moron años cincuenta

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Morón en los años cincuenta REMEMORANZAS DE UNA CIUDAD

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Rememoranzas de Morón en los años cincuenta. Sus calles, vecinos y vivencias.

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Morón en los años cincuenta

REMEMORANZAS DE UNA CIUDAD

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Manuel Villapecellín González

Pozo Nuevo (impares)

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Hablo de un Pozo Nuevo que yo conocí. El Pozo Nuevo, calle en el centro del pueblo, con sus tiendas y sus habitantes, todos conocidos entre sí, y que a diario se veían y se saludaban familiarmente. Del pozo Nuevo donde por las noches, en el verano, se sacaban sillas, y hasta mecedoras, a las puertas de las casas para gozar del relente junto al búcaro en animadas tertulias. Del Pozo Nuevo, en el que por las mañanas temprano pasaba un chaval con un rebaño de cabras que ordeñaba allí mismo, en la misma olla o recipiente que las mujeres sacaban de sus casas. Se llamaba entonces calle de José Antonio (Primo de Rivera, naturalmente). Comenzaré por los números impares:

47 // Entrando desde la Plazoleta Meneses, y dejando a la derecha la casa de Alberto Cramazou, luego de Pepe Ballester, se encontraba la del Licenciado Gálvez (45), un abogado, no sé si soltero o viudo, que vivía solo y al morir legó su casa al “Hospital de Morón”. Como el Hospital de Morón no tenía personalidad jurídica hubo dificultades para inscribirla en el Registro de la Propiedad a favor de Ayuntamiento, propietario del Hospital, pero se consiguió al fin. Un descuido inexplicable en un abogado. Allí está ahora la Oficina de Turismo.

43 // Luego estaba la droguería de “Antoñito”, como popularmente se conocía a su propietario, Antonio López Olmedo, singular personaje, quien había sido dependiente de la droguería de Isidoro, de la que luego hablaré, y que vestía indefectiblemente un guardapolvo caqui, que llevaba hasta cuando iba al Casino a tomarse su cafelito. La perfumería persiste hoy.

41 // Seguía la ferretería de Rivera, un caserón que daba por su parte trasera a un callejón sin salida que comenzaba en la calle Rojas Marcos (Pedro Angulo), como otras casas aledañas del Pozo Nuevo. Esa ferretería tenía un escaparate, no grande, donde se acumulaba un abigarrado rimero de chismes diversos sin la menor armonía. Hasta el punto de que cuando se quería resaltar la falta de estética de algo o de alguien se decía: “Más feo que el escaparate de Rivera”. Tenía Miguel Rivera Sánchez –cuya esposa era Josefa de la Rosa (Pepa Rosa)- tres hijas y un hijo, si no recuerdo mal, Leoncia, Lola, Tere y Miguel.

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39 // A continuación la casa de Doña Isabel Colunga, viuda de Álvarez, una casa señorial, típicamente andaluza que se conserva, aunque ya dedicada, al menos en su planta baja, a usos comerciales. Una hija de Doña Isabel se casó con Ángel Camacho, prestigioso industrial. Otro de los hijos, Juan, es hoy notable agricultor. La casa es hoy propiedad de José Nieto “Petaca”.

37 // Y la zapatería de Medina -el propietario se llamaba Hernández Medina-, a la que seguía la casa de Manuel Sánchez Camacho (35) y su esposa, Rosalía Siles. Tenía dos hijas y un hijo. Éste, Manuel, hoy farmacéutico.

33 // Luego, la casa de un labrador, creo recordar que se llamaba Morilla, en cuyo bajo se abría un pequeño local, que regentaba don Francisco, un maestro que ayudaba a su exiguo sueldo vendiendo periódicos. Era de ver cuando a eso del mediodía llegaba la prensa en el tren de Sevilla, como don Francisco repartía sendos lotes a siete u ocho chavales que salían corriendo a toda velocidad, a los cuatro vientos gritando a voz en cuello: “¡ABESÉÉÉÉÉ...¡, ¡DEHOYÉÉÉÉÉÉ...¡”.

En esta casa, más tarde estableció un señor de Jerez, José Falla, la “Papelería Andaluza”, donde trabajaba de dependiente Juan Macho, y creo recordar que también su hermano Adolfo. Ambos hermanos muy trabajadores y con espíritu emprendedor, pronto se independizaron y establecieron sus propios negocios. Aquí, más tarde tuvo su joyería-relojería Antonio Bermúdez, que hoy tiene su tienda en la esquina de Cantarranas.

31 // Seguía el Banco Hispanoamericano. En una casa enorme que daba, por su trasera, pasando por detrás de todas las casas que le seguían a continuación por el Pozo Nuevo a la calle Cantarranas. Se llamaba esta calle entonces Antonio Crespo. En la planta alta vivía el director, Trinidad Delgado, con su familia. No recuerdo cuántos hijos tenía, sólo me acuerdo del que era más o menos de mi edad, Juan Luis, y de otro mayor, Trini -famoso por sus correrías en compañía de su inseparable “Tilín” Simonet-. Sí, una de las hijas, “Chita”, (q.e.p.d.) se casó con Julio Blázquez, y una hija de ese matrimonio [¡lo que son las cosas¡] es la esposa del actual coronel de la base aérea de Morón.

29 // Al lado había un viejo caserón donde se ubicaba una carpintería, creo que de Urbano.

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27 // Mas allá, la conocida como la “casa de Cubero”, persona de la que no tengo referencias. Allí se instaló más tarde el Banco Central. Y como es, claro, en su planta alta vivía su director, José Angulo, con sus muchos hijos: Manolo, Pepe, Carlos, Santiago Vicente, Gloria y Carmen. También ésta casa daba por su trasera a la calle Cantarranas.

25 // Llegamos así al Círculo Mercantil, “el Casino” por antonomasia. A lo largo de su fachada se alineaban, en el verano, filas de sillones donde los socios se sentaban a tomar su café o aperitivo y a ver pasar la gente. El público paseaba por toda la calle Nueva y por el Pozo Nuevo, sólo hasta la esquina de Cantarranas, para no pasar ante esa fila de mirones.

23 // Al lado estaba la tienda “Casa Sánchez”, de José Sánchez Rodríguez, que hacía esquina a la calle Cantarranas. En el escaparate se exhibía una batahola de objetos variopintos y un cartelito rezaba: “Si no ve lo que busca, pregunte en el interior”. Porque en realidad allí se podía encontrar de todo: desde floreros a garbanzos, desde pantalones a juguetes. En la planta alta vivía y tenía su consulta el médico Manuel Pérez, conocido, no sé por qué razón, como “Don Manuel el de la Patronal”.

21 // En la otra esquina estaba la farmacia de Adolfo González Palomino que, con su esposa Concha Cruz, vivía en la planta alta. No tenían hijos.

19 // La ferretería de Gumersindo. Una tienda profunda donde se vendían toda clase de artilugios. Y como en todas las ferreterías de Morón, pimentón. Esto de vender pimentón en las ferreterías es propio de Morón y en todas partes se extrañan de ello.

17 // Mas allá, un establecimiento de larga fachada con un rótulo que decía: “Las cuatro puertas”, y que era un bar restaurante, más conocido como “La bodega González”, donde, a lo largo de un prologado mostrador, los hermanos Gonzáles y algún pariente más atendían al público.

15 // Luego estaba la zapatería de “Rosarito Salcedo”, como cariñosa y familiarmente se conocía a su propietaria, madre de Juan Antonio

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Carrillo Salcedo, que años más tarde fue y sigue siendo insigne catedrático de Derecho Internacional en la Universidad de Sevilla, y mundialmente conocido como prestigioso internacionalista.

13 // La barbería de Zayas, con una gran cristalera, por donde los transeúntes podían ver cómo los barberos rapaban y afeitaban a los clientes repantingados en los cuatro sillones que allí había.

11 // Una oficina de seguros, a cargo de “Tilín” Simonet Corces.

9 // Otra zapatería, también ”Medina”, primo, creo que, del de la otra del mismo nombre.

