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NOTA DEL AUTORAQUÍ DUERME UN ÁNGELEL BOSQUE MALDITOEL JEROGLÍFICO DEEKTATONCUMPLID VUESTRASPROMESASSONATA PARA PIANOLEYENDA MEDIEVALMONTENEGRO

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ÍNDICE DE ILUSTRACIONESBIBLIOGRAFÍASELECCIONADA

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MARTÍN DE ARCE

NEOLEYENDAS

aquí duerme un ángel

el bosque malditoel jeroglífico de ektaton

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cumplid vuestras promesassonata para pianoleyenda medieval

montenegro

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No se permite la reproduccióntotal o parcial de esta obra, pormedios mecánicos, digitales o decualquiera otra clase y formato,sin el consentimiento previo delautor por escrito.

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Texto e imagen de portada:© Manuel BENAVENTE

MORENO 2012Ruinas del Monasteriocisterciense de San Pedro deArlanza (Burgos). (Ver índice deilustraciones al final).

© NeoLeyendas 2012© Manuel BENAVENTE

MORENO 2012ISBN papel: 978-84-686-1559-

2I S B N e-book: 978-84-686-

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1560-8© Worldwide Copyright by

SafeCreative 2012-2013Impreso en España / Printed in

Spain

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MARTÍN DE ARCE es medievalista ycolaborador periódico de revistasespecializadas en ediciones sobrela uniformología y evolución de lasprincipales Órdenes Militares deCaballería de las Cruzadas, laReconquista, y diversos temas de lahistoria naval española y delmundo. En este sentido, ha escritoalgunos artículos monográficos parapublicaciones extranjerasespecializadas en contenidos afines.Apasionado de la arqueología, la

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alquimia y los misterios del mundoesotérico, sus distintos viajes hanservido para fundamentar lospersonajes y lugares reflejados ensus relatos. Estudioso de lacivilización greco-romana clásica,del Egipto faraónico y de laAmérica pre-colombina, en laactualidad se halla inmerso en elproceso de investigacióndocumental para la redacción delsegundo volumen de NeoLeyendas.

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www.martindearce.com

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NOTA DEL AUTORHace quince años me senté

frente al papel para escribir miprimera novela, ambientada en laépoca medieval, después de unaexhaustiva investigación sobredicho tiempo y los personajes queen él recrearía. Como quiera que micabeza elucubraba ideas más rápidoque escribía la mano a su dictado,aquello terminó convirtiéndose noen libro, sino en una sinopsis deciento ochenta páginas, creorecordar. A partir de ese momento

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restaba lo verdaderamente arduoaunque excitante de aquelmisterioso oficio: dar pulso ysentimiento a aquellos personajes, yla redacción de la obra en sí misma,labor que se me antojaba enorme,dada la ingente cantidad de textodel esbozo. Debido a diversascircunstancias personales aquellahistoria quedó sepultada en el fondode un cajón, a la espera de unulterior desarrollo que nunca haencontrado el momento oportuno.La acariciada idea de escribir algo

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más ambicioso que meros artículosmonográficos sobre estos temasquedaba en vía muerta.

P e r o , gracias a lasoportunidades que a veces nosbrinda el destino por casualidad,tiempo después mis desempeñoslaborales me condujeron por losmás variados senderos de lageografía de nuestro país y dealgunos limítrofes, incluso lejanos,en los que pude ir acumulando unsinfín de sensaciones, lugares ehistorias que dieron como resultado

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final una extensa y personalcolección de relatos y leyendas,algunos de los cuales integran esteprimer volumen deNEOLEYENDAS.

En este libro he intentadotransmitir al lector todas aquellasimpresiones sentidas al recorrer, enlos atardeceres de cualquierestación del año, las ciudades,castillos y catedrales de la Europamedieval donde habitaron lospensadores, príncipes y puebloscuya evolución fraguó, en gran

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medida, el conocimiento y ordensocial en el que convivimos, malque bien, hoy en día.

MARTÍN DE ARCE

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AQUÍ DUERME UNÁNGEL

Non fortuna hominesaestimabo, sed moribus

No estimaré a los hombres por sufortuna, sino por su conducta.

(Lucio Anneo Séneca)

I

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Desde muy joven, mis habilidadesartísticas fueron apreciadas sinexcepción alguna por aquellos queme rodeaban. Aunque misprogenitores hubieran deseado que,de una manera más convencional,me dedicara a continuar los asuntoscomerciales familiares, miinclinación hacia toda clase de artey en especial mi pasión por lapintura, derivaron dichasresponsabilidades en mis hermanos,a la sazón mejor dotados que yopara los negocios, y en cuyas manos

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mi padre vio mejores visos defuturo que en alguien como yo, decarácter errático y creador, «pocosujeto a la tierra que pisas» —medijo, con desprecio—, elementonecesario para poder hacer frente ala vida que me aguardaba en la casafamiliar. Pronto expresé mis deseos deproseguir mis estudios en la capitaly, con gran disgusto de mi madre,me fue dado permiso para ingresaren la escuela universitaria de

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Bellas Artes de la ciudad, a variasjornadas de camino de nuestrohogar, lo que hacía inevitable mialojamiento en aquella; gastosufragado en parte a costa de mifutura herencia, según arreglé conmi padre y hermanos antes departir, prometiendo independizarmetan pronto hallara un trabajo quepudiera cubrir mis gastos durante elperiodo de estudios.

Teniendo ya algunasrecomendaciones familiares sobrevarias casas de huéspedes en la

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urbe, no me fue difícil descubrirpronto una habitación donde ubicarmi domicilio, en una digna pensióndel barrio más cercano a launiversidad.

Regentaba la casa unamuj e r muy entrada en años, defuerte carácter pero maternal en elfondo, quien decidió acogerme máscomo a un hijo que como a uninquilino, lo cual, he de decir, mefacilitó la vida desde el primermomento, porque la buena mujer, amis requerimientos de una cierta

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independencia en cuanto a mis idasy venidas tardías, me dio una llavedel establecimiento, advirtiéndome,eso si —mientras se santiguabavarias veces— que, en la noche dedifuntos, siempre estuvierarecogido en mi habitación antes deltañido de las campanadas que daninicio a ese aciago día, pues ellacerraba a cal y canto su casa endicha fecha y no la abriría bajoningún concepto antes del amanecer«por motivos que me relataría en sumomento, cuando estimara que su

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nivel de confianza en mí hubieraalcanzado el grado requerido», locual me intrigó sobremanera alprincipio, he de confesar.

«A veces, algunos muertosllaman esa noche a mi puerta» —medijo, con voz lacónica—; pero todoello pasó a un segundo plano con eltranscurrir de los días y elcomienzo de mis estudios.

Empecé mi aprendizaje enla Universidad asombrado por lasinesperadas oportunidades queaquel privilegiado entorno cultural

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era capaz de ofrecerme. Prontodescubrí, después de ser admitidoen la escuela de Bellas Artes trasuna inesperada y dura prueba deaptitud, que la clase másgratificante y cuyo contenido enverdad me apasionaba, entre todasa las que asistía en primer año, erala de dibujo artístico y creativo. Elcatedrático de la asignatura,Gustavo Fauré, de origen francés,verdadera eminencia en ladisciplina a mi modesto entender apesar de ser aún un hombre

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relativamente joven, intuyó sindemora las posibilidades que mishabilidades y predisposición parael trabajo podrían aportarle porotras vías, según pude prontocomprobar.

A finales del primer mes deestudios, al concluir la hora diariade dibujo que él impartía, medetuvo a la salida del aulasujetándome por el antebrazo sinbrusquedad pero con firmeza;permitiendo que salieran por las

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puertas el resto de miscondiscípulos.

—Señor Alcázar... mecomplacería que habláramos unmomento, si puede ser ahora, se loruego —me dijo en voz baja,mientras me arrastraba consuavidad de nuevo al interior de laclase, donde descansaban nuestroscaballetes y lienzos de dibujocubiertos por telas para protegerlosdel polvo entre clases. En elinterior del aula, al fondo y casioculta por el estrado de madera

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donde posaban los modeloshumanos para el dibujo al natural,existía una puerta en la que no habíareparado hasta ese momento.Abriéndola y encendiendo una luz,me invitó a entrar.

En el interior, sobre unamesa de exposición de maderaoscura de bella factura, restos dediversas maquetas en yeso blancode lo que podríamos denominarmonumentos funerarios griegos oromanos, inundaban toda lasuperficie. Solo un rasgo era común

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a todos ellos: estaban parcialmenterotos, hundidos sus techos o, comopoco, agrietadas sus vigas; todassus piezas parecían haber servidocomo banco de pruebas de suresistencia al peso de su techumbre,más que como meros ejemplos parael dibujo técnico. Fauré distrajo miincipiente curiosidad por aquelloque yo miraba ofreciéndome unasilla, frente a la cual él tomóasiento sobre el borde de la mesa,ocultando con su cuerpo todas lasruinas que escrutaban mis ojos con

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interés. Eligiendo con sumocuidado sus palabras, me dijo:

—He observado, Gabriel,su natural inclinación hacía eldibujo de formas y figuras deproporción exacta o áurea; aunqueno exenta eso sí, de una muy biendotada imaginación creativa entodos los ejercicios que les hepropuesto a sus compañeros y austed durante este mes que ahoraacaba —sus ojos me sondeabanmientras hablaba— y me gustaríahacerle una propuesta de trabajo

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algo inusual, si me permite eltérmino.

Despertó aquello ciertointerés en mí —he de decir sinsonrojo—, pues como estudiantesiempre andaba algo escaso dedinero a pesar de mi asignaciónmensual, y parecía que elofrecimiento que me hacía podríaser de tipo onerario; asentí entoncessin hablar y me dispuse a atendersus palabras.

—Como bien sabrá usted—continuó— las epidemias de

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algún tiempo atrás diezmaron lapoblación de esta ciudad y, comoquiera que la muerte no respeta niclases altas o bajas, ni a buenos o amalos cristianos, el cementerio vioacrecentada su clientela hastaextremos insospechados… —sutono cínico era quizá algo dolorosopara la memoria de las víctimas, ami parecer.

—Pero —aseveró, conacento grave— aunque los pobresfueron la mayoría de las vecesenterrados en fosas comunes o bien

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cremados sobre piras funerariascon celeridad, debido al incipienteestado de descomposición de loscuerpos a las pocas horas de morir,los ricos tuvieron algo más desuerte —la que proporciona eldinero— y fueron embalsamados ysepultados con mayor espacio detiempo y dignidad, en sepulcrosindividuales. A pesar de todo esto,al final, la premura temporaltambién en el caso de estos últimosenterramientos, dejó muchas tumbasa falta de lápidas y las debidas

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construcciones funerariasmonumentales que recordaran, persemper, las grandezas adquiridas envida por la gente adinerada de lalocalidad. Faltos éstos de artistascreativos entre los escultoresfunerarios de la comarca quepudieran encauzar sus deseos en ladebida manera, me llegaron variosencargos a través de diversosconocidos, requiriendo misservicios para el diseño yconstrucción de ornados túmulospara sustituir las modestas tumbas

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circunstanciales de todas aquellaspersonas de clase alta: prelados,nobles y burgueses; casi todosmuertos a consecuencia de laepidemia de fiebres que ya le hemencionado.

—Como quiera, Gabriel,—continuó Fauré— que carezco deayudantes capacitados en laactualidad para estos menesteres,me gustaría que considerara laposibilidad de trabajar a mi cargopara cumplir los ineludiblescompromisos que he adquirido y

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que, a duras penas, puedo siquierapensar en dibujar —tanto menos envigilar su construcción, le confieso—, debido a la alta mortandad quese produjo y el poco tiempo deasueto del que dispongo por misdiversos quehaceres universitarios.Su ayuda me sería de gran utilidadpara dar cumplida satisfacción auna encomienda en particular quetengo pendiente, y que no admitedemora en la entrega.

Sus palabras me invadieronde una cierta aprensión, pues nunca

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pensé que su propuesta pudiera serde origen tan macabro pero,intentando disimular mi repulsióninicial, vi en ello una formadiferente de adquirir mayoreshabilidades artísticas y obtener elsustento que buscaba, en un mundoen el que, al fin y al cabo, estaba laMuerte tan presente a diario ennuestras vidas. La tétrica figuraembozada que portaba la horribleguadaña entraba en una casa y sellevaba a la mayoría, si no era atodos los integrantes de una familia,

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y saltaba al siguiente hogar. Habíantranscurrido cinco siglos desde laGran Peste medieval y seguíamosen el mismo punto sanitario; aunqueahora eran otras las mortíferasepidemias que nos asolaban.

—Piénselo bien esta nochey mañana espero una respuestaafirmativa, —prosiguió conentusiasmo Gustavo Fauré al atisbarmi posible interés— pues si aceptadebemos ponernos manos a la obraa la mayor brevedad. Tengo unencargo importante de un personaje

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principal, como le decía, y noadmite demora. Por el dinero no sepreocupe, nunca será un problema yganará lo suficiente en tres mesespara vivir todo el año académicosin privaciones de ningún tipo.

Nos separamos en esepunto y regresé a mi alojamientosumergido en un mar de dudas; peroconvine una tregua interior con misescrúpulos en pro de mi soñadofuturo como artista, y me dispuse aaceptar el trabajo que me erabrindado.

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A pesar de ello, aquellanoche apenas pude conciliar elsueño y, durante mi frágilduermevela, horribles escenaspoblaron mi mente febril: de tumbasabiertas surgían cadáveresenvueltos en sudarios que seacercaban al solitario lugar dondeyo me hallaba dibujando y mesuplicaban algo que yo no podíaoír, pues no había lenguas entre lasmandíbulas de sus descarnadascalaveras, y solo se intuíanahogados sonidos guturales

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surgiendo del lugar donde antesestuvieron ubicadas sus gargantas. Por fin llegaron las luces del nuevodía y trajeron algo de paz a lasturbulencias de mi sueño y de mialma. Aunque la manera de ganardinero que me había propuesto elprofesor enervaría el ánimo del mássosegado de mis compañeros,aprecié con claridad en suofrecimiento una forma deindependizarme de la asignaciónmensual que me enviaban desde el

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hogar. Sin más dilaciones acepte elcompromiso y acordé con mimaestro el comienzo de misactividades a su servicio. Éste mepropuso, sin embargo, revestirnuestra relación de un cierto toqueacadémico, para acallar lassubsiguientes protestas que sehubieran desatado por parte de miscompañeros de haberse sabido lossecretos menesteres que nostraíamos entre manos el catedráticoy yo. Él no deseaba en modo algunoque la situación se le escapara de

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las manos, y esto ocurriría sin lugara dudas si participaban máspersonas en el asunto. Quedé pues aexpensas de lo que tuviera a bienmi profesor idear con el fin deencargarme el trabajo a la vista demis compañeros, sin levantarsospechas.

