mr.holmes de mitch cullin

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Page 1: MR.HOLMES de Mitch Cullin
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Aquella tarde de verano, tras llegar de su viaje por elextranjero, entró en su caserón de piedra y dejó el equi-paje junto a la puerta delantera para que su ama de lla-ves se ocupara de él. Enseguida se retiró a la biblioteca,donde se sentó tranquilamente, feliz de encontrarse porfin rodeado por sus libros y por la familiaridad de suhogar. Había estado fuera casi dos meses, durante loscuales había atravesado la India en un tren militar, ha-bía navegado con la Armada Real hasta Australia y des-pués había puesto pie, por fin, en las costas de un Ja-pón ocupado tras la guerra. Para volver había tomadolas mismas interminables rutas de la ida, normalmenteen compañía de rudos hombres del ejército, de entre loscuales pocos conocían al anciano caballero que comía ose sentaba junto a ellos (ese vejestorio de lento caminarque buscaba en sus bolsillos una cerilla que nunca en-contraba y que mascaba sin cesar un puro jamaicano sinencender). Aquellos rudos rostros solo lo miraban consorpresa en las raras ocasiones en las que un oficial in-formaba sobre su identidad, y era entonces cuando sepercataban de que, aunque usaba dos bastones, sucuerpo permanecía erguido, y de que el paso de los añosno había apagado la inteligencia de sus ojos grises. Sucabello, del color blanco de la nieve, era tan fino y largo

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como su barba, que siempre llevaba arreglada al estiloinglés.

—¿Es cierto? ¿Es usted de verdad?—Mucho me temo que aún gozo de tal distinción.—¿Es usted Sherlock Holmes? No, no me lo creo. —No pasa nada. Apenas puedo creerlo yo mismo. Pero al final el viaje había concluido, y le resultaba

difícil recordar los detalles de sus días de travesía. Susvacaciones, aunque lo habían llenado como una comidasaciante, parecían indescifrables a posteriori, salpicadasde vez en cuando por breves recuerdos que pronto seconvertían en vagas impresiones y eran invariable-mente olvidados de nuevo. Incluso así, tenía las intactashabitaciones de su granja, los rituales de su ordenadavida campestre, la fiabilidad de su colmena. Para esascosas no necesitaba tirar de memoria; simplemente ha-bían ido arraigando en su vida a lo largo de décadas deaislamiento. Allí estaban sus abejas: el mundo seguíacambiando, como lo hacía él mismo, pero ellas perma-necían inmutables. Y después de que cerrara los ojos ysu respiración se relajara, sería una abeja la que le daríala bienvenida a casa; una obrera que se materializó en supensamiento, lo encontró en alguna otra parte, se posósobre su garganta y le picó.

Por supuesto, sabía que, cuando una abeja te pica enla garganta, lo mejor es beber agua con sal, para evitarmales mayores. Obviamente, el aguijón debería habersido extraído de la piel antes, si podía ser segundos des-pués de la instantánea inyección del veneno. En sus cua-renta y cuatro años como apicultor en la ladera sur deSussex Downs, en los que había vivido entre Seaford yEstarbourne, con la pequeña Cuckmere Haven como po-blación más próxima, había recibido siete mil ochocien-tas dieciséis picaduras de abejas obreras, la mayoría enlas manos y en la cara, a veces en los lóbulos de las ore-jas, el cuello o la garganta. Las causas y consecuencias

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de cada una de aquellas picaduras habían sido estudiadasconcienzudamente y más tarde registradas en uno de losmuchos libros de notas que tenía en el despacho del ático.Esas apenas dolorosas experiencias, con el tiempo, le ha-bían hecho dar con una variedad de remedios en funciónde en qué partes del cuerpo hubiera sufrido la picaduray cuán profunda fuera. Por ejemplo, sal con agua fría,jabón líquido mezclado con sal y después media cebollacruda sobre la zona irritada. Cuando la sensación era es-pecialmente desagradable, arcilla o barro húmedo po-dían solucionar el problema, siempre que se repitieranlas aplicaciones cada hora hasta la desaparición de lahinchazón. Sin embargo, para paliar el dolor y prevenirla inflamación, la solución más efectiva era, cuanto an-tes, frotar tabaco húmedo sobre la piel.