5 y 7 // Continuaba la droguería de Isidoro Núñez, droguería y perfumería, que atendía personalmente el propio Isidoro con la ayuda de su dependiente “Antoñito”. Y cuando este se independizó con la de su hijo Pepe y después también de su otro hijo Isidoro. Tenía Isidoro dos hijas que se casaron con dos de los hermanos Albarreal, Antonio y Joaquín, otra que se casó con el abogado Manolo Alonso y otra más que se casó con Juan José Arias de Reina, cuando este enviudó.

3 // Allí la calle hacía un rincón y tras él estaba la tienda de tejidos de Antonio Robles, que con varios dependientes atendía, con su cascada voz característica de empedernido fumador, a la clientela.

1 // Y por último, otra tienda también de tejidos. En aquel tiempo no se había generalizado la ropa confeccionada y se vendían los géneros para la confección por sastres y modistas. La tienda era de los hermanos Oliva, Agustín y Paco. Estaba en una casa que hacía esquina ya a la calle Nueva (entonces Generalísimo Franco) -casa que luego los Oliva derribaron para construirla de nuevo con una planta mas-. Allí está ahora el Banco Bilbao.

Otro día hablaré de los números pares.

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Pozo Nuevo (pares)

Y continúo con mi recordatorio, mi pequeño homenaje a una época y unos recuerdos de un Morón, unos personajes y una forma de vida ya pasadas. Prosigo con los números pares:

2 // En la fachada la casa consistorial existe una puerta que da acceso a un pasillo, el cual conduce a un patio. A la izquierda de ese patio estaba el Juzgado Municipal, que entonces regía el Juez, extremeño, Don Juan Martínez de la Concha. Trabajaba allí un oficial, Pepe Carbajo, por lo que el pueblo llano conocía ese Juzgado como ”el Juzgado de Carbajo”, en contraposición al Juzgado de Primera Instancia e Instrucción (en la plaza de San Miguel), al que llamaban “el Juzgado de Gamero”, por el oficial Antonio Gamero. Al final del pasillo del Juzgado Municipal había otro patio, donde estaban el calabozo municipal, un urinario, y, amontonado en el suelo, un rimero de libros y legajos cubierto con unos viejos impermeables desechados de guardias municipales. Me asombró saber que aquello era el archivo municipal.

4// Seguía una pequeña casa, vieja y ruinosa, de donde habían recientemente desahuciado al inquilino, cuyos muebles estaban allí, en la calle, y allí estuvieron un tiempo hasta que el Ayuntamiento los trasladó a la “casa del marqués”, en la calle Cantarranas, adonde dio asilo al anciano inquilino desahuciado. Allí, más tarde se instaló la confitería de Sebastián Morón. Hoy, hay una tienda de tejidos.

6 // A continuación estaba la casa y tienda de Juan Valdivia, tienda muy surtida de selectos comestibles. Ahora está en ese lugar la tienda

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de Yuste, que la trasladó allí desde su anterior emplazamiento en el “Angostillo”.

8 // Otra tienda de tejidos, de Rafael Periañez Porrúa. Luego la cambió a electrodomésticos. Hoy es un establecimiento de informática.

10 // Luego, la barbería de Antonio Romero, enfrente de la de su competidor Zayas. Ahora en ese local tiene su hijo, Gonzalo, su comercio de papelería y prensa.

12-14 // Donde hoy está la caja de ahorros había una ‘alpargatería’ a la que seguía la sombrerería de Bernal. Años mas tarde, allí pusieron un almacén y tienda de juguetes Antoñele Salas y Manolo López Ambrosiani.

16 // Hacía después esquina a la plazoleta de Gómez Teruel otra tienda de tejidos, Viuda de Porrúa.

18 // En esa plazoleta, en el rincón, tenía su estudio el fotógrafo Rafael Gómez Teruel, un verdadero artista de la fotografía. Tenía dos hijos, Rafael -que se estableció como fotógrafo en Montellano, localidad de la que luego fue alcalde- y Luis -quien pasado el tiempo compró la casa del otro rincón (20) y allí se estableció y sigue, también en el mismo oficio-. Esa casa era de Doña Lola Siles, Viuda de Aguilar, que no la habitaba -vivía en La Carrera-. Y en su planta baja puso su consulta por entonces el joven oftalmólogo Jesús Montero Marchena, que vivía en Sevilla y venía a Morón diariamente en su Vespa.

22 // La casa siguiente en la plazoleta, era de la Viuda de Bocio, de la que no tengo referencias. Tenía su entrada por el Pozo Nuevo, y no estaba habitada. Ahora está allí la mercería de “Antoñito”.

24 // Después estaba el “Bar Ricardo”, que hacía esquina a la calle que hoy se llama Fernando Villalón, pero que entonces se conocía como ”la cuesta de la luz”, por tener en ella su oficina la Sevillana de Electricidad. La denominación actual de la calle y su estructura se debe a la diligencia del que fue Teniente de Alcalde, bajo la Alcaldía de Don Francisco Iñigo Cruz, Don José Díaz de Lavandero. En ese “Bar Ricardo”, se podía ver con frecuencia, sentados junto a la ventana que deba al Pozo Nuevo, a los dos sacristanes, Marín -de La Victoria- y

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Guzmán –de San Miguel-, que gustaban de tomarse allí sus copichuelas.

En ese lugar, después tuvo su tienda de electricidad Paco Ayala Morales. Era este un erudito del flamenco, y fue, junto a Manuel Villalba Guerra y otros aficionados el creador e impulsor del “Gazpacho de Morón”. Y en la esquina, hubo más tarde un estanco, de Dolores Román. Hoy existe un bazar de Diego Cala.

26 // La otra esquina de la calle Fernando Villalón con el Pozo Nuevo la ocupa una casa que procedía de un tal Telesforo, persona que era muy conocida, al parecer, en Morón pero que yo no conocí nunca. Y en el bajo había un salón, que ocupaba también el “Bar Ricardo” con veladores y sillas. Hoy está allí el “Bar Miguelito”, de Dolores, la madre del mencionado Diego Cala.

28 // Después hay una casa, fachada de ladrillo visto que era de Doña Francisca Angulo, hermana del José Angulo del que ya he hablado, y luego de su sobrino Carlos. No conocí habitada esa casa. En ella ha instalado una joyería Mari, hija del relojero Manolo Pérez y esposa del mercero Antoñito antes dicho.

30 // Lindaba con esa casa la del odontólogo Antonio Ruiz Palomo, buen aficionado al flamenco a cuya consulta acudían pacientes de Morón y de los pueblos cercanos. Como la casa no era muy grande, y aunque un patio hacía de sala de espera, a veces no era suficiente y se veía a los pacientes esperando en grupo en la misma calle. Vivían en la casa Antonio Ruiz, su mujer Flores y sus hijas, que hoy siguen en Morón, Mari Rosa y Carmeluchi. Cuando hablo de los hijos de los vecinos de la calle, hay que entender que a la sazón eran niños de corta edad y algunos, aún no habían nacido.

32 // Seguía la casa donde tenía su tienda y vívienda Juan Periañez. En ella trabajaba como dependiente Abelardo Gil, destacado futbolista del equipo local, Juan Periañez hizo suspensión de pagos. Luego vendió la casa y traspasó la tienda y se marchó de Morón. Abelardo se fue a Madrid.

34-36 // Después había, y hay, una casa grande de los hermanos Dolores y José Sánchez. Se entra en ella por un largo zaguán que desemboca en un patio. A la derecha, la propiedad de José. Una

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escalera conducía al piso primero que ocupaba Diego Ruiz Ramos con su esposa, Trini Ballester, y sus hijos, María Isabel, Antonio, Oscar y Diego Ruiz Ballester, y al segundo piso, donde vivía yo con mis tíos, Segundo y Antonia. Del mismo patio, una puerta a la izquierda, propiedad de Dolores, por la que se subía al piso primero del médico Don José Iñigo -su esposa Carmen Cruz y padres de Francisco que tantos años fue alcalde de Morón- y al segundo piso, que ocupaba Antonio González Caballos, su esposa Carmen Iñigo y sus muchos hijos. Recuerdo a: Regina, Mari Carmen, Antonio, José Luis, Huberto, Fernando, Pilar, Almudena, y creo que había alguno más.

