenderse, conocer las actas del proceso, servirse de un abogado, etc.

Naturalmente que, en nuestro tiempo, «las torturas físicas han sido abolidas, pero perduran todavía las torturas psíquicas producidas por la inseguridad jurídica de los procesos doctrinales, por el anonimato de las denuncias, por el desconocimiento de los motivos reales de las acusaciones... Todo esto, aumentado por la marginación que el acusado ha de soportar en su Iglesia local por el hecho de estar bajo examen de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, puede conducir a los teólogos a noches oscuras de sufrimiento solitario, a perturbaciones psicológicas y, como ha ocurrido ya en nuestro siglo, a la muerte física» (8).

Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero basta lo dicho para darse cuenta de la multitud de aspectos, no precisamente banales, en que la Iglesia debe dejarse juzgar por los derechos humanos. Posiblemente la Iglesia más que otros grupos huma-

(8) L. BOFF, ibíd., págs. 148-149.

138

nos, puesto que, justamente en nombre de Dios y del Evangelio, pueden surgir instancias aquí que se sientan con las manos más libres que en cualquier otra parte para conculcar derechos inalienables de las personas o los grupos. Cuando se habla de una posible y necesaria democratización de la Iglesia se alude muy principalmente a esta clase de problemas.

En cualquier caso, lo que no resultará en manera alguna convincente es una Iglesia que propugne la democracia en la sociedad, y siga ella misma siendo autoritaria. Y da la impresión de que no faltan fuerzas sociales en nuestro mundo, ni regímenes democráticos, que desean que sea así, para que la Iglesia cumpla un determinado papel en la sociedad, para que sirva al mantenimiento de un determinado orden social, y, si es posible, haga de muro de contención de ciertos impulsos revolucionarios. Algo que desean incluso muchos que no creen, y, sobre todo, muchos que se llaman creyentes, pero lo son únicamente en el sentido que decía Karl Barth: «gente que no puede vivir sin Dios, pero que no puede vivir con el Dios de Jesucristo».

La Iglesia juzga los derechos humanos

El caso es que la Iglesia está llamada a ser en el mundo esto y sólo esto: la presencia del Dios de Jesucristo. Y lo es efectivamente: a través de tantas personas y de tantos grupos realmente comprometidos con el Evangelio de Jesús, a través de tantas Comunidades cristianas que conviven y comparten su vida con la decisión clara de seguirle, de ser un verdadero testimonio en me

dio del mundo de tomo son liberados los pobres y luí oprimidos.

Es posible que pulo no aparezca para mucho!* cu loa migo» más salientes y llitinntlvoa de 1* llamada Iglesia insilitiiloiinl, pero por eio no se debe olvldiu qnp I» Igletla d t Jesús son, por eiulin» o por debajo de todo, lus Coiniinlriiulpa rotleí q|M, de diversa* iimnrina y por (or io l JM rincones del inundo, ralnn ilmiclo W vida por el immilo nuevo <|iie\,.fi Evangelio IniplUw y palgr "ratlÉ t i servicio n PNIII irnllilnd KiialnnlIvtfM la Iglesia Imlurt ipir cllmpinli Icj'po» sitivo y lo nryntlvo ilr loa rlnurtrltOi instituciomilra rn i|un i llalnll/,4 M-cosariamente In rnnvIvUH In y i>| t t l -timonio comunitario dn In fe

Ahora bien, pul ere t imo (|iu\ d t> de su fidelidad al llvaniHIo, In Igla-sia puede vetar ohllgnii» M adoptar una acliliul (il l l in rtuprn lo de lo* derechos Imumiioa, no mino rn loi ideales que- IIMUIUINII, peio al rn le concicruhi iel|p|a <|uc I|P ello* ae tiene en un moniniilo lilalórlio concreto. Me voy ti ll|m tan »<*>!•> Pll (lo* aspectos que luí vtv npnipipii como más viilnemlilra pmn tmii lioa en le situación presente,

1) En lu l>erlmm|on ti» I* ONU los dercrhoi himiniio» llpiirn todavía un cierto nlip liberal Untguii que les vuelve en buena innllilu Inoperantes. Aunque htty un HVIIIKP Ñt> pecto de dr< Inini lonra piripilentí l en el sentido de IIMIIPI l iuorportdo algunos «dricihoa aorlnlca», la Inspiración dp lonilo vn n pnilpgWP • ! individuo, II quien »p rolialilrre fU-jeto de derribo* ttitnitit\, ronlr t ltf injcrcniln* del Halado; ap Inilit en «1 fondo do driiutieni' ni ilmnliilo privado que no pueden Invadir loa poderes público* alnii, ni ainlrnrlo, respetar y defender,

139

Page 70: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Pero con esto no se hace sino expresar anhelos muy profundamente arraigados en la conciencia humana, aspiraciones que llegan a hacerse invasores ante determinadas catástrofes históricas, como lo fue, para esta Declaración Universal, la segunda guerra mundial. Lo que no puede hacerse en tal Declaración es precisar los medios concretos, proporcionar los instrumentos jurídicos necesarios, con que poder ejercer los derechos y libertades declarados.

Y, cuando esto falta, casi todo se reduce a derechos formales y libertades formales dentro de un mundo donde sigue aconteciendo lo de siempre: la opresión real de los pequeños por los poderosos. Nadie ignora, por ejemplo, la ambigüedad que encierra afirmar que «todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos». El problema está en que los hombres nacen en condiciones enormemente desiguales, y en cómo hacer real, cuando se vive en situación desamparada y oprimida, ese proyecto de libertad que es un hombre.

La cuestión decisiva no es «declarar» derechos humanos, con todo lo importante que esto sea, sino crear las condiciones sociales de vida en que se haga posible ejercitarlos. Y en este terreno es donde pueden entrar en conflicto principios que en abstracto son coincidentes: no es imposible, ni mucho menos, que, en nuestro mundo, una defensa clara de «los derechos de los pobres» sea reprimida en nombre de «los derechos humanos».

2) Porque tampoco hay que olvidar lo siguiente: la Declaración de los derechos humanos va dirigida sobre todo a los gobiernos, para crear sistemas políticos en que esos

derechos se respeten, para evitar los «actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad» (preámbulo de la Declaración) que han provenido del menosprecio de los derechos del hombre por parte de los jefes de las naciones.

Pero cada vez sabemos mejor cómo el poder utiliza en su favor cuanto cae en sus manos, y no suele detenerse ni ante los valores más sagrados cuando así lo exigen sus más altos intereses. Oír hablar de derechos humanos desde ciertas alturas, incluso eclesiásticas, recuerda espontáneamente lo que de ciertos pájaros decía un poeta latinoamericano:

«que en un lao pegan los gritos y en otro tienen los huevos».

También los derechos humanos pueden ser usados como forma de encubrimiento ideológico de otros intereses. Es muy fácil, cuando proyectos políticos ambiciosos lo exigen, coincidir en las mismas palabras, incluso en las mismas formulaciones de derechos, y llenarlas luego de contenidos diferentes o acaso opuestos.

Reconocer la dignidad de la persona, la libertad, la igualdad, la justicia, no hace problema. Lo que hace problema es a quiénes se trata de defender con esas palabras, por qué tipo de sociedad se lucha para hacer vigentes esos valores. Es lo que dijo admirablemente Merleau-Ponty: «Todo el mundo se debate en nombre de los mismos valores: la libertad, la justicia. Lo que divide es la clase de hombres por los que se pide justicia o libertad, la clase de hombre con el que se pretende hacer sociedad: los esclavos o los amos».

Pues bien, me parece que en este punto las Comunidades cristianas

140

tienen una gran labor profética que realizar contra cualquier manipulación de los derechos humanos. Este profetismo exige algunas cosas importantes. Por ejemplo:

a) Una identificación real con los más pobres y humillados, de manera que sean siempre sus derechos los defendidos, y no otro tipo de cosas. Reducir la defensa de los derechos humanos a algunos casos más llamativos de torturas, de liberación de presos políticos, etc., puede encerrar el peligro de olvidar las grandes masas de gente que viven en condiciones infrahumanas, y que no tienen voz ni para reclamar sus derechos.

Dicho más drásticamente: puede organizarse internacionalmente una forma de reconocimiento y de defensa de los derechos humanos que se convierta de hecho en «un arma ideológica para desviar por canales inofensivos la rebelión de los pueblos que están pagando en inhumanidad el precio del respeto de esos derechos en los países ricos» (9).

(9) J. L. SEGUNDO, ibíd., pág. 104. A esto obedece la sospecha de los países del Tercer Mundo de que los derechos humanos, tal como están recogidos en la Declaración de la ONU, «están concebidos no sólo a través del prisma de los países occidentales, sino que también sólo tienen sentido dentro del contexto de las estructuras de los integrantes de esas «islas de la opulencia» que son los países altamente desarrollados. Para amplios sectores de la población del Tercer Mundo ya no se trata de tener acceso al conjunto de convenciones recogidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sino de llegar a obtener la propia consideración de humanos» (JUAN MAESTRE ALFONSO, El Tercer Mundo y los derechos a ser humanos, en «Los derechos humanos», Madrid, 1976, páginas 82-83).

Defender el derecho de los pobres, en sentido evangélico, es asumir con la libertad de quien nada tiene que perder en eite mundo los elementos subvcrslvoi del orden presente que van implicado* por necesidad en esos dcrcchoi.

b) La defensa de los derechos humanos, si se entiende así, sólo es posible desde una posición de debilidad, no de poder. No ion los poderosos los que van a poner en marcha jamás este tipo de defensa do los derechos humanos. Es el puoblO mismo carente de podares y privilegios, en la medida en que despierte y se vuelva capaz de asumir el protagonismo de su propia llbri'iu'lón, el que inaugurará una dflfen*» revolucionaria del hombre da la que brotará un mundo nuevo. Y a esle nivel popular es al que debe moverse el fermento evangélico de las Comunidades cristianas.

Como es sabido, la Iglesia suele mostrar todavía un gran respeto por el poder político, y un gran interés por establecer unas reglas de colaboración con él. El problema está en cómo conjugar esto con su función profética, cómo podrá ser instancia crítica, no sólo de ulguno* excJIOl más llamativos de un sistema, lino del sistema mismo si fuere necesario.

Si, por un casuul, esto último se vuelve prácticamente Imposible, podrá parecer hasta ventajoso políticamente que la Iglesia se proclame defensora de los derechos humanos, pero será también prácticamente imposible que con esto salgan ganando los más pobres. La complejidad de este asunlo coloca a la Iglesia ante un dilema que la obligará cada vez más a lomar una opción si quiere librarse de pesadas contradicciones.

141

Page 71: Mision Abierta - Desafios Cristianos

No se puede servir a dos señores, y es preciso mostrar con hechos inequívocos que el verdadero señor de la Iglesia son los pobres.

c) Naturalmente que toda la labor profética de la Iglesia consiste en mostrar que Jesús es su único Señor, y el único Señor de la historia. Pero la cuestión es cómo hay que relacionar la confesión de que Jesús es Señor con su condición de Siervo, cuya obra mesiánica se resume en este signo patente: «los pobres son evangelizados»; así como se trata de relacionar su señorío sobre la historia con la realización del Reino de Dios en la historia, para lo cual debe tener algo que ver la proclamación de la primera bienaventuranza: «bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios».

Sin esta conexión real con los pobres de la tierra, qué difícil será hacer perceptible en nuestro tiempo el sentido trascendente de la liberación del mundo tal como está revelada en el Evangelio de Jesús. El mundo aparece trascendido, evangélicamente, en el amor a lo que nadie ama, en el interés por quienes nadie se interesa, en esos movimientos de caridad que fijan la atención en lo que el mundo olvida y desprecia. Por ese camino van los derechos humanos que está llamada a defender la Iglesia de Jesús.

Todo lo que se diga, fuera de este contexto, sobre la imposibilidad de identificar liberación humana sin más y liberación cristiana, será importante sin duda para preservar la sana doctrina, pero carente de lo más esencial del Evangelio, que es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» para la liberación del mundo.

3

Los derechos de quienes no pueden ejercerlos

A modo de conclusión habría que resaltar lo siguiente: la cuestión decisiva no son los derechos humanos, tal como están intemacionalmente declarados y reconocidos. La cuestión decisiva es quiénes se sirven de ellos y a quiénes se sirve con ellos.

Si no es a esa gran parte de la humanidad que no está siquiera en condiciones de poder ejercer sus derechos, es decir, a los más pobres y desprovistos de la tierra, a quienes se tiene intención de defender cuando se defienden los derechos humanos, nos encontraremos con la contradicción de que serán los bien provistos los defensores de tales derechos, mientras el hambre y la miseria seguirán reinando sobre la mayor parte del planeta.

La defensa de los derechos humanos no servirá, en tal caso, para construir un mundo mejor, más humano y más justo, sino para encubrir intereses de quienes quieren seguir dominando el mundo, y por ello, defendiendo los derechos humanos, resulta que vuelven imposible su ejercicio para grandes masas en los países menos desarrollados y más dependientes.

Dicho de otra manera: por debajo de los derechos humanos hay un deber humano fundamental: no mantener envilecida nuestra humanidad, la humanidad de todos, con la presencia de dos terceras partes de seres humanos pasando hambre, viviendo en condiciones infrahumanas, mientras siguen vigentes sistemas políticos y económicos que se sabe

142

de antemano que ahondarán el abismo entre países ricos y países pobres, entre unas clases sociales y otras dentro de cada país.

Cuando este deber fundamental se convierta en urgencia primaria para todos podremos empezar a hablar seriamente de derechos humanos.

Cuando sintamos como un insulto a la humanidad que se declaren defensores de los derechos humanos quienes defienden a la vez una planificación económica del mundo que enriquece sin límites a algunos a costa del empobrecimiento de las masas, podremos empezar a hablar en serio de los derechos humanos.

Finalmente, cuando la Iglesia de Jesús trate de construirse desde el clamor de los pobres, desde los débiles del mundo pura confundir a los fuertes, estará en condiciones de defender los derechos humanos, no como simple defensora de derechos naturales, ni en el mismo plano que otras fuerzas mundanal que tratarán de utilizarla en provecho propio, sino con la fuerza del Evangelio de Jesús que declara bienaventurado* a los pobres en vistas a la creación de una tierra nueva y un cielo nueVOHI que la felicidad del hombre Mrá aquella que sólo Dios purde dtltot la felicidad consumada ilr »U Reino.

143

Page 72: Mision Abierta - Desafios Cristianos

LUIGI DE PAOLI

CAMINO Y PROPUESTA HACIA UNA IGLESIA NAZARENA

El doctor De Paoli, en un artículo (*) que no es posible publicar en su totalidad por razón de espacio, hace un análisis detallado de la incapacidad de la Iglesia para «hacer sentir el amor al hombre de hoy». Este defecto estructural de la Iglesia consiste en la disociación entre pensamiento y acción, racional emotivo, entre pastores y pueblo. Su práctica clínica y su condición de creyente te hace concluir que esta disociación es inconsciente. Para la superación de este defecto estructural se propone una movilización de todo el pueblo, a fin de liberar las partes profundas del yo creyente, hasta hacer la experiencia de intercambio y participación basado en el modelo de la primera comunidad cristiana.

El cambio hacia una Iglesia nazarena

Si es verdad que esta última parte del siglo plantea impresionantes problemas al hombre contemporáneo, desde la crisis de los sistemas ideológicos, políticos y económicos, hasta la ruptura de los equilibrios pricológicos intra e inter-personales, entonces la tarea de la Iglesia, «levadura de la masa» y «sal de la tierra», no puede ser más que una: asumir conscientemente la crisis, no para

" El artículo, incklito, se titula «Disociación sistemática de la Iglesia y movilización sistémrca de la iglesia». La traducción, que olrecemos, ha sido hecha por José M. González Ruiz.

gestionarla de forma megalómana y para pilotarla con delirantes proyectos, sino trabajar silenciosamente, ocultamente, afectuosamente, para dar una consistencia a una esperanza, a un nuevo modo de ser, no ya fundado sobre el ambicioso proyecto de dominar el mundo, sino de servirlo en espíritu de humildad y de gozo.

Si Jesús ha venido para servir y no para triunfar, entonces se plantea el problema de un nuevo modo de ser iglesia, creyentes, cristianos, católicos: éste consiste en el servicio, entendido como colaboración diligente y gozosa con toda iniciativa, proyecto o expectativa que tenga como fin la de hacer «sentir» al hombre el amor.

144

La encarnación de la iglesia pasa, como la de Jesús, por la recuperación de un estilo de vida nazareno: hecho de cosas sencillas, sin imperios católicos de periódicos, radios, televisiones, bancos, campos deportivos: Nazaret es exactamente lo contrario del triunfo, de la soberbia de los poderosos; Nazaret es lo contrario del Estado del Vaticano, de las riquezas «acumuladas en la tierra y no en el cielo»; es la antítesis del éxito, de las masas exterminadas, de las peregrinaciones de lujo, de la espectacularidad, un poco cinematográfica, de las audiencias papales.

Hay que hacerse más severos consigo mismos y con la propia Iglesia: no se puede hablar al mundo atareado, desilusionado y semianalfabeto con ritos, lenguajes, símbolos, diplomacias, ideologías, que son intrínsecamente satánicas, inspiradas por fantasías exhibicionistas y de dominio. El modelo de vida propuesto por Jesús es radicalmente diverso, porque promete y realiza la paridad de los hombres y un pleno autocontrol de las pasiones: a través del camino humilde del trabajo, de la humilde mansión, de la humilde presencia, de la humilde persuasión, de la humilde colaboración. El modelo de vida de Jesús es nazareno también en la vida pública, porque el contacto con la masa está contenido en el número y en el tiempo; está punteado por continuas retiradas al verdadero desierto. Vivir en forma nazarena es escoger el trabajo manual e intelectual al mismo tiempo; es vivir con las mujeres y con los hombres, los niños y los adultos, sin los ritos, la pompa, las residencias de los poderosos; es convivir realmente con prostitutas y ladrones, enfermos y sanos, sabios e ignorantes, sin idealismos ni prejuicios. Vivir de forma nazarena es convivir con

una pequeña familia de verdaderos hermanos, en una comunión sincera de sentimientos y valores. Una iglesia nazarena, pues, es el signo vivo de la integración, de la cooperación, de la reciprocidad; en una palabra, de la fraternidad.

Como creyente y como estudioso del mundo psíquico, creo que la misión de la Iglesia es no proponer una abstracta «buena noticia», sino un acontecimiento que sea «noticia», buena y salvífica, para el hombre: el acontecimiento esperado es la comunidad. Esto lleva consigo que toda la Iglesia se convierta en «enzima» y «fermento» y que en su interior no haya dos clases de sujetos, una activa y otra pasiva, una transformadora y otra inerte, una pensante y otra no pensante. Si es verdad que la Iglesia presenta un elevadísi-mo número de sacerdotes y religiosos «con inconsistencias psicológicas», al mismo tiempo que de creyentes descomprometidos, lejanos, incultos y mudanizados, entonces el cambio del que tiene necesidad el mundo exige una transformación interna de la Iglesia. Con un número consistente de miembros que viven demasiado abstractamente la fe y con problemas psíquicos no resueltos, la Iglesia no puede desarrollar una misión que exige otro nivel de personalización y de socialidad: la práctica clínica y la investigación científica confirman con impresionante exactitud la pobreza interior y las tensiones sin salida posible de la mayoría de los creyentes, tanto laicos como pastores. Esto depende de una estructura educativa y orga-nizatiza de ¡a Iglesia que privilegia el conocimiento teórico, el saber abstracto y la relación fantástica, tanto con Dios como con los hombres, en una atmósfera de represión, de temor y frecuentemente de verdadera

145

Page 73: Mision Abierta - Desafios Cristianos

violencia. No es una casualidad el que casi toda la obra misionera de la Iglesia en América Latina y en África se haya llevado a cabo siguiendo el canal de la represión y con la ayuda del poder armado. Allí donde la violencia ha sido frenada o derrotada (Asia y el mundo islámico) no hay catolicismo. Esta amarga verdad, que no puede ser mitigada por el exiguo número de católicos o cristianos que viven en regiones pobladas por millones de hombres que no conocen a Cristo, debería hacer reflexionar sobre la necesidad de iniciar una terapia «profunda» de la Iglesia, muy distante de una verdadera metanoia y de la renuncia al uso de la violencia, de las armas o de la contraposición ideológica. Muchas veces la pastoral y la predicación católicas plantean el problema del cambio, pero de tal manera que no lo hacen posible. Generalmente, las trampas que los pastores —y los laicos a imitación de éstos— tienden a los que proponen el cambio de la Iglesia son dos:

a) La abstracción. El cambio se efectúa sólo a través de un análisis de lo que «se debería» ser o hacer, sin una integración personal y sin poner en solfa las resistencias personales. Este proceso ha sido el que ha dominado en el Concilio Vaticano II, que no ha sido ocasión de una metanoia de la Iglesia, si no en un sentido superficial y conceptual, precisamente porque sólo algunos (obispos) habían sido invitados al cambio que, por otra parte, se refería a formulaciones, conceptos, afirmaciones, sin ninguna referencia a la vida práctica de los firmantes. En sustancia, casi todo ha quedado como antes; tanto es así, que todavía hoy muchos invocan la «actualización» del Concilio.

b) El pragmatismo. El segundo mecanismo defensivo con que se enmascara el deseo de «no» querer cambiar es la acción: arrojándose en el apostolado concreto, en las obras de caridad, en la praxis de la evangelización se crea una cortina de humo con la que se pretende ofuscar las finalidades «inconscientes» de la acción, que sigue estando disociada de la reflexión crítica y de los sentimientos personales. En muchas ocasiones se oye repetir que «es hora de actuar», subrayando en forma no abierta que no es el caso de pensar y de valorar lo que se hace.

Esta digresión sirve para fijar un punto fundamental de la metanoia, o sea, que no puede ser transformación profunda y radical por obra del Espíritu si no se influye y se modifica simultáneamente todo «el sistema eclesial» en sus tres coordenadas: el aparato conceptual, la estructura socio-económica, la personalidad de cada uno de los miembros.

1. El aparato conceptual

El aparato conceptual de la Iglesia contiene no sólo verdades de fe e interpretaciones de ellas, sino también visiones subjetivas del mundo determinadas por la estructura inconsciente de los creyentes. Todo el aparato conceptual de la Iglesia es el producto de la clase intelectual y no de la obrera; además, es preva-lentemente occidental y no oriental, machista y no feminista, racional y no emotivo, moralista y no científico, viejo y no joven. Esta disociación explica por qué la Iglesia está lejos de millones de hombres y por qué millones de hombres están lejos del «Cuerpo Místico de Cristo». Se impone, pues, un nuevo trabajo de re-

146

formulación conceptual y teórica, si se quiere que Cristo sea comprensible y cognoscible por «todos» los hombres y no por algunas categorías privilegiadas por razón de civilización, sexo, edad y condición social, como sucede desde hace muchos siglos.

2. Las estructuras socio-económicas

Para muchos sigue siendo sugestivo el recuerdo de las primeras comunidades cristianas, caracterizadas por la integración psicológica, social y económica. Si no la abolición, al menos la reducción de las diferencias era una tensión vital: la Iglesia ora realmente signo «vivo» y tangible de una nueva sociedad, donde no había diferencias de obligaciones y de derechos entre «propietarios» y «esclavos», «intelectuales» e «ignorantes», entre «curas» y «laicos», entre «judíos» y «romanos». La organización de la Iglesia no era un calco de instituciones religiosas o civiles: no había pirámides jerárquicas, comunicaciones privilegiadas o unidireccionales, concentraciones de poderes decisionales. La Iglesia se había dado a sí misma una estructura a-secular, desconocida del «mundo»: la comunitaria. La estructura comunitaria es, de hecho, algo que en la sociedad contemporánea nadie conoce como acontecimiento mensurable sociológicamente y que se puede caracterizar así:

a) en la estructura comunitaria el sistema organizativo (o el organigrama) es dinámico y permeable;

b) la finalidad del sistema es el intercambio paritario y gratuito;

c) los miembros del sistema tienen un valor que es absoluto y prescinde del rol;

d) el poder y tas responsabilidades están distribuidos en todo el sistema y no sólo en la cumbre;

e) el centro tiene una función de coordinación y no de ordenación; en sustancia, es «piedra angular», pero no «eje portador» o «motor inmóvil».

Ahora bien, esta estructura «comunitaria» que la Iglesia primitiva se había dado fue la verdadera forma misionera y pacífica: lo que constituía «escándalo» y «fascinación» al mismo tiempo era el hecho de que toda la Iglesia era comunitaria en los hechos, en la concretez del vivir cotidiano y no sólo en la oración y en la tensión mística: el compartir los bienes corría parejo al compartir las responsabilidades, el gozo, el dolor, el martirio y el trabajo apostólico. La estructura comunitaria es radicalmente diversa de la secular de las instituciones, porque mientras éstas se fundan en la división (del trabajo, de las tareas, del rol, del provecho, del capital, de las decisiones, de la edad, del sexo), la comunidad se rige por el compartir profundo y auténtico. El «mirad cómo se aman» referido a la primera comunidad se podría traducir: «mirad cómo comparten» realmente todos sus bienes.

En la Iglesia de hoy el escándalo es la división: entre curas y laicos hay un abismo, como lo hay entre papa y obispos, entre ricos y pobres, entre doctos e ignorantes. También las estructuras internas de la Iglesia están escindidas: la Curia no es un órgano de servicio compartido por toda la comunidad internacional, sino una aberrante dirección general, burocrática e insípida. Todos los centros decisionales de la Iglesia no sólo están separados del pueblo de Dios, sino que están lejos también de

147

Page 74: Mision Abierta - Desafios Cristianos

las ciencias: me parece que tanto en la curia vaticana como en las episcopales, la ciencia es considerada como un producto diabólico, y que los curas y los sabios están tenidos a distancia conscientemente. Esta Iglesia, en sustancia, si no es una caricatura del Evangelio y de la Iglesia originaria, es ciertamente un híbrido sociológico, en el que prevalece lo institucional y está casi ausente lo comunitario. En estas condiciones, ¿qué esperanzas puede ofrecer al mundo la «esposa de Cristo», si ella está prostituida a la lógica del mundo y se hace promotora inconsciente de la separación en vez del compartir?

Un capítulo fundamental es el de las finanzas de la Iglesia: una hipocresía de fondo rige en el interior de la organización eclesiástica y un inconfesable apego al dinero impide tener comunicaciones claras y cristalinas sobre los usos del mismo. Precisamente con relación a la propiedad privada, a los capitales financieros, las autoridades eclesiásticas se comportan con formas superadas por la sociedad civil, donde cada persona o grupo social está obligado a presentar una clara y detallada rendición de cuentas con respecto a lo que gasta y a lo que gana. En la Iglesia el dinero es misterio mucho más denso que el de la Santísima Trinidad: y esto no puede menos que hacer surgir legítimas sospechas sobre el apego morboso al dios-dinero por parte de aquellos cristianos y pastores que no confiesan su empleo.

Esta hipócrita conducta relativa al dinero por parte de los pastores no puede menos que influenciar negativamente a los creyentes, los cuales no brillan ciertamente en el mundo contemporáneo por propuestas que tiendan a reducir las diferencias

económicas entre ricos y pobres, entre parásitos y trabajadores, entre países industrializados y países hambrientos, entre capitalistas y parados. Desgraciadamente, la imagen de naciones, grupos y personas que se definen católicos coincide, salvo excepciones, con posturas de profundo apego a los bienes materiales, al con-sumismo, a la propiedad y al dinero. En último análisis, también por lo que se refiere a la economía, se imponen severos y profundos cambios de la Iglesia, si se quiere reducir esa distancia escandalosa existente entre la vida modesta de Jesús y la de la Iglesia de hoy, visiblemente contaminada por vicios capitales, como la avidez y la avaricia.

3. Las personas

La «metanoiw no exige solamente el cambio de las estructuras lógico-conceptuales y de las socio-económicas, sino también de las psico-libídicas. Aquí se hace referencia a aquellos parámetros que son fundamentales para la persona, como la autonomía, la ternura, la temperancia y la empatia; estos pilares del Yo sobreviven frecuentemente sobre las arenas movedizas de organizaciones psicológicas débiles, enfermas, inconstantes y pasivas. Para los creyentes, además, sin estos pilares del Yo, no se da un ulterior desarrollo de la personalidad «cristiana», que se construye no sólo sobre las estructuras relaciónales de la reciprocidad, sino sobre todo de la gratuidad. Un contacto personal y prolongado con muchos creyentes, tanto en Italia como en otros países extranjeros, me ha convencido de que el católico es un portador, excepcionalmente sano, de un síndrome psicopatológico que no concierne al desarrollo de la fe o de

148

las virtudes cristianas, sino de las humanas. Las opciones políticas, las relaciones interpersonales, la educación de los hijos, la ética social en la mayoría de los creyentes, contienen preocupantes deficiencias personales y contradicciones inconscientes a tas que no se sabe cómo poner remedio.

Frente a la entidad de los conflictos el creyente desarrolla una organización defensiva que le es casi peculiar y que hace que muchos cristianos sean asimilados al «cura» por la incapacidad de ser auténticos y de admitir sin ambigüedad lo que viven y sienten «realmente». Esta falta de genuinidad, de transparencia y de coherencia es advertida por los no creyentes y por creyentes de otras religiones como el obstáculo «más» importante para el diálogo y para la evangelización, sobre todo con los jóvenes y los obreros, que soportan muy mal la hipocresía o la incoherencia.

Este defecto estructural del catolicismo no se puede modificar sí no es a través de la «metanoia», o sea, el cambio profundo: dicho de otra forma, la evangelización, la cateque-sis, el rito, la meditación, el retiro, la peregrinación, la pastoral, no tienen ningún valor para el hombre de hoy y de mañana, si no producen, en los hechos y en el comportamiento práctico, un verdadero y estable cambio de la vida del creyente: son acontecimientos regresivos psicológicamente y «opio del pueblo» si no estimulan deseos, tensiones instintuales, conductas individuales y de grupo más adultas e inspiradas en lo gratuito.

Una vez más conviene reflexionar sobre el hecho de que hasta los seminarios se niegan a modificar la organización psíquica de los candidatos al sacerdocio o a la vida religio

sa, y no garantizan la evolución adulta de los conflictos neuróticos: de aquí es lógico esperar que en la Iglesia la mayoría de los actos religiosos realizados o presididos por personas salidas de «seminarios» estén viciados por la incapacidad de producir un cambio. La esterilidad relativa de la formación en los seminarios no depende de carencias intelectuales o espirituales, sino de la disociación, que es una característica que atraviesa todo el período de los estudios y de la permanencia en el seminario. Por ejemplo: casi nunca este período está acompañado por el trabajo manual: esta disociación es normal en la vida civil y política del mundo occidental, pero es una verdadera perversión de la naturaleza del hombre. El estudio y la formación están centrados sobre objetos psíquicos externos al Yo: verdades reveladas, teorías, exposiciones escolásticas. Casi nunca la reflexión está centrada sobre el conocimiento del «Se» personal, sobre las deficiencias, mutilaciones o inacabamientos del «Se»; en otras palabras: la investigación de la verdad es externa al propio «Se» y está disociada, en la mayoría de los casos, del conocimiento profundo de sí.

La formación es prevalentemente individual, disociada del contexto social: aunque en los últimos años se ha acentuado el contacto con el «mundo», en realidad queda todavía mucho por hacer, para que el «novicio» sea un hombre que no huya de los problemas y de las tensiones, positivas o negativas, del mundo. De hecho, su formación tiene como punto de partida la abstracción (filosofía-teología), pero no la concretez. Finalmente, el estilo es institucional y no comunitario: con esto se quiere indicar que el curriculum formativo obedece a normas, sanciones, dictá-

149

Page 75: Mision Abierta - Desafios Cristianos

menes y reglamentos de la Iglesia institucional y descuida sistemáticamente la dimensión más comunitaria, o sea, más espontánea, carismá-tica, profética y desiderativa de la Iglesia evangélica.

Propuesta

Dado que la sociedad contemporánea está atravesada por una crisis sistémica que toca a los recursos energéticos, la distribución del rédito, la organización del trabajo, las relaciones interpersonales y las internacionales, la respuesta de las comunidades cristianas no puede consistir en un anuncio desencarnado y verbal, ni en programas moralistas y utópicos, ni en acciones individuales, por muy prestigiosas que sean: todos los bautizados han recibido de Jesús el don de estar seleccionados para dar una mano a los hermanos que viven en la oscuridad y en la enfermedad. Esta dulce invitación a llevar la curación allí donde está la enfermedad, encuentra gravemente impreparada a la comunidad cristiana, que no sólo no tiene un aparato conceptual adecuado para comprender y terapeutizar «el mal» de hoy, sino que no dispone de hombres dotados de sólidas virtudes teologales y psicológicas. El Espíritu exige a su Iglesia mi esfuerzo de cambio radical y sistémico, que arrastre a todo el pueblo y a todos los pueblos para promover un nuevo talante personal y social inspirado en las primitivas comunidades y en la vida trinitaria.

Este talante social y personal podrá ser nuevo solamente si supera la escisión, hoy vigente en todas las sociedades: «los nuevos cielos y la nue

va tierra-» inaugurados por Jesús echan el germen ele la superación de la escisión entre hombre y mujer, entre oriente y occidente, entre cultura y trabajo manual, entre razón y emociones, entre riqueza y pobreza, entre orden y disentimiento, entre paz y guerra, entre violencia y ternura, entre poder y participación. Jesús unifica e integra en una dialéctica magistral estas oposiciones.

Ahora bien, la única estructura que parece tener «potencialmente» las condiciones para hacer posible la integración entre sistemas opuestos es, a mi parecer, la Iglesia: sus atributos tradicionales (una, santa, católica, apostólica) confirman cómo la Iglesia se ha sentido, a veces inconscientemente, como una estructura capaz de integrar subsistemas diversos. Piénsese en la catolicidad, que es de suyo un proyecto con el que se renuncia a toda forma de matrimonio con culturas, clases, naciones o cosmovisiones particulares. Tanto la unidad como la santidad confirman la centralidad de la dinámica amorosa, que va más allá de las igualdades o del pluralismo y que inaugura acontecimientos psicológicos que no son peculiares de las instituciones seculares. La apostolici-dad, finalmente, evidencia el principio de la dirección o coordenación «colegial»: con este perfil la Iglesia se separa de ordenaciones monárquicas, imperiales o, en general, autoritarias, porque prefiere valorar el consentimiento comunitario y la dinámica grupal.

Por una movilización sistémica

Después de estas digresiones nace casi imperativa la urgencia de una

150

movilización sistémica de la Iglesia encaminada a dar un impulso a sus dinámicas específicas, en particular a las de la participación-co-munitarización. Esta invitación no significa pensar en un nuevo Concilio, ni montar aparatos misioneros, ni lanzar encíclicas o pastorales y, ni siquiera, formar grupos de expertos: significa, exactamente, lo contrario. Intentaré explicarlo.

1. La movilización expresu la necesidad de que en la Iglesia se reduzcan las legiones de creyentes pasivos, parásitos del rito y de la catcquesis, amantes de la dependencia afectiva y cultural respecto del «pastor». La movilización lleva consigo la determinación de hacer de lodo creyente un testigo que habla en nombre propio y no bajo indicación del papa o del confesor; que exprese certezas y dudas, pero de forma auténtica y no artificial o insincera; que sea capaz de disentimiento abierto, valiente y afectuoso, cuando lo exijan las condiciones; que tenga la fuerza de resistir a las tentaciones del narcisismo y de la omnipotencia; que esté en forma para sostener y animar el diálogo; que sepa recoger de cada hombre y de cada cultura el deseo escondido; que sea rico de imaginación, de creatividad, como corresponde al hombre genita-lizado. La movilización intenta arrancar a millones de creyentes del sueño, de la desesperanza, de la desilusión, de la desconfianza en sí y en Dios, a través de dinámicas que sacudan el Yo profundo e incidan en él, precisamente allí donde anida el núcleo de la muerte.

Un proyecto de movilización ecle-sial lleva consigo que cada creyente sea agregado a la movilización y no que sea el destinatario pasivo de un mensaje o de una organización, como ocurre casi siempre en la Iglesia.

I.a movilización no es cruzada, ni milita* ÍMCÍÓII de los creyentes, porque no llene como finalidad mover «contra» alguien o algo, ni siquiera contia «el mal»: la movilización tiene ionio objetivo liberar la parte profwulu ¡leí Yo del creyente respecto í/c tuda forma de sujeción frente a objetos perversos, incluidas aquí las ¡nuíxeites autoritarias y perversas de Dios. Movilizar el mundo ecle-sial s¡niilllca introducirlo en el reino de lo inconsciente que, como el Misterio, no tiene límites ni de espacio ni de tiempo. En suma: visto desde un punió de vista psicológico, la movilización es un proceso que tiende a valorar las partes libidicas, fantásticas y afectivas del hombre, para que éste esté preparado u «sentir» profunda y establemente dentro de sí la presencia buena y gratuita de Dios. Sólo entonces la le es una vivencia: do oliu l'ornm, queda, como en la mayor parte de los Humados creyentes, un núcleo vagante de la personalidad, sin raíces y sin frutos. Para quedarnos en la alegoría de la «semilla de trigo», la movilización no lleva consigo un cambio de «semilla», sino del terreno, y equivale a un Mirlamiento «profundo», que consiente a lu «semilla» divina anidar y brotar. Creo que la imagen evangélica da la diferencia existente entre la movilización y cualquiera otra forma de intervención eclesial que se quede en lo racional o normativo y, por tanto, en lo superficial.

2. Sistémica: cuando se propone una movilización sistémica de la Iglesia, se entiende con ello precisar la necesidad de que todos los subsistemas de la Iglesia sean al mismo tiempo animados, analizados, fermentados. Esto significa que la «me-tanoia» no debe partir, como una elaboración completa y definida, del «Sumo Pontífice», de la «Curia», de

151

Page 76: Mision Abierta - Desafios Cristianos

una «comisión teológica», sino como una apertura a la ilimitada y sorprendente dinámica del Espíritu de todos los que componen la Iglesia, incluidos los organismos y las estructuras que la apoyan y sostienen.

Si la movilización es sistémica, no puede haber ningún sector de la Iglesia que pueda ser objeto-tabú, tabernáculo cerrado herméticamente a toda exploración. La movilización sistémica, a la que me refiero, se orienta a:

a) todas las categorías en que se subdivide el pueblo de Dios: pastores, religiosos, laicos, catecúmenos;

b) a todos los papeles: catequistas, instructores, predicadores, profetas, confesores, formadores, etc.;

c) a las ciencias teológicas, humanas y naturales;

d) al lenguaje, a los signos y a las comunicaciones de la Iglesia;

e) a la organización eclesial: las parroquias, las órdenes religiosas, los movimientos eclesiales, la curia, etcétera;

f) a las finanzas y al uso de los bienes inmuebles;

g) a las relaciones con otras iglesias y con otras religiones.

Hasta hoy en la Iglesia se ha procedido a través de la ley de la escisión; organismos que promueven acciones o ideas a favor de la paz no intervienen en movilizar el sector de la predicación o de la cateque-sis, al menos en los casos ordinarios; comisiones centrales o diocesanas que se ocupan de acciones caritativas se quedan separadas de las ciencias sociales o psicológicas; las organizaciones periféricas de la Iglesia no sólo se ignoran recíprocamente, sino que están privadas de vínculos

con las centrales (Curia), con las Universidades Católicas, con culturas y estructuras misioneras. Tómese, como ejemplo, una estructura relevante, como es la de los catequistas: casi nunca fundan su actividad sobre las ciencias del hombre, como la psicología, la pedagogía y la sociología; el hecho de estar completamente a oscuras, por ejemplo, de las dinámicas financieras de la parroquia y de la Iglesia los lleva, casi inevitablemente, a remover aspectos concretísimos de la realidad, como el intercambio de los bienes económicos. Y así toda la catequesis se convierte en a-histórica e inmaterial, precisamente porque los dos subsistemas eclesiales, el de la catequesis y el ecuménico, están radicalmente escindidos. En un plan de «movilización» sistémica, por el contrario, el catequista entra en todos los subsistemas eclesiales (teológico, organizativo, financiero, etc.) y lleva a todos los subsistemas eclesiales al interior de su catequesis. Sólo así el catecúmeno aprenderá a integrar todos los aspectos de la realidad en su fe y a vivir en la Iglesia y en el mundo sin sentirse un extraño. Otro ejemplo: la Curia. Hasta hoy este organismo vive de reglas autónomas que a lo más provienen del papa, pero casi nunca del pueblo, de los bautizados: el resultado es la petrificación de la Curia y de la Iglesia. Dejemos a un lado las acusaciones y las quejas que desde hace unos decenios se formulan contra la Curia: queda el hecho de que su organización y el cuadro teórico y simbólico en que se mueve no proceden normalmente de una elaboración consciente de todo el pueblo de Dios; ni se puede decir que la Curia sea conocida como un órgano que consulte sistemáticamente a las diversas corrientes de la ciencia. En el cua-

152

dro de una movilización sistémica los órganos montados para «servir» deberían aprender a tener mucho en cuenta el peso adulto del pueblo de Dios y los resultados de una reflexión crítica: de esta manera «el mundo» conocería una modalidad nueva de gestionar la autoridad, concebida no ya como dominio, sino como servicio (la «¡Buena Noticia!»). Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito: en una concepción sistémica los seminarios, obviamente, no pueden continuar siendo solamente una experiencia cognoscitiva y la parroquia cesa de ser una «fábrica de sacramentos» casi inoperantes, pero todas las ocasiones y los espacios religiosos se transforman en un encuentro más crítico, comprometedor y realista con Dios y con la sociedad. En un cuadro permanente de «movilización sistémica», finalmente, hombres y mujeres, laicos y pastores, profetas y doctores, santos y predicadores, ricos y pobres, padres e hijos, discípulos y maestros, inician un camino en el que los roles no están ya fijados, y cada individuo goza de las ventajas reales y profundas del intercambio y de la participación.

Esto sería un verdadero catecume-nado, fundamental para todo creyente, porque sin él no se puede llegar a ser «fermento», siquiera modesto, de la Historia, ni humilde «lámpara» en los momentos de crisis tenebrosa: una vez que el amor es la capacidad de fundirse con un objeto absolutamente diverso y supone un complejo trabajo de introyección y proyección, en una palabra, de integración, no hay posibilidad para los creyentes de ser un «signo» auténtico de Dios si no han hecho un largo catecumenado para aprender a conocer el placer de recibir y de dar, o sea, de amar.

El segundo aspecto de la «movilización sistémica» comprende lo ex-traeclesial: de hecho el pueblo de Dios está inserto en contextos seculares diversos, pero siempre contaminados por patologías, ya sea de naturaleza psicológica, ya jurídica, económica o política. Muy frecuentemente se da el caso de que el creyente vive afectivamente en el otro mundo, fascinado por el ensueño de un paraíso, pasmado por la nostalgia del pasado o por la búsqueda de un futuro diverso; en estas condiciones es obvio que no puede aportar nada a un mundo en crisis, hambriento de pan y de esperanza, incapaz de encontrar una brújula para salir de la desorientación. Es un hecho que hasta hoy los creyentes, en cuanto miembros de la familia de Dios, no htin hecho nunca una reflexión profunda y científica sobre los mayores problemas que están a punto de echar a pique al hombre y que yo citaba al principio: la urbanización salvaje, la organización despersonalizante del trabajo, el deterioro de las relaciones interpersonales, la aparición de nuevas formas de autoridad monstruosas y anónimas. Cuando se propone una movilización sistémica se alude a la necesidad de que los creyentes, no individualmente ni como grupos aristocráticos o de compromiso, sino como «pueblo», adquieran una conciencia crítica y sufrida de la «ciudad secular», de los engranajes y fuentes de las injusticias, con el fin de organizar una respuesta colectiva y universal.

Si queremos ser coherentes con el Concilio y con el Evangelio, tenemos que acelerar los tiempos para dar dignidad y responsabilidad al «pueblo», demasiado humillado por el poder temporal, pero también por el poder eclesiástico, ambos interesados inconsciente o conscientemente

153

Page 77: Mision Abierta - Desafios Cristianos

más en dominar que en servir, más en reprimir que en liberar, más en infantilizar que en adultizar. En un cuadro de «movilización sistémica» los creyentes no se preparan para pilotar, dirigir o enseñar a los «no creyentes», sino para producir análisis más meditados de la realidad, para proponer y concretar modelos amorosos, de cooperación y de participación, con el fin de que cada hombre no sea ya un esclavo del poder, un engranaje del sistema, un mudo espectador, sino el centro de todo el operar histórico.

Sobre todo, en algunos sectores del vivir cotidiano es fundamental que los creyentes converjan en valores-clave, en temas de fondo, en fundamentos de la realidad social: es casi un absurdo, si no un escándalo, que los creyentes tengan modos de pensar y de actuar sobre la propiedad privada, sobre la fábrica, sobre la organización del Estado, sobre la escuela y sobre la ciudad, que son radicalmente opuestos: la «comunión de los santos» tiene un sentido solamente si en el vivir cotidiano produce no ya la masificación de los creyentes, sino una orientación afectiva y valorativa sustancialmcntc consensúa] sobre los problemas señalados y sobre lus maneras de resolverlos. Citemos, con«> ejemplo, las relaciones internacionales: es fácil demostrar cómo algunas naciones «católicas» viven desangrando y empobreciendo a otras naciones y pueblos» subdesarrollados», sin que los creyentes muevan un dedo para luchar contra estas contradicciones. Bastante débil es la aportación de los creyentes a los derechos civiles, a un justo y audaz planteamiento de las relaciones económicas, políticas, lingüisticas y psicológicas entre los pueblos: me parece que aquí el ecu-menismo de la Iglesia explota, sola

mente en un bajísimo porcentaje, todas sus potencialidades, mientras el «mundo» invoca a alta voz a profetas, mediadores, científicos, a que abran las puertas de la esperanza e introduzcan a millones de hermanos en una perspectiva de auténtica fraternidad universal.

El método

Hasta aquí me he fijado en el objetivo: espero haber demostrado que la crisis del mundo es sistémica y profunda y que la Iglesia no está preparada actualmente para ser un signo vivo de esperanza para el hombre, porque presenta un defecto estructural que es la disociación entre el pensamiento y la acción, entre lo racional y lo emotivo, entre el dogma y la ética, entre pastores y pueblo; la predicación, la meditación, los retiros, las peregrinaciones, los seminarios, presentan un cuadro alarmante de separación con respecto a lo real, entendido tanto como mundo social cuanto como mundo psíquico.

Para la superación de un defecto estructural y de secular duración, se propone dar comienzo a una movilización sistémica de todo el pueblo de Dios, según un método tomado del Evangelio, de la tradición ecle-sinl y de la experiencia científica. La práctica clínica me induce a pensar que es de fundamental importancia constituir un setting que promueva la movilización intra y extraecle-sial; en los procesos que están orientados al cambio, es imprescindible la formación de órganos destinados a la cura y a la atención vigilante del desarrollo de la «Semilla».

154

No es mi intención entrar en detalles de carácter operativo, que exigen meditados análisis y el concurso de muchos cansinas y dones del Espíritu: espero haber proporcionado una serie de datos que confirman la necesidad, aún más la urgencia, de pasar a una fase de movilización sis

témica, con la finalidad de superar una fractura estructural que le impide a la Iglesia el ser «fermento» y hacer germinar la semilla de la «comunidad».

Page 78: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JUAN JOSÉ TAMAYO-ACOSTA

LAS COMUNIDADES CRISTIANAS POPULARES

Este trabajo quisiera ser, dentro de la modestia que le caracteriza, un intento teórico-práctico de aproximación a un movimiento joven pero con raíces históricas profundas en una tradición viva de la Iglesia de Jesús desde la óptica de la fraternidad: las comunidades cristianas populares. O, dicho con otras palabras, quisiera responder a la pregunta, que se presenta como un desafío dentro y fuera de la Iglesia: ¿qué aportan las comunidades cristianas populares a la fraternidad humana y a la comunidad eclesial hoy?

Adelanto que sólo es posible plantear la pregunta y responder a ella desde una superación del idealismo cristiano, que creo ha realizado en parte el movimiento de comunidades populares. Las comunidades populares han huido, como de una peste o de un nublado, de lo que

A. Bernard llama «catolicismo de salvación eterna o cristianismo sin ciudad terrena» (1), tan frecuente aún hoy día en determinados sectores del catolicismo y en algunas capas de la sociedad española, optando por un cristianismo dentro y desde la ciudad terrena. Esto es, al mismo tiempo, lo que distingue a comunidades populares de otros ensayos eclesiales calificados incluso de «progresistas».

Para desvelar la gran incógnita de este trabajo, se hace preciso allegarse a las raíces de este movimiento, a sus orígenes, a sus fidelidades,

(1) A. BERNARD, «La evasión del mundo, falsa solución de la soteriología cristiana», en Vida cristiana y compromiso terrestre. V Semana de Teología. Universidad de Deusto. Desclée de Brouwer, Bilbao 1971, p. 91.

156

a su historia, a su evolución, a sus contradicciones y a su práctica. Pero, dado el espacio de que dispongo, remito a otros estudios que he escrito sobre el tema (2).

No quisiera insistir demasiado en los orígenes remotos de comunidades populares. Pero sí deseo coger la pista desde atrás para ayrcclar su originalidad y su engarce con experiencias comunitarias de cufio liberador.

Las Comunidades populares, como práctica dinámica de la fraternidad en medio de la sociedad y de la Iglesia, no son de hoy, ni siquiera de un ayer cercano. Hunden sus raices en la Iglesia-comunidad que Jesús quiso y que muy pocas veces se hizo realidad debido a las «fuerzas diabólicas». De ahí que dicho movimiento no se arrogue apenas ninguna originalidad en cuanto a su dinamismo y a su vena profética, aunque sí reivindica una fuerte dosis de imaginación, de creatividad, de riesgo y de utopía. Podríamos decir que intenta enlazar en todo momento con el proyecto originario de la verdadera Iglesia, si es que existe o puede existir —nosotros creemos que sí—. Esta es una primera constatación objetiva y no puramente petulante, triunfalista y subjetiva.

(2) Cf. J. J. TAMAYO, «Comunidades populares», en Vida Nueva, núms. 1.060-1.061 (1976-77) 45-47. «Por una Iglesia del pueblo. El pueblo reclama su derecho a hacer Iglesia», en Mundo Social, núm. 248 (1976) 19-22. «La Iglesia clandestina en Madrid. Crónica de diez años de Iglesia subterránea», en Vida Nueva, núm. 1.031 (1976) 23-30. «El fenómeno de las comunidades de base en España», en Ecclesia, núm. 1.793 (1976) 18-25. «Comunidades cristianas: Una alternativa de Iglesia para el pueblo. I. Origen y evolución», en el Boletín HOAC, núm. 702 (1976) 11-21. «II. Practica política de la comunidad cristiana», en el Boletín HOAC, núm. 703 (1977) 13-18. REY-TAMAYO-ANTÓN, Por una Iglesia del pueblo. Mañana Editorial, Madrid 1976.

A lo largo de la historia, las comunidades populares han ido buscando cauces de realización en algunas experiencias —numerosas, diría yo con el permiso de los historiadores—, que quisieron ser fieles a una práctica de fraternidad claramente dibujada en el Evangelio.

Algunas de estas experiencias fueron tachndns de heréticas en su tiempo, y más larde, se ha descu-bierlo el servicio parcial —porque su proyecto eni I imbién parcial— que las mismas prestaron a la tarea de construir ln Iniletnidad humana y cristiana. resquebrajada y rota por las luchan Intestinas de los poderosos, por guei IIIN abiertas contra los movimientos populares y hasta por «cruzndits» llevadas n cabo en nombre de Cristo y premiadas con indulgencias, l'.slit es la razón por la que, al poco de nacer, desaparecieron asaeteadas y hasta decapitadas con el fin de snlvar la «ortodoxia imposible».

Otras, por el contrario, fueron integradas dentro de la Iglesia-institución y, ya dentro de la matriz jurídica, perdieron el sentido crítico-profético que inspiró su nacimiento y el torrente de fraternidad que estaban llamadas a difundir.

Teniendo en cuenta estas precisiones, divido el trabajo en dos partes: la primera girara en torno al aporte que las comunidades populares están prestando para fomentar la comunidad dentro de la Iglesia española, aporte concretado en el proyecto global de Iglesia; la segunda parte se fijará en la respuesta solidaria que dicho movimiento ha dado a los desafíos de la sociedad española, respuesta concretada en la fraternidad popular. Ambas partes no constituyen compartimentos estancos, sino que están en estrecha relación, ya que la comunidad

157

Page 79: Mision Abierta - Desafios Cristianos

cristiana —si quiere ser tal— tiene que asumir como tarea prioritaria la construcción de la fraternidad en el mundo.

1

Uu proyecto global de iglesia

Construir la Comunidad desde la base

A través de los siglos los cristianos han conocido diversas formas de vida comunitaria, desde las primeras comunidades fundadas en la fe en la Resurrección, en la esperanza en el retorno de Jesús y en el amor fraterno, hasta los diversos movimientos de apostolado moderno pasando por otras formas de vida comunitaria basadas en una convergencia de intereses de tipo muy variado.

Hoy surgen por doquier pequeñas comunidades cristianas variopintas. Sus nombres varían según los países, y varían también sus funciones concretas, su grado de inserción en la comunidad total y el centro en torno al cual se han coagulado. Todas ellas surgen a partir de una convicción básica: entienden y viven la comunidad cristiana como espacio único de la existencia concreta de la Iglesia y como alternativa significativa de ser cristianos y de proclamar el mensaje de Jesús.

La función de estas pequeñas comunidades y su articulación en la Iglesia universal plantea numerosos problemas debido en gran parte a la desconfianza con que la Iglesia oficial las contempla y a la descon

fianza no menor con que ellas contemplan a la Iglesia oficial (3).

Si hay algo en común que aproxima a muchas de estas experiencias comunitarias es su deseo de construir la comunidad desde la base y desde una misma je en Jesús de Na-zaret, y no desde unos mandatos jerárquicos (que sólo algunos poseen).

A través de la vivencia de la comunidad cristiana se ha ido dibujando con suficiente claridad el nuevo rostro eclesial y la Iglesia ha dejado de ser una abstracción para tornarse en realidad dinámica y operante. En este sentido son profé-ticas las afirmaciones que hacía Manuel Useros hace siete años:

«La comunidad cristiana es el espacio en el que la Iglesia deja de ser un proyecto o un esquema abstracto de verdades, de imperativos, de valores y de eficacia para la realización histórica de las personas. El misterio escondido del pueblo de Dios en la tierra se manifiesta en la realidad concreta de la existencia personal, cuando surge y se desarrolla la comunidad de creyentes. Es ésta el espacio donde la verdad cristiana se hace opción transformadora, conversión, confesión de fe y compromiso, donde los sacramentos se hacen celebración, donde los imperativos evangélicos se hacen testimonio de vida, donde la comunión en Cristo se hace fraternidad y servicio; es la comunidad cristiana el espacio donde realmente la obra de salvación se hace historia» (4).

(3) E. PIN, «La Iglesia como forma de estar juntos», en Pastoral Misionera, 5 (1969) 30.

(4) M. USEROS, Cristianos en comunidad. Sigúeme, Salamanca 1970, pp. 13-14.

158

El cautiverio, fragua de las Comunidades populares

Después de estas caracterizaciones generales, vamos a fijarnos en las comunidades populares. Desde el principio de su nacimiento, estas comunidades fueron conscientes de que la comunidad no se construye en la idealidad de unas relaciones puramente cariñosas, entrañables e intimistas. Por eso surgieron los primeros problemas y los primeros obstáculos que se erigían como una señal de prohibición de tránsito por cualquiera de las direcciones en que se quería avanzar. Se comenzó por la pregunta sobre la posibilidad de echar a andar la comunidad cristiana dentro de un ámbito socio-político represivo como era el del Estado español. Las preguntas se plantearon la mayoría de las veces en la práctica, aunque no faltó la reflexión temática y teórica sobre la realidad:

¿Podía nacer la comunidad cristiana en un ámbito en el que no sólo no existía libertad de reunión, de expresión y de asociación, sino que dichos derechos eran pisoteados impunemente al amparo de unas leyes dictatoriales dictadas por los vencedores de una guerra?

¿Podía haber luz verde para la agrupación liberadora de los creyentes en una estructura socio-política que reprimía todo intento de vivir un proyecto común de existencia en libertad y fraternidad desde el pueblo?

¿Podía tener salida la comunidad cristiana en un largo contexto histórico de educación individualista, masificante y uniformada?

¿Podían ver la luz pública grupos cristianos de base, donde las relaciones entre los hombres estaban —y siguen estando— estructuradas

a partir de los intereses económicos de una minoría dominante y no a partir de una comunión gratuita? Incluso más, ¿había lugar para esa comunión gratuita?

¿En una sociedad que perpetúa la división entre opresores y oprimidos?

¿En una sociedad como la española, en la que existía —y sigue existiendo en parte— una irrecon-ciliación histórica de cuarenta años entre vencedores y vencidos?

En una palabra, ¿cómo podía nacer la verdadera Iglesia —la comunidad cristiana— en medio de tantas divisiones internas y externas?

El panorama no podía ser más desconsolador y sombrío objetivamente. Pero había que echar a andar sin más dilación, porque se corría el peligro de perder el tren. La única sulida que quedaba era la clandestinidad con todas sus ventajas e inconvenientes.

Y así se comenzaron a arrostrar las dificultades de frente, cara a cara, con toda su crudeza. Desde el cautiverio y la clandestinidad se comenzó a pensar y a vivir comunitariamente con un objetivo común y ampliamente compartido: la liberación del pueblo. Así entraban por la vía y memoria peligrosas de Israel, de Jesús, de la primera Iglesia, etc. En la cautividad se fraguaron las comunidades populares como respuesta a un pueblo también cautivo. Y crecieron también los valores evangélicos y humanos: la solidaridad de los y con los oprimidos, la lucha por la conquista y defensa de los derechos humanos heridos, la voz de los que no tenían voz, la acogida a los militantes represalia-dos, la fraternidad en la comunicación de bienes y en el dolor.

En este clima se fueron creando espacios donde la palabra y la ex-

159

Page 80: Mision Abierta - Desafios Cristianos

presión eran libres, donde se alimentaba la dinámica de la esperanza y de la victoria.

Hoy afortunadamente se ha superado en parte aquella situación de cautiverio.

La Institución: infidelidad y resistencia

Otro problema que se planteaba era en torno a la posibilidad de fundar la comunidad cristiana a partir de las condiciones internas que ofrecía la propia Iglesia, y a la vista de una larga vivencia de infidelidad:

¿Podía nacer y crecer la comunidad en el seno de una Iglesia que durante siglos había renunciado a su dimensión comunitaria para tornarse en estructura societaria?

¿En una Iglesia que había predicado y vivido una ética individualista y la salvación del alma sin ocuparse de la salvación integral?

¿En una Iglesia que justificaba teórica y prácticamente la existencia y permanencia «in infinitum» de cristianos pobres y cristianos ricos en su misma entraña, de fieles vencedores y fieles vencidos, de seguidores de Cristo opresores y seguidores oprimidos?

¿En una Iglesia defensora con uñas y dientes de una estructura jerarco-piramidal ?

¿En una Iglesia que tiene toda la pinta de ser un «establishment» económico al servicio de las clases dominantes?

¿En una Iglesia que, como la española, había defendido y hasta bendecido, desde la guerra, a los que usurparon las libertades al pueblo, fruto de un golpe de poder fascista?

En una palabra, ¿qué se podía hacer en condiciones tan adversas?

La cosa estaba bastante clara: todo intento de tornar la Iglesia en comunidad de comunidades chocaría con la resistencia de la jerarquía; y así sucedió. Desde el principio se negó la carta de ciudadanía a las comunidades populares nacientes y se pusieron trabas a su crecimiento y expansión; con lo cual siguieron la misma suerte que tantos movimientos proféticos que fueron colocados al margen de la Iglesia. Todavía hoy su legalidad dentro de la Iglesia es un asunto muy oscuro, pero el proyecto de Iglesia por el que trabajan se va haciendo realidad.

A lo largo de los últimos diez años —época en que se sitúa el desarrollo de las comunidades populares bajo diversos nombres— una cosa estaba clara en el movimiento: ofrecer un proyecto global de Iglesia al servicio del Pueblo.

La respuesta desde la práctica liberadora

Una primera reacción que se observó en las bases eclesiales ante la pereza de la Institución para aterrizar en la práctica liberadora, fue el descontento y la contestación. Aquí habría que situar a muchos de los movimientos contestatarios que surgieron en suelo cristiano en los años posteriores al concilio y que enlazaban con otros fenómenos críticos de carácter cultural y político.

A partir de aquí comienza la búsqueda de nuevos modelos de Iglesia más en consonancia con análisis científicos de clase, con alternativas socio-políticas populares (que trabajaban por una fraternidad popular) y con el evangelio de Jesús.

Poco a poco, los cristianos, metidos en harina, abandonaron los viejos dualismos, que les incapacita-

160

ban para hacerse presentes en la sociedad por creer que el cristianismo ofrecía respuesta a sus problemas individuales (muchas veces, patológicos) desinteresándose de la realidad total. Y si alguna vez salían al ruedo a medir sus fuerzas, lo hacían para apoyar, justificar y legitimar el orden establecido en los países capitalistas. Pero el panorama estaba cambiando. Los cristianos —una minoría respetable— comenzaron a hacerse presentes en el proceso de emancipación del pueblo, tomando conciencia de que ese era su puesto. Y lo curioso es que se encontraban tan a gusto como el pez en el agua, porque se daban cuenta de que eso era lo suyo; y la marginación era un espacio injustificado desde el evangelio y desde la propia realidad.

Comenzaron a surgir numerosos grupos cristianos en distintas diócesis españolas. Lo mismo sucedía en otros países y continentes, sobre todo en América Latina, comprometidos en una práctica de liberación. Esta marcha respondía a cuatro imperativos complementarios e inseparables que hoy siguen teniendo vigencia:

— El evangélico: anunciar y vivir la «causa de Jesús»; encarnar históricamente lo carismático; redescubrir el profetismo; actualizar las exigencias del Reino; vivir la comunidad.

— El misionero: situar en primer plano la evangelización liberadora y la «misión» frente al puro sacramen-talismo y a la burocracia. Las comunidades populares no partían de cero en este aspecto, sino que asumían la dimensión misionera de la Iglesia, puesta de relieve años atrás por los movimientos apostólicos, por la misión obrera, por los curas obreros y por los aportes de la teo

logía de la «misión». Sólo que el enfoque era liberador y de transformación, y no solamente testimonial.

— El político: lo político comenzó a ser sentido y entendido como elemento globalizador y totalizador de la existencia humana, del que nadie podía escapar a no ser haciendo violencia a la realidad y al núcleo personal. Desde esta comprensión, el compromiso se fue generalizando entre los cristianos de las comunidades populares en sus diversos niveles: sindical, político, cívico, cultural, etc. Pero no se trataba de un compromiso indiferenciado, sino popular militante, dentro de la amplia gama de opciones al servicio del pueblo. Todo ello frente a opciones amarillistas y conservadoras y frente a la falta de beligerancia de la fe.

— El de la base: era la concreción de los imperativos anteriores y una de las señales de reconocimiento del movimiento: la opción por los oprimidos, por los marginados, frente al apoyo tradicional de la Iglesia-institución a los privilegiados, oligarcas y clases dominantes. En este imperativo cobraba pleno significado la expresión «de base» con que han sido y siguen siendo calificadas hoy estas comunidades (5).

La experiencia pasada parecía alertar de la imposibilidad que entrañaba este proyecto global, de las múltiples contradicciones que se daban en la práctica —y también en la teoría— entre Iglesia y clase obrera, Jesús y el pueblo, amor y lucha de clases, etc.

Pesaba sobremanera la crítica marxista de la religión, aunque dicha crítica se veía compensada, del

(5) C. FLORISTXN, «El fenómeno de las comunidades de base», en Pastoral Misionera, 10 (1974/4) 30.

Kt l

Page 81: Mision Abierta - Desafios Cristianos

lado cristiano comprometido, por una lectura práctica y liberadora de la fe; pesaba en el alma la larga lista de creyentes que habían tenido que abandonar la Iglesia y hasta la fe (o al menos poner ambas entre paréntesis); pero dicha alarma servia de despertador eficaz para superar en el seno del pueblo los dualismos de antaño y para asumir dialécticamente polos que objetivamente no estaban contrapuestos. Es decir, que si se reconocía de alguna forma la contradicción, desde el punto de vista diacrónico, no se trataba propiamente de una contradicción principal.

Una alternativa de Iglesia: Evangelio y estrategia

El proyecto global de Iglesia nueva estaba en marcha. Insisto en que se trata de un proyecto global, no de un simple apuntalamiento momentáneo. Tampoco se trata de un plan sectorial o parcial que intente incidir solamente en algunos sectores o parcelas de la Iglesia, como por ejemplo, en el plano socio-político. Esta es la gran equivocación, a mi juicio, en las valoraciones que se hacen del movimiento tanto por sectores de la jerarquía como por otros núcleos cristianos que le desconocen en su integridad.

El proyecto —que progresivamente se va haciendo realidad— por el que luchan las comunidades populares, abarca todas las esferas de la acción eclesial, no para su apuntalamiento, sino para su transformación radical: la pastoral, la catcquesis, la liturgia, la teología, la estructura eclesial, la relación con el mundo, etc. Esto lleva consigo la permanente puesta en guardia para huir de todo intento reformista de la Iglesia oficial, hecho con frecuen

cia a regañadientes y sin atenerse a unos imperativos evangélicos. No se intenta sólo revocar la fachada para hacerla más atractiva y para que la gente se sienta más a gusto y vea que la Iglesia ha cambiado y se acomoda a la nueva cultura. Esto dejaría las cosas como están y no desembocaría en la creación de una Iglesia nueva. El cambio puramente cromático puede significar una concesión «progresista», pero nunca una alternativa comunitaria.

Y la transformación se quiere hacer desde dentro. Al decir desde dentro se está negando la posibilidad de crear una Iglesia paralela o de volver a unas formas clandestinas al margen de la Iglesia-institución para hacer la guerra desde fuera. Este no es el camino ni podrá serlo nunca. Y las razones de la presencia de las comunidades populares en el seno de la Iglesia-institución con todas las contradicciones que ello comporta, son de doble tipo: razones evangélicas y razones estratégicas, ambas legítimas, ya que la estrategia ha constituido y sigue constituyendo hoy una de las bases pedagógicas de la Iglesia, lo mismo que de cualquier alternativa de sociedad fraterna.

a) Razones evangélicas: La permanencia en el seno de la Iglesia responde a la necesidad vital de conectar y de seguir lo más rico de la tradición eclesial, lo más profético y crítico, lo más evangélico y comunitario. Es gracias a esta tradición dinámica como hemos recibido la fe y como hemos descubierto a Jesús de Nazaret. Además, en el fondo, la Iglesia no es propiedad privada de la jerarquía; es el pueblo cristiano quien reclama el legítimo derecho a hacer Iglesia en cada momento histórico, y no puede permitir que otros le usurpen dicho pro-

162

tagonismo y a espaldas suyas la construyan a su modo. La Iglesia de Jesús es Iglesia del pueblo, comunidad de creyentes. Por eso en su matriz caben las comunidades populares sin ninguna cortapisa. Incluso invocando el pluralismo que a diversos niveles ha caracterizado a los períodos más fecundos de la Iglesia, las comunidades cristianas reclaman su plena ciudadanía y exigen el protagonismo del pueblo de Dios.

b) Razones estratégicas: Sin las otras razones, éstas carecerían de validez y se convertirían en un oportunismo execrable. Por eso, en lo dicho anteriormente encuentra su fundamento la práctica que se ha seguido durante estos años de no abandonar las instituciones eclesia-les donde se reúnen las masas cristianas y donde trabajan pastoral-mente los miembros de comunidades populares (seglares, religiosos-as, sacerdotes). Dicho abandono restaría eficacia al proyecto pastoral popular y situaría a las comunidades en una marginalidad intolerable.

Causa de Jesús, causa del pueblo

Lo que en realidad pretenden las comunidades populares es alumbrar una alternativa de Iglesia en la Iglesia, que sea fiel a la causa de Jesús y a la causa del Pueblo, situando ambas en relación dialéctica y no excluyeme, a través de una pedagogía popular. Creo, al mismo tiempo, que la relación que se establece ent r e causa de Jesús y causa del Pueblo es una nota diferenciadora de la práctica militante y de la reflexión de estas comunidades.

Quisiera poner de manifiesto que en ningún momento puede hablarse, en el caso que nos ocupa, de instru-mentalización y manipulación del

Evangelio. Instrumentalización y r^" ducción se darían cuando se identificaran de forma crasa causa de Jesús y causa del Pueblo de forma 1 u e

la primera no tuviera más horizonte que la segunda. Pero ni suce£le

esto ni es así tampoco, porque la causa de Jesús posee un círculo es-catológico.

Para clarificar este problema ha servido la respuesta a esta preg1111-ta-clave para el movimiento y P a r a

el actuar de la Iglesia en la sociedad: ¿Qué significado posee la Ü°e" ración o la causa de Jesús dentro de las condiciones de opresión c c o " nómica, política, social y cultural en que viven los ciudadanos en nuestro país?

Sólo tiene significado histónco, no si se sabe dar razón y buscar un sentido autónomo a la liberación es-catológica de Jesús, sino si csta "-beración se lleva a cabo a través de unas mediaciones liberadoras, si se anticipa dicha liberación en Ia sl" tuación presente. Como afirma u n o

de los teólogos más lúcidos de América Latina, Leonardo Boff: «ka liberación económico-política, no e s

solamente económico-política; en su concreción procesual constituye Ya

la forma histórica como la piel13 liberación se manifiesta en el tiempo» (6).

Este proyecto global de Iglesia ha ido sistematizándose, desde la práctica, en unas bases teológicas populares al pie de página de los acontecimientos y a tono con la B IDl i a-En este sentido, las dos i m á g e n e s

más fecundas, populares y b í b ü c a s

que meior definen el movimiento de comunidades y a la Iglesia que cons

té) L. BOFF, «¿Qué es hacer teología desde América Latina?», en Liberad"™ y cautiverio. México 1976, pp. 143.

"763

Page 82: Mision Abierta - Desafios Cristianos

truyen son: comunidad-fraternidad y pueblo de Dios.

Comunidad-fraternidad

El movimiento está formado por comunidades concretas donde se dan relaciones humanas interpersonales y donde cada uno tiene un nombre propio para los demás.

En este sentido, la comunidad de base posee una importancia capital porque sólo en ella se puede vivir en plenitud la fraternidad cristiana. Para transmitir la palabra y el mensaje de Jesús y para poder compartir el pan fraternalmente es necesario gente que se conoce y comparte la vida con todos sus avata-res: alegrías, esperanzas, temores, sufrimientos, opresiones, libertad. Es también en el seno de la comunidad de base donde se intentan compartir los diversos compromisos dentro de una opción común y donde se examinan y disciernen las actitudes prácticas a la luz de la fe críticamente.

Pero la comunidad no puede tornarse nunca en «gheto» cerrado, ya que la fraternidad tiene una dimensión universal, se difunde, se amplía, tiende a generar un movimiento de fraternidad sin término en toda la Iglesia. Por eso, el gran intento o tarea a realizar se concreta en la extensión y promoción de comunidades libres y autónomas que sean las protagonistas y el rostro visible del cristianismo en la sociedad (7).

Sin embargo, no es suficiente con impulsar nuevas comunidades. Co-

(7) J. J. TAMAVO, «II Encuentro de Comunidades Cristianas: El pueblo cristiano reclama su derecho a hacer Iglesia», en el Boletín HOAC, Noticias Obreras, núm. 703 (1977) 19.

mo lo que se pretende es un nuevo modelo de Iglesia comunitaria y este modelo no es parcial o reducido a unos límites territoriales, sino universal en todos los lugares donde está plantada la Iglesia, es necesaria una coordinación estable (aunque con el mínimo posible de aparato burocrático), una intercomunicación de experiencias, una puesta en común de tareas, análisis, compromisos, reformulaciones populares de la fe, etc. Aquí es donde, a mi juicio, radican las grandes posibilidades de editar la fraternidad eclesial. A potenciar esta práctica, de momento en todo el Estado español, se han orientado los encuentros celebrados el año 1976 y las relaciones entre ios enlaces de cada territorio. Incluso creo que ha llegado el momento —es una sugerencia que lanzo y que puede llevarse a cabo a corto plazo— de que se establezca un intercambio no sólo entre las comunidades populares del país, sino también entre las diversas experiencias de otros países y continentes.

Afortunadamente se cuenta ya con numerosas comunidades populares en muchos países, que se presentan como conciencia crítica de una sociedad capitalista, imperialista y clasista, y que hablan al pie de página de los acontecimientos sin caer en la pura declaración de principios y en la abstracción, sino comprometiéndose con todo el potencial humano y evangélico en la gestación de una Iglesia liberadora.

De aquí nace una nueva concepción y una nueva práctica de la comunión eclesial. Hasta ahora ha primado de forma preferente un tipo de comunión jurídica, mediada por la adhesión incondicional a la jerarquía (el papa y los obispos) y por la aceptación de unos dogmas

164

prefijados y de unas pautas morales. Pero de comunión sólo tenía el nombre. Las comunidades populares pretenden romper el estrecho cerco de la comunión jurídica para abrir un margen de comunión desde la base, desde las experiencias compartidas y comunicadas.

Por encima de las múltiples dificultades que se ciernen, el objetivo prioritario es crear la comunidad cristiana, tornar a la Iglesia en comunidad de comunidades en la línea expuesta, haciendo que salte todo el aparato burocrático que obstaculiza la consecución de este objetivo. Esta es la línea que se considera más evangélica para hacer de la Iglesia fermento de fraternidad.

Pueblo de Dios

Pueblo de Dios es la segunda imagen eclesial que sirve de seña de identidad a la Iglesia que construyen comunidades populares. Así se enlaza con la experiencia religioso-política del pueblo de Israel peregrinante, camino de la tierra de Promesa y con el mensaje del Vaticano II que define la Iglesia como pueblo de Dios y pueblo mesiáni-co (8).

Las comunidades populares han nacido del pueblo, no por mandato de la jerarquía eclesiástica. Y este nacer popular es precisamente lo que garantiza la fidelidad que quieren prestar al pueblo de Dios y al pueblo entendido en sentido sociológico.

A pesar de que, a partir del Vaticano II , quedó muy claro que el pueblo de Dios es la base de la Iglesia, la realidad nos dice que ese pueblo es una especie de cajón de sastre donde entran y caben todos

(8) Vaticano II, Lumen Gentium, núm. 9.

indiscriminadamente convirtiéndose en un agujero muy grande por el que se infiltran las élites. De esta manera el pueblo de Dios se vacía de las connotaciones socio-económicas, culturales, políticas, etc., que tiene el pueblo. Y llegado aquí es donde quiero responder a la pregunta de quién es y quién debe ser el pueblo de la Iglesia en general y el pueblo de las comunidades populares.

El pueblo de las comunidades populares no es otro que el conjunto de clases sociales que constituyen el pueblo en sentido sociológico y son cristianos.

Lo que las comunidades populares se proponen es dar contenido popular, en el sentido anteriormente indicado, a la Iglesia, a ln teología, a la catcquesis, a la pastoral, a la lectura de ln paliibiu de Dios, a la práctica de los cristianos.

Creo que la Iglesia de Jesús fue realmente popular debido a la composición de sus miembros: estaba formada por personas pertenecientes a las clases más marginadas de la sociedad de su tiempo, y tenía para ellas una significación liberadora, que hoy ha perdido. Sólo más tarde, cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Estado, entraron por la puerta grande miembros de las clases oligárquicas; pero esta entrada se hizo sin que renunciaran a sus posiciones privilegiadas y sin que se convirtieran al estilo de Zaqueo.

Hoy numerosos miembros que pertenecen a la Iglesia institucional proceden de las clases pudientes y no están dispuestos a renunciar o despojarse de su procedencia. Aunque se les dé vía libre de acceso y presencia en la Iglesia, en realidad no la tienen. También existen miem-

165

Page 83: Mision Abierta - Desafios Cristianos

bros de clases medias y obreras que no han hecho una opción de clase, debido a que se lo ha impedido la propia institución eclesiástica y política. Y es aquí donde se encuentra el terreno abonado para que surja el verdadero pueblo de Dios o la Iglesia del pueblo sin adherencias oligárquicas creando una conciencia de pueblo y una opción por el pueblo.

Este «pueblo cristiano tiene derecho a recuperar el evangelio secuestrado por una Iglesia institucional, convertida en poder y burocracia, al servicio de intereses de clase ajenos al pueblo y, por tanto, al Evangelio» (9). Este pueblo es el protagonista con capacidad y mayoría de edad para decir su palabra y para asumir toda la responsabilidad dentro de la Iglesia. La referencia constante al pueblo es el antídoto que libera a la Iglesia de sus ataduras y esclavitudes. La Iglesia es Iglesia de Cristo cuando nace en el pueblo y crece con los valores del pueblo. Así se excluye la fácil incorporación a la Iglesia por la simple tradición sociológica para dar paso a una pertenencia, fruto de una opción personal en favor de la causa de Jesús y de la causa del pueblo.

2

Hacia la fraternidad popular

El proletariado, protagonista

Actualmente la Iglesia cuenta con numerosas organizaciones que afirman estar trabajando por la frater-

(9) J. J. TAMAYO, «II Encuentro de Comunidades Cristianas», en el Boletín HOAC, p. 19.

nidad en el mundo. Y bien puede suceder que sea ésa su intención. Pero, en muchos de estos casos, hay que dudar de si trabajan objetivamente por la fraternidad o si lo que hacen es encubrirla y mistificarla bajo falsas prácticas.

La verdadera fraternidad sólo se realiza cuando es todo el pueblo quien la construye, quien la gestiona y quien participa en ella. Y eso sólo es posible cuando el pueblo alumbre una sociedad sin clases, cuando desaparezca la explotación del hombre por el hombre. Otra forma de fraternidad que brote de proyectos reformistas o que quiera imponerse desde las clases dominantes, fruto de un proceso de conciliación de clases, constituye una sutil perpetuación de las desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales y nunca puede gozar de sus mieles el pueblo, es decir, ese sector de la sociedad que se ve privado a la vez del tener, del poder y del saber.

A muchos programas y a muchas prácticas de la fraternidad les falta su adjetivo explicativo, por el cual debe definirse y verificarse: popular. La fraternidad popular tiene que hacerse realidad a través de un proceso histórico de transformación radical ineludible y debe ser protagonizado por la única clase que tiene fuerza y capacidad para ello: el proletariado.

Aclarado esto, paso a responder a la cuestión sobre el aporte de las comunidades cristianas populares a la fraternidad popular en el sentido arriba explicado.

Este movimiento concreta su compromiso en medio de la sociedad como un servicio al movimiento obrero y popular, porque considera que sólo desde él puede construirse la fraternidad.

166

Pero mal puede prestarse este servicio si no se reconoce la mediación sociopolítica liberadora, teórica y práctica, de la Iglesia. Por eso, las comunidades populares no entienden esta mediación como un añadido marginal, como una labor de suplencia, como algo puramente co-yuntural, que desaparecerá a su debido tiempo; sino que la entienden como una dimensión básica y como una traducción exacta del ser cristiano si quiere tener relevancia y significación para la sociedad. O dicho con otras palabras, mal puede prestarse este servicio, si las comunidades se encierran en las tareas intraeclesiales con abandono más o menos premetidado del frente socio-político.

Y llegados aquí, se pisa en un terreno muy resbaladizo que conviene aclarar para no estrellarse con los obstáculos.

Las comunidades populares han querido huir en todo momento —y para ello la revisión crítica ha sido constante— del peligro de convertirse consciente o inconscientemente, lo mismo que puede suceder a nivel de Iglesia institucional y en otras instancias eclesiales, en correa de transmisión de una política partidista. Caer en este peligro significaría la destrucción del movimiento.

Para huir de este peligro se ha visto necesario siempre reconocer la legitimidad de un pluralismo político entre los miembros de comunidades, pluralismo que tiene su crisol en la causa popular, fuera de la cual no puede reconocerse, porque, en ese caso, lo que haría el movimiento de comunidades sería favorecer la perpetuación de situaciones opresivas para el pueblo, que nunca podrían derivar en una sociedad fraterna e igualitaria.

Pero las comunidades tampoco han querido caer en la trampa de la neutralidad, ni siquiera en la sutil postura patrocinada por la jerarquía, que se define como «independencia política de la Iglesia». Tanto la neutralidad como la independencia política —que son dos conceptos que en la práctica vienen a coincidir— no serían otra cosa que la expresión de un apoyo, por lo menos tácito, a las clases más privilegiadas, renunciando así a ser voz de los que no tienen voz y siendo agentes solapados de insolidaridad con los pobres.

La opción de clase

Por eso, en su corta andadura, las comunidades se han pronunciado y han icio perfilando cada vez con más claridad la opción de clasr, pedagógicamente asumid», en favor de los pobres, oprimidos y explotados, con todas sus consecuencias. F.sln opción de clase no se ha llevado a cabo solamente en el plano teórico, lo cual convertiría a las comunidades en grupos ideológicos sin contenido práctico liberador, sino que se ha concretado en la asunción de las aspiraciones de las clases obreras y populares y en el apoyo incondicional a sus intereses. Recojo, a modo de resumen, algunas de las claves en que se han expresado las comunidades populares:

— Contra la explotación y por unas mejores condiciones de vida: salarios, jornada laboral, seguridad, medicina, enseñanza, urbanismo.

— Contra la represión y opresión que han impedido sistemáticamente las más mínimas reivindicaciones y han encarcelado a los más combativos.

167

Page 84: Mision Abierta - Desafios Cristianos

— En defensa de las libertades de asociación, reunión, expresión y huelga.

— En defensa y apoyo de las organizaciones autónomas que el pueblo va creando en el movimiento obrero y popular, especialmente las que han conseguido una participación más amplia y unitaria...

Al mismo tiempo, han prestado toda clase de apoyo material y de solidaridad en los momentos más duros de la represión y en los momentos más álgidos de la lucha liberadora. La solidaridad económica ha jugado un papel muy importante y ha puesto de relieve la comunión de intereses. La colaboración y participación de las comunidades en las acciones más importantes del movimiento obrero y popular han encontrado también aquí una sonora caja de resonancia.

La opción de clase ha encontrado su aterrizaje, además, en las numerosas y constantes campañas promovidas en favor del reconocimiento práctico de todos los derechos humanos, de la reconciliación, de la amnistía. Y la cota más alta la ha adquirido en el compromiso de numerosos cristianos de las comunidades que se han organizado y están militando en las organizaciones políticas, sindicales y cívicas de clase. Ha habido algunos momentos en que se ha corrido el peligro de que las comunidades populares se convirtieran en refugio de los no-comprometidos en los niveles anteriormente indicados. Incluso pueden quedar todavía algunos restos de esta postura desviada. Sin embargo, en el I I Encuentro de estas comunidades, celebrado en el mes de noviembre de 1976, quedó bien claro que no intentaban formar ningún tipo de grupo político, pero sí ha

bían de servir como base e impulso al compromiso político.

Personalmente pienso que hay que cuidar mucho el compromiso de clase de las comunidades y de sus miembros, cada uno en su propio terreno. Aun valorando positivamente la dimensión de denuncia profética que nunca puede faltar a la Iglesia, no puede reducirse a esto la comunidad cristiana. Si no se consiguen las cotas más altas de militancia en el seno de las organizaciones del pueblo, mucho me temo que la experiencia acumulada de varios años de rodaje quede reducida a un movimiento puramente ideológico. En este caso, la tan invocada «opción de clase» se vaciaría de contenido y se convertiría automáticamente en uno de tantos slogans como hoy están en circulación entre los sectores progresistas.

Siguiendo en la línea expuesta, considero oportuno llamar la atención sobre el protagonismo que tienen las clases obreras y las clases populares en la liberación del pueblo para no caer en falsos mesia-nismos dentro de la Iglesia. En el ánimo de las comunidades populares está la idea de no suplantar el papel de las organizaciones del pueblo, sino, más bien, solidarizarse con ellas, apoyarlas, integrarse en ellas y crear —en vez de poner obstáculos— espacios para que los cristianos ya comprometidos encuentren un ambiente adecuado en las comunidades para expresar su fe.

Este camino por el que han decidido avanzar —y de hecho avanzan— las comunidades populares posee una cierta originalidad y es considerado como el más eficaz y operativo para alumbrar la fraternidad popular. De esta manera se produce una ruptura radical con el interclasismo que ha caracterizado

168

siempre a la Iglesia y que, a partir de esta experiencia, se ha puesto en cuestión muy seriamente, de forma que ha obligado incluso a los mismos teólogos de la institución a replantear sus posiciones sobre el problema.

Las comunidades populares son conscientes de que su práctica de clase se desvía de las prácticas oficiales de la doctrina social católica.

Al descubrir cómo el clásico interclasismo eclesial se tambalea y al comprobar que la opción de clase avanza y crece en numerosas organizaciones de la Iglesia, el director de «La Civiltá Cattolica», Bartolomé Sorge, se ha visto en el aprieto de tener que salir al paso proponiendo como alternativa lo que él llama un «interclasisimo dinámico» y el paso no a una absurda «sociedad sin clases», sino a una sociedad «libre de clases». Incluso llega a afirmar que la opción fundamental en favor de los pobres que hizo Cristo y que deben renovar los creyentes, es una opción «transcen

dente» y «preferencial» (10). El mismo autor, partiendo de la corregibi-lidad del régimen capitalista, cree que está justificada la postura del magisterio eclesiástico de proceder mediante tentativas graduales de reforma. Hace referencia «al alcance histórico de la contribución que los cristianos están llamados a aportar al nacimiento de la nueva sociedad mediante la instauración de la nueva relación «dinámica» entre las clases» (11).

A pesar de la aparente lógica que poseen estas posiciones, las comunidades populares están convencidas de que por ahí nunca podrá gestarse la fraternidad popular, sino, a lo sumo, un equilibrio mala-barfstico entre los grupos sociales encontrados.

(10) B. SORGE, La opciAn política del cristiano. Edica, Madrid 1976, pp. 56, 57,69.

(11) B. SORGE, La opción política del cristiano. Edita, Madrid 1976, p. 70.

169

Page 85: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JULIO LOIS

FUNCIÓN CRITICA DE LA IGLESIA EN LA SOCIEDAD

misión cclesial y proyectos de organización social

Para el número de MISIÓN ABIERTA, dedicado a estudiar la posibilidad de un cristianismo «radical», se me pide un artículo sobre la función crítica de la Iglesia en la sociedad, sobre la relación entre fe cristiana y provectos de sociedad. El tema, a poco que se profundice, y en la medida en que se evite el nivel de la abstración evasiva, es sumamente complejo y arriesgado. Mi pretensión es abordarlo con la radi-calidad que requiere el marco en el que se sitúa la reflexión de todo el número de la revista, pero soy consciente de que muchas de mis afirmaciones —discutibles y discutidas— exigirían mayor y mejor fundamentaron . Sé, sin embargo, que son compartidas por un sector del

pueblo de Dios, y por eso creo que es legítimo expresarlas, siempre con la esperanza de que puedan provocar ulteriores reflexiones más fundamentadas v matizadas.

Reino de Dios y sociedad secular

Antes de concretar los contenidos y la forma (el qué y el cómo) de la misión de la Iglesia en la sociedad, conviene clarificar cuál es el tipo de relación que debe darse entre Reino de Dios e historia humana, vida cristiana y quehacer secular, fe escato-lógica y práctica social, tarea ecle-

170

sial y construcción del mundo. La razón de tal conveniencia es clara: sólo desde una correcta comprensión de esa relación puede justificarse coherentemente la función crítica del hecho cristiano en el seno de la sociedad secular.

Se pueden, en principio, establecer los siguientes tipos de relación:

a) Relación de sustitución o ele identificación confusiva.

Se da este tipo de relación cuando el proyecto de sociedad propuesto, su forma concreta de organización económica y política, se presenta como solución total para el existir del hombre. Sólo tiene sentido el quehacer humano orientado hacia su realización.

b) Relación de dominio y subordinación.

Se da este tipo de relación cuando se evita la identificación y se mantienen como distintos los dos ámbitos —los que corresponden a la fe y a la construcción del mundo— pero se establece entre ellos una relación de dominio o subordinación, al negar su respectiva autonomía y considerar a uno dominante y jerárquicamente superior al otro.

Si el dominio se ejerce desde el ámbito de la fe, surgen los intentos diversos de cristiandad, teocracia y clericalismo.

Si el dominio se ejerce desde el ámbito del proyecto de organización de la sociedad secular, surgen los intentos diversos de cesaropapismo o de manipulación de la fe para «cubrir sacralmente» la planificación económica y política de la sociedad.

c) Relación de separación de planos o de pacífica y paralela coexistencia.

También en este caso se evita la identificación y la confusión. Es más, se carga el acento en la separación de los dos planos, considerándolos totalmente autónomos, mundos paralelos.

Este tipo de relación se urge desde motivaciones creyentes o desde motivaciones fundamentalmente políticas o, naturalmente, desde ambas motivaciones a la vez.

d) Relación dialéctica de implicación recíproca no reductiva.

Este tipo de relación se caracteriza, negativamente, por el deseo' de evitar los riesgos y unilalcralidades de los anteriores. Al postularlo, se rechaza la identificación confusiva, cualquier forma de «cristiandad» (que siempre ignora la legítima autonomía de (o secular) y también la separación dualista o extrañeza mutua de las dos esferas que se fundamenta en y conduce a una privatización de la fe y a una concepción falsa de la autonomía.

Positivamente, mantiene que el mensaje cristiano y los proyectos de organización social son realidades distintas y autónomas, pero recíprocamente implicadas (relación de implicación recíproca). Por ser precisamente realidades distintas y autónomas, deben evitarse los procesos reductivos que diluyan los contornos de las identidades específicas (relación de implicación recíproca no reductiva). La implicación recíproca impide que la autonomía entre ambas esferas pueda ser entendida de forma absoluta. Se habla entonces de autonomía relaciona!: el mundo de la fe y la misión eclesial inciden

171

Page 86: Mision Abierta - Desafios Cristianos

en la configuración de la vida pública, pero respetando la autonomía y racionalidad propias del quehacer secular (1). Finalmente, si se llama relación dialéctica es para poner de manifiesto que se establece entre los dos ámbitos una relación de circula-i idad dialéctica, en el sentido de que si es verdad que la opción creyente incide en la elección y realización del proyecto social, también lo es que la opción por uno u otro proyecto y su forma concreta de realización incide en la forma de entender, expresas y vivir la fe.

A mi entender, sólo asumiendo este último tipo de relación puede justificarse coherentemente la función crítica de la tradición cristiana en el seno de la sociedad.

Presencia pública de la Iglesia en la sociedad: tareas en las que se articula esa presencia

La Iglesia fundamenta su presencia crítica y liberadora dentro de la sociedad en la fidelidad a la memoria del acontecimiento de Jesús, crucificado y resucitado. Con Jesús se anuncia, y hace presente y operante en la historia, la fuerza crítico-pro-fética y salvífico-liberadora del reino de Dios. Con él, se introduce en la historia la categoría de lo Absoluto, es decir, el amor absoluto de Dios hecho oferta de salvación plena para el hombre. La expresión Reino de

(1) La cuestión está en determinar el qué y el cómo de esa incidencia, de tal forma que se salve la autonomía de lo temporal, por una parte, y el irrenunciable deber de la Iglesia de afirmar pública y críticamente su presencia, por otra. Más adelante espero clarificar este punto.

Dios designa, en efecto, «lo utópico del corazón humano: la total liberación de todos los elementos que alienan y estigmatizan este mundo, como sufrimiento, dolor, hambre, injusticia, división y muerte, no sólo para el hombre, sino para toda la creación» (2).

Desde la memoria de la resurrección, anticipación profética del Reino de salvación total, la Iglesia tiene que mantener la «reserva escato-lógica»: el mundo, en su discurrir histórico, las realizaciones fruto del esfuerzo humano, nunca son identi-ficables con el Reino, y por eso hay que reservar al poder de Dios, sujeto total de la historia, su realización definitiva. El sentido, pues, y la meta de la historia se encuentran bajo la reserva escatológica de Dios. En consecuencia, la Iglesia tiene que oponerse críticamente a toda pretensión por parte de cualquier instancia intramundana de convertirse en sujeto total de la historia; tiene que rechazar los cierres dogmáticos de los procesos históricos, las absoluti-zaciones idolátricas de las realizaciones ya conseguidas, siempre relativas, las sacralizacíones ilegítimas de los modelos sociales, la identificación del Reino con el progreso temporal. Tiene, en definitiva, que contribuir a mantener siempre abierta la marcha de la historia hacia el «futuro absoluto», impidiendo que lo dado se convierta en el todo (es lo que Assmann llama el «carácter estructuralmente transprocesual» de la utopía cristiana del Reino de Dios).

Esta tarea crítico-negativa de la Iglesia tiene que combinarse con la tarea constructiva de dinamizar y potenciar «desde dentro» el proceso

(2) Cf. BOFF, L., «Salvación en Jesucristo v proceso de liberación», en Concilium, X (1974), 378.

172

liberador de la historia, para así responder con lidclidad a la dimensión escatológica de presente del Reino. La Iglesia no sólo tiene que mantener tensa la esperanza hacia el «futuro absoluto». Tiene, igualmente, que historificar esa esperanza a través del compromiso activo de participación en la lucha por la liberación de los hombres y de los pueblos (3). Claro que esta tarea pública de la Iglesia, fundamentalmente positiva y constructiva, dinamizadora y de aliento, no puede realizarse sin denunciar y combatir las realidades y situaciones que se oponen a la dignidad presente del ser humano v que engendran explotación v opresión (4).

Pero el ejercicio de las tareas eclc-siales hasta aquí señaladas reclama, además, de la Iglesia una tarea previa de análisis y hermenéutica de la realidad histórica que le permita discernir, en la ambigüedad de lo existente, lo que hay que denunciar, criticar y rechazar, y también lo que hay que anunciar, celebrar festivamente y potenciar a través del compromiso de participación activa, siempre desde la perspectiva propia del Reino al que la Iglesia debe servir. Se trata, por parte de la Iglesia, de tener el valor de asumir una lectura científica de la realidad, que le

(3) Una concepción adialéctica de la esperanza, que no asuma mediaciones históricas, puede engendrar fáciles y cómodos optimismos, y hasta justificar evasiones e inhibiciones. Puede degradar la esperanza en simple espera pasiva de lo por-venir. Cf. Luis, J., «Resurrección y liberación», en Boletín teológico de la Diócesis de Madrid-Alcalá, Madrid, 1973. 75-85.

(4) «La Iglesia muestra su verdad y su libertad allí donde con todas sus fuerzas, en la resistencia o en el sufrimiento, se compromete contra cualquier poder del mal personal y organizado.» Cf. Moi/r-MANN, J., El experimento esperanza, Ed. Sigúeme. Salamanca, 1976, 190.

permita conocerla, y de realizar una lectura de le que le permita «apropiársela teológicamente», descubriendo en ella la presencia de la gracia —que se verifica históricamente en signos de liberación— y del pecado —que se verifica en signos de opresión y explotación.

Finalmente, es necesario subrayar que la Iglesia no podrá realizar su misión en la sociedad sin someterse ella misma a un proceso interno de purificación y renovación constantes que le permita convertirse en signo o señal de lo que rechaza, anuncia y potencia, es decir, en ámbito veri-licable de liberación. Esta purificación incluye, entre otras muchas cosas, admitir una publicidad crítica en su propio seno, con el fin de no reproducir en sí misma lo que denuncia en la sociedad en general.

Hacia una determinación del cómo de la presencia pública ecleslal en la sociedad. Misión eclesial y proyectos alternativos de organización social

Consciente del carácter arriesgado y discutible de muchas de las afirmaciones que van a seguir, intentaré expresar mi forma de ver el cómo de esa presencia en una serie escalonada de puntos:

1. La Iglesia no puede realizar sus tareas de testigo público participando como un «sumando más» al lado de los partidos y demás fuerzas políticas y sociales organizadas. En concreto, debe renunciar a elaborar y proclamar normativamente un proyecto o un modelo propio de organización cristiana de la socie-

173

Page 87: Mision Abierta - Desafios Cristianos

dad, con estrategia y tácticas propias de realización, pretendidamente deducido de la revelación. Debe, en consecuencia, respetar la irrever-sibilidad del auténtico proceso de autonomía o emancipación del quehacer secular en sus distintas manifestaciones. Debe renunciar, en fin, a todo intento de «política cristiana», de «tercerismo» cristiano, y a la pretensión de aglutinar políticamente a los cristianos, en nombre de la fe, en torno a una «alternativa distinta» de las históricamente existentes (5).

2. La Iglesia debe afirmar su presencia pública siendo fiel a la noción evangélica de servicio y fermento en la masa, evitando todo tipo de «contubernio confusivo» con el Estado y los poderes dominantes de la sociedad y renunciando a toda instrumentalización del poder temporal para establecer coactivamente el reinado de Dios. Su presencia pública en el proceso histórico no deberá realizarse normalmente recurriendo a mediaciones institucionales propias, especialmente cuando

(5) «Del Evangelio no se puede deducir un proyecto de realización intramundana que pueda ser y denominarse «cristiano» (ivl. Vidal). «No hay ninguna especificidad cristiana en la revolución, ni en lo que concierne al análisis, ni al proyecto, ni a la elección de los medios y estrategias... Esto implica la negación de toda clase de «tercer camino» (Girardi). «Los proyectos históricos del cristiano son tan relativos y fragmentarios como los de los otros. Busca como todos los movimientos de liberación sirviéndose de las ciencias humanas e históricas, consciente de que no existe ningún proyecto histórico capaz de anular a todos los demás» (D. Loi). El mismo Sínodo Episcopal de 1971, en su Documento sobre la Justicia en el mundo, insiste en que «no pertenece de por sí a la Iglesia en cuanto comunidad religiosa y jerárquica, ofrecer soluciones concretas en el campo social y político para la justicia en el mundo.»

estén vinculadas a situaciones de privilegio y de irritante clasismo (6).

3. La Iglesia debe ser consciente de que la trascendencia del Reino con respecto al proceso histórico de liberación no supone descalificar, ni siquiera atemperar, la urgencia del compromiso en él. Todo lo contrario. La relación entre Reino e historia, trascendencia y proceso histórico inmanente, tiene que ser pensada y vivida con categorías rigurosamente dialécticas más que rectilíneas. De esta forma el aspecto escatológico del Reino, lejos de relativizar el presente histórico, lo vincula a lo absoluto y, en consecuencia, «la praxis histórica de liberación adquiere valor escatológico» (Míguez Bonino).

4. La Iglesia no puede ejercer su luncionalidad pública colocándose en un supuesto punto de vista supe-

(6) No obstante lo dicho, es verdad que el compromiso activo liberador de la Iglesia en la sociedad no se puede plantear de forma abstracta, con pretensiones de elaborar unos principios orientadores de validez universal, capaces de determinar, por simple aplicación deductiva, las tareas concreías a realizar en cada momento histórico. El planteamiento debe hacerse de forma más inductiva: partiendo en cada caso del análisis de la realidad social concreta en la que la Iglesia tiene que realizar su misión. Puede suceder que, en circunstancias determinadas, la realidad misma exija que la Iglesia realice en el campo secular I unciones de suplencia, asumiendo tareas que, en buena teoría, no le corresponden.

En orden a evitar riesgos de todos conocidos y superar la tentación de la instalación y del poder, considero que la Iglesia sólo debe asumir tales tareas si lo hace con clara conciencia del carácter supletorio y, en principio, provisional de las mismas y respondiendo a demandas planteadas por los intereses objetivos de los oprimidos y marginados de la sociedad. Cf. Lois, .1.. «Una Iglesia de los pobres comprometida en el proceso histórico de liberación integral», en «Sal Terrae», LXVI (1978) 372-373 y GARCU J. C. y Lois, J. o. c, 85-86.

174

rior, ajeno a la realidad histórica, con el intento de ser juez sin ser parte; es decir, la Iglesia no puede situarse en el espacio de nadie, creyendo que es el de todos, en el pretendido terreno de la neutralidad más estricta, más allá de las distin-las opciones, poniendo de manifiesto la insuficiencia de todas ellas y sometiéndolas a todas a una relati-vización igualitaria (7).

5. La Iglesia debe comprenderse y acreditarse como testigo público desde la perspectiva del pobre y sus luchas, a través de la solidaridad real y beligerante con la causa délos oprimidos y desheredados de la tierra, siendo Iglesia pobre y de los pobres (y no simplemente pata los pobres).

Pobre hoy, en nuestra sociedad ac tual, conflictiva y clasista, es lunda-mentalmente el oprimido, el marginado por la sociedad, el proletario que lucha por sus más elementales derechos, la clase social explotada y despojada, el país que combate por su liberación, la raza despreciada por su etnia... Por eso, y como dice Gustavo Gutiérrez, «el término pobre implica siempre una connotación colectiva y tiene en cuenta la conflictividad social». Dicho de otra forma: «sólo es posible percibir el significado y características de la pobreza y solidarizarse con sus víctimas (los pobres) comprendiendo su situación como clases y pueblos oprimidos y dependientes y participando en el conflicto mediante el cual puedan superar esa condición» (Míguez Bonino).

Así traducida la noción de pobres, la opción solidaria que reclamamos

(7) Sobre la imposible neutralidad de la Iglesia puede verse G\RC(A, J. C. V LOIS, J., o. c, 64-69.

para la Iglesia es indudablemente conflictiva.

6. Sin asumir la mediación socio-analítica, la tarea eclesial corre el riesgo de discurrir por los cauces del falso moralismo, utopismo, idealismo y esplritualismo (y recurrir a las clásicas expresiones abstractas que eluden a la determinación histórica: «hay que combatir el egoísmo como raíz de todos los males de la sociedad», «tenemos que luchar por conseguir una sociedad más justa y fraterna», «la única solución está en la fraternidad y en el amor», «la verdadera revolución consiste en la transformación del corazón»...).

Pero la pregunta se impone: ¿Qué tipo de análisis asumir y qué teoría social pruvilcgiur?

¿Debe la Iglesia elegir entre las tendencias actuales de análisis social?

Resumiendo, podríamos decir que en el campo de las ciencias sociales se dan hoy dos tendencias u orientaciones fundamentales de análisis:

a) La funcionalisla, que concibe la sociedad como un todo orgánico formado por partes armónicamente articuladas en «roles» complementarios. El conflicto es una enfermedad accidental a curar en el interior del todo o sistema dado.

b) La critica-dialéctica, que considera que en la actual configuración de la sociedad el conflicto, la tensión y la lucha ocupan un lugar central. La sociedad es vista como un todo complejo que engendra y conlleva contradicciones.

175

Page 88: Mision Abierta - Desafios Cristianos

La primera es reformista, y se preocupa de un mejor funcionamiento del sistema, el cual debe mantenerse por ser considerado válido en su conjunto.

La segunda, que atiende a los conflictos y desequilibrios que afectan a los empobrecidos y marginados, postula una transformación desde las raíces del mismo sistema social.

La primera utiliza un instrumental analítico procedente de la llamada tradición liberal. La segunda, de la tradición marxista.

La elección por parte de la Iglesia de la tendencia más conveniente (más coherente con la Buena Nueva evangélica), tiene que ser orientada por motivos o criterios científicos (8) y éticos, ambos dialécticamente relacionados.

Personalmente pienso que si la Iglesia se sitúa en la perspectiva de la liberación de los pobres, desde la opción solidaria con ellos, tendría que optar resueltamente por la elección del instrumental analítico propio de la tendencia crítico-dialéctica (9).

Si no es posible la neutralidad, la Iglesia no puede menos de intentar una operación de discernimiento crítico entre las alternativas históricas de hecho existentes. Dicho de forma más comprometida: para realizar

de forma encarnada su tarea pública (8) Cl. BOFF, Cl. "Teología e prática».

Ed. Vozes, Petrópolis, 1978, pp. 35-129. especialmente 122-126.

(9) Conviene advertir que. en todo caso, la elección no supone la utilización senil del instrumental analítico elaborado por el marxismo. Por una parte, se incorporan los aportes de las distintas tradiciones marxistas que han corregido y corrigen las pretensiones totalitarias y exhaustivas del análisis de clase y sus resonancias deterministas mecanicistas. Por olra parte, el análisis científico se desvincula de los llamados presupuestos filosóficos provenientes de] llamado materialismo dialéctico, fundamentalmente formulado por Engels.

en la sociedad, la Iglesia tiene en su actuación que vincularse o articularse operativamente (siempre respetando su propia identidad específica y en virtud de una delicada tarea de discernimiento) con alguna alternativa de organización social.

El teólogo brasileño Leonardo Boff subraya que «en el campo estrictamente político (y económico) no cabe a la Iglesia como communitas fi-delium organizada detallar estrategias y tácticas, porque así no respetaría la dimensión y racionalidad propia de la política (y la economía)». Pero añade que «cabe a ella, sin embargo, hacer una opción fundamental por la liberación. Y que dentro de esta opción de fondo, que se puede detallar en sus opciones mayores, subsiste todo un abanico de subopciones posibles y que corresponden a opciones de cristianos o a la selección de urgencias».

¿En qué consiste esa «opción fundamental» por la liberación que, al decir de L. Boff, corresponde a la communitas fidelium organizada, es decir, a la institución eclesial en su conjunto?

Es, a mi entender, en este contexto, a la hora de intentar una respuesta a la pregunta anterior, donde se plantea la difícil y conflictiva cuestión —crux ¡¡teológica actual, se ha dicho ya— de la vinculación histórica de la actividad pública eclesial con la alternativa socialista (y la descalificación objetiva consiguiente de la capitalista).

Conveniencia de una vinculación de la Iglesia con la alternativa socialista

Personalmente me inclino por la conveniencia de tal vinculación his-

176

tórica. Resumo las razones que me llevan a pensar así:

a) En el presente momento histórico sólo hay dos alternativas reales de organización global de la sociedad con viabilidad histórica: la capitalista y la socialista. Cualquier otra alternativa a veces presentada como realmente distinta se revela como inexistente en calidad de alternativa.

b) Una praxis al margen de un proyecto con vías de posibilidad de instauración histórica es acrítica, simple alegato simbólico en favor de una realidad meramente soñada. En definitiva, lo que aquí se dice es que hoy, al menos para muchos países, la única alternativa real que se plantea a la hora de configurar la sociedad es elegir entre un proyecto capitalista u otro socialista. No se descarta la «tercera vía», por vía de opción ideológica, sino por vía de análisis de la realidad que tiene como base de observación el movimiento mismo de la historia.

c) Estos dos grandes proyectos de organización social (capitalismo y socialismo) se presentan, en su realización última, como alternativos y contradictorios. Pero en el presente momento histórico, y en el espacio temporal en el que se despliega la estrategia de su realización, tales proyectos no se dan nunca como puros.

d) Hablar de viabilidad histórica del proyecto socialista no equivale a decir que los distintos modelos hoy existentes llamados socialistas puedan considerarse realización cabal de dicho proyecto.

e) Los proyectos capitalistas y socialistas se sustentan en concepciones ideológicas (sin que el término

«ideológicas» conlleve aquí necesariamente una connotación peyorativa), se desarrollan a través de movimientos históricos y se configuran mediante modelos sociales concretos en los que el factor o nivel económico tiene importancia primordial.

/) En todo sistema económico se da una estructura que Sombart despliega en espíritu (motivaciones predominantes), forma (factores socio-jurídicos que encuadran y orientan institucionalmente la actividad económica) y sustancia (técnica a través de la cual se obtienen y transforman los bienes económicos) (10).

Espíritu, forma y sustancia del proyecto capitalista

El espíritu global del capitalismo, que se encuentra en la obtención del máximo beneficio, posee estos rasgos fundamentales:

— Espíritu de lucro o deseo de obtener ganancias crecientes, las mayores posibles.

— Espíritu de competencia como ley suprema, que provoca inevitablemente la rivalidad o lucha entre los individuos y los colectivos para conseguir las mayores ganancias y también la tendencia al monopolio.

— Espíritu de racionalización, traducido en un aprecio de las cosas basándose en cálculos efectuados en términos de rendimientos y costes.

(10) Cf. para esto y lo que sigue, VIDAL. M., «Moral de actitudes». Tomo III, Ecl. PS. Madrid 1979, 316 v ss. Reproduzco, en muchas ocasiones, literalmente las consideraciones de dicho autor.

177

Page 89: Mision Abierta - Desafios Cristianos

La forma del capitalismo se desglosa en los siguientes elementos:

— Propiedad privada de los medios de producción (que engendra la concentración del poder económico y político en pocas manos y la separación del capital y el trabajo).

— Consideración del trabajo como una mercancía, regida por la ley de la oferta y la demanda, cuyo precio es el salario. (Es preciso tener en cuenta las «correcciones» introducidas por la fuerza organizada de los trabajadores).

— Papel central ejercido por el empresario en el sistema.

— Libertad de inversión y mercado libre basado en la competencia. Los precios se determinan por las leyes del mismo mercado (también aquí es preciso tener en cuenta las modificaciones introducidas por las formas recientes de capitalismo: economía social de mercado).

— Intereses antagónicos correspondientes a clases objetivamente en lucha o enfrentadas.

— Papel controlado del Estado en el proceso económico, con tendencia a garantizar las libertades formales de los individuos (sin embargo, la intervención estatal varía sensiblemente en las distintas formas de capitalismo y hoy tiende a una mayor incidencia en el proceso económico).

La sustancia está caracterizada por una técnica en marcha ascendente, dominada por un proceso creciente de industrialización apenas controlado.

Por otra parte, el sistema económico capitalista está vinculado a un sistema ideológico, antropológico y ético, del que depende y al que origina. Este sistema se caracteriza, en

tre otros, por los siguientes elementos: prioridad valorativa de la libertad individual, consideración de la justicia en clave de equidad interindividual (justicia conmutativa), sanción filosófica y jurídica de la propiedad privada, aceptación del mercado como el instrumento más apto para lograr el equilibrio económico, utilización de la economía para ejercer el poder social y político, importancia desmedida de la llamada «razón instrumental», según la cual es deseable y necesario lo que técnicamente es posible, con olvido de las finalidades (este postulado es peligroso: el capitalismo actúa como el aprendiz de brujo, que ha puesto en marcha un mecanismo incontrolable que pueda arrollarnos a todos)... (11).

Espíritu, forma y sustancia del proyecto socialista

El espíritu del socialismo, que, en última instancia, se podría resumir en que cada uno trabaje según sus capacidades y reciba de la sociedad según sus necesidades, posee estos rasgos fundamentales:

— Espíritu de satisfacción de las necesidades sociales reales, estableciendo una prioridad entre las mismas.

— Espíritu de planificación socializada de la economía.

— Espíritu de participación, igualdad y libertad real de los ciudadanos.

( I I ) Cf. VIDAL, M.. O .C . 323.

178

La forma se compone de estos elementos:

— Propiedad social de los medios de producción (aunque no supresión de toda forma de propiedad privada con respecto a los bienes de consumo).

— Superación de la división entre capital y trabajo y supresión final del trabajo dependiente y asalariado.

— Superación de las clases antagónicamente enfrentadas.

— Planificación social y racionalizada de la economía, no en función de los beneficios, sino de las necesidades, con la supresión final del mercado (y la consiguiente determinación de los precios por la ley de la oferta y la demanda).

— Control del poder económico y político por parte del conjunto de los ciudadanos.

L sustancia no presenta variantes con respecto al capitalismo en cuanto a la utilización de la técnica avanzada, pero el espíritu y la forma del socialismo exigen la subordinación de los medios utilizados a los fines pretendidos.

El sistema ideológico, antropológico y ético correlativo al socialismo está configurado por los siguientes elementos: concepción antropológica que prima la consideración del hombre como ser social, situado de forma concreta en las relaciones de producción y en la sociedad en general, condicionado por el tejido de relaciones que configuran las estructuras sociales; consideración de la justicia en clave de equidad social (justicia social, bien común); valoración prioritaria de la justicia así entendida y de la igualdad como base indispensable para conseguir la de

mocracia y libertades reales de fotos; exigencia de participación no sólo en la gestión de los medios de produción, sino en todos los niveles económicos, políticos e ideológicos-culturales, incluido el punto de la determinación de los fines a conseguir; socialización, por consiguiente, no sólo de la propiedad de los medios de producción, sino además del tener, del poder y del saber.

El socialismo, en su inspiración más profunda, no puede confundirse ni con un capitalismo de Estado ni con un colectivismo agobiante que anule la dimensión personal del individuo en sus distintas manifestaciones.

Valoración cristiana de uno y otro proyecto

a) La opción en favor de una configuración social capitalista (o más concretamente, la asunción de los valores y criterios económicos, antropológicos y éticos que constituyen el espíritu y la forma del sistema) no me parece que pueda articularse de forma coherente con el mensaje cristiano que la Iglesia tiene que anunciar y hacer presente en la sociedad.

b) La opción rigurosamente socialista (o, más concretamente, la asunción de los valores y criterios económicos, antropológicos y éticos que configuran el espíritu y la forma del sistema) presenta como una cierta coherencia —sin duda, mayor coherencia— con las exigencias liberadoras del mensaje cristiano que la Iglesia tiene que anunciar y hacer presente en la sociedad.

179

Page 90: Mision Abierta - Desafios Cristianos

c) Para entender con mayor claridad el alcance de la vinculación que aquí establezco entre tarea ecle-sial y opción global socialista, quisiera hacer las precisiones siguientes:

— Esta vinculación no supone, en modo alguno, confusión o identificación reductora (la tarea eclesial no puede olvidar la pluralidad dimensional de la fe y su carácter de trascendencia, que no se agotan nunca en una opción referida a la organización histórica de la sociedad). Se trata, además, de una vinculación histórica, no esencial y absoluta; es decir, se sitúa en la presente coyuntura histórica, teniendo en cuenta sólo las alternativas realmente existentes en el presente.

— Tampoco pretende legitimar desde la fe o «sacralizar» la opción socialista. En realidad, se limita a constatar una incompatibilidad (la de la vivencia teologal con la opción capitalista) y una coherencia o posibilidad de articulación (la de la misma vivencia con la opción socialista globalmente considerada), teniendo en cuenta los criterios y presupuestos económicos, antropológicos y éticos que hemos visto configuran ambas opciones. La verdadera legitimación de la opción socialista tiene que hacerse desde su propia racionalidad autónoma, científica y ética. Por eso, aun admitiendo la coherencia señalada, resulta ingenuo, radicalmente insuficiente y abusivo decir: «soy socialista poique soy cristiano». Sólo el que se mueve a un nivel muy «eticista» y de «principios» puede llegar a suscribir tal afirmación. La opción por el proyecto socialista tiene que ser fundamentalmente motivada por el análisis que descubre la más correcta

racionalidad científica de tal proyecto frente al proyecto capitalista.

— La vinculación histórica se establece sobre todo por vía indirecta o negativa, a través de la exclusión de la opción capitalista.

— La vinculación histórica a que me refiero permanece estructural-mente abierta, pues ante ella se abre un abanico siempre plural de opciones o subopciones concretas socialistas, con diversidad de modelos y caminos de realización. Si se quiere decir que tal vinculación supone una opción partidaria (partidaria de la concepción socialista y excluvente de la capitalista), habría que subrayar el carácter global de la misma, o, si se quiere, su condición no «partidista». Permanece el pluralismo de opciones en principio y objetivamente legítimas para los creyentes considerados individualmente y la consiguiente necesidad de optar libre y responsablemente.

— Se trata de una opción global de fondo por el proyecto socialista que no supone solidaridad acrítica con los distintos intentos históricamente existentes de ir construyendo una sociedad socialista, y mucho menos, identificación con los pretendidos modelos socialistas ya realizados (somos muchos los que ponemos en duda que se pueda hablar de un modelo rigurosamente socialista históricamente realizado, aunque sabemos distinguir entre unos y otros v emitir diversos juicios de valor).

— Abogar por el proyecto socialista no supone aceptar que tal proyecto va a eliminar todo mal y alienación y a construir la sociedad plenamente fraterna, justa, libre e igualitaria que muchos soñamos. Basta tener la convicción de que la organización socialista puede favorecer

180

una justicia y fraternidad mayores, una igualdad y libertad más reales.

— Por lo demás, tal vinculación histórica de la Iglesia con la opción socialista no supondría excomunión para nadie, aunque sí descalificación clara y objetiva de la opción capitalista. «Si la Iglesia reconoce hoy la presencia de ateos de buena fe, es natural que reconozca la buena fe de personas que adoptan opciones políticas y económicas (por ejemplo, el capitalismo) que, por otra parte, ella debe (o debería) combatir vigorosamente, sin que por ello tenga que excomulgarlos» (Girardi).

Consideraciones realista finales

1. Esta tarea crítico-protélica y liberadora que aquí postulamos para la Iglesia, desde la solidaridad con los desheredados de la tierra, concretada en la descalificación objetiva de la opción capitalista y en la articulación positiva con la socialista, supondría un decir y actuar eclesial de estilo distinto, caracterizado por una mayor humildad. Sabiendo la Iglesia las relaciones interdisci-plinares que tiene que entablar, la información no-teológica que tiene que asumir (por ejemplo, opción por el análisis de la realidad informado por una sociología crítico-dialéctica y rechazo del análisis que proporciona la sociología funcionalista o estructural-funcionalista), tendría que adoptar una manera de hablar distinta y nueva, utilizando en estas cuestiones, como señala Metz, un lenguaje más bien contingente e hipotético, conscientemente histórico,

haciendo suya una palabra de orientación e instrucción no meramente discrecional ni carente de obligatoriedad, pero tampoco solemnemente doctrinal y dogmatizante.

2. Sin embargo, y siendo mínimamente realistas, parece claro que, de hecho, la Iglesia, en su globali-dad, incluido el nivel institucional jerárquico, no está en condiciones de asumir, al menos inmediatamente ni a medio plazo, las opciones a que, en el transcurso del artículo, he hecho referencia. Desde un punto de vista práctico, pastoral, sólo cabe plantear el problema hoy a nivel de lo que podríamos llamar «grupos ecle.siales intermedios» o, mas concretamente, al nivel de las comunidades cristianas de biisc, movimientos apostólicos, grupos distintos más o menos inloiniales (12) (prescindiendo, naturalmente, ele los cristianos individualmente considerados). De hecho, y para concretarme sólo a la realidad española, algunas de esas comunidades (las llamadas Comunidades Cristianas Populares), los gru-

(12) En un trabajo acerca de la labor y misión de la Iglesia en el futuro, y después de resumir su pensamiento sobre la cuestión en cinco tesis, Moltmann concluye sus reflexiones con esta consideración realista: «Estas cinco tesis para el trabajo y la misión de la Iglesia del futuro pueden pareceries a muchos excesivas, considerando serenamente la situación de nuestras iglesias populares y nacionales. Pero no son ilusorias, si para el futuro de la Iglesia contamos con una doble forma de cristiandad: marco-iglesia y grupos innovadores. Frente a la reforma del siglo xvi, que suprimió las órdenes religiosas y admitió tan sólo una forma de vida cristiana —a saber, la parroquia—. para el futuro de la Iglesia hemos de contar con un renacimiento de grupos innovadores, análogos a las órdenes religiosas, en los que se practique en serio la imitación de Cristo, radicalmente y sin compromisos. La Iglesia del futuro los necesita» («El experimento esperanza», 194-195).

181

Page 91: Mision Abierta - Desafios Cristianos

pos de Cristianos por el Socialismo (CPS) y varios movimientos apostólicos (VO, HOAC, JOC, JIC, MAS...), tienen ya experiencias, como tales colectivos, de una participación activa en el proceso de liberación desde una opción comunitaria decididamente socialista, en coherencia con sus bases, programas y proyectos. Evitando la neutralidad y tratando, al mismo tiempo, de salvar su identidad de colectivos ecle-siales, han iniciado ya caminos de compromiso, articulando su actuar con el proceso histórico que tiende a una configuración socialista de la sociedad.

