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1 MORENO SARDÀ, Amparo (1986) El Arquetipo Viril protagonista de la historia. Barcelona: Ediciones LaSal.

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MORENO SARDÀ, Amparo (1986)

El Arquetipo Viril protagonista de la historia.

Barcelona: Ediciones LaSal.

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Prólogo, M. Carmen García-Nieto París

Para hacer grandes cosas es preciso ser tan

superior como lo es el hombre a la mujer,

el padre a los hijos y el amo a los esclavos.

ARISTÓTELES

En junio de 1983 coincidimos Amparo Moreno y yo en la Universidad Autónoma de Barcelona en Bellaterra con

motivo del «Encontre de Treball sobre História de la Dona». Hacía varios años que no nos habíamos visto. Fue

un «reencuentro», un poner en común ideas y proyectos como si nos hubiéramos visto el día anterior.

Nuestras trayectorias personales habían evolucionado y, consecuencia de ello, nuestra postura ante la ciencia,

y más en concreto ante la «Historia», que preferimos conceptualizar como «discurso histórico» comprensivo y

explicativo del pasado.

Hubo entre nosotras intercambio de dudas, de planteamientos de provectos. Me pareció muy sugerente e

importante el camino de ida y vuelta, iniciado por Amparo, desde la prensa y la comunicación de masas al

discurso histórico y viceversa. El intercambio y la comunicación entre nosotras fue un estímulo a proseguir

buceando en el campo teórico del conocimiento y en la práctica de la investigación histórica, para descubrir las

causas que generan la ausencia y/o subordinación y/o marginación de las mujeres del ámbito científico, porque

hoy como en tiempo de Aristóteles «para hacer grandes cosas es preciso ser tan superior como lo es el hombre

a la mujer, el padre a los hijos y el amo a los esclavos». En efecto, basta abrir los ojos y poner en tensión

nuestras «antenas comprensivas» para darnos cuenta que nuestra sociedad está atravesada por el poder

hegemónico de los hombres y de unos determinados hombres que conforman una mentalidad, es decir unas

vivencias que articulan el comporta miento cotidiano de cada día.

En la conformación de esta mentalidad, el discurso histórico por una parte, al transmitir una memoria histórica,

y el informativo por otra, al crear o intentar crear una opinión pública, son piezas clave. Por eso desentrañar su

contenido y su fondo, es decir, la teoría que subyace a los mismos, los instrumentos que utilizan para dominar

y persuadir, quiénes son los sujetos agentes y receptores de los mismos, es lo que nos puede desvelar las

causas de la ausencia de las mujeres de ellos y darnos pautas para establecer una estrategia que transforme a

realidad actual.

Amparo Moreno, desde su triple perspectiva como profesional de la historia, del periodismo y de la

comunicación, realiza su reflexión que se ha plasmado en su Tesis Doctoral y en diversos trabajos, uno de los

cuales es el que tienes entre las manos. La fuerza de esta reflexión radica en que nuestra autora la ha

realizado desde la experiencia en su propia carne de que «para hacer grandes cosas es preciso ser tan superior

corno lo es el hombre a la mujer». Es una experiencia dura, que produce dolor y sufrimiento, y que en un

parto doloroso da a luz estas reflexiones que ayudan a desvelar el problema clave de los discursos histórico e

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informativo, al poner el dedo en la llaga y «levantar la liebre» ante algo que clama al cielo: el poder

hegemónico del hombre.

Una explicación es la sexista * que pone «el acento, en las relaciones de hegemonía entre los sexos, en

nuestra sociedad hegemonía del sexo masculino sobre el femenino..., lo masculino aparece como superior, y lo

femenino como inferior, dependiente o in-significante» (A. Moreno). Pero limitarse a la utilización del término

sexismo es simplificar el problema, y Amparo propone un nuevo concepto que amplía el análisis y la

comprensión de la realidad social, y también las formas de conocimiento de la misma. Es el de androcentrismo

que «hace referencia a la adopción de un punto de vista central, que se afirma hegemónicamente relegando a

las márgenes de lo no-significativo o insignificante, de lo negado, cuanto se considera im-pertinente para

valorar como superior la perspectiva obtenida» (A. Moreno). Nuestra autora da un paso más al decirnos que

este punto de vista seria propio no de «cualquier ser humano del sexo masculino, sino de aquellos hombres

que se sitúan en el centro hegemónico de la vida social, se autodefinen a si mismos como superiores y, para

perpetuar su hegemonía, se imponen sobre otras y otros mujeres y hombres mediante la coerción y la

persuasión/disuasión», Es «el hombre hecho» (ANER, -DROS) que ha asimilado unos valores propios de la

virilidad, que impone su hegemonía y hace que se identifique como humano lo que es propio de un modelo

particular caracterizado por su voluntad de hegemonía y superioridad respecto a otras mujeres y otros

hombres.

Así entendido, el concepto androcentrismo nos permite: 1) indagar quién ha sido el sujeto histórico en cada

sociedad concreta detentando su hegemonía; 2) analizar las relaciones de poder centradas no sólo en el sexo,

sino también en la edad, raza, clase, nacionalidad, etc.; 3) interrogarnos sobre el proceso de asimilación del

modelo de comportamiento viril hegemónico no sólo por hombres sino por mujeres; 4) interrogarnos por las

raíces m profundas del conocimiento científico, por la raíz entre hegemonía viril y las restantes y múltiples

formas del ordenamiento hegemónico de nuestra vida social. En definitiva «por la relación entre práctica social

y las elaboraciones teóricas e ideológicas que la legitiman y perpetúan».

Amparo Moreno no se queda en la reflexión teórica, sino que la lleva a la práctica, y lo hace, precisamente, en

las páginas que vas a leer. En ellas aplica el concepto de androcentrismo al análisis del discurso histórico, que

a través de los libros de BUP llega a nuestras muchachas y muchachos. A partir de unos libros de «historia» se

transmite un pasado guerrero, dominador, explotador, competitivo y formado sólo por la mitad de la

humanidad. Éstos son los elementos que la juventud tiene para explicarse el presente. No lo entienden no les

gusta. Protestan. Se inhiben rechazando el pasado y el presente, con incapacidad de elaborar un proyecto de

futuro. Y también muchas mujeres viven aplastadas, dominadas por los hombres, y no se atreven ni a hablar

ni a actuar, o si lo hacen, muchas asumen valores y roles masculinos. Me atrevería a decir que, en gran

medida, tanto el discurso histórico como el informativo generan una cultura una mentalidad masculinas que

imponen un poder viril-hegemónico, un modelo humano hecho a su imagen y semejanza, y transmiten unos

valores que reproducen un sistema cultural de generación en generación.

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En efecto. Amparo con gran rigor metodológico y científico ha ido aplicando el método de lectura crítica no-

androcéntrica a dos manuales de BUP. Esta lectura le ha permitido mostrar que el problema clave del discurso

histórico es la utilización del «masculino» no sólo de una forma ambigua que oculta la verdadera concepción de

lo humano, sino que conceptualiza lo humano a la medida de un «arquetipo viril» que es el «hombre hecho»

adulto que domina a otras y otros, se constituye en centro hegemónico en torno al cual se van gestando las

relaciones sociales; y de este modo se crea un sistema de valores dominantes que nuestra autora califica como

sexista, adulto, racista y clasista, y que excluye o incluye a mujeres y hombres según formen o no parte del

centro hegemónico del poder.

Esto le permite a Amparo analizar, en la última parte del trabajo las claves conceptuales, el orden textual y la

cronología que construyen la realidad histórica androcéntrica plasmada en estos libros de BUP y en otros en

«un relato genealógico-heroico de las batallas que se han tenido que librar ante lo inferior" para llevar a cabo

una progresiva expansión territorial en aras de una imaginaria Civilización Universal». En resumen, la teoría y

la técnica que nos propone Amparo nos muestran un discurso histórico sexista, de clase, racial, guerrero,

conformador de una sociedad dual, competitiva, insolidaria, generadora de marginaciones. Un discurso

histórico, o si queréis unos libros de «historia» que legitiman un orden social jerárquico que asimilamos en la

familia, a través del sistema educativo y de los medios de comunicación, porque «el saber viril permite

legitimar y perpetuar, está al servicio de esa tercera parte de la humanidad sobrealimentada a de las dos

terceras partes de seres humanos que pueblan y pasan hambre».

Estas páginas de Amparo Moreno han puesto en tensión «mis antenas comprensivas» y mi deseo es que a

cuantas/os las leáis os ocurra lo mismo. Una vez más quiero insistir en la aportación que hace a la reflexión

científica y feminista al ofrecer un nuevo concepto, androcentrismo, clave para la comprensión no sólo de los

discursos histórico e informativo, sino de las relaciones de poder/dominio que tejen y destejen las relaciones

sociales. Categoría conceptual básica, también, para la elaboración de proyectos educativos y estrategias

políticas capaces de generar una realidad social no jerárquica, pero sí fraterna y solidaria.

Gracias Amparo por tu trabajo gestado con dolor. Quiero y pienso que somos cada vez más las mujeres que

hacemos objeto de batalla cultural y política nuestro quehacer académico y profesional, intentando romper las

redes que tiende el Poder oficial dominado por el varón, y que sin escisiones ni dicotomías entre lo «vivido» y

lo «pensado», lo «personal» y lo «colectivo» queremos contribuir a la construcción de un discurso histórico y/o

informativo que repercuta en la modelación de una vida colectiva en la que «para hacer cosas» sea preciso ser

simplemente humano, mujer y hombre.

MAR CARMEN GARCÍA-NIETO PARÍS

Madrid, febrero 1986

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Presentación

Al iniciarse el curso 1978-1979 y exponer mi programa de Historia de la Comunicación Social a mis alumnas y

alumnos de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Autónoma de Barcelona, una de ellas

observó, con toda razón, que era tan machista como todos los de esta casa.

Hacía entonces diez años que había concluido mi licenciatura en la Facultad de Historia de la Universidad de

Valencia. Allí, gracias a la actitud intelectual y humana de mis profesores los doctores Joan Reglá, Emili Giralt,

Alfons Cucó, Anton Ubieto, Miquel Tarradell y a conversaciones con compañeras y compañeros de pasillos de

aquel vetusto edificio, había descubierto algo que ha constituido después un eje central de mis pensamientos:

que el estudio del pasado debe orientarse a la comprensión del presente a fin de transformarlo en una vida

social más humana. En consecuencia, mi participación activa en el Movimiento Feminista, tal como se

configuró al amparo del Año Internacional de la Mujer, me había conducido a elaborar mi personal reflexión

histórica sobre las divergencias y conflictos que surgían constantemente en su seno, en una obra publicada dos

años antes por la Editorial Anagrama (Mujeres en lucha. El movimiento feminista en España). Sin embargo, mi

inquietud por la problemática que como mujer vivía no había logrado alterar mis planteamientos docentes de la

Historia, sin duda porque las exigencias que la actividad académica universitaria establece prioritariamente no

me dejaban ni tiempo para profundizar en el problema de la mujer, tema considerado especializado y, por qué

no decirlo, marginal y secundario.

La crítica de mi alumna no modificó mis condiciones de trabajo. Pero me afecté profundamente. Puso el dedo

en la llaga de esa escisión entre práctica y teoría que me desazonaba. Me pregunté, decididamente, hasta qué

punto los libros de historia que yo había estudiado y seguía estudiando, la historia que a mi turno ofrecía en

clase, olvidaban la realidad histórica de las mujeres, es decir, los problemas que yo vivía por el hecho de ser

mujer. Y, también, si tales obras, si el discurso histórico, la forma académica habitual de explicar el pasado,

olvidan la realidad de al menos la mitad de la población, ¿de quién nos hablan? Dado que no podía dedicarme

a fondo a las aportaciones de la historiografia feminista -por entonces todavía escasas-, decidí empezar a

tomar nota de cuanto hallara sobre las mujeres en las obras que consultaba. Y pronto pude comprobar que

tales referencias eran notablemente más raras de lo que sospechaba, a menudo meros contrapuntos o ironías

que servían para contrastar o aligerar los textos; y, al mismo tiempo, que, en contra de lo que había aprendido

a creer, no todo lo que se dice de «el hombre», de los «hombres», o de cualquier otro masculino presunta

mente genérico, puede identificarse con «lo humano», es decir, con cualquier ser humano, mujer u hombre.

Descubrí, así, que solemos utilizar los masculinos de forma ambigua, en ocasiones para referirnos sólo a los

hombres, en otras como generalizadores de lo humano, sin molestarnos en especificar el sentido que les

damos, quizá porque ni siquiera nos paramos a pensarlo.

Por entonces, los pre-supuestos teóricos sobre los que trabajaba en la elaboración de la Historia de la

Comunicación Social eran los del análisis marxista, los del desideratum de una historia total en la línea de

Pierre Vilar. De ahí que mi indagación acerca del pasado histórico de las mujeres haya sido siempre indagación

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acerca de las diversas relaciones entre mujeres y hombres; por tanto, tratar de clarificar la articulación entre

hegemonía de clase, hegemonía de sexo y otras formas de hegemonía que se dan en la vida social y sin

embargo poco atendidas en el discurso académico (por ejemplo, el etnocentrismo). De ahí, también, que

interrelacionase todo esto con otros problemas: la relación entre ideología y organización socioeconómica y

política, la materialidad de lo ideológico y la ideología que se desprende de lo material; y la transformación

histórica de la articulación entre lo privado y lo público que nos acerca a la articulación social entre las

relaciones comunicativas interpersonales y la comunicación de masas. Pero fue, sin duda, el problema de las

relaciones históricamente conflictivas entre mujeres y hombres, y su exclusión del discurso histórico

académico, lo que acabó por hacer añicos esquemas teóricos que hasta entonces había considerado

esencialmente validos y me llevó a proponerme formular una historia total no androcéntrica, cuyos rasgos

elementales expuse en un par de artículos publicados en L'Avenç, a principios de 1981.

Todo este proceso fue, pues, consecuencia de afinar mis antenas comprensivas tratando de descubrir ya no

sólo qué se decía de la mujer en los libros de historia y otras ciencias sociales, sino también qué se decía de el

hombre, a quién se referían los distintos masculinos de los diversos textos que leía. Llegué a la conclusión de

que éste era un problema clave del discurso académico y también del discurso informativo. En primer lugar,

por la ambigüedad y el confusionismo que conlleva, en unos textos que se precian de claridad conceptual,

precisión y rigor. Pero, además, porque a la sombra de esta ambigüedad conceptual se oculta una particular

concepción de lo humano que se presenta como lo humano por excelencia, lo que permite considerar natural

un sistema de valores particular y partidista y que yo considero in-humano por anti-humano, es decir, por

basarse en la hegemonía de unos seres humanos sobre otros.

Así llegué a la conclusión, al finalizar el verano de 1981, de que cuanto se dice del hombre corresponde, no a

cualquier ser humano, mujer u hombre de cualquier condición, ni siquiera a cualquier hombre, sino a lo que

definí como el arquetipo viril: un modelo humano imaginario, fraguado en algún momento de nuestro pasado y

perpetuado en sus rasgos básicos hasta nuestros días, atribuido a un ser humano de sexo masculino, adulto y

cuya voluntad de expansión territorial y, por tanto, de dominio sobre otras y otros mujeres y hombres le

conduce a privilegiar un si tema de valores que se caracteriza, como ya resaltó Simone de Beauvoir, por

valorar positivamente la capacidad de matar (legitimada, por supuesto, en ideales considerados superiores,

trascendentes) frente a la capacidad de vivir y regenerar la vida armónicamente, Tanatos frente a Eros. Y este

ingrediente elemental del discurso histórico y de las restantes ciencias sociales, esta conceptualización de lo

humano a la medida del arquetipo viril, vicia de raíz las formas mediante las cuales hemos aprendido a pensar

nuestra existencia humana, con las que nos hemos habituado a reflexionar sobre los problemas que hoy

vivimos y, por tanto, a formular interrogantes al pasado.

No me resultó fácil demostrarlo académicamente. Esta fue la tarea de mi tesis doctoral que pude leer, al fin,

en octubre de 1984, en la Facultad de Historia de la Universidad de Barcelona, Una lectura atenta de La Política

de Aristóteles me permitió poner al descubierto y mostrar que este padre del saber lógico-científico y político

habla contribuido de forma decisiva a acuñar racionalmente esta conceptualización de lo viril, su universo

mental y su sistema de valores, y a legitimarlo como lo natural-superior- humano. Sin embargo, lo que el

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filósofo había expuesto tan nítidamente, se tornaba opaco en las obras de historia del pensamiento de amplio

uso en la Universidad, que explican su obra y la de los restantes padres del saber académico. En ellas,

estudiosos y estudiosas de nuestro tiempo, lejos ya de argumentar la superioridad que Aristóteles atribuyó a

los varona adultos de raza griega, esposos-padres-amos de esclavos, identifican su sistema de valores con lo

humano, sin tener en cuenta que se excluye, así, tomar en consideración otros muchos aspectos de la vida

social -a los que el filósofo se refirió para elaborar sus argumentos- que permiten poner en tela de juicio la

valoración positiva de esta voluntad de dominio expansivo propia del arquetipo viril. Es decir: el discurso

académico actual no sólo es decididamente androcéntrico, sino que, además, encubre esa perspectiva

particular partidista al identificarla con lo humano. De ahí que tengamos que hablar de la opacidad

androcéntrica del discurso en la actualidad.

¿Cómo hemos podido incurrir en tal confusión? Sin duda porque en nuestro paso por los distintos niveles del

sistema educativo hemos aprendido a operar mentalmente con este modelo humano particular, como si se

refiriese a lo humano, a confundir lo viril con lo propio de cualquier ser humano, mujer u hombre, y así, hemos

asimilado su universo mental, su sistema de valores y su forma de conocer para llevar a cabo sus propósitos

de hegemonía expansiva, como si se tratase de lo natural-superior- humano. Luego, a medida que nos hemos

ido integrando, ya adultas y adultos en los escenarios públicos, en los distintos cuerpos profesorales,

transmitimos a nuestra vez a alumnas y alumnos, generación tras generación, esta creencia profunda, sin que

tengamos tiempo ni ocasión para paramos a reflexionar sobre esta cuestión tan elemental y sencilla, sin que,

por su parte, alumnas y alumnos, más pendientes de superar pruebas y exámenes que de lo que aprenden,

puedan encontrar posibilidades de réplica. Y así vamos reproduciendo los parámetros mentales propios del

Saber vinculado al Poder, propios del arquetipo viril, que gobiernan profundamente el conocimiento académico

lógico- científico, considerado, además, como e! conocimiento por excelencia, liberador de ignorantes. Éste es,

también, el modelo humano con el que opera el discurso político y quizá a ello hay que achacar la incapacidad

de que hace gala la actividad política para resolver los problemas que hoy vivimos.

De ahí mi interés por realizar una re-lectura crítica de los manuales que se publican para alumnos y alumnas

de Bachiller: en ellos se condensan las claves conceptuales y las líneas básicas del discurso histórico

considerado socialmente válido y legitima do oficialmente, de forma resumida, por tanto, más fácilmente

aprehensibles que si hubiera recurrido a las numerosas obras especializadas que se utilizan en la Universidad,

y que en líneas generales parten de los mismos pre-supuestos, a menudo sólo modificados por las

restricciones del saber especializado. Además, con estas lecturas críticas no pretendo tanto criticar a otros

autores o autoras, como utilizar la ocasión pan practicar el des- aprendizaje autocrítico, para reaprender

desaprendiendo, como me dijo un día una alumna, apasionante tarea que no obstante resulta más difícil que

aprender por primera vez, tal como nos advirtió Aristóteles.

Gracias a una subvención que me concedió en 1984 el Instituto de la Mujer del Ministerio de Cultura, he podido

realizar la lectura crítica no-androcéntrica de manuales de historia de BUP que ofrezco en estas páginas. Esta

ayuda económica me permitió contar con la colaboración de Carlos M. Ruiz Caballero, que durante varios

meses se ocupó pacientemente del rastreo y cuantificación de las referencias a mujer y las referencias

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masculinas que aparecen en los manuales analizados, y de su ordenación en las casi cuatrocientas fichas que

reposan en los archivos del Instituto de la Mujer por si alguien desea consultadas.

Se advertirá que el análisis de los manuales se limita, en el primer nivel cuantitativo, a dos, uno de historia

universal y otro de historia de España, ambos de la Editorial Vicens Vives, que es la que tiene una más amplia

difusión (correspondientes a primer y tercer curso de BUP, respectivamente), y que el segundo nivel de

análisis se ha limitado al manual que expone el discurso de la historia universal. Estas restricciones obedecen a

la escasez de recursos económicos. No obstante, considero que los resultados obtenidos resultan ya

suficientemente significativos puesto que nos desvelan los parámetros mentales básicos de la opacidad

androcéntrica del discurso histórico.

Soy consciente de que es mucho más fácil leer críticamente que escribir sin incurrir en lo criticado, acaso

porque no sólo el concepto hombre, sino otros muchos que configuran el universo mental viril presentado

como humano, las normas de corrección gramatical y sintáctica, y las que pautan el orden textual pertinente

académicamente, vician, desde su raíz, nuestros pensamientos. Por tanto, no debe extrañar, ni a mi ni a nadie

que lea lo que he escrito, que incurra en ocasiones en vicios que critico, Es más, agradeceré cualquier

sugerencia, cualquier crítica o comentario que deseéis hacerme quienes leáis estas páginas y, des de luego,

cualquier información sobre experiencias similares: nuestras preocupaciones se tornan más llevaderas en la

medida en que podemos compartirlas con otras personas y, además, la comunicación enriquece siempre

nuestras particulares perspectivas, las matiza y las hace más tangibles, lo que resulta de gran utilidad para

que se esfumen esos fantasmas mentales que a me nudo nos acechan a quienes trabajamos como

especialistas en productos cerebrales.

Ciertamente, si en los últimos cinco años he podido adentrarme en el orden androcéntrico del discurso

histórico y su opacidad sin naufragar, ha sido gracias a la comprensión y al apoyo que he encontrado entre

numerosas personas, amigas y amigos, alumnas y alumnos, y también entre algunas profesoras y profesores

universitarios. Pero, también, a pesar de la resistencia que he hallado entre otras personas, en especial entre

algunos profesores y profesoras universitarios cuya incomprensión disfrazada de argumentos dogmáticos y

hasta inquisitoriales me ha servido de aliciente para proseguir en la clarificación del Saber Viril como sistema

de creencias asumido inconscientemente. Todas estas aportaciones, especialmente las de alumnas y alumnos

de Bellaterra que se han prestado a realizar los ejercicios de lectura crítica no-androcéntrica de obras diversas

que les he propuesto en los últimos cursos me han ayudado a desaprender muchas cosas y a tomar en

consideración otras muchas que había aprendido a olvidar. Citar a todas estas personas seria incurrir en un

orden preferencial impuesto por el propio orden textual, que prefiero evitar, y hasta en exclusiones que

lamentaría. Por ello, prefiero dedicar este «cuaderno inacabado» a cuantas personas, con su amistad cómplice,

me han ayudado a constatar que los seres humanos, mujeres y hombres, aspiramos a relacionarnos

armónicamente aun cuando hayamos aprendido a no creer en ello, punto de partida básico de la perspectiva

no-androcéntrica que propongo. Entre estas personas se encuentran Mireia Bofia, que consideró interesante

publicar mi texto, y Ma. Carmen García Nieto, que ha escrito el prólogo.

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He dividido el texto en dos partes. La primera (que contiene unas cuantas páginas de mi tesis doctoral),

constituye una aproximación teórica al problema del androcentrismo en el discurso histórico, para lo cual parto

de la distinción entre dos términos, que suelen utilizarse como sinónimos aunque no lo son: sexismo y

androcentrismo. En ella expongo las razones por las que considero es necesario no limitar nuestro análisis al

sexismo, sino que hemos de ampliar nuestra capacidad comprensiva al funcionamiento global de la vida social

y por tanto a la articulación de las divisiones sociales que condensa el término androcentrismo. En la segunda

parte creo que se demuestra claramente, a partir de los ejercicios de lectura crítica no-androcéntrica, la

pobreza reflexiva en que podríamos incurrir si solamente atendemos a la división social en razón del sexo, ya

que el hombre que aparece como protagonista de la historia no es cualquier humano, mujer u hombre de

cualquier condición, ni siquiera cualquier hombre, sino el arquetipo viril. Dado que el saber hegemónico

actualmente se presenta como racional, ocultando el sustrato simbólico-religioso sobre el que se fundamenta,

he querido concluir con unas breves reflexiones acerca de esta cara oculta del Saber Viril, acaso la más

importante y compleja aportación de la lectura crítica no-androcéntrica en la que habrá que profundizar más.

Ciertamente, uno de los defectos en que incurre, con excesiva frecuencia, el discurso feminista, es hablar de la

mujer sin matizar las diferentes divisiones sociales que confluyen también las mujeres. Esta limitación de la

atención a la división social en razón del sexo, eludiendo su articulación con otras divisiones sociales, hace que

a menudo el discurso feminista caiga en sexismo que critica, aunque lo formule con imagen de mujer, y hasta

aparezca impregnado de unas imágenes elitistas y jerárquicas que llevan a distinguir entre las feministas y...

las otras como si las mujeres que no han adoptado los planteamiento feministas fueran, por definición, más

sumisas y hasta ignorantes que las que los han adoptado. De ahí la incapacidad par articular esa crítica radical,

es decir, desde las raíces del orden social, que teóricamente dice propugnar. La distinción entre sexismo y

androcentrismo nos aproxima al debate en tomo al «feminismo de la igualdad» y el «feminismo de la

diferencia» y aun a otro menos explicitado pero que se deriva de todo lo anterior: las dos corrientes que

conviven contradictoria y conflictivamente en el movimiento feminista, y que permiten, una, el acceso u mujer

al poder y, la otra, cuestionar radicalmente el poder. Diríase incluso que la primera -que suele tener mayor

audiencia en los medios de comunicación de masas- podría servir, ante la profunda crisis de la hegemonía

androcéntrica a que hoy asistimos, para dar una alternativa que no pasara de la simple sustitución de los

varones hegemónicos por mujeres hegemónicas, para transformar la hegemonía androcéntrica en una

hegemonía ginecocéntrica. Pienso que para eso no valía la pena tanto es fuerzo. Y, además, que no son éstas

las intenciones de muchas de las mujeres que nos identificamos como feministas.

De ahí mi deseo de plantear públicamente un debate en tomo al androcentrismo y sus repercusiones. Un

debate que considero necesario realizar entre todas aquellas personas, mujeres y hombres, preocupadas por

un saber académico y político que muestra cada día más sus insuficiencias para avanzar hacia unas formas de

vida social más humanas.

Tortosa-Barcelona, enero de 1986

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Parte I: entorno al androcentrismo en "la historia"

«No hay indicador más importante del carácter de una sociedad

que el tipo de historia que escribe o deja de escribir.»

E. H. CARR, ¿Qué es la Historia?

«La producción histórica se halla, hoy en expansión (...)

Pero esta expansión espectacular oculta un debate político:

¿en qué sentido actúa y en beneficio de quién?»

J. CHESNEAUX, ¿Hacemos tabla rasa del pasado?

«Un movimiento revolucionario definido en términos

masculinos resulta tan paralizante como una toma

de conciencia que abarque exclusivamente la liberación

de la mujer. Ambos se encuentran atrapados en su

propia singularidad.»

SHEILA ROWBOTHAM, Feminismo y revolución.

¿Sexismo o androcentrismo?

A lo largo de la historia del patriarcado, más exactamente, de los considerados tiempos históricos de la cultura

occidental, a las mujeres se nos ha impedido acceder, por diversos medios, a los valorados como niveles

superiores del conocimiento y de la elaboración cultural, niveles que han estado reservados a varones

vinculados, de alguna fa al poder hegemónico. Sin embargo, desde finales del siglo XIX, la progresiva

alfabetización de sectores cada vez más amplios de la población, necesaria para la implantación de la

Revolución Industrial, afectó no sólo a los hombres de las clases dependientes, sino también al conjunto de

mujeres, aunque más lentamente y con notorias discriminaciones que aún hoy se pueden percibir. Así, en

España existe el doble de mujeres analfabetas que de hombres analfabetos, y las mujeres tienen, en líneas

generales, la mitad de posibilidades de acceder a los estudios superiores, en especial a las carreras

consideradas de mayor prestigio social y que conllevan remuneraciones más elevadas y mayor status social

(1). Pero, sólo a partir de la segunda mitad del presente siglo, las mujeres nos hemos incorporado

ampliamente a los distintos niveles del sistema educativo, no sólo como alumnas sino también, luego, como

profesoras: primero, en los niveles más elementales y, en los últimos años, también en la docencia

universitaria.

No obstante, como señala Mª. Ángeles Durán, «el acceso generalizado de la mujer al dominio de la escritura

no se ha producido en España hasta hace escasamente medio siglo, lo que en una perspectiva histórica

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significa que acaba de suceder, y todavía vive la generación que tuvo que luchar por conseguir el acceso pleno

a la Universidad y a formas específicas e enseñanza altamente cualificada. A pesar de la rapidez del cambio y

de la aceleración con que van cayendo las barreras legales a la instrucción de la mujer todavía no ha nacido la

generación que vivirá el acceso a todas las formas de enseñanza, incluidas las más altas, como una condición

inherente a la estructura social e independiente de sexo de los enseñados».(2)

Este fenómeno, cuyas causas profundas y razón histórica quizá habría que analizar más profunda y

críticamente de lo que solemos hacer (3), ha supuesto:

1. En primer lugar, la asimilación por parte de las mujeres de estos conocimientos valorados como superiores,

hasta ahora patrimonio de los varones hegemónicos. (¿En qué medida esto se produce en detrimento de otras

formas de conocimiento no por no-hegemónicas menos humanas?: es ésta una pregunta que, al menos, hay

que hacer.) Al igual que los hombres, las mujeres que hemos pasado por el sistema escolar, en sus distintos

niveles, hemos asimilado los conocimientos que en él se imparten, y hemos aceptado que el pensamiento

lógico-científico es una forma superior de conocer la realidad, que nos acerca más a la «verdad».