Sin embargo, en aquel momento (sentado en la bi-blioteca, durmiendo en su butaca junto a la chimeneaapagada), mientras soñaba, entró en pánico y fue inca-paz de recordar lo que tenía que hacer tras la súbita pi-cadura sobre su nuez de Adán. Se vio a sí mismo allí, enel sueño, de pie en un extenso campo de caléndulas, aga-rrándose la garganta con sus largos y artríticos dedos.La inflamación ya había comenzado y sobresalía bajosus manos como una pronunciada vena. El miedo lo pa-ralizó y se quedó petrificado mientras la hinchazón cre-cía hacia fuera y hacia dentro; mientras la abultada pro-tuberancia separaba sus dedos, y su garganta se cerrabasobre sí misma.

Y allí también, en aquel campo de caléndulas, se viocontrastando entre el rojo y el amarillo dorado bajo suspies. Desnudo, con su pálida piel expuesta sobre las flo-res, parecía un reluciente esqueleto cubierto por unafina capa de papel de arroz. Había desaparecido la lana yel tweed del uniforme de su retiro, la solvente ropa quehabía llevado a diario desde antes de la Gran Guerra,durante la segunda Gran Guerra y hasta su nonagésimo

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tercer cumpleaños. Llevaba el cabello tan corto que de-jaba ver el cuero cabelludo; su barba había quedado re-ducida a un bozo sobre su prominente mandíbula y susdemacradas mejillas. Los bastones que lo ayudaban ensu caminar (los mismos que estaban sobre su regazo en labiblioteca) también habían desaparecido en el interiorde su sueño. Pero él permanecía en pie, a pesar de que suconstreñida garganta bloqueaba el paso y le imposibili-taba respirar. Solo se movían sus labios, que tartamudea-ban en silencio en busca de aire. Todo lo demás (sucuerpo, las flores, las nubes del cielo) parecía inmóvil,todo se mantenía estático, excepto aquellos temblorososlabios y una solitaria abeja obrera que deambulaba consus atareadas patitas negras sobre su frente arrugada.

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Holmes despertó con un jadeo. Abrió los párpados ymiró la biblioteca mientras se aclaraba la garganta. En-tonces se percató de la inclinación de los menguantesrayos de sol que entraban por una ventana orientada aloeste e inhaló profundamente: las luces y las sombrassobre las enceradas lamas del suelo, que reptaban comomanecillas de reloj justo lo suficiente para rozar elborde de la alfombra persa que se extendía bajo sus pies,le dijeron que eran exactamente las cinco y dieciocho dela tarde.

—¿Ya se ha despertado? —le preguntó la señoraMunro, su joven ama de llaves, de espaldas a él.

—Así es —le contestó Holmes, con la mirada fija ensu delgada silueta, en el cabello largo que llevaba reco-gido en un moño del que caían tirabuzones castaños, so-bre su esbelto cuello, y en el nudo trasero de su delantal.

La mujer cogió la correspondencia (cartas con sellosextranjeros, pequeños paquetes, sobres grandes) de unacesta de mimbre que había sobre la mesa de la bibliotecay, tal y como hacía una vez por semana, empezó a orde-narlos en montones según su tamaño.

—Estaba haciéndolo mientras dormía, señor. Ese so-nido estrangulado… Estaba haciéndolo de nuevo, igualque antes de marcharse. ¿Le traigo un vaso de agua?

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—No creo que sea necesario —le dijo, y agarró casisin darse cuenta los dos bastones.