En la siguiente clase,aprovechando ciertas correccionesque realizaba sobre uno de misbocetos y midiendo con precisiónsus palabras, Fauré me dijo, delantede todos y, en un tono de voz tal que

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pudiera oírlo la persona másalejada de nosotros en el aula:

—Gabriel, encuentro que suprogreso avanza sobre firmesbasamentos artísticos, lo cual meplace y llena de orgullo pero, —enfatizó sus palabras a continuación— lo aprecio carente de vida, devitalidad; está usted constreñidopor estas paredes que nos rodean,al igual que todos ustedes —señalóa los demás con sus dedos índice ymedio juntos, manchados decarboncillo—. Necesito que salgan

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al exterior y experimenten lassensaciones del aire, de lanaturaleza, y las plasmen con todasu fuerza y color en los lienzos— suvoz nos hipnotizaba, dejando fluirnuestras sensaciones más íntimasrespecto al arte. Yo mismo me dejéllevar por sus sentimientosexpresados en palabras, aunsabiendo que todo aquello era unafarsa montada para conseguirnuestros fines.

D e s p u é s , nos fueencargando diversos trabajos de

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dibujo al aire libre a cada alumno yalumna en función de sus distintasaptitudes, llegando finalmente denuevo a mí. Como quiera que miencargo era ya de por sí extraño,intentó enmascararlo como un reto yme dijo, en un cierto tono dedesafío intelectual:

—A usted le reservo eltrabajo más complicado, con elobjeto de poner a prueba suscapacidades para sacar la esenciade allí donde apenas la hay, si esqueda algo: el cementerio…

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Las pocas alumnas quehabía entre nosotros, horrorizadaspor la ocurrencia de nuestroprofesor, profirieron exclamacionesde verdadero horror y repugnancia.¡Quién en su sano juicio desearíaacercarse siquiera a la puerta desemejante lugar!

II

Al día siguiente, tras terminar lasdemás clases, me dirigí con los

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instrumentos de dibujo artísticohacia la lejana puerta delcamposanto de la capital, paracomenzar el trabajo que me habíasido encomendado. En ciertamanera, aquel lugar se asemejaba alas vías que abandonaban la RomaImperial, tal cual las habíacontemplado yo en loshuecograbados que ilustraban lostomos de historia universal del arteque se encontraban en la bibliotecade la Escuela. La carretera sobre laque caminaba, similar a la Via

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Appia Antica romana, estabaempedrada y conducía por elexterior de la tapia de la necrópolishasta su puerta, recubierto el citadomuro con profusión de falsascolumnas exteriores neoclásicas,que imitaban las desmesuradastumbas nobles que jalonaban lasvías que abandonaban la magnacivitas y se encaminaban hacia losconfines del Imperio.

Mientras caminaba,evocaba las palabras de miprofesor el día anterior, intentando

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justificar la visita que estaba yo apunto de realizar:

«Es en la ausencia total devida —aún le recordaba decirnoscon pasión— donde puedenhallarse los sentimientos más purosque nos son innatos a los sereshumanos y nos distinguen de lasbestias, incapaces éstas de apreciarla bendición sublime de nuestroentorno y sacar de él la belleza quecualquier lugar esconde. ¿De dóndesale la inspiración delRomanticismo: la belleza intimista

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de la música de Chopin, larenovación pictórica de Delacroix,la fiereza melódica de Beethoven,el idealismo poético de Schiller olas excelsas leyendas de Bécquer?Vivían casi todos ellos en ladesesperación económica, laamargura y la ausencia delreconocimiento debido y, sinembargo, nos han dejado las másbellas creaciones que pudiéramossoñar. De igual manera Gabriel —me emplazó con la mirada vítreaque poseía—, mi propuesta para

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usted es que dibuje un mausoleoque exprese para siempre, a quientenga la oportunidad decontemplarlo, toda la magnificenciaque consiguió en vida unocualquiera de nuestros más insignesciudadanos —a su buen criterio lodejo, me sugirió— que todavía, pordesgracia, están sepultos solo porla tierra».

P e r o yo ya conocía laexistencia del encargo previo derealizar dicha tumba para el muyhonorable barón Crisóstomo,

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muerto en la epidemia pocos mesesatrás y, a la sazón, el hombre másrico de la ciudad. Su familia queríauna sepultura acorde a su rancioabolengo, algo que eclipsara atodos y todo lo construidoanteriormente en el camposanto.Los Chrysostomus eran católicosrecalcitrantes de origen germano,huidos en plena expansión delluteranismo por tierras alemanas, alconsiderar que allí se hallaríanrodeados de herejes condenados alinfierno.[1] Llegaron a nuestro país

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buscando la seguridad del severocatolicismo que se practicaba trasnuestras fronteras, hispanizando elnombre de su linaje al cambiarlopor su correspondiente encastellano.

En la puerta del cementeriome esperaba el enterrador,acompañado de su hijo, unmuchacho desarrapado con miradapoco inteligente y maneras toscas,al igual que las de su padre.Compartían, con los verdugos yotros oficios afines, los puestos más

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bajos en el escalafón de nuestrasociedad y lo sabían a cienciacierta; no hacían ningún intento porparecer algo distinto de lo que eranen realidad. Los ojos torvos yesquivos del padre me produjeronuna completa sensación deintranquilidad.

Una vez me hubepresentado —aunque descubrí queellos habían sido avisadospreviamente de mi visita por unrecadero enviado por el profesor—, nos encaminamos por los

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estrechos y laberínticos cuartelesdel camposanto hasta el lugar dondese hallaba la tumba para la cualcrearía el mejor mausoleo posible.

El sepulcro provisional delbarón Crisóstomo se hallaba en unaplaza rectangular de gran belleza,circundada por pasillos lateralescolumnados semejantes a los querodean los claustros góticos de losmonasterios del Císter.[2] Endichos corredores había tumbasadosadas a los muros, cuyas lápidasde mármol creaban una atmósfera

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de gran belleza pero de una frialdadimpresionante, que recorría elespinazo cual helada mano,provocando una profunda sensaciónde desasosiego.

Pero lo que más meimpresionó fueron las entradas detecho circular —semejantes apequeños arcos románicos demedio punto— que daban al patiocentral en sí mismo. Al fijarme máscon más detenimiento en su zonainterior, alcancé a ver que sehallaban compuestos por pequeñas

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lápidas hasta sumar una altura deseis piezas en cada pared. Elsepulturero, al contemplar miinterés, me comentó en tonoafectado:

—Este es el trabajo máspesaroso para mí, don Gabriel—.Son las pequeñas tumbas de losniños muertos en la últimaepidemia. Nadie sabe las lágrimasque se han derramado frente a ellaspor padres y familiares cuando esque los había; también le digo quealguno hemos enterrado estando tan

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solo el párroco y yo aquí presentes,y ningún deudo más de los pobresinfantes. Se aprecia fácilmente eso—mire usted— porque las hay quetienen el nombre grabado en lalápida y las que no lo tienen, y soloconsta: «Ángel muerto de lasfiebres, en paz con Dios, añode nuestro Señor de milochocientos y…»

Sé que la sugestión obramilagros en la percepción pornuestros sentidos de aquello quenos rodea; pero juraría por lo más

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sagrado en lo que me enseñaron acreer, que pude escuchar —todavíame impresiona su recuerdo— elgriterío lejano de invisibles niñosjugando a nuestro alrededor,corriendo a esconderse entre lastumbas.

Hondamente impresionadopo r aquella sensación y el relatodel enterrador, llegamos a la tumbadel barón en cuestión. «Al menos éltiene quien le honre —pensé— y nopasará la eternidad en el olvidomás absoluto, como las pobres

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criaturas cuyas urnas acabo dever». El sepulturero, sin hablar, meseñaló con su mano un recinto detierra circundado por una valla dehierro forjado, de un palmo dealtura. En el centro de la superficiede tierra había una sencilla lápidade granito con letras de bronce conlas habituales palabras que sededicaban a los cargos que ostentóen vida el barón, amén del recuerdoa su eterna memoria que hacían suapenada viuda y la madre delfinado, y demás ornamentos en

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prosa usuales en estos casos. Todoesto sería sustituido, a su debidotiempo, por el mejor mausoleo quefuera yo capaz de proyectar.

Mientras comenzaba amontar mi caballete de dibujo, miacompañante y su hijo —que iba deacá para allá como si aquel fuera elmejor lugar para jugar— sedespidieron de mí, no sin antesponerse el hombre a mi serviciopara todo aquello que necesitara,advirtiéndome de que, si se meechaba encima la hora del cierre de

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la necrópolis trabajando, no tuvierareparo en acercarme a su humildemorada, en las inmediaciones de lapuerta del recinto.

Comencé el dibujo tomandolas medidas oportunas dentro de lasuperficie delimitada de tierra,cuando me sobresalté al percibirque no me hallaba solo allí. A miderecha había un grupo de tumbasmenores, y entre ellas destacabauna sepultura cubierta de flores ymuñecas de porcelana, en perfectoestado de limpieza a pesar de lo

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expuesto al deterioro por loselementos en que se hallan estoslugares. Una mujer anciana, vestidade negro y con la cara tapada amedias por un oscuro velo, de porteelegante y expresión extraña por loque pude intuir a través de la gasa,cuidaba con esmero la lápida ysustituía las flores ajadas por otrasque traía consigo. Mi únicocontacto con ella fue una brevegenuflexión por mi parte a la que,con un gesto apenas perceptible,pienso que fui correspondido. No

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cruzamos palabra alguna, creorecordar, pues se hallabaplenamente entregada a susquehaceres y yo no deseabaperturbar ni un ápice aquelloslejanos pensamientos donde parecíaestar perdida, como denotaba susemblante.

Me concentré en mi trabajoy las horas se desvanecieron tansuaves como las pinceladas sobrela lámina de dibujo, y perdí lanoción del tiempo. Embriagado porla paz de aquel sitio, deseé conocer

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un poco más del cementerio dondeme hallaba y cerré mi cuaderno debosquejos. Anduve entonces por ellugar durante parte de la tarde, paraestirar las piernas y disfrutar de unpequeño refrigerio que habíallevado conmigo y, cuando regresé,la mujer ya se había marchado. Conun poco de reparo me acerqué a latumba que con tanto esmero cuidabaaquella extraña dama. En la lápidadestacaba un pequeño retrato ovalpintado al óleo, detrás de un cristalenmarcado, que mostraba a una

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frágil niña de unos cinco años deedad, con unos hermosostirabuzones dorados. Bajo lapintura se hallaban las palabras:«Aquí yace un Ángel», queresultaron demoledoras para miespíritu, ya mermado por laemociones de aquel primer día detrabajo. Eché un postrer vistazo a lalámina en la que perfilaba elencargo y, satisfecho con lodibujado, recogí mis utensilios y memarché.

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Al pasar por la puerta de lavivienda del sepulturero no vi anadie. Caminé bordeando la casa yencontré al padre y al hijo afanadosen algo que escapaba a mi vista.Azorados por mi presencia,comprendí que había descubiertoalgo que los incomodaba, y medespedí sin más. Entre ellos sehallaba un montón de ropa ajada yalgún despojo de algo que no pudedefinir... El hombre me alcanzócorriendo para darme unaexplicación que yo, sin duda, no

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esperaba recibir.—Mire, don Gabriel —

dijo, muy circunspecto— lo que havisto usted es algo que debehacerse a menudo aquí; aunque elpárroco nos ha pedido lo hagamosde la forma más discreta posible,lejos de la vista de las visitas a estasacramental, por el dolor quepudiera crear a los deudos de losdifuntos. Las tumbas de la gentecorriente y las fosas comunes solose mantienen un tiempo limitadopara la pudrición de los cuerpos —

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que viene siendo de unos diez años,más o menos— al cabo del cualtenemos que vaciarlas, quemar losrestos y dejar las fosas preparadaspara recibir nuevos cuerpos,máxime en estos tiempos de tantamortandad por las epidemias. Pero,una vez exhumados los restos yhecha pública la incineración quese hará en la fecha determinada, sino son reclamados por nadie loscuerpos, osamentas en su mayoría,¿sabe? —dijo, con risa nerviosa ymirada vacua— nosotros retiramos

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los objetos que pudieran llevar, depoco valor no crea. Vendiéndolosen las casas de empeño de otraslocalidades y a los marchantes querecalan por aquí, sabedores de lamercancía que guardamos, podemosir malviviendo mi hijo y yo; misueldo es escaso y pasamos muchasprivaciones, como comprenderá.Este oficio es muy desagradable,insano, maloliente y mal pagado;pero es lo mejor que pudeconseguir para criar al hijo mío éste—está un poco mal de aquí, dijo,

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tocándose en la sien con el dedo—cuando mi mujer nos abandonó alpoco de llegar; de la miseria en laque vivíamos en el pueblo pasamosa otra vida más mísera aquí, y no lopudo soportar.

Mi repugnancia inicial sesuavizó al relatarme su confusaexplicación, surgida evidentementede la pura desesperación de aqueldesgraciado hombre por conseguirun sustento de cualquier manerapara su vástago y él mismo.Además, por si esto no fuera todo,

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atisbé un cierto grado de idiocia enel niño; algún tipo de retraso mentalque lo dejaría solo y desamparadoen caso de fallecimiento de suprogenitor. Rebusqué en misbolsillos y encontré algunasmonedas, que puse en sus manos.

—No soy yo quien debejuzgar si sus actos son contrarios alas leyes de Dios y de los hombres—le dije, serio y con voz grave—,y no lo haré. No tema, entiendo quetiene permiso del párroco para esto;pero le rogaría que mientras yo

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trabaje por aquí se abstenga dehacerlo a la vista de los viandantes;compréndame, es hartodesagradable.

Dicho lo cual, giré sobremis pasos y me dirigí a la pensión,encerrado en un mar decontradicciones a lo largo de todoel camino.

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III

Al caer la tarde del día siguiente,me dirigí de nuevo hacía el extrañolugar de trabajo que el destino mehabía deparado. Según entraba en elcamposanto aceleré mi paso,intentando evitar encontrarme allícon el sepulturero y su hijo, a losque hacía ocupados en su habitual ymacabra búsqueda entre losdespojos de las tumbas, a pesar demis ruegos al respecto. Preferíahablar con ellos en un terreno

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neutral lejano a su vivienda, comolo era el patio donde dibujaba elmausoleo del barón, si llegaba elcaso.