2. Recientemente, sin embargo, se ha iniciado un proceso de interrogación por la ausencia marginación de la

realidad de las mujeres de todo aquello que hemos estudiado y asimilado y que, a nuestra vez, explicamos en

las aulas. Entre las mujeres que nos dedicamos a la docencia ha surgido, en los últimos años, una inquietud

por el silencio que las distintas ramas de la ciencia, en especial, las ciencias humanas, guardan sobre nuestra

realidad pasada y presente (excepto, claro, casos excepcionales que confirman la regla). Y, poco a poco, ha

empezado a cundir la duda de si el silencio que se cierne sobre la mujer no afectará, en su raíz, a la

elaboración del pensamiento lógico-científico, o, al menos, en qué medida puede haberla afectado.

Podemos decir, pues, que el acceso de las mujeres al saber socialmente valorado como superior empieza a

repercutir en ese saber. Coro dice M. Ángeles Durán, «la incorporación de la mujer al mundo de la cultura

institucional es un hecho generalizado que en España se inició hace ahora un siglo, y esta incorporación a la

cultura tenía que conducir inevitablemente (y afortunadamente) a una renovación intelectual profunda en

todas las áreas afectadas por su acceso. No se podía esperar que la presencia de la mujer en la Universidad

fuera una eterna escena de repetición: en algún momento tenía que empezar a preguntarse si el papel que

recitaba estaba cortado a la medida de sus necesidades a se trataba, simplemente, de una reproducción

obediente». La autora señala que esta «autoconciencia», en sus primeras manifestaciones, «toma la forma de

un extrañamiento, de un malestar intelectual» del que puede surgir la «vitalidad» que conduce a la «lucidez y,

al romper los viejos hábitos y los planteamientos reducidos, enriquecen extraordinariamente la vida cultural y

el panorama de la investigación y la docencia».

Esta sensación de extrañamiento respecto al saber académico, este proceso de autoconciencia que lleva a la

necesidad de abordar nuevas perspectivas, es un fenómeno confesado por diversas intelectuales y, también,

por algunos hombres. Así, Martha I. Moia, en las páginas en las que nos explica la razón de su obra El no de

las niñas. Feminario antropológico, expresa claramente esta experiencia:

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«Este libro es mi rito de pasaje, en el que celebro mi tránsito de licenciada asexuada a mujer antropóloga. Los

nombres de las etapas no son meras frases bonitas; significan das situaciones existenciales e intelectuales que

bien vale la pena explicar. Una licenciada asexuada es una mujer que ha terminado la primera parte de sus

estudios universitarios en cualquier universidad del mundo. Son cuatro o cinco años arduos durante los cuales

depone, con mayor o menor resistencia, todos sus intereses y se dedica a aprender los conocimientos

patriarcales. Las mujeres aparecen poco en los textos y en el cuerpo de profesores. Ha dejado de ser mujer,

pero tampoco es un hombre; de ahí el adjetivo de "asexuada" (...) Mujer antropóloga es aquella que, desde su

condición de mujer y en cualquier ámbito, decide adoptar las técnicas antropológicas como instrumento

intelectual. La tarea no es así de simple, ya que no se trata de incorporar los conceptos de la antropología

patriarcal, sino de aplicarles el Método Ginecocéntrico» (5) (al que me referiré más adelante).

En países con una mayor tradición de participación femenina en los estudios universitarios, estos problemas

empezaron a plantearse con especial fuerza en los años sesenta de nuestro siglo. En España, las Primeras

Jornadas de Investigación Interdisciplinaria, organizadas por el Seminario de Estudios sobre la Mujer, de la

Universidad Autónoma de Madrid, en 1981, (6) y el Seminario sobre Androcentrismo en la Ciencia, organizado

por el Seminario de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Barcelona, en 1982, (7) pueden

considerarse las primeras manifestaciones públicas de la amplia y diversa inquietud que este problema venia

suscitando, desde hacía algún tiempo, entre numerosas profesoras de universidad y otros niveles educativos, y

entre algunos profesores. Encuentros de este tipo y publicaciones se han multiplicado notablemente en estos

últimos años, lo que indica que estamos viviendo un proceso intenso de cuestionamiento del discurso

académico a pesar de que el orden jerárquico tradicional parece ignorarlo o, en el mejor de los casos,

considerarlo tema específico y sobre el que hay que conocer preferentemente lo que se publica en Estados

Unidos, Inglaterra o Francia..., aunque se desconozca todo el esfuerzo que se está produciendo aquí.

Esto no obsta para que pueda decirse ya que se ha planteado uno de los interrogantes de mayor interés que

tiene abierto en la actualidad el pensamiento científico: ¿en qué medida es sexista, o androcéntrica, esta forma

de conocimiento de la realidad, hoy hegemónica?

Antes de seguir, conviene establecer una primera definición de estos dos términos.

En el glosario elaborado por Martha I. Moia en El no de las niñas... (8) aparecen estas das escuetas

definiciones, suficientemente válidas como punto de partida:

SEXISMO: mecanismo por el que se concede privilegio a un sexo en detrimento del otro. La persona que lo

utiliza es «sexista».

ANDROCENTRISMO: conceder privilegio al punto de vista del hombre.

El sexismo es, pues, una pre-condición del androcentrismo. El androcentrismo, una forma especifica de

sexismo (9). El término androcentrismo puede clarificarse más si atendemos a la etimología y composición de

esta palabra. En griego, ANER, -DROS hace referencia al ser de sexo masculino, al hombre, por oposición a la

13

mujer, y por oposición a los dioses: al hombre de una determinada edad (que no es niño, ni adolescente, ni

anciano), de un determinado status (marido) y de unas determinadas cualidades (honor, valentía...) viriles. En

sentido estricto es «el hombre hecho», que forma parte del ejército (10). Es decir, no se trata de cualquier ser

humano de sexo masculino, sino del que ha asimilado un conjunto de valores viriles, en el sentido latino en el

que se habla del VIR. Referimos a ANER, -DROS, en este sentido estricto, permite diferenciar lo masculino en

general, de una determinada forma de conceptualizar lo masculino en función de la participación en el poder

bélico-político. Androcentrimo está compuesta por un segundo término que hace referencia a un situarse en el

centro, que genera una perspectiva centralista: en este sentido se habla a veces de etno-centrismo (visión

desde el punto de vista central de una raza), por ejemplo.

El interrogante en torno al posible sexismo, o androcentrismo del discurso lógico-científico, ha surgido al

percibir el contraste entre la tradicional consideración como in-significante (11) de la realidad específica de las

mujeres, y la clara conciencia que hoy tenemos de la falsedad de tal supuesto de partida. Si es evidente que

toda sociedad humana está constituida por mujeres y hombres de distintas condiciones; si es, al menos,

discutible que la aportación de las mujeres a la vida social humana sea inferior a la de los hombres, o, lo que

es lo mismo, si no parece claro que la aportación de los hombres tenga que considerarse superior; entonces

debemos preguntarnos por qué en el discurso lógico-científico con mayor claridad en el discurso de las ciencias

humanas, la realidad y la aportación de las mujeres a la vida social humana aparece marginada, negativizada,

silenciada: menospreciada.

Ante este problema evidente hay distintas posturas. Una gran mayoría de intelectuales lo ignoran, consciente o

inconscientemente; esto es especialmente frecuente en nuestro ambiente universitario, más anquilosado en

planteamientos tradicionales que el de otros países. Esta actitud demuestra no ya sólo ignorancia, sino además

raquitismo intelectual. Hay quien, más atento a las publicaciones recientes del extranjero, rechaza tal

interrogante con respuestas dogmáticas (la ciencia estada por encima de los sexos), o considera que sólo

puede interesar a las mujeres de su campo profesional a las que advierte, paternalmente, del nuevo tema

mientras él continúa repitiendo el discurso propio de su especialidad. Y hay, cada día más, quien lo toma en

consideración lo incorpora a su trabajo intelectual con mayor o menor fuerza. En fin, entre quienes se

preocupan por este problema, hay quien habla de sexismo y hay quien se refiere a androcentrismo: uno u otro

término suelen utilizarse como sinónimos si bien, por lo que ya hemos visto, no lo son. Convendrá avanzar un

poco más en la clarificación de estos dos conceptos, que pueden conducir a adoptar diferentes puntos de

partida o hipótesis de trabajo que condicionarían, de Forma fundamental, las indagaciones que se hagan.

En Un diccionario ideológico feminista, Victoria Sau elabora las siguientes definiciones de estos términos:

SEXISMO: Conjunto de todos y cada uno de los métodos empleados en el seno del patriarcado para poder

mantener en situación de inferioridad, subordinación y explotación al sexo dominado: el femenino. El sexismo

abarca todos los ámbitos de la vida y las relaciones humanas, de modo que es imposible hacer una relación

exhaustiva sino ni tan siquiera aproximada de sus formas de expresión y puntos de incidencia (...).

14

Aporta citas de diversas autoras y autores para resaltar la falta de conciencia por parte de la mujer sobre este

problema (Martín Sagrera), la relación entre sexismo y racismo (Eva Figes y Kate Millet), el papel de la biología

(S. Firestone), el análisis psicoanalítico, la división social del trabajo, el papel de la educación y el del lenguaje,

y el de la salud Física y mental.

ANDROCENTRISMO. El hombre como medida de todas las cosas. Enfoque de un estudio, análisis o

investigación desde la perspectiva masculina únicamente, y utilización posterior de los resultados como válidos

para la generalidad de los individuos, hombres y mujeres. Este enfoque unilateral se ha llevado a cabo

sistemáticamente por los científicos, lo cual ha deformado ramas de la ciencia tan importantes como la

Historia, Etnología, Antropología, Medicina, Psicología y otras. El enfoque androcéntrico, distorsionador de la

realidad, ha sido denunciado por muchas de las propias mujeres científicas (desde la crítica que realizara Karen

Horney al androcentrismo de Freud, en los años treinta, hasta la crítica al mismo defecto, en la Historia, de

Anne Davin y de Nancy O'Sullivan, o la discusión que, en el seno de la antropología, surge desde mediados del

siglo XIX) (12).

Victoria Sau identifica, así, el sexismo con las formas de vida social en el Patriarcado (por tanto, con una de las

posibles manifestaciones del sexismo, la que da preeminencia al hombre sobre la mujer), y androcentrismo

con la forma de conocimiento propia del sexismo patriarcal. Si bien, en principio, el término sexismo no indica

cuál de los das sexos tenga preeminencia sobre el otro (tal como aparece en la primera definición, extraída de

Martha I. Moia), puede aceptarse lo que dice Victoria Sau por cuanto hace referencia al fenómeno en nuestra

sociedad patriarcal. En cuanto al androcentrismo, ambas lo relacionan con la adopción de un punto de vista,

por tanto, de una forma de conocer (estudiar, analizar o investigar) el mundo. Victoria Sau, al igual que

Martha I. Moia en otros pasajes de su obra, hablan del enfoque unilateral (androcéntrico) del pensamiento

científico, y del problema que supone el hecho de que este conocimiento parcial se presente como

generalizable a mujeres y hombres de cualquier condición, a lo humano: se identifique como el conocimiento.

Podría concluirse, de aquí, que sexismo haría referencia a la práctica de la vida social, y audrocentrismo a las

elaboraciones teóricas sobre el funcionamiento de la sociedad.

En este sentido se utiliza la palabra androcentrismo en relación con la antropología en la obra Antropología y

feminismo (13), en cuya introducción se plantea que el debate en torno al androcentrismo se habría iniciado

en el seno de la antropología a mediados del siglo XIX, cuando se planteó la posibilidad de que originariamente

las sociedades hubieran sido matriarcales, si bien en la primera mitad de nuestro sito se habría olvidado

progresivamente el papel de la mujer en a sociedad, y la visión androcéntrica se habría impuesto entre

antropólogos y antropólogas, llevando a la elaboración de las hipótesis del «hombre cazador, in ventor y

creador de la familia» (14). Desde los años sesenta, se habría cuestionado ya explícitamente esta perspectiva

androcéntrica. A pesar de que en la primera parte de la obra los artículos aparecen englobados bajo el epígrafe

«Androcentrismo y modelos machistas», en uno de los artículos se habla de sesgos machistas (15), y en el

otro de androcentrismo, entendiéndose, en ambos casos, que se trata de «una perspectiva exclusivamente

masculina, incompleta» y «parcial» que ofrece «una imagen distorsionada de la realidad» (16). Y «una teoría

15

que deja fuera a la mitad de la especie humana es una teoría desequilibrada» (17). Vemos, pues, que además

de hablarse de sexismo o de androcentrismo, se hace referencia, otras veces, a sesgos machistas o sexistas.

Pero no siempre se utiliza la palabra sexismo, en relación a la práctica social, y androcentrismo en relación a

las elaboraciones teóricas o discursivas. Así, Celia Amorós habla de sexismo ideológico y de que la «ideología

sexista está en función de una organización social discriminatoria -de una u otra forma, en distinto grado, pero

que constituye un hecho universal para el sexo femenino» (18). Aquí, la palabra sexismo se relaciona con la

forma de conocimiento, con la ideología, mientras que se habla de discriminación en la organización social.

Todos estos ejemplos, y podrían ponerse otros muchos muestran que las palabras sexismo y androcentrismo

(y aun otras expresiones, como «sesgos machistas»...) suelen utilizarse indistintamente: que no existe un

acuerdo o convención en la terminología. En líneas generales parece que, en principio, se comparte una cierta

noción común, la que Celia Amorós expone así respecto al discurso filosófico:

«La ideología sexista influye en el discurso filosófico de dos maneras: como condicionante inmediato del modo

como la mujer es pensada y categorizada en la sistematización filosófica de las representaciones ideológicas, y

como condicionante mediato del gran lapsus y la mala fe de un discurso que se constituye como la forma por

excelencia de relación conscientemente elaborada con la genericidad -en el sentido de Séller- y procede a la

exclusión sistemática de la mujer de ese discurso. La ausencia de la mitad de la especie es el gran lastre y la

gran descalificación del discurso presuntamente representativo de la especie humana construida y ajustada

consigo misma como un todo en la forma de autoconciencia: el AUTOS que debe tomar conciencia filosófica de

sí mismo es un AUTOS que proclama unilateralmente su protagonismo y arroja a la otra parte de la especie del

lado de la opacidad» (19).

Son suficientes estas referencias para poder concluir que el problema que se percibe aparece caracterizado por

los siguientes rasgos:

1. Una marcada diferenciación entre los sexos, en la que los hombres imponen su supremacía sobre las

mujeres no sólo a nivel de la práctica de la vida social, sino también a nivel de las elaboraciones conscientes

discursivas, sobre la realidad.

2. Una visión distorsionada de la mujer, vinculada a esta diferenciación jerarquizante.

3. Una exclusión o marginación de la mujer de las elaboraciones conscientes, lógico-científicas, no ya sólo

como sujeto productor (lo que podría -¿!- justificarse por condiciones sociales) sino, además, como objeto de

unos análisis que se proclaman genéricos y universales.

4. En consecuencia tales elaboraciones lógico-científicas se muestran parciales.

5. Pero, además, tal visión parcial oculta su naturaleza partidista, al proclamarse universal y generalizable.

16

Si existiese un total acuerdo en torno a estos puntos, quizá no fuera imprescindible establecer si es mejor

hablar de sexismo o de androcentrismo, de sesgos machistas o sexistas, o patriarcales, o, sencillamente,

abordar el problema sin darle un nombre preciso unívoco. Pero no es seguro que exista tal acuerdo. Esto se

nota especialmente en las investigaciones concretas que se realizan en torno a «la mujer» en las distintas

ramas de la ciencia, en las reflexiones que se elaboran para subsanar este problema.

Por diversas razones considero que es necesario un debate y una clarificación conceptual, a lo que quisiera

colaborar con las siguientes reflexiones:

Primera. La definición conceptual constituye un requisito fundamental del pensamiento lógico-científico, que

tiene sentido, ante todo, en la medida en que los conceptos constituyen el utillaje básico de esta forma de

conocimiento y de su expresión, el discurso.

Segunda. En la diversidad conceptual en torno al problema que nos planteamos parece confundirse, por una

parte, lo que hace referencia a la realidad social a la práctica de la vida social, y lo que hace referencia a una

forma históricamente hegemónica de explicar esa realidad social humana, al conocimiento y, su expresión, el

discurso lógico-científico.

Tercera. Parece indispensable también, empezar por clarificar conceptualmente la naturaleza del problema que

se quiere resolver, para poder establecer los caminos o métodos a seguir para su resolución. Y esto por dos

razones que afectan no sólo al discurso, sino también a quien elabora el discurso:

a) La resolución de un problema depende de las premisas en que lo hayamos formulado. Que no existe un

acuerdo en torno a lo que podemos llamar el problema de «la mujer» y su relación con las distintas disciplinas

científicas, con el pensamiento lógico-científico en general, se nota especialmente en las investigaciones que se

realizan para tratar de solventarlo. Gran parte de los trabajos se orienta exclusivamente a investigar «la

mujer» en tal o cual ciencia o aspecto de esa ciencia, como si se considerase que rellenan do el hueco

olvidado, pudiera resolverse ya el problema. Otros, menos, demuestran también una preocupación por los

propios fundamentos epistemológicos que han hecho posible semejante olvidó.

b) No podemos menospreciar el hecho de que la actitud crítica ante el olvido, exclusión, marginación o

tergiversación de la mujer en el pensamiento científico, la hemos desarrollado tras un largo proceso educativo

en el que hemos asimilado ese pensamiento, empezando por asimilar sus claves conceptuales. Y esta larga

asimilación puede condicionar, durante mucho tiempo, nuestros hábitos mentales y, así, nuestras nuevas

investigaciones, aunque las realicemos con la mejor voluntad; puede incluso orientar nuestra tarea hacia los

mismos parámetros que han hecho posible la exclusión que tratamos de solventar. La crítica al discurso lógico-

científico requiere, pues, una constante autocrítica de cuánto hemos asimilado en nuestra formación como

intelectuales.

Cuarta. Por último, el debate en torno al sexismo o el androcentrismo en el discurso científico debe plantearse,

definitiva mente, quién es el sujeto histórico que ha producido ese discurso, esa forma de conocimiento. La

17

clarificación de la naturaleza del sujeto del discurso ayudará no sólo a resolver los problemas planteados en el

apartado anterior, sino también a comprender la relación entre las condiciones sociales de vida en el

patriarcado y la producción de un discurso que parece pretender legitimarlo reproducirlo; y, en definitiva a

indagar las posibilidades de un nuevo sujeto cognoscente que produzca un discurso en el que no se den los

defectos que criticamos.

Puede notarse que esta razón que he expuesto en último lugar, podría haberla situado al principio. La

clarificación del sujeto que históricamente ha producido el discurso lógico-científico deberá permitir establecer

si tal discurso es una elaboración propia de los hombres en general (es decir, de seres humanos de sexo

masculino), o de algunos hombres, o incluso de algunos hombres y algunas mujeres. Esto ayudará a desbrozar

los instrumentos que esta forma histórica de conocimiento ofrece para nuevas investigaciones que permitan

comprender mejor las relaciones socia les, las relaciones de mujeres y hombres, frente a cuanto se muestra

parcial y partidista. Además, requerirá un esfuerzo para rescatar ya no sólo a la mujer, en abstracto, sino a

toda mujer y todo hombre que hayan podido ser también excluidos del discurso (ciertamente, no sólo la mujer

ha sido excluida). Esto requerirá contrastar cuanto hemos asimilado en el aprendizaje del orden del discurso y

cuanto acaso convenga desaprender y rescatar del olvido. Y, de este modo, podrá clarificarse mejor la relación

que guarda la realidad social y la producción de explicaciones sobre la realidad: las condiciones materiales de

existencia y la producción de ideología, en expresión marxista. Lo que vivimos y lo que pensamos acerca de lo

que vivimos.

Todas estas razones legitiman y exigen que tratemos de matizar conceptos, más acá y más allá de que la

definición conceptual constituya un requisito fundamental del pensamiento lógico científico.

Todas estas razones justifican, también, la dedicación a la clarificación conceptual y epistemológica antes que

al incremento indiscriminado de investigaciones pragmáticas. Dedicación que hay que justificar en un mundo

académico en el que priva la jerarquización y la opinión de que sólo se puede participar en el debate teórico

tras haber demostrado que se han pasado un determinado número de horas o de años entre el polvo de los

archivos o haciendo investigaciones de campo. Pues acaso estas razones jerárquicas no pretendan, consciente

o inconscientemente, sino alejar el necesario debate sobre el sujeto histórico productor del conocimiento

lógico-científico, a un lejano día en el que la cantidad de datos sobre la mujer pueda servir, ya entonces, de

argumento para dictaminar, de nuevo, la no pertinencia o impertinencia del debate.

M. Ángeles Durán ya ha advertido este problema en otras ocasiones:

«La incorporación de la mujer al proceso de producción de la ciencia figura entre las condiciones necesarias,

pero no suficientes, para la incorporación de la ciencia al proceso de liberación de la mujer. No es condición

suficiente porque la incorporación a la ciencia puede hacerse y de hecho así sucede en el nivel de la pura

reproducción o desarrollo de conocimientos previos, sin cuestionar los posibles sesgos sexistas de sus

cimientos; en este caso, la presencia de las mujeres hace menos aparente la necesidad de una revisión teórica

y refuerza la contribución de la ciencia o disciplina en cuestión al conservadurismo social. Aunque en el último

18

cuarto de siglo se ha generalizado la presencia de mujeres entre el profesorado y el personal investigador en

todos los países desarrollados, este cambio sólo significa el acceso de las mujeres a los instrumentos de la

ciencia, y está por ver su incorporación real a ¡a creación de la ciencia, al desarrollo de nuevos temas

especialmente relevantes para la mujer, y a la crítica de tos contenidos de carácter sexista. La reflexión crítica

tendrá que dirigirse hacia la génesis histórica de cada disciplina -para comprender sus resultados-, a los

conceptos y teorías -para rechazar los que se consideren falsos o inadecuados-, a la organización de los

colectivos donde la disciplina se crea, se enseña, se divulga y se recompensa -para promover su cambio

cuando sean discriminatorios-, y a tos efectos sociales que su uso o abuso producen en la vida cotidiana.»(20)

Como punto de partida podría establecerse que hablar de sexismo implica poner el acento en las relaciones de

hegemonía entre los sexos, en nuestra sociedad hegemonía del sexo masculino sobre el femenino. Tales

relaciones sexistas aparecen tanto en la vida social como en las formulaciones discursivas que explican la vida

social: lo masculino aparece valorado como superior, y lo femenino como inferior, dependiente o insignificante.

La utilización del término sexismo simplifica, o puede simplificar, un problema que resulta mucho más

complejo. Si centramos la atención en las diferencias sexuales, en las relaciones de hegemonía/dependencia

entre los sexos, otros muchos conflictos que hoy vivimos parecen escaparse. Además, conviene notar que lo

valorado como superior no es ni todo lo que se refiere a todos los hombres ni, tampoco, sólo lo que se refiere a

los hombres. Diríase que, más bien, atañe aun determinado colectivo histórico masculino que establece un

determinado modelo de masculinidad, y que aparece interrelacionado con el ejercicio del poder hegemónico.

En fin, acaso hoy más que nunca, mujeres y hombres participamos de diversas formas en el poder y en el no-

poder, sin que se corresponda por completo mujer y no-poder, hombre y poder: unas y otros ora nos

sometemos a poderes superiores, ora actuamos en planos de superioridad respecto a otras y otros; no hay que

olvidar que incluso la madre tal como resulta hoy definida patriarcalmente, conlleva autoridad respecto a sus

criaturas. Por todas estas razones considero que sí adoptamos, como punto de partida, la palabra sexismo,

podemos condicionar nuestra aventura reflexiva a coordenadas excesivamente simplistas y a un marco

demasiado restringido.

La palabra androcentrismo creo que permite, por el contrario, adoptar una perspectiva más amplia y abierta a

la comprensión de la complejidad de nuestra realidad social y de las formas de conocimiento de la misma.

Andro-centrismo hace referencia a la adopción de un punto de vista central, que se afirma hegemónicamente

relegando a las márgenes de lo no-significativo o insignificante, de lo negado, cuanto considera im-pertinente

para valorar como superior la perspectiva obtenida; este punto de vista, que resulta así valorado

positivamente, seria propio no ya del hombre en general, de todos y cualquier ser humano de sexo masculino,

sino de aquellos hombres que se sitúan en el centro hegemónico de la vida social, se autodefinen a si mismos

como superiores y, para perpetuar su hegemonía, se imponen sobre otras y otros mujeres y hombres

mediante la coerción y la persuasión/disuasión. El hombre hecho de que nos habla la palabra griega ANER, -

DROS se refiere no a cualquier hombre de cualquier condición o edad, sino a aquellos que han asimilado los

valores propios de la virilidad y que imponen su hegemonía.

19

Así entendido, el concepto androcentrismo permite clarificar varios puntos. Por una parte, deja la puerta

abierta a la indagación del sujeto histórico que, en cada sociedad, haya detentado ese punto de vista

hegemónico y, así, a precisar, también, qué mujeres y qué hombres, qué otros aspectos humanos diversos,

han resultado marginados al ámbito de lo no significativo o insignificante. Por otra parte, hablar de

androcentrismo ayuda a situar el problema que nos preocupa en el marco más amplio y complejo de las

relaciones de poder: deja abierta la posibilidad de indagar la articulación entre distintos niveles de hegemonía

central, ya no sólo relacionados con el sexo, sino también con la edad, la raza, la clase la nacionalidad, etc.

Además, permite marcar las necesarias distancias respecto a los supuestos biologistas que tratan de legitimar

el actual orden social atribuyéndolo a las hormonas masculinas; (21) la refutación del fatalismo biologista

deberá ir acompañada de una cuidada indagación sobre el papel de la cultura en la configuración de los

modelos de comporta miento, y esta indagación, en nuestra sociedad, debe realizarse desde un punto de vista

histórico (22). La palabra androcentrismo abre, también, un interrogante sobre el proceso de asimilación del

modelo de comportamiento viril hegemónico, modelo que en la actualidad apela ya no sólo a los hombres, sino

también a las mujeres.

Si conceptualizamos el problema como sexismo, podemos acabar incrementando considerablemente el número

de páginas de los textos académicos, pero quizá sin cuestionar cómo ha sido posible el olvido de algo tan

elemental y tangible como es la existencia de las mujeres; sin cuestionar, por tanto, el sentido histórico del

discurso científico.

Preguntarnos por el androcentrismo implica, al menos, interrogarnos por las raíces más profundas del

conocimiento científico, por la relación entre la hegemonía viril y las restantes múltiples manifestaciones del

orden hegemónico en nuestra vida social, en definitiva, por la relación entre a práctica social y las

elaboraciones teóricas ideológicas que la legitiman y perpetúan.

Los planteamientos de Michel Foucault sobre el orden del discurso y la articulación entre saber y poder (23) me

han ayudado a meditar en torno a este problema: todo discurso incluye, ordena y, así, afirma una serie de

elementos a base de excluir y, así, negar otros. Ésta puede ser una línea de indagación fructífera en la

reflexión en torno al orden androcéntrico del discurso lógico- científico, en sus distintas manifestaciones:

permite empezar a valorar positivamente lo excluido, lo negado, lo marginado y silenciado. Lo hasta ahora

considerado como in-significante, lo re legado a las márgenes no escritas, deja de ser identificable con in

existente y empieza a cobrar significación y vivacidad basta ahora insospechadas; a la vez, lo afirmado, lo

incluido y el orden que se le da, resalta sobre el fondo de lo que niega, de lo que aparece negativizado y de lo

silenciado y, cobra, así, una dimensión histórica mas real. La propuesta de avanzar hacia una nueva

perspectiva no-androcéntrica tiene este sentido: empezar a valorar positivamente lo negado; recobrar el

significado de todo aquello que resulta marginado desde el punto de vista hegemónico central.

Quiero indicar finalmente que, si bien comparto los intereses que aparecen en la definición de Mary Daly del

método gineco-céntrico, tal como lo recoge Martha I. Moia (24) («el Método Ginecocéntrico requiere no sólo el

asesinato de los métodos misóginos (el exorcismo intelectual y afectivo) sino, también, el éxtasis al que llamo

20

cerebración lúdica. Esto es el libre juego de la intuición de nuestro propio espacio, que da origen a un

pensamiento vigoroso, informado, multidimensional, independiente, creativo y fuerte»), me parece importante

subrayar la necesidad de evitar cualquier nueva perspectiva centralista y, en ese sentido, el concepto

ginecocéntrico puede conducir a un problema similar al que estamos criticando.

21

Aproximación al problema del androcentrismo en el discurso histórico

Sin duda, el estudio histórico de la forma de conocimiento lógico-científico, hoy hegemónica, podría y debería

arrojarnos luz sobre sus posibles raíces androcéntricas, sobre su configuración como Saber vinculado al poder

androcéntrico. Sin embargo, el propio discurso histórico, es decir, la forma habitual en los me dios académicos

de explicar el pasado, participa de las premisas del pensamiento lógico-científico y, quizá por ello, se muestra,

también, claramente androcéntrico. Nos encontramos, así, con un círculo vicioso que es preciso romper. Y

acaso corresponda abrir la brecha a la reflexión histórica.

Las mujeres, en la historia, en el discurso histórico, no existimos, a no ser como excepción que confirma la

regla. Así, cualquier estudiante que llega a la universidad, ha tenido la posibilidad de identificar la Revolución

Francesa con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, y con un hecho decisivo para la historia de la

humanidad, la Declaración de los Derechos del Hombre; pero se puede obtener el título de licenciado, y hasta

se puede ser doctor en historia, desconociendo que todas estas formulaciones sólo hacen referencia a los

varones, e ignorando que las mujeres quedaron excluidas de este acontecimiento considerado como un avance

político: estos derechos, por los que lucharon mujeres y hombres, beneficiaron durante mucho tiempo sólo a

los hombres, a pesar de que los libros de historia los presentan siempre como conquistas universales ; juegan

con la confusión ideológica androcéntrica que se deriva del término hombre, que puede referirse bien al género

humano (al conjunto de mujeres y hombres), bien a los machos de la especie humana específicamente. Queda

silenciado, así, todo lo que afecta a las mujeres en este acontecimiento histórico, su reacción ante la injusticia

cometida y, también, la actuación de los hombres de su época en todo este asunto.