En el bajo de la casa, primero hubo un local, una mercería, del que tomó en traspaso mi tío Segundo, quien estableció allí la oficina de El Ocaso –ésta continúa allí– y pasada la puerta de entrada a la casa, en el bajo correspondiente estaba la tienda y taller de costura de las máquinas de coser Singer.

38 // Luego estaba la casa de David Hernández Pastorino, casado con una hermana de Ángel Camacho. No tenían hijos. Años mas tarde se abrió allí una tienda de comestibles de un señor Medina. No duró mucho tiempo. Actualmente hay allí unas dependencias municipales.

40 // A continuación, tenía su vivienda el industrial Pérez Gálvez, quien tenía su fábrica de jabón frente a la estación de ferrocarril. Hoy tienda de tejidos.

42 // Luego la casa, vivienda y consulta del médico Don Juan Campos el Río.

44 // Y después la de Don Paco Siles, hombre activo y polifacético. Su mujer, Carmela González, hermana de Flores -la mujer de Antonio Ruiz, el odontólogo. Este último, hombre de mucha actividad, aunque no lo delatara así su obesa figura, pues se dedicaba, aparte de la agricultura, a la explotación de la cantera de la sierra y al aceite y las aceitunas. Tenía este una hija, Clotilde, que se casó con Rafael Janer, un hijo, del que llaman “Lalo” -su nombre de pila es Ignacio-, que continúa las actividades de su padre en la agricultura y la cantera de la Sierra, obsesión de los ecologistas locales. Y José Maria, mi llorado amigo Pepillo Siles, primero compañero en Sindicatos y en el INEM y luego Procurador de los Tribunales y funcionario de la Administración de Hacienda.

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46 // Lindaba con esa casa, la de Pedro Gil Rueda, que tenía allí una zapatería-alpargatería.

48 // Y, por último, la centralita de teléfonos, regentada por Jeromito Retamar. En ella, se turnaban en el trabajo varias chiquitas que, manualmente, ponían la comunicación que se les pedía. No se marcaban números, el aparato no tenía dial, sino que se decía simplemente: “Póngame con el número tal”, o “el número tal de Sevilla” o de donde fuera. Y a veces ni eso, pues como las telefonistas conocían ya los números de todo el pueblo, bastaba decir: “Niña, ponme con fulanito”,y te conectaban sin dificultad alguna.Y aquí acabo con el Pozo Nuevo. Y si el Director lo permite y el lector gusta de ello, no descarto seguir con otras calles o parajes del pueblo. Además, querría expresar mi gratitud a mi consuegro Paco Chaves, archivo viviente, que ha contribuido a refrescarme la memoria.

NOTA: En el artículo anterior, al hablar de la ferretería Rivera, erré al decir que el hijo varón se llamaba Miguel cuando en realidad se llamaba Antonio. Y omití, imperdonablemente, entre las hijas a Mari Pepa, casada con mi buen amigo Pepe Aranda. Asímismo, en la familia Angulo olvidé mencionar a su hijo Antonio.

Calle Nueva - I

La Calle Nueva se llama así, según me dijo un viejo hidalgo moronense, don Joaquín de Torres Carmona, porque a principio del siglo veinte se derribaron unas casas que en prolongación del Pozo Nuevo unían este con la calle San Miguel, dando así, con ese derribo, principio a una nueva calle, que es la actual. La casa que ahora en la esquina ocupa una farmacia, era mucho mayor y en el derribo se dejó parte de ella, que en palabras del dicho don Joaquín, es “un real de queso”. Si se observa ese resto de casa, se comprenderá esa expresión.

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La calle, en el año 1936 pasó a llamarse General Franco. Con el fin de la dictadura volvió a su primitivo nombre, la Calle Nueva. Cantaba José Menese unas “marianas”, probablemente con letra de Moreno Galván que decía:

¿Cuándo llegará el momentoque las agüitas vuelvan a su cauce?

Cada esquina con su nombreNi santos ni Roques,

ni reyes ni frailes.

Había por entonces restricciones eléctricas, debidas a la “pertinaz sequía”. El único alumbrado de la calle estaba constituido por unas tristes y macilentas bombillas que pendían de sendos cables que iban de fachada a fachada, inundando la calzada de una difusa penumbra. Las aceras, bordeadas de naranjos, quedaban en una dulce semioscuridad. En los días festivos, a lo largo de la calzada se alineaban numerosos “puestos” (una mesa y una silla plegables y un candil de carburo) donde somnolientas mujeres vendían caramelos, tabaco, pipas de girasol, de calabaza, altramuces, chufas, cotufas, algarrobas, orazuz... y en invierno castañas asadas.). En esos días, por las tardes, discurrían por la calzada incansables paseantes de un extremo al otro de la calle, una y otra vez doblando en la esquina de Oliva (hoy Banco Bilbao) por el Pozo Nuevo hasta la calle Cantarranas y vuelta a empezar. Un murmullo continuo, casi sólido, de las incesantes conversaciones, sobre el frotar de los zapatos en el pavimento.

Decía, la esquina de la farmacia. Entonces era de Don José Marín Monroy, que además de farmaceútico, era abogado. Solterón, en Morón se dice “mocito viejo”, que vivía allí con su hermana Fela (Rafaela) también célibe. Aunque en el primer piso tenía su despacho, donde trabajaba en la abogacía, era en la misma farmacia, donde tras una estantería, había un cuchitril, con ventana a la plaza (“cierro” que aún existe) donde tenía una mesa, un par de sillas y su máquina de escribir. Allí redactaba sus escritos –que en la curia se decía que olían a botica– e incluso recibía a sus clientes.

Tenía una manera muy peculiar de hablar, sin mover apenas los labios, y con los dientes apretados. En una ocasión, reunidos con él en el despacho de arriba varios curiales para tratar de un asunto común –

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una suspensión de pagos–, como noté que carraspeara, le ofrecí unas pastillas de eucaliptus, que casualmente llevaba, y me dijo : “ No grachias, yo de la farmachia no tomo nada”.

La farmacia sigue allí, a cargo del farmacéutico Manolo Jurado, casado con otra farmacéutica, Milagros, hija del que en capítulo anterior nombraba como “Don Manuel el de la Patronal”.

A continuación de la farmacia, se abría una puerta del bar “Nuevo Pasaje de Luis Mejías.” De este bar tendré que hablar cuando llegue el turno a la Plaza del Ayuntamiento.

Seguía una barbería donde luego se instaló una pequeña oficina donde unos maestros se ocupaban de reclamaciones a la RENFE, por averías o extravíos de mercancías ante la “Junta de Detasas”. Al parecer estos sucesos eran muy frecuentes. Allí tuvo luego un despacho de prensa un señor llamado Font, buen ajedrecista que como un reto permanente, jugaba partidas con quien se presentase. Después, había una sala de billares, creo que de un familiar del propietario del “Bar Hiraldo”, que estaba enfrente, en la otra acera. A continuación, un bar “Los 48”, en cuyo local, más tarde, se abrió una tienda de mercería –paquetería: “Los Madrileños”, que ya hacía esquina a la calle Vicario. Ahora tiene allí una tienda de confecciones, Eduardo Sánchez Jaldón.

La otra esquina de la calle la ocupaba el “Bar Palomo”. Un hijo de su propietario, Pepe Palomo, buen cantaor, creo que sigue viviendo en Morón. Seguía una lechería, creo de un tal Gil, y la tienda de material eléctrico, de Gutiérrez, a la que seguía una larga tapia que separaba de la calle un patio-jardín perteneciente a la casa de Doña Rosalía Escobar, representante de la Tabacalera, que a continuación, de la tapia, regentaba un estanco. Una hija de doña Rosalía, Meli, sigue hoy con aquella representación aunque en otro lugar. Un hijo, José María, marino mercante, se casó y enraizó en Barcelona.

