mitos. su atemporalidad y su historicidad

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J. David Castro de Castro. Mitos. Su atemporalidad y su historicidad. - 1 – © 2005, E-EXCELLENCE WWW.LICEUS.COM Mitos. Su atemporalidad y su historicidad. José David Castro de Castro [email protected] ISBN - 84-9822-275-3 THESAURUS: Mito, Literatura, arquetipos, mitocrítica, mitoanálisis, crítica. OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS CON EL TEMA EN LICEUS: La mitología griega: introducción; Tematología con valor universal: temas, mitos y motivos; Folklore y motivos clásicos. RESUMEN O ESQUEMA DEL ARTÍCULO: El mito es una realidad difícil de delimitar. Por ello este trabajo comienza con un acercamiento a la problemática general de cualquier estudio sobre el mito. Se abordan a continuación las características más importantes del mito desde el punto de vista de los estudios etnográficos, antropológicos y religiosos. A continuación se estudia el mito literario, señalando divergencias, coincidencias y continuidades con el mito entendido en sentido etnoreligioso. Se repasan brevemente las distintas interpretaciones sobre las relaciones que se establecen entre mito y literatura, las funciones del mito en la literatura, y las principales metodologías mediante las que ha sido estudiado por los críticos. El trabajo pretende aportar un panorama general básico sobre la cuestión, por lo que no se privilegia una teoría o enfoque determinado. Particular atención se presta a lo largo del trabajo a la cuestión de la tensión entre la atemporalidad del mito y la historicidad de sus manifestaciones concretas.

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J. David Castro de Castro. Mitos. Su atemporalidad y su historicidad.

- 1 – © 2005, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM

Mitos. Su atemporalidad y su historicidad.

José David Castro de Castro

[email protected]

ISBN - 84-9822-275-3

THESAURUS: Mito, Literatura, arquetipos, mitocrítica, mitoanálisis, crítica.

OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS CON EL TEMA EN LICEUS: La mitología

griega: introducción; Tematología con valor universal: temas, mitos y motivos; Folklore

y motivos clásicos.

RESUMEN O ESQUEMA DEL ARTÍCULO: El mito es una realidad difícil de

delimitar. Por ello este trabajo comienza con un acercamiento a la problemática

general de cualquier estudio sobre el mito. Se abordan a continuación las

características más importantes del mito desde el punto de vista de los estudios

etnográficos, antropológicos y religiosos. A continuación se estudia el mito literario,

señalando divergencias, coincidencias y continuidades con el mito entendido en

sentido etnoreligioso. Se repasan brevemente las distintas interpretaciones sobre las

relaciones que se establecen entre mito y literatura, las funciones del mito en la

literatura, y las principales metodologías mediante las que ha sido estudiado por los

críticos. El trabajo pretende aportar un panorama general básico sobre la cuestión, por

lo que no se privilegia una teoría o enfoque determinado. Particular atención se presta

a lo largo del trabajo a la cuestión de la tensión entre la atemporalidad del mito y la

historicidad de sus manifestaciones concretas.

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“La mitología consiste en mantener

la idea de eternidad en la categoría

del tiempo y el espacio” (S.

Kierkegaard en Migajas filosóficas)

“Estas cosas nunca tuvieron lugar,

pero siempre existieron” (Salustio,

De los dioses y el mundo, c. IV)

Un acercamiento al estudio de las relaciones entre mito y literatura, y en

concreto a la cuestión de su atemporalidad e historicidad, parece aconsejar (aunque el

intento resulte algo azaroso, tan vasto y oscuro es el antiguo bosque en el que

penetramos) atender brevemente de forma previa al mito en sentido general (Brunel

1988:7). Y ello, a pesar de que para muchos, como veremos, el mito en sentido

general es algo que simplemente no existe. En efecto, aunque son numerosos los

problemas que la generalización aludida plantea, creemos que una reflexión de este

tipo permitirá comprender mejor algunos aspectos del mito en sus manifestaciones

literarias. Lo que es seguro es que facilitará que el lector (especialmente un lector

poco versado en la cuestión) se haga una idea de lo complejo, cambiante e

inaprensible que resulta eso a lo que se suele aplicar la etiqueta “mito”.

I. Mito.

“Mito” es, ciertamente, un término de uso frecuente, incluso en el lenguaje

coloquial. Sin embargo, es preciso reconocer que, como apuntábamos, no está en

absoluto claro qué cosa es el mito. Es probable que, como defiende Cencillo (1998:XI-

XII) sea necesario, para poder aclarar esta cuestión, resolver previamente otras

anteriores como “qué sea conocer y cuáles los valores de verdad que los enunciados

del lenguaje encierran”. No vamos a entrar, claro está, en estos problemas, pero sí

creemos necesario señalar que el mito parece ser algo distinto en cada momento y

lugar en que se concreta (dicho de otra manera, el término “mito” se aplica a

manifestaciones humanas muy diferentes). Por otra parte, el aceptar una

interpretación determinada para el término (aceptar que el mito “es” tal cosa) tampoco

resolverá la cuestión, pues cada actualización concreta (en un espacio y un tiempo

determinados) de un mito posee la mayoría de las veces un carácter particular. Existe,

pues, un primer problema relativo a la delimitación del objeto de estudio, que posee

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una naturaleza muy heterogénea. Pero, en lo que respecta a la caracterización del

mito, muy distintos han sido también los contextos intelectuales de partida, es decir,

las visiones del mundo, las ideologías o los sistemas filosóficos o científicos desde los

que éste ha sido contemplado a lo largo de la historia. Por tanto, era también diferente

lo que en cada caso se buscaba al investigar sobre el mito. Ello ha conducido a que el

mito haya sido considerado en algunas épocas como una forma de discurso

engañoso, en otras como el producto de una fase infantil del desarrollo humano o, más

recientemente, como una forma de reflexión sobre el mundo alternativa a la lógica. Se

plantea, pues, un problema por la heterogeneidad del hombre que estudia este

fenómeno y de las perspectivas desde las que lo contempla, al ser el espectador del

fenómeno del mito diferente en cada momento de la Historia intelectual de Occidente.

Por último, aunque en relación estrecha con el problema anterior, además de estos

distintos espectadores y diversas perspectivas a las que hacíamos alusión, son

diferentes las disciplinas desde las que es estudiado (antropología, psicología,

filosofía...), y existe además una amplio catálogo de modelos explicativos (simbolismo,

funcionalismo, estructuralismo...) propuestos para su elucidación, basados en

planteamientos metodológicos muy diferentes. Tenemos, pues, una última dificultad

que consiste en una notable diversidad metodológica en los estudios a él dedicados.

Teniendo en cuenta este panorama, no puede extrañar que sean muy variadas las

definiciones que intentan circunscribir el mito y que ningún planteamiento parezca

agotar su descripción. Sin embargo, es preciso señalar que esta intrínseca

complejidad, que constituye, lógicamente, un grave obstáculo para un conocimiento

completo de la multiforme realidad que constituye el mito, ha sido, en cambio, valorada

positivamente por algunos estudiosos, al subrayar las ventajas que supone el que el

tratamiento del mito conduzca necesariamente a la interdisciplinariedad (Blumenberg

2004:11).

Por estas razones no parece inadecuado comenzar un trabajo como el

presente con algunas observaciones de tono más bien escéptico acerca de las

posibilidades de un estudio general sobre el mito, que pongan de relieve con más

detalle la amplitud, indefinición y complejidad del terreno que pretendemos columbrar.

Es un procedimiento tradicional el de acudir a las definiciones para aportar claridad

sobre aquello que se intenta estudiar (y ello a pesar de las también abundantes

críticas a este procedimiento, como la reciente de Blumenberg, 2004:10). Pues bien,

uno de los mayores expertos en el mito, G. S. Kirk (1985:21), resalta, por ejemplo, la

imposibilidad de abarcar sus distintas manifestaciones mediante una definición que

emane de alguna de las diversas teorías unitarias sobre el mito propuestas durante el

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siglo XX (que son esencialmente tres en el ámbito antropológico: simbolismo,

estructuralismo y funcionalismo): “No existe una sola definición de mito, una forma

platónica del mito, a la cual deba amoldarse cualquiera de los casos que se puedan

presentar. Los mitos, como veremos, difieren enormemente en su morfología y en su

función social...”. El mismo planteamiento lo encontramos, referido también a otros

modelos explicativos, en Kirk (2002). Otro estudioso, C. Calame pone en cuestión, no

ya la naturaleza común de los diferentes mitos, sino la existencia de un mito que sea

independiente de su manifestación concreta y anclada en la historia: “No existe mito

como realidad universal, tampoco mitología como sustancia cultural; en consecuencia,

no hay mito como género y, en una palabra, no hay ontología del mito” (Calame,

1990:12 apud Monneyron-Thomas 21). El problema puede plantearse, como es lógico,

también desde la perspectiva de la recepción. Refiriéndose al mito literario (del que

luego hablaremos) J. Desautels pone la pelota en el terreno del lector al decir que el

mito es “une forme introvable d’une realité fluide (qui) ne commence à exister que par

la magie de l’interprète qui en fait la lecture et s’apprête à en rendre compte”

(Desautels apud Deremetz 1994:28).