Otro tanto sucede con otros acontecimientos históricos importantes. Así, mientras se estudia el proceso político

que ha seguido cada país para establecer lo que se llama, impropiamente, sufragio universal, y el clasismo que

condicionó este proceso del sufragio censitario al sufragio universal), resulta bastante difícil descubrir, en

primer lugar, que tal universalidad es falsa porque sólo hace referencia a los hombres, y, además, conocer las

dificultades que se han tenido que superar para llegar al reconocimiento del auténtico sufragio universal, del

derecho de voto para todas y todos sin también de sexo. Menos aún puede analizarse, con rigor, las causas

profundas que están en la base de esta transformación histórica (25).

Estos dos ejemplos, entre otros muchos que podrían ponerse, revelan que las formas habituales en la

universidad de explicar el discurso histórico hegemónico, han silenciado sistemáticamente la participación de

las mujeres en acontecimientos destacados, más aún, aspectos que hacen referencia a la vida de la mujer;

silencio/ignorancia que permite historiadores, cuando se les plantea este olvido, replicar que si la historia habla

fundamentalmente de los hombres, han sido ellos los principales sujetos mientras que las mujeres más bien

habríamos aceptado históricamente el rol de sujetos pasivos, como si no hubiéramos acabado de dar el paso

del estado de naturaleza al estado de cultura: ¿ellos han hecho la historia? ¿nosotras nos hemos limitado a

padecerla con resignación? (si fuera cierto, ¿no seríamos hoy las mujeres sumisos animales domésticos?

¿podemos haber cambiado tantos milenios de historia en tan pocas generaciones?)(26). Tanta ignorancia

22

interesada se traduce en silencio que permite justificar la perpetuación de intereses viriles, patriarcales, la

continuidad y perpetuación del conocimiento androcéntrico de la realidad histórico-social y, en consecuencia, la

legitimación del orden social actual.

Está claro que es preciso que nos planteemos superar, ya de una vez, tanto desconocimiento partidista, tanta

ignorancia. El problema que surge ahora es cómo.

Una primera solución parece consistir en incrementar las investigaciones que se centran en el estudio de la

realidad de las mujeres. Sin duda es éste un camino que es necesario recorrer. Pero, antes de iniciarlo,

convendrá clarificar el que nos serviremos: ¿Son válidos, para estas nuevas indagaciones, los presupuestos

epistemológicos y hasta una teoría de la historia que ha permitido desconocer la realidad histórica no sólo de

las mujeres, sino también entre mujeres y hombres?

Surge, así, la necesidad de abrir un nuevo interrogante que nos lleva, esta vez, hacia las premisas habituales

del discurso histórico hegemónico, de la historia que hemos estudiado tal corno se imparte mayoritariamente

en las aulas. ¿Es sexista? ¿Es androcéntrica? ¿Presta atención sólo a la realidad histórica de todos los

hombres? ¿En qué medida, lo que generaliza como humano, atañe a mujeres y hombres, o se refiere sólo a los

hombres? ¿A qué hombres? ¿En razón de qué aparecen, excepcionalmente, referencias a mujeres?

Parece claro que, por el momento, es necesario rastrear uno y otro caminos a la vez: explícita o

implícitamente, toda investigación supone unos postulados teóricos, incluso al nivel más elemental que orienta

la selección de datos, que lleva a destacar unos conjuntos de datos como significativos y a menospreciar otros

como in-significantes o no significativos. Así, la clarificación de la realidad histórica de las mujeres debe ir

acompañada de una re- visión crítica de los presupuestos teóricos del discurso histórico hegemónico, y no sólo

a nivel teórico, sino además en la medida en que forman parte de la propia memoria de quien investiga. Habrá

que ejercer una constante autocrítica para sopesar hasta qué punto estos presupuestos, que hemos asimilado

en nuestro proceso de conformación como profesionales de la historia, nos permiten avanzar hacia una visión

más amplia de la realidad histórica, que considere las relaciones entre mujeres y hombres, o, por el contrario,

nos conducen, una vez más, por derroteros restringidos, parciales y partidistas, aunque sea de otro signo.

Hasta el propio instrumental conceptual puede estar impregnado de androcentrismo, como se verá más

adelante.

Vuelvo aquí sobre lo que ya señalé al principio. Si presuponemos que el discurso histórico hegemónico es

sexista, acaso nos resulte suficiente elaborar una «nueva historia de la mujer» (27), es decir, Incrementar el

numero de Investigaciones sobre la realidad histórica de las mujeres. Pero, en este caso, no sólo dejaremos

casi incuestionado el discurso histórico hegemónico -y, así, su hegemonía-, sino que, probablemente, nos

serviremos de los mismos postulados de que se ha partido siempre, con lo que podemos acabar incurriendo en

lo mismo que estamos criticando: en producir elaboraciones discursivas sexistas y, por tanto, restringidas y

parciales.

23

Por el contrario, tomar como punto de partida el problema del androcentrismo deja la puerta abierta, como he

señalado, no sólo a clarificar el sujeto histórico que aparece en el centro del discurso y, así, a indagar la

realidad histórica marginada al silencio de lo in-significante, sino también a indagar la relación que guarda tal

centralidad en el discurso con el funcionamiento social del centro hegemónico y, así, con otros problemas que

se den van de un orden social hegemónico-central hoy tan complejo.

Ciertamente, existen ya hoy numerosas investigaciones, realizadas en los últimos años, que ponen de

manifiesto que el papel histórico de las mujeres no es tan despreciable ni tan in-significante como habíamos

aprendido a creer. Y hay que reconocer que acaso sin todas estas aportaciones hubiera sido imposible pasar a

los problemas que estoy señalando. Sin embargo, asistimos a una especie de separatismo entre el discurso

histórico académico, que permanece mayoritariamente ajeno a todas estas aportaciones, y la «nueva historia

de la mujer». Hay que decir que esto se da sobre todo en nuestro país. Pero, incluso más allá de nuestras

fronteras, diríase que el discurso histórico relega las aportaciones de la historiografía feminista a un ghetto, en

ocasiones institucionalizado, lo que le permite perpetuarse sin sentirse afectado por los nuevos datos. Por su

parte, parece como si las historiadoras feministas aceptasen, a su vez, este ghetto: es probable que esto se

deba tanto a las dificultades con que se tropieza en los medios académicos para investigar cuestiones que se

salen de los límites jerárquicos del saber, como a la tendencia a la especialización que se deja notar en todos

los campos. El hecho es que se produce este separatismo que lleva, por una parte, a que las investigaciones

feministas tengan escasa repercusión en lo que podemos llamar los productos académicos hegemónicos,

mientras, por el contrario, los presupuestos epistemológicos académicos en que se han formado universitarias

y universitarios raramente resultan cuestionados en su raíz, a pesar de que tales presupuestos han permitido

olvidar el campo al que ahora se aproximan. De este modo, se continúa explicando en las aulas un discurso

que ignora, al menos, a la mitad de la población y, poco a poco, se intenta salvar el expediente permitiendo

seminarios, asignaturas y hasta cátedras que se centran exclusivamente en la mujer. De este modo, el

discurso histórico androcéntrico -ignorante de gran parte de la realidad- queda incuestionado, y continúa

apareciendo como discurso generalizable a mujeres y hombres, mientras que las nuevas investigaciones

aparecen como marginales, sectoriales y sexistas. Y, sin embargo, ¿instituir un ghetto académico referido a la

mujer no es indicativo de que el ambiente general es exclusiva y excluyentemente del hombre? (¿de qué

hombres?).

Este separatismo no lleva sólo a situaciones paradójicas como ésta: tiene repercusiones más graves, en la

medida en que las investigaciones sobre la historia de la mujer no cuestionan de raíz los discursos

hegemónicos y, muchas veces, hasta parten de los mismos presupuestos androcéntricos, lo cual puede llegar a

invalidarlas.

Dos ejemplos me permitirán clarificar mejor los problemas que estoy señalando:

Los trabajos de Sheila Rowbotham sobre la Revolución Industrial nos dan una visión muy diferente de la que

teníamos de los siglos XVI al XX, especialmente de los dos últimos. Nos permiten descubrir, por ejemplo, que

la implantación del sistema capitalista industrial se hizo arrebatando los hombres a las mujeres muchos

24

puestos de trabajo que éstas habían ocupado tradicional mente, y de los que hasta fueron excluidas

totalmente. Vale la pena recoger una larga cita de la autora. Empieza explicando que, a lo largo de los siglos

XVI y XVII «la competencia entre los hombres se intensificó. Gradualmente las mujeres fueron expulsadas de

los trabajos más rentables. El trabajo femenino quedó asociado con sueldos bajos. Esto no fue un proceso

único y definitivo, sino que continuó a lo largo del siglo XVIII y se extendió a principios del XIX (...) En la

década de 1630, por ejemplo, los jóvenes impresores protestaron contra la presencia de las mujeres en los

trabajos de imprenta no especializados, y virtualmente lograron excluirlas para mediados del siglo XVII. Dejó

de ser frecuente que la mujer y las hijas del maestro impresor ayudaran a éste en su trabajo. Pero había

grandes variaciones entre las diferentes localidades y los diferentes trabajos. En la segunda mitad del siglo

XVII, por ejemplo, aún quedaban unas pocas mujeres carpinteros. En el comercio de la lana, las mujeres

mantuvieron una posición fuerte, aunque para el siglo XVII ya no estaban empleadas en todas las secciones,

dedicándose sólo al cardado y al hilado que realizaban en su casa, mientras que los hombres e ocupaban de la

selección la tintura. A medida que se aplicaban nuevas regulaciones en contra de la mujer, la apelación a las

tradiciones fue perdiendo fuerza. En el año 1639, Mary Arnold fue encarcelada por haber seguido fabricando

cerveza a pesar de una orden de los fabricantes cerveceros de Westminster. Las mujeres fueron excluidas del

trabajo de fabricación de cerveza hacia finales de ese siglo.

»Estos cambios en las industrias vinieron acompañados por la transformación en los oficios artesanales y las

tradiciones populares en cuanto a trabajo y ciencia profesionales. A finales del siglo XVII había aún mujeres

cirujanos, pero a las curanderas se las asociaba cada vez más con la brujería y la práctica de las artes

mágicas. A medida que la medicina se convertía en una ciencia, los requisitos para el ingreso en el aprendizaje

de la misma excluyeron a las mujeres quedando la profesión reservada para los hijos de las familias que

pudieran permitirse tal instrucción. Las mujeres fueron relegadas a último lugar. La partería, rama de la

medicina que desempeñaban únicamente las mujeres, fue acaparada por el médico hombre cuando las que

daban a luz eran mujeres ricas. La partera sólo se ocupaba de las pobres. Cuando las parteras protestaron,

adujeron su experiencia frente a la abstracta teoría de los hombres. Pero en el nuevo mundo, la ciencia

suponía un control de las ideas que proporcionaba poder. La experiencia, por sí sola, no era suficientemente

valorada.»(28).

Como vemos, el mito de que las mujeres se incorporan hoy al mundo del trabajo (aunque se precise: del

trabajo productivo), aparece una vez más sin consistencia alguna. El conflicto entre trabajo masculino y

trabajo femenino aparece vinculado al desarrollo del capitalismo, conflicto del que no hablan los libros de

historia que se manejan en las aulas universitarias. Ante los datos de la historiadora, surgen diversos

interrogantes de gran importancia para la historia de mujeres y hombres: ¿qué relación guarda este conflicto

con la transformación de los ámbitos privado y público, con el paso al ámbito público de actividades hasta

entonces propias del ámbito privado? ¿Qué relación guarda la transformación económico-social, tal como

solemos entenderla, con la transformación de la familia, que ha variado en la historia aunque no se suela hacer

referencia a sus cambios? La intensificación de la competencia entre los hombres, que llevó a la marginación

de las mujeres a los trabajos peor remunerados, ¿tiene que ver con la transformación de la organización

militar en la configuración del Estado Moderno? Son éstas preguntas que desbordan la historia de la mujer, tal

25

como se la suele entender, y abren nuevos interrogantes a una reflexión histórica con voluntad de tener en

consideración a todos los seres que forman parte de una colectividad, mujeres y hombres. Sin embargo, la

mayoría de los estudiosos de la Revolución Industrial y de la implantación del modo de producción capitalista

no suelen tener en cuenta las diferenciadas circunstancias históricas de mujeres y hombres, menos aún la

interrelación, la influencia recíproca, los conflictos.

Si este ejemplo permite ver las aportaciones que la historiografía feminista está haciendo a una más profunda

comprensión de nuestra realidad pasada y presente (a pesar de que no suelan tomarse en consideración),

expondré ahora cómo una investigación que se centre en la historia de la mujer, sin revisar mínimamente los

presupuestos androcéntricos habituales del discurso histórico hegemónico, puede conducir a un simple

incremento cuantitativo de datos, en el mejor de los casos.

En el primer volumen que recoge las Actas de las Primeras Jornadas de Investigación Interdisciplinaria,

aparece un trabajo sobre la «Participación de la mujer en la repoblación de Andalucía (siglos XII y XV).

Ejemplo de una metodología», elaborado por Cristina Segura Graíño, de la Facultad de Geografía e Historia de

la Universidad Complutense de Madrid (29).

Como indica el propio título, la autora presenta aquí un ejemplo de «una nueva metodología». El tema, nos

dice, ha sido sistemáticamente estudiado desde todos los puntos de vista: «Se ha investigado la población

andaluza, el origen de la misma, la estructura social, el reparto de la propiedad, etc., etc. Pero ha habido un

aspecto que nunca ha sido estudiado, ni se ha reparado en él. Este aspecto es la participación de la mujer en

esta gran empresa que es la repoblación de Andalucía».

La autora nos explica que ha hecho una «nueva relectura» de documentos ya publicados «con una óptica

totalmente distinta a la que se ha utilizado hasta ahora. En esta nueva lectura he ido buscando únicamente

nombres de mujeres. Estos nombres de mujeres se han utilizado anteriormente, pero ahogados entre los otros

nombres masculinos y sin cuantificarlos separadamente»

«Quiero, de esta forma, señalar un nuevo camino metodológico para el estudio de la historia de la mujer, su

verdadera y real participación en el acontecer histórico. Su participación basada en datos concretos y

cuantificables. Esta metodología consistiría en la utilización de material ya publicado y estudiado desde

diversos aspectos: políticos, socio-económicos, etc., y en el que no se ha constatado la aportación de las

mujeres. Éste sería un primer paso, que podrá hacerse sin grandes dificultades y sin la necesidad de buscar y

rebuscar por los archivos documentos espectaculares o textos que hablen de la situación de la mujer en la

Historia, en la Edad Media concretamente».

»Este estudio de documentos publicados no puede hacerse de forma arbitraria, sino que hay que estudiar

series de documentos referidos a un mismo tema. Por ejemplo, se puede estudiar un Cartulario de algún

Monasterio y destacar todas las mujeres que en él aparecen y especificar claramente qué función ejercen. Si

son arrendadoras, compradoras o vendedoras; si hacen donaciones, etc. Después de obtener estos datos, será

26

necesario retado nados con los mismos datos referidos a los hombres que efectúan la misma función y sacar la

proporción de la participación masculina y/o femenina y las conclusiones oportunas».

»La utilización de estos documentos tiene, además, una gran ventaja. Las mujeres que en ellos aparecen son

mujeres total mente normales, no destacadas en la sociedad, normalmente pertenecientes a grupos no

elevados de la misma, mujeres de pueblo. Creo que la historia de las mujeres pertenecientes a las clases altas

la alta nobleza, la realeza, es harto conocida y no es ilustrativa (...) Pero creo que éste no es el camino, pues

su actuación, más que por su calidad de mujer, se debe a su pertenencia al grupo privilegiada de la sociedad.»

La autora abunda en que no quiere centrarse en «las clases altas de la sociedad. La historia que hay que hacer

es ¡a de los hechos cotidianos, hecha por los hombres y mujeres cotidianos. Esta historia también se está

haciendo, pero no se destaca en ella la participación de la mujer. Se han estudiado los hechos económicos, los

hechos sociales, etc., pero no se ha distinguido clara mente si eran hombres o mujeres quienes

protagonizaban estos hechos».

«Por todo esto, considero que si queremos saber la actuación de la mujer en la Historia, un camino es destacar

la participación de la mujer en tos hechos sociales, económicos, etc., cotidianos La mayoría de las mujeres son

de las clases inferiores y no participan en los hechos excepcionales. El destacar a estas mujeres anónimos y su

participación en el acontecer histórico, en pie de igualdad en muchos casos con el hombre, es la metodología

que propongo con el ejemplo que a continuación voy a analizar.»

El estudio de los libros de repartimiento le lleva a destacar, en los siglos XIII y XV, población por población, el

número total de pobladores, el número de mujeres pobladoras y, así, el porcentaje de mujeres que

participaron en la repoblación de Andalucía: el 1,3 % en el siglo XIII, el 5,02 % en el siglo XV, total general: el

2,1 %. Hay que tener en cuenta que la autora advierte que ha descontado a las mujeres pertenecientes a las

«clases altas».

Entre las conclusiones, señala «el mismo hecho en sí; esto es, que hubiera mujeres pobladoras». «Se puede

deducir que no había ninguna restricción por condición de sexo, sino que una mujer podía desempeñar las

funciones repobladoras exactamente igual que un hombre». Entre las «causas de esta permisibilidad» apunta a

«la dificultad de encontrar pobladores que fueran a Andalucía y a la necesidad que había de ellos».

Hay que reconocer que es realmente lamentable que en investigaciones históricas no se realicen

cuantificaciones de este tipo diferenciadas por sexo: ello lleva a suponer que tal tarea sólo la realizaron

hombres. Este ejercicio de cuantificación diferenciada es, pues, imprescindible para mejor clarificar la realidad

social que se estudia. Sin duda es éste, como dice la autora, «un nuevo camino metodológico para el estudio

de la historia de la mujer», una aportación metodológica necesaria, pero no suficiente, o, si se prefiere,

insuficiente. Conviene estar en guardia incluso ante las propias bases conceptuales que constituyen las

unidades básicas mediante las que elaboramos el discurso: saber que el 2,1 % de los «pobladores» de

Andalucía en los siglos XIII y XV fueron mujeres sólo nos indica el pequeño porcentaje de mujeres que

participaron en la ocupación de Andalucía, pero no nos permite comprender realmente cómo se repobló

27

Andalucía. El concepto jurídico de poblador encubre una realidad más elemental: para repoblar una zona es

preciso, como se sabe, reproducir nuevas criaturas, lo cual puede hacerse quizá con pocos hombres pero no

con pocas mujeres. Sin mujeres que gesten, den a luz y atiendan a la supervivencia de la infancia, no es

posible ninguna repoblación, a no ser que se traigan contingentes humanos de otras tierras, y éste era

precisamente el problema que dificultaba culminar la conquista de Andalucía por parte de los cristianos. La

investigación de Cristina Segura Graíño nada nos aclara sobre cómo se repoblé, realmente, Andalucía: ¿existía

una población aborigen que sólo mediante la fuerza se avino a someterse a las necesidades de los

«pobladores»?; ¿qué medios utilizaron los «pobladores» para que su «repoblación» no terminase al morir ellos

o ellas?... ¿Qué realidad histórica de mujeres y hombres ajenos a los intereses en liza en la Reconquista

enmascara la palabra poblador? Un sinfín de preguntas, que se derivan de éstas, permitirían clarificar este

largo y complejo fenómeno histórico de nuestro pasado al que se da en llamar Reconquista: ¿cómo lo vivieron

mujeres y hombres que no participaron en los conflictos por la hegemonía territorial?, y ¿que relaciones

tuvieron con quienes, por intereses distintos, envolvieron en tantas guerras, palmo a palmo, el suelo de la

Península, con quienes tenían en común la voluntad de dominio hegemónico sobre más y más territorio?

Estos ejemplos de los trabajos de Sheila Rowbotham y Cristina Segura Graíño creo que permiten ver

claramente tanto las aportaciones que la historiografía feminista puede hacer al conocimiento de nuestro

pasado de mujeres y hombres, como las limitaciones en que puede incurrirse si se tiene una visión demasiado

restringida de la historia de la mujer y demasiado fiel a presupuestos teóricos a partir de los cuales se han

ignorado tantas cosas. Asimismo queda claro que las mujeres no somos las eternas inexistentes en la historia,

ni siquiera en fenómenos sociales en los que se consideraba que sólo podían haber participado los hombres.

Si meditamos más a fondo, el problema del discurso histórico hegemónico no se limita sólo al olvido

sistemático, a la eliminación de aquellas páginas que podrían y deberían recoger la participación de las

mujeres en los acontecimientos que hoy se atribuyen sólo a los hombres. La visión androcéntrica ha permitido,

también, que, hasta ahora, todo el análisis histórico de la realidad se haya realizado a partir del punto de vista

restringido e interesado de los hombres (¿de qué hombres?), perspectiva que condiciona que se hayan

considerado significativos históricamente unos determinados acontecimientos o fenómenos: aquellos en los

que -por razones históricas que habría que clarificar- los hombres (¿hombres?) han participado

mayoritariamente como protagonistas principales o exclusivos; fundamentalmente, todo lo relacionado con el

ámbito público. En consecuencia, se ha menospreciado e ignorado todo lo que las mujeres hemos realizado

exclusiva o mayoritariamente a lo largo del tiempo: reproducción de los seres humanos, producción doméstica

de bienes que permiten la supervivencia cotidiana de la especie y, en general, todo lo que se considera

especifico del ámbito privado... de cada varón. Se presupone, así, que nuestra participación, en el pasado y en

el presente, se sitúa en el terreno puramente biológico en la Naturaleza, al margen de la Historia, de la

Cultura, y no se analizan las razones históricas por las que los varones se apropian de las mujeres y sus

criaturas, ni las diferentes formas históricas de los sistemas de apropiación, menos aún la elación entre estas

formas de apropiación viril y los restantes fenómenos sociales. Se evita así prestar atención no sólo a la

realidad de las mujeres, sino también a las relaciones históricamente conflictivas entre hombres y mujeres, a

la división en sexos y su articulación con otras divisiones sociales (clases, nacionalidades, edad, etc.). Ésta

28

puede ser la razón por la que no están claros problemas tan importantes para el análisis del pasado y el

presente, como la dialéctica entre naturaleza y cultura, la articulación entre lo que se considera privado y lo

que se considera público y sus transformaciones históricas, las raíces profundas de la génesis de la

jerarquización social y del funcionamiento del poder, desde cada ser humano hasta la cima más alta de la

jerarquía social institucionalizada, o el papel de la familia como pieza clave del Estado que, sin embargo, los

sistemas más autoritarios han tenido siempre tan presente en la práctica.

En un momento en que la reflexión histórica se ha planteado ya no sólo la necesidad de evitar historias

sectoriales -que impiden comprender la articulación compleja de los distintos aspectos de la realidad social-,

sino también el imperativo de avanzar hacia una historia total, (30) ¿debe trabajarse en una historia de la

mujer o, más bien, habrá que tratar de sentar nuevas bases hacia una historia auténticamente total, que tome

en consideración al conjunto de mujeres y hombres? ¿Podemos limitamos a proponer una historia sectorial de

las mujeres que se encarte en la actual historia sectorial de los varones? ¿O, más bien, deberemos plantearnos

una revisión profunda del discurso histórico, de sus bases conceptuales, epistemológicas y metodológicas, a fin

de avanzar hacia esa auténtica historia total, que tenga en cuenta cómo se ha organizado históricamente la

relación entre mujeres y hombres, y las consecuencias que este ordenamiento ha tenido en la reglamentación

de las restantes relaciones sociales?

Seguramente esto requiere revisar todos los fundamentos a partir de los que se han elaborado los proyectos

actuales de esa deseada historia total, tarea que abordaré a continuación. Quiero señalar aquí, sin embargo,

algunos puntos de meditación:

Si en el análisis de una formación social partimos de la base de que «en la producción social de su vida los

hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de

producción» (31), y de que el concepto de modo de producción es el instrumento teórico que nos permite

abordar la totalidad social, y olvidamos que para la producción social de la vida existe un nivel básico de

relaciones entre los seres humanos, las relaciones entre mujeres y hombres orientadas hacia la reproducción

de la especie (que han estado reguladas históricamente), no sólo caeremos en una visión parcial y

androcéntrica, sino que posiblemente el economicismo tantas veces denunciado quizá sea inevitable.

Si, como consecuencia de estas bases teóricas, se considera que «los dos grandes tipos de división de la

Humanidad» son «las clases sociales» y «los pueblos, estados, naciones, etnias, etc. », (32) y se pasa por alto

la división en razón de sexo y sus plasmaciones institucionales e ideológicas, no sólo resulta imposible una

historia auténticamente total que abarque la realidad de mujeres y hombres, sino que acaso ni tan solo sea

posible comprender pro fundamente la realidad histórica de los hombres.

En verdad, el discurso histórico no se ha preocupado por explicar toda la realidad de los varones, sino sólo una

parte, entendiendo, además, por varones a los hombres que participan en el ejercicio del poder; la ignorancia

que el discurso histórico mantiene sobre la existencia de las mujeres permite, entre otras cosas, ocultar las

relaciones históricas entre hombres y mujeres, aspecto fundamental para comprender el profundo significado

29

de la hegemonía patriarcal y su transformación histórica. Podríamos decir que «el problema de la mujer» en

los estudios históricos, es más bien, o es también, el problema del hombre ante su propia historia: parece

como si éste no quisiera enfrentarse de cara con su realidad pasada y presente.

Hay, pues, razones científicas que exigen esta revisión crítica del discurso histórico hegemónico, y de las bases

teóricas sobre las que se sustenta. Pero, más allá de estas razones, o, mejor, fundamentándolas, las mujeres

tenemos la necesidad imperiosa, dadas las transformaciones en que hoy nos hallamos inmersas, de una

reflexión histórica que nos permita encontrar nuestras señas de identidad: desprovistas del conocimiento de

nuestro pasa do, ¿cómo podremos clarificar qué nos interesa conservar y cómo y qué queremos transformar

de lo que nos quieren hacer creer que hemos sido y podemos ser?

Ahora bien: si lo que nos proponemos es clarificar el funcionamiento histórico de la vida social humana,

tomando en consideración la importancia que para nuestra vida social tienen las relaciones conflictivas entre

mujeres y hombres de distintas condiciones, y las repercusiones que tales relaciones tienen en la compleja

vida social en que vivimos, en ese caso resulta imprescindible reconsiderar detenidamente los parámetros

mentales con que hemos aprendido y nos hemos habituado a pensar el pasado, es decir, profundizar

críticamente en la teoría de la historia que, aun en el caso de que no la explicitemos, orienta toda

investigación. Todavía más: planteamos críticamente las bases epistemológicas sobre las que se sustenta la

forma de conocimiento propuesta por esa teoría de la historia.

He definido, pues, el problema como las relaciones históricamente conflictivas entre mujeres y hombres de

distintas condiciones, y las repercusiones que tales relaciones tienen en la compleja vida social en que vivimos,

frente a las investigaciones que sólo atienden a nuevos datos sobre la realidad histórica de las mujeres sin

revisar los parámetros teóricos y epistemológicos del discurso histórico. Quiero exponer, así, claramente mi

propósito, y poner el acento en la complejidad de las relaciones históricas; subrayar, en definitiva, que si bien

el silencio que el discurso histórico ha venido guardando sobre la realidad histórica de las mujeres es un serio

problema que hay que plantearse, no es el único problema al que debemos atender hoy al reflexionar sobre el

pasado para una mejor comprensión del presente (33).

El estudio del pasado para la mejor comprensión del presente (objetivo de la historia como disciplina

académica que se propone esta tarea y reclama hoy el estatuto de cientificidad), tiene hoy que resolver otras

muchas cuestiones de similar envergadura que posiblemente se hallan interrelacionadas profundamente, y las

soluciones que hallemos para unas pueden ayudar a, o dificultar, la resolución de otras. Ciertamente, el

discurso histórico no sólo excluye a la mujer, ni excluye a todas las mujeres. Excluye, también, a otros

colectivos sociales, colectivos de mujeres y hombres afectados por rasgos comunes como la raza, la edad, el

trabajo, etc. La división social en razón de sexo no es la única división existente en la vida social; si es la

primera y principal o no, es una de las cosas que hay que aclarar, pero sin olvidar que se halla articulada, en la

práctica de la vida social de cada persona y de la vida colectiva -por tanto, que debe articularse en la

comprensión teórica-, con otras divisiones sociales que afectan a la edad, a la raza, a la clase social, en fin, a

las condiciones de nacimiento y consecuentemente de ubicación social de las personas. La reflexión sobre el

30

olvido que el discurso histórico ha mantenido sobre la realidad histórica de las mujeres no debe hacernos

olvidar las divisiones sociales que se dan también entre las mujeres y debe conducirnos, así, a otro de tos

problemas que ha de clarificar hoy el estudio del pasado y del presente: la articulación histórico-cultural de las

divisiones sociales y su complejidad actual (34).

Otro gran paquete de cuestiones que hay que abordar, de no menor importancia, se refiere al papel que los

prejuicios culturales juegan en la reproducción de los modelos de comporta miento correspondientes a mujeres

y hombres de distintas condiciones espacio-temporales, socio-históricas; es decir, el papel que la ideología, las

mentalidades o las creencias juegan en la conservación y/o transformación de la vida social. Cuestiones que no

podemos olvidar ni siquiera en el caso de que sólo nos preocupe el pasado histórico de las mujeres. Cuestiones

que hoy se plantean diversos estudios historiográficos y sociológicos y que acaso sólo puedan llegar a

clarificarse, precisamente, tomando en consideración la realidad histórica de las mujeres en la medida que

merece.

Los caminos para llegar a resolver tales problemas pueden ser diversos, pero todos ellos deberían permitirnos

no perder de vista la interrelación que cualquier fenómeno social guarda con los restantes, la globalidad de la

vida social humana y su dinamicidad, es decir, su transformabilidad histórica. Precisamente, si algo puede y

debe aportar el estudio del pasado, la historia, a la comprensión que del presente tratan de hacer las restantes

ciencias sociales, es esa perspectiva global, compleja y dinámica del conjunto de los fenómenos sociales. Pero

para ello es preciso que la reflexión sobre el pasado no se quede en aspectos parciales de la vida social evitar

toda especialización, sea fenoménica o cronológica. Es cierto que toda investigación concreta constituye un

estudio especializado. Pero, por esa misma razón, resulta de especial importancia no perder de vista la

clarificación de las cuestiones teóricas globales y hasta de los pre-supuestos epistemológicos que fundamentan

las teorías. Es decir: partamos del estudio de la historia de la mujer, o del estudio de la articulación de las

divisiones sociales en un determinado momento histórico, o tomemos como punto de partida la historia de las

mentalidades o la historia de la comunicación social, o cualquier otro fenómeno social delimitado

espaciotemporalmente, todo estudio particular debe orientarse a la comprensión global del funciona miento

histórico de la vida social, comprensión global que hace precisamente comprensible el fenómeno particular

estudiado. De esta manera, en el proceso de investigación podemos descubrir nuevos interrogantes a los pre-

supuestos teóricos de partida y podemos modificar, así, la teoría, de modo que nos permita percibir nuevos

matices de los fenómenos sociales que quedaban excluidos, nuevas relaciones.