—Como desee, señor. La mujer siguió ordenando la correspondencia: las

cartas a la izquierda, los paquetes en el centro, los so-bres grandes a la derecha. Durante la ausencia de Hol-mes, la mesa, que normalmente estaba vacía, se habíallenado de inestables montones de correspondencia. Élsabía que habría regalos, objetos extraños enviadosdesde muy lejos. Habría peticiones de entrevistas paraalguna revista o para la radio, y súplicas de ayuda (unamascota extraviada, un anillo de bodas robado, un niñodesaparecido, un surtido de otras nimiedades desespera-das que era mejor no contestar). También estarían losmanuscritos en busca de publicación: engañosas y esca-brosas obras de ficción basadas en sus aventuras pasa-das, idealistas tratados de criminología, recopilacionesde misterio junto a lisonjeras cartas en busca de promo-ción, de un comentario positivo para una futura portadao, tal vez, una introducción al texto. Rara vez respondíaa alguna de ellas, y nunca se dejaba enredar por perio-distas, escritores o gente que buscaba publicidad.

Aun así, examinaba concienzudamente cada carta querecibía y revisaba el contenido de cada paquete que leenviaban. Ese único día de la semana, sin importar el ca-lor o el frío propio de la estación, trabajaba ante la mesaal calor de la chimenea, abriendo sobres y examinando lacarta en cuestión antes de hacer una bola de papel y ti-rarla a las llamas. Los regalos, sin embargo, los apartabay los depositaba cuidadosamente en la cesta de mimbrepara que la señora Munro los donara a aquellos que or-ganizaban obras benéficas en el pueblo. Pero, si una mi-siva abordaba un tema concreto, si evitaba los halagosserviles y aludía inteligentemente a una fascinación mu-tua por aquello que más le interesaba (el proyecto deproducir una reina a partir de un huevo de obrera, los

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beneficios para la salud de la jalea real, quizás una nuevaperspectiva sobre el cultivo de una hierba aromática au-tóctona como el pimentero japonés, rarezas de la natura-leza procedentes de lugares remotos que, como creía queocurría en el caso de la jalea real, tenían la capacidad deapaciguar la atrofia que azotaba las mentes y los cuerposancianos) la carta tenía bastantes posibilidades de sal-varse de la incineración. En lugar de eso, terminaba en elbolsillo de su chaqueta y se quedaba allí hasta que volvíaa examinarla con más atención en su escritorio del des-pacho del ático. A veces, esas «cartas afortunadas» lo lle-vaban a alguna parte: a un herbario junto a una abadíaen ruinas cerca de Worthing, donde crecía un extraño hí-brido de lampazo y acedera; a una explotación apícola alas afueras de Dublín que había producido por azar unamiel ligeramente ácida, aunque no desagradable, pro-ducto de la humedad que había cubierto los bastidoresen una estación especialmente cálida; hacía poco a Shi-monoseki, una aldea japonesa cuya especialidad era lacocina en la que se empleaba pimienta de Sichuan, unaespecia que, junto a una dieta de pasta de miso y soja fer-mentada, parecía prolongar la vida de los lugareños. Lanecesidad de conocer y documentar de primera manoesos extraños alimentos que posiblemente alargarían lavida era el objetivo principal de sus años de soledad.

—Se va a pasar un buen rato entre todo este desor-den —dijo la señora Munro, señalando con la cabeza losmontones de correspondencia. Después de dejar la cestavacía en el suelo, se dirigió de nuevo a él—: Hay más,¿sabe? En el armario del vestíbulo principal. Esas cajasme tenían toda la casa desordenada.

—Muy bien, señora Munro —le contestó con seque-dad, intentando evitar cualquier colaboración por suparte.

—¿Traigo el resto? ¿O espero a que haya terminadocon esto?

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—Espere. Miró hacia la puerta y le indicó con los ojos que po-

día retirarse. Pero ella ignoró su mirada y se detuvopara alisar su delantal antes de continuar:

—Hay un montón enorme… En ese armario del ves-tíbulo, ¿sabe? No se puede imaginar el montón tanenorme que es.

—Eso he entendido. Creo que, por el momento, meconcentraré en lo que tengo aquí.