En efecto, parece que el contexto en el que el mito se actualiza en cada

ocasión posee una importancia esencial, pues como recuerdan Monneyron y Thomas

(Monneyron-Thomas 2004:22), “el mito, como la imagen, no existe sino por el sentido

que una sociedad, una cultura, le otorgan”. No obstante, siendo esto en gran medida

cierto, también es preciso tener en cuenta que son muchos los estudiosos para los que

el mito posee aspectos y cualidades propias, previas e independientes del contexto.

En realidad, para muchos de estos estudiosos la relación del mito con tales contextos

conduce a que mito e historia se alimenten mutuamente, en una continua tensión entre

lo invariable humano y sus manifestaciones concretas condicionadas por el contexto.

Es lo que G. Durand ha explicado mediante el concepto de “trayecto antropológico”, es

decir, “l’incessant échange qui existe au niveau de l’immaginaire entre les pulsions

subjectives et assimilatrices et les intimations objectives émanant du milieu cosmique

et social” (1992:38). Se trata, en definitiva, de un intento de conciliar dos posiciones

extremas que J. Campbell, desde sus planteamientos de base psicologista, señala

claramente (1997:12): los productos históricos entendidos como resultado de la

actividad mental, o la mente concebida como producto de la historia.

A pesar de estas reflexiones, bastante pesimistas respecto a la posibilidad de

proponer explicaciones generales sobre el mito, partiremos en estas páginas de un

acercamiento precisamente de tal naturaleza, pues resulta de utilidad para proponer, si

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no soluciones, sí problemas y cuestiones respecto a esta suerte de holograma

permanentemente cambiante que es el mito. Compartimos, pues, con García Gual

(2001:17) la convicción de que, a pesar de todas las dificultades que ello plantea,

resulta útil explorar los sentidos del término “mito”. No realizaremos para ello una

exposición homogénea, defendiendo una perspectiva determinada, sino que

aportaremos una taracea, una suerte de mosaico, de opiniones y análisis de distintos

estudiosos, partidarios de modelos y planteamientos muchas veces muy divergentes

entre sí, con el fin de obtener un panorama lo más amplio posible.

Sin ánimo, por tanto, de proponer definición universal alguna y realizando una

formulación de sentido muy general, partiremos de un planteamiento esencialmente

filosófico para decir que un mito puede contemplarse como un procedimiento o

vivencia de presentación, organización y explicación (o recreación) del mundo, el

origen de éste o de alguno de sus aspectos o parcelas, de naturaleza y relevancia

comunitaria, realizado a través de un relato. Es, pues, como señala Duch (1998:37)

uno de los sistemas de respuesta y resolución de la continua contingencia que sufre el

ser humano. Aunque es preciso apuntar que, según determinados autores, los mitos,

en su estadio más primitivo, “se representaron dramáticamente” y sólo con

posterioridad se convirtieron en relatos narrados por palabras (Cencillo 1998:47), es

esencial subrayar que de lo que estamos hablando es, como hemos dicho, de una

narración. Más adelante aludiremos a la distinción entre actividad mitopoética y mitos,

es decir, narraciones resultado de la misma.

Dos características del mito nos parecen importantes: su seriedad y relevancia

(esencialmente social y comunitaria), por una parte, y su alejamiento de la vía del

razonamiento, por otro. Estas narraciones, en efecto, tienen asociados unos valores,

intenciones y prestigio (una “seriedad”) especiales. Graf (1993:3) dice que el mito

posee “relevancia cultural”. R. A. Segal (2004:5-6), en una suerte de catálogo de los

rasgos mínimos comunes atribuibles a la mayoría de los mitos, define el mito como “a

story about something significant”, en la que las figuras principales son personajes

(divinos, humanos o animales); el mito “acomplishes something significant for

adherents” y la historia (sea o no verdadera) ha de ser creída con firmeza por sus

seguidores. Este rasgo permite diferenciar el mito de la narración folclórica. Dice

Eliade (1998:24): “Le mythe est, pour l’homme archaïque, une question de la plus

haute importance, tandis que les contes et les fables ne le sont pas. Le mythe lui

apprend les «histoires» primordiales qui l’ont constitué existentiellement et tout ce qui á

rapport à son existence et à son propre mode d’exister dans le Cosmos le concerne

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directement”. No hay que olvidar, sin embargo que, frente a este planteamiento tan

claro, que ayuda a deslindar el ámbito propio del mito y el de la narración folclórica,

Kirk subraya la facilidad con la que los contenidos del mito y del cuento popular pasan

de uno de los tipos narrativos al otro, como ya habían señalado F. Boas y R. Benedict

(Kirk 2002:33-35).

Además de su “relevancia cultural”, otra característica del mito, como

decíamos, es que las respuestas que aporta no están basadas en una lógica rigurosa

ni se atienen a los principios de una racionalidad extremada. En realidad, el mito

posee “zonas de sombra”, que resultan particularmente útiles. Con frecuencia

(especialmente en algunos periodos y corrientes) se ha contrapuesto, por ello, “mito”

(esencialmente alógico o prelógico) a “logos” (racional de una manera más o menos

estricta). Por el contrario, actualmente se suele defender, no sólo que el mito es

también una forma de racionalidad, sino que probablemente sería más adecuado y

productivo entender ambos procedimientos, lógico y mítico, como complementarios,

como dos vías posibles y compatibles de ordenación del mundo. G. Gusfdorf hablaba

en Mito y metafísica de tres “sistemas de representación” humanos: 1) conciencia

mítica en la que el hombre es reintegrado al universo, del que se siente trágicamente

separado, mediante la repetición del mito fundador; 2) conciencia intelectual, con el

desarrollo de la conciencia histórica y la atención a la interioridad del hombre atento a

sí, que conduce a la represión del mito; 3) conciencia existencial, como reasunción del

mito reprimido en la fase anterior. Según algunos autores, estas tres formas de

conciencia no han de entenderse como esquema de continuidad cronológica (no se

trata de un mapa de las etapas evolutivas del hombre a lo Comte), sino como

coincidentes en el tiempo (Monneyron-Thomas 2004:14-15).

Las distintas concepciones acerca del mito, según Deremetz (1994:22), pueden

dividirse en tres grandes grupos: 1) entendido como un discurso que habla del origen

del mundo, de los dioses y los hombres, 2) como un modo discursivo, característico de

los periodos tempranos de la humanidad o 3) como una forma de pensamiento original

“que expresa la manera mediante la que se construyen los discursos sobre el origen

de la sociedades”. En realidad, todas las concepciones a las que aludíamos se pueden

reducir a dos grandes tipos, las que atribuyen el mito al ámbito de la enunciación y las

que lo asignan al del enunciado.

