mujeres en juan de la rosa, de nataniel aguirre

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Tenorio María Tenorio Profesor Fernando Unzueta Español 856 12 de marzo del 2001 De (representaciones de) mujeres en Juan de la Rosa “Siendo la potencia afectiva fuente y motora de otras, resalta la consecuencia de que la mujer –que privilegiadamente la posee- en vez de hallarse incapacitada de ejercer otro influjo que el exclusivo del amor, debe a ella y tiene en ella una fuerza asombrosa, cuya esfera de acción sería muy aventurado determinar.” Gertrudis Gómez de Avellaneda “La mujer” II. He decidido, en este ensayo, tocar un tema que me parece harto delicado e incluso peligroso: el tema de las (representaciones de) mujeres en la narrativa. Delicado y peligroso, digo, porque la celebración de la diferencia –de lo diverso, de lo otro- puede conllevar, incluso inconscientemente o sin buscarlo, a una re-afirmación de eso otro como tal: al situar lo otro sobre un pedestal 1

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Me interesa en las siguientes páginas examinar la articulación de las acciones y representaciones de mujeres con el proyecto patriótico/nacional en la novela Juan de la Rosa, de Nataniel Aguirre, publicada por primera vez en Cochabamba, en 1885. Asumo, como punto de partida, la siguiente afirmación de Paz Soldan: “la novela, más que ofrecer un informe de los hechos históricos de 1810, constituye un registro del modo especial en que se pensaba la nación boliviana y sus orígenes durante la época en que se escribe la obra.” (30) Más específicamente, quiero seguir la línea propuesta por Sommer en su Foundational Fictions al leer las novelas nacionales o “national novels” (4) como romances donde la política está indisolublemente ligada a la ficción y esta pareja se encuentra atravesada de pies a cabeza por la retórica del amor.

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Page 1: Mujeres en Juan de la Rosa, de Nataniel Aguirre

Tenorio

María Tenorio

Profesor Fernando Unzueta

Español 856

12 de marzo del 2001

De (representaciones de) mujeres en Juan de la Rosa

“Siendo la potencia afectiva fuente y motora de otras,

resalta la consecuencia de que la mujer –que privilegiadamente la posee-

en vez de hallarse incapacitada de ejercer otro influjo que el exclusivo del amor,

debe a ella y tiene en ella una fuerza asombrosa,

cuya esfera de acción sería muy aventurado determinar.”

Gertrudis Gómez de Avellaneda “La mujer” II.

He decidido, en este ensayo, tocar un tema que me parece harto delicado e incluso

peligroso: el tema de las (representaciones de) mujeres en la narrativa. Delicado y

peligroso, digo, porque la celebración de la diferencia –de lo diverso, de lo otro- puede

conllevar, incluso inconscientemente o sin buscarlo, a una re-afirmación de eso otro

como tal: al situar lo otro sobre un pedestal diferenciador se corre el riesgo de

naturalizarlo o esencializarlo como lo sencillamente irreductible, lo sustancialmente otro.

Muy clara veo esta esencialización o naturalización de que hablo en el caso de la

construcción discursiva del indio -en Fray Bartolomé de las Casas, por ejemplo- como

víctima (del español malo) que, atrapada en las redes de su propia incapacidad para regir

su vida, solamente puede convertirse en protegido (del español bueno). Su posición de

sub-alternidad (el otro no intercambiable nunca con el yo) se afirma como insuperable, de

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ahí que el indio quede reducido a la construcción pasiva de ser maltratado o ser

protegido, más nunca llegar a ser plenamente sujeto agente.