Retomé el dibujo donde lohabía dejado el día anterior. Elmausoleo exterior tendría la plantay alzado de un templo dóricogriego, tomando como base elimponente Templo de Zeus enOlimpia, pero construido a unaescala menor en proporción, comoes lógico; para ello me basé en ungrabado clásico muy antiguo, que

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pude consultar en los archivos de labiblioteca de la Universidad.[3] La estructura interiortambién empezaba a tomar forma.Me inspiraba en la esculturafuneraria medieval castellano-aragonesa, cumbre de la estatuariaen la historia de nuestro país, conreferencias a los tan impresionantestúmulos funerarios de loscomendadores de Santiago donMartín Vázquez en Sigüenza y donRodrigo Campuzano enGuadalajara; el de los católicos

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reyes Isabel de Castilla y Fernandode Aragón, cuyos restos mortalesreposan en la catedral de Granada;o los bellos sepulcros angulares delos monarcas de la CoronaAragonesa enterrados en elmonasterio de Poblet, en Tarragona.

El fallecido barón habíasido condecorado, entre otrosmuchos galardones por su posicióneconómica y social, con la verdecruz de comendador de una de lasgrandes órdenes de caballeríahispanas, lo cual le permitía ser

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esculpido en forma yacente con eluniforme propio de su rango sinarrogarse algo a lo que no teníaderecho. La lápida verticaladoptaría la forma de un retabloeclesial neogótico, a petición de laaún joven esposa del difunto —cuyo nombre era Rosalía, me dijoFauré— una hermosa mujer deaspecto frágil y rostro triste, a laque tuve el placer de conocer aescondidas en casa de mi profesoruna tarde de aquella semana,mientras ambos ultimaban los

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detalles de lo que sería el mausoleofamiliar. Aprecié en mi maestro unaespecial inclinación por la dama,pues su porte distinguido, dicción ysaber estar inundaban el saloncitodonde ambos se hallabanplaticando. Complacido, elanfitrión asentía sin dudar acualquier deseo que ella planteara,pues no dejaba de tomar constantesy precisas notas para satisfacercualquier ínfimo requerimiento quesaliera de aquellos labiossubyugadores.

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Por primera vez en mi vidaun sentimiento desconocido seapoderó de mí; algo confuso queatenazaba mis entrañas, como unasuave pero perturbadora sensaciónfísica de desasosiego, cuyo origenno podía explicar.

Cuando la cautivadoraviuda se hubo ido, desapareció,como llevada por una fría corrienteque recorriera la casa entera, todala magia que aquella mujer trajo ala morada de mi mentor.

En esas consideraciones me

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hallaba frente a la futura tumba —enfrascado en atinar con unasolución airosa desde el punto devista estético a los deseos de doñaRosalía— cuando una cavernosavoz, que me cogió desprevenido,vino a sacarme de mis reflexiones.A mi lado se hallaba la mujeranciana que el día anteriorrecomponía los adornos marchitossobre la tumba de la niña. Mientrasmiraba el progreso de mis dibujos,pareció reconocer la figura delhombre que tomaba forma sobre el

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túmulo.—¡Cuántas veces le

suplicamos que nos dejara llevar alhospital a mi niña; lo único que yotenía; lo único que le pedí nunca!—agachó entonces su cabeza y sealejó de mi lado, perdiéndose apaso lento entre las tumbas.

No tuve tiempo siquiera dedirigirle la palabra pues parecióignorarme, como un veladoreproche a mi trabajo dedicado auna persona que ella, al parecer,despreciaba con todas sus fuerzas.

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Tampoco su voz, ahora profunda ydistante, parecía dirigida a mí, sinoa dar salida a una amargura queaparentaba estar corroyéndola en suinterior.

Con el pulso temblorosopor aquel encuentro inesperado,seguí dibujando toda la tarde y, apesar de mirar instintivamente a mialrededor alguna que otra vez, no vimás a la mujer de luto aquel día.Pensé preguntar por ella alenterrador y al salir, casianochecido, me deje caer por la

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vivienda, no sin un cierto reparo;pero no hallé rastro alguno de él ode su hijo.

Caminando por entre losárboles hasta un lugar apartado delcementerio donde me parecióescuchar el inequívoco ruido depalas cavando, vislumbré a ambosentregados a su ruin quehacer.Alumbrados por la débil luz de unpar de linternas de aceite, retirabande la tierra un bello ataúd blanco dereciente inhumación, hecho que noconcordaba en absoluto con las

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palabras con las que se habíaexcusado el sepulturero cuando losdescubrí el día anterior. Ocultandomi presencia entre unos matorralescercanos, en completo silencio,pude ver como revisaban elcadáver de lo que parecía ser unamujer joven, por los ricos ycoloridos bordados que salpicabansu vestido de tonos claros. Nodejaron nada que explorar en aquelindefenso cuerpo, y los objetos queencontraban eran depositados sobreun burdo pedazo de tela extendido

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al lado de la tumba. Una vezacabado el registro y con elcadáver medio desvestido, el padreordenó a gritos al hijo querecogiera el botín y marchara parala casa. El chico obedeció aregañadientes; agarró uno de losquinqués y comenzó a alejarse,mohíno y refunfuñando entredientes, mientras el enterradoracariciaba, con sus toscas manos,los bucles cobrizos de la hermosacabellera de aquella mujer muerta,ante mis atónitos ojos. Preso de una

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profunda repugnancia, intuí lo queocurriría a continuación y,horrorizado, me alejé a todavelocidad de aquel lugar, olvidandoaquello que quería preguntar asemejante personaje, y haciendofirme propósito de no relacionarmede ninguna manera con ellos, en loque fuera posible, a partir de aquelmomento.

No relataré aquí lashorrendas pesadillas que inundaronmi sueño aquella noche, porqueexisten unos límites que el ser

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humano no debe traspasar deninguna manera, y prefiero olvidarel hecho de que yo estuve a puntode contemplarlo.

IV

En la siguiente clase cada alumnoexpuso, ante los demás compañerosconstituidos en jurado improvisado,el avance que tomaban losdiferentes encargos que nos hizo elprofesor. Éste, según aprecié con

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claridad, dejó explícitamente miobra para el final. Cuando descubrímis dibujos al levantar la tela quelos cubría se produjo un coro deexclamaciones que, si bien me llenóde orgullo, también me ruborizó porla inmodesta exposición de mi obraante los ojos de todos los demásque ello conllevaba, para alguientan introvertido en el fondo comoyo.

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El Mausoleo del Barón. Alzadofrontal[4]

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Había elegido parapresentar mi proyecto un dibujo alcarboncillo visto en perspectivacaballera[5] o vista paralelaoblicua, mediante la cual se podíanestimar con gran nitidez lasproporciones del mausoleo queestaba diseñando, así como losdetalles ornamentales del mismo,que comprobé también fueron delagrado de nuestro maestro.

Completaban el trabajodiversas vistas en alzado, planta yprofundidad que contenían anotadas

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las medidas totales en pies de lasdiferentes partes del panteón;siendo éste de un tamaño tal queempequeñecería cualquier diseñoanterior construido en elcamposanto.

Sobre la base horizontal deltúmulo funerario interior se hallabala figura recostada del barónCrisóstomo, vestido con los ropajespertenecientes a la orden decaballería de la que eracomendador, mientras en cadaesquina del sepulcro unos

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querubines alados sosteníanabiertos varios códices medievalesminiados. Entre ellos seencontraban diversos relievestallados en el mármol con loshechos relevantes de la vida delfinado: su ordenamiento comocaballero; como juez superior de laciudad, y otros diversos cargos queostentó por su elevada posiciónsocial y económica. En el retablovertical que coronaba la tumba sehallaba la blanca figura femeninacon los ojos vendados

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simbolizando la justicia imparcial;flanqueada por varias estatuas dealabastro que representaban a lasmusas griegas de las artes. Eltríptico vertical estaba dividido porcolumnas de mármol coronadas porcapiteles con los tres órdenes de lacultura clásica helena: jónico,dórico y corintio.

Conseguí un efecto deveracidad material mediante eldibujo detallado de la nervaduraveteada que se puede distinguir enel alabastro y mármol una vez

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tallados; lo que daba una idea muyaproximada del resultado final de lamagnífica tumba. En el frontal,centrada, se hallaba la escalera debajada al panteón familiar que sehoradaría bajo el túmulo.

Aquella misma tarde, cercanas ya adifuminarse las últimas luces delocaso, nos encaminamos el profesory yo a la casa del fallecidoCrisóstomo, para mostrar a suviuda, doña Rosalía Amorós —aquien fui formalmente presentado

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—, los avances en el diseño delsepulcro. Mi profesor no cabía ensí de gozo mientras nuestra gentilanfitriona examinaba con tododetenimiento las diversas láminasque le íbamos presentando para suestudio. Al concluir, sujetó confuerza nuestros brazos y nosconfesó:

—Mi difunto maridogustaría de este momento, sin lugara dudas –suspiró con vozentrecortada—; pero por desgraciael destino se lo ha impedido. Por

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suerte, aún quedo yo en este mundopara honrar su memoria. Es mideseo que comiencen lo antesposible las obras de ejecución delmausoleo, una vez se concluyan losdibujos —me miró al decir estoúltimo y sentí la imperiosanecesidad de volver al trabajocuanto antes—, para lo cualestableceré un adelanto económicoque les permitirá tanto acopiar losmateriales artísticos como contratarla mano de obra que juzguennecesarios para su construcción.

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Nos extendió acontinuación un pagaré quedeberíamos hacer efectivo en elestablecimiento de su banqueroparticular y se retiró despidiéndosede nosotros con un grácil gesto;mientras yo recogía los dibujos enmi carpeta, noté que ella lanzaba unúltimo vistazo de soslayo sobreellos. Nuestros ojos se cruzarondurante un instante; pero esquivé sumirada por educación y cerré micartera sin volver a mirarla denuevo.

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Salimos a la calle y nossentimos plenamente satisfechoscon nuestro encargo.

—¡Acabe los diseños loantes posible, que yo me encargarédel resto, este trabajo nos va aencumbrar entre los mejores tanpronto lo concluyamos! —mimaestro estaba exultante—. Vaya,Gabriel, váyase mañana pronto alcementerio… —continuódiciéndome— que yo le excusarélas clases del día...

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* * *

V

A primera hora de la mañana deldía siguiente llegué a la aisladanecrópolis. Como al hacerloencontré las puertas abiertas,caminé con paso decidido hacia ellugar donde estaba realizando mitrabajo. Así evitaría toparme con el

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enterrador, después de la terribleescena a la que asistí la última vezque lo vi entregado a sus macabraslabores.

Nunca en los días previosde trabajo había llegado cuando lasluces del sol comenzaban a inundarel amplio patio donde se levantaríala tumba en la que estabatrabajando. Una suave brisa agitabalas ramas de los cipreses dispersosque adornaban el solitario lugar,con ese rumor tan característico delaire entre las hojas que cautiva los

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sentidos del alma; al tiempo, unfragante aroma a rocío impregnabael ambiente y me sentí llenó de paz.

Mis ojos recorrían todo elperímetro sin reparar en nadaconcreto cuando, de repente, setoparon con la enjuta figura de laanciana de negro, que se hallaba apocos metros a mi diestra, sentadasobre una silla de tijera, de maderatan oscura como su vestido. Mesobrecogió su presencia, puesjuraría no haberla visto llegar allíde ningún modo, y no pude saber

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bien en que momento habíaaparecido y si, en todo caso, yoestaba tan absorto en mi trabajocomo para no darme cuenta de ello.Como antes me sucediera, empezó ahablar en alto como si no leimportara que yo estuviese cercanoa ella y parecía que, al igual que laúltima vez que la viera, no seestaba dirigiendo a mí, sinorelatando a otra persona unoshechos que, escuchados condetenimiento, fueron dando forma auna tragedia ocurrida tiempo atrás.

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«Era el señor, juez y partede estos lugares —comenzó arelatar la mujer con su profunda vozy esos ojos grises carentes de vidaperdidos en la distancia, que apenasyo podía intuir a través de su opacovelo—, y no le era suficiente estarcasado con una hermosa mujer,tener grandes riquezas y unreconocimiento social adquiridopor herencia que en realidad nomerecía por sus actos despóticos,cuando tuvo que ansiar también elseducir a lo que yo más quería, mi

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pobre hija; niña virgen que no habíaconocido el mundo cuando ya fueobligada a convertirse en mujer.Usando el omnímodo poder sobrenosotros —el servicio— que leconfería ser el señor de la casadonde yo era el ama de llaves, ytodo el encanto maléfico que habíaheredado de su familia —que enmala hora llegaron de las tierrasbárbaras—, se cernió sobre mibella hija cual ave de rapiña. Pocotiempo le bastó para enamorar —amis espaldas y las de su mujer— a

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mi inocente niña y, como resultadode aquella afrenta al sagradovínculo del matrimonio y por ende aDios, quedó preñada mi pequeña desu señor quien, a pesar de toda susoberbia, era un caballero.Sabiendo él del problema ocurridopor mis marchitos labios, buscó laforma de mantener en secreto elhaber mancillado el honor de mipobre hija, a la que se culpó, dentrode la casa, de haber mantenidorelaciones prohibidas con alguno delos feriantes que tan a menudo

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recalaban en nuestra ciudad pero, apesar de todo, se le permitiócontinuar en el servicio de lamansión. Varios meses despuésvino al mundo una criatura; fue laprimera que llegó al mundo enaquella heredad, pues doñaRosalía, la mujer del barón, nohabía sido capaz de engendrar unheredero todavía. La únicacondición que puso el señor fue quela niña no habría de abandonar porningún motivo los terrenos de lafinca; evitando así las habladurías

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que temía acabarían recayendo enél. Pocos meses después casó mihija con un joven sirviente de lacasa que dio su apellido a mi nieta,y trajo un poco de alegría a midesdichada niña. Más paranosotros, los desheredados de latierra, la dicha nunca es muyduradera y pronto llegó la siguienteepidemia de fiebres. Mi nietaenfermó; al principio pudimosdominar su alta temperatura perovimos que, según pasaban los días yno remitía el calor de su cuerpo, se