Como he señalado al principio, las indicaciones de Michel Foucault en torno al orden del discurso, y la relación

entre saber y poder, abren una amplia perspectiva a nuevas reflexiones en las que podemos empezar a tomar

en consideración lo excluido del discurso, lo silenciado y negativizado, como realidad viva que ha sido

marginada para poder afirmar el orden -androcéntrico, como veremos- que gobierna el discurso. Ésta puede

ser una primera hipótesis de trabajo que nos exige detenernos, aunque sea breve mente en la relación entre

nuestros pensamientos y el instrumental básico mediante el cual los expresamos académicamente, el lenguaje

por medio del cual se construye el discurso.

31

Lenguaje y androcentrismo

¿Es posible demostrar que el discurso histórico es predominantemente androcéntrico, es decir, que constituye

una forma de explicar el pasado vinculada a la perspectiva que se obtiene al adoptar un punto de vista central,

propio del colectivo de varones que se sitúan en el centro hegemónico de la vida social? En ese caso, ¿qué

relación guarda ese punto de vista central, que en un primer nivel diríase que hace referencia al sexo, con

otras perspectivas centralistas denunciadas por estudiosas y estudiosos críticos, que se refieren a la raza

(etnocentrismo) a la clase social, al centralismo estatal (35), a la edad (36), y aun al propio ser humano

(antropocentrismo)?(37) ¿Podemos considerar, al menos como hipótesis de partida a investigar, que existe un

eje central que articula todas estas perspectivas centralistas? ¿Podemos pensar que existe una profunda

relación que atraviesa la hegemonía de sexo, de clase, de raza, de nacionalidad, la hegemonía adulta y hasta

la hegemonía del público?

Tratar de dar respuesta a estas preguntas parece una tarea vasta y compleja, pero necesaria, pues se intuye

que apuntan a un problema fundamental, es decir, a un problema que pudiera constituir el fundamento de

otros. El orden del discurso parece dictaminar lo que podemos decir y, así, incluir y afirmar, y lo que no

podemos decir y, en consecuencia, tenemos que excluir y negar, Lema de meditaciones de Foucault. ¿Guarda

alguna relación este orden del discurso con el androcentrismo, con cualquier perspectiva centralista? Es

necesario tratar de clarificar cómo opera el orden androcéntrico del discurso para intentar romperlo y, en

definitiva, ya no sólo empezar a hablar sino en primer lugar, poder reflexionar desde las márgenes de lo

excluido, de lo negado.

Una forma de aproximarnos a este problema consiste en analizar el instrumenta1 básico mediante el que se

constituye todo discurso: el lenguaje y sus unidades básicas las palabras.

Según el neurofisiólogo soviético A. R. Luria, la palabra es «la unidad básica del lenguaje», «el más esencial

mecanismo que sirve de base a la dinámica del pensamiento» (38). De ahí la necesidad de clarificar hasta qué

punto nuestro universo verbal conceptual ha sido forjado históricamente a la medida de una perspectiva

androcéntrica. Pero, además, «el lenguaje (verbal) es, por excelencia la zona en que convergen y se

combinan, las aportaciones de la experiencia individual y las de la colectividad de que forma parte el niño»

(39), lo que quiere decir que la asimilación personal del lenguaje verbal, a lo largo del proceso educativo,

implica la asimilación de la modelación histórico-colectiva del lenguaje que utilizamos. De ahí que la revisión

crítica del instrumental básico de la elaboración del discurso exija, a la par, un ejercicio autocrítico que afecta a

los hábitos mental-lingüísticos que hemos asimilado, personal-colectivamente.

Es éste un problema que se han planteado ya otras estudiosas y estudiosos, en el que conviene detenerse.

«La aceptación de un lenguaje supone la aceptación de unas reglas (de clasificación, de relación, etc.) y unos

conceptos que no son unánimes a todos los lenguajes: cada lenguaje es compatible con una forma específica

32

de ver el mundo y es el resultado de una historia social (...)», advierte Mª. A. Durán en su ensayo sobre «La

mujer ante la ciencia»(40).

Esto la lleva a resaltar el carácter político del lenguaje y, en consecuencia, a decir que «tal vez no sea posible

un movimiento político importante sin un acompañamiento o un esfuerzo en el nivel del lenguaje no sólo en el

lenguaje de las palabras sino en el de los gestos y las expresiones del arte». La autora se plantea las

repercusiones que el sexismo, que se detecta en el lenguaje, puede tener en la epistemología: «En los

lenguajes que forman parte de la cultura occidental, la huella de la subordinación de la mujer puede seguirse

en tres órdenes diferentes: en los conceptos (construidos en gran parte sobre experiencias que no son las

suyas), en la estructura (las reglas referentes a las relaciones), y en el uso (la aparición de lenguajes

específicos de cada sexo y la connotación valorativa de las palabras asociadas a la mujer). Para el acceso de la

mujer a la creación de la ciencia, el 1enguaje castellano supone una barrera epistemológica notable que no

obstante pasa fácilmente desapercibida» (41).

Sobre el sexismo en el lenguaje, y más concretamente en el castellano, existe un excelente estudio de A.

García Meseguer cuyos resultados condensa él mismo en el esquema que se reproduce en la página siguiente

(42).

María A. Durán lleva esta preocupación por el lenguaje todavía más lejos. Para ella lo importante no es ya solo

«que los campos a los que se refiere la ciencia hayan sido ajenos secularmente a la experiencia de las

mujeres»; ni siquiera que «las connotaciones de los términos referentes a la mujer sean con frecuencia

negativas». Lo que le parece más importante, y coincido plenamente con esta valoración, es «la permanente

equiparación del sujeto de la experiencia al yo masculino, que se hace más patente en la elaboración de las

formas impersonales -más abstractas por tanto características del pensamiento sistemático y formalizado-, o

plurales. La generalización del yo masculino a todos los titulares de la acción y el predominio en el caso de la

coexistencia de titulares, es una permanente -simbólica, naturalmente- negación de la posibilidad de un yo

femenino como titular del razonamiento impersonalizado. Las afirmaciones que la lógica formal permite, son

negadas en la práctica por la imposibilidad de expresarlas en un lenguaje que no les concede validez

gramatical» (43).

Aspectos del lenguaje Resultados del análisis Conclusiones

Como medio de comunicación El lenguaje posee una estructura

intelectualista

La óptica intelectualista prima

sobre la vitalista

Como resultado y transmisor de una

cultura

La cultura heredada es sexista y el

lenguaje tiende a perpetuar el

sexismo

La óptica del varón prima

sobre la de la mujer

identificándose lo masculino

con lo total, el varón con la

persona

Como condicionante del pensamiento

y la conducta

Los automatismos del lenguaje

provocan el menosprecio u olvido de

Atención a las conductas

verbales o escritas

33

la mujer y ocultan las situaciones

sexistas

Es decir, se sospecha que el «yo» del razonamiento abstracto constituye la primera trampa conceptual que

conduce a una epistemología sexista o androcéntrica. Ciertamente, la permanente equiparación del sujeto

productor del discurso a un «yo» o un «nosotros» masculino produce, al menos, una legítima incomodidad en

las mujeres, pues no deja traslucir su personal naturaleza. Una incomodidad que Martha I. Moia expresa así:

«Hablar "en femenino..." ¿Habéis pensado alguna vez qué ridículo es decir uno refiriéndose a una misma? Y, al

mismo tiempo, ¡que ridícula suena una cuando dice una! En el lenguaje todo es cuestión de hábito, por eso es

tan arduo cambiar. Es como dejar de fumar, o conducir un auto de marchas diferentes. Lo que cambia no es

sólo la expresión, sin toda la cosmovisión que la sustenta (...) Las cuestiones lingüísticas son fundamentales

en el lenguaje natural, el cotidiano. Y también en los metalenguajes utilizados para describir la realidad. Hay

que estar alertas, dudar, cribar, cambiar» (44).

Ciertamente, decir «uno» piensa que esto podría ser de otro modo, o decir «una» piensa que esto podría ser

de otro modo, suscita en quien escucha o lee, e incluso en quien habla o escribe, la sensación de que uno es

una persona investida de autoridad, mientras que una diríase que expresa simplemente una opinión personal,

es más, una opinión de mujer. Si se quiere reforzar la autoridad de un argumento, en lugar de decir uno

diremos nosotros, aunque seamos conscientes de que tal opinión sólo la compartimos unas cuantas mujeres,

mientras que la mayoría de nuestros colegas hacen oídos sordos a la inquietud de la que brota tal opinión.

Martha I. Moia habla del «esfuerzo deliberado y costoso que implica hablar desde la perspectiva de la mujer»,

esfuerzo que relaciona con «imposiciones gramaticales, fáciles de subvertir, que desdibujan el mensaje al

hacernos perder de vista el foco», y con «limitaciones de significado, difíciles de reconocer y de corregir, cuyo

efecto no es desdibujar sino borrar, des/existir».

«La concordancia de los géneros gramaticales de nuestra lengua -continúa- exige que si hay al menos un

sujeto masculino, el discurso sea masculino, a pesar de que haya una buena cantidad de sujetos femeninos,

que quedan "implicados" por el género masculino. Si en una clase hay cien alumnas y dos alumnos, deberemos

decir los alumnos. Además, como nos aclaran los lingüistas, es natural que una mujer diga nosotros y una

refiriéndose a ella misma. Esto es así porque la concordancia masculina es obligatoria cuando se alude a

personas de distinto sexo. En el caso de nosotras, hay que prestar especial atención, ya que para poder

utilizarlo todas las personas deben ser femeninas. El uso del indefinido una/o indican una ligera participación

en el sujeto impersonal, pero la forma femenina no es obligatoria, de ahí que sea gramatical que una mujer

diga: "se conmueve uno" ». (45)

Refiriéndose a este problema, Violeta Demonte resume así los argumentos que gramáticos y lingüistas

elaboran para justificar a utilización de masculino como generalizador de lo que se refiere a un conjunto de

mujeres y hombres:

34

«Dicen los gramáticos que el masculino es el término no marcado de la oposición masculino-femenino. ¿Por

qué cuando se ha hecho alusión a un conjunto de individuos de ambos sexos se los engloba luego bajo el

pronombre resumidor de ellos? "Vi a Juana, María y José, pero ellos nos sabían nada de la historia" ¿Por qué

"hombre" es ese término genérico designador de la especie? ¿Por qué cuando existe un par de términos que

permiten la distinción del género-sexo, corno "maestro"-"maestra" es el término masculino el que asocia una

significación elogiosa y no el femenino? ¿Por qué resulta tan poco productiva la formación de derivados

femeninos de términos que designan profesiones o agentes y se sigue empleando "director" o "ministro"

cuando quien ocupa el cargo es una mujer? Los estructuralistas responden a estas preguntas con la

observación de que las oposiciones sobre las que se estructura el sistema de valores que es el lenguaje

humano encuentran estados de equilibrio que son imprescindibles para la economía de este sistema:

situaciones de neutralización de las oposiciones en las que uno de los términos sirve para representar el par de

elementos. Los investigadores del sexismo (dice V. Demonte haciendo uso de esa misma economía de la

lengua, que permite el uso del masculino como generalizador, de qué está hablando) señalan, par su parte,

que esos usos lingüísticos reflejan y solidifican la situación social de la mujer en la medida en que el oyente

sigue asociando el término con un poseedor masculino aunque no desconozca el valor genérico del término. La

función discriminatoria de estos usos del lenguaje no es tan obvia como a simple vista podría parecer ya que

obedecería a una necesidad general del lenguaje coma sistema y no de las lenguas particulares y su

explicación última, entonces, dependería de cómo se articulan esas necesidades sistemáticas con el uso del

lenguaje.» (46).

Todas estas justificaciones teóricas no pueden impedir, sin embargo, que nos paremos a reflexionar sobre las

repercusiones psico-lingüísticas del uso del masculino como generalizador, elemento fundamental para el

análisis de quién aparece como sujeto de discurso histórico, como sujeto productor de ese discurso y, también,

como objeto del que se habla en el discurso histórico, es decir, como sujeto agente de nuestro pasado

histórico.

Podemos considerar dos tipos de repercusiones:

1. Repercusiones directas: la utilización del masculino como generalizador oculta la participación y hasta la

existencia de la mujer.

2. Repercusiones inducidas: la utilización del masculino como generalizador induce a confundir lo que sólo

afecta a los hombres con lo humano, y a creer que cuanto se dice del hombre atañe indistintamente a mujeres

y hombres de distintas condiciones, corno seres humanos que somos todas y todos.

Como puede notarse, al segundo tipo de repercusiones se inducen de las primeras. Así como la utilización del

femenino queda restringida a las mujeres, el masculino puede funcionar en ocasiones como universalizador de

uno y otro sexo, y en ocasiones específicamente como masculino. En general, no suele matizarse esta

distinción lo que conduce no sólo a exclusiones frecuentes de la mujer, o a infravalorar su participación sino,

35

además, y esto es lo más grave, a la ambigüedad. Ambigüedad que (al menos teóricamente) está reñida con la

precisión conceptual que requiere el lenguaje científico.

Las repercusiones del uso del masculino como generalizador o presunto generalizador, en la lengua castellana,

han sido estudiadas con detenimiento por Álvaro García Meseguer: «La ambigüedad del género masculino en

particular y la estructura masculinizada del idioma en general, tiene un efecto más genérico, ya que no sólo

provocan una ocultación sistemática de la mujer y todo la que a ella atañe, sino que además producen una

especie de masculinización en el cuadro de clavijas de la mente y sesgan, por rutina de reflejos, nuestra forma

de captar el mundo». El autor señala que «el género masculino aparece frecuentemente, unas veces con

carácter específico y otras genérico. El resultado es que la mente identifica por rutina, de modo inconsciente a

lo masculino con lo total, al varón con la persona (...) Lo femenino, la mujer, es tratado por la sociedad

hispanohablante cuino lo no-masculino, es decir, algo que no está en paridad, que aparece como excepción a

la regla». Y considera que el proceso de ocultación de la mujer «es tan sutil que parece ideado por una mente

maquiavélica. Y, en efecto, tal mente ha existido: es la mente del poderoso colectivo varonil de todos los

tiempos que ha ido conformando el lenguaje a su medida y conveniencia.» (47)

¿Podemos identificar, históricamente, a ese «poderoso colectivo varonil de todos los tiempos», de que nos

habla García Meseguer? ¿Es posible llegar a desvelar ese «yo», o ese «nosotros» productor del razonamiento

abstracto y del discurso lógico-científico? ¿Qué realidad histórica subyace a ese hombre que aparece como

sujeto agente del discurso histórico, objeto de las indagaciones de las distintas ciencias sociales? ¿Se trata de

un concepto preciso, o de una palabra ambigua?

Los ejercicios de lectura crítica no-androcéntrica que he realizado, y cuyo resultado expongo a continuación,

permiten desvelar las presumibles trampas androcéntricas del lenguaje a partir de centrar la atención en ese

hombre que aparece como protagonista de la historia, el sistema de valores que le acompaña y el uso del

masculino como generalizador de lo humano.

Pero, como veremos, no basta con cuestionar sólo la palabra hombre, o los masculinos presuntamente

genéricos. Otras claves conceptuales aparecerán también definidas androcéntricamente. Entre ellas, quiero

referirme ahora a la palabra historia, cuya polisemia es fuente de confusionismo androcéntrico.

La palabra historia condensa tres significados que suelen con fundirse si se utiliza este término sin matizarlo:

- hablamos de historia para referirnos a cuanto sucedió en el pasado, identificando, así pasado con historia;

- también hablamos de historia para referirnos a una forma histórica de explicar el pasado, que he preferido de

nominar discurso histórico: ordenación lógica, espacio-temporal y causal de los datos de que disponemos para

el conocimiento del pasado;

36

- la palabra historia se utiliza, además, para definir un determinado periodo del pasado, para diferenciar pre-

historia, o proto-historia, de tiempos históricos: la existencia de documentos escritos se considera que marca

los límites entre estos dos grandes períodos.

Recordemos el enunciado «el hombre es el sujeto de la historia». Dado el significado androcéntrico que hemos

descubierto en la palabra hombre, ¿qué expresamos con esta frase? ¿De qué hombre hablamos? ¿De qué

historia? ¿Qué hombres, qué seres humanos son los sujetos del pasado? ¿Qué hombres son los protagonistas

principales, casi exclusivos, del discurso histórico?...

Como ya he expuesto en otras ocasiones, la palabra historia permite confundir lo que sucedió en el pasado,

con lo que los historiadores, como colectivo institucional legitimado para tal fin, explicamos hoy sobre el

pasado, y con los valores propios de los tiempos conceptualizados como históricos, tiempos en los que se

impone la hegemonía patriarcal a partir de una serie de formulaciones imaginarias androcéntricas. De esta

forma, la palabra de los historiadores se erige como traducción verídica de lo que sucedió, siendo en realidad

expresión de lo valorado positiva mente para perpetuar la hegemonía viril. El confusionismo androcéntrico en

torno a la palabra historia legitima, así, al historiador como poseedor de «la verdad histórica», definidor, por

tanto, de lo significativo históricamente y, así, de lo históricamente in-significante.

De este modo, claves conceptuales fundamentales del discurso histórico, como son hombre e historia, se

muestran claramente viciadas. Todo lo que se refiere a los hombres adultos que han venido imponiendo su

hegemonía sobre territorios cada vez más amplios, sobre la Tierra constituye -como se verá a continuación- lo

significativo históricamente. La mujer queda relegada a lo in-significante y, así, al reino de la Naturaleza sobre

la que triunfa la Cultura occidental. En este sentido estricto, la mujer y sus criaturas mujeres y hombres, que

no comparten la voluntad de imponerse hegemónicamente sobre más territorios de los que necesitan para

sobrevivir ecológicamente. La historia, el discurso histórico, refleja, reproduce y legitima, así, la actual

hegemonía androcéntrcia: explica a genealogía del actual conflicto por dominar y hasta destruir el máximo

territorio con la mayor economía de recursos, en el menor tiempo, y canta, así, la epopeya de la razón del

Poder condensada, hoy, en el poder de la Razón.

Del confusionismo androcéntrico que genera la utilización, sin matizaciones, de la palabra historia, se deriva el

problema, fundamental también de la periodización del pasado, de la cronología. La delimitación entre tiempos

pre- o proto-históricos y tiempos históricos, nos lleva a valorar como superiores las sociedades que se dotaron

de contabilidad y escritura, frente a las que resultan, así, definidas como todavía-no..., plenamente humanas

(que deben aspirar, pues, a organizarse de acuerdo con las pautas de las sociedades históricas, hegemónicas).

Es imprescindible, para una revisión no-androcéntrica, re-pensar el sistema de clasificación cronológica que

constriñe nuestra visión del pasado, como se verá más adelante.

Por el momento, podemos concluir la necesidad de prestar suma atención a las claves conceptuales que nos

hemos habituado a utilizar, pues a través de ellas podemos incurrir en definiciones y presuposiciones

androcéntricas que amordazan nuestra reflexión, incluso aunque intentemos evitarlo.

37

Parte II: ejercicios de lectura crítica no androcéntrica

«No es más fácil reformar un gobierno que crearlo,

lo mismo que es más difícil olvidar lo aprendido

que aprender por primera vez.»

ARISTÓTELES, Política, Libro VI

«Las estructuras mentales constituyen

prisiones de larga duración.»

FERNAND BRAUDEL, La Historia y las Ciencias Sociales.

Puntos de partida y metodología

Como he explicado en la «Presentación», el primer objetivo que me propuse cuando empecé a realizar lo que

ahora llamo ejercicios de lectura crítica no-androcéntrica, fue rastrear las referencias a mujer que aparecieran

en los distintos libros que leía. Éstas suelen ser más escasas de lo que suponemos, a menudo meros

contrapuntos irónicos o anecdóticos que permiten aligerar el texto. Estas referencias a mujer me llevaron a

prestar atención a qué se decía del hombre: los masculinos en ocasiones sólo se refieren a hombres, y aun a

hombres muy concretos, y en ocasiones presuntamente generalizan lo humano, sin que suela explicitarse en

qué sentido se usan. Así, las normas de corrección lingüística a las que nos hemos habituado en el proceso de

socialización, nos llevan a pre-suponer, sin pensarlo más, que cuanto se dice o decimos del hombre, de los

hombres, nosotros, los catalanes, los romanos, los franceses, los españoles.., o cualquier otro término similar,

puede generalizarse al conjunto de mujeres y hombres. Pero esto no es tan claro cuando se lee, se escribe, se

piensa tomando en consideración las diferenciadas condiciones históricas de la vida de mujeres y hombres de

distintas condiciones histórico-culturales.

La lectura atenta me puso de manifiesto, además, que a través del conducto gramatical del masculino

presunto generalizador de lo humano, se presenta como propio de la naturaleza humana un sistema de valores

particular, compartido y valorado como superior por algunos colectivos históricos, pero no por todos los seres

humanos y todas las culturas que han generado en los distintos espacios y tiempos. Al acercarme a los textos,

desde mi punto de vista crítico de mujer, fui cerciorándome de la constante reiteración acrítica de un conjunto

de valores interrelacionados en un sistema de valores atribuidos al hombre: el dominio sobre la Naturaleza y

de unos seres humanos sobre otros -desde la familia al Estado y al dominio racial-, la expansión territorial

idealizada en símbolos transcendentes, la supeditación de la vida (Eros) a la Muerte (Tanatos), el Orden que se

impone hegemónicamente (Cosmos) frente a cuanto se resiste a supeditarse a él (Caos) y que con frecuencia

es lo que nos permite sobrevivir cotidianamente. Se trata del sistema de valores que ha sido fraguado

38

históricamente por la cristiandad europea occidental, cuyas raíces encontramos en la Grecia clásica y en el

Imperio Romano: el sistema de valores hegemónico en nuestra cultura que hoy extiende su hegemonía sobre

la Tierra con pretensión de universalizarse, para lo que se legitima como universal. Cierta mente, si se tratara

realmente de un sistema de valores universal, natural y congénito a cualquier ser humano, no necesitaría

imponerse coactivamente ni legitimarse como tal: cualquier ser humano nos identificaríamos con esos valores.

Pero en los textos se presenta como natural (natural-superior-humano) y hasta ineludible, como algo revelado,

innato o congénito, frente a cuantas actuaciones humanas son valoradas negativamente por oponerle alguna

forma de resistencia; lo que demuestra que existen formas de actuación humana diversas.

La reiteración acrítica de este sistema de valores aparecía en textos numerosos, de diversas opciones teóricas

y políticas: en los textos más críticos hallaba siempre resquicios in-cuestiona dos, uno de los cuales, pero no el

único, era la hegemonía en razón del sexo. Constantemente los pensamientos expresados en los textos y mis

propios pensamientos quedaban atrapados en la dicotomía que clasifica entre superior/inferior, lo valorado

positiva/negativamente, aun cuando se inviertan los términos y lo inferior, o lo valorado negativamente, pasen

a ocupar el lugar de lo superior o de lo valorado positivamente, y viceversa, como sí la propia dicotomía fuera

ineludible. De ahí la necesidad ya no sólo de descubrir la cara oculta del saber viril, sino además de no

dejarnos deslumbrar ya más por ninguno de sus rostros.

Ello me exigió dedicarme a buscar argumentos para contrastar este sistema de valores y cuestionar tanto su

supuesta superioridad como su presunta universalidad. Y fue la indagación de qué sea ser mujer, en el tejer y

destejer la vida cotidianamente desaprendiendo hechuras asfixiantes, lo que me condujo a vislumbrar,... desde

fuera/desde dentro/desde fuera..., el círculo dogmático que define el universo mental androcéntrico y su

sistema de valores. Dicho de otra forma: el contraste entre las explicaciones teóricas acerca del

funcionamiento de la vida social, y la práctica vital, entre los valores imperantes en las formulaciones

discursivas y aquello que yo valoro más de mi vivencia cotidiana de mujer, me llevó no sólo a descubrir los

desajustes entre teoría y práctica, sino también, cada vez más, a tomar en consideración y valorar

positivamente evidencias vitales que no son considera das datos significativos en el discurso androcéntrico.

De ahí que poco a poco redefiniera el objetivo inicial de mis Ejercicios de lectura crítica. Orienté mi atención,

cada vez más, a rastrear y descubrir ese universo mental que se atribuye al hombre y que adquiere carácter

natural-superior-humano a través del uso incuestionado del masculino como presunto generalizador de cuanto

afecta a mujeres y hombres de diversas condiciones. Esta orientación me exigió desbrozar, al mismo tiempo,

ya no sólo cuanto se atribuye a la mujer, sino también nuevas reflexiones que no incurrieran en la dicotomía

entre superior/inferior. A esta nueva perspectiva di en llamarla no-androcéntrica, término con el que quiero

apelar a todo cuanto no participa de una voluntad de poder o de hegemonía central: a cualquier punto de vista

que resulte, fundamentalmente, no-...céntrico.

Conviene, pues, que empiece por establecer algunos de los puntos de partida adoptados para la realización de

los Ejercicios de lectura crítica no-androcéntrica, para poder pasar a explicar, después, la metodología.

Habitualmente he señalado dos, a los que considero evidencias vitales que no necesitan demostración y que

39

vienen a cuestionar las hipótesis o pre-supuestos de partida in cuestionados sobre los que su erige el discurso

androcéntrico.

Primera evidencia: la humanidad nace de mujer. Si meditamos sobre algunas de las conclusiones a que

nos conduce el d curso histórico que ha excluido de su explicación la existencia de las mujeres, podemos

descubrir que permite afirmar que la cultura es obra de varón. Sin embargo, sabemos que la humanidad nace

de mujer (1), y que la reproducción de nuevas criaturas humanas es tarea en la que han de relacionarse

mujeres y hombres y en la que la mujer es protagonista principal no sólo por su participación en la gestación

de nuevas criaturas, sino también por su atención a la subsistencia de estas criaturas mientras no han

adquirido la posibilidad de subsistir por sí mismas, tarea ésta que no sólo es propia de mujeres.

Así, sabemos que nacemos de mujer; pero nos re-conocemos descendientes de linajes paternos, re-conocemos

la cultura humana producto de varón; la tarea de la mujer en la reproducción de la vida humana no suele ser

considerada dato significativo históricamente ni siquiera las instituciones históricas mediante las cuales se ha

reglamentado patriarcalmente la reproducción de la especie, las relaciones entre mujeres y hombres para

cumplir esta tarea indispensable para la supervivencia humana. Por ejemplo, muy rara vez se tiene en cuenta

todo esto cuando se analizan los cambios demográficos y, menos aún se consideran las transformaciones

operadas en los sistemas de parentesco para comprender la demografía; como si la familia patriarcal

monogámica imperante en nuestra cultura hoy hubiera existido siempre, en todo espacio y tiempo; como si no

fuera una creación cultural humana el mandato divino establecido en la Biblia, fundamental en nuestro pasado

y presente, «creced y multiplicaos y poblad la Tierra...».

Diríase, pues, que la afirmación de que la cultura humana es producto de varón y la valoración positiva de

linajes paternos (y no solo de linajes consanguíneos sino también, por ejemplo, de linajes eruditos que

legitiman un texto como producto académico universitario) (2) se afirma negativizando la aportación de las

mujeres a la reproducción de la vida humana, todo cuanto se relaciona con la supervivencia cotidiana de la

especie. Diríase que se trata no sólo de una afirmación, sino de una afirmación que niega, de un decir-en-

contra, de una contra-dicción primera, fundamental y fundamentadora, que permite menospreciar la

aportación de las mujeres a la existencia humana, por tanto, legitimar un sistema de valoración jerárquica

entre los seres humanos en razón del sexo.

Éste es, pues, el primer punto de partida: la humanidad nace de mujer, pero nuestro sistema de creencias,

nuestros pre-su puestos culturales nos llevan a menospreciar este aspecto de la vida humana mediante

afirmaciones simbo-lógicas que afirman que en el principio fue el Padre, sea Zeus, Yahvé o El Cazador. Cierto

que para que la humanidad nazca de mujer hace falta la participación del hombre, la relación entre mujeres y

hombres. Pero este hecho no es un hecho simplemente biológico, natural, términos con los que suele situarse

la reproducción de la especie como al margen de la cultura, de lo histórico (3). Como todo fenómeno humano,

es un hecho natural culturizado (4), es decir, que ha sido sometido a ordenamiento histórico-cultural.

Precisamente, la capacidad que tiene la mujer para reproducir la especie parece ser la razón por la que los

varones se han ocupado de apropiarse de las mujeres, con el objetivo de controlar la legitimidad de los hijos

40

que han de sucederles como jefes de los patrimonios. Desde los primeros códigos patriarcales, de hace cinco

mil años, hasta los últimos debates sobre el aborto, pasando por las investigaciones recientes sobre ingeniería

genética, aparece insistente la obsesión viril por controlar la capacidad de las mujeres para la reproducción de

la vida humana. Por tanto, se impone investigar la historia de la paternidad patrimonial, su proceso de

implantación y sus transformaciones en el tiempo y en los distintos lugares, como institución vinculada a la

consolidación del orden social hegemónico.