Lindaba con el estanco una casa, señorial, de Don Francisco García Ruiz de Bustillo, persona a la que no llegué a conocer, pero de la que se hacen lenguas los moronenses viejos, ensalzando su generosidad y constante ayuda a los necesitados.

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Luego, una casa con un jardín delante, en un nivel superior al de la calle, al que se accedía por tres o cuatro escalones. Estaba cerrado por una verja. Y en su centro había un pozo. Allí vivía por entonces el buen Pintor Pepe Higuero. Después la casa fue adquirida por un labrador llamado Andújar. Toda esta acera, a partir de la calle Vicario hasta el cine, es ahora de nuevas construcciones.

Y ya llegamos al Cine Oriente. Su propietario Don Alfredo García Tardío tenia, que yo sepa, dos hijos, uno el médico-pintor Antonio Adelardo, y el otro, el psiquiatra Narciso. El cine, tenía el patio con unas incómodas butacas de madera, y apenas tenía declive, con lo que no se veía muy bien. El gallinero ni eso: gradas de madera. Durante la proyección, aturdía el crepitar de las ”pipas”, hasta el punto de que se puso en pantalla una aviso : “Prohibido comer pipas y similares”. Quien dispusiera de las tres pesetas que costaba la entrada, podía entrar a ver como Clark Gable levantaba las cejas, el andar patizambo de Jonh Wayne o las coplas de Estrellita Castro.

También en el cine se ofrecían, de cuando en cuando, otros espectáculos como El Caracol, Canalejas, etc. También recuerdo haber visto allí a Antonio Machín.

Después del cine, un cocherón, que pertenecía a “la Casa del agua”, sita en la Calle Ánimas, y que rodeaba otras casas y llegaba así a la Calle Nueva.

Eso de “la Casa del Agua” merece un comentario. Se llamaba así a un viejo palacio sito, como queda dicho en la calle Ánimas, donde vivía el concesionario del abastecimiento del agua potable a la población, Victor Collín, con su madre -si no recuerdo mal, se llamaba doña Fe- y sus hermanos Antonio y Aurelio. Acabados los noventa y nueve años de la concesión, la familia se trasladó a Madrid. Antonio, casado con una moronera, ha vuelto a Morón después de largos años en Madrid. En la casa estaban las oficinas de ese servicio. Allí trabajaban el puntilloso –en su trabajo– Joaquín Antúnez Valderrábano y el eficiente Joaquín Ramos Peñalosa.

Después del cine, la casa del Notario. Entonces, Don José Estepa Moyano, hombre soltero a la sazón, no sólo competente, sino erudito, tanto como, frecuentemente, de “malas pulgas”. Tenía en su oficina un oficial, Pepe Peña, que en sus ratos libres arreglaba máquinas de

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escribir. Y una oficiala, Conchita Caballo, madre del hoy abogado Antonio Gallo.

Y así llegamos al final de la calle, un caserón donde habitaban numerosos vecinos, conocido por “La Posailla”, que hacia esquina a la calle Ánimas, por donde tenía su entrada. Desalojada más tarde por su estado ruinoso, en su solar, después de varias vicisitudes (fue mercado de abastos, mientras se reconstruía el actual, cine de verano -Cine Tívoli”-, Teatro Chino, aparcamiento, etc.), llegó a asiento del actual edificio de Correos.

Calle Nueva - II

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Ya en la Plaza del Ayuntamiento se destacaba un quiosco, que allí instaló “Paco el del los plátanos”, donde se vendían helados.

Seguía a la esquina del Pozo Nuevo, un bar, de los hermanos Ortiz, que fue sustituido enseguida por otro bar, “La Barbiana”, buena manzanilla, que tenía un amplio mostrador. Allí a mediodía, frecuentemente recalaba la curia, capitaneada por el oficial del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción, de la Plaza San Miguel, Antonio Gamero. Este señor que llevaba largos años en el oficio, proporcionaba a los curiales un espectáculo digno de ver, cuando con Diego Molina a un lado y Pepe Castelo al otro, dictaba a los dos al mismo tiempo, distintos escritos, cambiando la voz para cada mecanógrafo. A las doce más o menos tenía despachado el trabajo y confeccionada la agenda para el día siguiente. Y entonces, hundía la cabeza entre los hombros y se quedaba dormido hasta que el Juez le llamaba para la firma.

En el acerón de “La Barbiana”, los domingos ofrecía su concierto la Banda de Música Municipal, bajo la experta dirección del maestro D. Francisco Martínez Quesada. El público melómano se agrupaba alrededor. Como es claro, el tráfico de coches y motos, no ayudaba mucho a la audición.

Junto a ese bar, había otro: el “Bar Hiraldo”. Recuerdo haber visto en este bar, sirviendo en el mostrador a un muchachote, que ingresó en el seminario y con el tiempo hizo una brillante carrera eclesiástica.

En los altos no se si de este bar o del anterior, tenía su academia de baile, donde iban las niñas a aprender las sevillanas, la llamada “Esperanza la Bailaora”, que en algún modo fue antecesora del actual maestro Carlos Troya, al que de paso envío mi felicitación por el éxito de sus enseñanzas

Y luego la panadería de Ayala. Y la “Pensión Castilla”, (ante “Corrales”) que junto a la fonda Pascual, en la vecina plaza del Ayuntamiento – se denominaba “Calvo Sotelo - y las posadas de la calle Cantarranas y la del Arrecife, eran los hospedajes existentes en Morón, poco turístico, pese a su Gallo, para descansadero y viajantes de comercio y cómicos de paso. La Pensión Castilla tenía huéspedes pasajeros, como eran los representante de comercio y huéspedes fijos, entre los que recuerdo a mis buenos amigos, Eduardo Castilla, oficial del Juzgado Municipal y Valeriano de Miguel, que no se si entonces había dejado ya el uniforme de aviación.A continuación estaba el Cine Victoria, más conocido como el ”cine de Anita”, propiedad de Ana García Salguero, con dos locales, de invierno y de verano. El de invierno era una inhóspita nave, con suelo de cemento y sillas plegables unidas con tablas,. El cameraman, Paco Prieto, cuando la

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proyección se interrumpía, lo que era frecuente, por defecto de la películas o por quien sabe que causas, colocaba indefectiblemente un disco de propaganda de las pastillas OKAL, con una canción que el público ya se sabía de memoria y la coreaba a pleno pulmón: “Yo que siempre alegre he sido vi perdida mi alegría, amargado y dolorido la jaqueca me tenía, desde que OKAL he tomado vuelvo a ser hombre jovial. Mi jaqueca se ha calmado ¡Viva la tableta OKAL”..... etc. etc...

El local de verano era un gran corralón, a donde en esa estación se trasladaban las sillas.

No obstante las incomodidades, el cine se llenaba los días de diario por la noche y los festivos en dos sesiones, tarde y noche, para ver, generalmente películas folklóricas. El público era muy sufrido hasta el punto de ser capaz de ver de una sentada en las duras sillas “Lo que el viento se llevó”.

Un hermano de Anita, Manuel, vino de Venezuela, a donde había emigrado, y construyó allí un buen teatro -cine, que denominó “COLON”. No le fue bien el negocio, hizo suspensión de pagos y el cine paso a manos de uno de los acreedores.

Al lado del cine, una casa, de un Señor, Ramos,( el mayor de los hijos, Ramón, es un conocido veterinario , otro es militar, y del mas pequeño, “Pepito”, perdí la pista. La única hija, Maruja, se casó con Manolo López Ambosiani, de quien ya he hablado antes y un hijo de ese matrimonio, Francisco ejerce hoy como abogado -y pregonero de Semana Santa- en Morón). En esa casa, en la planta baja estaba el Banco Central, que años después se trasladó, como queda dicho, al Pozo Nuevo, dejando paso a una heladería, “La Playa”, que allí instaló un italiano, Giussepe Alfiero Magliaccio. La heladería, años después, se trasladó al lugar que ocupaba el “Bar Hiraldo”, y allí se añadió a la heladería una cafetería y pizzería.