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iba marchitando lentamente. Elmédico de la familia del barón lavisitaba todos los días, y llegó a laconclusión de que debía cambiar deaires y ser internada en un hospitalemplazado en la cercana sierra,donde estaban siendo llevadosotros enfermos con posibles, ydaban muestras de prontarecuperación. Pero el cruel barónse negó a ello con rotundidad;pesaba más en su ánimo la posibledeshonra si se descubría el fruto desus amores impíos que la casi

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segura muerte de su única hija. Unanoche en la que Crisóstomo dabauna gran fiesta a lo más florido dela burguesía y nobleza de lacomarca, la niña entró en agonía.Mi hija y yo le suplicamos, derodillas y llorando, que nos dejarallevarla al cercano hospital de lasmonjas; pero no hubo compasión ensu corazón de hielo, y mi nietamurió horas después entre nuestrosbrazos. Mi hija, desesperada,amenazó a la mañana siguiente albarón en su lujoso despacho con

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gritar a todo el mundo que él era elverdadero padre; él no dudó unsegundo y la expulsó junto a sumarido de estas tierras,proveyéndoles con el dinerosuficiente para comenzar un nuevavida lejos de aquí; pero con laprohibición expresa de no volver apisar la ciudad, o toda la fuerza desu poder como juez supremorecaería sobre ellos. A mí,demasiado vieja ya para irme ocomenzar de nuevo fuera de estelugar, me asignó una pensión que

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cubría mis necesidades, y comovivienda una casa de guardesesabandonada, sita en un lugarapartado de la finca de caza queposeía en las afueras. Por último,pagó esta maravillosa tumba paraenterrar el fruto de sus ilícitosdeseos. Sospecho que la muerte demi nieta, en cierta forma, supuso unalivio para él y puede que quizátambién para su esposa, a quien yoveía sospechar cada vez máscuando la niña correteaba libre porla mansión; aunque la señora

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siempre le demostró cariño a mipequeña. Pero la muerte nos igualaa todos y, poco tiempo después, laepidemia de fiebres también secebó en el barón. Ni los mejoresmédicos, venidos de todas partes dela región, pudieron hacer nada porsalvar su vida. Tan solo seis mesesmás tarde siguió a su hija a la tumbay yo, en secreto, sentí que elAltísimo había hecho justicia;aunque ahora tengo el conocimientopleno de que Crisóstomo arderápara siempre en los infiernos por

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todo lo que hizo en vida. No sé porqué clase de inmerecido milagrocelestial me fue permitidocomprobar, en la cabecera de sulecho de muerte, como se separabaaquella corrompida alma de sucuerpo mortal, aún caliente, y eranambos arrastrados hacia lasabiertas fauces del averno,implorando un perdón que no le fueconcedido por los demonios queallí lo esperaban con las garrasabiertas… Rezo ahora todos losdías para que mi pequeña pueda

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salir pronto del limbo; que es ellugar donde van todos los niños, yllegar pronto al Cielo para toda laeternidad. Y sueño con fervor, enmi noche eterna, el poder reunirmecon ella y jugar; admirar suinocente sonrisa y oír su voz alllamarme…»

Cuando acabaron suspalabras me volví para interesarmepor su nombre e historia, y vi que laanciana me miraba ya desde elpórtico que, a más de treinta pasosde mí, daba acceso al corredor que

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circundaba aquella especie declaustro donde nos hallábamos. Sindecir nada más, se giró y caminópor entre los arcos, desapareciendoal fondo. Dejé mis lápices sobre elatril de dibujo y me acerqué prestoa aquella galería, pero la mujer yano estaba allí. Un frío glacial, casitangible, envolvía aquellas paredescubiertas de lápidas, en contrastecon el calor del patio exterior.Percibí además, impregnando misropas, un penetrante aroma que merecordaba el reconocible olor del

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incienso en las catedrales deperegrinación… clariesencia…algo así sonaba en mi cabezarecordando aquel fenómeno decarácter místico.[6] Descartando elcontinuar con aquella búsqueda deincierto destino, salí de nuevo a laluz del día frotándome los brazos yconseguir así que la sangre fluyerade nuevo por ellos.

Impresionado por el relato quehabía escuchado por boca de laanciana, aquella mañana apenas

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pude concentrarme en el trabajo yme pregunté si ahora tendría fuerzaspara poder acabar un mausoleo amayor gloria de aquel hombrecruel, que había dejado morir a suhija tan solo para ocultar sudeshonrosa conducta.

Durante la tarde, busqué ala mujer de luto en cada sonido queescuchaba entre las tumbas, y se fuetornando en una especie deobsesión. Miré una y otra vez entodas direcciones; pero parecíacomo si la tierra se la hubiera

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tragado, tal como había pasado enlas ocasiones anteriores.

VI

Trabajé a disgusto el resto del día yal caer la tarde, cuando ya medisponía a recoger mis materialesde dibujo, noté que unos pasos seacercaban por detrás de mí,hollando con suavidad la grava delpatio. Al volverme, reconocí conalivio a doña Rosalía, la viuda del

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barón, más bella si cabe aún decomo la recordaba; con el solreflejándose en los mechonessueltos de su pelo castaño, queasomaban bajo el discretosombrero que llevaba anudado en labarbilla. Su dama de compañía, conaire distante, se hallaba detenidaunos pasos detrás de ella.

—Hola Gabriel —mesonrió, no sin una cierta gravedad—. Como verá, le visito sinavisarle de antemano; espero queno le importe, porque me agradaría

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comprobar con usted, in situ, losmaravillosos dibujos que me fueronenseñados ayer en mi domicilio.

Tomamos asiento en unviejo banco de piedra cercano, sitobajo la arboleda que rodeaba lastumbas del claustro; desde él seabarcaba en toda su amplitud ellugar donde se situaría el mausoleode su difunto esposo. Le fuimostrando los esbozos que conteníami cartapacio, mientras ella losrecorría con su inteligente mirada, ymostraba con gracia su aprecio por

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este bosquejo entre mis manos o seadmiraba del siguiente que le poníaa la vista y yo, he de confesarlo, mesentía muy complacido. Dibujabacon mi mano en el aire losvolúmenes que ocuparía la tumbauna vez concluida su construcciónsobre el espacio de tierra y árbolesahora vacío, mientras ellaentornaba sus ojos, intentandohacerse una idea de lo que yo leexplicaba con la pasión de uncreador. Sentí envidia en miinterior de que aquella mujer no

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fuera mía y guardara sus mejoressonrisas para mi maestro; al quealgún secreto inconfesable le unía—según sospechaba yo cada vezcon mayor desazón—; pero noacertaba bien a vislumbrar cualpodría ser. Era algo oculto queescapaba a mi comprensión y memortificaba por mi falta deexperiencia en aquellas lides y aúnmás por el casi totaldesconocimiento del sentirfemenino que yo poseía. Sinembargo, un poco después, sin

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sospecharlo en ese precisomomento y mediante una simpleconfesión, mis dudas quedaríandesveladas.

La tarde dejó paso a lasprimeras sombras del anochecer, yregresamos conversando como unpar de viejos conocidos,acompañados de su discreta dama,por el camino que retornaba a laciudad, flanqueado éste por altoscipreses centenarios, cual dromosegipcio.[7]

La calesa en la que habían

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llegado antes ambas mujeres noss e g u í a al trote, recorriendopausadamente el camino de vuelta.El ruido de las herraduras sobre latierra, unido al del giro de lasllantas de metal, permitió unamayor intimidad de nuestraspalabras, y Rosalía me abrió sucorazón.

—Se preguntará usted,Gabriel, que secreto lazo me ata asu profesor, el señor Fauré —comenzó a modo de explicación; tanclaro debía hablar mi semblante a

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su intuición femenina—. Y cómouna mujer casada y de alta posicióncomo yo, pudiera entablar unarelación con alguien que no fuera supoderoso esposo. Pero, bajo estaaparente frialdad que creo suponeusted en mí, late aún el corazón deaquella muchacha que, hace ya másde un lustro, fue entregada por sufamilia decadente para ennoblecerpor matrimonio a mi difunto marido—de vetusta familia burguesa, muyacomodada, pero sin títulonobiliario— mediante un baronazgo

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comprado a base dinero y la entregade algunas propiedades querehabilitaron socialmente a mifamilia, mientras su hija eraenterrada en vida en una especie dematrimonio morganático pues, sibien al principio Crisóstomo secomportó como un cónyuge devoto,pronto volvió a la vida demujerzuelas y fiestas en lugaressórdidos de las que todo el mundohablaba a mis espaldas. No durómucho el engaño y no tardé enenterarme; le conmine a que

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abandonara su disoluta vida ypermaneciera a mi lado, pero élignoró mis súplicas al respecto ypasé así a un segundo plano en laexistencia de mi esposo —quieroque lo sepa, Gabriel—; quedandoreducida mi presencia a lasaburridas reuniones sociales dondeaparentábamos ser un matrimonio aluso.

Pero vino el destino aayudarme en mi desolación en lapersona de su maestro, al que elbarón encargó sendos retratos

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nuestros con el fin de adornar laescalera principal de la mansión, yempezar así una galería depersonajes ilustres de la familia. Enél hallé la persona con quien poderconversar de los temas másvariados y poco convencionales alos que estaba yo habituada antesdel triste momento en que acepté micasamiento y me incorporé a unasociedad de gente vana ysuperficial, cuya admiración por losdemás se basa sólo en lo queposeen, y no por cómo son en

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realidad. Gustavo Fauré medevolvió las ganas de vivir denuevo, hecho que tuve que ocultar ami esposo —yo temía la reacciónde su fiero carácter—, pues élcomenzaba ya a sospechar algo —oasí lo intuí entonces—, ya que lassesiones de posado para mi cuadrose demoraban en exceso. Ello,unido al malhumor que atemperabael carácter del barón en formacreciente y que le impedía posar nisiquiera media hora, hacía que eltiempo que yo pasaba a espaldas

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del lienzo del pintor le parecieraeterno.

Y en eso, alguna vezentraba de repente mi esposo en lasala de pintura, a deshora y sinmotivo alguno aunque, advertidoscomo estábamos pintor y modelo desu mal talante, manteníamos amboscon frialdad el papel que la vidanos había asignado a cada uno, yCrisóstomo, sin ni siquiera tratar dedisimular su irrupciónextemporánea, giraba sobre sustalones y, mascullando entre dientes

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algo que nunca se entendía conclaridad, abandonaba la habitacióncon un fuerte portazo tras de sí.Entonces nosotros, en silencio,reíamos quedamente ycontinuábamos, con voz apenasaudible, casi por señas, laconversación antes iniciada.

Pero, por cortas que fueranlas pinceladas de Fauré y eternoslos retoques en el fondo de lapintura, mi rostro o en el hermosovestido que llevaba en el cuadro,una triste tarde llegó el retrato a su

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fin. Aquel día, el pintor se hallabaenteramente satisfecho con su obra,mientras la modelo lloraba en suinterior el final de todo aquello y esque —quiero confesarle de todocorazón— la felicidad, cuando lahay, es efímera, y debemosaprender a disfrutar de ella contoda nuestra pasión si se presentade improviso en nuestras vidas.Aquellos meses fueron los mejoresde mi existencia, y después caí denuevo en el piélago de ladesesperación y la soledad más

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amarga. Gracias a la ayuda de midama de compañía pude escribirlealgunas cartas en secreto a sumaestro; sus apasionadas respuestasal menos mitigaron aquel abismo denegra depresión al que meenfrentaba. Al final, la inesperadamuerte de Crisóstomo —Dios meperdone, pero fue una bendición delCielo— restituyó mi relación conFauré al punto exacto donde lahabíamos dejado —un atisbo dealegría asomó al bello rostroovalado de la viuda— y, con toda

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mi fe puesta en un futuro libre ydichoso, encargué a Gustavo elmausoleo como un acto final; unabella tumba donde enterrar parasiempre todo el horror y el vacío demi pasado. Llegamos a la ciudad en completaoscuridad, alumbrados en lanegrura de la noche por la oscilanteluz de las linternas de la calesa quenos seguía, silenciosa. Acompañé aambas mujeres hasta la cancela dela verja que bordeaba su mansión;

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como dictaban las normas quedebía observar un caballero que sepreciara de serlo. Mientras nosdespedíamos, Rosalía apretó mimano al decirme adiós, y pudeintuir en aquel leve roce físico elagradecimiento de alguien quenecesitaba descargar el gran pesoque portaba en su interior. Prometímantenerla informada del avancedel encargo y —puedo testimoniaraquí con la sinceridad del queconfiesa sin reservas sussentimientos al fiel pergamino— me

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dirigí muy ufano hacia el retiradobarrio donde se hallaba mi pensión.

Cuando entré en elsilencioso establecimiento, meintrigó descubrir encendida la luzde la habitación de la dueña de lacasa. Al pasar por la puertaentreabierta, pude ver a la ancianamujer al fondo de la estancia, derodillas sobre un pequeñoreclinatorio acolchado como el delas iglesias. Sobre la mesilla sehallaba la foto de un hombre joven,un familiar quizá, enmarcada en un

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caro soporte de plata, bruñida conesmero. Sobre la esquina del marcocaían las cuentas de un rosarioacabado en una valiosa cruz de oro;el resto del espacio alrededor loocupaban estampas de diversasvírgenes y algunos otros objetosque no pude identificar conprecisión; pero me parecieronextraños y discordantes con lareligión católica. En una palmatoriaexquisitamente repujada, una vela amedio consumir desprendía unfuerte olor a incienso como el que

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había podido respirar en elcamposanto.

Dejé a la mujer allí,rezando sus indescifrablesoraciones, que mezclaba a cadamomento con llantos entrecortados;como una especia de súplica a nosé qué virgen o cual santo de losallí representados. Con cuidado,pasé de largo y entré en mi cuartosin hacer ruido, pues me sentíacompungido por su extremo dolor.

Aquella noche, para mipesar, volvieron los inquietantes

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sueños de nuevo pero, esta vez, adiferencia de las anteriores —elterror, el misterio, el pozoinsondable del alma— semezclaron con otras sensacionesmás cálidas, en las que siempre semostraba y desaparecía el rostro dela bella Rosalía; como contrapuntoa las opresivas imágenes queimpregnaban mis pesadillas. Ellame susurraba palabras que yo sípodía entender mientras, por detrásde ella, veía pasar y mirarnos,primero al barón, que llevaba una

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niña pequeña —su hija creo;aunque sin rostro reconocible, conla rígida expresión facial de unamuñeca de porcelana— cogida dela mano; luego, y por último,aparecía en escena la extrañaanciana de negro, desplazándosepor aquel inmenso salón sincaminar —sin rozar tan siquiera elsuelo—, llenando mi desvaríoonírico de un profundo malestar.

