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I. Capitalismo, comunicaciones y relaciones de clases por GRAHAM MURDOCKy PETER GOLDING El argumento básico del presente trabajo es que el estudio sociológico de las comunicaciones masivas no debe concebirse como una especialidad profesional autosuficiente, ni mucho menos como un elemento dentro de un gran enfoque multidisciplinario de las «comunicaciones», sino como parte del estudio general de la reproducción social y cultural que tradicionalmente ha ocupado el meollo del análisis sociológico. Para el caso de las sociedades capitalistas avanzadas de la América del Norte y la Europa occidental, a las cuales nos referimos específicamente aquí, esto significa que la sociología de las comunicaciones masivas debe derivar del continuo debate, y alimentarlo, acerca de la naturaleza y la persistencia de la estratificación de clases. Más particularmente, la sociología de los medios debiera dirigirse al problema central de explicar cómo las radicales desigualdades de la distribución de la renta pueden presentarse como naturales e inevitables, y que como tales las entiendan quienes más se benefician de dicha distribución. En pocas palabras, nuestro argumento es que la sociología de las comunicaciones masivas debe incorporarse al estudio, más amplio, de la estratificación y la legitimación. A primera vista, ésta parece una posición perfectamente honrada e intachable. Por una parte, existe una cantidad impresionante de evidencias que demuestran que las desigualdades de clase siguen siendo el eje central de la estructura de las sociedades capitalistas (véase, por ejemplo, Wester- gaard y Resler, 1975). Y, por otro lado, las evidencias de que se dispone indican que la mayoría de las personas que viven en dichas sociedades obtienen de los medios masivos la mayor parte de su información acerca de la estructura social, y que en todos los aspectos el control de este flujo fundamental de imaginería social se concentra en manos de grupos que se sitúan en la cima de la estructura de clases. En tal situación, las relaciones entre las comunicaciones masivas y la estratificación de clases ofrecen un tema de investigación obvio y fundamental. Paradójicamente, sin embargo, ni los sociólogos de los medios ni los sociólogos de la estratificación han avanzado mucho en esta dirección. Efectivamente existe una especie de doble vacío en el análisis sociológico contemporáneo. Las cuestiones relativas a la estratifi- cación, en gran medida, faltan en los estudios de los medios masivos, al mismo tiempo que la mayoría de los análisis de clase y legitimación carecen de consideraciones concretas acerca del papel que desempeñan las comunica- ciones masivas. 22

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I. Capitalismo, comunicaciones y relaciones de clases

por GRAHAM MURDOCKy PETER GOLDING

El argumento básico del presente trabajo es que el estudio sociológico de las comunicaciones masivas no debe concebirse como una especialidad profesional autosuficiente, ni mucho menos como un elemento dentro de un gran enfoque multidisciplinario de las «comunicaciones», sino como parte del estudio general de la reproducción social y cultural que tradicionalmente ha ocupado el meollo del análisis sociológico. Para el caso de las sociedades capitalistas avanzadas de la América del Norte y la Europa occidental, a las cuales nos referimos específicamente aquí, esto significa que la sociología de las comunicaciones masivas debe derivar del continuo debate, y alimentarlo, acerca de la naturaleza y la persistencia de la estratificación de clases. Más particularmente, la sociología de los medios debiera dirigirse al problema central de explicar cómo las radicales desigualdades de la distribución de la renta pueden presentarse como naturales e inevitables, y que como tales las entiendan quienes más se benefician de dicha distribución. En pocas palabras, nuestro argumento es que la sociología de las comunicaciones masivas debe incorporarse al estudio, más amplio, de la estratificación y la legitimación.

A primera vista, ésta parece una posición perfectamente honrada e intachable. Por una parte, existe una cantidad impresionante de evidencias que demuestran que las desigualdades de clase siguen siendo el eje central de la estructura de las sociedades capitalistas (véase, por ejemplo, Wester-gaard y Resler, 1975). Y, por otro lado, las evidencias de que se dispone indican que la mayoría de las personas que viven en dichas sociedades obtienen de los medios masivos la mayor parte de su información acerca de la estructura social, y que en todos los aspectos el control de este flujo fundamental de imaginería social se concentra en manos de grupos que se sitúan en la cima de la estructura de clases. En tal situación, las relaciones entre las comunicaciones masivas y la estratificación de clases ofrecen un tema de investigación obvio y fundamental. Paradójicamente, sin embargo, ni los sociólogos de los medios ni los sociólogos de la estratificación han avanzado mucho en esta dirección. Efectivamente existe una especie de doble vacío en el análisis sociológico contemporáneo. Las cuestiones relativas a la estratifi­cación, en gran medida, faltan en los estudios de los medios masivos, al mismo tiempo que la mayoría de los análisis de clase y legitimación carecen de consideraciones concretas acerca del papel que desempeñan las comunica­ciones masivas.

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Sociología de los medios y teoría de la estratificación: un doble vacio

Los sociólogos de los medios periódicamente deploran el hecho de que los estudios empíricos se han adelantado mucho a la teoría, de suerte que, si bien sabemos mucho más que antes acerca de la estructura, el funcionamiento y el impacto de los medios masivos, aún nos falta un análisis comprensivo acerca de las maneras como los diversos niveles del sistema de comunicacio­nes masivas se relacionan entre sí y con las dimensiones centrales de la estructura social más amplia. Sin embargo, en la búsqueda de una armazón integradora adecuada, la mayoría de los comentaristas han eludido delibera­damente las posibilidades que presenta la teoría de la estratificación. En realidad, las cuestiones de clase, o bien se han ignorado por completo o se las ha despojado de su pleno potencial.

Una de las propuestas que gozan de más favor entre las tendentes a superar la actual fragmentación del terreno y a desarrollar un enfoque más holístico de las relaciones entre las comunicaciones masivas y la vida social es a través de la creación de una teoría general de las comunicaciones. Como expresaba recientemente el director de una nueva revista sobre comunicacio­nes en la introducción a la primera edición:

Antes atomizábamos a la gente de la misma manera que atomizábamos el conocimiento. Una manera de volver a unir las piezas sueltas es dar organicidad al principio que subyace en cada ser humano y en el conjunto social por medio de la comunicación. (...) Nada existe en la vida humana o social que, de una u otra manera, no implique la comunicación. Las maneras como nos relacionamos recíprocamente a través de la comunicación determinan qué tipo de sociedad es el que vamos a tener. (Thayer, 1974.)

Superficialmente, esta promesa de diálogo interdisciplinario parece ofre­cer una atrayente solución para el problema de la fragmentación. Pero es una solución ilusoria. Ignora el hecho de que la diferenciación de las disciplinas es producto, no simplemente de las conveniencias organizativas ni del edificio académico, sino de genuinas diferencias básicas de enfoque intelec­tual. Muchos sociólogos, incluidos nosotros, tendrían desacuerdos fundamen­tales con la proposición de que los modos de comunicación «determinan qué tipo de sociedad es el que vamos a tener». Por el contrario, el análisis sociológico debería partir del aserto exactamente opuesto, de que los modos de comunicación y la expresión cultural vienen determinados por la estruc­tura de las relaciones sociales. La manera como se elabore esta proposición básica depende, sin embargo, primordialmente, de cómo se conciba la estructura social, y en este punto los sociólogos empiezan a dividirse en campos.

Para algunos, un análisis sociológico adecuado de las estructuras y los funcionamientos de las comunicaciones masivas conlleva el situarlos en su «contexto social total», detectando sus conexiones con las instituciones sociales a todos los niveles, desde la familia hasta la economía (Halloran,

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1974). Este enfoque se basa en una concepción de la estructura social como una serie de dominios separados pero conectados, ninguno de los cuales tiene necesariamente prioridad sobre los demás. El sistema de clases aparece, por tanto, no ya como el eje fundamental de la estructura social, sino como una dimensión entre otras muchas. Este tipo de modelo pluralístico de estructura social goza de mucho apoyo, implícito y explícito, entre los sociólogos de los medios de ambas orillas del Atlántico. En su introducción para la primera antología inglesa importante sobre sociología de los medios, por ejemplo, Jeremy Tunstall ofrecía una elegante evaluación de las lagunas que aparecen en este terreno y delimitaba algunas zonas para futuras investigaciones. Entre ellas incluía «la clase trabajadora y los medios» y «los valores de las élites y los medios» (Tunstall, 1970, p. 36). Con todo, éstos parecen temas interesan­te, pero sólo discretos y, en consecuencia, la posibilidad de integrar a los dos en una teoría más general de la estratificación y la legitimación queda ignorada. Por eso, en lugar de un análisis de clase integrado de las comunicaciones masivas, se nos alienta a emprender estudios sobre «los medios masivos y las clases», para poner a su lado los estudios acerca de «los medios masivos y los niños» o «los medios masivos y las mujeres».

Pero si los sociólogos de los medios no han podido, por regla general, relacionar su trabajo con los actuales debates sobre la estratificación, los teóricos de la estratificación tampoco han podido desarrollar un análisis de las comunicaciones masivas. En realidad, en los más recientes análisis ingleses de las clases y la legitimación, el papel de los medios masivos o se ignjora totalmente (vgr. Parkin, 1971; Mann, 1973), o bien sólo merece una mención de pasada (vgr. Giddens, 1973). Dado el papel protagónico que desempeñan las comunicaciones masivas en la conexión del conocimiento social con la imaginería social, el silencio colectivo, por parte de los sociólogos dedicados a la estratificación, «constituye una omisión extraordinaria» (Downing, 1975, p. 18). No es que hayan dejado completamente de lado el proceso por el cual se distribuye el conocimiento social por toda la estructura de clases. Por el contrario, el funcionamiento de otros mecanismos importantes de distribu­ción —el sistema educativo— ha sido analizado e investigado bastante extensamente. Pero la relativa abundancia de estudios de esta materia sirve simplemente para poner de manifiesto el extraordinario subdesarrollo del pensamiento acerca del papel de las comunicaciones masivas en la reproduc­ción de las relaciones de clase.

Enfrentados con este vacío dentro de la sociología académica, muchos de los que se interesan por las relaciones entre las comunicaciones y las clases se vuelven cada vez más hacia el único sistema de análisis social que se dirige sistemáticamente hacia dichas relaciones, a saber, el marxismo. Pero tam­bién aquí surgen problemas, toda vez que el marxismo, igual que la socio­logía, abarca una variada gama de enfoques y estilos de análisis enfren­tados.

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El marxismo y el análisis cultural: la base insegura

En la primavera de 1851, después de un intenso estudio en el Museo Británico, Marx declaró que «había llegado tan lejos» en sus investigaciones económicas que «podría terminar con toda la mierda económica en cinco semanas» (Blumberg, 1972, p. 104). En los hechos resultó ser una subesti­mación muy fuerte. El trabajo en temas económicos siguió consumiendo la parte del león de su energía intelectual y aún estaba sin acabar en el momento de su muerte, treinta y dos años más tarde. El resultado fue que otros aspectos de su quehacer, entre ellos su análisis de la cultura, quedaron fragmentados o sin desarrollar.

