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Perros 57
Siempre, desde pequeño, estuve rodeado de masco-tas. Apenas llegaron de su lejana tierra, mis padres,
modestos inmigrantes italianos, recogieron de la calle el primer perrito y el primer gatito abandonados. Así que es natural que mi hermano y yo nos hayamos criado en un ambiente donde se respetó siempre el derecho del animal a ser bien tratado y, sobre todo, querido.
Apenas pude tener una casa en Lima, un pequeño depar-tamento, antes de pasarme a la de ahora, con un jardín más espacioso, lo primero que hice fue comprarme una dálmata que adoré y que me dejó a los diez años, provocando un inmenso vacío. Uno tras otro fueron pasando gatitos y perritos de todo tipo, de todas las razas y, por supuesto, también chuscos, que a veces fueron los más agradecidos.
Pero hubo uno que me marcó especialmente, al que consideré mi perro, mi hijo, mi hermano, mi compañero: Romo, un rotwailer negro que cabía en la palma de mi mano y que a los pocos meses no podía levantar.
Los dos nos elegimos; otras mascotas podían ser también de la familia, del servicio, pero Romo era solo mío: estaba donde yo estaba, jugaba conmigo, dormía a los pies de mi cama, esperaba tras la cortina de baño que terminara de ducharme; donde yo estaba, estaba él. Yo sentía que él me entendía; era sumamente obediente y para nada agresivo, salvo cuando, cami-nando conmigo por la playa El Silencio, se acercó un salchicha a mirarlo y de una dentellada lo mató, quizá presagiando una invasión a su territorio que el pobre perrito ignoraba.
Perros de casaRomo, mi perro
Osvaldo Cattone, actor
Más testimonios de la convivencia con nuestro
querido amigo, el hombre.
nº 185 / 200858
Cuando estaba en el teatro lo extrañaba, y llamaba a
casa varias veces al día para saber cómo estaba.
Una noche, cuando volví, cerca de las 12, no salió a
saludarme, como de costumbre. Lo busqué, lo llamé,
pero estaba acostado sobre el césped; era obvio que no
se sentía bien. A esa hora era imposible llamar a mi ve-
terinario, el doctor Ayllón; busqué en la guía una clínica
de emergencia y al poco tiempo llegó una ambulancia en
la que el mismo conductor oficiaba de enfermero provi-
sional. Me sugirió no perder tiempo: había que ponerlo
sobre la mesa de la cocina y abrirlo con un cuchillo. Me
negué: el hombre no me inspiraba confianza; prefería
esperar a mi doctor, que abría su consultorio a las 9 de
la mañana. Romo murió a las 5.
Parece que tuvo algo que se llama embalotamiento: se le
cierra el estómago como un toffie y no puede vomitar ni
deponer, y los gases lo revientan. Tenia solo cinco años.
Quedé destrozado. Lo envolvimos en una sábana blanca
y está debajo de un árbol. Voy muchas veces a visitarlo,
los mismo que a mis nueve perritos y un gatito ente-
rrados en mi jardín. Sigo lleno de mascotas: tengo dos
gatas y tres perras, dos loros, dos tortugas; me parece
que comunican vida a la casa, la hacen menos solitaria.
Una de mis gatas, Susana, también se ha ganado mi
corazón. Es una persa bellísisima, la adoro, pero Romo
fue un amigo especial, que siempre recuerdo, porque
había entre los dos un fillin que excedia la obsecuencia
que a veces tienen los perros con nosotros.
Cada vez que parte uno, el duelo es grande; por suerte,
también a la gente que colabora en las tareas del hogar les
encantan. Mi cocinera estaría feliz si le trajese una jirafa.
Romo dejó un enorme hueco en nuestra vida. El tiempo
pasa y se atenúan los dolores, pero el pensamiento
queda allí, fijo en sus ojos abiertos, asombrados, que
me buscaban por toda la casa con desesperación cuando
yo, jugando, me escondía.