Algo semejante puede ocurrir al hablar de ‘la mujer’, ese concepto

universalizador que me resulta de entrada amenazante. Me gusta la forma como Lou

Charnon-Deutsch lo advierte en un artículo suyo sobre novela española de mujeres del

siglo XIX:

The goal of this article, however, is not to celebrate hidden spheres of

feminine influence and power, for the hunt of subversion often has the

unintended effect of validating unequal power relations which, in turn,

perpetuates essentialist or bio-originary conceptions of the feminine and

diminishes the consequence of male dominance or repressive social

structures. (395)

Esencializar a la mujer lo entiendo como atribuirle caracteres o notas que de suyo

la in-forman y que desde esa naturaleza femenina se traducen en acciones –cogniciones,

sensaciones, emociones- propias de mujeres. El peligro de esta naturalización de lo

femenino es que la mujer se la vea siempre atrapada en redes de poder estables, sin

acceder jamás a desenredar o modificar tales redes. No se trata de desestabilizar el

binarismo naturalizador hombre/mujer y cambiarlo por el de mujer/hombre, es decir,

convertir al ‘yo’ en ‘otro’ y viceversa. Sería ese un feminismo esencializador que no

supera, sino acentúa y re-marca la diferencia. Me parece que la salida sería la superación

del binarismo de género sexual y su lectura desde una perspectiva de agencia o praxis que

resitúe a hombres y mujeres como categorías de acción social y no como esencias o

naturalezas opuestas, complementarias o inconmensurables.

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No quiero con esta advertencia inicial tirar a la basura los conceptos de género

sexual, sino intentar una lectura de los mismos que vaya desde la acción hasta el género y

no al revés: una lectura performativa del género que parta de los actos y de su repetición

hasta llegar a la fijación nunca plenamente estable de normas, como propone Judith

Butler. Desde una comprensión performativa del género sexual: “Sex is an ideal construct

which is forcibly materialized through time. It is not a simple fact or static condition.”

(367)

Me interesa en las siguientes páginas examinar la articulación de las acciones y

representaciones de mujeres con el proyecto patriótico/nacional en la novela Juan de la

Rosa, de Nataniel Aguirre, publicada por primera vez en Cochabamba, en 1885. Asumo,

como punto de partida, la siguiente afirmación de Paz Soldan: “la novela, más que

ofrecer un informe de los hechos históricos de 1810, constituye un registro del modo

especial en que se pensaba la nación boliviana y sus orígenes durante la época en que se

escribe la obra.” (30) Más específicamente, quiero seguir la línea propuesta por Sommer

en su Foundational Fictions al leer las novelas nacionales o “national novels” (4) como

romances donde la política está indisolublemente ligada a la ficción y esta pareja se

encuentra atravesada de pies a cabeza por la retórica del amor: “to locate an erotics of

politics, to show how a variety of novel national ideals are all ostensibly grounded in

‘natural’ heterosexual love and in the marriages that provided a figure for apparently

nonviolent consolidation during intercine conflicts at midcentury.” (6)

Dentro de este juego de amor heterosexual y lucha por la legalidad matrimonial

del mismo, las (representaciones de) mujeres juegan un papel activo y definitorio de la

política de la nación. Pero estas representaciones de género, en Juan de la Rosa al menos,

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están muy claramente delineadas y diferenciadas por las categorías de clase y etnia, de

modo que resulta difícil, o hasta imposible, hablar de las mujeres como bloque

homogéneo sin considerar sus posiciones sociales y culturales, e incluso raciales, en la

formación discursiva de lo nacional. Como apunta Sharpe en su intento de conciliar a

Foucault con el marxismo, la formación discursiva con la clase social: “Power may

circulate through all members of a society, but there is a difference between those who

are relatively empowered and those who are relatively disempowered.” (9) El mismo

texto de Juan de la Rosa establece, de forma tajante, diferencias en la circulación del

poder, básicas para la figuración de la patria y del proyecto nacional ahí novelado:

Los que nacemos, de ellos mismos (de los españoles peninsulares), sus

hijos, los criollos somos mirados con desdén, y piensan que nunca

debemos aspirar a los honores y cargos públicos para ellos solo

reservados; los mestizos, que tienen la mitad de su sangre, están

condenados al desprecio y a sufrir mil humillaciones; los indios, pobre

raza conquistada, se ven reducidos a la condición de bestias de labor, son

un rebaño que la mita diezma anualmente en las profundidades de las

minas. (Aguirre, 40)

Las palabras anteriores, con las que Fray Justo –el cura de ideas liberales y, a la

vez, tío de Juanito- explica al niño la necesidad de las luchas independentistas, marcan

cuatro “jerarquías sociales” (Aguirre, 41) que el proyecto de nación pretende cuestionar

desde la categoría de justicia –personificada en Fray Justo- y desde el anhelo de igualdad