Llegados a este punto y tras estas observaciones generales, muchos habrán

echado ya de menos una distinción que no conviene postergar más, la que permite

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distinguir claramente entre el mito en su dimensión etnoreligiosa, tal y como aparece

en las culturas llamadas “primitivas” y ha sido estudiado por los antropólogos, y el mito

en su transmisión literaria, que es el que nos interesa en último término. Pero, para

acercarnos a nuestro objetivo de comprobar algunas características del mito en su

dimensión literaria no nos parece descaminado comenzar nuestro estudio en el mito

entendido precisamente en su perspectiva etnoreligiosa, prestando en un primer

momento una atención especial a los mitos en sus fases primitivas (en lo que de ellos

podamos saber por comparación con otras culturas o por restos de información en la

nuestra). Llamaremos a este tipo de mito “mito originario”. Con ello pretendemos

realizar un recorrido diacrónico que permita comprobar qué características del mito

etnoreligioso se mantienen en el literario (o coinciden con las de él) y nos aportan, en

consecuencia, luz respecto a determinados aspectos del mismo. No desconocemos

los problemas que supone un planteamiento de este tipo, que han sido subrayados ya

por distintos autores, entre ellos Blumenberg (2003:191). Recordemos que, desde su

punto de vista es preciso diferenciar “mito originario” (el que recupera la dimensión

religiosa del origen) y “mito fundamental”. No puede decirse, a su juicio, que el mito

originario sea el mito auténtico, que va perdiendo características. Considera

Blumenberg más interesante ocuparse del “mito fundamental”, que se definiría como

aquello que, tras distintas manifestaciones de un mito en momentos diferentes,

permanece al final y que ha podido satisfacer las distintas recepciones y expectativas.

El valor del mito no proviene de que se retrotraiga al origen, sino que su pervivencia es

consecuencia de que es considerado por la sociedad como algo necesario.

Es preciso matizar, además, que la diferenciación de la que partimos entre

mitos “originarios” y literarios no es completamente aceptada por muchos autores. Así

por ejemplo G. Durand (2003:136), manifiesta explícitamente que “¡no existe ninguna

diferencia, en efecto, entre el mito difuso, no escrito, el de las literaturas orales, las

‘oraliteraturas’ como dicen algunos etnólogos, y la literatura de las bibliotecas” (con

esto adelantamos ya la importantísima asociación entre mito etnoreligioso y oralidad,

mito literario y escritura, conceptos que retomaremos más adelante).

Pero, a pesar de estas críticas y observaciones, no abandonaremos el

recorrido que conduce del mito etnoreligioso al literario, pues de nuevo nos parece que

en un texto como el presente, de naturaleza esencialmente didáctica, tal opción resulta

metodológicamente más útil a la hora de convocar problemas y cuestiones atinentes al

mito. Volviendo, pues, al mito “originario”, obtendremos sus características tomándolas

de las que Eliade atribuye a lo que llama “mito de los orígenes” (no confundir con lo

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que antes llamábamos “mito originario”, aunque coincidan en gran medida; para una

caracterización del mito de los orígenes, cf. Eliade 2004). Es necesario entender, en

primer lugar, el “mito originario” en un contexto religioso (Eliade 2004:33). No menos

importante resulta el que se trate, a la vez, de “un corpus de historias que es preciso

descifrar y de una práctica social narrativa” (Wunnenburger 1994:3). Su verdadero

significado es, para muchos, otorgado por la enunciación y no reside en lo enunciado.

Elementos muy frecuentes en una manifestación de este tipo son, según se ha dicho

(partimos esencialmente de Eliade), su carácter narrativo, su referencia a un tiempo

pasado, su prestigio, su ejemplaridad y muchas veces, su capacidad de explicar (los

orígenes del mundo, las cosas o al mismo hombre). Importante es también subrayar

que la presentación y explicación de la materia tratada se reduce en algunas

ocasiones y manifestaciones a lo humano, por ejemplo encarnando en hombres o

seres antropomorfos la acción que se pretende exponer (dramatización), pues de esta

manera la explicación que resulta es más accesible al hombre. Añadamos también

como rasgo importante su tradicionalidad, en gran medida ligada a la dimensión

comunitaria, pues, frente al origen individual de los mitos literarios, el mito originario

proviene de la comunidad y es válido para todo receptor (Wunenburger 1994:3).

Los mitos originarios funcionan y están “vivos”, pues este tipo de mito

“proporciona modelos para la conducta humana y confiere por la misma significación y

valor a la existencia” (Eliade 2004:12 traducción nuestra). Allí donde el mito está vivo

(en el sentido atribuido) el relato se considera, como apuntábamos anteriormente,

verdadero e importante (pues explica lo que constituye existencialmente al ser

humano, porqué el hombre es como es) y se distingue de la fábula o el cuento, que se

consideran historias falsas y sin importancia (Eliade 2004:20, 22, 24). El mito es en las

sociedades arcaicas, verdadero, sagrado, ejemplar (paradigma de todo acto humano)

y significativo (Eliade 2004:11). El mito vivo, especialmente el mito de los orígenes,

supone, según el estudioso rumano (criticado por Kirk, que reduce el ámbito de

aplicación de sus planteamientos, Kirk 1989:64) la reactualización del tiempo sagrado

de la creación y la posibilidad, con el rito, de actuar sobre el presente.

Importante es recordar que los mitos originarios desempeñan determinadas

funciones en sus sociedades. Tales funciones son, según Kirk (1985:262ss.): 1)

narrativa y de entretenimiento: normalmente combinada con las otras funciones,

especialmente la mencionada a continuación, pues en caso contrario lo que tenemos

en realidad son cuentos populares; 2) operativa, reiterativa y revalidatoria: asociados

muchas veces al rito y repetidos en estas ocasiones, con frecuencia para producir

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efectos en la naturaleza o la sociedad o concitarse el apoyo de una divinidad

recordando sus hechos. En otras ocasiones reafirman costumbres, creencias, valores

o instituciones aportándoles autoridad; 3) especulativa y aclaratoria o explicativa, por

la que se aclara el origen de las cosas colaborando con la función anterior para “ligar

el presente huidizo a la regularidad del pasado, sancionada por la tradición y la

divinidad” (1985:266).

El mito es en esta fase, en gran medida fijo (aunque no siempre sea esto

completamente cierto y los distintos estudiosos defiendan, como de hecho sucede,

posiciones muy diferentes respecto a este punto), porque tiende a repetirse por su

contexto religioso y porque así garantiza la conservación de sus valores. La gran

potencialidad de estos mitos se la concede su tradicionalidad, el que una narración

anónima sea repetida (con ligeras variantes) y esté destinada a un receptor cualquiera

(Wunenburger 1994:4-5).

Pero el mito cambia y se va diversificando en sus transmisiones sucesivas.

Suele decirse, en efecto, que la función, valor y naturaleza de los mitos en el momento

de su aparición y en sus primeras fases (mitos originarios) no son los mismos que los

que poseen una vez que el mito ha ido evolucionando al verse afectado por las

transformaciones que se producen en sistemas de interacción social cambiantes,

como la religión o la literatura, y entrar de esta manera en el juego de los mismos. A

medida que pasa el tiempo y los mitos van siendo transmitidos, sufren normalmente un

proceso de sistematización (muchas veces por parte de sacerdotes) y van siendo, por

otra parte, asumidos por autores literarios que los modifican y tratan literariamente

(Eliade 2004:15). El contexto religioso se va poco a poco difuminando o perdiendo.

Esencial en este proceso de transformación del mito desde la narración de carácter

colectivo (y función colectiva) a la narración de responsabilidad personal (aunque

mantenga, por otra parte, un contexto de enunciación colectivo, y muchas veces, una

función colectiva) es, al menos en Grecia, la aparición de la escritura. Los otros dos

factores que García Gual pone de relieve son la transmisión mítica por parte de los

poetas y la aparición de la filosofía (en realidad, la aparición de la filosofía, al menos

del discurso filosófico, y la literatura tal y como hoy la entendemos dependen en gran

medida de la escritura). Por esta razón Vernant (2003:171) subraya que la

metodología de análisis de los mitos orales no puede, en consecuencia, ser la misma

que la de los mitos escritos. G. Durand (2003:153-54) señala, en cambio: “texto oral

así como texto escrito tienen pues la misma dignidad: tanto a uno como al otro se

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aplica esta crítica literaria que ahora vamos a examinar y que hemos denominado

‘mitocrítica’”.