A mi entender, se trata de un hecho eclesial significativo e irreversible, que ningún proceso involutivo será capaz de detener. Me parece un deber incuestionable alzar enérgicamente la voz para reclamar espacio y comprensión para estas comunidades, movimientos y grupos en el seno de la Iglesia. A los que les asusta y preocupa el riesgo que el hecho cristiano padece por la existencia de estos colectivos, con una teoría teológica y una práctica pastoral vinculada históricamente con la causa socialista, habría al menos que preguntarles por qué no les asusta y preocupa —¡y mucho más!— el riesgo que el mismo hecho cristiano padece por la existencia de tantos otros colectivos existentes en la Iglesia que, con mayor entidad y funcionalidad más destacada, vinculan de

hecho su suerte al sostenimiento y apoyo de esta sociedad capitalista, claramente injusta desde una visión evangélica de la realidad.

3. Finalmente, la decidida opción por favorecer la realización de un proyecto de organización socialista de la sociedad no excluye la elaboración de una estrategia posibilista de cambio (informada por una ética reformista de transición), que persiga simplemente la mayor humanización posible, en un momento dado, del sistema capitalista existente. En circunstancias en las que las condiciones dadas, tanto objetivas como subjetivas, no permitan la realización a corto plazo de una transformación en su raíz del sistema de organización social, se puede y se debe instrumentar una práctica reformista, siempre con conciencia de su provi-sionalidad histórica y situándola en el marco estratégico de un proyecto que persiga últimamente la construcción de una sociedad alternativa. Los grupos cristianos —como los estrictamente políticos, cada uno al nivel en que se mueve— tendrán que saber conjugar, en simultaneidad dialéctica, el talante reformista y revolucionario, la funcionalidad posibilista y la crítica-utópica, la perspectiva integradora y la de alternativa radical.

182

III Pensamiento crítico actual

Page 92: Mision Abierta - Desafios Cristianos

EUGENIO FERNANDEZ

LA HISTORIA, UN JUEGO QUE VA EN SERIO

Al filo de un presente amenazado

—¿El presente?, preguntaron al caminante.

—No.sé, quizá un destello o un caos; apenas un abrir y cerrar de ojos.

Acaso todo suceda en el claroscuro de un día, entre un amanecer y un crepúsculo; o a la inversa. Al filo de un rayo tenue cabalgamos y se desenvuelve la secuencia del mundo, sin más consistencia, sin menos alcance tal vez.

¿El presente, otra vez? ¿Para qué detenerse a preguntar por él? Ya sé que es todo lo que tenemos; pero, ¿tenemos algo de verdad? ¿Por qué,

entonces, su desasosiego y mi suspense y perplejidad tras la pregunta?

La experiencia del presente es la experiencia de la fragilidad de la historia. Nada grave si tal fragilidad ofrece (por fin) la posibilidad de abrir un amplio margen al juego de la acción libre, la creatividad, el gozo y la sosegada invención del futuro. Pero, paradójicamente, este presente que se nos quiebra entre las manos, nos hace sentir la pesadez y la inercia maldita de la historia. Vivimos bajo el signo del desencanto. Tras los espectaculares progresos de los años 50 y las atrevidas rupturas de los 60, ¿quién no ha advertido ya que la crisis energética (muy relativa), iniciada en el 73, se ha convertido en motivo y pretexto para poner en marcha toda una ideología del

185

Page 93: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ahorro, la contención y el repliegue, que ha venido como anillo al dedo a los intereses más conservadores?

Se repite hoy la experiencia, trágica al menos para quienes no pueden separar su biografía y sus solidaridades de la suerte de las transformaciones profundas y continuas, de la enervante decepción producida por este nuevo parto de los montes. Basta pensar en la primavera de Praga, mayo del 68, Chile, Portugal, la ya liquidada revolución cultural china... y un largo etc. La verdad es que la lección del pasado no era más halagüeña: La sorprendente «Buena Nueva» condujo al establecimiento de una Iglesia bien asentada en sus instituciones y poderes. La Ilustración y la revolución francesa desembocaron en Robespierre y Napoleón. El marxismo y la revolución rusa dieron lugar a Stalin y el imperialismo soviético.

Esta despiadada dialéctica de frustraciones ha despojado la idea de progreso de su brillante inocencia, y está haciendo despertar a los ingenuos de su optimismo. Sísifo, con su absurdo volver a rodar, reclama un lugar junto a Prometeo. El progreso, en su pobre figura tecnológica, e incluso en sus formas sociales y políticas, provoca recelos. El futuro es objeto de temor tanto o más que de esperanza; piénsese en las «utopías» de Huxlcy, Orwcll, etcétera. En verdad, lo humano está amenazado.

¿Puede extrañar, entonces, la renuncia a seguir adelante? G. Grass la ha expresado muy bien, en El tambor de hojalata, con el personaje del niño, lúcido hasta la mordacidad, que se niega a crecer: para ser como los «adultos» no merece la pena. El talante que de ello se sigue no es ya la desesperación angustiada, sino la ironía del niño-enano que

domina representando su comedia, y logra satisfacer sus gustos amparado en el poder destructor de sus gritos.

No se trata sólo de que el futuro se haya oscurecido; es que el entusiasmo por crearlo ha perdido sentido para muchos. La ética del esfuerzo y la lucha liberadora está siendo sustituida, entre la juventud de los países desarrollados, por una estética «fin de siécle» y una erótica del momento. Tras el desencanto, la nostalgia se está convirtiendo en la marca de la situación actual. Vivimos una época de neoromanticismo como se advierte en la sucesión de modas «retro»; en los gustos estéticos: neo-modernistas, venecianos; y en las actitudes vitales: las añoranzas bucólicas sustituyen a las utopías, los sueños místico-naturalistas al radicalismo político. La deserción de la militancia activa ha sido masiva.

Todo esto no sería problemático en absoluto, sino, al contrario, la dichosa llegada de la cura de humor y alegría que los «hombres duros» necesitan para ser humanos; si no fuera porque nuestro maliciado hábito de la sospecha descubre en ello un juego propio de «hijos de la abundancia», y una coartada para quienes sí piensan en «su» futuro. Basta dar la vuelta a la moneda para comprobar que el presente sigue siendo historia de sufrimiento. Y, ¿se puede añorar el dolor sufrido? ¿Tendrá quien se está librando de la esclavitud tentaciones de volver sobre sus pasos?

No se trata de una vergonzosa utilización del dolor de los demás como argumento a favor de la propia causa, se trata de que cualquiera que sienta al vivo sus ganas de crecer sufre hoy a causa de un futuro desencantado y, sobre todo, expresa-

186

mente dificultado. Ante la amenaza de corte brusco y sordo en los múltiples procesos de liberación, es lógico que brote inquieta la pregunta: ¿será todo reversible en la historia? Y lógica también la tentación de agarrarse a algún logro inamovible. ¿Nos devolverá suficiente aliento en este trance el mensaje de Holderlin retomado por Bloch: «Donde se halla el peligro, crece la salvación»?

En todo caso es cierto que el afán por reunir y defender los logros «irreversibles» del presente es la misma actitud de los conservadores de siempre, es decir, de quienes creen que sus valores permanecen actuales declarándolos intocables. Gracias a Dios todo es reversible en la historia, de lo contrario no hubieran sido posibles los sorprendentes cambios de los que gozamos. Conviene aprender la lección en toda su profundidad, sin maniqueísmos. La tentación de mantener los resultados es una forma de fetichismo que termina coleccionando fósiles.

La historia es un juego de fuerzas en el cual nada está garantizado sin la intensificación de la energía que lo genera. La seriedad de este juego estriba en que de él dependen el sufrimiento o el gozo, la libertad o la opresión, la salvación o el fracaso de la humanidad en cada hombre. En la provisionalidad del filo en que vivimos, no tenemos criterios seguros para determinar puntos sin retorno. Contamos sólo con la memoria viva de lo que ha sido inhumano y no debe repetirse, y con el impulso de las esperanzas irrenunciables que permanecen insatisfechas. ¿Qué otro fundamento tienen los derechos humanos, tan aireados para tranquilidad de «malas conciencias»? Se trata de una opción «gratuita», de posibilidades históricas, no de «derechos adquiridos».

El presente es una paradoja: nada y todo es en él irreversible. Con otras palabras, lo único irreversible es la historia misma: la dinámica sostenida por el aguijón de los sufrimientos y opresiones, y la fuerza de las esperanzas contra toda amenaza y desencanto. Ahí radica la responsabilidad incondicional de nuestra hora. No se puede, sin complicidad con el dolor de quienes soportan la vida como una carga, matar las iniciativas y esperanzas de transformación liberadora. Eso es justamente el «pecado histórico». Resultaría sarcásti-co perpetrar golpes mortales en nombre de mensajes, ideológicos o religiosos, de salvación. La fidelidad al pasado se consigue animando el presente, es decir, cumpliendo sus esperanzas.

Recuerdos peligrosos

Ocuparse del pasado, actualizar la «memoria passionis» puede ser el más movilizador de los pensamientos. La fragilidad del presente se transforma en consistencia cuando asume sus raíces. La tarea de descifrar los signos de nuestro tiempo, para liberar sus fuerzas vivas, encuentra su suelo natural en lo que se ha llamado la «modernidad». La «causa» tiene ya una larga historia.

La modernidad, cuyo inicio suele situarse en la Ilustración, es normalmente interpretada como proceso de «emancipación». Tal caracterización resulta ingenua e insuficiente: refleja una idealización de la edad adulta propia de adolescentes, y no pasa de ser una denominación negativa. Sin embargo, lo que en ella se encierra es mucho más complejo y cargado de consecuencias.

187

Page 94: Mision Abierta - Desafios Cristianos

El proceso afecta a la visión de la totalidad y tiene tres pasos fundamentales: de la realidad vivida e interpretada como «creatura» a la realidad como «natura» y finalmente como «cultura».

El hombre religioso tradicional podía vivir tranquilo y sin más dramatismo en un mundo reconocido como obra de Dios trascendente, cuya historia no tenía más valor que el de ser el teatro en el que él representaba el papel de lo que efectivamente llegaría a ser en la eternidad, única cosa que merecía desvelos.

El Renacimiento, y luego la Ilustración, suponen el descubrimiento de la inmanencia de la realidad absoluta, expresada en la categoría de «Naturaleza». G. Bruno y Spinoza son dos geniales representantes de este intento de experiencia unificada y reconciliadora de la realidad total. La confianza en la razón y en la naturaleza dieron lugar a una ética de la libertad, la acción y el gozo, capaz de generar una concepción decididamente optimista, a la vez que crítica, del hombre y su futuro. Desde Vitoria a Ricardo, pasando por Grocio, Hobbes y Rousseau, el valor de la «naturaleza humana» está a la base de las teorías jurídicas y las concepciones sociales y políticas más progresivas. La nueva clase media, en ascenso gracias al desarrollo del comercio, va imponiendo su sentido de la colectividad e igualdad. En este contexto de humanismo ilustrado se llegó a la formulación de los derechos del hombre. Robinson Crusoe, con su mezcla de naturalismo y mito de origen, es el símbolo de la época (1).

(1) Cfr. CHATELET, F., Historiajle las ideologías, II, pp. 26 ss., 41 ss.7Zero-Zyx, Madrid, 1978.

a) La Ilustración, una audacia insatisfecha

La reivindicación del valor del sujeto libre es el nuevo paso dado por los ilustrados. Kant, su intérprete más lúcido, pone la razón crítica como base de su sistema, y la autonomía como clave de la ética. Autonomía y universalidad, sólo así el hombre es sujeto. Su formalismo es, en realidad, la defensa contra la ideologización de la moral. El imperativo categórico traduce el «ama y haz lo que quieras». En coherencia con ello define la Ilustración como superación de la minoría de edad que se caracteriza por la incapacidad para servirse de la propia razón. «Sapere aude!», fue su consigna. Atrévete a correr el riesgo de liberarte de la autoridad, la tradición... para poder juzgar y decidir por ti mismo. El hombre ilustrado se siente en el centro de la realidad como microcosmos, y descubre su propia esencia como posibilidad abierta, es decir, como acción y esperanza. De ahí las famosas cuatro preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me es permitido esperar? ¿Qué es el hombre (2)?

Pero sería ridículo idealizar una época que no fue capaz de resolver sus propias contradicciones económicas, sociales y políticas, a pesar de la revolución francesa, y que el propio Kant calificó como «insatisfecha». En efecto, el paso de la categoría de sustancia a la de sujeto, gracias al cual el hombre se descubre como autor de su propia historia y creador de su mundo que pasa a ser visto como cultura, implica liberación, pero también riesgo. El idealismo alemán y el romanticismo

(2) KANT, I., Obras Completas, VIII, páginas 343-344.

188

son concepciones de la realidad a la luz del paradigma del sujeto creador. Fichte lo expresó de manera entusiasta en su ideal del «Yo absoluto», y Hegel de manera más cauta en la dialéctica del amo y el esclavo, según la cual el futuro y la realidad verdadera son obra del trabajo y la formación cultural (3). La realidad adquiere sentido en el horizonte de la libertad creadora; esa es su debilidad y su fuerza.

La ambigüedad del romanticismo radica en sus oscilaciones entre el riesgo y la nostalgia, la creatividad y el desencanto, y en su olvido de los factores infraestructurales. No es casual que el sentido de la historia haya surgido con el abandono del regazo materno de la Naturaleza, tal como requería la emancipación, ni que con ella haya aparecido la experiencia de la tragedia implicada en la superación del temor a los amos y a la muerte. El paradigma de este paso histórico se remonta nada menos que al mito del paraíso: El hombre, que vivía en perfecta armonía con la naturaleza y con Dios, malogra su dicha cuando tiene la osadía de «atreverse a saber» qué es el bien y el mal, y a erigirse en señor de su vida. El «sapere aude» y la «autonomía» se convierten en fuente de maldición. Expulsado de la Naturaleza, al hombre sólo le queda una vida errante, continuamente amenazada. Amargo final de la proeza emancipadora. Pero, ¿y si en realidad la verdadera historia del hombre comenzara a las puertas del paraíso, en el erial reseco y caótico que llega a convertirse en vergel por obra de sus manos? ¿Si el doloroso desamparo fuera la condición

(3) HEGEL, G. F., Fenomenología del Espíritu, pp. 117 ss.; F.C.E., México, 1966.

requerida por nuestra voluntad de ser libres?

Rilke ha expresado poéticamente este proceso:

Igual que la Naturales abandona [a los seres

al riesgo de su sordo placer, y a nin-íguno

en especial protege en la gleba o en [el ramaje;

de igual forma no somos para el [fondo de nuestro ser

más gratos; él nos arriesga. Sólo que [nosotros,

más aún que la planta o el animal, nos avenimos a este riesgo; es núes-

[tra voluntad" (4).

b) La lucidez rompe los cristales

En la desgracia del extrañamiento, el hombre descubre que al no pertenecer a olla, tampoco está sometido a la naturaleza. No posee identidad ni esencia, sino que debe construirlas, pero justamente en ese proceso en que se constituye como sujeto activo se convierte también en señor. Feuerbach se propuso poner en pie el proceso histórico y recuperar para el hombre todos los atributos proyectados sobre Dios: «Homo homini Deus est... éste es el momento crítico de la historia del mundo» (5).

Pero fue Marx quien, captando agudamente el sentido de la industrialización y el nacimiento del proletariado, descubrió toda la fuerza encerrada en la afirmación del hombre como sujeto práctico de la his-

(4) Citado por FALK, W., Impresionismo y expresionismo, p. 93, Guadarrama, Madrid, 1963, y tomado de Leid und Verwandlung, SW II, 260.

(5) FEUERBACH, L., La esencia del cristianismo, p. 300, Sigúeme, 1975.

189

Page 95: Mision Abierta - Desafios Cristianos

toria. En sus manos la imagen del paraíso, proyectado al fin del proceso, se convierte en un mito revolucionario. El hombre es el nuevo Prometeo capaz de forjar su destino contra las explotaciones que lo oprimen. Su poder radica en la productividad de su trabajo, y su fuerza en la unión de los que no tienen nada que perder. La revolución, en cuanto negación e inversión radical, es, desde ahora, posible; sin embargo, algo no corre; le faltan la suavidad y la ligereza de las experiencias y afirmaciones gozosas.

Sin tardar, otro de los «maestros de la sospecha», Freud, descubría que la falla era más honda. En realidad, la historia la hace y la escribe lo Otro (sea Ello o el Super-yo), no el sujeto. A esta constatación añade su escalofriante diagnóstico: no hay cultura sin represión, ni sociedad sin renunciar a deseos. El sueño romántico se rompe como un juguete entre las manos. Sólo queda una salida, el camino de Ulises, cuya aventura es símbolo de la «astucia de la razón»: El hombre, además de tener agudeza de ingenio, debe ser capaz de cerrar sus oídos a los cantos de sirena e incluso de encadenarse al mástil de la nave si quiere sortear los abismos (la locura) y llegar a ser libre (6). La razón critica se ha vuelto cauta, ha adquirido la mesura de quien sobre todo busca curar, y llega a un acuerdo con el «padre» y con los «deseos» para que la historia del sujeto pueda seguir adelante. Pero, a diferencia de Hegel, Freud es consciente de la precariedad de este pacto, en el que se basa la cultura, y detecta en ella un foco de continuo

(6) Cfr. ADORNO-HORKHEIMER, Dialéctica del iluminismo, Sur, Buenos Aires, 1971.

malestar. En sus manos hasta los fondos relegados al inconsciente adquieren cierta trasparencia, por eso es Freud un momento clave en el desarrollo de la racionalidad moderna y en el profundo cambio de mentalidad operado por ella.

Pero ha sido, probablemente, Niet-zsche quien más ha penetrado en la comprensión de la modernidad. Desde su «insana» lucidez ve que la historia es, en realidad, un proceso de privaciones y renuncias, protagonizado por las fuerzas reactivas. Contra ellas, el ejercicio de la razón crítica se atreve a llegar hasta el nihilismo, última figura del despoja-miento. Por su parte, la afirmación incondicional de las fuerzas activas, de la voluntad de vida espontánea, gozosa, plena, desemboca en el eterno retorno. La obra de Nietzsche es la realización de la figura de Edi-po: el hombre que en virtud de su potencia y entereza rompe todos los tabúes, elimina a su padre (autoridad, moral, ley) y pone la voluntad de verdad como motor de su existencia, termina, sin embargo, arrancándose los ojos en un vano intento de evitar enloquecer por lo que ha visto. Edipo, el hombre lúcido y doliente, es la expresión más trágica y decidida de la modernidad como proceso de emancipación e ilustración. Podemos pensar que el «eterno retorno» no es más que la sublimación del absurdo (Sísifo), pero eso no quita que se trate de nuestro último sueño, e incluso que tras el desagrado de su reiteración intentemos expresar con él la plenitud circular y rebosante de la vida, imposible y, sin embargo, necesaria.

La modernidad, de Spinoza a Nietzsche, constituye una experiencia de secularización; un proceso de reducción-superación antropológica de

190

la teología (7). Desde la crítica de la ontología, pasando por Feuerbach, hasta la «muerte de Dios», asistimos al intento de liberación del mayor de los Amos. Sin esto le faltaría algo esencial. Paradójicamente, sin embargo, la modernidad se vuelve ininteligible e insulsa si prescindimos de ciertos paradigmas, temas y valores cristianos, como: creación, viernes santo — resurrección, paraíso escatologizado, libertad para decidir la propia salvación, «muerte de Dios»... Se trata ahora de la expresión de los mismos, bajo la forma de sus contrarios, siguiendo la lógica de la encarnación. Era preciso llegar hasta ahí para comprobar que no ha de estar muerto el hombre para que Dios viva, como dirá P. Claudel. La modernidad ha sabido explotar la Cristología para la antropología, cuando la Iglesia no era ya capaz de hacer nada bueno con lo más liberador de su mensaje (8). Por eso no supone arbitrariedad, sino lectura penetrante ver en ella un «lugar teológico» (9). En su más profundo sentido, la emancipación quiere ser historia de salvación, que no se conforma con nada menos que el «hombre nuevo».

(7) Cfr. CEREZO GAUÍN, P., «Reducción antropológica de la teología», en Convicción de fe y crítica racional, Sigúeme, Salamanca, 1973.

(8) Cfr. VON BALTHASAR, H., Seriedad con las cosas, pp. 67 y 78, Sigúeme, Salamanca, 1968.

(9) Cfr. METZ, J. B., Fe y entendimiento del mundo, Taurus, Madrid, 1970, y Glaube in Geschichte und Gesell-schaft, Grünewald, Mainz, 1977; METZ, MOLTMANN, OELMULLER, Ilustración y teoría teológica, Sigúeme, Salamanca, 1973.

c) Aguijones para estatuas de sal

He querido diseñar los rasgos más fuertes de la modernidad en claroscuro para poner de relieve que quien quiera lucir la rosa (salvación) tiene que coger la cruz del presente entera, no para provocar la impresión de que en la historia todo es aporético. El alzamiento de la razón crítica, de la autonomía y la libertad, del clamor de los oprimidos, de los deseos y de la gozosa vitalidad, sigue en pie. Lo que nuestro siglo ha descubierto es que el tejido en el que estaban insertos esos valores, el humanismo como trama de fondo, ha perdido consistencia. M. Foucault lo ha expresado con cierto patetismo: «el hombre es una invención reciente», ha aparecido como efecto de un pliegue en los estratos de la cultura moderna, y puede borrarse «como en los límites del mar un rostro de arena» (10).

La crisis de los humanismos no significa, sin embargo, la aniquilación del hombre, sino que tiene lugar en pleno proceso de «homini-zación» del mundo. Gracias al despliegue de las ciencias que han multiplicado las perspectivas de comprensión de la realidad, gracias al desarrollo tecnológico y al enriquecimiento económico, asistimos a una ampliación insospechada de nuestras posibilidades de transformar el mundo, incluidos los condicionamientos biogenéticos y sociopolíticos, hasta tal punto que esta explosión no resulta un «exceso» desbordante. De ahí la experiencia (oscilante entre el perderse y el trascender) de descen-tramiento: el hombre convertido en señor de la naturaleza, está forjando un mundo que, lejos de ser a su

(10) FOUCAULT, M., Las palabras y las cosas, p. 375, Siglo XXI, México, 1968.

191

Page 96: Mision Abierta - Desafios Cristianos

medida, se le escapa de las manos. Sin duda no somos la cosa más importante que existe. Y sobre lo Otro, que nos importa decisivamente, apenas sabemos ni podemos hacer más que callarnos, como afirman tanto Wittgenstein como Heidegger. Todo antes que dogmatizar o utilizarlo.

—¿Entonces qué? —le preguntó al viejo caminante un impaciente activista— ¿Reposo?

—Tal vez, si fuera posible. Pero en el desasosiego del presente, si esperar se hace difícil, resulta imposible resignarse.

La experiencia de que, en un mundo tan brillante y polifacético, nos vamos quedando en hombres unidimensionales y sin atributos, ha agudizado nuestro sentido de lo negativo. En esta situación de no-identidad, o si se prefiere, de éxodo, la conciencia crítica comienza por hacerse a sí misma la prohibición radical de imágenes, porque cuando alguien, en medio del dolor general, ideologiza el mundo, menosprecia aquel dolor, como decía Adorno. Quizá nadie ha expresado mejor que Dostoyevski el carácter irreductible e injustificable del sufrimiento y el quebranto que introduce en todo intento de racionalizar y ordenar el mundo. Si todavía no podemos responder afirmativamente a la pregunta ¿qué es el hombre?, sí podemos ya decir qué es absolutamente inhumano y con ello expresamos la más elemental e insobornable esperanza: «Que la injusticia no sea la última palabra... que el asesino no triunfe sobre la víctima inocente» (11).

(11) HORKBIMER, M., Die Sehn-sucht nach dem ganz Anderem, pp. 61-62, Hamburg, 1970.

Este agudo sentido de lo negativo pudo haber jugado en la historia más reciente el papel de correctivo frente a la ingenua conciencia colectiva de desarrollo ilimitado. Aunque tarde, hoy estamos en situación de afirmar que tal optimismo era ingenuidad en unos, sarcástico cinismo en otros, pues la historia sigue siendo el paseo de los triunfadores, cuya doble ley es la selección de los más fuertes y la maldición: «Vae victis!». Vencidos-víctimas no son sólo los ensangrentados, somos todos los sumisos ciudadanos que dejamos nuestra libertad, creatividad o ternura para mañana, sacrilegas inmolaciones al dios-progreso. Las historias de frustración y banalidad, tortura o hambre, podredumbre o desencanto, son la cruz para toda justificación del presente y conjuran cualquier idealización del futuro. Ello no significa, a no ser para algún masoquista, que el futuro sea lo puramente oscuro e indeterminado; al contrario, está señalado y comprometido por las ardorosas especta-tivas que brotan del dolor. En trances así es preciso atreverse a reconocer que la historia del sufrimiento está cargada de futuro porque el dolor no se puede olvidar (12). Por eso no podemos sentarnos en el presente y menos retornar al pasado. Quien lo pretenda está mostrando que no le escuecen las heridas, y en sus labios cualquier promesa será denos-table. Hay recuerdos que nos libran de quedar convertidos en estatuas de sal.

(12) Cfr. METZ, J. B., Glaube in Ges-chichte und Gesellschaft, PP- 87-119.

192

£1 gozo pide e ternidad

Como decía Mairena, el hombre se engaña y se alienta por la avidez de sus deseos; pero quien serenamente asume la amarga verdad de la finitud y la muerte, se libera para la creatividad que no devora. Vivimos en un mundo que depende de nuestra capacidad inventiva. Ello nos brinda la oportunidad de afirmarnos y encontrar la propia identidad en la apertura pluridimensio-nal y la originalidad. Por otra parte, la abundancia conseguida por el desarrollo y su mejor reparto, proporcionan una satisfacción y un sentido de la exuberancia de la vida, que posibilitan actitudes éticas basadas en la sensibilidad estética y el gozo, y no sólo en el esfuerzo. También hay que tener el coraje de afirmar que nadie conoce aún el alcance de la potencia transformadora de la alegría.

Pero habernos librado del sueño de un progreso que como Saturno devora a sus hijos, no significa que el futuro esté garantizado. La invención humana puede convertir también al mundo en un caos. Y en todo caso, hay que tener en cuenta los poderosos «intereses creados» que intervienen en el proceso y los costes y descontentos que conlleva la modernización. Como ha detectado Berger (13), la racionalización, complejidad, pluralismo, movilidad, ano-mía y fragmentación de la vida actual generan frustraciones y tentaciones de retroceso, que afectan tanto a los resortes económicos y políticos como personales. Resulta difícil

(13) BERGER, KELLNER, The homeless Uind, Penguin Books, 1974; trad. esp. Un mundo sin hogar, Sal Terrae, 1979.

vivir en un mundo abierto que nos deja a la intemperie, sin certezas ni garantías fáciles. La modernidad nos convierte en «lobos esteparios». De ahi la experiencia de desarraigo y desamparo (homelessness) que caracteriza nuestra época. Esta situación afecta especialmente a la religión, tradicionalmente encargada de proporcionar las certezas últimas y el cobijo más íntimo. El fenómeno explica, por una parte, la añoranza de vida privada, de un naturalismo bucólico, de mitos y religiones esotéricas...; y por otra, que algunos sectores de la Iglesia, tan torpes para comprender el valor de los movimientos alternativos superado-res de la modernidad hacia adelante y hacia los lados, se estén apuntando, con tanta decisión como miopía, a las tendencias de retroceso. P a n permanecer hoy hombres modcmOl y seculares hace fullu una buena dosis de sólida resistencia y no menos imaginación.

La crisis presente está poniendo de manifiesto que las necesidades y aspiraciones que el progreso tecnológico intentó satisfacer con bienes de consumo, son en realidad mucho más profundas:

— Para llegar a ser humanos, los hombres necesitamos seguridad y arraigo. La historia muestra que esto no se obtiene satisfactoriamente en la relación simbiótica con la naturaleza, en la sumisión o en el poder, sino en la comprensión, en la libertad y el «amor productivo». Tenemos la soledad y la diferencia porque nos gustaría sentirnos cobijados en una matriz cósmica perfectamente una y armónica, y al abrigo de todo riesgo. Sin embargo, sólo la solidaridad y la fraternidad gratuitas, libres y, por tanto, expuestas, constituyen un suelo adecuado para el

193

Page 97: Mision Abierta - Desafios Cristianos

enraizamiento humano (14). La libertad, en cuanto fundamento de una vida auténticamente humana, debe ser afirmada tan incondicionalmen-te que no pueda ser vendida ni a cambio de la «felicidad». Dostoyevski expresa magistralmente el problema cuando el Gran Inquisidor condena a Jesús por haber anunciado una libertad que hace a los hombres «infelices», y se presenta a sí mismo como salvador de ese «infierno» mediante la sumisión, la ortodoxia y el orden.

— En un mundo polifacético y lleno de fenómenos enigmáticos el hombre necesita una luz orientadora de su búsqueda de sentido para su vida y su acción sobre las cosas. La modernidad muestra que la lucidez critica cumple esa función básica, y es, por ello, como la libertad y el amor, no recortable. Después de su tortuoso recorrido, la razón ha realizado su propia autocrítica y ha reconocido en las racionalizaciones e ideologías sus más ladinos enemigos. La misma ciencia se ha desprendido de su halo mítico y muestra hoy (Kuhn, Feyerabend...) una actitud de interrogación abierta y movilizante y una estrecha interdependencia con los intereses, sueños y oscuridades de la historia concreta. Una y otra ven su futuro ligado a la libertad de búsqueda y de expresión, a la interdisciplinariedad y el diálogo; y amenazado por el dogmatismo.

— En nuestra sociedad masifica-da y anónima en unos casos, manifiestamente injusta y alienante en otros, la experiencia básica de la identidad personal está seriamente comprometida. Al mismo tiempo, la

(14) FROMM, E., Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, F.C.E., México, 1974.

división del trabajo, la especializa-don y las prisas sólo nos permiten conectar con la totalidad en sus fragmentos. En esta situación brotan espontáneamente el miedo a la separación y la diferencia, condiciones para el desenvolvimiento adulto, y la tentación de buscar pertenencias envolventes y acríticas al grupo, la clase, la nación o lo iglesia. A estas alturas es claro que se trata de respuestas ilusas y con transfondo totalitario. En la inquietud de la fragmentación y la complejidad se nos ofrece la posibilidad de reconocer el valor de la disidencia, la rebeldía y el pluralismo activo, más que tolerante, para ser la «sal de la tierra» y abrir un futuro que nos permita gozar del encuentro con la totalidad.

— La necesidad de amplitud, apertura y trascendencia, que está a la raíz del amor, el arte y la religión, es otro elemento indispensable de la humanidad del hombre. La modernidad ha visto bien que la creatividad es nuestro lugar privilegiado de trascendencia, quizá porque ha experimentado en carne propia el infierno de la destrucción. En la invención de algo original encontramos sorprendentemente fundidos el poder y la gratuidad, la entrega y la autoafirmación. Esta experiencia gozosa puede librarnos de la comercialización de todo, incluidos el dolor y la esperanza. Quizá sólo ella pueda permitirnos también reconocer que la autonomía no es una reivindicación impertinente o un derecho prefijado de antemano (la jaula privada), sino la superación de toda apropiación en favor de la libre disponibilidad. A este nivel se puede afirmar ya, sin trampa, que hay algo más importante que el poder y la tortura de Prometeo: la búsqueda de felicidad como dinamismo básico

194

de la vida y la historia humanas. Y el gozo pide eternidad.

Estas necesidades-deseos profundos que han constituido nuclear-mente la «causa» de la modernidad, se nos presentan hoy no como valores logrados, pero sí como impulsos capaces de crear futuro; irrenuncia-bles, por tanto.

A la luz del presente, la historia se muestra como un juego, en el doble sentido del término (15). Juego de intereses, fuerzas, poderes e «ilusiones» ha sido en gran medida el pasado. Juego libre, inventivo y regocijante («poiesis» y no sólo teoría-(-praxis) esperamos que sea el futuro. En todo caso, el juego es riesgo: todo se puede perder o ganar, nada está asegurado. La partida exige emplearse a fondo si ha de terminar en fiesta. Además, hay al-

(15) La categoría es tan compleja como central en la actualidad. Expresa desde una visión de la realidad radicalmente azarosa y sin sujeto: véase ROSSET, C, Lógica de lo peor, Barral, Barcelona, 1976; pasando por el sentido abierto y pluralista de los juegos de posibilidades en lógica y en mate máticas; hasta la interpretación de la creación y del sentido final de la realidad como juego festivo; véase MOLT-MANN, J„ Sobre la libertad, la alegría y el juego, Sigúeme, Salamanca, 1972.

gunas condiciones imprescindibles para que el juego siga:

— que juguemos todos;

— en igualdad de condiciones. Sin ventajas y sin trampas. De lo contrario la fiesta se convierte en una danza macabra (16);

— que la participación de cada uno sea espontánea. La manipulación lo convierte en «el otro juego»;

— el juego tiene su lógica: imaginación, agudeza, rapidez, previsión, claridad. Las cartas ocultas significan un «renuncio»;

— que lo celebren juntos «ganadores» y «perdedores».

Al llegar a este umbral bifronte, el caminante se detuvo un momento para leer la inscripción grabada en el dintel, que parecía muy antigua, y continuó inventando sus pasos, mientras meditaba: «Con la historia no se juega.»

(16) Como ya advirtió Hegel: «La vida de Dios y su conocimiento pueden expresarse como un juego del amor consigo mismo, pero esta idea desciende al plano de lo edificante e insulso si falta en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo.» Fenomenología del espíritu, p. 16, F.C.E., México, 1973.

195

Page 98: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JOSÉ MARÍA DIEZ-ALEGRIA

DERECHOS HUMANOS, LIBERALISMO Y CAPITALISMO BURGUÉS

i

El capitalismo como separación estructural de «capital» y «trabajo»

La concepción del hombre y de la sociedad del liberalismo es inseparable del nacimiento y desarrollo del capitalismo moderno.

De una manera práctica y elemental, se puede definir al capitalismo (con Mauricio Dobb) como «un sistema en que los instrumentos y utensilios, las estructuras y los stocks de bienes por medio de los cuales se realiza la producción —el capital, en una palabra— son predominantemente de propiedad privada o individual (incluidos aquí los particulares unidos como propietarios conjuntos bajo la forma de una sociedad anónima o compañía mercantil, en donde la propiedad de cada individuo

está separadamente singularizada bajo la forma de acciones)». Es un sistema de «empresa privada». En él hay una separación estructural entre el «Capital» y el «Trabajo». Unos son los propietarios del capital y otros los que trabajan haciendo productivo a ese capital.

En la sociedad moderna, con su costosa y elaborada técnica, y con procesos productivos de intrincada mecanización y especialización, un sistema de propiedad privada de los medios de producción implica necesariamente, de hecho, una concentración de la propiedad relativamente en unas pocas manos. El hecho de esta concentración tiene como reverso este otro hecho: la carencia de propiedad de capital por parte de otros, en realidad la mayoría de la población. De esta forma, unos tienen y otros trabajan para los que tienen. En realidad, están obligados a ello, ya que no teniendo propie-

196

dad alguna ni (por consiguiente) acceso a los medios de producción, carecen de todo otro medio de vida.

Se podría decir que una minoría acapara la totalidad del capital y de esta manera, por una especie de chantage, obliga a la mayoría a trabajar en beneficio suyo. El fenómeno de la fuga de capitales y de la huelga de inversión es una manifestación bastante expresiva de que el chantage existe.

Naturalmente, el fenómeno total del capitalismo burgués es mucho más complicado que esto que hemos dicho. Pero su «esqueleto» es así.

a) Teología liberal-burguesa e individualismo medieval

Este capitalismo es un hecho. Pero tiene una ideología: la ideología del liberalismo.

La concepción del hombre y de la sociedad del liberalismo burgués viene de la Ilustración.

En el siglo XVIII se produce una verdadera revolución cultural, llamada Secularización e Ilustración, que son dos aspectos de un mismo fenómeno: toma de conciencia de la autonomía de la ciencia y de la filosofía, respecto a la teología, y esfuerzo por dar una explicación racional (y sistemática) a la realidad mundana. Esta revolución cultural fue, en parte, muy positiva. Pero, en parte, fue negativa.

Lo que nos interesa ahora es que esa nueva filosofía de la Ilustración llevaba consigo una nueva visión de la realidad social, muy cargada de consecuencias históricas.

Indudablemente, la concepción del hombre y de la sociedad elaborada por el racionalismo iluminista del siglo XVIII, tiene raíces históricas anteriores. Raíces de tipo socio-económico, en la revolución del comercio provocada por las Cruzadas, y en

el consiguiente nacimiento de un capitalismo mercantil y financiero ya a fines de la Edad Media (internacio-nalización del comercio y de la banca). Sin este capitalismo, el moderno capitalismo industrial (mejor dicho, mercantil - industrial - financiero) no habría podido surgir.

También tiene raíces medievales de tipo cultural esta ideología liberal de la Ilustración. Están en el individualismo acentuado de la escolástica nominalista de la tardía Edad Media y en aquel ethos de afirmación del individuo, que se desarrolla con el Renacimiento, incluso orientado de algún modo hacia el ideal solitario del «superhombre».

El modo medieval de inserción del hombre en la sociedad corresponde a una actitud infantil de identificación del yo con el mundo ambiente. El despertar de la individualidad, característico del paso a la Edad Media, correspondería a lo que en el desarrollo del niño constituye la crisis de la adolescencia. Pero ese carácter adolescencial hace que esta afirmación del individuo no tenga el equilibrio propio de la personalidad auténtica (que reafirma la propia libertad y responsabilidad en apertura al tú y al nosotros, al diálogo y al amor), sino más bien en términos de un individualismo entre narcisis-ta y sadomasoquista: encerrado en sí mismo (egoísmo) y relacionado con el otro en términos de competición, celotipia, afán de dominio o entrega incondicionada al condotiero.

b) Ideología liberal y «Ley natural» del egoísmo

Sobre este fondo de individualismo, la filosofía racionalista del siglo XVIII construye su concepción del hombre y de la sociedad. Esta nueva concepción se puede, en resumen, reducir a estos puntos:

197

Page 99: Mision Abierta - Desafios Cristianos

— La aceptación del egoísmo radical del hombre, no como una alienación superable, resultante en gran parte de estructuras sociales históricas, sino como la ley misma de la naturaleza, que es necesario respetar. El hombre debe ser radicalmente egoísta y debe obrar en consecuencia. Lo único que pide del hombre esta concepción (de cuño individua-lístico-racionalista) es que su egoísmo sea racional, muy inteligente.

— Un intento de recuperar de alguna manera el viejo concepto de bien común (que quedaba anulado) por una vía curiosa, y que en parte estaba condicionada por el espectacular avance de la ciencia físico-matemática (mecánica racional) durante el siglo XVIII. Este avance condujo a la tendencia a concebirlo todo en términos mecanicísticos.

El intento de recuperar, con un modelo mecanicista, el concepto de bien común, se plasma en el siguiente postulado: si en la t rama de las relaciones sociales, cada uno busca frontalmente su egoísmo con una absoluta insolidaridnd, pero de manera inteligente, se producirá objetivamente, por una especie de mecánica social objetiva, un equilibrio de esos egoísmos, que timbará por conducir al bien común o, por lo menos, al bien común posible, y por tanto al verdadero bien común, al bien común real.

Este postulado está en la base, tanto de la teoría económica tic los clásicos, como de la teoría política de Juan Jacobo Rousseau.

Ya anteriormente a la gran obra de Adam Smith sobre la naturaleza y las causas de la riqueza da las naciones (1776), los fisiócratas franceses habían concebido el orden económico como una unidad orgánica que se desarrollaba conforme a leyes naturales. Ellos inventaron el tér

mino y la política del laissez faire (dejad hacer), que caracteriza la doctrina de los economistas clásicos sucesivos.

Según este punto de vista, los individuos deben ser libres para perseguir el propio interés. Se les debe permitir elegir el propio trabajo, trasladarse de un lugar a otro, ganar dinero, hacer lo que quieran con su propiedad. El Estado no debe ni ayudarles ni obstaculizarlos. Esto se concebía en cierto modo como una norma moral: la ley natural de los derechos del individuo. Era además conforme al bien colectivo, dado que, por ser una ley natural, tenía que dar finalmente buenos resultados.

Todas estas doctrinas se resumían en aquella fórmula o slogan: «Lais-ser faire et laisser passer, le monde va de luí méme», que se podría traducir por «No intervengáis, el mundo marcha solo». Una doctrina verdaderamente confortadora para los fuertes.

También para Adam Smith, el verdadero fundador de la escuela económica clásica (casi como decir el fundador de la ciencia económica), el operador económico, persiguiendo sólo su interés, «es conducido por una mano invisible a conseguir un fin que sobrepasa sus intenciones». Buscando su interés, promueve con frecuencia el de la colectividad más eficazmente que si lo procurase a propósito. Todos los sistemas dirigidos a fomentar o a obstaculizar deben ser abandonados; el sistema simple y obvio de la libertad natural se establece espontáneamente.

La exaltación que hace Smith del egoísmo natural del individuo como fuente primaria del bienestar social, la próvida «mano invisible» y las ventajas del «obvio y sencillo sistema de la libertad natural», son tema obligado de los defensores de la

198

«empresa privada» desde 1776 hasta hoy.

También la teoría política de Juan Jacobo Rousseau se orienta en el sentido del equilibrio social como mecánica objetiva de egoísmos contrapuestos. (Rousseau muere en 1778.) Su concepción del Estado se funda en una separación radical entre orden jurídico y orden moral. Rousseau no cree en la eficacia del deber moral para guiar de hecho las relaciones entre los hombres. No niega la moral, pero prescinde de ella en la búsqueda de una fundamentación efectiva del orden social humano. La única fundamentación es para él un contrato social, en que los ciudadanos, por interés individualista de cada uno, se ponen de acuerdo en instituir el Estado, cediendo cada uno parte de su libertad originaria absoluta para constituir la autoridad civil.

Aunque se puede pensar que esle positivismo jurídico lleva en sí una carga de totalitarismo (una especie de absolutización del poder del Estado, después de haber sido contrac-tualmente creado), lo que Rousseau pretendía con la teoría del contrato social era salvar al poder público de la tiranía y de la injusticia hacia las que el absolutismo lo conduce. Pretendía que el poder político se convirtiese en instrumento de un orden de justicia y de libertad. Rousseau piensa llegar a esta meta a partir de la absoluta democraticidad del poder político, derivada del contrato social. La garantía está en que las normas y las decisiones de la autoridad correspondan al consenso de la mayoría de los ciudadanos, tomados cada uno individual e individua-lísticamente (es decir, entre otras cosas, de una manera abstracta).

No hay que objetar a la idea de que el voto de la mayoría deba ser

determinante en el orden político-jurídico. Pero para Rousseau este voto asegura absolutamente la realización de la justicia y del verdadero bien común, dispensándonos de cual-quien tensión ética colectiva, ya que cada ciudadano, como tal, debe proceder individualísticamente y sin mezclar ideales morales en el comportamiento cívico. Pero la razón de esto no es que Rousseau sea un ne-gador de la moral, sino porque parte del postulado de la ideología liberal burguesa de la Ilustración. Si cada uno de los ciudadanos, individual e ;ndividualísticamente, se determina según los propios intereses egoístas, se dará infaliblemente una compensación equilibradora de los intereses contrapuestos, en razón de la cual, la voluntad de la mayoría reflejará, medíanle un mecanismo, por decirlo así, infalible, lo que Rousseau llama la «volunté general», que no es la suma de las vohintaiU-s de todos, sino precisamente aquella voluntad objetiva que representa los verdaderos intereses de la comunidad, lo que otros llamarían bien común.

De este modo, para Rousseau la justicia abstracta formal de la igualdad delante de la ley (igualdad que consistiría esencialmente en el originarse la ley mediante un sufragio universal) sería de hecho una garantía infalible de la realización en la convivencia social de una justicia material y de contenido.

El error de Rousseau consistía precisamente en esto: reducir la realidad social a un conjunto de partículas independientes y cerradas en sí mismas, que se afrontan mutua y continuamente en condiciones de perfecta igualdad, un poco como las partículas de un cuerpo gaseoso conforme a la teoría cinética de los gases.

199

Page 100: Mision Abierta - Desafios Cristianos

De este modo, Rousseau no tiene en cuenta que el individuo no se reduce a una unidad abstracta, sino que está condicionado biológicamente, económicamente, social y cultu-ralmente. El tejido social no se constituye sólo con la suma de individuos aislados que se reúnen en aquel ideal contrato social, sino que en la so-siedad civil los individuos están ya de partida imbricados en múltiples relaciones y sistemas de intereses, sometidos a fuerzas de presión, a condicionamientos de orden económico, cultural, etc., sometidos al influjo de herencias históricas y al juego de los hechos sociales y de fenómenos de agrupación en cierto modo espontánea, que van y vienen en el complicado desarrollarse de la múltiple vida social de los hombres.

Así se desvanece tanto el mito de la identificación de la voluntad de la mayoría del sufragio universal con la «volonté genérale», entendida como auténtico bien común, cuanto el mito de que la legitimidad democrática formal asegure de una manera, por decirlo así, mecánica el contenido material de justicia.

Con esto no se quiere decir que la soberanía no resida en el pueblo y que el sufr?<*io universal no sea un elemento esencial de legitimidad del orden jurídico. P i ro los problemas que plantea técnicamente la realización de una auíC: ¡tea democracia en la obra de constitución del derecho y de gobierno del Estado, son infinitamente más complicados de lo que suponía Rousseau.

No queda asegurada la genuina democracia con la abstracta afirmación: «un hombre un voto». Hay que empezar por desmontar, analizándola, la situación social, cultural... económica, en que se «hombre» está constituido.

2

Derechos humanos: su trasfondo liberal y sus inconsecuencias

El Estado liberal del siglo XIX se inspira en la doctrina de Rousseau, pero no es rigurosamente fiel a los postulados de la misma, entre otras razones, porque la concepción de aquél supone un régimen de democracia directa en todos los niveles de la vida del Estado y del derecho. Pero el sistema de democracia directa es absolutamente inadecuado a las posibilidades y necesidades de la vida de un Estado moderno.

El Estado liberal tomó de Rousseau la idea de que la justicia a la que el derecho se refiere es una justicia abstracta y formal de «igualdad ante la ley». Paralelamente a ésta, tomó la idea de que la finalidad del Estado y de su acción es mantener esta igualdad frente a la ley, dejando a los individuos, en el interior de este cuadro de legalidad formal, una absoluta libertad de acción en las relaciones entre «particulares».

El escritor francés Anatole France dijo irónicamente, refiriéndose a esta engañosa idea de justicia: «La majestuosa igualdad de las leyes, que prohiben lo mismo al rico que al pobre dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar el pan».

Para el liberalismo del siglo XIX, la función del Estado se reduce a vigilar para que las actividades y las relaciones de estos «particulares» se mantengan siempre en el cuadro formal de la ley. Si dentro de ese marco unos se mueren de hambre y otros revientan de comer, eso no interesa a la «justicia». ¡Allá la «mano invisible» de Adam Smith!

200

Originariamente el liberalismo es una ideología de «utopía». Piensan que, con su liberación política abstracta y el objetivo juego de los egoísmos contrapuestos, acabará alcanzándose un estado de felicidad y de liberación real para todos. Rousseau era realmente un idealista.

Pero la burguesía liberal del siglo XIX era muy realísticamente una clase social, que estaba radicada en la poderosa realidad de una vida económica, y estaba realizando el gran viraje histórico de la revolución industrial y de la creación del capitalismo moderno.

El aspecto humanista de esta concepción liberal burguesa está en la idea de los Derechos del Hombre, que opusieron a la tiranía y a la corrupción del absolutismo decadente, y que fue motor de la Revolución Francesa, hecho históricamente positivo. La nueva concepción sobre los Derechos del Hombre, desarrollada en el ambiente europeo de la secularización, en el siglo XVIII, dio sus primeros frutos en Norteamérica, donde los diversos Estados, en la guerra de la independencia, introdujeron en sus Constituciones declaraciones de Derechos del Hombre, la primera el famoso Virginia Bill of Rights de 12 de junio de 1776. Mayor resonancia mundial tuvo la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen de la Asamblea Nacional de Francia, de 26 de agosto de 1789.

En la doctrina de los Derechos del Hombre hay algo imperecedero e irreversible.

Pero, en la posición inicial del pensamiento liberal, el positivo elemento humanista juega en función de intereses económicos de clase, hasta convertirse en instrumento ideológico de explotación.

Esto explica que, en el plano real, la concepción liberal decimonónica

de los Derechos del Hombre haya hecho girar el ordenamiento jurídico de la actividad económica sobre dos polos: la proscripción legal de las asociaciones profesionales de obreros y la inviolabilidad del derecho de propiedad privada del capital.

A primera vista, es una contradicción increíble que el liberalismo, que tan fuertemente propugnó la libertad de asociación política (junto con las libertades de conciencia, de opinión, de prensa, etc.), se opusiera tenaz y sangrientamente a la libertad sindical.

La razón de ello está en el carácter «ideológico» de la concepción liberal, que es una teorización al servicio de la explotación capitalista.

El capitalismo funciona originariamente, con enorme eficacia para llevar adelante la revolución industrial, sobre la base de la explotación de los obreros. Del funcionamiento del chantage que descubrfarnos al principio de estas notas: no tienes más remedio que trabajar para mi en las condiciones que a mí me convienen, porque si no te mueres de hambre.

Para que este chantage y esta explotación funcionen bien, es necesario que los obreros se enfrenten a los capitalistas, disgregados. Entonces cada obrero que no se somete queda condenado a la inanición. Y a los capitalistas no se les crea ningún conflicto, porque siempre hay otros obreros que aceptarán el chantage.

Esa es la verdadera razón por la que el liberalismo capitalista se opuso a muerte a las posibilidades de sindicación obrera.

Pero lo propio de las ideologías es disfrazar (y hasta disfrazarse a sí mismas) las verdaderas razones con otras razones ideales, abstractas y sofisticadas.

201

Page 101: Mision Abierta - Desafios Cristianos

El liberalismo decimonónico hacía derivar el principio de ilegalidad de las asociaciones profesionales de obreros de la concepción roussaunia-na (abstracta e irreal) de la libertad individual y de la libertad contractual. Rousseau había concebido, como hemos explicado, la libertad en términos absolutamente individualís-ticos, y en esa misma forma concebía la libertad contractual. Sobre esa base, la mentalidad liberal consideraba que la unión sindical y la contratación colectiva coartaban la libertad contractual de cada obrero. Y con ese expediente dejaban a todos y cada uno de los obreros indefensos ante la dictadura del capital.

También la idea de la inviolabilidad del derecho de propiedad (del capital) tiene su raíz en los intereses económicos de la burguesía, y en la empresa histórica de acumulación capitalista en que esa burguesía estaba empeñada. La cobertura ideológica, en este punto, podría buscarse en la tradición del Derecho Romano. Por lo demás, los juristas del siglo XVIII, a pesar de su orientación predominantemente positivista, habían conservado de la vieja tradición teológica, bajo una forma secularizada y laica, la concepción, más o menos coherente, pero difusa, de una especie de sacralidad transcendente del «Derecho». Así las exigencias del capital quedaban cubiertas con un manto inviolable.

El sacrilegio de la «sacrafiíaiúíii» de la propiedad privada

Por una aberración incalificable, la Iglesia Católica, durante largos decenios del siglo XIX, entró en este juego. Aceptó la intocabilidad «sagrada» de la propiedad de los capitalistas. Y, sin embargo, desde un punto de vista genuinamente cristia

no, la idea de «sacralizar» el derecho de propiedad privada es una especie de sacrilegio. Esto viene insinuado en dos indicaciones de las cartas paulinas a los Colosenses (3,5) y a los Efesios (5,5). La codicia, se dice en el primero de estos textos, «es una idolatría». Y en el segundo: el avaro «es un idólatra».

Los viejos obispos monjes orientales Basilio y Crisóstomo, de una manera elemental e intuitiva, anticipan una crítica al sistema de acumulación capitalista privada, con su consecuencia de forzar a los trabajadores a trabajar en provecho de los propietarios privados del capital, so pena de privarlos de los medios de producción, condenándolos a la inanición. Decía San Basilio, en el siglo IV: «¿A quién hago injusticia reteniendo y conservando lo que es mío? —dice (el rico)—. Dime, ¿qué cosas son tuyas? Es como si uno, después de ocupar su puesto en el teatro para ver, impidiera después a los que entran, pensando que es suyo propio lo que está puesto delante para utilidad de todos: así son también los ricos. Porque adelantándose a coger las cosas comunes, se las apropian en razón de esta prevención.» Y, algunos años después, San Juan Crisóstomo: «Dime, ¿de dónde te viene a ti ser rico?, ¿de quién recibiste (la riqueza)? y ese, ¿de quién la recibió? Del abuelo, dirás, del padre. ¿Y podrás, subiendo por el árbol genealógico, demostrar la justicia de aquella posesión? Seguro que no vas a poder; sino que necesariamente su principio y su raíz han salido de la injusticia. Porque Dios desde el principio no hizo a uno rico y al otro pobre; ni, al crear, puso delante de éste muchos tesoros, privando al de más allá de este descubrimiento, sino que otorgó a todos la misma tierra, para que la cultiva-

202

sen. Pues, siendo la tierra común, ¿de dónde viene que, mientras tú tienes tantas yugadas, tu prójimo no tenga ni un terrón? Dirás: me lo dejó mi padre. Pero, ¿de quién lo recibió él? De sus mayores. Pero, si vas subiendo, tendrás que encontrar necesariamente un punto de partida.»

3

La eficacia del capitalismo y sus contradicciones

He tratado de exponer objetivamente, dentro de la brevedad y de la modestia de mis conocimientos, la ideología liberal del capitalismo burgués.

En la singladura histórica de la revolución industrial, es patente que este capitalismo tuvo un alto grado de eficacia y también de brutal inhumanidad.

¿Qué decir hoy, de cara al futuro? Afirmar que el capitalismo bur

gués es la «última palabra», el «fin de la historia», algo «natural» (un dato astronómico que «durará tanto como el sol»), sería una aberración sin sentido.

Pero ¿es el capitalismo, de hecho, algo sin futuro, cuya eficacia tiende inexorablemente a disminuir y a extinguirse, condenándolo a un estancamiento letal en virtud de sus propias contradicciones?

Carezco de competencia para atreverme a responder categóricamente a esta grave pregunta.

Que en el capitalismo se dan contradicciones, es patente. Estructurar individualísticamente, sobre la base del lucro, y anárquicamente (en el sentido de que no hay una dirección

central), una realidad tan enteramente (y crecientemente) social e inter-.dependiente como la producción económica moderna, es una paradoja que tiene que dar lugar a dificultades y problemas.

Con todas las complejidades, los matices, las situaciones intermedias, propias de un proceso histórico en movimiento, el capitalismo produce y reproduce una sociedad insanablemente conflictiva, con un conflicto de clases entre los que trabajan con capital ajeno y los que, por ser propietarios de capital, se benefician sin trabajar del trabajo ajeno.

La idea (demasiado abstracta) de que la libertad de mercado es un mecanismo de coordinación que asegura un buen funcionamiento del sistema c incluso un funcionamiento al servicio de las necesidades de los hombres, está en contradicción con la tendencia a la concentración mo-nopolística, que resulla cada vez más inherente a la mecánica del capitalismo. Y el monopolismo conduce al colonialismo económico. Y por esa vía no hay solución para el acuciante problema del tercer mundo, que es el problema de media humanidad famélica.

¿Cuál es el futuro del capitalismo respecto al problema del paro, del subempleo del capital, del «estancamiento económico»?

En el prolongado auge de los años subsiguientes a la última guerra mundial, se puso de moda tratar el tema del estancamiento como una curiosidad histórica de los años treinta. Pero ya en 1958, el economista americano de izquierdas Paul Sweezy contemplaba la perspectiva de un «estancamiento reptante» (creeping stagnation). En los últimos años la problematicidad de la cuestión se ha multiplicado.

203

Page 102: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Parece evidente que si el proceso productivo estuviese gobernado por propósitos sociales, es decir, dirigido únicamente al incremento del bienestar material de toda la sociedad, las posibilidades de llevar adelante el desarrollo económico (y un desarrollo equilibrado), mediante la inversión de trabajo y de recursos, serían mayores de suyo que bajo el capitalismo, donde la inversión de capital en nuevos métodos de pro

ducción sólo se produce gracias a la expectativa de una cierta tasa de beneficios.

La eficacia en el pasado del capitalismo es un hecho histórico incues-tionado. Pero es un interrogante cuál pueda ser en el futuro la eficacia y el destino de este triste sistema, en que la misma fuerza de trabajo se ha convertido en una mercancía.

204

HELENO SAÑA

HUMANISMO MARXIANO Y POLÍTICAS «MARXISTAS»

Los procesos celebrados en los últimos meses contra los disidentes rusos han confirmado una vez más la falta de libertad existente en los países del Este. No voy a emprender aquí la tarea de hacer un balance pormenorizado de la contradicción que existe entre la teoría mar-xista y la praxis que vemos funcionar en los países regidos por sistemas derivados ideológicamente del marxismo. Esta crítica, iniciada ya por los propios marxistas muy temprano (Rosa Luxemburg, Kautsky, Karl Korsch, etc.), suma hoy montañas de literatura y es de fácil acceso a todo el mundo. Además de la crítica procedente del campo no marxista, en las últimas décadas ha surgido un movimiento crítico mar

xista muy profuso: Marcuse, Haber-mas, Gorz, Sartre, Garaudy, Kola-kovski, Kalivoda, Kosik, Ota Sik, Markovic y en general el marxismo yugoslavo. En realidad, todo lo que no es marxismo oficial, es hoy marxismo crítico.

Remito, pues, a esta literatura crítica como referencia documental al proceso de deshumanización que caracteriza a las sociedades del Este. Mi objetivo es más modesto y limitado: clarificar la dicotomía entre el pensamiento de Marx y la reaU' dad histórica que rige en los países comunistas, y, a la vez, poner de relieve la falsificación de la teorí3

marxista por parte de los detentad"' res del poder.

20$

Page 103: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Yo no soy marxista. El que utilice como criterio básico la teoría mar-xiana para analizar la realidad histórica del marxismo no significa que me identifique con los postulados teóricos de Marx y Engels.

Es evidente que no todos los sis temas marxistas establecidos son iguales. Entre ellos existen diferencias importantes. Yo mismo me he ocupado en alguna parte de subrayar esta disimilitud (1). Pero más allá de lo que pueda dividir a los diversos regímenes comunistas, todos ellos están unidos por un denominador común, y esta identificación estructural pesa más que las diferencias en la forma de aplicación. Nosotros centramos nuestro análisis en el marxismo soviético, no só'o porque es el primero que adquirió rango histórico, sino porque es el que más ha condicionado la praxis comunista mundial, también la china. (No olvidemos que Mao Tse-Tung no dejó nunca de elogiar a Stalin).

1

Humanismo y marxismo

Entre los marxistas vulgares es ya un lugar común despachar con epítetos despectivos el pensamiento anterior a Marx, que califican invariablemente de «idealista», «burgués», «reaccionario», «pequeño-burgués», «utópico», etc. De esa valoración negativa no se escapa tampoco la tradición humanista. Es evidente que este esquematismo doctrinario no se ajusta a los hechos. Antes de ser un innovador, Marx es un heredero. El

(1) Véase especialmente El marxismo, su teoría y su praxis, Madrid, 1971.

marxismo es impensable sin la aportación teórica y ética del humanismo. Marx no negó nunca la tradición humanista: lo único que hizo es combatir sus planteamientos idealistas y darles una base materialista. Por eso dijo que el comunismo es «el devenir del humanismo práctico» (2). ¿Cómo iba a negar la herencia humanista si su obra se apoya en hombres que, como Hegel y Feuerbach, representan la culminación de ese humanismo? Los epígonos olvidan que el primer impacto cultural recibido por Marx fueron los clásicos griegos, que leía en original.

Resumamos: el humanismo parte de la filosofía griega, que, en conjunto, representa el intento de crear una concepción del mundo basada en la razón humana. (Sócrates, Platón, Aristóteles). El hombre es el centro del universo, «la medida de todas las cosas» (Protágoras). Esta confianza en el hombre queda relegada a segundo lugar por la teología medieval que surge tras la hegemonía del cristianismo institucionalizado. A partir de los siglos xn y x m , la Iglesia oficial tiene que enfrentarse a dos grandes corrientes contestatarias: la rebelión de las sectas religiosas (a menudo comunistas, como el cristianismo primitivo), y el Renacimiento (3). Ambos movimientos

(2) MARX, Manuscritos: economía y filosofía, p. 201, Madrid, 1969.

(3) Sobre el contenido revolucionario de las sectas religiosas de la Edad Media —especialmente del husitismo—, véase ROBERT KALIVODA, Revolution und Ideologie. Der Hussitismus, Colonia-Viena, 1976. Del mismo autor, Der Mar-xismus und die moderne geistige Wirk-lichkeit, Francfort, 1970. He resumido las ideas de Kalivoda en el artículo «El husitismo, la primera revolución moderna», aparecido en «Nueva Historia», Barcelona, agosto de 1978.

206

representan un intento de devolver al hombre y a la sociedad el carácter autónomo que les negaba el catolicismo feudal.

Mientras la rebelión de las sectas religiosas conducirá finalmente a la Reforma y a un replanteamiento de la idea religiosa, el Renacimiento conduce a una desacralización paulatina de la existencia y a una nueva valorización del hombre (4). El racionalismo renacentista aboca finalmente al deísmo y al materialismo francés del siglo x v m y a la proclamación abierta del ateísmo, que Marx condensará en su célebre fórmula de «la religión es el opio del pueblo».

Si el Renacimiento redescubre el valor del individuo, la ilustración sienta las bases teóricas de la sociedad moderna: Locke, Rousseau, Montesquieu, Kant, etc. La Ilustración da carta de naturaleza al Tercer Estado, es decir, a la clase de ciudadanos que no pertenecen ni a la nobleza ni al clero, y que se llamará burguesía. La concepción burguesa se basa en la soberanía del pueblo, en el constitucionalismo, la idea de propiedad, la libertad, la igualdad ante la ley, la inviolabilidad de la persona. Las revoluciones inglesa (1688), americana (1776) y francesa (1789) sancionan históricamente la liquidación del feudalismo y el nacimiento de la era burguesa.

Marx no dice en ninguna parte que la sociedad burguesa sea el fin último de la humanidad, pero tampoco dice que los valores burgueses carezcan de sentido. Al contrario: ya en el «Manifiesto Comunista», él y

(4) Sobre esta temática existe una copiosa literatura. Remito especialmente a DILTHEY, Weltanschauung und Analyse des Menschen seit Renaissance und Reformation, Stuttgart, 1964.

Engels señalan el papel progresista jugado por la burguesía con respecto a las clases anteriores: «La burguesía ha jugado en la historia un papel eminentemente revolucionario. Allí donde ha conquistado el poder, ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas» (5). Y en sus «Grundrisse», Marx habla de la «great civilising influence of capital» (6). (En inglés en el original). El papel de la burguesía es revolucionario y civilizador porque rompe los lazos artificiales de la sociedad pre-industrial y permite el libre desarrollo de las fuerzas indivi duales, sociales y productivas.

La burguesía juega un papel positivo con respecto al feudalismo, poro en su seno lleva ya una contradicción inmanente, que consistirá en separarse del pueblo (en el que se apoyó para derrocar al feudalismo) y establecer un nuevo sistema de opresión basado en la explotación del proletariado por la nueva clase capitalista.

La crítica a la burguesía empieza muy pronto, incluso en el propio campo considerado burgués, concretamente en el ala jacobina o radical del mismo. Así, Rousseau, en su «Contrato Social», formula ya una tesis que es la negación del capitalismo: «et, quand á la richesse, que nul citoyen ne soit assez opulent pour en pouvoir acheter un autre, et nul assez pauvre pour étre contraint de se vendré» (7).

(5) MARX/ENGELS, Manifest der Kom-munistische Partei, Werke, IV, p. 464, Berlín, 1974.

(6) MARX, Grundrisse der Kritik der politischen Okonomie, p. 313, Berlín, 1953.

(7) ROUSSEAU, DU contrat social, Libro II, Cap. XI.

207

Page 104: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Pero voces anticapitalistas como la de Rousseau son raras. La Ilustración, en conjunto, no capta el problema social. Esa es una tarea que está reservada al siglo xix, que es el siglo que sistematiza la idea del socialismo y el comunismo. Existen precedentes históricos utópicos, claro: Platón, Tomás Moro, Campane-11a, etc. Pero los primeros grandes teóricos del socialismo moderno son Saint-Simón y Fourier. Ambos conciben un sistema socialista basado en el trabajo y la solidaridad social. Pero en ellos falta la noción revolucionaria, que Marx encontrará en Babeuf y Weitling. Son esos dos comunistas militantes quienes le enseñan el concepto de revolución como uno de los elementos indispensables para la superación del capitalismo. En el plano teórico, el problema de las clases lo encuentra Marx precon-figurado de una manera sistemática en Sismondi y en Proudhon. Antes de familiarizarse con las teorías socialistas y comunistas, Marx es influenciado por la filosofía alemana, especialmente por Hegel y Feuer-bach. Hegel le enseña el método dialéctico, Feuerbach el humanismo idealista. Finalmente, el instrumental técnico para desentrañar los misterios de la economía capitalista, lo asume de Ricardo y de la economía inglesa en general.

2

La teoría marxista

No podemos, por razones de espacio, incluir aquí una exposición exhaustiva del pensamiento de Marx, de manera que nos limitaremos a señalar únicamente sus coordenadas esenciales:

a) La historia es fundamentalmente un producto del hombre, sin intervención de ninguna instancia teológica o sobrenatural. La base de la historia es materialista.

b) La historia humana es esencialmente el resultado de la lucha entre las diversas clases. La clase que logra conquistar el poder económico acaba por imponer sus ideas morales, políticas y jurídicas a las demás clases. La ideología (superestructura) es siempre el reflejo de la base económica. En esta tesis está implícita la negación a priori de toda independencia intrínseca de los valores espirituales y morales.

c) Cada fase histórica se caracteriza por una estructura económica y productiva determinada, y crea el sistema de organización social adecuado a ella. Cada transformación cualitativa del sistema de producción conduce más tarde o más temprano a una transformación del sistema de organización social, y, con ello, a un replanteamiento de las relaciones entre las clases. Las clases poseedoras pretenden cambiar las formas de producción sin aceptar un cambio de la estructura social, mientras que las clases explotadas exigen una transformación de las relaciones sociales. Este conflicto se resuelve por medio de la lucha de clases.

d) Esta constante histórica está representada en la época moderna por la burguesía y el proletariado. El desarrollo del capitalismo conduce al surgimiento de una nueva clase (el proletariado), cuyos intereses se oponen a los de la burguesía. Mientras que la burguesía defiende el pasado, la prolongación de sus intereses específicos de clase dominante, el proletariado lleva en sí mismo el principio de liberación universal, y lucha por el advenimiento de una sociedad sin clases. Su triunfo como

208

clase representa el fin de las luchas de clase.

e) Con el triunfo de la sociedad sin clases, el hombre sale del reino de la necesidad para entrar en el reino de la libertad. La abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción elimina definitivamente el dominio del hombre por el hombre y crea los supuestos para la implantación de un sistema de vida basado en la libre y plena auto-rrealización del individuo y la sociedad.

3

El leninismo

La ruptura entre la teoría y la praxis marxista se inicia ya con el propio Lenin. Veamos por qué.

Marx no confería a los comunistas ningún papel cualitativamente distinto al del resto de la clase obrera: «Los comunistas no forman un partido distinto opuesto al de los otros partidos obreros. No tienen intereses que les separen del conjunto del proletariado. No establecen principios particulares para modelar según ellos el movimiento obrero» (8). Lenin, en cambio, parte del supuesto de que el partido comunista es la vanguardia del proletariado, y, como tal, el encargado de dirigir y organizar la revolución: «No es lícito confundir el partido, que es la vanguardia de la clase obrera, con toda la clase. •• Nosotros somos el Partido de la clase, y es por eso que casi toda la clase... debe actuar bajo la

(8) MARX/ENCEI.S, Manifest, Werke, IV, p. 474.

dirección de nuestro Partido» (9). Esa fue la tesis que provocó precisamente la famosa ruptura entre mencheviques y bolcheviques. Esta concepción elitista y voluntarista sería completada por la teoría del revolucionario profesional (10). Para Marx, el único sujeto de la revolución había de ser el proletariado; a partir de Lenin, esta función pasa a ser asumida por el partido, mientras que el proletariado es degradado a mero ejecutor mecánico del proceso revolucionario.

Marx habló de la dictadura del proletariado como fase de transición entre el capitalismo y el comunismo (11), pero entendía esa dictadura no como la dictadura de una fracción minoritaria de la clase obrera,

'sino de todo el proletariado. Kauts-ky llegaría a afirmar incluso que el concepto de dictadura de) proletariado fue accidental en Marx y era una «palabrita» (Wórtchen) sin importancia intrínseca en su sistema (12). Lenin, convencido de que interpretaba fielmente a Marx, defendió contra viento y marea el concepto de dictadura del proletariado, pero ajusfándolo a su esquema personal de la revolución y a las condiciones

(9) LENIN, Un pas en avant, deux pas en arriere, p. 65 y 66, Moscú.

(10) Véase sobre todo LENIN, ¿Qué hacer?

(11) «Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado» (MARX, Critica del programa de Gotha, p. 38, Madrid, 1971).

(12) Lenin intentaría responder a Kautsky en su folleto La revolución proletaria y el renegado Kautsky.

209

Page 105: Mision Abierta - Desafios Cristianos

específicas de Rusia, es decir, convirtiendo la dictadura del proletariado en una dictadura del partido bolchevique, y, en rigor —por la estructura centralista de éste— en la dictadura de un grupo de jefes y revolucionarios profesionales.

La diferencia esencial entre Marx y Lenin consiste en el voluntarismo elitista que éste introduce en el proceso revolucionario. En la praxis, este elitismo voluntarista se traduce en cesarismo y autoritarismo, camuflados bajo la fórmula antitética de «centralismo democrático». Este rasgo leninista tiene una raíz profunda: la desconfianza de Lenin en la capacidad emancipativa de la clase obrera. Recordemos el lema de Marx: «La emancipación de la clase trabajadora sólo puede ser obra de la clase trabajadora misma». Lenin estaba persuadido de que el proletariado, por sí solo, no es capaz de liberarse del capitalismo, y que para conseguirlo necesita ser adoctrinado y dirigido teóricamente por intelectuales como él. De ahí su menosprecio del sindicalismo (13). Y de la misma manera que la clase trabajadora necesita guías teóricos, en el plano de la praxis necesita ser diri-

(13) «La historia de todos los países demuestra que la clase obrera, apoyada únicamente en sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia sindicalista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del Gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales» (LENIN, Que faire?, p. 34, Moscú).

gido también por revolucionarios profesionales (14).

Lenin, a pesar de su cesarismo, era un hombre perfectamente equilibrado, y su energía no le impedía ser flexible y paciente. En manos de Trotsky, la teoría de la vanguardia revolucionaria se convertiría en militarismo puro. Antiguo menchevique y centrista, para hacerse perdonar sus ataques a Lenin, Trotsky ensalzó las virtudes del sargento prusiano como modelo de la revolución y postuló un bolchevismo mucho más radical que el de Lenin: «La dictadura del proletariado significa, en sustancia, el dominio inmediato de una vanguardia revolucionaria, que se apoya en las masas amorfas y que cuando es necesario obliga a los reticentes a incorporarse. Esto reza también para los sindicatos. Tras la conquista del poder por el proletariado, los sindicatos adquieren un carácter obligatorio. Porque en Rusia no puede existir otro medio para ir al socialismo que una dirección autoritaria de las fuerzas y de los recursos económicos del país, que una distribución centralizada de las fuerzas obreras de acuerdo con un plan gubernamental general» (15). Y por si quedara alguna duda, Trotsky remacha el clavo: «La represión con vistas a realizar las tareas económicas es un arma necesaria de la dictadura socialista» (16).

(14) La idea del revolucionario profesional era una vieja obsesión de Lenin. En el primer número de «Iskra» (noviembre 1900), escribía ya: «Hay que capacitar a la gente para que se dediquen a la revolución no solamente en sus tardes libres, sino toda su vida».

(15) TROTSKY, Terrorisme et communisme, p. 172 y 215, París, 1963.

(16) Ibíd., p. 225.

210

Lenin justificará mil veces la dictadura del proletariado alegando la necesidad de combatir a la burguesía (17). Pero esta presunta dictadura del proletariado no se ejerce sólo contra la burguesía, sino también contra una gran masa de la propia clase obrera y el campesinado, contra la pequeña burguesía y las clases medias. No se trata por ello de la dictadura de una clase —el proletariado— sobre otra —la burguesía—, sino de una simple fracción revolucionaria —los bolcheviques— sobre la mayoría de la nación. De ahí que Lenin quitara pronto el poder a los soviets, eliminara toda consulta democrática y persiguiera a todos los sectores obreros y revolucionarios que se oponían al «diktat» bolchevique: mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas, anarcosindicalistas, comunistas anticstalis-tas, etc. El aplastamiento de la rebelión proletaria de Kronstadt y la ofensiva contra el movimiento guerrillero de Makhno constituyen los dos puntos culminantes de este proceso de represión bolchevique, actitud que Trotsky y Lenin justificarán con calumnias parecidas a las que luego utilizará Stalin para liquidar a la vieja guardia bolchevique.

Ello no puede sorprender, en el fondo. La revolución bolchevique tenía que ser antidemocrática porque la praxis de Lenin y Trotsky no era en este punto marxista, sino blan-quista y putschista, es decir, estaba basada en la ilusión antidialéctica y romántica de que una minoría de hombres enérgicos y decididos era

(17) «La dictadura del proletariado es la guerra más heroica e implacable de la nueva clase contra un enemigo más poderoso, la burguesía...» (LENIN, La maladie infantüe du communisme, página 6, Moscú).

capaz de conquistar el poder y, desde él, cambiar la sociedad y establecer el comunismo. El modelo de esta concepción no es Marx, sino Blanqui.

4

Dominio total

Stalin no hizo más que llevar a las últimas consecuencias el proceso de deformación iniciado ya por Lenin y Trotsky. Nuevo en el stali-nismo no es el sistema de dominio en sí, sino las proporciones que adquiere a causa de la personalidad patológica de Stalin. El hecho de que un burócrata como él pudiera apoderarse del aparato del partido y utilizarlo para establecer una dicta-dina personal sobre el país, demuestra por sí solo que el proceso revolucionario marchaba ya por una vía falsa.

La muerte de Stalin puso fin a sus excesos represivos más escandalosos, pero no eliminó, ni mucho menos, el sistema de opresión montado por él. La praxis opresiva constituye todavía hoy el elemento central del régimen ruso, y nada indica que esta realidad vaya a cambiar a plazo corto o medio.

El sistema de opresión vigente hoy en la Unión Soviética tiene como origen la dictadura total que el partido ejerce sobre la población. En síntesis, esta dictadura es la siguiente:

a) Monopolio económico. En la Unión Soviética y demás países comunistas se ha suprimido la propiedad privada sobre los medios de producción, pero éstos no han pasado a manos de los trabajadores, sino del Estado, lo que contradice el pensamiento de Marx. Es cierto que Marx y Engels hablan a veces de confiar

211

Page 106: Mision Abierta - Desafios Cristianos

la administración de la economía al Estado —así en el «Manifiesto Comunista»—, pero es evidente también que utilizaban el término de Estado como síntesis de la propia clase trabajadora, y no como una categoría especial separada de aquélla. En el propio Manifiesto se dice que «si... toda la producción se encuentra en manos de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter político... En lugar de la vieja sociedad burguesa con sus clases y antagonismos de clase surge una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos» (18). Que Marx no pensaba en el Estado como gestor económico especial se deduce del solo hecho de que su teoría preveía precisamente el «Absterben» o muerte paulatina del Estado.

El problema de la gestión económica se planteó ya al principio de la revolución. Frente al estatismo centralista de Lenin, Trotsky y demás jefes bolcheviques, Alejandra Ko-llontai y el grupo de la «oposición obrera» dentro del partido comunista exigieron que la economía fuera administrada y dirigida por los sindicatos. Como es sabido, su intento fracasó. El Estado soviético ejerce hoy, sesenta años después de la revolución de octubre, un dominio absoluto sobre la economía.

b) Monopolio político. Para Marx el triunfo de la revolución significaba implícitamente la desaparición del poder político como tal: «Con el tiempo, la clase trabajadora pondrá en lugar de la vieja sociedad burguesa, una asociación que excluya las clases y sus antagonismos, y entonces no existirá ya ningún poder político propiamente dicho, porque pre-

(18) MARS/ENGELS, Manijiest, Werke, IV, página 482.

cisamente el poder político es la expresión oficial del antagonismo de clases dentro de la sociedad burguesa» (19). Para Marx y Engels, en efecto, «el poder político propiamente dicho, es el poder organizado de una clase para la opresión de otra» (20).

En la sociedad comunista del Este no sólo subsiste el poder político como instrumento de dominio —en el sentido burgués de la palabra—, sino que este poder político es de carácter absolutamente monopolista y antidemocrático. El partido comunista es la única instancia reconocida como vehículo legítimo de acción política. Fuera del partido o de organismos dominados por éste, no hay posibilidad legal de actuar. Si dentro del partido, alguien intenta fomentar alternativas opuestas a la línea oficial, corre siempre el riesgo de ser sancionado, expulsado o re-presaliado. Este sistema de partido único representa un modelo político anterior al de la revolución burguesa.

c) Monopolio ideológico. El monopolio político del partido está basado en su monopolio ideológico. La única concepción correcta es la del marxismo-leninismo. El partido puede, por tactismo o conveniencia, tolerar momentáneamente otras concepciones —como la del cristianismo—, pero hace todo lo posible para impedir su libre desenvolvimiento. En potencia, toda «Weltanschauung» opuesta al comunismo está amenazada de ser oprimida y perseguida.

d) Monopolio intelectual. Según Marx/Engels, «la clase que dispone de los medios de producción material dispone también de los medios

(19) MARX, Das Elend dar Philoso-phie, p. 188, Berlín, 1947.

(20) MARX/ENGELS, Manifest, Werke, IV, p. 482.

212

de producción intelectual» (21). Rusia no podía librarse tampoco de esta ley marxiana. Los medios de información, la cultura, la enseñanza y demás esferas de la vida intelectual están en manos del partido y del Estado: editoriales, periódicos, revistas, películas, televisión, arte, cátedras, etc. Cada rama de actividades tiene su propia organización profesional, y para ser miembro de ella y gozar de los derechos inherentes a la misma, hay que acatar la línea ideológica del partido, que es controlada por los censores oficiales. Es obvio que esta praxis contradice la esencia del marxismo. No necesitamos más que abrir el primer tomo de las Obras Completas de Marx/ Engels para encontrarnos con la filípica de aquél contra la censura prusiana (22). Y lo que en este texto defiende Marx no es más que la libertad de expresión que frente al «prusianismo» soviético defienden hoy los intelectuales y disidentes rusos.

e) Represión. Todos los ciudadanos que difieren del sistema tienen que recurrir a la lucha subversiva e ilegal. Mejor dicho: el sistema les condena a la subversividad y la ilegalidad. El propio término de oposición es ya un delito, una anormalidad que hay que perseguir y castigar.

Esta estructura totalitaria conduce a una institucionalización de la represión contra todos los individuos que arriesgando su libertad y su seguridad personal deciden protestar activamente contra el sistema. Los medios de represión cambian según

(21) MARX/ENGELS, Deutsche Ideología, Werke, III, p. 46.

(22) MARX, Bemerkungen über die preussische Zensurinsíruktion, Werke, I, p. 3-25.

los tiempos y las circunstancias: destierro a Siberia, campos de concentración, cárcel, ejecución, clínicas siquiátricas, expatriación forzosa, etc. Pero lo que no cambia es el poder del Estado para tomar represalias contra los que desafían el «sta-tu quo».

5

Estado y burocracia

Marx y Engels dejaron bien sentado que el Estado es siempre el instrumento de dominio de una clase sobre las demás. Con ello se alejaron de Hegel —teórico del Estado absoluto— y adoptaron una posición análoga a la de Proudhon y Baku-nin, teóricos del anü Listado. En su crítica de la filosofía del derecho hegeliana, Marx dice: «El Estado es una abstracción; lo único concreto es el pueblo» (23). Para Engels, el Estado es «un producto de la sociedad en determinados estadios de desarrollo; es la confesión de que esta sociedad se ha enredado en una contradicción insoluole consigo misma, se ha dividido en antagonismos irreconciliables que es incapaz de superar» (24). Precisamente porque el Estado es el reflejo de la sociedad de clases, desaparecerá a partir del momento en que se establezca la sociedad comunista: «La sociedad, que organiza de nuevo la producción sobre la base de la asociación libre e

(23) MARX, Kritik des Hegclschen Staatsrechts, en Marx/Engels Werke, I, página 229.

(24) ENGELS, Der Vrsprung der Fa-milie, des Privateigentums und des Staats, p. 191, Berlín, 1964.

213

Page 107: Mision Abierta - Desafios Cristianos

igual de los productores, remite toda la máquina del Estado allí donde le corresponde: en el Museo.de Antigüedades, junto a la rueda de hilar y el hacha de bronce» (25).

Lejos de haber desaparecido, el Estado se ha convertido en los países del Este en una categoría intrínseca del sistema. Si subsiste el Estado es porque subsisten las contradicciones de clase y el dominio de una de ellas sobre las demás, es decir, porque existe una clase interesada en mantener el aparato del Estado.

Esta clase es la burocracia del partido y del Estado. La burocracia es, como señalara ya Djilas en su famoso libro (26), la nueva clase dominante en los países socialistas. Marx dedicó gran atención al problema burocrático, y demostró que toda burocracia acaba por perseguir fines propios y es indefectiblemente materialista, aunque pretenda actuar por motivos formalmente elevados (27). Lenin mismo, dijo: «El burocratismo es la subordinación de los intereses de la causa a los de la carrera* (28).

6

Causas históricas

¿Cómo ha podido ocurir todo eso? Ha podido ocurrir porque el marxismo ha triunfado históricamente en

(25) Ibíd., p. 195. (26) MILOVAN DULAS, La nueva cla

se, Barcelona-Buenos Aires, 1957. (27) Véase especialmente la Crítica

de la Filosofía del Derecho de Hegel. (28) LENIN, Un pas en avant, etc.,

página 188.

países atrasados y carentes de una tradición democrática. Lenin y los bolcheviques intentaron realizar una revolución socialista prescindiendo de las condiciones históricas de la burguesía. Y eso es lo contrario de lo que Marx y Engels querían: «El comunismo sólo es posible empíricamente como la acción conjunta y simultánea de los pueblos dominantes (herrschenden Vólker), lo que presupone el desarrollo universal de las fuerzas de producción y su intercambio mundial» (29).

Como es sabido, Marx pensaba sobre todo en Inglaterra como el país más idóneo para realizar el paso del capitalismo al socialismo: «Si bien la iniciativa revolucionaria partirá probablemente de Francia, sólo In-glaterra puede actuar de palanca para una revolución económica seria. Es el único país donde ya no quedan campesinos y donde los bienes raíces están concentrados en pocas manos. Es el único país donde la forma capitalista... se ha apoderado de casi toda la producción. Es el único país donde la gran mayoría de la población se compone de trabajadores asalariados. Es el único país donde la lucha de clases y la organización de las clases trabajadoras, gracias a las Trades Unions, han alcanzado cierto grado de madurez y están generalizadas. Gracias a su dominio en el mercado mundial, es el único país donde toda revolución de las condiciones económicas tiene que repercutir inmediatamente en todo el mundo» (30). Pero la revolución no tuvo lugar en Inglaterra, sino en un país agrícola, sin apenas industria, sin organizaciones sindicales y

(29) MARX/ENGELS, Werke, III, p. 35. (30) MARX, Brieje an Kugelmann,

página 102, Berlín, 1952.

214

sin influencia en la economía internacional.

El mismo Lenin, antes de adoptar las tácticas putschistas de Trotsky, había señalado con énfasis que la revolución rusa tenía que pasar primero por una fase burguesa: «Los marxistas estamos absolutamente convencidos del carácter burgués de la revolución rusa. ¿Qué significa esto? Significa que las transformaciones democráticas del orden político y las transformaciones económicas que Rusia necesita, no conducirán a la destrucción del capitalismo, a la destrucción del dominio burgués, sino que, al contrario, allanarán por primera vez el camino para un rápido y amplio desarrollo del capitalismo europeo y no-asiático, posibilitarán por primera vez el dominio de la burguesía como clase» (31). Se explica que Lenin afirmara: «En países como Rusia, la clase trabajadora es víctima no tanto del capitalismo como del insuficiente desarrollo del capitalismo. La clase obrera está por ello absolutamente interesada en un desarrollo lo más rápido, profundo y libre del capitalismo» (32).

El intento de realizar la revolución económica burguesa —industrialización, etc.— sin aceptar al mismo tiempo los imperativos de la superestructura burguesa —libertad política, partidos, etc.— se revelaría como un sueño utópico y conduciría al surgimiento de una sociedad que, si de un lado ha alcanzado un alto nivel técnico, del otro ha retrocedido políticamente a la era pre-burguesa. Eso explica la grotesca paradoja de que el mismo país que

(31) LENIN, Zwei Taktiken der So-zialdemokratie in der demokratíschen Revolution, p. 56, Berlín, 1961.

(32) Ibíd., p. 58.

envía astronautas al espacio considere ilegal la reivindicación de los mismos Derechos Humanos proclamados por las revoluciones burguesas del siglo xvm.

Conclusiones finales

El socialismo de los países del Este, rompiendo totalmente con los postulados dialécticos del marxismo, se ha convertido en un positivismo cerrado que rechaza a priori toda posibilidad de trascendencia cualitativa. Con ello quita al hombre el derecho a configurar su propia praxis histórica y le convierte en un animal condenado a la pasividad y la reiteración.

Sabemos que Marx basaba el movimiento de liberación del proletariado en In «raclikale Krilik alies bes-li-hondi'», en la crítica radical de todo lo existente. El comunismo actual no es inhumano porque tenga defectos —comprensibles en países atrasados—, sino porque obliga al hombre a renunciar de antemano a su sentido crítico, porque le niega la posibilidad de poner en duda lo establecido, el dogma. Marcuse ha demostrado que la «negatividad» es una categoría inseparable del proceso revolucionario, y que la estrangulación de la dinámica contestataria significa la muerte de la revolución y la institucionalización de la facticidad histórica (33). Pues bien: eso es lo que está ocurriendo en los países del Este.

Negar la negatividad es negar la subjetividad humana. La sociedad comunista no reconoce la subjetividad como elemento fundamental e inalienable de la praxis histórica. La única subjetividad legítima admitida

(33) Véase Raison et revolution, París, 1968.

215

Page 108: Mision Abierta - Desafios Cristianos

por él es el partido. El hombre es degradado a objeto, a heteronomía, a puro campo de experimentación. La totalidad social que surge entonces no es una totalidad concreta, compuesta de individuos libres y soberanos, sino una totalidad abstracta parecida al Leviatán de Hobbes o a los viejos despotismos asiáticos.

Este tipo de Moloch burocrático-tecnológico significa la negación directa del humanismo marxista. Para Marx, el comunismo es «apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello, como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir humano; retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género» (34).

Kant había señalado ya que ningún hombre tiene derecho a pres-

(34) MARX, Manuscritos, p. 143.

cribir a otro su propio concepto de la felicidad (35). Y otro liberal —Paine— dijo por las mismas fechas que ninguna generación tiene derecho a imponer a las demás generaciones, su propio sistema de gobierno (36). Pero eso es lo que hace el comunismo: detener la historia, reinar desde la tumba, como las antiguas momias egipcias.

Toda vida humana verdadera y no alienada es elección libre y voluntaria del propio destino, tanto en el sentido personal como social-políti-co. Donde no existe esa posibilidad de elección, donde sólo cabe la alternativa de la adhesión a la fuerza y a priori, no existe tampoco vida verdadera y autónoma, sino alienación, suplantación, imposición, deshumanización.

(35) KANT, Werke, XI, p. 145, Francfort, 1968: «Níemand kann mich zwin-gen, auf seine Art glücklich zu sein» (Nadie puede obligarme a ser feliz a su manera).

(36) THOMAS PAINE, Rights of Man, Penguin, p. 63: «Every age and genera-tion must be as free to act for itself, in all cases, as the ages and generations which preceded it. The vanity and pre-sumption of governing beyond the grave, is the most ridiculous and insolent of all tyrannies».

216

JOSÉ NAVARRO BOTELLA

LA DESIGUALDAD EN LA ESTRUCTURA SOCIAL ESPAÑOLA

I.—DESIGUALDAD SOCIAL Y ESTRUCTURA DE CLASES

1. Introducción

El pueblo español ya tiene Constitución. La dictadura parece haber caído definitivamente. Después de tres años de feroz guerra civil, después de casi cuarenta años de oscurantismo, opresión y violencia institucionalizada y, finalmente, tras otros dos años de vacilante e insegura transición, en suma, después de casi medio siglo de nueva edad media, nuestro pueblo se ha reencontrado con la libertad.

La Constitución, con todo lo que entraña de pacto civilizado y de potencial caudal de esperanzas renovadas, aún con las importantes limitaciones que contiene, propias de la correlación de fuerzas que la han construido y que más adelante veremos, aporta, a pesar de todo, un marco de referencia doctrinal y político basado en el reconocimiento explícito de los Derechos del Hombre y, por lo tanto, en principio suficiente para acometer una transformación en profundidad de la actual sociedad española. El texto constitucional, al proclamar que la soberanía nacional reside

217

Page 109: Mision Abierta - Desafios Cristianos

en el pueblo español y que el Estado se basa en los valores superiores de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, abre las puertas a un cuestionamiento radical de la actual estructura social española y de las condiciones objetivas en las que se va a asentar el nuevo proyecto de convivencia que tan gozosamente hemos acogido la inmensa mayoría de españoles.

Y para que este noble propósito se realice y la Constitución no quede en un mero pronunciamiento de principios, es necesaria la comprensión de dos realidades fundamentales en las que, en última instancia, reside el entramado íntimo y determinante de todo modelo de convivencia: una es la filosofía de las relaciones entre los hombres, es decir, la posición que se adopte ante los conceptos de igualdad y desigualdad social; otra es la estructura social de hecho, o estructura de clases, que se derive como consecuencia de lo anterior.

2. Consideraciones sobre la desigualdad social

Nadie discute hoy ya la igualdad de los hombres en el terreno de los principios. Todos aceptan que los hombres son iguales en su origen; los creyentes porque ven en ellos criaturas de Dios de igual rango y naturaleza, los que no lo son porque creen que el hombre es el ser más logrado y perfecto de la madre Naturaleza. Iguales también en su fin o destino: volver al reino de Dios y vivir eternamente para los creyentes, realizarse plenamente y ser felices para los que no lo son. Y también, ya para todos, después de las revoluciones francesa y americana, los hombres son iguales ante la ley.

Ahora bien, reconociendo la igualdad de sustancia o esencia —como razonaría un viejo escolástico— se admiten desigualdades de accidente. Es moneda común decir que de hecho, aunque no de derecho, los hombres son de desigual talento, nobleza o capacidad de trabajo y esfuerzo. Este argumento, irreprochable desde un punto de vista formal, esconde, cuando es bien intencionado, una serie de condicionamientos sociales en cuya raíz están muchas de esas supuestas diferencias; y cuando va cargado de mala intención pretende conscientemente enmascarar el hecho de que si se potencian y agrandan las desigualdades de accidentes se acaba siendo desigual de esencia. Por eso, observamos hoy la tremenda paradoja de que mientras en las constituciones de todos los países democráticos se proclama como valor superior la igualdad, en la práctica real en un gran número de ellas las desigualdades de toda índole, económicas, sociales y de poder, son tan grandes que los hombres se agrupan en clases sociales profundamente diferenciadas que crean condiciones objetivas de vida y relación que hacen imposible la realización objetiva del ideal de igualdad. ¿Será nuestra Constitución una más en reconocer dicho principio y no hacerlo efectivo... ?

Lo cierto es que a pesar del reconocimiento doctrinal de la igualdad, en el campo de la ciencia social hay dos teorías muy diversas sobre el fenómeno real de la desigualdad. Los sociólogos funcionalistas K. Davis

218

y W. E. Moore, seguidores del gran maestro del funcionalismo Talcott Par-sons, en un célebre ensayo afirmaban (1):

«La principal necesidad funcional que explica la presencia universal de la estratificación es precisamente la necesidad afrontada por toda sociedad de colocar y motivar a los individuos en la estructura social. Como mecanismo en funcionamiento, una sociedad debe de distribuir de alguna manera n sus miembros en posiciones sociales e inducirlos a la motivación en dos diferentes niveles: inculcando en los propios individuos el deseo de ocupar ciertas posiciones, y una vez en estas posiciones, el deseo de cumplir con las obligaciones que llevan consigo...

La desigualdad social es asi una idea conscientemente desarrollada por la qce las sociedades aseguran que las posiciones más importantes están conscientemente ocupadas por las personas más cualificadas.»

En síntesis, la teoría de estos dos sociólogos podría resumirse en los postulados siguientes:

«1) Ciertas posiciones en cualquier sociedad son funcionalmente más importantes que otras y requieren especial capacidad para su realización. 2) Solamente un número limitado de individuos en cualquier sociedad tienen los talentos que pueden ser aprovechados en la capacitación apropiada para estas posiciones. 3) La conversión de talentos en capacidad supone un período de entrenamiento durante el cual los que pasan por dicho enfrenamiento tienen que sufrir sacrificios de alguna especie. 4) Para inducir a las personas capacitadas a sufrir eslos sacrificios y a pasar por el entrenamiento, sus puestos futuros deben tener un valor atractivo en forma de diferencial, es decir, acceso privilegiado y desproporcionado a la escasa y deseada recompensa que la sociedad tiene para ofrecer. 5) Estos escasos y deseados bienes constan de derechos y emolumentos vinculados o insertos en las posiciones sociales, y que suelen ser aquellas cosas que contribuyen a: a) la subsistencia y comodidad, b) el humor y la diversión, c) el respeto de si mismo y la expansión del «ego». 6) Este acceso diferencial a las recompensas básicas de la sociedad tiene como consecuencia la diferenciación del prestigio y estimación que adquieren los varios estratos. Se puede decir, junto con los derechos y emolumentos, que constituyen la desigualdad social institucionalizada, es decir, estratificación. 7) Por esto la desigualdad social entre diferentes estratos en las sumas de los bienes escasos y deseados y la cantidad de prestigio y estimación que reciben están positiva y funcionalmente en cualquier sociedad.»

(1) Algunos principios de estratificación. KINCSLEY DAVIS y WILBER E. MOORE. Reproducido en •Clase, Status y Poder: Colección Foessa. Euramérica. Madrid, 1972, páginas 155 a 170. Tomo l.\

219

Page 110: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Pero lo que realmente hizo célebre a este ensayo fue la polémica que en el ámbito científico norteamericano desencadenó en la década de los 50 el también sociólogo Melvin M. Tumin, quien en dos artículos no menos famosos rebatió brillantemente las principales tesis de Davis y Moore (2). Dice Tumin:

«Y cuanto más rígidamente estratificada esté una sociedad, menos oportunidades tiene la sociedad de descubrir cualesquiera hechos nuevos acerca de los talentos de sus miembros

Donde, por ejemplo, el acceso a la educación depende de la riqueza de los padres, y donde la riqueza está diferencialmente distribuida, es probable que grandes sectores de la población estén privados incluso de la oportunidad de descubrir cuáles son sus talentos.

Es decir, la capacidad de los padres para pagar la capacitación de sus hijos es parte del premio diferencial que ellos, los padres, recibieron por sus posiciones privilegiadas en la sociedad.

... En este contexto, se puede afirmar que hay una tendencia notable en los mejores a restringir el acceso abierto a sus posiciones privilegiadas, una vez que tienen el poder suficiente para reforzar tal restricción. Esto es especialmente verdad en una cultura donde es posible para una élite urdir una demanda alta y una recompensa proporcionalmente alta para su trabajo, restringiendo el número de la élite disponible para hacer el trabajo.

Existe todavía el problema básico de si la fijación de recompensas diferenciales en bienes escasos y deseados y servicios es la única o la más eficiente manera de reclutar el talento apropiado para estas posiciones.

Porque hay un número d^ esquemas motivacionales alternativos cuya eficacia y adecuación deben por lo menos ser consideradas en este contexto. ¿Qué se puede decir, por ejemplo, a favor de la motivación que De Man llamó «alegría en el trabajo», Ve-blen la definió como «instinto de menestralería» y que nosotros últimamente hemos llegado a identificar como «satisfacción intrínseca del trabajo»? O ¿en qué medida podía la motivación del «deber social» ser institucionalizada en tal manera que el propio interés y el interés social vinieran a coincidir? O ¿cuánta confianza anticipada se podría colocar en las posibilidades del «servicio social» institucionalizada o como una motivación ampliamente extendida para la búsqueda de la posición apropiada de uno y para realizarla conscientemente?

Lo que parece inevitable es que el prestigio diferencial se dará a los que en cualquier sociedad se conformen con un orden normativo, y contra los que difieran de ese orden de una manera que se juzgue inmoral y perjudicial. Sobre el supuesto de que la continuidad de una sociedad depende de la continuidad y estabilidad de su orden normativo, tal distinción entre conformistas y discrepantes parece ineludible.»

(2) Algunos principios de estratificación: ün análisis crítico y Réplica a Kingsley Davis, MELVIN M. TUMIN. Obra citada, páginas 171 a 186 y 188 a 202

220

3. La estructura de clases

Efectivamente, la aguda crítica que Tumin realiza sobre la teoría de la estratificación social en base a la desigualdad de Davis y Moore nos muestra que ésta no tiene justificación más que desde posiciones de poder. No obstante, es preciso situarse en el área de otra comunidad científica, la teoría crítica (3) para comprender más claramente los mecanismos de formación de la estructura social o estructura de clases sociales. Esta teoría, mucho mejor que el estructural-funcionalismo, analiza con todo rigor el conflicto social, es decir, la constante y siempre renovada dialéctica entre las clases dominantes y las clases dominadas.

Toda desigualdad social tiene su origen en la división social del trabajo, en la que unas minorías se apropian de los medios de producción y mediante la extracción de una plusvalía a los trabajadores se crea una acumulación constante de capital. Este mecanismo y no la promoción de los mejores talentos, como afirman Davis y Moore, es el que genera la estratificación social o, con mayor rigor, una formación social constituida por una estructura de clases sociales con intereses contrapuestos.

Esta estructura de clases segrega a su vez una superestructura jurídico' política consecuente en la que la propiedad de los medios de producción y el poder político se identifican. Aquí cabe introducir la valiosa aportación realizada por dos científicos muy actuales, el sociólogo alemán Ralf Darhendorf (4) y el economista norteamericano John K. Galbralth (5), quienes señalan que las sociedades industriales desarrolladas crean una nueva figura en muchas ocasiones más influyentes en las grandes decisiones económicas que los mismos propietarios de los medios de producción; ésta es la de los Directores y altos ejecutivos de las grandes compartías, a quienes Darhendorf denomina »managers* y Galbraith la ttecnoestruc-tura». Esta aportación, si bien es de gran valor en cuanto a una mayor finura de análisis, no varía en absoluto lo sustantivo de la teoría crítica, pues diversos estudios empíricos así como los brillantes t r aba jos ' de Wright Mills (6) han demostrado que esta aparentemente nueva clase no es más que una fracción de la vieja clase dominante con cuyos intereses se identifica, formando una élite de gran prestigio social. Por otra parte, un elevado número de «managers» terminan poseyendo sustanciales paquetes de acciones de su compañía. Es el premio del capital a sus mejores servidores.

(3) La Imaginación Dialéctica. Una historia de ¡a Escuela de Frankfurt, MARTIN JAY. Taurus. Madrid, 1974. En este Hbro se recogen las teorías de los principales autores de esta Escuela: Horkheimer, Adorno, Lowenthal, Newman, Fromm, Marcuse, etc. También son de gran interés las obras de Nicos POULANTZAS, Poder político y clases sociales en el Estado capitalista y Las clases sociales en el capitalismo actual. Siglo XXI. Madrid, 1975 y 1977, respectivamente.

(4) Las clases sociales v su conflicto en la sociedad industrial, RALF DARHENDORF. Rialp. Madrid, 1962.

(5) El nuevo Estado industrial, JOHN K. GALBRAITH. Ariel. Barcelona, 1972. (6) Sociología de la Estratificación, WRIGHT MILLS, en Poder, Política, Pueblo-

Fondo Cultura Económica. México, 1964. Páginas 236 a 251.

221

Page 111: Mision Abierta - Desafios Cristianos

El antagonismo de intereses, lejos de conducirnos a «La mejor socie dad posible» que preconiza el funcionalismo (7) mediante la aceptación del orden establecido y la negación del conflicto social, nos lleva a un modelo de sociedad de permanente conflicto entre las clases dominantes y dominadas. Conflicto que puede ser latente cuando el poder de las clases dominantes es absoluto —éste podría ser nuestro caso durante la mayor parte de las cuatro décadas de la dictadura franquista—, o conflicto manifiesto cuando las clases dominadas conquistan unas determinadas parcelas de poder a través de sus organizaciones ciudadanas, sindicales y políticas. Conflicto que trata de institucionalizarse pacíficamente mediante las constituciones democráticas.

Sólo a través de este esquema teórico —que por lo breve del espacio disponible hemos resumido muy sucintamente— es posible analizar de manera comprensible la estructura social española (8). El asunto es mucho más complejo que contraponer de forma genérica los conceptos de burguesía como clase dominante y el de proletariado como clase dominada, aunque en la dinámica social sean los dos términos fundamentales del problema. Nuestro país, a partir de la autarquía de los años cuarenta y comienzo de los cincuenta, ha experimentado un intenso proceso de explotación de la fuerza de trabajo y de acumulación de capital, han surgido poderosas oligarquías al mismo tiempo que un amplio abanico de estratos de clases medias.

En un análisis algo más fino, aunque por razones de espacio necesariamente conciso, podemos decir que la estructura social española está formada por un bloque de clases dominantes, cuya fracción hegemónica está constituida por las oligarquías financieras y latifundistas unidas en un fuerte y espeso entramado de relaciones de parentesco y grandes intereses comunes. A esta fracción hegemónica de la burguesía se le pueden añadir las élites de la Administración Central, el Ejército, determinadas profesiones liberales, ciertos sectores de la mal denominada «clase política» y, a cierta distancia pero dentro de su órbita, los medianos propietarios de tierras y empresarios. En el bloque de las clases dominadas está el amplio y diverso espectro de las clases trabajadoras (jornaleros, empleados y obreros de la industria y la construcción, etc.), los trabajadores autónomos y gran parte de los pequeños propietarios, trabajadores emigrantes, etc.

A este esquema hay que hacerle dos precisiones, el amplio estrato de las llamadas clases medias y el del «lumpen proletaríat» o, en concepto más moderno, los marginados sociales. Efectivamente, además de los dos bloques de clases dominantes y dominadas descritos, y de comportamientos de clase claramente definidos y antagónicos, existen amplios estratos de la estructura social española con actitudes ideológicas y polí-

(7) El Sistema Social, TALCOTT PARSONS. Revista de Occidente, Biblioteca de Política y Sociología. Madrid, 1966.

(8) Estratificación y clases sociales en la España de hoy y La estructura de clases española, ANTONIO DE PABLO MASA. Publicados respectivamente, en Síntesis actualizada del III Informe Foessa 1978. Euramérica. Madrid, 1978. Páginas 423 a 498, y en Docu. mentación Social, n- 26/27. Madrid, 1977, páginas 93 a 106.

222

ticas ambiguas y, en ocasiones, no consecuentes con sus verdaderos intereses de clase. En ciertos casos esto viene determinado por su imprecisa ubicación dentro de los dos bloques, como, por ejemplo, los pequeños propietarios y empresarios que tienen unos pocos empleados, en otros por sus expectativas de mayor status o prestigio social, como puede ser el caso de empleados de determinados servicios, los «cuellos blancos», como los describió magistralmente Wright Mills. Lo cierto es que estos estratos o fracciones de las clases dominadas adoptan posiciones y comportamientos muy próximos al de las clases dominantes. Un ejemplo bien claro de este aserto es el voto en las elecciones generales del 15 de junio de estas capas de la clase media a partidos de derechas AP y UCD, representantes —y con miembros destacados en sus filas— de las oligarquías dominantes, como más adelante demostraremos empíricamente.

Por otra parte tenemos el caso del importante estrato de los marginados sociales —varios millones de personas, como después veremos— que perteneciendo de pleno a las clases dominadas —por ser los más débiles, pobres y extrañados— la defensa de sus intereses de clase no son asumidos normalmente por la misma clase trabajadora. Para comprobar esto no hay más que ver las grandes lagunas en los programas y reivindicaciones de las organizaciones sindicales y políticas de izquierda respecto a estos grupos.

En fin, creemos que sólo desdo esta perspectiva teórica y dentro de una estructura de clases como la hasta aquí definida es posible analizar empíricamente la estructura social espartóla, propósito que intentaremos realizar seguidamente.

II.—LA ESTRUCTURA SOCIAL ESPAÑOLA

1. Dis t r ibución de la propiedad y la r iqueza agrar ia

La distribución de la propiedad y la riqueza agraria son dos indicadores que explican con bastante precisión la estructura social agraria. Respecto a la distribución de la propiedad de las tierras (cuadro 1) podemos observar que de un total de 2.514.428 explotaciones, según el último Censo Agrario, el 1,2 por 100 del total son de una extensión superior a las 200 hectáreas. Estas explotaciones tienen una superficie de 45.634.000 hectáreas, de las que 21.894.000 hectáreas corresponden a las fincas de más de 200 hectáreas. Correlacionando estos datos tenemos que el nivel de de concentración de la propiedad agraria es altísimo, ya que tan sólo el 1,2 por 100 de ¡as explotaciones acumulan casi la mitad, exactamente el 48 por 100 del total de las tierras.

Esta concentración es aún mucho más extrema si analizamos la superficie ocupada por las fincas de más de 500 hectáreas o grandes latifundios.

223

Page 112: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Cuadro 1

NUMERO Y EXTENSIÓN DE LAS EXPLOTACIONES AGRARIAS

Tipo y extensión de las explotaciones en Hectáreas

Pequeña*: de 0,1 a 49,9 Has.

Mediana*: de 50 a 199,9 Has.

Grandes: más de 200 Has.

Número de explotaciones en %

1962

913

23

1.0

5.0

1972

93,6

3,4

U

1,7

Superficie en **

1962

383

15,8

45,9

1972

33,9

18,1

48,0

(9)

puesto que solamente el 03 por 100 de las explotaciones son de esta extensión y concentran el 34,6 por 100 del total de la superficie. Afinando todavía un poco más y analizando los datos a nivel regional (mapa 1) vemos que esta proporción de latifundismo se eleva considerablemente en algunas regiones, llegando a superar el 40 por 100 y en un caso hasta el 50 por 100 del total de las tierras de la región ocupadas por las fincas de más de 500 hectáreas (10).

Mapa 1

(9) Fuente: Censos Agrarios de 1962 y 1972.

224

Si nos atenemos ahora al segundo indicador, a la riqueza rústic* catastrada, podemos ver que, en base a un líquido imponible de iná s

de 100.000 pesetas por explotación, en las trece provincias más latifundistas tan sólo 11.797 propietarios, el 0,86 por 100 de los de estas provincias, acumulan un líquido imponible de 2.743 millones de pesetas, lo cual representa un 38,5 por 100 total (11).

Por contraposición podemos observar también la precariedad de los pequeños propietarios. El 93,6 por 100 del total de explotaciones, 2.396.000 fincas son de menos de 50 hectáreas de extensión y ocupan tan sólo 15.475.000 hectáreas, es decir, el 33,9 por 100 de la superficie total. Y esto es todavía mucho más extremado si nos fijamos en los minifundios, es decir, explotaciones de menos de cinco hectáreas, que con un total de 1.561.000 explotaciones, el 60,9 por 100 del total general, suman tan sólo el 6,2 por 100 de la superficie agraria nacional.

Todos estos datos permiten afirmar que la estructura social agraria está compuesta por dos grandes bloques subdivididos a su vez en dos estratos cada uno. En el bloque dominante tenemos una pequeña oligarquía, probablemente no más del 0,2 por 100 del total de la población que compone esta estructura social del campo y que dispone de easi la mitad del total de las tierras (una sola persona o familia, en muchos casos, tiene más de una propiedad en un mismo o distinto término municipal). El origen de esta oligarquía latifundista es doble, por una parte la nobleza feudal (muchos aristócratas y Grandes de España son grandes latifundistas); por otra, la burguesía urbana que, aprovechándose de la desamortización de los bienes de la Iglesia en el siglo xix, adquirió grandes lotes de tierras (12). Junto a esta oligarquía, por otra parte muy ligada con las oligarquías financieras o industriales, como podremos ver en el cuadro número 2, se sitúan, no por su poder real, pero sí por su gran conservadurismo, los propietarios medios con fincas de 50 a 200 hectáreas.

En el bloque dominado encontramos a los pequeños propietarios, aunque en este estrato en muchos casos se da la paradoja que siendo objetivamente explotados (rigor de los créditos, control de sus productos y precios por los grandes circuitos de comercialización, etc.) adoptan actitudes conservadoras, sin duda poderosamente impregnados e influidos por la superestructura ideológica de las clases dominantes. Finalmente tenemos al estrato más explotado: los pequeños aparceros y los jornaleros sin tierras propias ni arrendadas. Este sector es el que nutre fundamentalmente la emigración y el paro.

(10 (11) l.a reforma agraria en ta Segunda República y la situación actual de la agricultura, P*scr\L CARRIÓN. Ariel. Barcelona. 1973. Páginas 158 a 162.

(12) La reforma agraria en la España contemporánea, JULIO ARTILLO GONZÁLEZ. Documentación Social. n.c 32. Madrid. 1978. Páginas 45 a 78. La España del siglo XIX, MANUEL TUSÓN DE LAR*. Laia. Barcelona, 1974.

225

Page 113: Mision Abierta - Desafios Cristianos

2. Las oligarquías financieras e industriales

Sin duda ninguna, la fracción hegemónica de las clases dominantes en nuestro país es la de las oligarquías financieras e industriales (cuadro 2); su poder en la estructura económica y su influencia en la superestructura política son prácticamente ilimitados. No más allá de un millar de familias, en muchos casos verdaderos clanes e incluso dinastías, controlan de manera absoluta los principales resortes y los últimos centros de decisión de la economía y las finanzas con una capacidad de presión política irresistible, en numerosas ocasiones por su presencia directa en los más altos núcleos del poder.

Cuadro 2

PERSONAS MAS INFLUYENTES EN LA ECONOMÍA Y LAS FINANZAS EN ESPAÑA ACTUALMENTE

N.° de per sonas más influyentes en la econo

mía y en las finan

zas en Esparta

300

N.o de pues-tos que

ocupan en total en Consejos

de Administración de grandes

empresas

1.751

Algunos de los máximos puestos ocupados por una sola

persona en estos Con

sejos de Administra

ción

37

31

20

17

15

Media de puestos en

Consejos de Admimstra-

ción por persona

5.84

Capital aproximado

total de estas

empresas

1 billón 200 mil millones

N." de cargos políticos

ocupados por estas personas

77 altos careos

43 ministros 6 subsecre

tarios Resto: Alcaldes, gobernadores, presidentes I\"I y Cámaras, etc.

Títulos nobiliarios que ostentan estas personas

68

(13)

En el cuadro número 2 hemos resumido los datos más significativos de las 300 personas (la élite de la élite) más influyentes en la economía y Jas finanzas. Estas personas ocupan un total de 1.751 puestos de Consejos de Administración de grandes empresas con un capital aproximado de un billón doscientos mil millones de pesetas. Algunos de ellos ocupan más de 20 puestos en sendos Consejos de Administración, llegando hasta un máximo de 37. La media de Consejos de Administración por persona es casi de seis. Este inmenso poder, cuyo núcleo esencial es las finanzas, todavía se prolonga mediante un gran número de parientes y testaferros que, como a continuación veremos, a través de la banca penetran y dominan los sectores básicos de la industria nacional.

(13) Fuentes: Directorio de Consejeros y Directores (DICODI). Madrid, 1977. Anuario Financiero de Sociedades Anónimas 1976. SOPEC. Madrid, 1977.

226

Gráfico núm. 1

O Sí la linea de unión entre empresas no llevo número significa que sólo existe un consejero común Las flechas indican que dicha sociedad pertenece al grupo financiero de la respectiva entidad bancaria. (1) Por sus recursos ajenos, se ha considerado el grupo Hlspano-Urquijo. (2) Según la elaboración realizada para dicha fecha por Actualidad Económica. (3) De las 70 sociedades que superan ese volumen de ventas, sólo 27 no estaban incluidas en el grupo de grandes sociedades por sus recursos propios por lo que la muestra total utilizada ha sido de 134. El listado por volumen de ventas se ha tomado del Ministerio da Industria.

(14)

(14) La ¡nlernacionalitación del capital de España, JUAN MUÑOZ, SANTIAGO ROLM N

y ÁNGEL SERRANO Edicusa Madrid, 1978.

227

Page 114: Mision Abierta - Desafios Cristianos

La hipótesis de que las oligarquías económicas dominan el poder político no sólo se confirma mediante la presión indirecta de los grandes intereses económicos, sino también por su profunda imbricación con el mismo aparato del poder. De estas 300 personas, 77 han ocupado los más altos cargos políticos en el franquismo; de ellos 43 han sido ministros, seis subsecretarios y el resto gobernadores civiles, alcaldes de Madrid y Barcelona, gobernadores del Banco de España, presidentes del INI, presidentes de las Cámaras de Comercio, procuradores en Cortes, etc. Y no sólo durante el franquismo, sino que muchos de ellos siguen ocupado un escaño en el Parlamento de la democracia. Y por si esto fuera poco, 68 ostentan uno o varios títulos nobiliarios: duques, marqueses, condes, grandes de España, etc. Si algo queda demostrado con estos datos es que la estructura socioeconómica y la superestructura política es un único y mismo tejido social con un fuerte entramado común intensamente penetrado y controlado por las oligarquías.

De todos los sectores económicos, el más poderoso, sin ningún género de dudas, es la gran banca. Los cinco primeros bancos (Central, Español de Crédito, Hispano Americano, Bilbao y Vizcaya) cuentan con un total de depósitos de 2.022.337.000 de pesetas, casi el 60 por 100 del total del ahorro español en la banca.

Las vinculaciones de los seis grandes bancos, los cinco anteriores más el Urquijo, con las grandes sociedades de más de 2.500.000 de recursos de ventas es muy intensa, creando una tupida red de consejeros comunes. Para darnos una idea basta ver el gráfico número 1

Cuadro 3

PUESTOS OCUPADOS POR FAMILIARES DE LOS CONSEJEROS BANCARIOS EN LOS CONSEJOS DE ADMINISTRACIÓN

Sector

Construcción buques

Inmobiliarias

Material eléctrico

Productos químicos

Otros sectores Total

Suma total de puestos ocupados por consejeros bancarios y familiares

Presidentes

29 1

50 13 50 46 96

125 47 58 25 95 52 15 57

531 1.290

Total puestos

205 51

260 81

244 382 367 619 220 295 134 509 324 125 284

2.641

6.741

(15) La Oligarquía financiera en España. RAMÓN TAMAUES. Planeta. Barcelona, 1977.

228

El grado de penetración de la banca llega hasta tal extremo que las familias de los consejeros bancarios ocupan 6.741 puestos de Consejos de Administración en las empresas de los principales sectores productivos (cuadro 3).

Junto al gran poder de la banca hay que tener en cuenta el de los grupos de presión institucionalizados. Estos están constituidos por asociaciones de las empresas más importantes de un determinado sector económico para la defensa organizada de sus intereses: ANFA, azúcar; LNESA, eléctricas; ANFAC, automóviles y camiones; A.NFE, electrodomésticos; ASNEF, financieras; CAMPSA, petróleos; UNESID, siderurgia; CECA, cajas de ahorro; Consejo Superior Bancario; SEOPAN, construcción, etc., etc.

Otro sector muy importante de estas oligarquías es el del capital extranjero, o dicho de otro modo, las multinacionales. Con datos de 1975 (16), tenemos que la inversión foránea ascendía a 143.000.000 de pesetas, de la que más del 40 por 100 corresponde a empresas norteamericanas, seguidas por el capital suizo, con el 16.7 por 100; el alemán, con el 10,5 por 100, y el inglés, con el 10,1 por 100. En el ranking de las 100 primeras empresas españolas, 20 de estas sociedades ocupan lugares de privilegio controlando sectores importantísimos, como automóvil, electrónica, química, farmacéutica, electrodomésticos, etc.

Para hacernos una idea de la gran capacidad de penetración y control del mercado mundial de estas multinacionales baste con decir que su inversión en publicidad durante 1976 en el mundo fue de 49.000 millones de dólares (17). Esto significa que pueden controlar el consumo y, consecuentemente, los precios de los sectores productivos en que intervienen.

Respecto a los beneficios netos que estas multinacionales remiten a su casa matriz, extraídos del mercado español por diversos conceptos (royal-ties por patentes, honorarios técnicos y administrativos, pago de dividendos, etc.), podemos calcular que oscilan alrededor de los 50.000 millones de pesetas anuales.

3. La dis t r ibución de la ren ta y los activos pa t r imonia les

Otros dos indicadores fundamentales para un mejor conocimiento de la estructura social española son, por una parte, la distribución de la renta; por otra, la de los activos patrimoniales y una serie de bienes varios.

Respecto a la distribución de la renta nacional, podemos ver claramente (cuadro 4) que se reproduce la misma ostensible desigualdad que se reproduce la misma ostensible desigualdad que en el caso de la propiedad. Tan sólo un 4,14 por 100 en los hogares españoles disfrutan casi de un 30 por 100 del total de la renta nacional generada anualmente.

(16) Fuente': Presidencia del Gobierno y Ministerio de Comercio. (17) Estudio realizado por Starch Inra Hooper. Ipmark, n* 166.

229

Page 115: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Cuadro 4

DISTRIBUCIÓN PERSONAL DE LA RENTA EN 1974

Ingreso familiar (ptas/año)

Hasta 60.000 De 60.001 a 84.000 De 84.001 a 120.000 De 120.001 a 180.000 De 180.001 a 240.000 De 240.001 a 480.000 De 480.001 a 700.000 Superior a 700.000

% de hogares

3,26 2,96 6,02

13,04 18,00 39,47 13,11 4,14

100,00

% de ingresos totales

0,33 0,53 137 4,75 9,45

3434 18,95 29,88

100,00

(18)

Y esto todavía es mucho más patente si nos fijamos en que ios hogares que sobrepasan el millón de pesetas de ingresos anuales es sólo un 1,2 por 100 del total, acumulando un 22,39 por 100 de la renta. En el otro extremo tenemos que un 43,3 por 100 de los hogares españoles tan sólo disponen del 16,6 por 100 del total de la renta.

Contemplando los datos de otro modo y haciendo una comparación con los de otros países europeos podemos afirmar que en España se da el mayor grado de desigualdad en la distribución de la renta. Mientras en nuestro país el 10 por 100 de los hogares con renta más alta acumulan el 40 por 100 del total de la renta, en Suecia es el 21,3 por 100; en Noruega, el 22,2 por 100; en Inglaterra, el 23,5 por 100; en Holanda, el 27,7 por 100; en Alemania, el 30,3 por 100; en Francia, el 30,4 por 100, y en Italia, el 30,9 por 100.

En cuanto a la distribución de una serie de activos patrimoniales y diversos bienes de consumo, preguntados los e«oañoles al respecto (19), se obtuvieron los siguientes resultados:

Tienen casa para vivir en propiedad: el 86 por 100 de los propietarios agrícolas grandes y medios; el 55 por 100 de los profesionales liberales; el 74 por 100 de los industriales y comerciantes grandes y medios; el 47 por 100 de los trabajadores cualificados, y el 52 por 100 de los no cualificados.

Poseen otros inmuebles; el 38 por 100 de los agricultores grandes y medianos; el 34 por 100 de los profesionales liberales; el 34 por 100 de los industriales y comerciantes grandes y medianos; el 9 por 100 de los trabajadores cualificados, y el 5 por 100 de los no cualificados.

(18) Distribución de la renta nacional, JULIO ALCAIDE INCHAUSTI. Marzo, 1976. (19) Estructura social básica de la población española, Data. Confederación Espa

ñola de Cajas de Ahorro. Madrid, 1974.