—Yo diría que intenta usted abarcar demasiado, se-ñor. Si necesita ayuda…

—Puedo hacerlo solo, gracias. Miró hacia la puerta, fijamente esta vez, e inclinó la

cabeza en su dirección. —¿Tiene hambre? —le preguntó la mujer, y dio un

paso vacilante hacia el haz de luz que iluminaba la al-fombra persa.

El ceño fruncido de Holmes la detuvo en seco, perorelajó un poco la expresión contrariada cuando la mujersuspiró.

—En absoluto —le contestó. —¿El señor cenará esta noche?—Si no queda más remedio, supongo que sí. —Por

un momento, la imaginó trabajando atolondradamenteen la cocina, derramando asaduras sobre las encimeras otirando migas de pan y unas buenas rebanadas de quesoStilton al suelo—. ¿Pretende cocinar su insulso pudinde salchichas?

—Usted me dijo que no le gustaba —le respondió,sorprendida.

—Y no me gusta, señora Munro, de verdad que nome gusta… Al menos no su versión del plato. Su pastelde cordero y puré, por otra parte, es excepcional.

El rostro de la joven se iluminó. Entonces frunció elceño, pensativa.

—Bueno, veamos, tengo algo de ternera del asado del

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domingo. Podría usar eso, pero sé que usted prefiere elcordero.

—La ternera es aceptable.—Pastel de ternera y puré, entonces —dijo, con una

repentina urgencia en la voz—. Ya he deshecho su equi-paje. No sabía qué hacer con ese cuchillo tan extrañoque ha traído, así que lo he dejado junto a su almohada.Tenga cuidado de no cortarse.

El hombre suspiró exageradamente y cerró los ojospara hacerla desaparecer de su vista.

—Se llama kusun-gobu, 1 querida, y le agradezco supreocupación. No me gustaría que me apuñalaran en mipropia cama.

—¿Quién querría?Buscó en un bolsillo del abrigo con la mano derecha

y tanteó con los dedos los restos de un jamaicano a me-dio fumar. Pero, para su consternación, había perdido elpuro en alguna parte. Tal vez lo extravió al bajarse deltren, cuando se inclinó para recuperar un bastón que sele había resbalado… Es posible que el jamaicano hu-biera escapado de su bolsillo entonces, que hubieracaído al andén para terminar aplastado bajo algún pie.

—Quizá —masculló—. O quizá…Buscó en otro bolsillo mientras escuchaba las pisadas

de la señora Munro desde la alfombra hasta la puerta:siete pasos, suficiente para sacarla de la biblioteca. Susdedos se cerraron alrededor de un tubo cilíndrico casi dela misma longitud y circunferencia que el reducido ja-maicano, aunque por su peso y firmeza se dio cuenta in-mediatamente de que no era el puro. Y cuando abrió lospárpados contempló un vial de cristal transparente so-bre su palma abierta. Al acercarlo a sus ojos, mientras la

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1. Un tanto, o arma de mano japonesa, de veintitrés centíme-tros de largo (Todas las notas son de la traductora).

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luz del sol se reflejaba en el tapón metálico, vio a las dosabejas muertas selladas en su interior, una sobre la otra,con sus patas entrelazadas, como si ambas hubieran su-cumbido durante un íntimo abrazo.

—Señora Munro…—¿Sí? —le contestó ella, dando media vuelta en el

pasillo y volviendo apresuradamente—. ¿Qué pasa?—¿Dónde está Roger? —le preguntó, y volvió a

guardar el vial en su bolsillo. La mujer entró en la biblioteca y cubrió los siete pa-

sos que habían señalado su partida. —¿Perdón?—Su hijo, Roger. ¿Dónde está? Todavía no lo he

visto. —Pero, señor, si fue él quien metió su equipaje. ¿No

lo recuerda? Usted le dijo que le esperara en las colme-nas, que lo necesitaba allí para una inspección.