VII

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Las primeras luces del albavinieron a sacarme de aqueldelirante laberinto donde midesbocada imaginación seextraviaba, noche tras noche, y meincorporé apoyando mi cabezacontra el frío cabecero metálico dellecho, bañado en sudor.

Después de una brevecolación matinal que me preparó micasera —que no dejaba de mirarmeextrañada por mi aspectodesaliñado, culpa de mis noches de

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sueño agitado— me dirigí a lacantería donde se fabricarían laspiezas que compondrían elmonumento funerario del barón.

Aquella fábrica se hallabacercana a las puertas delcamposanto, pero levantada contraun alto tapial, de manera que nollegara a aquél el repiqueteoconstante de los cinceles quetallaban las lápidas y figuras queadornarían las tumbas. El patio quedaba paso al taller estaba cubiertode losas sin acabar, a falta de ser

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esculpidos el ornamento y nombrede las personas que seríansepultadas bajo ellas. Un par defornidos oficiales talladores —observados muy de cerca por losque debían ser sus aprendices—grababan la piedra con mano firme,siguiendo los contornos con formade filigrana que previamente habíansido dibujados en dos lápidasapoyadas sobre gruesos caballetesde madera. Un poco más allá, otrosartesanos pulían con diversosutensilios el trabajo ya terminado,

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junto a la puerta del edificio demampostería y ladrillo que era elpropio taller de escultura. En elinterior se hallaba el viejo maestroescultor, Almonacid, —pues de élyo solo conocía su renombradoapellido familiar— dando losúltimos retoques a una extrañatumba de forma piramidal; algúngusto exótico, evidentemente.

Me detuve en silencio a sulado esperando a que reparara enmi presencia, mientras admiraba suexcelente dominio del cincelado.

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Viendo el interés de mimirada, el escultor, con gesto grave,como no podía ser menos en aqueloficio, detuvo su tarea y me explicóen que se hallaba trabajando,mientras me miraba como si yafuéramos conocidos de antiguo:

—Ya he construido variascomo ésta, y le sorprenderá que noson en realidad copia de sepulturaalguna existente en el país del Nilo,donde dicen que las pirámides deesta forma cubren la orilla siniestrade este río, sino por el mausoleo

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puntiagudo de un noble latino quese halla en las afueras de la ciudadde Roma, y es de una belleza ysimplicidad incomparable, comopuede apreciar en su conjunto…pero bueno, cambiemos de tema…sé de buena fe que le envía a mí elprofesor Fauré, quien ya ha tenidola oportunidad de ponerme enantecedentes del proyecto en el queestá trabajando usted —su nombrees Gabriel, ¿no?—, y que es unaventajado alumno suyo. Enséñemepues los bocetos de su trabajo, y

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veremos la forma de convertirlos enrealidad.

Extendí mis dibujos, a suindicación, por encima de una granmesa de madera sobre la que sehallaban los diversos esquemas dela pirámide que construía elescultor, y pude admirar la granbelleza de los planos de aquella.Supe entonces que aquel hombresacaría el máximo partido a midiseño.

—Interesante, en verdad —dijo mientras observaba con

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detenimiento mis láminasacariciándose la barbilla—.Podremos hacer un buen trabajo coneste material.

H i z o a continuacióndiversas anotaciones en un pequeñocuaderno que sacó de un bolsillo desu delantal de trabajo, y pareciócomplacido por el trabajo arealizar.

—El principal problema,veo, es la ciencia física en laconstrucción del mausoleo en símismo —comentó, mientras anotaba

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algunas palabras y extraños signosnuméricos seguidos porinterrogantes—. La estructurainferior que conforma la cripta debesoportar su propio peso y el deltemplete superior, una cargaexcesiva a todas luces. Adviertoademás la profusión en lautilización de los más exquisitosmármoles en la obra, que aportaranuna belleza sin par al monumento yun considerable lastre adicionalequivalente; factor que deberá sercalculado con precisión, so pena de

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futuros problemas de estabilidad encimientos y paredes.

—El estudio de las cargas,pesos y distribuciones ya estáprefijado por mi maestro —aclaréal respecto—, según puede verusted en las columnas de pesos deesta lámina. Se encuentra todoanotado con completa rigurosidad.

El escultor calló duranteunos minutos mientras repasaba enprofundidad las columnas denúmeros que yo le mostraba enaquella hoja auxiliar. Al fin, salió

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del trance numérico en que sehallaba sumido y, con un gesto queno supe interpretar, que bien podíaparecer tanto de aprobación comode lo contrario, me conminó aseguirlo hacia el fondo de aquellagran sala. En un rincón se hallabandiversas piezas de los más bellosmármoles hispanos de Macael eitalianos de las canteras de Carrara,y algunos bloques cárdenos depórfido rojo imperial, listos paraser tallados con las formas de lasfiguras que yo había dibujado.

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—De aquí saldrán laspartes para la tumba —me dijoAlmonacid, mientras golpeaba elmármol con la palma de su mano—.Aparentemente frías, estas rocasmarmóreas desnudan la calidez desus formas bajo el cincel y elmartillo del escultor.

No acababan de resonarestas últimas palabras entreaquellas calizas cuando el insigneescultor me dejó allí solo y volvióa su trabajo sin más dilación,mientras yo, con los ojos cerrados,

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imaginaba ver salir de aquellaspiedras las figuras de ojos blancosque había diseñado, y un levesentimiento de desasosiego meinvadió. Giré sobre mis pasos yabandoné aquella cantera de lamuerte y el olvido final.

VIII

La inauguración del mausoleo delbarón Crisóstomo tuvo lugar unosmeses después y, aunque el día

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elegido parecía óptimo a priori,con un amanecer radiante y el cielodespejado hasta los confines delhorizonte, según llegaba elmediodía, que era la hora prefijadapara la ceremonia, la mañanasoleada se fue tornando oscura ydesapacible hasta convertirse en undía gris. Parecía como si la bellezacon que empezó aquella jornada noquisiera estar presente en aquelsepelio.

La comitiva fúnebreapareció entonces por entre los

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arcos de medio punto que dabanpaso a aquella explanada delcamposanto. Los sirvientes delbarón, ricamente ataviados para laocasión con uniforme de duelo,portaban el nuevo féretro, talladoen caoba y con remates de oro,mientras detrás caminaba su viuda,doña Rosalía, quien a pesar de irvestida de riguroso y negro luto,aparecía más bella que nunca. Leacompañaban la madre y el resto defamiliares de su difunto esposo,llegados para la ocasión de

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diversos lugares del país y tambiéndel extranjero. Mi maestro y yoesperábamos a un lado del túmulola llegada del ataúd.

El enterrador y su hijoprocedieron a abrir la reja deacceso a la puerta de bajada delmausoleo, apartándose para dejarque los criados de Crisóstomopudieran descender por la escalerahasta la cripta. Depositaron éstos lacaja con el cuerpo del barón dentrodel sepulcro que ocupaba la zonacentral de la tumba y se procedió a

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cubrirla con la pesada losa quellevaba esculpida la figuraalabastrina del dueño de aquellugar. En los laterales se habíandispuesto varios nichos para elresto de la familia. Por expresodeseo de aquél, podían verse yadispuestas dos lápidas de bellomármol negro jaspeado y letrasgrabadas en oro con los nombres dela anciana madre del barón y de suesposa, que esquivaba mirar haciaaquella zona del panteón, espantadapor la mera idea de compartir la

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sepultura con aquel hombre quetanto la hizo sufrir en vida. Sé queFauré se percató también del hecho,pues tranquilizó con sus ojos llenosde seguridad a la bella mujer,cuando ambos cruzaron la mirada.

El párroco del cementeriorezó un largo responso en memoriadel barón mientras Rosalía, congesto distante y triste, seguíabuscando un consuelo casi físico enFauré, a pesar de la distancia quenos separaba de ella. Sentí en elcorazón la afilada dentellada de los

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celos —esa opresión que es capazde quitarte el aliento y cegarte—,pero me alegré por la viuda y mimaestro; al fin y al cabo, yo soloera un mero invitado en aquellahistoria y no el protagonista quehubiera deseado ser. Ellosescapaban a mi mundo por edad yposición, y debía resignarme a ello,por mucho que me pesara. Pero esque ella estaba tan por encima delas jóvenes de mi edad —inclusode mis cercanas compañeras deaula, cuyo único bagaje emocional

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era mostrarse complacidas alconversar conmigo sobre temasbanales en el tiempo que mediabaentre clases—, que al fin carecíande cualquier interés para mí;mientras sabía que con Rosalíapodría hablar de cualquier asuntoque yo deseara: de la vida, elpasado, el futuro, lossentimientos… qué sé yo… mimente se perdía en una vorágine defuturas conversaciones con ella quemi intelecto era ya incapaz dedominar...

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El final del responso delcura oficiante me devolvió a larealidad y al marmóreo panteónsubterráneo donde acababa de serenterrado para siempre el barón.

Una lluvia torrencial azotaba ellugar cuando regresamos a la luzdel día desde las profundidades dela cripta, y la comitiva fúnebre sedispersó con prontitud. La jovenviuda se ofreció a llevarnos devuelta a la ciudad en su coche yFauré aceptó con agrado

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acompañarla —y retornar a la vidacon ella, ahora que había dejadoatrás su triste pasado— pensé condolor para mis adentros. Medisculpé por el hecho de noacompañarles en el viaje de regresoy, tras verlos marchar, me encaminébajo el agua hacia la ignoradatumba de aquella desdichada niñadesconocida de todos; la hijanatural del barón. Mientras meacercaba por última vez a aquellasepultura mis oídos creyeron poderapreciar, entre el ruido de la lluvia

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al caer, el lúgubre coro de vocesd e l Officium Defunctorum deTomás Luis de Victoria,proveniente de la sacristía delcamposanto; aquella música meprodujo una profunda emociónmientras me recogía en mispensamientos y me dirigía alsepulcro de la pequeña.[8]

Algo captó mi atención yremiso, volteé la cabeza hacia midiestra, deteniéndome. Mis ojosdistinguieron, entre la cortina delluvia cálida, dos figuras que se

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aproximaban hacia mí. La mujeranciana, vestida de negro comosiempre, se acercaba por el caminoque llevaba a la tumba de su nieta;mientras sonreía a través de su velocon un semblante de satisfacciónque nunca olvidaré durante el restode mi vida.

A su lado, cogida de lamano, caminaba una niña vestida deun color blanco irreal, doloroso ala vista, que no tardé en reconocercomo la pequeña cuya cara sehallaba en el cuadrito del sepulcro

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que la mujer custodiaba. Petrificadopor la impresión, sin moverme unápice de donde hollaban mis pies elsuelo de gravilla, las vi pasar a milado sin reparar en mí, como sihablaran de cosas que escapaban ami percepción porque... ¡yo noescuchaba nada de lo que decían!No pude articular palabra alguna,porque ningún sonido que nacierade mi cerebro era capaz de hallar elcamino hasta la garganta...

Cuando llegaron por finambas al pie de la sepultura que

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con tanto esmero había cuidadoaquella enigmática mujer enlutada—con quien, en realidad, yo nuncahabía cambiado la más sucintaconversación— desaparecieroncomo un ligero humo entre la lluvia,que no rozaba siquiera sus ropajes,mientras yo sentía ateridos brazos ypiernas bajo la ropa calada por lalluvia.

Impresionado aún por lo que creíahaber visto, abandoné aquel atriosobrecogedor y, haciendo acopio de

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valor por la escena desagradableque pudiera encontrarme esta vez,me dirigí hacia la casa delsepulturero, pues necesitaba saberel busilis de aquel hecho queacababa de presenciar. Después deunos cuantos golpes en la oxidadaaldaba, apareció el hombre en eldintel de su humilde morada; alparecer —para mi tranquilidad—sin hallarse dedicado a ninguna desus macabras ocupaciones. Su hijoasomaba la cabeza detrás de él, conla mirada perdida y sin enfocar

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ningún lugar concreto, el pobre. Meinvitó a pasar al interior y meofreció un vaso de vino que aceptécon gusto, pues necesitaba entonarmi cuerpo con un poco de alcohol.

Le pregunté si conocía lahistoria de la anciana vestida deluto de cuya verdadera existenciayo comenzaba a dudar, y sucontestación me sobrecogió aúnmás, si ello era posible, de lo queya lo estaba antes de llegar a sumorada.

Después de escuchar la

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triste historia que me relató, volvísobre mis pasos hasta la tumba deaquella desgraciada niña. Aunquehabía dejado de llover, el caminode tierra estaba cubierto de barro;pero aquel inconveniente constituíael menor de mis desvelos aquel día.Aparté de la lápida, con una mezclade temor y respeto, las muñecas yflores que la cubrían —ahoradescoloridas y ajadas como sillevaran largo tiempo sin sercambiadas—, y pude comprobarcon mis propios ojos la veracidad

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de las palabras del enterrador…Sobre la superficie de la

tumba aparecía, junto al de retratode la niña que ya conocía, otropequeño marco ovalado de cristalque mostraba... ¡el rostro y elnombre de aquella misma ancianade negro que yo había visto allí,junto a la sepultura, hablándomemientras dibujaba el sepulcro delbarón!

La fecha de su muerteestaba datada solo un mes más tardeque el de su amada nieta… Aquella

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mujer había muerto de pena... ¡elaño anterior!

* * *

Epílogo

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Poco tiempo después, a finales delverano, mientras me hallaba deviaje en la ciudad italiana deFirenze[9] —gracias a la generosasuma ganada con mi trabajo dedibujante en el mausoleo—ampliando mis conocimientosartísticos y admirando las obras sinigual del Renacimiento italiano, eintentando olvidar con otrasmujeres —por qué no decirlo— ala utópica Rosalía, la mujer quejamás podría ser mi compañera,

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recibí carta de Gustavo Fauré, mimaestro y ahora empleadorocasional —y en verdad amigo, apesar de todo—, narrándomealgunos hechos sociales y políticosacaecidos, sin ninguna importanciaa primera vista, en los días en losque yo ya me encontraba ausente dela ciudad.