Toda persona que tenga una mascota comprenderá lo
que digo. No es un exceso de sentimentalismo. Cuando nos dejan, a veces prematuramente, parte alguien de la familia, alguien que nos dio una cantidad de años fieles, intensos, que dependió de nuestra mano para un trozo de pan y para una caricia.
Amar a los animales no es solo una obligación; es un acto de amor que encierra la vida misma. Pienso que sería hermoso morir mientras acaricio la cabeza de mi mascota, dulcemente, despidiéndonos mutuamente del hermoso camino compartido.
Quien distingue la sonrisa de un perro ha dejado de ser animal.
Perros 59
el que dice que la felicidad no se compra, nunca ha
comprado un perrito.
KalhuaAlessia Zetola, estudiante
Qué felicidad se siente al llegar a casa y ver que
alguien está feliz por tu llegada. Moviendo la
cola, dando saltos y besos cariñosos me recibe Kalhua,
mi pitt bull, de tan solo cinco meses y con la vitalidad
de una niña inquieta.
Lo que más me asombra es su inteligencia: ella sabe
muy bien con quién puede engreírse, sabe que con-
migo puede hacer lo que quiera y que con nuestra
empleada doméstica, que es un miembro más de la
familia, no puede hacer travesuras y, si las hace, sabe
muy bien que merece su castigo y se mete en su casa
en cuanto la ve (aunque Virginia no pueda resistirse a
perdonarla después de unos cuantos lambetazos). Sé
que yo la estoy engriendo demasiado, pero... ¿quién
puede resistirse a esa carita?
Por otro lado, me da mucha pena que cuando mi
perra crezca, todos le tengan miedo y no quieran
dejar jugar a sus perros con Kalhua solo porque es
pitt bull. ¿Qué pienso acerca de esto? Solo pasa
cuando las personas no están bien informadas ya
que un perro “potencialmente agresivo” no lo es
si se le educa con bastante cariño. Kalhua es su-
mamente cariñosa y tierna, solo muerde y jalonea
todo lo que ve como cualquier cachorro. Además,
ya está aprendiendo que cuando le decimos “no”
debe parar. También está aprendiendo a controlar
su mandíbula, ya que cuando le digo “despacio” no
muerde tan fuerte.
Como es la “reina” de la casa por no tener compañía
perruna, cuando sale al parque es tan sociable que
llega a ser melosa y, aun así, tiene varios amigos,
humanos y caninos.
Kalhua es la única que me hace reír cuando estoy triste,
la única que me anima con sus locuras, como por ejemplo
cuando se persigue ella misma su cola, cuando da sus saltos
“únicos” que me hacen recordar a un pez cuando salta fuera
del agua (ya que en el aire se mueve), cuando se echa encima
de mí sin importarle si está poniendo una pata en mi cara,
cuando le ladra a mi canario (¡una vez casi se lo come!) y,
por último, cuando se echa a ver televisión conmigo y les
ladra a los perros que aparecen en la pantalla.
Toda mi vida he tenido perros, y a cada cada uno lo he
tratado como si fuera mi hijo; hasta les digo que mis pa-
pás son sus abuelos. Amo demasiado a los perros y sé que
no podría vivir sin ellos, no solo por la gran compañía
que me hacen, sino también por lo tiernos, cariñosos,
amigables y especiales que pueden llegar a ser.
Quien distingue la sonrisa de un perro ha dejado de ser animal.
nº 185 / 200860
“Las historias están más llenas de ejemplos de perros fieles
que de amigos fieles.” Alexander Pope
Kuki, el únicoIsabel López, relacionista pública
Una tarde mi nieto Daniel entró feliz en la casa.
Traía entre sus brazos un cachorrito, un cocker
spaniel. Era un perrito pequeñín, cariñoso, además
de lindo.
A medida que iba creciendo, su pelaje también se
ponía brilloso, largo y esponjoso; pero también
crecían sus travesuras, mañas y engreimientos —na-
turalmente, por mi culpa—. Destruía todo. A raíz de
esta situación, un amigo le comentó a uno de mis
hijos: los cocker spaniel son muy nerviosos hasta el
año y medio; después se calman. ¡Jesús!, dije. ¿Año
y medio? ¡No puede ser! Sí pudo ser: después del año
y medio, se tranquilizó.