230

Poseen valores de la Deuda Pública: el 3 por 100 de los agricultores grandes y medianos; el 9 por 100 de los profesionales liberales; el 5 por 100 de los industriales grandes y medianos, y poco más del 0 por 100 de los trabajadores cualificados y no cualificados.

Tienen valores en obligaciones: el 2 por 100 de los agricultores grandes y medianos; el 8 por 100 de los profesionales liberales; el 4 por 100 de los industriales grandes y medianos; el 1 por 100 de los trabajadores cualificados, y el 0 por 100 de los no cualificados.

Poseen valores en acciones: el 11 por 100 de los agricultores grandes y medianos; el 30 por 100 de los profesionales liberales; el 21 por 100 de los industriales grandes y medianos; el 3 por 100 de los trabajadores cualificados, y el 1 por 100 de los no cualificados.

Según estos datos, es fácil advertir cómo se reparte la riqueza en nuestro país; las clases populares (pequeños agricultores, trabajadores cualificados y no cualificados, empleados) tienen en general acceso, aunque en menor proporción que las restantes clases sociales, al consumo de masas (televisor, tocadiscos, frigorífico, lavadora, etc.), un tercio posee automóvil y la mitad tiene la vivienda en propiedad. Sin embargo, no participan en absoluto en los valores del Estado ni en la propiedad de los medios de producción, que están por completo en manos de las clases dominantes: grandes agricultores, industriales v comerciantes, profesionales .etc.

4. Movilidad ocupacional y educación

La movilidad ocupacional ascendente y descendente es uno de los indicadores más utilizados para medir las posibilidades de promoción individual existentes en una determinada estructura social. El cambio de posición profesional de los hijos respecto a la de los padres (padres de oficio manual que consiguen dar a sus hijos una educación superior y, por tanto, acceso a profesiones técnicas o universitarias) suele ser un mecanismo de ascenso en la estructura social.

No obstante, antes de pasar a analizar este proceso de movilidad, es preciso aclarar que desde nuestra perspectiva teórica esta ascensión de unos cuantos individuos a unos estratos superiores a los de su procedencia no resuelve en absoluto el problema de fondo, ya que lo más que se produce es un cdesclasamiento» de unos pocos sin modificarse en absoluto la desigualdad social y la estructura básica de clases dominantes y clases dominadas.

En los últimos veinte años se ha producido una movilidad de un 15 por 100 de personas que, siendo hijos de trabajadores manuales, han conseguido una ocupación no manual (20). Esto hace suponer a simple vista que, efectivamente, nos encontramos en una estructura social fluida con grandes posibilidades de cambio. Sin embargo, es preciso hacer dos importantes consideraciones que permiten comprender mejor la exacta

(20) Manual de estructura social de España, AMANDO DE MIGUEL. Tecnos. Madrid. 1975.

231

Page 116: Mision Abierta - Desafios Cristianos

naturaleza de este fenómeno. La primera de ellas es que precisamente en las dos décadas en que se ha producido ha tenido lugar la definitiva industrialización y desarrollo económico de nuestro país. El paso de un sistema productivo eminentemente agrario a otro industrial y de servicios ha supuesto un considerable aumento en la oferta que el mercado de trabajo ha hecho de profesiones técnicas no manuales. Por otra parte, también se ha comprobado empíricamente que la procedencia social o punto de partida es determinante a la hora de tener acceso a los niveles más altos de la estructura social. Entrar a formar parte de las élites más influyentes y poderosas está condicionado, como regla general, a proceder de familias que ya lo están.

La familia, al transferir el status social a sus miembros y transmitir la propiedad del patrimonio, especialmente la propiedad de los medios de producción, se convierte en nuestro ordenamiento jurídico, en el principal elemento reproductor de la estructura social. Junto a ella juega un papel muy importante el sistema educativo, pues en una sociedad tecnológica una alta cualificación profesional es un elemento altamente reforzador de la posición ocupada en la estructura social.

Cuadro 5

ACCESO A LA UNIVERSIDAD SEGÚN CATEGORÍA SOCiaPROFESIONAL DEL PADRE

Categoría socio-profesional del padre

Cuadros superiores y profesionales liberales. Cuadros medios Empresarios con asalariados en la industria

y los servicios Empresarios agrarios con asalariados

Fuerzas Armadas Empleados Empresarios sin asalariados y trabajadores

independientes Personal de servicios

Obreros calificados Personal calificado en la agricultura Agricultores sin asalariados Obreros sin calificar Jornaleros del campo

Totales

% población activa

masculina

33 4,1

3,1 1,5

1.5 103

6,9 4,7

30,7 2,6

13.1 8.1

10,0

12,0

23,4

64,5

°/o Universidad

31,9 14.6

7,6 3,1

5.1 15,3

6,0 2.8

7,0 0,7 4.0 1.0 0.8

57,2

29,2

13,5

100% 9.285.645

100% 156.762

(21)

(21) Instituto Nacional de Estadística. Censo de la Población de España.

232

A este respecto podemos observar (cuadro 5) que, al margen de la demagogia de todos los ministros de turno, la educación superior sigue siendo un privilegio de las clases dominantes, pues mientras los hijos cuyos padres tienen una categoría socioprofesional superior (éstos tan sólo el 12 por 100 de la población activa) ocupan el 57,2 por 100 del total de los puestos universitarios, los hijos de trabajadores manuales (el 64,5 por 100 de la población activa) sólo tienen acceso al 13,5 por 100 de los mismos.

5. Pobreza y marginación social

Finalmente, croemos que no se puede cerrar este sucinto análisis de la estructura social española sin hacer una referencia a los sectores más marginados de nuestra sociedad. Anteriormente, ya hemos visto que casi la mitad de los hogares españoles disponen tan sólo de poco más de una décima y media del total de la renta; pues bien, dentro de este amplio sector nos encontramos con que el 13,24 por 100 de los hogares españoles disponen de un reducidísimo 2,43 por 100 de la renta. Este sector de la población española está dentro de lo que científicamente se denomina el «umbral de la pobreza». Esta población se encuentra en MI mayor parte en las llamadas «bolsas de pobreza» de Andalucía, Extremadura, Castillas y Galicia, con un nivel de renta entre el 75 y 60 por 100 de la media nacional.

Las consecuencias de esta situación pueden medirse perfectamente a través de una serie de indicaciones de bienestar social: alimentación, vivienda, equipamiento, educación, etc. (22), que manifiestan una marcada insuficiencia en el disfrute de estos bienes y servicios por paite de este sector social.

Otro sector muy importante, en muchas ocasiones coincidente con el anterior, es el de los marginados sociales. En España hav amplios grupos de la población (ancianos, minusválidos, enfermos mentales, delincuentes, alcohólicos, prostitutas, etc.) que, además de no tener en muchos casos acceso a un disfrute suficiente de diversos bienes y servicios, se ven marginados y expulsados a los últimos estratos de la estructura social.

Y lo grave del problema es que la misma sociedad les hace culpables de su situación. Se da una actitud moralista, en el peor sentido de la palabra, sin darse cuenta que la marginación tiene unas causas sociales generadas por una estructura de clases basada en la explotación y la dominación, en la que predomina una praxis (aunque no se explicite ideológicamente) utilitarista, donde la persona es un medio y no un fin. Pero esta causalidad estructural ha quedado demostrada en una serie de investigaciones empíricas.

— En una encuesta realizada a 1.200 delincuentes juveniles de la prisión de Madrid, el factor socio-cultural es determinante, observándose que más

(22) Radiografía de la pobreza, Jusí MARÍA GARCÍA MAIRIÑO y JOSÉ GODOV. Madrid. 1978.

233

Page 117: Mision Abierta - Desafios Cristianos

de un 40 por 100 son analfabetos y proceden en más de un 65 por 100 de barrios suburbiales.

— En una encuesta realizada a 3.665 marginados extremos (vagabundos, alcohólicos, delincuentes, etc.) hemos observado los siguientes datos:

El 75 por 100 procede de las zonas más pobres y subdesarrolladas del país y ha vivido largo tiempo en la miseria.

El 42 por 100 son analfabetos y otro 26 por 100 posee conocimientos muy elementales.

El 49 por 100 del total están enfermos física o psíquicamente. El 42 por 100 no mantiene relaciones familiares, bien por no haberlas

construido, bien por haberse desintegrado. El 16 por 100 ha estado internado alguna vez en diversas instituciones:

orfanato, cárcel, manicomio, reformatorio, etc. El 73 por 100 de los investigadores no han tenido vivienda en el último

año, viviendo en pensiones, albergues, barracones, cuevas, chabolas y en instituciones benéficas.

Los que están en condiciones de trabajar ocupan los puestos más bajos y peor remunerados, ya que el 81 por 100 son peones y el 61 por 100 eventuales.

El 86 por 100 no tiene Seguridad Social ni recibe pensión alguna. En otra encuesta realizada con prostitutas podemos ver que: Un 53 por 100 se prostituyó por vivir en condiciones de extrema po

breza. Un 35 por 100 ó son analfabetos o su cultura es mínima. Un 44 por 100 manifiesta que su familia era un desastre y sus padres

unos irresponsables (23).

III.—CAMBIO POLÍTICO Y CAMBIO SOCIAL

El sucinto análisis que hemos realizado de la estructura social española a través de algunos de sus rasgos más significativos, verifica las hipótesis que planteábamos al principio de este trabajo. Efectivamente, nuestra sociedad está configurada por una estructura de clases dominantes y clases dominadas. Las primeras forman un sólido bloque con una fracción hege-mónica constituida por las oligarquías económicas que concentran una inmensa parte de la riqueza y la renta, así como una enorme capacidad de presión e influencia sobre el poder político. Las segundas, prácticamente excluidas de la propiedad de los medios de producción, tienen una participación muy reducida, en términos relativos, en la renta y su influencia en las grandes decisiones económicas y políticas ha sido hasta ahora nula.

(23) La marginaciún y la integración social en España, JOSÉ NAVARRO. Documentación Social, n." 28. Madrid, 1977. Páginas 29 a 44.

234

Hasta aquí estos son los datos y conclusiones sociológicas; sin embargo, el planteamiento sería incompleto si nos limitáramos a hacer una mera descripción de los hechos o un análisis teórico. Es preciso también tomar postura desde una perspectiva ética o moral. Desde este punto de vista es necesario denunciar que la estructura social española es profundamente injusta; que la praxis de las clases dominantes, aunque a nivel ideológico se diga lo contrario y se intente enmascarar mediante determinadas actitudes seudorreligiosas o de falso pietismo, está basada en un intenso egoísmo individual y de clase y un utilitarismo que toma al hombre como medio y no como fin. Los mecanismos que mueven este sistema social son altamente inmorales, ya que se basan en la fuerza y la corrupción. Del mismo modo muchos de los valores sociales y normas jurídicas, lejos de buscar el «bien común», su verdadero objetivo es preservar y mantener el orden social establecido y con él los injustos privilegios de las clases dominantes.

La presente situación, funesta herencia del secular egoísmo e intolerancia de las clases dominantes, ha de ser profundamente transformada. Si de verdad la Constitución ha de ser un marco de convivencia civilizada y de progreso social y no un mero pronunciamiento de principios abstractos e inoperantes, ha de convertirse en e) instrumento que permita acabar con la injusticia y la opresión.

Antes de concluir este trabajo quisiéramos hacer una serie de convide raciones sobre las expectativas políticas de nuestro pueblo y sobre las con diciones que debería cumplir una acción social y política tendente a cambiar este estado de cosas.

1. Las expectativas pol í t icas

Las Elecciones Generales del 15 de junio de 1977 son un hecho de gran relevancia en nuestra historia reciente, significan el comienzo de un importante cambio político que supone el retorno a la libertad y a la legalidad democrática. Todos conocen en términos generales cuáles fueron los resultados de estas elecciones, pero son muy pocos los que saben cuáles son las verdaderas expectativas políticas de los españoles en torno a una serie de valores básicos, así como qué sectores específicos de la población dieron su voto a uno u otro partido.

En un excelente estudio realizado por la Fundación FOESSA (24), al ser interrogada una amplia muestra, representativa estadísticamente de la opinión de todos los españoles, se obtuvieron las respuestas siguientes: entre la dicotomía empresa pública o socializada y empresa privada o capitalista, un 43 por 100 de la población se pronuncia a favor de la primera, mientras que sólo un 25 por 100 prefiere la segunda. Realizada la pregunta de otro modo: socialismo o propiedad privada, como contexto social general, la proporción vuelve a ser favorable al socialismo, ya que éste es preferido por un 39 por 100 de los interrogados y la propiedad privada

(24) Sociología del actual cambio político, D. Viu, M. G<SMEZ-R£INO y F. A. ORIZO. Capitulo IX de la Síntesis actualizada del 111 Informe FOESSA. 1978. Páginas 681 a 731. Euramérica. Madrid, 1978.

235

Page 118: Mision Abierta - Desafios Cristianos

como marco capitalista tradicional por un 30 por 100. Interrogados por otros dos valores esenciales: igualdad y libertad, un 35 por 100 prefieren la igualdad en primer lugar y un 26 por 100 escogen primero la libertad, mientras que un 32 por 100 se niegan a elegir y manifiestan ambos en el mismo lugar de preferencia. Esto significa que un 94 por 100 de la población se sentiría identificada con la síntesis de ambos valores.

En lo referente a los votos obtenidos por cada partido tenemos que la extrema derecha-derecha-centro obtuvo un 52,11 por 100 del total de los votos válidos y la izquierda-extrema izquierda un 47,46 por 100, es decir, un 4,65 por 100 de diferencia a favor de las fuerzas políticas conservadoras.

Correlacionando el voto de la derecha-centro (AP y UCD) y el de la izquierda (PSOE y PC) —despreciando la proporción marginal de la extrema derecha y la extrema izquierda, grupos que no obtuvieron ningún escaño en el Parlamento— con una serie de variables histórico-geográficas y otras personales de los votantes, podemos observar el verdadero significado del apoyo electoral recibido por cada bloque (25):

•— El voto a la derecha-centro correlaciona positivamente con el voto de las provincias que en 1936 apoyaron a la CEDA, concretamente el 0.35 para AP y el 0,46 en el caso de UCD. Mientras que el voto a la izquierda correlaciona negativamente con el obtenido por la CEDA, exactamente — 0,08 para el PSOE y — 0,32 para el PC.

— El voto de la población activa agraria —tradicionalmente conservador— correlaciona positivamente con AP 0,49 y con UCD 0,64 y negativamente con PSOE —0,42 y con PC —0,38. Y el mismo sentido tiene el de la clase media urbana: 0,67 para UCD y 0,29 para AP de correlación positiva, e inversamente — 0,38 para PSOE y — 0,29 para PC de correlación negativa.

•— La situación se invierte por completo con el voto de los sectores de la población activa de la industria, la construcción y los servicios, siendo la correlación negativa para UCD y AP en un — 0,71, —0,11. —0,21 y —0,30, —0,23, —0,26, respectivamente-, mientras que la correlación es positiva para PSOE y PC en 0,28, 0,22, 0,32 y 0,30, 0,23, 0,41, respectivamente.

— Lo mismo ocurre en los sectores de trabajadores emigrantes y trabajadores en paro con una correlación negativa para UCD y AP, —0,60, —0,14 y —0,35, —0,26, respectivamente, y positiva para PSOE y PC 0,14, 0.57 y 0,26, 0,37, respectivamente.

Todos estos datos evidencian que existe una clara conciencia de clase en la mayor parte de la población, pues los partidos de derecha reciben el apoyo electoral de las clases dominantes y de unos determinados sectores que, perteneciendo objetivamente a las clases dominadas, están en

(25) Para que nuestros lectores puedan comprender bien lo que a continuación vamos a exponer, diremos que una correlación positiva o favorable va desde un mínimo de 0.01 a un máximo de 1 y la negativa o desfavorable de —0.01 a —1.

236

la órbita ideológica de las dominantes (como es el caso de parte de la clase media urbana y parte de la población rural), mientras que los partidos de izquierda son apoyados por los sectores más concienciados de las clases dominadas.

Puestas las cosas así, la gran batalla política que se va a librar de inmediato va a ser, por parte de la derecha, acometer reformas que, sin cuestionar en su fondo las causas de la actual estructura de clases española, reduzca lo más posible la distancia entre las mismas. Por parte de la izquierda la estrategia se orientará, probablemente, a evidenciar las contradicciones de la derecha e intentar conquistar electoralmente a los sectores que, siendo objetivamente parte de las clases dominadas, han votado, por una falsa conciencia de clase, a partidos representantes de los intereses de las clases dominantes.

2. Condiciones para un cambio social

Para que se produzca un cambio social en profundidad capaz de transformar sustantivamente la actual estructura social española es preciso que se cumplan, a nuestro juicio, una serie de condiciones básicas:

— Una vez aprobada la Constitución por el pueblo español han de realizarse con toda urgencia las elecciones municipales; la verdadera democratización no será un hecho pleno hasta que el pueblo no controle la institución política básica que es el Ayuntamiento.

— Lo mismo cabe decir en cuanto a la renovación de las dos Cámaras del Parlamento; las actuales fueron elegidas en un período pre-democrático sin las suficientes garantías de control democrático y con la arbitraria exclusión de ciertos grupos políticos y del amplio sector de población comprendida entre los 18 y 21 años.

— Gobierne quien gobierne, es preciso el inmediato desarrollo de todas las leyes orgánicas que emanan de la Constitución, ésta no es más que un bello pero inoperante pronunciamiento de principios si éstos no son concretados de un modo que permita su realización efectiva. Sin duda van a ser un grave reto principios tales como la justicia y la igualdad, la orientación de la economía hacia los intereses nacionales, la soberanía del pueblo hasta sus últimas consecuencias, etc.

— En cuanto a los partidos de izquierda —y decimos esto porque son los que han recibido el apoyo de ía clase trabajadora— han de defender sin concesiones los verdaderos intereses de sus representados y han de luchar, desde la oposición o desde el poder, por la emancipación de los trabajadores y la liberación de las clases dominadas. Y esto como objetivo común por encima de sus intereses partidistas. No se trata de una ingenua propuesta de homogeneización de toda la izquierda, sabemos que hay diferencias de objetivos y estrategias, pero sí de evidenciar la exigencia de ir construyendo, poco a poco, platafor-

237

Page 119: Mision Abierta - Desafios Cristianos

mas de diálogo y acciones convergentes hacia una progresiva unidad de la izquierda.

— Igual hay que decir, y sin duda con mayor nivel de exigencia, de las organizaciones sindicales verdaderamente representativas de los trabajadores. Aquí la unidad de acción es el requisito indispensable para el fortalecimiento de la clase trabajadora en su objetivo común y sustantivo de liberarse de la dominación ejercida por el capital.

— La acción democrática no se agota en la acción sindical y política, hay otros muchos niveles de lucha en los que el pueblo ha de tomar parte activa, como lo son el movimiento ciudadano, la vida asociativa, la búsqueda de experiencias de acción comunitaria y autogestionaria, etc.

— Otro nivel fundamental es el de la cultura, es precisa una profunda revolución cultural que trastoque muchos de los valores y comportamientos sociales segregados por la ideología de las clases dominantes; revolución cultural en la enseñanza y la Universidad, en los medios de comunicación, el ámbito popular, etc. Una nueva cultura basada en un profundo respeto al hombre, no individualista e insolidaria, sino personalizadora y comunitaria.

En fin, nos encontramos ante un porvenir histórico de gran trascendencia, quizá por primera vez en nuestras relaciones fratricidas seamos capaces de construir una convivencia pacífica y solidaria. El deseo del pueblo español y la intención de la mayor parte de las fuerzas sociales y políticas en ese sentido se orientan. Contamos ya con el instrumento básico, con las guías maestras: la Constitución. No obstante, hemos de ser muy conscientes de que ningún modelo de convivencia social y política es estable y duradero si no se modifican sustantivamente las estructuras de explotación y dominación. Si éstas persisten lo único que se habrá modificado serán los métodos de dominación que se habrán vuelto más sutiles y «civilizados» pero, no nos engañemos, el conflicto subsiste y la violencia estará latiendo en lo más profundo de las entrañas del sistema social.

La intención de este modesto trabajo no ha sido el de la crítica irresponsable y gratuita. Todo lo contrario. Desde un profundo convencimiento de las posibilidades de convivencia fraterna de nuestro pueblo hemos querido desvelar los obstáculos y dificultades que entre todos habremos de superar.

238

CARLOS PEREDA

MINORÍAS Y MAYORÍAS ANTE EL CAMBIO SOCIAL EN ESPAÑA

— claves para una interpretación teórica —

Es una tarea urgente —y de gran importancia política— encontrar claves teóricas precisas para comprender y afrontar el conjunto de nuevos fenómenos de la sociedad española que se abordan en este número de MISIÓN ABIERTA: crisis de militan-cia en movimientos sociales y ecle-siales que tuvieron una gran fuerza movilizadora en los años 60 y 70 (partidos y sindicatos de izquierda. Asociaciones de Vecinos, Movimientos Apostólicos, Comunidades Cristianas Populares, etc.); aparición de nuevas formas de movilización colectiva (sobre todo los movimientos pacifistas y ecologistas); creciente pasividad de las mayorías sociales cada vez más desenganchadas de una participación directa en las esferas del poder político-económico, etc.

Una vez que han pasado los años efervescentes de transición democrática, la dialéctica entre minorías

y mayorías tiende a adoptar en nuestro país nuevos registros que parecen aproximarnos cada vez más al tipo de sociedad hoy dominante en los países democráticos occidentales.

Los hechos apuntados, que serían propios de la antropología política y remiten a cuestiones fundamentales de la vida social, han sido abordados con frecuencia por sociólogos, antropólogos, psicólogos sociales o expertos en teoría de la comunicación. No podemos pretender aquí hacer una síntesis de todas esas aportaciones, pues, además de lo arduo de la tarea, los enfoques que se adoptan son muy diversos y, a veces, contrapuestos. La teoría social no se construye en abstracto, sino como legitimación o revulsivo del orden social vigente (teorías orgánicas o críticas diría GRAMSCI); en especial, abundan teorías legitimadoras de nuevo cuño, ahora apuntadas a la modernidad y la democracia, cuan-

239

Page 120: Mision Abierta - Desafios Cristianos

do estos conceptos se han vuelto basamento del nuevo orden dominante y han perdido la fuerza utópica que tuvieron en el pasado. Me limitaré, por eso, a presentar algunas aportaciones dentro del enfoque crítico que me parecen más útiles para comprender los cambios ocurridos en nuestro país, pero siendo consciente de que queda muchísimo por hacer en el terreno de una teoría crítica y comprometida con la transformación del orden social existente.

Las «minorías» y el cambio social

S. Moscovici ha tratado de comprender la dialéctica entre minorías

Generalmente, en una sociedad existe un código o sistema de normas dominante: código autoritario en tiempos de Franco (disfrazado de «democracia orgánica» en la última época); código liberal-burgués a partir de 1976 (disfrazado de «democracia parlamentaria»). C. LEFORT, fundador de la revista Socialisme ou Barbarie y heredero de la tradición marxista y la fenomenología filosófica, ha esbozado una génesis de las ideologías (o códigos) dominantes en las sociedades modernas: la ideología llamada «burguesa» esta-

y mayorías como una lucha entre las fuerzas sociales que tienden a la conformidad y las que tienden al cambio. En contra de la tradición funcionalista, que privilegia a las mayorías y trata a las minorías como meras formas de desviación, Mos-covici revaloriza el papel social de las minorías activas que se resisten al control de la sociedad. «Los grupos que eran definidos, y ellos mismos se definían a veces, de manera negativa y patológica por relación al código social dominante, se conciben ahora como grupos que poseen su propio código y que, además, lo proponen a otros a título de modelo o de solución de recambio» (1). Podemos esbozar el siguiente cuadro:

ría dando paso en los países occidentales avanzados a la «ideología invisible» o de la sociedad de consumo, mientras en los países del Este seguiría imperante una «ideología totalitaria» (2). En nuestro país, con el paso del franquismo a la democracia y su posterior evolución, la ideología social dominante estaría

(1) S. Moscovia, Psichotogie des minantes actives, 11, FUF, París, 1979.

(2) C. LEFORT, *Esquisse d'une genése de l'ideologie dans tes sociétés modemes; en Les formes de Vhistoire, 278-329, Galli-mard, París, 1978.

Código dominante (minoría dirigente)

Códigos alternativos (minorías subversivas)

i \y i Mayorías que

reproducen el discurso dominante

(integradas)

Mayorías que se inhiben (anémicas)

Mayorías que secundan

códigos alternativos (subversivas)

240

reviviendo en caricatura un proceso histórico cuya gestación en Europa ha durado varios siglos.

El código dominante —liderado por minorías dirigentes— suele impregnar a la masa social y constituirse en mayoría frente a las minorías opuestas o resistentes que, a su vez, en momentos de convulsión social (como la que supuso el tránsito del franquismo a la democracia), pueden llegar a subvertir a gran parte de la población y convertirse de ese modo en nueva mayoría. Entre las mayorías integradas y las disidentes estarían las mayorías anémicas que, si bien no aceptan o están decepcionadas del discurso dominante, sin embargo, no han llegado u adoptar un modelo alternativo.

Aplicando este esquema a los nuevos fenómenos de la sociedad española señalados al comienzo de este artículo, podemos extraer diversas consideraciones:

— En algunos casos, la crisis de mi-litancia en las minorías clásicas, tanto sociales como eclesiales, puede interpretarse como consecuencia de haberse identificado o haber sido asimiladas por el nuevo orden existente. El carácter revolucionario del Partido Comunista, por ejemplo, y el talante militante de sus afiliados, estaría dando paso, merced al consenso democrático, a un partido pactista y burocratizado; o en el caso de la Iglesia, la promoción conciliar del laicado estaría siendo reabsorbida por nuevas formas de protagonismo eclesiástico (acaparación jerárquica, sobre todo papal, de los medios de comunicación social; frenos a la independencia de los teólogos; no trasferencia de competencias a los seglares, etc.).

— Otros casos de minorías clásicas, como la HOAC o las comunidades cristianas populares, pueden sentirse enervadas a causa de su oscilación entre la aceptación y el rechazo del orden existente: no se quiere romper con las instituciones eclesiales y políticas a la vez que se las detesta como interclasistas o encubridoras de un sistema social de explotación. G. BATESON ha descrito con gran penetración el colapso psicológico que se produce en el individuo afectado por estas situaciones de «doble vínculo», paralizado ante la imposibilidad de hacer algo por otra parte necesario (3). El círculo vicioso no encontrará solución mientras no se descubra un nuevo «código» de orden superior, capuz de truscender el dilema.

— El desenganche entre las mino-ríus polftlcus diligentes (gobierno e instituciones representativas del nuevo orden socioeconómico) y las mayorías sociales, que tiene un síntoma importante en la disminución de la participación ciudadana y política (tema que ha pasado de moda de manera alarmante), puede significar, además de la decepción de la masa social ante los escasos logros del nuevo orden democrático, el retorno de amplios conjuntos de población al estado de «mayorías anómicas», permeables a la influencia subversiva de modelos alternativos de sociedad. Pero esta potencia subversiva no será efectiva mientras un nuevo código (teórico y práctico), asumido por alguna minoría o coalición

(3) G. BATESON, Pasos hacia una ecología de Xa mente, 236 ss. Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1976.

241

Page 121: Mision Abierta - Desafios Cristianos

de minorías, sea capaz de impregnar la masa social.

— Las nuevas minorías con capacidad de movilización (ecologismo, pacifismo, feminismo, algunos movimientos rurales, etc.) aparecen fragmentadas e invertebradas y, si bien en alguna medida representan la conciencia de todos los dominados ante las arbitrariedades del poder, habría que añadir que tales movimientos se definen más por lo que no quieren que por la oferta de una alternativa sólida, capaz de aglutinar una base social que protagonice el cambio de sistema.

Las «mayorías» y el cambio social

El esquema teórico de minorías-mayorías, aplicable a gran parte de las sociedades históricas, puede ser reductivo, sin embargo, si reservamos a las minorías el papel «activo» o dirigente y relegamos a las mayorías a la pasividad o la dependencia. Cuando tal cosa ocurre —y es bien frecuente—, ello se debe no a la impotencia de la masa social, sino a la explotación y empobrecimiento sistemático de las mayorías por parte de minorías acaparadoras. En conceptos de SIMNOZA, según es interpretado por Ni;(iRi, la potencia de cada hombre ha sido desplazada-robada por el poder (económico, político, etc.), que sería enemigo y anto-gonista natural de la autonomía humana, personal y colectiva (4).

Son varios los intentos teóricos por revalidar el papel activo de las

(4) T. NEGRE, L'Anomalie Sauvage. Puis-sance et pouvoir chez Spinoza, PUF, París, 1982.

m a s a s en el c a m b i o social . E n el caso de las masas anómicas o mayorías silenciosas, autores como BAU-DRILLARD, MAFFESOLI O D E CERTEAU h a n d e s c u b i e r t o su c a p a c i d a d d e res i s tenc ia e inc luso su a s t u t a oposi c ión al p o d e r en con tex tos rnicroso-ciales (5). P o r opos ic ión a la g r a n t e m á t i c a de la l iberac ión , i n a u g u r a d a con la Revoluc ión F r a n c e s a y q u e e n c u e n t r a su exp re s ión a c a b a d a en las g r a n d e s t eor ías del s iglo x ix , e s tos a u t o r e s vuelven a c o n s i d e r a r la po tenc ia a f i rma t iva de u n a m a s a i n d e t e r m i n a d a q u e n o se i n s c r i b e en el código social d o m i n a n t e y q u e s u b r a y a con fuerza la i n c o h e r e n c i a y la a r b i t r a r i e d a d c o m o e l e m e n t o s de e s t r u c t u r a c i ó n social . «Hay u n a pas iv idad q u e n o se de ja i n t e g r a r en n i n g u n a con t e s t ac ión o acc ión pol í t ica del t ipo q u e sea, p e r o q u e n o p o r eso es m e n o s subvers iva ante las a r b i t r a r i e d a d e s del p o d e r . N o s p a r e c e q u e es t a r e s i s t enc ia pas iva , e s te v ien t re m u d o de lo socia l , e s u n e l e m e n t o i m p o r t a n t e d e la socia-l idad» (6).

E n la m i s m a línea, y con u n a elab o r a c i ó n teór ica b a s t a n t e m á s desa r ro l l ada , se s i t úan DELEUZE y GUAT-TARI: «Los c e n t r o s de p o d e r se definen m u c h o m á s p o r aque l lo q u e se les e scapa o p o r su i m p o t e n c i a q u e p o r su zona de p o t e n c i a (...). Lo m o lecular , la m i c r o e c o n o m í a , la m ic ro -pol í t ica , no se define p o r la p e q u e n e z de sus e l e m e n t o s , s ino p o r la na tu ra leza de su m a s a » (7).

(5) J. BAUDRILLARD, A l'ombre des ma-yorités silencieuses, éd. Utopie, París, 1978; M. MAFFESOLI, «Resistence et identité», en Identités collectives et travail social, 47-64, Privat, Toulouse, 1979; M. DE CERTEAU, L'invention du quotidien. 1. Arts de faire, 10-18, París, 1980.

(6) M. MAFFESOLI, a. c, 47. (7) G. DELEUZE y F. GUATTARI, Mille pía-

leaux, 265, Minuit, París, 1980.

242

De m a n e r a todav ía m á s or ig ina l , E. CANETTI nos ofrece u n a e labora ción a p a s i o n a n t e del pape l , t i pos y pos ib i l idades de la masa social y de su re lac ión dia léct ica con el poder. Si b ien «la m a s a neces i t a u n a dirección», «en el i n t e r i o r d e la m a s a reina la igua ldad» y su c a p a c i d a d d e s u p e r a r los l ími tes i n s t i t uc iona l e s es imprev i s ib l e : «La m a s a s i e m p r e q u i e r e c rece r . Su c r e c i m i e n t o no tiene i m p u e s t o l ími te p o r na tu r a l eza . D o n d e ta les l ími tes son c r e a d o s art i f i c ia lmente , es decir , en t o d a s las i n s t i t uc iones q u e son u t i l i zadas p a r a la conse rvac ión de m a s a s c e r r a d a s , siempre es posihle un estallido de la masa y, de hecho , se p r o d u c e de vez en c u a n d o . No hay d i spos ic iones q u e p u e d a n ev i t a r el c r e c i m i e n t o d e la m a s a de u n a vez p o r todas» (8).

La «neces idad de d i recc ión» de q u e h a b l a CANETTI n o se c o n t r a d i c e con la « igua ldad in t e rna» y el «car á c t e r ab ie r to» o capac idad innovado ra de la m a s a . E s t o r emi t e a la pos ib i l idad de u n a autoridad o lidc-razgo sin poder, a lgo q u e si b ien en n u e s t r o c o n t e x t o pol í t ico o eclesiástico pa r ece impos ib le , ha s ido y es u n a r ea l idad en d iversas soc iedades n o occ iden ta l e s . CI.ASTRES recoge u n a a m p l í a d o c u m e n t a c i ó n e tnográ f ica de c u l t u r a s ind ígenas de Amér i ca del Sur , según la cual lo m á s frecuen t e era la ex is tencia de u n a au to r i dad pol í t ica sin p o d e r efectivo, es decir , sin m e d i o s p a r a p o d e r impone r su decis ión p o r la fuerza ( t a les p o d e r e s sólo e r a n confe r idos en caso de g u e r r a c o n t r a u n a a m e n a z a ex te r io r ) : «el p o d e r n o r m a l , civil, fundado en el consensus omnium y no en el carácter impositivo de la ley, es de naturaleza profundamente pacífica; su función es igualmente

(8) E. CANETTI, Masa y poder, Tomo I, 23-24, Alianza/Muchnik, Madrid, 1983.

"pacificadora": el jefe tiene el encargo de mantener la armonía del grupo (...) no usando de la fuerza sino sólo en base a sus virtudes y su prestigio. Más que un juez que sanciona, es un arbitro que busca reconciliar» (9).

Curiosamente, tales jefes indios, «hacedores de paz», debían ser los más generosos de la tribu, por lo que, de hecho, solían ser los más pobres: «avaricia y poder no son compatibles; para ser jefe hay que ser generoso» (10).

Este conjunto de claves teóricas en torno al papel de las mayorías en el cambio social nos inducen a algunas breves consideraciones sobre la situación española: — La relación entre minorías y ma

yorías no puede plantearse de forma maniquea como si a las minorías correspondiese dirigir y a las mayorías ser dirigidas. Más bien, habría que distinguir entre minorías acaparadoras —que se afirman marginando a la masa— y minorías promocionistas —que se afirman justamente confiriendo capacidades y competencias a las mayorías—. Según esto, el reflujo de participación de las masas en las instituciones ciudadanas, políticas, sindicales o religiosas supone un grave retroceso en el proceso democratizador de nuestro país. La tarea del PSOE en el gobierno habría que medirla, no por su capacidad de gestionar la economía capitalista (como suele hacerse), sino por su capacidad de promover la intervención activa de las mayorías en la vida social: incremento de su formación crítica, cauces de participación efectiva en la ges-

(9) P. CLASTRES, La société contre VEtat, 27, Minuit, París, 1974.

(10) Ibidem, 27-28.

243

Page 122: Mision Abierta - Desafios Cristianos

tión de los asuntos públicos, etcétera; otra cosa sería juzgar a un partido de izquierdas según los criterios de un partido de derechas.

— La resistencia pasiva de las masas, su «capacidad subversiva imprevisible» —en expresión de CA-NETTI—, es algo a tener muy en cuenta cuando asistimos a una crisis de la conciencia revolucionaria entre las minorías críticas de nuestro país y cuando los poderes fácticos, nacionales e internacionales, parecen hacer imposible el cambio social. Es justamente ahora, que el cambio de sistema se presenta a la vez como imposible y necesario, cuando se pueden y se deben producir decisivas novedades históricas.

— A nivel religioso, quizá se insista demasiado en las minorías críticas presentes en la Iglesia y no se preste la suficiente atención al significado social de amplias masas de población —obreros y

campesinos, pero también intelectuales y gentes de la clase media— que en su fuero interno siguen pensando en cristiano, pero ya no se identifican —y con frecuencia critican— los discursos y prácticas de la Iglesia instituida. Son sectores que, desde su negatividad, plantean profundos interrogantes al conjunto de la Iglesia, y pueden llegar a constituir una especie de «cristianismo sin Iglesia», ya no fragmentado en múltiples corrientes heréticas, como ocurría con los «cristianos sin Iglesia» del siglo xvn descritos por KOLAKOWS-KI (11), sino como tendencia masiva de personas que reclaman otro modo de ser creyentes a la altura de la «postmodernidad», concepto de moda que parece recapitular una nueva sensibilidad y un nuevo modelo de sociedad, todavía vagamente divisado.

(11) L. KOLAKOWSKI, Cristianos sin Iglesia, Taurus, Madrid, 1982.

244

FERNANDO URBINA

GUERUA Y PAZ

La guerra y la alternativa de la paz. Un Intento de comprensión antropológica e histórica, ética y teológica

Si todo este número de Misión Abierta está dedicado al tema de la violencia: es un hecho que la guerra es una forma cualificada de violencia. Son sus notas características, reconocidas como tales por tratadistas antiguos y modernos: 1.° En la guerra los sujetos relacionados por el «conflicto» denominado «violencia» no son sujetos individuales, ni siquiera grupos primarios (familias en la «VENDETTA», pandas ma-fiosas o camorristas, etc.), sino grupos secundarios e institucionales que pueden referirse (aunque de forma genérica y aproximada —que evoluciona históricamente) al con

cepto de «Estado (1). 2." Que por una peligrosu lógica interna estos conflictos tienden a ser «totales»: es decir, que llevan por su propio dinamismo a la aniquilación del adversario. Aunque, de hecho, históricamente han sabido jugar factores de limitación: bien ética, bien fáctica.

(1) No intentamos una definición más precisa de la compleja cuestión del «Estado» que supera las posibilidades de un artículo que pretende simplemente ofrecer un marco de referencia para incitar la reflexión crítica del lector. Por eso nos basta como aproximación la analogía al concepto moderno de Estado que se puede considerar presente como germen en la organización de las «ciudades-estado» y de los «Imperios» en la etapa de la civilización agraria de la Edad del Bronce y de la Edad del Hierro. Dejamos de lado el problema antropológico de las «guerras tribales» —aunque formen un componente importante en esas «guerras del siglo xx» que mencionaremos en el tercer parágrafo.

245

Page 123: Mision Abierta - Desafios Cristianos

¿Cómo puede «comprenderse» este grave fenómeno antropológico de violencia colectiva y, en principio, altamente destructiva que es la «guerra»?

La al parecer inevitable repetición y constancia del hecho de la guerra entre pueblos diferentes, que parece perderse en Ja noche de los tiempos llevó a los primeros «pensadores» que se expresaban aun en el lenguaje poético del mito a considerar la guerra como el estado natural, del que la paz era una excepción casi deshonrosa: así lo expresó el gran poeta educador de la «pai-deía» griega, Homero (2). A los jóvenes aristócratas pertenecientes a la clase dominante se les había de formar sobre todo en el arte de la guerra y en una ética militarista del «honor» (3). Así, según el gran antropólogo Dumézil (4), una constante que brota del neolítico indoeuropeo de la división en las 3 castas (que la Edad Media legitimaría como «3 órdenes»): la primera, la sacerdotal y la segunda la aristocrático-militar y sólo en tercer lugar venía

(2) Odisea. Canto 24. Sobre la educación de la joven aristocracia griega. JAE-GER, W., Paideia, Madrid (Fondo de Cultura económica), 1981.

(3) PITT-RIVEHS, J., «Honor y categoría social», en la obra colectiva El concepto del honor en la sociedad mediterránea, dirigida por J. G. Peristitiany, Madrid, 1968. Max Weber en su última obra que dejó inconclusa sobre sociología de la religión, «Estamentos, clases, religión», recogida en la colección de sus escritos: Economía y sociedad, México, 1969, tomo I, páginas 376 y ss., habla con gran agudeza psicosocial de las «morales aristocráticas» del honor como contrapuestas a morales religioso-proféticas de la liberación, cuya base social ha sido el proletariado rural (= el antiguo Israel, etc.)

(4) DUMÉZIL, G., Mythe et Epopée. L'idéologie des trois fonctions dans les épopées des peuptes indo-européens, París, 1968.

el bajo pueblo «productor del trabajo». La modernidad rompió con esos conceptos anacrónicos, y Jesús en el Evangelio rechazó radicalmen te la identificación entre el Poder militar y la Salvación religiosa: en el solemne logion del «servicio» o Mandato del Jueves Santo (Le. 22, 24-27). Que en España queden aún gentes con estos conceptos residuales de la barbarie primigenia no es sorpresa al ver los obstáculos tradicionales a que entre la Modernidad y el verdadero espíritu evangélico entre nosotros. Quizá la expresión más clásica de esta interpretación mítico-metafísica de la guerra sea el aforismo de Heráclito: Polemos panton mén paten estin, panton dé basileus: la guerra es Padre y Señor de todo cuanto existe.

Hoy los investigadores buscan explicaciones menos metafísicas y más científicas del hecho de la guerra. Respondiendo a una problemática muy compleja, podemos decir que se disputan dos escuelas fundamentales. Los que afirman que la guerra es una secuela prácticamente inevitable, pues el hombre la lleva escrita en el código genético; los partidos del innatismo incorregible de la violencia y que fácilmente definen al hombre como un animal predatorio: K. Lorenz, Robert Au-drey (5). Y los que, como A. Monta-

(5) LORENZ, K., On Aggression, London, 1968; AHDREY, R., La evolución del hombre: la hipótesis del cazador. Hoy resurge lo que se llamó a fines del siglo xix el «Darwinismo social»: que legitima la ley del éxito y del triunfo de los «fuertes», como apoyatura (pseudo) científica al capitalismo en crisis. Tiene relación con la moda de la «sociobiologia» (WILSON, E. O., Sociobiologia. La nueva síntesis, Barcelona, 1980) fuertemente criticada como «ideológica» por otros especialistas. (Buen resumen de la difusión en la revista bibliográfica Libros, octubre 1981.) Hay indudables correlaciones ideológicas entre

246

gu, R. Leacky (6), se oponen radicalmente a esta teoría por razones igualmente «científicas»: en el hombre la agresividad violenta sería fundamentalmente efecto del entorno social y la educación. Y, por tanto, abren la esperanza de una posibilidad real a la utopía de la paz;

Nos parece que hay mucho de ideológico en estas pretendidas «teorías», y por nuestra parte (y por razones más filosóficas y religiosas que pseudo-cientificas) optamos por la segunda.

TM alternativa de la paz

Pero en una corriente opuesta a esta exaltación de la guerra y ya desde muy antiguo aparecen las nociones de «paz», «justicia» y «piedad» (Irene, Diké, Eusebia) como los pilares de la ciudad humana: de la polis griega y la civitas romana. Son las raíces etimológicas y significativas de los actuales términos «política», «civilización», «ciudadanía» y «condición civil» —como contrapuestas a la violencia militar y guerrera—. Fue Cicerón el gran cantor de la «civilidad» greco-romana el que afirmó la superioridad de la dialéctica política civil sobre el ru

la vuelta de la «Gran Derecha» Capitalista, Racista, Belicosa (Reagan-Thatcher, etcétera), el neoliberalismo de la Escuela de Chicago y esta pseudo científica legitimación de la violencia bélica en la lucha por la existencia: los «mejores» pueden así legitimar su opresión de las «razas inferiores». Es triste que todo esto vuelva a suceder después de los horrores nazis que se alimentaron de ideologías parecidas y fueron financiados en su «resistible subida» por el gran capitalismo alemán: los Krupp, Thyssen, etc.

(6) MONTAGU, Ashley, La naturaleza de la agresividad humana, Madrid, 1978; LEA-KY, R., Los orígenes del hombre, Madrid, 1980.

mor y el choque de los sables. (En el De Officiis.) La tradición venía ya de los grandes educadores de esta humanitas occidental; los trágicos: Esquilo, Sófocles y Eurípides y los pensadores sociales, éticos y políticos: Sócrates, Platón, Aristóteles.

Es sobre todo con la emergencia de las Grandes Religiones Universales de Salvación cuando se expresa la crítica radical a los arcaicos valores del «honor militar» que manifestó el orgullo de la Voluntad de Dominio. Entonces se expresa por primera vez la utopía de la Paz que no se limita ya —como en la Polis griega— al ciudadano, sino que se abre al horizonte infinito de la fraternidad humana universal.

En Oriente, el Budismo y el Hin-duismo clásicos descubren la no-violencia como expresión activa de la iiil'inilu fuerza creadora del cosmos. Ouc untes que en la Brulali-dnd metálica de un carro de usalto se manifiesta en la fuerza infinita y delicada de la flor de loto, del amanecer en la montaña o en las estrellas del cielo nocturno; como canta Basho, el poeta Clásico del ZEN (siglo xvil).

Esta tradición de la Paz Oriental encontrará en el genio espiritual y político de Gandhi una síntesis con el otro afluente occidental de la Paz Evangélica. Quizá lo más propiamente genial de Gandhi es que superó ¡a tendencia oriental a dejar la paz en el puro nivel trascendental de la experiencia mística, con su riesgo de dejar abandonado el mundo a las fuerzas ciegas de la violencia e integró también el sentido más concreto e histórico de la acción social transformadora de las condiciones reales del mundo, propio de la tradición judeo-cristiana.

Esta tradición es la paz biblica-profética. El Shalon en su sentido

247

Page 124: Mision Abierta - Desafios Cristianos

de plenitud de vida y de relación fraterna entre todos los hombres, los hombres y la naturaleza, los hombres, la naturaleza y Dios (Is. 11, 1-9, 32, 1-17; 42, 1-7; 52, 7-10, etc.). La «paz efecto de la Justicia»: «opus justiüae Pax», Is. 32, 17; concepto típicamente profético.

Jesús de Nazareth y su discípulo Pablo recogen y amplían hacia el horizonte más universal esta gran tradición del Shalon judío (Mat. 26, 52 —todo el Sermón de la Montaña—, Rom. 14, 22, 28; Ef. 2, 14-22; Cois. 1, 15-20; Rom. todo el capítulo 8, etc.).

Es la Pax evangélica: utopía suprema del compartir con todos y de la liberación de los oprimidos cuyo símbolo sacramental es la Eucaristía. Sin embargo, cabe preguntarnos ¿qué influencia tuvo —y tiene— ese mensaje universal de la Pax evangélica? Podemos decir que mantuvo su radicalismo utópico en los primeros siglos y después en el Oriente cristiano (v. gr.: S. Gregorio de Nyssa), pero a costa de evolucionar hacia lo puramente espiritual o interior del alma y, por tanto, con el riesgo de quedar inoperante en la transformación del mundo.

Fue en el Occidente cristiano donde S. Agustín planteó el problema de asumir la historia concreta con la tensión entre «utopía» y «realismo» (7) a costa, ciertamente, de aguar la fuerza utópica del mensaje.

En él se origina este «compromiso» que fue la posterior «teoría de la guerra justa» que encontró su formulación más nítida en Santo Tomás, Summa theologica II-II.q. 40 (8). Posteriormente resurge la

(7) S. AGUSTÍN, De Civitate Dei, XIX, 7. (8) Las razones de la Guerra Justa en

los textos escolásticos de los siglos XIII-xvn comprenden (entre otras): l." Declaración pr la autoridad legítima. 2." Causa

utopía de la paz universal y del ecu-menismo religioso con el Cardenal de Cusa en el siglo xv (De pace fidei),

justa: legítima defensa, reparación o liberación de un daño colectivo que no se puede realizar por individuos aislados. 3.° Recto proceder o recta intención: equivalente al moderamen inculpatae tutelae de la defensa personal: que se eviten los excesos, desmanes, destrucciones, odios, etcétera. 4.° Que el daño que se siga no sea superior al daño que se trata de evitar. ¿Podrían por analogía aplicarse estos principios para la legitimación ética de las «guerras de liberación de los pueblos» tan actuales...? Una expresión de Pablo VI en la populorum progressio parecía dar una indicación positiva (aunque ambigua) sobre este punto. Por otra parte, historiadores de lá filosofía del Derecho y de la Política (v. gr.: Touchard, Truyol y Serra. •) ven una cierta continuidad entre los conceptos elaborados por la escuela de los grandes teólogos juristas españoles de los siglos xvi-xvir. Vitoria, Suá-rez, Bañez, Molina, De Soto, etc., y las posteriores ideas del «contrato social» y de la «soberanía de los pueblos» que desembocan en Locke y Rousseau. Sea lo que sea de esa discusión teórica no olvidemos que la legitimación ética (en la «creciente racionalidad humana» de los derechos positivos del hombre) exige, en toda esta larga tradición ética occidental, hoy mundial: evitar los «daños excesivos» que transforman un fin humano en algo inhumano. Aquí vale aplicar el principio ético fundamental: El fin no justifica los medios. Lo que hacía la Inquisición: «Salvar la cristiandad justifica que se torture a adolescentes y se aniquile el modo de vivir de familias enteras» hoy nos parece monstruoso. ¿Vamos a legitimar su equivalente cuando el fin no es el Colectivo «Cristiandad» absolutizado, sino otro colectivo: «Pueblo» o «nacionalidad»? Además, hoy el cambio del contexto mundial ha dado un cambio decisivo al mismo presupuesto de la «guerra legítima» en cualquiera de sus formas: cuando la escalada de la tecnología de la guerra puede producir daños inconmesurables y los nuevos foros internacionales permiten que la legítima «presión» se pueda moderar con la discusión garantizada por el colectivo de todos los pueblos. Verdaderamente hoy por ese nuevo contexto la «guerra» (en cualquiera de sus formas) y «la paz» se plantean de forma radicalmente nueva.

248

el gran Erasmo de Rotterdam (Querella pacis), siglo xvi, Sebastián Frank y los tan perseguidos anabaptistas (s. xvi-xvn), hasta que en el fin del siglo xix, en medio de la carrera de armamentos, resurge el pacifismo del movimiento obrero en la II Internacional, derrotado por los nacionalismos chovinistas que provocan la catástrofe de la primera guerra mundial. Sólo quedan entonces grupos aislados y testimoniales: como el científico Russell y el escritor Romain Rolland. Es ahora en este fin de milenio cuando resurge con fuerza la gran tradición del pacifismo (que une creyentes y no creyentes).

Breve perspectiva histórica de las guerras limitadas a la guerra total

Para comprender mejor el desarrollo de este juego dramático de Fuerzas de Violencia y Fuerzas de Paz, de Voluntad de Poder frente a la utopía de fraternidad de instintos de muerte y destrucción en pugna con los instintos de Vida, puede ser iluminador el proyectar un foco de luz histórica que haga ver el relieve creciente de estas cimas y abismos que nos han llevado a la situación actual tan extremadamente grave.

Por razón de limitación de espacio empezamos nuestro recorrido en la Europa medieval, para terminar en toda la extensión del planeta.

A partir del siglo xi la Iglesia intenta seriamente limitar las amenazas de un estado constante de guerra en aquella sociedad donde habrá triunfado el orden militar-feudal por una serie de medidas. Desde la «sacralización» del orden de los «caballeros» con su rito sacramen

tal y su código ético de justicia y defensa de los débiles. Una visión realista actual nos impide caer en la glorificación «romántica» de un hecho de no mucha incidencia social, pero tampoco caemos en el opuesto maniqueísmo simplista de negar que aquel esfuerzo impuso una innegable limitación real de la violencia y contribuyó, junto a otras causas socioeconómicas, al empuje de la civilización europea. Hubo otras instituciones que contribuyeron a «limitar» ética y fácticamente la violencia militar: la «tregua de Dios», la multiplicación de los días festivos (9), los espacios de refugio sagrado que eran las iglesias y monasterios y era forma de «dar salida» a los instintos agresivos que mantenían en continuo estado de guerra intestina entre cristianos por medio de la «proyección exterior» de las Cruzadas (10). Remedio que quizá fue peor que la enfermedad, pues contribuyó a abrir el abismo insalvable entre esas dos religiones universales salidas del tronco Abra-hámico: cristianismo e islam.

En el siglo XII-XIII el gran movimiento evangélico reactivó la utopía de la paz universal, que encuentra su más alta expresión en Francisco

(9) Todavía en la fiesta de la Navidad de 1914 se produjo a niveles de soldados en las trincheras: franceses, ingleses, alemanes, rusos, austríacos, etc., una emocionante tregua saliendo de sus trincheras y juntándose los «enemigos» para charlar, intercambiar cigarrillos, bebidas, fotos, regalos... cuando el Mando Militar (alejado de kilómetros del frente) se enteró montó en cólera y no se volvió a repetir este patético y profundamente humano hecho. El Vaticano pidió a Franco que respetase la tregua de la Navidad 1939 y no iniciase su gran ofensiva final contra Cataluña ese día. Franco no hizo caso a esa petición.

(10) Sobre las Cruzadas, obra clásica, ALPHANDÉRY, Paul, La Chretienté et l'idée de Croisade, París, 1954.

249

Page 125: Mision Abierta - Desafios Cristianos

de Asís, intentando detener la cruzada de S. Luis, rey de Francia (11). Este «pacifismo evangélico» encuentra voceros, un tanto aislados, en Raimundo Lulio, el Cardenal Cusa, Erasmo de Rotterdan en plena época de la Reforma evangélica; pero desgraciadamente los «halcones» —Lutero, Pablo IV, Roberto Belar-mino, Melchor Cano...— pudieron más que las «palomas»: el Cardenal Pole, Contarini, Melanchton, Bartolomé Carranza...

El triunfo aparente del catolicismo en las inquisiciones y guerras religiosas del siglo xvi y XVII pagó un precio demasiado elevado. La conciencia moderna naciente traumatizada por el escándalo del Mensaje evangélico de paz convertido en motivo de odios, torturas inquisitoriales y guerras optó por la «universalidad» de una religión teísta no confesional que fácilmente dio paso al ateísmo.

En el nacimiento de la modernidad en el siglo xvn resurge la utopía cristiana de la reconciliación universal en Leibnitz —dentro de la ortodoxia— y en el siglo siguiente, el xvm, el triunfo de la racionalidad en la «Ilustración» aporta consigo una cierta limitación teórica y láctica de las guerras. La máxima expresión de la primera es el proyecto de «paz perpetua^: de Kant. De hecho, y después de la guerra de sucesión española se manifiesta la doctrina del equilibrio europeo con guerras limitadas —casi como un juego de ajedrez— y ejércitos igualmente limitados: «profesionales» o más bien

(II) Sobre el tema de los movimientos evangélico-utópicos del s. xn-xiv: referencias en URBINA, F., «La Iglesia española ante la pobreza», en el núm. de Misión Abierta que recogió los trabajos del Congreso sobre Teología y Pobreza, noviembre, 1981, pp. 571-592.

«mercenarios». El gran estratega que jugó con estos medios limitados fue Federico II de Prusia, el creador de la tradición militarista alemana.

Es la Revolución Francesa la que introduce la primera gran escalada hacia la «guerra total». Atacada la noción revolucionaria por todos los «ejércitos» profesionales de las monarquías absolutistas las dio un paso decisivo para la creación del estilo de la guerra moderna. Llamó al «pueblo en armas»; fue la levee en masse la primera conscripción general. Y esa masa —cercana al millón de hombres encuadrados por oficiales del antiguo régimen— por la nueva técnica del cañón de campaña y organizada por el gran científico «organizador de la victoria», Lázaro Carnot, logró detener el ejército profesional prusiano dirigido por el Duque de Bkunswig en la jornada de Valmy. El pueblo en armas había derrotado el ejército de los Reyes. Goethe que estuvo presente exclamó: «Hoy empieza una nueva era en la Historia Universal» ¡para bien y para mal! ¡triunfa la Revolución frente al Absolutismo!, pero surge el espectro de la «guerra total»» frente a las «guerras limitadas» del siglo de las luces. Napoleón se encargará de llevar a su perfección técnica militar esta escalada de la guerra. Y el general alemán Von Clausevvitz (12) será el que creará la teoría clásica de la guerra moderna basada en la experiencia de las guerras napoleónicas; suya es la famosa frase: «La guerra es la continuación de la política por otros medios.» En el pensamiento nacionalista e ilustrado de Clausewitz es un nuevo intento de «limitar» la guerra sometiendo su irracionalidad fundamental a la última razón de la

(12) VON CLAUSEWITZ, Vom Kriege, 1833, 18 ed. 1973.

250

política que es, por su misma esencia —como vio Aristóteles—, racional.

Otra expresión de este mismo dicho es la de Clemenceau el gran político francés que dirigió la última fase de la primera guerra mundial: «La guerra es una cosa demasiado seria para dejar su alta dirección a los militares.» Desgraciadamente, como veremos, las ideologías actuales de la guerra total (ideología de la seguridad nacional) son una inversión de la preposición de Von Clausewitz: «La política es una continuación de la guerra» y son los «militares los que dirigen la política.» (Es lo que pasa en el cono Sur y lo que intentaron los golpistas del 23-F: restaurar el gobierno militar, es la militarización de la política.)

En el siglo xix se intenta volver a la teoría del «equilibrio de fuerzas» y de las guerras limitadas (Congreso de Vicna), pero brotan dos fuerzas poderosas que van a trastornar los planes de los altos dirigentes y su intento de mantener el statu quo de sus privilegios: la revolución social del proletariado y el emerger de la conciencia nacional de pueblos oprimidos (Polonia, Italia, Bohemia, etc.): es la explosión de 1848. A pesar de su valor fundamental son estas fuerzas sociales relativas y ambiguas: surge el riesgo de convertirlas en Absolutos que legitiman a su vez las ideologías de la guerra total. Aunque este punto necesita una «discreción histórica fría» que sabe reconocer el valor concreto de cada contexto. La expresión de Lenin —que sus herederos han ignorado olímpicamente «dogmatizándole» y «canonizándole»— define claramente el problema: el análisis marxista es siempre «análisis concreto» de una «situación concreta». Conclusión evidente

de esta premisa es: «no se puede aplicar a una situación X lo que es válido para una situación Y, que es totalmente diferente». Ya veremos las aplicaciones prácticas e iluminadoras de este principio.

— Porque hoy con la perspectiva que nos da el tiempo y la nueva investigación científica dedicada al tema, podemos afirmar los siguientes:

1.° La I Guerra Mundial, 1914-1918, fue la gran catástrofe que inicia una desintegración profunda de la civilización occidental y pone las semillas mortales de la II Guerra, 1939-1945.

2.° Las causas de esta inmensa catástrofe no fueron primariamente «económicas» (teoría del imperialismo económico de Hodgson, Hilfer-ding, Rosa Luxemburgo, sintetizadas por Lenin en su folleto Imperialismo, última fase del capitalismo). Aunque en un hecho histórico juega siempre un complejo de con-cau-sas (y las hubo también económicas), hoy se reconoce, en general, que la causa principal fue el crecimiento delirante de los nacionalismos chovinistas, expansivistas, re-vanchistas, sobre todo: 1) El poderoso movimiento nacionalista pan-germanista que venía cociéndose desde fin de siglo que encontró su expresión en el personaje de Guillermo II inestable y lleno de complejos. 2) El implacable nacionalismo revanchista francés que no perdonó la pérdida de Alsacia Lorena, ese gran sentimiento nacional de masas encontró su portavoz decisivo en aquellas jornadas dramáticas de julio de 1914 en el Presidente de la República francesa Raymond Poincaré (13). 3) El mítico y sacra-

(13) Sobre las causas de la Primera Guerra Mundial se sigue discutiendo, DROZ, Jacques, Les causes de la primiére Guerre Mondiale, Essai d'historiographie, París,

251

Page 126: Mision Abierta - Desafios Cristianos

l izado pan-es lav i smo d e la S a n t a Rusia, p r o t e c t o r a de p u e b l o s es lavos , e n c a r n a d o en esa f igura l a m e n t a b l e e n t r e c r e t i n o y mí s t i co del a u t ó c r a ta d e t o d a s las Rus ias , Nico lás I I .

— P o r eso hoy el e s t u d i o d e a q u e llos a ñ o s nos p r o d u c e u n sen t imiento de ve rgüenza de p e r t e n e c e r a esta civi l ización: d e s d e los e n t u s i a s m o s d e l i r a n t e s de las m a s a s llevad a s al g r an m a t a d e r o el 1 de agos to de 1914 h a s t a el d e s e n c a n t o y la dese spe rac ión p r o f u n d a —ya en 1917— d e aque l l a s m i s m a s m a s a s h u n d i d a s , c o m o r a t a s , «has t a el cue l lo en el inf ierno» (14) de la i n t e r m i n a b l e g u e r r a de t r i n c h e r a s . ( R e c o m i e n d o p a r t i c u l a r m e n t e — p a r a r ecoge r ese a m b i e n t e — la l e c t u r a d e los d o s últ i m o s t o m o s de la g r a n novela del p r e m i o Nobel Roger M a r t i n del Garó , Los Thibaud (15).

1973. La literatura es inmensa. Abunda lo anecdótico-sensacionalista de baja calidad (fascículos, etc.). Sobre las dos Guerras del Siglo son especialmente relevantes, como análisis técnico-militar y político, las obras del especialista (creador con el General Fuller de la teoría de las divisiones acorazadas) comandante Liddell Hart, History of the iirst Worl War, Lon-don, 1975; History of the second Worl War, London, 1978; Pierre Renouvin, La Primera Guerra mundial, Barcelona, 1972; CAVOCORESSI, Peter; WIN, Guy, Guerra Total (la Segunda Guerra Mundial), Madrid, 1979. Con un análisis de las manipulaciones de prensa para movilización de nacionalismos cxarccbados; FERRO, Marc, La Gran Guerra 19141918, Madrid, 1970. Las causas y consecuencias económicas, León, PIERRI!, Guerrcs et Crises 1914-1947, de la colección Histoire cconomique et sociale de Monde, tomo 5.°. Hay traducción española.

(14) Es la traducción del título del impresionante libro-documento de los horrores vividos por la masa de soldados en aquel infierno de las trincheras del 14/18: Eye-deep in Hell, Trench warfare in World War I, By Hohn Ellis, New York, 1976.

(15) MARTIN DU GARD, Roger, Los Tri-baud, Madrid (Alianza Ed.), 1978. Recomiendo también las grandes novelas an-

La I G u e r r a M u n d i a l a l canza ya la co t a d e « g u e r r a to ta l» cuan t i t a t iva m e n t e (25 m i l l o n e s d e h o m b r e s m o vi l izados) y c u a l i t a t i v a m e n t e (esfuerzo m á x i m o : t o d a la p r o d u c c i ó n nac iona l al se rv ic io del a r m a m e n t o ) . ¿ H a y q u i e n d é m á s ?

Pues d e s g r a c i a d a m e n t e sí. A p e s a r del t r e m e n d o a sco de los p u e b l o s p o r la g u e r r a q u e suced ió a la pr i m e r a «gran g u e r r a » , vo lv ie ron a juga r a h o r a fac to res m a l i g n o s (estar í a m o s t e n t a d o s a l l a m a r l o s «demon íacos») . E l c r e c i m i e n t o en Aleman ia d e u n t u m o r c a n c e r o s o , el nazism o mezc l a d e n a c i o n a l i s m o pan-germ a n i s t a y o t r a s i dea s d e l i r a n t e s com o el a n t i - j u d a í s m o y u n l íde r ca-r i s m á t i c o , genia l p e r o é t i c a m e n t e d e m o n í a c o , Hi t l e r , m á s el consent i m i e n t o de e s t a « i r res i s t ib le sub ida» p o r p a r t e de las b u r g u e s í a s occidenta les q u e c iegas y m i o p e s ve ían e n él el g r a n b a l u a r t e c o n t r a la s u b i d a de los soc ia l i smos y m a r x i s m o s (16).

tibelicistas: Le Feu, de BARBUSE, y Sin Novedad en el Oste, de REMARQUE, Erich María. Que fue prohibido por Hitler cuando éste quiso volver a insuflar en las juventudes alemanas los «valores de la Guerra». Últimamente se ha vuelto a usar como guión de una película.

(16) La lectura que hemos realizado —desde hace años— sobre literatura primaria de esta época de la subida de los fascismos y particularmente de revistas de la Gran Derecha francesa: Revue des Deux Mondes, Revue Hebdomadaire, L'Ilus-tration, etc., nos han convencido de la verdad de la tesis mantenida por Peter Calvocoressi en la op. cit. en la nota 13: si no se hizo nada eficaz a tiempo para detener a Hitler es fundamentalmente porque la Gran Derecha (la alta burguesía dominante económicamente y muy influyente políticamente, a pesar del Gobierno del Frente Popular, con su débil Blum) veía en esta subida el Baluarte definitivo contra la subida de los socialismos. Y no quisieron ver la horrible Barbarie Parda que ya entonces iniciaba su terrorismo de Estado. Y lo mismo puede decirse de la clase dirigente inglesa de la época.

252

Desde el p u n t o de vis ta de la técnica mi l i t a r fue al p r i n c i p i o la victo r ia del genio y la a u d a c i a d e los e j é rc i tos a l e m a n e s q u e o p t a r o n p o r u n a es t r a t eg ia nueva , m e n o s p r e c i a da p o r sus p r o p i o s c r e a d o r e s : los ingleses . El a t a q u e en m a s a d e las d iv is iones a c o r a z a d a s r o m p i e r o n la defensiva d e la I g u e r r a M u n d i a l : el a t a q u e f u l m i n a n t e d e G u d e r i a n r o m p i e n d o el f ren te de las A r d e n a s el 7-10 de m a y o de 1940 y l l egando en u n a s e m a n a al m a r . Y a l f inal fue ya el d o m i n i o d e la c iencia y d e la técnica s o b r e el es fuerzo del sold a d o . G u e r r a q u e llevó a su l ími t e el s e n t i d o de « to ta l idad» p o r su s ideologías m e s i á n i c a s (o d i abó l i cas ) , p o r el s o m e t i m i e n t o to ta l de la pob lac ión n o c o m b a t i e n t e (los a lemanes , a p a r t e del frío a s e s i n a t o d e seis mi l lones de j ud ío s , l i qu ida ron en Rus ia casi o t r o s seis mi l lones de p e r s o n a s inocentes ) (17). Y los últim o s b o m b a r d e o s mas ivos de ingleses y a m e r i c a n o s s o b r e E u r o p a : el ya inút i l , p o r q u e Alemania e s t a b a ya vencida , b o m b a r d e o d e D r e s d e n , l levado a c a b o con 2.000 av iones dur a n t e c u a r e n t a y o c h o h o r a s , p r o d u j o 150.000 m u e r t o s .

¿ N o es l a m e n t a b l e que hoy las ge-

(17) Hoy lo reconocen honestamente los mismos alemanes. Y se enseña en la enseñanza oficial, v. gr.: para adolescentes de finales EGB, «Die Hitler Dictatur Deutschland», en Europa und die Welt, Zeiten und Menschen, Shroedel, Paderborn, 1966. Y al cumplirse los cuarenta años de la invasión de Rusia por Alemania el gran semanario de Hamburgo Die Zeit dedicó una impresionante crónica a los horrores y crímenes de guerra cometidos por los ejércitos nazis, «Die Blutigste Schacht; Vor vierzig Jariren am 22 juni 1941 begann Hitlers Krieg gegen dis Sowietunion, Die Zeit. Zeitmagaiin, núm. 26, 19 junio 1981. ¡Y a los jóvenes españoles, tanto los eclesiásticos como los servidores de Franco nos decían que se iniciaba, por fin, la gran Cruzada anticomunista...!

n e r a c i o n e s jóvenes «olviden» esa h i s t o r i a ?

E l r e s u l t a d o final de la I I G u e r r a M u n d i a l fue ron dos h e c h o s g rand io sos : u n o de t e r r o r y o t r o de esper a n z a , q u e de a lguna f o r m a inaugur a n u n a nueva e t a p a en la h i s to r i a .

El h e c h o de q u e el g r a n descubr i m i e n t o físico de la e s t r u c t u r a fina de la m a t e r i a ; la ecuac ión f amosa d e E ins t e in E = MC2 fue ap l i cada p o r el «p royec to M a n h a t t a n » a la c r e a c i ó n y u l t e r i o r l anzamien to sob r e H i r o s h i m a y Nagasak i de las p r i m e r a s b o m b a s nuc l ea r e s . H o y sab e m o s q u e fue un ges to t a n inút i l y g r a t u i t o c o m o el b o m b a r d e o de D r e s d e n , pues J a p ó n , d e s i n t e g r a d a s sus fuerzas , e s t a b a ya en p r o c e s o de p e d i r la paz.

Es ta a f i rmac ión ya s a b e m o s que es e x t r e m a d a m e n t e grave , pues d a al hecho un c a r á c t e r a l t a m e n t e mos-I ruoso y c r imina l . Pa rece que los «científ icos» qu i s i e ron q u e se limit a r a la acc ión a una s imple «demost rac ión» , p e r o los m i l i t a r e s —capit a n e a d o s p o r el b r u t a l genera l Graves, jefe ope ra t i vo del p r o y e c t o — n o ten ían esos e s c r ú p u l o s m o r a l e s y p re f i r i e ron «p roba r» el a r t e f a c t o en la c a r n e viva h u m a n a . Razones : « p r o b a r en serio» el a r m a , just i f i ca r as í el e n o r m e gas to , p r o b a r los «dos t ipos» (de u r a n i o y de p lu ton io) y «da r un aviso» a la I JRSS (18). !La lógica i r r ac iona l de la g u e r r a y de la c a r r e r a de a r m a m e n t o s !

E l h e c h o pos i t ivo fue la c reac ión de la o rgan izac ión m u n d i a l de las nac iones , que es un c o m p l e j o de ins-

(18) Testimonio de toda garantía en HEIMS, Steve J., John Von Neumann and Norbert Wiener from mathematics lo the tecnologies of Life and Death, Instituto tecnológico de Massachussets, 1980; KOLKO, Gabriel, The politics of Ward, New York, 1969. La obra citada sobre la Segunda Guerra Mundial, de Sir Basil Liddell Hart.

253

Page 127: Mision Abierta - Desafios Cristianos

tituciones sólidamente arraigadas y puede ser uno de los núcleos organizativos anunciados en el proyecto utópico de paz internacional propuesto por Kant.

Las mil guerras del siglo XX

Sin embargo, no cabe decir que la TI Güera Mundial creando la bomba nuclear y el sistema de los dos Bloques con su «equilibrio del terror» y su «sistema de disuasión» haya conseguido parar las «guerras convencionales». Estas han prolife-rado desde 1945 hasta el presente pasando del medio centenar de conflictos de muy diversa naturaleza. No tenemos espacio para analizarlos. Únicamente subrayar la enorme complejidad en las causas y ambigüedades de las motivaciones. En conjunto, parecen confirmar el pesimismo antropológico de los inna-listas de la agresividad violenta que definen al hombre como «animal predatorio». Ya vimos cómo no participamos de esta idea. Ha habido «las guerras de liberación» desde Argelia y Cuba al Vietnam y la Saharavis, etc. Reconocemos los valores humanos y la razón de este tipo de guerras (que podrían encajar en el tradicional concepto de «guerra justa»), pero en el modo no se han escatimado por ambos bandos en lucha las barbaries propias de toda guerra, por muy justa que sea (19). Después las intercru-

(19) Así, cuando vi la película La Batalla de Argel, de PONTECORVO, si me indignó la práctica sistemática de la tortura por el Ejercito francés también me asqueó la escena verdadera y terrible del atentado llevado a cabo por una bella joven árabe contra una cafetería llena de familias, niños, jóvenes que quedaron despedazados... ese tipo de horror es innecesario para ganar una guerra de liberación y no tiene legitimación alguna, ni siquiera eficacia estratégica. Naturalmente que

cíales zonas conflictivas, como el Medio Oriente, donde al conflicto fundamental, israel-árabes, se añaden las luchas fratricidas entre los mismos islámicos, como la absurda guerra entre Irán e Irak y el desplazamiento del Líbano. Nos guardaríamos de explicaciones demasiado simplistas de conflictos muy complejos. O esas otras lamentables guerras africanas donde resurge la componente de los conflictos tribales —reactivado por el egoísmo de los responsables— de la búsqueda de materias primas, como la guerra de Nigeria, seguida de un genocidio. Lo que es común a todas estas guerras «convencionales», pero no menos terrible es que dan el juego a uno de los mayores mercados del mundo actual: el tráfico y la venta de armas, pieza clave en la economía capitalista y soviética (20).

Las ideologías de la «guerra total» y la política imperialista de los Bloques

Que el hombre sea un «animal racional» y un «animal ético» se de-una conciencia ética, comprometida en una «guerra de liberación auténtica» como la de Argelia no razona en abstracto y debe asumir el espesor del conflicto de valores en una ética concreta. Pero hay limites insuperables y el fin nunca justifica medios monstruosos. Contra lo que puedan decir dialécticas hegelianas o leninistas, de Sartre o de Merlau-Ponty: para justificar lo injustificable, v. gr.: Stalin.

(20) Datos sobre venta de armas, en Atlas sobre el Estado del Mundo, por Ki-tmoN, Michael, y SEGAR, Ronald, Barcelona, 1982; MENAHEM, Georges, La Ciencia y la institución militar. El Eiército, el «sistema de fuerzas destructivas» y el desarrollo científico-técnico, Barcelona, 1977. Sobre «Las guerras del siglo XX» hay un documentado librito de la serie «temas clave», Salvat, Barcelona, 1981.

254

muestra por su mismo intento de «racionalizar» lo irracional y de justificar lo «injustificable»; en esta categoría entran las «ideologías legitimadoras de la guerra» —o sea, de esa violencia que enfrenta grupos institucionales con tendencia a la totalidad de la aniquilación del otro»—. Vamos a referir rápidamente algunas de las «ideologías clásicas de la guerra» para detenernos en analizar las más influyentes actualmente que son las cúpulas o superestructuras ideológicas que legitiman la estructura irracional de los «bloques» y su consecuencia: la carrera de armamentos.

Ya desde el siglo x n se inicia el desdichado confusionismo ideológico de las «cruzadas» y las «órdenes militares» que confunden esas dos cosas absolutamente incompatibles: la Cruz del Evangelio de la Paz y la Espada de la Guerra.

Esta confusión alcanza su máximo en la «era de hierro» de la Contrarreforma; de la violencia de la Inquisición y de las guerras de religión, que son dos formas de la misma traición a la esencia del Evangelio. Siglos xvi y XVII.

En el período de la secularidad a la ideología peligrosa del «Absoluto» legitimando las guerras santas «sucede otra ideología que encarna esta vez el Absoluto en algo que, en última instancia, es bastante relativo: la nación o nacionalidad, causa fundamental de las dos grandes guerras mundiales. Para el creyente no hay más que una imagen del Absoluto en el mundo: el hombre concreto y vivo, como dice el Evangelio en el gran texto del Juicio final (Mat. 25, 31-46).

En este período surge otra Abso-lutización de algo también valioso, en última instancia, relativo: la re

volución social que legitimaría así —como el falso absoluto de las nacionalidades— la liquidación de seres humanos vivos (el único absoluto real). Claro está que en este delicado punto, como ya indicábamos arriba, cabe utilizar el consejo de Lenin: saber distinguir en un análisis concreto la situación X de la situación Y que es absolutamente diferente. Así no se puede aplicar lo que resulta válido para el pueblo de China —o de Centroamérica sometido al bárbaro genocidio del hambre colectiva por unas oligarquías de mandarines o de déspotas— con situaciones totalmente diferentes de aquella Argentina de los años 60, España, Irlanda, Italia, etcétera, y que nos llevan a denunciar radicalmente la puiu ideología irracional de los Montoneros, lu lita, el Ira, o las Brigadas Rojas. Hl que se alimente de medios estudiantiles y católicos no es ninguna casualidad: en esos medios surgen más fácilmente la paranoia idealista de pérdida de contacto con lo real y la falsa «transferencia del Absoluto»; desde un catolicismo dogmatizado se transfiere fácilmente esa totalización rígida, que legitiman como en tiempos inquisitoriales, «el matar al hombre» a esos otros pseu-do-absolutos que son las nacionalidades o las revoluciones.

Pero las grandes ideologías de la guerra total que legitiman estruc-turalmente el callejón sin salida de los bloques son:

En el bloque occidental la doctrina militarista de la «seguridad nacional» que encuentra su máxima expresión en las dictaduras militares del Cono Sur, pero que van impregnando peligrosamente el resto de los llamados países «democráticos» que tienen por centro de su bloque el mayor poder de USA.

255

Page 128: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Curiosamente, el origen de esta ideología se encuentra en la Alemania de entre guerras, aunque tiene sus primeros gérmenes de idealización ultranacionalista de los «valores de la guerra» frente al desprecio de las democracias pacifistas en aquella olla podrida que fue el fantasmagórico Imperio de Centro-Hungría con su gran figurón trágico y grotesco, el Emperador Francisco José.

Allí se cuajaron las grandes figuras creadoras del mundo moderno: Mahler, Schoemberg, Klinke, Loos, Freud, Popper y tantos otros, y en el mismo terreno se recriaba Hitler, de extraña ascendencia probablemente eslava (21).

Tres glandes líneas van a converger en la creación de esta ideología de la guerra total.

1.a El ultranacionalismo germánico, la glorificación de la raza aria y su necesidad «geopolítica» de espacio vital. (Del Lebensraum de Ratzel al expansionimos militar de Hitler (22).

(21) Acerca de la Viena de fin de siglo, SLÍIOHSKIÍ, Curl E., Fin de siécle Vienna, Cambridge Univcrsity Press, 1981. Hay traducción española por Gustavo Gili, Bar-celonu, 1982: edición muchísimo más cara que la edición inglesa. (Cuando debía ser al revés.) ¡Y lucilo queremos que en España la genlc pueda leer I

(22) Sobre HilUí una magnltua biografía que incluye el contexto social, FliST, Joachim, Hitler, edición alemana, en ed. Propylecn, 1973, y ed. inglesa, en Peguin Books, London, 1982. El régimen llanquis-la ocultó al pueblo el Horror más grande de los dos mil años de nuestra era. De aquí el enorme impacto y la enorme sorpresa de la serie Holocausto. Para conocer las ideas de Hitler lo mejor es leer su propia obra Mein Kampl, editado directamente por la «zentral verlag» ...del Partido, Munich, 1937. Hay ediciones españolas que reparte Fuerza Nueva, Fuerza Joven y otros gropúsculos neo-nazis. A cualquier persona con un mínimo de

2." La ulterior teoría más refinada, pero igualmente brutal del gran teórico del Derecho Karl Schmidt, que desprecia los «valores decan-dentes de la democracia» y el «pluralismo partidista» y afirma la ecuación: Estado Nacional = poder de recurrir al Estado de Excepción (que suspende la Constitución; es el «Estado de necesidad» invocado por los defensores de los acusados del 23-F), necesidad de la guerra como demili-tación frente al Otro, que como enemigo absoluto contribuye así a for-

sentimiento y racionalidad humana la lectura de esta obra tiene que producirle un extremecimiento de horror. ¿Por qué no lo produce en cierto tipo de jóvenes educados en colegios religiosos? Para quien quiera conocer la ideología del Estado Nazi, obra fundamental (hoy rara), HANS FRANK, Dr., Nationalsozialistiches Hanbuch fiir Recht und Geselsgebung, Eds. del Partido, Munich, 1935. Colección de Documentos recogidos en Alemania de la postguerra, en libro de bolsillo; HOFFER, Walther, Der Nationalsozialismus Dokttmente 1933-1945, Ed. Fisher, 375.000 ejemplares vendidos en 1965. Sobre los «Campos de aniquilación»: el documento escrito por el mismo Comandante de Auswitz; Hüss, Rudolf, (no confundir con el otro Hess), Kommandatn in Auswitz, DTV Documente. Acaba de ser traducida al español. No añadimos más bibliografía sobre nazismo-fascismo por falta de espacio. La relación de la ideología de Hitler con la teoría militarista de la expansión del «espacio vital» puede verse en Mein Kamf (= Mi lucha), y un buen comentario sobre este tema de la ideología militar más monstruosa en el re-cientlsimo Historisches Worterbuch der Philosophie, editado por Joachim Ritter y K. Gründer, tomo 5, p. 146. «Claramente habla ya conocido Adolfo Hitler los conceptos del bio-racismo y de la expansión colonialista del pan germanismo y la doctrina "geopolítica" (del "espacio vital" FUf antes de la composición de su libro Mi Lucha.» No olvidemos la ominosa expresión de Brecht, No ha muerto el vientre que parió el Monstruo... (metáfora que significa que el fondo irracional humano puede volver a rebrotar, como volcán dormido.).

256

talecer la unidad del Yo colectivo nacional (23).

3.a Esta teoría más refinada especulativamente encuentra su expresión delirante, paranoica, pero extraordinariamente eficaz en su coherencia en las ideas del general alemán Ludendorf —que fue el último alto jefe del Estado Mayor germánico en la I Guerra Mundial—: en sus ideas se encuentran formuladas en su perfección como demuestra el sociólogo brasileño José Comblin (24)— los temas actuales de la «Seguridad Nacional». La personalidad de Ludendorf fue —como la de Hitler— la de un genio delirante que al final terminó loco. La estructura básica de esta ideología paranoica (pero fácilmente asimilable por militares sin formación cultural) es la legitimación de la guerra como el acto heroico supremo en que se expresa la plenitud humana. Es el acto necesario en que se constituye el Estado como expresión del Yo colectivo nacional que necesita oponerse al Otro. (Estado, Nación o Sistema de Estado) que debe para ello encarnar relativamente el Mal Absoluto. El Enemigo Absoluto, con el cual se está en guerra permanente —aunque sea por el momento «guerra fría»—. Consecuencia de ello es el predominio Absoluto de la casta militar, portadora de ese valor su-

(23) En España se tradujeron las obras más ideológicas, antidemocráticas y pronazis de Karl Scmidt (abogando la doctrina del «Estado de Necesidad» y de la Guerra Total) en ediciones del Instituto de Estudios Políticos (El concepto de política. Estudios políticos. Traducido por Feo. Javier Conde, 1941, y en la editorial RIALP: Interpretación europea de Donoso Cortés, Madrid, 1952.

(24) COMBLIN, Joseph, La Doctrina de la Seguridad Nacional, Salamanca, Sigúeme, 1978. (En el Documento de Puebla hay una denuncia de esa ideología militarista.)

premo que constituye el Estado y se prepara para lo que podríamos llamar el Estado permanente e infinito de Guerra. La militarización creciente de toda la vida social y cultural. La anulación del principio democrático de supremacía de la Constitución y de los derechos humanos. Es una vuelta real a la barbarie primitiva: La razón de la fuerza triunfa sobre la fuerza de la razón.

Pues bien, ese es el espíritu profundo que legitima el «Bloque Occidental» frente al riesgo del Otro que es el Mal Absoluto: el marxismo. Espíritu paranoico y bárbaro que tiende por su propia lógica a la creación de dictaduras militares, golpes de Estado y carrera imparable Je armamento.

Pero cu el Bloque oriental sucede sistcmálicurrirnlc lo mismo. No seamos ¡nucimos y usemos la razón crítica frcnlc a cualquier dogmatismo, sea eclesiástico o político, sea capitalista o soviético. Lo que fue originalmente una gran pasión ética de liberación humana y un ejercicio esforzado de Razón crítica al servicio de esa liberación (la obra original de Karl Marx) se convirtió por ubra de Engels, Lenin y Stalin y de un conjunto de circunstancias en una ideología dogmática y maniquea exactamente simétrica a lo que hemos descrito arriba que ve a la humanidad dividida esquizofrénicamente en dos bloques: el yo colectivo que posee la Verdad Absoluta (el mundo soviético) y el Mal Absoluto que son los otros (Occidente). Consecuencia: el crecimiento paralelo del miedo, la agresividad y la carrera armamentística.

Esta carrera armamentista del Bloque soviético no es sólo reacción de defensa «ante la creciente amenaza» del Bloque Occidental. Tiene —como los tiene el capitalismo— causas

257

Page 129: Mision Abierta - Desafios Cristianos

inmanentes en el fracaso socioeconómico, cada vez más claro del sistema burocrático del plan central. El fracaso económico. La crisis continua de la agricultura. El bajísi-mo rendimiento de la productividad (que es 1/3 del de los países desarrollados occidentales). El creciente disentimiento interno que ha «estallado» en Polonia desde la base misma obrera, pero que bulle en toda la extensión del Imperio Occidental (25), está llevando —en un curioso para-felismo simétrico con el Bloque Occidental— a una peligrosa expansión del militarismo con sus enormes riesgos internos y externos.

Guerra nuclear. Carrera de Armamentos. Militarismo. Pacifismo.

La Segunda Guerra Mundial, a pesar de la inmensidad de la destrucción y de llevarse hasta el último límite en ella la lógica irracional de la expansión totalizadora de la guerra, nos dejó el legado de una situación mundial profundamente contradictoria.

Examinemos algunas de estas contradicciones.

La guerra nuclear

La explosión de Hiroshima abre una nueva era, no sólo en la tecnología, sino en la calidad misma del hecho de la guerra e incluso en la misma estructura de la existencia

(25) La difícil situación actual del Estado soviético está analizada en el texto de gran garantía (y de ideología de izquierdas), «L'Etat du Monde», 1981, An-nuaire économique et géopolitique mon-dial, Ed. Maspero, París, 1982; «La crise du systeme soviétique», en Le Monde Diplo-matique, núm. 328, mayo 1982.

humana; es decir, plantea un problema no sólo bélico —sino en cierto sentido— «metafísico». Tal como lo definió en 1949 el filósofo alemán K. Jaspers. Es una problemática de contradicciones que llegan al límite del Absurdo y plantea, en consecuencia, un «pacifismo» de calidad nueva.

Desde el punto de vista bélico parece el producto del delirio de la razón militarista. Según tuvo la honestidad de reconocer Von Clause-witz, «el hecho de la guerra no puede tener lógica, sólo gramática»; no es más que la organización de lo radicalmente irracional. Aquí se llega, por fin, a ese sueño militar que es el Arma Absoluta, pero llegada al Absoluto, la lógica irracional de la guerra se anula a sí misma, porque ya no se puede usar. En Hiroshima estalla la contradicción del discurso militar. Un discurso contradictorio se anula a sí mismo demostrando su vaciedad, su sin sentido, su radical inhumanidad. En efecto, las dos Su-perpotencias que dividen esquizofrénicamente el mundo, tienen cada una tal arsenal de potencia destructiva nuclear que ya no la pueden usar. Destrucción al Otro, al enemigo absoluto, pero se destruirán a sí mismas y al resto del planeta, como postre. Algunos datos (dentro de la cautela que merecen informaciones reservadas y probablemente «por debajo» de la realidad) (26). USA cuenta con unos 1.500 misiles balísticos intercontinentales; con cabezas «termonucleares» (bombas de hidrógeno) con cargas superiores al Megatón (equivalente a mil millones de toneladas de TNT), es decir, mil veces, como mínimo, más potentes

(26) Datos sobre el número (aproximado) de misiles intercontinentales termonucleares, en el Atlas del Estado del Mundo, citado en nota 20.

258

que la bomba Hiroshima (que produjo 100.000 muertos), URSS cuenta con una cifra aproximadamente igual.

Vamos a citar algunos textos sacados de la última edición de la Enciclopedia británica; tienen la garantía que dicha Enciclopedia, editada hoy en Chicago no es nada sospechosa de izquierdismo. Al revés, dentro de su innegable calidad técnica es una clara muestra de la ideología del Establisment capitalista. Dice que el First Stricke an Relation: El primer ataque —y la inmediata revancha— podría producir 180 millones de bajas (casualties) rusas y 120 millones americanas (27). A partir de ese cálculo, dice el texto, «una guerra total (e. d. nuclear) se convierte así en una posibilidad sumamente dudosa pues resulta difícil el imaginar qué objetivos pueda tener una guerra que desencadena tal catástrofe (28), por eso... cualquier esperanza de terminar una guerra nuclear con algo que pueda parecerse a una victoria... ha pasado definitivamente (29). Sin embargo, añade el tema que, como veremos, sigue legitimando la absurdidez de la carrera de armamentos», al menos (el armamento nuclear) mantiene su valor de disuasión (30).

Pero este «valor de disuasión» que impele —en una simétrica locura paranoica a los Bloques, USA-URSS OTAN-PACTO DE VARSOVIA—, es el responsable de la segunda gran contradicción que examinamos: la carrera imparable de armamentos. Y además su efecto es esa «nueva situación exis-tencial metafísica» en que se encuentra la humanidad hoy: el llama-

(27) Enciclopedia Británica, 15 ed., 1979, Macropaedia, tomo 19, p. 568.

(28) Op. cit., p. 551. (29) Op. cit., p. 551. (30) Op. cit., p. 551.

do «equilibrio del terror» (31). Bien lejos, ciertamente, del ideal racionalista del siglo xvín cual «equilibrio de los Estados». Porque un equilibrio del terror mantiene al Sistema internacional por razones puramente negativas de un terror e inseguridad patente, sabiendo que el mismo equilibrio es doblemente inestable por las contradicciones imperiales e ideológicas Este-Oeste y las contradicciones de hartura-explotación-hambre Norte-Sur. Y un chispazo inesperado puede provocar el holocausto final.

En España, los medios de información franquista nos mantuvieron al margen de esta conciencia de peligro nuclear. Así, el Dictador con el soberano desprecio del pueblo que le caracterizaba permitió u los yanquis lo que ningún país ha tolerado. Que itistulai ¡ni sus grandes bases que son hoy objetivos primarios para los IBM termonucleares rusos al lado de grandes aglomeraciones urbanas: Madrid, Zaragoza, Cádiz y su bahía. Y no hay hasta el momento el menor intento de preparar al pueblo para una defensa pasiva (quizá porque saben que ya es inútil e imposible: son temas tabú para la TV del señor Robles Piquer, como todo lo que implique una crítica urgente, necesaria y radical de los desastres producidos por el régimen franquista).

La carrera de armamentos

Las cifras ya son conocidas. Los crecientes movimientos pacifistas, que tanto molestan al señor Reagan, al señor Pérez Llorca and Co. y

(31) Magnífica reflexión ético-metafísica sobre el infinito peligro de la Guerra Total Nuclear y la urgencia del Pacifismo, por el gran jurista italiano BOBBIO, Nor-berto, El problema de la Guerra y las vías de la Paz, Barcelona, Gedisa, 1982.

259

Page 130: Mision Abierta - Desafios Cristianos

que están prohibidos en la Rusia de Bresnef, los han hecho conocer. El escándalo absoluto consiste en que mientras se emplean 600.000.000.000 de $ en armamentos, una tercera parte de la humanidad está al borde del hambre (32). Y bastaría aplicar el 5 por 100 de lo gastado en armas para resolver los problemas más urgentes de las necesidades primarias de todo el hombre y de todos los hombres (expresión de la populo-rum progressio).

«Militarismo» frente a Ejército moderno

Ya hemos analizado las ideologías y los efectos políticos del «militarismo» en parágrafos anteriores. Sólo quisiéramos ahora llamar la atención de la necesidad de tener también en este tema unos criterios racionales y críticos sin caer en radicalismos adolescentes y simplistas. No identificamos el «militarismo» con la estructura y espíritu de los Ejércitos modernos integrados en la sociedad civil de los países verdaderamente democráticos. Como no identificamos necesariamente el «clericalismo» con el ejercicio —según el espíritu del Vaticano II— del ministerio apostólico. Son formas patológicas de servicios

(32) Los dalos lo» proporcionan hoy todas las organizaciones puclfistus, religiosas y laicas. Se pueden encontrar en el IV informe para el Club de Romu. Por el equipo Laszlo, Goals For Mankind, Lon-don, 1978, y el texto editado por la Unes-co-Sígueme, Mohammed Bedjaoui, Hacia un nuevo orden económico internacional, Salamanca, 1979. Sobre las organizaciones mundiales, un buen texto, VIRALY, Michel, L'organisation mondiale, París, 1972; MAHTAR M'BOW, Amadou, Le temps des peuples, París, 1982. Y el documentadísimo e inteligente trabajo de TAMAMES, Ramón, última edición de su Estructura económica internacional.

sociales que desde un punto de vista realista son, hoy por hoy, necesarios. Se trata de una visión desde una alternativa de paz que es utópica y al mismo tiempo realista. Las pre-tensinones de algunos gropúsculos pacifistas radicales que se declaran «antimilitaristas» —sin negar su buena voluntad un tanto adolescente— nos parecen irreales e incluso peligrosas en sus posibles consecuencias. Así, una de sus ideas o temas preferidos, el desarme total y unilateral —no seamos ingenuos—, llevaría estos efectos. Si España desarma «absolutamente» las Canarias —y ¿por qué no hasta Granada?— serían ocupadas inmediatamente por las fuerzas marroquíes o sahauríes bien pertrechados con armas modernas. Si Europa desarmara totalmente, ¿quién nos garantiza que los 25.000 carros de asalto del Pacto de Varsovia no llegaran —como Gude-rian— a las verdes praderas francesas en veinticuatro horas? Ya hemos visto las «tensiones internas militaristas» existentes por el Estado Soviético.

Lo que necesitamos es que el Ejército español salga de su ghetto medieval donde florecen extraños y arcaicos conceptos del «honor», ya que constatamos lo que ha dado de sí en las vergonzosas escenas del juicio del 23-F. Y que la parte sana del Ejército español comprenda la necesidad de una «modernización». No sólo técnica: ¡Ya incluso hemos pasado de la era del carro de asalto!, arma clave de la II Guerra Mundial. La guerra de las Malvinas nos reve-la algo que la guerra del Yom Kipur ya anunció: «los misiles cibernéticos pueden merendar toda la acorazada Brúñete con la facilidad con que nos comemos unos pinchitos en la taberna de Paco». Los carros de asalto sirven hoy, sobre todo, para

260

aplastar al pueblo, como dijo Allende, pero han dejado de ser —desde el hundimiento del Shefield por un Exocet, la clave de los Ejércitos. Y esta modernización técnica exige de nuestros militares un alto nivel universitario y una integración en la sociedad civil moderna. Por eso, nuestro pacifismo fundamental es utópico, pero también realista; reconocemos la necesidad —por un largo tiempo aún indefinido— de Ejércitos modernos cuyos hombres tengan un alto nivel de inteligencia, modernidad y sentido de responsabilidad.

La alternativa pacifista, hoy

Estamos ante una nueva situación cualitativa de la humanidad ante el fenómeno de la guerra y del problema de la paz. Por eso se multiplican en Europa los movimientos pacifistas. Creemos que son —como los movimientos ecologistas— una reacción muy profunda (yo me atrevería a llamarla metafísica) de la «especie humana» que presiente ya que las insensatas contradicciones actuales provocadas por dos causas que superponen sus efectos: 1." La lógica inhumana del capitalismo. 2.° La lógica maniquea de las ideologías del Enemigo Absoluto de los Bloques nos está llevando a una verdadera catástrofe terráquea.

Pero precisamente por la extrema gravedad de sus urgentes finalidades hay que procurar superar planteamientos simplistas, adolescentes, gropusculares. Hay que saber unir en una síntesis profunda la voluntad de utopía y el realismo histórico. En este sentido va la «Asociación por la Paz y el desarme», nacida al calor de la gran concentración por la paz en la Ciudad Universitaria de Madrid en el otoño de 1980. A

ella han dado su signatura hombres como Laín En traigo, Tovar, Ruiz Jiménez, Alberti, Caffarena... Hay que empezar a movilizar la juventud y sensibilizar ya a los niños ¡en el amor a la Vida!

Que se deje de gritar en este país tan cargado de sadismos religiosos y profanos ese insensato grito ¡viva la muerte! y se grite, sólo, ¡viva la vida!

La educación en el amor a la vida, que desde los inhumanos bloques de cemento creados por la especulación del suelo puedan los niños redescubrir en el espacio y tiempo escolar la flor —no de loto—, sino el geranio o la margarita y los ani-malitos grandes y pequeños...

La educación en los valores de la paz y de la creación, y que se les ayude a despreciar desde su interioridad responsable la miserable barbarie de las ideologías violentas, sean fascistas, etarras o «brigadis-tas».

Y las organizaciones pacifistas que vayan creciendo desde el barrio hasta los niveles internacionales. A este nivel internacional sabemos que hoy es utopía ilusa el desarme total e inmediato. La casa de la humanidad está hoy minada por todas partes. Frente a un sistema minado no podemos dejar manipular a unos chiquillos. Será necesario un proceso firme —pero realista— que vaya «desactivando las minas» al mismo tiempo que se van tendiendo puentes de diálogo y entendimiento entre Bloques y Naciones del planeta. El gran movimiento pacifista dirigido por un sentido de madurez y responsabilidad puede quizá el irnos acercando a la lejana y, sin embargo, ¡tan urgente! utopía de Paz universal.

261

Page 131: Mision Abierta - Desafios Cristianos

IV Pensamiento teológico crítico

Page 132: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JOSÉ GÓMEZ CAFFARENA

CONCIENCIA CRITICA MODERNA Y AUTOCRÍTICA CRISTIANA

«La crítica de la religión está, para Alemania, hecha ya en lo esencial y la crítica de la religión es el comienzo de toda crítica.» Al escribir estas palabras en 1843 enunciaba el joven Marx lo que pensaba ser un hecho, en orden a introducir su propia tarea histórica: pasar ya «de la crítica del cielo a la crítica de la tierra».

El creyente que hoy recuerda estas palabras a casi ciento cuarenta años de distancia tiene la perspectiva suficiente para encontrarles una gran lucidez. Era muy lógico que, tal como estaban implicadas las cosas en la cultura occidental, la crítica tuviera que comenzar por la religión cristiana. Y fue muy beneficioso para la humanidad que se hiciera esa crítica.

Ha sido también enormemente beneficioso para el cristianismo. Por

supuesto, no todo ni mucho menos era válido en las críticas filosóficas que Marx asumía. La religión iba a salir de tales críticas mejor parada de lo que Marx pensaba. Muchas otras vendrían después, más reducidas, pero más certeras: de las ciencias naturales, de las ciencias históricas, de la psicologia y la sociología. Siempre con una mezcla de válido y no válido, necesitadas ellas mismas de crítica. Pero lo esencial era el principio de que el conjunto de creencias y prácticas que forman la «religión» se somete a crítica, y eso ayuda a reorientar —y a criticar— la crítica.

Lo lamentable de lo ocurrido en el siglo que siguió a la reflexión del joven Marx es que no se entablara ese verdadero diálogo crítico, sino que dominara el tono de acre polémica. Lamentable para la humani-

265

Page 133: Mision Abierta - Desafios Cristianos

dad. Porque hubiera sido de desear que se hubieran más pronto transferido energías (como Marx proponía) a la crítica de la economía política liberal, de las filosofías extrapoladas, de la técnica deshumaniza-dora, de todos los reductos de viejos fanatismos que son fuente de alienación para los humanos.

Gran parte de la culpa debe atribuirse a la acrimonia sectaria de los críticos de la religión. Pero el creyente de hoy tiene que añadir que también corresponde parte de culpa a la falta de apertura mental del conjunto eclesiástico, con raras excepciones.

Es penoso apreciar, en concreto, cuánto ha tardado en reconocerse por parte católica el principio de la crítica. En realidad, sólo en 1965 se ha dicho algo positivo global desde la máxima autoridad: «Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica (a la religión) de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos, exigiendo cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe...» (Gaudium et Spes, núm. 7).

La impresión que da el catolicismo de la segunda mitad del xix y primera del xx es la de un enorme ghetto, en el que voluntariamente se fueron recluyendo los creyentes, acosados por la fobia ambiental. Segregaron una fuerte «coraza intelectual» para inmunizarse ante la critica; un mecanismo sociológico muy comprensible en una secta se unía así paradójicamente a la voluntad de mantener la permanencia de la unidad religiosa masiva. El resultado, a la larga, se fue mostrando más nocivo para los enclaustrados que la abierta persecución. Poco a poco los espíritus más avisados presintieron el peligro de muerte por axfisia cultural y se fue gestando entre do

lores la convicción de que había que salir, aceptar, dialogar, dar y recibir, enriquecerse de nuevas verdades. Es lo finalmente expresado en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo, aquella en la que —cuando todavía estaba en germen— vio el papa Roncalli la esencia del Concilio que había querido. Pero era ya 1963. ¿Por qué tan tarde?

Hay razones que parcialmente excusan ese retraso: comprensible inercia tradicionalista del cuerpo eclesiástico, rapidez extraordinariamente acelerada del cambio cultural, ausencia de talentos excepcionales, reacción provocada por la presión desmedida de la crítica anticristiana. No carecen de peso. Pero contentarse simplemente con excusar conduce sólo a eludir la única actitud sana de cara al futuro. Esta es la de asimilar la crítica en forma de fecunda autocrítica, desde la que quepa después honestamente criticar todas las otras instancias culturales.

Dos ejemplos concretos

De entre tantos casos que evidencian el retraso pernicioso en la asimilación de la crítica, elijo dos particularmente claros y significativos. El primero se refiere a la intolerancia con la teoría científica evolucionista. Hubieron de transcurrir casi cien años desde la publicación de El origen de las especies (1858) para que en la encíclica Humani Generis (1950) declarara Pío XII que tal teoría podía ser aceptada (con muchas cautelas) por un católico; y aun entonces, puso un límite que quitaba mucho de la verosimilitud a la concesión al añadir que «no había igual libertad para admitir el poligenis-

266

mo» (Denz. 3028), es decir, que sólo podía admitirse la teoría evolucionista añadiendo que la hominizacion se había realizado en una sola pareja.

Los católicos que hoy trabajan en ciencias naturales, en filosofía, en teología, en exégesis bíblica, con el presupuesto evolucionista como si no ofreciera ninguna dificultad, y que gozan así de una paz en la fe que no pudieron gozar sus antecesores de las inmediatas generaciones, harían bien en recordar los sufrimientos de los hombres que, en esas generaciones, tuvieron que ser desgarradamente pioneros de una autocrítica por hacer —de la superación de un importante pedazo de «visión mágica del mundo»—. No es sólo un deber de justicia y de honestidad intelectual, sino, sobre todo, el único modo de hacer por que las situaciones no se repitan en otros puntos.

Pero el ejemplo más importante —y que estimo esencial recordar—, es el que concierne a las intervenciones de la Comisión Bíblica Pontificia. Constituida en 1902, publicó entre 1905 y 1915 catorce series de «respuestas» (a las que vino a añadirse, ya sin ese género, otra declaración en 1933). Las «respuestas» son, generalmente. Sí o No a preguntas hábilmente preparadas sobre la postura obligada del exegeta católico ante presuntos avances de las ciencias históricas. (Con la mayor obviedad omiten el circunloquio de la licitud para dictaminar sobre las cuestiones mismas).

Se puede decir sin exageración que el conjunto de esas respuestas es la antítesis de lo que hoy se enseña como más normal en las Facultades católicas. Dada la seriedad de esta afirmación, me parece no es ocioso hacer una detallada recensión para

que el lector lo pueda apreciar por sí. Abrevio; omito sólo ciertas cuestiones cuyo mismo planteamiento resultaría hoy obsoleto:

— No se puede admitir que los libros bíblicos tenidos por históricos no lo sean total o parcialmente, sino sólo en la apariencia; salvo el caso (que no debe temerariamente admitirse) en que se pruebe que el autor sagrado quiso hacer parábola o alegoría (1905, Denz. n. 1980).

— Los argumentos acumulados por la crítica no dan derecho a afirmar que el Pentateuco no tiene por autor a Moisés (sino que hubiera sido construido desde fuentes en su mayor parle posteriores a la edad mosaica). Aunque no es tampoco necesario mantener que Moisés escribió cada cosa de su mano o la dictó a un amanuense; puede permitirse la hipótesis de que encomendó a otros el redactar fielmente lo que él había concebido bajo divina inspiración; con tal que se mantenga que nada escribieron contra su voluntad y la obra total se difundió con su aprobación. Pudo él mismo tener fuentes escritas anteriores. Y pueden haberse producido posteriormente alarmas modificaciones de su texto (1906, D. 1997-2000).

— Está plenamente demostrado que Juan el Apóstol y no otro, es el autor del cuarto Evangelio. Las dificultades de su comparación con los otros tres se resuelven por la diferencia de tiempo, finalidad y destinatarios. No se puede decir que los hechos narrados en el cuarto Evangelio no sean históricos, ni que los discursos que se ponen en labios del Señor sean composiciones teológicas del evangelista (1907, D. 21102112).

— No se puede enseñar que los vaticinios que se leen en el libro de Isaías no sean vaticinios verdaderos, sino conjeturas hechas con natural sagacidad. Tal opinión no sería concordable con la común doctrina de los Santos Padres de que

267

Page 134: Mision Abierta - Desafios Cristianos

los profetas predijeron cosas que sólo siglos después acaecerían. El hecho de que la segunda parte del libro de Isaías parezca dirigirse a los desterrados para consolarlos no es argumento para quitar su paternidad a Isaías, muerto mucho tiempo atrás. Tampoco basta para ello el argumento filosófico. Ni acumulados valen los argumentos para demostrar que todo el libro de Isaías no sea de solo Isaías (1908, D. 2115-2119).

— Carecen de sólido fundamento los sistemas exegéticos excogitados para excluir el sentido literal histórico de los tres primeros capítulos del Génesis. No se puede decir que no contengan narraciones de cosas acaecidas realmente, sino, o bien — mitos paganos purgados de politeísmo, o bien símbolos presentados como historia, o bien leyendas sólo parcialmente históricas compuestas para edificación. En espeical, no se puede poner en duda el sentido literal histórico en lo relativo a hechos que tocan los fundamentos de la religión cristiana, como son: la creación universal, la peculiar creación del hombre, la formación de la mujer a partir del hombre, la unidad del género humano, la felicidad original en el estado de justicia, el precepto divino como prueba, la trasgresión bajo sugestión del diablo en figura de serpiente, la caída del estado original, la promesa del futuro Reparador. No es, en cambio, necesario tomar literalmente cada palabra y cada frase. Se puede incluso intentar útilmente la interpretación alegórica de algún que otro pasaje. No hay que pretender que el lenguaje de estos capítulos sea científico. Y los «días» de la Creación se pueden tomar, sea en sentido estricto, sea en sentido amplio, como lapsos de tiempo (1909, D. 2121-2128).

— No es necesario tener a David por único autor del Salterio. Pero, cuando no hay razón grave en contra, no pueden ponerse prudentemente

en duda las atribuciones de los títulos hebreos. No se puede prudentemente negar que David es el autor principal, o, al contrario, afirmar que pocos salmos son suyos; o que no lo son aquellos salmos que en el Nuevo Testamento se citan a su nombre. No se puede sostener como probable la opinión que hace no pocos salmos posteriores a los tiempos de Esdras, o incluso del tiempo de los Macabeos. Hay que reconocer que muchos salmos son pro-féticos y mesiánicos y hay que rechazar totalmente la opinión de los que mantienen que tales salmos se refieren sólo a la futura suerte del pueblo elegido (1910. D. 2129-2136).

— Se puede y se debe afirmar con certeza que el autor del primer Evangelio es Mateo, el apóstol de Cristo. Está bien fundada en la tradición la opinión de que fue el primer Evangelio escrito y en su lengua. No se puede retrasar su redacción hasta después de la destrucción de Jerusalén. Ni probable siquiera es la opinión de que Mateo habría compuesto solamente una colección de dichos de Cristo. Se puede probar ciertamente que nuestro actual texto griego es idéntico con el original. No es admisible que la intención apologética del autor haya alterado lo narrado de modo que no sea conforme con la verdad histórica. En particular deben tenerse por carentes de sólido fundamento las dudas sobre la autenticidad histórica de la genealogía y las narraciones de la infancia, así como ciertos pasajes cargados de significación dogmática (primado de Pedro, la forma del bautismo, la profesión de fe de los discípulos en la divinidad de Cristo) (1911, D. 2148-2154).

— Múltiples razones fuerzan a afirmar que Marcos y Lucas son los autores del segundo y tercer Evangelio, respectivamente. No valen las razones de los críticos contra la canonici-dad y autenticidad marciana de los últimos doce versículos del segundo

268

Evangelio. Tampoco se puede dudar de la canonicidad e inspiración de las narraciones lucanas de la infancia de Cristo. No se puede dejar la opinión tradicional que pone los Evangelios de Marcos y Lucas como posteriores al de Mateo; aunque sí podrían ser anteriores a su traducción griega. Tampoco se puede retrasar su redacción hasta el tiempo de la destrucción de Jerusalén por el hecho de que en Lucas la profecía del Señor sobre la destrucción aparezca más determinada. Se debe más bien afirmar que Lucas escribió su Evangelio antes que los Hechos de los Apóstoles, cuya redacción termina al final de la cautividad romana de San Pablo... (1912, D. 2155-2163).

— Es lícito a los exégetas disputar sobre la tradición sinóptica, oral y escrita, con tal de observar rigurosamente todo lo anteriormente dicho. No observan eso los que abrazan la hipótesis vulgarmente llamada «de las dos fuentes», que no tiene en su favor testimonio de tradición ni ningún argumento histórico (1912, D. 2164-2165).

— Hay que tener por cierto que los Hechos de los Apóstoles fueron escritos por Lucas el evangelista, como único autor y terminados hacia el fin de la primera cautividad romana de San Pablo; y asimismo que gozan de plena autoridad histórica (sin que obsten ni la disminuyan las narraciones de acaecimientos extraordinarios) (1913, D. 2166-2171).

— Se debe tener por cierto que las cartas pastorales están escritas por el mismo San Pablo. No vale la hipótesis de fragmentos recopilados después, que no cuenta con ningún argumento probable a su favor; ni debilitan lo dicho los argumentos de estilo o de contexto que se suelen aducir (1913, D. 2172-2175).

— No es lícito dudar de que la Carta a los Hebreos es genuina de San Pablo. Se puede, salvo ulterior juicio de la Iglesia, pensar que de tal

modo es autor que la concibió y expresó, pero no necesariamente le dio la forma que ahora tiene (1914, D. 2176-2178).

— No se puede admitir que San Pablo o los otros apóstoles hayan expresado en sus cartas sentimientos propios equivocados en cuanto al tiempo de la Parusía. Es menester afirmar que San Pablo nada dijo en sus escritos que no concuerde perfectamente con la ignorancia del tiempo de la Parusía que Cristo proclamó era propia de los hombres (1915, D. 2179-2181).

Pienso que, para cualquiera familiarizado con los estudios bíblicos católicos de hoy, está de más todo comentario particularizado. Por el contrario, no está de más, sino que es absolutamente necesaria, una aclaración sobre el sentido que en mi artículo tiene el largo extracto que acabo de hacer.

En la pluma de un no católico ese extracto iría fácilmente dirigido a poner a la Iglesia en la picota. Por eso, para un católico que escribe para católicos, el traerlo a la memoria es profundamente doloroso. Pero se trata de un dolor ineludible y fecundo. Es algo que hay que hacer por amor a la Iglesia. Que en mi caso, desde luego, brota de entrañable amor a la Iglesia. Amor comprensivo hacia la Iglesia del pasado. Y amor solícito por el bien de la Iglesia del futuro —la única que depende de nuestro amor de hoy y la única hacia la que, por tanto, podemos tener amor eficaz.

Cuando he dicho «amor comprensivo» de la Iglesia pasada, he pensado en primer lugar en los católicos pioneros que sufrieron por las actuaciones del magisterio. Aunque se reconocía que se trataba de actos de «magisterio ordinario» no infalible, se advirtió en 1907 que «los que

269

Page 135: Mision Abierta - Desafios Cristianos

de palabra o por escrito se opusieran a las sentencias (de la Comisión Bíblica) no podrían evitar la nota de desobediencia y temeridad ni, por tanto, dejar de incurrir en culpa grave» (D. 2113). Sería larga la lista de los «Galileos» de todo este oscuro tiempo. Comprensión también es razonable pedir, aunque no pueda ser simple aprobación, para el mismo magisterio romano. No estaban entonces muchas cosas claras como hoy lo están. (Aunque tampoco estaba todo tan oscuro; y sólo un deseo de seguridad n ultranza, no muy cristiano, dictó aquellas soluciones.)

Por eso mismo hay que añadir aún algo mas, también doloroso. Cuando finalmente han cambiado las cosas y se ha dado la razón a los pioneros, ¿por que no se han escrito palabras autorizadas de formal y explícita rectificación (o de lo concreto o de que no debió hablarse de lo concreto)? Pienso de nuevo en primer lugar en las respuestas de la Comisión Bíblica. Y pienso que la tímida y sibilina retractación que representa la carta de Vosté al Cardenal Suhard en 1948 (D. 3002) no es suficiente ni en el fondo ni en la forma. El primer deber que, sin duda, tiene todo católico con respecto a los documentos del magisterio eclesiástico es el de tomarlos en serio. ¿Ayuda a tomarlos en serio el que primero se los prodigue cargados de prohibiciones y amenazas, y después simplemente se diga que hay que saber leerlos, se los disimule y se trate de que se olviden? Supongo que se ha temido «el escándalo de los sencillos» si se reconocía más explícitamente que estuvieron equivocados. Pero ese escándalo llega también de todas maneras cuando se enteran a hurtadillas, como creo que los pastores de almas podrán confirmar. Y los maduros, esos

que hay que desear vayan siendo mayoritariamente los católicos, han recibido un daño mucho más real: cada vez hacen ya y harán menos caso del magisterio; no disentirán con dolor, simplemente lo ignorarán.

Pero pasemos ya a pensar las condiciones de otra postura, la que asume la crítica.

Filosofía de una autocrítica cristiana

«La verdad no puede estar contra la verdad.» Esta aparente perogrullada —tautología banal si no se cuenta con la compleja polisemia del término «verdad»— ha servido más de una vez a los cristianos del último siglo y pico para definirse ante el desafío de la nueva cultura. Pero con matices relevantemente diversos. Creó oportuno centrar a su alrededor lo que queda de mis reflexiones sobre la autocrítica cristiana.

Hay que comenzar destacando los presupuestos implícitos de cualquier interpretación que dé sentido a esa frase:

a) un grupo humano (la Iglesia Católica) se sentía en posesión pacífica de «la verdad»;

b) aparecen fuertes e inesperados competidores;

c) la reacción defensiva tiende inicialmente a decretar que no traen sino falsedades;

d) se percibe la conveniencia de matizar más: lo que tengan de verdad es de otra esfera, por lo que sería un malentendido tomar el enfrentamiento como fatalmente frontal; cabe evitarlo.

270

Pero, supuesto ese fondo común, las acentuaciones pueden todavía variar muy ampliamente.

Cuando la Constitución Dogmática De Fide Catholica del Concilio Vaticano I (1870), en su capítulo 3.° sobre la fe y la razón, dice literalmente la frase (Denz. 1797), las consecuencias apenas son más condescendientes con el disenso de la cultura moderna respecto al catolicismo de lo que hubieran podido ser sin tal prólogo. Se reconoce, sí, formalmente el derecho a la investigación científica y su libertad; pero para concluir que será falsa aquella afirmación pretendidamente científica («invento de opinión tomado por pronunciamiento racional» se dice literalmente) que contradijera lo previamente tenido por verdad revelada. Todo se hubiera podido decir exactamente igual en el prólogo de la condenación de Galileo.

Poco después de lo citado leemos que la Iglesia no prohibe que las artes y ciencias humanas «gocen de sus propios principios y de su propio método cada una en su propio campo». Pero todo queda en concesión; incluso gramaticalmente es así en la frase posterior, a la que va el acento: «Pero, reconociendo esta justa libertad, procura cuidadosamente (la Iglesia) no ocurra que, contradiciendo (las artes y ciencias) a la divina doctrina acojan errores o, trasgrediendo sus propios límites, invadan y perturben el campo de la fe» (D. 1799). Todo está predefinido y uno se pregunta en qué queda la «justa» libertad.

En la Constitución Pastoral Sobre la iglesia en el mundo del Vaticano II podemos apreciar un cambio bastante sustancial del espíritu. Se cita el último pasaje aludido del Vaticano I, pero sólo en lo que era prótasis concesiva, omitiendo la apó-

dosis restrictiva; y subrayando la idea: «Reconociendo esta justa libertad, la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana y especialmente la de las ciencias» (Gaudium et Spes, 59).

Lo más importante del cambio se ve por las consecuencias que se extraen: Se exhorta a estudiar «las nuevas ciencias y doctrinas, los más recientes descubrimientos...». Para los que se dedican a las ciencias teológicas la palabra de orden es «colaboración con los hombres versados en otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de vista». «Para que puedan llevar a buen término su tarea, debe reconocerse a los fieles, clérigos y laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer con humildad y fortaleza su punto de vista en los campos de su competencia» (62). Esto ya, ciertamente, no hubiera podido figurar en el prólogo de la condena de Galileo.

Aun ahora quedan nubes sin disipar (quizá adivinables en la permanencia del impreciso adjetivo «justa»). No dice el Vaticano II qué va a ocurrir cuando alguien vea como verdadero algo que no le resulte a la autoridad de la Iglesia compatible con el modo cómo estime en aquel momento la verdad revelada. Probablemente todavía les aguardan a los Galileos del presente y del futuro bastantes tragos amargos. (¡Los últimos indicios hacen cercana esta sospecha!) Pero, para la velocidad de maniobra histórica hasta ahora mostrada por la autoridad eclesiástica, lo avanzado en las dos últimas décadas es realmente extraordinario.

El mensaje de la aparente perogrullada «la verdad no puede estar contra la verdad» se ha reinterpre-tado, de hecho, desde una nueva lógica: puesto que la verdad no puede

271

Page 136: Mision Abierta - Desafios Cristianos

estar contra la verdad, búsquese honradamente la verdad donde quiera que pueda estar, búsquese con confianza y sin demasiados prejuicios. Al final, y aunque entre tanto hayan surgido problemas y dudas sobre muchos puntos, la verdad cristiana no sólo no habrá perdido, sino que saldrá depurada y enriquecida. ¡Una lógica mucho más coherente con una fe serena!

Puesto que de reinterpretación se trata, y puesto que el nuevo camino hacia la verdad se habrá de hacer ahora interpretando, podemos llamar «.hermenéutica* a la nueva actitud. Hemos de considerar sus presupuestos.

Un primer presupuesto es, indudablemente, el discernimiento de competencias, hoy más neto que antaño. Cuando el Vaticano I temía (como vimos) que las ciencias trasgredieran sus propios límites, no decía ningún despropósito. En el mare mag-num ideológico del siglo xix los límites estaban realmente confusos. Lo que no era correcto era el establecer unilateralmente los límites, proscribiendo a priori como extrapolado todo aquello en que las ciencias plantearan un conflicto. Hoy el discernimiento de competencias se va haciendo ante todo por auto-limitación y autocrítica de ambos lados. Los científicos y los metodó-logos más serios son todo lo contrario de arrogantes. Los eclesiásticos también van entrando por ahí.

Pero este discernimiento de competencias, si bien es condición necesaria de la nueva actitud hermenéutica, no es su condición suficiente. Hay que reconocer que, por más que se tracen límites de competencia, surgirán problemas. En parte porque no hay límites perfectamente definibles. En parte porque, incluso donde teóricamente los haya, pue

den no aparecer en un momento dado. Más concretamente, porque, de hecho, se parte de tomas de postura adoptadas previamente a la clarificación. No era claro en el siglo xvii dónde estaban los límites de la astronomía ni los de la exége-sis bíblica. Tampoco en otros muchos puntos podemos decir lo sea hoy ni podemos presumir lo vaya a ser mañana.

Por ello, es menester tomar en consideración otros presupuestos, quizá menos netamente circunscri-bibles. En materia delicada y difícil, valga lo siguiente a título de ensayo y sugerencia (evidentemente incompleta y rudimentaria):

Un presupuesto implícito en la nueva interpretación sería el siguiente: la verdad que el cristiano profesa en su fe no es de tal manera asi-ble y materializaba en fórmulas que pueda decirse: aquí está de una vez para siempre, completa y definitiva. Si con ninguna otra «verdad» auténtica cabe hacer eso, con la referente al Dios Infinito menos que con ninguna. Serían innumerables los textos cristianos de casi todas las épocas —la excepción mayor sería la crispada del final del siglo pasado y comienzos del presente— que habría que citar si quisiéramos mostrar cuan consciente se ha sido de esta insalvable distancia entre lenguaje humano y «verdad» religiosa.