En efecto, parece que los mitos a medida que van evolucionando mantienen

sólo algunas de las características, funciones y valores que tenían en la fase original,

incorporando en cambio otras. Transforman por tanto, su naturaleza y función

manteniendo contenidos muy semejantes, pues son tradicionales. Los mitos, cada

mito, tienen, pues, una historia y sufren cambios de distinta naturaleza. Por supuesto,

las características de cada sociedad son importantes, pues no en todas las culturas

este proceso tiene lugar de la misma manera. Señala García Gual (1997:41), por

ejemplo, que algunas culturas, como la hebrea, fijan religiosamente sus mitos, por lo

que impiden su modificación. No sucede lo mismo con la civilización grecolatina, lo

que permite que se desarrolle en ésta una tradición mitológica con variantes

condicionadas por los distintos momentos de manifestación del mito, los géneros

literarios en los que lo hace y las características de cada autor. La importancia del

paso de una dimensión religiosa a una dimensión estética y la libertad que ello supone

son puestas de relieve por Blumenberg (2004:21-22, aunque véanse las reflexiones y

matizaciones del autor sobre esta cuestión). Vernant (2003:218) presenta una

distinción entre sociedades “frías” y “calientes”, que consideramos interesante

presentar: “En el caso de las sociedades «frías», sin dimensión temporal marcada, los

mitos, como las instituciones, tienen una extrema coherencia sincrónica que va

acompañada de una fragilidad diacrónica por la que todo hecho nuevo y todo cambio

amenazan con destruir el antiguo equilibrio. Por el contrario, en el otro extremo del

abanico, el propio mito estaría abierto a una perspectiva temporal por las incesantes

renovaciones a las que se prestaría. Así la interpretación debería tener en cuenta

necesariamente esta dimensión diacrónica”. En todo caso, esta clasificación no llega a

satisfacer completamente al propio Vernant, que prefiere realizar una distinción en

términos de “tradición oral” frente a “literatura escrita”.

El mito va cambiando, pues, su significado, valor y función. Su naturaleza es

diacrónica. Sin embargo, en cierto sentido, el mito (al menos, el original) se opone a la

temporalidad, a la Historia (lineal), pues según algunos autores (Eliade, por ejemplo) el

mito se remite, al menos en sus primeras fases, a un tiempo original, sagrado, tiempo

de la primera manifestación o creación de la cosa, que es reactualizado en el rito, con

el fin de conseguir objetivos tales como la renovación de la cosa o la resolución de un

problema. En este sentido el mito, que se vive en cada performance, es ahistórico. Y el

sistema temporal en que se manifiesta es circular o recurrente por actualización.

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En otro sentido puede también el mito superar la temporalidad. Cualquier

reflexión sobre el mito y los mitos ha de plantear la cuestión de las razones de la

importancia y perdurabilidad de los mismos. Las respuestas a esta cuestión son muy

diversas. Una explicación de este hecho es su posible caracterización como discurso

de prestigio. El mito sería, en efecto, un discurso narrativo de prestigio. Las razones

del crédito de tal discurso serían diferentes a lo largo de la historia: asociación primero

a un contexto religioso o a un rito, eficacia material para la resolución de problemas,

potencialidad explicativa de conflictos internos al ser humano o sociales, pertenencia

al discurso de explicación y justificación socialmente aceptado de un grupo humano,

pertenencia a la tradición sin más, ubicación en un tiempo, un lugar y con unos

personajes superiores (o, en todo caso, diferentes) a los actuales, fuente de placer,

etc.

Entre las razones mediante las que se ha explicado el prestigio de estas

narraciones destaca la que defiende que los mitos aluden a aspectos de la vida y

narran historias que resultan cercanas a muchos o a todos los hombres por su valor

universal (y por tanto con el que cada individuo puede contactar fácilmente). Ello

puede explicarse de distintas maneras. Algunos psiquiatras (y numerosos estudiosos,

procedentes de diversas disciplinas y escuelas) proponen que en muchos mitos se

muestran estructuras psicológicas universales del ser humano (arquetipos), lo que

explicaría el éxito del mito, pues estaría asegurada la conexión de estas narraciones

con elementos básicos de la psique colectiva (C. Jung). Similar sería el caso de la

explicación propuesta por Kerenyi, basada en la existencia de unos “mitologemas” o

unidades narrativas de valor simbólico cuyo origen estaría en la psique colectiva

(García Gual 1997:111). En la misma línea, se ha defendido la existencia de un

imaginario universal (G. Durand), que se expresa a través de estos mitos, con lo que

su importancia se justificaría de una manera no muy diferente a la anterior. El

frecuente valor simbólico (o capacidad para ser interpretado en clave simbólica) del

mito contribuye a esta sensación de validez universal. Una discusión se planteará

siempre entre partidarios de este tipo de teorías y los culturalistas, que radicarán cada

manifestación mítica en un contexto cultural concreto, independiente de estructuras

psicológicas universales. Durand, por su parte, distingue dos formas de inconsciente

colectivo, un inconsciente colectivo específico, abstracto y no concretado, que aporta

el carácter común, siempre traducible, del mito y otro inconsciente, que se manifiesta

cuando el primero se encarna en “imágenes simbólicas llevadas por el entorno

cultural. El metalenguaje primordial llega a ubicarse en la lengua natural del grupo

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social. El inconsciente colectivo se hace cultural; las ciudades, los monumentos, las

construcciones de la sociedad, llegan a captar e identificar la pulsión de los arquetipos

en la memoria del grupo” (2003:118).

Pero, en realidad, como hemos apuntado ya varias veces, gran parte de la

potencia del mito y de su prestigio provienen de su tradicionalidad, del hecho de

formar parte del bagaje cultural reconocible (y que permite reconocerse) del grupo, de

su resistencia al desgaste cronológico. Ello le aporta también una notable capacidad

modelizadora. Dice J. Boulogne que el mito llega a ser “una representación imaginaria

y dramatizada de lo desconocido, una representación eficaz al punto de ser admitida

por todos los miembros de una colectividad y de ser luego transmitida por la tradición,

una representación que obtiene su eficacia porque consigue domesticar lo invisible de

acuerdo con el conjunto de los otros conocimientos vigentes” (Boulogne 28 apud

Monneyron-Thomas 2004:17).

Por otra parte, Blumenberg (2004:30) al describir y caracterizar la potencia de

la tradicionalidad mítica, considera paradójicamente que radica en su “substancial

inconstancia, en su manifiesta renuncia a ser consecuente”.

Frente a estas perspectivas, en las que hemos contemplado el perfil atemporal

del mito o atendido al diálogo continuo entre mito e historia, es necesario apuntar

brevemente que algunas interpretaciones a lo largo de la historia de la cultura han

realizado hincapié en la organización rigurosamente histórica de los objetos de

estudio, con la consiguiente adscripción del mito a un momento concreto de la Historia.

Así sucede, por ejemplo, en el período ilustrado, en el que no se acepta la posibilidad

de una coexistencia de las dos visiones del mundo antes señaladas, la racional y la

mítica, proponiéndose, en cambio, un modelo descriptivo y analítico del desarrollo

cultural humano basado en una pretendida evolución desde una fase basada en

planteamientos míticos, de naturaleza prelógica e infantil (Fontenelle y Chr. G. Heyne

ubican el mito en una edad concreta de la Humanidad, la infancia de la Humanidad,

Duch 1998:111 y 121) a una maduración lógica de la humanidad (Ilustración). El mito

tiene su lugar concreto en la Historia. Vico matiza agudamente que el estado previo

mítico es superado por otros, pero no suprimido por los mismos (Duch 1998:124). La

reacción romántica, defiende, frente a los excesos racionalistas, el mito, pues

contempla la evolución de la Humanidad como la degeneración desde un estado

original mítico, ideal e intuitivo, sentimental y empático, sabio en definitiva, a otro

basado en reducciones lógicas que suponen un empobrecimiento de la comprensión

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humana (Duch 1998:131). Ese estadio mítico original, basado en la tendencia a captar

y expresar la totalidad que supone el mundo y la existencia, superando la escisión

producida por la razón, es el que el hombre romántico pretende recuperar. Por otro

lado, como hemos visto, es al psicoanálisis al que, según Blumenberg (2004:11-12),

hay que atribuirle el mérito de haber permitido superar planteamientos que

consideraban las mitologías como “fenómenos circunscritos a la historia o prehistoria”,

aportando “una nueva relación entre lo precedente y lo simultaneo”, aunque eso sí, sin

que pudieran éstas escapar a una “asignación a un ‘premundo’ histórico y un

‘submundo’ psíquico”.