A lo largo de toda su vida activa, Marx trabajó en periodismo. Al promediar su tercera década de edad editó periódicos en Alemania y, más tarde, después de establecerse en Londres, fue corresponsal europeo del New York Tribune, al tiempo que escribía con regularidad para periódicos radicales de Inglaterra y de la Europa continental. Pese a su estrecho compromiso personal, nunca encontró el tiempo para desarrollar una relación comprehen­siva del papel de la prensa en las sociedades capitalistas. Esta ausencia, a su ve2, no es más que un aspecto de la falta general de un análisis sostenido de la producción y la distribución del conocimiento social. Sin embargo, toda su obra está salpicada de una serie de esquemas programáticos en los que identifica los temas claves que tal análisis debiera abordar y formula un enfoque general. Uno de los esquemas más conocidos es el celebrado pasaje de ha Ideología Alemana, obra escrita conjuntamente con Engels en 1845, cuando Marx se acercaba a la treintena.

La clase que dispone de los medios de producción material controla al mismo, tiempo los medios de producción mental, de manera que, por lo mismo, las ideas, de los que carecen de los medios de producción mental están sujetos a ella. (...) Por tanto, mientras gobiernen como clase y determinen el alcance y los límites de una época, es evidente que ellas (...) entre otras cosas (...) regulan la producción y distribución de las ideas de su tiempo: así, sus ideas son las ideas rectoras de su época. (Marx y Engels, 1938, p. 39.)

Este pasaje adelanta tres proposiciones importantes: que el control sobre «la producción y distribución de las ideas» se concentra en las manos de los propietarios capitalistas de los medios de producción; que, como resultado de este control, sus opiniones y sus visiones del mundo reciben insistente publicidad y llegan a dominar el pensamiento de los grupos subordinados; y que este dominio ideológico cumple una función clave en el mantenimiento de las desigualdades de clases. Cada una de estas proposiciones, a su turno, suscita una serie de cuestiones claves para la investigación empírica: cuestio­nes acerca de las relaciones entre los empresarios de comunicaciones y la clase capitalista, acerca de las relaciones entre la propiedad y el control dentro de

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las industrias de comunicaciones, acerca de los procesos por los cuales la ideología dominante se traduce en mercancías culturales, y acerca de la dinámica de recepción y la medida en la cual los miembros de los grupos subordinados asumen como propias las ideas dominantes.

A medida que el trabajo en economía pasaba al primer puesto en la vida intelectual de Marx, estas cuestiones tendían a eclipsarse en la retaguardia. Sin embargo, aunque no las abordó específicamente, periódicamente retorna­ba a las relaciones generales entre la economía y la cultura, ampliando y refinando sus primitivas formulaciones en línea con el desarrollo de su

- análisis del sistema capitalista. Una de las más importantes de estas amplia­ciones aparece en el prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, que escribió en 1859, como ataque a la teoría económica que prevalecía en ese momento:

En la producción social de su existencia, los hombres entran inevitablemente en unas relaciones definidas, independientemente de su voluntad, a saber, las relaciones de producción. (...) La totalidad de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, sus cimientos reales, sobre los cuales se erige una superestructura legal y política y a la que corresponden unas formas definidas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso general de la vida social, política e intelectual. (Marx, 1975,

En este pasaje, Marx se preocupa por poner de relieve el hecho de que el sistema de control de clase sobre la producción y la distribución, esbozado en L.a ideología alemana, a su vez se inserta y viene determinado por la dinámica fundamental que apuntala a la economía capitalista. De aquí se sigue que un análisis adecuado de la producción cultural necesita examinar, no sólo la base de clase del control, sino también el contexto económico general, dentro del cual dicho control se ejerce. Lamentablemente, la manera como este argumento se presenta en el citado pasaje, ha dado lugar a muchas confusiones y tergiversaciones.

La primera de las incomprensiones gira en torno de la aserción de Marx de que la vida intelectual y cultural está «condicionada» por las relaciones económicas. Muchos comentaristas, especialmente los que son hostiles al marxismo, lo toman como evidencia de que Marx era un «determinista económico», que consideraba que las ideas y las acciones de las personas estaban totalmente condicionadas por fuerzas económicas que escapaban a su control. Interpretarlo de esta manera es, fundamentalmente, no entender la posición básica de Marx. Una lectura cuidadosa de la obra completa, así como de otros trabajos maduros del autor, revela que emplea la noción de determinación y condicionamiento, no en ese sentido estrecho, sino en otro, mucho más amplio, de fijación de límites, ejercicio de presiones y clausura de opciones (Williams, 197}, p. 4). Por ello, aunque consideraba a las

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relaciones económicas básicas del capitalismo como estructuradoras de toda la armazón y del «proceso general» de la vida intelectual, dentro de estos límites genéricos dejaba amplio espacio para la autonomía y la innovación intelectuales. Efectivamente, las relaciones entre la creatividad y la coacción constituyen uno de los temas principales de su obra.

El segundo error se refiere a su imagen de las relaciones económicas como los «cimientos reales» y de la vida cultural e intelectual como una «superestructura» construida encima. Muchos comentaristas han decidido interpretar literalmente esta metáfora y argüir que la comparación de Marx de la base económica con los cimientos de un edificio indica que la consideraba como algo estático e incambiable. También esta interpretación ignora convenientemente el hecho de que, en el pasaje inmediatamente siguiente, Marx se afana por poner de manifiesto que el capitalismo es un sistema dinámico, que aún se encuentra en proceso de desarrollo. Por consiguiente, el análisis aparece a la vez concreto y específico. Para Marx, pues, no bastaba con esbozar los rasgos generales del capitalismo, también le era necesario mostrar cómo se desarrollan y cambian en respuesta a circuns­tancias históricas concretas. «A menos que la producción material se com­prenda en su forma histórica específica», afirmaba, «es imposible captar las características de la producción intelectual que corresponde a ella.» (Botto-more y Rubel, 1963, pp. 96-97.)

Pese a la falta de desarrollo en la propia obra de Marx (o tal vez a causa de ello), las relaciones entre la base económica y la superestructura cultural han llamado posteriormente la atención de muchos notables estudiosos marxistas. Paradójicamente, sin embargo, buena parte de este análisis ha revisado, y aun vuelto del revés, el enfoque recomendado por Marx. En lugar de partir de un análisis concreto de las relaciones económicas y de las maneras cómo se estructuran tanto los procesos como los resultados de la producción cultural, ellos empiezan por analizar la forma y contenido de los artefactos culturales y luego retroceden en su trabajo para describir su base económica. Las características del resultado es un análisis desproporcionado, en el cual una elaborada anatomía de las formas culturales aparece en equilibrio inestable con una relación esquemática de las fuerzas económicas que moldean su producción.

Existen poderosas razones históricas para que el análisis cultural marxista se haya desarrollado de esta manera. En primer lugar, la obra de Marx no ofrece solamente un análisis sociológico de la dinámica subyacente de la sociedad capitalista, sino también una crítica de esta sociedad, unida a un llamado a destruirla y a reemplazarla por el comunismo. Como resultado, ha dado nacimiento, «en una dirección, a una sociología ampliamente positivista y, en otra, a un pensamiento al que se suele llamar 'filosofía crítica'» (Bottomore, 1975, p. 11). Aunque ambos estilos pueden legítimamente aspirar a llamarse marxistas, implican formas radicalmente distintas de análisis

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y, en el caso de los análisis marxistas de la cultura que se desarrollaron en Europa occidental después de 1918, la «filosofía crítica» es la que ha tendido a predominar sobre estilos más sociológicos. Este trastrueque puede, a su vez, explicarse en gran parte como reacción ante el ascendiente de la versión soviética de la sociología marxista, la cual, tras un breve período de innovación creadora en la época inmediatamente posrevolucionaria, se retrotrajo a una visión crudamente determinista de las relaciones base-supe­restructura, para la cual, las formas culturales se reducían a unas reflexiones más o menos simplistas de las relaciones económicas y de clases. En oposición a esto, los marxistas occidentales ajenos a la esfera de influencia soviética respondieron poniendo el acento en la complejidad y también en la relativa autonomía de las formas culturales, e insistiendo en la trascendencia e importancia de la crítica de la cultura. Pero al rechazar el «determinismo económico» de la línea soviética tienden, sin embargo, a retirarse de cualquier análisis sostenido de la base económica, con lo Cual echan por la borda los elementos mismos que dan a la sociología marxista sus rasgos distintivos y su poder explicativo.

Esta tendencia a poner la crítica cultural, y no el análisis económico, en el centro de la teoría cultural marxista, ha tomado gran variedad de formas, pero en procura de un ejemplo puede verse brevemente la obra de Theodor Adorno, un marxista cuyos trabajos sobre la cultura se han puesto notable­mente en boga, en años recientes, tanto en Gran Bretaña como en América.

Junto con Max Horkheimer y Herbert Marcuse, Adorno fue uno de los componentes principales del Instituto de Investigaciones Sociales que se abrió en Francfort en 1923, como centro de estudios marxistas. La mayoría de los miembros del Instituto se preocupaba por perfeccionar un análisis más adecuado de la cultura, pero en el caso de Adorno su interés tenía un ímpetu aun mayor, debido a su dedicación personal a la actividad artística. Antes de ingresar en el Instituto se había ensayado como compositor, estudiando con Alban Berg, una de las figuras señeras de la vanguardia vienesa. Además, había escrito mucho sobre asuntos musicales en diversos periódicos vanguar­distas. Estas experiencias formativas fueron decisivas para enfocar su aten­ción intelectual en las formas estéticas, más que en la producción cultural.

Esta dedicación se hace especialmente clara en el análisis de la música popular norteamericana, que desarrolló durante su estancia en Nueva York, donde se había trasladado luego que los nazis clausuraran el Instituto de Francfort, en 1933. Adorno consideraba a la música popular en general, y al

jazz e n particular, como un ejemplo perfecto de la «estandardización, comercialización y rigidificación» que la producción capitalista impone a la expresión artística:

La competencia en el mercado de la cultura ha demostrado la efectividad de una serie de técnicas, entre ellas, la sincopación y la instrumentación semiopulenta.

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Estas técnicas se toman al azar y se mezclan kaleidoscópicamente, dando combi­naciones siempre nuevas. (...) Las inversiones hechas en las «orquestas con nombre» y el dinero que se emplea para promover programas de gran audiencia hacen que cualquier divergencia sea un riesgo. (...) Y aun si hubiese intentos de introducir algo realmente diferente en la música ligera, estarían condenados desde el principio, en virtud de la concentración económica. (Ulteriormente,) esta estandardización signiñca el fortalecimiento de la dominación duradera sobre el público oyente y sobre sus reflejos condicionados. (Adorno, 1967, p. 124.)

La insistencia de Adorno en que la dominación cultural tiene sus raíces en la dinámica económica dé la «industria de la cultura» es un punto de partida indispensable para cualquier análisis marxista. Pero es sólo un punto de partida. No basta, simplemente, con afirmar que la base capitalista de la «industria de la cultura» resulta necesariamente en la producción de formas culturales consonantes con la ideología dominante. También es preciso demostrar cómo funciona realmente este proceso de reproducción, mostran­do en detalle cómo las relaciones económicas estructuran, tanto las estrategias generales de los empresarios culturales, como las actividades concretas de las personas que verdaderamente fabrican los productos que la «industria de la cultura» vende: escritores, periodistas, actores y músicos. Aunque fue nombrado para el proyecto de Investigación de Radio de Paul Lazarsfeld y se le pidió expresamente que investigara la estructura de la industria musical norteamericana, se negó a realizar estudios empíricos de la producción. En realidad, consideraba que semejante trabajo era una redundancia. Argumen­taba que, toda vez que las estructuras básicas de la industria estaban reproducidas en las mercancías culturales que producía, podían inferirse adecuadamente del análisis crítico de estas formas y no necesitaban ser estudiadas independientemente. En lugar del análisis concreto de la produc­ción material, por el que abogaba Marx, sólo se nos ofrece, entonces, una descripción esquemática muy general de los rasgos básicos del capitalismo. Esta descripción es correcta hasta aquí, pero no avanza nada hacia una explicación de cómo funciona realmente la «industria de la cultura» norteamericana.