Era muy cariñoso, precioso, lindo, flojo, fresco, engreí-
do, pero guardián de la casa; nos cuidaba y protegía;
donde yo iba, él estaba detrás de mí. Entendía todo lo
que le decía, solo le faltaba hablar, sus ojos eran muy
expresivos. A veces lo miraba y pensaba: ¿será cierto
lo de la reencarnación?
Kuky —así lo llamamos— primero fue de mi nieto, después
pasó a mi poder. ¿Por qué? Porque lo querían regalar. Suce-
de que cuando mi hija regresaba de su trabajo, casi siempre
encontraba las macetas de la sala movidas. Ella las miraba
y decía ¿qué raro, no? Pero en verdad no era raro.
En una oportunidad, Kuky (tenía 3 meses más o menos)
estaba tan concentrado en su travesura, que no sintió que
llegó mi nieto y lo encontró in fraganti encima de la mesa
del comedor —había una pequeña maceta al centro— con
la planta en la boca, la maceta volteada y toda la tierra
regada sobre la mesa. Se quedó frío, estático, por la llegada
repentina de mi nieto. Y ese fue uno de los tantos motivos
por los cuales pasó a ser mi mascota. Yo feliz.
Bueno, al comienzo no tan feliz. Una mañana en-contramos la alfombra mojada. ¡Hum! dije, así no es. Durante cinco días temprano lo llevaba al jardín interior, lo paraba en dos patitas y le decía: pish, pish, pish; no recuerdo qué tiempo, y nada. Al sexto día resultó e hizo la pila; a partir de ese momento lo hacía solo en el pasto.
Una de esas noches —en la época de los apagones— estaba con uno de mis hijos y mi nieto en la mesa de la cocina, alumbrándonos con lamparines, conversan-do y comentando sobre las noticias del día, cuando sentimos golpes de algo enlosado. Nos miramos los tres y dijimos ¿qué?, y seguimos conversando. Otra vez los golpes, pero más fuertes; entonces miramos debajo de la mesa y era Kuky con su plato en la boca, que nos estaba pidiendo comida. Él era así: sabía comunicarse con nosotros; en ese entonces tendría unos cuatros meses.
Perros 61
Otra de las cosas que recuerdo es que, cuando llegaban amigos de mis hijos, Kuky feliz los recibía, movía su diminuta cola y saltaba porque los quería besar. El problema era cuando tenían que salir: no los dejaba, hacía el ademán de morderlos. Teníamos que agarrarlo y los jóvenes tenían que salir corriendo, para que no los alcancen.
Los que conocían esta situación y debían retirarse, disimuladamente se paraban e iban avanzando hacia la puerta, conversando y avanzando. Kuky descansando, mirando fijamente, calculando, calculando, cada paso que daban, hasta que de un salto trataba de alcanzar-los. Unas veces lo lograba y otras sentíamos un fuerte portazo que se cerraba.
A mi nieto le encantaban los sánduches de pollo, con mayonesa, ketchup, salsa wolf, ajicito: a Kuky también. Se le hacía agua la boca cada vez que mi nieto comía su sánduche. Se paraba al frente de él para que le dé su ración (el último bocado). Pero en los minutos que esperaba, cómo se le hacía agua la boca, como un hilo caía hasta el suelo. También le gustaba el humo del cigarrillo. A veces fumaba en las noches y él se sentaba frente a mí y esperaba que le eche el humo en la cara, hasta terminar de fumar. Momentos previos, cuando veía que tomaba la cajetilla, se iba corriendo y me esperaba en el lugar donde solía sentarme, para seguir la misma rutina.
Le gustaba jugar al fútbol. Con sus patitas escondía la pelota debajo de su barriga, y no permitía que se la quiten; y cuando eso sucedía, corría detrás de ella hasta lograr tenerla nuevamente. Y así se pasaban jugando con mi nieto o uno de mis hijos, o con los dos.