II. El mito en la literatura.

II.1. Caracterización del mito literario

Si pasamos ya a ocuparnos del mito y la literatura, la primera pregunta que

cabe hacerse es, ¿cuál es la relación entre ambas instancias? ¿Se trata de realidades

completamente diferentes o son, por el contrario, coincidentes, ya sea en su totalidad,

ya en parte? Es preciso distinguir, en primer lugar, entre mito entendido como

capacidad mitopoética, como actividad de conocimiento, de organización no

completamente lógica , sino simbólica, de la realidad y mito entendido como mitología,

como conjunto de historias cuyo origen tiene que ver con un contexto religioso. Ambas

concepciones del mito son esenciales en (muchas formas de) la producción literaria

(Strelka). Esencial para comprender las distintas respuestas a la pregunta que antes

hacíamos será distinguir, de nuevo, entre quienes piensan que existe en el ser

humano una base psicológica universal, substanciada en arquetipos o imágenes

básicas comunes a todos que, a través de la capacidad mitopoética, se manifiestan en

los mitos y, en consecuencia, en la literatura, frente a quienes opinan que los mitos

son meros temas surgidos y transmitidos en una cultura determinada y que su triunfo o

desaparición en el universo literario depende del contexto de cada momento.

En consecuencia, muchos estudiosos defenderán la cercanía, e incluso la

identidad entre mito y literatura. Así sucede con muchos de los que se acercan al mito

desde una perspectiva psicologista. N. Frye, por ejemplo, identifica en cierto sentido

mitología y literatura (1971:502). La literatura es “un cuerpo imaginario cerrado, como

una mitología elaborada, desarrollada, civilizada” y “las formas típicas del mito van

convirtiéndose en las convenciones y géneros de la literatura” (Frye 1971:497). Frye

alude a una estructura coherente de mitos basados en imágenes arquetípicas que

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permiten organizar y explicar toda la producción literaria. Los géneros y estructuras de

la literatura provienen de las formas típicas del mito. Las obras, a su vez, enlazan con

elementos de esta estructura, lo que permite atribuirles un sentido y valor. La relación

entre mitos y literatura puede ser explícita o implícita. Un acercamiento implícito se

produce cuando la experiencia vital permite al hombre reconocer un arquetipo no

nombrado explícitamente (Frye 1971:498). Con frecuencia se producen

“desplazamientos” en la aplicación literaria de los mitos que obligan al crítico y al lector

a captar y descifrar estos juegos. La literatura es, en realidad, una parte central de una

estructura mitopoética general que manifiesta en diversas disciplinas la visión que el

hombre se va construyendo de sí mismo (Frye 1971:503). La literatura se asemeja al

mito, por tanto, no sólo en los contenidos, sino también en su funcionamiento. En

efecto, la literatura, como el mito, recrea el mundo mediante una organización

determinada de las imágenes (Monneyron-Thomas 2004:41). Tal organización tiene

mucho de no-lógico, se base o no en arquetipos universales.

Desde otra perspectiva, autores como P. Brunel (1988:11) defienden que el

mito es, se quiera o no, literario y algunos estudiosos llegan a proclamar la

imposibilidad de alcanzar el mito “originario”, que siempre es, a su juicio, reconstruido

a partir de la tradición literaria, (Ferrucci apud Trocchi 2002:146). Es decir, no tenemos

el mito, sino la tradición del mito, como dice S. Micali (2002:6), variantes escritas e

individuales del mito. Tal es el caso especialmente de la cultura grecolatina. En

realidad, aunque en ella habría que descartar (salvo algunos testimonios indirectos)

las narraciones orales, no sucede lo mismo con otras vías no literarias de

documentación mitográfica, como, por ejemplo, las representaciones artísticas o las

obras técnicas. No obstante, es preciso tener en cuenta que las representaciones

artísticas, en el sentido que otorgamos en este punto a la oposición mito/literatura,

poseen una naturaleza similar a las literarias. Por otra parte, desde el punto de vista

del estudio de temas, es preciso señalar que el mito es literario, al menos en el sentido

de que aporta a la literatura gran cantidad de argumentos y contenidos.

Por otro lado, defienden la discontinuidad de mito y literatura, quienes, como R.

Trousson y otros autores, consideran que los mitos se convierten en temas cuando

pierde el contexto religioso y entran en el dominio de la literatura.

Otros han defendido una “corrupción” del mito en literatura. La literatura, según

ellos, proviene del mito y es en realidad un mito degradado. Al perder el contexto

religioso, el mito pierde características de distinto tipo, entre las que destaca la

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“rigurosa organización estructural” (Trocchi 2002:145). En este sentido, la Literatura ha

sido vista también, en cierta medida y según algunos autores, como enemiga del mito,

pues de alguna manera acaba con él. Rougemont (2002:246) señala, por ejemplo, que

hay dos momentos de profanación del mito: el nacimiento de la literatura y la

corrupción en subliteratura. La pérdida del ámbito esotérico y sacro convierten al mito,

que sólo a veces y de manera pálida intenta imitar la potente experiencia sagrada, en

literatura. En cambio, Wunenburger (1994:13-14) considera la creación literaria una vía

de perpetuación del mito, pues permite que determinados elementos del mito se hagan

perennes.

Por otra parte, la literatura del s. XX ha experimentado con fuerza un fenómeno

de manifestación de lo mítico en lo literario, de “resurrección del mito”, que ha sido

denominado “mitologismo”. La voluntad de hacer presente lo mítico en las obras

literarias no consiste en la utilización en ellas de elementos o partes del mito, ni en

mostrar “el contraste entre la degradación del mundo moderno y la poesía épico-

mítica, sino en poner de relieve algunos principios inmutables, eternos, positivos o

negativos, que se manifiestan en el flujo de lo cotidiano o en los cambios históricos.

(...) En la novela del siglo XX, el tiempo mitológico suplanta al tiempo histórico,

objetivo, porque las acciones y los acontecimientos que tienen lugar en una época

determinada se presentan como encarnaciones de prototipos eternos. El tiempo

universal de la historia se transforma, entonces, en el mundo sin historia del mito y se

expresa en forma espacial.” (Meletinski 2001:279-280).

Deremetz (1994:29) ha resumido en tres las visiones que existen acerca de las

relaciones entre mito y literatura, todas ellas insatisfactorias a su juicio, por basarse en

confusiones de partida: 1) Mito y literatura son clases discursivas diferentes. 2) La

literatura proviene del mito y es en realidad un mito degradado. 3) El mito es un género

narrativo (como la fábula, la saga o la leyenda) y es utilizable como tema o como

matriz seminarrativa en una literatura ya existente.

Brunel, por su parte, señala que el mito es un lenguaje anterior al texto literario,

pero que aparece combinado en el mismo con otros textos, cuya suma configura el

texto definitivo (Brunel 1992:61). El mito, pues, mostrando la flexibilidad que le

caracteriza (tensión entre la libertad para las innovaciones y la resistencia respecto a

ellas), aflora de distintas maneras (algunas más fáciles de reconocer que otras) en el

texto literario. Muchas veces un elemento mítico aparentemente limitado o tenue

constituye la clave de interpretación del texto. Brunel (1992:67) considera en realidad

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que el objetivo principal del modelo metodológico denominado “mitocrítica” consiste en

estudiar las similitudes entre la estructura del mito y la del texto.

Por otra parte, Trocchi (2002:154) señala que relato (literario) y esquema mítico

pueden relacionarse de tres maneras: 1) el relato puede ser “integralmente mítico”, 2)

puede “contener en su interior mitos bajo la forma de cuentos engastados” 3) el mito

puede aparecer de forma “subterránea y encriptada, no explícita”.

Ante esta diversidad de planteamientos, Deremetz (1994:28) defiende que

determinados procedimientos inadecuados de explicación del mito han conducido a

una imposibilidad de establecer fronteras claras entre literatura y mito. El autor señala

las razones que, a su juicio, impiden poner en relación ambos mundos (esencialmente

el que se haya considerado al mito como un género narrativo específico o como una

clase autónoma de discurso, 1994:29) y realiza una propuesta, a la que ya hemos

aludido y que desarrollaremos más adelante, para realizar la distinción entre ambos

fenómenos a partir de la pragmática de la enunciación.

En general, creemos posible decir que mito etnoreligioso (en el sentido, o los

sentidos, en el que hemos utilizado este término en la primera parte de este trabajo) y

manifestación literaria del mismo son consideradas habitualmente realidades en gran

medida diferentes, pero entre las que es posible encontrar, como hemos apuntado y

veremos, importantes continuidades, coincidencias o compatibilidades. El problema

radica quizá en de qué manera concretar, delimitar, describir y explicar las relaciones

entre lo inmutable y eficaz de este tipo especial de narración en su (hipotética)

manifestación más genérica y lo nuevo y particular de sus manifestaciones literarias

concretas.