Es menester aclarar que eso no se opone a la convicción, que también encontraríamos en el cristianismo desde muy antiguo, de que el magisterio eclesiástico puede y debe prescribir fórmulas para la confesión de fe, fórmulas que garanticen la unidad de la confesión. Y no hay que olvidar que esa confesión es una proclamación de verdad. Pero no hay oposición, porque nunca se ha añadido que tales fórmulas —in-

272

cluso cuando llegan a ser universal-menté vinculantes y, por consiguiente, piden ser tenidas como «infalibles» en su verdad:

1) agoten (cuantitativa ni cualita-tativamente) la verdad,

2) ni la expresen del mejor modo posible,

3) ni conserven plena actualidad e inteligibilidad para cualquier estadio cultural futuro (lo único que eximiría de buscar siempre mejores y más aptas),

4) ni, sobre todo, que no pidan la hermenéutica personal de cada creyente —a quien se pide no que las repita maqui-nalmente, sino que las haga auténtica y honestamente suyas—. «Al entrar en la Iglesia (he oído dijo una vez el papa Wojtyla) nos piden que nos quitemos el sombrero, pero no la cabeza.»

Acostumbrados hasta muy recientemente a tomar maquinalmente las fórmulas, no formados para la hermenéutica, nos va a costar aún bastante la asimilación fecunda de la crítica. En el marco de este artículo no es posible sino señalar la urgencia del tema. Hay que abrir un largo debate sobre él.

Sólo querría añadir que considero esencial en ese debate el establecimiento de un estatuto de la teología y del teólogo. Si el magisterio es el carisma de servicio a la unidad de la confesión —lo que tenga de doctrinal es todo para la confesión de fe y la comunión en ella—, la teología es el carisma de servicio a la hermenéutica y sus condiciones. La labor del teólogo no cae fuera del ámbito de la autoridad eclesial; pero

de ningún modo puede reducírsela a hacer de portavoz o legitimador del magisterio eclesiástico. Si eso ocurre —como ha tendido a ocurrir en el período a que me he referido—, se destruye el órgano nato de la autocrítica eclesial, sufre el espíritu hermenéutico, se incide en fanatismo.

Sería de desear que tuviera pronto lugar una especie de «asamblea conjunta» de obispos y teólogos para el establecimiento consensual del aludido estatuto; que llevaría consigo la correlativa precisión del estatuto del magisterio. Si el experimento tuviera éxito, la asamblea podría institucionalizarse. Esto no es negar la preeminencia del magisterio en el ámbito de la fe; sino sugerir se busque una articulación que no destruya la autenticidad del carisma teológico. Para evaluaciones periódicas de la labor teológica quizá sería —en cualquier caso— más oportuno el Sínodo de los Obispos que la «Congregación para la doctrina de la fe». Y para la autocrítica y depuración interna de la misma teología podrían potenciarse las atribuciones, libertad y representatividad, de la ya existente Comisión teológica internacional.

A los teólogos debería pedírseles disciernan bien su labor, sin invadir la catequética más directamente dependiente del magisterio. Aunque habría también que cuidar que los catequistas estudien seria teología, para que puedan ayudar a cada fiel a hacer la hermenéutica que sea necesaria a su fe.

273

Page 137: Mision Abierta - Desafios Cristianos

LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL SANTABÁRBARA

LA PLATAFORMA CULTURAL DE LA EVANGELIZARON

Hace mucho tiempo unos hombres comerciaban, otros guerreaban y casi todos hacían el amor. Pero no tenían noticias de Dios.

Es verdad, como dice el prólogo de Juan, que la Palabra existía eternamente junto a Dios, pero nadie la oia. Un día decidió hacerse oir, y aprendió a hablar en arameo, vistió ropas hebreas y utilizó la cultura judaica corno vehículo de expresión.

Pero claro, el mundo no se reduce a Palestina, en seguida fue necesario hacer resonar también la Palabra de Dios en griego y en latín; más tarde en las lenguas romances... y en quechua.

Hasta hace poco creíamos que para anunciar la Palabra de Dios en otra lengua distinta bastaba que los misioneros pasaran antes por una buena academia de idiomas. Pero el cristianismo parecía siempre extranjero. Hasta que descubrimos que había que inculturarlo en los países de misión

y abandonar las formas culturales de occidente.

Se trata ahora de tomar conciencia de que también en los países occidentales hace falta una incultura-ción semejante, anque en este caso no venga urgida por la distancia espacial, sino por la temporal: La fe cristiana sigue expresándose todavía en una cultura que ha sido abandonada ya por la mayoría de los españoles. Como dice Rahner, la Iglesia «debería cavilar un poco sobre cómo haya de configurar su vida y su mensaje, para no deparar ya a los hombres de hoy y a los de mañana que viven ya hoy, más dificultades en su asimilación de las que ya hay en la misma naturaleza de las cosas» (1).

El objetivo de este artículo es analizar los rasgos principales de la cul-

(1) KARL RAHNER , El cristianismo y el «hombre nuevo». Escritos de Teología, t. 5, Taurus, Madrid, 1964, p. 174.

274

tura actual. Obviamente, soy consciente de que hay un pluralismo suficientemente amplio como para que resulte sospechoso hablar de «la» cultura actual; pero creo que ese pluralismo no debería ocultarnos la existencia de una cultura hegemónica cuyos principales rasgos son:

1. Secularización. 2. Positivismo. 3. Liberalismo político. 4. Liberalismo económico.

Naturalmente, inculturar la fe no supone tener que dar por buenos, en bloque, todos los contenidos de la cultura en cuestión. Supone, sí, asumir todos y cada uno de los elementos que resulten válidos para anunciar la llegada del Reino de Dios, pero llamando a conversión lo restante. Por lo cual no me limitaré a describir asépticamente la cultura actual, sino que procuraré discernir también sus valores y contravalores.

Secularización

En las sociedades sacralizadas todo guardaba relación con la esfera de «lo totalmente otro». Dios intervenía constantemente en la vida de los hombres, y éstos eran conscientes de ello: De El venía la salud y la enfermedad, la vida y la muerte, las buenas cosechas y las condiciones climatológicas adversas... Situaciones todas ellas que se intentaban modificar antiguamente mediante la magia y más tarde mediante la oración.

Además, junto a Dios había lugar también para otros poderes misteriosos: ángeles, demonios, «meigas», que, como dicen en Galicia, «yo no creo en ellas, pero haberlas, haylas».

En esas sociedades sacralizadas los reyes gobernaban en nombre de Dios y, en consecuencia, eran ungidos con óleo igual que los sacerdotes. Francia tenía incluso el privilegio de que dicha unción iba unida a un milagro porque el óleo bajaba directamente del cielo traído según unos por un ángel, según otros por una paloma, y según lo más conciliadores por un ángel en forma de paloma.

Ni que decir tiene que cuando se ejercía el poder político en nombre de Dios, cualquier oposición contra la autoridad establecida equivalía o bien a un sacrilegio, como definió el Sínodo de Hohenalter (916) o, al menos, próximo al sacrilegio, según la tesis de Juan de Salisbury. La fe religiosa común era una pieza clave para mantener la cohesión social.

De hecho, también la división de la sociedad en estamentos aparecía sacralizada por el principio «como en el cielo, así en la tierra». Según el Pseudo Dionisio Areopagita, igual que existe una jerarquía celestial (serafines, querubines, tronos, dominaciones...) debe existir una jerarquía social (emperador, reyes, príncipes, duques, marqueses... y así hasta los siervos). No debe extrañarnos que los intentos de subvertir el orden establecido adoptaran en seguida la forma de movimientos heréticos (taboritas, Müntzer, etc.).

En cambio , el hombre secular ha llevado a cabo un «desencantamiento» (2) del mundo: las enfermedades son producidas por causas puramente naturales que estudia la patogenia, la

(2) El término ~«entzauberung*— procede de MAX WEBER, El político y el científico, Alianza, Madrid, 5" ed.. |979, pp. 200 y 206. El autor de la versión castellana ha preferido traducirlo por «desmagificación».

Page 138: Mision Abierta - Desafios Cristianos

autoridad se funda tan solo en la razón, los proletarios no lo son por derecho divino, sino por mecanismos económicos, etc. En resumen: Dios deja de ser una realidad omnipresente. «Dios en el cielo y yo en la tierra», venían a decir los ilustrados del siglo XVIII. No negaban la existencia de Dios, pero lo convirtieron en un ente impersonal y lejanísimo que, después de haber creado el mundo, se limita a contemplarlo sin i tervenir en él. Un Dios, que según el dicho de Voltaire, «reina, pero no gobierna».

Quienes optaron por prescindir de ese Dios, que cada vez parecía menos necesario, pudieron hacerlo sin convertirse por eso en desviados sociales. Y quienes prefirieron seguir creyendo, dado que la sociedad como tal habia prescindido de Dios, tuvieron que hacerle un hueco en su vida privada. Las Iglesias ya no se valoran hoy, como antaño, por su utilidad social, sino por sus beneficios psicológicos (la «paz del espíritu», etc.). Y, de hecho, se considera poco «pertinente» que se pronuncien en cuestiones socio-políticas (3).

No todos los sociólogos comparten este diagnóstico Hace unos años Greeley defendió que en Norteamérica la secularización era tan solo patrimonio de unas minorías intelectuales (4). En España se llevó a cabo en

(3) Según una encuesta de base nacional llevada a cabo por el CIS en enero de 1984 a los mayores de dieciocho años, el 68 por ciento se manifestaron en contra de que «la Iglesia debería participar activamente en la política para moralizar la vida pública». Tan solo un 12 por ciento se manifestaron a favor de tal intervención. Incluso entre los católicos practicantes el 59 por ciento resultó contrario a esa participación. Cfr. Revista Española de Investigaciones Sociológicas 27 (julio-septiembre 1984) 304.

(4) &NDREV¿ M. GREELEY, El hombre no secular, Cristiandad, Madrid, 1974.

1970 un interesante estudio sociológico entre profesionales de rango universitario de una gran urbe como Madrid y se vio que incluso entre ellos la secularización estaba en un grado muy incipiente (5). Pienso, sin embargo, que los quince años transcurridos desde entonces han sido tan decisivos en la evolución de nuestras costumbres que casi carece de sentido referirse todavía a ese trabajo.

En todo caso —a pesar del tiempo del «retorno de los brujos» (6) y la proliferación de las religiones exóticas (7)— parece plausible afirmar que estamos en proceso de secularización. Por eso procede hacer un juicio evangélico de este primer rasgo de la cultura actual. Le secularización, ¿no habrá desembocado en se-cularismo? (Ni que decir tiene que a\ plantear esa duda he abandonado el lenguaje sociológico y me he pasado al teológico. Si por secularismo se entiende una secularización que ha ido más lejos de lo debido, es obvio que el sociólogo como tal no «sabe» donde acaba «lo debido», a no ser que renuncie a su neutralidad metodológica).

Digamos ante todo que en la Biblia se encuentra ya el fermento de

(5) JESÚS JIMÉNEZ BLANCO y JUAN ESTRUCH, La secularización en España, Mensajero, Bilbao, 1972.

(6) Se cuentan en Francia alrededor de 50.000 consultorios de pitonisas, videntes, echadoras de cartas, astrólogos, etc. En Estados Unidos los astrólogos son cerca de 175.000. En Italia, 12.000 de ellos se han constituido en sindicato. Estas cifras parecen dar la razón a Bernanos cuando afirmaba: «Un sacerdote menos, mil pitonisas más». Cfr. PAUWELS y BERGIER, El retorno de los brujos, Plaza & Janes, Barcelona, 1972.

(7) Cfr. ROBERT GREENFIELD, El supermercado espiritual, Anagrama, Barcelona, 1979.

276

la moderna secularización y por eso no debe extrañarnos que tal fenómeno haya ocurrido precisamente en los países de tradición cristiana.

El primer libro (Génesis), y en sus primeros capítulos, hace posible el desencantamiento de la naturaleza: Todo es creación de Dios, incluso el sol y la luna que en otras religiones aparecían elevados a la categoría de divinidades, y todo ha sido dejado por Dios en las manos del hombre para que lo someta (Gen 1, 27-31).

El segundo libro (Éxodo) lleva al desencantamiento de la política: Dios, lejos de sacralizar el orden establecido en Egipto, invita a la subversión. El Éxodo hace imposible en lo sucesivo el sometimiento sin reservas a cualquier monarca, porque, como di rá más tarde Pedro, «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech 5, 29).

Y así sucesivamente los restantes libros.

Si, pues, en la Biblia misma se encuentra el fermento de la secularización, la Iglesia no debe tener nostalgia de las sociedades sacrales del pasado en que ella gozaba de tanto poder. Sería un error pretender recuperar un protagonismo al estilo medieval. Jesús rechazó explícitamente evangelizar desde el poder (Mt 4, 8-10).

Pero sería igualmente un error aceptar sumisamente la privatización que las sociedades seculares pretenden imponer a la Iglesia. « Sileant theo-logi in re aliena» (cállense los teólogos en asuntos ajenos), nos dicen agresivamente cada vez que no referimos a las realidades temporales.

Así se desemboca en una concepción cerrada del mundo que llamamos secularismo: las puras reglas del juego de poder guían la política; las

de la pura utilidad determinan la economía, las de la pura forma, el arte; las de la pura posibilidad, la técnica, etc.

Esto resulta cristianamente inaceptable porque el Reinado de Dios no es solamente sobre los pequeños espacios («alma», familia...), sino también sobre los grandes espacios (sociedad, mundo...). La Iglesia no puede renunciar a tener una presencia pública en la sociedad, aunque obviamente tendrá que ser muy diferente a la que tuvo en las sociedades sacrales (8).

Positivismo

Hace cien años Comte afirmó que estábamos entrando en la «edad positiva», la de la ciencia. Y, de hecho, la ciencia podría muy bien ser el principal distintivo del mundo actual con respecto al pasado. Basta pensar en un dato facilitado por la UNESCO: están vivos todavía el 90 por 100 de todos lo científicos de la historia de la humanidad.

En el pasado, la Iglesia, a pesar de que promovió el saber científico mucho más que cualquier otra religión, ejerció sobre él cierta «dictadura epistemológica» obligándole a supeditar sus conclusiones a los argumentos de autoridad extraídos de la Sagrada Escritura o incluso de la filosofía aristotélica. La tensión entre las dos formas de saber queda muy bien expresada en este diálogo de un obra de Bertolt Brecht:

(8) Cfr. Luis GONZÁLEZ CARVAJAL, La dimensión pública de la fe en la España democrática, Sal Terrae 849 (1984) 113-124.

277

Page 139: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Galileo: Donde la fe reinó durante mil años reina la duda. El mundo entero dice: Sí, eso está en los libros, pero dejadmos ahora mirar a nosotros mismos.

Filósofo: Señor Galilei, antes de emplear su famoso anteojo quisiéramos tener el placer de una discusión. Tema: ¿pueden existir tales planetas?

Galileo: Es que yo había pensado que para convencerse les bastaría miiar por el anteojo.

Matemático: Natural, natural. Pem tal vez sepa usted, que según las hipótesis de los antiguos no existen ni estrellas que giran alrededor de otro centro que no sea la tierra ni astros en el cielo que no tengan su correspondiente apoyo.

Filósofo: Quisiera yo, con toda humildad, plantear la siguiente pregunta: ¿son necesarias tales estrellas? Aristotelis divini universum...

Galileo: ¿Y si vuestra Alteza verificara por medio del anteojo la existencia de esas estrellas imposibles e inútiles?

Matemático: Se podría alegar como respuesta que su anteojo, al mostrar algo que no existe, no es un instrumento muy exacto. ¿Verdad? Además,'sus planetas de Júpiter perforarían la esfera de cristal. Es muy sencillo.

Amigo: Ustedes se van a asombrar: No hay tal esfera de cristal.

Filósofo: Cualquier libro escolar le dirá de su existencia, buen hombre.

Amigo: Pues entonces, ¿qué esperan para hacer nuevos libros escolares?

Filósofo: Mi respetado colega y yo nos respaldamos nada menos que en la autoridad del divino Aristóteles.

Galileo: Señores míos, la fe en la autoridad de Aristóteles es una cosa;

hechos que se tocan con la mano, son otra.

Filósofo: Si aquí se procura enlodar la autoridad de Aristóteles, reconocida no sólo por todas las ciencias de la antigüedad sino también por los Santos Padres de la Iglesia, debo entonces advertir que considero inútil toda continuación de la disputa. ¡Ni una palabra más!(9).

Todavía hace tan sólo treinta y cinco años Pió XII, en la «Humani Ge-neris», pidió a los científicos que, después de investigar el origen del hombre, sometieran sus conclusiones a la Santa Sede para que ésta decidiera si el evolucionismo ha tenido lugar y hasta qué grado.

Hoy los científicos no admiten ya ninguna autoridad ajena a la ciencia y, como es sabido, el Vaticano II ha reconocido la «autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias» (10)

Lo malo es que ahora es a los científicos —o a una parte de ellos— a quienes se les han subido los humos a la cabeza y están ejerciendo sobre los demás saberes la dictadura espis-temológica de la ciencia (11), que se resumiría en este ecuación: razón= ciencias positivas, y nada más que ciencias positivas, con lo que la religión y la filosofía quedan convertidas de un plumazo en supersticiones del pasado.

En seguida empezaron a levantarse voces de protesta contra ese «terrorismo de los laboratorios» (Ortega).

(9) BERTOLD BRECHT, Galileo Galilei, Teatro completo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1972, t. 1, pp. 99 y 129-132.

(10) Vaticano II, Gaudium et spes, 59 c (11) ALFONSO PÉREZ LABORM. Ciencia y fe,

Marova, Madrid, 1980, pp. 109-115.

278

Nadie niega la bondad de la ciencia. Y tampoco se opone nadie a que el método científico tenga que hacer abstracción de Dios. Pero sí nos oponemos a que esa racionalidad pretenda convertirse en /a(única) racionalidad.

Afortunadamente, aquel positivismo basto que reduce la realidad a lo que puede medirse ha sido refutado por los mismos filósofos de la ciencia (Kolakowski, Skolimowski, Hueb-ner, Kuhn...), pero persiste por pura inercia en la mente de nuestros contemporáneos que sólo «creen» en lo que pueden ver y tocar.

Los -agentes de la evangelización tendrán que hacerse a la idea cada vez más de que no se dirigen a un mundo que haya reservado un espacio para Dios (a pesar de que en España sigan recibiendo el bautismo al nacer'el 95 por 100 de los niños). Habrán de empezar por ayudarle a descubrir, dicho espacio.

Desde luego, no deberían caer en la tentación, para encontrar un lugar a Dios en la era de la ciencia, de convertirle en el tapaagujeros de nuestros conocimientos, porque a medida que la ciencia vaya llenando esas lagunas, Dios tendría que ir retirándose. Un Dios así sólo sería aceptable para los sectores menos actualizados de la sociedad.

La fe no tiene por qué huir vergonzosamente desde los terrenos «explicados» por la ciencia a los todavía desconocidos, puesto que se sitúa a un nivel diferente. Más allá del «cómo», que investigan las ciencias empíricas, se dan los interrogantes sobre el «de dónde», «a dónde», «por qué», que afectan a lo más nuclear de la existencia humana. Así el Evangelio será Buena Noticia para los que conocen perfectamente el «cómo» de todo.

Avancemos un poco más. La ciencia aporta al hombre, junto con el conocimiento de la naturaleza —y precisamente gracias a él— una técnica, es decir una posibilidad de dominarla y ponerla a su servicio.

A todos resulta evidente que el hombre pre-científico, «primitivo», necesitaba salvación. Pero no parece resultar tan evidente que el hombre científico necesite salvación. Precisamente se ha llegado a creer que la ciencia salvó al hombre primitivo.

Ya el sueño de oro de los alquimistas era una especie de salvación por la ciencia, y Máxime du Camp, en sus «Chants de la Matiére», hace decir a la locomotora: «Un día seré venerada como santa, pues soy la liberación, traigo la redención y a mis flancos camina la esperanza. Uniré a las naciones, los viejos dioses han muerto...»

También Víctor Hugo, en «La lé-gende des siécles» sostiene que «el progreso avanza e inicia el gran viaje humano y terrenal hacia lo celestial y lo divino. El siglo XX promete al hombre educado en el dolor, ciencia, abundancia, virtud, sosiego, risa, justicia, serenidad, razón, verdad, fraternidad, amor y espíritu».

Después de todo eso una cosa parece clara: Sería un grave error predicar a Dios como el último recurso cuando han fallado todos los demás, porque en la era de la técnica quedará cada vez menos trabajo para un Deus ex machina. Como decía el último informe FOESSA, en Galicia «los santuarios que estaban especializados en dolencias que hoy domina la ciencia, han visto descender sus devotos; mientras que los que se buscan como remedio a enfermedades, como las psiquiátricas, que aún no están do-

Page 140: Mision Abierta - Desafios Cristianos

minadas por los médicos, continúan atrayendo multitud de romeros» (12).

Los agentes de la evangelización deberán purificar su imagen de Dios y de la salvación. Teológicamente es una confusión muy basta creer que Dios aporta al hombre «salvación» en el mismo plano que la técnica. Tanto el hombre pre-científico como el hombre científico aportan al cristianismo una naturaleza, y en ambos casos el cristianismo debe salvar lo aportado.

Y cuando comparamos entre sí al hombre primitivo con sus flechas y al hombre moderno con sus arsenales nucleares, a lo mejor no resulta difícil percibir que éste último necesita con más urgencia de la salvación que el primero. Einstein, en un discurso que pronunció en 1937 en el Instituto Tecnológico de California, dijo: «A fin de que las creaciones de nuestra mente sean una bendición y no una maldición para la humanidad, nunca debe olvidarse la preocupación por el hombre y su destino en medio de nuestros diagramas y ecuaciones».

Liberalismo político

Píx'lorir la democracia a cualquier otro sistema do gobierno es también parto do la cultura dominante. Según el Informe FOESSA, en 1978 el 77 por 100 de los españoles estaban de acuerdo con la afirmación: «La democracia es el mejor sistema político para un país como el nuestro». Es verdad que dos años después el porcentaje descendió hasta el 69 por 100, pero,

(12) Fundación FOESSA, Informe sociológico sobre el cambio social en España. ¡975-1983, Euramérica, Madrid, 1983, p. 706.

280

repetida la consulta en marzo de 1981 (poco después del golpe de estado del 23 de febrero), se pronunció a favor de la democracia el 81 por 100 de la población (13).

De hecho, hasta tal punto es hoy deseable la democracia que los mismos regímenes dictatoriales buscan ampararse bajo su nombre: «democracias populares» en los países del Este, «democracia orgánica» de Franco, etc.

Así, pues, sería muy difícil que una Iglesia reticente ante la democracia pueda evangelizar (anunciar «buenas noticias») a una sociedad que ha padecido cuarenta años de dictadura y, quizás por eso mismo, cerró filas a la hora de repudiar la intentona gol-pista del 23-F.

El aprecio de la Iglesia por la democracia debe probarse a dos niveles. En primer lugar, su actitud en la sociedad civil. Es verdad que la Iglesia española jugó papel decisivo en la transición hacia la democracia y, quizás por eso, nunca fue mayor su credibilidad que en aquellos años; pero también es cierto que después no resultó fácil entender el retraso con que la Conferencia Episcopal condenó el asalto al Congreso de los Diputados ni las presiones para que desde el poder se impusieran unas normas legales no compartidas con la sociedad.

En segundo lugar, urge revisar la forma de ejercer la autoridad dentro de la Iglesia misma. El hecho de que los órganos de corresponsabilidad sean tan solo consultivos y la autoridad del Papa en la Iglesia Universal y de los obispos en sus diócesis sigan siendo absolutas, y el hecho de

13) Fundación FOESSA, Informe sociológico sobre el cambio político en España. 1975-1981, Euramérica, Madrid, 1981, p. 627.

que el pueblo de Dios no tenga arte ni parte en la elección de sus pastores, así como los procedimientos de organismos tales como la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, hacen que la Iglesia no aparezca como el ámbito de la libertad, sino del sacrificio de la misma.

jQué mal encaja todo ese estilo de ejercer la autoridad con todo aquello de «no llaméis a nadie padre, ni maestro, ni señor, sobre la tierra, porque el único Padre, Maestro y Señor está en el cielo» (Mt 23, 8-12)!

Por otra parte si cuando el Evangelio se incultura no deja la cultura tal como la encontró, es claro que la evangelización llamará a nuestra democracia a la conversión, pero no para que sea menos democracia, sino para que lo sea más. La vida política debe abrirse a una auténtica participación popular que atenúe la distancia entre gobernantes y gobernados, y no se contente con la elección de los primeros por los segundos cada cuatro años. Además, debe extenderse la democracia al ámbito de la empresa, de la cultura, etc.

Por último, la democracia, para ser real y no meramente formal, exige una justa redistribución del poder económico. Debemos congratularnos, sin duda, por haber conquistado después de tantos años la libertad de expresión; pero no olvidemos que la libertad de expresión permite al rico tener una emisora de radío (pronto también de TV) y al pobre hablar con su mujer después de las comidas.

Si la democracia política no sirviera como cauce para la progresiva nivelación económica y social —y hoy por hoy no está sirviendo— no pasaría de ser un elemento de la superestructura de la explotación capitalista.

Liberalismo económico

En las sociedades occidentales, el liberalismo político suele formar pareja con el liberalismo económico. También entre nosotros es así. Incluso se observa que el sistema capitalista, tan discutido hace unos años que la actitud ante él servía para distinguir a la derecha de la izquierda, va adquiriendo poco a poco legitimación en el conjunto de la sociedad. Son sintomáticas aquellas declaraciones de Felipe González el 26 de abril de 1984 ante la Asamblea de la Confederación Empresarial Independiente de Madrid: «Por ahora, el sistema capitalista es el que me parece menos malo de los conocidos (...) es el que mejor funciona». («Felipe González os un gran converso», ha declarado el 14 de diciembre de 1984 José María Cuevas, Presidente de la CEOE).

Estamos precisamente ente el elemento de nuestra cultura menos asimilable por el Evangelio. Como ya señaló la Laborem exercens, no son los posibles abusos del capitalismo los que hay que condenar, sino su esencia misma, puesto que todo el sistema se basa en la inversión del principio ético que afirma la prioridad del trabajo sobre el capital: En el capitalismo se considera «dueño» de la empresa a quien puso el capital, no a quienes ponen el trabajo; en el capitalismo se considera que la gestión de la empresa corresponde a quien puso el capital no a quienes ponen el trabajo; en el capitalismo se considera que la gestión de la empresa corresponde a quien puso el capital, no a quienes ponen el trabajo; y — resumiendo todo— la mayor de las paradojas: en el Capitalismo el capi-

281

Page 141: Mision Abierta - Desafios Cristianos

tal «emplea» trabajo, no es el trabajo quien emplea capital.

Sólo la alienación creciente de los trabajadores en las sociedades de alto consumo de masas explica que un sistema económico así pudiera ser aceptado ya hasta por el Partido Socialista (o al menos por su Secretario General).

Hablemos de esta alienación. El sistema capitalista ha id > modelando una serie de actitudes en las sociedades que basaron sobre el su economía, y dichas actitudes forman ya parte de nuestra cultura dominante.

Habría que mencionar en primer lugar la irtsolidaridad. Como es lógico, no pretendo decir que antes del capitalismo los hombres no fueran egoístas; pero sí que este sistema ha exacerbado la insolidaridad.

En la Edad Media se aceptaba que la actividad económica debía regirse por principios éticos (prohibición de la usura, ley del justo precio, etc.). En cambio el liberalismo económico sostuvo desde el primer momento la autonomía de la economía respecto de la ética, igual que poco antes había hecho Maquiavelo con la política. Las leyes de la oferta y la demanda, la libertad de empresa, etc. fueron presentadas como leyes tan naturales como la de la gravedad, ante las cuales nadie debía interferir.

A partir de la publicación en 1776 de «La riqueza de las naciones«, de Adam Smith, se nos ha venido diciendo que, cuando cada uno mire tan solo por su propio bien personal, una «mano invisible» procurara el bien común. El egoísmo (individual, de grupo, clase, partido o país) se hizo ley suprema de las relaciones humanas.

Los ricos siempre habían practicado él hedonismo radical. La nove

dad es que en las sociedades de alto consumo de masas todos aspiramos a practicarlo. Pero, eso sí, con gustos standarizados y previstos de antemano, porque en esta sociedad sólo es rentable lo que se produce en grandes series. Incluso la diversión va siendo una industria como cualquier otra. Se consumen partidos de fútbol, películas, canciones, revistas, los paisajes que nos muestra la agencia de viajes, etc.

Se valora a las personas por lo que gastan. Las cosas dan categoría al propietario. Algunos dirán quizás que el dinero no da la felicidad; que la dicha está en amar, compartir y dar. Pero actúan exactamente como si no lo creyeran. Y es que, de hecho, no se lo creen. (A ver cómo se predica aquí la opción por los pobres...).

La competencia rige todas las relaciones humanas, desde la escuela hasta la empresa. Todo el mundo quiere subir a cualquier precio, ganar más, alcanzar mayor éxito, ser más fuerte que los demás... En consecuencia, todos somos enemigos de todos y nadie puede fiarse de nadie.

Una sociedad así configura hombres solitarios aunque vivan en medio de una multitud. Se va atrofiando la vida emocional y se multiplica la «enfermedad del siglo»: la depresión, de la cual no pueden librar todos los placeres del mundo. Como ha dicho Marcuse, son hombres unidimensionales, que han sobredimensio-nado monstruosamente la necesidad de tener y ha reprimido todas las demás necesidades humanas (necesidad de amor, de libertad, de trascendencia...).

282

Es verdad que de ellos algunos son creyentes y los otros ateos; pero tanto los unos como los otros, sin pasión. Alguna que otra vez podrán discutir sobre sus creencias, pero lo dejarán en seguida, no sea que se les resienta la digestión. Vivimos, desde luego en un mundo antiheroico (Mishan) en donde nadie da la vida por nada ni

por nadie (el estudio sociológico llevado a cabo por «European Valué Systems Study Group» en nueve países europeos, incluido España, ha dejado buena constancia de ello). Y esto tiene su importancia para la evan-gelización, ya que el Reino de Dios exige una opción radical.

283

Page 142: Mision Abierta - Desafios Cristianos

RAFAEL BELDA

ENTRE LA NOSTALGIA DEL NACIONALCATOLICISMO Y LA PRIVATIZACIÓN DE LA FE

Dentro del marco global del tema de este número me corresponde mostrar la dimensión pública de esa espiritualidad nueva que, en realidad de verdad, más que nueva, término que para algunos pudiera resultar sospechoso, yo calificaría de auténticamente evangélica.

Estoy persuadido de que una fun-damentación teológica sólida de esa dimensión pública del proyecto de vida, inspirado en el Evangelio de Jesús de Nazaret, es decisiva, para que la Iglesia Católica no malogre su misión en el momento histórico actual.

Claro es que de nada serviría, o de muy poco, dicha fundamentación teológica si, a la vez, no vertebrara toda la acción pastoral de la Iglesia y, por tanto, no se insertara en la educación o desarrollo de la Fe de cada uno de sus miembros. Aquí radica, a mi juicio ,el punto fundamental de la cuestión.

La expulsión de la Iglesia de la vida pública

Las revoluciones sociopollticas nacidas de la modernidad obligaron por la fuerza a la Iglesia a retirarse de la vida pública, y, en el mejor de los casos, a encerrarse en el interior de los templos o de las relaciones privadas de los creyentes.

El laicismo moderno ha intentado secularizar de raíz la vida pública y, para conseguirlo, ha reclamado, en nombre de la racionalidad científica y del supuesto carácter neutral que había de tener la cultura, el control de las diversas instituciones (escolares, sociales, recreativas, políticas, etc.) mediante las cuales se configura la conciencia y la personalidad del ciudadano.

He de reconocer con honradez, que esa actitud agresiva del laicismo mo-

284

derno contra la Iglesia y el cristianismo ha sido, en mi opinión, una reacción histórica desmesurada contra el dominio abusivo e injustificable que la Iglesia había venido ejerciendo sobre la vida pública, en los países de occidente, desde la proclamación del catolicismo por el emperador Teodosio como la religión oficial del Imperio. Situación de dominio y hasta de absorción de la vida secular (pública) que, por supuesto, no se deriva coherentemente de las enseñanzas del Evangelio de Jesús, y cuyas causas no podemos ahora desentrañar.

Sí quiero añadir a lo dicho, en honor a la veracidad, que, al reconocer esos errores y abusos históricos de la Iglesia, no es mi deseo hacer un juicio de valor de quienes fueron sus responsables, sino constatar unos hechos que me parecen objetivamente rechazables y que ojalá no se vuelvan a repetir.

La privatización que el laicismo moderno trata de imponer coactivamente a la Iglesia es, sin duda, un atropello inadmisible, para un verdadero creyente, pero encuentra una explicación histórica en el tipo de presencia eclesial en la vida pública que el laicismo quería suprimir.

Esa errónea presencia eclesial en la vida pública, conocida hoy con el nombre de Nacionalcatolicismo es una degradación del proyecto de vida evangélico, una recaída en viejos esquemas paganos superados por el mensaje de Jesús de Nazaret (1).

El cristianismo inauguró la sana laicidad de la sociedad civil, frente a la confusión existente en el pue-

(1) He desarrollado ampliamente este tema en un artículo titulado: «Vida cristiana y compromiso político», Iglesia viva, número 37, enero-febrero de 1?72. Asimismo es de gran interés el núm. 30 de la misma revista, dedicado fundamentalmente al tema del nacionalcatolicismo.

blo judío y en el imperio romano entre lo político y lo religioso.

El cristianismo proclamó la distinción entre la condición de miembro de la sociedad política y la condición de creyente. Ante la pretensión de los gobernantes de Roma de que todos sus subditos practicaran el culto al Emperador, para reforzar la unidad política del imperio, la Iglesia naciente opuso una rotunda negativa. No era licito exigir, como prueba de fidelidad política, unas prácticas religiosas contrarias a las convicciones de algunos ciudadanos.

La libertad civil en materia religiosa y el pluralismo religioso derivado del respeto de las conciencias por los poderes públicos eran, según la Iglesia Católica, perfectamente compatibles con la lealtad debida a la propia comunidad política.

El nacionalcatolicismo, oponiéndose a esa legítima autonomía de lo temporal, hace de la fe católica un ingrediente esencial de la unidad política de una nación.

Por eso, la conservación de la unidad católica, incluso por la fuerza, constituye la primera tarea política del Estado, mientras que la Iglesia debe colaborar amistosamente con el poder político que garantiza su perennidad.

¿Qué hacer con los no católicos y los increyentes en una sociedad de este estilo? Ayudarles a convertirse y, si persisten en su obstinación, relegarles a un estado de discriminación civil, que corre el peligro de transformarse, si las tensiones se agudizan, en un estado de persecución social.

El nacionalcatolicismo ha sido, desde el siglo iv, la forma mental religiosa típica de los sistemas de cristiandad del occidente europeo y

285

Page 143: Mision Abierta - Desafios Cristianos

en España ha tenido una vigencia especial.

El nacionalcatolicismo, que jurídicamente se concreta en la fórmula de los estados confesionales, trata, y ésa es su parte de verdad, de proteger un valor fundamental para un creyente: la expresión pública de la Fe. Pero se equivoca lamentablemente al elegir la fórmula y los medios idóneos para alcanzar ese objetivo irrenunciable.

La expresión pública de la Fe, lograda gracias al apoyo del poder político y conservada merced a la protección del ordenamiento jurídico, es artificial, antíevangélica y, por supuesto, mucho más rentable, según parece probarlo la Historia, para el Estado que para la Iglesia.

La evangelización de una comunidad humana y la posible y, en principio, deseable unidad de fe, resultante de ella, carecen de sentido cristiano y de valor evangélico, si se logran a costa de atrepellar la libertad humana y de someterse prácticamente al servicio de los intereses de los poderosos de la tierra.

El reduccionismo sociopolítico del Evangelio

La reacción de la Iglesia, ante el ataque desencadenado contra ella por el laicismo moderno, careció, a mi entender, de lucidez y de medida. El botón de muestra más expresivo de esta severa afirmación lo encontramos en la última de las proposiciones condenadas por el Papa Pío IX, incluidas en el Syllabus o colección de errores modernos:

El Romano Pontífice —proclama Pío IX— ni puede ni debe

reconciliarse y entenderse con el progreso, el liberalismo, y la civilización moderna (Den-zinger, 1780).

La Iglesia no fue capaz, en aquellos momentos, de someterse a una humilde y profunda autocrítica y vivió, hasta el Concilio Vaticano II, dominada por un deseo básico: el restauracionismo, o sea, la nostalgia de la Edad Media, el sueño del retorno a un pasado idealizado, unido al repudio indiscriminado de la modernidad.

El Vaticano II superará esa actitud crispada y pastoralmente estéril y ofrecerá una alternativa radicalmente nueva: la asimilación creadora y selectiva de la modernidad. Es decir, una lectura, desde la Fe, de los signos de los nuevos tiempos portadores de gérmenes de valores evangélicos, y una implantación servicial en un mundo moderno llamado también a transformarse en humanidad de Dios.

Los signos de los tiempos son acontecimientos que expresan las aspiraciones legítimas de liberación de la humanidad en una etapa determinada de su historia. Traducen, en términos socioculturales y políticos, aunque frecuentemente en forma ambigua, la presencia del Espíritu en el dinamismo del crecimiento de una historia humana que, sin dejar de ser fruto del esfuerzo de los hombres, es, a la vez, manifestación gratuita de la presencia liberadora de Dios (2).

El anhelo de libertad, igualdad y fraternidad, concretado en el movi-

(2) Véase, M. D. CHENU, «Signos de los tiempos»: «Reflexión teológica», incluido en La Iglesia en el mundo de hoy, tomo II, Editorial Taurus. Recientemente ha vuelto a abordar el tema en su articulo «La doctrina social de la Iglesia», Concilium, número 160, diciembre de 1980.

286

miento obrero, el movimiento de liberación de la mujer, la búsqueda de modelos socioeconómicos que hagan posible la participación real de todos los ciudadanos en la formación de las decisiones básicas, el deseo de los pueblos colonizados de alcanzar su plena emancipación son, entre otros, signos definidores de la modernidad, que la Iglesia no ha sabido reconocer, hasta que tiene lugar el acontecimiento de la renovación conciliar.

En ese contexto, brota, en algunos grupos de cristianos, a causa sin duda de un complejo de culpabilidad nacido, en último término, del proceso y condena global a que la modernidad somete a la Iglesia, una actitud errónea que he calificado de reduccionismo político del Evangelio.

Las ideologías modernas acusan a la Iglesia y a la Fe cristiana («el pensamiento judeocristiano», según la expresión tópica) de ser hostiles al desarrollo de la Razón, defensores de un orden sociopolítico contrario a la Libertad y la Igualdad y portadores de una ética siniestra que condena el ansia ilimitada de goce y felicidad sensibles a los que tiene derecho todo ser humano.

Esa tremenda requisitoria impulsará a ciertos grupos cristianos a demostrar con su práctica que la verdadera Fe en el Evangelio no frena, sino que empuja a participar en la Revolución; que la fidelidad a la Fe y la adhesión militante a los movimientos revolucionarios oriundos de la modernidad no son incompatibles, aunque no se impliquen mutuamente.

Esta opción por un cambio radical de modelo de sociedad me parece, aunque no directamente deducible, legítima y consecuente con los valo

res fundamentales del Evangelio (3). Pero, si el compromiso revolucio

nario no va acompañado de una autocrítica ética y de un cultivo de la Fe propia; más aún, cuando se niega a la Fe competencia para criticar la práctica del compromiso, y, al contrario, se reformula la Fe desde una óptica materialista, fácilmente, como lo atestigua la experiencia, el Evangelio es radicalmente secularizado y la salvación cristiana reducida a términos puramente terrestres y so-ciopolíticos (4).

En esa perspectiva, el Cristo de la Fe no se revela, sino que se diluye en el hermano oprimido. AI menos cualquier referencia al Cristo de la Fe, no traducible totalmente al prójimo oprimido, se considera sospechosa de fomentar la alienación religiosa.

Frente a la Iglesia institucional y oficial, corrompida irreparablenum-te, según el reduccionismo, por IU complicidad con las clases dominantes, surge la Nueva Iglesia qua M la fraternidad de los oprimidos, cuyo vínculo sustancial no es la fe en Cristo Salvador de la Humanidad y el Universo material, sino el compromiso efectivo y solidario para erradicar la opresión del mundo.

Dentro de estas nuevas perspectivas teológicas, la celebración euca-rística adquiere también una nueva fisonomía. La eucaristía auténtica es la reunión de los oprimidos que fortalecen su solidaridad y espíritu de lucha. La Fe entendida en un sentido sobrenatural resulta superflua para participar en la celebración.

(3) Puede consultarse mi ponencia de la III Semana de Pensamiento Cristiano y Diálogo titulada «Fe cristiana y opción socialista», publicada en El hecho y la significación del pluralismo contemporáneo, Editorial El Mensajero.

(4) Véase «Vida cristiana y compromiso político», citada en nota 1.

S7

Page 144: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Las conclusiones últimas a que tienden a llegar los católicos reduccionistas suelen ser confusamente enunciadas.

El concepto bíblico de pueblo va siendo paulatinamente transmutado en un concepto puramente sociológico de contornos imprecisos. La Fe pierde su referencia explícita a Jesucristo resucitado, verdadero Dios y Liberador de los hombres, y se disuelve en un compromiso de liberación política de las clases y de los pueblos oprimidos. El Cristo de la Fe termina cediendo su puesto al Cristo de Machovec, Garaudy o Pier Paolo Pasolini (5).

Una Iglesia que t eme pe rde r su Identidad

«Cristo hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación» (LG, núm. 48). Por consiguiente, la misión de la Iglesia, su tarea salvífica, participa de la dimensión pública del acontecimiento liberador evangélico.

Esta doctrina se repite invariablemente desde la promulgación de los documentos conciliares del Vatica-

(5) La figura humana de Jesús de Na-zaret ha sido objeto de seria reflexión y de valoración muy positiva por un sector del humanismo increyente de nuestros días. Así, por ejemplo, Milán MACHOVEC, Jesús para ateos. Editorial Sigúeme; Ro-ger GARAUDY, «Ante una crisis de esperanza», en Cristo provocación para el hombre, Editorial Verbo Divino; Roger GARAUVY, Palabra de hombre, Edicusa; Los marxis-tas y la causa de Jesús (varios autores). Editorial Sigúeme; Pier Paolo Pasolini dedicó a la figura de Jesús su largometra-je El Evangelio según San Mateo.

no II hasta las últimas alocuciones de Juan Pablo 11(6).

Este propósito de presencia ecle-sial en la vida pública tropieza con la resistencia e incluso el rechazo de diversos grupos católicos.

Los católicos instalados en la gran derecha económica y política aceptan la presencia eclesial en la vida pública, mientras sirva para legitimar sus posiciones de poder y de dominio. Pero, invocan la naturaleza religiosa y sobrenatural de la Iglesia, «ajena a los asuntos temporales», cuando esa presencia lleva consigo una crítica, aunque no sea radical, del desorden establecido.

Hoy puede afirmarse que los miembros de las clases dominantes, que se autotitulan católicos, defienden rabiosamente un esplritualismo escapista, y tachan de contaminación marxista las actitudes eclesiales que niegan carácter cristiano a la práctica del culto separada de la realización de la justicia y de los derechos humanos, primera y elemental expresión de un verdadero amor fraterno.

Otros católicos, que han optado por la revolución socialista, consideran reaccionario y objetivamente cómplice de la opresión institucional cualquier intento de discerni-

(6) No queremos abrumar al lector con un acopio de citas. Baste recordar, entre otros textos, Gaudium et Spes, números 41, 43, 57; Sínodos mundiales de obispos de 1971 y 1974; La Iglesia y la comunidad política (Documento de la XVII Asamblea Plenaria del Episcopado Español, 1973); Hora de comprometerse (Orientaciones pastorales del Episcopado Español sobre Apostolado Seglar, 1972, Actitudes cristianas ante la actual situación económica (Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español, 1974); Alocuciones de Juan Pablo II en Brasil, particularmente a los obreros de Sao Paulo, 1980; Encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia, 1980.

288

miento, que trate de separar el trigo de la paja en las ideologías y procedimientos que impulsan la dinámica de la revolución.

Con esta crítica de los grupos extremos, no intento sugerir un tipo de presencia institucional d é l a Iglesia en la vida pública de naturaleza híbrida, que trate de contentar a todos, porque en realidad no se compromete a nada. O, tal vez, sería más exacto decir que se compromete, por inhibición teóricamente no deseada, con los poderosos de siempre.

Una presencia evangélica institucional de la Iglesia en la vida pública exige un apoyo y una participación crítica pero real, si bien no partidista, en los movimientos de liberación de las masas y pueblos explotados por los dictadores y oligarquías que se erigen cínicamente en defensores del «humanismo y la civilización cristiana occidental».

Una Iglesia que se tome en serio las proclamaciones doctrinales que hablan de la creación de una Tierra Nueva, a la medida de la dignidad de las personas y de los pueblos, se encontrará inevitablemente con la persecución y la cruz. Pero si renuncia o adultera esa exigencia testimonial, nacida del ejemplo de su Fundador, perderá toda credibilidad y quedará reducida al papel de «tonta útil» de los señores de este mundo.

La Iglesia es el sacramento universal de salvación que manifiesta y, al mismo tiempo, realiza el ministerio del amor de Dios a los hombres. La Iglesia es un signo visible alzado entre los pueblos que invita a todos los hombres a emprender una vida nueva de amor fraterno en Cristo Jesús.

Esa vida nueva se adquiere parti

cipando libremente en el acontecimiento salvador por excelencia: la muerte y resurrección del Señor. Pero, ¿cómo es posible percibir el valor transfigurante de la resurrección de Cristo? El amor de la Iglesia a la humanidad ha de ser el signo visible del amor cristiano y el motivo de credibilidad que invite a aceptar libremente a Jesús como Salvador.

El significado de un acontecimiento no se comunica a través de la enseñanza, sino a través del testimonio personal. El testimonio personal es la manifestación de una vida humana, transformada por la aceptación de un acontecimiento, que anuncia a los demás que también pueden cambiar la suya.

La presencia comprometida de la Iglesia en la ciudad terrestre, al lado de los que sufren cualquier claM de injusticia, es el motivo viviente de credibilidad que invita a la Fe • los miembros de la familia humana.

Todo anuncio de la Palabra descansa sobre un testimonio previo y aclara su significado. Sin testimonio colectivo, no hay proclamación cristiana de la Palabra. A lo más, propaganda humana o publicidad.

La entrega generosa y desinteresada de los cristianos a la edificación de una ciudad terrestre digna del hombre, a impulsos del amor de Cristo, permite asomarse al misterio de una Fe que consiste esencial mente en servicio y don de sí mismo.

Un documento del Episcopado Paraguayo ha expresado lúcidamente este principio:

«¡La misión de la Iglesia es esencialmente trascendente, es decir, desborda todo proyecto humano y todo esquema político temporal. La Iglesia existe en este Mundo como signo de la liberación total del hombre, en dependencia

289

Page 145: Mision Abierta - Desafios Cristianos

del acontecimiento pascual de la Resurrección de Cristo, primicia del hombre nuevo.

Pero, por otra parte, no puede constituirse en signo visible de esa liberación trascendente, sino mediante su leal compromiso con el hombre concreto, que en su esfuerzo penoso a través de las vicisitudes de la historia lucha por su liberación en el orden temporal. Porque todo esfuerzo por conquistar un poco más de libertad y dignidad, ya es un germen y un comienzo de esa liberación total que constituye el contenido mismo del Reino, ya que ese esfuerzo siempre está animado interiormente por el dinamismo liberador de la gracia de Dios» (7).

Involución eclesial: entre el nacional-catolicismo y la privatización de la fe

He de confesar con toda sinceridad que desearía estar equivocado. Pero, a juzgar por los indicios que yo poseo, opino que estamos asistiendo a un proceso de involución eclesial, cuyas consecuencias son imprevisibles.

Y la clave del citado proceso radica precisamente en las vacilaciones ante la asimilación práctica, sin adulteraciones por exceso o por defecto, de la dimensión pública del proyecto de vida evangélica y, consecuentemente, de la misión de la Iglesia.

La Iglesia, según mi apreciación, vacila en los momentos presentes entre el retorno a un nacionalcato-licismo maquillado o una privatización práctica de la Fe.

El signo de la tentación depende de las circunstancias socióculturales y políticas de los diversos países en que se despliega la actividad eclesial. Por otra parte, aunque no dispongo de espacio para probarlo, me

(7) Ecclesia, 15 de noviembre de 1969.

parece que ambas desviaciones vienen a coincidir en el fondo.

¿Cuáles son los síntomas que permiten aventurar esa hipótesis de involución eclesial?

En unos casos, la lucha tenaz por mantener una «confesionalidad tapada», alegando argumentos sociológicos de valor científico muy dudoso y nula validez ético jurídica, en un Estado aconfesional y democrático. En otros, las repetidas llamadas de atención a personas o instituciones que, según la cúspide eclesial, olvidan o relegan a segundo plano «la misión religiosa de la Iglesia», entendida, por supuesto, en un sentido dualista y precristiano, es decir, culto y pastoral sacramental separados del compromiso por la justicia y la fraternidad integral.

¿Qué causas han podido influir en esa marcha atrás, respecto del proyecto de renovación conciliar?

Voy a enumerar, con libertad de espíritu, pero sin acidez, las que estimo de mayor importancia:

a) La ausencia de una asimilación vital del espíritu conciliar por una amplia mayoría de católicos, incluidos los obispos y la Curia Romana

El espíritu renovador del Vaticano II chocó con unas convicciones teológicas y pastorales derivadas de la contrarreforma, la lucha contra el laicismo liberal y el socialismo, que no podían transmutarse simplemente con un voto afirmativo —cuando lo hubo— en el aula conciliar y una firma estampada al pie de los documentos aprobados.

Muchos dirigentes de la Iglesia, hasta en los más altos niveles, aprendieron un vocabulario nuevo, incorporaron mecánicamente a su bagaje cultural unas nuevas doctrinas, pe-

290

ro las actitudes básicas permanecieron inamovibles, sin caer en la cuenta, la mayor parte de las veces, los propios interesados.

Por eso, la catequesis posconciliar se convirtió en un mar de disputas y conflictos originados por las lecturas o interpretaciones que se han dado de un mismo texto. Muy pocos (Mons. Lefebvre explícitamente y algunos en voz baja y en privado) han desautorizado el Concilio; sin embargo, muchos lo han aguado, sin duda de buena fe, y se han sentido desconcertados y enfrentados a quienes deseaban sacar todas sus consecuencias prácticas.

b) El síndrome anticomunista de la Iglesia Católica

Los países autodenominados comunistas han cometido y siguen cometiendo atropellos graves contra los derechos y libertades de los ciudadanos, de los que también ha sido víctima la Iglesia. Además, cultivan un proselitismo ateo y una lucha antirreligiosa que no puede menos de provocar una reacción hostil por parte de la Iglesia.

La Iglesia, en esos países, se ha visto desposeída de un poder social, incluso de unos privilegios legales, difíciles de justificar a la luz del Evangelio, sobre los cuales apoyó preferentemente, durante siglos, su «acción evangelizadora».

Estos factores han desencadenado en la conciencia eclesial un trauma que se manifiesta en la persuasión de que el comunismo es el mal por excelencia. Ciertamente, no faltan en el magisterio las críticas y aun las condenas del nacionalsocialismo, del capitalismo liberal y de otras formas de totalitarismo de derechas, pero, en el fondo, quizá en forma prerreflexiva, late la convic

ción de que el gran enemigo de Dios y de la Iglesia y el gran peligro para la Fe, en el mundo contemporáneo, es el comunismo.

Asi se explican los recelos y las condenas de los movimientos posconciliares renovados, principalmente donde la Iglesia se ha tomado en serio su compromiso público, por ejemplo, en América Latina, porque se consideran ayudas indirectas o directas al triunfo del comunismo.

La Iglesia ya reconoció humildemente en el Concilio (Gaudium et spes, 19), pero luego lo ha olvidado, que el ateísmo comunista, principalmente a nivel de masas, es, en verdad, el rechazo de un dios falso, irreal, fabricado por los ideólogos al servicio de los amos del mundo, utilizado como principio de legitimación de su poder y como medio de sumisión de los cxploluclos. Un dios que, según sus artesanos, inculca resignación y obediencia, porque esta vida es un valle de lágrimas —no para ellos— y porque la verdadera felicidad no se encuentra en los bienes de la tierra, sino en los del cielo, que desde luego, los señores, «desinteresadamente», desean disfrutar lo más tarde posible.

Respecto de ese dios, los cristianos debemos también ser ateos.

Los dictadores de derechas y las oligarquías financiero-industriales de las democracias capitalistas, matan, torturan, esquilman a los pueblos neocolonizados, hacen negocios fabulosos con la venta de armas, etc. Pero celebran con Te Deums acompañados de clérigos en tecnicolor, sus aniversarios, emplean el nombre de Dios en sus tomas de posesión, financian las obras asistenciales y educativas de la Iglesia domesticada... Claro que es deseable —se piensa— que haya una evolución gradual, ordenada, en tales países, pero

291

Page 146: Mision Abierta - Desafios Cristianos

se trata de un mal menor que hay que tolerar transitoriamente. Peor sería que triunfara el comunismo.

La carta del Papa a los obispos brasileños, recientemente filtrada, el disgusto de la Curia Romana y del propio Pontífice por la labor que un buen número de jesuítas llevan a cabo en Latinoamérica, el relevo inminente del P. Arrupe a quien, al parecer, se considera responsable de esa línea pastoral, supuestamente heterodoxa, y las directrices del máximo responsable del CELAM, avalan mi suposición.

c) La dependencia eclesial de Occidente

La Iglesia Católica es todavía hoy una Iglesia básicamente occidental.

Esa dependencia de Ocidente no es únicamente cultural (doctrina teo-lógico-moral, jurídica, etc), sino también política. La enorme ambigüedad que lleva consigo la coincidencia en una misma persona de la condición de Jefe del Estado Vaticano y Pastor Supremo del Pueblo de Dios, implica, a pesar de sus deseos, a la Iglesia en las tensiones de las superpotencias y la alinea en uno de los bloques. Máxime, cuando los recursos financieros de la Iglesia, pese a la escasa información oficial que se facilita sobre este asunto, proceden de inversiones y ayudas, cuyo origen se halla en los países más poderosos del bloque occidental.

Hoy la Iglesia, a causa de los condicionamientos que nacen de la política vaticana en el tablero de las relaciones internacionales, y del modelo de organización económica adoptado para sostener su actividad apostólica en el mundo, dispone de una libertad limitada, para juzgar éticamente, hasta las últimas conse

cuencias, el sistema socieconómico y político occidental. De lo contrario no se explica que no haya denunciado firmemente que tan incompatible al menos con la fe cristiana como el ateísmo comunista es la idolatría del «becerro de oro», sobre la que se asienta la cosmovi-sión capitalista del llamado mundo de Occidente. Y la salida de este atolladero es el refugio en una privatización, que reduce la incidencia pública de la Fe a unas consideraciones moralizadoras suficientemente genéricas, como para no perturbar la buena conciencia de sus destinatarios.

d) Los excesos posconciliares

Creo que no hay que ocultar que, en nombre de la renovación conciliar y de la iniciativa recuperada por la base eclesial, mantenida durante siglos en una pasividad forzada, se han cometido atropellos pastorales graves. - La proliferación de «profetas por correspondencia», que han levantado la veda en el campo de la homi-lética, de la catequesis, de las experiencias litúrgicas y de la reflexión teológica, llevados de un furor edi-piano, comprensible hasta cierto punto, pero inaceptable desde una perspectiva eclesiológica e incluso pedagógica, ha servido en bandeja a los inmovilistas el pretexto necesario, para lograr el frenazo y marcha atrás que añoraban, desde que Juan XXIII autorizó que se pisara el acelerador de la renovación conciliar.

Si el terrorismo político, tal como demuestran los hechos, favorece la derechización de la sociedad y despierta el deseo de un salvador que ponga orden y concierto empleando una mano dura, el terrorismo pas to

292

ral, valga la expresión, ha sido uno de los aliados más valiosos con que han contado los partidarios de la involución eclesial.

El amontonamiento de dossiers, hábilmente elaborados, en el despacho papal, la información unilateral o selectiva proporcionada a los máximos dirigentes de la Iglesia, han creado el clima inmejorable para justificar el principio del final de la aventura. Claro es que las apelaciones verbales al Concilio continúan produciéndose, pero, poco a poco, como sucede en el plano civil, las disposiciones encargadas de concretar las directrices conciliares van recortando su dinamismo originario y cambiando la naturaleza del producto sin necesidad de cambiar el envase.

La promulgación de una Ley Fundamental de la Iglesia y el Nuevo Código de Derecho Canónico redondearán probablemente la operación, y harán que las aguas desbordadas vuelvan a su antiguo cauce.

Bajo el signo del «modelo polaco» de Iglesia

Junto a la tentación de una privatización del modelo de vida evangélica, aparece hoy en el horizonte, con un relieve especial, la tentación de un neo-nacionalcatolicismo, la oficialización a nivel universal de lo que ya se conoce con el nombre de modelo polaco de Iglesia (i).

(8) Véase el artículo de P. HEBBLE-THWAITE, «La Iglesia polaca, ¿modelo para la Iglesia universal? Concilium, núm. 161, enero de 1981. (Todo el núm. dedicado al tema del «Neoconservatismo» es de gran interés.)

También toca el tema Rafael AGUIRRE en su ponencia de la VII Semana del Pensamiento cristiano y Diálogo titulada:

El asunto es suficientemente serio, como para proferir unas cuantas críticas superficiales e irresponsables que proporcionen a su autor una credencial de audacia, siempre gratificante. Pero tampoco me parece evangélico adoptar un silencio, aparentemente virtuoso que, en el fondo, es fruto de un deseo instintivo de «no meterse en líos», en particular cuando uno es consciente de la debilidad de su empeño.

No obstante, opino que vale la pena exponer con sencillez y claridad algunas breves observaciones suscitadas por el afecto a una Iglesia a la que demostramos amor «porque no nos gusta».

La elevación al Papado de Juan Pablo II, habida cuenta de su personalidad vigorosa y de su experiencia personal de miembro de una Iglesia con características especiales, puede pesar fuertemente, dado el papel capital que desempeña el Romano Pontífice en la vida del Pueblo de Dios, en el futuro eclesial inmediato.

La Iglesia polaca ha sido históricamente uno de los principios con-figuradores de la unidad nacional, lo que ha producido una simbiosis entre Fe católica y conciencia nacional, ajena a la realidad sociológica de los países del mundo actual. Por otra parte, la imposición coactiva de un régimen comunista de cuño soviético, tras la segunda guerra mundial, ha marcado profundamente la conciencia católica.

El resultado de este complicado y secular proceso es que la Iglesia polaca se siente obligada a volcar toda su influencia cuando, a su jui-

«Obstáculos que impiden a la Iglesia hoy la fidelidad al proyecto eclesial de Jesús de Nazaret», incluida en el libro ¿Cómo construir la Iglesia del futuro?. Ediciones El Mensajero.

293

Page 147: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ció, peligra la existencia de la nación. Esto determina una politización de la Iglesia que, al menos vista desde fuera, traspasa los límites legítimos de una presencia activa en la vida pública, y atenta contra la autonomía del orden temporal.

Los recientes sucesos acaecidos, con ocasión de la revuelta de los trabajadores contra el régimen, me parece una prueba fehaciente de mi hipótesis.

La mezcla entre las reivindicaciones obreras, los retratos de Juan Pablo II y de la Virgen Negra; el protagonismo clerical a lo largo de la crisis; el encuentro de Juan Pablo II y Lech Walessa en el Vaticano, denotan, a pesar de todas las afirmaciones en contrario, una intervención clara de la Iglesia en el campo político.

Pretender convencernos de que la creación del sindicato Solidaridad tiene un sentido apolítico en la Polonia de hoy, que las reiteradas manifestaciones públicas de palabra y de obra de los obispos polacos han sido gestos puramente religiosos o pastorales, es dar por supuesto que somos retrasados mentales o adolecer de una candidez angelical. Seamos serios y llamemos a las cosas por su nombre.

Pero, entonces surgen los interrogantes: ¿por qué las preocupaciones y las amonestaciones por la politización de los grupos cclcsinlcs, obispos incluidos, que apoyan a In.s capas populares de Guatemala, El Salvador, Filipinas, etc., en un intento heroico de proteger sus derechos humanos más elementales, frente a los dictadores que profanan el nombre-de Dios, tratando de ponerlo de su parte y ultrajando la dignidad de sus hijos? Si hacemos caso, y en principio estamos obligados a ello, a las explicaciones oficiales, es por

el peligro a la contaminación comunista y a su manipulación en favor del marxismo ateo. La explicación objetivamente resulta bastante frá-gil-

Lo peligroso de esta nueva situación es que el modelo eclesiológico polaco se quiera proponer como paradigma, hasta donde sea posible.

Y este posible propósito nos atañe de lleno. Nosotros tenemos una larga tradición de nacionalcatolicismo que se remonta al rey Recaredo, y cuyos exponentes doctrinales más representativos han sido, tal vez, Marcelino Menéndez y Pelayo a nivel español y Sabino Arana en el País Vasco.

¿Intentará la cúspide eclesial frenar por la vía de la presión un proceso de sana laicidad, que es legítimo, teológicamente hablando, y adecuado a la realidad social por más que nos disguste? ¿Se empeñará, invocando el bien común temporal, en hacer prevalecer, en el ámbito legal, los intereses o derechos eclesiales sobre los derechos comunes de todos los ciudadanos? ¿Olvidará que, en el Concilio Vaticano II , dijo solemnemente que «es preciso que cuantos se consagran al ministerio de la palabra de Dios utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza...» y que la Iglesia no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición? (G. S. núm. 67).

No es posible prolongar más esta reflexión. Somos conscientes de su ineficacia inmediata. Es algo así co-

294

mo un balido de oveja en el interior de una discoteca metropolitana en una noche de sábado. Pero, aun así, merece la pena ser fiel a la voz de la propia conciencia.

Quiero concluir con unas palabras del «primer Pablo VI», en ef que fue quizá su más valioso documento magistral; la Encíclica Eclesiam Suam.

Después, las vacilaciones interiores de aquel gran Papa y el poder, hasta ahora insuperable, de la tela de araña tejida a su alrededor por el aparato curial, acabarían por frust rar sus primeras ráfagas de luz evangélica. Esas palabras resumen la actitud correcta ante el tema que ha sido objeto de nuestra reflexión.

iLas relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden revestir muchos aspectos diversos entre sí. Teóricamente hablando, la Iglesia podría proponerse reducir al mínimo tales relaciones procurando apartarse del trato con la sociedad profana.

Igualmente podría proponerse desarraigar los males que en ésta pueden encontrarse anatematizándolos y pro

moviendo cruzadas contra ellos. Podría, por el contrario, acercarse a la sociedad profana para intentar obtener influjo preponderante o incluso ejercitar en ella un dominio teocrático. Y así otras muchas maneras.

Parécenos, sin embargo, que la relación de la Iglesia con el mundo... puede configurarse mejor como un diálogo, en modo alguno unívoco, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias de hecho... Lo cual está sugerido por la costumbre ya generalizada de concebir así las relaciones entre lo sagrado y lo profano, por el dinamismo transformador de la sociedad moderna, por el pluralismo de sus manifestaciones, e igualmente por la madurez del hombre, religioso o no religioso, capacitado por la educación civil para pensar, para hablar y para tratar con la dignidad del diálogo- (9).

(9) Encíclica Ecclesiam Suam, número 72, Edición Editorial Católica (Ocho grandes mensajes).

295

Page 148: Mision Abierta - Desafios Cristianos

BENJAMÍN FORCANO

EL CRISTIANISMO COMO RELIGIÓN DE LA BURGUESÍA

Un abrazo honorífico, pero traidor

No hace falta insistir en algo que es evidente: la sociedad moderna, por lo que respecta a los países de Occidente y a cuantos de ellos han dependido, es una sociedad capitalista —o neocapitalista— dentro de la cual anida y pervive como en su ambiente propio el espíritu burgués.

Este espíritu burgués ha sido, ante todo, el espíritu que ha poseído a los que han suscitado y estructurado esta sociedad, prácticamente a los que han desempeñado en ella el papel predominante de dirección y dominio desde la plataforma irresistible de su poder económico: una minoría que, progresivamente, se au-toconsolidó como clase dominante y se autopresentó a la sociedad poco

menos que como modelo y cénit de la historia humana.

Pero junto a es'ta clase, la desposeída y dependiente acabó creyendo, por contaminación, que su suerte y grandeza estaba en aspirar a ser lo que la clase burguesa, acercándose cada vez más a ella.

En este sentido, no hay dificultad en admitir que «El espíritu de nuestros días, el que convierte en ruinas el viejo mundo, es el espíritu capitalista. El mismo que anima tanto al financiero norteamericano como al aviador, que domina nuestro ser por entero y rige la historia del mundo» (1).

Pero lo grave es que, a pesar de ciertas críticas y resistencias, este espíritu acabó por dominar al mundo cristiano y católico, apropiándose desde su propio sentido y medida la

(1) W. SOMBART, El burgués, 1972, p. 30.

296

legitimidad y hasta los honores de lo cristiano: «En la Ilustración se realiza y luego, en el curso de la época moderna, se afirma y absoluti-za el surgimiento de un hombre nuevo, el burgués; en consecuencia, el sujeto burgués se establece en la teología moderna gracias al liberal abrazo de ésta con la Ilustración... El burgués es el creador de esa «religión» que sirve —por así decir— de ornamento y escenario para las festividades de la vida religiosa, pri-vatissime et gratis, y que desde hace mucho tiempo es la usual y corriente en el cristianismo «normal» (2).

Una denuncia sin eco

El burgués tiene su propia religión, una religión que contradice lo más esencial del cristianismo.

¿Cuál no será la envergadura de este problema si afirmamos que la religión del burgués se ha convertido en la religión de casi todos —de casi todos los cristianos— y que en la conciencia de la mayor parte esta sinonimización se ha aposentado con entera naturalidad?

Es tanto el peso de la historia, tanto y tan grande el desvío que la Iglesia ha sufrido por la religión burguesa, tan connaturalizado nuestro pensar y obrar con el sistema y concepción burguesa, que difícilmente pueden hacer mella en nosotros palabras como éstas: «El talante de los cristianos por el capitalismo es la gran herejía de nuestro tiempo, herejía tanto más peligrosa cuanto menos formulada y más larvada ba-

(2) J. B. METZ, ha. je, en la historia y en la sociedad, 1979, pp. 41-46.

jo formas de ortodoxia doctrinal. Es la versión moderna de la hipocresía de escribas y fariseos que Jesús maldijo» (3).

Aquí el profeta va a ser un profeta de soledades, condenado por sus «patriotas» al olvido y al aislamiento, cuando no a la calumnia y persecución. El precio de su fidelidad al Evangelio es la revolución del sistema burgués y no el reformismo, pero esto a costa de sentirse alejado de su comunidad, olímpicamente menospreciado.

No en vano los cristianos hemos «digerido» las palabras de Jesús como unas palabras ahistóricas, que sólo sirvieron episódicamente para un lugar y unas gentes que les escuchaban. Para nosotros no rezan, y podemos considerarnos tranquilamente a salvo de ellas.

¿No rezan para nosotros aquellas palabras de Jesús: vuestro culto es vano, vuestra injusticia os hace hijos del diablo, sois servidores del dinero, necesitáis profetas que os halaguen?

Los cristianos, los de a pie y los de arriba, llevamos encima la deformación secular del cristianismo impersonal constantiniano y hemos pactado un connubio íntimo con el espíritu burgués. Por eso, necesitamos la voz certera de los profetas que descubren nuestra patología radical, aunque nosotros, por ceguera, por comodidad o por soberbia acabemos matándolos. Copio las palabras exactas de H. Gollwitzer: «Quien se haya decidido por motivos personales por un camino no reformista, sino revolucionario, dentro de los contextos y necesidades sociales, se habrá encontrado, como cristiano, en creciente alejamiento de su co-

(3) V. ConrNA, Cristianos por el capitalismo, en «Sal Tcrrae», agosto-septiembre, 1978, p. 647.

297

Page 149: Mision Abierta - Desafios Cristianos

munidad eclesial, al menos hasta hace poco tiempo. Sus hermanos cristianos no tenían interés alguno en la lucha en que él se incorporaba y que le exigía gran parte de su vida, e incluso suponía constantes sacrificios; de ellos no recibía refuerzo alguno, sino más bien estaban en fuerte contradicción, llegando a la excomunión en diversas formas. La contradicción existía en todos los niveles, tanto políticos como teológicos. A esto se añadía el ver a su Iglesia en el otro bando político, tanto la mayoría de sus miembros en su ratificación diaria (en la misa), como en su toma de posición oficiales, y esto apoyados en el Evangelio y mandato de Dios, a menudo incluso con la ingenua confianza de no estar actuando políticamente, es decir, apoyando a un determinado partido. Pero su negativa a la revolución social era en realidad una opción por el poder de clase. La Iglesia se hallaba en la lucha de clases únicamente a la derecha de la barricada. Si este cristiano y revolucionario no quería dejarse apartar de su ser cristiano, a pesar de esta masiva confirmación de la crítica marxista a la religión, se encontraba entonces ante la misma impugnación que Lutero conoció en su época: «¿Sólo tú eres sabio? ¿Todos los demás locos?» (4).

A cada cosa por su nombre

Tenemos la incurable costumbre de anunciar las verdades cristianas de un modo vago sin que nos comprometan personalmente. Siempre

(4) H. GOLWITZER, La revolución capitalista, 1977, p. 86.

creemos que, a la hora de aplicar una concreta verdad, la cosa va para el otro, la viga está en su ojo.

Por otra parte, al referirnos a nuestra sociedad concreta, si las palabras o juicios provienen de la alta jerarquía, fácilmente se quedan en lo genérico y abstracto, es decir, en el terreno de nadie. Y asi, nadie se da por aludido, todos podemos caminar tranquilos, sin poner en entredicho nuestra propia conducta. Ese magisterio —pretendidamente pero ilusamente neutral— está destinado de antemano al descrédito por parte de los «pobres» y a la manipulación cínica por parte de los «poderosos».

El espíritu burgués es anticristiano, pero he dicho que anida en los corazones de unos y otros cristianos, en los de «arriba» por cálculo y defensa sistemática, en los de «abajo» por imitación, aprendizaje, envidia u otras causas.

Sin embargo, quiero hacer notar que los que poseen y «cultivan» el espíritu burgués son los que, desde la estructura económica y política, tienen el poder de generarlo, inculcarlo, defenderlo, propagarlo, ensalzarlo, sacralizarlo.

Y éstos son los que, en definitiva, amparan y defienden un proyecto de sociedad obviamente inhumana y, por supuesto, anticristiana. Pueden estar de buena fe, pero su «equivocación» es objetiva y críticamente insostenible. Y a esto debe contribuir el anuncio de un Evangelio radical.

En una reciente encuesta de MISIÓN ABIERTA (5), la HOAC constataba, dentro del catolicismo español, cuatro grandes grupos de católicos españoles: reaccionarios, conservá

is) Cfr. «Misión Abierta»: Ser cristianos en la actual sociedad española, n.° 1, 1979, pp. 14-16.

298

dores, liberales-reformistas, revolucionarios. A la base de cada uno de ellos estaban, lógicamente, una serie de factores: clase, educación, opción política actual, modelo particular de cristianismo e Iglesia, etc.

Pero lo relevante de esta clasificación venía dado por el lugar de pertenencia de esos grupos:

Reaccionarios: «La mayoría de estos católicos pertenecen a las siguientes clases sociales: aristocracia terrateniente y latifundista; pequeña burguesía tradicional, compuesta por campesinos familiares, pequeños empresarios familiares, pequeños comerciantes, profesionales de profesiones liberales, rentistas y bastantes miembros de la burguesía capitalista.»

Conservadores: «La casi totalidad de los católicos conservadores pertenecen a la pequeña burguesía tradicional y a la burguesía capitalista en todas sus fracciones.»

Liberales-reformistas: «Pertenecen casi en su totalidad a los sectores más progresistas de la burguesía capitalista, a la nueva y pequeña burguesía compuesta por técnicos, intelectuales, profesores, administrativos.»

Revolucionarios: «Militan en las formaciones políticas de izquierdas o dan su apoyo a ellas. Pertenecen, en su mayoría, al proletariado industrial y a la nueva pequeña burguesía.»

En los tres primeros grupos la educación de sus miembros está imbuida, no por igual, por la teoría práctica del nacionalcatolicismo, una aceptación recortada de las consecuencias de la revolución burguesa, aceptación sin reservas del sistema capitalista, visión intimista y verti-

calista de la fe, desconocimiento de la dimensión polftica del mensaje cristiano, apoliticismo y neutralidad política de la Iglesia, etc.

En el grupo cuarto, el de los revolucionarios, la educación está marcada por una lucha contra la dictadura en las organizaciones obreras y en el movimiento ciudadano, por un rechazo del sistema capitalista como radicalmente injusto, por un reconocimiento explícito de la dimensión política del mensaje cristiano, etc.

No hay mayor reto, para la Iglesia de hoy, que desenmascarar al peligrosísimo sujeto que dentro de ella se ha infiltrado y que pretende suplantar al sujeto cristiano. Ese sujeto es el burgués.

¿Puede la Iglesia enfrentarse consigo misma reconociéndose burguesa?

Mal asunto éste cuando sobre el punto más vivo del burgués, la propiedad privada, la Iglesia ha puesto el sello de «intocable y sagrada.»

Claro que la encíclica Populorwn progressio tiene otro juicio y medida: «La propiedad privada no constituye, para nadie, un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario» (6).

Por lo menos, puede oírse ya que el sistema, sobre el que descansa el burgués y del que se alimenta, es connatural con la dictadura y con la deshumanización: «Por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la sociedad ha sido construido un sistema que considera el provecho como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley

(6) Populorum progressio, n.° 23.

299

Page 150: Mision Abierta - Desafios Cristianos

suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones correspondientes. Este liberalismo sin freno, que conduce a lá dictadura, justamente fue denunciado por Pío XI como generador de «el imperialismo internacional del dinero» (7).

Hay profetas de nuestro tiempo, y en nuestra Iglesia, a los que nadie que tenga un mínimo de vergüenza, puede dejar de admirar. Uno de ellos escribe: «Creo que el capitalismo es "intrínsecamente malo": porque es el egoísmo socialmente institucionalizado, la idolatría pública del lucro por el lucro, el reconocimiento oficial de la explotación del hombre por el hombre, la esclavitud de los muchos al yugo del interés y la prosperidad de los pocos. Creo que hoy sólo se puede vivir sublevadamente. Y creo que sólo se puede ser cristiano siendo revolucionario, porque ya no basta con pretender "reformar" el mundo. Los providencialismos desencarnados, los neoliberalismos y neocapitalismos y ciertas neodemo-cracias y otros sosegados reformis-mos que mienten o se mienten —cínicos o bobos— sirven únicamente para salvar el privilegio de los pocos privilegiados a costa de la productiva sumisión de los muchos muertos de hambre. Y, por eso mismo, me parecen objetivamente inicuos.

Una cosa he entendido claramente con la vida: las derechas son reaccionarias por naturaleza, fanáticamente inmovilistas cuando se trata de salvar el propio tajo, solidariamente interesadas en aquel Orden que es el bien... de la "minoría de siempre"» (8).

(7) Cfr. Populorum progressio, n.° 26. (8) P. CASALDALIGA, YO creo en la justi

cia y en la esperanza, 1977, pp. 179-181.

Un sujeto por convertir: una Iglesia de clases

El idealismo de muchos cristianos generosos puede estrellarse, con frecuencia, contra la realidad, puede volverse agresivo o anárquico, o puede tornarse estéril y escéptico si no tiene a la vista algo que pende de la trama histórica de la Iglesia.

Este algo es un hilo que teje y da consistencia a la gran tela del cristianismo, tal como se ha desarrollado y funciona actualmente.

Este hilo, secreto pero irrompible, comienza a formarse cuando la Iglesia asiste, de la noche a la mañana, a una enorme expansión de sí misma, por decreto de Constantino, y por otros muchos «decretos» de emperadores posteriores.

Esa expansión fue inmediata y masiva, pero exterior e irreal, sin que proviniera desde dentro, desde la raíz de un sujeto cristiano, auténtico seguidor de Jesús, que supusiera el crecimiento y configuración de una vida social y comunitaria de acuerdo con los principios del Evangelio.

No fue así la cosa, sino al contrario. Una sociedad no cristiana, con ideas y estructuras particulares, entra de golpe en la Iglesia, con su emperador al frente y, aunque no lo diga, mantiene inmodificable su radical tenor de vida.

Esa sociedad estaba organizada y estaba organizada como una sociedad de clases. Tal organización no iba a ser suplantada ni transformada por otra de la noche a la mañana. Quedaba como una sociedad válida, con la que había que caminar hacia adelante y que iba a ser, por lo menos oficialmente, cristiana. Sociedad no cristiana, prácticamente no cuestionada ni modificada, que se

300

erigía con el nombre de cristiana y de la que, prácticamente, resultaban cristianos todos los ciudadanos del imperio.

Ahí está la explicación de por qué la mayor parte de los cristianos no dudaron en aceptar con normalidad esa sociedad clasista, sin criticarla ni impugnarla como contraria al Evangelio.

Al aceptar como connatural la organización y cultura de esa sociedad, los cristianos, como ciudadanos de ella, la tuvieron como buena. Y tuvieron como bueno el que, dentro de ella, se consolidara un estamento eclesial superior, de poder, autoridad y enseñanza —paralelo al civil— y otro inferior, de dependencia y pura receptividad.

Era, a escala interior, la copia y reproducción del modelo estructural de la sociedad.

Y así la Iglesia comenzó a desvanecerse como comunidad viva de Jesús, de los que en El creían, como hermanos, en unión de corazones y de bienes, para fortalecerse como sociedad de clases, desigual, dividida y opuesta.

Y la clase superior, la dominante, haría su teología y crearía su espiritualidad, pero filtradas desde los presupuestos intocables de su poder y dominio.

En el fondo, el Evangelio de Jesús iría dirigido al individuo, como una unidad solitaria y cerrada, pero sin que tal Evangelio pusiera en cuestión la existencia del orden social y político. El sujeto receptor y convertible era el individuo, no la sociedad.

Como consecuencia, la Iglesia ha hecho siempre —salvadas las distancias y situaciones y las honrosísimas excepciones de muchas personas y grupos— lo mismo: defender el orden existente. No ha sido jamás revolucionaria, sí reformista, enten

diendo por tal toda' iniciativa a introducir mejoras sociales dentro de un sistema dominante, pero sin pretender superarlo: «En la realidad eclesial podemos observar las fatalidades del reformismo: visión de la realidad social desde la perspectiva del sector privilegiado, a pesar de todos los disimulos, disfraces e ilusiones de mejora; cura de síntomas, difuminando la pregunta por sus causas, limitarse a un llamamiento moral en lugar de unirlo a la lucha por un cambio de estructuras; justificación de lo establecido, en lugar de cuestionarlo, canalización y no fomento de alternativas; estrechas relaciones personales, institucionales y financieras con las clases burguesas y, a través de ellas, corrupción de la libertad de la Iglesia proclamada teóricamente; ausencia de protestas y reacciones contra los pecados del sistema (ejemplo: colonialismo y neocolonialismo), etc. (9).

Una complicidad que debe acabar

¿Sería mucho pedir que cuantos intentamos de verdad ser cristianos cayéramos en cuenta, de una vez para siempre, del peligro de haber llegado a dar como buena la identificación entre cristianismo y religión burguesa, de haber permitido una conciliación triunfal entre ambos?

¿Seremos capaces de no seguir prestándonos, con nuestra artificial ceguera, a este juego? ¿Acertaremos a comprender que las críticas hechas al cristianismo, desde una y otra parte, por unos y por otros, van más

(9) H. GOLWITZER, ídem., p. 84.

Page 151: Mision Abierta - Desafios Cristianos

que nada contra la religión burguesa, contra su pretensión de dejarnos sin cristianismo?

La religión burguesa ha carcomido nuestro patrimonio y nos lo ha embargado a trueque de usar nuestro nombre. Fuimos cristianos y nos encontramos viviendo como burgueses: «Bajo el velo de la religión burguesa se abre en medio de la Iglesia un desgarrón entre las virtudes me-siánicas del cristianismo que la Iglesia pública proclama, prescribe y cree (conversión y seguimiento, amor y disposición para el sufrimiento) y las efectivas valoraciones y orientaciones vitales de la praxis burguesa (autonomía, propiedad, estabilidad, éxito). Por debajo de las prioridades del Evangelio se practican las prioridades de la vida burguesa. Bajo la apariencia de la conversión y el seguimiento en que cree, el sujeto burgués —con una connaturalidad para él mismo indigesta— se establece con todos sus intereses y todo el futuro» (10).

El santuario de la religión burguesa

Por supuesto que la opresión de unos hombres por otros no es exclusivamente económica ni que, en la clase opresora, hay que colocar sólo a los que son dueños de los medios de producción.

Pero eso no quita para que se pueda afirmar tranquilamente que el santuario sobre el que se levanta la religión burguesa sea el capitalismo moderno: «Un sistema en que los instrumentos y utensilios, las estructuras y los stoks de bienes por

(10) J. B. METZ, «Religión mesiánica o burguesa», en Concilium, mayo 1979, p. 251.

medio de los cuales se realiza la producción —el capital, en una palabra— son predominantemente de propiedad privada o individual (incluidos aquí los particulares unidos como propietarios conjuntos bajo la forma de una sociedad anónima o compañía mercantil, en donde la propiedad de cada individuo está separadamente singularizada bajo la forma de acciones). Es un sistema de «empresa privada». En él hay una separación estructural entre el «capital» y el «trabajo». Unos son los propietario del capital y otros los que trabajan haciendo productivo ese capital» (11).

Este planteamiento de la economía, en la sociedad moderna, hace que los medios de producción se concentren relativamente en pocas manos, con lo cual la mayor parte de la población carece de capital, se ve obligada a trabajar para los propietarios en condiciones tales que éstos pueden acumular constantemente, para sí, nuevos bienes y beneficios.

Estos beneficios sobrantes no controlados por la población trabajadora ni repartidos equitativamente originan la clase poderosa y dominante y también, cómo no, la clase desposeída y dominada.

Y sobre ese hecho, no cristiano, surge y se estructura una sociedad de clases, por necesidad: opresiva, antagónica y conflictiva. Y ese orden social será defendido por la clase dominante por todos los medios y utilizará todos los «argumentos» para presentarlo como natural, justo y divino.

1. Culto del individualismo

Dentro del santuario de la religión burguesa existe un altar sobre el que

(11) J. M. DIEZ ALEGRÍA, «Derechos humanos, liberalismo y capitalismo burgués, en Misión Abierta, octubre 1978, p. 24.

302

se rinde culto al individuo. En la sociedad burguesa rige un principio intocable: el libre cambio. Tal principio no puede funcionar con eficacia si el sujeto humano —-en este caso el sujeto burgués— no se considera a sí mismo como un sujeto aparte, autónomo y autosuficiente, que debe abrirse camino en la vida a través del propio esfuerzo, sin contar prácticamente con los demás. El individuo humano es lo que él pretenda y se proponga ser. Su suerte está en sus manos.

2. Bajo la ley natural y racional del egoísmo

La conciencia de la propia autonomía y autosuficiencia va a estar alimentada por la ley natural del egoísmo. Cada individuo es y debe ser radicalmente egoísta.

El egoísmo es, pues, una ley universal que a todos nos posee y dirige. Esa ley es la única adecuada para regir armónicamente la convivencia y el bien común. No puede ser sustituida ni entorpecida por ninguna otra. Cada uno, movido por su egoísmo, actúa, trabaja, lucha. ¿Para qué? Para asegurar su bien, su seguridad, su riqueza, su lucro, su prestigio, su influencia. La meta última del individualismo es aupar y consolidar al máximo el yo (individual, familiar, social, político).

3. Bien común = enfrentamiento y concurrencia de egoísmos

El Estado moderno, dentro de esta concepción, proclamará la igualdad de todos los sujetos humanos y retendrá para sí el deber de vigilar para que se cumpla ésa igualdad ante la ley.

Pero ésa será una proclamación abstracta y una vigilancia estéril. El funcionamiento práctico de la sociedad se desenvolverá bajo la marcha

incontenible del egoísmo activo de los ciudadanos.

Si cada uno es una individualidad autónoma y cerrada, si cada uno debe velar por sí mismo, los otros aparecen inmediatamente como seres extraños y lejanos, como enemigos que están al acecho para combatirle, para no dejarse dominar. La convivencia aparece asi en términos de oposición y competencia, de rivalidad permanente y no en términos de asociación y colaboración. Cada uno es una isla frente a la isla de los demás, y esa isla hay que defenderla y ampliarla desconfiando de los demás. Como muy bien dijo el «Che»: «La sociedad individualista se convierte en una carrera de lobos, donde sólo se puede llegar sobre el fracaso de los otros» (12).

4. Hacia el imperio del más fuerl*

El supuesto básico de la sociedad burguesa es la desigualdad, desda la que unos actúan como propiet lirios y otros como desposeídos. Unn desigualdad ratificada por una filosofía que da carta blanca al individualismo más egoísta.

Que el sujeto humano, pudiendo o en cuanto pueda, practique el dominio y explotación de los demás, será una simple consecuencia y aparecerá como lo más natural del mundo. Ese mundo económico y social está regido por unas leyes que, de antemano, se las han declarado como naturales y sagradas.

Si hay explotadores lo serán por suerte, o por naturaleza, o por gracia de Dios. Lo mismo que si hay explotados.

5. El mesianismo burgués: planificar al hombre

La religión burguesa es un combl-

(12) CHE GUEVARA, Obras completas, II, p. 370.

KM

Page 152: Mision Abierta - Desafios Cristianos

nado de poder económico e ideológico. El sistema que ella propugna representa una degradación y aniquilación del individuo como persona. Por eso, la consecución de sus objetivos no puede hacerlo sin que, en su camino, se encuentre con la resistencia de la dignidad humana.

Pero el nuevo capitalismo no entiende de dignidades humanas ni de derechos humanos. Y, por exigencia misma del sistema y de la situación, se lanza a asegurar el dominio del hombre.

Este dominio consiste en mermar constantemente su subjetividad personal, sus derechos a pensar y obrar autónomamente, su preocupación por la justicia y por cuantos valores son auténticamente humanos, pero que no presentan utilidad inmediata.

El sistema capitalista pretende hacer del hombre un ser esclavo, que obedezca dócilmente a sus consignas y normas, que crea realmente que su felicidad está en adorar el consumo material, en tener y satisfacer más y más necesidades artificiales, en creer que su verdadero valor está en el dinero, en ser apto para conseguir mercancías.

Cuando el hombre se resiste a entrar en este mundo, a interiorizarlo, se ponen en marcha las ingentes persuasiones económicas y comerciales y, en último caso, también las persuasiones policíacas y represivas: «El móvil último de la planificación total que caracteriza al capitalismo cibernético es éste: extirpar del hombre la conciencia de sí y convertirlo en un sujeto pasivo y dócil a la manipulación» (13).

(13) H. SAÑA, «El nuevo capitalismo o el hombre planificado, en Misión Abierta, diciembre 1977, p. 11.

El burgués no tiene más religión que la burguesa

Porque religión burguesa es la que él practica, por más que quiera ponerle máscara y nombre de cristiana.

¿Qué tiene que ver todo lo que acabamos de describir con el seguimiento de Jesús? ¿No exige éste vivir como Jesús? ¿En qué momento de la vida o enseñanza de Jesús aparece confirmado un solo rasgo de la religión burguesa.

Esta es una religión de privilegiados, para los aristócratas del dinero y del poder, que son incapaces de entender —prácticamente— lo que significa justicia y fraternidad, amor y solidaridad, misericordia y compromiso, comunidad y progreso, lucha y esperanza.

Para éstos la religión de Cristo es un adorno innecesario, un elemento adicional, una curiosidad histórica que puede ostentarse en el museo de la propia casa.

Pero no tiene nada que ver con la vida pública, con el prójimo, con la justicia, con el futuro. Todo eso es ajeno a la religión de Cristo, lo tienen ellos ya resuelto en virtud de sus propias leyes, que son inalterables.

El burgués no ha heredado nada de lo auténticamente cristiano, pero —he aquí otra falacia— se presenta como legítimo heredero de los valores tradicionales y, por consiguiente, como conservador.

El burgués ha roto con la tradición más pura del cristianismo, con sus más genuinos valores, para presentarse a sí mismo como pseudo-portador de esa tradición.

304

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO

LA "UNDERGROUND CHURCH" ESPAÑOLA. EL CATOLICISMO CASTIZO COMO ÚNICO LUGAR SOCIAL

La Iglesia española como poder dominan te

Sin duda alguna, es perfectamente justa la respuesta que se viene dando a la pregunta sobre el lugar social de la Iglesia en general y más específicamente de la Iglesia española, diciendo que es el lugar del poder y de las clases dominantes. Más vale partir de una afirmación así de clara desde el principio, pero creo que necesita de algún tipo de matización igualmente neta e inmediata: históricamente hablando, la Iglesia ha sido aquí ella misma el poder y la clase dominante de un modo harto singular.

En España, en efecto, no se ha dado precisamente ese esquema del poder eclesiástico que en occidente se ha llamado teocracia o agustinis-

mo político. Es decir: la asunción de lo temporal en lo teológico, de lo civil en lo canónico, y del Estado en la Iglesia para la utilización de aquél como instrumento para los propósitos metasociales de ésta, sino que se ha dado una perfecta simbiosis Iglesia-Estado o Estado-Iglesia al modo oriental, judío o islámico.

Esto es: que no ocurre que la Iglesia haya instrumentalizado al Estado para sus propios fines o que el Estado haya utilizado a la Iglesia como el josefinismo austríaco, por poner un ejemplo convencional, sino que en realidad el Estado, al igual que la sociedad y la cultura enteras, ha sido aquí expresión y forma de una religión de la casta, biologi-zada, socializada y nacionalizada, y que la realidad total de lo hispánico ha sido, así, religiosa sin que una sola parcela de esa realidad haya sido abandonada o permitida a lo laico.

305

Page 153: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Ser español es ser cristiano

Esto ha sido así porque, a la inversa, el carácter primordial del catolicismo hispánico es que la fe cristiana, más que una actitud personal de adhesión a la persona y a las enseñanzas de Cristo, se ha traducido por la simple pertenencia a la casta, a la «gens hispánica», a la condición de españolidad.

Queda definida por esa pertenencia, y, en último término, son la figura nacional y gentilicia y la casta misma las que determinan esa fe: la casta, que, a finales del siglo xv, se alzó con el poder político-social sobre las otras castas —la hebrea y la islámica—, a las que aplastó, y que se definió a sí misma como la única española, pero también como la única cristiana; de manera que ser español era ser cristiano, y, para ser ambas y la misma cosa, no sólo era preciso no pertenecer a las otras dos castas o sangres sino también no guardar ni reliquia de sus modelos culturales, y había, además, que aceptar positivamente el modelo antropológico entero de la casta vencedora: la de los cristianos viejos.

Y había que desposar, por lo tanto, sus hábitos mentales y de comportamiento y sus modos de estar en la historia y en el mundo: desde el vestido o la comida y la lengua o el habitat hasta las categorías estéticas o morales, y, desde luego, el entendimiento castizo y la castiza historificación de la fe cristiana que esa misma casta triunfante había llevado a cabo y que llegó a ser tan delirante como lo muestra la contestación del rey y del conde de Salazar en su nombre, cuando, en 1610, se trató de la expulsión de los moris-mos. Los obispos habían informado a su majestad de que los moriscos que vivían en sus diócesis eran ex-

306

celentes cristianos de vida pura y de una piedad religiosa por encima de la de los cristianos viejos, pero la contestación del conde de Salazar fue muy contundente: ser cristiano era pura y taxativamente comer tocino, beber vino, «hablar en cristiano», o sea, en castellano —y no en idioma que el castellano no entendiera y que era «algarabía»— y no tener relación alguna con las gentes de su misma sangre, «pues no basta lo que prueban de que frecuentan los sacramentos».

El ser cristiano, en este universo hispánico del xv en adelante, viene definido por esas notas antropológicas. En primer lugar, como queda dicho, por la pertenencia a la casta y sangre limpia, descendiente de godos y sin mezcla alguna de tara islámica o judaica, pero también sin señal de ningún tipo de toda una vi-vidura, una existencialidad y una forma de ser y de estar en que aparezcan gestos o vislumbres culturales o antropológicos que se entiendan vinculados a esas dos castas no cristianas: por ejemplo, el trabajo manual, que no sea el cultivo de cereales de secano —el del labrador o labrantín—.

Y ser cristiano es que no se ande probando el filo del cuchillo con la uña antes de degollar a un animal, ni se le quite el nervio ciático a la pierna de carnero, ni tenga frío después de comer, ni se mude de camisa el viernes, ni se enciendan candiles, ni se coma de «adafina» u olla puesta a cocer el día anterior, o lechugas, tomates y otras hortalizas, que a los ojos de los cristianos viejos no servían gran cosa a «la humana sustentación»; o comer, por el contrario, los menudos del cerdo sin angustia en el corazón ni bascas en el estómago, como se suponía oue debían sentir, y de hecho sentían,

islámicos y judíos, y que, por eso mismo, se llamaban con fruición «duelos y quebrantos».

Ser cristiano, en fin, era ser altanero y seguro y no tímido y apocado, ni un «don-nadie» como Juan de la Cruz, por ejemplo. Es decir, no ser mudejar, que significa «hecho como carne de pollo» o gallina, lo cual era lo propio de los más bajos y viles villanos: es decir, todos los aplastados y menesterosos.

La Inquisición española

La Inquisición —un tribunal que sólo de manera muy formal y jurídica tenía que ver con la vieja Inquisición papal destinada a reprimir la vieja herejía catara— era el instrumento de vigilancia y alambicamiento de todas estas esencias o valores verdaderamente ontológicos, en la época y mucho después: la España católica o del cristiano viejo, las vejeces católicas, el cristianismo rancio, la españolidad de pura cepa, etcétera.

Y, como era un tribunal castizo o de la casta, era un tribunal necesariamente popular y funcionaba exactamente como una instancia demagógica y un tribunal revolucionario popular: la última criadita, el último labrantín de sangre limpia tenían en verdad en sus manos la suerte de los más altos personajes y podían procurarles su ruina si, un día, iban a comunicarles a los señores inquisidores que los tales ilustres encopetados sujetos o un vecino con el que se habían tenido roces sabadeabah o cabeceaban o utilizaban aceite o grasa no de cerdo en sus guisos.

Esta posibilidad de actuación de tan humildes personas era, ciertamente, una compensación a las frus

traciones de la vida de esos seres humanos situados en lo más bajo de la escala social, y otro tanto ocurría con el demagógico espectáculo de los autos de fe en los que, además de ofrecerse teatralidad, colorido y sensaciones fuertes de indudable índole sado-erótica, la naciente y escasa burguesía de la época, la clase intelectual o prelados y altos caballeros y señores eran humillados y aplastados en presencia del pueblo llano y miserable, pero de casta limpia, que entonces daba suelta a todas sus inquinas, envidias y frustraciones sociales, económicas y existenciales acumuladas durante toda una vida, y sentía como un desquite el poder y la seguridad de su condición limpia y «honrada» por baja que fuera y pisoteada que estuviera.

El bracero blanco, el trabajador explotado y frustrado de raza blanca y el miembro de la clase media baja de igual color en los Estados Unidos sienten igualmente como una compensación a toda su vida de humillaciones y derrotas o sueños inalcanzables su orgullo de raza; y este mecanismo psicológico es el mismo que se explotó en el Tercer Reich para fomentar el antisemitismo, o el mismo que funciona en las democracias populares para sublimar las frustradas esperanzas o el peso de una vida de trabajo sin gratificación personal alguna.

Así que la Inquisición, que además utilizaba el sentido de la conciencia de pecado y de caída en la herejía para procurarse adhesión y eficacia, ni siquiera precisaba echar mano de coerciones externas —que también utilizó, desde luego— para convertirse en el dueño absoluto del poder social y compartir en situación de fuerza el poder político y el eclesiástico, v "ara ser desde luego

307

Page 154: Mision Abierta - Desafios Cristianos

la expresión suma de la ortodoxia cristiana. Y, de esta manera, no sólo conformó las conciencias sino los hábitos psicológicos y culturales, desgarró en dos partes a la misma Iglesia —liquidando a una de ellas— al igual que desgarraba a las familias, sucumbió al racismo y construyó un talante «católico» en perfecta disonancia y oposición a los valores evangélicos.

Es preciso decir todo esto con la máxima claridad, sobre todo ahora cuando una contemplación académica y tecnológica de la institución inquisitorial como de otras realidades: campos de concentración o reordenaciones urbanas o limpiezas de guerrilleros, considera que es muy científico y distinguido y especialmente objetivo el ser comprensivos con los horrores de la historia, como si la objetividad histórica fuera otra cosa que lealtad con los hechos.

Y es preciso decirlo también, si es que se quiere entender algo del catolicismo español sin recurrir al mero verbalismo tan de moda, estos años, del «nacionalcatolicismo» (1).

(1) Digo que la expresión «nacional-catolicismo» es un mero verbalismo porque no expresa sino que el catolicismo es un componente o factor cohesivo de lo nacional; lo cual es verdad en España, pero también en otras partes. Como en Polonia, pongamos por caso. Lo específico del catolicismo español es que, como digo en el texto, es castizo, es decir, biológico, racial y antropológico y dispensa o puede dispensar de toda personalización de la fe, de toda creencia. Es suficiente que se acepte el hecho histórico de lo católico y no se traicione a la casta, pensando de otra forma o comportándose de otra manera. Y, por supuesto, quien no pertenece a la españolidad, expresada en la casta,, no puede ser cristiano o sólo lo será si se asimila totalmente y un poco más a los cristianos viejos. Y aun así resultará sospechoso. Quienes estaban encargados de escoger los consejeros de Carlos I no miraban, por eso, la competencia, sino si los candidatos eran de sangre limpia y

Es necesario decir, en suma, no que la Iglesia ha sido un poder en España y que, por lo mismo, su lugar social es el de las clases dominantes, sino que era el poder y que fuera de su ámbito no había lugar social posible.

Las dos Iglesias

Pero ya he dicho que esa Iglesia española quedó desgarrada en dos, porque, efectivamente, hay dos Iglesias; y, si ello no suele subrayarse pero ni siquiera aludirse, eso ocurre por intereses ideológicos incluso inconscientes, pero también porque la historia académica hasta ahora —como la cultura en general— no ha sabido sino referirse a la historia de los triunfadores y poderosos, que, ciertamente, han movido el molino de la macro-historia.

Pero hoy ya estamos muy lejos de estas categorías y no sólo prestamos mayor atención a la historia existen-cial o a la económico-social y a su conexión con las ideologías, sino también a la historia de «los-sin-his-toria», y a la historia como «memoria passionis», ésto es, como historia del sufrimiento de quienes soportaron la historia y pagaron la factura de ésta con dolores y miedo, trabajo inhumano y enfermedad, hambre y silencio, y con su propia muerte. Kafka dio su nombre, hace ya muchos años: los pobres. Pero también sus asimilados: los aplastados, los oprimidos, los vencidos, los despreciados por cualquier razón o este-

de «linaje de labradores». Es decir, del propio corral. Y esto sigue en nuestros días, aunque la noción de «casta» se haya, digamos, «espiritualizado» un poco. Pero entrar en esta discusión nos llevaría lejos y fuera del tema de estas páginas.

308

reotipo de la clase y de la estructura dominantes.

Y, ciertamente, hubo en España una Iglesia que ocupó el lugar social de todos ellos: una «under-ground church» a la que tocó perder, exiliarse, callar, sufrir y ser aplastada. Y fue esta Iglesia la que preservó los valores evangélicos, antinómicos, como decía, de los de la Iglesia de la superficie y triunfadora que conformó a la casta, al cuerpo social entero, que, por eso mismo y todavía ahora, encuentra tanta dificultad en reconocer y en admitir como cristianos esos valores evangélicos. Todavía, en estas kalendas.

El fenómeno religioso de los conversos

Obviamente, entonces, los hombres y mujeres que constituyen esa «underground church» vienen todos ellos desde fuera de esa religión o fe castizas que son las de la Iglesia establecida: son conversos. Son conversos, efectivamente, y de manera específica vienen del judaismo. Es decir, que son hijos, nietos y descendientes en cualquier otro grado de tornadizos, marranos o cristianos nuevos. Es decir, de judeo-conversos que habían abrazado el cristianismo al final de una verdadera «metanoia» religiosa, recorriendo el mismo camino de Damasco de Saulo y que habían quedado fascinados precisamente por la religiosidad interior, el primado de la caridad, el cristo-centrismo y el sentido de liberación de la Ley que hay en la teología paulina. Y, evidentemente, otorgaban una importancia central en la vivi-dura de su fe a la Escritura: al Evangelio como Ley Nueva de modo peculiar, y no a las Sumas y a los cá

nones medievales; y ni siquiera a los Padres de la Iglesia.

El misticismo español

Varios de estos hombres se lanzaron, así, a una vida interior y mística en busca de la Absoluto, pero en modo alguno dejaron de estigmatizar al mundo inhumano en que vivían —que es «asco» y «mentira», decía Teresa de Avila— ni de luchar contra la Iglesia-Estado o Estado-Iglesia y la sociedad de su tiempo que encontraron intolerables y radicalmente no cristianos. Y que lo eran, ya está dicho.

Francisco Márquez Villanueva muestra, con razón, su extrañeza de que, prácticamente hasta el más inmediato presente, un fenómeno histórico y sociológico de tanta y tan perturbadora entidad como el del misticismo español haya podido estar enmascarado y trucado:

«Reviste proporciones de escándalo —escribe— la ignorancia en que hemos estado acerca de la verdadera naturaleza de la literatura ascé-tico-mística cuyo mero existir es, en conjunto, un fenómeno a contrapelo de la orientación oficial y mayori-taria. Quien se toma, hoy, el trabajo de leer con alguna inteligencia los escritos de Santa Teresa, Fray Luis de León, Fray Diego de Estella, San Juan de Avila y tantos otros, encuentra en ellos diversos matices de idéntico despego hacia la vida eclesiástica al uso, hacia la imposición violenta de la fe, el cesarismo estatal, la limpieza de sangre y la Inquisición, que (cosa harto notable) rara vez se dignan de mencionar en propios términos.

Tenían aquellos hombres y mujeres el doloroso anhelo de una sociedad sin castas, un Estado sin violencia y una Iglesia incorpórea, des-

3(W

Page 155: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ligada de toda estructura de poder temporal. Desilusionados a priori con la acción (que, por otra parte, les estaba totalmente vedada) se limitaron, por ello, a practicar sus ideales en el círculo estricto de lo personal, con absoluta renuncia a la actividad utópica o revolucionaria. Pero no, por esto, dejan de constituir casos de latente conflicto con el medio en que vivían. Bien mirado, venían a ser una especie de anarquistas, que, con los ojos fijos en otra vida, podían esperar literalmente hasta el día del Juicio para presenciar la más hermosa, radical y perfecta de las revoluciones».

Pero yo no estoy tan seguro, desde luego, de que esta esperanza es-catológica de estos hombres pretenda subsumir, en el más allá de la historia, el dolor y la injusticia del aquí y ahora. La prueba está en que protestan de éstos y ponen su piel en ello. Incluso la lectura de estos hombres ha sido luego tan pía y convencional que nos ha enmascarado también la inmediatez y el riesgo de aquellas palabras y su lanzamiento como piedras a la estructura político-eclesiástica.

Y, así. Fray Luis, por ejemplo, se vale de la imagen del mal pastor para trazar un cuadro a la vez soberbio y terrible de la España que le tocó vivir: «un reino —escribe él— donde unos reciben demasiados honores y otros demasiadas afrentas», «un cuerpo enfermo cuyos humores no congenian» y en el que grupos enteros de españoles son españoles de segundo orden, maltratados y pisoteados como «ganado roñoso y generación de afrenta que nunca se acaba».

Hay, sobre todo, en «Los nombres de Cristo», como en tantos otros escritos de estos hombres y mujeres o en la actitud existencial de su vida.

un talante que no escapó a los ojos de la Inquisición: éstos eran hombres anti-violentos y misericordiosos, no tenían en nada ser hidalgos y despreciaban ser señores —Teresa de Jesús no quiere que ni siquiera en las cartas la pongan «señora» o «doña»— y tenían sentido «del otro», y los punzaba el sufrimiento de la miseria especialmente el de los niños, por ser más atroz que ningún otro ya que su vida no valía nada.

Se alzaban, sobre todo, contra la represión inquisitorial, contra las penas físicas y pecuniarias de los considerados heréticos; y, en 1610, por ejemplo, el Dr. Picado de los Palacios denuncia un pasaje de «Los nombres de Cristo», porque «finalmente llama error y mal consejo el tener los confesos excluidos de las Iglesias, de estatutos y de los colegios, e quiere que todos sean iguales e que puedan entrar en las inquisiciones, y éste es el lenguaje común de todos a quienes toca esta mala raza y se opone todo esto a la nobleza y a la sangre limpia, y, más, a los santos tribunales de la Inquisición».

Fray Luis caía directamente, en efecto, en aquella conducta que era vituperada en la Iglesia entera y que un inquisidor foráneo y no hispánico, como Alberghini, definía muy netamente en su «Manual de inquisidores»: la de los que vertían alguna proposición que fuera escandalosa u «ofensiva a los oídos píos» en estos dos casos: «si se da a otro una ocasión de error, o de sentir mal acerca de la fe». Y ponía un ejemplo: afirmar que «los heréticos deben ser tolerados y que no se los debe matar». Pero lo mismo ocurría si alguien tenía piedad de tantas familias arruinadas económicamente por las confiscaciones inquisitoriales, enviaba un poco de leña a un pariente

310

pobre y no de casta limpia, lo auxiliaba con un poco de dinero o se compadecía de aquellos enjambres enteros de niños, hijos de condenados de la propia Inquisición, que vagaban pidiendo limosna de puerta en puerta: la actitud existencial de violencia y de inmisericordia era, efectivamente, la ortodoxa; y había que reír también, como Quevedo, ante la quema de unas pobres mujeres.

Menosprecio de los pobres

La violencia y el desamor quedaban constituidos, así, de algún modo como una especie de «preambula fi-dei», e, incluso a nivel literario, la existencia de un sentimiento del «otro» —como se echa de ver en el lema evangélico de Las Casas: «servidor de todos», o en la insistencia de Cervantes en que los demás «obligan» a la propia alma— o el reflejo de la miseria económica y social hecho con simpatía, son suficientes para que sepamos que quien escribe no es de la casta, sino «ex illis»: de los conversos y «ganado roñoso».

Y, cuando éstos fueron aplastados definitivamente, desaparecieron del todo esos sentimientos tanto a nivel literario como existencial. No hay ni trazos en nuestra literatura de una figura de mujer y mucho menos de prostituta como Sonia, en «Crimen y castigo», y los pobres sólo han servido de materia literaria como objetos, con rarísimas excepciones (2).

(2) Galdós, por ejemplo, en Misericordia o en Mazarín; porque Galdós es heredero de la Generación del 69, una Generación en la que hay un indudable espíritu de rebelión que se debe a ideas y sentimientos cristianos, que, arrojados de la ortodoxia, «se han vuelto locos» —diría Chesterton—. Discutí este asunto, como el de la nota anterior, en mi libro: Los cementerios civiles y la heterodoxia española. Ed. Taurus, Madrid, 1978.

Alejo Venegas, uno «ex illis», escribió, en su «Agonía del tránsito de la muerte», una de las páginas más extraordinarias de ese sentimiento de compasión y amor hacia los pobres para fustigar la indiferencia general, que giraba en torno al aforismo «ande yo caliente y ríase la gente». Y, como virtud heroica, en torno a algo tan anticristiano como la lismosna, que el propio Cervantes ironizaba diciendo que gran santo era San Martín que había dado media capa a un pobre, pero que, de haber sido cristiano del todo, se la hubiera dado entera.

«¡Cuántos niños —escribe Vene-gas— tienen cuaresma perpetua, que nunca se acuestan tan hartos que. nunca dejarían de comer más si tuvieran! ¿Por qué no tendremos lástima, cuando vemos un niño desnu-dillo y descalzo llevar un pan de a dos en la mimo, y un jai tillo con un maravedí de vino rn lu otra, y la taja debajo del sobaquillo, y va aguijando a su casíi por la paite que le ha de caber de aquel pan, que se ha de repartir entre siete para hacer sopas en vino a las nueve, porque se les pase por almuerzo y comida, que según están siempre desambridillos harían pascua de los desechos de otros?»

Y, si morían —y morían de hambre con frecuencia, como el herma-nillo de Juan de la Cruz— el verbalismo religioso cubría aquel horror diciendo que «angelitos al cielo». Una terrible expresión que era a la vez la de esa indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, pero también la de la convicción más o menos consciente de que la muerte funcionaba como una pildora «antibaby» y, entre los pobres, como liberadora de una vida de sufrimientos, y que, sobre todo, llegó a hacer que, cu ara» del más allá de felicidad, nc llr^ara

UI

Page 156: Mision Abierta - Desafios Cristianos

a practicar el infanticidio con bastante holgura de conciencia.

Porque no es, ciertamente, un caso aislado el del hospicio de Baena, en el siglo XVIII, en el que «apenas se juntaban cuatro o seis niños, se providenciaba el trasponerlos, que así se llama entregarlos a un hombre inhumano que de noche, cuando no hay luna, los conduce en una bestia fuera del término de esta villa y los va dejando en donde le parece; a unos cuelga de los árboles, a otros deja en la encrucijada de los caminos, y, a otros, en las entradas de algún pueblo o inmediación de algún caserío o cortijo, siempre cautelándose de que lo vean, y, concluido, se vuelve a cobrar... A unos se los comen los perros de ganados y cortijos; a otros, las zorras, cochinos, etcétera..., y los que escapan a esto es regular que mueran de hambre o de frío, y que sea muy rara la criatura que logre quien la recoja».

En este siglo, sólo otros «conversos»: los jansenistas españoles, que tampoco eran de la casta ni por eso mismo de la ortodoxia de los cristianos rancios y católicos a machamartillo, mostraron entrañas humanas y realmente cristianas, y, en torno a la condesa de Montijo, se preocuparon, por ejemplo, de los niños expósitos, errantes, abandonados, y de las pequeñas prostitutas o de los enfermos; no en un plano de lo que se entendía por «caridad», sino en el de integrar a esos despojos humanos en la sociedad. Y no con el espíritu de corral con que funcionaban los hospitales, digamos oficiales: «para peregrinos», «para soldados», etcétera, entregando a los demás enfermos o marginados «a la Providencia», como se decía. Es decir, al abandono más completo, o incluso sacando a muchas pobres gentes de las camas que ocupaban y que hacían

falta y exponiéndolas a los rigores del invierno para que murieran antes.

La vida diaria y la condición misma de la pobreza no era menos horrible e injusta, y, desde luego, estos hombres de que vengo hablando, o algunos de ellos por lo menos, no pensaron ni mucho menos que hubiera que esperar a la Parusía para ver compensada tanta injusticia.

Luis Vives advierte en su libro «Del socorro a los pobres» que «los que se ocupan sólo de los ricos con menosprecio de los pobres hacen lo mismo que aquel médico que no cree se debe subvenir con remedios las dolencias de las manos y pies, porque están lejos del corazón. Y, así como este tratamiento singular no sería sin gran daño de la totalidad del hombre, así tampoco en la República las clases humildes no se descuidan sin peligro de los poderosos».

Y Mariana es más contundente: «Es indispensable que haya en la República tantos enemigos cuantos pobres, principalmente si se les quita la esperanza de salir de aquel miserable estado —escribe en «Del Rey y la Institución Real»— ¿Cómo no ha de ser expuesto a graves alteraciones que haya en una nación muchos ciudadanos faltos de víveres?». Y todo el mundo sabe que Mariana llegará a justificar la revuelta contra un Príncipe tiránico e injusto.

Iglesia subterránea

Pero todo este grtroo de hombres y mujeres y sus ideas y su talante existencial fue aplastado. La «under-ground church», que formaban, continuó ciertamente discurriendo como un Guadiana, pero no conformó en

312

modo alguno la sociedad española y no constituyeron precisamente «el cristianismo que contaba» y era visible. Contaba, por el contrario y de manera aplastante, el catolicismo castizo, y éste no solamente sofocó a ese cristianismo de ideas y talante evangélicos que era un peligro para él, sino que se lo anexionó.

Y, así, tranquilamente, en 1617, a los veinticinco años de su muerte, la España castiza, que había aplastado a la familia paterna de Teresa de Jesús y se había burlado de ésta y desde luego estaba en los antípodas de su espíritu, la nombró patrona de la colectividad española.

Y lo mismo se hizo —al canonizarlo— con Juan de Dios, un hombre que resulta paradigmático de cuanto vengo diciendo. Nació en Casarru-bios del Monte (Toledo), un pueblo dividido en dos barrios totalmente incomunicados y enfrentados: el judío y el cristiano; pero él nació en el barrio judío precisamente, y de padres que nos son absolutamente desconocidos, y allí pasó su infancia, dedicando después su vida a los marginados de su tiempo. En el otro barrio, en el cristiano, nació y vivió su adolescencia Lucero, el terrible inquisidor cordobés que tuvo que ser destituido por su crueldad y fanatismo en el desempeño de sus funcio

nes, y que recibiría, por eso mismo, el mote de «Tenebrero».

Esta asimilación hecha por la Iglesia oficial y la religiosidad castiza inutiliza o esteriliza, desde luego, toda la carga explosiva de las ideas, sentimientos y praxis de vida de esos hombres de la «underground church», y hace de ellos y de todo lo que significaron un ornamento de su propia gloria o argumentos apologéticos en su favor, si es preciso, o una muestra de pluralismo incluso. Y esto, después de haberlos aplastado.

Pero, sólo si somos víctimas de este juego, podríamos decir que el lugar social de la Iglesia y de la religiosidad hispánicas estuvieron también junto a los débiles, los pobres, los aplastados y los marginados. Lo que cabe, sin embargo, es decidir cada uno cuál, en verdad, entre las dos Iglesias y religiosidades de que he hablado, es la de praxis cristiana por encima naturalmente de la ortodoxia formal. Y, entonces, lo que habría que decir seguramente es que una de ellas sí ocupó el lugar social de los silenciosos, los miserables y los que soportan la historia, y de los que tratan de hacerla simplemente humana.

313

Page 157: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JOSÉ MARÍA GONZÁLEZ RUIZ

EL CONCILIO VATICANO II TUMBA DE LA "CRISTIANDAD"

La expresión y concepto de «cristiandad» ha dado últimamente un juego importante en la eclesiología moderna, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II .

Concretamente en España el problema adquiere dimensiones vitales, habida cuenta de los cuarenta años durante los cuales el régimen anterior pretendió revitalizar el ya decadente modelo, herido de muerte a partir del propio Renacimiento. Brevemente, por «cristiandad» entendemos el modelo político-religioso, según el cual toda la ordenación jurídica, social y política de una sociedad se debe a la cobertura ideológica de una determinada dogmática religiosa. Concretamente, a partir de Constantino la iglesia cristiana se vio tentada de convertirse en cristiandad, aunque, según lo subraya el propio F. Engels, no lo logró

completamente, ya que a lo largo de los siglos se verá tironeada por ambas corrientes: la constantiniana (cristiandad) y la apocalíptica (pro-fética).

Ni que decir tiene que el aparato eclesial que «administra» esta dogmática religiosa adquiere automáticamente un poder absoluto sobre la sociedad. Y esto se realiza, a lo largo de los siglos, de dos maneras:

1) O por la toma del poder temporal a cargo de los jerarcas ecle-siales (v. gr. «Estados Pontificios»).

2) O por el arbitraje definitivo que las jerarquías eclesiásticas, sobre todo el papa, ejercían a favor o en contra de los señores temporales. En este segundo caso, una «consagración» del Papa o una excomunión suya tenían el efecto ful-

314

minante de confirmar o eliminar la suprema autoridad de una sociedad civil.

No es éste el lugar de hacer un examen minucioso y detallado de la historia de la «cristiandad», aunque sí podemos decir, a ojo de buen cubero, que la rebelión de la «ciudad temporal» contra el. autoritarismo eclesial se inicia en el Renacimiento, se recrudece en la Ilustración y se consuma en los tiempos modernos de las democracias burguesas industriales.

Mientras tanto, la Iglesia se ha ido acomodando a regañadientes a situaciones inevitables, pero sin dejar de soñar en la utopía de la cristiandad perdida o gravemente erosionada.

El gran pensador cristiano contemporáneo, Jacques Mari tain(l) , partiendo de la irreversibilidad de la cristiandad medieval, intentó reconstruirla de forma moderna, algo así como las monarquías absolutas se avinieron a quedarse en monarquías constitucionales. Y así habla de la «nueva cristiandad».

Según Maritain, la medieval era una civilización de tipo sacral; consistía fundamentalmente en considerar todos los valores profanos —culturales, sociales, políticos— como puros instrumentos para la realización, ya desde ahora, del Reino de Dios en la tierra. Su ideal era el sacrum imperium, que nunca llegó a realizarse plenamente en la historia, pero que dominó aquella civilización como un mito poderoso. Naturalmente, la autoridad eclesiástica ejercía de hecho una jurisdicción específica sobre todos los campos de la actividad humana: científico, filosófico, social, político. La

(1) L'Humanisme integral. París 1947.

Iglesia como tal, tenía sus escuelas, sus hospitales, sus cárceles; en muchos casos el ministerio sagrado estaba ligado íntimamente a una función de régimen estrictamente político; y en todo caso el brazo secular ponía su espada a disposición del brazo espiritual.

Maritain considera ya caduco este tipo sacral de cristiandad y propone un tipo profano de cristiandad (pero «cristiandad» al fin). La diferencia de «sacro» a «profano» se reduce al binomio «instrumentalídad-autono-mía». En ambos casos hay —debe haber— una subordinación de los valores profanos a la misión sobrenatural de la Iglesia. En la «cristiandad sacral» esta subordinación se entendía de una manera instrumental, como si la ciudad terrestre —la cultura humana— dimitiera su propia libertad y autonomía y se pusiera completamente a las órdenes del ministerio sagrado que la utiliza plenamente como instrumento para la consecución de sus fines propios: la instauración progresiva —en el seno de la Historia— del Reino de Dios.

En la «cristiandad profana» la ciudad temporal cumple sú oficio respecto de la Iglesia, persiguiendo su fin (infravalente) a título de agente principal (infrapuesto): para ello integra las actividades cristianas en la misma obra temporal (por ejemplo, dando a la enseñanza cristiana su justo lugar en la estructura del régimen escolar, o pidiendo a los institutos religiosos de misericordia que tomen una_ justa parte en las obras de asistencia social), y recibe así ella misma, como agente autónomo en libre acuerdo con agente de orden más elevado, la ayuda de la Iglesia; éste es el modo como la ciudad terrestre ayuda a la Iglesia a cumplir su misión propia.

315

Page 158: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Esta visión maritainiana de la «nueva cristiandad» nos parece francamente heroica, considerada desde sus presupuestos ideológicos, como lo acabamos de ver. Maritain quiere seguir manteniendo un concepto puramente sacral del humanismo, evitando a todo trance las consecuencias de la «sacralización» del régimen cristiano temporal.

En efecto, para Maritain el desarrollo progresivo de la cultura profana (incluida la dimensión política) no guarda una relación intrínseca con el Reino de Dios: lo único que será «salvado» más allá de la frontera escatológica es la dimensión moral espiritual de la persona humana; todo lo demás perecerá en la misma hoguera de la «conflagración del mundo». Maritain no explica la razón de ser de la Historia profana, en sí considerada: ¿en qué consiste su progreso?, ¿por qué se multiplica la sucesión cronológica? Quizá la única razón de ello esté en la posibilidad de multiplicar las «personas humanas», que van a lograr su destino espiritual más allá de esta temporalidad.

Pues bien, si la historia profana no tiene en sí misma ninguna finalidad trascendente, ¿por qué no acelerar desde la otra orilla —la Historia Sagrada— el proceso de conflagración, preparando eficazmente la leña para la gran hoguera escatológica? ¿Por qué la Iglesia se va a cruzar de manos, dejando que corra y corra una Historia, que está llamada a desaparecer en beneficio de un Reino de Dios que trasciende totalmente y del que la separa un foso discontinuo, a través del cual se realizará una «mutación sustancial»?