Una expresión confusa se extendió a través de su pá-lido rostro barbudo; también lanzó su sombra sobre élese desconcierto que ocupaba los momentos en los quenotaba la pérdida de control sobre su propia memoria.¿Qué más estaba olvidando? ¿Qué más se escurriríacomo la arena entre sus puños cerrados? ¿De qué podríaestar seguro a partir de entonces? Aun así, intentabadesechar sus preocupaciones buscando una explicaciónrazonable a lo que le confundía de vez en cuando.

—Por supuesto, tiene razón. Ha sido un viaje agota-dor, ya ve. No he dormido mucho. ¿Hace mucho que es-pera?

—Un buen rato. No ha tomado el té, aunque no creoque a él le importe. Desde que se fue, se ha preocupadomás por las abejas que por su propia madre, se lo ase-guro.

—¿En serio?—Sí, por desgracia, sí. —Bueno —dijo, asiendo de nuevo sus bastones—,

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entonces supongo que no puedo hacer esperar más alchico.

Se levantó de la butaca, ayudándose de los bastones,y se dirigió a la puerta contando en silencio cada paso(uno, dos, tres) mientras ignoraba las preguntas de laseñora Munro a su espalda.

—¿Quiere que lo ayude, señor? ¿Puede usted solo?Cuatro, cinco, seis. No vio cómo fruncía el ceño

mientras él avanzaba lentamente, ni tampoco cómo en-contró su cigarro jamaicano segundos después de que élabandonara la habitación. Se inclinó ante la butaca, co-gió con dos dedos el maloliente puro del cojín delasiento y lo tiró a la chimenea. Siete, ocho, nueve, diez.Once pasos lo llevaron hasta el pasillo; cuatro pasos másde lo que había necesitado la señora Munro y dos más quesu media personal.

Por supuesto, concluyó mientras recuperaba elaliento en la puerta delantera, cierta lentitud por suparte no sería inesperada; había viajado por mediomundo y había vuelto, y había renunciado a su habitualdesayuno de pan frito untado de jalea real. La jalea, ricaen vitamina B, contenía una importante cantidad deazúcares, proteínas y ácidos orgánicos, y era indispensa-ble para mantener su energía y bienestar. Estaba segurode que, sin este nutriente, su cuerpo había sufrido de al-gún modo, y también su memoria.

Una vez fuera, la visión de la tierra bañada por el solde la tarde estimuló su mente. La flora no le planteabaninguna disyuntiva, las sombras no señalaban los vacíosdonde residían los fragmentos de su memoria. Todo semantenía como había sido durante décadas, y tambiénél. Paseó despreocupadamente por el sendero del caminojunto a los lechos de hierbas y de narcisos silvestres,junto a las buddlejas púrpuras y los cardos que se alza-ban en espiral. Una suave brisa mecía los pinos y Hol-mes disfrutaba de los crujidos que producían sus pies y

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sus bastones en la gravilla. Si mirara atrás sobre su hom-bro justo ahora, sabía que la hacienda estaría oculta trascuatro enormes pinos. La puerta delantera y los marcosde las ventanas adornados con rosales trepadores, lostoldos sobre las ventanas, los montantes de ladrillo ex-puesto de los muros exteriores…, la mayor parte de elloapenas visible entre aquel denso tejido de ramas y agu-jas de pino. Más adelante, donde terminaba el camino, seextendía una pradera enriquecida por una abundancia deazaleas, laureles y rododendros tras la que se cernía unbosquecillo de robles. Y, bajo estos, dispuesto en línearecta en grupos de dos colmenas, estaba su abejar.

En poco tiempo comenzó a caminar por el colmenarmientras el joven Roger, deambulando de colmena encolmena sin velo y con las mangas subidas, ansioso porimpresionarle con lo bien que habían sido atendidas lasabejas en su ausencia, le explicaba que después de que elenjambre se asentara a primeros de abril, apenas un parde días antes de que Holmes se marchara a Japón, ha-bían sacado totalmente la cera base del interior de losbastidores, habían construido sus panales y habían lle-nado cada celda hexagonal. De hecho, para su deleite, elchico ya había reducido el número de bastidores a nuevepor colmena, por lo que las abejas tenían espacio de so-bra para prosperar.