Un desequilibrio parecido entre los análisis cultural y económico es lo que también caracteriza los escritos de dos de los más sólidamente lúcidos marxistas que trabajan en el terreno de los estudios culturales en Gran Bretaña: Raymond Williams y Stuart Hall. También en este caso, la detallada y a veces deslumbrante disección de las formas culturales se sienta incómoda sobre un análisis sin desarrollo de las bases económicas de su producción. Stuart Hall, por ejemplo, comienza un reciente artículo sobre la radiodifusión declarando que, en su opinión, «...el papel de la radiodifusión en la reproducción de las relaciones de poder y la estructura ideológica de la sociedad aparece como una cuestión mucho más importante que sus eventua­les reintegros financieros» (Hall, 1972, p. 8). Prosigue a continuación con un

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impresionante análisis de las maneras como el contenido de la televisión política y las formas dentro de las cuales se presenta sirven para interrelacio-nar y reforzar las definiciones predominantes de la situación y para excluir las alternativas. Hasta aquí vamos bien. Pero nosotros argumentaríamos que este proceso de reproducción ideológica no puede comprenderse plenamente sin un análisis del contexto económico en el cual tiene lugar y de las presiones y determinaciones que este contexto ejerce. Lejos de ser «eventuales», las cuestiones de los recursos y de las ganancias y pérdidas desempeñan un papel protagónico en la estructuración, tanto de los procesos como de los productos de la producción televisiva, incluyendo la fabricación de noticias y de temas corrientes. Es claro que la economía no es el único factor en juego, pero tampoco se la puede ignorar.

Lo distintivo y promisorio del marxismo como armazón para la investi­gación sociológica de la cultura y la comunicación reside precisamente en el hecho de que se centra en las complejas conexiones entre la economía y la producción intelectual, entre la base y la superestructura. Apenas se les quita valor o no se desarrollan debidamente estas conexiones, el marxismo pierde gran parte de su poder teórico, cosa que muchos de sus detractores han captado demasiado bien. Daniel Bell, por ejemplo, en el prefacio de su reciente revisión antimarxista de la cultura en las sociedades capitalistas avanzadas, declara que la insistencia de Marx en la primordialidad de la propiedad y las relaciones económicas ha periclitado y que ahora es «mejor pensar a la sociedad contemporánea como tres reinos distintos», el económi­co, el político y el cultural, «cada uno de los cuales obedece a un principio axial diferente» (Bell, 1976, p. 10).

Entonces, para recapitular lo dicho hasta ahora: ni el marxismo ni la sociología académica han progresado mucho, hasta ahora, en la elaboración de un análisis detallado del papel de las comunicaciones masivas en la producción de las relaciones de clases. Por consiguiente, como lo expresa John Goldthorpe, «la tarea de demostrar cómo tiene lugar exactamente la socialización 'desde arriba', sigue siendo casi lo único que anda por hacer» (Goldthorpe, 1972, p. 360). Este artículo supone un avance preliminar en esta tarea, tomando a Gran Bretaña como ejemplo de la situación vigente en las sociedades capitalistas avanzadas. En otro lugar trataremos de abordar la cuestión de los auditorios desde una perspectiva de clase, pero en el presente contexto nos concentraremos en los problemas prioritarios de la propiedad, el control y la producción. En la medida en que recogemos las cuestiones que Marx suscita en La Ideología Alemana como nuestro punto de partida, y en la medida en que comenzamos con un análisis concreto de las formaciones y procesos económicos que apuntalan la industria contemporánea de las comunicaciones, nuestro enfoque puede considerarse como tendencialmente marxista (Goldthorpe, 1972).

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La última instancia: los limites del determinismo económico

Hemos dicho que la economía no es el único determinante del compor­tamiento de los medios y, en este sentido, no sostenemos una tesis de puro determinismo económico. Sin embargo, al centrarnos en la base económica, indicamos que el control de los recursos materiales y su cambiante distribu­ción son, en última instancia, la más poderosa entre las muchas palancas que trabajan en la producción cultural. Pero está claro que ese control no siempre se ejerce directamente, ni el estado económico de las organizaciones de los medios sufre siempre un impacto inmediato en su producción.

Siguiendo por el camino del efecto de la economía sobre la producción cultural, llegamos a dos grupos: los propietarios de las corporaciones de medios y los productores creativos, o «comunicadores». Los móviles y las actividades de estos grupos han de analizarse concretamente para tener una comprensión plena de la producción de los medios. La medida en que los propietarios de las empresas de medios den prioridad a la economía, y la medida en que puedan o quieran influir en la producción para lograr esa prioridad, son cuestiones empíricas. Más adelante analizaremos la tesis de que la «revolución gerencial» ha separado la propiedad del control, en industrias tales como los medios. Pero importa tener presente la diferencia entre los análisis de motivación y de lógica económica. La caracterización de las corporaciones de medios y de sus gerentes deriva de su situación estructural en una economía capitalista, que no se altera por las ambiciones mezcladas de propietarios y gerentes, por muy «no económicas» que ellas puedan ser. Al analizar al segundo grupo, a «los humildes trabajadores de planta de la gran fábrica de imágenes», como los define Robin Day, el problema analítico es el de la mediación. En otras palabras, por vinculante que sea la lógica económica, ¿cómo explicamos la existencia de productos culturales sin cometer el error de presumirla como una simple y directa reproducción del modelo ideológico de los que poseen y controlan los medios? Más abajo volveremos sobre este problema.

Surgen inmediatamente dos bifurcaciones obvias de una estricta tesis de determinismo económico. La primera son los medios en poder del Estado, financiados total o parcialmente, sea por suscripción pública o sea a través de los impuestos, y que funcionan como «servicios públicos» en el sentido de que su objetivo declarado es el de proveer una utilidad social más que obtener una ganancia privada máxima. En Gran Bretaña, por supuesto, esta definición se aplica a la BBC.

El concepto de la radiotelevisión como servicio público, sin embargo, sufre el ataque permanente de quienes desearían aplicar los criterios de costo-efectividad a todas las organizaciones del sector público. Arguyen que la radiotelevisión debe demostrar su valor social probándose en el mercado igual que cualquier otra mercancía y que la excelencia y la eficacia sólo

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pueden garantizarse cortando el cordón umbilical del subsidio público y lanzando a todos los medios a una competencia comercial abierta. Pero más allá de este ataque explícito, existe ya un conjunto de imperativos económicos que vuelven a traer a las organizaciones como la BBC al terreno de nuestra argumentación. Tales organizaciones deben comportarse de acuerdo con los dictados del doblete costo-efectividad y casi de la maximización de los beneficios, por una serie de razones. Por ejemplo, la BBC tiene que evitar la acumulación de déficit y tiene que convencer al Parlamento de que si se prevé uno, se está en el derecho de incrementar el canon de las licencias. La evidencia de esto está, en gran medida, en la magnitud del auditorio, determinada por su éxito en la competencia con las empresas comerciales de radiodifusión licenciatarias de la IBA. De tal suerte, igual que cualquier corporación pública que actúe en una economía capitalista, la BBC se comporta, en muchos aspectos, como si se tratara de una inversión comercial (véase Hood, 1972, p. 411). En años recientes, con los rápidos incrementos de costos, el déficit de la BBC ha ido creciendo sostenidamente, lo que ha llevado a una intensificación de la batalla por el rating * entre la ITV y la BBC 1, y a la ampliación de la comercialización de programas en el extranjero, las coproducciones, la toma de conciencia de los costos y, más recientemente, a la polémica acerca de la posible continuación de la existencia de la Corporación en su forma actual. Esto no es todo, por supuesto, pero sirve como advertencia contra cualquier intento de considerar a la BBC como ajena a la influencia de la economía.

La segunda bifurcación surge de la existencia de medios que, lejos de proporcionar ganancias, generan pérdidas financieras a largo plazo. Existen muchos ejemplos de este tipo en la cinematografía y las editoriales, pero en Gran Bretaña los casos más evidentes se encuentran en la prensa nacional. La circulación total de la prensa diaria nacional bajó en un 10,8 por 100 entre 1961 y 1975. En 1974, sólo cuatro matutinos y tres dominicales produjeron ganancias, y en 1975 lo hicieron sólo cuatro matutinos y un dominical (Royal Commission on the Press, Interim Keport, 1976, p. 5). La mayoría de los títulos siguen desapareciendo, tanto en Fleet Street como en provincias, y en la actualidad no hay ninguna ciudad, aparte de Londres, que tenga más de un diario vespertino. En 1975, entre todos los matutinos y dominicales de «calidad» arrojaron una pérdida de 6,8 millones de libras esterlinas (ibt'd., p. 99).

Estos hechos son inflexibles y dramáticos y promueven la pregunta, formulada con frecuencia, de por qué los propietarios siguen manteniendo unos periódicos que significan semejante drenaje de recursos. Sin hacer aquí un análisis exhaustivo, hay tres elementos que pueden exponerse brevemente.

* En la jerga de los medios televisivos, el rating es el número de teleespectadores con que cuenta determinada emisora o programa, en relación con los de la competencia a la misma hora, y esto influye desde luego en la capacidad de contratación de publicidad para determinar emisiones. (Nota del traductor.)

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Primero, que ha sido la economía la que ha determinado qué diarios han sobrevivido. Por excéntrico que pueda ser un propietario de periódico, por grandes que sean su vocación de servicio, su ambición política o su vanidad, no puede desplegar tales rasgos caracterológicos sin dominar sustanciales recursos económicos venidos de fuera. Así, pues, los periódicos no sobrevi­ven por el capricho o la ambición de un propietario movido por extrañas motivaciones, sino porque forman parte de conglomerados lucrativos capaces de absorber sus pérdidas y dispuestos a hacerlo. Son un lujo de una empresa próspera, no el hobby de gente financieramente desinteresada. Segundo, que la gestión de un periódico nacional puede no carecer de recompensa, aunque sea indirecta. En la medida en que los periódicos nacionales forman parte de grandes empresas industriales, pueden, y quieren, actuar como naves almi­rantes de dichas empresas en su conjunto, así como de los valores y creeencias que ellas representan. Esto no significa que los periódicos sean correos y promotores pasivos de una filosofía libreempresista propugnada por las empresas que son sus propietarias, pero sí que disminuye las probabilidades de que exista amplia oposición a tales filosofías en las páginas de la prensa nacional. Además, el periódico puede conferir prestigio y publicidad a los productos de otros grupos, que hacen que su existencia valga la pena. El ejemplo más obvio es The Times, cuyas pérdidas fueron resarcidas por Lord Thomson con los beneficios de su empresa familiar y, con ello, no afectaron el valor de la Thomson Organization. Sin embargo, las revistas producidas por el grupo, con el título de The Times (los suplementos literarios y educacional), tienen prestigio y éxito, y a veces logran ganancias suficientes para contrarrestar las pérdidas de The Times.