Esta es la razón por la que no acertamos a comprender cómo de esta profunda concepción del hu

manismo sacral no se derive —en los ambientes más entusiastas y militantes del campamento cristiano— una irresistible tendencia a renovar en grande el gran experimento medieval del sacrum imperium.

Esto es lo que piensa también Gabriel Vahanian: «Sería falso creer que Maritain intenta destruir el dogmatismo secular y el exclusivismo de la cristiandad. Sería falso creer que esta nueva versión de una cultura cristiana se distingue por su apertura y por su actitud interior de tolerancia frente a elementos heterogéneos. Lo que la posición del profesor Maritain expresa claramente no es la tolerancia de elementos no cristianos. Más bien lo contrario es lo verdadero. Inconscientemente, si no conscientemente, Maritain muestra que es precisamente el cristianismo el que tendrá necesidad de la tolerancia de los demás» (2).

La cristiandad, sepultada en el Concilio Vaticano II

Si pudiéramos resumir la inmensa novedad que para la Iglesia y para muchos ámbitos de la convivencia humana supuso el Concilio Vaticano II, nos tendríamos que encerrar dentro de los muros del «Esquema XIII», o sea de la Constitución «Gaudium et Spes», sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Allí se renuncia explícitamente al concepto y a la realidad de «cristiandad» y la Iglesia intenta volver a su pureza prístina de comunidad de creyentes y evangelizadores en

(2) La Morí de Dieu, París 1962, pp. 103 y s;

316

un mundo que es y seguirá siempre siendo profano, en el sentido no peyorativo de la palabra.

El Concilio empieza por reconocer los argumentos del interlocutor, o sea el «mundo»: «Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia» (3).

La respuesta a este temor se apoya en una confesión esencial de fe cristiana: «Aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente también Señor de la historia humana y de la historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina la justa autonomía de lo creado, y sobre todo, del hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada» (4).

En virtud de este reconocimiento de la autonomía de lo profano, la Iglesia dimite de su protagonismo en este ámbito y se reduce a la condición de espectadora: «La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica» (5).

Y esta automarginación de la Iglesia con respecto a las cumbres del poder temporal tiene que llegar a sus últimas consecuencias, incluso en la actuación de los propios pastores o jerarcas: «No piensen (los cristianos) que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución con-

(3) Gaudium et spes, 36. (4) Gaudium et spes, 41. (5) Gaudium et spes, 42.

creta en todas las cuestiones, aún graves, que surjan. No es esta su misión... Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes, aún al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y'la solicitud primordial por el bien común» (6).

Con este texto, el Concilio Vaticano II pretende rezar un responso definitivo sobre todo conato de cristiandad, incluso sobre las novísimas formas que bajo el nombre de «democracias cristianas» pretendían acaparar las conciencias de los fieles a favor del partido que tan pomposamente se adjetivaba cristiano. Posteriormente al Concilio hemos visto ciertos brotes —esta vez, a la izquierda— de usurpación del apellido «cristiano» para proyectos de tipo socialista, comunista o anarquizante. No se trata de preguntarse sobre si la fe cristiana es un obstáculo para un proyecto socialista o anarquista, sino sobre la utilidad de hacer una ecuación reductiva entre una comunidad de creyentes y un grupo político o sindical. En este caso ha resurgido el viejo «terrorismo ideológico», utilizado por la cris-

(6) Gaudium et spes, 43.

317

Page 159: Mision Abierta - Desafios Cristianos

tiandad, en virtud del cual los cristianos que no «se sentían» socialistas no se atrevian a participar en la misma eucaristía con los que estaban «comprometidos». Es como si Jesús les hubiera hecho caso a los fariseos, cuando éstos le reprochaban que «comía con publícanos y pecadores»...

Resumiendo: el sacrum imperium —tanto en su edición medieval como en su forma renovada «constitucional»— tiende de suyo a construir una «ciudad cristiana», dentro de cuyos muros se desarrolla totalmente la vida humana en una postura servil de subordinación total a lo «sacro», a lo «espiritual». El móvil último y profundo de esta actitud es esa subvalorización de los valores «profanos» a los que se niega una relación intrínseca y directa con la salvación. Por eso, naturalmente, se tiende a domarlos, a convertirlos en puro instrumento de la única dimensión humana que, elevada por la gracia, traspasará los umbrales del Reino de Dios en la desembocadura escatológica.

Naturalmente el «Ministerio de la Gracia» tiene que organizarse para cumplir eficazmente esta función de autodispersión entre los valores as-cedentes de la Historia. Para ello ha de replegarse sobre sí mismo, convirtiéndose en «iglesia», en «asamblea». Pero esta «eclesialización» no es un fin en sí misma; es un medio para mejor lograr el fin: la «unción de todas las cosas» (San Justino).

El sacrum imperium tiende a convertir el medio en fin; intenta «acuartelar» a las fuerzas militantes de la Iglesia, haciendo de ella una fortaleza autárquica, perfectamente amurallada y equipada con todos los recursos. Y este sacrum imperium en su intento desmedido de

conseguir a toda costa la esclavización de todos los valores «profanos», supuso una tentación permanente para la Iglesia, respecto a su función esencial de vigilancia y denuncia profética. La Iglesia, como los profetas del Antiguo Testamento, es la representante de la trascendencia divina y, como tal, se tiene que perder entre los avatares de la Historia, pero sin confundirse con ellos. Su postura preescatológica es constantemente militante, o sea en lucha contra la libertad humana que hasta el «día de la siega» tiene una misteriosa franquicia divina para actuar en un sentido desviacionista.

Por eso tiene que aceptar la lucha y lógicamente la presencia de lo enemigo, de lo contrario. No puede dedicarse a aniquilarlo; tiene que dejarle la libre expansión física, a la que tiene un cierto derecho divino. Su actuación tiene que ser preferentemente «testimonial» —«martirial»—, profundamente humilde y valerosamente insistente. Debe adelantarse a pronunciar sobre los valores humanos un juicio positivo de salvación. Y esta salvación la tiene que ofrecer de una manera humilde y persuasiva.

En el sacrum imperium el brazo secular se ponía a disposición del brazo eclesiástico para conseguir, de manera a veces violenta, la sumisión de los valores profanos. El papa Juan XXIII pronunció en el discurso inaugural del Concilio Vaticano II el elogio fúnebre de la época constantiniana: «Los príncipes de este mundo se proponían muchas veces defender sinceramente a la Iglesia. Sin embargo, casi siempre esto suponía un perjuicio espiritual y un peligro, pues, estos mismos príncipes iban guiados sobre todo por motivos políticos y dema-

318

siado preocupados por sus propios intereses.»

La Iglesia, por boca del Papa, en el umbral de aquel Concilio, agradeció a todos los agentes del' sacrum imperium los servicios prestados, y se dispuso a «emplear el remedio de la misericordia más que a usar las armas de la severidad; ella cree que, en lugar dé condenar, hay que dedicarse a mostrar el valor de la doctrina y así lograr una adecuación a las necesidades actuales; ella abre más ampliamente las fuentes de su doctrina y así los hombres, bajo la luz de Cristo, son capaces de penetrar el verdadero sentido de su existencia» (7).

Como Cristo a sus discípulos en la última cena, la Iglesia ha respondido a los que sin duda sinceramente le seguían ofreciendo las «dos espadas»: «¡Ya está bien!» (Le. 22, 38).

¿Una nueva cristiandad según modelo eslavo?

Una de las mayores tiranías anónimas que pesan sobre los seres humanos es lo que podríamos llamar un «contencioso histórico». En efecto, la cristiandad medieval estuvo gestionada concretamente por germano-latinos; los eslavos quedaron prácticamente al margen (y, en parte también, los irlandeses). El caso de Polonia es excepcional. Por un lado, renunció a formar parte del bloque oriental con sede, primero en Bizancio, y posteriormente, en Moscú; por eso, el rey Miezco I,

(7) Discurso inaugural del Concilio Vaticano II.

a mediados del siglo x, se convirtió al catolicismo romano y decretó la romanización de todo su reino. Se puede decir, pues, que Polonia apenas fue «evangelizada», ya que su entrada en la Iglesia se hizo por la puerta grande de un decreto real. Eso sí, esta decisión regia obtuvo inmediatamente una amplísima aprobación popular, ya que ello implicaba la conservación de la identidad nacional del pueblo polaco. Desde entonces hasta nuestros días pocas veces el catolicismo ha sido tan buen caldo de cultivo para una identidad nacional como para Polonia: basta visitar la ciudad de Cracovia, sobre todo su catedral, que toda ella es sin duda el gran «altar de la patria polaca». Naturalmente este tipo de catolicismo tiene que ser compacto, sin fisuras, tradicional en sus formas, para poder arraigarse mejor en un pueblo de suyo conservador, dadas sus raíces agrícolas.

Sin embargo, en el «pastel de la cumbre» de la cristiandad, no hubo cuchillo polaco ni, en general, eslavo: éstos fueron siempre ciudadanos de a pie que recibían órdenes de la lejana Roma, donde latinos y teutones disponían los negocios de la «ciudad de Dios» que se identificaba con los confines del sacrum imperium. Y aquí tenemos ya el «contencioso histórico». C. G. Jung podría aplicar aquí su teoría del «inconsciente colectivo» que se hereda según unas leyes genéricas, paralelas a las del resto de la biología humana. El pueblo polaco —los pueblos eslavos católicos— tiene guardado en su rincón recóndito ese amargor de haber sido sólo pieza de construcción y no arquitecto de la cristiandad.

Partiendo de estos presupuestos, ofrezco una hipótesis de trabajo

31»)

Page 160: Mision Abierta - Desafios Cristianos

para una clave de lectura de los discursos pronunciados en Polonia por Juan Pablo II : en ellos se insiste casi obsesivamente en que ¡por fin! Polonia va a cumplir con su destino histórico misionero, de ser la plataforma para un nuevo humanismo de inspiración cristiana, incluso para con ello contribuir a la unidad de Europa. Veamos los textos:

«¿No quiere quizá Cristo, no dispone quizá el Espíritu Santo, que este papa polaco, papa eslavo, precisamente ahora manifieste la unidad espiritual de la Europa cristiana? Sabemos que esta unidad cristiana de Europa se compone de dos grandes tradiciones: del occidente y del oriente. Nosotros, los polacos, que optamos durante todo el milenio por participar en la tradición occidental, así como nuestros hermanos lituanos, hemos respetado siempre durante el milenio las tradiciones que tienen su origen en la nueva Roma, en Constanlinopla, pero también deseamos pedir calurosamente a nuestros hermanos, que expresan la tradición del cristianismo oriental, que se acuerden de las palabras del Apóstol: «una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios, padre de todos, padre de nuestro Señor Jesucristo», que se acuerden de todo esto y que ahora, en la época de la búsqueda de la nueva unidad de los cristianos, en la época del nuevo ecumenismo, cooperen con nosotros en esta gran obra en la que está presente el Espíritu Santo.»

Y en Czestochowa, después de haber leído un texto de su discurso dirigido a los sacerdotes y religiosos romanos en noviembre de 1978, añadía:

«Prácticamente todo mi discurso al clero de Roma ha sido un discurso sobre los sacerdotes de Po

lonia, o, por lo menos, a imagen del sacerdocio tal como lo he aprendido en el curso de mi experiencia con los sacerdotes en Polonia y sobre todo en la archidiócesis de Cracovia... Y así he apoyado mi primer encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Roma en la experiencia y la colaboración con los sacerdotes de Polonia.»

Refiriéndose después a la carta dirigida a todos los sacerdotes católicos del mundo, el jueves santo de 1979, comentaba por extenso de esta forma:

«La carta a los sacerdotes con ocasión del jueves santo, en gran parte fundada sobre mi experiencia polaca, ha corrido por el mundo. Aquí y allá se ha objetado que el Papa busca de imponer a toda la iglesia el modelo polaco de sacerdocio. Pero se ha tratado de comentarios esporádicos, de gente pelillosa; en la mayor parte de los casos la carta ha sido saludada con alegría, como una toma de posición muy simple, clara, unívoca y al mismo tiempo, fraterna, fundamental para nuestra colaboración en la iglesia universal... Yo mismo me llevé de Polonia la profunda convicción de que la iglesia resistirá solamente si tiene esta concepción del sacerdocio.»

Como vemos, en el fondo de las convicciones teóricas y de las valoraciones prácticas de Juan Pablo II, parece que existe un cierto juicio negativo sobre el estado doctrinal y pastoral de las iglesias europeas (y latinoamericanas). Viviendo en un ambiente eclesiástico y político sus-tancialmente aislado (ipero que también ha querido aislarse!), donde levantar problemas y someter a crítica teorías y prácticas, comporta riesgos que se juzga imposible su-

320

perar; donde hay que preferir la tarea de recoger fuerzas y seguir unidos en posición de defensa frente a un régimen que amenaza a la religión y las actividades autónomas de la iglesia, se acaba fácilmente viviendo el propio aislamiento como un valor (¡convencidos de que «por ahí fuera» se están cometiendo errores en la doctrina y en la praxis tradicionales!), reduciéndose al inmo-vilismo acrítico y autoconvenciéndo-se de que la providencia ha confiado a la propia fidelidad la misión de salvar y de reconducir al único camino auténtico a los que se han alejado de él o están en peligro de hacerlo.

Ahora bien, esta hegemonía ecle-sial del «modelo polaco», ¿tiene incidencias en el ámbito temporal, de suerte que podamos temer ia amenaza de una «nueva cristiandad», esta vez de cuño eslavo, al menos en sus aspectos directivos?

Este texto de Juan Pablo II en Polonia nos da una pista para responder a esta pregunta:

«Europa, que durante su historia ha estado muchas veces dividida; Europa, que hacia fines de la primera mitad de nuestro siglo ha estado trágicamente dividida por la horrible guerra mundial; Europa, que a pesar de sus actuales y duraderas divisiones de regímenes, de ideologías y de sistemas económico-políticos, no puede dejar de buscar su unidad fundamental, debe (el subrayado es mío) dirigirse al cristianismo. Por encima de ¡as diversas tradiciones que existen en el territorio europeo entre su fracción oriental y la occidental, hay en ella el mismo cristianismo, que toma sus orígenes del mismo y único Cristo, que acepta la palabra de Dios, que se vincula a los mismos doce apóstoles. Precisamente esto está en las

raices de la historia de Europa. Esto forma su genealogía espiritual. Lo confirma la elocuencia del actual jubileo de San Estanislao, patrono de Polonia, en el cual tiene la dicha de participar el primer papa polaco, papa eslavo, en la historia de la iglesia y de Europa. El cristianismo debe (el subrayado es mío) nuevamente comprometerse en la formación de la unidad espiritual de Europa. Las solas razones económicas y políticas no están en condiciones de hacerlo. Debemos bajar más ai fondo: a las razones éticas. El episcopado polaco, todos los episcopados y las iglesias de Europa tienen una gran tarea que llevar a cabo.»

En un encuentro internacional sobre «Los cristianos y la paz», organizado por tres grupos cristianos polacos («Pax», «Znak» y «Acción Social Cristiana») en los dlu 1 y 2 de septiembre de 1979, me permití intervenir públicamente en loi siguientes términos: La paz universal de nuestro planeta pasa necesariamente por la renuncia de toda Ideología al monopolio del hombre, de la sociedad y, sobre todo, del Estado. Cuando una ideología cualquiera se presenta como globalizan-do a toda la realidad individual y social del hombre, la paz ha desaparecido de nuestro planeta y toda guerra es posible. Más concretamente: la paz mundial está amenazada por toda clase de integrismo: religioso o laico, teísta o ateísta, capitalista o socialista.

El integrismo es sencillamente la tentativa de «integrar» toda la realidad humana en el interior de los muros de una ideología, filosofía, teología o incluso hipótesis científica. Como hemos visto, la Iglesia cometió el pecado de «reducir» toda la realidad a su teología y, consiguientemente, a su férula dictatorial. De

321

Page 161: Mision Abierta - Desafios Cristianos

aquí surgió la posibilidad histórica del régimen de cristiandad.

Ahora bien, ¿no habrá un peligro en que estos deseos, expresados tan insistentemente por Juan Pablo II, de reunificar a Europa bajo el signo del cristianismo (esta vez, con la hegemonía eslava), tiendan a una reconstrucción de la vieja cristiandad, aunque bajo la novedad con que la quería revestir Jacques Maritain?

El Concilio Vaticano II intentó superar teóricamente el régimen de cristiandad; pero los acontecimientos postconciliares nos demuestran que no solamente miembros de la Iglesia, sino dirigentes de la sociedad civil, sueñan todavía con una nueva edición del sacrum imperium, ya que «integrar» la conciencia religiosa de un pueblo dentro de los muros de un gran proyecto político es una de las más mimadas ambiciones de todo gobernante que se precie de serlo en el sentido de pragmatismo y eficacia.

Ciertamente la personalidad, reciamente religiosa, de Juan Pablo II , no nos deja lugar a dudas sobre la limpieza de sus intenciones, pero la interpretación y la tergiversación de sus discursos pueden dar lugar a un

alto grado de involución en la Iglesia Católica, despertando los contenidos deseos de tantos elementos que durante estos años han sufrido la compresión del impulso triunfal del Concilio Vaticano II .

En una palabra, esperamos que Juan Pablo II clarifique más su pensamiento, para que sus palabras no sean abusivamente utilizadas por aquellos que en el Concilio Vaticano II boicotearon el Decreto sobre libertad religiosa, según el cual la fe jamás puede imponerse, solamente exponerse. Por eso, la situación ideal para la Iglesia es vivir en un mundo donde ninguna ideología —ni siquiera la fe cristiana— sea la única inspiradora del conjunto total del colectivo humano. Una vez más tenemos que recurrir al paradójico derecho divino concedido a la cizaña para coexistir con el trigo hasta el ñn de la Historia.

Una Europa unida bajo el signo del cristianismo difícilmente dejaría de ser una repetición histórica del fenecido y nocivo régimen de «cristiandad».

322

FERNANDO URBINA

¿UN FRENAZO ESTRUCTURAL AL VATICANO II?

El Inmenso significado del Vaticano II y la oposición que suscitó desde el principio

El gran Concilio de los tiempos modernos no fue de ninguna mane1

ra una manipulación realizada por algunos teólogos centroeuropeos, como pretenden ahora los neo-integris-tas.

Esa hipótesis muestra su falsedad en su mismo planteamiento. Hubiera sido un imposible histórico que un grupo de personas, por muy inteligentes que fueran, asaltaran la fortaleza inexpugnable del mayor «grupo de poder» que tiene la Iglesia: la Curia Romana.

La historia verdadera e infalsea-ble muestra que sucedió justo lo

contrario. Cuando Juan XXIII sorprendió a todo el mundo, y sobre todo a la Curia, con su anuncio de la convocación de la magna Asamblea Universal, ésta reaccionó inmediatamente: el resultado fue la preparación de aquellos primeros «esquemas» que no hacían más que repetir las estructuras y las teologías consabidas. Formas teológicas y estructuras que flaqueaban precisamente lo que el Concilio iba a realizar: la renovación evangélica y misionera de la Iglesia.

Quienes echaron abajo esa maniobra de los esquemas previos y hundieron el dique de defensa curialesco no fueron los teólogos, sino la mayoría del Episcopado Universal que recuperaba —en la Constitución Dogmática, números 20 y 55— su auténtica función de sucesores de los

323

Page 162: Mision Abierta - Desafios Cristianos

apóstoles, pastores por derecho propio sacramental, participantes por medio del Colegio episcopal en la responsabilidad de la Iglesia universal, y dejaban con ello de ser simples delegados o «gobernadores civiles» de un poder único, autocrático y centralizado.

Pero ya desde el principio surgieron las oposiciones. El que escribe estas líneas puede contar ahora una anécdota insignificante cuyo alcance y significado comprendió más tarde. Era la segunda sesión y en el descanso entre dos actos, estando en la cafetería que se había montado en una capilla lateral de San Pedro, entreoyó una conversación entre un Obispo español, cuyo nombre no viene al caso, y algunos importantes Cardenales de Curia, que le dejó desconcertado y lleno de inquietud. Era el proceso de organización de esa resistencia difusa que se plasmó en el famoso «cpetus», cuyas ramificaciones ignoramos, corriente neo-integrista que, infiltrada en los más altos centros de poder de la Iglesia, parece hoy volver a conquistar influencias cada vez mayores.

En los cruciales años en que cristalizaron los textos supremo-magis-teriales del Concilio les fue imposible a esos grupos de oposición inte-grista frenar lo que verdaderamente era un huracán del Espíritu. Porque sólo el Espíritu era capaz de mover esas pesadas cordilleras de inmovilidad de una estructura eclesiástica anclada en el barroco que rechazó todo diálogo y comunicación con el hombre moderno. Y donde no hay diálogo interhumano no puede pasar la palabra evangélica. ¿Qué se nos da que llegue un chino diciéndonos en su idioma mensajes maravillosos de esperanza si no le entendemos ni jota? Establecer la comunicación era urgente para poder fundar la

Misión. Y había en los lenguajes de la fe un desfase de tres siglos —los tres grandes siglos decisivos que crearon, para usar el símil del gran arqueólogo Gordon Childe, la segunda gran mutación de la humanidad después del Neolítico: la Edad Moderna.

En todos aquellos que ya habíamos vivido los años anteriores en esa inmensa ola de fondo de búsqueda de renovación pastoral, y que se plasmó en una serie de movimientos convergentes: movimiento bíblico, movimiento litúrgico, movimiento misionero, movimiento de Acción Católica y de apostolado seglar, descubrimiento de «equipo», de la «parroquia comunidad misionera», etcétera —ola de fondo que venía mundo atrás, desde principios del siglo xx, y que quita toda validez al tópico de manipulación de los neo-integris-tas— había, como digo, una sensación general de vivir un kairós: un tiempo extraordinario de gracia y de Espíritu.

Y, como en las grandes horas de la historia, ese sentimiento, esa vivencia colectiva, encontró su expresión preñada de contenido: «paso de una Iglesia de cristiandad a una Iglesia en estado de Misión».

Hoy, cuando surgen razones serias para pensar que la oposición neo-in-tegrista al Concilio no se contenta con escaramuzas, sino que está consiguiendo volver a disponer de las palancas de mando curiales y desde ahí iniciar eficaces frenazos y contramedidas, muchos, perdiendo la esperanza que se despertó aquellos años, repitiendo la fábula de las uvas verdes, dicen que aquello no fue más que una ilusión, un mesianismo sin fundamento. Estas reflexiones pretenden hacer ver lo infundado de esta suposición.

En los años del Concilio, durante

324

el pontificado de Juan XXIII y de Pablo VI, la oposición anti-conciliar no consiguió paralizar ninguno de los grandes textos: Lumen Gentium, Gaudium et Spes, Dei Verbum, Dig-nitatis humanae personae..., verdaderas piedras miliares en la bimile-naria historia de la Iglesia.

Por eso, en los años que siguieron, la oposición cambió de tácticas: hubo todo un montaje para desvalorizar ante la opinión católica de base la importancia fundamental de los textos conciliares. Según ellos, se trataba de una especie de «Concilio de segunda clase». Un simple «concilio pastoral», comparado con los de primera clase, que eran los dogmáticos: el Vaticano I, Trento. Por eso apenas se le reconocía un valor magistral. Las cosas podían seguir igual, con algún revoque de fachadas.

Reconocemos hoy que, por culpa de un cierto descuido entre teólogos y pastores, no se supo responder a tiempo a esas calumnias. Hoy ya quizá sea tarde afirmar con energía la falsedad radical de esas insi nuaciones. Primero: porque suponen un profundo desprecio por la categoría teológica y estructural de lo «pastoral», que no es algo accidental en la Iglesia. Como la otra categoría análoga «Misión», son componentes esenciales y no accidentales, nucleares y no periféricos, de la Iglesia. Segundo: porque el Vaticano II es esencialmente un Concilio teológico y dogmático. Y diremos más: con un contenido teológico-dogmático más rico y completo que Vaticano I y Trento.

Que es un Concilio dogmático lo proclama la misma Iglesia al denominar la Lumen Gentium «Constitución dogmática». Está claro que, para que una verdad sea dogmática, no le es necesario ir acompañada de un

anatema. Lo esencial es que sea una proclamación pública y solemne, realizada por el órgano supremo del Magisterio, como es el Concilio Universal presidido por el Papa, de una verdad como contenida en la tradición de la fe. Y así podemos decir que en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia hay al menos la proclamación de estos nuevos dogmas, que ya antes, naturalmente, existían en la tradición, pero no habían sido proclamados solemnemente por el supremo Magisterio: la determinación de la Iglesia como misterio de Cristo, sacramento de unidad. Pueblo de Dios, el sacerdocio real de los fieles, el curácter sacramental y de sucesores de los apóstoles del episcopudo, lu colegiulidad episcopal, la extensión del ministerio a las tres funciones: palabra, sacramentos y gobierno de la Comunidad, extendiendo así esa excesiva reducción e identificación tridentina del sacerdocio = sacrificio, etc.

Por eso resulta tan sintomático, y al mismo tiempo tan grave, que una organización neo-integrista como es el Opus mostrara a las claras su voluntad anticonciliar cuando, en lugar de dar a sus afiliados una enseñanza de acuerdo con las orientaciones catecumenales de la Comisión Episcopal de Enseñanza, se hartó de difundir el Catecismo de Pío X. Este Catecismo puede y debe decirse hoy de una manera clara que es anticonciliar, porque no contiene, naturalmente, esos nuevos dogmas del Concilio Vaticano II, y de los cuales los creyentes tienen el derecho a ser informados.

¿Por qué no se tomaron medidas a su debido tiempo ante esta deformación pastoral? Naturalmente, al Episcopado español le va a ser hoy más difícil tratar de moderar la acción de estos todopoderosos señores.

325

Page 163: Mision Abierta - Desafios Cristianos

cuando son ellos, los Obispos, los que están a la defensiva, y los otros, los neo-integristas del Opus, los que ganan puntos en las alturas romanas.

El golpe de freno en relación con el contenido teológico estructural de dos textos básicos: «Gaudium et Spes» y «Dignitatis humanae personae»

Gaudium et Spes es uno de los textos más hermosos, profundos y significativos de la historia de la Iglesia. El número 1 contiene evidentemente, para todo el que tenga un mínimo de sensibilidad evangélica y misionera, un soplo del Espíritu.

Su texto breve significa ese giro copernicano de la actitud de la Iglesia decimonónica; miedo, rechazo, desprecio, odio, separación de los procesos históricos del mundo moderno, a esa otra actitud de diálogo, respeto, apertura, reconocerse partícipe en este proceso de la historia única del mundo que es historia de la salvación, tejida en alegrías y tristezas, fracasos y esperanzas. Es como el grandioso comienzo de la novena sinfonía. ¿Y vamos a detener ahora esta música vital e histórica que no ha hecho más que comenzar en medio del oleaje y las crisis naturales de quien avanza en el mar y no se queda en el puerto?

Seglares, sacerdotes y religiosos que ya sentían de antes esta necesidad de renovación misionera, se vieron garantizados y espoleados por esta voz magistral. Los sacerdotes dejaron sus sotanas y los religiosos sus hábitos, o al menos los hicieron más simples y más pobres. La figura barroca del sacerdote, la figura

medieval del religioso empezaban a trasformarse. Se empezaba a crear una nueva figura estructuralmente distinta. Su eje ya no era el vertical-dominante del barroco, sino el de encarnación y comunión evangélica.

Según todo el Nuevo Testamento, el ministerio de Jesús fue una ruptura radical con el modelo del sacerdocio pagano y levítico. Caracteres de éste son: la identificación con el Poder, la separación del pueblo, sobre todo de los «impuros marginados». Jesús, desde luego, no se identificó con ninguna élite de poder, ni consistió su apostolado en «obras poderosas» (como esos que hoy pretenden tener 400 Universidades y escuelas y 200 periódicos en el planeta), pues para hacerlo hubiera tenido que juntarse con los que tienen el Poder y el dinero (como les pasa a esos señores que tal proclaman), y ya no hubiera podido predicar el Sermón de la Montaña: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt. 6, 24).

Jesús no huyó del mundo y sus impurezas para refugiarse en el monasterio de Qumram, sino que vivió entre la gente sencilla, comió con publicanos y pecadores, y murió en la cruz «fuera de los muros de la ciudad» (Hebr. 13, 12) como los marginados y parias de la tierra.

Ahora, por primera vez desde que se origina la clase obrera en el mundo moderno y esos inmensos hacinamientos de los barrios periféricos, hemos experimentado la maravillosa labor de esos grupos de religiosas viviendo como todo el mundo en un pisito de barrio extremo popular. Ahora llegan por primera vez a la comunicación-comunión con esas nuevas masas crecientes del mundo. Sin parapetos de conventos ni corazas de uniformes tan extraños para la gente de hoy (que no sean obsesos integristas), como de bonzos venidos

326

de otros planetas. Sin distancias interpuestas, estas religiosas trabajan acaso en la enseñanza pública o en un taller. Se ha restablecido la esencial comunicación humana. Puede volver a pasar la misión evangeliza-dora. Pero ¿es que la esencia de la vida religiosa es la separación?, ¿no es el seguimiento evangélico, la vita apostólica? Esto es muy.grave, porque el gran mensaje que Jesús trae al mundo —y que Pablo explícita al decir que han caido los muros (Ef. 2, 14) y que ya no hay «separación» de judíos y gentiles, de bárbaros y griegos, de hombre y mujer (Gal. 3, 28)— no es la «separación» farisaica, sino la gran Utopía que el mundo espera y cuyo paradigma supremo es la Trinidad: ¡la comunión universal! Pues precisamente la hermosa vocación religiosa, radicall/.a-ción del seguimiento evangélico, no puede ser signo de separación, sino ejemplo y oferta de comunión. Por eso define el P. Foucauld a los religiosos (y también a los sacerdotes) como los hermanos y hermanas universales.

Pues ahora parece que se desea volver a «encerrar», a «separar», a «poner hábitos» y «poner sotanas», como si los seguidores de Jesús fuéramos un cuerpo paramilitar que necesita de uniformes. Lo triste es que, cuando el largo proceso de rearticulación de las estructuras religiosas, que ha costado muchos momentos difíciles de tensión a las órdenes, pareció encontrar en los últimos años de Pablo VI un serena-miento de los conflictos, una catali-zación de los procesos, unos nuevos cauces de esperanza, estas contraórdenes desconciertan, paralizan, vuelven a crear problemas donde ya habían sido superados. Y se vuelven a perder energías que debían apli

carse únicamente a los difíciles problemas que plantea la misión.

Que ciertos signos exteriores de sacerdotes y religiosos puedan resultar en algunos países muy concretos un desafío a la provocación y presión política tí-l ateísmo militante y antihumano del comunismo del Este, no lo negumos. Pero ¿tiene sentido convertir un problema particular de un grupo nuclonal en una norma para lu cutolli Ulud universal?

Otra cuestión c* lu liquidación práctica de esc gran texto que fue Dignitatis humana* personae. Un ejemplo duro c» el último documento emanado del llplmoptulw español sobre el divorcio.

Contiene, i'ii primor lugar, un paralogismo: rinplo/.M diciendo que se Iluta del onlrn <lc ln creación (eufemismo pmu sustituir lu doctiiuu hoy ya insostenible- pura la me ule moderna de lu «ley naturul»), pura reconocer u continuación que sólo se puede apreciar desde la fe. Pero, sobre todo, dice algo que resulta, en su misma formulación, pobre y desgraciado: ¡que no es un derecho del hombre! Desde luego, no hace falta que la carta de los derechos del hombre reconozca explícitamente todos. Pero hay una cosa clara que sí es un derecho del hombre reconocido y formulado en los supremos textos universales (ONU, Helsinki): el que no se impongan a los ciudadanos coacciones legales peculiares de ámbitos ideológicos, confesionales o eclesiásticos particulares, como es el caso de la prohibición del divorcio para los no católicos.

¿Dónde ha quedado la proclamación de la Dignitatis humanae personae? Y cuando uno sabe, por un lado, las graves consecuencias que esta injerencia del Episcopado en la legalidad pública puede tener en un país de historia tan trágica como

l ' /

Page 164: Mision Abierta - Desafios Cristianos

España, y, por otro lado, vía declaraciones de Guerra Campos, nos enteramos de que esta formulación desdichada ha sido impuesta por Roma, tenemos el derecho a preguntarnos: ¿en qué ha quedado la superación conciliar de que los Obispos sean simples «gobernadores civiles» del Poder eclesiástico autocrá-tico y centralizado?, ¿dónde está la proclamada Colegialidad Episcopal?

El argumento de los neo-lntegrls-tas: el peligro de pérdida de la identidad cristiana

Es un hecho que existe una «crisis de identidad». Pero se trata de un problema difuso, complejo, que no se puede reducir a fórmulas simplistas y debe ser analizado en su diversidad, en sus causas múltiples, en su contexto histórico.

a) El problema de la «crisis de identidad» sacerdotal

No se trata de retomar aquí y ahora un intento de análisis amplio, que hemos realizado en otros lugares (1).

El paso de la figura sacerdotal del barroco, tan perfectamente autoiden-tificada en su monolitismo ideológico y espiritual, como un bloque

(1) Numerosos estudios y artículos en el Boletín del Secretariado de Seminarios, anteriores a la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes de 1971. Algunos los recogí en el libro Sacerdotes, crisis y construcción, Madrid, PPC, 1972.

Más recientemente: Boletín bibliogra-jico comentado sobre modelos de santidad sacerdotal, Concilium, noviembre 1979.

de mármol perfectamente dibujado y tallado, colocado en su pedestal por encima del pueblo, distinto y distante, a una figura más encarnada y presente en la espesa cotidianidad de la vida real, sin parapetos de seminarios, conventos y trajes talares, ha llevado naturalmente todo un proceso de desarticulación y rearticulación de una identidad personal que se desplaza de un centro de gravedad de separación sacral dominante a un dinamismo más plural y misionero.

Se necesita, para alcanzar una identidad en el marco de referencia de una «Iglesia en estado de misión», una mayor fuerza de integración personal, evangélica y misionera, pues en adelante faltarán esos tinglados, montajes y andamiajes que daban en otras épocas mayores seguridades institucionales, jurídicas, reglamentarias y apoyos sociológicos del poder. En este proceso de cambio muchos se han quedado en la cuneta, no sólo por debilidad intrínseca, sino por las tensiones y conflictos provocados por los desfases entre las personas, las instituciones, los superiores...

Aunque se trata, naturalmente, de una apreciación que tiene, como todas, su coeficiente de subjetividad, no vemos ya razón para pesimismos sombríos. Una pérdida de cantidad está compensada por una indudable ganancia en calidad. Y el torbellino de la crisis parece ir encontrando nuevos cauces e irse clarificando y serenando.

b) De la pertenencia sociológica a la fe en Jesucristo

En esta serie de flash que tratan de proyectar luz sobre una situación difícil de diagnosticar, por lo complejo y movedizo del asunto, es difí-

328

cil intentar una definición objetiva de la variación de la «masa católica» entendida como pertenencia sociológica a una Iglesia, confesión o sociedad impregnada de valores católicos.

Pero hay en el proceso postconciliar un elemento claramente positivo, aunque sea minoritario. Para muchos católicos hay una profundi-zación de su identidad religiosa desde una pertenencia vaga y muy sociológica al «catolicismo» hacia un redescubrimiento personal del fundamento de su fe en Jesucristo.

En este hecho se basa una notable variación en el vocabulario de pertenencia religiosa. Mucha gente pasa de una identidad social de «católicos» a una confesión personal de «creyentes». Y hay que subrayar que aquélla era más una etiqueta sociológica y ésta una mayor significación de experiencia personal religiosa y de compromiso con una Comunidad de fe.

Cuando el hombre crece, Dios disminuye, cuando el hombre disminuye, Dios crece

El neo-integrismo pretende que él «accidente histórico» del Concilio Vaticano II está liquidado. Y uno de sus argumentos de la vuelta a la situación anterior de la Iglesia anclada en el barroco es la demostración triunfalista de esas masas en la plaza de San Pedro, donde tantos jóvenes gritan entusiasmados.

Si no nos dejamos llevar de impresiones emotivas superficiales —tipo Paloma Borrero en la TV española— podemos hacer una reflexión sencilla: ¿qué significa que una igle

sia se llene a tope, digamos de dos mil personas, si el barrio tiene cuarenta mil?, ¿qué significan cien mil en la plaza de San Pedro cuando sólo en Roma hay cuatro millones, y en el mundo para fin de siglo habrá siete mil millones, y sólo una décima parte de católicos? Las encuestas sociológicas acusan que en los últimos dos años sigue el proceso de alejamiento real de un sector mayoritario de la juventud, al menos de la institución eclesiástica...

Es verdad que en un sector, muy minoritario, de esa juventud hay una búsqueda de nuevas formas religiosas no Institucionales. Se trata de un fenómeno muy complejo, pero ciertamente no apunta a una simple restauración de la piedad barroca o decimonónica (al rosario, al Sagrado Corazón, pasando por las cuarenta horas...), sino a múltiples y difusas corrientes revivalistas, carismáticas, pneumáticas y místicas, quizás más cerca de ese tipo de «iluminismo» de principios del xvi que liquidó la contrarreforma barroca.

Pero hay algo más grave que debía hacer reflexionar a los responsables eclesiásticos, y hacerles superar ese riesgo de miopía que sólo se preocupa, como los políticos, de la táctica del presente, sin ninguna mirada histórico-profética hacia ese grande e inquietante «Horizonte 2000» que está ya encima y que los jóvenes van a vivir en su primera adultez. Y es el hecho sabido de que, en épocas de crisis, de inseguridad y angustia colectiva, de miedos difusos y crecientes, cuando el hombre se siente débil se intensifican las manifestaciones religiosas. Nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.

Y aquí viene la miopía de los grupos reaccionarios eclesiásticos que justifican así el frenazo al inmenso esfuerzo de renovación teológica, ca-

329

Page 165: Mision Abierta - Desafios Cristianos

tecumenal y misionera del Vaticano II: veis, no hacía falta esa renovación de lenguajes, ¡ya vuelven al redil! Es ana actitud que recuerda la caza del masón agonizante en el siglo pasado...

Con lo cual damos por liquidado el gigantesco problema que el hombre moderno planteó a la estructura de dominación sacral del barroco y que con tanta agudeza formuló Kant en su artículo sobre la Ilustración de 1786: «¿Qué es la Ilustración? ¡La llegada del hombre a la mayoría de edad que no necesita de los tutores de su infancia!» (Curiosamente repitiendo la idea de San Pablo, el gran teólogo de la libertad cristiana, en Gal. 4, 1-7).

Porque detrás de todo esto se esconde algo extremadamente grave. Le estamos dando la razón a la gran crítica radical de la religión realizada por la modernidad y formulada de una manera clásica por Feuer-bach. Entre Dios y el hombre hay una fundamental inversión, una radical contraposición. Cuando el hombre crece, Dios decrece. Y la recíproca: Dios parece realizarse cuando el hombre se siente disminuir. Un Dios grande ante un hombre hundido. Un Dios de pie para un hombre de rodillas.

Y ésta ha sido la causa fundamental del ateísmo moderno. La imagen de Dios que solían dar hasta los misioneros y catecismos del siglo xvm (2) justificaba ese rechazo en un hombre moderno que se sentía por primera vez protagonista de la historia y no admitía ya la anulación de su razón científica (Gali-leo!) o tutorías sociales infantiliza-doras. Qué dolor causa, por ejemplo, la lectura de las memorias de ese

(2) B. GROETHUYSEN, Origines de Ves-prit bourgois en France, París, Galli-mard, 1927 (con abundantes documentos).

330

gran hombre de bien y de paz que fue Romain Rolland, cuando describe cómo en su adolescencia rechazó de plano esa imagen represiva y dominante de Dios que el catolicismo de fin del siglo xx le imponía...

Es cierto que ahora estamos ante la segunda gran crisis del siglo xx, y que incluso se dan ahora amenazas antes insospechadas (3). Pero ¡no os frotéis las manos, miopes reaccionarios! Porque la humanidad —y especialmente Occidente— ha experimentado crisis tremendas en su historia. La peste negra de 1437-1450 casi liquidó la población de Europa. ¡Inmediatamente después vino el Renacimiento!

Después de esta crisis de fines del siglo xx vendrá un nuevo crecimiento cualitativo de la humanidad. ¿Qué pasará con la religión si los creyentes hemos apostado únicamente a la miseria y hundimiento del hombre?

El Vaticano II, esa gran Esperanza, abrió la otra alternativa: la que está fundada en el verdadero rostro del Dios del Evangelio, que no se goza en la destrucción del hombre, sino en que crezca como imagen e hijo de Dios, y que sea con-creador con El en el proceso del mundo y de la historia. La gran renovación pastoral y misionera del Concilio ha potenciado esta síntesis, siempre pu-rificadora y crítica, de fe y modernidad. Ninguna miopía, ningún frenazo de curiales reaccionarios, podrán parar ya esta ola de fondo. Porque nuestra esperanza no se basa en la Curia, sino en el Cristo pascual.

(3) Informe Foerrester (Instituto tecnológico de Massachussets) para el Club de Roma. Hoy hasta los marxis-tas recoconen su validez, v. gr.: B. HA-RICH. Comunismo sin crecimiento. Ba-beuf v el Club de Roma, ed. Materiales, Madrid, 1979.

JOSÉ LUIS L. ARANGUREN

UN MODELO PROFETICO POST-SECULAR

¿Un modelo profético de sociedad? ¿Qué debemos entender por tal? No, de ninguna manera, en la circunstancia histórica actual, tras el sometimiento del mundo occidental a una experiencia radical de secularización, la vuelta, el retorno a un modelo profético-religioso sfrtcío sensu al modo del profetismo bíblico. Es cierto que algunos pensamos que, por ahora, se ha puesto punto, final o no, al proceso de «desencantamiento del mundo» y que empezamos a vivir un ambiente de «reencantamiento» y nueva y libre religiosidad. Mas la profunda experiencia anterior de la secularización no ha ocurrido en vano y es indeleble. Por tanto, la reactualización del profetismo sólo es posible como pura categoría formal que, aun cuando de origen religioso, es secularizable y ha sido ya secularizada por los «profetas» laicos modernos, de Karl Marx a Ernst Bloch, aunque, es verdad, no sin residuo «religioso», cuando

menos de talante, tono de vida y moción de esperanza.

¿Se han dado en nuestro tiempo movimientos proféticos de este tipo laico? Ciertamente sí. Si no queremos remontarnos a la Revolución por antonomasia, la Revolución Francesa, y las que le siguieron, por ella inspiradas, ahí está el marxismo. Después de él, Jean-Paul Sartre quiso ver en los inicios de la revolución cubana —detenida en seguida y ahormada «desde fuera» por la URSS— un «hacerse» desde dentro de sí misma, sin atenimiento a «modelos» previos y generando in fieri su propio «prototipo». En fin, y para no hablar de la mal conocida por dentro y no occidental revolución cultural china, la preparación —en América y en Alemania— y la eclosión —en París— de la revolución de mayo del 68, ha sido la por ahora última manifestación de esta naturaleza.

¿Cuál parece ser su presupuesto? El de una sociedad en neoformación,

331

Page 166: Mision Abierta - Desafios Cristianos

dotada de vida, tan bullente y palpitante como informe, en general, por desagregación del viejo orden constituido y la búsqueda de una nueva estructura social y psicosocial sobre la base de un cambio radical de conciencia colectiva.

El Profeta está «fuera» de la Institución

El profetismo empieza, pues, por oponerse a la institución establecida y por levantar, frente a ella, una propuesta positiva. Es, en el sentido estricto etimológico, una hetero-do-xia. El sacerdote, el oficiante, el «ministro», están dentro de la institución y, como mucho, si son abiertos, asumen la función de resolver los conflictos del individuo con ella. El profeta no está siempre abiertamente contra la institución, pero sí fuera de ella (y ciertos representantes, ciertos sacerdotes, ciertos ministros de espíritu abierto pueden tener oídos para el profeta). Está necesariamente «fuera» de la institución porque su «carísma», su don de «profecía» no fluye por los canales de la «gracia» ordinaria, ordenada y bien administrada por los de la «gracia de estado». (Tómese esta expresión, y todas las que le anteceden, en sentido secularizado y, por tanto, desde el punto de vista religioso, figuradamente.) El «carisma» del profeta es como el del místico, extraordinario. Pero su experiencia es menos inefable que la de éste: puede transmitirse verbalmente si bien con palabras que contienen siempre un margen mayor o menor de ambigüedad y, cuando se trata de «oráculos», que son —conviene adelantarlo ya— cosa

distinta de la profecía, incluso de equivocidad.

En su estar «fuera» del orden establecido, pero no necesariamente contra él y en su decir algo que ha oído una voz, no por «interior», menos transcendente de él, el «profeta» se diferencia del ácrata, del anarquista. Podría pensarse que, en cambio, se asemeja a éste en su solidaridad en su ser por lo menos en principio, voz que clama en el desierto (suponiendo, lo que es mucho suponer, que el anarquista sea un solitario). ¿Es así necesariamente y, sobre todo, es así actualmente, es ése el modo laico del profetismo contemporáneo? Antes de responder a esta pregunta, veamos, o intentemos ver el modo de incardinación del «profeta» —antiguo o moderno, religioso o laico— en la realidad y en la temporalidad.

El profeta, como cada cual, vive en la realidad, sí. Pero pronto está dicho eso, realidad, realidad humana. Las categorías fundamentales de esa realidad humana son (1) la cultura (o culturas), siempre en función del (2) lenguaje (o lenguajes) (3) el espacio y (4) el tiempo. Se diría que estas dos últimas «intuiciones fundamentales» nos son comunes a todos, pero ¿hasta qué punto es eso verdad? Junto al espacio «real» que cada cual construye a su medida (incluso literalmente: no es de ningún modo igual el «espacio», el «mundo» del hombre sobresalientemente alto que el del hombre enano), existen el espacio imaginario, el espacio estético y también el «espacio» telefónico, el espacio televisivo, etc., y asimismo el espacio del que padece claustrofobia o, por el contrario, agorafobia. Y otro tanto acontece con el tiempo: tiempo mítico, tiempo métrico y cuasi espacial del reloj, tiempo vivido al modo bergsoniano, tem-

332

poralidad heideggeriana, etc. Aquí, más que la espacialidad es la temporalidad la categoría que nos importa (también podría reflexionarse sobre el profetismo y la cultura, o en su relación con el lenguaje, en la línea de lo que sugerimos al confrontarlo con la mística). ¿En qué sentido es peculiar la concepción profética de la temporalidad?

El Profeta es una Vocación de futuro

Todos los humanos vivimos el tiempo en sus tres «éxtasis»: presente, pasado y futuro. Se dice, un tanto ingenuamente, que vivimos los más y lo más en el presente. Mas en tanto que hombres de memorias y recuerdos, todos vivimos no menos en el pasado; y el historiador, por decirlo así, también profesionalmen-te, y, por eso no sin razón ha podido decirse de él que es el «profeta del pasado». Pues, en efecto, el pasado privado es configurado por cada cual, según su modo y voluntad, y las memorias y autobiografías son buen testimonio de ello; y el pasado público, común o histórico, es susceptible de diversas configuraciones que los historiadores construyen. En sentido semejante, pero no igual, el intelectual, yo lo he repetido mil veces, és el «profeta del presente», quien da forma conceptual a lo que sus contemporáneos sienten y viven, sin acertar a expresarlo, o a expresarlo suficientemente. Mas el profeta por antonomasia, el profeta propiamente dicho, es, claro está, el profeta del futuro. Cabe, pues decir que el profeta vive predominantemente y, desde luego característicamente, en el futuro. Mas, ¿cuál es, dicha con

cierta precisión, esa relación profética con el futuro? No la de su fore-casting, la de su moldeamiento fu-turológico, mediante extrapolación cuantitativamente progresiva del presente y «proyección» desde éste en el porvenir. (Ha sido esta «proyección» el modo genuino de habérselas con el futuro del fáustico hombre moderno, con su dinámico-dinamiza-dora voluntad de poder.) Pero tampoco es, en el otro extremo, el modo estático y cuasi pasivo de intentar «pre-ver» el futuro, en el sentido de «escrutarlo» o «escudriñarlo» (clarividencia), de proveerse de unos anteojos de larguísima vista con los que «verlo»; o bien de tratar de «leerlo», descifrando los signos de la naturaleza (augurios, adivinación, as-trología, quiromancia) u «oyendo» un «oráculo» totalmente exterior a su receptor.

No. El profeta profetiza o pretende profetizar, no desde la voluntad de poder ni desde el cálculo y la previsión, sino desde el Sentido último, escatológico (escatologia ultramundana o intramundana) y sumergiéndose en él. Hay dos modos fundamentales de con-penetrarse en el futuro, según se viva éste con Sentido o como sinsentido: la angustia (de la Nada) y la esperanza. El profeta profetiza desde la fiducia, que es confianza-esperanza y, en tanto que tal, también fe que mueve montañas. El profeta es Dios, es el Sentido, es la Esperanza, hablando a los hombres por boca del hombre. Es, frente al pasivo y escéptico «¿qué cabe esperar?», la recuperación de la dimensión activa y creyente de la futurición. Es, en suma, la acción profética (y en tanto que tal, no inmanente, sino trascendente al profeta) sobre el futuro. La secularización sin residuo religioso alguno del enfrentamiento con el futuro es la

333

Page 167: Mision Abierta - Desafios Cristianos

futurología. El «reencantamiento» en la vivencia del futuro es el profe-tismo.

Profecía y conciencia colectiva

Y ahora tal vez estemos en condiciones de responder a nuestra pregunta anterior sobre la vida, en soledad o en comunidad del profeta. El profeta antiguo actuaba o parecía actuar, no desde la soledad, sino desde la Revelación y no sólo directamente desde el futuro, sino a través de los hombres para quienes profetizaba, pues que la fe, confianza y esperanza de estos hombres eran condición necesaria al cumplimiento de la profecía y al surgimiento mismo del profeta.

El profeta requiere, pues, una comunidad de base para la cual profetizar, el profetismo es siempre comunitario. Pero el profetismo secularizado de nuestro tiempo es comunitario por modo eminente. El profeta contemporáneo o, mejor dicho, los profetas, pues son siempre plurales, prestan su voz, dotan de palabra, a lo que la comunidad oscuramente espera. Pensemos, por ejemplo, en la última gran profecía —incumplida o, tal vez, pospuesta, como muchas de los profetas antiguos—, la de la Revolución que pareció llegar en mayo de 1968: ¿no fue mucho más la acción colectiva de la juventud de entonces que el concreto acto profético de tal o cual de sus mentores?

La profecía, acabamos de verlo, se cumple unas veces, se incumple otras. Pero, sobre todo, abre un período de tiempo, el tiempo durante el cual se espera su cumplimiento. ¿Cuál es, durante ese período de

tiempo, su relación con la institución, con el Poder? La que ya dijimos: el auténtico profeta no ha estar necesariamente contra el Poder, pero sí fuera de él. Es imposible un «Gobierno de los Profetas»: en Israel gobernaron los Jueces y los Reyes, pero nunca los Profetas (he aquí una de las evidencias —en seguida anotaremos otra— de que Jomeini o, pese a sus inclinaciones milenaris-tas, Juan Pablo II, no encarnan el profetismo). Lo que sí es posible es que con el pueblo, y en cuanto que forman parte de él, quienes lo gobiernan reciban y hagan suya la profecía, es decir, esperen su cumplimiento. Pero el profetismo no puede institucionalizarse, el profetismo no se parece en nada al PRI mejicano, Partido Revolucionario Institucional (curiosa contradicción), en el Poder desde que se fundó.

Portavoz de lo «nuevo»

El profeta, no debería hacer falta repetirlo, mira siempre al futuro y anuncia el nuevo acontecimiento. He aquí la segunda razón por la cual un Jomeini (o un Juan Pablo II, al contrario que un Juan XXIII, adelantado de un tiempo... que no ha llegado), pese a su adopción de gestos y ademanes proféticos e incluso de su asunción de un estilo profético (que, dicho sea entre paréntesis, Juan XXIII nunca pretendió), no pertenece al tipo profético, pues no se propone traer a la comunidad el futuro, sino retrotraer ésta al pasado. El reaccionario no espera nada bueno del porvenir y ni tan siquiera se encuentra a gusto en el presente, por lo cual quisiera volver con la comunidad entera a lo que ya pasó. Es,

334

por naturaleza, antiprofético y anti-profetista, como no sea de catástrofes.

Es expresivo el contraste entre Juan XXIII y Juan Pablo II. En los últimos tiempos se advierte una ausencia total de contenido profético y, por tanto, de auténtico profetismo, pese a que se continúen gestos y ademanes solemnes, vaciados de todo anuncio de novedad. La cual nos lleva a hacernos una pregunta final, la de si, como piensa y ha dicho Alfredo Fierro, la fase profética de nuestra cultura habría terminado y hoy ya no se puede esperar nada mejor que la preservación de lo esencial del presente y, todo lo más, modestos mejoramientos accidentales en continuación y continuidad con él. Nuestra penuria radical sería, pues, una penuria de esperanza. (No esperaríamos ya ningún «evangelio», ninguna «buena noticia»). Habríamos de atenernos al puro presente y, defendiéndolo como nuestro único y último bien, vivir sólo en él y para él; o bien escapar de él para sumirnos en la intemporalidad de la mís

tica. Del futuro, tiempo de la muerte no sólo individual sino colectiva también, tiempo de la catástrofe nuclear y de la extinción de la humanidad y aun de toda vida, nada querríamos saber sino para retrasarlo lo más posible y que el presente dure y perdure, amén.

Frente a tal desesperanzado estado de espíritu sólo cabe, individualmente, levantar una esperanza desnuda de contenido profético, una esperanza vacía, aunque abierta a lo que venga, un «sí» al futuro, cualquiera que éste sea. Pues el profetismo, el modelo profético de existencia, es siempre un modelo comunitario. Los profetas profetizan porque esperan. Mas, a su vez, ellos advienen porque son esperados. Ellos mismos, en ese su ser esperados por el pueblo, son ya el balbuceo comunitario de la profecía. Cuando un profeta vuelve de nuevo a hablar, es que se están recuperando ya el futuro y su esperanza.

335

Page 168: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS

SENSACIÓN DEL ESPÍRITU

El Espíritu Santo es, por definición, lo inobjetivable. Por tanto, no tiene sentido hablar de El, y este artículo debiera terminar ya aquí. El Espíritu no tiene Logos. Como ya recordó San Pablo, «lo escruta todo, pero no es escrutado por nadie» (1).

Sin embargo, los hombres no tenemos otra forma de comunicación que la palabra. Y la comunicación es quizás lo más «espiritual» del existir humano. Por eso, aunque el Espíritu no tiene logos, a veces puede ser bueno hablar de El, con tal que sea de otra forma: no para enjaularle, sino para invitarle a volar, no para trasmitir contenidos, sino para despertar sensaciones. Pues no puede negarse que los hombres nos comunicamos a veces mucho más a través de esa palabra que inspira o sugiere, que a través de la otra palabra que simplemente «dice cosas».

Por ello, acepto el artículo de Misión Abierta. Pero con ello espero que esté claro en qué sentido afirmo las cuatro cosas que se van a decir en estas páginas. Y por eso ni siquiera me atrevo a hablar, como Hegel, de una fenomenología del Espíritu de Jesús, sino sólo de la sensación del Espíritu. Como aleteo que se percibe por una cierta vibración del aire-. O como aquel famoso «no sé qué que quedan balbuciendo»..

El Espíritu de Jesús es recuerdo y es presencia

Esta tesis habla expresamente de presencia y recuerdo (2). No es meramente la presencia de Alguien en el recuerdo, sino ambas cosas sin

(1) 1 Cor. 2,15. (2) Ver Jn. 14. 17 y 21.

336

confusión ni separación: presencia creadora que actualiza hoy a Jesús, y recuerdo del actuar concreto de Jesús ayer, para criticar y discernir nuestra creatividad de hoy.

La cosa es bien simple: cuando la Iglesia rompió las barreras particularistas de Israel, abriéndose a todos los pueblos y aboliendo la circuncisión, es probable que no tuviera ninguna palabra expresa de Jesús sobre ello. Y, sin embargo, la acción fue tan del Espíritu de Jesús que puede llamarse con toda verdad acción del mismo Jesús. Y por eso quedan en los evangelios palabras alusivas a este punto, puestas en labios del Jesús terreno.

Pero cuando en la Iglesia se celebra una Eucaristía que, so capa de consagrar el pan, consagra, de hecho, la hartura de unos y el hambre de otros, se impone inmediatamente el recuerdo de la Cena histórica de Jesús para decir: «eso ya no es celebrar la Cena del Señor» (3). Y cuando en Corinto se entiende la libertad de la Resurrección como una meta facilona a la que se llega por el abandono entusiasta a la esponta-taneidad de cada uno, entonces Pablo evoca el camino histórico de Jesús para decir a los corintios: ante vosotros no quiero saber nada más que a Jesús, y éste crucificado (4).

Presencia y recuerdo, pues. Como presencia, el Espíritu de

Jesús suena a esperanza (5), suena a consuelo (6) y suena a fuerza (7). Una esperanza que no depende de cómo sople el viento de la historia, el cual puede soplar de cara muchas veces, y ahora está soplando de cara

(3) 1 Cor. 11, 20.21. (4) Cf. 1 Cor. 2. 2 (5) Como en Jn. 15, 7 (6) Como en Jn. 14, 16. (7) Como en Jn. 15, 8.

en la Iglesia y fuera de ella. Una fuerza que no es simplemente la fuerza para imponerse, sino la fuerza para buscar, para imaginar y para atreverse. Y un consuelo que afronta aquella famosa frase de Nietzsche que muchos me han oído comentar ya, y q u e la repito otra vez porque encarna la más seria de todas las críticas que se nos han hecho a los cristianos: «para que yo crea que Jesús es el Salvador, haría falta que los que le siguen tengan un poco más de cara de salvados»...

Como recuerdo concreto, podrán discutir los exégetas sobre qué es lo que sabemos y no sabemos del Jesús histórico. Pero, por mucho que discutan, resultan cada vez más innegables cosas como las siguientes: que Jesús fue un hombre «inflictivo, puesto que si no no le habrían matado; que Jesús fue un hombre libre, puesto que si no no le habrían acusado de quebrantar la ley; que Jesús optó por los pobres y oprimidos, puesto que si no no le habrían acusado de seductor y de amotinar al pueblo; que Jesús luchó por poner signos históricos del Reino de Dios que anunciaba, puesto que si no no le habrían acusado de expulsar demonios en nombre del Príncipe de lús demonios. Y finalmente, que Jesús fracasó. A toda la investigación histórica sobre Jesús le resulta imposible evadirse de estos cinco puntos, y cada vez se encuentra más segura en ellos, al margen del grado de historicidad que puedan tener las anécdotas concretas en que se encarnan.

Tenemos, pues, la presencia y el recuerdo. Y ahora que se han llenado de contenidos concretos, sí que vale la expresión que antes rechazábamos, de la presencia en el recuerdo. Quiero decir que el Espíritu de Jesús vendría a ser la esperanza, la

337

Page 169: Mision Abierta - Desafios Cristianos

fuerza y el consuelo en la conflicti-tividad, en la preferencia por los pobres, en la libertad, en la lucha por poner signos intrahistóricos del Reino y hasta en el mismo fracaso. Dicho con más concisión vendría a ser la vertical en la horizontal. La mayoría de las actuales «seducciones del espíritu» están olvidando esa concreción que discierne, en definitiva, la originalidad cristiana de su rostro.

A lo largo de este escrito quisiera que la sensación del Espíritu vaya confrontándose con nuestra realidad eclesial, y se convierta en aquello que el autor del Apocalipsis llamaba: «lo que dice el Espíritu a las Iglesias» (8). La primera confrontación vamos a hacerla en paralelismo con los ejemplos antes citados de la ruptura con el judaismo y las cuestiones sobre la eucaristía y la resurrección, en la primitiva comunidad de Corinto. De esta manera podríamos actualizar lo que dice el Espíritu: 1) a la jerarquía; 2) a la derecha, y 3) a la izquierda eclesiástica de hoy. No quisiera herir a nadie con las alusiones que siguen. Pero "sí quiero decir las cosas con relieve, porque, si no, leemos mucho, pero no hacemos caso de nada. Si mis diagnósticos concretos fuesen equivocados, me alegraré de ello siempre. Pero, en cambio, me parece que la «sensación» que añoran, o los valores que defienden, sí que son sensación del Espíritu (9).

(8) Apoc. 3, 22. (9) Tampoco se trata de una crítica

que se sitúa por encima de todos y dispara contra todos. Más bien me encuentro metido en todos los grupos criticados: en la jerarquía, porque allí me metió el concilio de Trento con su distinción esencial entre clérigos y laicos; en la derecha por educación y profesión, y en la izquierda por las enseñanzas que la vida me ha deparado.

1. A la Iglesia de Dios que está en la jerarquía

Con respeto, pero con libertad, hay que insistir en que las actuales je-jarquías de la Iglesia distan mucho de asemejarse a las del Concilio de Jerusalén. Su pecado sería que parecen no creer en el Espíritu de Jesús derramado «sobre toda carne» o —con una formulación provocativa que se hizo famosa antaño— no aceptan que el Espíritu sopla donde quiere, sino donde quiere el obispo... El resultado es una jerarquía que teme la creatividad o, con frase de Pablo, «.apaga el Espíritu» (10). No se dan cuenta de que, en la Iglesia dócil y aplaudidora que ellos quisieran, Jesús les crearía serios problemas. No se dan cuenta de que la sensación que ellos suscitan en los hombres de hoy (creyentes o no y, por supuesto, con excepciones maravillosas) es mucho más la sensación de presencia de los «escribas y fariseos» que la sensación de presencia de Jesús. El resultado es una Iglesia que, desde luego, nunca morirá de parto, pero es posible que agonice de esterilidad; el resultado es una luz que nunca será apagada por los vientos de la intemperie, pero es posible que se apague bajo el celemín; el resultado son unos hombres más preocupados por conservar «el talento» ese que ellos llaman deposi-tum fidei —aunque sea enterrándolo bajo la tierra del pasado—, que por comunicar ese talento que sólo para ser comunicado existe. Todo esto es grave en la Iglesia de hoy, y por eso debe ser dicho sencilla y respetuosamente, aunque el decirlo moleste a quien lo oye y cree problemas a quien lo dice.

(10) 1 Tes. 5, 19.

338

2. A la Iglesia de Dios que está en la derecha

La derecha eclesial vuelve hoy a la carga envalentonada, aunque no para ofrecer una respuesta a los errores del pasado (que esto tendría derecho y deber de hacerlo), sino como falso consuelo contra las decepciones del pasado y, en todo caso, utilizando los errores del pasado para sostener un modelo de convivencia sobre el cual habría que decirle a esa derecha: «eso ya no es celebrar la Cena del Señor», eso no es el Reino de Dios que anunciaba Jesús, a quien sólo por el Espíritu se puede reconocer como Señor (11). Ese modelo de convivencia parece girar alrededor de estos tres pilares: enseñanza, moral familiar, propiedad privada, engarzados de la manera siguiente: una educación que se reclama cada vez más selecta, pero sólo para unos pocos, deja sin capacidad a la mayoría; una moral familiar impuesta legalmente en condiciones de impracticabilidad (emigración, paro, pobreza, etc.) deja «fuera de la ley» o sin crédito moral a la mayoría (12). Y luego, tras haberse apropiado de la cultura y de la honorabilidad, la derecha justifica con ello su apropiación inicua de la riqueza. Este modelo, con interrelaciones más complejas entre los tres factores (y, por supuesto, con todas las excepciones personales honestas que se quiera) viene funcionando desde siempre como sostén y bendición de todas las injusti-

(11) 1 Cor. 12, 3. (12) La derecha arguye que esa legali

dad moral también vige para ella; pero calla que ella dispone de medios para evadirla (puede pagarse la querida, el viaje a Londres para abortar o el «abogado» capaz de conseguir una nulidad matrimonial, etc.).

cias sociales. Pero a quien lo defienda en nombre del Espíritu cristiano hay que ponerle entre la espada y la pared, para que nos diga claramente si celebra su propio credo o el credo del Señor, es decir, si acepta al Dios de Jesús y al señorío del Crucificado o si, cuando recita el Credo, está entendiendo por los bajines esta otra música:

«Creo en la propiedad privada, todopo-[derosa,']

creadora del cielo y de la tierra para los [ricos].

Y en su única hija, la clase privilegiada, [señora nuestra],

que fue concebida por obra y gracia del [espíritu de lucro*...]

Porque todo esto es muy grave. Mucha gente de buena voluntad no puede reconocer en ese proyecto al Espíritu de Jesús. Y yo creo que tienen razón.

3. A la Iglesia de Dios que está en la izquierda

Puede que la izquierda no merezca esta crítica porque, a ratos, da la impresión de que se encuentra ahora exhausta, como el tenista que deja perder pelotas porque ya no tiene fuerzas para ir por ellas. Pero quizás la mejor prueba de que no había intención demagógica en las anteriores críticas, puede ser esta confesión de que la izquierda haría bien en no creerse ella libre de pecado. Por supuesto que, en vez de investigar y reconocer las propias culpas en un fracaso histórico, resulta más cómodo buscar un chivo expiatorio (y si es un chivo polaco pues todavía mejor). Pero la izquierda eclesiástica ha de preguntarse seriamente si no ha sufrido una contaminación por los valores ambientales, asumiéndolos sin crítica como

334

Page 170: Mision Abierta - Desafios Cristianos

valores cristianos y disolviendo en ellos su identidad cristiana. Es curioso este destino paradójico de la izquierda que parece que sólo sabe ser heroica durante la persecución. Luego ya se abarata: proclama, sí, unos valores de formulación grandilocuente, pero luego exige que se le den mediante la afirmación espontánea de aquella elementalidad instintiva en que también cayeron sus antepasados entusiastas de Co-rinto. La derecha, al menos, parece dispuesta a pagar el precio de su afán de lucro. Mientras que uno se pregunta si la izquierda está dispuesta a pagar el precio de las grandes palabras que proclama, y si tendría valor para hacer por la humanidad todo lo que Marx reconoce que la burguesía hizo en beneficio propio. A veces da la impresión de que, si la derecha falsifica al Espíritu de Jesús por mantener estructuras injustas, la izquierda lo hace porque le fallan las personas. Y, naturalmente, a la larga no pueden funcionar unas izquierdas compuestas por un pequeño grupo de idealistas y una mayoría de aprovechados.

Uno tiene la sensación de que el Espíritu de Jesús va por ahí. «Y el que tenga oídos oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias» (13).

El Espíritu de Jesús no es sólo Espíritu de Jesús, sino «del Padre y del Hijo»

Todo el mundo sabe que en la teología hay una famosa discusión que se llama discusión del «filioque» y que se la hizo intervenir en la primera y dolorosa separación de las

(13) Apoc. 3, 22.

iglesias. Lo que a lo mejor ya no nos imaginamos es que tenga que intervenir también aquí.

Para los no especialistas, vamos a recordar velozmente los términos de la disputa: los orientales decían que el Espíritu procede sólo del Padre. Los latinos que del Padre «y del Hijo».

Pero ya conocemos esa ley del lenguaje por la cual toda afirmación positiva, a base de repetirse, acaba sonando a exclusiva; sobre todo cuando se pretende imponerla con la autoridad de la fuerza, más que con la autoridad de la verdad (y así es, por desgracia, como Roma se comportó con el Oriente). El hecho es que, con el fragor unilateral de todas las polémicas, los católico-romanos se fueron comportando cada vez más como si dijeran que el Espíritu procede sólo del Hijo. Y aquí los orientales nos acusan con razón (14).

Porque aquí comienzan a desdibujarse las actitudes: si allá en el fondo se piensa que el Espíritu procede «sólo del Hijo», se acaba aceptando al Espíritu sólo en lo «encarnado»: en la institución, en la iglesia, en el partido, en la ley, en el derecho canónico o en el ritual... y nada más. Puede que no se confiese así, pero en la práctica se actúa como si se pensara así. En todo caso, se aspirará a encontrar al Espíritu cambiando una encarnación por otra, una institución por otra y una iglesia pecadora por otra supuestamente modélica, o una iglesia en «desmadre» por otra con «ley y orden».

Pero en ambos casos, por la derecha y por la izquierda, se está olvidando el saber de que el Espíritu procede también (principalmente

(14) Cf. sobre esto V. CODINA, «Hacia una eclesiología de. comunión», en Actualidad bibliográfica, XVK1979), pp. 301-314.

340

—o al menos principialmente—) del Padre y, por consiguiente, es irreductible al logos, irreductible a la teología, a la organización, a la carne, a la materialidad de la historia en la que, por otra parte, nos es dado. Y el Padre es el Dios siempre mayor al que nunca puedes llevar por más medallas que lleves y por el que siempre eres llevado, también cuando no lo sabes. Es el Dios siempre desmarcado, el del abismo, el del silencio, el del pobre. También en el Jesús terreno su espíritu era el Espíritu del Padre, no del Logos.

Es muy importante esta sensación del Espíritu «del Padre y del Hijo» para que lleguemos a convencernos de que la vida no es sólo sensatez, sino sorpresa, ni sólo buen funcionamiento, sino imprevisto y novedad. Y la vida cristiana todavía más.

Con esta sensación, cabe intentar otro «discernimiento de espíritus» para el hoy de nuestra Iglesia. Creo que esta vez no será tan aplicable a la división izquierdas-derechas, cuanto a esa otra tipificación, que cruza transversalmente a la anterior: la que se da entre gentes de talante más autoritario, por más «político», y gentes de talante más personalista y, por ello, más «liberal» (ambos tipos existen tanto a la izquierda como a la derecha).

4. A la Iglesia de Dios que está en Occidente

Pues bien: cuando se reduce el espíritu al logos (¡la eterna tentación de Occidente!) entonces se le exige a la historia una transparencia total y una lógica absoluta (en éxito, en felicidad, en manipulabilidad...) que nunca las tendrá. Y se le exige a la Iglesia una santidad absoluta que tampoco la tendrá nunca. Y luego, cuando la historia y la Iglesia son

desconcertantes, o son opacas, o son cruz, nos sentimos tentados a dejar de creer; y de ahí es de donde brota tantas veces la tentación totalitaria, por un lado o por el otro.

Y, en mi opinión, no vale argüir contra esto que occidente es demócrata y los países del este marxista son totalitarios. Pues los países del Este pertenecen al occidente mundial, y el marxismo es un fenómeno occidental (igual que el fascismo o el catolicismo latino). El totalitarismo del Espíritu creo yo que es la tentación de Occidente.

5. A la Iglesia de Dios que está en el Oriente

Pero la reacción contra esto (vg. en los pentecostales, o en la Ortodoxia combativa) es un Espíritu sin «filioque»: ajeno a la historia, ajeno a la encarnación o a esta carne de pecado; «espiritualista», por usar la palabra más consagrada y más expresiva. Entonces, sí, todo parece más fácil. Pero su gracia amenaza con ser una gracia «barata», su alegría una alegría alienante y su fe una fe alibiante (con b de alibi y no con v de alivio). Ellos creen desde otro mundo, cuando de lo que se trata es de creer en éste. A semejante esplritualismo es a lo que quieren oponerse, con razón, los progresismos. Pero ya insinuamos que esos progresismos han de preguntarse si no serán, paradójicamente, más católicos que el catolicismo, más papistas que el papa, y, en el fondo, más eclesiásticos que la Iglesia... (por eso se decepcionan de ella).

Y una pequeña confesión furtiva: toda esta «sensación del Espíritu» de Jesús, es enormemente difícil. Pero, otra vez, «el que tenga oídos oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias»...

M\

Page 171: Mision Abierta - Desafios Cristianos

El Espíritu Santo se manifiesta siempre en Jesús como espíritu del hombre

O, formulando con un poco más de cuidado: se manifiesta como el Espíritu veri-ficante del hombre, contra todo espíritu falsificador del hombre. O se manifiesta siempre en una determinada visión del hombre como «imagen» de Dios.

Hay un detalle muy curioso en el estilo del Jesús de los evangelios y es que, siendo un hombre tan inclasificable y tan sorprendente para todos, sin embargo, para dar razones de su conducta y para justificar sus enseñanzas, nunca apela a revelaciones especiales y arcanas o a magisterios divinos privilegiados, sino que apela simplemente al hombre, a la verdad original del hombre: a eso que todos miramos como lo más sabido y lo mejor conocido, pero cuya ultimidad Jesús pretende conocer como nadie, precisamente porque le conoce, como Hijo, desde su experiencia de Dios.

Jesús no dice: «asi habla Yahvé», o «esto es lo que Dios pide de vosotros». Jesús no habla ni como la Profecía ni como el Magisterio. Sino que —eso sí: con la misma autoridad que quienes pretenden hablar en nombre de Dios— El se limita a decir: el sábado se ha hecho para el hombre; lo de fuera no es lo que mancha al hombre; cuánto más vale un hombre que una oveja; la verdad primera del hombre reside en ser una sola carne insoluble con la mujer a la que' ama; recordad lo que hizo (el hombre) David cuando tuvo hambre; es bueno matar el ternero cebado en lugar de aplicar moralidades, porque (este hombre) estaba perdido; lo que yo digo no es posi

ble a los hombres, pero es posible para Dios... (15).

Y todo esto no es casualidad. Como tampoco es casualidad que, precisamente por esto, Jesús deslumbre primero y no se le comprenda después. Pablo lo ha captado muy bien cuando escribe que Cristo nos liberó para que viviéramos en la libertad, pero que nadie puede tomar la libertad como una excusa para el egoísmo. El Espíritu de Jesús no es ninguno de los dos espíritus que el hombre conoce y entre los que se debate, y que son el espíritu de esclavitud a la ley, o el espíritu de esclavitud a sí mismo. El Espíritu de Jesús es la libertad de esas dos esclavitudes, y Jesús sabe muy bien que esa libertad no es posible al hombre.

He aquí, pues, cómo el Espíritu veri-ficante se distingue del espíritu falsificador del hombre: el Espíritu de Jesús «pronuncia» en nosotros (16) lo que había sido el anuncio de Jesús: el ser divino del hombre. Pero el hombre toma su ser divino no como llamada y como gracia, sino como su realidad (si es «pagano») y como la posibilidad de sus fuerzas (si es «judío»). Y la consecuencia es que, queriendo poner en juego su ser divino, entra en lo que Pablo llama la «crisis»: crisis de autoaniquilación por el deseo en el pagano (17) y de impotencia frente a la ley en el judio (18). Pero el Espíritu seguirá clamando en nosotros: Abba, Padre.

Jesús sabe esto muy bien, y por eso le dice al hombre que sólo la

(15) Cf. para todo esto el apartado «Jesús y la Ley», en La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristologia, pp. 60-76, especialmente 66-67.

(16) Cf. Rom. 8, 26-27. (17) Cf. Rom. 1, 18 y ss. (18) Cf. Rom. 2, 1 y ss.

342

verdad puede hacerle libre: la verdad de saber que el señor del hombre no es la ley, pero tampoco lo es su propio deseo. El Señor es el Espíritu (19) y, por eso, donde está el Espíritu de Jesús ahí está la libertad. Porque el Espíritu de Jesús es el verdadero espíritu de lo humano. Y la novedad de lo humano es la única imagen válida del Dios que se ha revelado como Amor.

De acuerdo con esto, la primera teología define al hombre no como la unidad de cuerpo y alma, sino como la unidad de cuerpo, alma y Espíritu Santo. Es una de las definiciones más geniales, más cristianas y más exigentes que se han dado del nombre. Ireneo de Lyon escribe, a comienzos del siglo n , que «el hombre acabado consta de tres cosas, carne, alma y Espíritu», y que «los que carecen del elemento que libera y configura, están faltos de unidad interior y no merecen llamarse más que "carne y sangre", porque no tienen en sí mismos al Espíritu de Dios». En cambio, los que poseen al Espíritu de Dios «esos tales merecen llamarse, con toda razón, hombres nítidos» (20).

6. A la Iglesia de Dios que está en el siglo XX

También aquí se impone a la Iglesia una tarea de discernimiento de espíritus. Curiosamente, la Iglesia no parece actuar hoy como hemos dicho que actuaba Jesús: pretende imponer las cosas apelando a que son «voluntad de Dios» o «ley natural», en lugar de esforzarse por mostrar, como hacía Jesús, que esa es la verdad original del hombre amado por Dios. Con ello, la Iglesia

(19) 2 Cor. i, 17. (20) Cf. Adversus Haereses, V, 9, 1.

no da la imagen de creer, tan locamente como Jesús, que la voluntad de Dios es la verdad del hombre, y que su Dios no quiere otra cosa que la realización auténtica de lo humano. Gloria Dei vivens homo, aunque el hombre sea un ser tentado de llamar vida a aquello que le mata. Pero es del hombre mismo de donde brota toda su infinita exigencia, y no de fuera de él.

Esto nos marca a los cristianos la tarea de formular como humano todo aquello que es praxis creyente, y de expresar como valores humanos todo aquello que son imperativos cristianos. Por su puesto que el otro camino de la imposición exterior es mucho más cómodo. Pero hoy no es audible, y además amenaza con caer en la esclavitud de la ley, y además inviste a la Iglesia con un poder-de-Dios del que ella cree disponer. El segundo camino puede ser más duro para la Iglesia, pero hoy es el único audible, se convierte en llamada a la libertad, y obliga a la Iglesia al servicio.

Y eso, pues: «el que tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias»...

El Espí r i tu de Jesús es a r m o n í a

Esta nueva sensación podría deducirse de la anterior. Hasta cierto punto está incluida en las otras tres. Pero puede que valga la pena formularla expresamente, porque contribuye a aclararlas a todas y porque, con la armonía, apuntamos a aquel distintivo del Espíritu de Jesús que, siendo imposible para nosotros, aparece, sin embargo, como vigente, porque es la verdad y la plenitud de lo humano. Imposible, pero vi gente, no por la imposición de uim

H l

Page 172: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ley durísima, sino por el atractivo de una realidad maravillosa.

Para comprenderlo recordemos cuántas veces podría definirse la existencia humana como un fracaso en la realización simultánea de valores que son humanos, pero aparecen como antitéticos. Piénsese, por ejemplo, en las enormes dificultades de conciliar (a niveles colectivos) justicia y libertad, o socialismo y libertad. Y (a nivel personal) en la dificultad de conciliar la dimensión contemplativa —que enriquece y humaniza tanto la vida humana— con la dimensión activa, práctica y eficaz. O la dificultad de conciliar persona y comunidad.

Pues bien: en otros momentos he intentado mostrar cómo el Jesús que dibujan los evangelios puede ser caracterizado sintéticamente a partir de la idea de una armonía fácil y luminosa entre esos valores contrapuestos que, para nosotros los humanos, no resulta sencillo armonizar. Con el Abba y el Reino (21) Jesús vive la armonía entre Dios y el hombre, entre religión e historia, entre lo vertical y lo horizontal: su acogida humana es perdón de Dios y su obra histórica es «obra del Padre», sin que esto suponga ni apropiarse a Dios ni desatender al hombre. Jesús es también la más inaudita armonía entre ley y libertad, sin dejarse «un ápice» de aquélla, pero sin ser nunca el leguleyo que personifican todos los amantes del orden. Su conducta encarna igualmente una armonía entre universalidad y parcialidad, que todavía no ha sabido imitar la Iglesia que de El se reclama. Encarna, asimismo, una armonía entre fidelidad y revolución que desconcierta a todos los revolucionarios que se am-

02) Cf. Adversus Haereses, JII, 17, 1 este punto en: Acceso a Jesús, pp. 46-58.

paran de El. Jesús es, a la vez, quien más ha valorado al hombre y esperado de él, y quien mejor ha sabido que no podía «fiarse del hombre». Su lenguaje tiene la facilidad de lo popular y la profundidad de lo difícil. Su capacidad de goce, su ternura concreta hacia el amigo con nombre o hacia la mujer con rostro, su conducta amplia hasta el escándalo con la mujer adúltera, coexisten sin dificultad con su severidad molesta cada vez que enuncia las verdaderas conductas sexuales. Su cercanía nunca está hecha de complicidad, así como su santidad nunca está hecha de distancia...

Todo esto tendría que ser analizado con más rigor y desarrollado con más calma. Pero ni es ahora el momento, ni ese estudio detallado llegaría a más que a dejarnos esa sensación de armonía extraña, que quizás es la sensación del Espíritu. Por eso es lógico que san Ire-neo concibiese al Espíritu, a la vez, como principio de armonía interior de cada hombre —que le sitúa, le equilibra y le unifica— y también como principio de armonía o «comunión» de todos los hombres entre sí hasta «las más distantes tribus» (22).

Una sola cosa importa añadir, para cerrar este apartado, y es que, cuando apuntamos hacia el Espíritu de Jesús como esa imposible y entrevista armonía de lo humano, no estamos queriendo afirmar que el Espíritu sea la indefinición perpetua, 0 la matización que paraliza en vez de enriquecer, o el centrismo qu e

recorta. La armonía no es el centrismo que recorta, sino la afirmación que plenifica. Y es posible que a los hombres sólo nos sea dado realizar la armonía de lo humano en

(22) Cf. Adversus Haereses, III, p. 17, 1 a 3.

344

ese camino siempre por hacer, y que sólo avanza entre oscilaciones y perplejidades: quizás esto da razón de por qué la Iglesia —como es bien sabido— resulta demasiado amiga de los centrismos, y por qué todo el mundo habrá oído a alguno de esos eclesiásticos que presumen de ser «extremadamente de centro». Pero tampoco es exactamente eso; y hay ocasiones en que el Espíritu dice a las iglesias: «ojalá fueses frío o caliente, pero voy a vomitarte porque eres tibio» (23)'.

7. A la Iglesia de Dios que está en el centro

Y puede que el texto citado del Apocalipsis nos brinde la última concreción con la que concluir este apartado, igual que hemos hecho con todos los demás. La tibieza, el centrismo que el Espíritu detesta, no es el resultado de nuestra impotencia como hombres para la armonía, sino que es más bien ese centrismo desituacionado al que tantas veces se ha apuntado la Iglesia. Ese centrismo que abstrae de la situación concreta y que, en una balanza totalmente desequilibrada, se apunta a poner una medida de igual peso en cada platillo, con lo que contribuye a mantener el desequilibrio, en nombre precisamente del equilibrio de la verdad. Ese centrismo que, por poner un único ejemplo, en una América Latina dominada por regímenes de seguridad nacional, y sujeta además a la tenaza implacable de los Estados Unidos, sigue predicando el marxismo y el capitalismo como peligros equidistantes: una predicación que sólo puede servir para fortificar a los segundos y radicalizar a los primeros.

(23) Apos. 3, 15-16.

Esa abstracción de la situación concreta en la que es dicha, es lo que convierte a la verdad en aquella tibieza que el Espíritu abomina. Porque el Espíritu por definición (y esto creo que Hegel lo barruntaba muy bien) es lo más concreto a pesar de ser universal. Esta es su última y definitiva armonía.

Se pueden poner más ejemplos, pero no creo que hagan falta. Y las voces a las iglesias ya han sido siete como en el Apocalipsis. Así pues, «el que tenga oídos oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias...»

Para concluir: Sobre todo, el Espíritu e s Vuelo

En toda esa triple dinlrilicu de recuerdo y presenil», ilr cncurna-ción y tiiisccndcnc'li», tic lu humano con minúscula y lo I Inmuno con mnyÚNi'iiln, el Hnplrllu (Ir Jesús, que cu nnnonfn, está y vi» nos escapa a la vez. Y lo que qticdu es precisamente eso que homo» Humado «sensación del l'splrllu». Por eso, para terminar, huy que repetir que este artículo no pretende ser (ni aun con todas sus alusiones prácticas) un código de ética cristiana. Y que si a ratos lo parece es porque el lenguaje no está hecho para más. Una sensación sólo puede ser eso: sentida. Pero se escapa al describirla.

Por eso, y aunque sea demasiado fácil el recurso a la trillada imagen de la Paloma, vamos a concluir evocando el Txoria txori, aquel delicioso texto euskera sobre un pájaro:

Si le hubiera cortado las alas habría sido mío... pero hubiera dejado de ser pájaro. Y yo... lo que amaba era el pájaro.

Page 173: Mision Abierta - Desafios Cristianos

BONIFACIO FERNANDEZ Y SECUNDINO MOVILLA

CRITERIOS CRISTIANOS DE ESPERANZA

De entrada no deja de ser paradójico el intento de suscitar esperanza cuando se está padeciendo también el dolor de su ausencia. ¿Será que sólo se puede inventar y gritar la esperanza desesperadamente?

En tiempos de incertidumbre, cuando las certezas últimas se conmueven, tenemos que tener el valor, nacido al mismo tiempo de la condición humana y de fe cristiana, de afirmar algo, de no dejarnos dominar por las dudas y las perplejidades. Tenemos que tener el vigor para proseguir, teórica y prácticamente, la negación de lo negativo, la protesta contra el mal, por más que su magnitud nos haga ver a cada paso nuestra debilidad, impotencia y desamparo.

Hay muchas personas esperanzadas. Existen gestos de esperanza. Y son abundantes. Existen lugares donde personas y grupos encuentran

motivos para vivir y para morir. Existen promesas seguras no amortizadas por la realidad social y ecle-sial. La Biblia narra historias de. esperanza mesiánica.

A todo ello nos remitimos, porque es nuestro apoyo y estímulo. Pero estos testimonios se inscriben y resultan significativos en el interior de un horizonte. Este horizonte de significación es lo que presentamos en primer lugar. Se concretiza, de hecho, en estos criterios: Reino, resurrección, primacía del Espíritu, comunitariedad.

Afirmar la esperanza del reino de Dios

1. Una gran parte de nuestra sociedad europea se puede caracteri-

346

zar, respecto a su relación con el futuro, mediante las palabras desencanto y desengaño. El futuro nos da, sobre todo, miedo. Se presenta como una amenaza del presente.

El futuro ha perdido el seductor encanto de la trascendencia. No se presenta como novedad para un presente insatisfactorio y doloroso. No hay nada nuevo en que invertir nuestros esfuerzos. Por eso, es una tentación el reducirse a consumir el presente con sus posibilidades de disfrute y capacidades felicitarías. El consumo predomina sobre el ahorro y la inversión. Y esto no sólo en el plano económico.

El miedo al futuro paraliza el dinamismo de la vida. Desencadena mecanismos de insolidaridad, de sálvese quien pueda. Suscita la tentación de recortar los horizontes de liberación y humanización, de colocarse a la defensiva, de contentarse con resistir las adversidades y no inquietarse por el crecimiento cero. Y no sólo en lo económico.

El temor al futuro tristemente posible hace perder la atracción del futuro deseable. Reduce y encadena al presente. A lo más que permite aspirar es a perpetuar la situación actual. La única propuesta que nos hace consiste en acomodar los deseos y la situación presente. La tarea de acomodar la realidad a los deseos y promesas aparece como mera ilusión.

El futuro proyecta más sombras que luces sobre nuestro presente. Uno quisiera creer que este estado de cosas es coyuntural y transitorio. Porque, por otra parte, es verdad que no podemos desentendernos del propio futuro. La cuestión del futuro no es superflua. En otro tiempo pudo ser el lugar donde residían los sueños nocturnos y diurnos y donde jugaba la fantasía. El futuro

constituye hoy una cuestión de vida o muerte. 0 preparamos la construcción del mismo o él puede preparar nuestra destrucción. En esta tarea van juntas la ciencia, la política y la religión (1). No pueden desentenderse una de otra. Pero cada una tiene su aportación específica.

2. A medida que el futuro se hace problemático y el horizonte de posible destrucción pende como espada de Damocles sobre nuestras cabezas, la sociedad se convierte en un sistema cerrado. Un sistema cerrado y atenazado por los distintos círculos diabólicos. Las personas se sienten como piezas del sistema: impotentes, sin libertad de movimientos, encarcelados. Están demás la iniciativa profesional, política, humana. Todo está estructurado y determinado. Los hombres son enterrados vivos en una sepultura de funciones, roles, mediaciones, estructuras.

En esta situación la proclamación y la praxis de la esperanza en el reino de Dios aparece como una tarea difícil y compleja. Exige lucidez, Exige el ejercicio de la crítica y la sospecha, porque los recursos ideológicos del presente para conservarse y afirmarse sobre y contra el futuro son muy sutiles. El cristianismo no puede dejarse reducir a cubrir las necesidades religiosas de esta sociedad. Sería renunciar a su inspiración mesiánica y a su alcance escatológico.

Anunciar y esperar el reino de Dios en la presente situación histórica implica, entre otras cosas, las dimensiones siguientes:

3. Aguardar un futuro realmente nuevo, planificador y redentor. El

(1) Cf. J. B. METZ, «Der zukiinftige Mensch und der kommende Gott», en: Wer ist das eigentlich — Gott? Suhrkamp, Frankfurt a.M. 19733, pp. 260 y ss.

347

Page 174: Mision Abierta - Desafios Cristianos

modelo tecnocrático devalúa la primacía del futuro al reducirlo a una mera continuación del presente. Es incapaz de entusiarmar a nadie. Si el futuro va a ser sólo la perpectua-ción del presente, no vale la pena.

La promesa del reino de Dios, tal como fue propuesto y vivido por Jesús de Nazaret, comporta novedad, sorpresa, plenitud todavía ausente. Se trata de un reino que no es de este mundo, pero viene a este mundo y es para este mundo. El reino es el futuro de nuestra tierra, de nuestra historia personal y colectiva. No se queda reducido al interior de las conciencias, ni al más allá, ni a las buenas intenciones. Es la sal, no la miel de la tierra. Escuece en las heridas de nuestra tierra. Y, por eso, puede curarlas.

Es un reino de Dios para los hombres. Viene del futuro a nuestra vida presente para trasformarla, revolucionarla. ExiSfe conversión. Actúa en la carne del presente como promesa y esperanza. No es una magnitud ya hecha que nos está esperando en el futuro. El reino se está realizando. No es objeto de espera, sino de esperanza activa. No convoca a la apatía y a la resignación, sino a la resistencia y a la creatividad.

Esta lección ha tenido que aprenderla muy dolorosamente la teología posterior a Feurbach, Marx y Freud. De tanto presentar a un Dios sin futuro, la Iglesia se encontró con la protesta de los traicionados bajo la forma de un futuro sin Dios; de tanto contraponer el reino de Dios al reino de los hombres, se encontró con un reino de los hombres sin Dios.

El reino de Dios por el que Jesús de Nazaret vivió, sufrió, murió y resucitó, es el reino de la novedad de Dios, de lo inédito y sorprendente del hombre, donde se besan la

justicia y la paz, se conjugan la autonomía y la comunión y se secan las lágrimas para siempre.

4. Afirmar el reino futuro no se reduce a esperar activamente lo nuevo, consumador del presente. Es apostar a que el presente está bajo el primado de ese futuro consumador. La expectación de la plenitud ahonda la conciencia de la indigencia presente y el sufrimiento de lo negativo. La esperanza del futuro nuevo hace viejo el presente, lo moviliza; pulveriza todas las pretensiones de hacerse pasar por lo último y definitivo; lo convierte en provisional y penúltimo.

La historia se hace escatológica. Y la escatología se hace histórica. Lo último se anticipa, de alguna manera, en la historia actual, y ésta, por su parte, queda abierta a la consumación. El reino futuro constituye nuestra realidad en historia abierta, permanente y escatológica-mente abierta contra todos los intentos de terminarla ideológicamente, contra las reducciones de la misma a un sujeto único: clase, raza, partido...

El influjo del futuro del reino sobre su presente histórico, reside en constituir y mantener el presente como presente del futuro, y no solamente como presente del pasado. El tiempo se percibe y cuenta desde el futuro último. El pasado es pasado del futuro. Y el presente es no sólo la frontera del futuro, sino el frente hacia la conquista del mismo.

Si antes hemos acentuado la novedad del futuro como «inquietud, motor y tormento» de la historia, es preciso acentuar ahora el factor continuidad. «No hay proyecto válido de futuro sin recuerdo del pasado, no hay utopía concreta sin his-

348

toria, ni esperanza sin memoria» (2). El futuro escotológico no nace

de nosotros, pero viene a la humanidad. Es el futuro para nuestro amor y nuestro dolor, para nuestra memoria y nuestros sueños humanos.

5. Afirmar la esperanza del reino lleva consigo un antídoto contra el fatalismo. A pesar del desencanto, la impotencia, la resignación, nuestra historia no es el campo del «azar y la necesidad»; es el campo de la finalidad, de la libertad y de la decisión, por más que los procesos de cambio sean enormemente complejos, inabarcables. Por más que el campo de la predestinación social sea muy amplio, no todo está predeterminado. La ideología subyacente a la tecnocracia tiene positivo interés en convencernos de la «necesidad de la historia», con el evidente interés de tener las manos más libres para programar el futuro del hombre unidimensional, que a ella le conviene.

La convicción de que la historia y la sociedad no se mueven al ritmo de la necesidad, sino que pueden cambiar brota precisamente de que tienen futuro. Porque los fragmentos tienen futuro de totalidad, porque la parcial liberación tiene un futuro de plenitud, podemos cambiar, es posible la conversión. Y la conversión no es meramente interior; es el cambio de la praxis económica, política, moral; es la configuración del presente personal y colectivo, teniendo ante los ojos el futuro.

Acentuar el poder trasformador de la esperanza del reino es una deuda histórica del cristianismo con respecto a los explotados y oprimidos de la tierra. La misma esperanza

(2) J. L. Ruiz DE LA PEÑA, El sentido último. Marova, Madrid 1980, p. 160.

del reino que se dejó instrumentali-zar como consolación para el más allá de la muerte, abandonando la vida a la voracidad de los prometeos del más acá, tiene hoy la oportunidad y la obligación de convertirse en una fuerza de trasformación hacia el futuro. Tiene que situarse entre el opio y el alcohol, porque los dos terminan por sumergir al hombre en el sueño.

Existe en amplios sectores de nuestro pueblo un enorme peso de siglos de impotencia y resignación, que actúa como fatalismo paralizador. Congela toda protesta. Se hace pasar, a veces, por sabiduría popular. En realidad es una extraña mezcla de senequismo, apatía y sospecha desconfiada respecto a toda promesa que pudiera resultar engañosa. Se tiñe también con tinte de religiosidad y sumisión a la voluntad de Dios. Llega a exaltar el dolor y temer la felicidad como preámbulo del castigo de Dios.

Si bien se mira esta pasividad resignada tiene poco que ver con la paciencia cristiana ante lo inevitable y con la sumisión a la cruz. La cruz cristiana es fruto de la rebeldía, no de la apatía. Si Jesús hubiera sido un conformista, no lo habrían crucificado.

En cualquier caso me parece importante reconocer que nos hacemos culpables y cómplices cuando contagiamos más miedo que inquietud, más resignación que rebeldía.

6. Afirmar la esperanza del reino significa apostar un futuro para todos. Los poderosos y satisfechos pretenden extrapolar perpetuamente el presente hacia el futuro. Tienen el poder y quieren asegurarlo y confirmarlo. El futuro es objeto de su dominación, porque, en el fondo, sólo se espera y proyecta la repetición del presente. Los vencedores

349

Page 175: Mision Abierta - Desafios Cristianos

escriben la historia del poder, no la historia de la esperanza y del futuro. Probablemente no se dan cuenta de que su futuro está hecho de la negación del de otros, que su esperanza está hecha al precio de la desesperación de los demás, su bienestar a costa del malestar de pueblos y generaciones enteras.

El reino es promesa de futuro para todos, no es extrapolación y reproducción del presente; es llegada de lo nuevo; no es futurologfa, sino escatología; no se puede arrebatar, hay que recibirlo. Por eso precisamente, puede ser un futuro de consumación para todos; un futuro en el que quedará negado lo negativo y plenificado lo positivo de nuestra historia. El reino de Dios que esperamos es un reino de gracia, libertad, justicia, paz, comunión.

La condición para que el reino futuro no sea sólo de los fuertes y vencedores, para que los asesinos no terminen triunfando sobre sus víctimas, para que todo el dolor y las cruces y los Auschwitzs de la historia no resulten estériles, es que la muerte no sea la última palabra sobre la vida personal.

7. Afirmar la esperanza del reino significa mantener viva su memoria. El futuro no brota nunca de cero. Intentarlo es síntoma de desesperación. La revolución devora a sus hijos. La esperanza del reino y el reino de la esperanza remiten a su historia. Enseña a leerla empezando por atrás, por la última página. A partir del cumplimiento podemos entender la historia como el surgir, fracasar, triunfar de la esperanza y sus protagonistas. No es, pues, la historia del poder y de la guerra la que interesa. Interesante es la historia del futuro y de los intentos por anticipar lo nuevo en

el paño viejo de la condición humana. Estudiar el pasado para retomar las esperanzas cercenadas, las trasformaciones fracasadas, las revoluciones frustradas o traicionadas, despierta la fantasía y aguza la sensibilidad para descubrir las posibilidades de futuro que laten en cada presente. La confianza en el reino futuro capacita para solidarizarse con los muertos y mantener abierto el futuro de sus sufrimientos y esperanzas.

8. Afirmar la esperanza del reino comporta una función crítico-liberadora con respecto a ideologías y liderazgos con pretensiones de acabar con el carácter provisional de la historia dentro de la historia. Defiende contra la tentación de sacrificar una generación en el altar de un futuro mejor, sea en nombre de la revolución o en nombre de la restauración. Protege contra la confusión de la justicia del propio grupo o partido con la justicia definitiva. En esta confusión late la pretensión de adelantar el juicio final a favor de intereses históricos.

La función crítica de la esperanza se ejerce también en la oposición y denuncia de los intentos de reducir al hombre a un ser de necesidades, consumidor, contribuidor y votante, robándole toda capacidad de utopía y nostalgia de futuro.

La esperada justicia para todos no la anticipa, de suyo, ni el poder, ni el prestigio, ni la ley. Jesús anticipó esa justicia definitiva, asumiendo la debilidad, la pobreza, el amor, la libertad. Jesús de Nazaret es la encarnación del potencial crítico y peligroso de la esperanza. Por eso lo mataron. Ponía demasiado en cuestión la estabilidad fundada sobre la ley y sus mandarines.

350

9. Afirmar la esperanza del reino significa crear un espacio de libertad. Vacuna contra la fanatización que supone identificar la causa del propio grupo con la causa de Dios mismo. Enseña a distinguir convenientemente entre la Iglesia y el reino, evitando que aquélla recaiga al nivel de la sinagoga o pretenda identificarse con el reino.

La experiencia parece confirmar que es difícil para el hombre no hacerse ídolos y absolutos en el proceso incesante de la historia. El hombre no soporta fácilmente el retraso de la parusía, es decir, la tensión entre las lentitudes de la historia y las prisas de la esperanza: o se impacienta y quiere que la escatología devore y termine con la historia cuanto antes, o se desespera y quiere que la historia devore y termine cuanto antes con la escatología.

Terrorismo y pasotismo son versiones actuales de la misma desesperación de fondo.

Mantener esta distinción y esta tensión es el precio que hay que pagar para crear un espacio de tolerancia, de libertad, de serenidad. En este espacio es posible el humor y la fiesta y la gratuidad. Sólo el amor gratuito libera realmente. Sólo el amor tiene y quiere futuro. Si amamos tanto a alguien que necesitamos que no se nos muera, podemos esperar con realismo y veracidad en el futuro. Y, al revés. Sólo si podemos tener esperanza en un hacia dónde y un para qué, seremos capaces de amar con libertad en el presente.

La esperanza del reino tiene que ser para los cristianos una fuente de inspiración, de fantasía creadora, que capacita para inventar formas de vida alternativa: en las relaciones humanas, en las exigencias de

la justicia... alternativas parciales, que se convierten en modelos productivos para toda la sociedad.

10. Afirmar la esperanza del reino no se reduce a mera motivación. Si hasta ahora he insistido más en los aspectos formales, no es porque sean los únicos. Si bien es verdad que la esperanza cristiana no tiene un modelo propio de futuro histórico, no puede ser, sin embargo, indiferente cuando se trata de la justicia, de la libertad, de la paz, especialmente de los pobres y explotados. La esperanza del reino se caracteriza por su universalidad, abarca a todos los hombres; tiene en cuenta a todo el hombre: no sólo su fuerza, también su debilidad, su culpa, su muerte; cuenta con la grandeza y la miseria de los hombres de carne y hueso, que luchnn en los conflictos de la historia. «En el horizonte de la esperanza cristiana el presente no queda privado de sentido, sino que recupera de nuevo su significación, se convierte en el lugar de la conversión y la decisión, en el lugar de la fe y del amor. El don del futuro funde, pues, al mismo tiempo la tarea de vivir como hombres nuevos y la tarea de la praxis de la verdad, justicia, libertad, amor y paz» (3).

Afirmar la Resurrección

1. Vocación de Abraham, éxodo-liberación, reino-resurrección constituyen momentos claves de la constitución histórico-salvífica del cris-

(3) W. KASPER, Zukunlt aus áem Glau-ben. Criinewatd. Mainz 1978, p. 27.

351

Page 176: Mision Abierta - Desafios Cristianos

tíanismo. Mediante el cristianismo se han convertido en categorías di-namizadoras de la historia occidental. Tener el valor de afirmar, en tiempos de perplejidad e inseguridad social e ideológica, el significado de estos símbolos, requiere un cierto coraje. El coraje de contraponerse a las melodías dominantes. Y el compromiso de hacerlos fecundos en la praxis y el testimonio.

2. Entre reino y resurreción de Jesús existe una relación estrecha. La resurrección del Jesús crucificado es el acontecimiento que da rostro concreto y garantía al reino de Dios en este mundo. La futura resurreción de los muertos es la condición de posibilidad para la consumación del reino de Dios en las personas concretas de nuestra historia (4). La resurreción de Jesús, por su parte, es la causa y modelo de la resurrección de los muertos. El hecho de ser resurreción corporal del crucificado Jesús de Nazaret confiere esperanza a lo humano y mundano. En ella se revela la esperanza, utopía y proyecto de Dios sobre la historia de los hombres (5).

3. Afirmar la resurrección del Jesús crucificado quiere decir afirmar la promesa-garantía de la resurrección de los muertos. La resurrección de Jesús es un aconte-tecimiento real. No es histórico en el sentido de pasado, acabado. Sí es histórico en el sentido de que crea historia.

La resurrección de Jesús es cumplimiento y promesa. En virtud de i'ste carácter promisorio está pen-

(4) W. PSNNT-NBERG, «Die Auferstehung Jesu und die Zukunft des Menschen», en la ievista Kerygma und Dogma 24 (1978) 111.

(5) Cf. J. MOLTMANN, Umkehr zur Zukunft. Siebenstern, München 1970, p. 70.

diente la resurrección de Jesús de la plenitud que llegará con la paru-sía. En cuanto cumplimiento es el sí de Dios a la persona, a la causa, al mensaje y al camino de Jesús; es el cumplimiento del servicio de Jesús. La muerte no tuvo la última palabra sobre él; la muerte murió matando. Desde entonces ha comenzado su marcha atrás. Es el «último enemigo».

Jesús no permaneció en el reino de la muerte. Salió de él y fue hecho «el viviente», el «glorioso», el participante de la gloria de Dios. Resucitar no es retornar a la vieja vida mortal; es el acaecer de lo nuevo y sorprendente; es la anticipación del resplandor de la nueva creación en las condiciones de este mundo, resplandor de la patria en el exilio, de la redención en medio de la alienación. La resurrección de Jesús es la irrupción de un futuro totalmente nuevo y renovador para el hombre. En ella se abren dimensiones y posibilidades inéditas del ser humano. Es el acontecimiento que confiere el sentido definitivo al nombre y al mundo. La resurrección de Jesús pone en marcha un proceso que culminará en la parusía. La victoria sobre el carácter aniquilador y paralizador de la muerte ha empezado a ser una posibilidad para el que pasa del temor a la esperanza, del miedo al coraje.

4. Afirmar la resurrección es ponerse en el camino de la insurrección. La noticia de la resurrección no aquieta, sino que inquieta. Esperar el futuro pleno de la vida, de la libertad, de la justicia, del amor, es radicalizar la percepción de su fragmentariedad presente. La esperanza actúa en el presente profundizando la conciencia de la diferencia. La distancia entre experiencia

352

y esperanza se hace enorme. La noticia de la prometida libertad hace más dolorosas las cadenas de la esclavitud. La vida prometida agudiza el olor a muerte en nuestro presente y remueve el peso de la apatía.

La esperanza actúa también como invasión de «la melancolía del cumplimiento» (E. Bloch), en virtud de la cual no puede el hombre conformarse con la precariedad de la historia, adquiere capacidad de protesta y rebeldía. Puede contar no sólo con sus propias posibilidades, sino con las posibilidades que Dios quiere realizar en la historia. Se torna profundamente insatisfecho. Y plenamente seguro del futuro. Todo lo cual no quita urgencia y seriedad a la transformación revolucionaria de la sociedad actual, pero pone la holgura y la elasticidad del perdón en la «espiral de violencia». Crea un nuevo comienzo, capaz de romper la dialéctica culpa-venganza, violencia-contraviolencia (6).

5. Afirmar la resurrección quiere decir, reconocer la validez permanente del camino de Jesús que desembocó en ella. Y el camino de Jesús se caracterizó por su ser-para-Dios y para-los-demás, por su vivir para el reino de Dios que quiere la felicidad de los hombres. El camino de Jesús fue un camino de libertad, solidaridad, adoración al Padre, resistencia y sumisión; un camino que en este mundo irredento condujo al rechazo, condena y muerte. El presente de la ley y el poder se impuso sobre el futuro del pobre y fiel Jesús de Nazaret. Por eso, la esperanza de Jesús no equivale a optimismo soñador. Es la esperanza de la cruz, que sabe bien que quien

(6) Cf. W. KASPER, «Zukunft Gottes und Geschichte des Menschen», en la revista Evangelische Kommentare 10 (1977) 468.

se mete a redentor, termina crucificado.

6. Afirmar la resurreción del crucificado es ponerse en marcha identificándose con los crucificados de la tierra. La esperanza de la resurrección desidentiñea al hombre y lo pone en contradicción consigo mismo y su mundo circundante. Lo desidentifica de la homogeneidad del propio grupo para solidarizarlo con los humillados y ofendidos. Esperar la resurrección de los muertos conduce a la solidaridad con los desesperados.

«En la esperanza no sólo tenemos algo que beber; tenemos algo que cocinar» (E. Bloch). Activar la esperanza del futuro en lugar de contagiar compensaciones para mejor acomodarse a este valle de lágrimas es una forma radical de poner flexibilidad y apertura en la sociedad que, por su propia inercia, tiende a estabilizarse como sistema cerrado; es romper las barreras sociales, raciales. Las posibilidades revolucio-nadoras de esa resurrección prometida están siendo apenas ensayadas por algunos grupos de cristianos. Hay aquí, sin embargo, una fuente inagotable de iniciativas para la tras-formación de la convivencia social desde la situación de los más pobres.

7. Afirmar la resurrección quiere decir estar preparados para encajar incluso el fracaso en la historia. Nuestra esperanza se funda en la resurrección del crucificado Jesús de Nazaret. Y en ningún otro. Ahora bien, históricamente el camino de Jesús terminó en el fracaso. Esperar cristianamente en la resurrección significa comprometerse en la paciencia de la esperanza, que inmuniza contra la resignación, incluso ante los estrepitosos fracasos his-

353

Page 177: Mision Abierta - Desafios Cristianos

tóricos de la justicia y la libertad. La esperanza es paciente porque sabe que el fracaso no es lo definitivo; está equipada para la larga marcha de la historia; no naufraga porque sabe de la cruz de Cristo. Ello le confiere resistencia y fortaleza.

El Mesías de la historia defraudó las expectativas de muchos contemporáneos. Las esperanzas defraudadas se volvieron contra El: era demasiado débil, demasiado libre, demasiado provocador, demasiado simpatizante con los pecadores y marginados. De esta suerte, el rechazado Jesús de Nazaret nos mostró el camino de la auténtica redención de lo humano, el auténtico camino de la esperanza contra esperanza. «Tendemos a creer que la virtud de la esperanza consiste en cerrar los ojos a la realidad. La cruz de Jesús nos enseña que no se trata de cerrar los ojos a la realidad, sino de negar la realidad con los ojos bien abiertos. Puede que la esperanza cristiana no sea más que la ternura del pesimismo, mientras que la pagana sería el sueño de una ilusión» (7).

8. Afirmar la resurrección lleva consigo el protestar y rebelarse contra la muerte, contra toda forma de muerte. La resurrección de Jesús es la gran protesta de Dios contra la muerte, es la declaración pública de que Dios está incondicionalmente a favor de la vida. Creer en la resurrección es compartir y proseguir esa protesta contra la pobreza, la opresión, la humillación del hombre. Hay en. nuestra sociedad mu-

(7) J. I. GONZÁLEZ FAUS, Este es el hombre. Estudios sobre identidad cristiana y realización humana. Sal Terrae, Santander 1980, p. 289.

chas formas de muerte: física, económica, social, política.

La única forma de hacer creíble la resurrección futura es luchar ya ahora decididamente contra la mortalidad de la muerte, contra los poderes que propagan la muerte, contra las ideologías que condenan a muerte a pueblos y generaciones enteras.

No deja de ser un hecho muy preocupante que sociedades enteras se estén volviendo insensibles ante la trivialización de la vida humana, ante las muertes estúpidas producidas por el terrorismo, el tráfico... y ante los miles de condenas a la muerte de la esperanza de la dignidad humana que están produciendo nuestros sistemas políticos y económicos. Esa incapacidad para oponerse a la muerte es todavía más insoportable en sociedades de inspiración y tradición cristiana. La Pascua cristiana no es sólo la promesa de una vida después de la muerte, sino también la promesa de que la vida es más fuerte que la muerte, el amor más fuerte que el odio, la justicia más fuerte que la injusticia. Ya desde ahora.

La esperanza de la resurrección conduce a la praxis de la justicia, del amor. Esta praxis complica y hace a uno vulnerable al dolor de la desesperación. Por eso no es fácil. Pero tendría que ser tan eficaz, que hiciera innecesaria toda revolución violenta.

Afirmar la primacía del Espíritu

1. Afirmar la primacía del Espíritu en el aquí y ahora de la Iglesia quiere decir, ante todo, que el Espíritu es todavía hoy el alma de la

354

comunidad cristiana, la fuerza inicial que le da vida, el punto de arranque de todo proyecto comunitario que quiera ser de verdad evangélico. Consiguientemente el Espíritu es el que la constituye como tal comunidad cristiana —de igual manera que el Espíritu fue también el que constituyó a Jesús «Señor», por su resurrección—; (entendiendo eso de constituir la comunidad no solamente en su momento inicial, sino en todas y cada una de las etapas sucesivas, lo cual equivale a decir que el Espíritu es el que construye paso a paso la comunidad, el que le va dando una consistencia progresiva, el que la dinamiza en todos los sentidos y el que la va llevando gradualmente a la plenitud de su ser).

Pero decir que el Espíritu es el alma de la comunidad tiene, además, otras connotaciones. Significa, por lo pronto, que el Espíritu es quien aglutina a los miembros y los mantiene unidos, quien los consolida y les da una cierta continuidad en el proyecto común, quien robustece su constancia y fidelidad. Y significa también que el Espíritu es quien vivifica a la comunidad dándole nuevos impulsos, inquietándola y sensibilizándola ante determinadas situaciones, urgiéndola e interpelándola, disponiéndola y orientándola, estimulándola y agilizándola para que no ceda ni sucumba al peso y rigidez institucionales.

Afirmar todo esto es una manera de querer resaltar la operatividad del Espíritu como factor primero y principal de la comunidad eclesial y de restar importancia —algo menos de lo que ahora tienen— al entramado jurídico y al aparato institucional y organizativo de dicha comunidad; es proclamar, en definitiva, que el Espíritu viene a ser como

la estructura básica, espontánea y connatural de la comunidad cristiana, y que todos los demás montajes estructurales o funcionales tienen en ella un carácter relativo.

Por supuesto que la voz de quienes esto afirman no ha surgido de improviso en la Iglesia, como tampoco es de ayer la insistencia de quienes repiten que una oleada saludable de Espíritu ha penetrado en la Iglesia —que son los mismos que se esfuerzan por hacer que esa Iglesia camine y se mueva cada día más a impulsos del Espíritu, frente a otros que desearían verla siempre anclada en la inmóvil seguridad de su aparato institucional—. Fue el Concilio Vaticano II, verdadera « primavera del Espíritu», el primero en poner la bases del movimiento que ha seguido posteriormente-' y en dar las referencias iniciales de lo que luego se ha ido desarrollando. Hay que advertir, con todo, que el acento con que se quiere subrayar part i cu la rmente en estos últimos años el papel del Espíritu está muy lejos de ser monocorde; y la prueba está en que acciones y opciones tan distintas como las que pueden protagonizar, por ejemplo, el movimiento de la Renovación Carismática, por un lado, y los grupos y movimientos revolucionarios, de lucha por la justicia y liberadores, por otro, se justifican todos ellos como novedad del Espíritu y como un intento de fidelidad al mismo.

2. Otro signo revelador del importante papel que se quiere ver desempeñar al Espíritu en el aquí y ahora de la Iglesia es el esfuerzo de reorganización interna que se percibe en no pocas comunidades cristianas, convencidas de que es preciso recuperar y potenciar una de las dimensiones constitutivas de

355

Page 178: Mision Abierta - Desafios Cristianos

la realidad eclesial como es la «dia-konía», que hace de la Iglesia una «comunidad de servicio» (dimensión que tanto relieve tuvo en los comienzos y que decayó luego como consecuencia de haberse institucionalizado, delimitado y estereotipado esos «servicios»).

Para algunas comunidades cristianas reafirmar ese carácter servicial o diaconal de la Iglesia se hace sobre todo desde el empeño práctico de crear nuevos ministerios y desde el ejercicio efectivo de los mismos. No se trata de recuperar nostálgicamente ministerios de otro tiempo, sino de subrayar la capacidad creativa propia de la comunidad cristiana de darse a sí misma los servicios más oportunos. Entre las peculiaridades de esos servicios eclesiales hay que resaltar que se trata de unos servicios que descubre y crea la propia comunidad, en función de sus necesidades reales en el momento presente (lo cual les confiere un cierto carácter de provisionalidad temporal); suelen ser en su mayoría servicios evangelizadores (catequistas, presidentes de la celebración de la Palabra, etc.); ejercidos por seglares en los que se valora más la solidez de su fe y unas cualidades personales que vayan en la línea de la disponibilidad y dedicación a la comunidad que no las cualidades de prestigio, de cualificación profesional o de preparación intelectual; por último, son servicios-servicios, es decir, se los asume con la conciencia clara de realizar un menester que puede ser útil a la comunidad, sin buscar en ellos expresamente recompensas honoríficas, económicas o de cualquier otro tipo.

Esta tarea pretende, además, una rehabilitación de la naturaleza caris-mática de la Iglesia, porque esos servicios, que la comunidad cristiana

arbitra de cara a sí misma, no son más que el reconocimiento efectivo de los dones (carismas) con los que se intuye que el Espíritu quiere enriquecer a la comunidad. No se trata, por tanto, de dar rienda suelta indiscriminadamente a cualquier arbitrariedad personal o colectiva, otorgándole sin más el título de ministerio. En esto un mínimo de discernimiento es imprescindible, pero sin confundir el discernimiento comunitario con los temores y prejuicios que suele mostrar de ordinario la jerarquía a cualquier novedad en este terreno. Discernimiento eclesial significa que es la entera comunidad quien, desde las oportunas instancias de una participación correspon-sable, decide de la conveniencia o inconveniencia de un determinado servicio en una circunstancia o momento dado.

Al subrayar la capacidad de la comunidad cristiana para darse a sí misma los servicios convenientes y al afirmar la inventiva —no teórica, sino práctica— de la comunidad para poner en marcha una serie de servicios concretos, lo que se quiere afirmar en el fondo es el hecho, un tanto olvidado, de que el Espíritu sigue actuando en la comunidad.

Y esta afirmación de la presencia del Espíritu operando en la comunidad, bajo la modalidad de los «carismas» de los fieles, resulta, de rechazo, una forma más de relati-vizar el carácter institucional de la Iglesia. Cierto que si la Iglesia no puede olvidar su dimensión carismá-tica, tampoco puede dejar de funcionar como una institución. Pero de lo que se trata es de saber cuál es lo que conviene privilegiar. Y a nadie se le oculta que durante muchos siglos el aparato institucional ha prevalecido, aparentemente al

356

menos, sobre el elemento espiritual; hora es, pues, de revalorizar el papel del Espíritu. De acuerdo que la cosa no es tan simple: no es fácil conjugar esas dos dimensiones en la Iglesia, máxime cuando a veces se las considera como opuestas. Por eso, algunos sostienen que la relación de lo carismático y de lo institucional en la Iglesia debe ser una relación dialéctica; es decir, que ca-risma e institución deben ser dos realidades igualmente válidas, y que no es cuestión de que la una venga del todo a menos para que la otra pueda subsistir; no. Lo que importa es saber integrarlas y articularlas en mutua interdependencia, ya que una comunidad perfectamente organizada e institucionalizada donde no hubiese lugar para la acción del Espíritu no sería una comundad cristiana, de igual manera que lo carismático en la Iglesia necesita de una «garantía» institucional para evitar el estar a merced de la pura arbitrariedad.

3. Otra manera de afirmar hoy el papel y valor primordial del Espíritu se apunta en la convicción, cada vez más generalizada, de que «el centro de la Iglesia está en el pueblo». En efecto, cada día son más numerosos los grupos cristianos que, basados en la propia experiencia, reconocen al Espíritu como el verdadero artífice de su dimensión eclesial, con lo cual se va haciendo voz común el principio teológico de que la verdadera Iglesia de Jesús es aquella que sur je en el pueblo y del pueblo, es decir, aquella que nace en el pueblo por el Espíritu (frente a otras voces y criterios que todavía siguen reivindicando y justificando el modelo piramidal de Iglesia).

Propugnar un modelo de Iglesia centrado en el pueblo y enraizado

en la base no significa en modo alguno negar la jerarquía como elemento constitutivo de la realidad eclesial; significa tan sólo que el acento no se pone en ella, en la jerarquía —con lo que se descartan todas esas doctrinas eclesiológicas que tienden a fundamentarse en la «jerarcología» (8)—, sino que se la sitúa más bien en la realidad básica, primera y primordial del pueblo. Significa, en definitiva, una forma de leer los orígenes de la Iglesia en que el punto de mira principal y lo que cobra mayor relieve es el grupo de seguidores y discípulos de Jesús en cuanto elemento básico de la realidad eclesial que habría de surgir luego en Pentecostés. Y esto sin ánimo de infravalorar o úc desvirtuar la función determinante de los Apóstoles en la constituí-ion de la Iglesia, sino sencillamente puiu hacer ver que lo primero cu lu Iglesia no es la jerarquía, sino el pueblo creyente (de igual manera que la intención primera de Jesús fue crear un grupo de discípulos que pudiese llevar adelante el proyecto del Reino —entre los que se contaban, por supuesto, los Apóstoles—, pero no que nombrase a Pedro y a los demás Apóstoles jefes y responsables de un grupo que ni siquiera existía). Por consiguiente, primero fue el grupo y luego vinieron los responsables jerárquicos. Así también en la Iglesia, primero es el pueblo creyente y luego la jerarquía, ya que una jerarquía sin pueblo no tendría razón de ser ni de existir.

Este principio eclesiológico, tan claro para las comunidades cristia-

(8) El término «jerarcología», que bien pudiera calificarse de barbarismo, tiene un significado preciso para los ecíesiólo-gos, como lo expresa Y. CONGAR en su obra Ministéres et communion ecclésiale Parí* 1971, p. 10.

357

Page 179: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ñas del Nuevo Testamento —y que luego se desvirtuó con el correr de los siglos por influencias de los distintos modelos sociales cuyo funcionamiento asumió de una forma o de otra la Iglesia—, lo ha recordado expresamente al Concilio Vaticano II al definir a la Iglesia sobre todo como «Pueblo de Dios» (Lumen Gen-tium, cap. II), definición acertada que no pocas teologías han querido llevar luego hasta sus últimas consecuencias.