–representados en los “Derechos del hombre”. Ese proyecto de “homogeneización

cultural” visto como “alternativa al régimen colonial”, expresiones que tomo de Paz

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Soldan (39, 50), no supera las contradicciones ni iguala las diferentes cargas de poder

heredadas del pasado colonial. Espero que el análisis de las (representaciones de) mujeres

en las próximas páginas contribuya a dilucidar estas contradicciones inherentes al

proyecto nacional ilustrado en las páginas de una novela nacional latinoamericana.

1. De Rosita.

Si en Juan de la Rosa quiere leerse la dialéctica del amor heterosexual y el estado,

si quiere seguirse el movimiento de espiral donde erotismo y patriotismo se halan

mutuamente –y aquí estoy parafraseando a Sommer (46-7)-, Rosita es el punto de

referencia obligado. Ella, la “heroica madre” (Aguirre, 178) de Juanito, ha sido relegada,

toda su vida, a espacios fronterizos: socialmente, nacida de padres mestizos, descendiente

de Alejo Calatayud [señalado por la novela como el líder de la revolución mestiza,

precursora de los movimientos independentistas (Aguirre, 43)], y criada en el seno de una

familia criolla, los Altamira (Aguirre, 299), no es ni de aquí ni de allá, acaso de enmedio;

su presencia física, en la narración, está situada en una pequeña casa, que no le pertenece,

en el confín del Barrio de los Ricos (9).

Más tarde comprendí que, pobres como éramos, viviendo del trabajo

diario de mi madre, enseñados a leer por el oficioso maestro, podíamos

considerarnos, respecto a las comodidades materiales y al cultivo de la

inteligencia, mil veces más afortunados que la gran masa del pueblo,

compuesta de indios y mestizos. Los únicos felices a su manera, debieron

ser los españoles y algunos criollos, que se contentaban con vegetar en la

indolencia, durante “los buenos tiempos del rey nuestro señor.” (Aguirre,

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Pero este personaje nada aportaría al proyecto nacional si no fuera por su amor

hacia Carlos, uno de los dos jóvenes Altamira enamorados perdidamente de ella. El

conflicto originante de Juanito y de la nación, donde se han de entrecruzar erotismo y

patriotismo, es el del amor de esta pareja, truncado por una estructura económica y social

colonial, expresada en los prejuicios raciales del español Pedro de Alcántara y Altamira,

“el inexorable padre” de Carlos: “Cuando el inexorable padre supo al fin el amor de su

hijo Carlos por la nieta de Calatayud, estuvo a punto de perder el juicio de cólera e

indignación. ¡Si aquello era imposible! ¡su hijo no podía amar a esa mujer que tenía algo

de india! ¡menos podía hacerla su esposa!” (Aguirre, 301)

Ese amor, presentado por la novela como transgresor desde la perspectiva

española/criolla, no puede ser en el régimen colonial: don Pedro “quejóse” a la autoridad

“y consiguió sin dificultad el auxilio de los sabuesos de la policía” (Aguirre 301) para

encontrar a la pareja que había huído. Ese amor transgresor, dejado sin espacios por el

efectivo poder colonial, merece desarrollarse, merece espacios nuevos para ser –parece

proponer la novela- sencillamente porque es, porque ahí está siendo y, por ende, es

bueno. Sommer lo pone así: “Erotic interest in these novels owes its intensity to the very

prohibitions against the lovers’ union across racial or regional lines. And political

conciliations, or deals, are transparently urgent because the lovers ‘naturally’ desire the

kind of state that would unite them.” (Sommer, 47)

Sin embargo, las conciliaciones y arreglos políticos que posibilitarían un amor

como el del Rosita y Carlos -y digo ‘como’ el suyo pues el suyo ya no podrá ser- habrán

de pasar por la agencia de otros miembros de las familias Calatayud y Altamira, ya que

los amantes, los padres de Juanito, habrían de quedar sumidos en las fronteras de la