Remataba mi profesor sudetallada misiva relatándome algoque sí tenía una grave connotaciónrelacionada con nosotros, aunquenadie nos podría culpar por un

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desastre natural, «y que aclarabamis dudas sobre el misterio queenvolvía a aquellas maquetas medioderruidas que estaban ocultas en lahabitación aneja a la sala de dibujoen la Universidad» recordé,haciendo memoria de aquellosprimeros días a su lado. Era unsuceso ocurrido que meentrecomillaba tal cual había sidopublicado en el diario de la capital,en la edición especial de la tarde...

«Un fuerte temblor de tierra se

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hizo notar por toda la región enla tarde de ayer, víspera de lafestividad de Nuestra Señora,sin causar graves daños en laciudad, aparte de unas cuántasfachadas agrietadas y algunascornisas desprendidas de lascasas más ornamentadas delcentro viejo. Esta mañana, sinembargo, han llegado noticiasde interés por medio de algunasmujeres que se habían acercadoal cementerio, en tan señaladafecha, a visitar y adecentar los

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sepulcros de sus difuntosdeudos. Varias tumbas habíansufrido desperfectos de mayoro menor importancia, pero lasepultura principal, elmausoleo del barónCrisóstomo, sita en el patiocentral del camposanto yorgullo del mismo... ¡habíadesaparecido!

Poco a poco, se fueron

personando las gentes de laciudad en el camposanto hasta

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que, vestida todavía deriguroso luto, llegó al lugardoña Rosalía Amorós, apenadaviuda del barón, acompañadadel constructor del monumentofunerario, el insigne catedráticode la Universidad don G.Fauré, para constatar que, enefecto, el mausoleo habíacolapsado sobre sí mismo,«víctima a todas luces delseísmo unido al inmenso yexcesivo peso de aquellosricos mármoles y densos

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granitos utilizados en suconstrucción», a decir de losexpertos; materiales que fueronencargados expresamente por elpropio barón in articulomortis, según se ha sabido pordiálogo personal de estereportero con la hermosabaronesa frente a los restos delcitado panteón, no pudiendosoportar sus columnas y vigastransversales las intensasvibraciones del movimientosísmico producido».

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«Y la megalomanía de

aquel hombre vanidoso», pensé.Con una leve sonrisa de

satisfacción oculta bajo el velo, quesolo pudo intuir mi maestro Fauré,quien se hallaba cercano a ella enese momento —según mecomentaba para terminar la carta—Rosalía y él abandonaron elcamposanto donde nunca másvolverían, al menos con vida...

* * *

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Solo me quedaba una incógnita porresolver de aquellos días, cuandoregresara a la ciudad al finalizar miperiplo cultural por tierrastransalpinas. Y no era sino aquellosiniestro que atormentaba a la queya consideraba mi segunda madre—la anciana mujer que regentaba lapensión donde yo vivía—: elenigma que representaba para mí elmisterio de la muerte de aquelextraño joven del retrato —deaspecto porfírico y con toda

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probabilidad su hijo— que sehallaba sobre su mesilla denoche…

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EL BOSQUE MALDITO(XVII XVIII ET XIX)

Quintili Vare, legionesredde!

¡Quintilio Varo,devuélveme mis legiones!

(GayoSuetonio: De vita Caesarum)

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I. HIPNOSIS

Hasta ese exacto momento habíasentido un verdadero escepticismopor las consultas de esosespecialistas que intentaban obtenermediante la hipnosis u otrasvariadas técnicas de sugestión lasrespuestas que mi mente conscientese negaba a proporcionarme; peroalgunos conocidos de confianza mehabían hablado muy positivamente

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de éste que ahora me atendía. Noperdía nada por probar esa nuevaterapia, porque mis noches seestaban convirtiendo en una luchaagónica por encontrar algo de pazdurante el descanso nocturno.

Desde hacía varios mesesera asaltado por un sueñorecurrente (y para el que no teníaexplicación lógica, si no fuera elconstatar en mí mismo los síntomasde una incipiente locura) que meestaba empujando contra la pared,me asfixiaba y comenzaba a

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atenazar también mis periodos devigilia.

Tras un prolongado tiempode uso de todo tipo demedicamentos y preparados pararelajar mi tensión onírica sin hallaruna que fuera efectiva en verdad,supe de la existencia de aquelmédico de la mente —y esperabatambién que lo fuera del alma, puesyo mismo no sabía dónde podríanresidir mis males— en cuyas manosme encontraba ahora.

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Las dos primeras sesiones sehabían desarrollado de una maneraextraña, distante, pues yo norecordaba nada en concreto; aunqueél si había tomado una serie devagas anotaciones que se extendíanpor varias páginas relativas a unconfuso hecho del pasado; sinpoder ubicar su fecha real nirelacionar su contenido con unmomento determinado de mi vida.Lo extraño en verdad era larepetición exacta de las mismasvivencias, como si constituyeran el

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devenir de una compleja historia,estructurada y vital en sí misma;algo que, en suma, se alejaba de loscánones normales de este tipo detrastorno, a decir de mi terapeuta.

Éste, un fanático seguidorde las teorías publicadas a finalesdel siglo pasado por Freud yCharcot, y de la obra capital delprimero de ellos —Lainterpretación de los sueños—,[10] relativas al uso de lahipnosis en el tratamiento deproblemáticas mentales como la

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mía, se hallaba confundido porcompleto respecto a los resultadosobtenidos hasta el momento; aunqueno descartaba utilizar otras armas asu alcance, como la metodologíacatártica; más confiaba en laregresión hipnótica —según measeveraba con toda solemnidad—«como aquella terapia que podríaliberar a mi espíritu de la especied e trauma psicógeno al que sehallaba sometido por fuerzas decarácter desconocido todavía paraél, pero no por ello indestructibles,

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gracias a los grandes avances en lacomprensión de la mente a que nosasomábamos desde los albores deeste vigésimo siglo...» ¡Yo solo desearía poderdescansar al menos una noche enpaz! —le expresé con el temor dealguien que ya no confía mucho enningún tratamiento, divino ohumano... Si podría decir en sufavor que durante los periodos desugestión mi ánimo se liberaba desus pesares, y que me sumergíaplácidamente en el velado pasadizo

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que conducía a mis evocacionessiguiendo la cadencia de suspalabras: —Necesito que se relajemientras escucha mi voz hasta unpunto en que pueda retroceder ensus recuerdos, y llegue al momentoen el que apareció el primer sueño–dijo, mientras revisaba las notasque había tomado sobre mispalabras en las dos sesionesanteriores—. La regresión se haráde forma paulatina, pero es vitalque controle sus emociones; en caso

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contrario, despertará usted conmigoen esta habitación y en el presente.Comenzaremos a continuación, siestá dispuesto... Su voz, armoniosa y cadavez más tenue, incitaba a mispárpados a cerrarseinvoluntariamente; mientras tanto, elsonido de un metrónomo de pianosobre la mesa que se hallaba a milado marcaba los tiempos... lentos,muy lentos... «XVII, XVIII, XIX... esos

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números en caracteres romanosbrillan con reflejos dorados frente amí, mientras voy caminando junto atodos los demás por un hermosobosque; son los últimos días delverano y el cielo está casidespejado, aunque algunas nubesoscuras enmarcan el horizonte; siavanzan hacia nosotros secomplicará la marcha, pues elterreno que pisamos solo necesitaun poco de agua para convertirse enfango. »El ambiente es relajado, y

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la gente que me acompaña ahuyentasus temores lanzando chanzas a losdemás; nadie quiere reconocer que,a nuestros lados, los árboles quenos rodean pueden esconder algotan oscuro y frío como el más negrode los pozos... ¡la muerte!; ningunode los nuestros osa mirar a derechao izquierda, como si temieran quelos ojos enrojecidos de losfantasmas que nos rodean sepudieran materializar, a cada pasoque avanzamos, en la peor de todasnuestras pesadillas. Intento

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concentrarme en el camino,mantener el ritmo de la marcha ypensar en mis seres queridos, tanlejanos de esta tierra hostil queahora atravieso. Imagino a misdulces hermanas jugando en elimpluvium[11] de nuestra lejanacasa, moviendo con sus grácilesdedos el agua que llega desde elcielo o el acueducto cercano;creando en la cristalina superficietrémulas ondas que van a morircontra los bordes de piedra talladadel estanque… —¡morir!— la

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palabra muerte en todas susvariantes posibles me golpea una yotra vez; me atenaza como un brazode hierro, pero me impulsa tambiéna seguir. No quiero mirar a miespalda, pues siento que Caronte,en su afilada barca, se desliza trasnosotros, expectante. Busco confrenesí entre mis ropas las dosmonedas de cobre para el funestobarquero que me llevará al otrolado, y no las encuentro. »Las nubes, lejanas haceun momento, se acercan ya, oscuras

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y amenazadoras, hacia nuestraposición; miro al frente y observovolar sobre nosotros algunaságuilas que nos guían; veo el sol através de ellas y me reconfortamirarlas; parecen tan ajenas atodo… ajustan su vuelo a nuestropaso y no nos abandonan. Piensoque mientras estén ahí nada pasará,es un buen augurio... »Un poco más tarde, eljefe de nuestro grupo se gira y noshace la seña convenida de antemanopara detener la marcha. Como cada

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atardecer, nos preparamos parapasar la que —ahora creo, sin duda— será nuestra última noche detranquilidad. »De repente, ese aroma,tan familiar ya, flota de nuevo en elambiente. Llevamos oliéndolodesde que comenzamos este caminosin final. Son las hogueras de losespectros del bosque que, coninnato sigilo, nos observan cadanoche, mientras van tejiendo sumaraña a nuestro alrededor. Nopodemos verlos pero están ahí,

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como atestiguan los resplandoresque inundan la bóveda celeste anuestro alrededor… me gustaríasaber el nombre de los planetas quenos rodean, si aquél es Venus oéste, menos brillante, es Marte…Es un pensamiento fútil a estasalturas, pero mi cerebro no meobedece y oscila desdepensamientos sombríos a recuerdosvanos a continuación sin ningúnorden ni sentido, y considero quetodas mis creencias, ahoraabandonadas, me servirían de algún

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consuelo aquí; algo en lo querefugiarme de los terribles sucesosque llegarán. Recuerdo las ofrendasen el pequeño altar dedicado a losmanes y l a re s en el hogar; mereconforta pensar en ellos ahoraque se avecina el final... »Me acerco al fuegocercano que arde en la noche, y miscompañeros me ofrecen algo paracomer; se ha distribuido tambiénalgo de vino para levantar la moraly bebo de él; alzo mi vaso con losdemás mientras se entonan algunas

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canciones obscenas, que pretendendisipar las brumas de la oscuridadque nos rodea y la opresión denuestros corazones. Me tumbo en mijergón de campaña y concilio condificultad un breve sueño; apenas lohago me golpean en un costado;abro los ojos y una cara horrible meapesta con su aliento, mientras megrita algo que me hace retornar enmí. Lleva bajo su brazo el casco decenturión; pero no le reconozco. Esel turno de mi ronda de guardianocturna; aunque no es mi cometido

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ejercer de centinela, relevo de supuesto a un soldado muy joven queme mira con cara de horror; segúnse aleja, lo veo temblar al caminary se pierde entre las sombras. Mesitúo en su puesto de vigilancia —atento a los sonidos de la noche enderredor— y me fijo en los fuegosde los vehículos que llevan lospertrechos, y a los pocos civilesque nos acompañan. Algunasmujeres se hallan reunidas,durmiendo arropadas en torno a unahoguera, otras conversan en voz

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baja; sus variadas vestimentas yporte las distinguen con claridadcomo pertenecientes a clases que,en otro tiempo y lugar jamásveríanse mezcladas; pero sus ojosdenotan por igual el temor que lasembarga y une con un lazo invisibleen estos momentos. Un niñodespierto juega con un muñecovestido con coraza y casco asemejanza nuestra, pero las bolasde vidrio que imitan los ojoscuelgan de sus cuencas y le dan unaspecto tenebroso. Su madre lo

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recoge del suelo y vuelve al grupode mujeres, mirando condesconfianza a su alrededor, comoqueriéndole proteger de ese malque nos acecha desde las sombras.Con amargura, pienso que llegadoel momento, no podrá apartarlo desu horrible destino. »Me acomodo de nuevo enmi jergón al acabar la guardia eintento conciliar el sueño, pero nome es posible; quiero respirar cadabocanada de aire que aún me quedepor delante; aunque sea en las

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entrañas de este maldito bosque enel corazón de esta tierra debárbaros de la que no saldremos.Tal vez unos pocos de entrenosotros se salven, según elcaprichoso deseo de los dioses que,sospecho, nos abandonaran muypronto. Tengo en mis manos ladesgastada moneda de oro delemperador cuando todavía no lo era—tan sólo un cónsul mortal, CayoOctaviano—, y no un dios comoahora; el amuleto lleva conmigodesde que partimos de la capital del

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Imperio y hasta hoy me ha traídosuerte, pues sigo vivo. No entiendomucho de estrategia, pues sólocomando una escuadra; pero no séen realidad por qué marchamos enuna larga fila indefendible a unsimple ataque lateral, siguiendo unasenda que atraviesa un densobosque lleno de enemigosemboscados esperando el momentopropicio para lanzar el ataque quenos destruya. Son en esencia genteruda y pendenciera, pero van yavarias calendas sin que ocurra

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ningún incidente digno de mención,cuando antes raro era el mes que noteníamos que desplazarnos asofocar algún grave conato derebelión, y eso me perturba, porqueparecen fingir acatar la paxromana sin más... [12] »Las primeras luces delalba me sacan de mi duermevela y,todavía entumecido, me incorporo,intentado estirar todos los músculosde mi cuerpo, encogidos por elcansancio y la humedad. Con fatigame acerco al fuego, donde los

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cocineros se afanan en prepararalgunas viandas que nos permitanrecuperar las fuerzas para lajornada agotadora que nos espera.Casi sin apetito, mastico algo decarne y bebo un trago de vinocaliente. Tenemos víveres de sobraporque nos desplazamos con loscarromatos de intendencia llenos arebosar, hecho que por otro ladodificulta nuestra marcha, puesconstantemente se atascan en elterreno arcilloso que hollamos. Elcuerpo de zapadores no da abasto y

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se desplaza sin cesar arriba y abajopor toda la columna, intentandoagilizar el paso. Derriban árboles,tienden troncos y puentes para losvehículos, en un frenesí salvaje pormantener el ritmo del avance através del bosque, como les haordenado en persona sucomandante. »La tormenta que sevaticinaba ayer ya está encima denosotros, descargando una fina eincesante lluvia que empapa nuestraropa y escudos, haciendo mucho