Por último, el hecho de que unos periódicos puedan fracasar no invalida la exactitud del análisis de su comportamiento en función de la maximización de las ganancias. La mayoría de los periódicos nacionales han empleado los últimos años en hacer desesperados juegos malabares con la diagramación, el estilo editorial, las estrategias de comercialización y circulación, los precios de portada y las tarifas de publicidad, con el objeto de evitar la situación calamitosa que promovió la creación de otra Royal Commission más, en 1974. Está también el problema de que puede resultar más barato mantener con vida a un diario moribundo que matarlo. La distribución de la parte de los costos comunes que vierte un título moribundo sobre las otras empresas de un grupo puede resultar más perjudicial que los costos de su preservación. Lejos de poner en tela de juicio la importancia de la economía como determinante del comportamiento de la prensa, su peligroso estado financiero exacerba y hace aún más inmediata la responsabilidad de la prensa hacia su entorno económico.

Es contemplando los modelos reales de propiedad y control como nos damos perfecta cuenta de lo limitada que resulta una visión de mero reduccionismo económico. Igualmente, sin embargo, esas calificaciones no

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deben adoptarse para reducir la importancia que tienen, para la comprensión de la producción cultural, su base material y su contexto económico.

Bosquejo de la industria de las comunicaciones: de la concentración a la conglomeración

Mientras que la radio, el cine, la televisión, la grabación, la publicidad y las relaciones públicas (...) se analizan con agudeza, cada una en sus propios términos, la industria de la mente, tomada en su conjunto, se pasa por alto. (Enzensberger, 1974, p. 6.)

Los últimos cien años han sido testigos de un cambio subterráneo de la estructura de las economías capitalistas avanzadas, por el cual la propiedad de los medios de producción se ha ido haciendo cada vez menos dispersa y cada vez más concentrada en manos de relativamente pocas grandes corpo­raciones (Aaronovitch y Sawyer, 1975, p. 157). Esta marcha hacia la concentración ha avanzado a saltos. El primero se produjo a la vuelta del siglo, entre 1889 y 1902; el segundo, después de la primera guerra mundial, entre 1919 y 1921, y el último, y más significativo, en la década de 1960. Hay varios sistemas de medidas de la concentración, pero el que aquí nos interesa en particular es la Razón de Concentración, que mide el grado de concentra­ción dentro de un sector determinado tomando la proporción de mercado que controlan las cinco firmas principales del mismo. Cuanto mayor sea la proporción, mayor el grado de concentración.

Los diez años que van de 1958 a 1968 contemplaron alzas significativas en las razones de concentración de una serie de sectores industriales. Basándonos en un muestreo representativo de productos manufacturados, por ejemplo, Kenneth George ha calculado recientemente que, durante ese lapso de diez aros, la razón media de concentración, para la industria en su conjunto, aumentó del 56,6 por 100 al 65,5 por 100 (George, 1975, p. 125). Sin embargo, como ocurre con todos los promedios, estas cifras ocultan variaciones significativas. Un diez por ciento de aumento en la razón de concentración no ha sido, ni mucho menos, la característica de todos los productos del muestreo. Para algunos, desde luego, el aumento fue mayor, para otros más modesto, y en una significativa minoría de casos, la razón de concentración en realidad disminuyó durante dicho período. Por supuesto, los diversos sectores de la industria de las comunicaciones presentan varia­ciones considerables en sus panoramas de concentración durante el mencio­nado intervalo, que dependen de su historia pasada y de la situación vigente de sus productos en el mercado.

En algunos sectores, como los diarios y la exhibición cinematográfica, el paso decisivo hacia la concentración ya se había producido antes de prome­diar la década de 1950, con el resultado de que sólo se produjeron

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incrementos pequeños en el período 1957 - 1968. Para 1955, por ejemplo, las cinco empresas líderes absorbían el 68,8 por 100 de la circulación total de diarios, tanto provinciales como nacionales (PEP, 1955, p. 216). Hacia 1970, esta cifra había tenido sólo un incremento marginal, llegando al 70,9 por ciento (Press Council, 1970, pp. 114 - 117). Hubo algunos cambios significa­tivos en la estructura de propiedad durante este período, pero no produjeron efectos apreciables sobre el nivel global de concentración.

En 1959, por ejemplo, el propietario periodístico canadiense Roy Thom­son (mas tarde Lord Thomson) compró el Kemsley Group, a la sazón el principal editor de diarios provinciales, y más tarde, en 1965, adquirió el periódico nacional más prestigioso del país: The Times. Pero en 1970, la posición que ocupaba la Thomson Organization en la escala de las empresas era la misma que había ostentado la Kemsley en 1955, el cuarto lugar, mientras que la cuota en el mercado de venta de diarios era ligeramente inferior, de un 8 por 100 contra un 9,2 por 100. También en la exhibición cinematográfica, la concentración estaba bastante avanzada en 1957. El predominio del bipolio Rank - ABC se remonta a principios de la década de 1940, aunque el firme descenso de la asistencia de público en la década de 1950 consolidó aún más, ciertamente, su posición, mientras que las cadenas pequeñas se vieron obligadas a cerrar o a fusionarse con las principales. También en este caso, empero, la variación más significativa del período fue un cambio en la propiedad, que se produjo en 1969, cuando el grupo ABC fue adquirido por EMI, la empresa de grabación más importante del país. Pero en esta misma industria de la grabación, el nivel de concentración, en realidad, disminuyó.

Desde principios de la década de 1930 el mercado del disco ha estado dominado por dos empresas, EMI y Decca, con EMI como líder y este predominio bipolístico se prolongó durante los treinta años siguientes. Pero en la segunda mitad de la década de 1960 se produjo un boom sin precedentes en la venta de grabaciones, cuyo arranque se debió al surgimiento de los Beatles y los demás grupos beat ingleses, y se vio apuntalado por la aparición de un lucrativo mercado universitario para los long-plays de rock «progresivo». Alentadas por las perspectivas de ganancias continuas provenientes de este mercado juvenil, vasto y en expansión creciente, las principales grabadoras europeas, como Philips y Polydor, y las mayores norteamericanas, como CBS, RCA y Warner Brothers, hicieron vigorosos esfuerzos por incrementar su cuota de participación en el mercado británico. Sus intentos obtuvieron éxitos considerables, con el resultado de que la situación se tornó mucho más abierta, y el bipolio EMI- Decca empezó a padecer una firme erosión. Entre 1965 y 1970, su cuota conjunta en el mercado cayó del 58 por 100 al 38 por 100, mientras que la razón de concentración para la industria en su conjunto se desplomó del 82 por 100 al 64,5 por 100 (EIU, 1966, p. 24; 1971, p. 26).

Este modelo se reprodujo para los libros en rústica. También aquí, a

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mediados de la década de 1960 se produjo una expansión espectacular de la magnitud del mercado. En 1964 había 12.500 títulos en ediciones en rústica puestos a la venta, dos años más tarde la cifra saltó a 22.000 y para fines de 1969 se estableció en 37.551 ( EIU, 1970, p. 29). La empinada subida de las ventas que acompañó a esta «explosión de las ediciones en rústica» también alentó a nuevos ingresos en el negocio, entre ellos el de la Thomson Organization, que creó una empresa subsidiaria para rústicas, Sphere Books, en 1966. Igual que con la industria de la grabación, este aumento de la competencia erosionó el predominio de las firmas establecidas en el mercado, que encabezaba Penguin Books. De ahí que, si a mediados de los años de 1960 las cinco empresas principales absorbían más del 90 por 100 de las ventas de libros en rústica, hacia el final de la década su participación en el mercado había caído alrededor del 70 por 100. (EIU, 1970, p. 26.)

Pese a estas variaciones la industria de las comunicaciones seguía mostrando, sin embargo, un alto nivel de concentración en todos los sectores. Con toda seguridad, si la razón media de 65,5 por 100 calculada por George se toma como base, la mayoría de los sectores acusaron razones de concen­tración muy por encima del promedio de la industria en su conjunto. Hacia principios de la década de 1970, las cinco empresas principales de los sectores respectivos absorbían el 71 por 100 de la circulación de diarios, el 74 por 100 de los hogares con televisión comercial, el 78 por 100 de las entradas de los cines, el 70 por 100 de las ventas de libros en rústica y el 65 por 100 de la venta de discos (Press Council, 1970, pp. 114 - 117; PIB, 1970, p. 5; EIU, 1970, p. 26; 1971, p. 26).

No puede asombrar el que esta situación haya dado lugar a mucho comentario y debate. En verdad, el crecimiento de la concentración y del monopolio ha sido un tema permamente y predominante en el análisis de las industrias de las comunicaciones, desde la segunda guerra mundial. Pero, casi sin excepción, los estudios se han limitado a la situación de cada sector en particular. En el momento en que escribimos, por ejemplo, unas comisiones gubernamentales han iniciado una investigación en los dos sectores claves de las comunicaciones: prensa escrita y radiotelevisión. Pero estas encuestas están muy encerradas en sí mismas y existen pocos nexos entre ellas. Esta separación es algo más que una conveniente división del trabajo: es un síntoma de la fragmentación que caracteriza a los análisis contemporáneos de la industria de la comunicación, tanto los académicos como los gubernamentales. Al centrar la atención en la situación de un sector en particular, este enfoque parcial necesariamente desvaloriza la primordialidad y la importancia de las emergentes relaciones entre sectores. El reciente crecimiento de estas interconexiones es indicativo de un cambio básico en la estructura de la industria de las comunicaciones, alejado de la situación relativamente sencilla de los monopolios sectoriales específicos y tendentes a algo decididamente más complejo y de mayores alcances. No se

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trata, simplemente, de que un puñado de empresas predomine en cada sector. Cada vez más, las grandes empresas dominan posiciones espectaculares en varios sectores a la vez.

Esta evolución es parte de la tendencia genral de las empresas líderes de la economía a adquirir una proporción cada vez mayor de la totalidad de los medios de producción. También este movimiento se ha acelerado agudamen­te en los últimos veinte años. Mientras que, en 1957, las cien corporaciones máximas controlaban apenas más de la mitad (51 por 100) del activo total neto de la industria británica, para 1969 esta proporción había crecido hasta casi los dos tercios (64 por 100) (George y Silbertson, 1975, p. 181). En el meollo de este cambio descansa la tendencia a la diversificación. La diversi­ficación se produce cada vez que una compañía que tiene intereses en un sector deteminado, se expande y adquiere intereses en otro sector. Ya se han mencionado dos ejemplos: el paso de la Thomson Organization al mercado de los libros en rústica y la compra, por EMI, de la cadena ABC de cines. Cuando la diversificación comporta el paso a un terreno que tiene más o menos poca relación con los intereses principales de la compañía, como fue el caso de EMI al afrontar la adquisición de la cadena que luego se llamó Golden Egg, la amalgama resultante se denomina, convencionalmente, conglomerado.

En una economía capitalista, las probabilidades de supervivencia y crecimiento de una corporación dependen, en última instancia, de su capacidad de mantener y aumentar sus ganancias. Desde principios de la década de 1960, sin embargo, se ha advertido una significativa tendencia a la disminución del índice de ganancias, dando a las empresas índices cada vez menores de renta sobre sus inversiones (véase, por ejemplo, Burgess y Webb, 1974). Frente a esta* crisis permanente de rentabilidad, la diversificación ofrece una estrategia para mantener las ganancias o, por lo menos, para contener el índice de declinación. No es, desde luego, por casualidad que la tendencia a la diversificación se haya producido al mismo tiempo que la disminución de las ganancias de las empresas. La di versificación resulta especialmente atractiva en situaciones en que las oportunidades de expansión ulterior dentro de un mercado determinado se limitan por la caída de la demanda.