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patria, sin avanzar hacia adelante. Carlos quedó estancado en la enajenación, frontera

entre lo humano y lo animal, y fue encerrado de por vida en una hacienda que su padre

cedió a unos parientes de su madre (Aguirre, 303). Rosita, entretanto, sumida en la

frontera de la dignidad y la indignidad como madre soltera, “marca infamante que

entonces daba a conocer a las mujeres perdidas” (Aguirre 302), logró sobreponerse a la

pérdida de su amante por la necesidad de sacar adelante a su hijo con el trabajo de sus

manos y, además, con el auxilio y protección de hombres caritativos como fueron

Francisco de Viedma, el gobernador de buen corazón, “padre de los desgraciados”

(Aguirre, 13); Fray Justo, o Enrique Altamira, hermano de Carlos, que optó por la carrera

eclesiástica, al asumir que su amor por Rosita no era correspondido; Alejo, el herrero

“cobrizo” y con “ojos de ingenuo y franco mirar” (Aguirre 16), pariente sanguíneo de

Rosita.

Rosita, esta mujer ni propiamente criolla ni propiamente mestiza, pre-figura lo

que, en el espacio de la patria, podría ser la madre republicana, guardián invisible de la

república (Masiello “Diálogo”, 27). Y digo pre-figura porque ella no es plenamente lo

que habría podido llegar a ser; la estructura político-social colonial impidió su realización

dentro del matrimonio y la sumió en una vida de trabajo que, en mi lectura, aparece como

alienante de su condición de mujer bien criada.

2. De la abuela.

Cuando Rosita, debilitada por la enfermedad, deja este mundo al verse forzada a

entregar a su hijo a doña Teresa, continuadora de la tradición familiar criolla de los

Altamira, será una mujer campesina, cuya familia se consideraba emparentada con la de

Rosita, quien jugará la función de abuela de Juanito y, por extensión, de la patria. Esta

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“hija de Flores, relacionado con (Alejo) Calatayud, cuya muerte quiso vengar con un

nuevo alzamiento, sin conseguir otra cosa que un horroroso suplicio” (Aguirre, 148) está

signada por el levantamiento mestizo de 1730, cuya memoria conserva y transmite a

Juanito:

Mira, yo era niña, así como tú, cuando vi un brazo del abuelo de tu abuelo

sobre un palo muy alto en la Coronilla de San Sebastián. Un año después

descuartizaron a mi vista el cadáver de mi padre Nicolás Flores; hicieron

salir a mi madre de su casa, llevándome de la mano, para que fuese aquella

del rey, como decían. Ha pasado mucho tiempo… (…) Pero ¿piensas que

me olvidé de aquellas cosas? (Aguirre, 184)

La abuela “de rostro moreno” (Aguirre, 182) revivirá la experiencia de su niñez al

ser expulsada de su casa en el campo hacia espacios citadinos –vivirá en la casa del

Barrio de los Ricos, propiedad de Alejo, el herrero- después de que su marido y su

familia cercana perezcan en un incendio en la batalla de Amiraya, como consecuencia de

la cual quedará ciega. Dos veces expulsada de su espacio vital, la abuela se constituirá en

líder del movimiento popular contra los guampos o chapetones -denominaciones arcaica

y vigente de los españoles y los realistas o partidarios del régimen colonial- hasta llegar a

ser consagrada como heroína en la novela (254).

La figura de la abuela representa, en carne y hueso, el pasado memorable de la

patria, la memoria viva y activa de su genealogía, coincidente plenamente con las

explicaciones que Fray Justo ha dado a Juanito al inicio de la novela. La genealogía de la

patria retrocede hasta 1730 con el levantamiento de los mestizos lidereados por Alejo

Calatayud. Como dice Fray Justo: “El joven oficial de platería desafiaba así al poder más