Un despacho de vinos de La Verdad” (“La verdad”, era una Bodega, también destilería de licores-era famoso el “Anís del Coral”-,que estaba en la calle Espíritu Santo. Su propietario Francisco Herrera Barrera.) Una tienda de chacinas, que llamaban de “Las Tocineras”, y un despacho de lotería, de los hermanos Marqués. En estos locales instaló luego otro bar más, el Bar Oriente, frente al cine de igual nombre, Ricardo González, hermano del González del Pozo Nuevo.

A continuación estaba la “Caja San Fernando”, regentada por Antonio Cuellar con un único empleado, Plácido Tinajero Piqueras. Al lado, Muebles Mariscal. Y un bar (¡otro bar, madre mía¡). Me llamó la atención a mi llegada a Morón la abundancia de bares y barberías. Y por el contrario no había ni una sola librería. Sigue habiendo bares, pero ahora ya hay librerías, bibliotecas,

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Institutos....Evidentemente, en este aspecto, como en otros, el pueblo ha sufrido una honda transformación. Este bar era de un tal José Barrera, y era famoso porque allí se celebraban peleas de gallos.

La casa de Doña Antonia Barrera, que allí tenía un colegio de primaria. Después, la oficina de Telégrafos. El guarnicionero Villanueva. Y después la casa del Procurador Manuel Rivera, que antes fue de su cuñado, el sastre Molleja. Esa casa hoy hace esquina a la calle Mariano Hernández, pero entonces no existía esa calle, sino que la acera continuaba con otros edificios, una carbonería y un cocherón, perteneciente a la “casa del Marqués” de la calle Cantarranas, que luego fue carpintería, y después otro bar más (¡Qué cantidad de bares!). El “Bar Bermúdez” (antes “Parroquia”), y un pequeño local donde vendía chucherías José López Fajardo. Era la esquina a la calle Capitán Cala.

En la otra esquina había una barbería y junto a ella una tienda de comestibles, de Lorenzo, un guardia Civil retirado, padre del actual comerciante Juan Lorenzo, que tiene su tienda en otro lugar. Esta tienda era la esquina de la calle Bosque.

Aquí acaba mi memoria de esta acera de la calle. Memoria que ha sido auxiliada y no tengo empacho en decirlo, por buenos amigos que me ayudan a recordar. No consigo ubicar la casa donde vivía un señor apellidado Janer, que fue presidente del Casino, que se que lo hacía en esta calle y acera

Algunos lectores me hacen ver errores y omisiones en estos recuerdos. Y lo agradezco. Me consuela observar que los errores son muchos menos que los aciertos. Y en todo caso, el objetivo es suscitar la remembranza en los lectores, y este objetivo se cumple.

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Academia Hispania – Bachillerato y Comercio

Así rezaba un rótulo colocado sobre la puerta de entrada. El subtítulo se debía a que allí se impartían clases del Bachillerato, entonces de seis cursos, de preparación para el Instituto y de “Comercio”, para la Escuela de Comercio.

El Bachillerato se preparaba para el Instituto de Osuna (no había entonces Instituto en Morón, ni había perspectivas de que algún día lo hubiera). Parece ser que anteriormente, el  Bachillerato se dividía en dos partes: el Elemental, que llegaba hasta el cuarto curso y el Superior, hasta el sexto. Y por entonces  hubo en Morón un Instituto Elemental, ubicado en lo que hoy es Colegio Padre Manjón. Pero en el tiempo a que me refiero, se preparaban en la academia las asignaturas que luego iban cada año a ser examinadas en el Instituto de Osuna. (También, algún año se hizo el examen en un Instituto de Sevilla). Lo cual era, en cierto modo, una fiesta para los alumnos, que se trasladaban a Osuna, en un camión – nada de autobuses – o a Sevilla en el renqueante tren, cada uno con su bolsa con la “merienda”, y así pasaban el día con sus compañeros de estudios y sin la agobiante reclusión de los muros de la Academia. El Director de la Academia me confió la misión de ser yo quien acompañara a los alumnos en esos desplazamientos. Al llegar al Instituto, me preocupaba de hablar con los examinadores  a quienes informaba de las enseñanzas impartidas en la Academia.

Los estudiantes de “Comercio”, eran muy pocos. Estos iban por su cuenta a examinarse a la Escuela de Comercio de Jerez de la Frontera.

La Academia Hispania, creada por el onubense, de Isla Cristina, Don Juan Contreras Olivera, maestro, que no sé cómo y cuándo recaló en Morón, buen profesor de matemáticas, estaba instalada en un viejo caserón de la calle Marchena,  el numero 24 creo,  propiedad de la familia Angulo, que se decía que en un tiempo pasado fue convento de mercedarios, pero que por su aspecto y estructura más bien

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parecía haber sido vivienda de algún labrador acomodado.  Hoy existe allí un edifico de pisos vivienda. Se accedía a la Academia ascendiendo por un alto escalón, a un zaguán; a la derecha se abría una puerta, a una habitación con ventana a la calle y otra más a un cuarto de baño. con ventana a un patio empedrado, con una enorme pila lavadero de piedra . A la izquierda otro hueco daba entrada al patio principal, de arcos sostenidos por columnas de mármol, y sombreado por las grandes hojas de plataneros que allí  crecían en sendos alcorques, en el cual, a su alrededor, varias puertas daban entrada a dependencias que servían de aulas. En el frente según se entraba estaba la vivienda del  conserje, del que luego hablaremos. Otra puerta, a la derecha, subiendo unos escalones llevaba a una dependencia mayor, que servía de salón de estudios, y de allí, siempre ascendiendo a un patio-jardín, que era el “recreo” de las niñas.   Desde el patio empedrado  de la entrada, por unos amplios escalones, también empedrados, se llegaba un corralón, que era utilizado como recreo de los niños –entonces, al menos en el recreo, se mantenía la separación de sexos-: Los niños con los niños y las niñas con las niñas-. En el “recreo” de los niños, se jugaba, naturalmente, al fútbol, y más tarde, al balonvolea y al baloncesto. Respecto a este último, me atrevo a decir que en Morón era algo casi desconocido, al menos en la práctica. Yo que en mi Salamanca natal lo había jugado, insté al Director para que se intentara. Encargó unos aros de hierro, que se clavaron en sendos tableros sujetos a su vez a sendos postes, contra los que chocábamos indefectiblemente los jugadores.

En el patio de la entrada, donde estaba la pila antes dicha, existía una estrecha y peligrosa escalera que llevaba a la planta alta, que ocupaba la parte delantera de la casa, esto es desde el patio principal a la fachada, y consistía en unos grandes camaranchones de altos techos, separados por medios tabiques, que al parecer habían servido de graneros. Años mas tarde allí, en subarriendo, estuvo el “Hogar Rural”, del Frente de Juventudes.

A la Academia Hispania llegó el autor de estas letras, de la mano del que era profesor de no sé qué materias Enrique Blázquez, que entonces preparaba oposiciones a Notarías. Le conocí, o mejor dicho, él se me dio a conocer, llevándome a su casa, en la calle San Sebastián para enseñarme unas pinturas suyas, oleos, por cierto muy buenos  y una caricaturas de personajes  locales; esto, como preparación para luego mostrarme la que de mí había hecho. Él no sabía cómo iba  yo a reaccionar y me mostró mi caricatura con indisimulado  recelo, que se disipó cuando al verla, yo rompí a reír a carcajadas sin poderme contener. Desde entonces fuimos buenos amigos, y yo le tomaba los temas de sus oposiciones para controlar el tiempo que empleaba en la exposición de cada uno. Sacó las oposiciones y después de recorrer distintos lugares de la geografía española vino a dar por último a Jerez de la Frontera, donde se jubiló.