En su primer año y medio era tan nervioso que masca-ba todo lo que encontraba: control remoto, sandalias, libros. En una oportunidad bajó de un estante libros, revistas, CD. Encontramos todo regado y mordido.
¡Kuky, qué has hecho! Pues ya estaba debajo de la mesa
del comedor protegiéndose; nos miraba con culpa y listo
para correr a otro lugar si fuese necesario.
Otra de las cosas que recuerdo es que cuando mis hijos
regresaban del trabajo se alegraba, ladraba, saltaba y se
echaba con las patas para arriba para que le rasquen la
barriga hasta quedarse dormido.
Cuando lo sacaba a pasear con su correa y sabía que lo
tenía bien sujeto, quería atacar a todos los perros que
encontraba; se sentía un Supermán. Yo lo miraba y le
decía: Kuky figurreti, eres puro bla, bla, bla. ¿Por qué le
decía así? Porque cuando estaba solo y lo dejaba en la
puerta de calle con su correa atada a la reja, sentadito,
con la cabeza en alto, miraba a los perros que pasaban
y no ocurría nada.
Una mañana, cuando sacaba cuentas en el comedor,
Kuky, como siempre, estaba a mis pies. Terminé y
dije: ¡Kuky, ya vamos! Y no se levantó. Otra vez:
¡Kuky, vamos!, y nada. Me pareció raro, porque él
se levantaba inmediatamente; me agaché, lo toqué
y le dije: Ya vamos, Kuky dormilón, y no respondió.
Estaba sin vida, todavía caliente. Salí corriendo
desesperada a llamar a mi hijo, que en ese momento
estaba en casa, pero ya era tarde: murió de un infarto,
nos dijo el doctor.
Lloré hasta el cansancio. Fue un día muy triste para
toda mi familia: se fue una mascota que nos acompañó
durante ocho años; con sus travesuras, sus manías, sus
engreimientos, pero con una fidelidad a toda prueba;
no permitía que nadie ingrese en casa, era un guardián
a todo dar.
Este relato lo estoy terminando con recuerdos muy
tiernos, y con lágrimas en los ojos a pesar de los cinco
años ya transcurridos. Kuky era único, como fueron y
serán otras mascotas para sus dueños.
“creo que la amistad entre el hombre y el perro no sería
duradera si la carne de perro fuera comestible.”
George Bernard Shaw (1856-1950)
nº 185 / 200862
“Una vida sin perro es un error.” Carl Zuckmayer
Kaya, mi compañera perra boxerSonia Céspedes, ceramista
Llegó hace diez años a esta casa en manos de mi hija Coralí: era la perrita que nadie quería de la cría de
Maira, su madre e hija de Elisa, gran amiga de mi hija.
No había ya modo; entró en la casa de dos meses y nos peleábamos entre Aureliano, mi hijo mayor, y yo por darle su lechecita…
Como en ese entonces ya hacía como cinco años que vivíamos solo Aureliano, Coralí y yo, pues llenó nuestros corazones de risas, cuidados y amores.
Sin embargo, Aureliano, “el hombre de la casa”, se encargó de adiestrarla. La sacaba al parque con co-rrea y luego la soltaba y Kaya corría cual perrita libre, escuchando atentamente las señales de sit, plats… Cada sonido del periódico para que no hiciera sus
necesidades en la casa y esperara ir al parque cercano era discusión de familia, cada quien con su criterio de cómo se “educaba a una perra”.
Fue pasando el tiempo, Kaya fue creciendo y nos dimos cuenta de que cuanto más la incorporábamos a nosotros, a la casa entera y los espacios, ella entendía mejor que nadie el lugar que tenía y cómo manejarse. Le hicimos su casa debajo de la escalera, un espacio grande, blanco y con muchas frazadas, las mismas que usábamos no-sotros, y ella descansaba a pierna suelta, haciéndonos sentir que era feliz allí y no en una casa de madera que compramos para el jardín y en la que, naturalmente, nunca quiso entrar.