Una de esas consecuencias prácticas ha sido precisamente la aparición en estos últimos años de una «Iglesia popular», es decir, de una línea de Iglesia que, a fuerza de repensarse y definirse a sí misma desde las categorías de «Pueblo de Dios», aspira a encarnarse sobre todo en el pueblo y a querer ser protagonizada por él (entendiendo la realidad de pueblo como el sector social más humilde, desprovisto de poder, que tiene conciencia de su condición de tal, que favorece la participación de los más y entiende la responsabilidad como cosa de todos). Pues bien, ese «pueblo se convierte en Pueblo de Dios en la medida en que, formando comunidades de bautizados, de fe, esperanza y amor, animados por el mensaje de absoluta fraternidad de Jesucristo, se propone, históricamente, con-cretizar un pueblo de personas libres, fraternas y participantes» (9).

Esta línea de Iglesia la encarnan sobre todo las así llamadas «comunidades de base», es decir, grupos cristianos integrados por creyentes «de a pie», por gente sencilla, donde los clérigos, que a menudo los hay, no se integran en función de tales en esas pequeñas comunidades cris-

(9) L. BOPF, Eclesiogénesis. Sal Terrae, Santander, 1979, p. 63.

tianas. Su manera de funcionar y de organigarse significa ya, de hecho, una manera bien definida de entender, de vivir, y, en consecuencia, de hacer Iglesia. Se trata —dice L. Boff— de «una verdadera eclesiogénesis (génesis de una nueva Iglesia, aunque no diversa de la de los Apóstoles y de la Tradición) que se realiza en las bases de la Iglesia y en las bases de la sociedad, es decir, entre las clases oprimidas, de-potenciadas religiosamente (sin poder religioso) y socialmente (sin poder social)» (10).

4. Esa forma de entender la Iglesia, encarnada y protagonizada por el pueblo, está muy cerca de esa otra verdad evangélica que es la opción por los pobres. Iglesia popular y opción por los oprimidos es algo correlativo: no sabría decirse exactamente cuál es lo primero, cuál resulta de cuál, si es que la Iglesia popular nace como resultante de la opción por los pobres y explotados o más bien es en el contexto de una Iglesia popular donde se perciben con mayor claridad las implicaciones que tiene eso de «los pobres son evangelizados» y de que en ellos se hace presente el Reino.

Posiblemente se comience por un dato sociológico: por comprobar que los miembros de esas comunidades populares son en su gran mayoría pobres, gente insignificante y sin apenas relieve social, personas casi siempre explotadas y deshumanizadas. Pero lo que sucede luego es que esa situación de hecho se la interpreta teológicamente, es decir, se llega a reconocer que en realidad

(10) L. BOFF, Eclesiogénesis, p. 62. En este sentido resulta bien explícito el subtítulo con que Boff ha querido traducir el término griego «eclesiogénesis», a saber: «Las comunidades de base reinventan la Iglesia».

358

el pobre constituye la preferencia de Dios y que en él se manifiesta de modo singular el Reino. Son los pobres, en definitiva, los más sensibilizados y los mejor capacitados para realizar el Reino, o sea, para empezar a materializar ese estilo de vida que Dios ha deseado siempre ver vivir a los hombres: una vida hecha de solidaridad, de hermandad, de paz y de mutua aceptación; una vida basada en el servicio mutuo y no en el dominio, construida sobre la base del compartir y no de la posesión egoísta, hecha de generosidad, pero también de inseguridad, impotencia y debilidad... Cualquiera que repare en estas connotaciones del Reino se dará cuenta de que constituyen poco más o menos una descripción de lo que viene a ser en realidad la vida de la gente más humilde de nuestra sociedad, de los parias del mundo.

Lógico, pues, que si esas personas se agrupan en comunidades sean ellas las que ponen las bases de la realización del Reino. Con la particularidad de que, cuando esas comunidades se profesan cristianas y toman como norma el Evangelio de Jesús, ese Evangelio les ayuda a discernir y a clarificarse, las estimula a tener una conciencia crítica consigo mismas (autocríticas), les pone delante un programa exigente de vida y de acción.

Por tanto, no es el pobre sin más el que materializa el Reino, es el pobre que en su vida se refiere al Evangelio de Jesús; dicho de forma más explícita, es el pobre por «vocación». Es aquel que, viviendo una situación efectiva de pobreza, la asume y acepta con la conciencia de saber que desde esa condición suya es posible transformar el mundo, es decir, desde una categoría que precisamente ese mundo no posee.

Cuando esta situación se da de hecho, cuando existen comunidades cristianas integradas por esta gente pobre y sencilla, para quienes el Evangelio de Jesús constituye la mayor —la única, a veces— esperanza de su vida, bien puede decirse que ahí actúa y se hace presente el Espíritu del Señor; y, a la inversa, que esas comunidades no pueden ser fruto más que del Espíritu, puesto que la vivencia del Evangelio no puede ser protagonizada más que por personas que, consciente o inconscientemente, tienen el Espíritu de Jesús y se dejan llevar por él. Y así, siempre que un grupo de cristianos da preferencia al Evangelio en su vida, intenta realizarlo y orienta su actuación en la perspectiva de las Bienaventuranzas (del Reino) es señal de que el Espíritu actúa en él. De ahí que el mejor criterio para saber dónde y cómo obra el Espíritu sea precisamente el grupo cristiano: ahí es donde encuentra el Espíritu el marco adecuado para canalizar su acción.

5. Justamente desde esa condición de pobres, desde esa situación de inseguridad, debilidad e impotencia, conscientemente vivida y libremente asumida, es desde donde —por extraño y paradójico que parezca— la comunidad cristiana se descubre portadora de un enorme, extraño y singular potencial de liberación para esta sociedad nuestra, organizada sobre la base del dominio y de la posesión (lo contrario del servir y del compartir), pensada y dirigida con unos criterios que son la antítesis de los valores primordiales del Evangelio.

Cuando esta convicción aflora en la comunidad cristiana —convicción que, por lo general, tarda en llegar y que sólo aparece después de un

359

Page 180: Mision Abierta - Desafios Cristianos

cierto camino hecho—, su autor no puede ser otro que el Espíritu. Y esto por toda una serie de circunstancias:

En primer lugar, porque, lejos de ser una pretensión humana, pensada y calculada desde motivaciones de tipo económico, político o social, esa tarea es percibida y vivida como una vocación que rebasa casi siempre las posibilidades materiales del grupo o comunidad en cuestión, es decir, como un quehacer al que la comunidad se siente llamada, pero que en manera alguna ella se ha tomado o buscado por cuenta propia. (Y este dato de la pobreza de medios para llevar a cabo esa misión liberadora, y el hecho de que no por ello la comunidad dimita y ceje en el empeño, a pesar de la aparente desproporción, es de nuevo un signo de que no se confía tanto en las propias fuerzas cuanto en la asistencia y apoyo de Alguien, de quien se tiene la certeza de que va a echar una mano). Por consiguiente, si la Iglesia libera, no es por sí misma, sino por la fuerza del Espíritu. Y la comunidad que se apunta a esa tarea lo hace con la conciencia de servir no a los propios intereses, sino a la causa de los marginados —que, en definitiva, es la causa de Jesús— y de quienes se sabe que constituyen las preferencias de Dios.

En segundo lugar, porque el proyecto cristiano de transformar el mundo supera cualquier expectativa e interés meramente humano, puesto que lo que ahí se busca es realizar la utopía del Reino propuesta por el Evangelio. Esto hace que las personas tengan que empeñarse en él con la idea de que el tipo de transformación y de mejoramiento al que se aspira es tal, que no va a ser posible verlo materializado y definitivamente logrado en este o

en aquel sistema social, sino que va a suponer más bien un incentivo permanente, una búsqueda continua, un no darse del todo por satisfechos con este o con aquel logro parcial. Conscientes de que «Jesús es mucho más que una revolución» (K. Gibran), cualquier paso adelante, cualquier avance alcanzado, en lugar de permitir dormirse sobre los laureles de lo ya obtenido va a constituir, por el contrario, una instancia crítica de sí mismo, relativi-zadora por tanto de los valores conseguidos, y una plataforma de lanzamientos a nuevas consecuciones.

6. Claro que esta forma de ver las cosas y de actuar, por fuerza tiene que resultar una afirmación declarada del carácter subversivo que todavía sigue teniendo la causa de Jesús. Y esto no por méritos propios de una determinada manera de pensar o de comportarse, sino por tratarse de gestos y actitudes que el Espíritu quiere suscitar aquí y ahora y en la medida en que esas actuaciones sean expresión fiel de lo que el Espíritu pretende impulsar.

También este matiz es importante. La acción del Espíritu hoy no puede menos de ser subversiva, como lo fue a su vez la de Jesús. (Y aquí tenemos ya un criterio más que discierne, enjuicia y critica tantas acciones y opciones de apellido «cristiano», pero que aparecen en el fondo mediatizadas por determinados intereses o que han sido hechas simplemente por oportunismo, sin ninguna visión de futuro, y que muy poco o nada contribuyen a la instauración del Reino en medio de esta sociedad nuestra). De lo que no se puede dudar es de que el Espíritu, que provocó la Resurrección de Jesús y que irrumpió luego en Pentecostés para demostrar que esa

360

Resurrección debía tener enormes consecuencias, no puede dejar de hacer que las consecuencias de esa Resurreción se dejen sentir todavía hoy. Esto quiere decir que la memoria del Resucitado, lejos de ser un recuerdo pasivo, tiene que resultar una memoria activa y comprometedora; que no es posible referirse a la Resurreción de Jesús —y a todo lo que ella significó— sin provocar y sin protagonizar uhora mismo también una «in-surrección» que vaya en la misma línea de lu primera. Por eso cuesta creer que una comunidad cristiana descubra y proclame hoy el carácter «revolucionario» —en el mejor sentido del término— del Evangelio de Jesús sin que se decida ella misma a «armar la revolución».

Esta clave de lectura de la acción del Espíritu en la Iglesia permite entender claramente que acciones de tipo liberador, llevadas a cabo por cristianos que tratan de ser fieles al Espíritu y al Evangelio de Jesús, no podrán menos de tener en determinadas circunstancias —circunstancias extremas, habrá que decir— un talante revolucionario y subversivo, como lo tuvo en su tiempo la actuación misma de Jesús.

Afirmar la comuni ta r iedad , hoy

1. La razón de que en estos últimos años se hable tanto de comunidad cristiana y se insista una y otra vez en la importancia y necesidad de crear auténticas comunidades obedece no sólo al hecho de querer sintonizar con el clima social actual —sobre todo a las inquietudes demostradas por la generación

joven—, sino también y, sobre todo, al haber tomado mayor conciencia de lo imprescindible que resulta hoy día la comunidad como expresión concreta de la Iglesia. Es posible que el movimiento comunitario que se percibe hoy en la Iglesia esté influenciado en parte por esa tendencia social de ahora que acentúa tanto la solidaridad, el acercamiento y la amistad entre la gente, y que promueve unas relaciones interpersonales cada vez más cercanas e intensas; pero también es cierto que lo que trata de afirmarse en el ámbito eclesial y lo que grupos cris-tlunos cada dfu más numerosos quieren conctetl/.ui, c s lu realización máxima de lodiiN CKHK uspiraciones coiiiuiiiliiiius eii e| modelo de fraternidad, lintel nliliid i|iir MII jo, en de-finillv», no de luí o c uní intento que se percibe en el mulliente social, sino por liii|M-int|vok evangélicos.

Kl motivn .Ir e»B Iniítqiioilit comu-nituriu que •.< viene tímido de unos años a CSI.I i'.uic a nivel social —movimiento liippy, kibbutzim israelitas, comunas de jóvenes, etc.—, obedece en parte ul clima de soledad y de anonimato que domina en las grandes ciudades, a la falta de calor humano que caracteriza a la sociedad industrial, a las relaciones superficiales que resultan de una sociedad superorganizada y burocrati-zada.. . La reacción, sobre todo joven, a este panorama de inhumanidad no se ha hecho esperar. Han surgido así intentos comunitarios que con mayor o menor fortuna pretendían significar una alternativa al actual orden de relaciones vigente en nuestra sociedad. Se adivina, por tanto, qué en un clima tan inclemente, donde las gentes experimentan cada día más el distanciamienlo que la unión, la utopía comunitaria, tanto si se presenta a un nivel de

líil

Page 181: Mision Abierta - Desafios Cristianos

simple convivencia humana como si aparece en un contexto religioso, ejerza un especial atractivo para la juventud actual que tanto valora la comunicación interpersonal. Y es que, como ha observado un autor, vivimos en unas circunstancias bastante semejantes a las que se encontraron las primeras comunidades cristianas, sobre todo en las grandes ciudades del Imperio Romano (11).

La preocupación mayor que se respira en no pocos sectores de la Iglesia es el interés y la urgencia de hacer de la Iglesia una verdadera comunidad. Para lo cual se insiste hoy día en la necesidad de crear grupos pequeños que concreti-

(11) E. R. DODDS, en su obra Paganos y cristianos en una época de angustia (Cristiandad. Madrid 1975), se ha interesado por estudiar el clima social que precedió a la caída del Imperio Romano y que compartieron tanto paganos como cristianos. En las páginas finales del citado libro escribe: «Los modernos estudios sociológicos nos han familiarizado con la universalidad de ese 'sentimiento de grupo' como algo absolutamente necesario para el individuo, así como con las formas inesperadas en que esa necesidad, puede influir sobre la conducta humana, particularmente entre los individuos desarraigados de las grandes ciudades. No veo motivos para pensar que en la Antigüedad ocurriera de otro modo; Epicteto nos ha descrito el horrible desamparo que puede experimentar un hombre en medio de sus semejantes. Debieron de ser muchos los que experimentaron ese desamparo: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y, los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de una comunidad cristiana debía de ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismo y dar a la propia vida algún sentido... No es, pues, extraño que los primeros y más llamativos progresos del cristianismo se realizaran en las grandes ciudades: Antioquía, Roma y Alejandría...» (pp. 177-179).

cen y hagan viable el ideal fraterno promulgado por el Evangelio de Jesús; grupos donde esa fraternidad se vaya haciendo a partir de unas relaciones personales cercanas, fuertes e intensas, donde el conocimiento de unos y de otros se traduzca, a través de los inevitables conflictos, en aceptación y aprecio mutuos; grupos donde tanto por el clima que en ellos se respira como por la marcha y funcionamiento que llevan puedan llamarse en verdad «grupos de talla humana» por la calidad de todo lo que en ellos se programa y se vive.

Pero esa búsqueda y ese afán comunitarios no están exentos de in-certidumbre. Y así, muchos grupos cristianos que aspiran no a un modelo comunitario concreto —porque lo encuentran demasiado vinculante tal vez o porque delimita e inevitablemente reduce las posibilidades comunitarias— se preguntan qué es exactamente una comunidad cristiana, cuál es su identidad propia, y si cualquier grupo cristiano puede llamarse sin más comunidad... Lo cual demuestra que las cosas no están claras en realidad. Y, sin embargo, no cabe duda de que, de entrada, un grupo cristiano constituye un «nosotros original». «La Iglesia viene a la vida cuando un grupo humano, unos hombres, se reconocen categóricamente interpelados, en su libertad y en su proyecto de hombres, por Jesús, en quien reconocen la irrupción de la Palabra de Dios, que vive en la historia... No hay otro surgir posible para una comunidad de Iglesia que el Evangelio de Jesucristo, que es quien convoca... Por eso nunca habrá otro origen para la comunidad cristiana que el acontecimiento de una fe aceptada y decidida comunitariamen-

362

te, compartida y vivida después en comunión» (12).

2. Desde el punto de vista cristiano, esa búsqueda comunitaria no persigue otra cosa más que afirmar aquí y ahora que la fraternidad evangélica es posible, es decir, que el Evangelio de Jesús, tomado en serio, sigue suscitando todavía hoy el acontencimiento de la fraternidad. Esto como afirmación básica; luego vienen las matizaciones. Y entre esas matizaciones está el hecho de que, una vez afirmada la posibilidad de la fraternidad, lo importante es cómo expresarla para que resulte signiñcativa y testimoniante; en resumidas cuentas, que lo que preocupa es saber dar con ciertas modalidades o fórmulas de vivir y expresar la fraternidad que resulten atractivas y positivamente interpelantes para el mundo actual. Indudablemente que posibilidades de traducir esa fraternidad existen muchas, pero que sean capaces de decir algo a la sociedad de hoy, no tantas. Nos atreveríamos a insinuar estas tres:

a) En un mundo que se afana por poseer, por acaparar cada día más y más cosas, que acentúa las desigualdades económicas y sociales hasta límites inconcebibles, es necesario instaurar un estilo fraternal de vida que ponga de manifiesto su capacidad de compartir lo que se tiene con los que no tienen, que no tolera por principio las desigualdades económicas resultantes del egoísmo humano, que sobre todo afirme —y lo demuestre con hechos— que la hermandad humana pasa por considerar a todos los hombres en un mismo plano de igualdad. Un rasgo así de fraterni

ce) P.-A. LIEGE, Comunidad y comunidades en la Iglesia. Narcea, Madrid 1978, pp. 21 y 19.

dad no podrá menos de cuestionar —denunciando incluso si es preciso— las situaciones de hecho existentes en que los hombres aparecen discriminados, reducidos a condiciones infrahumanas de vida, mientras otros se conceden oportunidades sobrehumanas de disfrute y de placer.

b) En un mundo como el nuestro, marcado por el egoísmo y la competencia, donde los intereses personales prevalecen sobre los de cualquier otro, donde cada uno va a lo suyo desentendiéndose del resto, pero donde se prueba cada vez más duramente la incomunicación, el aislamiento y la soledad, vivir la fraternidad podría significar muy bien vivir en comunicación. Y esa comunicación debería traducirse de hecho en una actitud (que sería como la necesidad vital de abrirse a los demás y de ponerse en relación con ellos) y en una actuación (que llevaría a crear grupos comunitarios donde fuese posible compartir la fe, las acciones c incluso la vida).

c) En un mundo que se revela cada día más pluralista, pero que al mismo tiempo es un mundo de clases sociales divididas y enfrentadas, vivir la fraternidad podría significar también vivir en comunión. Una comunión que habría que establecer primero con las personas que conocemos más de cerca y que debería ser ampliada poco a poco a círculos más extensos. Una comunión que debería significarse a nivel de palabras —a través del diálogo, la comprensión y el respeto mutuos— y también a nivel de hechos —mediante gestos de solidaridad y apoyo, etc.—.

3. El hecho de que hoy din se privilegie tanto lo comunitario y »e reconozca que efectivamen le In rea lidad eclesial se va sintiendo ctimo

\U,\

Page 182: Mision Abierta - Desafios Cristianos

oxigenada por ese «espíritu» comunitario está teniendo de hecho una clara incidencia sobre la propia estructura de Iglesia, y que se percibe, por ejemplo:

a) En una nueva agudización, incluso a nivel de planteamientos, de la dialéctica que siempre ha existido en la Iglesia entre lo «institucional» y lo «comunitario». Esto hace que en el ámbito eclesial aparezcan tendencias encontradas que acentúan unas el valor de las relaciones fraternas vividas sinceramente, por encima de cualquier normativa —relaciones que en modo alguno nacen al amparo de normativas y leyes, sino también como fruto de la buena voluntad y de una gran libertad—, y otras que subrayan la necesidad de funcionar como un cuerpo perfectamente organizado —lo cual no puede hacerse, social-mente hablando, más que cuando se sabe quién es quién en el grupo, qué funciones debe cumplir cada cual y cómo debe cumplirlas.

b) En que el fenómeno de las pequeñas comunidades en la Iglesia, debido a las proporciones adquiridas, empieza a ser tomado en consideración. El problema está en clarificar el papel que esas pequeñas comunidades pueden cumplir de hecho en la Iglesia —que no siempre coincide con el papel que ellas desearían jugar—. En efecto, algunas comunidades aspiran a ser —y así se definen a sí mismas— una «alternativa de Iglesia»; mientras que otras más humildes —o más realistas tal vez— lo que de verdad buscan es ser «fermento renovador» dentro de la .misma Iglesia. En este sentido la tesis de L. Boff demuestra un gran realismo cuando afirma: «Las comunidades de base, en la medida en que signifiquen la presencia del elemento comunitario de]

cristianismo y dentro de la Iglesia, no pueden pretender ser una alternativa global a la Iglesia institución, sino su permanente fermento renovador» (13).

c) Y, finalmente, en que los logros más positivos que las pequeñas comunidades pueden ir consiguiendo en el interior de la Iglesia no son pocos. Su simple presencia y la forma concreta como ellas funcionan y se organizan va a obligar sin duda a la gran Iglesia a reestructurarse de manera que las actuales mediaciones de poder que en ella funcionan (que a fuerza de acentuar el verticalismo han originado la sumisión pasiva) se vean poco a poco sustituidas por otras mediaciones de poder más participadas, donde se ponga de manifiesto el sentido de corresponsabilidad y del necesario protagonismo por parte de los fieles.

4. Una comunidad que sea capaz de realizar aquí y ahora la fraternidad evangélica concretizada en grupos «de talla humana», que sirva de elemento renovador de la actual estructura eclesial, una comunidad así va a ser capaz de prestar también un enorme servicio hacia fuera, de cara al conjunto de la sociedad. Porque una comunidad de este estilo es precisamente la que anuncia y concretiza el Reino de Dios.

a) Ante todo porque en ella se van a hacer presentes ya de forma palpable y notoria los valores del Reino, por cuanto sus miembros se van a esforzar por vivirlos con tal sencillez que esos dones van a dar la sensación de que les superan, y que, en el fondo, les son comunicados por Alguien; pero al mismo tiempo van a intentar vivirlos con

(13) L. BOFF, Eclesiogénesis, p. 17.

364

tal empeño que los van a hacer mucho más cercanos a sus hermanos, los hombres.

b) También porque una comunidad donde el sentido de solidaridad es tan fuerte que se traduce en hermandad, donde los pobres y los humildes son en ella los privilegiados, no podrá por menos de sintonizar rápidamente con el pueblo-pueblo y ejercer incluso una función concien-tizadora poniendo al descubierto la falta de humanidad que revelan tantas y tantas situaciones vividas a diario por miles y millones de hombres, y frente a las cuales se sienten de ordinario incapacitados para salir de ellas. Por eso, una comunidad que se sitúa tan cercana al pueblo y que al mismo tiempo profesa unos valores capaces de ilusionar y colmar las aspiraciones profundas de esas gentes, tiene que desempeñar por fuerza una función liberadora en medio del pueblo.

c) Y, finalmente, porque una comunidad identificada con el Evangelio de Jesús, que se toma en serio el programa de sus Bienaventuranzas, que siguiendo las recomendaciones de Cristo se da a sí misma como valores supremos el servicio, el compartir y el amor fraterno, va a poder presentarse al fin como réplica y alternativa a la vez del orden social existente, basado en el dominio, en el poder económico y en toda suerte de egoísmos. Que consiga convertirse de hecho en verdadera alternativa, eso dependerá ya de circunstancias y de estrategias concretas, e incluso de tiempo. Pero lo importante va a ser que ese modelo de convivencia según el Evangelio estará ahí atrayendo y a la vez interpelando a los hombres, siendo a un tiempo estímulo e ideal para ellos.

5. Funcionando así, la comunidad cristiana probará por sí misma que la fe se vive necesariamente en comunidad, porque sólo en comunidad es posible vivir la fraternidad —y, consiguientemente, llamar a Dios «Padre» con verdad—, porque en la comunidad es donde se manifiesta y advierte más palpablemente el encuentro liberador con Cristo y con los hermanos, porque en ella y desde ella es como Cristo opera la liberación, porque solamente en ella es posible descubrir cuáles son las exigencias de la fidelidad al Evangelio aquí y ahora, y porque sólo un grupo —y un grupo que sea creyente— puede ser capaz de realizar el programa de las Bienaventuranzas.

De este modo la comunidad pasa a ser el signo concreto de la vivencia comunitaria del Evangelio, con lo que el mismo Evangelio irá perdiendo poco a poco su carácter de utopía y adquirirá el realismo y la cercanía que podrán darle esas comunidades evangélicas. Porque efectivamente ahí, en esas comunidades, es donde se van a dar cita hombres dispuestos a renunciar a todas las formas de tener y cuya aspiración máxima va a consistir en ser plenamente; en ellas van a coincidir personas deseosas de relacionarse, de interesarse por los demás, de amar y de solidarizarse con el mundo que les rodea; personas que van a encontrar más gozo en dar y en compart ir que no en acumular y en explotar a los demás (14).

(14) Sobre la imagen de «hombre nuevo», basado en el ser y no en el tener, merece la pena leerse el último libro de E. FROMM, ¿Tener o ser? (Fondo de Cultura económica, Méjico 1978), sobre todo las pp. 162-189, donde el autor describe el modelo de hombre nuevo y de nueva MI-ciedad que, según él, habitarían la «Clu dad del ser».

3to3

Page 183: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Se evidenciará también, por otro lado, que la comunidad es el lugar de la experiencia del Espíritu, puesto que a una comunidad y en una comunidad fue donde se manifestó clamorosamente el Espíritu el día de Pentecostés. Y, a partir de entonces, la comunidad sigue siendo el espacio propio donde ese Espíritu actúa y se revela, en forma extraordinaria unas veces, y otras —la mayoría— con un tipo de asistencia imperceptible, cotidiana, pero siempre eficaz.

6. Con todo, la comunidad cristiana no surje por generación espontánea, sino gracias a una serie de factores «de naturaleza y gracia» que son los que la constituyen y los que, ademas, la configuran. De ahí que cuando se alude a la comunidad hecha y derecha se están dando por supuestos implícitamente, aunque no se mencionen, los elementos que la han hecho posible, y, por consiguiente, afirmar la existencia de la comunidad es afirmar también los pasos que llevan a ella.

Y ¿cuales son esos pasos? Los decisivos serían estos tres: la convocatoria, mediante la cual los simpatizantes o admiradores del proyecto comunitario cristiano reciben la invitación-llamada para acercarse a la comunidad o para encaminarse hacia ella; el catecumenado o inicia

ción progresiva en la fe, verdadero período de entrenamiento que permite a los interesados ir descubriendo y personalizando los diferentes aspectos que entraña la vivencia comunitaria de la fe cristiana; y, por último, la incorporación plena a la comunidad, a partir de la cual los nuevos miembros se consideran vinculados, con todos los derechos y obligaciones, al proyecto comunitario.

Es casi seguro que no hemos dicho ni todas ni las mejores «razones» por las que mucha gente sigue viviendo esperanzadamente. Pero las que hemos dicho, creemos que hacen vivir y vibrar a muchas personas. Probablemente otros formularían con distintos matices el marco que da esperanza a su amor, su lucha y su dolor. Nosotros hemos seleccionado. Y lo hemos hecho pensando en los más pobres de la tierra. Para ellos la desesperanza es un lujo que no pueden permitirse, porque su presente es su futuro. Ellos no tienen propiamente presente. Tienen que esperarlo todo del futuro.

Son los pobres quienes nos enseñan la urgencia de seguir activando la esperanza. Incluso contra toda esperanza.

366

V Compromiso-militancia

Page 184: Mision Abierta - Desafios Cristianos

GUILLERMO MUGICA

LECTURA BÍBLICA DE LA MILITANCIA

«Anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi Pueblo* (Ex 3, 10)

Se me pide una reflexión sobre lo militante en la Biblia. No soy especialista en Sagrada Escritura. Las líneas que siguen, por tanto, no pretenden ser más que tanteo del tema y aproximación al mismo, desde una práctica pastoral realizada en espíritu militante que se empecina, todavía y a pesar de todo, en suscitar militancia, y que trata de empalmar constantemente con aquellos ambientes y sectores en los que la militancia se mantiene aún viva.

La militancia, al igual que ocurre con todas las formas sociales, nunca está ahí como realidad dada, definitiva y acabada. La verdad es que en tanto existe en cuanto se refor-mula permanentemente en el proceso social, político y eclesial, y en función del mismo. Lo cual tiene especial vigencia en la situación presente, si tenemos en cuenta el dato objetivo de la crisis de militancia,

al menos en su sentido y práctica tradicionales, y las nuevas formas de compromiso que trabajosamente van despuntando.

Las expresiones militancia y militante encierran y evocan algunos contenidos genéricos básicos: una causa o bandera u objetivo; una situación contradictoria y obstáculos a vencer y superar; un conflicto; un encuadramiento o toma de partido; vinculación orgánica con otras personas que están en la misma causa; combate o lucha; disponibilidad; estilo de vida, etc.

La materialidad de vocablos de militancia, así como la de algunos de los contenidos que directamente evocan, no es ajena al vocabulario y pensamiento bíblicos. El mismo Yahvé aparece como un Dios militante y guerrero, cuya causa es la justicia de los pobres. Incluso se le denominará «Dios de los ejércitos»

369

Page 185: Mision Abierta - Desafios Cristianos

(Jer6,1-9; Dt 9,1-6) (1). Por eso los israelitas, y a veces otros pueblos bajo el designio divino, son combatientes de la causa de Yahvé. Y si dirigimos nuestra atención hacia el Nuevo Testamento, concretamente a las cartas paulinas, constataremos bien pronto en él la apelación material y directa a un lenguaje de militancia (Rom 13,12; Cor 10, 3-4; Ef6, t0-20; Filp 1,27-28; Col 4,12; 1 Tes, 5, 4-8; Tim2,3-4; 4,7). La metáfora militar le sirve aquí a Pablo para ilustrar dimensiones y exigencias de la vida cristiana.

Pero no es ciertamente en la mera concordancia o en el simple formulismo del lenguaje donde se centra nuestro interés. Este irá en busca de sustratos más hondos y sustantivos.

El intento de relación y de mutua iluminación entre Biblia y militancia exige algunas precisiones y anotaciones. En el ámbito de los creyentes hay que constatar un proceso paulatino de espiritualización y ahistorización de la militancia. Obviamente, la historia es compleja y su devenir no es tan lineal como la afirmación anterior da a entender. Pero no podemos detenernos a pormenorizar los avatares de ese diagnóstico global. Como contrapartida al mismo, la militancia ha desarrollado predominantemente su connotación secular de origen, aunque desbordando v superando su etimológico significado militar, y abarcando, además, el terreno de lo religioso como campo enemigo a combatir. También en este punto el diagnóstico es global y simplificador. Con todo, es ese sentido secular, social y político el que el término nu

il) La relación entre el Dios guerrero y juez obrador de justicia para con los pobres, en MIRANDA, J. P.: Marx y la Biblia, Sigúeme, Salamanca, 1975, p. 151.

litancia evoca en primera instancia. Precisamente por esto, fe y militancia aparecen hoy ante muchos ojos como dos universos distintos y opuestos. Frente a una fe al margen de la vida, la militancia en la historia al margen de, cuando no en oposición a la fe.

De otra parte, el concepto y la práctica de la militancia no son unívocos. Si bien no podemos establecer una división absoluta y mani-quea entre el bien y el mal, tampoco podemos pasar por alto la evidencia de que existe, de hecho, una militancia al servicio de la opresión y prolongadora de la misma, y otra que se mueve explícitamente en un horizonte de liberación. Desde otro punto de vista, aceptada la dimensión salvífica de la militancia so-ciopolítica y ésta, en consecuencia, como «lugar cristiano», así como la ineludible dimensión política de la praxis evangelizadora y de construcción eclesial, cabe distinguir entre militancia política —que puede ser de cristianos y no cristianos— y militancia eclesial.

En el desarrollo ulterior se tendrá en cuenta de manera especial, como trasfondo, la militancia liberadora de los cristianos, en su doble vertiente sociopolítica y eclesial.

Un camino de doble vía

La reflexión sobre lo militante en la Biblia se encuentra ante un camino de doble dirección y doble recorrido: de la Biblia a la militancia y de ésta a aquélla, para reiniciar nuevamente un círculo que nunca es idéntico al anterior. La primera vía, de la fe a la militancia, fue ampliamente transitada, de manera es-

370

pecial en la última década. Se buscaba subrayar la dimensión histórica de la revelación y la exigencia de compromiso que comportaba la fe (2). Este fue el positivo intento, en el marco de los desafíos de la modernidad e ilustración, de la nueva teología política, muy difundida entre nosotros.

Dicha teología prolongaba y daba cuerpo, de una parte, a las inquietudes y los tanteos de Bonhoeffer en su búsqueda de una interpretación no-religiosa del cristianismo. Esta debía venir por la línea del compromiso por la justicia, por la de una interpretación sociopolítica de la fe (3). De otra parte, se proponía como objetivos explícitos la desideologización y desprivatización de esta misma fe.

Habrá que reconocer a estos esfuerzos sus innegables frutos de purificación del cristianismo y de animación militante, sin dejar de tomar nota de sus límites. El primero de éstos se encuentra en el punto de partida y en el interlocutor fundamental de esta teología, que es el hombre de la modernidad, hombre burgués (4). La apuesta por un nuevo lugar de inserción, el pueblo y sus sufrimientos, y la propuesta de una teología narrativa que recoja la historia del espíritu en los vencidos de este mundo, hechas por el mismo J. B. Metz (5), quedan ahí como balance de una etapa. Un se-

(2) Un ejemplo entre mil, el número de mayo-agosto de 1978 de «Biblia y Fe», Revista de Teología Bíblica, Madrid, dedicado a «El compromiso político».

(3) El fin de la Religión: SPERNA WEI-LAND, DR. J.: DDB, Bilbao, 1972, pp. 124-147.

(4) Cf. Teología desde el reverso de la historia, GUTIÉRREZ, G.: CEP, Lima, 1977.

(5) Cf. «Iglesia y Pueblo o el precio de la ortodaxia», en Dios y la Ciudad, VARIOS, Cristiandad, Madrid, 1975, pp. 117-143.

gundo límite se halla en el carácter fundamentalmente motivador al compromiso que entrañaba el intento. La fe llevaba a la militancia, pero se quedaba en el umbral de la misma, dejándola en cierto modo en orfandad. Así, aquella fe acabó en ocasiones entrando en crisis, ante una situación de los elementos motivadores o falta de respuesta a los nuevos desafíos que iba planteando la militancia; o vino a refugiarse en esquemas comunitarios en los que la comunidad venía a cubrir determinadas áreas y necesidades personales, reprimidas o no satisfechas en el campo de la militancia. Por donde el éxodo militante de una fe privatizada venía a desembocar en una nueva forma de reprivatización de la fe, esta vez en términos de comunidud.

A estas someras constataciones, y en otro orden de cosus, hay que uña-dir el diilo de la proliimlti crisis de milltniíciu en nuestra ai cu occiden-lul y en el conjunto de lu sociedud espuñolu más en pul ticulur. Las íorinas do vida cristiuna tienden nuevamente a privatizarse. Urge hacer de nuevo, por ello, una lectura bíblica militante, con dimensión de compromiso. Apremia evitar que las comunidades y grupos cristianos se conviertan, según expresión de Metz, en «inoradas de lujo en una religión burguesa». Pero la nueva iniciativa deberá tratar de superar los límites apuntados.

Situados en esta dinámica cabe intentar la otra vía, de la militancia a la fe. Las prácticas actuales y la experiencia acumulada del pasado constituyen base suficiente para interrogar a la Palabra de Dios; sobre todo allí donde la fe acompañó la militancia en diálogo fecundo y fue ella misma redefiniéndose a partir de ésta como clave de relectura. Se

V/l

Page 186: Mision Abierta - Desafios Cristianos

trata de una búsqueda de Dios y de fe desde la militancia, para retornar a ésta redimensionándola con nuevo vigor; de una lectura militante de la Biblia, que toma en cuenta los problemas y desafíos actuales de la militancia, así como los objetivos hacia los que ésta apunta. Este es, por lo demás, el camino que se propone cada día la llamada Teología de la Liberación y ésta, la invitación que nos hace.

De lo que se trata, en el fondo, es de una búsqueda de espiritualidad en el sentido más genuino y fuerte del término. Por eso diré, aun a riesgo de provocar escándalo, que la militancia es, en última instancia, una cuestión de espiritualidad, de vida en el Espíritu, entendida como una manera de vivir y situarse ante Dios con los hombres. En consecuencia, no me estoy refiriendo a ella como a un primer tiempo de acumulación interior, de cuya sobreabundancia se beneficiaría un segundo tiempo de dedicación al hombre.

Además de las razones aducidas, hay otro horizonte de necesidad que impulsa a la búsqueda de una espiritualidad militante. En el terreno de lo «objetivo» del compromiso, ha sido aclarada la unidad del plan de Dios, de la vocación humana y de la historia (6). En el terreno de lo «subjetivo» o del sujeto del compromiso se ha clarificado la unidad de la conciencia militante (7). Pero se ha trabajado menos, posiblemente, el nexo entre la realidad objetiva unitaria y la conciencia subjetiva unitaria, el lazo explícito y operativo de unión entre fe y compromiso. Este lazo de unión es la espiritua-

(6) Teología de la Liberación: GUTIÉRREZ, G., Sigúeme, Salamanca, 1972, páginas 73 ss.

(7) Cf. Cristianos y Revolucionarios, HOAC, Madrid, 1979, p. 64.

lidad y la teología. Un teólogo español definía no hace mucho a la espiritualidad como la vivencia subjetiva de la fe objetiva. En términos más claros, podríamos decir que se trata de la manera concreta de vivir la fe, del reordenamiento de los grandes ejes de la vida cristiana desde el hoy y en función del mismo.

Así pues, desde la situación, las necesidades y los problemas actuales que plantea la militancia dirigimos nuestra atención a la Palabra de Dios, tratando de descubrir bajo su iluminación algunos de los rasgos militantes que hoy nos son más necesarios y que deberán actuar como correctivos, si queremos alumbrar una nueva floración militante.

Algunos perfiles militantes

Arraigo histórico y experiencia mística

Se ha dicho repetidas veces que la historia revela y vela a un tiempo al Dios que se hace presente y actúa en ella. Por eso, el creyente vive la historia en tensión contemplativa, tratando de rasgar con el ojo de la fe el velo del santuario de Dios que es el mundo. En el acontecer histórico busca a Dios y en Dios reencuentra al mundo y la voluntad divina sobre él. Ambas dimensiones se anudan en el dato decisivo de que el nervio central de la fe de Israel y de la nueva comunidad cristiana es el hecho histórico (8).

El punto de partida militante está en la realidad objetiva que desafía e interpela, que llama al com-

(8) Cf. Revelación y Anuncio de Dios en la Historia, GUTIÉRREZ, G., MIEC-JECI, Lima, octubre 1977.

372

promiso y a la acción; pero simultáneamente descansa para el creyente en Dios que llama y convoca. No estamos ante dos llamadas diferentes y separadas, aunque convergentes en un mismo destinatario. Pero habrá que distinguir la complejidad y densidad de una solicitud que, viniendo directamente de «abajo», traduce la moción divina.

El creyente vive la tierra como tierra de Dios, tierra de las promesas. La tierra es creación y propiedad de Dios (Gen 1, 1; Sal 24, I). Rl dispone de sus bienes (Gi'n 2, 17), In promete a Abrahán y su» deacen-dientes (Gen 13,14-17,), establece leyes oportunas para su correctn conservación (Ex 23, 10) como incdln-ción de vida (Dt 14,29; Ex 23, II). Dios es el que da la tierra (Sal 1.15, 12). Por eso es Señor de ella (In 40, 12; Job 38,4-7). Dios viene a ser tnn indesligable de la tierra que i'iilrcg» a su pueblo, que la posesión ele la tierra va siempre implicada it lu relación con Dios. Así, Nnatnán llevará a Damasco un poco de la tierra de Israel para poder dar culto a Yahvé (2Re 5, 17). Pero el pueblo nunca llegó a entrar verdaderamente en la tierra prometida, cuya expectación viene a recoger y condensar el conjunto de los bienes me> siánicos, proyectados ahora sobre una nueva tierra y cielos nuevos (Is 65, 17), que aparecen con rasgos del primitivo ideal paradisíaco truncado (Is 11,6-9; Am 9,13; Os 2,23). Por todo lo cual la tierra adquiere una dimensión escatológica, cediendo finalmente el puesto a la realidad que prefiguraba, el reino de los cielos (Mt 5,34).

Si la tierra es vivida como tierra de Dios, algo similar acontece con la historia, como lo atestiguan los credos históricos (Dt 6, 21-24; 26, 5-9). Por eso, la historia de Israel es

una historia santa, al tiempo que historia de un pueblo recogida en clave de fe.

Pero, como contrapunto a las afirmaciones anteriores, hay que señalar inmediatamente que el creyente vive a Dios como el Dios de la tierra y de la historia. Dios da la tierra al hombre para que se enseñoree de ella y la administre (Gen 1, 28 ss; 2, 8.15). Y el descanso de Yahvé representa el comienzo de la actividad del hombre, que ha salido de la tierra (Gen 2,7; 3,19). Dios es también quien impulsa la vida, la libertad y la historia, y llama al hombre a comprometerse en ellas V llevarlas hacia adelante (Ex 3, 15 NH). PITO es a partir de la encarnación ilil Verbo cuando Dios y el liiiuiliic quedan dclinitivamcntc comprometidos con la historia humana.

I .o que de eütOK roiiNidcrucioncs se dexpienile pura el iiillihinle es la necesidad de una vivencia unitaria del inundo y de Dios, lín consecuencia, se diurt en aquel un arraigo histórico, un atenerse u la realidad objetiva, un dejarse sensibilizar por ella y un verla como lo que frecuentemente es: realidad de injusticia y opresión. Esto es, por lo demás, lo que explica humanamente el comportamiento de los profetas y líderes de Israel, y lo que da coherencia al mismo de tejas abajo (9). Pero se dará también en el militante una experiencia mística, la realidad será percibida como transida de salvación o contraria al plan de Dios y a sus promesas, y portadora de pecado que puede y debe ser superado desde ellas.

(9) Pasajes, p. e., como Ex 2,13; 3,8, etcétera, parecen apuntar objetivamente, aunque el segundo esté puesto en boca de Yahvé, a una toma de conciencia hlt-tórica por parte de Moisés.

m

Page 187: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Ateniéndonos ahora a la militan-cia actual y confrontándola con los datos bíblicos, aparecen dos dificultades básicas. En primer lugar, lo que hoy está más en cuestión no es tanto la apelación a la realidad y la atadura a la misma. Es más bien la experiencia de Dios en ella. En el fondo de la reiterada llamada a la racionalidad por parte de muchos es detectable una explícita o implícita apelación a la realidad. Las cosas se plantean a veces, sin embargo, como si la dinámica militante arrancara de un mero proceso racionalista de análisis sociopolítico. No se cae en cuenta de que dicho proceso de concienciación y racionalización reclama también sus mediaciones éticas; y de que se le priva de una importante clave para identificar correctamente el punto mismo de partida, si sólo a partir y después de aquel análisis primero es introducida la fe. Por eso insistía Ellacurría en que «no se parte de ideologías, ni siquiera de puros planteamientos teóricos. Unas y otros pueden intervenir, pero no son lo primario ni lo decisivo. Lo primario y lo decisivo es la experiencia humana y la experiencia cristiana» (10). Al pasarlas por alto, se cae en un realismo y posibilismo del presente —«presentismo»—, que prescinden del pasado y cierran el paso al futuro. Está ausente la experiencia del Dios que abre siempre una posibilidad más allá del presente e invita al hombre a comprometerse en ella.

Esto nos lleva a plantear la segunda de las dificultades apuntadas, la del actual pesimismo de la realidad, que adquiere nombres como desencanto, pasotismo, etc. No es cues-

(10) «El auténtico lugar social de la Iglesia», en Misión Abierta, núm. 1, febrero 1982.

tión de negar los datos objetivos sobre los que el pesimismo se asienta. Pero sí de oponer al pesimismo de la realidad el optimismo de la acción, que liga el presente con el pasado de las promesas no realizadas, para proyectarlo al futuro.

El mesianismo bíblico juega con tres tiempos que no son meramente cronológicos, sino existenciales y cargados de densidad teológica (11). El presente es tiempo de tentación, de pecado, de opresión e injusticia, del dominio del príncipe de este mundo. Es también tiempo de decisión, de retorno al código moral, al mandamiento, que constituyen la formulación imperativa de las promesas. El pasado representa el ideal, el deber ser no realizado, ya se trate de éxodo, del desierto, de la tierra o del mismo ideal o deber ser propuestos como posibles.

Por eso, el realismo pesimista respecto al presente debe provocar el optimismo de la acción, animado por la escatología. Es cierto que en ésta se conjugan dos fidelidades, la divina y la humana. Y esta última se asienta en algo tan frágil como la libertad del hombre. Pero los poderes del mal han sido radicalmente vencidos por Jesús (Mt 4,1-11), garantizando de este modo la posibilidad del amor más allá del egoísmo y la insolidaridad. El creyente entonces debe acelerar el advenimiento del objeto de nuestra esperanza, debe luchar por hacer posible lo que es necesario. Sin confundir escatología y utopía humana. Sabiendo, más bien, que ésta es mediación permanente e indispensable en nuestra aproximación al reino, así como en el advenimiento del reino a nosotros en la historia.

(11) Ci. Rizzi, A.: «Mesianismo y sociedad contemporánea», en Selecciones de Teología, 80, 1981, vol. 20.

374

Este optimismo espiritual de la acción brota también de una experiencia de seducción y de valoración gozosa e intensa de un bien. Ambas vivencias revelan y ponen en el origen de la militancia una nota de gra-tuidad, que la libera del proselitis-mo y de la angustia esclavizante del mero deber, conduce al desasimiento y sostiene una paciencia activa. Podemos recurrir, por ejemplo, al típico pasaje de Jeremías 20,7-9. Y recordar, con J. Jeremías, en su comentario a Mt 13, 44-45 ss. (12), que el acento de las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa no está puesto en la exigencia de una entrega sin reservas. Esta será el corolario de la gran alegría que embarga a los felices protagonistas de un valioso hallazgo. Y es sobre esta gran alegría, que abarca lo más íntimo, subyuga el sentido, hace palidecer a todo lo demás y convierte la entrega en algo puramente evidente, sobre la que gravita el acento decisivo de aquellas parábolas.

Hay, no obstante, una lucidez, en el fondo de la vivencia que acabamos de señalar, que, experimentando la atracción de Dios, de su designio y misión, no pierde de vista la propia pequenez y debilidad (Ex 4, 10; Num 11,12). Al igual que el profeta, el militante no es un superhombre (Am 7, 14 ss). El abandono en las manos de Dios, que asegura su presencia (Ex 3, 12), será su más firme punto de apoyo. Se abre así un itinerario de infancia espiritual que, adhiriéndose a una recia práctica militante, es todo lo contrario de pusilanimidad y gazmoñería. Fruto primerísimo de dicho itinerario será el de una sabia relativización y «hu-morización» de la propia militancia.

(12) Las parábolas de Jesús, Verbo Divino Estella (Navarra), 1979, p. 243.

Retorno al pobre

Las sociedades desarrolladas del primer y segundo mundo se han alejado del pobre. Las clases sociales tradicionalmente más combativas han sido integradas al sistema a través de mecanismos diversos. Los nuevos focos de disidencia y los nuevos cauces de confrontación no invalidan, pienso, la constatación fundamental.

Esta situación ha influido obviamente en la militancia. Allí donde ésta sobrevive, más allá de las organizaciones minoritarias de resistencia, en partidos con alternativa de gobierno a corto o mediano plazo, o en instituciones que adquieren un cierto poder de Estado —v. gr.: sindicatos actuales mayoritarios—, tiende a convertirse en maquinaria burocrática y gerencial de un poder a administrar e incrementar con los métodos del markeling moderno. Es así también cómo el mundo del pobre se torna cada día más lejano a la militancia misma.

De otra parle, una unilateral concentración —a veces simplificadora, irrealista e insolidaria— de la atención en nuestras propias formaciones sociales, se encuentra con la reducción en ellas del espectro y de las formas más hirientes de inhumanidad. Cuesta percibir las viejas y nuevas formas de pobreza e injusticia (13), así como los mecanismos de interrelación desigual, que hacen de la pobreza el reverso, a veces lejano, de nuestro relativo bienestar. Bien es verdad que la crisis actual nos va abriendo los ojos y obligando a profundizar en los mecanismos de un sistema injusto.

(13) Cí. Misión Abierta, núm. 4-5 de 1981 y 4-5 de 1982. También, Los pobres en las sociedades ricas, Sal Terrae, Santander, 1973.

375

Page 188: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Además, por efecto de nuestro propio pasado, parece haber una mayor sensibilidad ante las cuestiones relativas a la libertad. Agreguemos a ello que muchos atisban la sociedad nueva desde la clave de un ahondamiento en el sistema de libertades. Y apuestan por un cristianismo que represente un firme punto de apoyo en este proceso de profundización.

Cierto que es inhumana e insípida una justicia sin libertad. Pero la pregunta es si podrá haber libertad sin lucha por la justicia. En términos más políticos: si, en las condiciones actuales, hay salida hacia un socialismo en libertad vía democrática, sin hacer de los pobres el sujeto principal de esta andadura, sin ir rehaciendo desde ellos un nuevo poder y sin plantear la justicia como el terreno en el que arraiga y se verifica la libertad.

Desde un ángulo teológico surge otro tipo de interrogante, el interrogante acerca de Dios: ¿Qué significado histórico podrá tener para hombres que viven apartados del pobre y, en consecuencia, de la cruz de Jesús, si de quien, en el fondo, se trata es del Dios de los crucificados de la tierra?

La perspectiva bíblica, en cambio, urge hacia el pobre. El doble arraigo, ético-político y religioso, que suscita en el militante el compromiso histórico para que la tierra sea verdaderamente tierra de bendición y no de maldición, tierra de Dios, lleva al militante a la inserción en el mundo del pobre.

Dios se revela apostando por los pobres (Dt 7,7) por amor y fidelidad, a pesar de sus miserias (Dt 9, 4-8). De gente desarrapada y anónima, que ni siquiera era pueblo, Dios hace un pueblo, su pueblo, conduciéndolo por caminos de libera

ción (14). Yahvé es quien lo crea, sacándolo de su propio caos (Is 44, 2). Y la práctica de la justicia será garantía de vida y de su propio porvenir. Pues el pueblo de Dios no debe consentir un nuevo ochlos en su propio seno. Esto es lo que tratará de asegurar la ley (Ex 20,15 ss.; 22, 21-26; 23,6), estableciendo una serie de medidas preventivas o que atenúen al menos el sufrimiento de los indigentes (Dt 15, 1-15; 24, 10-15; 26, 12). Incluso los derechos del pobre vendrán a ser así derechos de Dios (Prov 17,5; 19,17). Y cuando sean conculcados, Yahvé se afirmará como defensor y vengador del pobre (Prov 22, 22 ss.; 23, 10 ss.) (15).

Ante el escándalo de los pobres víctiemas de la injusticia, el Espíritu impulsará el compromiso y denuncia de los profetas. La defensa de los más pequeños y aplastados será una constante en ellos (16).

Misión del Mesías será la de defender los derechos de los pobres (Is 11,4; Sal 77,2 ss.), integrando en sí mismo los rasgos del pobre a través de la figura del Siervo.

Jesús, finalmente, aparecerá como el Mesías de los pobres (Le 4, 16-21; Mt5,3) , siendo El mismo un pobre, que se identifica con ellos (Mt 25, 31-45). En virtud de lo cual, la inserción solidaria en el lugar del pobre y la práctica de la justicia que recrea su vida es camino seguro para el verdadero conocimiento de Dios y del Dios verdadero ( l J n 3 , 10; 4,7-8; cf. Jer22,16).

El militante que emprende esta ruta se abre, a través de ella, a la di-

(14) Cf. «En la Iglesia ¿quién es el pueblo?», ESTEVAO GROENEN, ENRIQUE: Selecciones de Teología, 77, 1981.

(15) Cf. «Derecho del pobre, derecho de Dios», en Anunciar el Reino, ECHEGA-RAY, HUGO, CEP, Lima, 1981.

(16) Un ejemplo entre muchos: Am 2, 6 ss.; 4.1; 5,7; 5,11; 8.5, etc.

376

mensión más honda de la pobreza según la Biblia. Al tiempo que garantiza, también por medio de aquélla, la universalidad concreta de los objetivos liberadores. Detengámonos brevemente en ambos aspectos.

Constatamos en la Biblia un innegable proceso de espiritualización de la pobreza (Sof2,3; 3,12). Pero lejos de pretender evadir con ello de las situaciones de pobreza real, la Biblia religa a ellas desde una profunda actitud espiritual. Se traía del creyente que se pone confiadamente en manos de Dios, que anhela su salvación y se identifica con ella, y, en consecuencia, vuelve fraternalmente su rostro hacia el sufrimiento humano injusto para denunciarlo, combatirlo y superarlo. Es la distinción y relación entre los tres niveles de significación de la pobreza: situación concreta y real que es frecuentemente fruto de injusticia, actitud espiritual y solidaridad y denuncia con los pobres en la historia (17).

Observamos, de olía parle, un proceso de concentración, limitación en la elección y espiritualización respecto al destinatario de las promesas. Pero estos pasos vendían u constituir las condiciones necesiirliiN para que la bendición de Dios y su salvación alcancen proporciones universales. En efecto, el pueblo, el pequeño resto, los pobres de Yuhvé, el siervo, el magníficat, lus bienaventuranzas son hitos Importantes en la línea que acabamos de Indicar (18).

(17) Cf. Medellín, Pobreza ile la Iglesia, números 4 y 5. Puebla en ente punto retomó y ahondó Medellfn. Ver, p. c., Pobres y Liberación en Puebla, (ÍIMIIIKHE/., C , CEP, Lima, abril 1979, a modo de separata.

(18) Cf. GONZÁLEZ, A.: Nutiiraleiu, Historia y Revelación, Casa de l.i lllblia, Madrid, 1969, pp. 218-236.

Posiblemente lo anterior pueda sugerirnos que el esfuerzo consciente de muchos por crear amplios bloques sociales, hoy necesarios para impulsar un cambio de modelo, no nos conducirá realmente a un futuro distinto si no se cimenta sobre la solidaridad con el pobre y se proyecta desde él.

Devolver su protagonismo al pueblo

Un problema de la militancia, entendida en su sentido tradicional, ha sido el de su función y relación respecto a las bases, las masas, el pueblo. El pensamiento elaborado en su día por Gramsci sobre el intelectual orgánico supuso una contribución notable al problema. Y es de lamentar que la solicitud puesta en actualizar e itistrunientalizar otros aspectos de los escritos de tan insigne militante político no se haya preocupado, con idéntico afán, por introducir en el orden del día mili-liinli" lus buenas enseñanzas de aquel maestro en torno al problema plan-leudo.

No es difícil escuchar actualmen-le en nuestros ambientes que el pueblo está ausente, que se desentiende del proceso e incluso de la lucha por solucionar sus propios problemas inmediatos. Se oye también que las organizaciones que se reclaman del pueblo no empalman con él, lo manipulan o se sitúan descaradamente de espaldas al mismo. Sea lo que fuere, lo que parece cierto es que al pueblo se le condena paulatinamente, salvo en cada vez más escasos asuntos, a la pasividad y el mero cliemtelismo electoral.

Desgraciadamente, esta marea baja del pueblo no está corriendo mejor suerte en la Iglesia, en términos

MI

Page 189: Mision Abierta - Desafios Cristianos

generales. Se oye, es verdad, una nueva llamada a la participación e incorporación del Laicado. Pero visto el panorama actual, a uno le asalta la sospecha de si lo que, en el fondo, se busca no será reforzar un amén unísono y sonoro, pero bastante lejano al de una afirmación de fe creadora y comprometida.

Debemos, por ello, tomar conciencia de que la Biblia es la historia de un pueblo; y de que éste es su protagonista, en la misma medida en que reconoce a Dios como agente principal de la misma. El hecho de que Yahvé intervenga en su favor no le ahorra al pueblo su propia decisión y riesgo históricos. El futuro, descansando sobre la fidelidad de Dios, descansa también sobre la respuesta fiel y solidaria del pueblo. Y es el conjunto de la Biblia el que nos muestra que el ser objeto de elección (Ex 3,10; 19,5; 34,9) no le ahorró al pueblo un largo peregrinaje.

El núcleo central de la historia de Israel y que articula a toda ella es la Alianza (Ex cap. 19 ss.; 24,3-8). Oferta gratuita por parte de Dios, éste la realiza con un pueblo al que compromete. Desde ella recupera Israel su memoria histórica y afianza sus pasos hacia un porvenir. El sentido de colectividad acogedora y realizadora de un destino, portadora de una memoria pue se actualiza ritual y verbalmente, y experimentadora del presente como tiempo de decisión con posibilidades creadoras: he ahí una serie de notas especialmente significativas para tiempos como el nuestro, en que vamos perdiendo —o nos van haciendo perder— conciencia y perspectiva históricas. Si abandonamos el sentido de colectividad solidaria, si delegamos nuestra responsabilidad en otras manos, declinándola, si nos

arrancan la memoria, ¿qué otra cosa podrá ser el presente más que un oscuro abismo de resignación o desesperanza?

El protagonismo último del pueblo no excluye la elección de determinadas personas para una misión especial (Ex 3; Saml0 ,24; 16,1; Is 6, 6-9; 8,11; Jer 1, 5-10; Am 7,15). Pero estas elecciones están ligadas a la Alianza de Yahvé con su pueblo, como se expresa en la elección de David (Sal 89,4), y tendrán como función mantener a Israel fiel a su elección y a su destino.

Jesús mismo, el elegido de Dios (Le 9,35; 23,35), vino a establecer una nueva Alianza en su sangre (Mt 26,28) y a convocar un nuevo pueblo. La promesa que abre ante sus ojos y la tarea que le encomienda reclama todos los brazos disponibles (Mt 20,1-16). Para J. Jeremías el número de los doce indica que la llamada y las exigencias de Jesús no tienen fronteras y valen para toda la comunidad del pueblo. Lo cual adquiere particular relevancia si tenemos en cuenta que el pensamiento del resto tenía especial vigencia en los círculos farisaicos del tiempo de Jesús. A una mentalidad elitista, segregada y despreciadora del pueblo, opuso Jesús una práctica que devolvía al pueblo de los pobres —excluidos del movimiento farisaico— su dignidad y responsabilidad (19).

En la misma dirección de subrayar la importancia y protagonismo de un sujeto colectivo apunta la venida indiscriminada del Espíritu sobre toda la comunidad de discípulos (Hech2,l-21). El Espíritu que descansaba sobre los hombres de

(19) ABRA: El mensaje central del Nuevo Testamento, Sigúeme, Salamanca, 1981, pp. 93-104.

378

Dios llamados a desempeñar una misión es ahora derramado sobre el pueblo nuevo congregado en torno a la fe en el crucificado-resucitado.

Al volver a repensar la militancia desde todos estos datos, creo se vislumbra que no puede ser definida meramente por o para el pueblo. Mucho menos en lugar del mismo. Tampoco podrá entenderse a sí misma como un resto mesiánico segregado. Su función será la de posibilitar que el pueblo reencuentre el sentido de su dignidad, de su vocación y responsabilidad; y contribuir a su movilización y protagonismo.

Hombres nuevos para un mundo nuevo

Cuando derrocado el dictador, conquistado el poder e iniciado un amplio proceso de transformaciones económicas, sociales y políticas el Che elabora aquel pequeño escrito sobre «el socialismo y el hombre» en Cuba; cuando reclama del revolucionario grandes sentimientos de amor; cuando aboga por un hombre nuevo capaz de sustituir los estímulos materiales por estímulos morales: sabía que el cambio de la realidad exterior no garantizaba por sí mismo la victoria humana y que, sin cambio profundo del hombre, el cambio de la realidad suele ser frenado y a la postre deviene ilusorio.

Pero enrumbados por la vía del cambio personal, se corre igualmente el riesgo de reducir el empeño transformador a la pura aventura interior, abandonando el mundo a la maldición de la injusticia y el sufrimiento.

La dificultad y el desafío están en mantener la unidad dialéctica de ambos polos. En la lucha por el cambio estructural afirmar el cam

bio del hombre e insertar los esfuerzos por este último objetivo en la prosecución del cambio global. Es lo que teológica y sistemáticamente solemos afirmar a través de la unidad de filiación y fraternidad. Cada extremo debe ser mantenido en el mismo corazón del otro.

Parece que en nuestro medio es el aspecto subjetivo de la militancia el que no fue debidamente atendido. En cualquier caso, parece existir hoy una especial sensibilidad respecto a él. Y esto en un triple aspecto. Así, se habla de la reivindicación de la subjetividad olvidada e incluso de la venganza de la subjetividad. Existe, como fenómeno relativamente extendido, una especie de pes'imismo ético respecto a aquellas personas y grupos que luchan por el poder o se relacionan con él. Se puede afirmar, finalmente, que con frecuencia los procesos no avanzan porque faltan aquellas personas que anticipen en su vida los objetivos que propugnan, que sirvan de pauta verificadora de la rectitud y bondad de los mismos, y que desempeñen el papel de mitos movilizado-res humanamente encarnados.

El alumbramiento del hombre nuevo debería estar entonces en el corazón de las preocupaciones militantes. Bien entendido, que el hombre nuevo va adquiriendo su configuración concreta bajo impulso e inspiración de la praxis. El hombre nuevo anticipa el futuro no tanto porque éste dé un salto hacia atrás en una especie de acrobacia sobre el vacío del tiempo, sino porque el presente da en él un salto hacia adelante. La praxis del presente es de tal naturaleza que proyecta en sí misma el futuro, superando los hábitos dominantes.

Bíblicamente, la verdadera novedad profética y mesiánica es el Es-

379

Page 190: Mision Abierta - Desafios Cristianos

píritu, infundido en el corazón del hombre (Ez 36, 26-30; Is 11,1 ss.; 32, 15-20; Jer 31, 31 ss.). No se trata de un don sustitutivo de los demás bienes mesiánicos. El don del Espíritu los incluye a todos, posibilitándolos como principio inmanente de vida, conocimiento, amor y fidelidad. Es en la historia donde Israel experimentará en primer lugar al Espíritu, a través de unos hombres en los que percibe un vigor que viene de otra parte. Esta fuerza acredita ante el pueblo a los hombres de Dios (1 Sam 3,19; 1 Re 17, 24), pero sobre éstos se apoya también a su vez la confianza del pueblo en su caminar.

En el Nuevo Testamento también Jesús promete el Espíritu (Jn 16, 7.13), que es derramado sobre la comunidad naciente (Hech2) como recreador de hombres al estilo de Jesús y motor de la empresa misionera del Reino. Entre unción del Espíritu y misión se establecerá así similar relación a la que se dio en Jesús (Le 4,18-21). Detectamos en Jesús una lucha constante por hacer patente la liberación, acercándose al hombre, no sólo para sanar su herida, sino para recrear su situación, y combatiendo el mal uso y abuso de todos los poderes tácticos que lo mantienen oprimido, ya sea el económico (ricos), el religioso (casta sacerdotal), el ideológico (escribas y fariseos) o el político (gobernantes que se sirven del pueblo en lugar de servirle). Junto a esto, descubrimos en Jesús un nuevo estilo de vida y un nuevo sentido de la libertad: esa ley del Espíritu inscrita en el corazón. Lo que maravilla en Jesús tanto como sus obras es su estilo de vida y todavía antes su propia forma de ser. Ambos rompen los esquemas acostumbrados. Nos hallamos ante el Reino en su vertiente exterior e interior. Reino que

no es simple fruto de intervención histórica, ni se agota tampoco en la individualidad.

He planteado, pues, el Espíritu en referencia al hombre nuevo y como condición de posibilidad de los de-más bienes. Ya quedó indicado en otro lugar de este trabajo que asentar los bienes mesiánicos sobre la práctica de la justicia (Is 32,17) es hacerlos descansar sobre la quebradiza libertad, constantemente asediada y amenazada. En este marco, el Espíritu significa que el pecado ya no tiene la última palabra, que puede ser vencido el mal, que puede florecer la genuina libertad en solidaridad (Gal 5,13).

En virtud del Espíritu, el cristiano militante se sabe hijo de Dios y que tiene un nombre ante él. No renuncia a la propia individualidad y respeta la de los demás. Pero se sabe también hermano entre los hombres. Y su individualidad intransferible no le lleva a renunciar a la dimensión social de su existencia, a la vocación fraterna.

La radicalidad y racionalidad del compromiso no deberán hacerle caer en un puritanismo farisaico, ni en el olvido de esas locuras no calculadas de la gratuidad que esponjan la vida y la revisten de humanidad.

El Espíritu hace aflorar la novedad de vida. La praxis que ésta expresa y que de ella deriva es praxis evangélica en su sentido más hondo. Es Buena Noticia.

Desde la praxis del seguimiento de Jesús , una nueva mora l mi l i t an te

Inmersos en el presente y a la luz de la Biblia hemos esbozado algu-

380

nos perfiles del militante. Podría decirse que ellos configuran algunos rasgos de su espiritualidad. El militante que es cristiano vive su fe de esa manera, con y en esas inquietudes.

Toda espiritualidad cristiana, la militante de manera especial, es espiritualidad del seguimiento de Jesús. Y el aspecto nuclear del seguimiento está en la activa participación en lo que fue la tarea y meta única de Jesús: el Reino y inundo de Dios (20). En la disponibilidad Incondicional para la realización de ese objetivo es donde propiamente se realiza. Y si la espiritualidad militante encuentra en la práctica del Reino por Jesús su fuente de inspiración, también la moral militante es moral del Reino anunciado por Jesús y radicalmente realizado en El. Esto no sólo en el sentido de que el Reino de Dios inspire valores y exigencias morales, sino que El mismo se convierte en imperativo moral básico.

Es interesante observar al respecto cómo en Juan palabra, mandamiento y eschaton están en estrecha relación y son, en cierto modo, intercambiables. Contenido y postulado básico de los tres es el amor. La moral de Juan no puede ser separada del dogma cristológico, ni éste de la realización del Reino en el mundo, ni el advenimiento escato-lógico del Reino de la moral. El carácter moral de la acción dependerá de que apunte en la dirección de lo que el acontecimiento mesiánico implica.

La búsqueda del Reino de Dios y del Dios del Reino constituyó, ya se ha dicho, el norte de la vida y la nráctica de Jesús. Indica Jon Sobri-

(20) Cf. Seguimiento y Carisma, HENGEL, M., Sal Terrae, Santander, 1981, p. 81.

no (21) que, visto desde el fin del proceso, su término es la reconciliación universal. Pero, por ser ésta en oposición a lo existente, hacer la reconciliación es practicar la justicia, entendida como justicia «recreadora» o liberadora. Es en este sentido cómo se puede afirmar que el valor moral fundamental es el amor. Esa justicia y este amor tendrán dimensiones individuales y sociales, Intimas y estructurales.

MiiN lo importante, según el autor cundo, no indica sólo en la constatación di- ION valores morales funda-ini'titnlrN, Mnv <|iir SIT conscientes de su IIIKIIII U lilnil, en Jesús y en nosotros, v i'in «i liarlos correcta-mente en la situación. Apunta para ol io ' t res n i t r i t o* n) l a situación misma nt su dcnluiuiMiul v illvixlón, que lleva n alian ni' la lutnluliut den-de la parcialidad de In opción por los que sufren mrts ai usiuliiiurnlc el peso de la ¡IIJUSIICIH (22). b) l,n con-flictividad de esta misma NIIIIIKIÓII, que evidencia como Inclín la realización de los valores morales. No se trata meramente dr evitar la injusticia, sino de luchar contra ella. Estar con los oprimidos implica estar contra los opresores, cj Hl carácter de proceso ininterrumpido propio de la conversión exigida por la práctica de los valores morales. «El ideal genérico del amor pasa entonces por distintas etapas históricas con distintas exigencias históricas, que no pueden ser plasmadas a

(21) Cristología desde América Latina, CRT, México, 1977, pp. 103-121. Parte de las ideas que siguen se toman de el.

(22) Esto sigue constituyendo nnn dificultad para quienes, sin darse cuentn, toman el fin último del Reino corno ya realizado, saliéndose asi de la hislurln, nr-gando la realidad y la misma esrnliiliiiiln. En nombre del amor universul v 1" i»-conciliación, encubren y recubren muí si tuación de injusticia y desiniuililinl.

IMI

Page 191: Mision Abierta - Desafios Cristianos

priori, sino sólo descubiertas en el proceso histórico. El hacerse el hombre bueno en el seguimiento no consiste sólo en hacer el reino, sino en la disponibilidad a hacerlo de manera nueva.»

Jon Sobrino hace, finalmente, referencia al carácter absoluto de la exigencia moral o a su radicalidad. Y esto lo concretiza desde tres ángulos: a) Desde el Reino como alternativa al mundo actual (Dios-riquezas; conmigo-contra mí; ganar la vida perderla), b) Desde la exigencia de llevar hasta el fin una actitud moral (no volver la vista atrás; perfectos como el Padre celestial; disponibilidad al desprendimiento total, ya se trate de algo malo o incluso bueno, ojo que peca o familia), c) Desde la necesidad del discernimiento, que se pregunta no por la voluntad eterna y universal de Dios o por la mera elección entre el bien y el mal. El objetivo del discernimiento está en la búsqueda del verdadero rostro de Dios y en el encuentro con su voluntad concreta para una situación dada. Lo que estaría en juego en las tentaciones de Jesús, por ejemplo, no es la elección entre Dios y Satanás, sino el verdadero camino mesiánico, lo que el Padre quiere de Jesús.

Tanto en el proceso de búsqueda y concreción de los valores morales derivados del Reino como en el discernimiento acerca del servicio verdadero según la voluntad concreta de Dios, el militante no se sitúa desnudo ante lo que fue la propia práctica de Jesús. Desde su hoy concreto pone en ejercicio la racionalidad de la práctica y la utopía humana que comporta. Estas vienen a ser así mediaciones que contribuyen a hacer efectiva y actual su voluntad de seguimiento.

La práctica de Jesús tiene una

normatividad universal. Pero no es transferible sin más a nosotros. Nos concierne de un modo global, sintético y creativo. Dicha normatividad está en primer lugar en el sentido final y global de su persona y acción. Pero no se trata de un mero sentido lógico que, simplemente, antecede a la acción, sino que nace «de modo co-extensivo en el proceso mismo de la acción a lo largo de sus diversas etapas como sentido que ella va realmente asumiendo» (23).

Para concluir, una pregunta acerca de si existe o no un componente moral específico en la militancia del cristiano. La cuestión forma parte del interrogante más genérico sobre la especificidad de lo cristiano.

Lo moral y lo cristiano se dan y expresan unitariamente en personas concretas que viven y actúan, y comparten frecuentemente con otros hombres unas mismas formas de vida y acción. Desde este punto de vista, la especificidad cristiana no es una especificidad abstracta, sino concreta, inserta en la transformación de la historia, en la lucha popular por la justicia y la libertad (24).

Situada ahí la cuestión, no creo que la sustancia de los valores morales fundamentales reclamados por la militancia sea distinta, de suyo, para el creyente y el que no lo es. Tampoco creo que el cristiano, por serlo, pueda ahorrarse el camino de la búsqueda permanente de los valores morales y de su concreción (25).

(23) ECHECARAY, HUGO: La práctica de Jesús, CEP, Lima, 1980, pp. 219-220.

(24) Cf. RICHARD, P.: «Teología de la Liberación latinoamericana, un aporte crítico a la teología europea», separata Páginas, CEP, Lima, julio 1976.

(25) Sobre el ethos cristiano, su identidad y especificidad, cf. VIDAL, M.: El Discernimiento Etico, Cristiandad, Madrid, 1980, pp. 34-48. En el marco revoluciona-

382

Habrá que afirmar, sin embargo, que la fe y la práctica de Jesús actúan en el cristiano como una mística impulsora, iluminadora e informadora de su búsqueda moral. Aquellas redimensionan desde un nuevo horizonte los valores morales, rescatando los niveles más hondos de sentido de estos valores y radicalizando su práctica.

Estamos, por todo ello, convencidos de que la militancia del cris-

rio, cf. COMBLIN: «Caridad y Revolución», en Teología de la práctica de la revolución, Tomo II, DDB, Bilbao. 1979.

tiano debe tener —tiene, de hecho— algunos «estímulos» morales específicos. Insistiendo una vez más en que la especificidad de los mismos no es abstracta, sino concreta. La fe en Cristo resucitado, el seguimiento de Jesús, la apuesta por el Reino no son ni inocentes ni neutros.

Es bajo este prisma como hice referencia, al comienzo de esta tercera parte, a una nueva moral militante. Ciertamente, no sólo desde ella, pero desde ella en forma concreta y específica, muchos viejos y nuevos fetiches van quedando destruidos.

383

Page 192: Mision Abierta - Desafios Cristianos

FERNANDO URBINA

¿MILITANCIA CRISTIANA O MILITANCIA DE LOS CRISTIANOS?

El equipo de MISIÓN ABIERTA me pidió un artículo sobre este tema que he reformulado en unos términos que se irán aclarando y expli-citando en el mismo proceso de la escritura.

Somos conscientes y explicitamos los límites intrínsecos de este artículo en su contenido y en su forma literaria. El contenido excesivamente amplio, profundo, complejo. Falta de tiempo para un análisis más detenido. Y falta también de espacio en lo que puede dar de sí un artículo por su misma exigencia material. Por eso, hemos optado por un estilo que no sea estrictamente analítico y denotativo, sino que, al hilo de una escritura un poco libre y ágil, se permita la anécdota, la metáfora y la sugerencia. Su fundamento: una larga experiencia de acompañar durante un cuarto de siglo el inicio de la militancia cristiana auténtica. Su finalidad: no un

estudio teórico riguroso imposible de realizar, sino la sugerencia de pistas y la apertura de horizontes al lector «sensible», con sensibilidad no sólo emotiva, sino intelectual.

Narración histórica

Los años 50 en España: un compromiso militante ingenuo, en un espacio ideológicamente vacío

Fueron las primeras experiencias de «compromisos sociales» de militantes cristianos en el movimiento obrero y en el movimiento estudiantil que entonces empezaba. (Huelgas del 51, 56, 62, etc.). Se apuntaban las primeras organizaciones clandestinas: aquel «Felipe» («Frente de Liberación Popular») tan pronto aplastado, o el nacimiento de las CC.OO. .

384

Los cristianos, lanzados desde la plataforma inicial de organizaciones eclesiales: JOC, HOAC, VANGUARDIAS, JUMAC luego JEC, etc., carecían de tradición histórica en la militancia social auténtica y de los más elementales medios de práctica analítica en orden a estrategias de acción. Pero esos mismos actos, lanzados desde motivaciones emocionales, fueron haciendo descubrir el sentido de la militancia desde lo que es su primer componente: participación viva en una situación dramática de masas. Esas acciones adolecían de la más extrema pobreza teórica. Basta con leer hoy aquellos primeros «planes cíclicos» de la HOAC, que liquidaban el marxismo con la misma rapidez que se hacía en una clase del Seminario Conciliar. Claro está que aún resultaban —para una lectura actual— más lamentables las vaciedades solemnes del análisis social del P. Lombardi, en su tratado Esercitazioni per un mondo migliore, presentando el manido tópico de una superación del marxismo (y del capitalismo) con unos vacíos conceptos escolásticos. Todos estos retrasos ideológicos de una Iglesia anclada en una metafísica, ética y política medioeval los pagarán duramente los militantes cristianos en los años 60 y 70.

El vacío total del espacio sociológico obrero y universitario provocado por la profunda y refinada represión y censura dirigida por Franco, y ejecutada por ministros falangistas (Serrano Suñer) y de la ACN de P. (Ibáñez. Martín) y comparsa, permitía que, a diferencia de lo que les pasaba en Francia a los jóvenes de la JOC, aquí no hubiera problemas. La falta absoluta de formación moderna por la incapacidad de la Iglesia no les impedía moverse, como Pedro por su casa, por esos in

mensos espacios vacíos de ideologías alternativas. Las heroicas células comunistas, las únicas que en número mínimo habían aguantado, como en larga hibernación, la implacable represión ayudada por expertos de la GESTAPO NAZI no se atrevían aún a manifestar su presencia social e ideológica, como harían a partir del decenio siguiente.

A partir del 65: crisis de la Acción Católica y crisis del compromiso militante

Era una crisis de paso de la adolescencia a la madurez. Es decir, un momento en que los militantes, acostumbrados al vacío anterior en que podían triunfalmente moverse a sus anchas con los tópicos fáciles escolásticos, se encontraron de pronto con auténticos militantes marxis-tas que eran muy diferentes en la realidad de lo pintado: honestos, tan sacrificados o más que ellos (muchos salían de años de cárcel en condiciones inhumanas) y poseían un instrumento de análisis social que no era ese fácil resumen banal que se les había dicho antes. El proceso de la crisis de los movimientos apostólicos es algo mucho más profundo que lo que ha dado a entender el actual presidente de la Conferencia Episcopal en un texto que es de agradecer en su invitación al diálogo, pero cuya superficialidad ha sido contestada desde la movimientos apostólicos de Catalunya.

La falta de preparación en el análisis moderno, social y político, y la falta de fundamentación sólida en la experiencia de la fe (se les había hablado más de la Iglesia institucional y de la «participación de los seglares en el apostolado jerárquico».

385

Page 193: Mision Abierta - Desafios Cristianos

pero no se les había dado el eje diamantino de una fe cristológica), les fue llevando a una progresiva erosión de la misma fe, cuando al madurar las condiciones sociales de la lucha de clases empezaron los militantes a descubrir la validez, la profundidad y la autonomía de la motivación propia de la militancia: la opción concreta por la clase, el pueblo, la masa, la lucha por su liberación colectiva.

Discusiones en aquella época sobre la naturaleza del compromiso militante

Corrían los años 1967. Me acuerdo de discusiones mantenidas, ya sin esperanza, con algunos consiliarios de cierta orden religiosa (antigua, famosa y potente) y con grupos militantes (¡aquel intento fallido del último Consejo Nacional de la JOC de Villagarcía: para intentar una visión más «profunda y crítica» del marxismo!). La «Revisión de Vida» había perdido la batalla ante el método de acción-reflexión-acción. Pero la Iglesia, que tan pronto olvida la memoria histórica, había tenido una profunda responsabilidad. Porque la revisión de vida, acompañada con esa experiencia profunda de fe y formación cristológica que no se les dio («éramos como unos adolescentes que necesitábamos vitaminas, y los Obispos nos dieron en su lugar una paliza», me comentaba años después un antiguo presidente nacional de la JOC), podía haber sido el antídoto a ese tipo de marxismo vulgar y mecanicista que aquí penetró más.

La Iglesia había recelado de la Revisión de Vida. Los pastores no la habían entendido, confundiéndola de una manera pintoresca con otras

cosas que no tenían nada que ver. Don Casimiro Morcillo, Presidente de la Comisión de Apostolado Seglar y luego Presidente de la primera Conferencia del Episcopado la habría comparado con los «casos de moral». Sencillamente, se le tenía miedo porque «partía de la vida» y no de lógicas deductivas escolásticas. Y también los teólogos de aquel entonces tienen su parte de responsabilidad. Habían despreciado asumir el análisis teórico de este método, tan abierto a vastas perspectivas de teología bíblica. Me acuerdo de un diálogo tenido hacia 1968 con uno de los teólogos más oficiales de la Iglesia actual. No niego su valía. Pero me dolió su absoluta incomprensión al planteamiento que le hice: «¿Por qué no dedicas algo de tu tiempo a acercarte al campo de los militantes obreros creyentes?»

Pero el descrédito en que cayó en los medios militantes cristianos españoles la Revisión de Vida, de tan trágicas consecuencias, tenía también otras causas. En primer lugar, en el tiempo anterior (los años 50 y primeros 60 de las «vacas gordas») se había abusado de ella sacándola de quicio y de su propia función.

Lo que era un método pedagógico para ayudar en el crecimiento integral en la fe por la síntesis entre práctica vital social y experiencia de fe se había pretendido utilizar como instrumento de análisis sociológico y de práctica política. Naturalmente, eso era comprensible en el vacío social e ideológico ya descrito. La Revisión de Vida no es ningún absoluto (como no lo era tampoco aquello que se nos decía en los años triunfales religiosos: ni los Ejercicios Ignacianos, ni la «hora de oración diaria»). La Revisión de Vida necesitaba ser completada por

386

otras mediaciones de instrumentos de análisis sociales y políticos para la misma acción de los militantes. Y en este nivel, ciertamente, un conocimiento profundo, crítico, no dogmático de los análisis marxistas podía ser de utilidad, siempre que no se volviera a «dogmatizar y ab-solutizar», cosa que sucedió a menudo entre creyentes demasiado acostumbrados a un pensamiento autoritario, exteriorizante y dogmático. Por eso, fácilmente, (untos cayeron en el otro extremo, en el nuevo dogmatismo de un mui'xlsnio vulgar y mecanicista.

Y fue entonces cuando, frente a esa «erosión» de las motivacionc* de fe de la militancia cristiana en los compromisos sociales y políticos de la clandestinidad, algunos encontraron una solución extrema para explicar esta especie de «disolución» de la motivación cristiana en el dinamismo de la acción militante. El título del famoso libro, best seller religioso de aquellos años, El Cristianismo no es un humanismo, de José María González Ruiz, mal interpretado, pudo ayudar a caminar hacia esta «solución teórica» del problema de la militancia cristiana. En última instancia, era un non sequitur: un negarle el pan y la sal, es decir, reducir el problema de cuál es el «espacio propio» diferencial del militante cristiano negando de raíz la validez o sentido del mismo planteamiento. Naturalmente que José María no quería decir eso. Y después de un largo diálogo con él en aquella acojedora vivienda que tenía aún en Madrid explícito su formulación con la afirmación de que la fe (la motivación última de la militancia cristiana) es ciertamente «gratuita», pero no «superflua».

Sin embargo, este tipo de solución que «disolvía» al modo neopo-

sitivista el mismo problema, se encontraba ya presente en muchos grupos, como el de los cristianos marxistas de Lyon, de Girard. Me acuerdo de una discusión tenida con un delegado centroeuropeo de la JEC Internacional, que sostenía con una lógica implacable, pero con consecuencias devastadoras, que la fe se situaba tan al extremo de todo contenido real y de toda motivación de militancia, que daba razón a la expresión de J. M. González Ruiz, pero invertida: la fe es gratuita y también superflua, en todo lo que tenga significación militante.

Los dinamismos y los contenidos de la militancia de los cristianos debían obtener toda su fuerza real, su contenido humanístico, sus proyecciones utópicas, absolutamente y sólo de las «opciones de clase, etc.». La fe qucdiihn en unu «trascendencia tan puní» que, como el aire do la (•siiiiinslcrn, en» y» Inservible para la vula, y w disolví» en la máximo purc/ii: en la de lu nada.

NiiUiruliiirnU', el Partido Comunista, n i ai|iu-llos yu lejanos años de 1965-68 aceptó encantado esta solución. No estaba tan lejos de la respuesta de Lenin cuando le dijeron que algunos creyentes e incluso popes querían ingresar en el Partido Social-demócrata ruso (primitiva denominación del Partido Marxista ruso antes de la escisión bolchevique-menchevique): «dejadlos: que entren en la acción militante... la acción misma les hará perder esa X vacía de la fe ilusoria...». El PCE, bajo la dirección de Santiago Carrillo, cambió profundamente y llegó a declarar no sólo la validez plena de la militancia de los cristianos, sino el aporte específico que éstos podían aportar al movimiento obrero. Siendo en esta actitud el más avanzado de los PC europeos.

W7

Page 194: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Las tentaciones típicas de tos cristianos en sus compromisos militantes

Me decía en aquellos años últimos 60 un militante comunista no creyente: «Pero, ¿qué les pasa a los cristianos, que son como las siete y media..., o se quedan cortos o se pasan»? Pienso que la razón profunda de este hecho, lúcidamente comentado por aquel amigo, está una vez más en la historia. A los cristianos les faltaba madurez histórica, una tradición de compromiso militante en el mundo moderno. Al reaccionar la Iglesia en el siglo xx tan brutalmente contra el mundo moderno (condenación del liberalismo y condenación del socialismo: las dos grandes corrientes históricas de la modernidad), los cristianos se quedaron fuera de la gran carretera de la vida y del Espíritu en sus mediocres tertulias de sacristía.

Si en el siglo pasado y en éste hasta casi la mitad los cristianos ibéricos e iberoamericanos se habían comprometido con la acción política, lo habían hecho tradicional-mente con la derecha. No había tradición seria de compromiso militante con los intereses del pueblo trabajador. Además, la aplicación ingenua de la intrínseca fuerza utópica del cristianismo a la práctica revolucionaria, sin el uso de las mediaciones sociales, políticas, ideológicas..., llevó a esos compromisos extremistas, especialmente en la juventud estudiantil, que terminaban a veces de una manera trágica, por la inmensa pureza de sus motivaciones originales, por el funesto desenlace de sus consecuencias.

Otro fenómeno que percibíamos entonces por parte de cristianos que habían vivido un tipo de religiosidad demasiado dogmática y también, en

el fondo, «exteriorizante» (ajena a la experiencia sutil del Espíritu) era lo que podíamos llamar la «transferencia de absolutos». José María González Ruiz, con su inteligencia creadora de metáforas, lo llamó «los dioses vestidos de paisano». Sacerdotes que habían sido especialmente «piadosos» (y un tanto fanáticos) se «convertían» en apasionados militantes de grupos de extrema-izquierda, abandonaban su fe, tan dogmática, para sustituirla por otros dogmatismos. Adoptaban actitudes intransigentes, absolutas, manipuladoras sin escrúpulos de grupos y personas. Hubo constitución de grupos que provenían de movimientos cristianos que adoptaban un purismo estalinista alucinante. Algo de esto pasó en el caso de algunas siglas que manipularon descaradamente a algunas comunidades de base de Vallecas. Luego, aquello se fue disolviendo en grupúsculos, como un tejido que se deshilacha, y en la trayectoria vital de algunos, sacerdotes, religiosos, laicos, no quedó más que unas escorias lamentables y humeantes de desengaño, desencanto y escepticismo.

La nueva situación de la democracia pluralista

Con un gobierno socialista fuerte y de amplia mayoría parece, por fin, asentarse la democracia. Los creyentes van asumiendo las ambigüedades de los roles dé suplencia que comunidades de base cristianas tenían que jugar en tiempos de la clandestinidad ante la inexistencia de un Estado Moderno de Derecho y de Derechos Fundamentales: prohibidos los Derechos de Asociación y Reunión, los espacios de las comunidades de fe tenían que ser alber-

388

gue de ámbitos de asociación política. Ahora se puede definir mejor el espacio propio de la comunidad donde se alimenta la fe del militante. Pero surge la interrogante de si, en el fondo, se ha afrontado teóricamente en serio, con las consecuencias de aclaración práctica, la problemática que plumeamos en esta reflexión. Por otra purlc, huy una intensificación del proceso de secularización de la sociedad y de lu cultura, ya en marcha desde Imcc más de un decenio, pero que uluini se manifiesta. Algún acometimiento tangencial como la visitu del l'upu, que ya pasó con los mismos supci ficiales efectos de una riudu, uún tapan a ojos miopes este gruve le nómeno.

Las intervenciones de los Obispo», en general y en conjunto (salvo notas individuales ya discordante»), son moderadas y prudentes en el tono. Pero no aportan solucione', i. <> ricas a este problema. Oni/a t.»n poco sea su papel. El carisnn ie<>t<i gico no es idéntico al cuie.m.i p.e. toral, aunque ambos se conei i.m it servicio del pueblo de Din-. Aleun Obispo ve aún fantasmus: •.<» i.iti-. mo con rabo y cuernos. I'em -.«ni minoría.

Más inquietante puede resultar el nuevo confusionismo que introducen en la cuestión las consignas, contraseñas o frases emitidas en el discurso político de algunos grupos capitalistas «de derechas» invocando «el humanismo cristiano» como espacio ideológico legitimador de movilizaciones sociales. Sobre todo si este término, lejano eco de las teorías de Maritain en su pensamiento político, es confirmado hoy por jerarquías eclesiásticas, con vistas a agrupaciones que, aunque no lleven tal nombre, son afines a la DC. El teólogo italiano Balducci, buen co

nocedor del pensamiento maritainia-no y de la corrompida política de la DC italiana, da una de las razones del carácter puramente oportunista y, en el fondo, de defensa de intereses capitalistas de esta denominación, en la carencia de una teoría política que asuma los grandes ideales de la modernidad. El pensamiento de Maritain, con excepciones válidas y aunque haya podido ser para algunas personas escalón para ulteriores avances, contiene contradicciones básicas al pretender enraizar el análisis político en categorías metafísicas medievales anacrónicas. Sobre este tema volveremos en la se-Ituuda pul te.

In ten to (le un UIIUIIHIH teórico del p ioblcnm. Origen lilnlóilco del concepto de nilíltnnU<

l,u militancia social/¡.¡tullen!/ política es un concepto moderno

Su origen está en el movimiento obrero. Podemos señalar ulgunu fecha simbólica de este nacimiento: lu revuelta de los tejedores de Lyon, 1835. Las barricadas de junio, 1848, en París (Historias del Movimiento Obrero y del Socialismo de Dólleans, de Colé, de Droz, etc.). En 1848, mientras que en febrero se publicaba —en una edición limitada— el Manifiesto, todavía estaban presentes «militantes cristianos»: Buchez, Lamennais, Lacordaire, Ozanam... Habrá que esperar cien años para que esta síntesis: militancia social-militancia cristiana reaparezca.

La figura del militante se cuaja en dos direcciones fundamentales: lu política y la sindical. Esquematizando, por exigencia de brevedad, iinii

W>

Page 195: Mision Abierta - Desafios Cristianos

historia real infinitamente más compleja:

La línea de la militancia política está ligada con el nacimiento del primer partido moderno que ya no es «partido de cuadros», sino «partido de masas». Es la primera y original «socialdemocracia» alemana: fusión del grupo marxista de los discípulos de Marx y Engels y de la fracción de Lasalle. Hay, por tanto, también aquí, en la primera posibilidad real de que la «masa» se inicie en ser también protagonista de la historia, un lejano y potente origen en ese genio del pensamiento y de la historia que fue Karl Marx. Está claro que luego en amplios espacios sociales se ha traicionado y caricaturizado trágicamente su idea. Pero los últimos que tienen el derecho a acusar en tono mayor este hecho son los discípulos de otra idea-fuerza, traicionada profundamente en el espacio social: el Evangelio.

La otra línea rechaza la participación política en lo que considera el mal absoluto: el Estado burgués parlamentario. Es un conjunto de movimientos que mantienen la acción directa a nivel de asociación económica. Bakunin es en la I Internacional el catalizador de esta corriente que llevará al anarco-sin-dicalismo. En Francia, después del Congreso de Amiens, la creación de la CGT termina alejándose de los planteamientos «absolutos» del anarquismo. Creemos que en España hubiera sucedido una evolución análoga con la fracción más dura de la CNT, que fue brutalmente rota —como tantas cosas— por el golpe militar del 36. Naturalmente, el «sindicalismo» tiene, además, un origen independiente de ideologías anarquistas, en marcos más «cooperativos», a los movimientos anteriores de la I Internacional, ricos, plurales

y complejos: desde las cooperativas de OWEN, las teorías de Prudhon, las cajas de resistencia de las primeras agrupaciones apenas salidas del artesanado de Barcelona, las Trade-Unions...

Conexión esencial militante-masa. El concepto de «militante» opuesto al de «educado para ser élite»

La figura del militante es una categoría que trasciende las motivaciones psicológicas (que también existen y deben ser tenidas en cuenta) y se articula con toda una concepción del hombre, de la sociedad y del mundo. El militante se sitúa en el extremo opuesto del «individuo de élite» o «selecto», nacido (aristocracia) o formado (tecnocracia) para dirigir autoritariamente.

Esta noción de élite selecta se acomoda a la tradicional derecha católica y encuentra su formulación adaptada a la fase avanzada del capitalismo por el P. Ángel Ayala en su obra clásica de principios de siglo: Formación de Selectos, puesta en práctica por su discípulo Ángel Herrera, animador primero de esa «Asociación de jóvenes selectos» que fue la ACN de P., formados para ocupar la cúspide del sistema vertical-dominante. Por eso, se adaptarán tan bien a la dictadura totalitaria del franquismo y le darán una remesa abundante de altos funcionarios de categoría ministerial. Los tecnócratas del Opus Dei que toman el relevo en los años 60 están en la misma línea esencial, en la misma estructura teórico-práctica, idéntica concepción de base de la sociedad y del mundo.

Es una continuidad tradicional con la concepción medieval. La contradicción inmanente entre una

390

adaptación de superficie a los técnicos materialistas de la modernidad (ingenieros, especialistas en economía capitalista, utilización de ordenadores...) y el rechazo de sus profundos significados espirituales, ha sido anotada con agudeza por el sociólogo Peter Berger en su aguda crítica del franquismo y sus apoyos ideológicos.

La idea medieval de la estructura jerárquica de la pirámide vertical-dominante, con la cúspide de los que mandan «por derecho divino», y la amplia base de un pueblo cuya única función es producir plusvalía acumulada, gozada y controlada por la cúspide, connota una concepción del mundo muy completa, coherente y autocontenida. Es la cadena de homologías señalada por la cascada neoplatónica de jerarquías, tan bien dibujada por aquel teórico que tanto pesó en el pensamiento medieval, el Pseudo Dionisio Areopagita: jerarquía angélica-jerarquía eclesiásti-ca-jerarquía nobiliaria-jerarquía planetaria.

Por eso, cuando la revolución científica de la modernidad rompe ese perfecto sistema, aplicando la piqueta a uno de los eslabones de la estructura social-sacral-cósmica con Copérnico, Kepler y Galileo, la reacción eclesiástica tiene su profunda razón. Ya lo dijo Simplicio, uno de los personajes del «Diálogo de los dos máximos sistemas del mundo» de Galileo: «es que esto (la teoría de Copérnico) subvierte el orden del mundo». El orden que legitimaba sa-cral-cósmicamente la Pirámide Jerárquica de los «selectos» y de la «masa».

El militante está situado en un Sistema de Valores radicalmente diferente. El no ha nacido de la cabeza de Brahma como los aristócratas que tienen «sangre azul», es de

cir, una naturaleza divinamente predestinada a estar encima, por ser de casta diferente. Ni se ha ejercitado ya desde el sistema de lucha de primeros puestos organizada por la pedagogía de los colegios religiosos pura escalar esa cúspide domi-nunlc... prolongada, con la debida preparación anterior de ser un «primero de clase», en las reñidas opo-sicioiiu.s para entrar a formar parte inamovible de los Altos Cuerpos del Estudo. Esc grupo estamental, como Amando de Miguel demostró en su estudio sociológico-político del informe Foesa, 1970, era el grupo columna-vertebral del régimen franquista autoritario-corporativo, que no pasó de ser una variante ibérica de los fascismos.

Esta radical diferencia consiste en que el militante es alguien que viene de la Masa, como la vida brota de la tierra.

De la «Masa Damnata» a la igualdad real de los hombres y su derecho al protagonismo histórico. Una de las grandes líneas de la modernidad

La «masa» tiene una curiosa connotación negativa de origen teológico en aquella ambigua teología agustiniana de la «masa damnata» que después se continuó en ese miedo difuso del Gran Burgués (o del Alto Funcionario del Cuerpo Estamental del Estado) instalado en su Mansión de Somosaguas, Monte-piedra o Puerta de Hierro, por esa chusma, fuerza de trabajo que crea la plusvalía de su acumulación de capital y que se la lleva a vivir a aquellos lejanos barrios periféricos.

Si ha habido un pensador español que en un momento de su proceso intelectual llegó a perfectas formula-

Page 196: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ciones que reflejan ese temor a la «masa» y esa afirmación de las élites aristocráticas de sangre y /o formación, ha sido Ortega y Gasset, en esos dos libros que tanto se reeditaron y que hoy volvemos a leer con pasmo: La España invertebrada y La rebelión de las masas. No negamos otros valores de esta figura compleja. Pero en estos textos la ceguera social y política de este hombre en vísperas de los fascismos es increíble, y casi grotesca, por el tono pontifical con que habla ex cátedra...; quizá esta estupidez sea explicable por su misma época: la influencia profunda que tuvo aquí a principio de siglo Nietzsche.

Porque los fascismos —su sucedáneo actual es la ideología de la «seguridad nacional» promovida por USA para defender sus intereses en América Latina— son precisamente la inversión radical de ese gran proceso de la modernidad que nos sacaba del mundo arcaico de las Jerarquías Piramidales y de la «masa dam-nata». Fueron los fascismos, incluso cuando se apoyaron en las masas (caso de Alemania), una verdadera violación de la masa, primero por el engaño, segundo por el espectáculo triunfalista, tercero y definitivo por el terror.

La Modernidad es el advenimiento del Hombre. Porque es la posibilidad de que «todos-los-hombres» por igual sean los protagonistas de su historia. Es el significado profundo de la demo-cracia: el Poder del Pueblo, frente al Poder de la Jerarquía, de las Élites sacrales. La gran idea de la Igualdad es: dignidad «real» de todos los hombres. Y no la igualdad puramente fantástica, como en la piedad cristiana de la igualdad de las «almas» del Príncipe que vive en el Palacio, y que pue

de permitirse gozar de la alta cultura, como Cosme de Mediéis y su Academia neoplatónica... y el siervo que vive sobre el barro, come gachas y trabaja como un animal de carga.

Este poder de la inmensa mayoría, de la «masa damnata», llegó con el sufragio universal. Por eso, en la teoría fascista (que fue mil veces repetida por teólogos y pensadores católicos en los años 40 y 50) surge la maldición de las urnas. En expresión del señorito fascista José Antonio (cuya grandeza de alma al final de su vida tan trágica es descrita por Ian Gibson: el drama de la historia determina tanto el destino de los hombres...) «el mejor uso de las urnas es romperlas». Y el argumento usado por fascistas y teólogos de la época: «¡Convertir la pura cantidad en la calidad del poder! ¿Van a decidir las urnas si Dios existe?» Ideología pura que esconde el miedo real a que... por fin, después de diez mil años, la inmensa mayoría sea la protagonista de sus propios derechos. ¿Quién va a discutir la existencia de Dios, problema metafísico que trasciende la política? La realidad del poder de las urnas se demostró el 28-0. Por vía pacífica se transforma radicalmente el poder y nace la posibilidad de que la masa inicie su camino hacia la Igualdad Esencial del Hombre. Igualdad de la fraternidad que no es la tan caricaturizada en el concepto ortegiano de ma-sificación, tan repetido después. Es justo al revés: la posibilidad, intuida por St. Exupéry, de que aquel niño dormido en un vagón que transportaba trabajadores emigrantes, ganadería humana, pudiera desarrollar sus potencialidades infinitas y ser un Menuhim o un Von Neumann. Jerarquía de valores. Primacía cristiana del derecho de los más sobre

392

el de unos pocos. Primacía de la escuela pública bien dotada. Primacía del derecho de todos los niños sobre el de algunos padres. Igualdad. Fraternidad cristiana, esencia del Evangelio y Eucaristía.

El militante como mediación esencial para la movilización de la masa

La masa reunida de una manera material, mecánica, para ser utilizada como fuerza de trabajo, en el proceso de la revolución tecnológica industrial, o en la incidencia de la explotación pre-capitalista o capitalista en las masas rurales (es el caso de Nicaragua y Guatemala, Honduras, etc.) experimenta en común una situación límite de sufrimiento, de explotación que empieza a sentirse como injusticia. Pero aún queda a un nivel inmediato hasta que pasa de «experiencia» a «conciencia» que se convierte en acción, en lucha de liberación. Pero esta lucha puede quedar en un estadio puramente pasional sin encauzamiento organizativo y teórico de proyección social y política. Como en tantas rebeliones campesinas fracasadas a lo largo de la Edad Media (Hobswaum). El paso a la acción verdaderamente capaz de transformar la estructura social histórica es la fusión de dos momentos que Kant designó de un modo muy genérico: la experiencia sin concepto es ciega; el concepto sin experiencia es vacío. La fusión de la fuerza vital de la experiencia común de la masa y de la claridad del proyecto de acción del concepto político y utópico de transformación es precisamente la obra del militante que participa de la experiencia de la masa y que es capaz de ayudar en la reflexión del concepto teórico-

práctico que proyecta y realiza la organización y la acción.

A partir de estos presupuestos his-tórico-antropológicos, podríamos trazar un esbozo tic los rasgos defini-torios de la figura del militante, siempre en relación dialéctica con la masa en vistas al protagonismo de transformación radical social e histórica:

• El militante no es alguien venido desde lucra y situado en la cúspide (como el «selecto de la élite»), es alguien que participa de la experiencia límite de la situación real de la masa o del pueblo.

• Lo cual no quiere decir que necesariamente tenga que ser de origen familiar obrero o campesino. Puede darse alguien de origen obrero que tiene prisa por «promocionarse individualmente» para explotar a sus antiguos partícipes de la misma comunidad. En cambio, ha habido militantes que han entrado en el sentir experiencial de la masa, para ayudarla en su movilización, siendo de clase burguesa, desde Marx, Lenin, Mao, Castro a Nicolás Sarto-rius, Ernesto Cardenal o el P. D'Escoto...

• El «concepto», como proyecto político de transformación con su carga de utopía, puede ser un sistema muy elaborado, como en el caso excepcional de K. Marx, o puede ser un elemento presente, pero aún vago, poco articulado, que será necesario ir sistematizando en un proyecto de formación y reflexión. Una elaboración completa de este paso de las ideas vagas e inarticuladas a un sistema organizado de ideología política y

393

Page 197: Mision Abierta - Desafios Cristianos

de proyecto de acción ha sido analizado por Gramsci en sus cuadernos de la cárcel, recientemente publicados en su integridad. En este marco objetivo podríamos preguntarnos por las «motivaciones psicológicas» del militante. Recogiendo datos de la literatura y, sobre todo, del mismo contacto con militantes, cabe hablar de una cierta complejidad en las motivaciones. No es ciertamente, en primer lugar, lo que podríamos llamar una «motivación filosófica» al estilo de «buscar el sentido de una vida como proyecto», razón demasiado abstracta y general, aunque no negamos que pueda, en última instancia, sub-yacer a las motivaciones, con su necesaria carga de racionalidad más o menos difusa, cuando éstas se van explicitando en un sistema teórico global. Suelen ser, al principio, motivos más inmediatos, concretos, vitales. Son fuertes dinamismos de acción que se ponen en marcha en la «energía psíquica del sujeto» al choque brutal de lo que hemos llamado «experiencias-límites» y toma de conciencia de las condiciones de opresión y de injusticia del grupo-masa, con la cual se encuentra o se siente identificado. Es el primer momento de lo que se suele llamar la «opción de clase» o la «opción de compromiso con un pueblo» (v. gr.: el caso de El Salvador o Guatemala, ayer el de Nicaragua...).

Pero este dinamismo no es ciego, puramente instintivo, es esencialmente humano y contiene un núcleo racional que se va desarrollando al

formarse en la teoría. Es entonces una experiencia-concepto, cuyo contenido ya lo hemos apuntado: la liberación del grupo; y cuando se amplía su contenido teórico va conteniendo los grandes «ideales» de la liberación y de la igualdad, no sólo del grupo, de la clase, sino en expansiones crecientes, de la humanidad entera; es decir, del hombre. Y en este punto es donde se puede encontrar la conexión con lo que podríamos llamar la «motivación evangélica» de la militancia (supuestas, claro, las otras condiciones de experiencia y contacto vital con la masa, con el pueblo).

Naturalmente, aquí se plantea entonces la validez del uso del término «militante» para los miembros de agrupaciones políticas de deres chas. Al menos nos parece discutible. Porque superando la fachada o máscara de la ideología, el «núcleo duro» de las motivaciones de la acción de estos grupos es evidente que no es la «igualdad» del hombre, su liberación real de las necesidades a las que deben absolutamente subordinarse los intereses de la producción... Este núcleo esencial, que cuando se «toca» provoca en seguida el clamor de guerra, es sencillamente; la defensa de los intereses materialistas del capital.

Hemos tenido estos días un ejemplo evidente de la profunda razón que tiene el análisis de Marx, de que hay que buscar detrás de las hermosas palabras («Humanismo cristiano», etc.), que son puras «ideologías», los verdaderos intereses. Simplemente con leer las reacciones de la prensa de derecha ante el caso Rumasa. ¡Se tocó el «núcleo esencial»!

No se puede negar, sin embargo, que cuando se va yendo hacia un «centro reformista» (como preten-

394

dio ser el primer grupo de Suárez, v. gr.) caben otras motivaciones realmente más sociales, y entonces, por una cierta extensión del término, cabría la validez del uso significativo, no ideológico, del término.

¿Existe un e spado propio para la militancia cristiana?

1. No consideramos válido el concepto «sociológico» de la metáfora «espacio propio» de la militancia cristiana. Fue la solución intenluda cuando la urgencia de la oleada creciente del socialismo de fin de siglo conmovió a los católicos y decidió a sus jerarcas a promover aquellos «espacios sociales confesionales» que, preparados con la segregación adolescente de «colegios religiosos», «patronatos obreros», «talleres en suburbios», «oratorios festivos», «universidades católicas», etc., culminaba con la creación de «sindicatos católicos» y «partidos políticos de denominación cristiana».

Era la consagración del «espacio paralelo»; la segregación de los católicos para impedir que se inficionaran con el espíritu neopagano de la modernidad sustituyéndolo con la «inspiración tomista» —puramente anacrónica y medieval— de la acción social.

Es muy reciente históricamente (años de entreguerras del siglo xx) la aparición auténtica del «militante cristiano» que se inicia débilmente en la transformación pedagógica y apostólica de Cardijn y se completa en los años de la II Guerra Mundial, sobre todo en Francia. Se ha superado este esterilizador espíritu de getto. Repitiendo vitalmente lo que dijo en el siglo m el autor de la

«carta a Diogneto», el militante cristiano sabe que hoy tiene que realizar su acción en medio de las masas, en los grandes espacios sociales del mundo, integrado en las diversas opciones concretas no confesionales que el movimiento obrero se ha instituido a sí mismo, en los sindicatos existentes: CC 0 0 , UGT, USO... y partidos populares de transformación radical (lo cual no tiene nada que ver con el patológico extremismo de los grupúsculos), o en otros niveles menos complejos: en las acciones de barrio, en las sociedades movilizaciones ecologistas o pacifistas, aun cuando puede resultar dude vecinos o en las más recientes doso aplicar a estas últimas la plenitud de significación del concepto de «militante» por su carácter excesivamente espontaneísta y su rechazo, aún inmaduro, de la necesidad de organización permanente.

Pero tampoco aceptamos la solución aquélla sugerida en el momento de máximo desconcierto de los años 60: la pretensión de que el militante cristiano no tiene ninguna «aportación propia», ningún «espacio propio», dentro del gran «espacio común» de la integración, en las organizaciones de masas para el cambio radical de la sociedad y del mundo. La fe, según este punto de vista, no ofrecería «nada» significativo, como el Evangelio no tendría ningún contenido valorativo propio que pudiera traducirse en un lenguaje válido para la práctica social. Serían algo tan «puro y trascendental» que quedarían en la pura nada inofensiva del vacío.

Para explicar esto no aceptamos el término «humanismo cristiano» ya demasiado manipulado en indeolo-gías capitalistas y que se puede también interpretar como un intento de «neoconfesionalismo» históricamen-

395

Page 198: Mision Abierta - Desafios Cristianos

te inaceptable. La declaración de la asociación de teólogos Juan XXIII sobre este punto (aparecida en Vida Nueva y en Pastoral Misionera) nos absuelve de la tarea de desarrollar las razones de este rechazo.

2. Entonces, ¿cómo vemos ese elemento «positivo» que creemos existe? Esta ya es una afirmación que estimamos válida: Existe un «espacio propio» del creyente, incluso cuando milita integrado en organizaciones de masas no confesionales (o sutilmente-neoconfesionales). Pero a la hora de precisar el significado de este «espacio propio»:

1. Reconocemos su dificultad: y que harían falta análisis más amplios que rebasan las limitaciones de un artículo.

2. Podemos, de alguna manera, tratar de las coordenadas de este «espacio» en estas líneas:

— como «espacio trascendental de la experiencia de fe»,

— como «dinamismo real del Espíritu»,

— como «contenido de valores concretos del Evangelio»,

— como «fuerza de liberación y plusvalía utópica»,

— como apoyo concreto en comunidades creyentes inmersas en la masa del pueblo y sus movilizaciones.

Espacio trascendental de experiencia de fe

La fe no es sólo un conjunto de proposiciones dogmáticas. Pero tampoco se limita a esa fórmula insuficiente: «creer es comprometerse», tan usada en los años 60. Ciertamente, la fe cristiana implica un dina

mismo ético-social de compromiso (la expresión «compromiso» usada en este sentido es una traducción del término engagement introducido en la terminología de la acción social de los creyentes por Enma-nuel Mounier, que superó las ana-cronías escolásticas y prestó antes de su muerte, tan temprana, la mayor base teórica a los problemas de la militancia de los creyentes). Pero su contenido vital es mucho más amplio. Se trata de una experiencia total de lo Real, de su abismal profundidad y de su doble elemento —no expresable con el vocabulario escolástico— de inmanencia-trascendencia que abre la profundidad del Sí mismo y del Absolutamente Otro. Por eso se refiere también a la adoración, a la celebración de la vida en su mezcla dramática de gozo y dolor, encuentro personal con el Absoluto, cuyo nombre es inefable y llamamos (simbólicamente) «Dios». Sólo si el creyente llega —en medidas diversas y no encasillables— a esta dimensión de la experiencia de fe, podrá superar la erosión ya descrita. Es cuando descubre el militante cristiano las auténticas motivaciones autónomas del compromiso y deja la fe como un vestido de infancia. Porque esta experiencia, que es Don (en el vocabulario teológico habitual y demasiado «cosificado» «gracia»), le asume tan totalmente que sigue en su maduración militante, integrando en la unidad de su conciencia creyente el proyecto militante en el más ampió horizonte del proyecto de fe desvelado en su Experiencia verdaderamente trascendental. Ya no como un puro espacio vacío, sino como una plenitud de sentido, como un «horizonte abar-cador» de los planos más inmediatos en los que se proyecta la acción social.

396

Dinamismo real del Espíritu

Cuando el militante descubre el significado inmanente del «espesor de la situación límite de la masa oprimida» a través de su grupo, clase, pueblo, etc., su experiencia con-cientizada se convierte en motivación dinámica de acción. Aquí es donde se puede hablar, como en la física de campos, de «superposición de campos de fuerzas». Porque a este dinamismo inmanente en la experiencia social para el creyente, se superpone otro campo de fuerzns que potencian el anterior. Este otro «campo» más fuerte y englobuntc aumenta el potencial total del sistema. Su fuente es el Espíritu: el Ruah bíblico, que es la misma fuerza de la Creación y de la Vida. Es fuerza liberadora que asume la totalidad de la persona del creyente (fuerza, luz, emotividad) para potenciar no desde fuera mecánicamente (imagen tantas veces «exte-riorista» de la llamada «trascendencia de la gracia» interpretada con cosificantes conceptos aristotélicos), sino desde la inmanencia más profunda y radical, donde está la fuente de la vida. Por eso, su acción no se contrapone a la inmanencia de la opción social, la plenifica desde dentro. Pero el Espíritu debe ser también alimentado por la participación sacramental en la comunidad creyente, como veremos en el último parágrafo.

Contenido humano concreto del Evangelio

No se trata de los «humanismos cristianos» que pretenden deducir del Evangelio (o de la llamada doctrina social de la Iglesia) un «programa» de «tercera vía». La famosa

«tercera vía»: ni capitalista, ni socialista, que termina siendo el cor-porativismo fascista: que contiene todos los defectos de las otras vías sin ninguna de sus ventajas. Y en realidad son ideologías encubridoras de la violencia del capital.

No se va a deducir del Evangelio un programa sindical o político ni ningún modelo concreto de organización social. Como la ciencia, esos programas son obra autónoma de la búsqueda tanteante, relativa y dramática del hombre histórico.

Pero el Evangelio sí aporta una referencia valorativa básica. La afirmación radical de la primacía del *lumibre-Su¡eto» sobre la «cosa pro-(UuidaOhjeto» que contiene la de-iitinchi de lo(l» explotación del «Ob-¡vto-Dhiero* o del 'Objeto-Poder». Por eso, si no Ne dii identidad entre estos dos términos, s\ que se puede hublur validamente de iinu convergencia entre los vnloie» del HvaitKti-lio como rruk-i iiuliid lliilversnl, y los vulores del Socialismo ionio lucha por la liberación de lodos en la Igualdad. Una sociedad Igualitaria abre la posibilidad de una vivencia más completa de los valores evangélicos. Y la proposición recíproca es también válida: quienes viven los valores del Evangelio están poseídos de un contenido que enriquece su militancia. El método de revisión de vida, con su síntesis Vida-Fe, ayuda a descubrir y practicar esta potenciación vital producida por el descubrimiento de los valores evangélicos.

Como fuerza de liberación y plusvalía utópica

El Evangelio y la Celebración Eucarística es la «Memoria lubvar-siva» (Moltmann) del Modelo di

Page 199: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Hombre-para-Ios-demás: Jesús, y del modelo absoluto de sociedad del compartir total del pan, símbolo de la vida. Es la utopía absoluta de la «Ciudad de la Luz» (Apocalipsis), es decir, de la perfecta transparencia transpersonal, cuya cifra misteriosa es el Misterio de la Trinidad: en el cual el Absoluto es la Comunidad de Personas. Es ciertamente una «plusvalía utópica» (Hugo. Assman) que trasciende, como horizonte infinito de una humanidad en marcha hacia esa creciente socialización, en la comunidad viva de las personas plenamente realizadas. Y, en el Misterio Pascual, añade esa Esperanza «imposible» que dejó como última sugerencia, en plena oscuridad de la desesperación histórica, el filósofo judío-alemán Adorno. Porque cuando en las crisis históricas fracasa el proyecto social de la militancia, el creyente aporta como plusvalía histórica la Esperanza absoluta de

la Resurrección de Cristo. Realidad y Símbolo del triunfo final de la justicia y del Amor sobre las poderosas fuerzas de la Muerte: el capitalismo y su barbarie, que desemboca en la carrera de armamentos y en la posibilidad bien real de guerra nuclear.

Necesidad de la comunidad creyente

Simplemente una referencia a que estos «momentos», que constituyen el aporte específico de la militancia cristiana en cuanto «creyente», necesitan del apoyo comunitario de la Iglesia, cuya encarnación local es la comunidad cristiana, que celebra su fe, participa en el Misterio eucarís-tico, se comunica en revisión de vida y vive, como el fermento, sumida en la movilización de la masa del pueblo.

398

JOAQUÍN GARCÍA ROCA

LA PRESENCIA DE LOS CRISTIANOS EN EL MUNDO

— Aproximación al imaginario social del Concilio—

A los vejnte años de su realización, el Concilio Vaticano D debe ser asimilado a la totalidad de su herencia, es decir, al conjunto de sus efectos en la vida eclesial y cultural que no deben ser reducidos a simples derivaciones de los textos ni a efectos deformados de una verdad original contenida en los documentos. Su recepción y difusión han creado positividades nuevas, que operan en toda compresión del Concilio, sea o no consciente de ello (1).

El Concilio Vaticano II es a la vez unos textos conciliares que pueden ser documentados, una nueva praxis que devolvió a la Iglesia una cierta funcionalidad dentro de los procesos so-cioculturales de orientación liberal, y una serie de elementos institucio-

(1) £1 papel de la -historia de los efectos» ha sido reivindicada por la Nueva Hermenéutica como reacción al objetivismo histórico y consecuencia obligada de toda reflexión a fondo de la conciencia histórica. Cfr. H. C. CADAMER. Verdad y método, Salamanca. 1977. pág 370.

nales y organizativos que se reclaman deudores del Concilio. Pero ningún elemento por sí mismo es con propiedad el Concilio Vaticano n ni siquiera lo es la suma de los tres factores. Si así fuera resultaría fácil su des-mantelamiento y previsible su desmontaje a corto plazo. Bastaría utilizar la estrategia del cardenal Ratzinger al golpear cada uno de sus elementos: se relativiza el valor de los textos por su carácter pastoral, se declara inadecuada su funcionalidad dado el cambio del contexto socio-cultural, y se cuestionan sus instituciones básicas (Conferencias episcopales, reforma litúrgica, movimiento bíblico...)

Sin embargo, no se hace justicia al Vaticano O si no se incorpora lo que la historiografía contemporánea ha llamado «imaginario social», ese elemento que da a los tres factores anteriores su orientación específica, que sobredetermina la elección y las conexiones de los tres elementos en

399

Page 200: Mision Abierta - Desafios Cristianos

cada situación histórica; ese elemento que configura la manera singular de vivir, de ver y de hacer la propia existencia, su mundo y sus relaciones específicas; ese estructurante originario que como significado central determina en cada momento lo que es discutible de lo que es indiscutible, lo que es importante y lo que no lo es, lo que vale y lo que no vale, lo que se debe y lo que no se debe hacer (2).

Con «lo imaginario» se indica que los deseos son a veces más poderosos que los hombres de carne y hueso; que las ilusiones de los individuos y de los grupos son condiciones de la funcionalidad de una idea, que los fantasmas sociales son auténticos conductores y analizadores.

El imaginario social (en nuestro caso, eclesiai) no tiene un lugar de existencia preciso y sólo puede ser captado de manera derivada y oblicua. Su vehículo son los dinamismos que explican en última instancia por qué desde unos determinados textos que permitían varias direcciones se impuso una dirección concreta que producía unos cambios de mentalidad (metanoia), que a su vez actuaban sobre los propios textos. Lo imaginario provocado por el Vaticano II explica finalmente por qué unas prácticas adquieren relevancia y otras son desplazadas como irrelevantes.

(2) El papel de lo imaginario ha sido reivindicado como reacción necesaria al positivismo histórico. Ya no es suluienle ocuparse de los elementos reales, ra*. uníales y simbólicos, sino que es necesario acceder a ese elemento que los articula a los tres como una es-pecie de invisible que mantiene el conglomerado y que constituye sus articulaciones mas íntimas y últimas que le confieren el significado. Lo imaginario constituye la condición de validez de todo lo que la sociedad puede darse en una determinada época histórica. Cfr. C. CASTO EMADIS, La institución imaginaria de tu sociedad. Barcelona. 1983, págs. 248-52.

Desde las dos perspectivas, ofertadas por la Nueva Hermenéutica y la historiografía moderna, nos proponemos individuar los dinamismos conciliares que operan en las bases cristianas:

a) Las convicciones derivadas de la teología conciliar que han sido desveladas en el posconcilio y marcan decididamente el futuro de la historia de la Iglesia.

b) Los cambios que han sido necesarios y que pertenecen definitivamente al patrimonio eclesiai, elaborados en los retos concretos a los que las comunidades tenían que responder.

c) Las prácticas formadas por expectativas, proyectos y deseos inexpresivos de los colectivos eclesiales que marcan las reales dimensiones de una Iglesia que necesitó la gran sacudida conciliar para resituarse.

El «imaginario eclesiai» circula por los nervios del cuerpo eclesiai antes de consolidarse en las osamentas institucionales; su vehículo privilegiado es el pueblo de Dios en marcha y su sismógrafo son las bases cristianas.

Extra mundum nulla taluí (Schlllcbccckx)

El concilio Vaticano II modificó profundamente la autoconciencia de la Iglesia en su relación con el mundo a favor de una autorrealización mundana del crist iana Su tarea viene presentada en términos de «asunción, purificación y elevación» (LG, 17). Cuando el Concilio reconocía que «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy... son también las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los discípulos de Cristo», hacía suyo el significado profundo de

400

los cambios acontecidos en la historia moderna de la libertad y de la justicia.

Ha cambiado radicalmente el orden de valoraciones haciendo que la Iglesia ame al mundo incluso como mundo y no sólo en cuanto susceptible de la vida de la gracia, o la ocasión de la evangelización.

Entre las conviccionti que vertebran la nueva presencia eclesiai, debemos subrayar el reconocimiento de la santidad del suelo que pisa la Iglesia al dirigirse al mundo. La gracia está presente de un modo activo en la vi da de todos los hombres, aun ante» de que éstos queden confrontado» hiv tóricamente al fenómeno de la Igle sia. Hay una epifanía de gracia rn la realidad concreta de toda expericn cia humana dentro del mundo I-1 mundo con su autonomía profana h» quedado incluido en el ámbito teolo gal de la vida de la gracia.

En consecuencia, la Iglesia no es la primera fuente de salvación sino que es una realidad derivada de la primordial Alianza de Dios con el mundo.