Enfrentada a la firme declinación de la asistencia a los cinematógrafos, por ejemplo, la Rank Organization trató de proteger sus perspectivas de ganancias a largo plazo adquiriendo intereses en sectores en expansión de la industria del ocio, tales como hoteles, servicios de carreteras y equipos de televisión y de alta fidelidad. También pueden limitar las oportunidades de expansión interna las restricciones legales, es el caso de la programación de la televisión comercial. La adquisición por Lord Thomson de intereses en sectores florecientes de la industria del ocio, como las ediciones baratas, fue en parte una respuesta al hecho de que le fue vedado incrementar su paquete

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de acciones en la televisión comercial, en virtud de la Ley de Televisión. Sin embargo, la diversificación significa también un cojín contra las caídas en la rentabilidad de determinados sectores. Es una expresión práctica del viejo adagio de que es mejor no poner todos los huevos en un solo canasto. La sabiduría de esta estrategia se ilustra muy bien con el caso de Associated Televisión Corporation (ATC).

La ATC es un buen ejemplo de multiconglomerado. Además de controlar la estación de televisión comercial de Midlands, ATV Network, dicha Corporación tiene también grandes intereses en la producción de películas; en la edición de discos, cassettes y música; en el teatro; en los equipos de contestadores telefónicos, y en el comercio, los seguros y la propiedad. Esta diversificación de intereses ya demostró su utilidad en 1969, oportunidad en que su rentabilidad continua sirvió de amortiguador de los peores efectos de la disminución de las ganancias por televisión que se produjo a raíz del aumento de los tributos impuesto por el Gobierno a las transacciones comerciales de las empresas productoras de programas (Murdock y Golding, 1974, pp. 219 - 220). Nuevamente iba a demostrar su valor en los primeros meses de 1974, cuando la semana de tres días y la pérdida de confianza en los negocios produjeron un retiro de la publicidad y una fuerte declinación en las rentas. Como resultado, las ganancia^ de ATV, sin descontar los impuestos, para el año financiero de 1974 fueron de 3,06 millones de libras, una caída de casi un millón respecto de la cifra del año anterior, de 4,01 millones. Pero, pese a esto, el grupo en su conjunto ha tenido un incremento marginal de 7,25 a 7,26 millones delibras, merced, en gran parte, a los aumentos sustanciales de la rentabilidad de otros sectores, en primer lugar de los intereses musicales. En las compañías menores, como la Westward, sin embargo, la cual, según reconoció su presidente, «adoptó una política conservadora en los posibles campos de diversificación», no hubo nada que amortiguara el golpe y, como consecuencia, de 1973 a 1974 las ganancias, sin descontar impuestos, experimentaron una caída dramática, de 538.000 a 186.000 libras.

Aunque ATC y la Thomson Organization se encuentran entre los principales ejemplos de conglomerados multimedios que están surgiendo en Gran Bretaña, no son dé ninguna manera los únicos. Entre otros casos notables hay que mencionar al Granada Group y a EMI. Las compañías del Granada Group, por ejemplo, se encuentran entre las cinco principales en tres sectores: programas de televisión comercial, ediciones de libros en rústica y exhibición cinematográfica. Análogamente, el grupo EMI no sólo es propietario de la empresa grabadora más importante del país, sino también de la segunda cadena de cinematógrafos, del paquete de acciones que controla una de las mayores contratistas de televisión comercial (Thames Televisión) y de intereses muy significativos en electrónica de consumo e industrial y en

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la industria del ocio. Además, varias compañías prominentes de las comuni­caciones están integradas en conglomerados de bases más amplias, con intereses en una amplia gama de sectores industriales y financieros. Por ejemplo, además de controlar las empresas líderes del país en publicación de diarios y revistas, Reed International tiene grandes intereses en la manufac­tura de papel y de pinturas. De manera similar, S. Pearson & Son no controla solamente el principal grupo periodístico local (The Westminster Press), la mayor empresa de libros en rústica (Penguin Books), y un gran grupo editor de libros encuadernados (Longman), sino que también es propietaria de Lazards, el banco mercantil, y tiene vastos intereses industriales en los sectores del vidrio y la cerámica.

El surgimiento de conglomerados multimedios no es, por cierto, peculiar de Gran Bretaña. Por el contrario, es una tendencia detectable en todas las economías capitalistas avanzadas. Donde más adelantado se encuentra es en los Estados Unidos, donde las leyes antitrust, relativamente restrictivas, han dado un mayor impulso a la diversificación, al cerrar las oportunidades de expansión dentro de un solo mercado. Dos de los más notables conglomera­dos de medios de ese país son la RCA (Radio Corporation of America) y la CBS (Columbia Broadcasting System). Además de controlar una de las tres grandes cadenas de televisión, la CBS tiene impotantes intereses en la producción de grabaciones, películas y libros. Los intereses de la RCA tienen bases aún más amplias y en la actualidad bastan para hacer de ella la trigésimonovena empresa de los Estados Unidos. El imperio RCA compren­de una de las grandes redes de televisión, la NBC, una considerable proporción del mercado de la industria de la grabación, el gigantesco grupo editor de libros, Random House, importantes subsidiarias dedicadas a la electrónica doméstica e industrial, más otros intereses en una diversidad de bienes de consumo y servicios, desde alimentos preparados hasta alquiler de automóviles (Network Project, 197}). Estos-'modelos básicos se reproducen también, en medida variable, en toda la Europa occidental. Para mencionar sólo un ejemplo: el grupo Bertelsmann, de Alemania, no sólo es el segundo editor de libros del país, sino también la segunda empresa de grabaciones, y además posee vastos intereses en revistas de interés general y especializadas y en la industria cinematográfica (Diederichs, 1973, p. 189).

Resumiendo: las industrias de las comunicaciones de los países capitalistas avanzados se están moldeando actualmente a través de dos cambios básicos en la estructura de las corporaciones capitalistas. El primero es una tendencia a largo plazo hacia la concentración, que ha conducido a que un puñado de grandes compañías dominen una cantidad cada vez mayor de sectores. El segundo es el más reciente incremento de la diversificación, que ha producido conglomerados, con inversiones significativas en varios sectores de las industrias de las comunicaciones y del ocio. Aunque haya tenido una divulgación considerablemente menor que la cuestión de la concentración.

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este segundo hecho tiene, en realidad, alcances mucho más vastos en sus implicaciones. Sumando no solamente en número, sino también en la gama de productos de comunicación que poseen las grandes corporaciones, la conglomeración les permite extender en gran medida su control potencial sobre «la producción y distribución de las ideas de su tiempo». Hasta qué punto este potencial de control se realiza en la práctica, cómo funciona exactamente y, en última instancia, en interés de quién, son, desde luego, cuestiones empíricas. Como paso inicial hacia las respuestas, es preciso observar la estructura y la manera de operar de las grandes corporaciones, y más especialmente averiguar quiénes son sus propietarios y hasta dónde controlan las políticas y las operaciones de la compañía. Ambos temas suscitan complejas cuestiones de conceptualización y de evidenciación que no se facilitan, en absoluto, por el hecho de haber sido, ambas también, tema de continua controversia y polémica.

La corporación capitalista y la clase capitalista: modelos de propiedad y cuestiones de control

Como hemos visto, Marx sostenía que los que poseen los medios de producción también controlan la distribución de los recursos económicos y los usos de los excedentes resultantes. De aquí se sigue que, en tanto que su condición de poseedora hace de la capitalista la clase económica dominante, su consiguiente control sobre la producción y distribución de los bienes materiales y de los sistemas de símbolos le suministra los medios para mantener ese dominio. Para Marx, pues, la posesión de la propiedad, el control económico y el poder como clase están inextricablemente entrelaza­dos. Después de su muerte, empero, esta afirmación acerca de la interconexión ha venido siendo desafiada desde una serie de perspectivas, y una de las líneas de ataque más fuertes se ha enfo°»do en la relación entre la posesión y el control.

El debate comenzó en serio en 1932, con la publicación de un libro norteamericano, The Modern Corporation and Prívate Property, cuyos autores, Adolf Berle y Gardiner Means, sostenían que el control de la corporación moderna se va divorciando progresivamente de la posesión de su propiedad. Este argumento fue luego recogido y ulteriormente elaborados por muchos de los más eminentes especialistas en ciencias sociales, entre los cuales, aparte de algunas autoridades norteamericanas de primer orden en la materia, como Kenneth Galbraith y Talcott Parsons, se cuentan también algunos prominen­tes estudiosos europeos, como Ralph Dahrendorf. Este desarrollo, a su vez, vino a alimentar los debates más amplios acerca de la estructura global de las sociedades capitalistas avanzadas y se convirtió en un importante punto de la plataforma adoptada en los vastos sectores que se abocaron al esfuerzo de reemplazar el análisis de clases de Marx por unas concepciones más pluralís-

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ticas del sistema de estratificación (Zeitlin, 1974; Stanworth, 1974). Las ramificaciones más amplias y también los detalles más específicos del debate acerca de «la posesión y el control» están estudiados en otro lugar (Murdock, en preparación), pero en el presente contexto queremos enfocar más especí­ficamente la afirmación central, de que el control se separa cada vez más de la posesión de la propiedad.

El argumento básico es razonablemente directo; en realidad, su sencillez es uno de sus mayores atractivos. De la manera como han crecido, sostiene este argumento, las grandes corporaciones han tenido que mirar cada vez más hacia fuera, en procura de finanzas extras, con el resultado de que la propiedad, expresada en la forma legal de posesión de acciones, se ha ido dispersando progresivamente. Por consiguiente, la tradicional estructura de la compañía, en la que el fundador y su familia retenían la mayoría de las acciones, ha sido reemplazada por un estructura corporativa, cuyas acciones se distribuyen en parcelas relativamente poco numerosas, ninguna de las cuales proporciona bases suficientes para el control efectivo de la asignación de recursos. Además, las familias fundadoras han sido paulatinamente apartadas de sus tradicionales papeles de empresarios y ejecutivos, con el resultado de que el control operativo de las grandes corporaciones ha pasado a las manos de una nueva élite de gerentes profesionales, que son el único grupo que cuenta con los necesarios conocimientos e idoneidad para dirigir las operaciones cada vez más complejas de la empresa moderna. Y de aquí se sigue que el gobierno de los medios de administración ha reemplazado decisivamente a la propiedad de los medios de producción como base para el control efectivo de la corporación contemporánea.

A primera vista, este argumento parece eminentemente plausible. Sin embargo, la evidencia empírica que suele citarse en su apoyo no es de ninguna manera nítida e inequívoca. Por el contrario, las cuestiones de conceptualización e interpretación están sujetas a continua discusión (véase, por ejemplo, Zeitlin, 1976; Alien, 1976). La industria de las comunicaciones ha tenido aún menos evidencias que muchos otros sectores de la economía y, hasta el momento, no contamos con una relación comprehensiva, ni de la estructura de la posesión de la propiedad, ni de su relación con los niveles de control. Sin embargo, la información procedente de trabajos en curso de realización indica que el análisis de Marx puede no ser tan carente de pertinencia y passé como muchos críticos suponen. Los resultados completos de estos trabajos serán publicados en otro lugar (Murdock y Golding, en preparación), pero, por el momento, esbozaremos algunos de los hallazgos preliminares que atañen directamente a la cuestión central del debate acerca de la posesión y el control: el asunto de la separación.