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grande que ha existido y no volverá a existir nunca sobre la tierra.” (Aguirre 45) Y, para

continuar con Paz Soldan: “Fray Justo reduce la importancia de las sublevaciones

indígenas del siglo XVIII, que, cronológicamente, aparecerían como antecedentes

históricos más inmediatos de la lucha anticolonial.” (36) La abuela doña Chepa casa

perfectamente con estas explicaciones ilustradas sobre el surgimiento del movimiento

patriótico al estar vinculada con la familia de Calatayud y no con una familia

propiamente indígena. Su inclusión en la novela nacional, en el proyecto de nación

pensado hacia finales del siglo XIX, corre pareja a la historia de Fray Justo y aporta el

elemento claramente emotivo en este juego donde la política no puede desvincularse del

amor. En la figura de la abuela será donde se mezclen o fundan el amor a la familia y el

amor a la patria. De acuerdo con Richard, el deslizamiento de la norma de la maternidad

familiar hacia la maternidad de la patria se efectúa fluidamente ante situaciones de crisis:

“Cuando los valores del orden (continuidad, estabilidad, armonía) se

sienten amenazados por la figura caotizante del des-orden (antagonismos,

divisiones, conflictos) asociada a la destrucción y a la muerte, las mujeres

son llamadas a encarnar la defensa de la vida que la ideología materna

deposita en su condición ‘natural’ de re-productoras y salvadoras de la

especie.” (212)

Me interesa destacar, aquí, el rol de la abuela como líder popular de la patria no

cuando pelea en la Coronilla de San Sebastián y muere heroicamente, sino cuando ejerce

su posición de poder en el ámbito familiar para sentar uno de los límites de la acción

patriótica: el pillaje. Me refiero a la significativa escena donde la abuela, a gritos y

latigazos, regañaba a Alejo y a Dionisio, su nieto sobreviviente, por haber participado o

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guiado a “la turba” (233-5) en el infructuoso intento de invadir casas de españoles

peninsulares y de criollos aliados con ellos en la ciudad de Cochabamba.

-¡Miren que gracia!, -gritaba con indignación la anciana ciega-; ir a

apedrear puertas, asustando a las señoras y a los pobrecitos niños! ¡querer

robar! Los chapetones no están en la ciudad… ¡están viniendo por el

Valle! Como ya no hay hombres en este tiempo, se han corrido los que

decían que iban a comérselos vivos. ¡Toma chapetones, pillo! ¡Que no me

venga Alejo… ese borracho, ese animal! (237)

Cabe recordar que la abuela, de niña, fue expulsada de su casa por los que ella

identificaba como guampos y que su activismo patriótico está vinculado

inextrincablemente con el deseo de venganza contra ellos por los sufrimientos de su

infancia y por los más recientes de la batalla de Amiraya, como queda claro en el

momento –anterior al que ahora me interesa- cuando acaricia las armas hechas en el taller

de Alejo, como Juanito comenta: “Una vez pasada la excitación producida en la abuela

por el contacto con aquellos instrumentos de muerte, de esas armas que ella creía tan

formidables para la defensa de la patria y la venganza de los horrores de que habían sido

víctimas los suyos, sólo pensó en agradarme (…)” (Aguirre, 187).

La posición de la abuela frente a la posible invasión y saqueo de la propiedad

privada está cimentada en una moral que excede sus sentimientos de pertenencia a una

clase social: “Los patriotas no pueden ser ladrones, hijos míos.” (239) Un principio

abstracto que no corresponde con su deseo de venganza y que pone de manifiesto uno de

los supuestos sobre los que se fundamenta o erige el proyecto nacional: el del absoluto

respeto de la propiedad privada (de los chapetones y de sus seguidores). Alianza de

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clases, matrimonio entre criollos y mestizos, patria, nación… siempre que se respete la

propiedad, las casas y las vidas de los españoles, peninsulares y criollos, en otras

palabras, de los poderosos.

3. De doña Teresa.

Si Juanito -en su vida y familias materna y paterna- representa la patria

cochabambina y, por extensión, boliviana, Teresa representa al enemigo interior que,

antes que aniquilar, hay que re-encauzar y convertir hacia el lado de la patria. Ella juega,

a la muerte de Rosita, el papel de la madrastra cruel con el niño a quien, por orden de su

marido, tuvo que acoger bajo su techo (Aguirre, 68). Políticamente hablando, ella

representa las fuerzas conservadoras entre los criollos que favorecen el status quo y, por

ende, están del lado de los chapetones.