Dormía debajo de los cuartos de Aureliano y Coralí, y desde allí los cuidaba. Nunca quiso dormir con la cabeza para atrás, siempre mirando hacia la salida. Y le es hasta ahora dificultoso cuando se echa en mi cama de la misma manera con la cabeza hacia los pies. Por más que le digo “con el popo no”, a ella no le gusta esa posición.
Aureliano llegaba del colegio en ese entonces y en las noches tocaba la armónica. Kaya moría por entrar en su cuarto y verlo tocar… Día a día lo fue mirando y mi-rando, hasta que una noche Aureliano le dijo “¡Canta!”, y Kaya empezó con leves sonidos…
Nunca supimos a ciencia cierta cómo fue; el caso es que una noche Aureliano salió de su cuarto gritando: “¡Mamá, Coralí! ¡Salgan, que Kaya canta!, ¡Kaya canta!”.
Salimos cada una de nuestros cuartos y fuimos a la sala y nos dijo: “Escúchenla!”. Pues… empezó la armónica a sonar y Kaya empezó a emitir los aullidos profundos y armónicos… seguía el sonido… Aplaudimos a rabiar, aplauso tras aplau-
Perros 63
DráculaEduardo Tinta, vigilante
Drácula vino al vecindario hace ocho años. Era un
cachorrito gracioso y juguetón. Lo es hasta aho-
ra. Convencí primero a la señora Lili, una vecina de la
cuadra, para que se quede. Ella aceptó y así todos los
vecinos lo adoptaron.
Desde entonces se ha convertido en el engreído de todos,
porque es un perrito muy cariñoso. Los vecinos le dan
su comida. Hasta lo engríen y le compran helados. En
invierno le ponen su chompita, y en verano lo llevan a
bañar más seguido.
Además, es muy educado, porque nunca se orina en la
puerta de las casas, ni mucho menos ha mordido a un
vecino o transeúnte.
En el día para conmigo. Saluda a todos los vecinos que
pasan, moviendo la cola y saltando. A veces corretea
a los carros y a algún perro extraño que pasea por
el vecindario.
A eso de las 6:30 de la tarde, lo guardo en la casa de
la señora Lili y allí pasa la noche. Al día siguiente me
recibe, también moviendo la cola, y corre de un lado al
otro. Él siempre me obedece cuando le digo que corra,
salte o deje de hacerlo. Esas son las piruetas que le he
enseñado, y cuando las hace me alegra la vida.
A veces considero que Drácula es más mío que de
los vecinos, porque siempre paramos juntos. Es mi
compañero y, además, soy el responsable de lo que le
pase al perrito. Recuerdo que dos veces lo atropellaron
y fui yo quien lo llevó al veterinario. Felizmente no
fue nada grave. Solo tuvo algunos golpes. Los vecinos
compraron los remedios y me llamaron la atención por
no haberlo cuidado.
A mí me gustan mucho los animales —en mi casa
tengo dos bóxers—, y a pesar de que lo quiero mucho,
nunca pensé en llevármelo conmigo. En el vecindario
lo extrañarían. Es que es el perro de todos.
so, emoción tras emoción. Ese fue el principio de un canto que ha ido en crecimiento y naturalidad. Pensábamos que de repente era angustia, que era obligado, que sufría.
Aureliano se fue al extranjero y Kaya canta sin ar-mónica… En cada canto de feliz cumpleaños ella es la estrella. Y no solo eso: cada persona nueva que entra en este hogar y cantamos y aplaudimos, Kaya empieza a cantar… y lo hace de manera tan rigurosa y generosa, que abre un espacio de silencio para que su aullido y su canto queden en los corazones de todos las que la escuchamos.
Cuando termina de cantar hace un silencio, nos mira
con paz y elegancia, y solo entonces la aplaudimos.
Y la sentimos feliz, una felicidad tan revoloteada
que nos ha hecho ver que es un ser humano ex-
traordinario.
Hace cinco años Aureliano y Coralí partieron a nuevos
rumbos y Kaya canta mi vida…
Y ya no sé si ella me cuida a mí o yo a ella, porque
sin su presencia y su canto este hogar estaría más
vacío que sin mí.
José
Car
los
Plaz
a