En primer lugar, existen fuertes indicios de que de ninguna manera ha pasado la era del propietario-empresario, ni siquiera en los conglomerados, en los cuales, según los adeptos de Berle y Means, la separación entre la

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posesión y el control se encuentra más avanzada. Efectivamente, en un número significativo de los principales conglomerados multimedios, la familia fundadora, sus descendientes, o ambos, mantienen un paquete accionario importante y, con frecuencia, decisivo para el control, y en una serie de casos también ocupan cargos claves, gerenciales y ejecutivos, que les confieren un alto grado de control sobre la formulación de las políticas de asignaciones generales de las compañías, junto con un alto grado de control operativo sobre su aplicación diaria. Ejemplos notables son S. Pearson & Son, la Thomson Organization, el Granada Group y la Associated Televisión Corporation. Los intereses que controlan el Granada Group, por ejemplo, siguen firmemente en manos de la familia Bernstein, que ocupan tres de los ocho asientos de la junta de directores, los cuales incluyen las funciones claves de presidente y vicepresidente. Análogamente, el fundador de la Associated Televisión Corporation, sir Lew Grade, además de reservarse las funciones fundamentales de presidente y director ejecutivo, es el segundo accionista de la empresa, con el 23,7 por 100 de las acciones ordinarias y derecho a voto, sólo superado por el paquete de Reed International, del 29,6 por 100. Además de su significado intrínseco, este ejemplo es también indicativo de otra tendencia que se pronuncia contra la tesis de Berle y Means: el incremento de la posesión de acciones por parte de instituciones.

Las dos últimas décadas han presenciado un cambio decisivo en la posesión de acciones de corporaciones, que han salido de las manos de personas particulares para ir a dar, primero, a las manos de instituciones financieras y, después, a las de otras corporaciones industriales. En parte, esta tendencia puede considerarse como una faceta más del crecimiento general de la diversificación. Comprando un importante paquete de acciones, una compañía se pone en condiciones de diversificarse, sin tener que entrar en el compromiso, financieramente más sustancial, de la adquisición completa. Mientras que, en 1957, casi los dos tercios (63,8 por 100) de las acciones que se cotizaban en la Bolsa de Londres (London Stock Exchange) estaban en manos de personas particulares, para 1975 la proporción había caido a menos de la mitad (42,1 por 100), lo cual constituye el correspondiente avance de la proporción correspondiente a instituciones (Moyle, 1971; Royal Commission on the Distribution of Income and Wealth, 1975, p. 13). Por lo tanto, lejos de haber ido dispersándose cada vez más entre una masa de particulares aislados, la posesión de acciones de las grandes corporaciones se ha ido concentrando progresivamente en manos de las instituciones financieras predominantes y de otras grandes corporaciones. Más aún: en comparación con la pasividad general de la mayoría de los accionistas particulares, las instituciones inversoras están dispuestas a adoptar una política mucho más «intervencionista» respecto de las compañías en las que poseen acciones. Donde el paquete es de magnitud suficiente o de especial importancia estratégica, la compañía inversora suele tener un representante en la junta de

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directores. Además de observar cuidadosamente el progreso y las perspecti­vas generales de la compañía, estos representantes pueden intentar moldear las políticas de la misma, con arreglo a unas líneas que estén en consonancia con los planes de largo alcance y los intereses generales de su institución «patria».

En el estratégico nivel de las asignaciones, por tanto, el control no está de ninguna manera tan radicalmente divorciado de la posesión de la propiedad como la mayoría de los críticos sostienen. En verdad, parece que los que poseen los medios de producción siguen contando con un alto grado de control sobre los procesos claves de producción y distribución. Pero esto sigue dejando sin respuesta la crestión de hasta qué punto siguen constitu­yendo un grupo coherente, con significativos intereses en común.

También en este caso, la información de que se dispone está relativamente dispersa, pero en fin de cuentas tiende a indicar que la concentración global de la posesión de la propiedad, combinada con la creciente red de paquetes de acciones corporativos interconectados y las direcciones recíprocas, han servido para mantener un alto grado de relación y comunidad de intereses entre los diversos sectores del capital industrial y financiero. El reciente trabajo de Richard Whitley sobre Gran Bretaña, por ejemplo, ha demostrado la extensión y la coherencia de las conexiones entre las instituciones financieras predominantes de la City y las corporaciones industriales líderes (Whitley, 1974). Hasta el momento, la información acerca de la industria de las comunicaciones es un tanto precaria a este respecto, pero los datos que se están obteniendo sugieren que también aquí los diversos sectores están cada vez más interconectados, tanto entre sí como con otros centros importantes de poderío financiero e industrial.

Además de Reed International, por ejemplo, entre las instituciones accionistas de la Associated Televisión Corporation figura BPM Holdings, el grupo periodístico de Birmingham. Aparte de la familia Iliffe, que tiene el control de las acciones, el otro principal accionista de BPM es S. Pearson &

30% Associated Televisión Corporation ( J Reed International Limited

Limited n

5%

| 5 0 %

Throgmorton Publications Limited

50%

BPM Holdings Ltd « 3 9 % S. Pearson and Son Limited

Figura 1.—Interconexión en la posesión de acciones entre algunas empresas británicas de comunicaciones (porcentajes redondeados al número entero más cercano).

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Son Limited, vinculado con Reed International a través de su posesión conjunta de Throgmorton Publications Limited. El resultado es el modelo de interconexión de acciones ordinarias que se ilustra en la figura i.

Además, cada una de las compañías que forman las empresas del diagrama es, a su vez, un nodulo de una red mucho más extensa de paquetes de acciones y empresas conjuntas interconectadas, entre los que se cuentan los otros cuatro grupos principales de publicación de periódicos —Beaverbrook, Associated, News International y Thomson Organization— y algunos de los demás contratistas líderes de programación comercial, como London Wee-kend Televisión, Granada Group y Trident Televisión. Tampoco este panorama de interconexiones intermedios es peculiar de Gran Bretaña, sino que es característico de otras sociedades capitalistas avanzadas. En Alemania occidental, por ejemplo, cuatro de los cinco principales conglomerados multimedios están vinculados por propiedades cruzadas (Diederichs, 1973, p. 190). Pero no es sólo que las mayores compañías de comunicaciones estén cada vez más interrelacionadas: también están entremezcladas con las empre­sas financieras e industriales predominantes.

Tras analizar a los accionistas y directores de las primeras empresas televisivas de Gran Bretaña, Clive Jenkins llega a la conclusión de que «los mismos intereses bancarios, de seguros e industriales que constituyen los nervios y centros motores de la economía británica, controlan también los latidos de los contratistas de programas de la televisión comercial» (Jenkins, 1961, p. 12). La información existente acerca de esta situación, aunque todavía incompleta, indica que la reasignación de los contratos hecha en 1967 ha alterado poco esta verificación general. También en este caso, la situación británica no es sino un ejemplo de un panorama general que se repite, en grado variable, en todas las economías capitalistas avanzadas. Por cierto, la información, más amplia, acerca de la situación existente en los Estados Unidos indica que las empresas de comunicaciones están íntimamente ligadas a los intereses financieros e industriales predominantes. Por ejemplo, el Chase Manhattan Bank, controlado por la familia Rockefeller, tiene estratégicos paquetes en las tres principales r;des de televisión norteamericanas, que van del 4,2 por 100 en la RCA al 9,2 por 100 en la CBP. En este último, los vínculos están más consolidados por medio de direcciones interconectadas, con no menos de siete de los dieciocho directores, con otras empresas Rockefeller (Network Project, 1973, pp. 27-31)-

Es claro que todavía es necesario hacer un trabajo mucho más detallado para que podamos contar con algo parecido a un mapa acertado de la estructura y las conexiones de las industrias de las comunicaciones en las sociedades capitalistas avanzadas. Puede, desde luego, variar considerable­mente el grado de interconexión de los diversos sectores, tanto entre sí como con los intereses financieros e industriales. Tampoco puede presumirse que

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CAPITALISMO, COMUNICACIONES Y RELACIONES DE CLASES 4 5

estos mismos intereses constituyan un bloque coherente, si bien el trabajo de Whitley es un gran progreso hacia la demostración de esta hipótesis. Es cierto que los estudios existentes, aunque dispersos, han revelado una firme tendencia hacia una centralización e interconexión mayores. Tomados en su conjunto indican, no sólo que el control de los procesos claves de asignación de recursos sigue estando mayormente ligado a la posesión de la propiedad, sino que el grupo propietario sigue constituyendo una clase capitalista identifícacable, con intereses comunes reconocibles. Esto, a su vez, indica que la definición de la situación dada por Marx en La ideología alemana, no solamente sigue suscitando cuestiones pertinentes, sino que también provee una importante armazón general, dentro de la cual puede empezar a buscarse las respuestas. En realidad, lejos de haber sido superadas por la historia, las propuestas de Marx aparecen, por lo menos, más pertinentes en virtud de los desarrollos recientes de la estructura del capitalismo.

Produccién cultural: el problema ée la mediaciin

Al proponer el argumento para inyectar un análisis económico en la sociología de las comunicaciones masivas, nos hemos concentrado en los modelos globales de propiedad y control y en la situación general del mercado de los medios masivos. Con suma frecuencia, sin embargo, las críticas radicales contra las industrias de las comunicaciones, aunque aceptan­do en principio esa prioridad, no han podido avanzar en la elaboración de reseñas detalladas de las implicaciones y los resultados de las fuerzas del mercado. En particular, han aparecido dos tendencias.

La primera consiste en presumir una relación simple entre las estructuras y relaciones económicas y la naturaleza de la cultura que producen los medios masivos en una sociedad capitalista. Así, la simple afirmación de que los medios, según la tan citada frase de Miliband, son «a la vez la expresión de un sistema de dominio y la manera de reforzarlo» (Miliband, 1965, p. 221) tiene jerarquía de verdad autoevidente. Fuera del contexto del refinado análisis del estado y la legitimación que el propio Miliband ofrece, esta afirmación conduce a unas relaciones crudas y supersimplistas tanto de los medios como de su función legitimadora. Nedzynski, por ejemplo, dice que «es evidente que los que poseen y controlan los medios masivos son, muy probablemente, hombres de opiniones ideológicas sanamente conservadoras. En el caso de los periódicos, es factible que el impacto de sus opiniones sea inmediato y directo...» (Nedzynski, 1973, p. 418). Un concepto similar aparece en un libro reciente acerca de «la sociología política de la prensa», en el que el autor sostiene que «los medios, junto con el aparato de estado, actúan como una especie de secretariado de estos intereses comunes de la clase dominante y tratan de hacerlos aceptar...» (Hoch, 1974, p. n ) . Sin

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embargo, la versión más influyente de este argumento ha sido desarrollada por un grupo de marxistas franceses encabezado por Louis Althusser (Althusser, 1971, pp. 136-137; Poulantzas, 1972, p. 251). Presentan a los medios masivos, junto con la Iglesia, la escuela y la familia, como «Aparatos Ideológicos de Estado» cuya función consiste en actuar como asociados ideológicos de los aparatos represivos de Estado, como la policía y el ejército.