La autodefinición de Teresa apunta a las exclusiones e inclusiones del régimen

colonial -“¿No sabe que yo soy Zagardua y Altamira, sin gota de india y purita española

desde el mismo Adán?” (Aguirre, 152)- donde la posibilidad de cruces o acuerdos entre

las dos razas o etnias india y española son la excepción y no la regla.

Lo que me interesa destacar, sobre doña Teresa, es como ella abre y cierra las

puertas de su casa e incluso encierra dentro de ella a su sobrino Juanito a través de la

mediación de sus criados y de acuerdo con “sus órdenes caprichosas y casi siempre

contradictorias.” (Aguirre, 68) Su poder es efectivo, real, sobre el cuerpo del niño y

metonímicamente de la nación. En su casa habitan, como sirvientes, representantes de

sectores oprimidos: Clemente, el zambo, “mestizo de indio y de negra, tenía cuanto de

malo puede reunirse en ambas razas: astucia, bajeza, holgazanería, egoísmo, crueldad.”

(Aguirre, 69) y el pongo, “algún infeliz indio miserable y embrutecido, que venía cada

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semana de las haciendas” (Aguirre, 69) Poder real el de Teresa sobre los cuerpos de

distintos sectores de la patria: Juanito, el mestizo acriollado; Clemente, el meztizo

denigrado; y el pongo, el indio embrutecido. Sus propiedades, la casa de los marqueses

de Altamira y las haciendas, sobre las que se funda su poder sobre los cuerpos, han de

permanecer intocadas, como dije en el apartado anterior, por las fuerzas patrióticas en el

espacio de la novela y, proyectándose hacia el futuro republicano, en el tiempo de la

nación independiente. Doña Teresa tiene un espacio asegurado en la patria.

Hacia el final del relato encuentro un recurso que apela a la conversión de Teresa:

si su casa no fue tocada siquiera por “la turba” patriótica que encabezaba Alejo, como

dije en la sección anterior, cuando el realista Goyeneche toma la ciudad de Cochabamba,

no se había librado ésta (la casa de doña Teresa) de correr en parte la

suerte que cupo indistintamente a todas las de los criollos ricos de la

ciudad. Invadida por un grupo numeroso de soldados ebrios, que habían

dado muerte al infeliz pongo, comenzó el saco de ella por el oratorio y la

sala de recibimiento. (269)

La posibilidad de una conversión patriótica queda insinuada en el caso de doña

Teresa, cuya propiedad ha sufrido a manos de su mismo bando; pero se anuncia y

consuma con su hija Carmencita, la niña pequeña que ha hecho amistad con Juanito y lo

ha favorecido en momentos difíciles de su vida llevándole comida, una sonrisa de

complicidad o un beso.

Es clara la proyección al futuro en el momento final de la novela que se construye

a dos tiempos: el de Juanito, en 1812, cuando recibe los papeles que explican su origen

como herencia de Fray Justo, recién muerto; y el de Juan de la Rosa, varias décadas

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después, cuando se encuentra escribiendo la novela con dichos papeles sobre la mesa y

dice: “Aquí están ahora mismo (los papeles), sobre la mesa en que escribo, conservados

por la misma niña (Carmencita) que no quise entonces que los viera” (292). Lo que

quiero decir con esto es que la re-conciliación de la parte criolla conservadora de la

familia, representada en Teresa y su descendencia, no está en cuestión para la futura

nación, sino que es un imperativo para el funcionamiento del proyecto republicano que

deja las estructuras de la propiedad intocadas.

4. Sobre la línea de las (representaciones de) mujeres.

Masiello, en su libro Entre civilización y barbarie, al explicar “Las luchas

vinculadas al género en el siglo XIX”, hace notar como la unidad familiar era un

constructo clave para las naciones recientemente independizadas en Latinoamérica en dos

sentidos: en forma metafórica, aludía a la articulación de los diferentes grupos sociales

que compartían los espacios de la nación; y, en un sentido más literal, aludía a las

poderosas familias “que ejercían gran poder en cuestiones de autoridad del Estado” (30).