Quiero señalar que, cuando en algunas ocasiones he propuesto valorar positivamente el hecho de que la

humanidad nace de mujer, ha cundido a mi alrededor una enorme incomodidad, a menudo resuelta con ironías

despectivas. Hasta las propias mujeres, hoy, en especial quizá las mujeres intelectuales, hemos aprendido a

menospreciar este dato. Hoy consideramos la maternidad tal como ha sido definida por los intereses

patriarcales: castigo divino, causa de nuestro sometimiento, argumento justificador de servidumbres. Si en

lugar de asumir esta forma de valorar nuestra potencialidad reproductora, la valoramos en su justa medida, tal

como nos lo han recordado autoras como Adrienne Rich o Martha I. Moia, y tal como somos capaces de vivirla,

como relación humana gratificante, a pesar de cuantos fantasmas culturales acechan cotidianamente, podemos

dar en preguntarnos por un problema central en nuestro sistema de creencias y, así, en la ordenación

hegemónica de nuestra vida social en el discurso lógico-científico que la legítima.

La valoración positiva de este dato de la vida humana, la consideración de la capacidad de la mujer para

reproducir la vida como dato significativo para la comprensión de nuestro pasado/ presente/futuro y la

búsqueda de lo que pueda ser una maternidad no-patriarcal y unas entre mujeres y hombres no contaminadas

por creencias jerarquizadoras, ha sido decisiva para que Osara aventurarme por las márgenes no-escritas del

discurso androcéntrico.

Precisamente, de esta búsqueda de una maternidad no-patriar ca! Y Unas relaciones no jerarquizadas entre

mujeres y hombres, y de su posibilidad tangible en la práctica cotidiana, se deriva el segundo punto de partida

que quiero resaltar:

Segunda evidencia: toda sociedad esta constituida por mujeres y hombres de distintas condiciones,

y las diferencias no tienen por qué suponer relaciones jerárquicas o consideraciones de superioridad e

inferioridad que se desprenden de esquemas mentales jerarquizadores. El naturalismo del orden jerárquico

está más asumido de lo que parece, aunque a veces se encubra apelan do sólo a lo Superior sin remitir a su

correspondiente inferior, o por la sola mención de lo que se considera superior, que relega al silencio todo lo

demás. Además, se entiende el orden jerárquico a la medida del sistema de valores hegemónico en nuestra

cultura, presentándolo como modelo de lo natural-superior a lo que aspirar. Sin embargo, la jerarquización o

no de las relaciones interhumanas, las formas que tal jerarquización adopta, dependen de la organización

social impuesta jerárquicamente o del orden no-jerárquico, que es también una posibilidad social humana, la

cual, en el caso de que se considere, es valorada como inferior, primitiva, caótica. Por medio de qué

mecanismos se ha ido imponiendo y se impone hoy día ese orden jerárquico, y con qué resistencias ha

tropezado y tropieza aún hoy, esto es lo que hemos de estudiar críticamente.

41

Como se verá a través de los Ejercicios de lectura crítica no androcéntrica en nuestra tradición cultural la

jerarquización se sustenta en la afirmación de que el hombre adulto blanco con voluntad de dominio expansivo

constituye el modelo natural-superior-humano al cual aspirar (al que aspirar, puesto que se trata de un modelo

ideal al que hay que adecuarse hasta intentar encarnarlo) para así participar en el centro hegemónico de la

vida social. Y de esta afirmación se desprende la valoración negativa y el menosprecio de toda actividad y

actitud humanas que no participen de este sistema de valores.

Como puede notarse no se trata de hipótesis o supuestos que necesitan demostración, sino de evidencias

vitales que hemos aprendido a menospreciar en nuestras explicaciones historiográficas, en nuestras

argumentaciones lógico-científicas y políticas. Valorar positivamente, en su justa medida (es decir, sin una

valoración positiva idealizada sino como puro dato), que todo colectivo está constituido por mujeres y hombres

diversas y diversos, y que la humanidad nace de mujer, nos permitirá nos, desde una perspectiva crítica no-

androcéntrica, al histórico hegemónico, e iniciar la excursión por las negadas y excluidas.

Metodología

El objetivo de estos ejercicios es, pues, clarificar si cuanto se dice en el discurso histórico -o en cualquier otro

discurso de el hombre, los hombres, o cualquier otro término masculino presuntamente generalizador, hace

referencia, como solemos creer, a mujeres y hombres de distintas condiciones, o si, por el contrario, se refiere

a los hombres en sentido estricto, o sólo a algunos hombres; o bien, si generaliza, sin más, tomando en

consideración solamente lo que es propio de una parte del colectivo humano, y enmascara, así, el silencio que

tiende sobre las mujeres, o incluso sobre la realidad de determinadas mujeres y determinados hombres.

En principio, se trata de un ejercicio sencillo pero que, debido a los hábitos mentales asumidos, resulta más

difícil de lo que parece, dado que no se reduce a una crítica de textos, sino que comporta, como ya he

señalado, una constante autocrítica. Por ello planteo realizar estos ejercicios en dos fases o niveles:

Primer nivel: ¿Qué se dice de la mujer? ¿Y del hombre? ¿De qué hombre? En un primer momento, se

trata de clarificar qué se dice de la mujer y qué se dice del hombre presuntamente generalizador. Pronto surge

el primer problema: mientras la utilización del femenino se refiere a las mujeres, de acuerdo con las normas

gramaticales el masculino puede referirse tanto a conjuntos de mujeres u hombres como solamente a seres

humanos de sexo masculino. Y los textos no suelen explicitar a qué se refieren; no solemos explicitarlo cuando

escribimos. De ahí que debamos aumentar nuestros interrogantes iniciales y preguntarnos también: ¿a quién

se refiere este masculino?, ¿puede generalizarse a mujeres y hombres, o sólo se refiere a hombres?, ¿a qué

hombres?...

Tratar de clarificar qué se dice de las mujeres puede ayudar a clarificar de quién se habla realmente cuando se

dice algo del hombre, los hombres..., a la vez que nos exige planteamos hasta qué punto se toman en

consideración en el texto -y nos hemos habituado a no tomar en cuenta- las peculiares condiciones de vida

establecidas por las distintas culturas en razón del sexo.

42

Para detectar el sexismo de las expresiones presumiblemente generalizadoras, puede resultar de gran ayuda la

regla de la in versión que A. García Meseguer dice adoptar del feminismo activo: «Consiste, simplemente, en

cambiar "mujer" por "varón", "esposa" por "marido", etcétera, y ver qué sucede. La regla de inversión puede

aplicarse a cualquier situación social, a un texto escrito, a la conducta verbal, etc. Si, después de la inversión,

todo queda más o menos igual, puede asegurarse que no hay sexismo. Si, por el contrario, aparece algo raro o

chocante, la luz roja de alarma se ha encendido y debe analizarse nuevamente la situación directa, a esta

nueva luz: casi siempre se encontrará como resultado final una situación sexista».(5)

Pero aun tomando estas medidas, podemos encontrarnos con la dificultad de saber si, en el caso concreto que

analizamos, el masculino puede generalizarse o no: es decir, dado que las mujeres podemos hacer las mismas

cosas que los hombres (excepto gestar y dar a luz criaturas, tarea que n pueden realizar los hombres),

podemos fácilmente concluir que un masculino puede generalizar y, sin embargo, podemos incurrir en un error

si no tomarnos en consideración las normas sexuadas que imperen en la sociedad a la que se refiera el texto.

Por todo ello, como no acostumbramos a prestar atención a estos matices lingüísticos, es conveniente realizar

la lectura con papel y lápiz a fin de tomar nota y fijar nuestra atención. Incluso podemos elaborar unas fichas

que pueden adaptarse a cada investigación y nos permitirán cuantificar los resultados.<!--pagebreak-->

Veamos un primer ejemplo. Leamos detenidamente el siguiente fragmento, correspondiente a un manual de

historia de primer curso de BUP (6), y anotemos en la primera columna de la ficha lo que se dice de la mujer,

y en la segunda lo que se dice del hombre o de cualquier otro masculino, tratando de descubrir cuándo tal o

cual masculino se refiere sólo a hombres, y cuándo se refiere a conjuntos de mujeres y hombres.

5. LA POLIS CLÁSICA (SIGLO V A.C.)

La base económica de las polis griegas en la época clásica siguió siendo la agricultura en muchas polis los

grandes propietarios continuaban siendo los dueño y señores de la situación; pero hubo otras -el caso más

conocido es el de Atenas- en las que, durante el siglo V, predominó el propietario rural dueño de una extensión

de tierra de tipo medio. Este campesino dedicaba una parte de su tierra a cultivar los cereales que necesitaba

para su alimentación, pero otra parte estaba plantada de viñas y olivos que le proporcionaban un excedente de

vino y aceite para vender. Este tipo de cultivo dio a estos ciudadanos medios una evidente independencia

económica.

En algunas polis privilegiadas por su situación geográfica (Corinto, Atenas, Siracusa, Tarento...) se dio,

además, un verdadero desarrollo de actividades comerciales e industriales. Atenas exportaba vino, aceite y

cerámica y se convirtió en el centro económico más importante del Mediterráneo oriental. La explotación de las

minas de plata del Laurion proporcionaba a los atenienses abundante numerario para sus actividades

comerciales.

43

Este tipo de sociedad se gobernaba por un sistema político cuyo modeló más perfeccionado fue elaborado en

Atenas a lo largo del siglo V (lo empezó Solón en 594 a.C. y lo terminó Clístenes en las reformas de 510-507

a.C.)

Este sistema político -llamado por los griegos democracia- se caracterizaba por: la igualdad política de todos

los ciudadanos que tenían el derecho a participar en el mismo grado en el gobierno de la polis. La soberanía

política residía en la Asamblea formada por todos los ciudadanos (no eran ciudadanos ni los extranjeros ni los

esclavos aunque residiesen en la polis). Esta Asamblea -en la que todos tenían voz y voto- aprobaba las leyes,

decidía si había que declarar la guerra o si convenía firmar la paz, administraba justicia y elegía a los

magistrados. El Consejo -del que, por turno, iban formando parte todos los ciudadanos- era un órgano

deliberante que discutía y preparaba los asuntos sobre los que la Asamblea tendría que decidir más tarde.

Los magistrados -llamados en Atenas arcontes- eran elegidos por un período corto de tiempo para ocuparse de

asuntos concretos: el arconte basileus dirigía el culto a los dioses, el arconte polemarco se ocupaba del

ejército...

Este breve análisis del sistema democrático permite deducir una consecuencia importante: el ciudadano debía

dedicar mucho tiempo a su participación en la vida política sesiones de la Asamblea, reuniones del Consejo,

actuación como arconte... y teniendo en cuenta que no se cobraba por la intervención en estas tareas se

comprende que, en la práctica, muchos ciudadanos pobres no pudieran dedicarse a ejercer sus derechos

políticos. Para salvar esta dificultad, en la Atenas del siglo y a.C., se impuso la costumbre de pagar a los que

ejercían el arcontado o formaban parte del Consejo, incluso, al final, se llegó a pagar una pequeña cantidad de

dinero a los que asistían a las sesiones de la Asamblea. Pero, ¿de dónde salía tanto dinero? Esta pregunta nos

introduce en un asunto muy complejo que nos llevará de la mano a la comprensión de la crisis de la polis

clásica: el Imperio Ateniense del siglo V.

Realizada la lectura podemos notar:

1. Que no aparece ninguna referencia a mujer. En principio este dato no tiene por qué significar que no se dice

nada las mujeres, ya que si los masculinos se refieren a conjuntos de mujeres y hombres, no podemos calificar

el texto ni sexista ni de androcéntrico.

2. Pero la mayoría de las referencias masculinas se muestran ambiguas. Solamente resultan claras en el caso

de los dos nombres propios, Solón y Clístenes. Hacia la mitad del texto, la frase «no eran ciudadanos ni los

extranjeros ni los esclavos», entre paréntesis, nos advierte que la expresión «todos los ciudadanos», que

aparece varias veces, no se refiere a todos los seres humanos habitantes de Atenas. Notamos, así, que donde

se habla de «los extranjeros» y de «los esclavos», sí podríamos hablar de «las extranjeras y los extranjeros» y

«las esclavas y los esclavos»; sin embargo, ¿podríamos decir que «la soberanía política residía en la asamblea

formada por todas las ciudadanas y ciudadanos»?

Si hablamos de Grecia, de la «polis clásica (siglo V a.C.) », no.<!--pagebreak-->

44

Ejemplo de ficha

Texto leído: OCCIDENTE. Historia de las Civilizaciones y del Arte, páginas 55-56

(5. «La polis clásica, siglo V a.C.»)

Referencias a MUJER ............ 0

HOMBRE ...................... 21

M. y H. ......................... 2 y una dudosa

Se habla de mujer,

mujeres ....

Se habla de hombre,

hombres .....

Se refiere a

H MyH

los grandes propietarios X

el propietario rural X

este campesino X

estos ciudadanos medios X

los atenienses X

Solón X

Clístenes X

los griegos ?

igualdad política de todos los ciudadanos

que tenían derecho a participar.., en el

gobierno

X

todos los ciudadanos X

no eran ciudadanos X

ni los extranjeros X

ni los esclavos X

todos tenían voz y voto X

los magistrados X

todos los ciudadanos X

45

los magistrados... arcontes X

el arconte basileus X

el arconte polemarco X

el ciudadano X

actuación como arconte X

muchos ciudadanos pobres X

los que ejercían el arcontado y formaban

parte

X

los que asistían a las sesiones de la

asamblea

X

Así, no se puede decir que el texto sea solamente sexista: centra la atención en el colectivo de varones adultos

griegos que constituye la minoría racial y, por tanto, la clase hegemónica. Sexismo adulto, racismo y clasismo

aparecen amalgamados: esto es lo que quiero expresar con la palabra androcentrismo.

Realizamos, pues, el primer descubrimiento de nuestra excursión no-androcéntrica por el texto: la ambigüedad

con que se usa e! masculino, la falta de precisión conceptual con que opera el discurso lógico-científico a la que

nos hemos habituado.

El objetivo del primer nivel de esta lectura crítica se habrá cumplido en la medida en que se nos desvele que e!

problema del androcentrismo es más vasto y complejo de lo que nos parecía, lleguemos a distinguir entre

sexismo y androcentrismo. y descubramos hasta qué punto hemos asumido acríticarnente un punto de vista

que nos ha conducido a no tomar en consideración la particular realidad de las mujeres, o a valorarla como in-

significante, no-significativa. Esta conciencia es imprescindible para poder profundizar en las repercusiones del

androcentrismo, para llevar la critica hasta los niveles más profundos de la autocrítica y, así, poder plantearnos

la posibilidad de liberar nuestra imaginación de sus parámetros y superarlo.

He de decir que esta lectura no resultada menos reveladora y sorprendente si, en lugar de tomar como punto

de partida qué se dice de la mujer, nos situásemos en el punto de vista de las criaturas humanas... Y, por lo

que acabo de decir, evidencio que el punto de vista no-androcéntrico que he adoptado es el de una criatura

humana mujer..., adulta. En fin, expongo lo que he realizado, pero quiero invitar a quien le seduzca la idea a

que siga otros rastros distintos del que yo he seguido: las márgenes que rodean el centro ofrecen numerosas

posibilidades de ubicación, muy diversas formas de comprensión y conocimiento.

Segundo nivel: el arquetipo viril y la opacidad androcéntrica del discurso. Pronto surge la necesidad de

matizar más: ¿es real mente generalizable a mujeres y hombres cuanto se dice, sin más matizaciones, del

hombre, de los hombres... de lo humano? ¿Hasta qué punto nos identificamos con esa imagen de lo humano?

46

¿Hace referencia solamente a los hombres, no a mujeres y hombres? ¿A todos los hombres...? ¿a qué

hombres? ¿Qué modelo humano se filtra a través de esta confusión conceptual? ¿Cuál es su sistema de

valores, el sistema de valores que se presenta como humano? Clarificar estas cuestiones constituye el objetivo

del segundo nivel de esta lectura crítica no-androcéntrica.

La aplicación de estas lecturas a textos muy diversos, de ciencias sociales y de los medios de comunicación de

masas, me llevó a concluir que el uso ambiguo del masculino suele encubrir un particular modelo de

masculinidad: un modelo viril que se halla en el centro del sistema de valores hegemónico en nuestra

sociedad, caracterizado, en líneas generales, por actitudes de prepotencia, por una voluntad de hegemonía

expansiva y de trascendencia, por una «vocación de muerte fraticida». (7)

Aquí he de apelar de nuevo a las evidencias vitales que he reivindicado como puntos de partida de estos

Ejercicios de lectura crítica no-androcéntrica. Y aun a la sentimentalidad de cada cual. De la misma manera

que una cosa es ser mujer, y otra muy distinta ser femenina, es decir, «mujer» según la versión

minusvalorada del sistema, así también una cosa es ser hombre, y otra muy diferente ser viril, es decir,

«hombre» según la versión supervalorada del sistema, Cierto: quizá no sepamos qué sea ser mujer o ser

hombre más acá y más allá del sistema de valores en que hemos sido domesticadas domesticados (tanta

confusión nos pueden generar estos modelos hegemónicos contrapuestos) o acaso no sepamos expresarlo con

palabras, o no podamos hacerlo (tan mancillado percibimos el lenguaje). En todo caso se trata de una

aventura vital para la cual diríamos que es imprescindible prescindir del sistema simbólico-conceptual

imaginario, que delimita dicotómicamente lo viril/lo femenino, vivir sin todavía nombrar... Además, sabemos

que existe un periodo en la vida de los hombres Con quienes convivimos durante el que se les obliga a

«hacerse hombres», es decir, se les inculcan los valores viriles como naturales a sus peculiaridades fisiológicas

visibles. Es más: muchas mujeres sabemos por experiencia que si queremos ubicarnos como miembros de

pleno derecho en ámbito público hemos de demostrar -y demostrarnos- que somos capaces de hacer «lo

mismo que los hombres», y nótese que así como se acepta la reivindicación de que «la mujer sea igual que el

hombre», apenas se plantea esta demanda en términos inversos, es decir, que «los hombres sean iguales que

las mujeres». Existe pues, un modelo viril, valorado hegemónicamente en nuestra cultura, que hace referencia

a una particular forma de entender lo humano, atribuido a los hombres, pero que, precisamente porque se

trata de un modelo de comportamiento, también podemos encarnar las mujeres. (8)

Este hombre es el que aparece como protagonista de la Historia, como sujeto activo del pasado y del presente

que se proyecta hacia un futuro idealizado y, por tanto -por suerte- inalcanzable. Este arquetipo viril aparece

claramente expuesto en La Política de Aristóteles, y en obras de otros muchos filósofos, y encubierto bajo la

apariencia de lo humano en casi todos los productos textuales que constituyen los discursos hegemónicos

actuales (9). Veamos algunos de los rasgos con los que Aristóteles lo acuñó conceptualmente:

«Para hacer grandes cosas es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la mujer, el

padre a los hijos y el amo a los esclavos.» (10)

47

Notemos varias cosas a partir de esta cita:

- En este texto, hombre no puede generalizarse a todos los seres humanos, ni siquiera a todos los hombres:

los no- adultos y los no-griegos, bárbaros a los que según el filósofo los griegos tienen derecho a esclavizar,

tampoco están incluidos en el concepto hombre: se trata de un varón adulto griego, un esposo-padre-amo de

esclavos. (11)

- Mujer... ¿qué piensa Aristóteles de las hijas? ¿y de las esclavas?... Aquí sólo se habla de la mujer adulta

griega, esposa-madre de hijos que se han de convertir en varones adultos griegos. Esta mujer tampoco se

refiere, pues, a todas las mujeres.

- Las relaciones entre estos cuatro colectivos sociales de que habla el filósofo -el varón, las mujeres y las

criaturas de raza griega, y mujeres y hombres no-griegos esclavizados- constituyen la esencia de la

OIKONOMIA del orden doméstico o ámbito privado patrimonio de cada varón adulto griego, esposo-padre-amo

de esclavos. (12) Mientras que la POLITIKE, el ámbito público, constituye el espado propio del con junto de

varones adultos griegos.(13) Este modelo de clasificación social aristotélico nos ofrece un sistema articulado de

divisiones sociales que atiende a las variables sexo/edad/ raza/clase..., consolidado a partir de la división del

espacio social en ámbitos privados/ámbito público, tal como podemos ver en esta figura:

Aristóteles argumenta que la superioridad del varón adulto griego es producto de la naturaleza (FYSIS). Pero,

a la vez, forja su propia concepción de natura «La naturaleza de una cosa es su fin (TELOS) aquello a lo que

llega una vez alcanza su pleno desarrollo..., así, el niño tiene que llegar a ser varón» (14). Esta idea de

naturaleza la establece según el LOGOS, facultad que, para nuestro filósofo, sólo se da completa en los

varones adultos griegos.

Ciertamente si creemos con él que los varones adultos griegos son superiores a otras mujeres y otros

hombres, podemos aceptar la trampa conceptual que nos tiende para consolidar nuestra creencia. Pero no nos

los creemos: lo consideramos como un modelo imaginaría de clasificación social que arroja luz sobre nuestro

presente, por cuanto parece haberse impuesto, con modificaciones superficiales a través del pasado de nuestra

48

cultura, por medio de la coerción (poder) y de la persuasión/disuasión (saber). Es más, el propio filósofo nos

dice, por ejemplo, que «la guerra es un medio natural y justo para someter a todos aquellos seres que de a ser

mandados se niegan a someterse» (15).

Conviene hacer notar que donde las traducciones hablan de hombre, el original habla a veces de ANZROPOS

(término que pudiera generalizarse) y otras de ANER, ANDROS, término reservado a los varones adultos

griegos que al integrarse en el ejército pasaban a formar parte también del colectivo viril político, es decir,

pasaban a ser ciudadanos (P0LITES) o POLITIKOS según les tocase o no ejercer el poder entre ellos. También,

que donde la traducción dice obedecer el original utiliza la forma pasiva de mandar, dice quien es mandado,

que no es lo mismo que quien obedece: el que manda requiere de la existencia del que es mandado, lo que no

quiere decir que quien es mandado o mandada obedezca. Precisamente a Aristóteles le preocupaba la

resistencia de mujeres y hombres a un modelo tan perfecto como él lo conceptualizaba. De ahí la especial

atención que prestó a la reproducción de los miembros del colectivo viril: dado que tres cosas pueden

colaborar a crear varones perfectos, «la naturaleza, el hábito y la razón», el político deberá controlar los

matrimonios para garantizar la «robustez corporal» y también reglamentará la educación, empezando por los

hábitos corporales que se adquieren en la primera infancia. (16) De ahí, también, que forjase la abstracción

conceptual varón perfecto (ANER AGAZOS), como modelo idealizado al que debía tender el hombre de sangre

griega al acceder a la adultez. (17)

De todo cuanto acabo de exponer sobre La Política de Aristóteles -y que puede arrojar luz para una mejor

comprensión de nuestro presente- sólo encontramos una parte en las obras que nos hablan de su

pensamiento. Puede cotejarse con cualquier manual de historia de la filosofía: en estas obras se centra la

atención casi exclusivamente en los conflictos que se producen en el seno del colectivo viril, debidos -como nos

aclara el filósofo- a que «el poder es el premio del combate».(18) Sus autores, al no percibir el conjunto de

relaciones que se dan entre este colectivo restringido y el conjunto de mujeres y hombres, ni siquiera ofrecen

una visión comprensiva de la problemática política. Y esta visión parcial no es achacable sólo a la falta de rigor

de las traducciones, sino también a la lectura lineal que nos hemos habituado a realizar, y a que nos hemos

creído que «todo lo que se dice del hombre... nos atañe». Esto es cierto si añadimos todo cuanto se dice..., y,

también, cuanto no se dice, cuanto se niega y silencia.

Por ello, he dado en llamar opacidad androcéntrica del discurso al conjunto de mecanismos discursivos

mediante los que ya no sólo se sitúa el arquetipo viril en el centro del universo mental-discursivo (lo que nos

llevaría a hablar solamente de androcentrismo, tal como aparece en Aristóteles), sino que, además, se oculta

tal centralidad generalizando como humano cuanto corresponde, exclusiva y excluyentemente, al sistema de

valores propio de quien se sitúa en un centro hegemónico de la vida social a partir del cual proyecta su

hegemonía expansiva sobre otras y otros mujeres y hombres. Esta opacidad caracteriza el discurso actual, lo

cual parece estar relacionado con la ampliación histórica del centro hegemónico político debido a la constante

expansión territorial y, en consecuencia, a la necesidad de incrementar el número de sus miembros y, por

tanto, de divulgar entre éstos, tanto el saber lógico-científico, a través del sistema educativo, como los

derechos y deberes patrimoniales y políticos.

49

Notaremos que a medida que nos familiaricemos con esta lectura crítica no-androcéntrica iremos pasando de

una percepción lineal del texto a otra de carácter simbólico: lo que habíamos aprendido a menospreciar

cobrará nuevo realce y nos permitirá contrastar los rasgos imaginarios de lo que nos habíamos habituado a

identificar con lo natural-superior-humano.(19) Así iremos descubriendo la cara oculta del saber viril... y su

relación con nuestras vivencias humanas.

Varones, mujeres y hombres en manuales de historia de B.U.P.

A pesar de que la polémica en torno a los manuales escolares se inició desde el momento en que se instauró

su obligatoriedad (Plan de 1854), a partir de la Ley General de Educación de 1970 ha cobrado renovado

interés, por cuanto ésta reiteró la exigencia de la utilización de libros y material pedagógico de acuerdo con las

normas emanadas de la administración central del Estado es pañol. No obstante, progresivamente el

profesorado ha ido introduciendo en las aulas materiales de apoyo que en ocasiones cobran más importancia

que los propios manua1es. (20) Con todo, la difusión de estos libros de texto es muy amplia, generación a

generación.

Pero el interés de analizar estos manuales no estriba sólo en su amplia difusión y en el diverso uso que se

haga de ellos. Los manuales condensan el saber legalmente válido, el saber supervisado desde la cúspide del

centro hegemónico. Y esto quiere decir, también, que encierran, como en una lata de conserva, el saber que

los adultos que gobiernan la vida social de un colectivo consideran que debe ser difundido a las generaciones

que han de relevarles en la tarea de perpetuar el orden cultural establecido. Son, pues, fragmentos del

discurso adulto, del discurso de los adultos que controlan el proceso educativo; un discurso que circula

verticalmente hacia las criaturas todavía no adultas. Por tanto, los manuales no nos hablan sólo de lo que

tienen que estudiar alumnas y alumnos, sino especialmente de lo que los miembros del sector especializado en

la educación, y en esa rama concreta del saber, pretenden que las criaturas no-adultas lleguen a asimilar. Esta

perspectiva permite valorar de forma muy distinta a como suele hacerse el llamado fracaso escolar, que bien

pudiera indicar, al menos en parte, rastros de salud mental.

Para seleccionar el corpus a analizar tomamos en consideración los resultados de un estudio realizado por

Inmaculada González Mangrané y Gonzalo Zaragoza Rovira, catedráticos de enseñanza media de Geografía e

Historia, sobre la incidencia de los manuales de su especialidad de diferentes editoriales en Cataluña (cursos

1982-1984).

«Ante todo -concluyen- el predominio de una sola editorial. De todas las que ofrecen sus mercancías, el 45 %

de los grupos catalanes de BUP utiliza, en el curso 1982-83, textos de Vicens Vives. En el curso siguiente, la

mitad de los alumnos de Institutos los sigue utilizando. Frente a este auténtico monopolio, la participación de

las demás editoriales permite matizaciones. Respecto a 1982-83, Anaya, que ocupa el segundo lugar en el

ranking, solo alcanza el 10,3 % del alumnado (469 grupos), y le sigue Akal con sólo un 5,9 % (268 grupos).

Sólo otras dos editoriales más (Bruño y Santillana) alcanzan el 4 % de participación en el mercado de BUP.»

(21)

50

En definitiva, dos editoriales, Vicens Vives y Anaya, con notable diferencia de difusión, ofrecen manuales de

amplio uso para el estudio de la historia universal y de la historia de España que se realiza en el bachillerato.

Estas dos editoriales son también predominantes en COU (Vicens Vives 32 %, Anaya 14,5 %), curso en el que

el estudio de la historia se distribuye entre una historia contemporánea y una historia del arte.

En base a este estudio, y teniendo en cuenta la editorial de mayor difusión entre alumnas y alumnos de BUP,

empezamos ocupándonos de los manuales de historia de primer y tercer curso de BUP de la editorial Vicens

Vives: OCCIDENTE. Historia de las Civilizaciones y del Arte (22) e IBÉRICA. Geografía e Historia de España y

de los Países Hispánicos (23). Pero a medida que avanzábamos en el estudio los recursos económicos

mostraban su desproporción con lo que nos proponíamos. Realizamos el primer de estos dos manuales, pero

atendiendo sólo al texto; para otra ocasión queda la interesante tarea de contrastar los resultados de la lectura

del texto con el análisis de las ilustraciones y otros elementos extratextuales. Al pasar al segundo nivel,

tuvimos que elegir entre OCCIDENTE e IBERICA. Y optamos por el primero, por considerar que en la actualidad

los parámetros del discurso histórico de la «historia universal» pautan las explicaciones históricas más

localistas.

El rastreo y cuantificación de las referencias a seres humanos, atendiendo a sus varios significados, es la parte

más ardua del trabajo que, como ya he dicho en la «Presentación», ha sido realizada por Carlos M. Ruiz

Caballero: obliga a leer y releer muy lentamente cada frase para clarificar a quién se refieren los masculinos.

Quizá su mecanización sería interesante, pero está lejos de nuestro alcance. La dificultad se debe, como hemos

señalado, a la ambigüedad del uso del masculino, y a la falta de explicitación en el texto. De esta ambigüedad

se deriva la dificultad de la clasificación de las referencias masculinas que aparecen en el texto, tarea

indispensable para proceder a una cuantificación sistemática de los datos obtenidos.

El tema es importante, ya que esta ambigüedad juega un papel persuasivo y consensual de primer orden:

permite que cada generación aprehenda inconscientemente, como ineludible y buena, la aventura histórica a

que las minorías dirigentes, que se han sucedido históricamente en el ejercicio del poder, han conducido a

amplios colectivos humanos; dificulta, así, que cada criatura humana pueda llegar a percibir conscientemente

que este linaje sucesorio de minorías dirigentes ha supuesto históricamente -no hay que olvidarlo- en primer

lugar e1 sometimiento de la mayoría de la población a sus intereses minoritarios y, además, que el triunfo de

unas minorías haya conllevado frecuentemente la exclusión de otras con vocación de ejercer el poder, y

conflictos sociales con quienes no se han propuesto ejercer el poder. Constituye, pues, un elemento

fundamental en la configuración de una memoria personal fraguada a la medida de la memoria histórica... tal

como la han configurado los miembros del centro hegemónico. Al presentar el sistema de valores hegemónico

como genérico humano, con esta ambigüedad, segrega un sustrato in consciente de consenso colectivo que

dificulta la formulación de opciones culturales que puedan liberarse de los presupuestos fundamentadores del

sistema hegemónico. La escolarización generalizada, la democratización del sistema educativo demuestra,

aquí, claramente su papel de instrumento para la reproducción del sistema hegemónico, conformador de la

conciencia colectiva operando a través de las conciencias personales. (24) En definitiva esto nos conduce a

51

plantearnos el papel que juega el estudio de la historia en la configuración de una memoria personal-colectiva

anclada en pre-supuestos fundamentadores del sistema, primigenios.