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Sabiendo mis dificultades económicas, como estudiante que era a mis veinte años, me sugirió lo de las clases en la Academia. Fuimos a ver a Don Juan Contreras, que me acogió muy amablemente y me asignó unas clases, de los cursos superiores, de Lengua, Literatura, Filosofía, Educación Política, y no sé qué más.

El trabajo era agradable, al ser pocos alumnos y lo que ahora se dice “buena gente”. Aunque, como es claro, se trataba de adolescentes, traviesos y bromistas. Yo fui objeto de algunas de ellas, como, por ejemplo, pintarme de tiza el asiento del sillón. Yo no lo noté y salí con el trasero blanco. Había un profesor, soltero, que dormía en la habitación mencionada a la derecha de la entrada, y se duchaba en el cuarto de baño, (que no disponía de ducha) empalmando un tubo de goma en el grifo de la pila de lavar, pasándolo  por la ventana y terminándolo con una alcachofa. En una ocasión, -me lo contaron, yo no lo vi-, los alumnos le gastaron una pesada broma, volcando en el tubo de goma, con un embudo, un frasco de tinta roja, y volviendo a empalmarlo al grifo. Pueden imaginar el terror del bañista cuando vio su cuerpo cubierto de lo que tomó por sangre.

No me es posible recordar  todos los alumnos que tuve. Recuerdo, por haber tenido después algún contacto con ellos, a Carlos Viseras Talavera, de una familia que vivió algunos años en Morón, a José Hermosín Parra, que tuvo una “boutic” en el Pozo Nuevo, los Hermanos Rubiales, uno estudioso y serio y el otro un verdadero demonio travieso, los también hermanos Guillén Machuca, luego comerciantes de automóviles, Alberto García Ulécia y Juan Antonio Carrillo Salcedo, buenos y prometedores alumnos, que años más tarde demostraron su valía llegando a catedráticos de  Historia del Derecho el uno y de Derecho Internacional el otro, (estos dos al acabar el Bachillerato hablaron conmigo respecto a la carrera universitaria a elegir. Yo les hablé de la de Derecho, y posiblemente mi entusiasmo por esos estudios influyera en ellos para hacer su elección). Pedro Sánchez Guijo, eminente médico, Paco Sánchez, ingeniero industrial y reputado pintor, internacionalmente reconocido como acuarelista, su hermano Juan, los hermanos Juan y Héctor Campos, Pedro Marti, Manuel Albelda, Santiago Jorquera, Aguirre, Benavides, el pruneño Ramón Sánchez Higuero, cuyo trágico final nadie podía imaginar, y otros que quizá iré mencionando según me acuerde. De las niñas, Isabel Pérez Damián, (hoy día consuegra mía). Las hermanas Conchita, Encarna y Pepita, Benavides, Conchita Martínez, Esperanza y Pepita Aguirre, Pepita Santana,...... Y entre los alumnos de Comercio,  Francisco Jódar, Joaquín Albarreal, Ramón Ramírez, Pepe Simonet, Alfredo Martí.... Con estos no tenía yo contacto docente, por lo que mucho me temo que no solo olvide algunos, sino que incluso incluya indebidamente a otros.

En el frente, según se entraba, en el patio principal, estaba, como dicho queda, la vivienda del conserje, - cocina, comedor, dormitorio, todo en uno, - Pepe Osuna, que vivía con su anciana madre, a la que

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adoraba. Era un “hombre-orquesta”. Quiero decir que sabía hacer de todo. Lo que se dice  que lo mismo” planchaba un huevo  que freía una corbata”. Hacía de encalador, carpintero, herrero, relojero, etc, y a veces de vigilante en el salón de estudio.

Eran profesores en la Academia, el propio Don Juan Contreras, del que citaré una curiosa anécdota: Como en la Academia  hubiese varios alumnos procedentes de Pruna, quiso poner en dicha localidad una especie de “sucursal”, y allí se desplazó, con parte del cuadro de profesores, una vez encontrado y habilitado un local a propósito. Hubo una sesión, con asistencia de las “fuerzas vivas” del pueblo. Presentaciones, discursos, etc. Llegado el turno de intervención a don Juan, este se levantó y dijo: “Como yo no sé hacer discursos, y lo único que sé es enseñar matemáticas, os  voy a explicar el binomio de Newton.”. Y así lo hizo ante la estupefacción de los asistentes.  Otro profesor, Don Florencio Hernández, salmantino de pocas dimensiones físicas pero propietario de un sonoro vozarrón, tanto cuando explicaba en clase, como cuando, encolerizado regañaba a algún alumno díscolo. Don Juan Bautista, maestro soltero, ya madurito, Don Bernardo Rojas,  químico de la Fábrica de Cementos, que se encargaba de las clases de física y química, padre del hoy abogado en Morón, Josele Rojas, Don Ciriaco Corral Gajate,  brigada de la guardia civil, a quien cogió la guerra en la llamada zona roja, que por ello fue depurado y años más tarde rehabilitado, cuando había sobrepasado ya la edad de jubilación, con reconocimiento de antigüedad y ascensos correspondientes, y abono de  los sueldos devengados, Don Francisco Ceño Pinto, que entonces, como el dicente, estudiaba Derecho, que daba inglés.  El cura Don José Armario Ortega, de religión, claro es,  y tal vez latín, y me parece que después fue sustituido por el también cura Don Manuel Perea. Doña ¿Dolores? de Castro Cerralbo, y el dicho Don Enrique Blázquez. Todos los profesores citados, eran – con la excepción del que esto escribe - personas preparadas y buenos conocedores de la materia que impartían y todos – y aquí se incluye el dicente – ilusionados  como enseñantes.

Hace ya algunos años, algunos ex alumnos de la Academia, Eduardo Escalante, Manolo Marín, Pepe González y otros, enterados de la jubilación  como maestro en su pueblo, Isla Cristina, de Don Juan Contreras me invitaron a organizar con ellos en su honor una comida homenaje. Así lo hicimos, buscando afanosamente el paradero de antiguos alumnos y profesores y se llegó a reunir un buen número. Se celebró, con la asistencia de la entonces Alcaldesa, Dª Adela Escribano, a quien expresamente se invitó al acto, una comida en el patio del Colegio Salesiano, con entrega de recuerdos, discursos etc. El acto fue como es de suponer, muy emotivo al encontrarse personas que hacía años que no se veían, unidos por tan entrañables recuerdos.

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Perdone el lector mis digresiones, que me resultan inevitables, cuando los recuerdos, como las cerezas, se enlazan unos a otros.

Casa Pepe

¡Er Café de Don Manué¡ Me parece oír la rota voz de Fernandillo cuando cada tarde entraba yo en el bar. Escasas veces pude yo pagar mi cotidiano café de la tarde. Siempre había algún gitanito que se me adelantaba.

En un artículo anterior aludía a Juan Muñoz, el dueño de la imprenta San Miguel, que hecho a sí mismo desde la nada logró una elevada posición económica y que por acometer negocios superiores a su capacidad monetaria hubo de suspender pagos. Cedió sus bienes a los acreedores y entre esos bienes estaba un gran solar, que con unas edificaciones comenzadas, se ubicaba a la izquierda de la calle escalonada que sube al Gallo. Solar que fue a parar a manos de un banco.

Un moronense, Antonio Fernández Medina, persona bien situada en Sevilla como Director del Real Patronato de Casas Baratas, bajo la égida del Conde de Halcón, era a su vez apoderado del Patronato Don Felipe Rinaldi, entidad compuesta de antiguos alumnos salesianos, dedicada a la promoción de viviendas de protección oficial. Llegó a

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Morón con ocasión de la promoción de un grupo de viviendas sociales -que el Real Patronato de Casas Baratas levantó en El Pantano– y en una conversación con el alcalde, Paco Iñigo, y conmigo surgió la idea de la promoción de unas viviendas, de protección oficial, a través del dicho Patronato Don Felipe Rinaldi, como ya lo había hecho él en Sevilla, y prometió hacerlo si le encontrábamos un solar adecuado.