Dentro de estos espacios familiares, que entiendo como integrados hacia el interior y

cerrados hacia el exterior, Masiello apunta para el caso argentino, los papeles de género

no son nada estables, sino más bien se deslizan dando lugar “a una fluida representación

de la sexualidad para hombres y mujeres” (33) Punto de vista distinto, e incluso contrario,

es el de Pratt, para quien el republicanismo, al negar a las mujeres los mismos derechos

que a los hombres, “creó dentro de todas las naciones-estado una inmensa estructura de

exclusión, comprendiendo plenamente la mitad (femenina) de todas las clases sociales,

incluyendo las élites.” (54) Resulta necesario, a mi parecer, no perder del horizonte las

dos perspectivas anteriores, sin absolutizar ninguna de ellas: las mujeres –y vuelve esa

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peligrosa categoría universalizante- están incluidas en el espacio de la patria (si bien su

inclusión no sea plena, por no tener derechos como el voto y la participación de cargos

públicos) como lo están en el de la familia; sin embargo, las inclusiones y las exclusiones

no están definidas en última instancia por el género sexual, sino por la pertenencia a las

diferentes “jerarquías sociales”, para usar una expresión de Fray Justo, lo cual implica

delimitaciones cruzadas de género, de clase social y de etnia.

En Juan de la Rosa es posible trazar, y creo que ha quedado evidenciado en las

líneas anteriores, el espacio de la nación a partir de la unidad familiar encarnada en la

figura de Juanito, es decir, en la articulación de sus familias materna y paterna, los

Calatayud y los Altamira, los mestizos (bastante acriollados) y los criollos (que, como

Teresa, se consideran españoles puros). Esto en cuanto a la nación concebida como

familia unificada; pero, por otro lado, también los papeles tradicionales de género se

vuelven fluidos, se confuden o se intercambian en esta novela: sabido es que Rosita tiene

que sostener materialmente a su hijo y que la abuela toma las armas para combatir –y

morir- frente al ejército del realista Goyeneche en la coronilla de San Sebastián, por

ejemplo.

Como apunta Cornejo Polar:

No deja de insinuarse, entonces, un sentido matriarcal en la representación

de la nación que comienza a constituirse y en el sentido profundo (pero

ambiguo) que expresa su identidad naciente. Ciertamente, Juan de la Rosa

no desarrolla esta perspectiva, pero frente a textos similares de la misma

época, en los que el significado patriarcal parece ser casi omnímodo, esta

novela boliviana ofrece una visión disidente aunque indefinida o, si se

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quiere, larvada. Tal vez en la construcción del imaginario fundacional de las

naciones la figura materna tenga harta más importancia de la que

normalmente se le concede. (145)

La agencia de las mujeres en Juan de la Rosa, incluso si se limita a las tres

examinadas en este ensayo, resulta crucial para la formulación del proyecto patriótico de

sentido larvadamente matriarcal, según palabras de Cornejo Polar. Pero no quiero caer en

la celebración de que pedí librarme al principio de estas páginas. La agencia de mujeres

no puede ser leída sino en el contexto de más amplio de relaciones y alianzas

heterosexuales, étnicas y de clase que remiten, todas, a la figura de Juanito, el futuro

ciudadano de la patria.

Madre, abuela y madrastra, las tres en relación con Juanito, entran y conforman

los espacios de la patria. Y aquí voy a recordar a Ludmer con sus juegos de palabras. En

el límite superior de la patria, la madrastra, doña Teresa, la criolla conservadora,

partidaria de la monarquía, dueña de propiedades en el campo y en la ciudad: a fin de

cuentas es la tía de Juanito y si ella no cede ante el proyecto republicano lo ha de hacer su

hija, Carmencita. Las tensiones y negociaciones entre Juanito y Teresa son parte de la

nación y parte fundamental por el poder económico de los criollos. En el medio de la

patria, la madre, Rosita, la mestiza acriollada, “una joven criolla tan bella como una

perfecta andaluza” pero cuya dentadura denunciaba la presencia de sangre indígena (10),

sin propiedades, solamente con la fuerza de su amor prohibido por un criollo que la

colocó en situación de desventaja de por vida: por ella y para su hijo Juanito la necesidad

de fundar un espacio donde las relaciones sociales sean rearticuladas y las leyes

modificadas para ampliar las esferas del poder político y llevarlas hasta los criollos…