No rechazamos totalmente estas formulaciones ni sus conclusiones. Pero hay que hacer sonar una alarma contra la explicación de la Historia mediante la comparación de estas instituciones con una lista indiferenciada de agencias del estado, con las mismas funciones y papeles, en todo tiempo y lugar, y contra la explicación de la sociología mediante la presentación de los medios masivos como un mero sistema de «estaciones repetidoras» para la transmisión directa de la ideología dominante a los grupos s^bbrdinados. Tales instituciones desempeñan, ciertamente, importantes papeles en la legitimación de un orden social desigualitario, pero su relación con dicho orden es compleja y variable, y es preciso analizar lo que hacen tanto como lo que son.

La segunda tendencia es la de examinar críticamente el producto de los medios masivos y de ahí inferir las intenciones confesadas y los hechos deliberados de los productores. Por supuesto, el análisis del contenido tiene siempre por objeto indicar los probables efectos sobre los auditorios o los supuestos de los productores; ése es su propósito, y su limitación es no poder ir más allá de la hipótesis en ninguna de ambas direcciones. Esta es una limitación que suele olvidarse, como ocurre, por ejemplo, en muchos análisis semióticos en los que se advierte una autosuficiencia sociológica en el estudio de los símbolos per se. A veces, esta forma de análisis crítico se ve tentada de cerrar completamente cualquier interpretación o toma de conciencia activas a nivel de producción. Rock, trabajando absolutamente a base de la lectura textual de los periódicos, infiere que existen imperativos institucionales que aportan las categorías que abarcan el «sentido de la noticia»: «Si los mismos periodistas son incapaces de articular esas categorías, se debe quizá a que carecen de comprensión plena de los contornos, más vastos, del contexto er que trabajan» (Rock, 1973, p. 75). Aparte de ser de una arrogancia alarmante, esta conclusión no resulta convincente por estar bastante divorciada de toda investigación de los imperativos institucionales, rutinas organizativas y exigencias laborales verdaderos, que en verdad explican mucho acerca de la producción de noticias.

Ambas tendencias no hacen un planteo completo del problema de la mediación, que tanto preocupaba a Sartre en su crítica del «marxismo holgazán», que tiende a hacer «entrar a los hombre reales en los símbolos de sus mitos», en lugar de erigir una «jerarquía de mediaciones que (...) haría comprensible el proceso que produce a la persona y a su producto...» (Sartre, 1968, pp. 53, 56).

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La mayoría de los estudios acerca de la práctica ocupacional en los medios, sin embargo, se inclinan a lo puramente descriptivo y han eludido o desatendido las relaciones entre los problemas sociológicos de la legitimación y el orden social, por un lado, y la observación inmediata de una situación de trabajo, por el otro. Los mejores de estos estudios,'tales como el trabajo de Tunstall acerca de los corresponsales especialistas o el de Cantor sobre los productores de Hollywood, caen dentro de las tradiciones de investigación de la sociología ocupacional, cuya primera prioridad es el análisis claro del grupo de trabajo, sin recurrir a las teorías que sitúan al grupo dentro de un contexto, ocupando una situación estratégica en la estructura de clases (véase la reseña general de Elliott, capítulo 6, sección II de este volumen). Esto no es quitar valor a tales estudios, sino, simplemente, aducir que no dan respuesta al problema de la mediación, que tampoco resuelven las dos tendencias mencionadas más arriba. , -

Es necesario trazar las relaciones a dos niveles. El primero es situacioñál y vincula la situación ocupacional con la situación del mercado. Unas condiciones de mercado cambiantes afectan los recursos disponibles para una organización de medios y la medida en la cual la creatividad se ve limitada por la contabilidad. La disponibilidad de recursos hará cambiar estilos y ambiciones; como respuesta a las presiones económicas variables vendrá la demanda de nuevas tecnologías y técnicas. Con mucha mayor frecuencia, los estilos y prácticas de trabajo que gozan de mayor favor son necesidades convertidas en virtudes.

El segundo nivel de mediación es normativo y vincula la escala general de valores con el marco dentro del cual la cultura se adapta a las normas particulares de la práctica ocupacional; en una palabra, vincula la ideología dominante con las ideologías ocupacionales. Raras veces este vínculo es total y no se lo puede analizar exclusivamente dentro del contexto de los medios. Las creencias acerca de la inevitabilidad de un orden social dado y acerca de los límites de una práctica y unos valores sociales aceptables están difundidas en toda la estructura social. En cierto sentido, lo que hay que explicar es por qué pueden surgir valores opuestos. Pero, dentro de los medios, es impres­cindible mostrar de qué manera, exactamente, funcionan las relaciones. La primera tarea es la de explicar la naturaleza de la ideología imperante y especificar las propuestas y supuestos que la componen. En segundo lugar, es preciso demostrar claramente la aparición y la invasión de tales propuestas y supuestos en el producto de los medios. En tercero, hay que explicitar y volver a relacionar con estos supuestos y propuestas, más generales, las normas que guían el proceso de producción: pautas, expectativas, evaluacio­nes de la rutina y limitaciones implícitas. Por ejemplo: si el servicio de noticias acerca de las relaciones industriales, en su cúmulo, no ostenta simpatía hacia la militancia, el radicalismo o, en general, el activismo sindical, ¿se debe simplemente a la hostilidad de los empresarios capitalistas de los medios, o aun a los sentimientos antisocialistas de los corresponsales de las

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relaciones industriales? Para obtener una explicación más completa hay que abordar el complejo de las interrelaciones entre las definiciones más arraiga­das de la industria, la nación, la responsabilidad y demás, con las tendencias que se dan en la práctica industrial de la noticia, las convenciones de las entrevistas, el cine y la narrativa, y así sucesivamente (véase Hartmann, en preparación). Hemos indicado algunas relaciones de este tipo en un artículo anterior (Murdock y Golding, 1974).

Los métodos para demostrar la mediación son de carácter histórico y sociológico. Históricamente puede mostrarse que la evolución de una ideo­logía ocupacional emerge de la situación cambiante en el mercado y en el trabajo, en determinada profesión. Por ejemplo, una historia sociológicamen­te informada del periodismo se centraría en el surgimiento de las creencias acerca de la objetividad, la imparcialidad, la exactitud, la brevedad, el estilo, etc., en el contexto de una historia económica y social de la prensa del siglo xix. Como complemento de esto, necesitamos una sociología ocupado^ nal de los medios que, más allá de ellos, apunte a las cuestiones sociales ' estructurales del orden y el cambio.

Economía e ideología: presión del mercado y dominación cultural

En este capítulo, nuestro primer objetivo ha sido esbozar los principales modelos de control económico existentes en los medios y poner de relieve su carácter primordial dentro de un análisis sociológio completo de las comuni­caciones masivas. Volviendo brevemente ahora sobre algunas de las conse­cuencias de la producción cultural, querríamos destacar la lógica de la sucesión de examinar primero las estructuras económicas y luego sus productos culturales. Sólo situando a los productos culturales dentro .del nexo de los intereses materiales que circunscriben su creación y distribución es como se pueden explicar plenamente su gama y su contenido. Aunque aquí tenemos poco espacio para exponer detalladamente el argumento completo, podemos indicar brevemente los rumbos que podría tomar. Al hacerlo es necesario advertir cuánto trabajo queda todavía por realizar.

La mayoría de los estudios dedicados al producto de los medios no se han preocupado por descubrir sus sostenes ideológicos, mientras que los que sí lo han hecho se han concentrado casi completamente en las noticias y, por consiguiente, han prestado poca atención a las principales formas dramáticas, de ficción y de entretenimiento, que constituyen el grueso del consumo de medios de la mayoría de la población. De resultas de esto, carecemos de un panorama comprensivo y detallado de la manera como se presenta y explica la estratificación de las clases en los medios masivos contemporáneos. Y se ha rellenado este hueco, con demasiada frecuencia, con mucho de especula­ción basada en «lecturas» bastante selectivas y precipitadas de la imaginería

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de los medios. Muchos críticos, por ejemplo, sostienen que la imaginería vigente tiende a ocultar el carácter primordial y extensivo de las desigualda­des de clase, primero, poniendo el acento en otras divisiones sociales, como las de edad, sexuales o étnicas, y, segundo, echando mano a la comunidad de intereses que se supone que deriva de compartir la ciudadanía de un determinado Estado nacional (vgr., Poulantzas, 1973, pp. 214-215). Otros afirman que cuando sí aparecen las imágenes de clase, tienden a enfocar la esfera del consumo y no la de la producción y a poner de relieve las diferencias entre los gustos y estilos de emplear el ocio por parte de los consumidores, y no en las desigualdades estructurales de la situación en el mercado y en el trabajo, que es donde tales diferencias tienen su raíz. Más aún, argumentan estos críticos, al exaltar la condición compartida de la población como consumidores y su acceso nominal a los productos para el bienestar y a los estilos de vida, esta insistente imaginería del consumismo oculta y compensa la perpetuación de desigualdades radicales en la distribu­ción de la riqueza, las condiciones de trabajo y las probabilidades de supervivencia (véase, por ejemplo: Berger, 1972, p. 149; Barthes, 1973, p. 141). Estas conjeturas y otras similares constituyen fructíferos puntos de partida para la exploración de las categorías ideológicas básicas que subyacen en la imaginería de los medios, los mensajes implícitos acerca de las clases y el poder, que Adorno llamó «significado oculto» de las comunicaciones masivas (Adorno, 1954). Pero son meros puntos de partida. Hay que realizar mucho más trabajo sistemático en toda la gama del producto para poder llegar a una relación más o menos completa de hasta dónde y con qué profundidad los supuestos predomiantes se insertan en la imaginería de los medios, de la variedad de formas en que se expresan y de la medida en que se dan los ejemplos contrarios, en que se presentan perspectivas divergentes u opuestas. Este análisis, a su vez, tendrá que estar respaldado por estudios detallados de la manera como las fuerzas económicas producen y modelan realmente la imaginería.

En líneas generales, sin embargo, hay dos consecuencias de la producción cultural de los procesos económicos que ya hemos esbozado. En primer lugar, la gama de material existente tenderá a disminuir, toda vez que las fuerzas del mercado excluyen a todo el que no tiene éxito comercial. Aunque esta tendencia no es uniforme (por ejemplo, la cantidad de títulos de libros ha seguido aumentando hasta hace poco, a pesar de la concentración entre los editores), en general se ha dado el caso de que, cuanto más progresan la concentración y la diversificación, sobreviven cada vez menos voces en cada sector de los medios. La segunda consecuencia general es que este proceso de evolución no se produce al azar, sino que sistemáticamente excluye a las voces que carecen de recursos o poderío económicos. Este proceso de borrado no es fortuito. Por el contrario, la subyacente lógica de los costos funciona sistemáticamente, consolidando la posición de grupos ya establecí-

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dos en los principales mercados de medios masivos y excluyendo a los grupos que carecen de la base de capital para un ingreso afortunado. De tal suerte, las voces que sobreviven son las de quienes están menos dispuestos a criticar la actual distribución de la riqueza y el poder. Inversamente, los más dispuestos a desafiar esta situación no pueden hacer público su disenso o su oposición, porque no tienen los recursos necesarios para establecer una comunicación efectiva con un vasto auditorio.