Los cambios eran forzosos y evidentes, exigidos por el propio dinamismo conciliar. Ya no era posible enfrentarse con el mundo como una realidad sometida completamente al poder del mal; lo que habia sido considerado como «objeto de reprobación» se convierte también en lugar de encuentro con Dios (3), lo que habla sido vivenciado como «objeto de desprecio» aparece como historia universal de salvación (4). La Iglesia como depositaría de toda la verdad cristiana es sobrepasada por la realidad de

(31 E SCHILLEBEECKX. Dios v el hombre Sigúeme. 1968. págs 224-26

(4| K. R.AHNER. Curso fundamental sobre la le. Herder. 1979. páE 179

lo sanio (5); lo natural \ lo sobrenatural se rompen como espacios simétricos y contrapuestos (6).

Ya no hay un lugar exterior desde donde la Iglesia mire al mundo carente de santidad como factores rivales. Sólo hay un suelo y éste es santa Los esfuerzos de una cierta Iglesia por encontrar lugares incontaminados de mundanidad aparecen baldíos y deben someterse á una fuerte autocrítica.

Ya no es posible que la estructuración del mundo en progreso y bienestar sea competencia de los llamados a si mismos no-cristianos, mientra» los cristianos se afanan por declararlo pasajero en razón de un mundo tiantlmtórico. Nadie podrá ocupa iw rn la r tpera ansiosa del más allá iln n n m i n i r este mundo hacia •ti plriiliiul

Kl tliiiainuiiio conciliar llevó a los l(iupo» t tt«liano» a uno transformación md nal ilr MI» propias prácticas. Si rl mundo n u una epifanía de la gracia, líigii amriitc podía traer una coiililhuiióii |HI\MIV» a la historia del crlntlanmiiio La verdad de la práctica tr Ilumina también desde el mundo *u» esperanzas y sus temores, sus proyectos y sus dudas son portado-re» de noticia de Dios. La interpelación mundana es lugar de la voz de Dios que se modula a través de la sinfonía de los «signos del tiempo» (Pa-cem in terris).

Si la Iglesia y el mundo son dos formas complementarias de realizar un mismo cristianismo, el mundo ya no es trampolín hacia regiones más elevadas sino que posee un significado propio, en cuyo interior se dirime la salvación o la perdición. La vida

(5) M~D. CHENU. La foi dans l'intelligencs Ed du Cerf. 1964. págs 284-88: id Consecra lio mundi. en -NOY. Rev. Thcoloc». 96 (I964|. pags 608-618

(61 H de LUBAC , El misterio del sobrenatural

401

Page 201: Mision Abierta - Desafios Cristianos

mundana recupera así su valor de trascendencia y con ello los grupos cristianos conceden dignidad definitiva a sus prácticas económicas, políticas, sociales» culturales... La seriedad del mundo es la seriedad de Dios que le ama con auténtica pasión.

Si hay una historia de la salvación fuera de la Iglesia en cuanto que libera al hombre y manifiesta el rostro de Dios, los grupos cristianos rompen la relación espacial entre lo religioso y lo profano, entre lo sobrenatural y lo ultramundano para vivir unitariamente la experiencia de lo santo en los proyectos de humanización, dignificación de la vida, liberación de las dictaduras... El Reino de Dios llegará a convertirse en la instancia crítica tanto para la realización de la Iglesia como del mundo.

Estas convicciones, rupturas y prácticas cambiaron progresivamente el «imaginario eclesial» de las bases cristianas a través de un dinamismo cuyos epicentros pueden resumirse en tres:

a) El mundo como historia

Las comunidades cristianas hacen el experimento del reconocimiento del mundo configurado por una situación histórica determinada. Era la primera vez que, hablando del mundo de nuestro tiempo, un documentos conciliar incluía expresamente en su principio el factor de la historicidad. Y en consecuencia se desplaza el problema, ya que no es suficiente una relación abstracta y formal con el mundo, sino que se impone verlo caracterizado por unos procesos concretos. Las bases cristianas se enfrentan así con los procesos que configuran la novedad del mundo: la secularización como proceso estructural y el pluralismo como proceso cultural defi-

nitorios de la modernidad. La expresión «mundo» empieza a ser sustituida por «historia».

En referencia a la secularización, los militantes cristianos asumían irreversiblemente la autonomía de la historia y la emancipación de una realidad mundana con sus propias leyes; y acepta cordialmente el traspaso de tareas que hasta entonces eran tuteladas por la Iglesia: enseñanza, asistencia hospitalaria, ayuda social...

En referencia al pluralismo, los grupos cristianos postulan convenidamente el clima de libertad social como exigencia de la propia fe, y proclaman el clima de libertad interna en el reconocimiento sincero de distintas soluciones igualmente válidas ante «las audaces transformaciones profundamente innovadoras» (Popu-lorum progresio, n. 32).

En unión con otros hombres, y mediante el común análisis técnico de los problemas mundanos, las comunidades cristianas ofrecen al Evangelio como iluminación, inspiración y esperanza. En los cambios y transformaciones que afectan a la historia se experimenta un lento y progresivo engendrarse de una humanidad libre. «La historia se esfuerza por superar la oposición de razas y pueblos, de esclavos y señores; la historia se esfuerza por vencer a todo lo que daña 3 menoscaba al hombre, por conseguir que triunfe la vida sobre la muerte, por que prevalezca la verdad sobre la ignorancia, por que reine la justicia en lugar de la injusticia, y un orden racional en lugar del acaso, la rutina o las pasiones» (7). El imaginario eclesial está transido de optimismo y presidido por la valoración de las objetivaciones mundanas.

(7) Y. CONOAR. Iglesia y Mundo, en Varios «Fe y entendimiento del mundo>. Taurus. 1970. pág. 209

402

La teología de las realidades terrenas será el equipaje más lúcido para la nueva autoconciencia de la bases cristianas.

El compromiso por la transformación del mundo es una exigencia de la caridad.

b) El mundo histórico como sociedad

Las transformaciones históricas percibidas por el Concilio fueron básicamente las producidas por el liberalismo y por el proceso de modernización imperantes en la Europa de la post-guerra. Con ostensible retraso, la Iglesia tomaba nota del proceso que afectaba tanto al entorno objetivo de la vida humana como al nivel de conciencia de los pueblos occidentales. La realidad española, por el contrario, estaba absolutamente varada por la realidad aplastante de la dictadura y por el experimento del nacional-catolicismo (ni liberalismo ni modernización). La sociedad histórica española se presentaba configurada por unos procesos sociales atípicos que marcarán el posterior dinamismo conciliar y la presencia de los militantes en la sociedad española.

Se empieza a sospechar con razón que en «situaciones limites» la humanización del ejercicio del poder podría ser tan urgente y necesaria como la misma predicación explícita del Evangelio. Y se sospecha igualmente que la predicación del Evangelio va íntimamente unida a la crisis de la sacralización de una sociedad como «cristiandad». La dictadura política y el nacional-catolicismo se convierten en los grandes retos de las bases cristianas.

El propio dinamismo conciliar y la situación específica de la sociedad española llevó a los militantes a pri

vilegiar el compromiso político como imperativo eficaz en el marco de la transformación de las estructuras de poder tanto civiles como eclesiásticas.

El compromiso por la transformación de la sociedad no es sólo una exigencia de la caridad sino también condición de verdad de la propia fe.

El imaginario eclesial se desplaza de la «historia» a la «sociedad», de la presencia optimista en el interior de los acontecimientos mundanos al compromiso militante a favor de una organización política digna del pueblo, e inseparablemente unida a la redifinición del papel de la Iglesia en el cambio social.

Las teologías políticas serán en esta etapa el equipaje inspirador de la nueva autoconciencia de las bases cristianas. La recepción del Concilio en España va unida a la recuperación de los efectos políticos de la predicación del Evangelio

c) El mundo como sociedad estructurada sobre la injusticia

La sociedad histórica es inseparable de los mecanismos que la originan, la conservan y la reproducen. Se hacia indispensable conocer la cara oculta de la aventura del progreso: su impacto sobre los llamados paises dependientes, la desigual distribución de los beneficios y la progresiva pauperización en la sociedad industrial, el expolio de grupos marginales y los dilemas del control político. Y algo se imponía con especial fuerza, a saber, «dejadas a su propia inercia, las sociedades se estructuran en la desigualdad» (8).

Este cambio de perspectiva muestra su urgencia en los paises de Lati-

(8) COSMAO, Transióme el mundo. Sal Te rrae. 1982

40.Í

Page 202: Mision Abierta - Desafios Cristianos

noamérica' donde la irrupción del pobre se convierte en lugar de autenti-ficación de la fe, en lugar de recreación de la Iglesia, y en lugar de configuración de una nueva forma de presencia en el mundo. La emergencia de tales evidencias originarias se expresa umversalmente en el Sinodo sobre la «Justicia en el mundo» (1971), reconociendo que «el combate por la justicia y la participación en la transformación del mundo son constitutivos de la predicación del Evangelio que es la misión de la Iglesia para la redención de la humanidad y su liberación de toda situación opresiva».

Hay pues un «salir fuera» que define la presencia de los cristianos en el mundo: «salir fuera de donde acampan los satisfechos, los que tienen en su mano los poderes de este mundo con que se oprime y se maltrata a los pobres; para ir a los lugares del oprobio de nuestro mundo, allí donde se acumula la historia del sufrimiento humano, donde se escribe la historia de los vencidos y de los arrojados fuera de nuestras sociedades opulentas tan profundamente cimentadas a la vez en la opresión y en la injusticia» (9).

La presencia de los cristianos en el mundo se desplaza a la periferia (10), al reverso de la Historia (11), al cautiverio (12), para desde allí alimentar la esperanza cristiana y la transformación eficaz del mundo mediante la praxis transformadora en el interior de los movimientos de liberación. Los discursos no bastan aunque sean pertinentes. Lo que importa es

(9) R. VELASCO, Iglesia, en «Conceptos fundamentales de Pastoral*, Cristiandad. 1983. pag. 463. (10) J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia. Sal Terrae, 1979, pág. 113.

(11) G. GUTIÉRREZ , Teología desde el reverso de la historia, Lima, 1977.

(12) L. BOFF, La fe en la periferia det mundo. Sal Terrae. 1981.

la práctica como vehículo subversivo y creador ante una situación injusta. El combate por la justicia aparece como dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio, y como condición del Anuncia

La teología de la liberación es la reflexión «segunda» que acompaña este proceso de los cristianos.

La presencia en el mundo entre la mis ión y el diálogo

La tarea de la Iglesia en su relación con el mundo viene definida por el Vaticano II en términos de misión y dialoga Se unían asi dos tradiciones con implicaciones opuestas. Por una parte, la misión que connoto el anuncio y la invitación al Evangelio como realidad suficiente y autónoma; y por otra, el diálogo que connota el enriquecimiento recíproco a través —si fuera necesario— de la modificación y del crecimiento mutuos. Mientras la misión denota un bien poseído que se comunica, el diálogo hace referencia a un bien al cual se tiende en un camino común.

La tesis conciliar consistió en la necesidad de superar la simple coexistencia en razón de una articulación profunda, sostenida por convicciones profundas y por prácticas adecuadas.

Entre las convicciones hay que subrayar la propuesta conciliar que nos hacía descubrir, asumir, asimilar e interiorizar «las riquezas que Dios, generoso, ha distribuido a las gentes» (Ad Gentes, 11) y la «universalidad creadora y salvadora de Dios sobre los hombres de todas las edades y culturas» (Dei Verbum, 3).

Las rupturas eran evidentes. Ya no era posible «aquella situación de la Iglesia encerrada en sí misma, polé-

404

mica, aislada, siempre en defensa, buscando más bien seguridades institucionales; había que superarla volviendo a un cristianismo plenamente auténtico, de servicio y de apertura (13). Salir de las situaciones de ghetto, de actitudes de autosuficiencia, polémicas y apologéticas, se imponía más allá como un imperativo evangélico de la época, como la hora de Dios en el posconcilia

Las prácticas eclesiales llevaban a la colaboración con organizaciones extramuros de la Iglesia, codo con codo se construye la paz con movimientos sociales aconfesionales, la lucha contra la dictadura se imponía más allá de las exigencias de identificación ideológica. La promoción cultural, la defensa de la vida, la lucha contra la explotación, la marginación tenían el sabor a divino.

El dinamismo conciliar apoyado en el imaginario celesta I hizo germinar a lo largo del posconcilio un proceso de profundización cuyas etapas básicas pueden ser resumidas en tres:

a) El diálogo como etapa previa a la misión

Se reconocía la necesidad del diálogo, pero la consistencia de la misión lo reducía a simple estrategia. Era una especie de preámbulo que preparaba a la formación de la comunidad cristiana y al anuncio de los contenidos cristianos. Con el diálogo, la misión recibía un clima adecuado y unas condiciones propicias, pero sin afectar en nada a la esencialidad de la misión. Sus aportaciones fueron recogidas por Pablo VI en la «Ecclesiam Suam» en forma de talante dialogante y actitudes básicas del evangelizados y proseguidas por Juan Pablo II en

(13| J, ALFARO, Entrevista en Vida Nueva 1.454 (19841, págs. 25-26.

la «Redemptor hominis» al reclamar «respeto por todo aquello que en él ha obrado el Espíritu que sopla donde quiere» (n.° 12). Esta etapa preside la revisión de las prácticas misioneras.

b) El diálogo como vehículo de la misión

Ya no es sólo preámbulo ni estrategia, sino un momento esencial del Anuncio que se ejerce antes, en y después del Anuncia La misión descubre así su componente convivencial y comunitaria El anuncio evangeli-zador es un ejercicio de comunión orientado a aquello que es común. El diálogo no es una etapa transitoria destinada a desaparecer cuando llega la evangelización. sino justo al con-trario, recibirá en ella su última consistencia en la medida que origina una eclesiología de la comunión. El diálogo es la circulación misma de la misión en cuanto que él define el discurso humano y la praxis eclesial. Ella etapa preside todo el diálogo ecuménico en su etapa de mayor coherencia (14).

c) El diálogo como reconocimiento del momento veritativo del otro

El diálogo con lo diferente empieza a ser un momento necesario en la maduración del propio crecimiento de la fe. Las religiones no-cristianas y los humanismos de la increencia expresan también realidades silenciosas y olvidadas. Sostenido por una eclesiología de la comunión empieza a desarrollar las potencialidades de la categoría de pueblo de Dios que se identifica en la Iglesia pero no queda identificado con la Iglesia (15).

(14) P. ROSSANO. Dialogo e missione. en /f Regno-documemí 44*. 1981. pags 484-85

(151 1 ELLACURIV Conversión de la Igiesw al Remo de Dios. Sal Terrae. 1984. p igs 7 19

405

Page 203: Mision Abierta - Desafios Cristianos

El éxito conci l lar no e s la sociedad crist iana

Organizar a los cristianos en el plano temporal ha sido durante muchos años un deseo'acariciado por la Iglesia con cierta nostalgia. Cuando la empresa tenía éxito nacía así el proyecto socio-político español, consistente en una profunda integración en el sistema, que reconocía a la Iglesia un papel central y exclusivo en la configuración ética y religiosa de la nación.

Cuando la empresa no tenia éxito, la participación de los cristianos en la vida social, política y cultural se vivia como una especie de traición o, en el mejor de los casos, una inútil pérdida de energías. Los potenciales cristianos se orientaban a la creación de instituciones propias (partidos, sindicatos, instituciones sanitarias, eductivas...), que al desarrollarse adquirían forzosamente un carácter de poder que se enfrentaba como «un mundo dentro de otro mundo» (16). La concurrecia,con otras instituciones, cuando no la rivalidad, le era esencial al dinamismo institucional y resultaba problemático el anuncio del evangelio a los alejados de ese entramado institucional.

Las tesis básicas del Concilio reorientaron a la Iglesia como «servicio» al mundo. Su función no consiste en «edificar por cuenta propia algo así como un singular mundo católico» (17).

Con el Concilio, se reconoce que, en el fondo, «donde la Iglesia tiene más posibilidad de ser ella misma es en un mundo liberado de su tutela, en un mundo que sea verdaderamente mundo» (18).

(16) F. HOUTART, La Iglesia y el mundo. Nova Terra 1965. pág. 8.

(17) J. RATZ1NGER, El cristianismo y el mundo actual, en Varios. «Fe y entendimiento del mundo-, Tauros 1970. pág. 293

(18) CONGAR, art. cit. págs. 230-31.

Las rupturas se hacían inevitables. En lugar de tender a la hegemonía institucional, las bases cristianas empiezan a vivir su poder de mediación en el interior de los proyectos sociales, políticos y culturales.

La presencia del cristiano en el mundo estuvo obsesionada por la preocupación en lograr o mantener un puesto reconocido en la sociedad para la cual debía atender a las exigencias inherentes a todo acto de reconocimiento: potencia cuantificable en números de afiliados, medios disponibles, poder social, influencia en los circuitos de poder política A la luz del Concilio se trataba de recuperar la cualidad del fermento.

Frente a la Iglesia como poder social y político, las bases cristianas se orientan hacia una presencia que vive sólo de sus propias fuerzas, la fuerza del Evangelio, del Espíritu. La renuncia al poder se exige incluso cuando se le ofrece como instrumento para realizar la proclamación del Evangelio: «El poder es siempre una tentación para la Iglesia» (19).

La nuevas prácticas de las bases cristianas empiezan a identificarse como acompañamiento leal y sincero con los proyectos de humanización más allá de su marca de procedencia. Es una práctica que se hace a través de un camino compartido, en las dudas soportadas por igual ante un futuro ultramundano incierto, en la búsqueda conjunta de instrumentos técnicos adaptados a la complejidad de una sociedad sometida al descubrimiento progresivo de lo real.

La práctica constructora de los derechos humanos se entrevé como un auténtico lugar de presencia de las bases cristianas para llegar a ser un rasgo distintivo de la santidad politi-

(19) Iglesia Viva, .Iglesia y poder en el neo-capitalismo*. 67-68. 1977.

406

ca. Su defensa de todos los derechos de todos los hombres será no sólo lucha contra la sacralización del poder polit ice sino reafirmación de su esperanza en el Reina

Estas convicciones, rupturas y prácticas cambiaron progresivamente el imaginario eclesial de las bases cristianas a través de un dinamismo cuyos epicentros pueden resumirse en tres:

a) La presencia confesante del cristiano

En la situación española, el paso de una situación de masas a una situación de comunidad de libre adhesión era la condición necesaria para una presencia cualificada. Lo cual implicaba un «éxodo» y una desidentificación no sólo con el ámbito estatal sino con las ataduras que la identificaban con la sociedad (20).

El proceso se orientaba asi a encontrar un lugar evangélico como Iglesia «confesante», martirial, que reconoce prácticamente y no sólo retóricamente a Cristo como Aquel que es tá empeñado en dar forma de hombre a la historia, capaz de repetir una vez más en su propia situación histórica el destino del Crucificado (21). La nueva presencia viene definida «como acción de los cristianos al servicio de sus hermanos en aquellos puntos donde se juega su existencia y su futuro» (OA, n.° 51).

La presencia cristiana intenta distinguirse criticamente en el interior del proceso social, y para ello no puede ocupar ningún lugar privilegiado

(20) Consejo de Dirección de Iglesia Viva. .Alirmaciones para un tiempo de crisis-, 109, 1984. pags 69-70

(21) A. ALVAREZ BOLADO, .Sobre la condi ción confesante de la Iglesia, en El experimento del nacionaUatolicismo, Cuadernos para el diálogo. 1976

de la sociedad, sino el lugar del fermento critico con la autoridad que brota de su palabra y de su real comportamiento. Ya no importa tanto la organización cuanto el dinamismo de la fe. La esencial visibilidad de la fe se realiza como esencial compañía con cada manifestación cultural. La presencia es entonces participación con-vivencial en la transformación de la sociedad desde la única historia asumida por Cristo. Las mediaciones concretas y las estrategias posibles son asumidas de la cantera común que la historia y la racionalidad brindan como patrimonio compartido. Unas veces sosteniendo el compromiso personal y otras comprometiéndose colectivamente con otros colectivos, la presencia cristiana en el mundo recorre el camino de la sencillez, la humildad y la colaboración. Lejos quedan asi la política católica, la economía católica o la cultura católica. La catolicidad se realiza como dinamismo y fermento.

b) La presencia cristiana «estado naciente-

ha iglesia ha estado sometida durante una larga época histórica a las exigencias sociológicas de toda institución. El dinamismo conciliar comp o r t a b a un m a r c h a m o d e s -institucional, de ahí que la preocupación primera de los cristianos postconciliares no fuera lograr o mantener un puesto reconocido en la sociedad, sino recrear su presencia como en una especie de «estado nacient e . (22).

Asistimos así a un momento de gran efervescencia colectiva entre las bases cristianas que cuestiona la rigidez de los movimientos apostólicos

(22) F ALBERON1, Mmtmenlo e insruuzio-ne. II Mulino. 1981. págs. 74-81

407

Page 204: Mision Abierta - Desafios Cristianos

y afloja los lazos rígidos de la jerarquización.

El libre despligue de la fe se orienta hacia movimientos de solidaridad con el mundo de la marginación para buscar nuevos y diferentes caminos, para explorar las fronteras de lo posible. El crecimiento de los movimientos sociales y del voluntariado empieza a transfigurar la calidad del testimonio cristiano y libera enormes fuerzas a través de la dirección comprometida del compartir. Es una presencia cristiana que mantiene una relación vital con las Instituciones públicas democráticas y no está privado de conciencia política. Apunta más bien a insertar su experiencia «ejemplar y crítica» en el ámbito de las Instituciones públicas con el fin de hacerlas evolucionar y adquirir así sus propias responsabilidades.

Las bases cristianas recuperan el lenguaje universal del compartir y generan un mapa riquísimo de presencias humildes y sectoriales en los barrios populares, en la infancia marginada, en las minusvalías, en los ancianos.

c) Las comunidades cristianas de base

La situación de diáspora y la naturaleza del estado naciente se van concretando en un movimiento portador de proyecto y creador de comunidad. Mirar desde el pueblo era asumir progresivamente la mirada desde los reducidos a la insignificancia y a la impotencia en cualquier contexto social.

Compromiso, praxis, militancias, opción de clase, lucha por la justicia, solidaridad efectiva, apuesta por los oprimidos... son los nuevos referen tes que define la forma y el grado de

presencia dinámica de las comunidades en la sociedad (23).

La aparición de las pequeñas comunidades es la manifestación más importante de la realización y recepción del Concilio en la Iglesia: su realización o rechazo es por ello la recepción o el rechazo del Concilio (24). Su importancia no es sólo en cuanto nuevo modelo eclesial, sino como un nuevo modelo de presencia en el munda

Desde «la simplicidad de las estructuras organizativas y la intensidad de la comunicación interpersonal, celebrar la Palabra de Dios en la vida, a través de la solidaridad y del compromiso» Puebla, n.° 641). La presencia cristiana supera de este modo la ley institucional de la reifica-ción en favor de la flexibilidad de la tienda de campaña como veía en sueños el Cardenal Hume en el Sínodo de Obispos.

Desde «el deseo y la búsqueda de una dimensión más humana» (Evan-gelii ¡\untiandi, n.° 58) conoce una gran riqueza de expresiones internas, de orígenes y finalidades que lleva a la radicalización del carisma de cada cual en función de la vida del mundo.

Su autoconciencia de ser «factores primordiales de promoción humana y desarrollo» (Medellín, n.° 10-11) las convierten inseparablemente en «focos de evangelización y motores de liberación» (Puebla, n.° 96).

La comunidad cristiana es una comunidad de profetas que «estimula al compromiso, recuerda las exigencias prácticas del mensaie LIÍMUUHJ.

(23) J 1 TAMAYO. .Comunidades de base-en Conceptas fundamentales de Pastoral. Crist iandad. 1983. pág. 156.

124) J LOSADA. -Eclesiologla de las pequeñas comunidades : tres momentos de la radicalización del carisma». en Sal Terrae. 12. 1982, pag. 875.

408

y ayuda a crear un ciima en el que cada miembro pueda discernir con libertad de espíritu cuál es su tarea en la Iglesia y en el mundo» (25). La pre-

(25) A. 1NIESTA. «Ai:ompjhamii.-ntu v ani mación pastoral de las pequeñas comunidades», en Sal Terrae 12. 1982. pags 888-97.

sencia agrupada y organizativa se decanta a favor de una presencia diferenciada y capilar.

Fermento, solidaridad y profetis-mo se constituyen en los tres epicentros del «imaginario» conciliar.

409

Page 205: Mision Abierta - Desafios Cristianos

GIULIO GIRARDI

ETICA LIBERADORA E IDENTIDAD CRISTIANA

Complejidad y radicalidad del problema

No es fácil tarea fundamentar teológicamente una «ética liberadora». Sería para ello, efectivamente, necesario demostrar cómo no es solamente «compatible» con el mensaje evangélico, sino cómo es, además, su más eficaz expresión en el mundo de hoy. Tesis, pues, ésta que, lejos de ser evidente, aparece contestada tanto por los enemigos del cristianismo como por sus adeptos.

1. ¿Antagonismo entre Evangelio y ética liberadora?

Por múltiples razones. El Evangelio anuncia una liberación merced primariamente a la iniciativa salvífica de Dios, mientras que para alcanzarla una ética liberadora parece solamente contar con las fuerzas del hombre. El

Evangelio considera la liberación como un proceso sobre todo espiritual, interior, compatible con la dependencia económica y política y hasta con la esclavitud, mientras que una ética liberadora persigue como objetivo irrenunciable la liberación de la alienación económica y política. El Evangelio considera la liberación del hombre como un proyecto escatológi-co, que tendrá lugar mediante la resurrección de la carne, mientras que una ética liberadora apunta resueltamente a la liberación histórica. El Evangelio considera como destinatarias del anuncio liberador a todas las cosas, mientras que una ética liberadora, distinguiendo entre unos y otros seres humanos, persigue la liberación de los oprimidos, mas no la de los opresores. El Evangelio mantiene que la liberación se consigue a través del amor, del perdón de los enemigos y de la reconciliación universal; la ética liberadora, por el contrario, enseña que la liberación implica una toma de

410

conciencia de las incompatibilidades e implica el conflicto político y económico y hasta la misma lucha armada.

¿Puede por tanto sorprender que no pocas formas de ateísmo contemporáneo nazcan de la denuncia de un antagonismo insuperable entre religión y libertad? Frente a la necesidad de elegir, son hoy muchos los que escogen la libertad.

El marxismo, concretamente, como teoría de la autoemancipación del hombre en sus versiones «ortodoxas», se contrapone enteramente al cristianismo y aun a toda forma de religión, ya que en la dependencia —por imaginaria que sea— del hombre con respecto a Dios descubre el símbolo de todas las servidumbres y una de sus más radicales legitimaciones.

La consecuencia que se sigue de tales corrientes de pensamiento es grave. Si la libertad es para el hombre moderno el valor más elevado, en la batalla por conquistarlo no podría contarse con el cristianismo; habría más bien que denunciarlo como uno de sus mayores obstáculos que superar. No sería pensable, pues, una fun-damentación teológica de la ética liberadora; sólo sería posible, pues, su fundamentación atea. Es por tanto y cabalmente la ética liberadora, como criterio de libertad y de valor, la que impone el rechazo de la religión y la afirmación del ateísmo.

Por consiguiente, si nuestro siglo está abriendo —al menos como intento— una nueva era, sellada por la liberación de los pueblos y de los grupos sociales oprimidos, en este nuevo futuro el cristianismo no parece tener puesto, si no es el de un enemigo que combatir al lado de las demás fuerzas que luchan por la perpetuación del antiguo orden —colonial e imperial— del mundo. El ateísmo se presenta

como una etapa esencial en el proceso de la liberación.

Pero no son solamente los enemigos del cristianismo quienes afirman tal contraste entre ética liberadora y cristianismo; lo son también muchos de sus defensores, y sobre todo, de sus dirigentes. Por lo que, cuando las distintas formas de ateísmo denuncian tal contraste, no carecen de funda-metilo sus observaciones. Posturas «cristianas» claramente opuestas a la ética liberadora Ins hay efectiva y ciertamente. Ni sería difícil mostrar, cómo a través de la historia, han sido y siguen siendo hoy ampliamente influyentes en el pensamiento y en la praxis de las iglesias. La campaña —concretamente— que durante estos últimos años la jerarquía católica ha promovido contra la teología de la liberación airea, entre los principales capítulos de acusación contra la misma, la subordinación de la teoría a la praxis, de la ortodoxia a la ortopraxis, es decir, la subordinación de la verdad revelada a las exigencias políticas. Ahora bien, la praxis política sobre la que recaen tales acusaciones es precisamente la inspirada en una ética liberadora.

En definitiva, los críticos de la teología de la liberación estarían, pues, de acuerdo con el marxismo ortodoxo en proclamar cómo es necesario escoger entre ética liberadora y fe cristiana. Estarían, por tanto, de acuerdo —al menos objetivamente— en mantener que las luchas por la liberación de los pueblos y de las clases deben desarrollarse sin la aportación del cristianismo, y hasta oponiéndose a él.

2. Convergencia entre cristianismo y ética liberadora. Superar la contradicción .

Para un creciente número de cristianos, por el contrario, y en particular

411

Page 206: Mision Abierta - Desafios Cristianos

para cuantos se reconocen como tales en la teología de la liberación, la ruptura entre cristianos y movimientos de liberación no deja de constituir uno de los más serios problemas, no sólo de la historia cristiana, sino de la historia sin más. Por haber provocado y seguir todavía provocando un grave empobrecimiento tanto del cristianismo como de los procesos de liberación. Del cristianismo: en la medida en que, para figurar en el mapa de su estamento social, se ha visto obligado a prescindir de su potencial liberador. Y de los procesos de liberación: en la medida en que, al contraponerse al cristianismo y a la religión, se han visto privados, no sólo de la aportación cuantitativa de masas creyentes, sino también de la contribución ideal que una fe liberadora puede ofrecer tanto a la motivación de los militantes como a la misma construcción del hombre y de un mundo nuevo.

Y es cabalmente tal contradicción la que los teólogos de la liberación, e incluso antes las comunidades cristianas, consideran urgente superar. Es una ruptura histórica la que se desea corregir. Es la más auténtica tradic-ción evangélica la que se quiere reivindicar para la historia de la liberación humana. Bajo el convencimiento, por un lado, de la necesidad de aprovechar el rico potencial de liberación, implicado en la tradición cristiana, por parte de los marginados, y, por otro, de la necesidad de redescubrir en la opción preferencial por los pobres y marginados lo sustancial del mensaje cristiano. En virtud de un re-descubrimiento de lo esencial del evangelio de Jesús, y no de hábiles compromisos con el mundo moderno, es como la teología de la liberación afirma la radical convergencia entre el mandamiento cristiano del amor y el proyecto de liberación de los pueblos.

Evidentemente, la divergencia entre estas dos posiciones, reivindicando una y otra el título de cristianas, no afecta a simples cuestiones secundarias, sino a lo esencial. En última instancia, es la misma identidad cristiana el núcleo del debate, al venir definida por unos y por otros en términos no sólo distintos, sino incluso antagónicos. Por eso hemos dicho no ser fácil fundamentar teológicamente una ética liberadora: no es posible tal objetivo, sin a la vez afrontar el problema de la identidad cristiana.

Se trata de un problema «radical», en el sentido de que sus divergentes soluciones constituyen la raíz de otras muchas divergencias, relativas ahora a la relación entre cristianismo y mundo moderno o a particulares y esenciales temáticas cristianas, como la soteriología, la cristología, la es-catología, etc. Con otras palabras: la opción liberadora, aunque problema esencialmente ético, no lo es exclusivamente, ya que implica una óptica del pensamiento cristiano en su conjunto. Y no hay por qué sorprenderse, si se piensa que la relación con la opción liberadora caracteriza igualmente esa típica teoría de la praxis que es, en el fondo, la teología: bien en sus contenidos, bien —incluso antes— en su metodología. Lo cual es tanto más verdad en la medida en que la opción liberadora, no implica solamente una teoría de la praxis, sino sobre todo —al menos como tendencia— la orientación efectiva de la praxis. La opción liberadora, por lo demás, caracteriza no sólo a la teología sino a todo el complejo cultural, que, como cualitativamente concerniente a la praxis, se define precisamente como tal complejo por la diversa postura adoptada frente a una opción tan fundamental.

412

Problema «radical», también, en el sentido de que no apunta únicamente a las soluciones que se le vienen dando, sino incluso a su misma valoración, al significado mismo de la cuestión. Y «radical», finalmente, ya que —y por eso mismo— preguntas y respuestas rebasan los límites de la comunicación: los interlocutores, partícipes de la misma fe y miembros de una misma comunidad oclcsial, no se comprenden, no hablan idéntico lenguaje, no se mueven dentro de la misma problemática, no pertenecen a la misma cultura. Se ven, pues, inclinados a falsear el significado de la postura ajena —y hasta de los mismos problemas que plantea — , incluso antes de evaluarla, y a condenarla.

Nos permiten así estas observaciones medir la importancia de tema sobre el que estamos reflexionando, asi como de su misma complejidad, que se incrementa por el hecho de que el otro término de relación —la identidad cristiana— tampoco es fácil de «identificar». En efecto, y paradójicamente, la identidad cristiana es objeto de grandes divergencias entre los cristianos; incluso, divergencias «radicales» en los sentidos ya indicados; divergencias que afectan, por consiguiente, también al sentido mismo del problema y que rebasan el umbral de la comunicabilidad.

Creo, pues decisiva —más en éste que en otros temas— la valoración del problema. Por lo que voy a limitar mi aportación a un aspecto, por lo demás fundamental: la exploración teológica. Consciente de que, para los problemas radicales más que para los restantes, las respuestas influyen fuertemente en la formulación misma de las preguntas, creo que no le será difícil al lector, basándose en tal valoración, descubrir por dónde se orientan las respuestas del autor. Tales respuestas son siempre y en todo caso susceptibles de de

sarrollo y fundamentación a través de una relectura del evangelio y de la tradición cristiana. Para valorar el problema de la relación entre ética liberadora e identidad cristiana juzgo, pues, necesario un análisis de los dos términos en cuestión.

¿En qué consiste la opción ética liberadora?

La expresión «opción liberadora» ciertamente no basta para caracterizar una orientación ética. Significa, en una primera aproximación, una valoración moral de la libertad como fin y criterio fundamental de la acción. ¿Pero qué es la libertad? ¿De qué trata vino de liberarse? ¿Cómo se entiende liberar? ¿Es, aquí, la liberación individual o colectiva? ¿Es económica y política, o simplemente ética y cultural? ¿lis asequible por cualquier medio o implica también un discernimiento de medios? ¿Es alcanzable por vías pacíficas o pasa necesariamente por vías conflictivas? ¿Puede legitimar, incluso, recurrir a la lucha armada? Interrogantes que naturalmente dejan abierto el tema «opción liberadora», pero que exigen al menos una respuesta sumaria, si se quiere afrontar con rigor el problema de la relación entre opción liberadora e identidad cristiana.

Se impone ante todo tal caracterización como presupuesto de todo análisis de las relaciones entre teoría y praxis. Definir, en efecto, la opción liberadora es, como hemos subrayado, discernir un modelo exacto de praxis, en función del cual adquirirán su pleno significado no pocas posturas culturales y teológicas.

No pocas divergencias sobre las relaciones entre opción liberadora e identidad cristiana derivan de que a la expresión «ética liberadora» se le

413

Page 207: Mision Abierta - Desafios Cristianos

atribuyan, por unos y por otros, sentidos radicalmente diversos, hasta el punto de que, utilizando la misma fórmula, no se habla de lo mismo.

Es, por tanto, también indispensable una clarificación previa para moverse invariablemente en el terreno de las orientaciones «radicales» que sobrepasan el nivel de la comunicabilidad.

Cualquier teólogo, en efecto, estaría dispuesto a sostener que el cristianismo propugna una ética liberadora; pero no a catalogar bajo tal concepto las cosas más opuestas y antagónicas; ni tampoco a precisar que la libertad cristiana no implique libertad de conciencia, sino más bien la excluya; ni que la liberación cristiana no implique una liberación política y económica, sino que la excluye cuando ella hubiera de lograrse mediante la lucha, sobre todo si es armada.

1. Fin y criterio de una ética liberadora

Para nosotros, ética liberadora significa una moral que asume como fin y criterio la liberación personal y colectiva, es decir, la formación de hombres que, como tendencia, sean sujetos de su propia vida y su propia sociedad. Decimos como «tendencia», ya que se trata de un fin jamás plenamente logrado y que caracteriza la existencia precisamente como término de una tensión constante, que otorga al conjunto de la acción la unidad y coherencia de un proceso.

Pero ¿en qué consiste más exactamente este fin? Liberarse significa aquí, tanto para el individuo como para el grupo, llegar realmente a ser él mismo, conquistar la propia identidad y, por tanto, lograr ser autónomo en medio de unas fuerzas que, imponiéndole una identificación pasiva, le impiden precisamente ser él mismo.

Significa, pues, realizar plenamente sus propias capacidades de iniciativa y creación, tornándose autónomo con respecto a cuantos pretenden limitar tal iniciativa a fin de someterla a la propia. Significa llegar a ser efectiva y no sólo idealmente fin de la propia acción y mediador para con los fines de otra persona, de otro grupo, de otro pueblo.

Sin embargo, tampoco este hallazgo de la identidad y autonomía es suficiente para caracterizar la liberación tanto personal como colectiva. La identidad, en efecto, nace parcialmente del redescubrimiento y rescate de la propia historia restaurada; pero nace también de unas opciones, que entran en la formulación de la personalidad precisamente porque con ellas el sujeto se compromete radicalmente a sí mismo. La búsqueda de la identidad no es sólo un descubrimiento; es también una construcción.

Dicho de otra manera: la identidad de cada ser humano se expresa también mediante su proyecto fundamental. Lo que cada cual es se expresa igualmente en lo que sueña ser. Ahora bien, la alternativa fundamental con que cada uno se encuentra enfrentado es proyectar su identidad, su ideal, su realización, como afirmación de sí mismo sobre los demás o como autoafirmación con los demás, para, por y entre los demás. El primer proyecto es el del «superhombre» que señala la primacía y el dominio. Los demás serían instrumentos y espectadores, o bien rivales de sus adquisiciones. Su liberación implica sometimiento. Su vida se nutre, si fuere necesario, de la muerte de los otros. Su identidad tiende a imponerse también a los demás, despojándoles de la suya.

Transvasada a lo social, tal concepción de la liberación es la del grupo social o del pueblo, que construye sus efectivos sobre la subordinación de

414

los demás. Es particularmente evidente en el campo social cómo ésta es la concepción hoy imperante en el mundo. En la sociedad capitalista, efectivamente, la clase empresarial sólo puede desarrollar su libre iniciativa subordinando y sacrificando a su propia lógica al resto de la sociedad. Sólo puede realizarse destruyendo a los grupos concursantes. Pero incluso en las relaciones entre pueblos, ordinariamente la «grandeza nacional» se concibe como predominio sobre las demás naciones y, por tendencia, como construcción de un imperio. La liberación de los pueblos más fuertes lleva consigo el sometimiento de los más débiles. Para aquéllos conquistar la propia identidad significa imponerla a éstos, considerados inferiores y expropiarles de la suya.

En una palabra: tanto en el campo de lo personal como de lo social se da una concepción dominante de la identidad y de la liberación que acepta como normal una historia regida por la ley del más fuerte y que, dentro de esta lógica, busca el dominio y el triunfo.

La opción liberadora, aquí en cuestión, actúa en cambio contra corriente, al poner en tela de juicio la concepción de la vida y de la historia y, sobre todo, la ley del más fuerte. Se inserta por lo mismo en la dinámica de una inversión de tendencia histórica. Que consiste en crear el vínculo indisoluble entre la propia vida y la de los demás, entre la propia liberación y la de los otros. Ser es ser por sí mismo, salvar o perder la propia vida por sí mismo. Vivir signifea amar hasta el fin, hasta la muerte. Mi vida no será un éxito, si no lo es la de los demás. Me malogro yo donde y cuando se malogra uno de mis hermanos. Sufro yo donde y cuando sufre el último de todos ellos. Mi identidad, que fatigosamente debo conquistar, no está

limitada a mí mismo; se extiende a quienes viven conmigo o me son más próximos en el amor, amistad o colaboración. Mi yo no existe ya sino dentro de un nosotros. No soy yo quien vivo, son mis hermanos quienes viven en mí. Un vivir en los demás y con los demás, que no experimento ya como un sacrificar o un dominar a los demás, sino como una incesante ampliación de mi capacidad de vivir, pensar y actuar.

Cada cual intuye que sólo podrá presentarse como sujeto de la historia insertándose en la construcción de ese sujeto denominado pueblo, clase social, ni/a, minoría étnica, etc., que llegan a ser lales en la medida en que se liberan del dominio tic cuantos, sobre la base de una supuesta superioridad natural o cultural, han tratado de imponer su propia identidad.

2. Etica liberadora significa ética de amor

En una palabra, y dentro de esta perspectiva, no existe libertad sin amor. Etica liberadora significa ética del amor. Un amor universal, pero que precisamente por eso se hace ineludiblemente diferenciador. Porque no se puede amar de verdad sin amor concretamente a los marginados; no se puede sinceramente amar a todos sin una preferencia por los más necesitados de amor. No se puede querer a todos como fines si no se ama preferentemente a quienes se ven reducidos a objetos o medios. La opción preferencial por los pobres es precisamente la traducción, en determinados contextos históricos, de una universal exigencia de amor. Yo me realizo como fin en la medida en que se realizan como fines todos los demás.

Pero si la relación con el amor cambia decisivamente el sentido de la libertad, la relación con la libertad

415

Page 208: Mision Abierta - Desafios Cristianos

cambia también decisivamente el sentido del amor. Existe, efectivamente, un modo de amar que predetermina el bien del otro en función del propio proyecto, del propio sistema de valores, considerados superiores a cualquier otro. Amar al otro, en esta perspectiva, es imponerle una determinada orientación, un determinado sistema de valores. Es decidir el bien que debe alcanzar. Es hacer de él un «objeto» del propio amor. El amor así entendido no es liberador, por considerar más bien la dependencia del otro como la concretización de su bien. La educación ahí inspirada tiende a integrar al educando en la lógica competitiva de la actual sociedad.

Quien, por el contrario, inspira su vida en una opción liberadora, mantiene que el bien fundamental del otro es el ser sujeto de su propia iniciativa, artífice de su propia historia, responsable de su propio destino. Y lucha, consiguientemente, no por imponerle su proyecto, sino por crear una situación dentro de la cual pueda él elaborar el suyo propio, es decir, dentro de la cual la libertad de cada uno sea condición de la libertad de todos y nadie se considere libre de verdad mientras no lo sean todos los demás.

La opción liberadora así entendida es, pues, superación del egoísmo, cambio profundo de orientación vital; es, dando sentido laico a la palabra, una «conversión». No necesariamente a Dios, sino a los demás hombres, y, en primer lugar, a los marginados. Conversión acompañada, en la evolución de un hombre o de una comunidad, por una clara sensación de haber descubierto «lo esencial», el punto de vista en que situarse desde ahora para captar el sentido de la vida y de la historia, el criterio fundamental con que orientar los propios comportamientos.

Tal opción es igualmente una experiencia de unidad y libertad. Unidad,

en cuanto que los diversos aspectos de la acción encuentran en ella sus principios de inspiración y coherencia; y, sobre todo, porque con ella se va orientando el dinamismo moral hacia un actuar que plasma y renueva constantemente el ser del agente, transformándolo cada vez más decisivamente en sujeto. Dicha unidad determina asimismo una experiencia de libertad en las verificaciones de las normas particulares de conducta, de las leyes, de las observancias formales. No, ciertamente, en el sentido de una «li-beralización» de la moral, ya que el amor es la más exigente de las leyes y reclama el don total de sí mismo, sino en el sentido de una revitalización de las normas y observancias que no sean reductibles al amor de los hermanos y al amor de Dios, según el agustiniano «ama y haz lo que quieras».

3. La ley absoluta del amor en contraste con el derecho dominante del más fuerte

Pero la verificación entre opción liberadora y ley se realiza en un nivel más profundo y más conflictivo. La opción liberadora, en efecto, al establecer el amor como ley absoluta de conducta, entra necesariamente en contraste, como hemos apuntado, con la cultura dominante en nuestra sociedad, inspirada en el derecho del más fuerte. Bajo este aspecto, en las confrontaciones con la «ley» la opción liberadora no exige solamente autonomía, sino clara contraposición. «Ley» significa aquí el sistema imperante de valores con que se expresa el sentido común, la norma no escrita de comportamiento y, sobre todo, de competencia social. Norma desde la cual viene definido, en una concreta sociedad, el éxito o el fracaso de una vida. Norma que penetra la cultura y la

416

educación, el consciente e inconsciente colectivos. Norma, sobre todo, cristalizada en las estructuras económicas y políticas de la sociedad. Y norma que la sociedad propone a través de todos sus canales como una exigencia objetiva y natural.

Ahora bien, esta actitud de autonomía y de contraposición en las verificaciones de la cultura dominante no puede ser meramente contemplativa. Lleva consigo la exigencia de actuación en la sociedad, cuestionando la cultura misma que legitima la margi-nación de la gran mayoría de los seres humanos. La opción liberadora es, pues, necesariamente conflictiva e innovadora en las verificaciones de la cultura dominante. Es una opción militante: se compromete a luchar contra toda forma de marginación, oponiéndose activamente a la cultura que legitima y perpetúa tal sistema de marginación.

Pero un tal combate no puede, evidentemente, ser sólo cultural. Porque la marginación de la misma mayoría es una realidad enraizada en estructuras no simplemente culturales, sino sobre todo económicas y políticas de la sociedad. Es, pues, imposible combatir la marginación sin cuestionar tales estructuras y sin comprometerse a cambiarlas. En este sentido una opción liberadora es, por tendencia, innovadora: tiende a convertirse en principio de un nuevo orden social con miras a un mundo nuevo. Realizar tal opción significa, por consiguiente, identificarse con las luchas de todos los marginados contra las fuerzas interesadas en mantener las estructuras y cultura marginadoras.

Es como decir que la opción liberadora, aunque originariamente ética, no puede ser fiel a su inspiración, si

no tiende a convertirse en fuerza histórica; si no se articula, por tanto, con el compromiso político, asumiéndolo con toda su carga conflictiva. Con lo que la opción por los marginados tiende necesariamente a polarizarse en esos grupos y bloques sociales de cuyas aspiraciones son históricamente representantes, en esas organizaciones políticas en las que se persigue un objetivo bien expreso. La opción liberadora adquiere así cuerpo en un proyecto de sociedad fraterna: se hace fuente de ideales más audaces; adopta los rasgos de una opción utópica.

Pero hay más: mientras la postura de aceptación pasiva de la sociedad y de la cultura se halla frente a un sistema bien concreto de leyes y valores, la opción utópica tiene como objetivo idear y construir un mundo distinto. Objetivo extremadamente arduo, que se presenta así con todas sus apariencias de imposible. La opción liberadora está, pues, cargada de implicaciones incluso en el ámbito intelectual. Es también, bajo tal aspecto, un acto de osadía. Es el rechazo del fatalismo en la lectura de la historia y en la proyección del futuro. Pero es también el abandono de las seguridades brindadas por un prefabricado sistema al que se tratara de adecuarla. Se basa en una alternativa global, cuya viabilidad no es segura, pero que aparece como la hipótesis histórica más fecunda. Implica, pues, la capacidad de comprometerse y de luchar sin certidumbres absolutas, de idear caminos nuevos hacia la tierra prometida; es decir, hacia una comunidad de amor que ha tocado los confines del mundo, apretando por doquier, dentro de un clima de libertad, vínculos entre los hombres, los pueblos, las razas y los sexos y desterrando definitivamente la soledad o aislamiento y la marginación.

417

Page 209: Mision Abierta - Desafios Cristianos

El problema de la identidad cristiana en el debate de hoy

El problema de la identidad cristiana, a pesar de su radicalidad —incluso y esencialmente a causa de la misma— es uno de esos en que las distintas soluciones influyen decisivamente en la valoración misma del problema. Veamos cómo.

La identidad cristiana, como toda identidad, defínese por relación a otra cosa; es decir, como una diversidad. Los términos de comparación respecto a los cuales tiene lugar la caracterización pueden evidentemente ser diversos según los contextos culturales en cuyo seno surge el problema, que por eso es «histórico» en su misma formulación. Privilegiar tal o cual término de comparación no significa sino acentuar un aspecto particular de la identidad; aquel precisamente por el que se distingue del término de comparación.

1. El problema de la identidad cristiana en los procesos de secularización

Pero, ¿cómo funciona concretamente esta lógica comparativa? En nuestros días, la manera corriente de entender el problema de la identidad cristiana va ligada al proceso de secularización. En virtud de tal proceso, valores y normas de conducta anteriormente considerados como «cristianos», es decir, fundados en el mensaje de Jesús y ordenados a la salvación eterna de los hombes, vienen hoy proclamados autónomos de todo presupuesto religioso: aparecen así como «laicos». Lo cual es válido, en particular, para las reglas que orientan las relaciones humanas interpersonales e intergrupales en el seno de una sociedad que abandona el antiguo régimen

e ideal de cristiandad y reivindica su propia laicidad. No son, pues, solamente comportamientos particulares; es todo un «mundo» con sus fines, sus proyectos, sus conflictos, sus valores, su moral, lo que se construye autonómicamente y, dentro de su plan u objetivo, prescinde de la hipótesis «Dios». Interrogarse por la identidad cristiana significa, por tanto, esforzarse en descubrir cómo situarse un creyente frente a esta evolución que, con anterioridad al Concilio, la Iglesia oficial había rechazado como un intento de usurpación de los derechos de Dios. La identidad cristiana consistía para la Iglesia en la percepción del carácter sacral —es decir, esencialmente religioso— del mundo, de la historia, de la moral; en la resistencia, por consiguiente, a la tentación de la autonomía, que repite en el mundo moderno el grito de rebeldía originaria contra Dios: «non serviam», no seré tu servidor.

Si bien sucesivamente, sobre todo después y dentro del clima del Vaticano II, se fue imponiendo en la conciencia cristiana la «legítima autonomía» de las realidades y valores profanos, no ha dejado sin embargo de sobrevivir el problema de cómo, dentro de tales procesos laicos y por relación a los mismos, comprender y definir la identidad cristiana. El interrogante incidirá particularmente en la esfera de la acción política, con referencia, por ejemplo, a partidos y demás organizaciones, que, aun reconociendo la racionalidad propia de lo político, se califican de cristianos. Pero análogos problemas se plantean con respecto a la moral, a la filosofía, etc. Evidentemente, aquí la formulación del interrogante induce ya a definir la identidad cristiana en términos «religiosos», contrapuestos a los profanos, reconocidos como autonómicos.

418

El interrogante era todavía más acuciante con respecto a las luchas de liberación, en las que se acentuaba con más fuerza la reivindicación autonómica para el proyecto histórico o para las normas que habían de orientar su realización. Con frecuencia, los mismos cristianos «revolucionarios» hicieron suya —más bien acríticamen-te— tal formulación sacral del problema, derrochando abundancia de energías en la búsqueda de lo «específico», en la definición de esa «C» que aparece en la sigla de múltiples organizaciones militantes (como la GIOC, la ACÓ, la HOAC, la MRJC, la AC-CLI, etc.)1.

Pero aun indagando en la esfera religiosa lo específicamente cristiano, queda abierto el problema de ciertos contenidos atribuidos a tal esfera dentro de algunos órdenes en examen —por ejemplo, en el orden moral y político— y, antes aún, el problema del método de su identificación. Es decir, resulta decisivo el problema de saber con qué criterio fundamentalmente se haya de definir lo «religioso», lo que expresa la «voluntad de Dios». Cuestión evidentemente compleja, ya que Dios escapa a la experiencia 'ordinaria de los hombres y su voluntad sólo puede descubrirse a través de signos, que han de ser «descifrados». Es aquí particularmente donde se plantea en toda su complejidad el problema hermenéutico. Con esta alternativa fundamentral: el criterio último es la referencia a una autoridad —la de la Iglesia— o a cualquier otra señal, que los mismos creyentes tienen la misión de discernir personal

1 Estas siglas pertenecen a organizaciones católicas italianas.

o comunitariamente. La respuesta dominante —como sabemos— es la primera: define implícita y explícitamente la identidad cristiana como identidad eclesial y a ésta como reconocimiento del magisterio eclesiástico — católico—, criterio último de discernimiento entre lo que es o no es cristiano.

2. El problema de la identidad cristiana en los procesos de liberación

Mas el problema de la identidad cristiana corre hoy también por otros cauces. En efecto, muchos cristianos se ven obligados a una nueva reflexión sobre el tema, precisamente desde la experiencia de esa ruptura entre cristianismo y movimientos de liberación: de las clases, de los pueblos, de las razas, de la mujer, etc. El cristianismo aparece así ordinariamente en tales luchas a favor del mantenimiento social. La identidad cristiana se define en los países llamados cristianos por relación a la cultura dominante: porque tal cultura se caracteriza expresamente como cristiana o católica, o porque los «valores» defendidos por el cristianismo no se diferencian ostensiblemente de los imperantes, a los que se limita por tanto a conferir una val religioso. Así es cómo todavía la «civilización occidental» se denomina «cristiana», en contraposición a la civilización comunista, calificada como «materialista» y «atea».

419

Page 210: Mision Abierta - Desafios Cristianos

A tal caracterización se debe precisamente que el cristianismo se halle con frecuencia enfrentado con las luchas de liberación. Tanto más por cuanto que la integración del cristianismo en el mundo occidental no es sólo económico-política, sino también cultural. Es decir, que —conscientemente o no— incide en el modo de pensar de las iglesias, que se ven empujadas a marginarse a sí mismas y a limitar su mensaje evangélico a las ideas imperantes de aquella civilización. El constantinismo económico-político tiende a convertirse en constantinismo cultural y teológico.

Se comprende así que la teología dominante de la Iglesia, su doctrina social y sus valores morales no sean desestabilizadores para el mundo capitalista occidental, sino más bien coherentes con una visión «normal», es decir, moderada o moderadamente reformadora de la sociedad. Las correlaciones entre capitalismo y ética protestante, tan agudamente analizadas por Max Weber, persisten también sustancialmente, y de forma cada vez más explícita, en lo relativo a la ética católica. De ahí la histórica identificación entre cristianismo y modera-cionismo y, por tanto, la ruptura entre cristianismo y luchas de liberación.

En este trasfondo es donde adquiere todo su relieve el interrogante que surge en la conciencia de muchos cristianos, cuando precisamente en nombre de su fe se sienten en la necesidad de contestar ese sistema económico y social, esa civilización y cultura, «con los que el cristianismo» se siente integrado; cuando, acuciados por las exigencias del anuncio evangélico a comprometerse en la liberación de su pueblo, clase, raza o sexo, chocan con la resistencia no sólo de grupos económicos y políticos dominantes, sino también de la misma jerarquía eclesiástica, de la doctrina social cristiana,

de la moral cristiana, de la misma teología dogmática; cuando ven cómo en el plano objetivo —y prescindiendo de las intenciones subjetivas— el cristianismo gravita políticamente hacia las clases y los pueblos dominadores y, en el plano geopolítico, hacia el imperialismo; cuando, precisamente con motivo de todas sus preocupaciones, se ven acusados por la jerarquía de estar traicionando al evangelio, abandonando a la Iglesia, pasándose al enemigo.

A este nivel no puede menos de surgir dramáticamente el problema: ¿es de verdad constitutiva de la identidad cristiana esta situación política y geopolítica? ¿Es realmente necesario optar entre ser auténticamente cristianos o ponerse de parte de la liberación?

Para cuantos responden afirmativamente y, por otro lado, consideran la opción liberadora como irrenuncia-ble, la conclusión se impone: la fidelidad al hombre, a los pobres, a los oprimidos les impone abandonar el cristianismo. Mas para muchos creyentes aquella definición constantinia-na y eurocéntrica de la identidad está lejos de ser algo evidente. Para ellos el problema de la identidad replantéase precisamente por relación a tan lacerante situación. La opción liberadora se les ha impuesto por una búsqueda de coherencia con las exigencias del amor cristiano. Y se ha visto consolidada por la convicción de estar descubriendo lo esencial, no sólo como hombres, sino incluso como creyentes. Ha sido una experiencia de conversión a los hombres y, por eso mismo, al verdadero Dios. Con otras palabras: se ha vivido como un descubrimiento de la más honda identidad cristiana y un itinerario más directo hacia la identificación con Cristo y con Dios.

420

Pero las más graves críticas, por parte de la jerarquía, a esta praxis y a la teología en que se inspira tienen precisamente como objeto la validez de tal «descubrimiento». Cuestionan cabalmente la identidad cristiana de tal praxis y de tal teología, acusándolas de subalternas a la política o más concretamente al marxismo.

Con particular dramatismo vivieron este interrogante algunos cristianos revolucionarios de Nicaragua en el día de su étnico encuentro con Juan Pablo II, al experimentar en vivo el contraste entre su experiencia de fe y el cabeza de su Iglesia. ¿Qué significa entonces ser cristiano? ¿Es posible —y con qué condiciones— ser cristianos independientes de la Iglesia institucional, incluso en contra de la misma?

El problema de la identidad cristiana en el Evangelio

Tales son los problemas. ¿Dónde hallarles solución? La primera respuesta en unánime: en el Evangelio, releído dentro de la nueva situación. Se trata, sin embargo, de una respuesta sólo aparentemente unánime. Porque es la misma expresión «releer el Evangelio» la que por unos y por otros se entiende en sentidos radicalmente distintos, tanto en lo referente al sujeto de la lectura como en lo relativo a su método.

El sujeto, en efecto, es para unos primariamente la jerarquía y secundariamente la comunidad cristiana en comunión con ella; para otros, en cambio, lo es primariamente la comunidad cristiana y secundariamente la jerarquía en cuanlo intérprete de la conciencia de dicha comunidad. En esta segunda hipótesis, pues, y dadas las diferencias y contraposiciones entre comunidades cristianas, resulta decisivo el criterio con que se establece

la identidad cristiana de una comunidad: no puede ser primariamente el juicio de la jerarquía, sino el signo de reconocimiento señalado por Jesús. La diversidad de sujetos influye, pues, indudablemente en la diversidad de métodos de lectura. Y determina sobre todo la distinción entre el método «espiritualista» y el que ahora denominaría «hislórico-político».

1. El problema tic Iti identidad cristiana sobre la base tic una lectura espiritualista

Por método «espiritualista» entiendo una manera de leer el Evangelio que prescinde de las condiciones históricas económicas y políticas de la vida de Jesús, para centrarse en su misión «espiritual»: liberar a los hombres del pecado, asegurar su salvación eterna, anunciar e iniciar el Reino es-catológico del Padre. Dentro de esta clave vienen valorados los pasajes evangélicos en los que se niega el asumir un papel político, ya haciéndose rey, ya movilizando las masas en orden a una liberación nacional o para su propia defensa. El problema de la identidad está, aquí, planteado ante todo por relación al mismo Jesús: es esencialmente el problema de su divinidad y, estrechamente ligado a tal problema, el de su misión espiritual. Y particular relieve adquieren, por tanto, los milagros, presentados como pruebas de esa misma divinidad. El signo supremo de la divinidad y poder de Jesús es la resurrección. El conflicto en que se ve envuelto y que desemboca en su condenación a muerte contrapone esencialmente el bien al mal, la gracia al pecado, Dios a Satanás. La muerte no es sino el precio que él paga como reparación de la ofensa inferida a Dios y como forma de liberación en el hombre de su pena merecida por tal ofensa.

421

Page 211: Mision Abierta - Desafios Cristianos

La identidad de los discípulos de Jesús se define en términos esencialmente religiosos y eclesiásticos. Su mensaje es un decisivo relanzamiento de la «primacía de lo espiritual», de la centralidad de la ley y de la institución encargada de velar por tal ley.

Y con esta clave se interpreta igualmente la relación del Nuevo con el Antiguo Testamento: la intervención liberadora de Dios en la historia se caracterizaría más claramente como espiritual y escatológica. La liberación política del pueblo de Israel frente a la esclavitud en Egipto y demás formas de opresión tendría, desde el punto de vista de la historia de la salvación, un significado más simbólico que literal.

2. El problema de la identidad cristiana sobre la base de una lectura histórico-política del Evangelio

Una segunda lectura es la que he denominado «histórico-política», consistente en centrar la atención en Jesís como hombre y con sus vicisitudes humanas dentro de unos concretos condicionamientos históricos, políticos, económicos y culturales. Este método — advirtámoslo de entrada— no implica en manera alguna la negación de la divinidad de Jesús; solamente señala el camino a través del cual debe ser descubierta.

El conflicto en que se ve Jesús envuelto viene entonces enfocado en sus concretas dimensiones políticas y culturales: no opone genéricamente a Jesús y el mal o el «pecado», sino a Jesús y determinadas fuerzas históricas, el bloque social dominante y, dentro de él, el grupo religioso dirigente, constituido por sacerdotes, escribas y fariseos. Por razón de brevedad, designaré aquí a tal grupo y la ideología que lo inspira con el término «sinago

ga». Jesús entra directamente en conflicto con la sinagoga, que lo entregará al brazo secular, ya que él es una amenaza a su hegemonía. Es, a este respecto, interesante ver cómo escribas, fariseos y sacerdotes evocan frecuentemente el tema de la eliminación de Jesús en conexión con algún incidente popular suyo que los ha soliviantado.

En esta perspectiva, entender la identidad de Jesús significa, ante todo, comprender cuál sea su proyecto fundamental y en qué, exactamente, se contraponga él a la sinagoga. Su identidad se enfoca en términos con-flictivos, como antítesis de la sinagoga y de su sistema de valores. Ciertamente se define también por oposición al «mundo» y a Satanás, «príncipe de este mundo». Pero el conflicto históricamente fundamental es el que opone a Jesús y la sinagoga. En definitiva, también porque la instrumen-talización y corrupción de la religión, por parte de la misma sinagoga, tiene como consecuencia la depreciación de los valores «religiosos» y su acomodación a los del «mundo». La religión sólo servía ya para enmascarar una lógica mundana y para blanquear unos «sepulcros». Jesús se alza contra la sinagoga precisamente por haberse ella hecho incapaz de representar una alternativa frente al mundo e incapaz, por tanto, de revelar la novedad de Dios.

Dentro de esta óptica, se define la identidad de Jesús no por contraposición a lo «profano» sino más bien a una concreta versión de lo religioso, que se ha convertido en instrumento de poder y de opresión, y a una institución eclesiástica que se erigiera en fin y criterio último de su acción, así como a un grupo de poder religioso aliado con el poder político y económico en la legitimación de una sociedad discriminatoria y marginadora.

422

El proyecto de Jesús se caracteriza, pues, como contraposición a una religiosidad formalista, egocéntrica, opresiva, marginadora. En resumen, Jesús se ha centrado en el amor absoluto y transformante para con los hermanos; un amor universal, y por ello preferencial hacia todos los marginados, capaz de llegar hasta los mismos enemigos.

La identidad de Jesús se define así, radicalmente, por relación a un Dios amor, que no puede ser auténticamente conocido y amado sino mediante un amor activo para con los hermanos. Se define precisamente por la unidad vital que establece entre estas dos relaciones, o mejor, entre estas dos vertientes de una única relación. Se caracteriza, además, por el hecho de que la centralidad y funda-mentalidad del amor humano en la experiencia religiosa viene decisivamente contrapuesta a la centralidad de la sinagoga, es decir, a las observancias legales, a la institución religiosa, a la obediencia a sus funcionarios, a la materialidad del templo.

En esta perspectiva, los «milagros» son esencialmente actos de amor para con los hermanos. Con lo que manifiesta Jesús la novedad subversiva del amor de Dios: de un Dios que derriba a los poderosos de su trono y ensalza a los humildes. Y la resurrección de Jesús es, así, esencialmente y por excelencia el signo y anuncio de la victoria final del amor; el comienzo de un resurgir de la humanidad, traduciéndose en nacimiento de incontables comunidades fraternas, en las que quede desterrada toda forma de marginación: comunidades que se saben llamadas a adecuar los propios confines —y, por tanto, los del amor— con los confines de la tierra y a desterrar definitivamente todo tipo de marginación. La evangelización, como anuncio del Dios-Amor, no puede ya separarse de

la práctica del amor fraterno y de la liberación de todos los seres humanos. Dios está históricamente presente, más que en los templos de piedra, en los templos vivos de las personas y comunidades transformadas por el amor, lis ahí donde «en espíritu y en verdad» lo encontraremos los auténticos adoradores. Y es así, en la fuerza renovadora y transformante del amor írak'ino, como se renovará su novedad.

lin esta revelación del amor es donde se busca y se halla nuevamente, ya la continuidad del mensaje de Jesús con la tradición bíblica, ya su novedad con respecto a la misma. La continuidad, ya que la revelación del amor fidelísimo y exigente de Dios para con su pueblo penetra todo el Antiguo Testamento. Y la novedad, en el sentido de que Jesús no vino a abolir la primitiva revelación, sino a panificarla. Es decir, a plenificar la revelación de la identidad de Dios, de su dinamismo interior, de la vida que El quiso comunicar a los hombres; a plenificar igualmente la revelación del amor humano, llamado a ser perfecto como el del Padre, exigente hasta la muerte, combativo contra toda forma de marginación, generoso en el perdón: «Habéis oído que se dijo a los antiguos; pero yo os digo...»; a plenificar, finalmente, y sobre todo, la revelación de la centralidad del amor fraterno en el itinerario —teórico y práctico— hacia el amor de Dios, con que se expresa más claramente la nueva identidad del creyente.

La continuidad de la revelación de Jesús con el Antiguo Testamento es particularmente clara en lo relativo a la tradición profética, en la que él explícitamente se sitúa y desde la cual constante y polémicamente había recordado al pueblo, pero sobre todo a sus dirigentes y sacerdotes, algo básico y esencial: el amor a las viudas, a

423

Page 212: Mision Abierta - Desafios Cristianos

los huérfanos, a los esclavos es la esencia del sacrificio que espera Yavhé.

Pero tal continuidad con la tradición profética no se refiere sólo a la identidad del creyente en su contenido positivo; mira también a la dramática contraposición con la sinagoga, precisando claramente su sentido; sinagoga una vez más convertida en instrumento de poder y opresión. Jesús adopta, pues, como herencia irrenun-ciable, la disconformidad de los profetas, cuyo destino de muerte, por tal motivo, él deliberada y libremente comparte.

El perfil que traza de sus discípulos lo sitúa Jesús en este contexto y en este conflicto. Los discípulos no se caracterizan primeramente por el respeto al sábado, sino por el amor a los hombres, sobre todo los pobres, los enfermos, los que sufren, los marginados. Por esta señal serán reconocidos ellos como sus discípulos por los hombres; y por esta señal los reconocerá el Padre en el último día.

Conclusión

Nos habíamos propuesto valorar, no precisamente resolver, el problema de las relaciones entre opción liberadora e identidad cristiana. Pero tal vez es ahora más claro cómo las diversas formulaciones de la cuestión no dejan de estar fuertemente influenciadas por las respuestas que esperan y que germinalmente contienen. Por lo que también éstas señalan diversas direcciones en la búsqueda.

Entre las valoraciones no hay, pues, sólo diversidad, sino también contraposición. No consiste ésta —como a veces se insinúa— en que una sea teocéntrica y antropocéntrica otra. El reconocimiento de la centrali-dad de Dios es para todo creyente constitutivo necesario de su identidad.

Necesario, pero no suficiente. La contraposición se refiere cabalmente al sentido de dicha centralidad, es decir, a la concreta forma histórica de su afirmación. En la primera valoración, tal forma es esencialmente religiosa, cultural, eclesiástica; en la segunda, por el contrario, es profana, históricamente operativa, antropocéntrica. La alternativa fundamental se expresa, pues, así: ¿eclesiocentrismo o antropocentrismo como concreta traducción del teocentrismo? En otros términos: ¿centralidad de la Iglesia o de los marginados en el Evangelio de Jesús?

Tal alternativa permite captar con mayor precisión el sentido del problema que nos preocupa: comprender por qué la ética liberadora se considere por parte de muchos cristianos compatible con la identidad cristiana y se vea por parte de otros como su constitutivo esencial; comprender cómo un tomar partido en las verificaciones de la ética liberadora significa escoger entre dos concepciones radicalmente diversas del cristianismo, entre dos diversas lecturas del Evangelio; comprender que sea, así, hoy precisamente la ética liberadora la que señala la honda diferencia entre estas dos orientaciones. Esta alternativa permite, finalmente, comprender cuan profundamente renovadora sea, en los análisis de verificación de la Iglesia y de la sociedad, una ética liberadora asumida con valor en sus consecuencias.

Tal decisiva e innovadora función de la ética liberadora no puede sorprender a quien vea en ella, y dentro del contexto de nuestro tiempo, la traducción del mandamiento nuevo y fundamental del amor, con su carga de contestación en las relaciones con la sinagoga y con aquella sociedad en que estaba integrada. ¿No parece entonces lícito pensar que el resurgir

masivo de la opción liberadora en la conciencia de los creyentes sea fruto de un nuevo descendimiento del Espí-ritu-de-Amor, que en la historia sigue renovando la faz de la tierra, y que, por otra parte, el conflicto de hoy entre la jerarquía católica y los teólogos

424

Page 213: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JOSÉ MARÍA CALVO

CRITERIOS BÁSICOS DE LA EDUCACIÓN DE LA FE HOY

La importancia del problema, la proliferación de métodos y experiencias en el campo de la educación de la fe nos han sumido a todos en un gran desconcierto. Nuestro propósito aquí es el de fijar unos criterios básicos que nos sirviesen de claros indicadores para discernir qué es y qué no es educación de la fe, dónde es y dónde no es posible esa educación. Estos criterios no son fruto de la invención, sino el resultado de una lectura atenta de los más recientes documentos eclesiales orientadores sobre el tema.

El documento central y punto de partida ha de ser forzosamente el Mensaje al Pueblo de Dios, resultado de la IV Asamblea General del Sínodo de los Obispos de 1977. Un

Sínodo que, si bien ha sido más valioso por la intención que por los resultados, al menos ha tomado y hecho tomar conciencia de la importancia del tema.

Y al abordar el tema se han encontrado con que la educación de la fe no es una abstracción ni un montaje, sino el hacer de la Iglesia allí donde vive, es situar a la Iglesia en su vida de comunidad, en su celebración, en su testimonio y compromiso. La catequesis, quizá como ninguna otra actividad en la Iglesia, es el lugar de convergencia de aquello que más nos acucia como creyentes. Preocuparse por la catequesis es —como el mismo Sínodo ha reconocido—, renovar la Iglesia en lo más íntimo de ella misma. Hacer catequesis es, sobre todo, hacer Iglesia.

426

Esta preocupación ha sido tomada en mano por la Comisión Episcopal Española de Enseñanza y Catequesis, quien en colaboración con el Secretariado Nacional de Catequesis y otros expertos ha intentado expresar la orientación y las líneas de acción a través de las cuales se desea encauzar una nueva etapa en el movimiento catequético, situada aquí y ahora (1).

Los tres ejes sobre los que se articulan estas líneas de acción son los siguientes:

— La continuidad con lo que ya se ha hecho: No cabe duda que en la etapa posconciliar la Iglesia española ha tenido una riqueza y vitalidad muy considerables con la aportación de diferentes corrientes renovadoras, aunque la confluencia de éstas parece haber sido tan rápida y procedente de sectores tan diversos que no ha dado tiempo suficiente para su asimilación y mutua fecundación. Parece necesario, en los años que vienen, apoyar e impulsar un dinamismo de discernimiento, convergencia y comunión de tendencias diversas.

— Ala luz de las orientaciones del Sínodo 77, de más fidelidad evangélica.

— Respondiendo a la nueva situación de la sociedad española, en la que la Iglesia ha alcanzado una cierta autonomía que va a permitir a las comunidades cristianas centrarse más en su misión específica, sin que esto signifique retirarse a la sacristía.

(1) Una nueva etapa en el movimiento catequético, Documento de la Comisión Española de Enseñanza y Catequesis, Santiago de Compostela, julio 1978. En adelante señalaremos este documento con la referencia C. E. E. C.

I

El centro de la educación de la fe: La comunidad cristiana.

El primer criterio, y definitivo, para una educación de la fe que quiera serlo de verdad es que la comunidad cristiana sea el origen, lugar y meta de tal educación de la fe.

La insistencia del movimiento catequético actual en su preocupación por crear comunidad cristiana no es ni un descubrimiento ni una novedad, sino el reconocimiento, por muchos siglos lamentablemente olvidado, de que solamente en comunidad es posible vivir la fe y vivir la Iglesia.

En nuestra Iglesia española, lo que hace unos años Manuel Useros afirmaba con convicción a este respecto ha comenzado ya a hacerse realidad:

«La comunidad cristiana es el espacio en que la Iglesia deja de ser un proyecto o un esquema abstracto de verdades, de imperativos, de valores y de eficacia para la realización histórica de las personas. El misterio escondido del pueblo de Dios en la tierra se manifiesta en la realidad concreta de la existencia personal, cuando surge y se desarrolla la comunidad de creyentes. Es ésta el espacio donde la verdad cristiana se hace opción transformadora, conversión, confesión de fe y compromiso, donde los sacramentos se hacen celebración, donde los imperativos evangélicos se hacen testimonio de vida, donde la comunión en Cristo se hace fraternidad y servicio; es la comunidad cristiana el espacio donde realmente la obra de salvación se hace historia. Pero esta experiencia de la comunidad ha de

427

Page 214: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ser considerada como una modalidad básica de las experiencias de la fe; la Iglesia, como forma de estar juntos, como convocación y congregación de los elegidos para la salvación de Cristo, es una implicación primaria de la existencia cristiana. Es más, hay que decir que la comunidad concreta y el dinamismo que se funda entre tos que se reconocen convocados y congregados para la salvación en Cristo, es para todos, los de «dentro» y los de «fuera», el factor más determinante en orden al discernimiento de lo que la Iglesia es, de lo que la Iglesia vale y de lo que la Iglesia significa como opción específica de carácter religioso» (2).

En definitiva: La Iglesia existe donde hay comunidad, y se crea Iglesia donde se crea una comunidad creyente.

Y no basta con crearse mecanismos de autojustificación apelando a la pertenencia a la comunidad universal de los bautizados si no se está primeramente inserto en una comunidad real, con unas personas creyentes concretas, en un lugar y un tiempo concretos, porque sólo así, y en comunión con otras comunidades reales, se entra en comunión con la Iglesia universal.

Por eso es necesario fijar más detenida y concretamente unos criterios para ver dónde existe o no comunidad cristiana, porque de lo contrario la educación de la fe falla por su propia base y podrá llamarse como se quiera, pero educación de la fe, claramente no.

(2) M. USEROS, Cristianos en comunidad, Sigúeme, Salamanca. 1970. 13-14.

1. La educación de la fe tarea de la comunidad

Toda comunidad cristiana, por el mismo hecho de serlo, ha de sentir la urgencia de comunicar su fe. Es necesario recuperar el «sentido ecle-sial de la catequesis, ya que se catequiza en la fe tal como es vivida por la comunidad creyente. La experiencia de encuentro y relación comunitaria, vivida desde la fe en Jesucristo, ha de ser para los catequizandos un acontecimiento eclesial» (C.E.E.C. 2.1.1.°).

A la hora de poner en marcha un procedimiento de educación en la fe es fundamental tener muy claro este punto de partida y preguntarse, con seriedad y honestidad, dónde está esa comunidad que va a realizar la educación de la fe y cuál es su calidad comunitaria.

Es éste un criterio que ordinariamente pasa desapercibido; a veces, porque se da por supuesto gratuitamente, y otras, porque se teme descubrir la falta de existencia real de la comunidad, por mucho nombre que se le dé. En ambos casos debería abandonarse el empeño de educar en la fe hasta que este punto estuviese claro, dirigiendo los esfuerzos hacia una autoeducación y creación de una verdadera comunidad.

Por muy elaborados que se tengan los programas y por muy especializadas que sean las personas con que se pueda contar, si no existe a la base una comunidad que tome conciencia de ser ella quien va a educar en la fe dando razón de la fe que ella misma vive, tendremos tinglados muy bien montados y buenos francotiradores, pero no educación de la fe.

428

2. La educación de la fe en la comunidad

Estrechamente ligado con el criterio anterior, hay que afirmar que la educación de la fe debe realizarse en la comunidad.

«El lugar o ámbito normal de la catequesis es la comunidad cristiana. La catequesis no es una tarea meramente individual. Se realiza siempre en la comunidad cristiana» (Sínodo, 13), puesto que es en ellu donde «los cristianos viven su conciencia clara de unión con Cristo y el Padre en el Espíritu, escuchan y ponen en práctica la palabra de Dios, celebran su fe, sobre todo en los sacramentos, oran juntos y viven la fraternidad en el amor, alimentan la conciencia de tener una misión en el mundo, reconocen sus limitaciones individuales y c o m u n i t a r i a s abriéndose a la comunión con las restantes comunidades cristianas de la Iglesia local y universal» (Sínodo, Proposición 25).

•Metidos en la dinámica de la comunidad que los acoge, los educandos en la fe

— se reúnen no anónimamente, sino en grupos de talla humana, donde cabe más fácilmente la vivencia y verificación de una fe personal;

— comparten la propia fe con otros, confrontan sus opiniones individuales y se educan en la consecución de una fe común;

— concretan más fácilmente la realización del amor fraterno y del sentido comunitario de la fe;

— adquieren actitudes de creatividad, participación y búsqueda común de cara a una comprensión más profunda de la Palabra de Dios;

— participan en una auténtica experiencia de vida eclesial (Sínodo, Proposición 29).

Ante la figura de una comunidad con estos rasgos que haga posible una experiencia de fe de tal calidad, hay que preguntarse: ¿Cuál es y dónde está esa comunidad que pueda ser el lugar propio de la educación en la fe?

El mismo Sínodo, con la prudencia que caracteriza a tales documentos, apunta hacia las pequeñas comunidades eclesiales como el lugar más apropiado de experiencia y de crcuclón de Iglesia: «Las formas de comunidad evolucionan en nuestro tiempo. Junio a comunidades COIDO la familia, la primera comunidad educadora del ser humano, o la parroquia, lugar normal donde actúa la comunidad cristiana, o la escutUl, comunidad destinada a la educación, surgen hoy día otras muchas comunidades entre las cuales se encuentran las pequeñas comunidades eclesiales, las asociaciones, los grupos juveniles y otras.

Estas nuevas comunidades representan una oportunidad para la Iglesia. Pueden ser levadura en la masa y fermento de un mundo en transformación. Contribuyen a manifestar más claramente tanto la diversidad como la unidad de la Iglesia» (Sínodo, 13).

Es necesario, al llegar aquí, clarificar más todavía los criterios del lugar donde es posible la educación de la fe y hacer un desplazamiento de los lugares donde tradicionalmen-te se ha creído que nacía y se desarrollaba la Iglesia, lugares tradicionales de lo que se llamaba educación de la fe, y que hoy por hoy no son lugares válidos, a no ser que cambien radicalmente.

429

Page 215: Mision Abierta - Desafios Cristianos

La familia La parroquia

No hace falta insistir demasiado para descubrir que la familia española actual, tomada en sí misma, no es el lugar más apropiado para una educación en la fe. El tipo de relaciones intrafamiliares, la calidad de comunicación, y sobre todo su realidad socio-religiosa polarizada en torno a un sacramentalismo mágico marcado fuertemente por la costumbre de ver los sacramentos como «actos sociales» carentes de clima comunitario de fe, el fuerte conservadurismo en lo referente a la doctrina y contenidos de fe, son condicionantes que van a imposibilitar la educación en la fe ya desde el mismo punto de partida.

Se pueden montar, y se están montando de hecho, acciones pastorales para llegar también a los padres aprovechando la circunstancia de la iniciación sacramental de los niños. Los padres, a gusto o a disgusto, estarán dispuestos a someterse a todas las condiciones previas con tal de llegar al final: el sacramento de sus hijos, que en la cabeza de la mayoría sigue funcionando durante todo el proceso como «acto social». Y llegado este momento, se acabó todo.

Por otra parte, tampoco es posible llevar a cabo una educación de la fe de los niños sin implicar a los padres; la experiencia terminaría en un rotundo fracaso, porque la vivencia religiosa o pseudo-religiosa de la familia sofocaría los nuevos caminos de la educación en la fe y la nueva práctica eclesial.

El criterio sería desplazar la familia hacia la comunidad, integrándola en un proceso catecumenal comunitario juntamente con otras familias, donde la comunicación y comunión de fe fuese realmente posible (3).

También aquí debe realizarse un desplazamiento considerable. Lo que ha comenzado a llamarse «comunidad parroquial» dista mucho todavía de ser una realidad comunitaria.

La gran mayoría de las parroquias presentan un panorama de simple «agregado social», determinado por lo territorial y caracterizado por la proximidad física y por la ausencia de comunicación, sin llegar a ser un grupo de pertenencia, y cuya principal expresión se encuentra en la dimensión cultural, con un culto masivo y desnaturalizado (4).

No cabe duda que la exigua preocupación por la educación de la fe ha tomado en los últimos años otros rumbos y una importancia mayor, pero en la mayoría de los casos sigue orientada simplemente a una mayor integración de los participantes en la institución que los prepara, y deriva casi siempre en práctica cultual como última meta, sin ningún tipo de integración comunitaria.

Las parroquias han hecho un gran esfuerzo en la elaboración de métodos e iniciación de experiencias, en el reclutamiento y preparación de educadores de la fe, a veces con más voluntad que vivencia y sin ningún nexo comunitario entre los mismos educadores; pero éstos no son ni se sienten enviados por una comunidad real, que no existe, sino los brazos ejecutivos del párroco. Se llega in-

(3) Cfr. J. J. TAMAYO-ACOSTA, Un proyecto de Iglesia para el futuro en España, Ed. Paulinas, 1978, 181-189, donde el autor presenta diferentes experiencias realizadas en este sentido.

(4) Véase la citada obra de J. J. TA-MAYO-ACOSTA, págs. 19-30, donde el autor hace un análisis descriptivo y una tipología de la parroquia, con los diferentes intentos de renovación.

430

cluso a alcanzar a todos los niños, algunos jóvenes y... ningún adulto. Otra vez la experiencia está fallando por la propia base.

Habría que desplazar la educación de la fe hacia las pequeñas comunidades eclesiales y emplear todas las fuerzas en la creación y apoyo a las mismas, para que fuese en su seno donde se realizase la experiencia de educación en la fe. La unión y comunión de estas comunidades de distinto signo nos daría la imagen de una parroquia «comunidad de comunidades» con otros cometidos y funciones muy distintas a las actuales. Aunque siguiese llamándose por el mismo nombre, el desplazamiento habría sido considerable y la realidad totalmente distinta.

La escuela

Hasta hace muy poco la escuela ha sido casi el lugar exclusivo de lo que se creía educación de la fe. En ella han descargado todos su responsabilidad, quedando autosatisfechos al saber que por ley se daba a sus hijos «clase de religión», sin hacer más distingos de si era verdadera educación de la fe o simple adoctrinamiento. Los resultados están a la vista. El descontento y desconcierto afecta a todos los estamentos afectados por el tema; la proliferación de métodos, normas y directrices es la demostración más palpable de no haber dado a no querer dar con el núcleo del problema.

Recientemente las cosas se han agravado todavía más: la escuela estatal se desentiende prácticamente del asunto, y la así llamada «escuela católica» se bate por mantener este reducto apelando a razones no demasiado convincentes. Y al ver que hasta de las más altas esferas eclesiales llega el reconocimiento de que

sólo es posible la educación de la fe desde y en una comunidad cristiana, se autodenomina demasiado rápida y gratuitamente escuela de la comunidad cristiana, sin atender a que una comunidad cristiana no lo es por el mero hecho de darse tal nombre, sino por unas notas que en la escuela, tal como está estructurada, ni se dan ni pueden darse.

En efecto: la estructura y el tipo di" relaciones entre los promotores y los diferentes estamentos que entran a formar parte, de corte eminentemente empresarial; las relaciones de poder maestro-alumno, el clima escolar de obligatoriedad, la no implicación de la propia fe de los educadores, hacen de la escuela un lugar donde el funcionamiento y la vivencia de una comunidad cristiana resultan imposibles.

Si, en un caso de ciencia-ficción, se diese en la escuela una auténtica educación de fe, libre, crítica, comprometida, creadora de comunidad..., donde la fe de todos los estamentos que la componen entrase en un proceso de interpelación común, el proceso desembocaría en una transformación tan radical de la misma escuela que o desaparecería como tal o resultaría irreconocible.

Con honestidad, y libres de todo temor de «perder» lugares para educar en la fe, hay que desplazarse adonde éstos están. A lo máximo que se puede aspirar en la escuela es a una cultura religiosa o a la transmisión de unos conocimientos orgánicos de la fe, coordinados con el resto de los saberes que en ella se imparten.

3. La educación de la fe para la comunidad

La educación de la fe tiene una finalidad clara: la iniciación en la

431

Page 216: Mision Abierta - Desafios Cristianos

comunidad cristiana que construye el reino de Dios en el mundo (CE. E.C. 2.1.3.°).

Este es uno de los criterios básicos y la evaluación más apropiada para darnos la clave de la autenticidad de una educación de la fe; evaluación que se olvida con demasiada frecuencia, pues la mayoría de las veces, a la salida de la celebración del sacramento con que termina el proceso de catequesis, la desbandada es general.

Si se han tenido en cuenta escrupulosamente los criterios anteriores, el aprendizaje y la experiencia comunitaria desembocará de forma natural en la integración en la comunidad o en la creación de una nueva.

II

Otros criterios discernidores en la educación de la fe.

Afirmado y supuesto el criterio central de la comunidad como punto de partida, lugar y meta de la educación de la fe, los siguientes criterios tienden a determinar cómo sería esa comunidad, y la afectan en los tres momentos anteriormente señalados.

1. Una educación de la fe: de identidad cristiana

«Los cambios profundos que afectan actualmente al mundo y al hombre conducen frecuentemente a una crisis de identidad personal, creyente y eclesial.

Los procesos de salida de esta crisis no son-fáciles y requieren, por tanto, una profunda reflexión pastoral y una atención detenida tanto a los caminos personales como a una más clara y limpia identificación de la Iglesia en cuanto comunidad de fe que se solidariza con el destino concreto de los hombres.

La catequesis deberá capacitar a los cristianos para desenvolverse convenientemente en medio de la diversidad y el pluralismo. Para ello debe educarlos inculcándoles el sentido de su identidad específica:

— la referencia a Jesucristo, Señor y Salvador del hombre y de su historia, vivida como encuentro-conversión, conocimiento, relación y seguimiento;

— el caminar dentro de la Iglesia, siguiendo un camino «personal» en proceso de maduración en cuanto persona y en cuanto creyente, y un camino «en cuanto Pueblo de Dios», vivido a través de la comunión eclesial;

— vivir unas actitudes evangélicas y asumir los compromisos que se derivan de la fe con responsabilidad histórica;

— vivir en medio de un mundo plural en culturas y filosofías de la vida, dialogando con ellas y criticándolas para transformarlas desde la radicalidad del Evangelio» (C.E.E.C. 2.2).

2. Creativa

Una de las mayores angustias de los educadores de la fe es la búsqueda de soportes, métodos y textos. En definitiva, la búsqueda del «catecismo». Pero todo esto no es más que una posible mediación que a veces puede matar la creatividad del grupo comunitario; es éste quien de-

432

be hacer su propia catequesis, partiendo de su situación concreta.

El grupo tiene que ser capaz de confrontarse con el Evangelio de tal forma que llegue a reescribir su propio evangelio, tal como lo hicieron las primeras comunidades cristianas. Tiene que entrar en contacto con la tradición viva de la Iglesia hasta llegar a dar razón de su propia fe confesando su propio credo, y celebrar su fe de forma original sin anclarse en la mera repetición de signos sin significación para él.

3. Testimoniante y comprometida

«La catequesis no puede separarse de un serio compromiso de vida.

Por otra parte, la catequesis, en cuanto que es testimonio, educa asimismo al cristiano para su inserción plena en la comunidad de discípulos de Jesucristo, asumiendo toda la verdad de la condición de gracia y de pecado de este pueblo creyente que .peregrina en el mundo; y también con todo el sentido de solidaridad fraterna que el cristiano debe vivir respecto a todos los que, creyentes y no creyentes, están embarcados en la misma aventura de la familia humana. De esta forma la comunidad eclesial se constituye en auténtico sacramento universal de salvación.

Uno de los cometidos principales de la catequesis hoy es suscitar eficazmente formas nuevas de serio compromiso, especialmente en el campo de la justicia» (Sínodo, 10).

Resulta, por tanto, muy sospechosa una educación de la fe que no lleva a un compromiso serio, a una denuncia profética de todas las injusticias, que no educa a tomar partido en solidaridad con los demás hombres cuando está en juego el

hombre mismo, sino que más bien educa en el mantenimiento de un orden establecido a todas luces injusto, y a veces hasta en la defensa a ultranza de unos privilegios que van abiertamente en contra del Evangelio.

Y resulta también muy sospechosa la educación de la fe que, velada o abiertamente, tiende a consagrar ciertas opciones políticas y formas de estructurar la sociedad en clave de injusticia.

4. I'.n comunión

I'IUII qur la educación de la fe sea válldii ni rl seno de una comunidad es nccrnuí lo que ésta esté en comunión con las demás comunidades. Han de mostrur entre ellas la caridad y la comunión —reconoce el Sínodo, /.?—, ya que es en esta unión de los múltiples grupos y comunidades de cristianos unidos íntimamente con Dios y entre sí donde se manifiesta el misterio de la Iglesia como Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.

Habrá que desconfiar, por tanto, de la educación de la fe en una comunidad cerrada y que, a través de un proselitismo machacón y discriminado, prepara a los individuos para pertenecer a una especie de secta secreta y aislada, y que se concibe a sí misma como la única forma posible de vivir el Evangelio y la Iglesia.

El carácter misionero es un distintivo de la verdadera comunidad cristiana, y toda educación de la fe es misionera porque incita a preocuparse de otras comunidades de ambientes distintos, abriendo los espíritus al bien de la Iglesia Universal (Sínodo, 17).

433

Page 217: Mision Abierta - Desafios Cristianos

S. En proceso continuo

No se puede concebir la educación de la fe fragmentada por edades y ámbitos, ni reducirla a una preparación sacramentalista, preferentemente infantil, sino que debe concebirse como un proceso continuo que abarque las distintas edades constituyendo un proceso coherente.

En este proceso, el punto de referencia no es el niño, sino más bien el adulto, que camina hacia una maduración en la fe, y todas las demás formas de educación de la fe dere-rán ordenarse hacia esta fe adulta.

Este proceso continuo es el que se concibe hoy como «catecumena-do», tomando como modelo el cate-cumenado bautismal (Sínodo, 8) en sus fases de conversión e iniciación a la fe y a la comunidad, y que es considerado como «una apta institución para el proceso de la reiniciación cristiana de los bautizados no suficientemente evangelizados y como medio de creación de comunidad cristiana, que debe ser el modelo de referencia para toda la catcquesis» (C.E.E.C. 2.4).

6. Integral

La atención a este criterio supone el que la comunidad se someta a sí misma a examen acerca de cada paso del proceso de educación de la fe, para discernir en qué medida se está llevando a cabo una «cateque-sis integral, en la que hay que unir siempre, de modo indisoluble,

— el conocimiento de la Palabra de Dios,

— la celebración de la fe en los sacramentos,

— la confesión de la fe en la vida cotidiana.

La pedagogía de la fe tiene, pues, un carácter, específico:

— el encuentro con la persona de Cristo,

— la conversión del corazón, — la experiencia del Espíritu, — en comunión con la Iglesia» (Sí

nodo, 11). El someterse a este examen es ur

gente, pues si bien la aceptación de todos estos elementos integrantes de la educación de la fe no ofrece dificultades en el plano teórico y el consenso es general, en la práctica no sucede otro tanto.

En efecto, a medida que el movimiento catequético ha ido pasando por distintos momentos, cada uno de ellos ha privilegiado un nuevo aspecto, quizá por la urgente necesidad de tomarlo en cuenta al sentirlo olvidado en el momento catequético anterior. Así hemos ido pasando por los momentos doctrinal, kerig-mático, antropológico, comunitario..., correspondientes al aspecto privilegiado: el contenido, la Palabra, la experiencia humana, el compromiso, la comunidad. Esto tiene sus valores y también sus riesgos, ya que al hacer incidencia sobre uno de los aspectos, se minimizan los demás y se termina por olvidarlos (5).

De la misma forma, y como resultantes de los distintos procesos de educación de la fe, han aparecido comunidades cristianas de distinto signo, que se definen precisamente por privilegiar unos u otros rasgos, con menosprecio de los demás. De forma rápida podemos clasificarlas en neo-catecumenales, carismáticas, populares y eclesiales (6).

(5) Véase el cuadro comparativo en Actualidad catequética, 88-89, jul.-sept. 1978, 192.

(6) Véase el cuadro comparativo que hace C. FLORISTAN en Sal Terrae, feb. 1979, 153.

434

El peligro es doble: por un lado, la educación de la fe es parcial y hasta parcialista, y por otro, la comunidad resultante se erige en posesora en exclusiva del Evangelio al identificar éste con el aspecto privilegiado, llegando a ignorar los otros grupos comunitarios, rompiendo así y haciendo difícil la comunión eclesial y el mutuo enriquecimiento.

Hay que decir que resulta comprensible y hasta natural el incidir, al menos en el punto de partida, en un aspecto, ya que siempre se parte de una situación y una necesidad impulsora concreta, pero al ir avanzando en el proceso es necesario tener la suficiente clarividencia para articular los diferentes elementos y aceptar, honesta y humildemente, que ninguna tendencia catequética agota el Evangelio y ninguna comunidad concreta puede erigirse en modelo o alternativa global de Iglesia.

7. Con una nueva figura de educador

«La opción por una catequesis desde la comunidad y para la comunidad afecta a la formación de catequistas dándole un nuevo talante. Habrá que procurar que en la formación, el catequista viva el mismo estilo comunitario de la o p c i ó n » (C.E.E.C. 3.6).

Es claro que la educación de la fe, aun siendo tarea de la comunidad, como hemos señalado, no es toda ella en bloque la que va a llevar a cabo la dinámica del proceso cate-cumenal. Su actuar en este proceso se concretiza en algunos de sus propios miembros a quienes encomienda, con carácter de misión, la educación de la fe de los nuevos catecúmenos.

No vamos a hacer una descripción detallada de la figura del nuevo catequista a base de sus cualidades personales y de educador de la fe ni de la metodología catequética necesaria, sino simplemente sacar unas consecuencias a tener muy en cuenta a la hora de poner en marcha un proceso catecumenal:

— La primera sería ésta: Al comenzar lu búsqueda de catequistas, retrotraer lu pregunta hacia la comunidad, preguntarse dónde está ésta y qué calidad de fe comunitaria tiene. Convencerse que es ahí donde hay que buscarlos. Si la catequesis no es una tarea meramente «individual», sino que se realiza siempre en la comunidad cristiana (Sínodo, 13), aunque se cuente con muchos y preparados catequistas, si éstos no provienen de una comunidad de fe que les envía y les apoya, serán muchas «individualidades» pretendiendo hacer educación de la fe, pero nunca será una educación auténtica, ya que sólo es posible educar en la fe tal como ésta es vivida por la comunidad creyente.

— Intimamente ligada con la anterior, otra exigencia a tener en cuenta es la siguiente: Puesto que se educa para la comunidad, el mismo educador de la fe deberá ir creando un grupo de experiencia comunitaria de fe con su grupo de catecúmenos, en el que él no queda fuera, sino que entra todo entero dando razón de la fe que ha vivido en su comunidad.

Esto conlleva el que el catequista sea un hombre que comparta su vida ordinaria con y entre los catecúmenos, metido en su misma situación humana.

Lo cual quiere decir que por muy generosos que parezcan los caritativos ofrecimientos de catequistas que se desplazan a los barrios para «dar

435

Page 218: Mision Abierta - Desafios Cristianos

catequesis» en plan fin de semana, para volver a vivir el resto de los días su propia situación personal sin ninguna referencia a su grupo, tal educación de la fe está llamada al fracaso.

— Es no sólo preferible, sino imprescindible, escoger un hombre con menos conocimientos y de menor significación social, pero que tenga una fuerte experiencia de fe comunitaria y sepa dar razón de ella, encarnado en la comunidad local y fiel compañero de camino de los catecúmenos, que sea capaz de transmitir la fe de-la comunidad, celebrarla con ellos y suscitar nuevos creyentes capaces de dar testimonio de la misma fe ante el mundo con su compromiso.

La catequesis «no es un saber cualquiera; es conocimiento de un misterio, anuncio gozoso, sabiduría según el espíritu, síntesis orgánica centrada en el misterio de Cristo. No es un sistema, una abstracción, una ideología. La catequesis tiene su origen en la confesión de la fe y conduce a la confesión de la fe» (Sínodo, 8).

«En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?» (E.N., 46).

Conclusión: Criterio final.

Después de lo dicho hasta aquí, la conclusión más evidente es que la puesta en marcha de un catecume-nado que intente llevar a la práctica los criterios básicos que hemos señalado, ni es fácil ni puede hacerse

por decreto, sino que exige un punto de partida previo, una tierra debidamente preparada, que no es otra que la comunidad cristiana.

Donde no exista comunidad cristiana, se podrán hacer muchos y costosos esfuerzos por educar en la fe, e incluso intentar iniciar un catecu-menado, pero el resultado ya es más dudoso. ¿Para qué se hace, adonde llegarán los catecúmenos, qué atracción va a provocar una fe que desemboca en la insignificancia, cuando no en la negatividad?

En cambio, la comunidad cristiana que vive y celebra su fe, a la fuerza ha de provocar en otros muchos, primero la admiración y, después, la atracción a unirse a ella. Y diríamos que la misma comunidad necesita abrir sus puertas a los nuevos catecúmenos que llaman a sus puertas, no sólo por la necesidad ineludible de comunicar su fe, sino también para alejar de sí el peligro de enquis-tarse en sí misma y de convertirse en «ghetto».

No cabe duda que a la fe y a la comunidad cristiana se puede llegar también por otros caminos, más cortos o más largos, pero aquí no se trata de suposiciones ni de casos aislados; en la situación de nuestra Iglesia de hoy, todavía en estado de cristiandad, más sacramentalizada que evangelizada, el lugar más apropiado y recomendado por la misma Iglesia para pasar a una Iglesia más evangélica es el catecumenado, como proceso de reiniciación en la fe e inserción en la comunidad. «El modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal» (Sínodo, 8).

Este proceso catecumenal ni es ni ha sido siempre uniforme. En realidad ha ido progresando en dos líneas diferentes:

436

— Diacrónicamente, pasando por diferentes momentos progresivos en los que la incidencia ha recaído pri-mordialmente en un nuevo aspecto: el contenido, la Palabra, la experiencia, el compromiso, la comunidad..., en consonancia con el momento histórico a que ha hecho frente la reflexión y la educación de la fe, dando lugar a los diferentes movimientos catequéticos y comunidades cristianas que señalábamos anteriormente.

— Sincrónicamente, al mismo tiempo y en diferentes lugares, el estilo de educación de la fe intenta dar respuesta a las preguntas que la misma fe formula dependiendo de la situación cultural y social. Así estamos llegando en Europa, en una civilización occidental y racionalista, a un movimiento catequético denominado de «nueva síntesis», en el que se intenta articular de forma no opuesta, sino integradora, una nueva síntesis de la fe, dinámica y temática, con el riesgo de un resultado contrario al pretendido. (Exponentes sintomáticos de esta nueva síntesis pueden ser la obra de Hans Küng, Ser cristiano, y el Curso fundamental sobre la fe, de Karl Rahner.) En América Latina, por el contrario, y a pesar de las recientes controversias manifestadas en Puebla, la línea conductora de la educación de la fe sigue ejerciéndose en la clave de «liberación» que tan fuertemente se inició en Medellín. (Como confirmación pueden consultarse los Documentos de Puebla, especialmente los números 342-378, dedicados a la «evangelización, liberación y promo

ción humana», y los referentes a las Comunidades Eclesiales de Base.)

Esta constatación nos lleva a una última conclusión, que resulta a la vez un último criterio: Dentro de la situación actual del movimiento catequético, con un panorama rico y variado de tendencias e insistencias diversas, es necesario afirmar que en toda catequesis se debe articular de forma integradora la fidelidad a Dios y la fidelidad al hombre: «La catequesis es Palabra viva, fiel a Dios y, a la vez, fiel al hombre» (Sínodo, 7.9).

Esta debe ser una constante a lo largo de todo el proceso de educación en la fe, cuidando que la insistencia en uno de los polos no resulte en menoscabo del otro; cuidando que la insistencia en lo doctrinal no aleje los problemas del hombre, que el acento en lo trascendente no separe a los cristianos de su misión en el mundo, que el cuidado por los rasgos religioso-espirituales no lleve a una fe individual sin dimensión comunitaria. Cuidando, por otro lado, que la fidelidad al hombre concreto no quede en mero humanismo sin suscitar creyentes en Jesucristo, que el Evangelio no se convierta en ideología política.

Se trata, pues, de crear un estilo de catequesis que una inseparablemente la fidelidad a los dos polos, creando a la vez un lugar que posibilite vivir el Evangelio en comunidad cristiana.

437

Page 219: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JON SOBRINO

TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y TEOLOGÍA EUROPEA PROGRESISTA

Aclaraciones previas

Hacer una comparación entre Teología de la Liberación (desde ahora TL) y teología europea, tal como se nos ha pedido, exige algunas aclaraciones previas. La primera es que cada una de ellas se hace en y para un mundo distinto, el mundo latinoamericano y el europeo, pero considerados no sólo como realidades geográficas, sino como realidades históricas y teológicas, como Tercer Mundo y como Primer Mundo. La TL es aquella que surge de, responde a y quiere servir desde la fe a las necesidades de un mundo mayorita-riamente pobre y oprimido, a su liberación. En ese mundo, la necesidad fundamental sigue siendo la vida y, cada vez más, el alejamiento de una muerte que se le acerca activamente. La teología europea es

una teología del Primer Mundo, mundo en abundancia —aunque las crisis actuales hayan cuestionado el ideal de un progreso indefinido— y corresponsable también de la miseria del Tercer Mundo; mundo amenazado de deshumanización por esa misma abundancia y corresponsabilidad en la opresión de otros mundos, y amenazado también de desinterés por lo religioso y por la pérdida del sentido de la propia vida. En este mundo europeo se hacen diversas teologías que se diferencian en el fondo según se capte la realidad del Primer Mundo, cuál sea su pecado y su responsabilidad; sus posibilidades y retos para la fe. Por tipificarlas brevemente, existe el tipo de teología conservadora, que K. Rahner denominaba teología ad usum, irrelevante incluso para Europa. Existe, por otra parte, una nueva teología con una inspiración afín a la de la TL, que toma en serio el

438

mundo de los pobres y oprimidos, en Europa y en el resto del mundo, y hace de ellos lugar para la renovación de la fe y así de la teología. Existe, por último, el tipo de teología que puede denominarse progresista (desde ahora TP) con el mérito indudable de haber superado y enterrado la teología conservadora y haber preparado en buena parte la renovación eclesial del Vaticano II, pero encerrada ahora en sí misma, en sus métodos y contenidos, y no abierta al mundo de los pobres. Esta T r tiene amplios márgenes, pero la definimos de tal manera que excluye tanto la teología conservadora como la teología afín a la TL. Con esta TP queremos comparar en este artículo la TL.

La segunda aclaración es que la TL en sus quince o veinte años de desarrollo no es algo monolítico; dentro de ella existen diversas etapas y corrientes, debido a coyunturas históricas y al talante de los diversos teólogos. J. L. Segundo (1), por ejemplo, ha llegado a preguntarse si no se está dando un importante cambio dentro de la misma concepción de la TL. Lo que aquí vamos a exponer, por lo tanto, es una visión personal de la TL, muy influida también por lo que ocurre en Centro América. Esta visión no pretende minimizar las diferencias dentro de la TL ni exime de un debate esclarecedor, pero la creemos suficientemente representativa de los rasgos fundamentales de la TL.

La tercera aclaración versa sobre lo que pretende esta comparación. En primer lugar, el esclarecimiento, por comparación, de ambas teolo-

(1) Cf. The shift within Latin American Theology, Toronto, 1983. Véase también R. Oliveros, Liberación y teología, México, 1977; J. C. Scannone, «Teología de la Liberación», en Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, pp. 562-579.

gías. Pero dado el lector europeo, conocedor de la TP, y dado el ambiente de sospecha y amenaza a la TL, se pretende sobre todo el esclarecimiento de la TL.

Digamos, por último, que la comparación pudiera hacerse a diversos niveles: de contenidos, método, significado y consecuencias. Pero como resultaría demasiado prolijo y extenso una comparación detallada a todos estos niveles, nos vamos a concentrar en comparar el propio quehacer teológico en la TL y la TP en sus presupuestos más fundamentales, los cuales esclarecerán sus contenidos, método y relevancia (2). Los llamamos pre-supuestos, y por ello son lógicamente previos al quehacer teológico; pero, de hecho, son 'puestos' en el propio quehacer, descubiertos en la práctica de la teología.

La finalidad del quehacer teológico

Con todo quehacer también el quehacer teológico tiene una finalidad última. Y esa finalidad última tiene prioridad sobre cualquiera otra finalidad específica. Con esto, queremos decir que bien que la teología

(2) En más detalle hemos expuesto estas reflexiones en El conocimiento teológico en la teología europea y latinoamericana, ECA, agosto-septiembre 1975, páginas 426-445 (reproducido en La resurrección de la verdadera Iglesia, Santander, 1981, pp. 21-53). Sobre una tipología de la teología en América Latina hemos escrito en Iniciación a la práctica de la teología, Madrid, 1983, pp. 366-392. Una evaluación de la Teología de la Liberación hecha por teólogos no latinoamericanos, aunque simpatizantes con la Teología de la Liberación y que puede servir de comparación puede verse en Varios, Vida y reflexión. Aportes de la teología de la liberación al pensamiento teológico actual, Lima, 1983.

439

Page 220: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sea descrita, aunque sea vagamente, como reflexión sobre la revelación o como reflexión sobre la fe, el quehacer teológico tiene que integrar en sí mismo la finalidad de la revelación y de la fe.

Pues bien, tanto en el AT como en el NT se expresa una correlación entre revelación de Dios y liberación de los hombres, sea cual fuere el contenido más específico de esa liberación. La liberación ofrecida en la revelación de Dios aparece, además, a dos niveles distintos, aunque complementarios: liberación de lo negativo (pecado, esclavitud, opresión, muerte, etc.) y liberación para lo positivo (advenimiento del Reino de Dios, creación del hombre nuevo, divinización del hombre, consumación de la historia, etc.). También existe una correlación entre liberación y fe del hombre. Esta consiste en un doble movimiento: responder en fe, gratitud y esperanza a la acción liberadora de Dios en el hombre y en la historia, y corresponder a esa acción liberadora de Dios en la activa liberación de los demás.

Con esto no se quiere decir más que cualquier teología que sea servicio a la revelación de ese y no de cualquier Dios y servicio a esa y no a cualquier fe debe ser liberadora o, al menos, la liberación debe ser su última finalidad. De hecho, así ha ocurrido, comenzando con el AT y el NT, siempre que ha habido teología creativa a lo largo de la historia. Pero para la creatividad cristiana de la teología ha sido siempre muy importante la determinación a lo largo de la historia de aquella opresión de la que hay que liberar y de aquella realidad pleni-ficadora para la que hay que liberar. En la determinación de ambas cosas la teología siempre ha podido echar mano de sus propios conteni

dos (pecado y muerte, por una parte; gracia y divinización, por otra); pero en la historia de la teología moderna esa determinación le ha sido forzada también por lo que ocurre fuera de la teología, por lo que ge-neralizadamente se llama Ilustración. Esta ha supuesto para la teología, tanto en la determinación de la opresión fundamental como de la positiva liberación, un ataque en primer lugar y un reto. La teología moderna se ha ido constituyendo en ia medida que ha ido respondiendo a ese reto e integrando positivamente aquello que, por su ausencia, originó el ataque.

a) Por lo que toca a la determinación de la opresión fundamental, es decir, de aquello de que hay que liberar, .son conocidos los dos momentos de la Ilustración simbolizados por Kant y Marx. Según el primer momento, hay que liberar a la subjetividad esclavizada, a la razón y a la libertad, aunque Kant pretendiese también la liberación política. Para la teología esto supone el reto de mostrar que esa liberación es legítima y querida por Dios, y supone responder al ataque de que el mismo quehacer teológico es expresión de esclavitud en base a su mismo funcionamiento a partir de la 'autoridad' y de que mantiene esclavizada la subjetividad de sus destinatarios.

Según el segundo momento, hay que liberar la miseria de la realidad, supuesta ya —al menos en principio— la liberación de la subjetividad. Para la teología esto supone el reto de mostrar que la liberación de la realidad, la liberación de la opresión histórica, es legítima desde la misma revelación de Dios y supone responder al ataque de que la teología es una — sino la más importante— forma de justificar ideo-

440

lógicamente tal opresión de la realidad.

En ambos momentos se trata, por lo tanto, de relacionar teología y liberación, de la subjetividad y de la miseria real; y de reconciliar teología y liberación, pues aquélla ha sido vista como un quehacer mitologizan-te o alienante. En la teología moderna hay, pues, algo de común en varias de sus manifestaciones; pero el anterior esquema ayuda también a explicar sus diferencias.

La TP trata de responder al reto del primer momento de la Ilustración. En cuanto al contenido, elabora la autonomía del hombre y de las realidades mundanas, sancionando en una palabra la secularización como querida por Dios y referida también a Dios, a diferencia de un secu-larismo sin referencia a Dios. En cuanto al propio quehacer teológico, toma en serio la autonomía de la razón e integra por ello mecanismos racionales en la teología: crítica histórica y literaria, que llevan, por un lado, a la desmitologización, aunque vayan acompañadas por algún tipo de hermenéutica que recupere lo criticado, e instrumental filosófico que muestre como razonables los contenidos trascendentes de la fe. En cuanto al destinatario, se dirige cada vez más al creyente amenazado en su fe por el impacto ambiental de la Ilustración o simplemente al hombre amenazado en su sentido, a quien el proceso de secularización ha llevado al secularismo y a sentirse solo en el mundo.

La TL ha tratado de responder en directo al segundo gran reto de la Ilustración, aunque, de hecho, haya integrado buena parte de la respuesta al primer reto. En cuanto a los contenidos, elabora la absoluta necesidad de liberación de la realidad oprimida, de liberación de pueblos

que mueren lentamente o que son crucificados, de liberación a todos los niveles en que la persona y los pueblos son oprimidos, pero que comienza y pasa por lo más primigenio de la vida. En cuanto al quehacer teológico, sabe de la legítima autonomía de la razón, pero exige ante todo el ejercicio de una razón 'responsable' ante la realidad, como analizaremos más adelante. En cuanto al destinatario, se dirige formalmente al hombre y a los pueblos —sean o no creyentes, aunque la mayoría lo son—, en cuanto no-hombres y no-pueblos. A ellos se quiere liberar en primer término; y, en cuanto al destinatario creyente, se dirige a quienes desean colaborar desde la fe a la liberación y a potenciar también su fe —que puede pasar por crisis— desde la liberación.

Según este esquema, podemos enunciar la diferencia entre ambas teologías desde aquello de lo que quieren liberar. La TP desea liberar a la subjetividad esclavizada; la TL desea liberar la miseria de la realidad. La TP desea devolver el sentido a una subjetividad que, incluso liberada formalmente, se encuentra amenazada en su sentido; la TL propone el sentido de la subjetividad a través de dar sentido a la realidad. De esta forma, ambas teologías intentan ser liberadoras y encuentran en la revelación la legitimidad de esas liberaciones; son, además, profundamente pastorales en cuanto intentan introducir al creyente amenazado por los dos momentos de la Ilustración en la posibilidad y realidad de la fe. Pero las teologías se hacen distintas según se pretenda en directo una u otra liberación. Evidentemente, no hay exclusividad entre ambas liberaciones, pero según se privilegie una u otra así será la teología y así, además, se facilitará o

441

Page 221: Mision Abierta - Desafios Cristianos

dificultará la complementación de ambas liberaciones.

Analicemos brevemente este último punto (3). La TP hace hincapié en la liberación del propio yo, personal, grupal, eclesial o creyente. Y aunque esto sea importante y comprensible, desde el punto de vista formal no deja de fomentar una teología-para-sí. La TL hace hincapié en la liberación del otro y de lo otro; formalmente, pues, pretende descentrarse. A priori, pudiera decirse que este enfoque es más evangélico según aquella máxima de que querer ganar la vida en directo es perderla. Una teología-para-sí, aunque busque cosas tan buenas como el sentido de la propia fe, corre el riesgo, en principio, de no ser evangélica en su propio quehacer y de no poder resolver evangélicamente el problema que se ha planteado. Pero, además, se puede constatar a posteriori que la unificación de ambos tipos de liberación se realiza mejor desde el segundo enfoque que desde el primero. Cuando la teología se centra —y obsesiona— con el propio sujeto creyente, con dificultad llega a interesarse en serio por la liberación de la realidad; mientras que el interés por la realidad integra mejor el interés por la propia fe y de facto le da una solución positiva. Con esto se dice no sólo que la teología debe estar al servicio de la liberación de la opresión, sino que ese servicio redunda en bien de la misma teología. Dicho sucintamente, una teología que busca en directo

(3) Con esto queremos recalcar que, en la actualidad, la Teología Progresista, incluso en su dimensión liberadora de la subjetividad, se ha centrado más sobre el creyente que sobre la realidad histórica. No concibe ya —como puede haberlo hecho hace años— ese tipo de liberación apostólicamente, sino más intraeclesial-mente.

el sentido de la propia fe tiene dificultades en encontrarlo, mientras que una teología que busca ser formalmente salvadora de la realidad, recobra también el sentido de la fe. Con ello queremos decir que la TL se interesa también por la problemática del sentido, pero la resuelve de una manera distinta: en el intento de dar sentido a la realidad —lugar, por cierto, que representa el mayor desafío al sentido de la fe— recobra el sentido para la propia fe del creyente.

En resumen, ambas teologías se preguntan seriamente de qué quieren liberar; y, según sea la respuesta al qué, así serán las teologías. Es indudable que una vez que se ha hecho patente un determinado tipo de opresión y la problemática que ofrece a la teología, ésta no puede desentenderse de ello; y, así, la TP hará bien en seguir tratando el problema de la autonomía de la razón y de la fe. Pero esto no quita que no haya otras opresiones que presentan otras problemáticas para la teología y que no sean más fundamentales que aquélla, desde un punto de vista histórico y cristiano. La TL cree que la mayor opresión es la muerte lenta o rápida, estructural o violenta, de millones de seres humanos. Y de esa opresión, absolutamente condenada por Dios, quiere liberar.

b) Por lo que toca al aspecto positivo de la liberación —para qué hay que liberar—, ambas teologías pueden coincidir mejor, al menos en la formulación, mencionando cualquiera de las formulaciones utópicas del AT y del NT: Reino de Dios, hombre nuevo, resurrección, nuevos cielos y nueva tierra, etc. Esa mayor convergencia se debe a que cualquier concepto utópico permite mejor la reconciliación de las diferencias y, sobre todo, a que la utopía

442

todavía no-es, y ello puede encubrir las diferencias que surgen de las diversas posturas sobre lo que ya-es. Por ello, ambas teologías pueden hablar del Reino de Dios o del hombre nuevo, pero con importantes diferencias.

La TP, cuando habla del Reino de Dios, tiende a recalcar la reserva escatológica en nombre de ese reino y a relativizar así las realidades históricas, como si todas fuesen equidistantes de ese reino por ser su distancia infinita. Para la TL, las cosas no son así. La reserva escatológica no relativiza todas las realidades históricas y sociales por igual, sino que las jerarquiza; afirma que no todas están igualmente cercanas o lejanas al Reino de Dios. Y la TL, además, añade a la reserva escatológica lo que se puede denominar la urgencia protológica; es decir, que la creación de Dios llegue a ser, que la vida —un mínimo o un máximo, según se mire— de la creación, que la vida de los pobres llegue a ser una realidad. Es normal que allá donde la vida de los hombres esté ya asegurada a sus niveles más elementales, se la desdeñe al mencionar la utopía del Reino de Dios y se tienda a pensar en éste sólo como símbolo de absoluta plenitud. Pero se comprenderá que allá donde la vida no está asegurada, sino perennemente amenazada —como es el caso del Tercer Mundo—, la vida se hace elemento fundamental y en cierto sentido decisivo de la utopía del reino. La reserva escatológica no puede convertirse entonces sólo en recordatorio de que no ha llegado el Reino de Dios, ni se puede esperar que llegue en plenitud, sino en acicate para que al menos la creación de Dios llegue a ser realidad y para ir realizando el reino.

Otro segundo matiz diferenciador

es que la TP tiende a proponer como correlato al Reino de Dios la esperanza del hombre, lo cual es correcto; pero tiende a ignorar la práctica del hombre en la construcción del Reino, aunque Se le siga exigiendo una práctica ética. La TL, por el contrario, recalca que al Reino de Dios hay que corresponder con esperanza y con práctica; que el Reino de Dios, incluso en cuanto utopía, exige también una práctica que mueve a realizaciones parciales de ese Reino, y a través de mediaciones históricas concretas que deberán ser discernidas. El Reino de Dios es, pues, comprendido como principio utópico. En cuanto utópico, no es nunca adecuadamente realizable; pero en cuanto principio, principia realidades, prácticas, actitudes y valores históricos. Corresponder al Reino de Dios significa entonces, por una parte, dejarse juzgar por El, reconocer lo concreto pecaminoso desde su suma bondad y lo concreto limitado desde su suma plenitud; pero significa también realizarlo, ser atraído siempre de nuevo por esa plenitud y ser movido siempre de nuevo a su realización. Esta realización del Reino de Dios es la finalidad última de la TL, que por ello ha sido definida como el momento ideológico de una praxis eclesial e histórica (I. Ellacuría).

Las fuentes del conocimiento teológico

La TL y la TP reconocen como fuentes del conocimiento teológico la revelación de Dios en la Escritura, la tradición eclesial y el magisterio de la Iglesia. Esto hay que recalcarlo, porque aunque se presuponga que así es —aun con todas las

443

Page 222: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sospechas hacia el matiz liberal de esa teología— en la TP, se suele cuestionar en la TL. Sin embargo, existen diferencias entre ambas sobre la integración de esas fuentes en el quehacer teológico concreto.

Las fuentes del conocimiento teológico nos son dadas en textos de la Escritura, la tradición y el magisterio, que sustancialmente remiten al pasado, aunque el magisterio de la Iglesia presente también textos para la actualidad. La TL acepta lealmen-te estos textos, pero recuerda —de forma eficaz, aunque quizá sólo implícitamente en su propio quehacer— que anteriormente a los textos se da la realidad de la revelación de Dios, y por ello trata de volver al momento pre-textual de la revelación de Dios; es decir, la revelación de Dios como un acaecer, como algo real. Y trata de volverse no sólo a la realidad de Dios en el pasado, sino a la manifestación de Dios en el presente. Esto supone, naturalmente, admitir la posibilidad de la continuada manifestación de Dios en la historia —aunque técnicamente pudiera decirse que su 'revelación' ya se ha completado—; manifestación que por ser de Dios puede ser novedosa y no simplemente deducida o extrapolada a partir de lo que ya se sabe de Dios. Esa posibilidad la admite como realizada la TL en los llamados «signos de los tiempos». Y en este punto sí hay diferencias entre la TL y la TP. La TL acepta esos signos de los tiempos no sólo como lo que acaece, sino como manifestación de la voluntad y de la realidad de Dios. Estos signos pueden ser los grandes signos de los tiempos, sancionados incluso por la Iglesia, como la miseria colectiva que clama al cielo y el anhelo de liberación de todas las esclavitudes (Medellín); o pueden ser sig

nos bien concretos, como la proliferación de los movimientos populares (Mons. Romero). La TP es mucho más reacia a aceptar eficazmente esa posibilidad y a asumirla dentro de la teología como fuente de conocimiento. Por razones ambientales, esta teología no capta con claridad la actual Palabra de Dios; quizá más bien su silencio. Pero lo importante es que no tiende a introducir en el propio quehacer teológico la actual manifestación de Dios, sino que tiende a concentrarse en esclarecer la revelación de Dios en el pasado y a esclarecer los textos en que se nos ha comunicado. Hechos concretos importantes, como pudieran ser negativamente el desinterés por lo religioso o la pérdida del mundo intelectual y obrero para la Iglesia; hechos novedosos y positivos, como pudieran ser los movimientos por la justicia y la paz, los grupos de solidaridad, etc., pueden tener importancia para la teología en cuanto pastoral, pero no para la teología en cuanto conocimiento de Dios. No se integra lo que Dios pueda estar manifestando de sí mismo a través de esos hechos.