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más fatigoso el desplazamiento.Atravesamos claros en el bosque,sucedidos por una espesura deárboles que impiden casi porcompleto la entrada de la luz delcielo grisáceo que nos cubre. Haynoches sin luna en las que se vemejor que ahora; en la penumbraque nos rodea, se siente cada vezmás cercana la tenaza que se estácerrando a nuestro alrededor. A lasgotas de lluvia que golpean nuestrorostro se une ahora una fuerte brisaque cada vez agita más los

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estandartes que nos preceden, y suflamear me hace evocar de nuevolas sensaciones agradables delpasado; me aferro a ellas como alextremo de cuerda salvador que tees lanzado cuando caes en algunade las ciénagas infectas que hemosatravesado en los días anteriores.De repente, sin aviso previo, laviolencia creciente del viento es talque algunos gruesos árbolesempiezan a inclinarsepeligrosamente y comienzan a caer,con un singular estrépito que

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contrasta con el silencio que inundael bosque en esos momentos.Vemos desaparecer decenas depersonas bajo el denso follaje, y seoyen sus gritos desgarradorescuando son golpeados por lasenormes ramas de aquellosejemplares centenarios. Esimposible que el viento hayaderribado esos troncos de grandiámetro, y comprendo con horrorque el ataque ha comenzado. En eldesconcierto veo salir de laespesura, unas decenas de metros

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por delante de nosotros, a un grupode guerreros burdamente vestidosblandiendo sus azagayas; sus gritosaturden nuestros oídos y atacan sinpiedad a todo aquel que seencuentra en aquella zona. Nuestrastropas, entrenadas para el combateen terreno abierto maniobran condificultad en zonas boscosas; nopueden ordenarse para hacer frentea los atacantes con prontitud, ysufren una enorme cantidad debajas. Tan pronto concluyen sucruel misión nuestros enemigos

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desaparecen de nuevo en el tupidobosque, para reaparecer por el ladocontrario un poco más adelante,repitiendo el salvaje asalto anuestra columna. Su táctica estáclara, no combatirán si no es en estamanera vil y traicionera; es la únicaforma que les puede equiparar anuestra superioridad en el combateorganizado y cuerpo a cuerpo. Meapresto a nuestra defensa, pues séque seremos atacados en breve yhabrá que luchar a muerte por lasupervivencia. En aquel momento,

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surgen de entre los árboles que nosrodean unos rostros horribles,tiznados con una mezcla de sangre ypigmentos de grasa animal; nosatacan con su armamento ligero,compuesto por arcos y pequeñaslanzas; solo podemos repelerloscon gran dificultad y nos causanmuchas bajas. Veo varios muertos ybastantes más heridos en número,que quedan tendidos a su suerte,pues nadie puede hacerse cargo deellos en estas condiciones. Oímossus gritos desgarradores cuando son

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rematados en el suelo, una vez hanquedado indefensos en manos denuestros enemigos, que se ensañancon fiereza en la carnicería paraminar nuestra —ya muy de por sí—exigua moral. Nuestra línea demarcha se está alargandodemasiado para poder mantener unaactitud defensiva coherente, y almenos calculo que habrá unadistancia de tres millas entrevanguardia y retaguardia. Nosllegan mensajes de que el primercuerpo del ejército se halla ya

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acampado en un claro del bosque yesperándonos; pero no sé cuántotardaremos en llegar allí, con laimpedimenta que suponen loscarros de provisiones y la lentamarcha de los civiles que nosacompañan, sin la preparaciónnecesaria para acompañar alejército ni siquiera en condicionesde paz. Todos ellos se hallan amerced del destino; confían aún ennosotros y en los dioses a los querezan en silencio mientras caminan,pero en sus rostros se dibuja el más

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puro terror. »Sigo combatiendo cuerpoa cuerpo, y atravieso con mi espadala débil coraza de piel de unenemigo, que cae al suelo sinproferir palabra alguna y con unrictus agonizante dibujado en surostro; escucho entonces gritosdesgarradores en la distancia. Ungran carro de transporte, repleto demujeres y niños, está siendoasaltado por una horda de guerrerosvociferantes casi desnudos,aprovechando que han caído todos

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los soldados que componían laescolta del convoy en esa zona.Algunas de ellas son asesinadasjunto a sus hijos sin más dilación alresistirse a bajar del vehículo;otras, gritando, son arrastradas porla cabellera hacía lasprofundidades del bosque; suslamentos no cesan mientras sonposeídas brutalmente por suscaptores en la penumbra arbórea,quedando como esclavas en susmanos mientras vivan. Cubiertos desangre y mareados por la violencia

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del combate, seguimos adelante conel espanto de aquellas vocessuplicando ayuda resonando aún ennuestros oídos, gritos que nosacompañarán a partir de ahora ypara siempre; si es que alguno denosotros sobrevive a esta masacre.Algunos pequeños han quedadoabandonados en el carro y gimencasi en silencio, como sicomprendieran que su únicaoportunidad de seguir vivos es noatraer hacia ellos la atención deningún demonio de los que acaban

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de conocer. No podemos volver porellos, pues la distancia que nossepara es insalvable. Su destinoserá horrible, porque las tribusbárbaras suelen ofrecerlos ensacrificio a sus sangrientos dioses,arrojando vivas al fuego a esasindefensas criaturas. »Por fin llegamos a unclaro en el bosque donde el ejércitose está atrincherando,aprovechando los vehículos devíveres que han sobrevivido, y semontan algunas empalizadas

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defensivas. En el recuento nocturnode efectivos falta un tercio de lastropas que partimos; los heridos demayor o menor gravedad se cuentanpor cientos, después de toda unajornada aguantando una lluvia dedardos y lanzas cortas. Lo únicopositivo es que nuestros enemigosapenas atacan durante la noche; notienen ninguna prisa en acabar connosotros, pues estamos en suterritorio y no escaparemos de susgarras. Mi agotamiento es tal queduermo sin enterarme de nada

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durante toda la noche, nadie me haavisado si debía incorporarme a miturno de guardia, y sospecho que elcentinela estará muerto, o tanprofundamente dormido como yo lohe estado. Suena una corneta queindica el momento de incorporarsede nuevo a la marcha e intentolevantarme, pero el soldado que sehalla a mi lado me impide con supeso el hacerlo. Reuniendo todasmis fuerzas le aparto, paradescubrir con horror su rostrolívido; se ha desangrado durante la

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noche, y vislumbro el reguero desangre que parte de una herida deflecha mal taponada que le haatravesado la pierna a la altura dela vena femoral. »Llueve con fuerza y lajornada transcurre sin grandessobresaltos; el abandono de loscarros de pertrechos del díaanterior ha relajado el combate almínimo, ya que los germanos se hanlanzado al saqueo de lasprovisiones. Supongo que estanoche el enemigo dará cuenta de

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todos los barriles de vino y lacomida que hemos dejado en susmanos. Nosotros, por el contrariodebemos comenzar a racionar losalimentos que han quedado en losescasos vehículos deavituallamiento que obran ennuestro poder. »Al amanecer del tercerdía debemos continuar la huida,internándonos de nuevo en elbosque, porque la única ayuda quepodemos recibir está a varios díasde camino a nuestra cabecera.

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Abandonar el claro donde hemospasado toda la jornada anteriorejerce un efecto de completo pesarsobre toda la formación, puessabemos que allí es donde elenemigo nunca se atrevería aatacarnos, por su deficienteentrenamiento para la lucha enterrenos abiertos. Por el contrario,atravesar de nuevo la zona boscosanos vuelve a poner en manos de lastribus salvajes que nos rodean. Lamarcha es más penosa si cabe aúnque anteayer, pues no ha parado de

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llover desde entonces y el terrenose está enfangando, hasta talextremo que comenzamos aabandonar sin excepción todos losvehículos sobrevivientes a nuestrasespaldas, hecho que llena de alegríaa nuestros vociferantes adversarios;que se lanzan sobre ellos en ruidosopillaje. El único efecto beneficiosode aquella desesperanzadorasituación en la que nos hallamos esque, por el momento, los salvajesqueruscos dejan de hostigarnos,mientras roban todo lo que pueden

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llevarse entre sus manos. »Llegamos a una pequeñazona despejada en medio de laespesura del bosque, donde seapilan en revoltijo un gran númerode cuerpos muertos de germanos yde los nuestros. En el centro, veolos restos sanguinolentos yacuchillados de nuestro aquilifery, un poco más allá, se encuentra elcadáver del s i gni f er de nuestracenturia.[13]

»Aún recuerdo los vítoresque dirigíamos hacía el águila de

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nuestra legión, la número XIX,cuando el gobernador de laGermania Magna nos comunicóel nombre que solicitaría alemperador para nuestra formación:«Germanica Augusta».

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Ruinas Romanas en Hispania[14]»Aquellos momentos de

orgullo han sido sustituidos por elmayor desastre que puede sufrir unsoldado romano, pues el águila de

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oro y los estandartes handesaparecido en manos de losbárbaros. En silencio, abandonamosaquel lugar y continuamos nuestrocamino en una relativa calma. Apesar de ello, sin embargo, lasbajas entre nuestra gente no cesande crecer, pues las tropas denuestros flancos caminan en unterreno rayano con los primerosárboles a cada lado de la vereda, yson diezmadas sin compasión porfieros ataques, tan esporádicoscomo efectivos. Cada vez hay

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menos soldados en nuestroslaterales, observo con pesar. Almismo tiempo, nuestra retaguardiacomienza a ser hostigada sindescanso, una vez han dado cuentanuestros asaltantes del resto de losvíveres y robado todos los enseresservibles. »Cae la tarde con lentitud,y solo queda intacta una terceraparte del ejército que partió dossemanas atrás de nuestrasposiciones defensivas al otro ladodel río. La jornada de mañana será

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decisiva para nuestro destino,porque a nuestro alrededor seagolpan, casi intactas, todas lasfuerzas adversarias, a quienesapenas hemos causado unoscentenares de bajas entre muertos yheridos, mientras los nuestros secuentan por miles. Solo quedanunas pocas decenas de civiles;mujeres y hombres fuertes que hanpodido aguantar esta marchainfernal. Algunos niños todavía seagarran a la vida cogidos de lasfaldas de sus madres, con el temor

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reflejado en sus pequeños rostros.Apenas son solo unos cuantos detodos aquellos que formaban lasfamilias que han seguido al ejércitoen su periplo por esta tierramaldita. Los que han sido raptadosvivos, a estas horas estarán siendoofrecidos en sacrificio en losaltares que los bárbaros hanlevantado a sus dioses paganos enlos sitios más recónditos de losbosques que nos rodean; cruelesdeidades ávidas de sangre encualquier momento de esta guerra,

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que ahora se me antoja eterna. »Cada vez hay másespacio entre los que componemosla línea defensiva. Hasta no hacemucho estábamos combatiendohombro con hombro, y ahora meseparan varios codos de distanciade mis compañeros más cercanos.Ya no existen las tropas queguardaban los flancos, y los queprotegíamos el convoy, ya sin nadaque resguardar de los asaltantes,nos reagrupamos espontáneamenteen nuevas e irregulares unidades,

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con un exiguo número de integrantescada una. »Sin saber desde donde hasido disparado, soy alcanzado en unhombro por un dardo que atraviesami peto de cuero. Mientras controloa duras penas el dolor que meinvade toda la zona, palpo pordetrás con la mano derecha despuésde clavar mi espada en el suelo, ycompruebo que la punta al menos hapenetrado del todo, saliendo por laparte posterior de la espalda, ypodrá ser arrancada. Surge un

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guerrero de la espesura; mientrasgrita con locura se abalanza contramí blandiendo una azagaya; miespada está clavada y no puedohacerme con ella a tiempo; esquivocomo puedo su ataque, que culminaen un choque brutal entre ambos.Caigo al suelo y el dolor meencoge, no puedo levantarme, es elfinal, mi adversario levanta la lanzapresto a rematarme. En esemomento vital duda y su cara, sinmotivo alguno, refleja una mueca deincredulidad; dando un traspié cae

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sobre mí, fulminado. Veo entonces,entre las sombras del dolor, a unamujer de cabello rojizo quesostiene una espada curva corta,una falcata hispana creo, llena desangre. Un frío glacial invade micuerpo y me desvanezco. »Desconozco el tiempoque he estado sin sentido; me hallosolo, apoyado contra el tocón de unárbol cortado y tengo el brazovendado; alguien me ha extraído laflecha y curado la herida con unaespecie de emplasto de hierbas.

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Busco a mi desconocidabenefactora; pero solo diviso sucapa de color púrpura, desgarrada yabandonada cerca de donde meencuentro. Es la noche del tercerdía y una ligera llovizna que nocesa empapa mi rostro. A pocadistancia arde una hoguera donde seapiñan unos cuantos soldados que,al parecer, son todo lo que quedade mi unidad, diezmada hasta casisu extinción. Un compañero reparaen mí y me acerca algo de comida yagua; se lo agradezco con la cabeza,

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pues apenas puedo moverme. Oigoque los supervivientes al final deeste día no llegan a la cuarta partedel número original. La peor noticiala traen varios soldados fugitivosque llegan a nuestra posiciónhuyendo de la trampa mortal en quese ha convertido la vanguardia delejército: el comandante en jefe ysus principales oficiales se hansuicidado, viéndose rodeados deenemigos y sabiendo las terriblestorturas reservadas para ellos sihubieran sido capturados con vida;

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la noticia tiene un efecto demoledorentre las tropas que sobreviven aduras penas. Cada uno de nosotroses consciente de que el final seacerca, pero estamos demasiadolejos de la retaguardia, cuyosintegrantes todavía pueden intentarromper el cerco e intentar la huidahacia los puentes que cruzamospara llegar aquí. En diversas zonasdel bosque arden hogueras queiluminan la bóveda celeste de unamanera fantasmagórica, mientras acada hora de la noche se elevan

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gritos desgarradores que llevan anuestras mentes al borde de lalocura. Son los soldados, mujeres yniños capturados durante el día, queson introducidos en jaulas demimbre sobre piras de madera yquemados vivos como ofrenda a losdioses bárbaros, que no son sino laluna, el sol y el fuego. Un horriblehedor a carne humana quemadainunda el bosque, mezclándose conel olor a sangre de los cuerpos yanimales muertos que yacendesperdigados por todo el lugar sin

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enterrar; serán dejados pudrirse a laintemperie, según la malsana ybrutal costumbre de estos pueblos,como advertencia para los futurosinvasores de estas hostiles tierras. »Las horas sin luzdiscurren pasmosas, con lasmiradas perdidas en las llamas quecrepitan frente a nosotros, yaparecen al fin las primeras lucesdel alba de nuestro último día devida. Empuño mi espada comobastón para alzarme y me apresto,con toda la dignidad posible, a

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vender caro mi pellejo. Cruzo unamirada y unas palabras dedespedida con mis compañeros, quequedan interrumpidas por losprimeros gritos de nuestrosadversarios, pues se abalanzan entromba sobre nosotros. Pronto nosrodean por todos lados decenas deellos, y siento como varios pares debrazos me atenazan y no puedodesasirme, por más que lo intento;no puedo respirar y caigo en unpozo sin fondo...»