Parece claro, pues, que el mito que aparece en la literatura no es el mismo que

el mito que hemos denominado “originario”, cuya caracterización proviene

esencialmente de una perspectiva etnoreligiosa o antropológica. En efecto, según la

mayoría de los autores (entre ellos de forma paradigmática Sellier), el mito entendido

de esta última manera, al abandonarse el contexto y los valores religiosos, va

perdiendo valores y funciones (hemos aludido antes a este proceso), por lo que va

convirtiéndose en gran medida en (algo similar a) un tema o motivo literario, aunque

conserve con frecuencia un prestigio (atribuible al hecho de pertenecer a la tradición y

quizá también al recuerdo de sus valores religiosos) y un valor paradigmático y

simbólico (es decir, en gran medida universal, de aplicabilidad general) bastante

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apreciable. Sellier, por su parte, señala que de las seis características del mito

etnoreligioso (las tomamos de Monneyron-Thomas 2004:45-46), al menos las tres

últimas serían compartidas de alguna manera por el mito literario: 1) Narra un

acontecimiento del pasado (tiempo primordial o primeras épocas), 2) formulación

colectiva y oral, 3) alude a la aparición de lo sagrado en el mundo mediante el

surgimiento de alguna realidad, 4) posee también valor simbólico, 5) propone una

explicación filosófica tosca del mundo, 6) es un relato paradigmático que pertenece al

ámbito del discurso. Perdería, respecto al mito etnoreligioso, anonimato, carácter

fundacional y verídico y mantendría saturación simbólica, estructura rigurosa,

iluminación metafísica y cierta presencia de lo sacro (Trocchi 2002:150).

A. Deremetz, en cambio, parte de planteamientos muy diferentes y realiza una

propuesta, que ya hemos adelantado en parte, en la que defiende que la diferencia

entre mito etnoreligioso y mito literario, entendido éste último como un preconstructo

cultural cuyo esquematismo permite representar gran número de situaciones empíricas

(Deremetz 1994:31), consiste en que el primero se produce en unas condiciones de

enunciación especiales que suponen una intencionalidad que transforma a emisor,

receptor y las relaciones de los mismos, mientras que el segundo abandona este

ámbito transformándose en un enunciado. El sentido de un mito en sus

manifestaciones literarias se obtiene no por referencia a un abstracto valor arquetípico

original, sino a partir de la multiplicidad de sus apariciones.

Por otro lado, para quien parte, como nosotros hemos hecho, del mito

etnoreligioso o del mito grecolatino la cuestión se complica, pues muchos estudiosos

tienden a incluir dentro del mito literario no sólo el que proviene del mito original, sino

también aquellos mitos que, creados por la propia literatura, poseen aspectos o

elementos considerados míticos (la justificación es, lógicamente, en gran medida

circular). Trocchi (2002:148) propone dos definiciones para mito literario: 1) “un mito

preexistente recuperado por la literatura, en un proceso que implica, por lo que se

refiere a los mitos antiguos, el paso desde un «pre-texto» o «ante-texto» de la tradición

oral a la codificación literaria”; 2) “mito nacido directamente de la literatura, o

inaugurado por una obra literaria determinada o por un corpus de textos” (esto incluye

el “injerto de la elaboración del mito literario en una fabulación legendaria surgida

alrededor de un personaje real”). A. Siganos distingue mito literarizado y mito literario:

“Se tratará de un ‘mito literarizado’ si el texto fundador, no literario, retoma en sí mismo

una creación colectiva oral arcaica decantada por el tiempo (tipo Minotauro). Se tratará

de un mito literario si el texto fundador evita todo hipotexto no fragmentario conocido,

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creación literaria muy antigua que determina todas las reanudaciones futuras,

seleccionadas de un conjunto mítico muy amplio (tipo Edipo con Edipo Rey o Dionisos

con Las Bacantes)” o si “el texto fundador se revela como una creación individual

reciente (tipo Don Juan)” (Siganos apud Monneyron-Thomas 2004:51). Sin embargo el

autor subraya, con toda justicia, que esta distinción no siempre es clara en los

ejemplos concretos. García Gual señala que en Aristóteles “mito” puede significar

“relato, tradicional y arcaico, venido de muy atrás” y “ficción literaria”, que el

dramaturgo crea sobre una pauta «mítica»”. La confusión entre ambos sentidos,

perceptible en el término latino fabula llegará hasta el s. XVIII, en el que “volverá a

distinguirse el «mito» de la «ficción» poética” (García Gual 2001:17).

Esta es la razón que justifica el que Trocchi (2002:149-150) señale, en

consecuencia, que la literatura no es sólo “depositaria” sino también creadora de

mitos, entendiendo éstos como “representaciones caracterizadas por su valencia

simbólica, con un esquema recurrente y un valor ejemplar de fascinación imaginativa

para una determinada colectividad”. En los mitos literarios entendidos de esta manera

amplia estarían incluidos, por ejemplo, los mitos político-heroicos, los mitos para-

bíblicos o las imágenes clave, como puede ser la de Progreso (Trocchi 2002:150).

Esta cuestión de la ambigüedad del término mito y sus distintos sentidos ha

planteado una amplia discusión terminológica y conceptual, como ya hemos visto en

parte con anterioridad. A tenor de la evolución que señalábamos, no parece ocioso

hacer alguna referencia a la cuestión de la necesaria distinción, discutida por

numerosos autores, entre “tema” y “mito literario”. Trousson (1965) define “tema”

como “lorsqu’un motif, qui apparaît comme un concept, une vue de l’esprit, se fixe, se

limite et se définit dans un ou plusieurs personnages agissant dans une situation

particulière, et lorsque ces personnages et cette situation auront donné naissance à

une tradition littéraire”. En realidad, Trousson defiende también que como

consecuencia del abandono del contexto religioso (mito en el sentido antropológico) y

del paso a la escritura, un mito se convierte en algo que es más conveniente

denominar “tema” (Trocchi 2002:137). Albouy, (1969) realiza una interesante

matización, pues señala que el “mito literario” (que define como “la elaboración de un

dato tradicional y arquetípico por un estilo propio del escritor y de la obra, que obtiene

múltiples significaciones”, 1968 apud Monneyron-Thomas 2004:30-31) es un concepto

similar al de tema, pero defiende que el relato, la versión del autor del mito, ha de

poseer nuevos significados que signifiquen novedades y se sumen al bagaje anterior.

Si no hay un aporte de significación, no hay mito literario, sino sólo tema. “Point de

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mythe littéraire sans palingénesie qui le ressuscite dans une epoque dont il se révèle

apte a exprimer au mieux les problèmes propres”. Brunel, en cambio, no ve clara la

aportación de Albouy, pues a su juicio no puede haber reformulación sin variación.

Además, a su juicio, el objeto de análisis de un mito es lo que Jean Rousset llama las

invariantes, la base del mito (Brunel 1988:12). S. Micali (2002:9) defiende, por su

parte, que un mito no es un tema, sino “un insieme di temi, situación, atti e eventi già

strutturati narrativamente. In altre parole, un mito è una trama, una trama non generica,

bensì legata a personaggi, situazioni e atti precisi”. Esta trama es el fundamento de

versiones y variantes posteriores. Ello hace, según la autora citada, que el estudio del

mito sea más complejo que el de un tema.

Es interesante plantearse, y ya lo hemos hecho más arriba respecto al mito

etnoreligioso, a qué se debe la capacidad recreativa y metamórfica que parece poseer

el mito (enlace con arquetipos, valor tradicional...), que le permite ser reformulado una

y otra vez estableciendo distintos tipos de relaciones con los contextos en los que

aparece, y que mantiene en el ámbito literario. Greimas asigna al relato mítico una

cualidad particular, a la que denomina “redundancia”, que permite distinguirlo de los

demás tipos de relato y que consiste en su capacidad de generar nuevas versiones a

partir de sus elementos esenciales. Mediante este término alude también Greimas a la

frecuente repetición en los mitos literarios de esquemas, fórmulas, etc. (Brunel

1992:31). Frye señala que mito y literatura comparten una “significación central y

permanente” (Frye 1971:495). De una manera amplia, la definición de mito literario de

A. Dabezies, enfatiza el “poder” del relato mítico al decir que éste es “un récit (ou un

personnage impliqué dans un récit) symbolique, qui prend valeur fascinante (idéalise

ou répulsive) et plus ou moins totalisante pour une communauté humaine plus o moins

étendue à laquelle il propose en fait l’explication d’une situation ou bien un appel à

l’action”. Subraya Dabezies que el uso de “fascinant” intenta aludir a un efecto similar

al religioso, que producía el mito, y que mantiene en un contexto desacralizado

(Dabezies 1988:1131). Según este autor un tema puede convertirse en mito si

consigue “exprimer la constellation mentale dans laquelle un groupe social se

reconnaît” y volver a convertirse en tema cuando “il ne fascine plus le public”. El valor

mítico de un texto dependería, pues, en gran medida de su recepción, en definitiva, del

público y el contexto (Dabezies 1988:1131-1132).