—Excelente —dijo Holmes—. Has cuidado de estascriaturas de un modo admirable, Roger. Estoy muy sa-tisfecho con la diligencia que has mostrado. —Entonces,para recompensar al chico, sacó el vial de su bolsillo y selo mostró entre un dedo encorvado y el pulgar—. Estoes para ti —dijo, y observó cómo Roger aceptaba el en-vase y miraba su contenido con apacible sorpresa—.Apis cerana japonica… O quizá podríamos llamarlas,sencillamente, abejas japonesas. ¿Qué te parece?

—Gracias, señor. El chico le ofreció una sonrisa y Holmes se la devol-

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vió, mirando sus perfectos ojos azules y revolviéndoleligeramente el cabello rubio. A continuación, inspeccio-naron las colmenas juntos, sin decir nada durante untiempo. Un silencio así, en el colmenar, siempre le satis-facía; por el modo en el que Roger se mantenía a sulado, creía que el muchacho compartía su satisfacción. Yaunque rara vez disfrutaba de la compañía de los niños,no podía evitar los sentimientos paternales que el hijode la señora Munro despertaba en él. «¿Cómo era posi-ble que aquella dispersa mujer hubiera parido a un jo-ven tan prometedor?», se preguntaba a menudo. Pero, apesar de su avanzada edad, le era imposible expresar suverdadero afecto, especialmente a un chico de catorceaños cuyo padre había sido una de las bajas del ejércitobritánico en los Balcanes y cuya presencia, sospechaba,extrañaba profundamente. De cualquier forma, siempreera prudente mantener cierta distancia emocional conlas amas de llaves y sus hijos; era suficiente, sin duda,estar con el chico mientras el silencio lo decía todo,mientras examinaban las colmenas y estudiaban el ba-lanceo de las ramas de los robles y contemplaban latarde dando paso sutilmente al anochecer.

No pasó mucho tiempo antes de que la señoraMunro llamara a Roger desde el camino del jardín paraque la ayudara en la cocina. Entonces, a regañadientes,el chico y él atravesaron la pradera ociosamente. Se de-tuvieron a observar una mariposa azul que revoloteabaalrededor de las fragantes azaleas y, momentos antes delatardecer, entraron en el jardín. La mano del chico habíaestado sujetándolo con suavidad por el codo, y esamisma mano lo condujo a través de la puerta de la ha-cienda y se mantuvo a su lado mientras subía las escale-ras y entraba en su despacho del ático. Y aunque subirlas escaleras difícilmente podría considerarse una laborcomplicada, agradecía que Roger se mantuviera a sulado como una muleta humana.

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—¿Vengo a por usted cuando la cena esté lista?—Por favor. —Sí, señor. Así que se sentó ante su escritorio a esperar a que el

muchacho lo ayudara de nuevo a bajar las escaleras. Du-rante un rato, se entretuvo examinando las notas quehabía escrito antes de su viaje, mensajes crípticos gara-bateados en trozos de papel («La levulosa predomina, esmás soluble que la dextrosa») cuyo significado se le es-capaba. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que la se-ñora Munro se había tomado ciertas libertades en suausencia. Los libros que había esparcido por el suelo es-taban ahora apilados. Había barrido el suelo, pero, tal ycomo Holmes había indicado expresamente, no habíaquitado el polvo a nada. Sentía cada vez más la necesi-dad de fumar, así que cambió de sitio libros y abrió cajo-nes con la esperanza de encontrar un jamaicano o, almenos, un cigarrillo. Después de que sus esfuerzos re-sultaran inútiles, se resignó a revisar la correspondenciaque había escogido. Cogió una de las muchas cartas queel señor Tamiki Umezaki le había enviado semanas an-tes de embarcarse en su viaje al extranjero:

Apreciado amigo:

Me complace que haya recibido mi invitación con tanto in-terés y que haya decidido ser mi huésped aquí, en Kobe. No esnecesario decir que estoy impaciente por mostrarle los mu-chos jardines que albergan nuestros templos en esta parte deJapón, así como…

Esto también resultó ser difícil: tan pronto como sepuso a leer, sus ojos se cerraron y su barbilla se hundiógradualmente hacia su pecho. Una vez dormido, no notóque la carta resbalaba de sus dedos ni oyó la estrangu-lada emanación de su garganta. Y, al despertar, no pudorecordar el campo de caléndulas en el que había estado,

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ni el sueño que lo había llevado hasta allí de nuevo. Enlugar de eso, se sobresaltó al ver a Roger inclinado sobreél; se aclaró la garganta y miró fijamente el rostro irri-tado del muchacho.

—¿Me he quedado dormido? —preguntó con incer-tidumbre y voz ronca.

El chico asintió.—Entiendo… —La cena se servirá pronto. —Sí, la cena se servirá pronto —murmuró el an-

ciano, buscando sus bastones. Como antes, Roger lo ayudó cuidadosamente a le-

vantarse de la silla y se mantuvo junto a él cuando sa-lieron del despacho. El chico caminó por el pasillo a sulado, bajaron las escaleras y entraron al comedor, dondeHolmes se soltó de su mano y se dirigió por su propiopie al único sitio de la enorme mesa victoriana de robledonde la señora Munro había puesto cubiertos.

—Cuando termine —dijo Holmes, dirigiéndose alchico sin mirarlo—, me gustaría discutir contigo todo loreferente al colmenar. Quiero que me pongas al día detodo lo que ha ocurrido en mi ausencia. Espero que pue-das ofrecerme un informe detallado al respecto.

—Lo intentaré —respondió el chico desde la puertamientras Holmes apoyaba sus bastones en la mesa antesde sentarse.

—Muy bien —dijo Holmes finalmente, mirando aRoger—. Nos reuniremos en la biblioteca dentro de unahora, ¿de acuerdo? Suponiendo, por supuesto, que elpastel de ternera de tu madre no haya acabado conmigopara entonces.

—Sí, señor. Holmes cogió la servilleta doblada y la sacudió para

abrirla y meter una esquina bajo su cuello. Se irguió enla silla y se tomó un instante para alinear la cuberteríay disponerla en perfecto orden. Entonces resopló a tra-

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vés de las fosas nasales y apoyó las manos pulcramentea cada lado del plato vacío.

—¿Dónde está esa mujer?—Ya voy —exclamó de repente la señora Munro.

Apareció un instante después detrás de Roger con unabandeja de comida humeante.

—Aparta, hijo —le dijo al chico—. Así no ayudas anadie.

—Perdón —dijo Roger, y movió su delgada figurapara que ella pudiera entrar.

Cuando su madre pasó apresuradamente, retrocedióun paso, poco a poco, luego otro paso, y otro más, hastaque hubo salido del comedor. Sabía que no podía seguirholgazaneando o su madre lo enviaría a casa o, comomínimo, lo obligaría a limpiar la cocina. Para evitarloescapó silenciosamente mientras ella servía a Holmes,antes de que pudiera salir del comedor para gritar sunombre.

Pero el chico no se dirigió hacia el colmenar, tal ycomo su madre hubiera supuesto, ni tampoco fue a la bi-blioteca para preparar las respuestas a las preguntas queHolmes iba a hacerle sobre el abejar. En lugar de eso,volvió a subir las escaleras y entró en esa habitación enla que solo Holmes tenía permitido enclaustrarse: el des-pacho del ático. A decir verdad, durante las semanas queHolmes había estado de viaje en el extranjero, Roger ha-bía pasado largas horas explorando el despacho. Al prin-cipio había cogido de los estantes algunos viejos libros,polvorientas monografías y publicaciones científicas y lohabía leído todo atentamente, sentado en el escritorio.Cuando su curiosidad quedaba satisfecha, colocaba losejemplares de nuevo en la estantería y se aseguraba deque pareciera que nadie los había tocado. En una ocasiónhabía fingido ser Holmes, reclinado en la silla del escri-torio con las puntas de los dedos unidas, mirando por laventana e inhalando un humo imaginario.