La clasificación realizada para la cuantificación de los datos ha sido el resultado de la utilización de otras fichas

con anterioridad y de calibrar todo lo que nos proporcionaba la lectura concreta que nos proponíamos. Hemos

elaborado dos tipos de ficha, una para registrar las referencias a mujer, y otra para registrar las referencias

masculinas. La clasificación de cada una de ellas es la siguiente

Referencias a mujer:

1. Nombres propios.

2. Referencias a las mujeres como colectivo específico (Col. M.).

3. Referencias a mujer que aparecen junto a referencias a hombre (M. y H.).

4. Referencias a la organización histórica de las relaciones entre mujeres y hombres (Rel. M.-H.).

Referencias masculinas:

1. Referencias supuestamente generalizadas a mujeres y hombres (genéricas).

2. Referencias viriles:

2.1. Nombres propios.

2.2. Colectivos viriles institucionales que ejercen el poder.

2.3. Colectivos viriles institucionales que ejercen el saber.

3. Referencias dudosas.

52

53

A) ¿Qué se dice de la mujer?

A la vista de los resultados globales del primer nivel de lectura crítica, que aparecen en el Cuadro 1, podemos

concluir ya que lo que se dice del pasado de las mujeres es muy poco: tan sólo el 1 % de las referencias a

OCCIDENTE, y el 1,7 % de las de IBÉRICA. Pero estas escasas referencias a mujer, lejos de ser in-significantes

para la comprensión del discurso histórico que estamos analizando, aparecen cargadas de significación.

54

Así, si nos fijamos en el Cuadro 2, de las nueves diferencias dedicadas a la «organización histórica de las

relaciones entre mujeres y hombres», cuatro aparecen en el tema dedicado a «las culturas de los pueblos

africanos» y dos en el que trata de «la civilización islámica», mientras que sólo una corresponde a uno de de

los dieciocho temas que se centran en nuestra civilización occidental.

¿Qué nos explica el manual de la organización las relaciones entre mujeres y hombres?:

Tema 2, «La Prehistoria...»:

«Parece existir en él (cazador) una preocupación por la perduración de la especie humana, centrada en torno a

las figurillas feminas, que parecen relacionadas con la función reproductora de la mujer».

Tema 3, «La civilización del Oriente Medio en la Antigüedad»:

«...estos esclavos no eran considerados como animales o cosas, poseían derechos regulados por la ley, podían

poseer alguna propiedad, casarse con una mujer libre...»

Tema 10, «La civilización islámica»:

«Hay otras muchas normas en el Corán que sirven para estructurar la vida y las costumbres de los creyentes...

Pueden casarse con varias mujeres, la mujer está sometida al hombre... »

Tema 21, «La revolución francesa»:

«Algunos nobles se vieron obligados a casarse con ricas campesinas.»

Tema 26, «Las culturas de los pueblos africanos»:

«El niño, por tanto, ingresa sólo en a familia del padre de la madre...»

«Aquí radica uno de los motivos de la persistencia de la poligamia; un hombre puede tener varias esposas, con

lo que multiplica el número de hijos...»

«A la mujer estéril, sin hijos, se le concede un escaso valor social; al matrimonio con hijos se le atorga un

valor religioso, es la imagen de la relación del sol y la tierra fecunda que da frutos...»

«Al fuego encendido en el hogar se atribuye a veces el don de vencer la esterilidad de la mujer...»

Notemos, en primer lugar, que el punto de vista de quienes han producido el texto, es un punto de vista

masculino: «el cazador», «los esclavos», «los nobles» franceses, «los creyentes» islámicos o «el hombre»

africano, aparecen como protagonistas de las relaciones entre mujeres y hombres. Y, en segundo lugar, que la

única mención a las relaciones de parentesco en el pasado de nuestra civilización europea occidental no nos

55

aporta datos significativos, frente a las explicaciones más detalladas de la misma institución en África y el

Islam; no obstante, leídas así, no parecen más fiables que el silencio que se vierte sobre nuestra cultura.

Si atendemos ahora a las seis referencias a mujer que aparecen junto a referencias masculinas, hallamos la

quinta mención que aparece en el tema dedicado a las culturas africanas: «Civilización paleonegra... Desnudez

casi total de hombres y mujeres, chozas de arcilla... ». Otra corresponde a las páginas que tratan de «la

América precolombina», en el tema 14: «La religión (de los aztecas) tenía ritos sangrientos: sacrificios de

prisioneros, de jóvenes y doncellas». Dos más, a los dos temas que se ocupan, respectivamente, de «las

antiguas culturas» y las «civilizaciones del mundo contemporáneo» de Asia: «Sakyamuni no olvidó en su

predicación a los hombres y mujeres...», «... y aún en los pintores que cultivan los temas animados, como

Kiyonaga, los hombres y mujeres pasean por jardines...». Otra corresponde al tema 5, «La civilización clásica:

los griegos»: «En la época arcaica... hay figuras femeninas (KORÉ) y masculinas...». Y la sexta, al último tema

del manual, que se ocupa de «La renovación artística e ideológica del mundo actual»: «Abstracción. La pintura

antigua suele significar algo; por ejemplo, una mujer y un niño pueden ser la Virgen y el Niño Jesús (...) El

primer paso hacia la abstracción consistió en suprimir la significación».

Las imágenes negativas y primitivas que nos proporcionan las referencias correspondientes a «la civilización

paleonegra» y la religión de los aztecas, contrastan con la aparente neutralidad de las imágenes de «una

mujer y un niño», que en la pintura antigua podían significar «la Virgen y el Niño Jesús» y cuya significación

resulta «suprimida» por la «abstracción» en «la renovación artística e ideológica del mundo actual».

De las cinco ocasiones en las que se habla de las mujeres como colectivo especifico, también una corresponde

al tema que trata de las culturas africanas: «Civilización paleonegra... Las mujeres taladran sus labios para

colgar amuletos de cuarzo o metal». Una vez más la mujer aparece relacionada con imágenes de primitivismo,

como resaltándolo. Las otras cuatro se hallan en dos de los temas en que se explica la historia de nuestra

civilización europea occidental, incluidos en la VII Unidad Didáctica dedicada a «Las civilizaciones del mundo

contemporáneo. Europa»:

Tema 20, «Las transformaciones económicas: la civilización industrial»: «... Aparece así el trabajo de las

mujeres, en tareas inapropiadas, y de tos niños, a edad temprana, como dos de las más tristes secuelas de la

civilización industrial (...) En la industria sedera francesa las jóvenes empezaban a trabajar a las cinco de la

mañana y terminaban., con dos interrupciones para comer, hacia las 10 o las 11 de la noche (...) Trabajo de

mujeres y niños, horarios excesivos, salarios escasos... »

Tema 22, «Las revoluciones político-sociales...»: «Los políticos y los gobiernos.., ponían limites a los trabajos

de mujeres y niños... ».

El «primitivismo» de las mujeres africanas (nada se dice de las europeas que taladran sus orejas) no es

equiparable a «las más tristes secuelas de la civilización industrial», ya que ésta es fundamentalmente

benéfica para la humanidad y sus aspectos inhumanos permiten, además, elogiar la atención «de los políticos y

los gobiernos». Este tratamiento habitual de las repercusiones que la revolución industrial tuvo en la vida de

56

las mujeres tiene un tono lacrimógeno, de martirologio legitimador de redentores, paternalista, que nos lleva a

creer que los excesos de la industrialización pueden ser soportados por los hombres adultos del proletariado,

que adquieren, así, una presencia viril, pero no por «mujeres y niños». En definitiva, se ofrece una visión

mítico-épica que dificulta plantearse el conjunto de circunstancias privadas/públicas en que se produce, y

sobre las que opera, la revolución industrial.

Finalmente, los cinco nombres propios de mujer corresponden a la historia de la civilización europea

occidental; tres de ellos aparecen en el tema que trata de «... la Reforma y la Contrareforma», uno en el de

«La Europa del Renacimiento...», que es el tema que nos cuenta también con mayor número de nombres

propios masculinos -87-, y el quinto en el tema que trata de «la civilización industrial». Hay que hacer notar,

sin embargo, que Catalina de Aragón sólo aparece como esposa de Enrique VIII, y que Isabel II es uno de los

personajes peor tratados, pro el «esplendor artificioso» de su Corte, como si los restantes esplendores

cortesanos no fueran artificiosos. La mujer mejor considerada, es, sin duda, Santa Teresa, con quien «la prosa

mística alcanza su cumbre».

Podemos concluir, pues, que mientras al tratarse de la historia de la civilización europea occidental, las

explicaciones de las relaciones entre mujeres y hombres que constituyen el sistema de parentesco, quedan

prácticamente excluidas, al tratarse de otras culturas, sí se habla de estas relaciones. Sin embargo, la

valoración negativa de la poligamia en África (al hablar del impacto de Occidente se dice que la poligamia está

en retroceso) y el Islam (que se califica de patriarcado), configura el telón de fondo que induce a que alumnas

y alumnos concluyan, sin ninguna reflexión al respecto, que el sistema patrimonial monogámico, propio de la

sociedad en la que viven, constituye el sistema natural-superior-humano al que, por tanto, deben aspirar

personalmente y al que deben adecuarse otras culturas consideradas en algún estadio inferior al que se otorga

a la civilización europea occidental. Se excluye, así, exponer claramente el proceso histórico mediante el cual

se impuso el sistema patrimonial monogámico propio de la cristiandad europea occidental y fundamento del

actual sistema jerárquico, como han sabido las mentes conservadoras más preclaras, que fundamentan en el

sistema de parentesco su hegemonía.

B) ¿Quién es ese «hombre protagonista de la historia»?

La escasez de referencias a mujer, permite rastrearlas minuciosamente. En contraste, las referencias

masculinas, que constituyen el 99 % del total de referencias a seres humanos en OCCIDENTE, y el 98,7 % en

IBÉRICA, plantean una problemática más compleja. Y la clave estriba en la ambigüedad del uso del masculino:

solo el 21,6 % de los masculinos aparecen en OCCIDENTE y el 17% de los que aparecen en IBÉRICA podemos

considerar que se refieren a conjuntos de mujeres y hombres, mientras que el 75,6 % y el 79,9 %

respectivamente, es decir, más de las tres cuartas partes de los masculinos, se refieren a los miembros de los

colectivos viriles hegemónicos, tal com podemos ver en el «Cuadro 1». Queda claro, pues, que no podemos

seguir creyendo que cuanto se dice de el hombre se refiere a lo humano. Y, también, que ni siquiera se refiere

a todos los hombres, sino solo a unos pocos.

57

Para profundizar en esta relación entre sexismo adulto, racismo y clasismo y verificar, así, en que medida el

discurso histórico es no sólo sexista, sino androcéntrico, en el sentido que he expuesto antes, he elaborado los

«Cuadros 3, 4 y 5», que atienden a la distribución de las referencias a seres humanos según conjuntos

temáticos correspondientes a las distintas culturas de que nos habla el manual. (26).

Como podemos notar, la mayoría de las referencias masculinas corresponden al «desarrollo histórico de la

civilización occidental» (1906, que suponen el 80,4 °/o del total), y cantidades menores a «otras culturas»

58

(464, que suponen el 19,6 % del total), destacando la escasa cantidad que aparecen en las cinco páginas que

tratan de «América precolombina» (1 %) y en el tema dedicado a las culturas africanas (2,1 %), (comparar

datos de los «Cuadros 3 y 4»). El «cuadro 5», al reducir a l00 el total de referencias a seres humanos que

aparecen en cada conjunto temático, nos indica claramente la mayor o menor masculinización de cada uno.

Así, mientras en los tres conjuntos temáticos que tratan del «desarrollo histórico de la civilización occidental»

las referencias masculinas superan siempre el 99 % promedio del manual, en los que tratan de «otras

culturas» éstas son inferiores a ese promedio (95,6 %), pues, a pesar de que constituyen el l00 % de las

referencias a seres humanos en los temas que tratan de América contemporánea y Bizancio, en los que tratan

de África y «América precolombina» descienden al 89,1 % y al 96 % respectivamente.

Pero no sólo contienen mayor cantidad de referencias masculinas las culturas consideradas superiores en el

manual, sino que, además, en éstas los masculinos generalizan lo humano en menor proporción que en

aquellas culturas a las que considera inferiores. O, lo que es lo mismo, en los temas que tratan de las culturas

que se valoran superiores, los masculinos atienden prioritariamente a los miembros de los colectivos viriles

hegemónicos. En contraposición, en los dos conjuntos temáticos que tratan de las culturas que reciben un

tratamiento más inferiorizado, «América precolombina» y «África», no sólo existe menor cantidad de

referencias masculinas, debido a la mayor cantidad (relativa, claro) de referencias a mujer, sino que además

los masculinos generalizan lo humano en mayor proporción y, por tanto, se centran menos en los colectivos

viriles hegemónicos.

Es decir, que mientras sólo el 16,2 % de los masculinos que aparecen en los temas que tratan de la historia de

la civilización europea occidental pueden considerarse genéricos, en los temas que tratan de «América

precolombina» y África los masculinos genéricos suponen el 56 % y el 47,3 % respectivamente. Dicho de otra

forma: frente al 81,1 % de referencias masculinas que se centran exclusivamente en los colectivos viriles

hegemónicos en los temas que explican la historia de la civilización europea occidental tales colectivos viriles

hegemónicos sólo suponen el 36 % y el 36,3 % en los que se ocupan de «América precolombina» y África, las

dos culturas en las que, como hemos visto ya, las referencias a mujer sirven para definidas peyorativamente,

como culturas inferiores, primitivas y hasta crueles.

Esta primacía concedida a los colectivos viriles hegemónicos se relaciona también con los nombres propios

masculinos, que sirven para ejemplificar a ese hombre que aparece como protagonista de la historia: de los

806 nombres propios que aparecen en el manual de OCCIDENTE (cantidad imposible de asimilar por que quien

lo tiene que estudiar, como puede comprenderse), 682, es decir el 84,6 %, corresponden a los temas que

tratan del «desarrollo histórico de la civilización occidental»; en el otro extremo podemos notar que no aparece

ningún nombre propio en las cinco páginas dedicadas a «América precolombina», y el tema que trata de África

sólo registra uno, «uno de los grandes poetas africanos, el político senegalés Leopoldo Senghor. »

Para concluir, notemos que, dado que los masculinos genéricos se refieren a conjuntos de mujeres y hombres,

hay que tener en cuenta que las referencias al pasado histórico de las mujeres son superiores a ese 1 % o 1,7

% de referencias a mujer que hemos contabilizado en los manuales de OCCÍDENTE e IBERICA. Aun que queda

59

claro ya que no todo o que se dice de ese hombre que aparece como protagonista de la historia puede

generalizarse corno humano. Estos masculinos genéricos suelen corresponder a colectivos de mujeres y

hombres de clases sociales no-hegemónicas. Asimismo, parte de las referencias a mujer corresponden a

mujeres que forman parte del centro hegemónico del poder o del saber. Por tanto, conviene notar estas

diferencias de clase al analizar tanto las referencias a mujer como los masculinos genéricos y, por supuesto, el

carácter no sólo sexista y adulto, sino también racial y clasista de los colectivos viriles hegemónicos que, como

hemos podido ver, reciben atención prioritaria en el discurso histórico.

C) La construcción de «la realidad histórica» androcéntrica: claves

conceptuales, orden textual y cronología

Las dificultades con que tropezamos cuando intentamos clarificar quién es ese hombre que aparece como

sujeto de la historia, en el primer nivel de lectura crítica, nos conducen a profundizar en el significado de otros

conceptos básicos y a buscar las pautas que permiten que se construya un discurso histórico que legitima, al

presentarlo como «natural-superior-humano», el sistema de valores propio de los colectivos viriles

hegemónicos: éste es el objetivo del segundo nivel de lectura.

Claves conceptuales

Empezamos por revisar algunos conceptos clave que constituyen, junto con los masculinos y las referencias a

mujer, el universo conceptual humano. El «Tema 1» está dedicado a definir estos conceptos básicos. El más

importante es CIVILIZACIÓN: forma parte del título del manual y es una palabra de amplia utilización, no sólo

en el discurso histórico, sino también en el de las restantes ciencias humanas, y también en el discurso

informativo que difunden cotidianamente los distintos medios de comunicación de masas. En el tema primero

del manual analizado, tras un primer apartado en el que se define «CULTURA O CIVILIZACIÓN», se pasa a

hablar de los «elementos componentes de una civilización» y, tras analizarlos por separado («el espacio

geográfico», «los aspectos sociales o políticos», «los aspectos económicos» y los «culturales»), se concluyen

que «ninguno de los elementos que componen una civilización permanece estable a lo largo del tiempo: todas

las civilizaciones cambian, tienen historia». Sin embargo, como veremos, esta definición conceptual resulta de

por sí ahistórica, elaborada a la medida del presente especializado de la civilización occidental.

Ya el título del primer apartado, «cultura o civilización», presenta como idénticos e intercambiables dos

términos que no lo son: es decir, un término que define una realidad particular (civilización) otro que se refiere

a una realidad genérica humana (cultura). Y ello repercute en la consideración de los «elementos que hay que

tener en cuenta para estudiar y caracterizar una cultura o civilización».

De ahí que, cuando en el primer tema se defina «el espacio geográfico», se excluya abordar la diferencia

fundamental entre dos formas radicalmente distintas de relacionarse con el medio ambiente, las formas

expansionistas y las formas no expansionistas, como si éstas no existieran al no existir en «la realidad

histórica» de los libros de historia. Esto permite considerar no sólo natural, sino actividad humana superior, la

60

expansión territorial, lo que repercute en la exposición de los distintos temas en varios aspectos, de los que

podemos destacar:

1. En ningún momento se cuestiona la guerra como me dio de expansión territorial, lo que conduce a creer -

¡ha habido tantas!, como me decía en cierta ocasión un historiador pacifista- que se trata de un fenómeno

natural e ineludible entre los seres humanos si fuera así sería absurdo ser pacifista).

2. Tampoco se cuestiona, sino que se justifica con argumentos diversos, la expansión territorial llevada a cabo

por la civilización europea occidental: el incremento de la población europea (sin que se diga si el sistema de

parentesco patrimonial monogámico ha influido o no en tal incremento) la tecnología... y el afán de aventura

son los argumentos justificadores más habituales.

3. Es más, se habla de los territorios extra-europeos como si se tratara de tierras de nadie, «aisladas» y

«desconocidas», a la espera de ser «descubiertas» por «los europeos» para su «reparto», «evangelización» y

«civilización».

Diriase, también, que la conquista y ocupación de territorios por parte de «los europeos» no ha ocasionado

problemas con las poblaciones aborígenes, ni genocidios de mujeres y hombres que se han resistido a ser

sometidos o que no han podido soportar el trato recibido, sino sólo querellas entre «los europeos» por

«reparto» (27).

Ciertamente, civilizar un espacio geográfico quiere decir reglamentar un amplio territorio, con sus gentes,

desde un centro hegemónico urbano en el que habitan los ciudadanos y no todas las culturas han mantenido

relaciones civilizadas con su entorno.

«Una civilización depende del modo como está organizada la sociedad», se dice para abordar el segundo

elemento componente de una «CIVILIZACIÓN O CULTURA». Y se habla de los «grupos que tienen el poder y la

riqueza » y de los que detentan «el poder político», como si todos los colectivos humanos hubieran seguido

estas pautas, como si la configuración de un PODER POLÍTICO fuera connatural a toda forma de VIDA SOCIAL

humana. Basta, sin embargo, leer detenidamente, por ejemplo, los tres primeros párrafos del tema 9 dedicado

a «La aparición de Europa. El Occidente germánico» para poder detectar que esta generalización del PODER

POLÍTICO no es válida ni siquiera para historizar el pasado de nuestra propia civilización europea occidental.

Los pueblos germanos, se dice, «se vieron obligados» (la expresión se repite dos veces y otra se habla de

«necesidad») a dotarse de una «organización POLITICA» para poder dominar territorios más amplios y con

numerosos habitantes, y de forma permanente; esta organización corrió pareja con la consideración del

«espacio geográfico» como un «reino... como una PROPIEDAD PARTICULAR» por parte de linajes familiares

que lo conservaron hereditariamente, paralelamente, surgió «un cuerpo de funcionarios» y «las asambleas de

guerreros que escogían a sus jefes en los momentos difíciles» se transformaron en un ejército

especializado.(28) Notemos, pues, que una lectura crítica, detenida y atenta nos puede revelar más datos de

interés de los que nos hemos habituado a percibir.

61

En tercer lugar se habla de las «FORMAS ECONÓMICAS» correspondientes a «toda civilización», y se insiste

varias veces en que éstas se ocupan de «explotar los recursos de la naturaleza», distinguiéndose sólo entre

formas «sumamente primitivas» y formas «muy complejas, como la de la actual civilización industrial» lo que

implica un sistema valorativo. Se elude, pues, considerar que puedan existir formas de obtener bienes del

entorno que no impliquen EXPLOTACIÓN de los recursos naturales y humanos. Quizá por ello, en el tema que

se dedica a las culturas africanas, se relacionan tales actitudes con la RELIGIÓN, si bien se excluye explicar si

la actitud de explotación tiene alguna base religiosa.

«... Mientras el europeo ha aprendido a dominar la naturaleza, el africano se ha limitado a vivir en íntima

comunión con ella; en la religiosidad negra la unión con la Naturaleza es la nota fundamental...» (29)

Las limitaciones de «el africano» inducen a considerar negativamente «la religiosidad negra» lo que permite -

aunque se excluya explicitarlo- ensalzar el dominio de la naturaleza que «el europeo ha aprendido», dominio

definido como ECONOMIA. Y las «formas complejas», sin duda resultado de la voluntad de EXPLOTACIÓN de

vastos territorios y grandes contingentes de población, son valoradas como superiores frente a las «formas

primitivas» que son, por contraposición, simples.

El último de los elementos analizados en este «Tema 1» son «los aspectos que reciben el nombre de

CULTURALES: vida religiosa, vida científica, vida artística...». Como se advierte al final del apartado en el que

se tratan estos aspectos culturales, entre paréntesis, «en este caso la palabra cultura se usa con un sentido

más restringido que cuando se la hace equivalente de civilización». Aquí, CULTURA aparece referida a MODOS

DE PENSAR que, a su vez, abarcan RELIGIÓN, CIENCIA, ARTE, EDUCACIÓN, MORAL, ... COMUNICACIÓN DE

IDEAS.

Así, EL salto constante de lo particular a lo genérico y de lo genérico a lo particular, sin explicitarlo, no parece

plantear ningún problema al presunto rigor lógico-científico.

Orden textual

Por éste orden no es el único recurso mediante el que se encubre el orden androcéntrico, interesado, del

discurso histórico. Otro recurso de no menor importancia es el orden textual: si bien en los temas en los que

se trata del desarrollo histórico de la civilización europea occidental suele seguirse un orden textual que se

ajusta al expuesto en el tema primero, y que acabamos de seguir, este orden no se advierte en los temas que

se refieren a otras culturas. Un ejemplo significativo lo encontramos en los tres temas correspondientes a la

«IV Unidad Didáctica» «La incorporación de nuevos pueblos», que trata de «el fraccionamiento de la unidad

mediterránea y la aparición de Europa», título común a los tres temas, que presentan, además, titulaciones

particulares: «Tema 8. Bizancio: su influencia en los pueblos eslavos»; «Tema 9. El Occidente germánico»; y

«Tema 10. La civilización islámica», Notemos una primera diferencia: una de las civilizaciones se define por su

religión, mientras que las otras reciben denominaciones más asépticas, Además, mientras «la civilización

islámica» es presentada desde el principio del tema como «una civilización basada en la religión de Mahoma»,

y se insiste por dos veces en que «Islam quiere decir sumisión», en los temas que tratan de las que, siguiendo

62

la misma tónica, podríamos llamar civilizaciones cristianas oriental y occidental, el papel de la religión no se

aborda decididamente hasta el sexto y el quinto apartados respectivamente, siendo interesante además,

cotejar las contradicciones cronológicas que aparecen entre los mismos.

Cronología

Pero el recurso fundamental utilizado para la construcción de «la realidad histórica» es la cronología, que

establece el orden textual del discurso histórico contenido en el manual.

Abordar críticamente la cronología histórica puede constituir una actividad de alto riesgo, tan habituados

estamos a ella que solemos olvidar su historicidad, como si se tratara de algo natural. Cronología y discurso

histórico se hallan profundamente interrelacionadas ya desde los inicios del logos en la Grecia Clásica, de tal

modo que la cronología, clave diferenciadora entre las explicaciones míticas y las explicaciones historiográficas,

constituye, posiblemente, una aportación fundamental del discurso histórico a la fragua del logos, en la medida

en que lo dota de un utillaje que articula la ordenación finalista del pasado hacia el presente y el futuro

idealizado, de las formas simples a las complejas, como diría Aristóteles e insiste actualmente el discurso

histórico.

Si bien en el primer tema del manual no se habla concretamente de cronología, sí se hace referencia a

aspectos consustanciales a la misma. Y así, en el último apartado se advierte que «ninguno de los elementos

de una civilización permanece estable a lo largo del tiempo: todas las civilizaciones cambian, tienen historia».

En las seis líneas de texto, la palabra «cambio» aparece tres veces, y la palabra «evolución» dos veces más.

«... La velocidad de este cambio no ha sido siempre la misma, pero de lo que no cabe duda es de que tal

cambio ha existido siempre».

Esta afirmación tan rotunda contrasta no sólo con el ahistoricismo conceptual que acabamos de ver, sino

también con el distinto tratamiento que reciben las diferentes culturas.

Basta leer el «Índice» del manual para descubrir la desigual distribución textual entre las distintas culturas,

que repercute en la desigual atención evolutivo-cronológica: el estudio de la civilización europea occidental es

más minucioso y sigue paso a paso un orden cronológico, mientras que el estudio de las otras culturas aparece

ubicado al hilo de la explicación histórica de la evo lución de la civilización occidental, de su expansión

territorial, y, a menudo presenta saltos temporales y contradicciones cronológicas.

La civilización europea occidental, nacida de «la pervivencia de la civilización romana, la aportación de los

pueblos germanos y el cristianismo» (Tema 9) ha ido pasando, como las civilizaciones de las que se considera

descendiente, de unas formas «muy sencillas» a otras «más intensas y complejas» (Tema 3), de una «etapa

feudal de economía de autoconsumo» a la «reaparición de las ciudades» (Tema 12) y a la «revolución

industrial» (Tema 20), en fin, del Paleolítico a las formas de vida neolíticas -que en otras culturas han

perdurado hasta el siglo XX- hasta alcanzar la meta inalcanzada que nos orienta hoy «hacia una Civilización

Universal» (Temas 28, 29 y 30). Este progreso cronológico ha supuesto no sólo cambios y evoluciones diríase

63

ineludibles, sino también «revoluciones», «saltos» y «virajes», pues «no hemos de pensar en una evolución

progresiva y sin problemas» (Tema 17), sino que hay que tener en cuenta la importancia, por ejemplo, de «la

revolución industrial» y de «las revoluciones político-sociales» contemporáneas (Temas 21, 22 y 23), el

«progreso asombroso de la ciencia» (Tema 24) y hasta la «revolución total» en el campo del arte (Tema 30).

«El mundo en el que has nacido -se le dice a quien ha de estudiar el manual- es, pues, un mundo que surge de

una evolución total en todos los aspectos que afectan a la vida del hombre» (Tema 20).

A este incesante progresar en el tiempo se ha sumado una progresiva ampliación del espacio geográfico: la

civilización europea occidental ha pasado de hallarse «amenazada por todos lados y reducida

fundamentalmente a un espacio que coincide a grandes rasgos con los países del actual Mercado Común»

(Tema 11) y de un «espacio geográfico conocido... muy reducido», a «la ampliación del mundo conocido»

(Tema 14) que conduce, por obra de «exploradores» y «aventureros», a «la expansión de Europa», al

«imperialismo y colonialismo» (Tema 23), todo lo cual culmina hoy en «la asimilación de la civilización

europea» (Tema 28) «hacia una civilización universal» (Temas 28, 29 y 30).

A «hechos tan inesperados y transcendentales como el descubrimiento de un Nuevo Mundo» (Tema 13) hay

que añadir las repercusiones de la «revolución industrial»: «el mundo se llena de fábricas, los ferrocarriles

cruzan los continentes, la población se desplaza a vivir a las grandes ciudades. La economía ha de organizarse

de una manera nueva, a base de sociedades anónimas, bolsas y bancos...» (Tema 20). De ahí ese «fenómeno

clave de la historia contemporánea. En el siglo XIX Europa rebosa de hombres y dinero; a todas partes lleva

sus ideas y sus negocios. Muchos pueblos de otros continentes son sometidos. Los exploradores europeos

llegan a tierras hasta entonces inaccesibles... » (Tema 23).