Un aspecto esencial en el mito (y para la constitución de un mito) es, sin duda,

la tradición. En efecto, P. Brunel define, por ejemplo, el mito como “un conjunto

narrativo consagrado por la tradición que, por lo menos en su origen, ha manifestado

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la irrupción de lo sacro, o de lo sobrenatural en el mundo” y “una masa de significados

virtuales, una fuente de variantes y de prolongaciones narrativas” (Brunel 1983:125

apud Trocchi 147). Esta pertenencia a la tradición facilita la reutilización literaria del

mito, pues la literatura siempre bascula entre la tradición e innovación, tensión que

resulta básica para su funcionamiento.

Por otra parte, se ha señalado que el mito es utilizado en la literatura, y este

aspecto es también parte de su eficacia, porque resulta, en gran medida, un “discours

de l’engagement”, que consigue que el lector se sienta parte de una comunidad, que

se identifique, a través de imágenes y afectos compartidos en relación con las grandes

cuestiones que se le plantean al hombre (Kunz Westerhoff 1.5).

II.2. Funciones y transformaciones del mito literario

Hay que decir que las formas de actuación del mito en la literatura son

complejas. Así, sin entrar en el detalle, es necesario aludir a la amplia taxonomía de

funciones que algunos autores han propuesto para el mito en literatura, como por

ejemplo la de R. Romojaro (1998) referida al mito clásico y la literatura del Siglo de

Oro. En este estudio se distingue entre función tópico-erudita; comparativa,

ejemplificadora, re-creativa o metamítica y burlesca. De una manera más general, V.

Cristóbal (2000:32-33) habla de la constitución de un mito como argumento, la

aportación a una trama ficticia de un esquema que la configure y, por último, de

función ornamental del mito. No obstante, no hay que olvidar que cada obra presenta

una problemática particular, como ilustra eficazmente F. Moya (1991) en su estudio de

la función de los mitos en el Zodiaco de Germánico.

Por otra parte, algunos autores han considerado que la literatura retoma la

función, en otro tiempo desempeñada por el mito de “revelar la complejidad humana,

oculta bajo las apariencias simples” (Monneyron-Thomas 2004:39). La literatura

“encuentra el mito, a través de la ‘magia’ del proceso de la escritura, como

microcosmos que reproduce el macrocosmos de la Creación” (ibid. 40). Así, “el poeta,

el artista, crean un discurso que reinventa el discurso mítico, que participa de los

mismos procesos organizadores de imágenes” (ibid. 41). Aquí hemos de matizar, sin

embargo, que, a nuestro juicio, hay una diferencia clara entre literatura y mito, pues

frente a una voluntad de explicación social y de validez que parte de la comunidad y

es, por tanto, general (es el caso del mito), las obras literarias suponen ordenaciones

de aplicabilidad en ocasiones general, pero únicas y de origen personal.

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Por supuesto el mito sufre todo tipo de transformaciones en su utilización

literaria, incluso la de la reducción de su naturaleza narrativa. Wunenburger (1994:14-

21) señala que (al menos) tres transformaciones se producen con el paso del ámbito

del mito tradicional al literario: 1) reanimación hermenútica, por la que, pese a una

aparente desmitologización, distintas instancias de la sociedad como el arte o las

ciencias humanas (especialmente el psicoanálisis) han contribuido a una

reinterpretación y una difusión del mito que le ha aportado una nueva vigencia cultural.

2) Bricolaje mítico: frente al mito vivo, que en su transmisión puede ser sometido a

lecturas diferentes, pero en las que siempre se respeta su organicidad, en el mito

literario se produce una descomposición en elementos básicos (mitemas) que luego

son combinados e introducidos en diferentes conjuntos. 3) Transfiguración barroca.

Por combinación de los dos procedimientos anteriores el literato no representa un mito

anterior adaptándolo a los nuevos tiempos, sino que aprovecha una matriz mítica, a

causa de su valor simbólico innegable, para construir una historia nueva. Los

procedimientos que modifican el mito originario pueden ser los de encaje,

superposición, mestizaje intercultural, cruce intertextual y una utilización frecuente del

humor y la ironía. De una manera similar, se ha explicado éste proceso diciendo que

con frecuencia los mitos se han ido convirtiendo en símbolos y a partir de este

momento son utilizados por los autores literarios no en la totalidad ideal de su

narración (si es que tal cosa existe), sino como núcleos significativos, como imágenes

de gran fuerza emotiva y representatividad antropológica, como una suerte de puntos

de referencia y parangón de naturaleza aclaratoria respecto a otras historias y

personajes (Kunz Westerhoff 1.4).

III.3 Metodologías de estudio.

En primer lugar es preciso decir que las distintas teorías y metodologías

obtienen un predicamento claramente mayor y muchas veces casi limitado al ámbito

cultural y lingüístico en que aparecen. En efecto, en trabajos de origen anglosajón es

frecuente encontrar referencia a las obras de Jung y Frye, mientras que en los

francófonos son más habituales las referidas a trabajos de Durand, Trousson, Sellier o

Brunel.

Las metodologías utilizadas son diferentes. El objeto estudiado (una obra

concreta, un autor, un periodo, un mito) condiciona lógicamente su elección. Es

posible estudiar, por ejemplo, un solo poema y no realizar un análisis comparativo,

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pero lo más frecuente es estudiar un texto en su conexión con otros en el marco de la

metodología de la Literatura Comparada. El estudio del tema (mito literario) se realiza,

en la perspectiva de Trousson, de manera comparativa (varios textos), y es, por tanto,

ámbito propio de la “tematología” y no de la crítica temática, que normalmente se

centra en un autor y el esclarecimiento de su proceso creativo mediante la

identificación de un “tema estratégico y recurrente” básico en el imaginario de un autor

(Trocchi 2002:137-138) o en el caso de la psicocrítica en la identificación del “mito

personal” del autor y sus “metáforas obsesivas” que emanan, en última instancias, de

experiencias biográficas.

En el caso del estudio de un mito concreto es posible un planteamiento

diacrónico o sincrónico. Chevrel (1993:72-73) llama la atención sobre la conveniencia

para los estudios literarios de realizar análisis sincrónicos: estudiar los mitos

dominantes en un sistema literario y las relaciones que mantienen entre ellos, mostrar

las peculiaridades nacionales de un mito, etc.

Un estudio no diacrónico en otro sentido sería, por una parte, el que pretende

extraer un esquema de los aspectos esenciales del mito a partir de sus versiones. El

procedimiento para ello puede ser el estructuralista propuesto por Lévi-Strauss, que

exige tener en cuenta todas las manifestaciones de un mito o bien una metodología en

la que el esquema se realiza a partir de un grupo de textos considerados

representativos. Respecto al criterio para la selección del conjunto de textos, puede

ser el que los textos seleccionados muestren de una manera adecuada y clara un

arquetipo; en otros casos se prefiere un criterio de base estética.

Sin embargo, es preciso tener en cuenta que, por ejemplo, los adversarios de

la metodología estructuralista, como Trousson, opinan que las diferencias entre el mito

literario y el mito antropológico-religioso obligan a utilizar estrategias analíticas

diferentes. Un planteamiento estructuralista (análisis de todas las variantes del mito,

sin atender a la cronología, descomposición en elementos básicos significantes y

creación de una red armónica de relaciones) puede ser adecuado para el mito en

sentido antropológico-religioso, pero no en el sentido literario, pues éste adquiere

únicamente pleno valor cuando se muestra enraizado en la Historia (Trousson

2003:96-100).