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Obviamente, su madre no tenía ni idea de sus incur-siones, porque de haberlo sabido lo habría echado de lacasa de inmediato. Aun así, cuanto más exploraba eldespacho (tímidamente al principio, con las manos enlos bolsillos) más temerario se volvía, y husmeaba en elinterior de los cajones, sacaba cartas de sobres ya abier-tos y cogía respetuosamente la pluma, las tijeras y lalupa que Holmes solía utilizar. Pasado un tiempo em-pezó a escudriñar las montañas de folios escritos amano que había sobre la mesa e intentó descifrar lasnotas y los párrafos incompletos de Holmes procu-rando no dejar ninguna marca identificativa en las pá-ginas. Casi todo escapaba a su entendimiento, ya fuerapor la naturaleza de los apuntes de Holmes, que a me-nudo no tenían sentido, o porque el asunto tratado erademasiado clínico o complicado. Aun así, había estu-diado cada página deseando aprender algo único o reve-lador sobre el célebre hombre que ahora reinaba en elcolmenar.

Roger apenas descubrió nada que arrojara nueva luzsobre Holmes. Parecía que el mundo de aquel hombreera un universo de evidencias y hechos incontestables,de observaciones detalladas sobre asuntos externos, yrara vez había encontrado una frase referente a símismo. Aun así, entre los muchos montones de notas yescritos aleatorios, enterrado bajo todo aquello, como silo hubieran escondido, el chico se había topado final-mente con un artículo de verdadero interés: un brevemanuscrito sin terminar titulado La armonicista decristal. El puñado de páginas se mantenía unido por unagoma elástica. A diferencia del resto de los escritos deHolmes que había sobre el escritorio, el chico se diocuenta de inmediato de que este manuscrito había sidoelaborado con sumo cuidado: las palabras eran fácil-mente distinguibles, no había tachaduras, ni anotacio-nes en los márgenes, ni borrones de tinta. Lo que leyó

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entonces atrajo su atención, ya que era de fácil lectura yde naturaleza personal. Era el relato de una época ante-rior de la vida de Holmes. Pero, para desdicha de Roger,el manuscrito terminaba abruptamente tras solo dos ca-pítulos. Su conclusión era un misterio. A pesar de ello,el muchacho lo sacaba una y otra vez para releerlo conla esperanza de descubrir algo que se le hubiera esca-pado anteriormente.

Y ahora, como había hecho durante las semanas enlas que Holmes no había estado, Roger se sentó con ner-viosismo ante el escritorio del despacho y sacó metódi-camente el manuscrito de debajo de aquel organizadodesorden. Quitó la goma elástica y colocó las páginascerca del resplandor de la lámpara de mesa. Examinó elmanuscrito; esta vez comenzó por el final y revisó rápi-damente las últimas páginas, aunque estaba seguro deque Holmes no había tenido la oportunidad de conti-nuar con el texto. A continuación, empezó por el princi-pio; se encorvó para leer y pasó página tras página. Siconseguía no distraerse, estaba seguro de que termina-ría el primer capítulo aquella misma noche. Solo cuandosu madre lo llamó por su nombre levantó un momentola cabeza. Estaba fuera, buscándolo en el jardín de atrás.Cuando su voz se alejó, bajó la cabeza de nuevo y se re-cordó a sí mismo que no le quedaba mucho tiempo; alcabo de menos de una hora, lo esperaban en la bibliotecay tendría que esconder el manuscrito. Hasta entonces,deslizó un dedo por las palabras de Holmes, sus ojosazules parpadearon repetidamente sin perder la concen-tración y sus labios se movieron sin sonido mientras lasfrases comenzaban a conjurar aquellas conocidas esce-nas en la mente del muchacho.

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