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El reconocimiento ontológico en la novela La casa en el confín de la tierra de William Hope Hodgson UNAM / FFyL Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas Seminario en Teoría literaria (Teoría de la novela)

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W H Hodgson

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El reconocimiento ontológico en la novela La casa en el confín de

la tierra de William Hope Hodgson

UNAM / FFyLLicenciatura en Lengua y Literaturas HispánicasSeminario en Teoría literaria (Teoría de la novela)Profesores: Nikte Shiordia y José Antonio MuciñoAlumno: Jonathan Alexis Rosas Oseguera

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Jonathan Rosas Oseguera El reconocimiento ontológico

El reconocimiento ontológico en la novela La casa en el confín de la tierra de William Hope Hodgson

Por Jonathan Alexis Rosas Oseguera

Introducción

A eso que llamamos literatura, a eso que Barthes denomina como la puerta de salida de un

lenguaje y de un mundo humano que no tiene exterior, a eso que parece un retrato de cada

instante, de la continuidad y de la perpetua estancia, también le podemos decir espejo. Pero,

¿por qué razón me atrevo a denominar o a comparar a ambos elementos? Sucede que

cuando una persona comienza a leer un libro (una novela convendría más), se establece un

diálogo entre lo que sucede dentro del libro (el lenguaje, el universo diegético, el tiempo y

el espacio: constelación de significados) y el lector (y lo que sucede dentro de él). Este

diálogo se torna, consecutivamente, en un espejo que permite el reconocimiento de sí

mismo, se vuelve, por lo tanto, una especie de universo contrastivo entre los otros y el yo,

en el cual me puedo no sólo reconocer, sino constituir. Este situación en muchos casos es

favorable, es decir, que el reconocimiento que se produce entre una obra y el lector es

placentera, ya que la identificación de, por ejemplo, una situación o un personaje con el

lector, lleva a la felicidad; por otro lado, el sentimiento provocado por este ejercicio puede

no ser placentero y, dependiendo de la obra en la que el reconocimiento se haga efectivo,

puede llevar a la angustia. De cualquier forma, este fenómeno subjetivo, si se llega a dar ‒

porque no siempre tiene que ser así‒ formará en el lector parte de sí. Todo lo anterior se

denomina “reconocimiento ontológico”.

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Era necesario explicar esto pues hace aproximadamente un año llegó a mis manos

una novela que produjo en mí un reconocimiento ontológico, no sé si para bien o para mal.

Desde que comencé a leer ‒será hace siete u ocho años que tomé un libro por primera vez,

recuerdo bien, fue La rebelión en la granja de George Orwell‒ tuve una mayor inclinación

por la literatura fantástica y por la de terror. Durante gran parte de esos años, mis lecturas

se ceñían estrictamente a Lovecraft, Edgar A. Poe y Arthur Machen, poco conocía a autores

británicos del género, y poco menos a narradores latinoamericanos o españoles. Gracias a

las intervenciones de lecturas obligatorias que me dejaban en la escuela, y a que leía a

quien me encontrara, pude ampliar mi campo de lecturas y mi visión de la literatura.

Intenté, al principio, tomar como guía de lectura el ensayo del mismo Lovecraft, titulado El

horror sobrenatural en la literatura, y fue ahí donde, con el paso del tiempo y de muchas

lecturas (intentando cumplir con mi objetivo), logré llegar a un autor que hasta la fecha

sigue siendo casi desconocido y poco considerado por los estudiosos del género, tal es así

que sólo figura en pocas de las muchísimas e inagotables antologías sobre el terror en la

literatura.

La casa en el confín de la tierra del inglés William Hope Hodgson, marinero. Esa es

la novela que decidí leer, porque no podía evitarlo más después de tantas menciones,

después de haberlo comprado y estar mirando su siniestra portada, después de saber que la

traducción al español, en la edición de Valdemar, era de nada más y nada menos que de

Francisco Torres Oliver, quien ha dedicado su vida a ello. Cuando comencé no supe, de

momento, de qué se trataba ya que inicia con una nota entre corchetes que pensé la había

colocado ahí el editor o el traductor: “[Del manuscrito descubierto en 1877 por los señores

Tonnison y Berreggnog en las ruinas, situadas al sur del pueblo de Kraighten, en el oeste de

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Irlanda. Publicado aquí, con notas]”.1 En la siguiente página leí: “Muchas son las horas que

he pasado meditando sobre la historia consignada en las páginas que siguen. Una y otra

vez, como redactor jefe, he estado tentado de […] “literalizarlo”; pero confío en que el

instinto no me engañe al impulsarme a dejarlo en toda su simplicidad, tal como ha llegado a

mí”.2 ¿Era real esto que leía, es decir, realmente estaba frente a un manuscrito encontrado a

finales del siglo XIX o sólo me estaba jugando el autor una broma? Ahora pienso ¿cómo es

posible que me engañara yo mismo, que creyera y confiara en las “sinceras palabras del

autor” después de haber leído esos mismos engaños de Stevenson y de Borges? El fin es

que causó en mí, esa lectura del manuscrito, una sensación hasta la fecha inarticulable. Me

limitaré solamente a intentar esbozar ese sentimiento y a mostrar por qué me identifiqué

con el personaje de “el anciano”.