Todas estas transformaciones a través del tiempo y del espacio, cuyos protagonistas ya vimos que son los

miembros de los colectivos viriles hegemónicos europeos y sus descendientes, han conllevado

transformaciones en la organización social interna y aun en la propia conciencia: de «la escisión en el seno de

la Iglesia Católica» (Tema 13) y el Renacimiento, que «sitúa al hombre en el centro del universo», dando lugar

a una cultura antropocéntrica frente a la cultura teocéntrica medieval (Tema 15), a los «movimientos

revolucionarios» originados en el «enfrentamiento al autoritarismo» en los siglos XVI y XVII (Tema 17), que

condujeron a un siglo XVIII en el que «la sociedad se monta sobre unos presupuestos teóricos de igualdad de

todos los hombres» (Tema 20). Todo ello ha dado paso a las «revoluciones político-sociales» de la Europa

contemporánea, que ha producido «un desplazamiento violento en el poder» y modificaciones en «la estructura

de la sociedad» (Temas 21 y 22), provocando «cataclismos político-sociales» que han afectado

«aproximadamente a la tercera parte de la humanidad» (Tema 22). No obstante, esta incesante actividad

histórica no ha beneficiado sólo a Europa occidental. «La Biblia» constituye un «legado cultural de una

importancia decisiva para la Historia de la Humanidad» (Tema 7), y «Europa ha aportado a la humanidad, en

todos los siglos, figuras singulares: Pitágoras y Arquímedes, Galileo y Newton, Cervantes y Shakespeare,

Miguel Ángel y Goya, Beethoven y Wagner. Ningún hombre culto -ningún alumno o alumna que aspiren a

serlo, parece decir el manual- puede ignorarlos. Has estudiado que en el siglo XX Europa se repliega sobre si

misma. Pero solo en el orden político. La civilización europea se ha hecho universal. Y las figuras que modifican

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el curso de la ciencia o del arte no han dejado de aparecer: Einstein, Picasso... » (Tema 28). Gracias a ello,

pues, en el «siglo XX, mil quinientos millones de hombres -de Asia, Oceanía, África- han despertado de un

sueño milenario. Han pasado de una civilización preindustrial, a veces en un nivel neolítico, a la civilización

industrial. ¡Salto asombroso, que les ha obligado a revisar sus creencias, su mentalidad y sus estructuras! Este

cambio, que supone el ingreso en La historia de varias docenas de naciones, es la conclusión del proceso de

descolonización del siglo XIX... » (Tema 29).

Todo este proceso histórico confluye en la «revolución total» del arte en el siglo XX: «la escultura y la pintura

crean formas que no existen en la naturaleza. La música utiliza sonidos nuevos... Nace e cine... En Picasso se

resumen todas las innovaciones».

Sin embargo, todo esto no parece suficiente: «un arte roto, lleno de gritos y miedos expresa elocuentemente

la crisis del hombre y de la cultura de nuestro siglo» (Tema 30).

¿Quién no se siente identificada o identificado con esta visión de nuestro pasado de claras resonancias mítico-

épicas? ¿Quién no ha ido asimilando, examen tras examen, a lo largo de su infancia y de su adolescencia y

luego a través de los medios de comunicación de masas, una explicación semejante (a menudo todavía más

épica que la que nos ofrece este manual), que tras esta lectura crítica no-androcéntrica se nos muestra como

una canción de gesta a mayor honra gloria de los miembros de los colectivos viriles hegemónicos europeos?

Esta incesante transformación histórica de la civilización europea occidental contrasta con lo que se nos dice de

otras culturas, a las que se califica de culturas sin cambios. Así «la civilización negra, aislada y sin cambios

durante siglos» (30). O el «inmutable» mundo oriental: «la civilización china, montada sobre unas estructuras

sociales inmóviles» cuyas formas se iniciaron «a principios del II milenio a.C.» y «se formaron como un duro

caparazón que dio forma a la sociedad china y perduró hasta principios del siglo XX»; y el sistema de castas

impuesto por los arios en la India, que «perduró a lo largo de los siglos, hasta incrustarse en la mentalidad

hindú» (31). Estas imágenes de fosilización cultural refuerzan su capacidad de evocación negativa al

presentarse a estas culturas ancladas en estadios ya superados hace siglos por la civilización occidental,

«prehistóricos» o «protohistóricos», «paleolíticos» y «neolíticos», caso de las culturas «precolombinas» y

africanas, o, como en el de las culturas asiáticas, en pretéritas épocas de apogeo en las que «eran superiores a

las de Europa Occidental», hasta que, «frenado su progreso técnico, quedaron como detenidas en el tiempo

hasta ser superadas en algunos aspectos -técnico, económico y militar- por la Civilización Europea Occidental».

(32)

En definitiva, sólo se considera la evolución y el cambio de nuestra civilización hacia un nivel superior que no

se sitúa en el presente, sino en un futuro, imagen idealizada del presente, inalcanzable.

Recordemos, pues, que la cronología no es más que un sistema imaginario abstracto que permite la ordenación

espacio- temporal de los datos del pasado presente; el parámetro mediante el que, precisamente,

establecemos el sentido del discurso, o, si se prefiere, mediante el que ordenamos los conceptos definitorios

dándoles un sentido explicativo; el armazón sobre el que se ordena el conjunto de referencias incluidas en el

65

discurso histórico, ordenándolas positiva/negativamente. Todo cuanto no aparece reseñado cronológicamente

diríase, así, que no sucedió: es decir, resulta definido como in-existente para el discurso histórico, como

históricamente in-significante.

La cronología, al establecer los cauces por los que transcurre el sentido explicativo del discurso, orienta

profundamente las reflexiones sobre el pasado/presente/futuro, pues nos marca lo que podemos considerar

históricamente significativo y lo que hemos de aprender a marginar, en consecuencia, como no-significativo. Si

pensamos en la construcción discursiva de «lo real» historiográfico, nos podremos percatar de con cuánta

facilidad podemos llegar a incurrir en el error de identificar como «no real» -por tanto inexistente- todo lo que

no tiene cabida en el orden androcéntrico del discurso y que, sin embargo, también forma parte de la

existencia humana.

Ciertamente, el parámetro cronológico no comporta una mera sucesión de acontecimientos a través de

diversos espacios-tiempos; no es un sistema métrico aséptico e inocente, sino jerárquico. El parámetro

cronológico constituye el eje que estructura el discurso histórico, el sistema de medición que permite clasificar

las distintas opciones de existencia humana en inferiores/superiores, y, como hemos visto, centra su atención

en la sucesión espacio temporal de las opciones de existencia humana valoradas como superiores, sirviéndose

de las restantes como de simples referencias que permiten resaltar lo considerado como superior. Así se fragua

un relato genealógico-heroico de las batallas que se han tenido que librar ante lo inferior para 1levar a cabo

una progresiva expansión territorial en aras de una imaginaria futura civilización universal.

Las dificultades que presenta la asimilación del orden crono lógico por parte de alumnas y alumnos preocupa

hoy a pedagogos y profesionales de la enseñanza de la historia. De la crítica a un aprendizaje memorístico de

fechas y nombres, se ha pasado a una aproximación más comprensiva de la capacidad para asimilar el propio

orden cronológico. Así, en su obra La enseñanza de la historia a través del medio, (33) Jean-Noël Luc dice:

«...La comprensión del tiempo histórico presenta dificultades peculiares. No depende simplemente del dominio

del tiempo psicológico o físico. No es suficiente para el niño entender la noción de duración absoluta o relativa,

de sucesión, de anterioridad, de posterioridad para concebir el pasado histórico. Dicho pasado no pertenece al

tiempo vivido, personal, al tiempo de los recuerdos (...) El tiempo histórico remite a un largo pasado, infinito,

muy anterior a la vida humana, y a cuyo conocimiento el niño no puede acceder más que por el pensamiento

abstracto y la reflexión. Según J.Piaget, este pensamiento abstracto y formal que libera las operaciones lógicas

de sus ataduras intuitivas o concretas, aparece hacia los once o doce años.»

Esto le lleva a plantearse si debe prescindirse o no de la en cronología, y a concluir optando por «rehabilitar la

cronología»:

«... La iniciación al método histórico debe tomar a su cargo la formación de un pensamiento cronológico. No

basta con descubrir el pasado e interrogarlo. Hay que estructurarlo. Es decir, darle un sentido, un armazón,

gracias a ciertos puntos de referencia objetivos. La conciencia cronológica es todo lo contrario a una conciencia

simple. Representa un instrumento privilegiado al servicio del espíritu crítico, así como para la apreciación de

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las representaciones audiovisuales. Pero el tiempo histórico nos remite a una duración abstracta que el niño no

puede percibir, según J. Piaget, antes del pensamiento formal, hacia los once-doce años. En el estadio de las

operaciones concretas permanece prisionero de una percepción egocéntrica y sincrética de la historia. Sitúa

confusamente los acontecimientos anteriores en relación a su propia existencia. Incluso si toma conciencia de

los vestigios del pasado, no es capaz de localizarlos correctamente en el tiempo. A la hora de identificar el

edificio más reciente o más antiguo de su entorno, el niño se refiere a los elementos sensoriales o a su propia

vivencia. No hay que olvidar estas dificultades psicológicas. Como tampoco sobreestimarlas. Un aprendizaje

apropiado puede facilitar e incluso acelerar el dominio del tiempo histórico por el niño.»

Podemos notar en estos textos algunos de los límites que se establecen a la hora de hacer la crítica a la

cronología: no se duda de la bondad que tal asimilación reporta, sino que se la considera «un instrumento

privilegiado al servicio del espíritu crítico....» frente a las «operaciones concretas» en las que el niño

«permanece prisionero». Me interesa resaltar, sin embargo, la existencia de tiempos diferentes, y el carácter

cultural, no-natural, del tiempo histórico o cronológico. El «tiempo psicológico o físico», el «tiempo vivido,

personal, el tiempo de los recuerdos», se contrapone a la «elaboración intelectual». Pero siempre se valora

como superior esa conciencia cronológica que se deriva de la asimilación del tiempo histórico, una «elaboración

intelectual». Ella puede «liberar las operaciones lógicas de sus ataduras intuitivas o concretas», de los

«elementos sensoriales» y de la «propia vivencia».

Para concluir, notemos que estos parámetros cronológicos que se aplican al pasado/presente/futuro colectivo,

se apoyan, además, en imágenes similares a las que se aplican a la existencia individual humana, a la vez que

las referencias a la infancia o a la juventud refuerzan las imágenes imperfectas que se atribuyen al pasado

colectivo. El discurso histórico se muestra, así, no ya sólo como un discurso que el colectivo adulto difunde

entre las criaturas todavía-no-adultas, a fin de que se identifiquen con unas actuaciones pretéritas que

proyectan un futuro idealizado, sino también como un discurso que nos atrapa, a quienes formamos parte de

tales colectivos adultos, en un itinerario unidireccional que nos conduce ineludiblemente de un presente que a

cada instante se torna pasado imperfecto hacia un imaginario futuro perfecto en aras del cual debemos

sacrificar cada presente. Quizá por ello ese «arte roto, lleno de gritos y miedos».

El Arquetipo Viril, protagonista de la historia

La lectura crítica no-androcéntrica del discurso histórico, tal como aparece en el manual analizado, nos ha

permitido corroborar algo que ya sabíamos, que los libros de Historia hacen muy escasas referencias a las

mujeres, que centran su atención y la de quienes han de estudiarlos mayoritariamente en los hombres. Pero

no sólo eso: los resultados cuantitativos nos han exigido profundizar en el distinto tratamiento y matizar lo que

se dice de la mujer y lo que se dice del hombre, así como su interrelación. Y el descubrimiento de la

articulación discursiva entre lo que se valora positivamente y lo que se valora negativamente, nos ha

conducido a rastrear ya no sólo lo que el texto incluye, sino también lo que excluye y silencia.

Así, hemos podido notar que las referencias a mujer, a pesar de su escasez, se hallan cargadas de

significación, más de lo que podíamos suponer.

67

Unas nos presentan a algunas mujeres corno protagonistas de la historia. Se trata de mujeres con nombre

propio, homologadas a los varones ya que, como ellos, ocupan posiciones hegemónicas respecto a otras y

otros, mujeres y hombres. Ellas simbolizan la imagen positiva de mujer, la imagen de mujer que aprenderán a

ver positivamente las y los estudiantes de BUP. De todas ellas, la mejor tratada es una mujer cuyo

comportamiento se ajusta a las prescripciones simbólico-religiosas de la cristiandad, Teresa de Jesús, virgen y

esposa mística, cuya actividad ha servido de ejemplo a tantas generaciones de mujeres. Las restantes, menos

castas, más profanas, aunque son mencionadas, reciben en general menor atención que los varones de su

rango, y hasta son criticadas con argumentos que no se usan con ellos. Aparecen, pues, también como

heroínas, pero de segundo grado. En todos los casos se trata de mujeres adultas de raza y clase hegemónicas,

mujeres todas ellas que se adecuan a los valores de la cristiandad europea occidental.

De las mujeres, como colectivo especifico, poco se nos dice. A propósito de la cultura valorada como superior,

se habla de ellas asociadas a los niños, como mártires de la revolución industrial a quienes los políticos

redimen. O, a propósito de la civilización paleonegra, se dice que «taladran sus labios para colgar amuletos de

cuarzo o metal». En las referencias a mujer que aparecen junto a referencias a hombre, y en aquellas que

explican algo acerca de las relaciones entre mujeres y hombres, se acentúa este tratamiento diferenciado que

reciben las mujeres, siempre peyorativo en el caso de otras razas, religiones o culturas, más positivo en el

caso de las mujeres que pertenecen a la raza y clase hegemónicas.

También las numerosísimas referencias masculinas resultan significativas. Lo que más sorprende e irrita a mis

alumnas y alumnos de Bellaterra, cuando realizan estos ejercicios de lectura crítica, es la ambigüedad del

masculino (y, en consecuencia, del texto), y eso porque les desmorona su «fe en la razón», la creencia

dogmática en la veracidad del discurso lógico-científico que tanto esfuerzo les cuesta asimilar. Tratar de

discernir entre los masculinos que se refieren a conjuntos de mujeres y hombres, y los que sólo se refieren a

hombres, es una ardua tarea, pero ayuda a tomar conciencia de las pocas ocasiones en que el masculino

presuntamente genérico, generaliza realmente, así como a descubrir la enorme cantidad de los que se refieren

sólo a... algunos hombres: varones adultos de raza y clase hegemónicas. La ambigüedad del masculino

dificulta la cuantificación de los datos plantea constantes dudas, pero vale la pena el esfuerzo por cuanto nos

permite constatar quién es ese hombre que aparece como protagonista de la historia, y la preeminencia que

concede el discurso histórico a las actuaciones de los colectivos viriles de raza y clase hegemónicas.

En definitiva, el primer nivel de lectura crítica no-androcéntrica nos permite descubrir que el hombre que

aparece como sujeto agente de la historia, no es cualquier ser humano, mujer y hombre de cualquier

condición, ni siquiera cualquier hombre, cualquier ser humano de sexo masculino. Se trata de un hombre

adulto de raza blanca, miembro de la cristiandad europea occidental, que se dota de instrumentos de poder y

de saber para practicar una constante expansión territorial a costa de otros seres humanos, mujeres y

hombres, hacia una «civilización universal»: la organización jerarquizada de las relaciones sociales atendiendo

a un sistema imaginado de clasificación social complejo, vinculado a la apropiación patrimonial de los recursos

humanos y naturales y a su explotación, constituye la trama fundamental del orden hegemónico que se

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impone gracias a la coacción (guerra exterior e interior) y a la persuasión/disuasión, al consenso, a la

convicción.

Éste es el protagonista ensalzado en el discurso histórico como ser humano natural-superior, como modelo al

que aspirar. Los numerosísimos nombres propios de varones vinculados al poder o al saber, así como los más

escasos de tas mujeres homologadas por sus actuaciones, ejemplifican la imagen positiva de hombre ante

alumnas y alumnos estudiantes de BUP. Y, gracias a una serie de prejuicios y reforzándolos al mismo tiempo,

la presunción de que el masculino generaliza lo humano, la idea de que la historia no se refiere a las mujeres

porque nunca hicimos nada significativo, excepto las excepcionales que confirman la regla por tanto, la

confusión entre lo que sucedió y lo que los historiadores explican acerca de lo que sucedió; gracias a estos

supuestos previos, este arquetipo viril no opera sólo como modelo de masculinidad, sino como imagen positiva

de hombre, de ser humano, modelo al que aspirar las criaturas humanas no-adultas sin distinción de sexo para

acceder a la adultez, primer peldaño de la hegemonía.

La asimilación in-cuestionada del arquetipo viril como protagonista de la historia y de las restantes trampas

conceptuales que nos tiende el discurso histórico androcéntrico, permite que cualquier mujer u hombre puedan

identificarse con ese modelo particular y partidista de actuación, con su universo mental y sistema de valores.

De este modo, fomenta que también las mujeres aspiremos a asemejarnos a él y lo asimilemos como yo

consciente en el razonamiento académico. Al fin y al cabo, las mujeres podemos hacer lo mismo que los

hombres, eso está claro. Lo que no está tan claro -y constituye problema clave del debate feminista- es si

queremos o no hacer lo mismo que los hombres... ¿Lo mismo que qué hombres?

Notamos ya claramente el empobrecimiento comprensivo a que puede conducirnos atender solamente al

sexismo que vicia el discurso histórico, similar al que produce no atender nada más que a la clase social y

olvidar otras divisiones sociales y su articulación. La división social en razón de sexo se halla profundamente

articulada con otras divisiones sociales que afectan a mujeres y hombres. Y de la misma manera que el

concepto hombre sine para generalizar un modelo particular de masculinidad, así también hablar de la mujer o

las mujeres, sin atender a las restantes divisiones sociales, puede conducir a incurrir en una perspectiva

viciada igualmente por el sexismo adulto racista y clasista que nos revela el androcentrismo, aunque sea con

rostro femenino. Y en este error incurren, consciente o inconscientemente, numerosos análisis feministas que

teóricamente dicen cuestionar desde su raíz el orden social jerárquico, pero que a la hora de la verdad operan

según el modelo de mujer que corresponde a su propia ubicación social, generalizándolo.

Ha que tener en cuenta que el androcentrismo impregna el discurso histórico no sólo a través del uso del

masculino como presunto generalizador de lo humano, sino también a través de otros conceptos clave, que se

hallan articulados en un orden discursivo cuya estructura básica es la cronología, como ya hemos visto. De ahí

que no baste con analizar qué se dice de la mujer y qué se dice del hombre. Hay que llevar la crítica al

universo mental androcéntrico y a su sistema de valores.

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La valoración positiva que reciben hombres y mujeres adultos de raza y clase hegemónicas, se halla

relacionada con determina das actuaciones y actitudes que implican, en primer lugar, considerar natural la

organización jerarquizada de tas relaciones entre seres humanos. Esta consideración naturalista de la

jerarquización social (claramente ahistórica) conlleva la también consideración naturalista de la expansión

territorial, del dominio de unos colectivos humanos por otros, por tanto, de la guerra. En este marco se

entiende la ambigüedad con que se utilizan términos como «civilización» «cultura», «economía», «política»,

«religión»... Formas particulares de organización social, que se han ido imponiendo conflictivamente a lo largo

del tiempo en la cristiandad europea occidental, que ésta ha impuesto a otros colectivos humanos, sirviéndose

de la guerra, el genocidio y la expoliación, aparecen como naturales, como si no correspondiera precisamente

a la reflexión histórica clarificar su génesis y su proceso de implantación. De este modo, la voluntad de dominio

hegemónico sobre la Tierra, queda encubierta bajo las benéficas expresiones de «evangelización»,

«civilización», « progreso», «universalidad».

Hasta aquí, algunas conclusiones acerca de lo que incluye el discurso histórico, y de sistema de valores que

trasluce a partir de lo que valora positiva o negativamente. Hemos podido notar que este supuesto discurso de

la historia es, predominantemente, un discurso a mayor honra y gloria de la progresiva expansión territorial de

los colectivos hegemónicos de la cristiandad europea occidental. Ahora bien, ni siquiera se nos suministran

todos los datos acerca de estos colectivos hegemónicos: el discurso histórico atiende en especial a los

colectivos viriles y a sus miembros, pero apenas nada dice de las mujeres de los colectivos hegemónicos, y

excluye referirse a las relaciones entre mujeres y hombres en el seno de estos colectivos.

Recordemos que las menciones a actividades en las que se interrelacionan mujeres y hombres son muy

escasas; y que merecen más atención cuando se habla de culturas a las que se considera inferiores, que en la

mucho más amplia y detallada explicación del pasado de la cristiandad europea occidental. Esto se debe a que

mientras el papel del sistema de parentesco se utiliza como argumento para valorar peyorativamente otras

culturas, otras religiones, se excluye considerarlo al explicar el pasado-presente de la cristiandad. De este

modo, el silencio acerca de cómo se fraguó y se ha ido imponiendo históricamente el sistema patrimonial

monogámico cristiano, así como su posterior versión laica, se amalgama con las valoraciones negativas que ser

vierten sobre otras formas de parentesco (especialmente la poligamia), y genera un tupido velo dogmático que

impide reflexionar serenamente acerca de la importancia de esta institución básica de nuestra organización

social, menos aún en su relación con las restantes instituciones.

De esta forma, la consideración peyorativa de otras formas de parentesco y el silencio que se cierne sobre la

génesis histórica del imperante en nuestra cultura, nos deja desprovistas y desprovistos de elementos para

incluir en nuestra reflexión histórica aspectos fundamentales de nuestro presente colectivo y personal, acaso

las raíces que lo fundamentan. Ni siquiera cuando se explican las variaciones demográficas su tiene en cuenta

que la humanidad nace de mujer; tampoco se considera la reglamentación de las relaciones entre mujeres y

hombres para la reproducción de la especie, y su relación con su apropiación patrimonial de los recursos

humanos y naturales por parte de las familias, como la estructura básica que ha permitido tanto las formas de

acumulación feudal y capitalista, como las distintas formas de organización política, de la monarquía a la

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aristocracia y a la democracia. De este modo, esta institución básica de la organización social, a través de la

cual su reproduce generacionalmente la colectividad, queda relegada al misterio, esa forma de pensamiento

que hace creíble una simbolización de la mujer tan antihumana como es una maternidad virginal.

El silencio sobre el sistema de parentesco patrimonial monogámico es, pues, silencio sobre los fundamentos de

las distintas instituciones, que se nutren de seres humanos ya adultos. La asimilación del discurso histórico nos

conduce, así, a considerar significativo cuanto corresponde a las actuaciones públicas de los miembros de los

colectivos viriles hegemónicos, a las actuaciones de las mujeres homologadas. Las actuaciones públicas

reciben, así, valoración privilegiada frente a las actuaciones interpersonales o «privadas». Podemos decir,

pues, que el discurso histórico androcéntrico, es, también, público-céntrico, es decir, que su estudio conduce a

asimilar la perspectiva que se obtiene desde los escenarios públicos del centro hegemónico.

De hecho, el arquetipo viril es, fundamentalmente, un modelo de comportamiento público: sus diversas

versiones nos ofrecen otras tantas formas de actuación pertinentes para participar en los escenarios públicos,

esos escenarios que se construyeron primero como templos, después como palacios, plazas públicas,

mercados..., gracias al arte y a la técnica. Y aquí radica la importancia del estudio del discurso histórico por

parte de las jóvenes generaciones: persuade de que el funcionamiento de la sociedad es natural-superior, por

tanto, disuade de que tal funcionamiento pueda modificarse, menos aún desde sus cimientos, es decir, genera

un profundo consenso entre quienes lo asimilan.

El discurso histórico androcéntrico constituye, así, uno de los instrumentos básicos del ritual iniciático a que

deben someterse hoy mujeres y hombres de un centro hegemónico amplio y diverso, estructurado a su vez

como en círculos concéntricos jerarquizados, complejo, constituido por esa tercera parte de la humanidad que

se precia de haber accedido a la sociedad del despilfarro, aun a expensas de los dos tercios de la humanidad

que pasan hambre, y gracias a haber desarrollado una grandiosa capacidad de autodestrucción. Y esta forma

de explicar el pasado repercute en las explicaciones del presente y en las actuaciones presentes que se

orientan hacia un futuro imagen idealizada del presente. De ahí que cuanto he analizado en el discurso

histórico podamos hallarlo también en el discurso de las restantes ciencias sociales y en los diversos productos

de la cultura de masas. El proceso de asimilación personal de la memoria histórico-colectiva fragua da a la

medida legitimadora del presente, permite que las jóvenes generaciones sean instruidas para que reemplacen

a sus predecesores, pero al mismo tiempo restringe la reflexión sobre el pasado y el presente a un universo

conceptual viciado, en la medida en que lo asimilamos acríticamente.

Quizá por ello las constantes dificultades de tantas teorías fruto de buenos propósitos para transformar la vida

social. Y es que el pensamiento crítico requiere, sin duda, una autocrítica que nos impida naufragar en

presuposiciones de superioridad/inferioridad.

Puede comprenderse, por todo lo dicho, por qué he tanto en la distinción entre sexismo y androcentrismo en

este «cuaderno inacabado» de laSal, ediciones de les dones.

71

Por todas estas razones, quisiera insistir, para concluir de fundamentar la crítica en la autocrítica, pues el

descubrimiento del orden androcéntrico del discurso plantea no sólo problemas metodológicos, sino

epistemológicos, es decir, relacionados con las formas de conocimiento que afectan a la esencia del saber

hegemónico viril, de la forma de conocer que hemos aprendido a valorar como superior, a identificar con

saber.

Hemos podido notar que la identificación del arquetipo viril como lo natural superior humano, que asumimos

en el proceso educativo, en el que el discurso histórico juega un papel relevante, nos produce imágenes

distorsionadas sobre nuestro pasado y el de otros colectivos humanos y, así, sobre nuestro presente. Nos lleva

a creer que nuestra actual forma de vida es el resultado de un proceso ineludible y benéfico hacia la

«civilización» por excelencia, y esa creencia lastra los análisis acerca del presente, informativos, políticos, de

las ciencias sociales.... De este modo, nos dificulta poder considerar -sin temor a incurrir en lo caótico y el

primitivismo- otras opciones culturales que modifiquen la actual desde su raíz, u no sólo opciones que hayan

sido desarrolladas por otros colectivos humanos, sino incluso aquellas que a lo largo de nuestro pasado fueron

reprimidas hasta imponerse las que nos han conducido a nuestra situación actual. Estas imágenes repercuten

en nuestras reflexiones sobre la vida social, como en la imagen que nos hacemos de nosotras mismas, de

nosotros mismos, en las expectativas que debemos alcanzar; por tanto, influyen en el resultado colectivo de

las actuaciones interpersonales, en la dinámica social. De ahí que las mujeres que nos hemos sometido a los

requisitos del sistema educativo no nos sintamos excesivamente molestas al utilizar términos que, en principio,

nos excluyen: hemos aprendido a pensar nuestros sentimientos virilmente.

De ahí también la actual opacidad androcéntrica del discurso, el constante encubrimiento con el que nos hemos

familiarizado, tanto cuando leemos como cuando escribimos. Hemos creído humano cuanto no es sino propio

de un varón adulto con voluntad de hegemonía expansiva sobre otras y otros mujeres y hombres. Por ello, las

explicaciones que nos ofrecen la historia y las restantes ciencias sociales, nos parecen coherentes y

convincentes, de modo que, a nuestro turno, ya adultos, las repetimos sea como madres o padres, como

profesores, periodistas, intelectuales, feministas o políticos, y hasta pueden torpedear nuestras reflexiones

personales. Pero precisamente nuestras reflexiones personales, la cotidiana vivencia reflexiva, nos han llevado

a sospechar de esas verdades históricas, y ello nos ha permitido descubrir, poner al descubierto ese sistema de

valores arquetípico viril que habíamos aprendido a creer natural.

Este contraste entre lo que conocemos a través de nuestras vivencias reflexivas, cotejando pequeñas

evidencias vitales con la información que nos llega a través de los distintos instrumentos del saber, constituye

una decisiva brecha epistemológica, como diría Edgar Morin. Pero para avanzar por ella, para ir logrando

nuevas perspectivas no-androcéntricas, no-...céntricas, es decir, desde fuera de cualquier centro hegemónico,

es preciso que la crítica parta siempre de la autocrítica de cuanto hemos asumido hasta aprender a encarnarlo.

De hecho, el trabajo que he realizado en estos años, y que he resumido en este cuaderno, no ha pretendido

tanto hacer una crítica a La Política de Aristóteles o de los manuales de historia de BUP o de las obras

universitarias de historia del pensamiento, o de tantas otras, como utilizar cualquier ocasión para practicar un

72

gratificante des-aprendizaje autocrítico de cuanto encorsetaba mis pensamientos, una excursión por las

márgenes de la eterna sinrazón femenina. Éste es uno de los posibles caminos para ir reconociendo a cada

momento qué es ser mujer u hombre, qué puede ser un ser humano no confundido por el sistema de

afirmaciones/negaciones sobre las que se erige el saber viril.

73

Otras reflexiones. Del otro lado de la cara oculta del saber viril

«... Encara cal obrir l'oracle de la nostra história per saber qui som... »

LLUÍS LLACH, Somniem

Al tirar del hilo de la exclusión de la mujer del discurso histórico, nos hemos ido acercando, poco a poco, desde

lo que el texto incluye y valora positivamente hasta su relación con lo que valora negativamente y, al rastrear

estas negaciones, hemos podido descubrir las amplias márgenes de lo excluido y así silenciado; en definitiva,

lo encubierto opacamente hoy por el discurso androcéntrico.

Hemos vislumbrado, así, lo valorado como actividades humanas existentes y la comprensión de nuestro

pasado-presente personal-colectivo de criaturas humanas. Y esta ampliación de nuestro campo comprensivo

nos ha permitido percibir lo incluido y valorado positivamente como una versión particular y partidista acerca

de la existencia humana, epopeya del orden social hegemónico androcéntrico.

De este modo, hemos ido pasando de una lectura lineal a otra de carácter simbólico, jugando con el orden

relacional que nos propone el texto, buscando las asociaciones y condensaciones de imágenes que el texto

suscita, la articulación profunda de su sistema de valoraciones positivas que niegan, de inclusiones que

excluyen. Y así hemos podido percibir que el orden androcéntrico del discurso histórico, tal como se ha

configurado como saber legitimado y legitimador, constituye la principal dificultad con que tropezamos, puesto

que nos habitúa a considerar in-significantes determinados aspectos de nuestra existencia humana, y a valorar

negativamente determinadas actitudes para ensalzar como positivas aquellas que se orientan a perpetuar un

sistema de relaciones antihumanas, que hace posible que unos seres humanos vivan a expensas de otros.