Y algo semejante debe decirse de la fe como respuesta y correspondencia a la revelación de Dios. La TL tiene también como fuente de conocimiento, de forma análoga, pero real, la fe realizada de los creyentes, de modo que también a partir de la fides qua pueda comprender mejor —no inventar, por supuesto— la fides quae. La realización in actu de la fe, de la misericordia, de la defensa de la vida, del seguimiento de Jesús, algo ayuda a comprender el objeto de esa fe: Dios y Jesús.

Es indudable que determinar lo que hay de manifestación actual de Dios en la historia y lo que hay de fe real en respuesta a esa manifes-

444

tación requiere un discernimiento, que teóricamente podrá o no tener éxito. Pero lo que aquí está en juego es admitir la posibilidad de tal manifestación actual de Dios e introducirla en las fuentes del conocimiento teológico. La TL así lo cree, y por ello —junto a las otras fuentes de la revelación— argumenta también con la realidad. Así, por ejemplo, si admite que la opresión y muerte de seres humanos clama al cielo. (Medellín), que la inhumana pobreza es contraria al plan del Creador (Puebla), no sólo está diciendo algo sobre la pobreza, sino también sobre Dios; si admite que muchos han dado todo, hasta su vida, por el seguimiento de Jesús, entonces no sólo se está diciendo algo del martirio, sino también sobre el Jesús a quien se sigue.

El quehacer teológico se convierte entonces en elevar a concepto la realidad, porque se cree que en esa realidad sigue estando Dios presente, y esa realidad sigue hablando de Dios. Por esta razón, también la TL es a la vez sistemática y coyuntural. Pretende ser sistemática al elaborar los grandes temas de la teología, ciertamente, el de la liberación y todos ellos desde la liberación; y pretende ser coyuntural al dar respuesta y poner en palabra las grandes realidades históricas y teológicas concretas; así, habla de la opresión y de la liberación histórica, de la vida y de la muerte, del Dios de la vida y de la idolatría, de la persecución y del martirio, de la esperanza y de la justicia, de los pobres y de la Iglesia de los pobres; y también, por fidelidad a la realidad, de la realidad, de la revolución, la violencia, la guerra, etc. Pero lo sistemático y lo coyuntural se relacionan y complementan, pues lo coyuntural es captado históricamente como el

universal concreto y teológicamente como 'lo concreto de Dios'; y eso concreto es de tal densidad y magnitud que se abre a lo universal sistemático, y lo universal sistemático ilumina lo concreto, enriqueciéndose por éste.

Hemos recalcado la importancia del presente como fuente de conocimiento teológico por su novedad; pero, evidentemente, la TL recurre a y acepta como normativo el pasado de la revelación, sobre todo la revelación de Dios en Jesús. Como también la TP acepta la relación intrínseca entre presente y pasado: la revelación de Dios en el pasado —Jesucristo— es tal que remite al futuro del Espíritu, y el presente —el Espíritu de Cristo— es tal que remite a Jesús. Pero esta mutua remisión es vista de diferente manera en ambas teologías. En primer lugar, como ya se ha dicho, la TL mantiene más consecuentemente que la TP el presente de la manifestación de Dios. Y, en segundo lugar, la relación entre presente y pasado se realiza no sólo conceptualmente, sino prácticamente; es decir, la TL propone la práctica como lugar de conocimiento y como lugar herme-néutico para relacionar presente y pasado. Es en el hacer como Jesús de Nazaret como se va redescubriendo la presencia de Dios en el presente; y es en el hacer según el Espíritu de Dios como se va comprendiendo mejor la verdad de Jesús. En el fondo, no se puede ir más allá de esta afirmación; pero sí se puede constatar que en el tomar en serio la actual manifestación de Dios, los signos de los tiempos, no sólo no se ha desvalorizado el pasado, sino que se le ha re-descubierto eficazmente, como se nota en el re-descubrimiento de cosas tan fundamentales en el AT y en el NT como el Reino de Dios,

445

Page 223: Mision Abierta - Desafios Cristianos

el Evangelio como buena noticia, la correlación entre ambos y los pobres, la justicia como ineludible exigencia de Dios, la persecución y el martirio como parte integrante de la vida cristiana, la disponibilidad y obediencia a Dios, el dejar a Dios ser Dios, etc.

Comprender así las fuentes del conocimiento teológico significa aceptar in actu la realidad trinitaria de Dios, aceptar que existe una correlación entre fuente y contenido del conocimiento teológico. Significa asumir dentro del conocimiento la dialéctica del mismo Dios en cuanto encarnado en la historia, privilegiadamente en el Hijo, Jesucristo, y en cuanto perennemente presente en el Espíritu. Significa también asumir que Dios, aunque el totalmente otro en su trascendencia, no es puramente alteridad con respecto a la historia, sino que se da él mismo a la historia; y de ahí la posibilidad de la divinización del hombre y la conclusión de que el conocimiento de Dios sea no sólo por diferenciación, sino también por afinidad.

Esta realidad trinitaria de Dios es lo que permite y exige que las fuentes del conocimiento teológico no sean sólo textos, sino realidades; no sólo realidades del pasado, sino también del presente; no sólo heterogéneas con respecto al hombre, sino también connaturales.

El carácter cognostlvo, ético y práxlco del quehacer teológico

La diferencia entre TL y TP aparece también en la diversa comprensión del funcionamiento de la inteligencia dentro del mismo quehacer teológico. En general, la TP presu

pone que inteligir se reduce a la captación del ser y a la captación del sentido del ser; lo cual es verdadero en lo que afirma, pero reduc-tivo y aun peligroso si con ello se evaden las otras características de la inteligencia. La TL presupone otra concepción de lo que es la inteligencia y su finalidad. I. Ellacuria, al fundamentar filosóficamente el método de la teología latinoamericana, ha recalcado que «la estructura formal de la inteligencia es... la de aprehender la realidad y la de enfrentarse con ella» (4). Y de ahí el triple carácter de la inteligencia:

«Este enfrentarse con las cosas reales en tanto que reales tiene una triple dimensión: el hacerse cargo de la realidad, lo cual supone un estar en la realidad de las cosas —y no meramente un estar ante la idea de las cosas o en el sentido de ellas—, un estar «real» en la realidad de las cosas, que en su carácter activo de estar siendo es todo lo contrario de un estar cósico e inerte e implica un estar entre ellas a través de sus mediaciones materiales y activas; el cargar con la realidad, expresión que señala el fundamental carácter ético de la inteligencia, que no se le ha dado al hombre para evadirse de sus compromisos reales, sino para cargar sobre sí con lo que son realmente las cosas y con lo que realmente exigen; el encargarse de la realidad, expresión que señala el carácter práxico de la inteligencia, que sólo cumple con lo que es, incluso en su carácter de conocedora de la realidad y comprensora de su sentido, cuando toma a su cargo un hacer real» (5).

(4) Hacia una fundamentarían filosófica del método teológico latinoamericano, ECA, agosto-septiembre 1975, p. 419.

(5) Ibid.

446

La TL acepta en su propio quehacer esta triple dimensión de la inteligencia, se preocupa de y verifica que así sea, y desconfía de otras teologías que no cuestionen su status intelectivo —por darlo ya supuesto y adecuado— o lo reduzcan a la primera dimensión constatativa de realidad y de su sentido. Este interés de la TL por su propio status intelectivo no se debe al deseo de fidelidad a la estructura formal de la inteligencia, sino a la constatación de las perniciosas consecuencias de teologías que separan las tres dimensiones, ignorando eficazmente la dimensión ética y práxica; lo cual conduce normalmente a la irrelevancia de la teología o, lo que es lo peor, a una teología alienante. Además —dado que así es, de hecho, la estructura de la inteligencia teológica—, la pretensión de ignorar la dimensión ética y práxica es vana, se realiza, de hecho; sólo que al no tematizarlas, la teología no ejerce ningún influjo adecuado desde lo ético y lo práxico, sino que asume y justifica el status quo. Desde este punto de vista, se desconfía de una teología que una y otra vez intenta proponer la verdad y el sentido de los contenidos teológicos, pero rara-vez carga con ellos y se encarga de ellos en la realidad concreta.

Pero incluso al primer nivel cognoscitivo existen diferencias. Conocer es estar en la verdad de las cosas, no sólo ante sus conceptos o en su sentido. Y ese estar en la verdad de las cosas exige algunas condiciones que la TL ve con mayor claridad e intenta satisfacerlas mejor que la TP. La primera es la encarnación en la verdad de la realidad. Esto significa tomar carne real en la verdad de las cosas, allá donde se da la realidad de la revelación y de la fe, dejar que hablen las mismas cosas y

no sólo sus conceptos, dejarse afectar por la realidad de esas cosas. Se trata, por lo tanto, de encarnarse en la verdad de la realidad. Pero también de buscar la verdad de esa realidad, para lo cual se hacen necesarios todos los conocimientos que llevan a esa verdad. Aquí está la explicación última de la necesidad de la filosofía y, más novedosamente, de las ciencias sociales en la TL. Si esta teología habla de opresión y de liberación, de muerte y de vida, y de los mecanismos de ambos, necesi-tu sabor de qué está hablando; nf> cesita, por .supuesto, de lo que'Ül revelación ti ice sobre todo ello, p4ft) necesita, además, saber su vcrtJÉé concreta, y por ello neceiita do ¡M análisis de las llénela» §oc¡uloi¡ JJ de todo lo que Ilumine la verdad M la realidad COIUTCIH. Estar en la v*T> dad de las tosas s¡nnilica, por lo t u to, encarnación histórica entre alia! y conocimiento iiiiiilltlco de sltM (L. Boff).

La segunda es que estar en la verdad de las cosas no se consigue automáticamente, poique también la inteligencia teológicu tiene su propia concupiscencia quo Inclina a alejarse de y a tergiversar esa verdad, como avisa Pablo: «La cólera de Dios se ha revelado contra los que aprisionan la verdad con la Injusticia» (Rom 1,18). Esto supone lu disposición a la conversión y u lu conversión en el mismo I'IIIH lonumlcnto de la inteligencia teolónfcu. Supone al menos ser consciente de lu posibilidad pecaminosa de la inteligencia y la disponibilidad al cambio al nivel de la inteligencia teológica. Supone la disponibilidad a la verificación de si la teología ha alcanzado la realidad verdadera de sus contenidos o los ha manipulado. Y esta disponibilidad a la conversión no es sólo importante para que el teólogo sal-

447

Page 224: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ve su responsabilidad ética, sino para que la teología sea posible, pues como también avisa Pablo, cuando se hace violencia a la verdad de las cosas, éstas ya no revelan a Dios.

La tercera es que, aunque la realidad posea su verdad en cuanto totalidad, ésta no se alcanza en directo, sino desde lo concreto. Estar en la realidad es estar en algo concreto de ella y, desde un punto de vista cristiano, en algo parcial. La parcialidad que abre a la verdadera realidad es la encarnación en el mundo de los pobres. Eso es lo que hace estar en las cosas reales, lo que hace conocer mejor su realidad, lo que posibilita conocer la totalidad de la realidad. Para el conocimiento teológico esta parcialidad le viene prescrita por la misma encarnación de Cristo, descrita parcialmente desde su movimiento, no sólo hacia lo humano, sino hacia lo débil y pobre de lo humano. Pero, de nuevo, se constata que esa parcialidad es más eficaz para conocer la realidad en totalidad que la aparente ausencia de parcialidad u otras parcialidades. Y aquí se da una seria diferencia entre TL y TP. Aquélla acepta el mundo de los pobres como lugar óptimo para el conocimiento teológico; ésta pretende ser más universal, pues habla de la humanidad, de Dios y del problema de Dios, del hombre, del mundo moderno, etc. Pero esa pretendida universalidad no tiene éxito, pues la misma historia muestra que la TP no da cuenta de la totalidad de la realidad ni llega a todos; y, además, la universalidad no es tal, sino que es una determinada parcialidad, la del 'hombre moderno', históricamente minoritario y evangélicamente inadecuado como lugar de la parcialidad. Ningún lugar parcial es la totalidad; pero cada vez se demuestra con mayor claridad que

desde los pobres, desde el Tercer Mundo, se conoce mejor la totalidad que desde su contrario. Dicho de forma sencilla, desde el Tercer Mundo se conoce la verdad de éste y se descubre mejor la verdad del primero; lo cual no acaece a la inversa.

En conjunto, pues, la TL es más consciente de lo que está en juego al analizar el funcionamiento de la inteligencia teológica, sus dimensiones y la integración de todas ellas. Esto aparece con claridad cuando la inteligencia versa sobre aquellos contenidos más 'históricos', pero aparece también cuando versa sobre contenidos más 'trascendentes' —distinción que hacemos para facilitar el análisis, pues en la realidad están relacionados—. Por lo que toca a contenidos históricos, la TL enfoca el ' conocimiento del pecado, por ejemplo, como un captar el pecado estando en primer lugar en la realidad del mundo de pecado, no sólo ante su concepto, por muy analizado que aparezca ya en los estudios exegéticos, históricos y dogmáticos; pero, además, propone que conocer el pecado se realiza cuando se carga con él, se experimenta su poder, se lucha contra él y por su erradicación. Entonces se 'conoce' lo que es el pecado. Y lo mismo puede decirse del conocimiento del Reino de Dios. Se le conoce cuando se está realmente entre las esperanzas reales de ese Reino, cuando se carga con las exigencias del Reino a su propia realización y cuando se colabora en su construcción. Entonces se llegan a conocer esas realidades, aunque se posean conceptos previos genéricos sobre ellos.

Y esto ocurre también en el conocimiento de los contenidos más trascendentes, como Cristo y Dios. Quizá aquí el lenguaje de hecerse cargo, cargar con y encargarse de la reali-

448

dad se hace análogo, pero no equívoco. Conocer a Cristo y a Dios, estar cabe su realidad a la manera histórica, es cargar con las exigencias de ese Cristo y ese Dios, y es encargarse de su causa. 'Hacerse cargo' es admitir la trascendencia de esos contenidos, pero también procurar la afinidad con ellos; de ahí que el hacerse hijos en el Hijo en el seguimiento de Jesús, el intentar ser buenos del todo, como el Padre celestial (Mt 5,48), no son sólo exigencias éticas o piadosas, sino el modo de estar cabe la realidad de Cristo y de Dios. Y ese estar en la realidad de Cristo y de Dios es simultáneamente cargar con sus exigencias y encargarse de su causa. El seguimiento de Jesús es necesario para conocer a Cristo, pero también para cumplir con la exigencia de ese Cristo que se quiere conocer y para proseguir su causa; practicar la justicia es necesario para conocer a Dios, como dicen los profetas, pero también para cumplir con su exigencia y encargarse en la historia de la causa de Dios. Conocer a Cristo y a Dios no es, pues, sólo cosa de constatar su verdad y su sentido, sino también de reaccionar a las exigencias de esos contenidos e incluso de hacerse corresponsables de su causa. Esto último puede parecer extraño o hasta prometeico, pero no lo es, porque así es el Dios que se ha revelado y su Cristo. El que conoce a Dios lo hace en la medida en que trabaja porque se haga realidad la voluntad de Dios; si se nos permite una frase chocante, para que Dios llegue a ser Dios en el sentido de la afirmación paulina, «al final Dios será todo en todos». El que conoce a Cristo lo hace en la medida en que trabaja porque se extienda su Reino, de manera que Cristo llegue a

ser en verdad y a la manera histórico el Señor.

También, pues, al nivel trascendente conocer es más que constatar y captar sentido; es también practicar. En las palabras de G. Gutiérrez, hay que «practicar a Dios». El conocimiento teológico trata de integrar estas dimensiones. Por supuesto que la TP también reconoce la esfera de lo congnoscivo, lo ético y lo práxi-co, pero no los integra tan decididamente como la TL en la propia inteligencia teológica. La TL relaciona esos tres momentos dentro de la inteligencia teológica de tal manera que para 'conocer' hay que estar dispuestos a percibir y responder a la exigencia ética de sus contenidos y realizar lo que en ellos hay de tarea. Lo ético y lo práxico no sobrevienen a un conocimiento teológico ya constituido, sino que le son dimensiones esenciales.

El quehacer teológico como quehacer cristiano

Para terminar, queremos analizar la dimensión cristiana del propio quehacer teológico, es decir, lo cristiano del propio quehacer, y no sólo de sus contenidos, las actitudes y valores con que se aborda y realiza el quehacer teológico. Esto supone que la teología es un quehacer como muchos otros dentro del pueblo de Dios, el cual quehacer debe ser hecho también cristianamente. Queremos analizar, pues, el talante cristiano del quehacer teológico.

Este talante pertenece al sujeto de la teología, personal o grupalmente considerado. De por sí, no garantiza que el quehacer teológico tenga éxito, pues la 'virtud' no sustituye al conocimiento. Pero debiera estar

449

Page 225: Mision Abierta - Desafios Cristianos

presente en cuanto que la teología es también un quehacer cristiano, y porque ese talante puede potenciar también el producto teológico.

En este punto no se pretende hacer una comparación entre la TL y la TP, pues no es tan simple introducirse en la subjetividad e intencionalidad del sujeto teológico. Presentamos el talante cristiano del quehacer teológico como algo que debiera estar presente en cualquier teología, y como algo que, al menos en principio, la TL desea enfatizar. Ya se han dicho varias cosas de ese talante al mencionar la finalidad de la teología, la necesidad de encarnación, su dimensión no sólo cogsno-citiva, sino también ética y práxica. A continuación mencionaremos algunos puntos que no se han desarrollado explícitamente.

a) Como cualquier quehacer cristiano, la teología necesita la disponibilidad a la conversión y a la conversión como teología. En concreto, esto significa la disponibilidad a la verificación. Esta se realiza, por una parte, a priori según la teología sea o fiel o no a lo que ya se nos ha transmitido de la revelación de Dios; pero debe realizarse también a pos-teriori según la teología produzca o no lucidez y ánimo en el pueblo de Dios y en los más pobres de ese pueblo, según su capacidad de presentar el Evangelio como buena noticia, de animar a la construcción del Reino de Dios. Todo esto se debe evaluar periódicamente y no presuponerlo; y si no ocurre, no se debiera culpar sólo a los destinatarios de la teología, sino que la misma teología debiera examinarse. Si una teología, de hecho, produce desinterés por el Evangelio, se hace incomprensible para las mayorías, en una palabra, se hace irrelevante, debe cambiar, aunque antes se haya rea

lizado con buena intención y mucho más si no hubiera ésta. Y si no sólo produjese desinterés, sino positivo rechazo, de modo que, como dice la Escritura, «el nombre de Dios es blasfemado entre las naciones por vuestra causa», entonces realmente debe cambiar. Con todo esto, queremos decir que también la teología, una determinada comprensión del quehacer teológico, del método, etc. puede absolutizarse y sacralizarse, considerarse en sí mismo como adecuados y buenos, sin dejarse verificar. De ahí la necesaria y continuada disponibilidad a la conversión de cualquier teología.

b) Como cualquier quehacer cristiano, la teología debe ser servicio, y servicio, en último término, a lo que es último en la voluntad de Dios:' la salvación, la liberación histórica y trascendente. En cuanto es un tipo de servicio —a través del logos teológico—, la teología tiene una determinada autonomía; pero ésta no debiera hacer olvidar que, ante todo, debe ser 'servicio'. La teología no es un último término para sí misma, sino para el Reino de Dios. Como ha dicho J. L. Segundo, más importante que la Teología de la Liberación es la liberación. Esta dimensión servicial es lo que convierte a la teología práctica del amor como norma última de todo quehacer cristiano. Por ello, también la teología debe ejercitar las características del amor cristiano: la misericordia y compasión ante los sufrimientos reales de los hombres, ante una humanidad cada vez más empobrecida en su generalidad; la creatividad e inventiva para* propiciar soluciones a ese dolor y soluciones eficaces; la perspicacia para descubrir y desenmascarar la causa de ese dolor.

c) Como cualquier quehacer cristiano, la teología debe estar dispues-

450

ta a introducirse en la conflictividad de la historia y a padecer algún tipo de persecución. Esto puede ocurrir intraeclesialmente o por deslealtad hacia el magisterio de la Iglesia o por incomprensión de ésta hacia una determinada teología o por ambas cosas. Pero la persecución más característicamente cristiana es la que se padece de parte de los poderes de este mundo. Si la teología en cuanto reo-logia trata en verdad del verdadero Dios, inevitablemente entrará en conflicto con las falsas divinidades, con los ídolos de la muerte y que dan muerte. Este conflicto y persecución puede acaecer de diversas formas según tiempos y lugares; pero si una teología se hace con talante cristiano, difícilmente podrá escapar a algún tipo de persecución. Cuando esto ocurra, será ya algún tipo de verificación de que la teología ha elaborado contenidos cristianos, y los ha elaborado cristianamente. Mantenerse en el conflicto y la persecución otorga a la teología una credibilidad que la acredita como cristiana y facilita su aceptación por los interesados verdaderamente en la fe cristiana.

d) Como cualquier quehacer cristiano, la teología debe hacerse dentro del pueblo de Dios y a su servicio, en relación y solidaridad con todos los estamentos del Pueblo de Dios, la jerarquía, con los agentes de pastoral, con las bases del pueblo de Dios. Esta profunda eclesialidad de la teología significa, en primer lugar, que la teología debe ayudar a y ser ayudada por el Pueblo de Dios, de modo que no se conciba con total autonomía eclesial. Significa, en segundo lugar, que debe responder a los problemas reales del Pueblo de Dios, a los más graves y urgentes —por novedosos y complejos que puedan parecer—, no decidir de an

temano qué contenidos teológicos deban ser tratados y cuáles no; pues, aunque la teología tenga ya, en parte su propia agenda, no es ella la que la decide en último término. Significa, por último, ejercer su responsabilidad, no sólo ante la jerarquía y las élites, como ha sido casi siempre lo habitual, sino ante nuevos fenómenos intraeclesiales, como las comunidades de base, los movimientos populares, acompañarles en sus nuevos caminos. Se trata de que la teología incorpore en su propio quehacer las consecuencias de uno de sus contenidos más fundamentales: que la Iglesia es Pueblo de Dios y, en América Latina sobre todo, que es una Iglesia de los pobres, hecha de un pueblo pobre y creyente.

e) Como cualquier quehacer cristiano, la teología debe ser también espiritual y propiciar espiritualidad. Ya hemos mencionado su carácter ético y práxico, pero hay que mencionar también su talante espiritual. Esto significa que el quehacer teológico debe ser hecho con el talante que programáticamente se describe en las bienaventuranzas: con la misericordia hacia el sufrimiento real; con la limpieza de corazón, para no anteponer los propios intereses a los del pueblo de Dios; con el movimiento al empobrecimiento, crucificante, por una parte, pero pontcnciador y fuente de creatividad. Debe ser acompañado de oración, de modo que teológicamente se hable sobre Dios, habiendo antes hablado con Dios. Significa también que se comuniquen los contenidos teológicos de tal manera que éstos no se conviertan sólo en contenidos para el entendimiento, sino que apelen también al espíritu de quien los recibe. Que se presente de tal manera a Dios que se motive a la oración, la confianza, la disponibilidad; y se

451

Page 226: Mision Abierta - Desafios Cristianos

hable de tal manera de estas últimas cosas que se introduzca en el misterio de Dios. Que se presente de tal manera a Cristo que se motive a su seguimiento; y se presente de tal manera el seguimiento de Jesús que introduzca en el misterio del, Hijo.

f) Como cualquier quehacer cristiano, la teología debe estar transida de gratuidad. Es cierto que en cuanto logos la teología tiene sus propias leyes no reemplazables; pero es también cierto que el que el conocimiento teológico funcione de una u otra manera, descubra y explique determinados contenidos de una u otra forma, no se consigue sólo con el uso quasi-mecánico de un método. Un uso 'cristiano' de la inteligencia, por así llamarlo, presupone con anterioridad los ojos nuevos; y esos ojos nuevos son gracia. No los proporciona la teología como tal ni el acervo y acrecimiento de puros conocimientos teológicos. También para la teología vale el que 'algo se nos ha dado' como dimensión de todo lo cristiano. Qué y cómo ocurra esta experiencia de gratuidad puede variar por ser sumamente personal. Pero es bastante frecuente que esa experiencia ocurra en presencia de los pobres de este mundo, los privilegiados de Dios, los que son los destinatarios privilegiados de la buena nueva. La frase retórica de que los pobres nos enseñan teología puede ser ambigua; pero es cierto que otorgan ojos nuevos a la teología. Que surja luz teológica allí donde, según expectativas convencionales, menos pudiera surgir, es una experiencia histórica determinada, pero que puede fungir como experiencia de gracia para la teología en cuanto tal. La teología no puede basar su rigor científico en la experiencia de gratuidad; pero

difícilmente conseguirá vigor cristiano sin ella.

g) Por último, como cualquier quehacer cristiano, la teología debe ser evangélica en el sentido primigenio del término: debe ser hecha con el talante de buena noticia. Esto significa que la teología no sólo establece una verdad, responde a una exigencia y propicia una práctica, sino elabora una verdad, una exigencia y una práctica que son buena noticia, buena para el hombre y para la historia, y buena sobre todo para los pobres y su liberación. Esto presupone la última convicción de que Dios y su Reino, Jesús y su seguimiento, son buenos para el hombre y para la historia; buenos porque conducen a la plenificación final, pero buenos también porque ya ahora humanizan y salvan la historia. El talante evangélico del quehacer teológico presupone esta convicción; hace que la teología no sólo trate de defender la verdad de Dios y de Cristo —necesario y meritorio en ambientes secularizados—, no se convierta sólo en apologética, no esté sólo a la defensiva ante los ataques de quienes niegan su verdad y ante los desafíos de otros movimientos históricos que se presentan como salvífícos, sino que con toda la humildad del caso proponga lo que es sumamente bueno para los hombres y la historia. De ahí que el quehacer teológico, a pesar del desgaste de cualquier quehacer, de las posibles incomprensiones y persecuciones, conlleve también su propio gozo, haga del quehacer teológico algo gozoso y sea así experimentado por sus destinatarios. Se trata, en el fondo, de que el contenido último de la teología configure el talante teológico; de que —con todas las diferencias del caso— el Evangelio de Jesús que propone la teolo-

452

gía haga también de ésta evangelio para nuestros días.

Una palabra final

Esta es la comparación entre la TL y la TP. Sobre esta comparación se pudieran discutir los criterios de comparación que se han usado, pues hay muchos otros según los cuales comparar ambas teologías. Hemos elegido aquellos que nos parecen que introducen mejor a la naturaleza del quehacer teológico.

También pudiera decirse que, además de una comparación, se hace una valoración; lo cual no podemos negar. Esta valoración no pretende ser maniquea, ni otorgar un aire de superioridad a la TL; lo primero, porque la historia enseña que las cosas no son tan sencillas, y lo segundo, porque la misma TL —y cada vez más autocríticamente— conoce sus limitaciones. Una valoración más completa debería incluir el recordatorio de lo que la TL debe a la TP por sus logros en el pasado, los múltiples ejemplos de teologías progresistas en su origen que han avanzado en radicalismo evangélico, opción por los pobres y relevancia histórica —en España hay buenas pruebas de ello—, en lo cual han podido ser en parte ayudadas por la TL, pero también han avanzado desde sus propias tradiciones y desde su propia honradez con la realidad europea, latinoamericana y mundial;

las limitaciones de la propia TL que la eximen de la solidaridad con las teologías de otras partes.

Pero dicho todo esto, nos parece honrado reconocer que la TL ha tocado fondo en lo que está en juego en la teología. Aquí no hemos podido desarrollar todos los contenidos que elabora, ni su método, ni la más novedosa relación entre teología y ciencias sociales. Pero no se puede dudar de que la TL ha puesto el dedo en la llaga de la humanidad actual, la miseria inhumana y masiva, la crucifixión de pueblos enteros; y, por otra parte, sus esperanzas de llegar a vivir con dignidad, como hijos de Dios, sus exigencias a colaborar en su liberación. La TL ha insistido en la dimensión ético-práxica de su quehacer, su carácter responsable y servicial, de lo cual es juzgada por los hombres de hoy y por el mismo Dios; ha insistido en que el mismo quehacer, no sólo sus contenidos, tiene que ser llevado a cabo cristianamente. Ha insistido, por último, en la presencia de Dios en esta historia nuestra y en la generosa respuesta de fe de tantos hombres y mujeres. Junto a lo que se le ha dado gratuitamente de revelación, recoge también lo que se le sigue dando gratuitamente de presencia de Dios y de fe realizada. Todas estas cosas, creemos, no son ni deben ser propiedad privada de una determinada teología, sino que deben informar cualquier teología en la actualidad. Deben llevar a que el quehacer teológico en diversos lugares se haga también solidariamente, dando y recibiendo unos de otros.

453

Page 227: Mision Abierta - Desafios Cristianos

GUILLERMO MUGICA

¿TIENE PORVENIR EN EUROPA UNA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN?

Anotaciones preliminares a modo de introducción

¿Tiene porvenir en Europa una teología de la liberación? Y todavía antes, ¿tiene porvenir en Europa un proceso de liberación? Resulta claro que lo primero sería impensable sin lo segundo. El proceso de liberación, con su compleja «densidad», es el humus del que se nutre y hacia el que revierte una teología de la liberación. En cualquier caso, ni el proceso de liberación ni su correspondiente teología podrían ser en Europa calcó o copia. Es obvio que el proceso en Europa tendría sus propias características. Lo que introduciría indudablemente en la teología perfiles específicos.

Parece que la pregunta que encabeza este trabajo estaría también estrechamente vinculada a otras. ¿Dónde radicaría la «europeidad»

de nuestra teología? ¿Puede darse una teología de la liberación que sea verdaderamente europea? ¿Constituye hoy la liberación la cuestión central en el continente europeo como lo es, por ejemplo, en el latinoamericano?

Todas estas cuestiones, implícitas en el interrogante inicial, evidencian la preocupación de fidelidad —que no de chauvinismo— de todo esfuerzo teológico serio: fidelidad a la realidad, a los desafíos que de ella nos vienen y fidelidad al Evangelio, a lo nuclear cristiano.

Pero aquella pregunta inicial introduciría cuando menos la sospecha, si no la afirmación, de la gran diferencia de contexto y condiciones entre Europa y el llamado Tercer Mundo, en cuyo marco la teología de la liberación tuvo históricamente su origen. De ahí nuevamente la interrogación de si las condiciones históricas en que la teología de la

•154

liberación surge están tan indisolublemente ligadas a ella, y ésta permanece tan esencialmente determinada por aquéllas, que no haya posibilidad de elaborar una teología de la liberación más que en aquel marco preciso (1).

Por el momento, sin pretender responder en profundidad a todas estas inquietudes, será oportuno precisar algunas cosas: que la dimensión liberadora no le viene dada al Evangelio desde fuera, del contexto sociopolítico, sino que le nace, por el contrario, de su propia entraña; que el aporte más universal de la Teología de la Liberación probablemente está en su método y que, de él, lo más característico reside en la recuperación del sentido original del método como «camino» real de la fe —camino recorrido y vivido antes que pensado —y en el rescate del seguimiento de Cristo como quicio básico del hacer teológico, como vía de posibilidad para producir un verdadero conocimiento teológico cristiano (2); que el contenido liberador es tan central y sustantivo al mensaje cristiano que se convierte en pauta verificadora de cualquier producción teológica.

Es obvio, de otra parte, que entre el Occidente desarrollado y el Tercer Mundo existen diferencias notables, incluso abismales en algunos

(1) En «¿Puede haber una teología europea de la liberación?». Noticias Obreras, núm. 874, febrero 1984, pp. 16-26, JOSÉ MA-RIA GONZÁLEZ RUIZ aborda algunas de estas cuestiones. Cf. también el sugestivo pensamiento de GIULIO GIRARDI en «¿Puede hablarse de una teología europea de la liberación?», Herria 2000 Eliza, núm. 47, Iraila 83.

(2) Sobre este aspecto decisivo del método en la teología de la liberación, cf. JON SOBRINO, «El conocimiento teológico en la teología europea y latinoamericana», en Li-beración y cautiverio (encuentro L. A. de Teología), México, 1975, pp. 177-207.

aspectos. Nadie las pone en duda. Esto es precisamente lo que hace congruente la pregunta sobre el porvenir en Europa de una teología de la liberación. No podemos eludir, sin embargo, algunas anotaciones.

Más allá de las distancias geográficas y físicas, en el proceso actual de planetarización de los sistemas, Europa y el Tercer Mundo no constituyen realidades tan lejanas como a simple vista pudiera parecer. Están imbricados más bien como anverso y reverso de un proceso global. Lo que significa, entre otras cosas, que buena parte del costo social de nuestro problemático progreso se concentra y agudiza especialmente en el mundo del subdcsarrollo: mundo dominado, dependiente, oprimido, expoliado. Este mundo es el que hoy se alza como la enrn mnldi-ta, deformada, oscurn y no reconocida de nuestro relativo bienestar.

Además, Europa représenla un concepto excesivamente nniplio c indeterminado. Como, por lo demás, lo es también el de Tercer Mundo. En éste, por ejemplo, Imy que introducir nuevas ponnonorlzacloncs. Es verdad que despo|o y pobreza de una parte, y clamor por la liberación de otra constituyen nl|Ninos de los exponentes más significativos de su situación présenle. Pero junto a ellos, como contrapunto escandaloso e inquietante, estnn también los enclaves de refinado bienestar, lujo y despilfarro, asi ionio los sectores sociales beneficiarlos ile un sistema injusto. Se traía de clases y sectores que apuestan por el mantenimiento del orden establecido y que podrían ser considerados como ex-ponentes del primer o segundo mundos en el corazón del submundo. De donde se desprende que cualquier elaboración teológica hecha en el Tercer Mundo deberá discernir y ele-

455

Page 228: Mision Abierta - Desafios Cristianos

gir su propio lugar social y teológico. Pues bien, una reflexión análoga cabe aplicar a Europa. Es cierto que observamos en ella una elevación general y sustantiva de las condiciones de vida, así como una apuesta bastante generalizada por el mantenimiento de un tipo de vida que se quiere con algunos cambios, pero sin excesivos sobresaltos. Es un hecho la integración masiva al sistema en muchos aspectos. A pesar de todo, el concepto de Europa sigue cubriendo formaciones sociales bastante dispares y que, en lo interno de cada una, permanecen disimétricamente estructuradas. Están todavía vigentes en ellas gravísimos problemas de justicia y libertad no resueltos, problemas que actualmente se incrementan y agudizan por efecto de la crisis. Se multiplican además, como dato nuevo significativo a tener en cuenta en estas formaciones sociales, una serie de movimientos reivindicativos y de resistencia. Por todo lo cual, también aquí es requisito previo de la teología el discernir y optar. Ante unas sociedades sociológicamente desiguales y divididas, pensar en una teología europea implica plantearse en dónde se sitúa dicha teología, por quiénes opta, a partir de dónde formula sus propios interrogantes, busca y trata de dar las respuestas, etc.

Fue quizá por toda esta compleja situación por lo que la teología de la liberación tuvo un primer impacto hondo y real, aunque desigual, entre nosotros. Ella siginificó una verdadera provocación para el pensamiento teológico occidental dominante. Situándose quizá su mayor incidencia en los sectores cristianos de base popular o ligados a ella, el hecho es que Europa volvía a recibir, con acentos, vitalidad y frescura insospechados, aquel mismo

evangelio que siglos atrás ella había anunciado al Tercer Mundo a través de los misioneros. Los evangeli-zandos de antaño se convertían ahora en portadores de una Palabra nueva e interpelante. El viejo continente evangelizador venía a ser ahora el evangelizado y llamado a conversión. Los pobres se estaban convirtiendo efectivamente en anunciadores de la Buena Nueva del Reino.

Pero, como consecuencia en gran parte de nuestro propio proceso sociopolítico y eclesial, aquel impacto inicial, con su estimulante frescura, se ha ido disipando paulatinamente. La acogida cordial se ha ido transformando en distanciamiento, el entusiasmo en recelo. Al punto que hoy cabría preguntarse no ya si la teología de la liberación tiene futuro en Europa, sino, mucho más humildemente, si sencillamente tiene presente.

Hay razones para responder afirmativamente. Tenemos ante los ojos la existencia —si bien en situación eclesial subordinada y dominada— de multitud de grupos cristianos, comunidades eclesiales y movimientos apostólicos empecinados en pensar y dar coherencia a su fe desde las claves de la Teología de la Liberación. Podríamos hacer referencia, a otro nivel, a las importantes conclusiones de un J. B. Metz. Dichas conclusiones podrían muy bien representar tanto el balance final de una etapa teológica como el umbral de una teología nueva que, sin ser todavía de la liberación, estaría muy próxima a ella. En efecto, Metz apuesta por un nuevo lugar de la teología, el pueblo y sus sufrimientos, y aboga por una teología narrativa que recoja la historia del Espíritu en los vencidos de este mundo, que sea como su biogra-

456

fía (3). No cabe duda de que este tipo de afirmaciones, evidenciando todavía sus diferencias con una teología de la liberación, le abre, sin embargo, en Europa espacios importantes.

Pero nos hallamos igualmente, como contrapartida, frente a otro tipo de datos, que nos inducirían a dar una respuesta negativa. Se trata, por ejemplo, del ligero y fácil recurso a la tipificación de «tercermundis-tas» que se hace recaer sobre quienes entre nosotros se sitúan en perspectiva de liberación. O es el distanciamiento —por lo demás necesario y saludable— de todo mimetismo en el manejo de esquemas sociales, pero que se va tornando distancia-miento real hasta del lenguaje de liberación y que olvida dos cosas importantes: que la Teología de la Liberación no arranca de esquemas, sino de una experiencia de comunión con procesos concretos; y que no se puede sustituir al pueblo real por esquemas interpretativos relativos al mismo —que el «quid» de la cuestión se sitúa, por tanto, a niveles má hondos—. O es también el sano rechazo a una teología de importación o de mera repetición, pero sutilmente acompañado de sospechas y críticas al concepto mismo de liberación (4). O es, finalmente, la apuesta clara y explícita de muchos por un modelo eclesial acorde con el sistema actual de libertades y que coadyuve al mismo, y por un

(3) Cf. «Iglesia y pueblo o el precio de la ortodoxia», en Dios y la ciudad, nuevos planteamientos en teología política, varios, Cristiandad, Madrid, 1975.

(4) Cf. monseñor Fernando Sebastián en su intervención en el VI Simposio Internacional organizado por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, según reseña recogida en La Verdad, hoja parroquial de las diócesis de Pamplona y Tudela del 3 de junio de 1984.

pensamiento teológico inscrito en este marco.

Entre las anotaciones o precisiones preliminares al enunciado del tema me gustaría apuntar dos más. Vale la pena recordar, en primer lugar, que lo que verdaderamente importa a la Teología de la Liberación es la liberación misma, en su contenido integral. Por lo mismo, y desde este matiz, la cuestión última más bien sería si tiene futuro en Europa no tanto una Teología de la Liberación cuanto un proceso propio de liberación. Girardi apunta al respecto que, a diferencia de otras crisis del pasado, una de las características más importantes de la crisis actual está en que es crisis de alternativa (5). Lo que constituiría uno de los exponentes más significativos de su gravedad y hondura. Las salidas, o no se vislumbran o no se cree en ellas. Las crisis del pasado habrían implicado en su momento un auge del movimiento y proyecto revolucionario. Hoy, en cambio, la crisis parecería comportar todo lo contrario. De todas formas, quizá el dato no debiera cogernos tan de sorpresa. Hace ya bastantes décadas que, desde América Latina, un pensador peruano, José Carlos Ma-riátepui. desenmascaraba a la civilización occidental europea como civilización del «ocaso». Frente a ella, el Nuevo Mundo emergía como civilización del «alba». Mientras Europa «nicea». América Latina «afirma». Fn tanto Europa no es capaz de diferir, abatida, el descrédito de sus propios dioses, entre ellos el de la razón incapaz de salvarle, América rrafirma su pasión, su fe y su esperanza. Es el drama entre los hombres del ocaso y los hombres del albn, entre los trasnochadores y los

(5) Cf. entrevista en Herria 2000 Eliza, núm. 55, S. Kaina 83.

457

Page 229: Mision Abierta - Desafios Cristianos

madrugadores (6). No es que se pretenda antagonizar razón y utopía. Se llama la atención sobre la posibilidad, infinitamente más fecunda, de una síntesis creadora. La cuestión sobre la posibilidad y futuro de la liberación en Europa ¿no entraña ya, en los propios términos del planteamiento, algo muy propio de los hombres del ocaso? El porvenir de la liberación en Europa ¿no depende en buena medida de que pongamos manos a la obra para hacerla posible? ¿0 es que hay que concluir primero especulativamente que es posible para ponernos a trabajar después? ¿No tendremos que esforzarnos por hacer posible lo que probablemente constatamos «necesario»?

Llegamos así a mi última precisión preliminar. Pienso, por lo dicho hasta aquí, que el encabezamiento inicial podría muy bien invertirse. ¿Es que tiene futuro el Occidente desarrollado fuera de las claves fundamentales que la liberación comporta? ¿Es que fuera de ellas se le abre un futuro prometedor al cristianismo del viejo occidente? ¿Es que las «nuevas» pistas que comienzan a proponerse, sobre todo desde instancias jerárquicas, son acaso tan nuevas? ¿No se trata más bien de restauración de esquemas relativamente recientes, cuando no de puro y simple neointegrismo?

Señalaré a continuación tres desafíos importantes de la Teología de la Liberación a nuestro propio mundo y que abogan por la vigencia de dicha teología entre nosotros.

(6) Cf. El alma matinal, Ed. Amauta, Urna, pp. 13-22. Sobre la importancia de 'a utopía, una visión más integradora de sus elementos y sus hitos históricos puede ser sugerente el breve trabajo de HUGO tcHECARAY, Momentos en la historia de la '"opía, vol. II, núm. 10, Lima, junio 1977.

El desafío del pobre (7)

Hoy casi todos están de acuerdo en ver en los pobres el lugar social primordial de la Iglesia y, también, el lugar epistemológico de nuestra reflexión de fe (8). Aunque los pobres constituyen ante todo —y una vez más la precisión nos viene de la Teología de la Liberación— un dato teológico y un criterio evangélico (9).

Si en torno a la primera afirmación habría casi práctica unanimidad ,ésta se rompe casi de inmediato en nuestro propio contexto so-ciopolítico y eclesial, pues surge acto seguido la pregunta: ¿existen pobres entre nosotros?, ¿quiénes son los pobres?, ¿dónde están? A continuación las respuestas se diversifican hasta tal punto que uno llega a preguntarse si aquel reconocimiento inicial sobre la importancia eclesial y teológica del pobre no corre el riesgo de convertirse en fórmula vacía y prácticamente inoperante.

Es un dato constatable que la realidad del pobre se ha oscurecido entre nosotros. A ello han contribuido no poco cuatro factores sociológicos: la mejora general de las condiciones de vida en el Occidente

(7) Sobre la problemática que encierra la cuestión del pobre y mi propuesta de otra forma de abordar el asunto, cf. «La cuestión del pobre: ser o no ser de la Iglesia» en Herria 2000 Eliza, núm. 55, Ekaina 83. Este artículo es complementario a otro sobre el lugar social de la Iglesia, aparecido en la misma revista, núm. 48, Urria 82.

(8) Así lo reconocía y afirmaba en su acta fundacional (3,3) la Asociación de Teólogos Juan XXIII.

(9) Así lo subraya un equipo de técnicos y científicos sociales en una reflexión titulada «Evangelización y cultura en América Latina», contenida en La batalla de Puebla, varios. Laia, Barcelona, 1980.

458

desarrollado; la ampliación de las capas medias de la población; la incorporación al modelo de consumo e integración al sistema de las clases y capas subalternas y dominadas de la sociedad; finalmente, la marginación creciente, buscada e incentivada desde el propio tratamiento de la crisis, de aquellos sectores sociales más desfavorecidos y oprimidos. Así las cosas, nos encontramos con dificultades para situar al pobre y definirlo, por más conscientes que seamos de la pervivencia de un sistema estructuralmente injus to, que explota, oprime, margina y deshumaniza. No faltando incluso quienes llegan a afirmar que, en nuestro contexto específico, más que de pobreza cabría hablar, en todo caso, de desigualdad.

Pero más allá de los factores indicados como explicación del desdibu-jamiento de la realidad del pobre, encuentro otras dos razones o hipótesis, a mi juicio, más hondas y de mayor envergadura. La primera tiene que ver con el cómo y desde dónde se formula la pregunta «quiénes son los pobres y dónde están». La segunda se refiere a la renuncia previa a uno de los criterios importantes de concreción de la práctica de la justicia como valor moral del Reino.

1. Respecto a la primera hipótesis

Podríamos resumirla inicialmente así. Si no comenzamos por situarnos en el mundo del otro que queda fuera o más allá de mi propio mundo, si no nos ponemos en el camino de quienes necesitan y esperan algo de nosotros, difícilmente descubriremos quién es el pobre.

Esta hipótesis se ilumina desde la

analogía evangélica pobre-prójimo. Comencemos analizando la cuestión del prójimo (Le 10, 25-37). En realidad, son dos las preguntas con las que nos encontramos: la del doctor de la ley y la de Jesús. La segunda pregunta invierte la primera. El doctor interroga sobre el objeto o destinatario del amor. Para él, la cuestión es a quién hay que amar. Está claro que hay que amar al prójimo o compañero. Pero ¿a quiénnes hay que incluir bajo esta expresión? El interrogante gira entonces en torno al ámbito extensivo de la obligación de amar, ¿hasta dónde alcanza mi obligación? El sentido de la pregunta radica en que se parte del supuesto, reconocido en aquel tiempo, de que no todos son compañeros o prójimos; de que el amor, por tanto, admite excepciones. Entre las excepciones estaba sin duda para un judío el samaritano. La pregunta del doctor arranca de una serie de ideas y supuestos previos más que de una inserción en el mundo real del otro. Es más teórica que práctica. Parte de él mismo y de su mundo más que del otro.

El interrogante de Jesús invierte el sentido de la cuestión planteada por el doctor de la ley. La salida de Jesús es sorpresiva, hiriente e interpelante. Jesús pregunta por el sujeto del amor. Lo hace desde el otro caído y necesitado de solidaridad. No teóricamente, sino en conexión ton un ejemplo práctico. Al doctor no le quedará más remedio que reconocer que no hay excepciones para el amor, que incluso el samaritano es su compañero y que debe actuar con él como compañero (10). Si yo me pongo en el camino de quien es-

(10) Sigo en buena medida la sugestiva exégesis de JOACHIM JEREMÍAS en Las parábolas de Jesús, Verbo Divino, Estella, 1979, pp. 245-249.

459

Page 230: Mision Abierta - Desafios Cristianos

pera algo de mí, descubriré que aquel a quien previamente había excluido debe estar en el centro de mi amor.

El doctor había preguntado a partir de sí: ¿dónde está el límite de mi deber? Jesús le dice: piensa a partir del que padece necesidad, colócate en su situación, reflexiona sobre quién espera ayuda de ti. Verás entonces que no hay límites en el mandamiento del amor. Comprenderás que lo que debes hacer es reformular tu estrecho concepto de prójimo.

Una de las consecuencias más características y significativas a destacar en este pasaje es la iluminación y resolución de la primera pregunta a partir de la segunda. Sólo desde ella se sitúa la primera en su verdadero marco y se dan las condiciones de posibilidad para encontrar la respuesta adecuada.

Vengamos ahora a la cuestión del pobre y recordemos en primer lugar los tres niveles de significación de la pobreza que, concisa y magis-tralmente, recogió Medellín (H): pobreza como carencia real, como identificación con Dios y abandono confiado en sus manos, como solidaridad y denuncia.

Pues bien, también respecto al pobre caben dos interrogantes: quiénes son los pobres, esto es, dónde está el objeto de mi amor, hasta dónde llega el límite de mi solidaridad; y quién se comporta evangélicamente como pobre en relación con aquellos que experimentan una situación de Carencia, injusticia, opresión, marginación. También aquí desde la segunda pregunta se clarifica y amplía, en nuestro peculiar contexto histórico, el ámbito abar-cador de la pobreza real. Y quedan descalificados como apriorismos

(11) Cf. Pobreza de la Iglesia, núms. 4-5.

ciertos juicios previos que limitan dicho ámbito, excluyendo de él situaciones que revisten entre nosotros una gran envergadura humana, social y política.

Desprenderé de este análisis dos consecuencias.

La primera opera a nivel metodológico. Se refiere a los supuestos epistemológicos y espirituales para un correcto planteamiento de la cuestión del pobre:

— Supuestos epistemológicos: El punto de partida no está en esquemas previos (por más que éstos puedan estar presentes), sino en la práctica básica de inserción y comunión; no se arranca de uno mismo, sino del que padece necesidad o experimenta una situación de opresión.

— Supuestos espirituales: Destaca la importancia de la vivencia del segundo y tercer nivel de significación de la pobreza, para no perdernos en el primer nivel ni limitarlo indebidamente.

La segunda consecuencia opera en la propia materialización de lo que constituye el problema. Mientras para muchos se convierte en una cuestión especulativa previa a su decisión, para nosotros se trata de un desafío humano y cristiano concreto. Mientras unos se preguntan quiénes son hoy los pobres, nosotros nos interrogamos sobre nuestra solidaridad con los marginados, los parados, los trabajadores en lucha o sin conciencia de clase, los detenidos, los torturados, los presos, los que se ven negados cultural y políticamente, etc. Mientras unos tratan de configurar su solidaridad a partir de una fijación del concepto de pobre,

460

nosotros reformulamos el sentido actual del mismo a partir de una solidaridad efectiva con quienes hoy experimentan marginación, injusticia y opresión. Descubrimos como pobres a muchos —no sólo individuos aislados, sino colectivos— en cuyo camino nos hemos situado previamente en solidaridad, saliendo de nuestro propio mundo.

A partir de aquí se desvanece, o cuando menos pierde mucha fuerza, una de las objeciones fundamentales a la posibilidad de una teología ue la liberación en Europa.

2. Respecto a la segunda hipótesis

La realidad del pobre se ha oscurecido, porque tenemos una gran resistencia a asumir la conflictividad que su reconocimiento y la solidaridad que reclama entrañan.

Normalmente, suele asumirse la lucha por la justicia como un valor ético y evangélico fundamental a plasmar en el anuncio del Reino y en la solidaridad con el pobre. Pero ¿cómo se concreta esta tarea?, ¿cómo se plasma históricamente? Como acontecía con la cuestión del pobre, también aquí nos enfrentamos a un interrogante cuyas respuestas se encarrilan por tales vías que pueden llegar a diluir, en ocasiones, la efectividad de la práctica de la justicia.

No se toma en cuenta la conflictividad real de la situación, fruto de su carácter dividido por desigual, por más que esta desigualdad y división se estén agudizando cada día. Fruto de ellas es el conflicto económico, social, cultural y político que se instala, con múltiples expresiones y variantes, como componente de una sociedad de clases. El conflicto entre las clases no ha desaparecido.

Si por distintas razones ha retrocedido en algunos campos, reaparece, sin embargo, en áreas relativamente nuevas, y con marcada virulencia en ocasiones.

La conflictividad de la situación evidencia como lucha la práctica de los valores morales (12). Obrar la justicia implica luchar contra las raíces de un orden injusto. No basta con evitar la injusticia, hay que combatirla. Liberarse de la opresión comporta luchar contra los opresores. Esto se puso de manifiesto en la propia práctica de Jesús. Recordemos su relación conflictual con los poderes fácticos de la época: fueron económicos (ricos), religiosos (casta sacerdotal, fariseos), ideológicos (escribas) o políticos (gobernantes que oprimen y exprimen al pueblo en lugar de servirle).

Son, sin embargo, muchos, en esta Europa de nuestros dolores y esperanzas, quienes postulan la justicia rehuyendo prácticamente la conflictividad que conlleva. La tendencia es a generalizar e imponer fórmulas corporativas y de solidaridades indiscriminadamente compartidas por todo el cuerpo social. Como si en éste la igualdad y equidad fueran la norma. Al final el peso mayor de los sacrificios suele recaer sobre los hombros más débiles. Y son organizaciones que se reclaman del pueblo, o instituciones que se pronuncian formalmente a su favor, las que abundan frecuentemente en estos términos.

Sobre todo, con motivo de la crisis se va extendiendo una mística de falsa conciliación, que favorece, a fin de cuentas, a los poderosos. Basta con analizar el lenguaje de «los políticos», aunque también el de muchos eclesiásticos podría ser

(12) Cf. JON SOBRINO, Cristología desde América Latina, México, 1977, pp. 103-121.

461

Page 231: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sintomático. Se deforma la realidad, se confunde la conciencia social, se reprime el conflicto antes de que pueda evidenciarse y, luego, se proclama que éste no tiene razón de existir. Se hablará, por ejemplo, mucho de democracia y de orden, pero sin caracterizarlos —y no en abstracto, sino desde la realidad cotidiana—.

Las consecuencias de tales planteamientos son múltiples. Las raíces de la injusticia permanecen y ésta se reproduce. La opción por el pobre se torna irreal y engañosa. Se abren pistas de salida falsas. Frecuentemente, los sectores más combativos suelen ser excluidos de nuestra solidaridad. Lo que no deja de ser sintomático de la dirección a que apunta este tipo de planteamientos. La solidaridad se reduce a asistencia, deviene en partenalismo y se resuelve, muy a su pesar, en apuntalamiento del sistema.

Parece claro que desde una apuesta previa por rehuir al máximo todo conflicto, por conciliar intereses, por integrar en «este» orden sin analizarlo en profundidad, difícilmente cabe pensar en la posibilidad de un proceso liberador.

El desafío de la liberación

Se nos antoja sintomático que q u i e n e s , profundamente críticos frente al contenido real de las libertades modernas, apostaron tiempo atrás denodadamente por la liberación, se hayan convertido ahora en neoconversos y apologetas de las excelencias de la libertad. Como parece problemático el hecho de la contraposición entre salvación y liberación, que resalta las ambigüedades de la segunda frente a la primera, por parte de quienes en su mo

mento no tuvieron demasiadas dificultades en reconocer las limitaciones y carencias del manejo histórico y teológico del primer concepto, frente al carácter más integral y pro-cesual que marcaba el segundo.

El contenido de liberación, en su vinculación con la libertad bíblica y cristiana, echa raíces demasiado hondas y claras en la revelación como para que pueda ser fácilmente descalificado. Y, si esto ocurre, es porque se reduce indebidamente su sentido, como ya antes ocurrió con el contenido de salvación. Resulta, por esto mismo, difícil rehuir la sospecha de la presencia en juego de otro tipo de razones, extrateológicas y extraevangélicas, en el reciente acoso a la teología de la liberación. Con todo, es probable que sea prudente y pedagógico acumular las expresiones de liberación y salvación en nuestro manejo pastoral y teológico. Si bien no me parece lo más adecuado asignar a la salvación los aspectos más trascendentes de la misma, reservando para el concepto de liberación sus implicaciones más históricas. A menos que se ex-plicite muy netamente el carácter integral y unitario de ambos conceptos (13).

Habrá que evitar igualmente la fácil y simple contraposición entre libertad y liberación. A partir de la reivindicación del libre albedrío, y pasando por la «filosofía de las luces», la libertad vino a ser, en expresión de Kant, la «clave de bóveda de todo el edificio de la razón». En su nombre se hace la revolución francesa. Ella inspira la proclama-

(13) Sobre la unidad de salvación-liberación, cf. Y. CONGAR, Vn pueblo mesiáni-co. Cristiandad, Madrid, 1976, pp. 123-176. También CH. DUQUOC, «Liberación y salvación en Jesucristo», en Ideologías de liberación y mensaje de salvación, varios, Sigúeme, Salamanca, 1975, pp. 69-79.

462

ción de los derechos individuales. Y se instala soberanamente como fin y medio de toda organización política. Pero la libertad irá cediendo terreno a la liberación, hasta quedar casi desbancada por ésta, por el fuego cruzado del marxismo, freudismo y existencialismo. El primero desenmascara el carácter formal, irrealista y encubridor de las libertades proclamadas. El segundo pone en evidencia el papel de los impulsos y cómo la raíz de nuestros actos se hunde en la zona oscura e incontrolada del inconsciente. El tercero advierte que la libertad no existe como un «en sí»; que se realiza y manifiesta en el compromiso de la acción (14).

Hoy, sin embargo, tomamos conciencia del carácter inseparable y unitario de libertad y liberación. La libertad es proceso y conquista. Y la liberación encuentra en aquélla su fuente permanente de inspiración y exigencia, así como su meta. Sabemos por experiencia, a pesar de todo, que no resulta fácil históricamente mantener esta unidad. En nombre de una liberación amenazada y asediada, o simplemente «instalada», se niega a veces la libertad. Como a la inversa, y es lo que suele acontecer en nuestro Occidente en crisis, en nombre de unas libertades harto problemáticas y estrechas, suele negarse hasta la más mínima veleidad de liberación.

Pero vengamos a la realidad más nuestra. Nos hallamos en ella ante dos asignaturas pendientes, dos procesos cuyos inicios nunca pudieron madurar debidamente y quedaron truncado. Está, de una parte, la asignatura de la libertad y modernidad: con sus banderas de razón crítica y

(14) Cf. MARCEL MERLE, «Libertad y liberación», en Ideologías de liberación..., su-pra, pp. 13-32.

autónoma, derechos y libertades individuales, pluralismo de la sociedad, laicidad del Estado, etc. Y, de otra, la asignatura del cambio social o de la apuesta por una libertad, igualdad y justicia efectivas en una sociedad cualitativamente distinta, es decir, la asignatura de la liberación. Si ésta es nuestra situación, habría que afrontarla en su integridad sin sacrificar un polo en beneficio del otro. Pero no podemos pasar por alio que, históricamente, estos dos procesos tienen sujetos históricos distintos. Ni que, en esta unidad, permanece pendiente en cada momento el interrogante de dónde marcar el acento, de cuál es el polo principal en el que enhebrar el hilo conductor de un proceso global, que incluye sin excepción las dos tareas señaladas.

Sabemos que la teología europea de los últimos años se desarrolló fundamentalmente en diálogo con la modernidad. Por aquí iba, por lo demás, la apuesta principal de aquellas formaciones sociales. El resultado final se ha expresado dramáticamente bajo la aguda inquietud de si aquella teología no estaba contribuyendo a una sublimación «cristiana» de un ideal burgués de vida (15). Podría servir igualmente como balance crítico la doble propuesta de Metz, a la que hice ya referencia en otro apartado de este mismo trabajo: la de un cambio de lugar social y teológico —el pueblo y sus sufrimientos—; y la de una teología narrativa que recoja la dinámica del Espíritu en los vencidos de este mundo.

Años atrás, los sectores más diná-

(15) Cf. J. B. METZ, Más allá de la religión burguesa, Sigúeme, Salamanca, 1982. La inquietud de Metz, más que a ja teología, se refiere a la propuesta dominante de modelo de cristianismo. Pero en él, y como arte del mismo, se inserta la teología.

463

Page 232: Mision Abierta - Desafios Cristianos

micos del catolicismo español bebieron en las fuentes de la teología progresista europea. Ella contribuyó a un despertar del compromiso y a una pujante renovación eclesial. Pero en la modernidad, como fuente de desafíos, encontraba también dicha teología su propia cautividad. Esta quedaba desbordada por la fuerte dinámica social y eclesial de las postrimerías del franquismo. Fue en este momento cuando la Teología de la Liberación pudo significar para muchos una nueva salida de recambio, pero también de mero consumo.

Ahora, tras el desconcierto general de los años de la transición, parece irse fraguando un tipo de apuesta teológica que responda a los desafíos de una modernidad que irrumpe entre nosotros con retraso. Se perfila de distintas maneras una teología preocupada por la nueva situación: la de un sistema de libertades recién inaugurado y débil, en el que cristianos e Iglesia tienen que aprender a resituarse. En consecuencia, se marca el acento en la consolidación y el servicio a la libertad, y en un modelo eclesial acorde con las exigencias de una sociedad moderna, plural, laica y democrática. Pero se pasan por alto una serie de debates, en mi opinión, decisivos.

En primer lugar, aquel serio y perspicaz análisis de la Teología de la Liberación según el cual los desafíos de la modernidad no pueden ser adecuadamente respondidos ni superados desde ella misma, sino desde el «abajo» de la historia. En términos distintos, es desde el pobre y su proceso de liberación desde donde habría que resituar las cuestiones de la libertad y hacerles frente (16). Brota entonces inmediata-

(16) Cf. G. GUTIÉRREZ, «Desde el reverso de la historia» y «Los límites de la teología moderna. Un texto de Bonhoeffer», en

mente la cuestión de la posibilidad de un proceso de liberación en Europa, de sus condiciones, teniendo principalmente en cuenta su componente revolucionario. Pero el punto, así planteado, es excesivamente especulativo y teórico. Hay que refor-mularlo en la práctica. Pero entonces los términos quedan invertidos. Y la cuestión pasa a ser la de cómo ir haciendo posible una liberación necesaria (17). Andando se irá haciendo el camino e iremos concretando y descubriendo los contenidos y rasgos de nuestro propio proceso liberador. No estamos ante un intento de sustitución de lo objetivo por lo subjetivo. Pero es hora ya de volver a reinlroducir el necesario papel de la utopía o proyecto histórico en el manejo de lo político. Es hora de introducirlo en el manejo de lo teológico como mediación de la esca-tología, como punto de engarce entre fe y compromiso. Es hora de reivindicar que la utopía tiene también su propia racionalidad y objetividad. Es hora también de destacar en ella la actualidad de su componente subjetivo, de la actitud y talante humanos.

En segundo lugar, soy de la opinión de que no se presta la debida atención al contenido y carácter reales de la democracia que se viene instaurando en el Estado español. Hay aspectos preocupantes, como: la dejación de la justicia en aras de la libertad; el grave vaciamiento de

La fuerza histórica de ios pobres, CEP, Lima, 1979.

(17) Es la perspectiva en que se sitúa, por ejemplo, un Girardi en su «apuesta» por el socialismo, a pesar de la crisis de alternativa. No tenemos ninguna certeza dogmática respecto a su futuro. Pero se trata de la perspectiva más integradora de los elementos de la realidad, de la más explicativa de los mismos, de la más creativa y también de la más fecunda en términos vitales.

464

la libertad en aras de una seguridad que lo es, sobre todo, del Estado y los intereses, clases y grupos en él representados; el monstruoso reforzamiento de los aparatos de control y coerción de un Estado que al final se convierte en dios omnipotente y supremo, razón última de todo (18). No creo estar exagerando el panorama. Son ya muchas las voces de advertencia que se alzan. En este marco de ofensiva neoconservadora barnizada de modernidad reformista ¿se puede hablar sin más de democracia? Y que no vengan diciéndo-nos, porque nada resuelve, que hoy la democracia consiste en esto. ¿O se podrá plantear, como hacen algunos, un cristianismo mesiánico en un marco de libertades, dando sin más por sentado y bueno a este mismo marco, sin empalmar con las aspiraciones de grandes sectores, ni tener en cuenta el modelo alternativo y de rechazo al presente? Precisamente, desde la Teología de la Liberación y su meditación ético-utópica se va tomando el pulso al devenir concreto del proceso histórico y se va haciendo una defensa permanente de los derechos de los pobres, abordando desde éstos los derechos humanos y cívicos en general. Si oponemos libertad a liberación marcando el acento en la primera, la utopía desaparece, se torna molesta, se opo.ne a una supuesta racionalidad aséptica. Con la utopía desaparecerán también los provocadores y exigentes contenidos de una nueva ética de la liberación, que se pone en relación no sólo con los valores y fines, sino también con los me-

(18) En «Democracia tópica y típica», Herria 2000 Eliza, núm. 59, y en «La ideología de la seguridad», Herria 2000 Eliza, núm. 65, he tratado de ahondar en el análisis de todos estos datos.

dios y el actuar concreto (19). Desde una ética de la liberación, cabría acompañar, con radicalidad y realismo, un régimen de libertad que, de otra suerte, se nos esfuma casi antes de haberlo estrenado.

En tercer lugar, y en el terreno de lo eclesial, no se calibra quizá suficientemente ese poso de neocris-tiandad e, incluso, neointegrismo que rezuman algunos de los actuales intentos de dinamización pastoral en el seno de la Iglesia. Se impulsa la actividad pastoral. Se pretende la incorporación y participación del laicado en la Iglesia. Pero crece la centralización y se incrementan el reforzamiento de las instituciones y el burocratismo. Al laico se le desea participante, pero su responsabilidad no se plasma ni es reconocida en los distintos niveles de la construcción eclesial. Dicha responsabilidad se refleja, en el mejor de los casos, en su incorporación a Juntas y Consejos parroquiales o diocesanos, que, en el modelo eclesial vigente, son bastante burocráticos y de alcance limitado. Siguen, sin embargo, sin ser públicamente reconocidas ni estimuladas con decisión, en nuestra propia área, las Comunidades Eclesiales de Base —sobre todo las de base popular—. No se las reconoce como células básicas de la Iglesia, ni se las percibe como el espíritu vitalizador de la Institución necesaria. En las Comunidades se apunta ya, sin embargo, un nuevo estilo eclesial, una nueva manera de hacerse de la Iglesia, de ser Iglesia y de sentirse Iglesia, en

(19) Sobre el papel de la ética en la acción política y sus perfiles en una perspectiva de liberación, cf. «Etica y política: criteriores generales», Herria 2000 Eliza, núm. 62. La cuestión de la utopia la abordé polémicamente y con cierto detenimiento en «... Y la razón de la utopía», núm. 18 de Herria...

465

Page 233: Mision Abierta - Desafios Cristianos

igualdad y corresponsabilidad básicas, sin menoscabo de las funciones y ministerios.

En cambio, desde la pastoral liberadora —impulsora de una tupida red de comunidades y de la pastoral del llamado «catolicismo popular», más de masa— nos llega el desafío de una «eclesiogénesis» nueva, como de una «resurrección» de la verdadera Iglesia a partir de la respuesta de fe que los pequeños, la porción creyente del pueblo, va dando a Cristo (20).

El desafío del Dios de la vida (21) y de los pobres

¿Tiene futuro en Occidente una teología que aproxime el nombre de Dios a los pobres? Una vez más la pregunta puede volverse del revés, ganando en carga sugestiva e interpelante: ¿Tendrá futuro una teología que sitúe a Dios al margen de los pobres o para la que éstos no pasen de ser más que una referencia entre otras?

Dios-como-problema-para-Occiden-te no es de hoy. Pero no es su religación al pobre lo que torna problemático su nombre. Lo hará en todo caso problemático para el rico o instalado, que habían encontrado la manera de que Dios bendijera su situación y se les entregara todavía, para colmo de satisfacciones, como premio eterno. El mundo moderno

(20) Tengo presentes en este momento las obras de Leonardo Boff y de Jon Sobrino publicadas por Sal Terrae, a algunos de cuyos títulos hacen referencia estas mismas palabras.

(21) La expresión «Dios de la vida» es muy querida de G. Gutiérrez. Cf. «El Dios de la vida», Cuadernos de Teología del Departamento de Teología de la Pontificia Universidad Católica del Perú, núm. 1.

venía ya desplanzando a Dios. O, más bien, había echado por tierra un ídolo, sin tener quizá clara conciencia de ello.

Pero el vacío de Dios es pavoroso. Y aún son de temer mucho más los ídolos de nuestras manos. Al clamor de la nostalgia huérfana y al optimismo secularizador, respondió la teología rescatando la imagen bíblica de un Dios que otorga al hombre responsabilidad y poder en la historia; un Dios que, en cierto modo, nos «abandona» en ella, puesto que no nos libra de nuestra suerte, sino que la comparte con nosotros; un Dios que nos llama desde el futuro y nos alcanza, desde él, en nuestro presente; pero también un Dios —y nos hallamos ante una veta que abre nuevos horizontes— que se revela y nos salva no en poder, sino en debilidad y sufrimiento. El desarrollo en profundidad de esta veta última hubiera supuesto un corte, un cambio profundo de perspectiva en la teología occidental. Pero Bon-hoeffer nos dejó abierto un umbral que la teología occidental no logró traspasar. Significaba colocarse en la perspectiva de los de «abajo», que va él intuyó.

Este haz de luces logró alumbrar por un tiempo nuestra vida. A pesar de todo, hoy constatamos verdadera aquella amarga denuncia de J. T. González Faus en uno de sus artículos relativos a la divinidad de Jesús: No sabemos qué hacer con Dios. Pronunciamos y reafirmamos su nombre. Pero se nos escapan sus contenidos salvíficos para nosotros.

El Dios de nuestra fe es un Dios oculto y escondido, porque ha elegido al pobre como lugar de su epifanía, lo que introduce un cambio radical en la tendencia espontánea a situar las teofanías. Pero nosotros nos hemos alejado del pobre, vivi-

466

mos de espaldas a él. Más aún, lo fabricamos sin escrúpulos. No «sabemos» nada de Dios porque hemos huido de los crucificados de la tierra. Pero el Dios de nuestra fe es un Dios crucificado. Al no mirar ya a «este» hombre, tampoco podemos reconocer en el al «Hijo de Dios» (Mt 27.54). Tampoco podemos descubrir a cabalidad lo que hay de amor incondicional, de mensaje de solidaridad, de gratuidad, de reclamo v afirmación de vida en la muerte de Jesús.

Occidente no sabe qué hacer con Dios, porque ha perdido el respeto a la vida y el sentido de la vida. Y se ha fabricado unos ídolos que, como siempre a lo largo de la Historia de la Salvación, son portadores de muerte: muerte incluso física, muerte real.

Por eso, el futuro de Dios en Occidente está en la línea de los profetas. Ellos garantizaron en su momento el porvenir de Dios en Israel, en el seno del pueblo, abogando por el Dios de la liberación, el Dios dr la vida, el Dios de la Alianza y, e -esa misma medida, el Dios de los pobres, el Dios «goel», defensor de los derechos conculcados de los humildes y vengador de su vida injustamente arrebatada.

Desde esta perspectiva, el futuro de Dios dependerá, en última instancia, de nuestra decisión de comprometernos con un futuro nuevo para el hombre, para el menos-hombre, para el no-hombre. Lo que implica comnrometernos con su liberación.

Este Dios no es un aguafiestas del desarrollo o del progreso. Lo que hace es cuestionar profundamente, eso sí, nuestro modelo occidental de desarrollo y progreso. Y nos impulsa a apostar por otro modelo desde las urgencias y aspiraciones de los pobres, oprimidos, explotados y marginados. Podemos elegir entre este Dios o los ídolos del mundo moderno. La profunda disyuntiva bíblica reside ahí, más que entre fe o ateísmo. A través de ella, una vez más la elección ante la que se nos coloca, como en otro tiempo al Pueblo de Israel, es entre la vida y la muerte. Y no se trata sólo de su sentido espiritual o moral, sino histórico y concreto.

¿Tiene, pues, porvenir en Europa la Teología de la Liberación?

La respuesta depende, a mi modo de ver, de una conversión. Y la implica. La clave del asunto se resuelve, ante todo, en una cuestión de espiritualidad (22). Si se sabe ver, ella es la que da razón, en última instancia, de la Teología de la Liberación. Todo dependerá de nuestra determinación de romper con la cautividad intrasistemática que teológicamente padecemos y en la que nos hemos instalado, para volvernos hacia el pobre, hacia el Dios de la vida, c ir abriendo con aquél nuestra propia vía de liberación.

(22) Es lo que he pretendido subrayar al presentar el método desde la clave de la espiritualidad, en «El método teológico, una cuestión de espiritualidad, en Vida y reflexión, varios. CEP, Lima. 1983

467

Page 234: Mision Abierta - Desafios Cristianos

JUAN MARÍA URIARTE

AMERICA LATINA, LLAMADA DE DIOS PARA EUROPA

Valorar y discernir evangélicamente la teología, la acción pastoral y el movimiento liberador protagonizados por la Iglesia en América Latina constituye, al menos para mí, una tarea que me desborda. Mis lecturas acerca de la teología latinoamericana son bastante amplias, pero poco rigurosas. Mis contactos con la realidad y los grupos activos de aquel subcontinente son ricos, pero intermitentes.

Creo, sin embargo, que personas más documentadas que yo pueden abordar esta tarea, con tal que la realicen con respeto, con rigor, con la clara conciencia de los límites de la óptica europea y... con un gran efecto, alejado de actitudes inquisitoriales y de adhesiones ciegamente admirativas. Desde esta posición, las iglesias europeas no sólo pueden, sino deben ofrecer a sus hermanas latinoamericanas un humilde servicio fraterno que sea incluso en algunos puntos interpelador.

Interpelar siempre que previamente nos dejemos interpelar por este

movimiento eclesial admirable y, en muchas ocasiones, heroico. Mi colaboración se circunscribe a este segundo aspecto. Quisiera describir sucintamente en qué y cómo se siente interpelado un pastor de una iglesia particular europea ante el innegable vigor de una porción importante de la Iglesia en Latinoamérica.

Por exigencias de claridad expositiva desglosaré el contenido de mi aportación en una cadena de afirmaciones diferentes. Soy consciente, con todo, de que todas ellas se in-terpenetran mutuamente.

Una iglesia viva en un continente que quiere vivir

Es difícil sustraerse a la convicción de que en el ancho mundo de la Iglesia, las iglesias latinoamericanas son uno de los espacios más vigorosos. Tengo la intuición de que el epicentro del vigor eclesial se ha transplantado de la vieja Europa al Nuevo Mundo.

468

¿Cómo se explica este desplazamiento? ¿Desde una nueva clave únicamente sociológica? Es verdad que los pueblos y los continentes suelen vivir fases de despertar floreciente en las que pasan de la necesidad a la libertad, de la repetición mecánica del pasado a una creatividad que construye futuro. Europa vivió esa fase. África da la impresión, en su conjunto, de no haber llegado todavía a ella. América parece vivir este momento —apasionante, dramático y cargado de esperanzas— de despegue sociológico.

La vitalidad eclesial de América Latina, ¿es una pura función, una mera resonancia del despertar sociológico de este continente?

Me parece imposible explicar el vigor de las iglesias latinoamericanas sin esta condición objetiva del despertar sociológico. Pero creo que tampoco se explica solo ni primariamente por ella. En primer lugar, porque, lejos de vivir a la zaga, la Iglesia constituye uno de los agentes principales de este despertar. Y, además, porque hemos conocido, en otros tiempos y latitudes, momentos de gran vitalidad sociológica que no se han correspondido con un correlativo despertar eclesial. Las comunidades eclesiales latinoamericanas están alimentando este renacer del continente y están respondiendo a él entre tanteos, logros e incluso ingenuidades y excesos. Están descubriendo en el corazón mismo de la fermentación sociológica del continente una llamada de Jesús y un impulso del Espíritu.

Este arrojo eclesial no deja de ser para nosotros altamente estimulador e inesquivable. No podemos escudarnos arguyendo que ésta no es «la hora de Europa»; que Europa está vieja; que las condiciones objetivas de nuestra sociedad no son suficien

temente interpoladoras. ¿Es verdad esto, sin más matices? ¿Es verdad que todo el tejido de nuestra sociedad está envejecido? Y aunque lo estuviera, ¿no cabe una Iglesia despierta en un mundo adormilado? ¿No cabe una Iglesia viva en un mundo apagado? ¿No es justamente una misión de la comunidad eclesial insuflar ese suplemento de alma, de entrañas y de fuego en el seno de una sociedad enfriada? ¿No laten, por otra parte, en las bases mismas en los que se fundamenta la convivencia en Europa aspectos inhumanos que, de manera más «discreta» y menos clamorosa, pero no menos real, deshumanizan al hombre? Los bloques militares, la explotación del Tercer Mundo, el sistema económico basado en la ley del máximo lucro, la vigencia y la hegemonía de la relación contractual sobre todo tipo de relaciones más fraternas, la «mecanización» del trabajo (y, por tanto, del hombre mismo), el oscurecimiento del sentido global de la vida humana, la pérdida de valores éticos importantes, la atonía religiosa, ¿no son factores bien serios que empobrecen al hombre y a la sociedad europea? Creo notablemente que sí.

Me parece, además, que la Iglesia no es todavía suficientemente consciente de estas quiebras de la «Europa cristiana». No lo es, entre otras razones, porque se ha debilitado la comunicación iglesia-sociedad. Esta débil comunicación hace que estos factores no sean registrados con la lucidez suficiente e incluso que algunos de ellos sean interiorizados por la misma Iglesia en una cierta medida. La misma incomunicación hace que los mensajes (débilmente) proféticos de nuestra Iglesia no sean recogidos, valorados y tenidos en cuenta como advertencias que hacen pensar y urgen a un cambio de di-

469

Page 235: Mision Abierta - Desafios Cristianos

rección. La Iglesia «experta en humanidad» parece haber perdido capacidad de escucha y capacidad de respuesta en Europa. Tal vez pudiera recobrarla si escuchara más y mejor a la Iglesia latinoamericana.

Una iglesia que pone de relieve hoy, de forma única en el mundo, el dinamismo liberador de la fe

En la década de los sesenta, e incluso algo más tarde, hemos tenido entre nosotros abundantes muestras de potencial liberador de la fe. Muchos movimientos y grupos eclesia-les han descubierto y probado que la fe cristiana, lejos de amordazar el impulso liberador, es capaz de estimularlo y de liberarlo de sus mismas tentaciones inhumanas. Por varias razones, muchos de estos movimientos y grupos eclesiales perdieron su identidad eclesial y, en bastantes casos, su misma identidad cristiana. La Iglesia supo lanzar, pero no supo acompañar a la mili-tancia cristiana de aquella época.

El «fenómeno migratorio» de esta militancia hacia fuera de la Iglesia ha dejado en la conciencia de ésta la impresión más o menos oscura de que introducirse a fondo en la tarea de la transformación y humanización de la sociedad a través de las mediaciones adecuadas, entraña casi inevitablemente la pérdida o el debilitamiento de la eclesialidad y de la fe misma. La ha conducido en la práctica a extraer una conclusión falsa: «es preciso precaverse de un compromiso social a fondo, que comporta inexorablemente no ya la secu-laridad de los cristianos, sino la secularidad de laicos y de presbíteros de la Iglesia».

Y, sin embargo, la conclusión co

rrecta debería ser otra: es preciso que la comunidad eclesial acompañe de otra manera, nutra de otra manera, se deje interpelar de otra manera por estos cristianos y les interpele de otra manera. Las desviaciones del pasado no se subsanan con una retirada a los «cuarteles de invierno», con un repliegue de la Iglesia sobre sí misma. La verdadera amenaza para la identidad e integridad de la fe no proviene de «meterse en el mundo», sino de meterse en él de manera impropia a la misión de la Iglesia o de no meterse de ninguna manera y erigirse así en el espesor del cuerpo social, en una bolsa innocua que ni interpela ni se deja interpelar.

En este punto descubro una de las lecciones de la Iglesia latinoamericana que hemos de recoger con respeto agradecido. Me parece que, al menos hoy por hoy, el compromiso liberador de las comunidades cristianas de América Latina, lejos de estar contribuyendo a un debilitamiento de su fe, está promocionan-do en general un fortalecimiento, un ensanchamiento y una profundiza-ción de la misma. Tal vez el rico subsuelo religioso de América, la espontaneidad de la experiencia religiosa de aquellas gentes, aleja esta tentación secularizadora, a cuyos riesgos somos tan sensibles desde esta orilla del Atlántico. Hemos visto entre nosotros cómo la inspiración mística iba derivando en pura estrategia política.

¿Es correcto extrapolar estos miedos de nuestro contexto europeo y aplicarlos al contexto latinoamericano? Me parece que no. Creo que es más humilde y más cristiano revisar nuestros recelos europeos y abordar, a la luz de la experiencia de aquel continente, una lectura más lúcida de nuestro pasado inmediato. Dicha lectura nos brindará la ocasión pro-

470

picia para detectar cuánto hubo de improvisación y de ingenuidad al asumir acráticamente mediaciones sociopolíticas, como el marxismo, que tienden a erigirse en algo más que puras mediaciones. Pero, al mismo tiempo, una lectura honesta de este pasado nos conducirá a descubrir los intereses, la ideología y los temores que impidieron a la mayoría de los responsables de la Iglesia en España estar a la altura requerida por el evangelio y por el cambio social y cultural del momento.

Una iglesia m á s cr is tocéntr ica, más «sociocéntrica», menos «eclesiocéntrica»

Las comunidades eclesiales de América Latina constituyen para las iglesias europeas un aviso penetrante que puede ayudarles a resituarse correctamente ante el Señor, a quien prolongan y ante la sociedad a la que son enviadas. Esta doble mirada al Señor y a la sociedad, cuando sabe hacerse correctamente, define a la Iglesia: ésta es de Cristo y para el mundo.

Uno de los caracteres mayores de los comunidades liberadoras de América Latina es esta doble mirada. Estas comunidades están persuadidas de que la primera función de la Iglesia no es reproducirse a sí misma, sino servir al Señor mediante el humilde y específico servicio que han de prestar a la turbada sociedad en la que viven. Y, al vivir esta persuasión, descubren, casi con sorpresa, que la comunidad cristiana sale fortalecida. Buscan el Reino de Dios y se les da por añadidura el vigor de la comunidad eclesial. Embarcadas en la lucha pacífica de la liberación, se encuentran más identificadas como Iglesia de Jesús. Así como

el individuo no consolida su identidad en un esfuerzo solipsista por afirmarla, sino a través de relaciones sanas, densas y específicas con los otros individuos y grupos, la comunidad cristiana se fortifica en su propia identidad en la relación y acción liberadora y salvadora que asume.

En general encuentro a nuestras iglesias europeas tocadas excesivamente de la tentación de vivir y de construirse «de puertas adentro»: eucaristías impecables, prolongados procesos catecumenales cuyos miembros más destacados realimentan casi exclusivamente dichos procesos, renovación organizativa, solidaridad económica, racionalización del trabajo apostólico, consolidación de los propios cuadros.

No sabría insistir suficientemente sobre la trascendencia de este trabajo de regeneración y reorganización interna. Es absolutamente vital que la Iglesia se empeñe en esta tarea. Si la descuidara, dejaría de ser signo eficaz en medio del mundo. Pero se trata justamente de eso: de ser signo eficaz de Jesús en el mundo. No sé si albergamos siempre la clara convicción de que la vida interna de la Iglesia tiene por objeto anunciar a su Señor e inyectar y cultivar los valores del Reino de Dios en nuestra sociedad.

La teología y la pastoral de la liberación, debidamente discernidas y leídas desde Europa, pueden ayudarnos a tomar conciencia más aquilatada de que la misión de la Iglesia no consiste primariamente en conservarse a sí misma, sino en promover el Reino.

No temamos que esta óptica vaya a hacernos perder la identidad cristiana. La Palabra, la Eucaristía, la voz de los pastores, la guía del Espíritu que suscita y purifica las intuí-

471

Page 236: Mision Abierta - Desafios Cristianos

ciones fundamentales de la comunidad cristiana nos preservarán de caer en ese riesgo. No es la voz de Jesús la que orienta a una gran mayoría de los cristianos a abandonar su presencia activa y servicial en el seno de los movimientos profesionales, culturales, educativos, sindicales, políticos, intelectuales de la sociedad. Es más bien la voz de nuestros propios miedos, el temor a la intemperie y la rudeza de este trabajo el que nos va situando «respetuosamente aparte» de ese horno en el que se cuece el futuro del hombre y del mundo. No es la voz de Jesús, sino nuestra propia ceguera e impotencia la que nos induce a «dejar a su propia suerte» la trayectoria y el destino de muchos cristianos, jóvenes y adultos, que, metidos en el mundo de la profesión o de la política y privados del riego específico de su fe, corren el riesgo casi inevitable de «acomodarse a este mundo» y de perder mordiente inter-pelador en la sociedad.

Desde esta óptica redescubrimos de otra manera la necesidad de crear catequesis, teólogos, animadores de la caridad y presbíteros que alimenten a la comunidad cristiana.

Una iglesia que Intenta articular mejor liberación y salvación

Las comunidades cristianas de América Latina están mejor situadas que nosotros para comprender y vivir la liberación social y política como dimensiones de una salvación total que se realiza plenamente y propiamente en la escatología, pero que se inicia y se historiza también en la liberación social y política.

Para los teólogos de la liberación que conozco, la salvación cristiana

no se identifica con la liberación social y política, pero sí se identifica también en la liberación social y política. A mi entender, el subrayado sociopolítico de la salvación no es tanto un subrayado axiológico cuanto un imperativo de la crudeza de la situación latinoamericana en este campo. Reconozco que no es imaginario el riesgo de un deslizamiento por el que lo urgente e importante se convierta en lo exclusivo y trascendente. Pero creo que los más avisados están al tanto de este riesgo. Su misma exeriencia espiritual vivida en su historia presente les brindará los elementos para madurar progresivamente sus formulaciones y reorientar continuamente sus actividades. Las actitudes recelosas no constituyen el mejor servicio que podemos prestarles desde Europa. Ellos mismos reconocen que una teología de la liberación postula, entre otras cosas, una sociología de la liberación y una economía de la liberación que aún no poseen. Dejémosles que la vayan haciendo paso a paso y ofrezcámosles, si los poseemos, medios para elaborarla.

Pero para nosotros es todavía más importante recoger y profundizar su intuición fundamental, formulada ya por Pablo VI en la Ev. Nunt. La salvación cristiana es liberación de todo lo que oprime al hombre, especialmente del pecado. Engloba, por tanto, la liberación de aquellos automatismos psicológicos que lo hacen internamente esclavo y desgraciado. Abarca asimismo a aquellos condicionamientos y estructuras sociales que deterioran la relación humana, convirtiéndola en pura trivialidad, despotismo o egocentrismo. Alcanza también las debilidades y servidumbres éticas del hombre, que en lenguaje religioso llamamos pecado. Llega hasta aquellos factores que re-

472

primen y amordazan el sentido de Dios en el hombre. Se extiende, en fin, a la muerte misma que es vencida por la fuerza salvadora de Dios, que nos hace resucitar en su Hijo para una vida en plenitud más allá de la historia.

Tal concepción de la salvación cristiana, lejos de secularizar la fe, recupera explícitamente la dimensión teologal y salvífica de la acción so-ciopolítica. Esta no es puramente profana, aunque sea un campo autónomo sometido también a sus propias leyes. Las mediaciones políticas y sociales pueden ser vehículo de salvación o de perdición en la medida misma en que sean verdaderamente liberadoras y, por tanto, dignifiquen o envilezcan al ser humano. Un discernimiento cristiano de estas mediaciones resulta inevitable.

De aquí se deriva la legitimidad del apremio a los cristianos para que se embarquen en tareas políticas y sociales, aun a sabiendas de que tal compromiso comporta inevitablemente una tasa de complicidad involuntaria que no se busca, pero que siempre es preciso tolerar en estos campos. Es más cristiano meter las manos en la masa que abstenerse de ello en virtud de la pretensión de conservarlas impecablemente limpias. La tentación de purismo ético, así como la comodidad de no meterse en terrenos resbaladizos, cuando es consentida, conduce a dejar las riendas de este campo tan importante en manos de los ambiciosos y de los mediocres o a abandonarlas a turbios intereses individuales o corporativistas.

Al tiempo que los responsables eclesiales ayudamos a los creyentes a descubrir la dimensión teologal de estos compromisos, hemos de nutrir en ellos, por la Palabra, la Eucaristía y la vida comunitaria intensa, las

actitudes requeridas por la fe cristiana: la anteposición del bien común a la del bien del grupo propio; la autocrítica de los propios fines y estrategias; el reconocimiento leal de los valores y logros de quienes pertenecen a otros grupos; el respeto al adversario social o político; la esperanza inquebrantable en medio de las dificultades y la inquietud permanente que impida instalarse en ciertos logros mediante la confusión explícita o implícita de determinadas situaciones sociales o políticas en el Reino de Dios. Los compromisos sociales y políticos concretos provocan fácilmente en sus adheridos una absolutización peligrosa y frontalmente anticristiana de sus opciones y una visión unidimensional del mundo y de la sociedad. La comunidad cristiana ha de precaver a sus miembros de este peligro real que acaba haciendo del partido o del sindicato, y no de la fe, la instancia última desde la que se ve y se juzga el mundo y se actúa en su transformación.

Iglesia de los pobres

El movimiento surgido en América Latina incorpora a la teología y a la praxis pastoral la óptica de los pobres concretos que constituyen la inmensa mayoría del continente. Son de sobra conocidas las intuiciones de la teología, de la espiritualidad, de la pastoral y de la acción liberadora nacidas de esta óptica de los pobres.

Los pobres no son un puro segmento de la amplia franja de nuestras dedicaciones pastorales. Son una clave. No la clave única, pero sí una de las cuatro o cinco más importantes a la luz de la doctrina evangélica.

Una clave se distingue de un seg-

473

Page 237: Mision Abierta - Desafios Cristianos

mentó de actividad pastoral justamente porque lo traspasa y se hace presente sin absorber su especificidad en todos los demás segmentos de actividad. En concreto, en la educación colegial y universitaria, en la celebración litúrgica, en los escritos de los obispos, en la programación de toda la pastoral de una iglesia particular, etc han de estar siempre presentes aquellas cuatro o cinco claves importantes y, entre ellas, la clave de los pobres.

Introducir la óptica de los pobres en el conjunto del pensamiento y de la acción eclesial obliga a una lectura del evangelio con ojos de pobre. No se lee igualmente el evangelio con ojos de rico. Suena y resuena de modo diferente. Me pregunto si puede leerse correctamente el evangelio sin ojos de pobre. Y esta lectura conduce inexorablemente a una solidaridad con los oprimidos de la historia. Ellos son, en su situación de miseria, el reverso del proyecto de Dios sobre el mundo. Acercarse, comprometerse en su defensa, compartir su causa y, en la medida posible, su condición, son los pasos que progresivamente nos conducen a aquella solidaridad. Todavía no sabemos exactamente cuál es el precio de esta conversión. Pero sí sabemos que es muy caro.

Muestras iglesias tienen que descubrir a stts propios pobres. Esta es la manera de traducir creativamente la intuición y la opción de la iglesia latinoamericana, sin mimetismos tercemundistas. Poseemos en Europa instrumentos más afinados para analizar la realidad e incluso una experiencia mucho más aquilatada para calibrar el potencial deshuma-nizador de la ortodoxia niarxista. Europa ha vivido en pocos decenios el desencanto en torno al marxismo real y el discernimiento critico acer

ca de las aportaciones, insuficiencias y errores del pensamiento marxista. No creo que tenga la misma claridad de conciencia con respecto del sistema capitalista vigente entre nosotros. La crudeza con que éste es vivido y padecido por los latinoamericanos les hace sin duda más vitalmente críticos ante este modelo de producción, de participación y de distribución que lleva consigo también una filosofía implícita de la vida, denunciada por los últimos papas Pablo VI y Juan Pablo II. Este sistema genera desde aquí pobres en América Latina. Pero genera también aquí sus propios pobres. Nuestra primera tarea es descubrirlos.

Entre los pobres de esta sociedad están los «ricos-pobres», los «pobres-ricos» y los pobres-pobres». Los primeros son aquellos que, dotados de asistencia económica y sanitaria suficiente, e incluso abundantes, viven en razón de su edad avanzada, de su salud quebrantada o de dramas de soledad y marginación humana, una verdadera situación de pobreza. Los pobres-ricos» son aquellos que, perteneciendo a clases desfavorecidas de la sociedad, tienen fuerza social para clamar por sus derechos, prensa que les defiende y apoyos sindicales e institucionales. Los «pobres-pobres» son aquellos que no tienen dónde caerse muertos. No cuentan con el apovo real y encendido de las fuerzas sindicales. Tienen nombres concretos: los parados sin subsidio de desempleo, los portugueses y marroquíes de nuestros suburbios, los transeúntes sin hogar y degradados por el desarraigo y por las condiciones de vida envilecedoras, los drogadic-tos v sus familias abandonados a su suerte, etc.

La comunidad cristiana no puede desentenderse de ninguno de estos tipos de pobre. Pero su campo prin-

474

cipal es, a mi juicio, el de los «pobres-pobres».

Iglesia y pequeña comunidad

La vitalidad y multiplicación de pequeñas comunidades cristianas en América Latina es un hecho admirable. La iglesia latinoamericana es un vientre fecundo en el que se conciben y gestan comunidades de este estilo.

No qusiera exagerar ni la calidad humana ni la cristiana de estos grupos. Sé que muchos de ellos son no sólo grupos de pobres, sino grupos pobres, constituidos por mucha gente pobre. Pero és difícil dejar de ver en esta explosión de grupos un viento recio del Espíritu. Reducir la interpretación de este fenómeno a una pura respuesta a la necesidad de arrebujarse y congregarse, que se experimenta en circunstancias inhóspitas que nos desbordan, sería una frivolidad y un abuso de la misma sociología.

El fenómeno latinoamericano constituye un redescubrimiento de la pequeña comunidad como una porción de iglesia singular y, en algunos aspectos, privilegiada, para vivir el evangelio, para descubirir y asumir el compromiso cristiano liberador, para celebrar la fe y para testificar significativamente en su entorno los caracteres auténticos de la familia de Jesús.

Las pequeñas comunidades no son fenómeno exclusivo de Latinoamérica. Con cuño muy diferente, existen en otras latitudes. También entre nosotros. Si he de ser sincero, no es fácil encontrar, en el espectro de experiencias comunitarias de nuestro entorno próximo, aquellas que realicen en la medida deseable todos los elementos importantes de

una verdadera comunidad cristiana. Existen estas experiencias, pero son todavía escasas o poco extendidas. Un cierto aire sectario les es bastante común, aunque no sea universal. Subrayan con frecuencia aspectos importantes de la experiencia cristiana subestimando otros aspectos igualmente importantes. Incurren así no solamente en el riesgo de marginar valores cristianos genuinos, sino de desnaturalizar aquellos mismos valores que subrayan. No es fácil articular ministerios eclesiales y compromisos cívicos, contemplación y acción transformadora, autonomía e inequívoca vinculación jerárquica, experiencia viva y formulación ajustada, identidad propia y apertura a otras comunidades.

No formulo este parecer desde la grada de un juez olímpico. Tengo que preguntarme como pastor de una iglesia local por qué las cosas son así y cuál es la parte de respon-salidad que me corresponde en el hecho de que la realidad no sea más estimulante.

Una de las tareas más apasionantes para los pastores consiste en contribuir a crear las condiciones eclesiales para promover comunidades que, con su singularidad y sus acentos (que no tienen por qué significar unilateralidad, sino riqueza) realicen en la medida suficiente los caracteres de una auténtica comunidad cristiana. Discernir con ánimo de pastor y no de inquisidor, con temblor, pero sin complejos. Crear lazos de comunicación y de interfecundación de estos grupos comunitarios.

Me hago cargo de la inmensa dificultad de esta tarea. Pero la dificultad no es criterio válido ni para asumir ni para soslayar una misión importante. Que el único Pastor pleno nos dé la lucidez y el temple para llevarla a cabo.

475

Page 238: Mision Abierta - Desafios Cristianos

TEÓFILO CABESTRERO

SEÑALES DE ESPERANZA DESDE AMERICA LATINA

Me piden que busque señales de esperanza, razones visibles para esperar ahora, en medio de las situaciones que nos tientan de desesperación.

...Esperanza de liberación integral para todos. Esperanza de justicia con verdadera participación y comunión en libertad. Señales históricas del crecimento del Reino de Dios sembrado por Jesús, que son las señales de la fidelidad de la Iglesia a su misión.

...Esperanza frente a la inhumanidad del sojuzgamiento y la pasividad del pueblo —en miseria, en injusticia, en opresión y represión— bajo el poder hecho dominio y tiranía (ideología, estructuras, acciones). Esperanza frente a los imperios y a toda complicidad con ellos, política, económica, social, religiosa o eclesial. Esperanza frente a los ídolos y a la descomposición que generan, a la corrupción, a la alienación, a la deshumanización. Esperanza frente a todas las señales de involución en la Iglesia y en los pueblos.

Busco en los suelos y horizontes del Tercer Mundo, de América Latina; escribo desde Paraguay, Brasil y Nicaragua, tres pasos en la esperanza: el cautiverio bajo la tiranía y la corrupción; la difícil salida a una apertura equilibrista, «controlada» y aun así contestada por el terrorismo fascista que el régimen engendró en la noche; y la liberación del pueblo para la libertad en la justicia humana, siempre en construcción y amenaza. Tres pasos desde la noche al alba de nuestra Latino-América, desde la indignación humana y divina a la humana dignidad.

Sin querer ser exhaustivo, sin esfuerzos por agotar el número y el orden de los movimientos, fenómenos o acontecimeintos mayores v menores que nos dan esperanza, señalo cuatro o cinco grandes frentes.

476

Crecimiento y manifestación de una tenaz conciencia crítica (libertad) de la dignidad humana y de la fe cristiana

En medio de los desastres y reveses históricos, ante los temores y amenazas de involución o frente a los abusos, en todos los pueblos y en la Iglesia se alzan, cada día con mayor tenacidad, las voces de la indignación, de la protesta y de la resistencia. Es una esperanzadora señal de maduración universal de la conciencia humana y de la fe cristiana.

Vienen expresándose de forma creciente, en todas las latitudes y en todos los ámbitos, la libertad crítica, la protesta, el bloqueo, la ruptura, el plante y la huelga. Legitimadas —«legalizadas» o no— por el crecimiento mismo de la arbitrariedad en los golpes y abusos de la autoridad y de las fuerzas irracionales.

En sus manifestaciones extremas, toman celeridad y formas arriesgadas, cargándose algunas veces de exageraciones, de ambigüedades y hasta de horrores (los gritos y gestos anti-imperialistas de Khomeini se mezclan a sus propios abusos y horribles fanatismos). Pero, siempre, aun en los casos impuros y extremos, se agita algún valor de indignación e intolerancia, de rebeldía, de crítica, de pasión por lo justo y lo humano. Algo de luz y de esperanza levantan sobre el mundo; luz libre o aprisionada en nuevas sombras.

Hay una nueva calidad en las manifestaciones contemporáneas de la conciencia crítica: la solidaridad. Y un poder nuevo, una gran fuerza de decisión y compromiso, una inaudita terquedad. Todo nos hace esperar que la injusticia y el horror crecientes no puedan ya ejercerse contra nadie impunemente, aunque sean todopoderosos e invencibles. Crece y se afila esa punta de flecha de la esperanza que es la indignación de la dignidad.

Así, podrá seguir Pinochet siendo Pinochet veinticuatro años más, y podrán venir otros seis pinochet en otras latitudes; podrán ensayar los Militares en Bolivia otros trescientos golpes salvajes contra la democracia, contra el pueblo, contra Dios; podrá seguir Cárter o venir Reagan, y —con uno o con otro—, consumar la masacre de los pueblos de El Salvador y Guatemala, como Rusia somete al pueblo en Afganistán (¿v cómo calmará a los obreros de Polonia?: ya no es tan fácil y es ello una victoria de la indignación y la resistencia, del plante, de la huelga...); los Videlas podrán seguir creyendo que justifican ante el mundo la injustificable desaparición de los «desaparecidos»; y los altos proyectos de la Trilateral (Trinidad del oro que coloniza y explota a América Latina: el dólar, el marco y el yen), se afirmarán a través de los nuevos exterminios (el nazismo de la esterilización masiva que se descubre en Brasil y en Bolivia y en otros pueblos ha sentenciado razas enteras, el nazismo de la nueva ley sobre extranjeros del Gobierno brasileño, etc.). para seguir expoliando y matando a nuestros pueblos. ...Podrán, sí, pero ya nunca faltará el grito de la dignidad de la mujer y el hombre, el grito de los pueblos a quienes pretenden engañar y dominar. No faltarán los plantes a Pinochet; los bloqueos y las clamorosas denuncias al golpista de turno en Bolivia; la resistencia, la lucha y hasta el levantamiento «imposible» en El Salvador y en Guatemala; las denuncias de la opinión pública contra los «water-gate» del presidente oportunista y corrompido; la huelga en Polonia («re-

477

Page 239: Mision Abierta - Desafios Cristianos

sistencia» también), el repudio a la invasión de Afganistán... Jamás faltarán «madres de la plaza de mayo», declaraciones de un Pacto Andino, denuncias de una Amnistía Internacional y de numerosas Comisiones y Asociaciones que defienden y promueven los Derechos Humanos, documentos de una y varias Conferencias Episcopales, de un Papa, o de admirables Obispos y personas, grupos cristianos o enteras Iglesias comprometidos en la causa común de la justicia y de la libertad. Ya nunca va a apagarse enteramente la lucha de los mismos obreros, de los campesinos, de los indios, de las mujeres...

Se alza sobre el depauperado planeta azul la gran señal de la noble indignación humana, solidaria, despertadora de esperanzas.

Y en la Iglesia, frente a las cautelas, complicidades, egoísmos e intereses espúreos o antievangélicos, por supremos que sean, hoy la fe se hace libertad crítica (la fe cristiana ha de serlo siempre), autocrítica eclesial, corrección fraterna. Como un necesario y obligado (cristianismo) complemento de la vigilancia y corrección paterna de los pastores frente a riesgos y peligros, desviaciones y diserciones, se despierta la vigilancia, la crítica y la corrección fraterna desde el Pueblo de Dios. Ya no es un profeta predestinado a la hoguera quien eleva su voz única, son enteros sectores y comunidades del Pueblo de Dios los que unen sus voces manifestando el poder correctivo del amor insobornable y salvador: voz del Pueblo, voz de Dios. Incluso cuando esas voces son un poco airadas, nadie debiera dejar de oír en ellas los silbos del Divino Pastor que a toda la Iglesia, pastores y zagales incluidos, conduce por los caminos certeros del servicio al Reino. Nunca evitaremos los malentendidos y tensiones, e incluso los excesos, pero el crecimiento y las manifestaciones de la libertad crítica de la fe en la Iglesia, por parte del Pueblo de Dios, son un don cierto del Espíritu, fuente de ¿olorosa y fecunda esperanza.

La fuerza emergente de los pobres en los puebles y en la Iglesia

Por todo el mundo, pero con justificada mayor fuerza en los pueblos pobres del Tercer Mundo, irrumpen hoy los pobres en la sociedad y en la Iglesia, gestando una señal mayor para la esperanza del mundo. Las clases populares recuperan su identidad y su fuerza social; y la Iglesia recobra su identidad evangélica de «Iglesia de los pobres», Pueblo-Fuerza de Dios dentro de los pueblos.

Los condenados de la tierra resurgen de la marginación haciendo común su «causa» desde el sufrimiento injusto. Uniendo sus voces, reclaman su lugar en la historia; su palabra y su acción. Juntando sus derechos violados y sus esperanzas se constituyen en alternativas de futuro para nuestro mundo sin futuro, en promesas de libertad y justicia. Sumando sus fuerzas con amor solidario, emprenden la lucha liberadora.

En todos los países de nuestro Continente los procesos históricos han madurado al pueblo pobre y creyente para que reclame su memoria y su identidad. Y va llegando la hora difícil y sagrada de reclamarlas enfrentando los lógicos recrudecimientos de la tiranía de los dominadores. Obreros, campesinos e indios, mujeres y jóvenes, clases y etnias oprimidas

478

se levantan, se organizan (movimientos populares, partidos, sindicatos), se coordinan y se contagian solidariamente a nivel nacional, continental y hasta mundial; en la legalidad, donde está respetada por la autoridad; donde las leyes son violadas sistemáticamente por los poderosos absolutos e irracionales, en la clandestinidad o en el exilio, subterránea o desterra-damente; y siempre, «legítimamente». La resistencia y la lucha han empezado. Nunca los movimientos y las luchas populares han cobrado tanta fuerza y posibilidades de futuro frente a la secular dominación continental de los viejos y los nuevos imperios. Tanto en las inmensas áreas donde el imperio de los Estados Unidos domina y es contestado, rechazado, como en el pequeño espacio donde puso su pie el imperio de Rusia (también Cuba tiene sus defensas contra los virus de la dependencia y el totalitarismo). Como nuestras selvas, rocas y campos son quemados y luego el pasto verde prende y crece con más fuerza, así en nuestros pueblos abrasados por el fuego de las dictaduras militares, la vida rebrota con más fuerza para «una noble lucha por la justicia» Juan Pablo ¡I a los obreros en Brasil).

Correlativamente, en la Iglesia que vive inmersa en los procesos históricos de los pueblos, los pobres emergen hacia su lugar de predilectos del Padre, privilegiados y protagonistas del Reino. Los pobres en la Iglesia se vienen haciendo, no solamente receptores de la Palabra de Dios, sino también portadores y anunciadores de ella, primeros testigos del Evangelio de Jesucristo, evangelizadores de toda la Iglesia. Y esta es la señal que da esperanza y cierta de que los «últimos» van siendo «primeros», ya en este ensayo histórico del Reino que es la Iglesia. Esperanza también de que nuestra Iglesia va a recobrar su identidad y su capacidad profética, su relevancia evangélica en la historia, a medida en que va haciéndose verdaderamente «Iglesia de los pobres».

En América Latina, la emergencia de los pobres en la Iglesia es un claro don del Espíritu que toma cuerpo en la amplia floración de Comunidades Eclesiales de Base. Es el «nuevo rostro» que toma la Iglesia (Medellín y Puebla) en Latinoamérica, al renacer del pueblo por la respuesta de fe a la Palabra de Dios escuchada, vivida, celebrada y testificada en medio de los procesos históricos, en el sufrimiento, en el compromiso, en la fraternidad y en la lucha del «día a día» contra el poder del pecado hecho sistema y estructuras de injusticia.

La gran mayoría de la Iglesia, incluidos sus obispos, asume en América Latina el «nuevo rostro» y la nueva vida de la Iglesia que renace por la fe del pueblo en el Espíritu del Resucitado. Sólo en los reductos de los sentimientos y fuerzas del imperialismo eclesiástico, tanto en el Continente como en Ultramar, se mantienen y alimentan los prejuicios, la sospecha y la conspiración, dando lugar (por los paradógicos efectos del Evangelio), a nuevas señales de esperanza: la fidelidad en la incomprensión, acusaciones y represión extra e intra-eclesiales; la purificación eclesial para conversión y renovación de toda la Iglesia: la progresiva clarificación del gran signo eclesial de la esperanza mesiánica (la opción prc-ferencial por los pobres).

Señalemos, como dato de autenticidad, como esperanza de afianzamiento, el hecho de que la emergencia de los pobres en la sociedad y la

479

Page 240: Mision Abierta - Desafios Cristianos

Iglesia se relacionan, se apoyan, se refuerzan. Hasta el punto de que las comunidades eclesiales de base, los grupos cristianos populares, brotan y actúan como fruto y semilla evangélicos, como fermento, dentro de los movimientos y procesos históricos populares. Llegando a veces a un po-tenciamiento de efectos liberadores fulminantes, como en el proceso revolucionario y de reconstrucción de Nicaragua, pueblo-«concreto» de signos integrados e integrales de esperanza.

Opción preferencia! y solidaria por los pobres. Los «acercamientos» de la Iglesia al pueblo pobre

Desde el Vaticano II, la Iglesia viene viviendo una «vuelta hacia los pobres» de la que ha recorrido ya varias etapas. Esta «marcha» pasa privilegiadamente por los lugares donde están concentrados los pobres, donde se amontonan, en las áreas del Tercer Mundo.

Se trata de una vuelta de la Iglesia a su propio centro o corazón terrestre, ya que los pobres de la tierra —los «últimos»— fueron los «primeros» en el ministerio de Jesús. Los primeros a quienes Jesús vino a anuciar el Evangelio. El «centro» de atención de su mensaje universal de salvación y el centro mismo de su mensaje (hay que «aceptar» a los pobres como sacramento de Cristo: lo que con ellos hicisteis, conmigo lo hicisteis, Mt 25). A ellos convocó en primer lugar Jesús al Reino, los declaró los «primeros» en el Reino del Padre (Mt 5). Y con ellos formó su primera Iglesia.

La Iglesia, a través de los siglos, se fue «descentrando» al desplazarse desde los márgenes de este mundo (desde los marginados y condenados de esta tierra) hacia el centro de los poderosos y al poder. Y desde ahí viene queriendo regresar adonde estaba en los orígenes, marchando ahora desde el centro hacia el margen, hacia los marginados, hacia los pobres en quienes la centró Jesucristo, su Fundador.

Hay designaciones que marcan las etapas: «Iglesia para los pobres», «servidora de los pobres», «Iglesia de los pobres», «Iglesia-pueblo-pobre».

En América Latina, Medellín abrió esa marcha de la Iglesia hacia los pobres. Y se operó una transformación que ha desencadenado todo tipo de reacciones dentro y fuera de la Iglesia, al aplicar las más ortodoxas y evangélicas doctrinas del Vaticano II con el realismo del Continente, donde los pobres tienen nombres, presencia y número asustadores, porque están preñados de connotaciones y consecuencias sociales, económicas y políticas (favelados, obreros, campesinos, mineros, indios... millones y millones, situaciones inhumanas de miseria y opresión por crueles injusticias, complicidades y corrupciones estructuradas y sistematizadas, dependientes e internas en complicidad). La «marcha» ha estado y sigue estando llena de sospechas, prejuicios, deserciones, calumnias, persecuciones y martirios; historia contemporánea de salvación cristiana, de liberación integral abierta, inacabada. Puebla tuvo que terminar por confirmar esta cristo-céntrica e histórica vuelta de la Iglesia hacia los pobres. Sin dejar de incrustar en su documento una serie de puntualizaciones que responden a la sospecha, prejuicio y la conspiración antes citadas, respecto de lo que

480

ha sido llamada «Iglesia popular», Puebla ha proclamado la «opción pre-ferencial por los pobres» como programa para la Iglesia en América Latina.

El Papa Juan Pablo II, en su visita a Brasil, clarificó bastante el sentido y el alca'nce real de esta opción, que desde Puebla viene siendo formulada restrictivamente por el CELAM, a partir del miedo sentido en los centros de poder eclesiástico como en los centros del poder económico y político, pues están todos los «centros de poder» de alguna manera en sintonía, y se ven todos amenazados por mantener posibilidad de cambio radical, sea económica, política o evangélica). «Opción preferencial, pero no exclusiva ni excluyeme», vienen precisando desde Puebla. Y pasan a decir que eso significa que la Iglesia se debe a todos los grupos, a todas las personas y a todas las clases, a los pobres, pero también a los ricos «anticonflictivamente», es decir, «neutramente»; lo cual equivale a dejar a los pobres y a los ricos como están, anunciando a unos y a otros una Salvación que no cambie radicalmente las cosas y ni siquiera incomode.

Juan Pablo II, en sus «Formulaciones» no superó las precisiones restrictivas de Puebla; incluso las subrayó constantemente. Pero en el conjunto de sus discursos, en su mensaje y, sobre todo, en sus gestos y en su visible «opción», superó las restricciones interpretativas. Clarificó prácticamente, con su praxis pastoral a lo largo de la visita al Brasil, la «opción preferencial, pero exclusiva por los pobres». El Papa (la Iglesia) como Jesucristo y su Evangelio, se dirige a todos, no excluye a nadie, pero muestra una real y constante preferencia por los pobres; y no es ya neutra y anticonflictivamente como se dirige a todos, sino que a los ricos, a las autoridades y responsables del poder y la justicia, se dirige y les habla «desde» los pobres, en su nombre —como voz de los sin voz— y en favor de sus derechos violados, de su dignidad herida, de sus tierras robadas, de sus vidas matadas, de sus hijos y familias sentenciadas. Así, los pobres vuelven a ser «el centro», los «últimos» los «primeros». Y en ello están en juego, no sólo los derechos humanos, no sólo los derechos de los pobres, sino los derechos mismos de Dios. Aunque excluye el Papa en su intención y en los textos de sus discursos, toda violencia, todo conflicto, viene a resultar evangélica y proféticamente «conflictivo». Y aunque en su «opción por los pobres» él no excluya a nadie, se excluyen quienes no «escuchan», quienes no acepten su mensaje dirigido desde/para los pobres.

Así, la opción preferencial y«solidaria» por los pobres se constituye en la gran señal de esperanza de «esta» Iglesia para toda la Iglesia.

En esta señal se incluyen todos los verdaderos «acercamientos» de la Iglesia al pueblo pobre. Se ha incluido en ella el acercamiento de Juan Pablo II a los pobres del continente (y del mundo) en Brasil, por la claridad evangélica de su opción preferencial por ellos, pese a las adherencias y a los límites que ha tenido todavía su paso por este pueblo (adherencias y límites de triunfalismo y populismo, de grandiosidad y poder de «cristiandad», de equilibrios doctrinales... inevitables hasta ahora, relativizados y puestos en segundo lugar por el Espíritu —sin duda el Espíritu— que se manifestó a través de todo; espíritu que brillará más todavía, transparentando al Espíritu de Jesucristo, a medida en que que-

481

Page 241: Mision Abierta - Desafios Cristianos

den a un lado los aspectos discutibles y pudificables, a medida en que todo en los viajes y visitas de nuestro Pedro se hagan más normales y sencillas).

Juan Pablo II —a pesar de sus extremos cuidados de equilibrio—, no escapa enteramente a la sospecha y a las asechanzas que los poderes de este mundo (que lo someten al pecado por sus sistemas y estructuras de injusticia), vienen lanzando contra la Iglesia que vuelve a los pobres; contra la Iglesia que se desplaza desde el centro del poder hacia su propio «centro», hacia las márgenes. En esta marcha se les va a los poderosos el apoyo en que se han justificado durante siglos. No tiene nada de extraño que sospechen, acusen, insulten, calumnien, persigan y maten. Nada de extraño tiene que hagan con la Iglesia lo que vienen haciendo impunemente con el pueblo pobre. Es el precio de la solidaridad con ellos que ha de pagar la Iglesia. El mismo precio que pagó Jesús por encarnarse en ellos, por venir y hacerse uno de ellos, por situarse en esta tierra en el margen y no en el centro del poder de este mundo.

Pero, esto constituye otra señal contemporánea de esperanza. La señal extrema y más certera, porque no hay mayor amor que el de dar la vida.

La persecución y el martirio

En este breve escrito, considero más importante «situar» entre las señales de nuestra esperanza el «hecho mayor» de la Iglesia en América Latina (la persecución y el martirio) que describirlo, cuantificario o analizarlo. Ubicarlo, encuadrarlo, ponerlo en su lugar entre las señales que hoy tenemos para seguir esperando y para esperar con mayor Esperanza, y ello según la lógica interna o el dinamismo histérico-evangélico de los hechos, es lo que me interesa aquí. Analizarlo ahora me desborda espacio y el tiempo. Se hace y se hará, por todos, desde la insobornable e infalible fe del pueblo creyente y pobre, que es movido por Dios mismo a venerar a sus mártires mucho antes y más profundamente que toda la Iglesia en su reconocimiento oficial. Por otro lado, no es preciso describir y cuantificar este hecho mayor de nuestra Iglesia en estos días; también se hace, existen relatos, cifras y descripciones que, aun en su improvisación, impresionan por la magnitud de la persecución y el martirio que en nuestros pueblos sufre la Iglesia; pero, los medios diarios de comunicación nos están mostrando el martirio diario de nuestros hermanos, desde los cristianos anónimos, hombres, mujeres, jóvenes y niños del pueblo cristiano y pobre, a los agentes de pastoral, laicos, religiosas, sacerdotes, obispos más publicitados.

Sí, hay que decir que demasiados sectores de la Iglesia, sobre todo jerárquicos, vienen demostrando su pudor y manteniendo su silencio cerrado acerca de nuestros hermanos muertos y matados por su fe, su vida y su entrega al Evangelio y desde él al pueblo pobre; lo cual contrasta con la sensibilidad creyente del pueblo cuya fe cristiana le hace amar y venerar como mártires y santos a quienes sabe que han sacrificado su vida en favor de la salvación y liberación cristiana de los pobres, y han sido sacrificados en vida por los poderes y los poderosos que se

482

oponen a esa liberación. Es ya un escándalo de proporciones continentales, y hasta universales, el silencio oficial de la Iglesia acerca de la sangre de sus mejores hijos, que se ha unido a la sangre de Cristo que nos redimió y que esa Iglesia celebra ritualmente a diario.

Pero, es menos importante el reconocimiento oficial y solemne de la Iglesia que el reconocimiento de Dios y del pueblo fiel. Habría que decir, incluso, que todo lo que hay de incomprensión y falta de reconocimiento por parte de esos sectores de la Iglesia, es un «valor evangélico» más de la persecución y el martirio; porque la hacen más persecución y más muerte, más gris, menos triunfalista, menos «mundana», más cristiana, como Jesucristo la anunció y la sufrió. ¿Quién ignora, por ejemplo, que Monseñor Romero se llevó a la tumbra en la falta de solidaridad, reconocimiento y apoyo de muchos hermanos suyos de episcopado y del Nuncio y del Vaticano, un dolor más fuerte que el de la herida mortal en su corazón?

Pero, si «eclesiásticamente» no es para muchos hoy en la Iglesia una señal de esperanza la persecución que sufrimos y el martirio de tantos hermanos nuestros, «evangélicamente» es la gran señal, la infalible señal de autenticidad cristiana y humana. Por eso es la más grande señal de la esperanza irreversible. Como lo anunció claramente Jesucristo, e igual que su propia muerte en cruz fue la insobornable señal de su resurrección y de nuestra redención.

Es bueno explicitar que es prueba de autenticidad, dentro de esta señal de fidelidad y de esperanza, el hecho de que aquí y ahora la Iglesia no esté siendo perseguida y crucificada con persecución y martirio diferentes de la persecución y la muerte que sufre el pueblo pobre, sino con la misma persecución y martirio que sufre el pueblo, a causa de él y con él. Algunos quisieran una persecución y un martirio «diferentes», espirituales y históricos, sin tener nada que ver con el pueblo ni con los hombres, como siendo perseguidos y cazados por quien sólo fuese disparando flechas o tiros contra Dios y no contra los hombres; así lo verían como «martirio», sin darse cuenta de que eso sería un accidente a manos de un loco. Lo que autentifica el martirio es el dar la vida por los hermanos, el servicio del amor liberador, morir por liberar al hombre, a los hombres, al pueblo qvte sufren.

«Surge, desde el martirio, un viento de ojos claros» (Otto Rene Castillo). El Espíritu de Pentecostés nos surgió del martirio de Cristo, nos resurge hoy del martirio de la Iglesia, del martirio del pueblo de Dios en esta América que «sangra por el curso de sus ríos». Esperanza cierta de Bautismo...

Conclusión: Nuestra esperanza pasa por el pueblo

La fuerza cristiana de nuestra esperanza confiesa en Jesucristo Resucitado su más honda y suprema fuente, su razón inefable. Es el presupuesto primero y último, principio y conclusión de todo dar razón histórica de nuestra esperanza. ¿Haría falta decirlo?

La gran conclusión de lo escrito, y de cuanto podría decirse, es que

483

Page 242: Mision Abierta - Desafios Cristianos

hoy nuestra esperanza humana y cristiana pasa por el pueblo. Esto se constituye en otra señal —señal de señales— de nuestra esperanza.

Pienso que en los trazos dados, por mal dados que estén, van los nervios de la esperanza actual. El cuadro dentro del cual cobran valor de «señales de esperanza» todos los valores, sucesos, acciones, programas, renovaciones, grupos o personas que alcancen hoy verdadera «categoría» de signos de esperanza. Lo cual (además de permitirnos ampliar la búsqueda desde los trazos fronterizos de nuestra esperanza hacia la enumeración de las cosas y casos, grupos, personas, acciones y programas que merecen el título de «señales de esperanza»), nos da el instrumento, el detector, el termómetro para medir hasta dónde una renovación litúrgica, una frontera o un gesto de ecumenismo, una pastoral episcopal, un movimiento eclesial, un Papa, una Teresa de Calcuta, un obispo, un laico o toda una comunidad o una Iglesia particular son verdaderas «señales de esperanza»: la referencia al pueblo pobre y creyente, sufrido y en trance de liberación integral.

«Sobre los hombros del pueblo / la noche se resquebraja, / y la mañana / despunta en el asombro de todos» (Otto Rene Castillo).

484