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incluso hasta los mestizos acriollados como Rosita. En el límite inferior de la patria la

abuela, doña Chepa, mestiza quizás más morena que blanca, sin propiedades en la patria

igual que Rosita, posee la memoria histórica de la nación proyectada pues sus recuerdos

llegan hasta la rebelión mestiza de Alejo Calatayud, que fuera continuada por su padre,

Nicolás Flores. Su contacto con el pueblo, su liderazgo que arrastra y que pone freno al

desbordamiento de las masas, es necesario para asegurar la estabilidad de la patria,

mantenerla dentro de los límites sin llegar al caos y a la anarquía.

Patria y familia recorren el mismo camino. Amor y política se entrecruzan casi sin

distingos. La patria incluye a la familia y la familia incluye a la patria: no pueden quedar

fuera Teresa, su poder efectivo y sus propiedades, y si su odio contra Rosita es

insuperable, Carmencita ha llegado ya, desde niña, a amar a Juanito; no puede quedar

fuera la abuela, pues el riesgo sería perder los orígenes mestizos de la patria, los que

enraízan el proyecto criollo en la tierra americana, y convierten la lucha patriótica en una

lucha de masas; Rosita, heroica madre, es la razón de ser de los cambios, su exclusión en

el régimen colonial debe ser abolida para hacer posible su unión legal en el interior del

espacio de la patria.

Pero no hay que olvidar las exclusiones de la familia y de la patria: los criados de

Teresa aunque habitan dentro de su casa son la otredad de la patria, los que la sirven sin

servirse a sí mismos. Los indios, los negros, los zambos, en femenino y en masculino,

constituyen la otredad de la familia y de la patria, el límite inferior de la patria por el lado

de afuera. Reducidos son sus cuerpos prácticamente a cosas, como se lee en la siguiente

narración de Juanito sobre las consecuencias del pillaje de las tropas realistas en casa de

Teresa:

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Encontré yo las puertas desquiciadas. El pongo yacía bañado en

sangre, desnudo, sobre su estrado, a los pies del cuadro del arcángel San

Miguel; todo el patio estaba sembrado de muebles rotos, urnas destrozadas

y santos de estuco cruelmente mutilados y despojados de sus lujosas ropas

de lama y resplandores de oro y plata. (Aguirre, 269-70)

Y si los santos de palo sufrieron cruel mutilación, el cuerpo del pongo –del indio

embrutecido- apenas yace en la colección de objetos. Me recuerda la figura del rebelde en

la inicial descripción que hace Juanito de la entrada de la casa: “Se veía un gran cuadro al

óleo, del arcángel San Miguel, aplastando con un pie el pecho del rebelde, en cuya boca

abierta introducía la punta de una lanza.” (Aguirre, 61) Pero no quiero salirme del tema,

sino, más bien, concluir por lo sano.

A manera de conclusión, la agencia de mujeres en Juan de la Rosa, articulada en

los registros paralelos de amor y política, familia y patria, no puede leerse más que

atravesada por las categorías de clase y etnia, como dije al principio. No hay mujeres –

invirtiendo la repetida frase de la abuela- sin posición social bien definida en el espacio

familiar de la patria. Esas posiciones sociales marcan inclusiones desiguales que

conforman el espacio habitado de la patria y al mismo tiempo implican exclusiones o

negaciones desde dentro de la patria. El ideal de igualdad propuesto por Fray Justo a

partir de sus lecturas transgresoras de filosofías europeas no resiste los embites de una

organización social sólidamente afincada en la fragmentación material de los habitantes

que comparten, sin compartir, el mismo espacio territorial de la patria. Cultivados en ese

caldo, los géneros sexuales se complementan en sus tareas para con la nación –como

afirma Pratt (57)-, sin dejar de afirmar el principio básico que la marca desde entonces

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hasta nuestros días: el de la desigualdad material de sus integrantes plenos y también de

los no tan plenos.

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Tenorio

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