Aquí radica una de las principales dificultades con que topamos una y otra vez al realizar estos ejercicios de

lectura crítica: bajo la aparente linealidad del discurso racional, en este caso del discurso histórico, subyace

una estructura simbólica profundamente encubierta que opera articulando negaciones/afirmaciones, un

universo simbólico complejo y coherente en el que una valoración negativa sugiere su inversa valoración

positiva y viceversa. Es a este sistema de valores no explicitado a lo que me refiero cuando hablo del sustrato

simbólico-religioso, de carácter sacral, del saber viril. Y es en esa no explicitación de esta subestructura

simbólica donde hallamos el velo opaco que encubre actualmente el punto de vista androcéntrico. Es decir:

una lectura lineal lógica, tal como se ordena en un texto, nos ofrece sólo la cara opaca del discurso

androcéntrico; la lectura crítica no-androcéntrica que he realizado, me ha arrastrado poco a poco a indagar la

otra cara de la opacidad, la cara oculta del saber instrumento del poder viril. La crítica enraíza en la autocrítica

y exige sopesar los distintos usos que se hacen y hacemos de los conceptos según de qué seres humanos

hablemos, según nos hayamos habituado a valorar positivamente o rechazar las distintas actividades y

actitudes humanas, a poner, pues, en tela de juicio nuestras propias actuaciones y actitudes cotidianas. Nos

exige, también, descubrir el orden que estructura el texto, las relaciones que establece entre el principio, el

74

final y las argumentaciones intercaladas, a indagar barajando una y otra vez, el texto, a cuestionar, por tanto,

nuestros hábitos mentales, nuestras convicciones, hasta dar con la relación entre lo que pensamos y lo que

vivimos. Y de este modo, nos vamos situando ya del otro lado de la cara oculta del saber viril, del lado de acá.

Pero es ahí, en esa confrontación entre el vivir y el pensar, donde hallamos ese universo simbo-lógico viril que

impregna en mayor o menor medida textos que hasta ahora creíamos tan distintos textos conservadores y

progresistas, que impregna nuestros pensamientos; ese universo que pervive con más nitidez en las

expresiones religiosas, artísticas, en los productos de la cultura de masas, es decir, en los discursos

institucionales que fraguan la sentimentalidad hacia lo que debe ser. El universo simbológico viril linda con

profundos pánicos que en la medida en que nos persuaden de que la existencia humana ha de adecuarse a lo

natural-superior, nos disuaden de que podamos vivir de otras formas so pena de incurrir en el amenazante

Caos, nos convencen incluso de que cuanto hacemos en el tratar de vivir humano de cada día que no se

orienta a proyectos superiores sólo es digno de ser valorado negativamente o silenciado por pudor.

Las argumentaciones racionales mediante las que se entreteje el discurso androcéntrico aparecen, así, como

sistemas que permiten argumentar el sentimiento de lo que debe ser, sistemas engarzados con ese sistema

simbólico viril que fundamenta la dicotomía entre lo que debe ser/lo que no debe ser, lo afirmado/lo negado. Y

la valoración hegemónica de estas argumentaciones racionales, la consideración actual del discurso lógico-

científico como saber verídico, hace que no nos detengamos a reconsiderar si cuanto hemos aprendido a creer

que no debe ser, a valorar negativamente o a excluir de nuestros razonamientos, contiene posibilidades de

existencia humana más humanas que las que hoy vivimos. Quizá por ello los callejones sin salida y los

interrogantes siempre sin respuesta a que nos conduce el discurso académico, la incapacidad del discurso

político, incluido el que se autoproclama critico, para mejorar la vida social; quizá también por ello la actual

revitalización de explicaciones simbólicas de claro carácter religioso. No en vano muchos intelectuales

considerados críticos han encallado en ese universo simbólico viril, en el que anidan los pánicos que cada cual

hemos encarnado desde la infancia al familiarizarnos con los pánicos colectivos fraguados en el pasado de

nuestra cultura. Porque es inútil hacer ver que no existen, o que no nos afectan: sólo perdemos el miedo a

algo cuando percibimos al fin la desproporción entre sus dimensiones tangibles y las que imaginariamente le

habíamos otorgado. Y el aprendizaje de la simbología viril que realizamos desde la más tierna infancia consiste

precisamente en habituarnos a vivir de acuerdo con las normas hegemónicas, a restringir nuestra capacidad de

imaginar otras posibilidades de existencia humana, a coaccionar nuestra capacidad de vivir. De ahí que su

desaprendizaje requiera nuevas prácticas, a la vez que las nuevas prácticas, y la consideración de que estas

prácticas también se hallan cargadas de significado para la comprensión de nuestra existencia humana,

constituyen la base nutricia de estas reflexiones no-androcéntricas. Por esta razón he señalado, como puntos

de partida de estos ejercicios de lectura crítica, la valoración positiva de evidencias vitales.

Ciertamente, el proceso educativo al que nos sometemos constituye un elemento clave del funcionamiento de

la vida social: la consideración como natural de las relaciones de poder por parte de cada cual es el lubricante

que amortigua los chirridos de la maquinaria jerarquizadora de las relaciones interhumanas. Esta imagen

naturalista de las relaciones jerárquicas la asimilamos en la práctica de la vida diaria, y la reforzamos al

75

aprender a argumentarla históricamente. Del estudio de la historia aprendemos a deducir que unos pocos

seres humanos hacen la historia y el resto... ¿la padecemos?, ¿sólo nos queda la alternativa de la pasividad

frente a esa actividad que hoy más que nunca muestra su capacidad de destrucción humana? Si creemos tal

cosa, procuraremos participar en esa actividad histórica, adecuar nuestras actuaciones a ese arquetipo viril que

aparece como protagonista de la historia. Ahora bien: así como el que desea definirse superior necesita definir

a otro como inferior, quien no comparte tal deseo no tiene por qué creerse la definición que propugna este

sistema de clasificación antihumano. De ahí que haya señalado, como punto de partida de estas lecturas, la

evidencia de que la humanidad está constituida por mujeres y hombres diversas y diversos, y que tal

diversidad no implica valoraciones de superioridad e inferioridad: precisamente lo que hay que clarificar es

como se imponen estas valoraciones, cómo se han generado históricamente y se han difundido a través del

espacio del tiempo.

Otra evidencia vital, otro punto de partida: la humanidad nace de mujer. Hemos podido notar que el discurso

histórico sólo aborda el sistema de parentesco como argumento para valorar negativamente otras culturas, lo

que le permite legitimar el sistema impuesto por la cristiandad europea occidental sin siquiera explicitarlo. Lo

negado nos conduce a las imágenes de lo excluido, de algo que todos los seres humanos hemos vivido

originariamente. Pero no podemos dejar encallar nuestra reflexión en el universo simbólico viril en el que se

fundamentan las explicaciones lógicas y contraponer, por ejemplo, una maternidad idealizada a la paternidad

prioritariamente idealizada. La frase sirve para llamar la atención sobre algo que indudablemente las mujeres

aportamos a la existencia humana, fruto de una actividad en la que mujeres y hombres entramos en profunda

interrelación, en la que la unión entre un hombre y una mujer hace que nuestro cuerpo de mujer se regenere

en otros cuerpos de mujeres y hombres. Algo que, sin embargo, hemos aprendido a ver vivir negativamente

(«parirás hijos con dolor») como una obligación que nos somete, y a excluir de nuestras reflexiones sobre

nuestro pasado y nuestro presente. Los europeos -nos dice el discurso histórico- necesitaron y necesitan cada

vez más tierras porque la población aumentó considerablemente, ¿debido a...? En ningún caso se hace

referencia a la reglamentación de las relaciones para la reproducción de la especie que, indudablemente, son

decisivas no sólo para el control demográfico, sino para supeditar las relaciones afectivas a las exigencias

demográficas del centro hegemónico. Se oculta así el carácter patrimonial y jerárquico de la paternidad que ha

definido también a su medida la maternidad: «Creced y multiplicaos y poblad la Tierra... »

Se oculta, también, que no todos los seres humanos consideramos natural dominar m territorio del que

necesitamos para nuestra supervivencia, que no todos los colectivos humanos han seguido la lógica de

dominar cada vez más espacio operando una mayor economía de recursos humanos y naturales, explotando

hasta esquilmar la Tierra. Es más, se considera la explotación intensiva y extensiva de los recursos humanos y

naturales, actividad natural-superior, actividad trascendente que permite definir negativamente a quienes no la

desarrollan. Recordemos que mientras esta forma de relaciones con la naturaleza para obtener bienes, propia

de la cristiandad europea occidental, es definida como «economía», la actividad de los africanos de no

explotación de los recursos naturales es definida como «religión» encubriéndose así el carácter religioso del

sistema de valores «económico».

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En definitiva, ese orden social jerárquico, que asimilamos como natural desde que nacemos en una familia en

la que el padre es definido superior a la madre y ambos a los hijos ya las hijas, y los hijos a las hijas, ese

orden jerárquico que el ordenamiento público de la vida socia1 refuerza, y que permite una sistemática

expansión territorial a expensas de otros colectivos humanos, eso es lo in-cuestionado en el discurso histórico

androcéntrico. Quizá porque exigiría dejar de considerar la infancia negativamente, renunciar a cualquier

estatuto de superioridad, como adultos en el seno de nuestra propia sociedad, y también en relación o otras

sociedades, no hay que olvidar el carácter etnocéntrico del saber viril, que está al servicio de esa tercer parte

de la humanidad que ha accedido a la sociedad del despilfarro a expensas de las dos terceras partes de seres

humanos que pueblan la Tierra y pasan hambre.

Por ello he iniciado este «cuaderno inacabado» distinguiendo entre sexismo y androcentrismo; advirtiendo de

los errores en que podemos incurrir si hablamos de las mujeres generalizando nuestro particular universo

mental sin matizaciones, errores similares a los que vician los masculinos en el discurso androcéntrico;

propugnando que dirijamos nuestros esfuerzos no ya hacia la historia de la mujer y otras indagaciones

particulares sobre las particularidades de la mujer, sino hacia nuevas reflexiones acerca de nuestro pasado y

presente de mujeres y hombres que nos clarifiquen cómo orientarnos a cada momento el futuro convirtiéndolo

en presentes ya pasados.

Al llegar a este punto se me suele pedir que concrete alternativas. Alternativas no-.... céntricas hay muchas,

más de las que creemos, tantas como actitudes humanas que buscan entendimiento, tantas como actitudes de

entendimiento hayamos desarrollado y desarrollemos las criaturas humanas. Anda buscándolas, probándolas,

sopesándolas, primero en silencio... Quizá vivir sea cada instante aprender a vivir.

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Notas

Primera Parte. Entorno al Androcentrismo en «la Historia»

1. De la relación entre sexismo y clasismo en el sistema educativo, me ocupé en «La educación de la mujer, o

como modelar seres pasivos y dependientes » (Cuadernos de Pedagogía, n.4: abri1, 1975), y en «La educación

de la mujer: una estafa» (Vindicación Feminista, n.10, abril, 1977).

2. DURÁN, M. A., «Liberación y utopía. La mujer ante la ciencia», en DURAN, M.A. (ed), Liberación y utopía,

(Madrid: Akal, 1982)

3. En este sentido, es interesante tomar en consideración lo que plantea MARQUES, J.V., en No es natural.

Para una sociología de la vida cotidiana (Barcelona, Anagrama, 1982, pág. 63 y sigs.).

4. DURAN, M. A., «Prólogo» a Liberación y utopía, op. cit. Sobre la importancia que el estudio de este tema

tiene hoy en las universidades del Estado español, véase IGLESIAS DE USSEL, J. Elementos para el estudio de

la mujer en la sociedad española: análisis bibliográfico 1939-1980 (Madrid: Ministerio de Cultura. 1980) y

DURAN, M. A., La investigación sobre la mujer en la Universidad española contemporánea. Para un catálogo de

Tesis y Memorias de Licenciatura sobre la mujer (Madrid: Ministerio de Cultura, 1982). Sobre la importancia de

este tema en la historiografía contemporánea, véase NASH, M., Nuevas dimensiones en historia de la mujer,

en NASH, M. (ed.), Presencia y protagonismo. Aspectos de la historia de la mujer (Barcelona: Ediciones del

Serbal, 1984).

5. Moia, M. I., El no de las niñas. Feminario antropológico (Barcelona: laSal, edicions de les dones. 1981, pág.

13). Sobre el cuestionamiento que algunos intelectuales hacen del pensamiento androcéntrico, véanse GARCÍA

MESSEGUER, A., Lenguaje y discriminación sexual. (Madrid: Edicusa. 1977); MARQUES, J. V., «Los dos

campos ideológicos del sistema de dominación masculina» en Varios autores, Sexismo en la Ciencia,

(Barcelona, Universidad Autónoma, 1982) y CRESPÁN, J. L., «Algunas consideraciones sobre el patriarcado

como modelo analítico», en Varios autores, II Jornades del Patriarcat (Barcelona: Universidad Autónoma,

1983).

6. Véase, Varios autores, Nuevas perspectivas sobre la Mujer, Actas de las 1 Jornadas de Investigación

Transdisciplinaria (Madrid: Universidad Autónoma, 1982, 2 vols.)

7. Véase, Varias autoras, Sexismo en la Ciencia. Actas del Seminario sobre Androcentrismo en la Ciencia

(Barcelona: Universidad Autónoma, 1982).

8. MOIA M.I., op. cit., «Glosario».

9. Tengo que agradecer a una conversación con Ma. Jesús IZQUIERDO esta matización, de gran interés.

78

10. Para clarificar el sentido de ANER, -DROS, tal como se expone aquí véase BAILEY, A., Dictionnaire Grec-

Français (París: Hachette, 1950) y CHANTRAINE, P., Dictionnaire étymologique de la langue grecque. Histoire

des mots (París, Klincksieck, 1962, vol.I). Sobre la elaboración del concepto del «verdadero hombre» entre los

griegos, véase VEGETTI, M., Los orígenes de la racionalidad científica (Barcelona: Edicions 62, 1981, págs. 125

y sigs.).

11. Utilizaré algunos recursos expresivos como éste: in-significante, para subrayar tanto la composición de la

palabra como el sentido de la partícula in, que negativiza: in-significante = no significante, que no se considera

que tenga significado # que no tiene significado. Que algo se considerado in-significante por alguien resulta

significativo para clarificar el sistema de valores de esa persona.

12. SAU, V., Un diccionario ideológico feminista (Barcelona, Icaria, 1981, págs. 217-219 y 32-33).

13. HARRIS, O. y YOUNG, K., «Introducción» a Antropología y feminismo (Barcelona, Anagrama, 1979).

14. Una lectura no-androcéntrica de la obra de F. ENGELS, El origen de la familia, la propiedad privada y el

Estado, pone de manifiesto que, a pesar de que hemos considerado que esta obra abre paso a la consideración

de la problemática de la mujer en el pensamiento marxista, el autor formula una hipótesis androcéntrica en la

línea de lo que se denomina «la hipótesis del cazador», sólo que Engels se refiere al pastor nómada como

creador de la cultura y de la riqueza en lugar de hablar del cazador: en todos los casos, la división sexual se

sitúa en un sustrato biológico pre-cultural, como si en consecuencia no pudiera ser transformado

culturalmente.

15. LINTON, S., La mujer recolectora: sesgos machistas en antropología, en HARRIS, O. y YOUNG, K.,

Antropología y feminismo (Barcelona, Anagrama, 1979).

16. ROHOLICH-LEZVITT, R., SYKES, B. y WEATHERFORD, E., La mujer aborigen: el hombre y la mujer

perspectiva antropológica, en HARRIS. O., y YOUNG, K., op.cit.

17. LINTON,S., op. cit, pág. 37.

18. AMORÓS, C., Rasgos patriarcales del discurso filosófico: notas acerca del sexismo en filosofía, en DURÁN,

M. A. (ed.), op. cit., págs. 35-36.

19. Ibid., págs. 37-38.

20. DURAN, M. A., Liberación y utopía. La mujer ante la ciencia, op.cit., págs.30-31.

21. Para ver los rasgos fundamentales de esta hipótesis, puede verse ARDREY, R., La evolución del hombre; la

hipótesis del cazador (Madrid: Alianza, 1978), y GOLOBERG, S., La inevitabilidad del patriarcado (Madrid:

Alianza, 1973).

79

22. BENEDICT, R., en El hombre y la cultura (Barcelona: EDHASA, 1971) y MEAD, M., en Macho y hembra

(Buenos Aires: Tiempo Nuevo, 1972), aportan datos que hacen reflexionar sobre los modelos de

comportamiento masculinos y femeninos codificados de distintas formas por diferentes culturas. En una línea

de análisis similar, podemos situar los recientes estudios en torno a la relación entre sexo y género, así en

IZQUIERDO, M.J., las, los, les (lis, lus). El sistema sexo/género y la mujer como sujeto de transformación

social (Barcelona: 1aSal, edicions de les dones, 1983). Conviene notar que para clarificar la configuración de

los géneros culturales es imprescindible atender a su historicidad.

23. Michel FOUCAULT ha planteado esta relación entre saber y poder en diversas obras suyas, en especial

puede verse Arqueología del saber, (México: Siglo XXI. 1979, 6a. ed.) y El orden del discurso (Barcelona:

Tusquets, 1980, 2a. ed.).

24. MOIA, M.I., op. cit. pág. 23.

25. Esa supuesta «universalidad» del sufragio excluye, también cualquier referencia a la edad, a pesar de que

ha variado y continúa variando.

26. La dicotomía entre «lo significativo»/«lo in-significante» históricamente, se relaciona no sólo con la

valoración dicotómica de «lo masculino»/«lo femenino», sino con otras: así, cultura/naturaleza. Hay que tener

en cuenta, como dice Serge MOSCOVICI en Sociedad contra natura (México: Siglo XXI, 1975), que esta

dicotomía induce a graves errores, ya que somos naturaleza culturizada.

27. Como puede verse en NASH, M. (ed.), op. cit., la «nueva historia de la mujer» engloba trabajos y

planteamientos teóricos diversos. Sin duda, sin todas estas investigaciones que están poniendo sobre la mesa

a parcialidad del discurso histórico androcéntrico, seria difícil que nos hubiéramos planteado la posibilidad de

indagar acerca de las estructuras profundas del discurso histórico.

28. ROWBOTHAM, Sh., La mujer ignorada por la historia (Madrid: Debate, 1980), págs. 10-11. También tienen

interés las obras de la misma autora, Feminismo y revolución y Mundo de hombre, conciencia de mujer,

publicadas asimismo en Ed.Debate.

29. En Varias autoras, Nuevas perspectivas sobre la mujer, op.cit., Vol. I. págs. 61-70.

30. Me referí a este problema en dos artículos publicados en L'Avenç en febrero y abril de 1981

respectivamente, «Per una història total no androcèntrica» y «Sheila Rowbotham: historiografía feminista i

historia», y éste ha sido un tema central en mis reflexiones desde entonces.

31. Este principio enunciado por Karl MARX en el Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política,

(MARX, K. y ENGELS, F., Obras escogidas, 2 vols., Madrid, Akal. 1975) sirve de base al análisis marxista de la

historia. La lectura no-androcéntrica de éste y otros textos de Marx y Engels fue decisiva para que me

plantease decisivamente las limitaciones de esta forma de análisis.

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32. VILAR, P., Iniciación al vocabulario del análisis histórico, (Barcelona: Crítica, 1980).

33. Sobre problemas diversos que plantea hoy el discurso histórico pueden verse CHESNEAUX, J., ¿Hacemos

tabla rasa del pasado? A propósito de la Historia y de los historiadores, (México: S. XXI, 1977); Varios autores,

Historia y diversidad de las culturas (Barcelona: Ediciones del Serbal/ UNESCO, 1984), y SAMUEL R. (ed.),

Historia popular y teoría socialista (Barcelona: Crítica, 1984).

34. Sobre la importancia que se presta actualmente a la relación entre las divisiones sociales según el sexo y la

clase social, véanse las obras ya citadas de NASH, M. (ed.), SAMUEL, R. (ed), e IZQUIERDO, M. J.

35. Sobre estas cuestiones, desde una perspectiva marxista crítica véase CHESNEAUX, J., op.cit.

36. Para comprender el papel que la jerarquía de edad puede tener en las relaciones sociales, puede verse

BENEDICT, R., Continuidad y discontinuidad en el condicionamiento cultural, en HOROWITZ, I.L., Historia y

elementos de la Sociología del Conocimiento (Buenos Aires: EUDEBA, 1974, 3ª ed., vol.1). Véase también

IZQUIERDO, M. J., op.cit., y «Poder, sexo y edad», en Varios autores, II Jornades del Patriarcat, op. cit.

37. Tanto MOSCOVICI, S., en Sociedad contra natura, op.cit., como MORIN, E. en El paradigma perdido, el

paraíso olvidado. Ensayo de bioantropología, hacen un lúcido análisis del antropocentrismo que vicia el

discurso sobre las relaciones entre naturaleza y cultura.

38. LURIA, A. R., Lenguaje y pensamiento (Barcelona: Fontanella, 1980).

39. OSTERRIETH, P., Psicología infantil. De la ‘edad bebé', a la madurez infantil (Madrid: Morata, 1973, 3ª

ed.).

40. DURÁN M. A, Liberación y utopía. La mujer ante la ciencia, op.cit., pág. 13

41. Ibid., pág. 14.

42. GARCÍA MESEGUER, A., Lenguaje y discriminación sexual, op.cit. pág. 258

43. DURAn, M.A., op.cit. pág.14.

44. MOIA, M., op. cit pág. 29.

45. Ibid., pág. 30.

46. DEMONTE, V., Lenguaje y sexo. Notas sobre lingüística, ideología y papeles sociales, en DURAN, M. A.

(ed), op. cit., pág. 73

47. GARCÍA MESEGUER, A., op.cit.

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Segunda Parte. Ejercicios de lectura crítica no-androcéntrica El arquetipo viril, protagonista de «la

historia»

1. Me fue necesario leer detenidamente las obras de Adriene RICH, Nacida de mujer. La crisis de la maternidad

como institución y como experiencia (Barcelona: Moguer, 1978) y de Martha I.MOIA, El no de las niñas.

Feminario antropológico, op.cit., para poder sacar a flote en mi memoria conciente la importancia que tiene

para la humanidad helecho de nacer mujer, dato que había menospreciado hasta entonces, por ser

considerado in-significante por el discurso histórico androcéntrico, aun cuando yo había dado a luz una hija. El

planteamiento de Martha MOIA sobre el "ginecogrupo" me permitió poder imaginar formas de parentesco no-

androcéntricas, en las que se valorase en su justa medida la aportación de las mujeres a la vida humana,

punto de partida de las lecturas no-androcéntricas que expongo en este trabajo.

2. Véase AMORÓS PUENTE, C. ¿Herederas o desheredadas? Notas para una crítica de la razón patriarcal, en

Varias autoras, Debat sobre la situació de la dona (Valencia: Conselleria de Cultura, Educació i Ciencia, Servei

de la Dona, 1984)

3. Una lectura crítica de obras que se hablan sobre los orígenes de la existencia social humana nos permite

descubrir que este planteamiento está fuertemente arraigado; así en MORÍN, E., op. cit., y en ENGELS, F., tal

como he señalado en supra, nota 14.

4. MOSCOVICI, S., op. cit.

5. GARCÍA MESSSEGUER, A., op. cit., lo cita haciéndose eco, según dice, de una práctica del movimiento

feminista.

6. FERNÁNDEZ, A., LLORENS, M., ORGEGA, R., y ROIG, J., Occidente. Historia de las civilizaciones y del arte

(Barcelona, Vicens Vives, 1980 6ª ed., págs. 55-56).

7. Las primeras intuiciones acerca del papel del arquetipo viril en la configuración cultural de una vocación de

muerte fraticida, las plasmé en Huellas de mujer en el pasado: reflexiones en torno y a parir del

androcentrismo en la historia, en varias autoras, Sexismo en la ciencia, op. cit. y en «El arquetipo de la

virilidad: hegemonía/dependencia y conflictos de la identidad cultural personal/colectiva», ambas ponencias

escritas en 1981.

8. Como advierte Martha MOIA, op.cit., el lenguaje dificulta que nos refiramos a lo propio de mujer sin incurrir

en el patrón femenino hegemónico, por lo que ella propugna recuperar el término mujeril. En el caso de los

hombres, podemos distinguir entre lo masculino y lo viril, aunque exista a creencia difundida de que la única

masculinidad es viril.

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9. MORENO SARDÀ, A., «Las raíces históricas de la problemática actual de la comunicación social. Elementos

para una Historia de la Comunicación Social No-Androcéntrica», tesis de doctorado leída en la Facultad de

Historia de la Universidad de Barcelona, 1984 (inédita).

10. ARISTÓTELES, Política, Libro IV (edición de P. de AZCÁRATE, Madrid:Espasa Calpe, 1982, 15ª ed.)

11. Ver supra, Primera Parte, pág. 22 y nota l0.

12. Estas relaciones se explican detenidamente en el Libro I de La Política de ARISTÓTELES. Curiosamente,

autores y autoras contemporáneos que se refieren a esta obra se resisten a traducir OIKONOMIA por

economía, consideran solo economía las relaciones amo-esclavo y el cuarto elemento que según el filósofo

forma parte de la OIKONOMIA, es decir, la adquisición de los bienes, y definen como familia las relaciones

entre el varón y la mujer, el padre y los hijos, proyectando así el presente hacia el pasado. Esto impide no sólo

comprender mejor la obra del filósofo, sino además conocer las transformaciones históricas que han sufrido los

ámbitos privados/públicos hasta configurarse tal como aparecen en la actualidad. He preferido dejar los

términos en griego para que cada cual haga su propia composición de lugar.

13. Los tres primeros libros de La Política de ARISTOTELES explican claramente la relación entre OIKONOMIA y

POLITIKE, es decir, entre los ámbitos privado y público. Pero estos libros, especialmente el I y el II, suelen

considerarse de escasa importancia en relación con los restantes, que se centran en la política, es decir, en los

conflictos que se producen en el seno del colectivo viril griego por el reparto del poder.

14. ARISTÓTELES, Política, Libro I. El niño es definido A-TELOS, es decir, que todavía no cumple el fin.

15. ARISTÓTELES, Política, Libro I.

16. No se suele tomar en consideración la preocupación que Aristóteles manifiesta en el Libro IV por los

matrimonios, cuya importancia en la reproducción de nuevos miembros del colectivo viril le preocupaba.

17. La expresión ANER AGAZOS suele traducirse por hombre de bien e incluso virtud privada. Aristóteles se da

cuenta de que una cosa son los ciudadanos y políticos reales, es decir, lo relativo, y otra los modelos ideales

que deberían orientarlos, es decir, lo absoluto o modélico. Por ello habla del varón perfecto o modélico.

18. ARISTÓTELES, Política, Libro I.

19. Al igual que M.FOUCAULT se refirió a lo incluido/lo excluido en el discurso, Marc FERRO, en Cine e Historia

(Barcelona: Gustavo Gili, 1980), se refiere a lo visible y lo invisible en las imágenes fílmicas. Un conjunto de

referencias no explicitadas condicionan implícitamente las expresiones verbales e icónicas, y a menudo son

más significativas que lo que se explicita.

20. Véase Cuadernos de Pedagogía, n. 122, febrero, 1985.

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21. GONZÁLEZ MANGRANÉ, I., y ZARAGOZA RUVIRA, G., El problema del libro de texto de historia. Editoriales

frente a multicopistas. (Barcelona, 1984).

22. Véase nota 6, supra.

23. BALANZA, M., BENEJAM, O., LLORENS, M., ORTEGA, R. y ROIG, J., IBÉRICA. Geografía e historia de

España y de los Países Hispánicos. (Barcelona: Vicens Vives, 1978 (2ª)).

24 Sería importante estudiar cómo asimilamos la memoria histórico-colectiva a través del proceso de

aprendizaje personal que pauta la memoria personal, o bien, adentrarnos en el pasado colectivo para clarificar

la fragua de los pasados personales que asimilamos los distintos miembros de cada generación.

25. La clasificación que aquí se ofrece es el resultado de haber probado varias clasificaciones en varias fichas

aplicadas a estos manuales y a otras obras diversas. En este caso, he procurado que se distinguiera

claramente entre masculinos genéricos y los masculinos viriles.

26. Para la elaboración de estos «Cuadros nos. 3, 4 y 5» he excluido los datos del Tema 1, «Civilizaciones,

culturas, sociedades,...», por tratar de cuestiones conceptuales generales, ya que lo que me interesaba era

analizar la distribución de las referencias a seres humanos por conjuntos temáticos correspondientes a las

distintas culturas de que nos habla el manual. Por ello he reagrupado los 29 temas restantes del manual en

dos grandes apartados. En el primero, titulado «Desarrollo histórico de la civilización occidental», he

distinguido entre «Civilizaciones antecesoras», «Historia de la civilización europea occidental», propiamente

dicha y «Hacia una civilización universal», siguiendo pautas del propio manual. En el segundo he incluido los

temas dedicados a «Otras culturas»: América, Asia, África, Bizancio y el Islam; el Tema 14, «La ampliación del

mundo conocido: los descubrimientos geográficos y la América precolombina», consta de doce páginas, de las

que siete contienen la explicación de las actuaciones de portugueses y sobre todos los españoles, y cinco se

dedican a «La América precolombina», denominación claramente eurocéntrica; dado que el Tema 25, dedicado

a «Las civilizaciones del mundo contemporáneo ... La primera descolonización: América», considera que «los

protagonistas del proceso son descendientes de europeos», tal como se advierte en su introducción, y excluye

de cualquier referencia a la población aborigen, he considerado necesario distinguir entre «América

precolombina» y «América contemporánea», e incluir las referencias a seres humanos correspondientes a las

siete primeras páginas del Tema 14 en el apartado «Historia de la civilización europea occidental».

27. Véanse sobre todo los apartados 1 y 5 del Tema 14 y los tres primeros apartados del Tema 23, en los que

la tímida postura crítica queda apagada por las argumentaciones que permiten justificar la expansión europea.

28. Véase el tercer apartado del Tema 9.

29. Tema 26, «Las culturas de los pueblos africanos», apartado 4, «La religiosidad» (pág.258).

30. Tema 26, apartado 7, «El impacto de Occidente», pág. 262.

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31. Citas extraídas de los dos temas dedicados a las culturas asiáticas, 4 y 27.

32. Véanse los apartados 9, 10, 11 y 12 del Tema 14; el apartado 2 del Tema 26, y la introducción al Tema 4.

33. LUC, J.N., La enseñanza de la Historia a través del medio (Madrid: Cincel-Kapelusz, 1981)