Acordándonos del mencionado solar, después de laboriosas negociaciones, pudimos hacernos con él. Fernández Medina se ocupó del proyecto del arquitecto, de la tramitación de créditos oficiales y no oficiales, etc. y comenzaron las obras, de las que en cierto modo yo fui celador, que culminaron en lo que hoy se conoce como Barriada Don Felipe Rinaldi. Son cuatro bloques, con ocho viviendas cada uno. Yo quedé encargado de la adjudicación de los pisos a los solicitantes. Se tardaron en adjudicar, ya que había de pagarse como entrada la exorbitante cantidad de ¡veinte mil pesetas¡ Me reservé uno de los pisos, en el primer bloque, el que da a la plaza. El de al lado lo compró Plácido Tinajero Piqueras, que por entonces fue trasladado en la Caja San Fernando donde prestaba sus servicios a otro pueblo y, con ese motivo, me lo cedió.

Un bajo del mismo bloque se adjudicó a José Rodríguez Camacho, “Pepe”. Pepe era un camarero de un bar sito en el Arrecife y cuando este cerró tomó en alquiler el local de la esquina de la plaza San Miguel con la calle Arquillo, donde se estableció un bar por su cuenta, el que llegó a ser el famoso “Casa Pepe”. De este modo, tenía su vivienda a dos pasos de su lugar de trabajo al que Anita, su mujer, llevaba las tapas que cocinaba en su casa. Tenía el matrimonio dos hijas, Ana y Pepa. A la sazón dos chiquillas. Ana luego se casó con el telegrafista Antonio Salas. Pepa se casó en el panadero Pepe Álvarez. Ana, ya viuda se fue a vivir a Dos Hermanas, Pepa adquirió un piso en el segundo bloque y allí sigue, viuda también, con su anciana madre. En ese piso bajo, por cierto, fue donde falleció Diego del Gastor, que en el bar se sintió enfermo, y fue llevado en brazos por Pepe y algún amigo más a una cama en la vivienda. Era mediodía cuando llegaba yo a la casa, me dijeron la novedad y entré a interesarme. Hablé un momento con Diego, que sonriendo me tranquilizó, y subí a mi casa. Al poco rato oí voces. Asomado al balcón vi como introducían a Diego en un coche. Ya había fallecido. Era aquella noche cuando el “Gazpacho” se iba a celebrar en honor de Diego.

Por la vecindad dicha, quien esto escribe trabó una profunda amistad con esa familia, que con su sincera humanidad hubo más tarde de

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auxiliarme cuando la desgracia quiso ensañarse conmigo. Amistad que sigo y seguiré manteniendo.

Por la proximidad de sus domicilios y la buena acogida que en el bar tenían, comenzó a ser frecuentado diariamente por los gitanitos de los alrededores, Diego del Gastor, sus sobrinos Paco y Juan, su cuñado Joselero y el hijo de este, Andorrano, Agustín y Pepe Ríos, Fernandillo, etc. Y en su busca los americanos, alemanes, ingleses, franceses y hasta neozelandeses que recalaban en Morón atraídos por el flamenco. Entre ellos se destaca al americano Donn Elmer Pohren, de Minneápolis, que había comprado una finquita en Esparteros, dotada de un caserón, a donde traía grupos de compatriotas a fiestas que para ellos organizaba en ese lugar con los flamencos locales y con foráneos si aquellos no estaban disponibles. Pero el punto de cita y reunión era “Casa Pepe”. Así, los artistas de otros lugares, comenzaron a llegar también al mismo sitio. Recuerdo haber visto allí a las hermanas de Utrera Fernanda y Bernarda, a Miguelito “El Funi”, a Paco de Valdepeñas, al Perrate, con mucha frecuencia Anzonini de Puerto Real y otros muchos más.

Los flamencos de Morón tenían en Pepe un padre a quien acudir en sus apuros. No sólo les fiaba indefinidamente sus no cortas consumiciones, confiando siempre en que le pagarían, como así, generalmente, hacían, sino que incluso en sus cuitas económicas, les prestaba el dinero que necesitase. Era pues su banquero del que no sólo obtenían préstamos sino que cuando disponían de alguna cantidad que habrían percibido por sus actuación en fiestas o ferias, le hacían su depositario, porque teniendo Pepe su dinero, estaba seguro y así no caerían en la tentación de gastarlo. Aunque luego, acababan pidiéndoselo y gastándolo, claro.

A Casa Pepe, concurrían, además de los flamencos y extranjeros, clientes de Morón, unos por razones de vecindad, como en mi caso, y otros por su afición al flamenco. Cito al albañil Juan Cala, a Gregorio, gran ajedrecista, al Practicante Manuel Pérez Luna, Juan “el Caracol”, excelente cocinero, Pepe Flores, Miguel “el Chino”, el cojo Pepe Ríos, Andrés y Antonio Cabrera, Antoñele, el “Bolero”, el “Pitero”, Enrique Méndez, excelente catador del flamenco, y tantos más que no recuerdo ahora.

El caso es que a mí en particular, nunca me había gustado el flamenco. Es más: me disgustaba. Si en mi recorrido por el dial de la radio encontraba algo parecido al flamenco me apresuraba a cambiar de onda. Pero cuando mi frecuentación de “Casa Pepe” me puso en contacto con el ambiente, comencé a interesarme y a hacer amistad,

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dentro de lo que cabe, con los flamencos. Hablaba con ellos y les escuchaba y así me enteraba de sus gustos y costumbres, de su particular idiosincrasia, y aún de sus cuitas. Y conocí su modo de ver la vida. Ésta mi relación con los flamencos fue quizá lo que llevó a Paco Ayala y sobre todo al hombre de la radio, Manolo Villalba Guerra, iniciadores del “Gazpacho de Morón”, a incluirme en la comisión organizadora del primer evento que de ese festival se celebró. No falté a los siguientes “gazpachos” y además a los festivales similares que se celebraban en otros pueblos. A algunos de estos fui con Pepe, que esa noche, excepcionalmente cerraba el bar.

El ambiente del bar era, no podía ser menos, divertido y fui testigo de numerosas situaciones dignas de mención. Recuerdo por ejemplo un día en que Fenandillo se empeñaba en enseñar el compás a un americano. Golpeando la madera del mostrador le invitaba a seguir el ritmo: “Un- dos- tres--- / Cuatro –cinco- seis,--- / Siete-ocho,--- / Nueve- diez, y el americano que se había aprendido bien la numeración en españolo, continuaba “Once- Doce – Trece-Catorce...” y Fernandillo le interrumpía con su vozarrón : “¡Paaaara¡, ¡paaaaaaaaaara¡”.

Una tarde veíamos en la televisión la retransmisión de una corrida de toros. Toreaba Santiago Martín ”el Viti”, con su característica sobriedad, serio, riguroso impasible. Acabó la faena con una acertada estocada que hizo rodar el burel. Daba la vuelta al ruedo, con su espigada figura estólida, sin un gesto de más, sin una sonrisa. Entonces Juanito del Gastor se levantó y exclamó: “A ese tío no le contaba yo un chiste por “na” del mundo”.

Llegó un alemán en un Volkswagen descapotable, muy vistoso. Una tarde, con el alemán ausente se suscitó una controversia, entre varios de los contertulios sobre no sé qué cuestión relacionada con ese coche, tal vez si el consumo de carburante era mayor o menor, no lo recuerdo, el caso es que surgió una apuesta entre dos de los debatientes. Uno de ellos dijo: “Mil duros te doy si no tengo razón. Ahora cuando llegue el alemán se lo preguntamos”. En ese punto alguien, creo recordar que fue Juan Cala, dijo: “Y mil duros más de te doy yo si te entiende” (El alemán no sabía una palabra de español).

Anzonini (era Manuel Bermúdez, carnicero de Puerto Real) vivía con una americana que llamaban Rosa. Y esta Rosa se enamoró, como todas las americanas que le oían tocar) de Diego del Gastor, lo que provocó unos furibundos celos en el de Puerto Real. Y era ver la escena: Anzonini en el extremo del mostrador más alejado de la puerta. Diego, en el otro extremo, casi a la puerta, y Rosa mariposeando del uno al otro, dedicándoles tiernas sonrisas.