Naturalmente, esta exclusión no es total. Hay lugar para algunas incur­siones marginales. Los periódicos que se apoyan en organizaciones políticas, por ejemplo, pueden sobrevivir porque están subvencionados en los costos e incrementados los beneficios. Los costos se reducen mediante la ayuda voluntaria para la producción, distribución y venta, y los beneficios pueden incrementarse por medio de asignaciones directas de los fondos del partido y por donaciones de miembros particulares. Sin embargo, estos subsidios no pueden ser suficientes para que estas publicaciones lleguen a los umbrales de la expansión e ingresen en la corriente principal. De aquí que estén obligados a servir primordialmente como puntos de confluencia de los comprometidos, y no como medios de promover opiniones alternativas en un público más vasto. Por la falta de una base organizativa coherente, sin embargo, es poco probable que los medios marginales logren siquiera sobrevivir por mucho tiempo, como ejemplifican los casos de algunos periódicos no partidistas de corta vida, tales como Seven Days e Ink.

Incapaces de sostener sus propios canales de comunicación efectiva, las opiniones disidentes o alternativas son igualmente incapaces de poner pie de manera segura en la corriente principal de los medios comerciales, y esto, por claras razones económicas. Dada la insistente presión en favor de la maximi-zación de los auditorios y los beneficios, no sorprende que en los medios comerciales exista una sólida tendencia a evitar lo impopular y tendencioso, girando, en cambio, sobre valores y supuestos sumamente familiares y más ampliamente legitimados, lo cual, casi inevitablemente, significa lo que autorizadamente fluye de arriba a abajo por la estructura social. De aquí se sigue que, puesto que las opiniones disidentes y opositoras no entran muy fácilmente en las armazones vigentes de imaginería y expresión, van siendo excluidas. Pero, también aquí hay excepciones de la tendencia general, en las zonas marginales. Dentro de la radiotelevisión, por ejemplo, en años recientes han proliferado los programas con participación, como los que invitan a llamar por teléfono, los espectáculos hechos en estudios en los cuales el auditorio se une a la disensión y los programas realizados por grupos no profesionales. Estos hechos constituyen un intento de acomodarse a la creciente presión que ejercen los grupos excluidos o poco representados, en procura de un mayor acceso a las escasas instalaciones de comunicaciones. Aunque bien recibidas, estas especies de estrategias de incorporación están sujetas a diversas limitaciones fundamentales. En términos generales, se les

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asignan cantidades de tiempo y de recursos muy limitados, por lo que fácilmente zozobran en la corriente principal de producción. Además, el hecho de que la presentación de opiniones opositoras esté en gran parte confinada en estos contextos, significa que implícitamente se les pone la etiqueta de entusiasmos «minoritarios», lo que acentúa su marginalidad y les entorpece la conquista de una credibilidad más vasta.

En general, pues, la expresión de opiniones disidentes o desafiantes, enraizadas en intereses que por sí mismos son incapaces de sostener medios propios, también está en gran parte ausente del espectro de las opiniones z ideas legitimadas que suministran los medios más importantes.

Podemos ilustrar brevemente cómo se producen estos dos procesos. Primero, las presiones de los costos en aumento obligan a todos los medios a tratar de elevar al máximo sus auditorios. Esto se puede lograr expandiendo un auditorio indiferenciado —una película que es éxito de taquilla lo seguirá siendo, independientemente de quiénes sean los espectadores— o incremen­tando al máximo un auditorio al que se dirige en particular. Esta última estrategia es la que aplican los medios basados en la publicidad, que buscan atraer el máximo de audiencia entre los grupos de mayor poder adquisitivo, o entre grupos específicos de consumidores que son el objetivo de los fabricantes de determinadas líneas de productos. Los medios incapaces de maximizar sus auditorios de cualquiera de estas dos manera no pueden sino entrar en declive y, eventualmente, desaparecer, por mucho que lo desee el sector de público que les quede. De tal suerte, los periódicos que sirven a un público lector compuesto principalmente por la clase trabajadora tienen que alcanzar ventas mucho más elevadas que los dedicados a grupos de mayor poder adquisitivo. En consecuencia, se tornan inviables, aun con circulacio­nes varias veces superiores a la del diario de clase media. Análogamente, para resultar comercialmente viables, los medios locales tienen que llegar a poblaciones más numerosas que lo que indica cualquier definición sociológica significativa de lo que es una comunidad. Así, las comunidades menores y más pobres tienen que privarse de tener medios locales, salvo como parte de poblaciones más vastas. Los periódicos pequeños y con base en la localidad no pueden satisfacer esta necesidad no cumplida. A diferencia de los medios con base en organizaciones, a los que nos hemos referido antes, tales diarios no tienen beneficios subsidiados y, porhanto, les es difícil competir con publicaciones comerciales locales mayores. Aunque pueden mantener bajos sus costos por el trabajo voluntario o merced a unos métodos baratos de producción, lo hacen al precio de ser técnicamente inferiores a los diarios que tratan de desafiar o de complementar y, por tanto, resultan relativamente poco atractivos para lectores potenciales.

Para elevar al máximo los auditorios, la producción debe reducir al mínimo los riesgos, concentrándose en lo familiar y en unas fórmulas que sean lo más parecidas posible a lo ya probado y aprobado. De ahí que la

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innovación enmudezca, porque conlleva el riesgo de ofender a los auditorios y perderlos, y restringe las posibilidades de planificación futura. Así fue como se desarrolló el novelón radial o televisivo en largas series *, con el fin de captar un auditorio leal, cuya magnitud y composición pudieran preverse con suficiente antelación para facilitar la planificación de las campañas por parte de los anunciadores. De manera similar, las dos cadenas que dominan el mercado de la exhibición cinematográfica en Gran Bretaña se confían a una cuidadosa selección de posibles maximizadores del público. Desde que declinó masivamente la cantidad de salas cinematográficas, la gama de material de que disponen los espectadores está fuertemente constreñida, como puede verificar cualquiera que compare las reseñas de los críticos cinematográficos de Londres con la columna de espectáculos del diario local.

La maximización del auditorio es la meta del espectáculo y también de las noticias, y en realidad ambas categorías se funden cada vez más, puesto que los medios informativos adoptan, como criterios para la presentación de sus productos, la conservación del público y la presentación. En el caso de los periódicos, esta actitud se ha ido exacerbando a medida que la prensa se ha ido enfrentando a una baja de las ventas y a una firme reducción de la cantidad de títulos. En la prensa provincial, la marcha hacia el monopolio local ha supuesto una disminución de los diarios matutinos, de 28 en 1948, a 18 en 1974, y de 1.307 semanarios y quincenarios en 1948 a 1.121 en 1974. En tal situación, las opiniones disidentes u opositoras se eliminan, no simplemente por la desaparición de órganos deseosos de expresarlas, sino por las necesidades económicas de los que sobreviven. Jiirsch_v_.Gordon descri­ben el proceso así: «Cuando compite una pequeña cantidad de empresas, todas ellas tienden a apuntar al centro, y a que sus productos difieran solamente en cuestiones de detalle. (...) La creciente conformidad en la calidad de la prensa británica , en estilo y en sustancia, es un ejemplo de esta fundamental tendencia de la competencia oligopolística a servir al centro del mercado, a expensas de los gustos de la minoría.» (Hirsch y Gordon, 1975, p. 45.) Nosotros iríamos más lejos y aplicaríamos este análisis a la prensa nacional en su conjunto. También es importante darse cuenta de que, más que de los «gustos de la minoría», estamos hablando de las opiniones políticas minoritarias. Lo que excluye esta convergencia hacia el centro (que en sí es una posición dinámica) es la voz de los que no tienen poder político.

Efectivamente, atendiendo al aspecto específico del partidismo electoral, Seymour-Ure ha demostrado que, desde el final de la guerra, en Fleet Street

* En inglés, en la jerga del espectáculo y la publicidad, estos folletines se llaman soap opera, expresión que usan aquí Murdock y Golding. Soap opera (ópera jabón) contiene una doble ironía: alude al carácter generalmente melodramático de los argumentos de las óperas líricas y al hecho de que los espacios correspondientes de radio y televisión suelen contener propaganda de marcas de jabón. (Nota del traductor.)

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se ha ido produciendo una firme declinación del partidismo abierto y estridente (Seymour-Ure, 1974, capítulo 8). De forma similar, en el campo de la información industrial, el reciente estudio de Hartmann demuestra cómo la gama de imágenes que presenta la prensa en relación con la importante institución de la industria y con la naturaleza de las «relaciones industriales», está contenida en un repertorio de supuestos consensúales acerca de las relaciones capital-trabajo. Los intereses de las partes se disfrazan, centrando la atención en el interés nacional y no en las reclamaciones enfrentadas que surgen de la desigualdad estructural (Hartmann, 1975/5). En general, las necesidades de producción, las limitaciones de costos y la preocupación por los auditorios producen unas noticias en las que se pinta al mundo como fragmentado e incambiable, y en el cual el disenso y la oposición aparecen como efímeros, periféricos o irracionales. Las noticias se convierten en paliativos y consuelos, deliberadamente tranquilizadoras y no amenazantes, concentradas en las instituciones de mantenimiento de} consenso y de manejo del orden social (Golding y otros, en preparación).

Otras dos estrategias para la maximización .del auditorio consisten en obtener el mayor kilometraje posible de cada producto cultural. La primera estrategia consiste en la multicomercialización, por la cual los productos que tienen éxito en un medio se convierten en formas susceptibles de ser comercializadas en otro. Así, con las series afortunadas de televisión se hacen películas. Las películas generan discos de gran venta, las novelas en rústica se trasladan a series de televisión y producciones cinematográficas, y así sucesivamente. La segunda consiste en reciclar ciertos productos para que tengan éxito en distintos momentos. El mercado del cine en la televisión y el sostenido mercado de la nostalgia en las grabaciones (complementados con la nueva gestación de entusiasmo por éxitos más recientes, como el de los Beatles) son ejemplos de expansión fructífera del consumo cultural con un mínimo de costo y un mínimo de innovación. A estas dos estrategias de maximización del auditorio se añade una tercera dimensión con el desarrollo de los mercados internacionales, elevando aún más la escala de operaciones que se requiere para la producción cultural, al tiempo que se disminuye la posibilidad de diversidad, por la necesidad de un producto que puede satisfacer a varios mercados.

En términos generales, pues, el contexto determiante para la producción es siempre el de su mercado. Para tratar de ampliar al máximo dicho mercado, los productos deben inclinarse a los valores primordiales más ampliamente legitimados y rechazar la voz disidente o la objeción incompatible con un mito dominante. La necesidad de un material de ficción fácilmente compren­sible, popular, formularizado, no trastornador y asimilable es, a la vez, un imperativo comercial y una receta estética.

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5 4 MEDIOS MASIVOS Y SOCIEDAD: PERSPECTIVAS GENERALES

Conclusión

En este capítulo hemos propuesto que existen lagunas importantes, tanto en la sociología de las comunicaciones masivas como en la de la estratifica­ción. Particularmente hemos dirigido la atención a la necesidad de un análisis de los modelos de propiedad y de control de las industrias de los medios y a las implicaciones de tal análisis para el estudio de la forma y la estabilidad de la clase dominante. Aquí sólo hemos podido esbozar las direcciones que esta tarea podría tomar. Empero, querríamos señalar que tal enfoque es de capital importancia para una comprensión más plena de la dinámica de las relaciones de clases en una sociedad capitalista, así como para restituir a la sociología de las comunicaciones masivas una situación más pertienente, fundamental en verdad, en la investigación sociológica.

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