El manuscrito hallado relata, en forma de diario, lo que le sucedió a un señor y a su

perro Pepper en su pequeña aldea al sur de Irlanda, en Kraighten. No repito aquí la historia

por respeto a quien lee este ensayo, ya que tardaría más en explicar que en lo que ustedes

leen la novela, y porque los sucesos narrados son muy angustiantes y oprimentes, a tal

grado que uno se siente completamente sólo, con ganas de dejar de leer para no seguir

sintiéndose así, pidiendo misericordiosamente que lo maten a uno porque ya no tiene las

fuerzas para hacerlo. Me proyecté en el personaje no porque a mí me sucediera algo

parecido, ni porque mi carácter fuera igual al de él, sino por pura empatía, por puro

sentimiento humano de nostalgia, por algún remoto sentimiento de humanidad, porque lo

que le sucedió no le tiene porque suceder a ninguna otra persona. De una manera extraña, le

toca vivir la extinción del Sistema Solar, ¿se pueden imaginar eso? Saber que todo lo que te

1 William H. Hodgson, La casa en el confín de la Tierra, 2ª. Ed., trad. de Francisco Torres Oliver, Madrid: 2009, p. 11. 2 Ibid, p. 13.

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es familiar ya no existe, que tú eres la única evidencia, la última basurilla, lo único humano

frente a todo lo desconocido. Imagínate solo, en un desierto, por ningún lado logras

observar nada mas que tierra, es de noche, pero no importa, sabes que en cualquier

momento vislumbrarás algo a lo lejos, verás la luna, escucharás el viento, verás correr, muy

a lo lejos un animal, sentirás alivio con saber que alguien piensa en ti: ahora, entras en

razón, estás en un desierto, pero no hay arena sino una especie de piedra que no reconoces,

no verás la luna nunca más, no habrá animales ni escucharás otra cosa mas que el silencio,

un silencio que no es familiar, ni tus pisadas sonarán, estás lejos de casa, tu casa ya no

existe, morirás solo, sin que nadie piense en ti porque dejo de existir tu sol, el que te

calentaba, a ti y a tu planeta, ahora estás en el espacio cósmico, sin años durante la

eternidad, verás moverse algo, gigante o pequeño, sin rostro, no podrás correr, desearás

morir o al menos que te mate un león o un oso u otro humano, pero no, aquello vendrá por

ti, lejos muy lejos de tu hogar, de tu sistema solar, de tu galaxia y espacio, en otra

dimensión donde no existe ni existirá ningún dios a quien rezarle. Así fue como me sentí

cuando al viejo se le murió su compañero Pepper, y cuando le sucedió aquello. Me

reconocí en el personaje por el simple hecho de ser humano, a quien lea esta novela le

sucederá lo mismo. Leer, por ejemplo, “un millón de años más tarde, quizá, observé sin

lugar a dudas que la sábana de fuego que iluminaba el mundo estaba efectivamente

oscureciendo”3 o “me volví rápidamente y llamé a Pepper. No obtuve respuesta. […]

mientras avanzaba, traté de pronunciar su nombre; pero mis labios permanecieron mudos

[…] Allí no había ningún Pepper; en su lugar, había un montoncito alargado y gris de

3 Ibid, p. 167.

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polvo ceniciento”4, hizo en mí alzar la vista, articular cualquier palabra para corroborar que

aún seguía aquí, para reconocerme a mí como humano.

Conclusiones

El reconocimiento ontológico se dio, como ya he dicho, gracias a que en el personaje y en

el espacio reconocí algo que también es mío y de todos: la humanidad. Es muy probable

que quien lea esta novela logre, de una u otra manera, reconocerse. Lo familiar y lo

desconocido pueblan esta narración, he ahí también donde radica la formación o

constitución de un “yo” porque gracias al otro, pero al otro que no es conocible, es que

podemos afirmar lo conocido: yo me reconozco en tanto que me puedo contrastar con lo

desconocido.

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4 Ibid, p. 214.

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