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Mientras ellos se dirigían expresivas miradas, de furia las de Anzonini, de asombrada disculpa las de Diego.

Andorrano, hijo de Joselero, y por tanto sobrino de Diego, tiene una peculiar forma de andar. En una ocasión pregunté a Juanito: ¿Por qué llaman a tu primo “Andorrano”?, ¿es que ha estado en Andorra? Y me contestó riéndose: ¡Ande usted¡, ¿es que no ha visto cómo anda?”.

En fin, “Casa Pepe” despareció. Perdura su espíritu. Pepe con su bonhomía y su cordialidad, contribuyó, sin duda alguna, a la difusión de ese arte tan nuestro del flamenco y a que el nombre de Morón sea conocido en todas partes. Hace un par de años, se celebró en Morón un acto recordando aquel centro “Casa Pepe”. Sirva este artículo, a más de las remembranzas que pueda suscitar en el lector, como homenaje a la memoria del buen amigo.

Plaza del Ayuntamiento – San Miguel, acera derecha

Partimos de la esquina del farmacéutico y abogado Marín Monroy, hoy de Manuel Jurado. Tenía esta farmacia entrada por la Calle Nueva y también por la Plaza del Ayuntamiento, como hoy. Al lado de la

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entrada de la plaza había el mismo “cierro” de hoy, al que seguía la entrada del bar Nuevo Pasaje de Luis Mejías. Ya hemos dicho que este bar también tenía entrada por la calle Nueva.

El bar era de servicio casi permanente, pues por la noche cerraba muy tarde, y abría de madrugada para acoger a los trabajadores, que tan tempranamente habían de salir para el campo o las fábricas, y a los viajeros de la Empresa San Miguel o del tren. Estos últimos después de tomar su café o su “copeja”, bajaban a la estación en el coche de Sosa, un carricoche tirado por un caballo con capacidad para seis o siete personas, que descendía por el Angostillo, Calle Lobato y, a partir de la Puerta de Sevilla, por una carretera, con descampado a uno y otro lado, hasta llegar a la estación, alumbrada por unas tristes luces de petróleo, para trepar a los vagones, destartalados, que hacían el penoso recorrido parando en el Apeadero de La Trinidad o “empalme”, donde esperaban al tren procedente de la línea Málaga-Granada para, unidos a este, pasaba por El Coronil, Utrera (¡Hay mostachones¡), La Salud, El Sorbito, Los Merinales, entre otros, hasta llegar por fin a Sevilla, ya entrada la mañana. Más tarde RENFE puso un automotor (por su forma redondeada los moronenses le llamaban “La Cochinita”), que hacía el trayecto en menos tiempo. En ese tren solían hacer el viaje mujeres cargadas con cestos, cajas y garrafas de comestibles que vendían en Sevilla. Eran “estraperlistas”. No olvidemos las circunstancias de la época.

El bar Nuevo Pasaje, ya había fallecido su fundador Luis Mejías y lo llevaban sus hijos Antonio, Manolo e Ignacio, con varios dependientes. Ignacio, titulado mercantil, después se hizo Procurador de los Tribunales. La puerta de entrada al bar, de cristal y de grandes dimensiones, se cerraba automáticamente, mediante una cuerda atada a la misma, que pasaba por una polea y tenía al otro extremo un peso de plomo. En la pared, a la entrada había pegado un escrito en que se explicaba el método parta la caza de los “gamusinos”, cosa que me tuvo intrigado algún tiempo, hasta que alguien me explico que se trataba de una broma que se solía gastar al cazador novato. En las madrugadas, se alumbraba, como todo el mundo, con candiles de carburo.

Tras la puerta del bar, un exiguo local acogía la barbería de Cabrera, a la que seguía otro bar, La Viñita y a continuación tenía su entrada la Fonda Pascual, con pretensiones de Hotel, que regentaba su propietaria, Doña María, con sus hijas Maruja, Vicenta y Rosa. Sus clientes eran eventuales: representantes de comercio, viajantes de correos, etc., y estables, entre los que recuerdo a Diego Alcalá, un

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señor apellidado Janer, al que llamaban “el Guineo”, por haber estado viviendo en  Guinea, y el cajero del Instituto de Previsión, Juan Jacinto de Villota. La casa de la fonda era inmensa, pues pasando tras las casas de la Calle Nueva, venía a dar con una pequeña fachada a la calle Vicario (Callejón del Pescado).

Aledaña a la fonda abría sus puertas una tienda más de tejidos, propiedad de Francisco Ceballos. Un hijo de este, también Francisco, continúa el comercio en el mismo local, ampliado con el que entonces ocupaba la ferretería de Camacho, que hacía esquina a la Calle Ánimas. Esta ferretería posteriormente se trasladó a la esquina frontera, en la casa del apodado “El Quebrado”, a la que seguía otra casa que ocupaba el Procurador Miguel Sánchez, Miguelito el de Algámitas, curioso profesional que no calentaba el sillón de su despacho, pues cuando no estaba en las dependencias del Juzgado se ubicaba en la esquina de la farmacia de Marín contemplado atentamente a los transeúntes. Se enteraba de cuanto pasaba no ya en el Juzgado, sino en el pueblo entero. La casa siguiente era la vivienda de Don Pascual García Avilés, que luego siguió ocupada por su hija Aida, casada ya con Jesús Castro. Matrimonio este  que no tenía hijos, pero si un enorme perro lobo que le acompañaba a todas partes. Creo que Aida, ya viuda, sigue viviendo ahí.

Más arriba vivía un médico llamado Manuel Jiménez Aguilar, el mismo nombre y los mismos apellidos de un conocido comerciante de la localidad que me ha facilitado este dato. Esta casa fue después ocupada por Pedro Azcárate Viaña, Secretario del Juzgado de Primera Instancia, hombre cordial y sordo y como tal de profundo y sonoro  vozarrón. Luego hubo allí una tienda de electrodomésticos, de Gordillo,  y seguía  la casa de Don Manuel Ceballos Marín; de sus hijas Charo y Lola no recuerdo que fue de ellas -de la menor, Mercedes, sé que es farmacéutica y como tal ejerce en Sevilla y el único hijo varón, Manolo, buen amigo mío, vive en Madrid con su esposa-. Esta casa hacía esquina a la calle Pedro Santo, calle a la que por la pavimentación en su primer tramo llamaban “el Pozo Nuevo Chiquitito”.

La otra esquina de esa calle era la casa de los hermanos Fernández, empleados uno del Banco Español de Crédito y el otro del Banco Central. Su apodo, de origen desconocido como casi todos los apodos, era “Cuchara”. La casa aledaña era de dos hermanas, sordomudas que allí vivían. Una casa más, de un señor que tenía una droguería en El Angostillo y al que llamaban “El Triste”, tal vez por su aspecto flaco y  con poco pelo, pálido y menudo; apodo que no convenía con su

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carácter abierto y cordial, su voz empastada y su amena conversación.

Y ya la entrada del Colegio llamado “de las Madres”, cuyo nombre era y es, de la Inmaculada Concepción, regido por monjas concepcionistas y por el que pasaron la mayoría de las estudiantes de Morón y en el que yo fui profesor varios años bajo la égida de Sor Asunción, monja “de pelo en pecho”, respetada y temida por alumnas y profesores. Era una antigua construcción que parece ser fue otrora hospital – no en el sentido de sanitario que tiene hoy ese vocablo, sino en el de hospedería para necesitados-. Años más tarde el colegio se amplió con una moderna construcción en el interior del inmueble. A la entrada le seguía la pared en la que se abría la puerta de la capilla y al final, una torre campanario que forma la esquina a la plaza de San Miguel. El amable jolgorio de las alumnas del colegio alegraba la calle a las horas de entrada y salida.

Otro día, si la dirección del periódico lo permite, me dedicaré a la acera izquierda.