Respecto a la validez de las versiones como objeto de análisis, suele

defenderse que no todas –frente al modelo de análisis de Levi-Strauss- tendrán la

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misma importancia, sino que habrá unas más importantes que otras, convirtiéndose en

más “décisives quant a la signification du schema ancien” (Dabezies 1988:1136).

Durand señala que las obras maestras reflejan de una manera más potente y ajustada

el mito (arquetipo), constituyéndose en una suerte de lenguaje sagrado, recuperando

en gran medida el estatuto mítico original. En las obras de segunda fila, en cambio,

predomina la imaginación (Brunel 1992:48-49). Chevrel (1993:68-70) propone también,

utilizando conceptos de J. Rousset, identificar de entre todas las manifestaciones

literarias del mito, los textos clave, de mayor importancia (el criterio para su selección

puede ser la calidad literaria) que permitan realizar un “mapa de invariantes” o

elementos básicos comunes a los distintos textos (el autor no deja de reconocer la

circularidad de un procedimiento como éste: el mito permite identificar los textos que a

su vez señalan las características básicas del mito).

En efecto, una dimensión importante que hay que tener en cuenta en el estudio

de los mitos literarios es la estética. No parece conveniente limitarse a un mero

análisis del contenido, sino que es preciso atender también a elementos formales y

tender a estudios que no supongan meros catálogos de manifestaciones de un mito

determinado, sino verdaderos análisis de cada una de estas manifestaciones, de las

aportaciones personales de cada autor y de la significación de las mismas. El mito

literario está dotado de una clara dimensión estética. No posee, sin embargo, para

muchos estudiosos, una estilística particular, sino que los recursos del mismo son

similares en varios géneros literarios, aquellos en los que posee relevancia particular

el símbolo (Dabezies 1988:1133).

Un estudio diacrónico permite estudiar las distintas manifestaciones literarias

de un mito a partir de la comparación con el modelo (señalando las continuidades,

innovaciones, etc.). Este procedimiento cabría, creo, dentro de lo que S. Micali llama

orientación textual del estudio, pues, en realidad, se estudian relaciones entre textos

concretos. En cambio una orientación temática permite estudiar el mito (recordemos

que esta autora lo considera una trama, es decir, algo más amplio que un tema)

poniendo de relieve sus distintas manifestaciones concretas, las relaciones entre ellas

y de cada una con sus contextos, tanto sociales como literarios.

El tema, según Trousson, se define y define sus manifestaciones en relación

con el contexto histórico y social. Se produce un juego con los elementos básicos de

cada tema, (que según él pueden clasificarse en dos grupos: tema del héroe y tema de

situación), y que muestra las distintas actualizaciones de los mismos. “El tema no

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encuentra su dimensión fuera de la historia, en la que se enraízan sus encarnaciones

y en esta palingenesia que constituye su mismo ser. Existe a la vez en toda obra que

lo exprese y, fuera de ella, en una tradición cultural de la que todo autor es tributario y

a través de la cual éste se nutre para modificarla y transmitirla a la vez” (Trousson

2003:100). La tradición, pues, es la piedra de toque que permite identificar la

capacidad de intervención del autor en el tema. A su vez, según este autor, es preciso

juzgar las versiones en función de los contextos y no respecto a un “arquetipo

intangible” (ibid.).

Micali (2002:9-10) recuerda que la relación entre mito e historia implica un

movimiento de dos direcciones: por una parte los contextos condicionan la lectura que

en cada momento se hace de un mito; por otra, los mitos permiten interpretar la

realidad histórica “según categorías metahistóricas”, como una mera manifestación de

esquemas atemporales.

Por otra parte, conviene también recordar que algunos aspectos peculiares de

la comunicación literaria pueden plantear problemas al funcionamiento del mito en un

texto literario. Así, un recurso típico de la literatura, especialmente de la clásica, como

es la imitatio, produce interferencias, pues crea un espesor de alusiones que hace

muchas veces extremadamente difícil identificar la imagen mítica (Monneyron-Thomas

2004:32-33). Según estos autores “la complejidad misma del discurso literario, y su

profundidad también, excluyen el mito, el cual pertenece a otro orden de discurso

eficaz” (Monneyron-Thomas 2004:36).

También propios del sistema literario y esenciales en su funcionamiento eficaz

son los géneros. Un ámbito de estudio que puede ofrecer precisamente interesantes

resultados es el de las relaciones entre el mito y los distintos géneros literarios. Es

sabido, por ejemplo, que hay mitos que aparecen de manera predominante o exclusiva

en un género determinado. Ya hemos aludido a la importancia que los géneros,

entendidos como herederos de las formas típicas del mito, poseen en el modelo

explicativo de la literatura defendido por N. Frye.

Aunque las metodologías de análisis son bastante diferentes en el panorama

del estudio literario del mito, las concepciones acerca del mito de G. Durand, a las que

ya hemos hecho alusión anteriormente, han creado una gran corriente de trabajos y

han desembocado en una metodología analítica específica de notable rendimiento.

Tales teorías no son unánimemente aceptadas (ni siquiera en el ámbito de la

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producción en francés, que es donde poseen mayor predicamento) y son duramente

criticadas, por ejemplo, por P. Brunel, quien critica, entre otras cosas, la necesidad de

acudir a un fondo antropológico común y universal que sea el fundamento de los

mitos. En efecto, Durand propone que un mito, esencialmente una imagen, un

símbolo, puede estar en el centro de una obra como elemento motor que aporta

coherencia. El origen de tal mito hay que buscarlo en la naturaleza, aunque la herencia

cultural realice sus aportaciones a esta base natural. Trocchi (2002:152-153) pone de

relieve la defensa clara que Brunel realiza, frente a estos principios, de un

“culturalismo” que arraigue los mitos literarios en su contextos. No obstante, el

planteamiento de amplia perspectiva que supone la mitodología que, a partir de

ilustres precedentes, propone Durand pretende atender también a estos contextos,

pues basa su análisis en dos procedimientos analíticos sucesivos. El primero, la

“mitocrítica”, analiza los mitos a partir esencialmente de los textos, el segundo el

“mitoanálisis”, supone una apertura a los contextos de cada texto, explicando las

relaciones que se establecen entre texto y la sociedad en que éste aparece. Ya

Rougemont entendía el estudio del mito como una investigación no sólo sobre la

literatura, sino también sobre la sociedad. En consecuencia, definía el mito de manera

doble: 1) como historia simbólica representativa de situaciones similares y 2) como

clave de las normas de conducta consagradas para la constitución y cohesión de un

grupo. Por esta razón el mito es al tiempo “histórico” y “eterno”. Pero, en el fondo, el

objetivo del trabajo de Rougemont era la consecución de una curación colectiva de

determinados males de la sociedad a través de la toma de conciencia de los mitos

que, a su juicio, la gobiernan inadvertidamente. Por ello sus planteamientos superan

con mucho el ámbito de la literatura (Brunel 1992:43).

Frye, por su parte, distingue entre un estudio del contenido del mito

(esencialmente sociológico) y uno formal, que tenderá a poner en conexión historias

con características similares, lo que nos conducirá a un estudio literario.

En definitiva, mito y plasmación literaria del mismo producen un riquísimo y

matizado juego de tensiones entre lo atemporal, lo tradicional y lo original que se

manifiesta de manera única en cada texto. Tal tensión nos obliga a atender de una

manera en extremo sutil a los textos literarios (y también a sus contextos), para

obtener de ellos (o proponer respecto a ellos) lecturas y lecciones muy diferentes y

que resultarán significativas desde perspectivas y ópticas también notablemente

alejadas unas de otras. Lo más importante, a nuestro juicio, es que cada manifestación

literaria concreta de un mito permite (y obliga a) una lectura compleja en la que el

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lector deberá combinar su interpretación del significado de la obra concreta, partiendo

de su contexto histórico y literario, con las manifestaciones literarias previas, y añadir a

ello los significados atemporales del mito que el lector crea percibir. El mensaje

definitivo lo producirá ya cada lector en su lengua particular, la que cada uno utiliza en

su interior en el diálogo continuo de su mente y su corazón con el mundo. Los

resultados del proceso, las lecturas y sus consecuencias, tendrán mucho de

compartido y, al tiempo, bastante de personal. Se trata de un proceso, claro está, no

sólo típicamente literario, sino, en definitiva, esencialmente humano.

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