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Desperté entonces de mi sueño —mejor dicho, fui despertado por elmédico que me había hipnotizado—, por hallarme presa de una fuerteagitación, según sus palabras, hechodel que yo no tenía constanciaalguna, pues no recordaba nada delo soñado. Me explicó el contenidode lo que había relatado durante eltrance, y si tenía algún sentido paramí. Lo que me narró me pareció deltodo disparatado; sin ningunareferencia a nada que hubieraconocido o vivido antes.

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Abandoné la consulta conla amarga sensación de fracasoabsoluto; aunque aquella terapia mehabía producido una especie decatarsis cuyo alcance no aprecié enun principio; pero lo cierto es queno tuve más sueños de ese tipo enlos meses que siguieron a la sesiónde hipnosis. Aun estando muy intrigadoal principio por el singularcontenido de lo evocado —intentando buscar algunaexplicación a todo aquello tan

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confuso, como perteneciente a otrapersona que yo no era—, lo fuiolvidando todo con el paso deltiempo hasta que, algunos mesesdespués, visitando la feria anual delgremio de libreros de viejo en unalocalidad cercana, acabé revisandolos desgastados ejemplares que sehallaban expuestos en la caseta deuna pequeña editorial dedicada alas ciencias ocultas y temas afines.

Mis ojos repararon en unlibro antiguo que versaba sobre lainterpretación de los sueños, pero

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no desde el punto de vista deSigmund Freud —el idolatradopensador y psicoanalista de mimédico—, sino desde la óptica delos hechos que no poseen unaexplicación lógica. Pregunté por elprecio y compré el libro;sentándome en un banco de piedradel paseo donde se hallaba la feria,y me dispuse a hojear el texto. Alrevisar el índice, encontré todo uncapítulo dedicado a lasalucinaciones que yo sufría durantelas noches... Una vez concluí la

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lectura, comencé a considerar laposibilidad de que quizá yo nosufría desvaríos y que, tan sólo, eravíctima de una evocación nodeseada ni controlada…

II. EL BOSQUE MALDITO Habiendo pasado ya un tiempoprudencial desde la época en la quesufrí aquellos trastornos del sueño,aproveché los momentos libresentre mis quehaceres para empezar

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a investigar por mi cuenta y riesgo,desplazándome al lugar donde lahistoria oficial decía que habíaocurrido aquella masacre. Mis primeros comienzosen la búsqueda fueron dedecepción, pues toda aquella zonasituada fuera del LimesGermanicus era muy agreste, y noquedaba constancia de donde sesituó el lugar de la batalla en loshechos relatados por los escasossupervivientes del ejércitoderrotado que escaparon al cerco

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de las tribus bárbaras. El pueblovencedor carecía de los másmínimos rudimentos literarios, y susúnicas descripciones sobre estehecho relevante de su historia secircunscribían a unos cuantos textosgrabados en piedra —el alfabetorúnico— sin ninguna claraarticulación ni exacto ordencronológico. Varias fuentesconsultadas situaban el lugar de lacontienda en zonas distantes entre sípor unas decenas de kilómetros, locual constituía un perímetro de

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búsqueda imposible de investigarpara mis exiguos recursosmateriales y temporales.[15]

Desencantado por todoaquello abandoné mi indagación sinhaber avanzado en un sentido uotro, hasta que bastante tiempodespués, una vez concluida la GranGuerra, me enteré por losperiódicos que unos agricultoreshabían encontrado lo que parecíaser un tesoro de relativaimportancia en un bosque situadodentro de la zona que yo había

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delimitado en mis investigaciones.Las fuentes citaban el hallazgo deunas cien monedas pertenecientes alreinado del primer emperadorromano y algunos cónsulesanteriores de la época republicana;pero ninguna moneda de época másreciente a la del primer monarca deRoma. Eso me daba una pistatemporal muy exacta, porquerecordaba de la transcripción demis sueños haber visto la efigie delCésar Augusto en la moneda de oro.Además, la descripción que leí del

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entorno del hallazgo coincidía conlos recuerdos anotados: un bosquemuy denso, con un caminocruzándolo y una ciénaga al nortedel mismo, más lejana de lo quecreía recordar; pero no era ilógicopensar que con el paso de los sigloshubiera podido inclusodesaparecer, o ser desecada por lasautoridades por motivos desalubridad. Completaban eldescubrimiento los restos de variaslápidas funerarias dejadas en la

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zona, al parecer, por unaexpedición de castigo comandadapor el brillante general Germánico,un lustro después de aquel nefastosuceso, para vengar la derrota yhonrar la memoria de los caídos enaquel desastre sin precedentes en lahistoria del ejército romano. Bajolos dibujos de cada una de lasestelas se podían leer lastraducciones de los textos latinosque estaban grabados en su zonainferior, ejecutados con granmaestría. La zona superior la

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ocupaba un retrato del difunto,obtenido sin duda de alguna pinturaen la domus del fallecido. Unalápida llamó mi atención, por elgran parecido de sus rasgos con losque yo poseía; algo familiar habíaen el gesto y la mirada de aquelsoldado que luchó allí tantoscientos de años atrás. Leí el textoescrito bajo la coraza, ornada conl o s phalerae, o insignias yadornos propios del rango militar,que cubrían su torso: «CayoPublio Valens, hijo de Livio,

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ciudadano romano, decurión dela sexta centuria, primeracohorte de la XIX legión, 32años de edad, muerto en labatalla de Varo...». El restoresultaba ilegible, pues el azadóndel agricultor que halló las piezaslo había dañado irreparablemente...

* * * Viajé a aquel bosque paraenfrentarme a mis terroresnocturnos, ahora que sabía el lugar

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de origen de mis pesadillas. Y lohice solo, con la intención deafrontar por mí mismo esa situacióncarente de sentido desde una visiónracional, en un intento deconvencerme de que los sueñoseran solo eso, sueños. Tampoco podía hacerpartícipe de mis temores a losdemás; los mantuve en secreto y nohallé nunca persona en quienpudiera confiar lo suficiente paraconfesárselos.

Aprovechando un viaje que

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me llevó cerca de aquel lugar, mefui armando del valor necesariopara acometer la visita; pues habíamás peso en las razones que meempujaban a abandonar la empresaque motivos me impulsaban arealizarla. Después de someter todoel asunto a una profunda reflexión,convine que lo mejor sería seguiradelante y encontrar el lugar queaparecía con insistencia en misdelirios oníricos, o cualquier díavolverían las pesadillas a poblarmis noches de nuevo, si no las

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enfrentaba con valentía de una vezpor todas. Tras alquilar un robustovehículo de campo en unSelbstfahrer,[16] pedíinformación sobre el sitio adondeme dirigía en algunas aldeascercanas de la comarca, y encontrélas fuerzas necesarias para viajarhasta allí. Aunque llegué al lugarcon tiempo suficiente, lasdificultades en los accesos, ladensidad de la zona boscosa y lainexistente señalización en el mapa

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que había conseguido medemoraron más de lo estimado enun principio, y la tarde avanzó sinque pudiera hacer nada por acelerarmi camino. Revisé la documentaciónque llevaba sobre el bosque condetenimiento, y me encaminé haciael área donde suponía iba adescubrir la tan ansiada respuesta amis preguntas. El arbolado se ibaenmarañando a medida queavanzaba atravesándolo, y elsendero que seguía desaparecía

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entre la maleza para reaparecerunos metros más adelante,causándome una gran angustia, puesla luz del día se iba extinguiendocada vez más rápido. La naturalezaque me rodeaba era de un verdeintenso y majestuoso; aunque lasensación que me invadía y podíarespirar a cada paso era opresivaen grado sumo, como si aquelterritorio supiera de su trágicahistoria y me la proyectara en lapiel mediante la suave brisa que sefiltraba entre la densa foresta, como

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un advertencia de no continuar lasenda que me internaba en ella. Abandoné el sólidovehículo que conducía cuando lacarretera desapareció abruptamentefrente a mí. Seguí entoncescaminando un buen trecho a pie porla vereda indicada en el plano, perola falta de luz, ya casi total a pesarde la temprana hora que marcaba mireloj me hizo desistir, y regresé a laprotección del coche,preparándome a pasar la nochecobijado en su interior. Vencido

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por el cansancio, me acomodé en elasiento y pronto caí en un sueñoreparador. No pude calcular si fueron minutosu horas el tiempo que llevabasumido en ese estado, cuando unascendente sonido como un lamentoprolongado empezó a llenar elbosque cual rumor que brotara demultitud de gargantas; sea comofuere, al final abrí los ojos, parahallarme rodeado por una luzespectral que lo iluminaba todo.

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Noté como algo rozaba el vehículopor el lateral a mi diestra y unasombra se giró al llegar a mi altura;mis ojos no daban crédito, era unlegionario romano como los querecordaba de mis sueños; en su caraestaba grabado un intenso terror,como el de alguien que estásometido a un constante sufrimientoy angustia. Tras sostener mi miradaunos instantes, continuó haciadelante para ser sustituido por unainterminable hilera de personas depaso vacilante, como si vagaran

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perdidas entre dos mundos, o almenos eso me pareció. De repente, desde el ladoizquierdo provino un grito salvaje ygirando la cabeza, vi abalanzarsecontra mí un guerrero bárbaro conla cara atravesada por gruesaslíneas rojizas pintadas que ladesfiguraban de modo horrible,blandiendo su espada ensangrentadahacía mí... Noté un fuerte impactocontra el vehículo pero el asaltante,al volver a mirar hacia donde lo vi

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segundos antes… ¡se habíadesvanecido! ¡Estaba reviviendo denuevo los horribles hechos queacaecieron esos días de septiembrede veinte siglos atrás! Enfrente demí, fantasmales guerrerosgermanos, todavía cubiertos porjirones de ropa, masacraban sinpiedad a soldados, mujeres y niñossin distinción, cuyos esqueletosdescarnados soportaban calaverascuyas mandíbulas, dibujandomuecas de horror, rechinaban ante

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mis ojos en una escena imposiblede describir; más perteneciente alinfierno que a la tierra que pisaban.De entre sus huesos brotabanregueros de sangre que llegabanhasta las ciénagas que rodeaban elcamino, tiñéndolas de un colorpúrpura intenso... En ese momentoarreciaron los golpes contra mivehículo, hasta el extremo de tenerque taparme los oídos para podersoportar el demencial sonido queme rodeaba. En aquellos momentos, un

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relámpago seguido por el truenomás potente que haya oído jamás,atravesó el cielo y quedédeslumbrado y ensordecido, en unsilencio absoluto, como si mistímpanos hubieran quedadoreventados... En mi mente quedófijada para siempre aquella escenade la batalla, como si fuera una deesas fotos antiguas de espectrostraslúcidos que vemos en los librosen blanco y negro... No sé cuánto tiempopermanecí así… encogido y

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aterrado. Finalmente, los sonidoscomenzaron a retornar a mi cerebrocuando las sombras de la nochefueron dejando paso a las primerasluces del alba... Abrí la puerta y salí fuerade la berlina, para comprobar pormí mismo si lo visto por mis ojosera real, o es que comenzaba aperder la cabeza. Me quede petrificado; todoel bosque a mí alrededor estaballeno de cadáveres inertes, y unolor acre a muerte se extendía por

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todas partes entre los restosdesperdigados de la batalla. Elfuego de hogueras cercanas lanzabaal aire cenizas blanquecinas; que sedepositaban sobre el suelocubriéndolo todo. Levanté la vista y meencontré, cara a cara, con una mujerque me miraba desde la distancia;era la misma que recordaba de missueños, la mujer de la capa púrpuraque curó mis heridas después delcombate sostenido en mialucinación nocturna. Señalaba con

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su mano extendida un punto en elsuelo por delante de donde yo mehallaba. Atravesada por losprimeros rayos del sol, desaparecióante mis ojos, con una mirada queinundó de paz mi espíritu. Uno trasotro, todos los cuerpos fueronesfumándose según eran heridos porla luz del día, y sufrí ese escalofríoque se produce en el cambio entrela noche y el amanecer. A pocosmetros de donde yo me hallaba, unlargo objeto herrumbroso llamó miatención, y me agaché a recogerlo.

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Estaba medio enterrado y sujeto enparte por algunas pequeñas raícesde los árboles y barro seco;después de un breve forcejeoconseguí liberarlo. Con un paño yalgo de agua que portaba elvehículo de alquiler pude apartar lacostra vegetal que lo cubría, y antemis ojos apareció una espada cortade hoja doble, llamada en sumomento gladium. A pesar deltiempo transcurrido, el estado deconservación en general eranotable, y en el mango todavía se

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podían leer algunas palabras, comosi el arma hubiera sido un objetodedicado o un regalo familiar alsoldado. Tras una limpiezaexhaustiva pude al fin leer el texto:«Cayo Publio Valens,Decurión». Un manantial deemociones brotó de mi cerebro y,sin saber por qué, mis pasos seencaminaron hacía el borde de laciénaga que se hallaba a cortadistancia del camino. Comprendíentonces que el militar, cuyosúltimos días había revivido yo en

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mis sueños sin explicación alguna,fue arrojado allí por sus captores,quizá atado de pies y manos, comoun salvaje rito pagano más de loshabitantes de aquellos confines.

Después de un últimovistazo a la espada la arrojé a laciénaga, donde desapareció trasunos breves instantes. Me marché de allí despuésde una breve plegaria en recuerdode aquel soldado, y nunca hepensado siquiera en volver; siescribo esto es para dejar

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constancia de que estuve realmenteen aquel bosque maldito y no fue unsueño, o por lo menos, no lo fue ensu totalidad. Al cabo de un ciertotiempo, por casualidad, pude hallaruna explicación a todo aquello o, ensu defecto, algo que aportaba uncierto sentido al hecho sorprendentede haber reencarnado las vivenciasde otra persona en mis sueños.Visitando la casa de mis abuelospaternos en las tierras donde seasentó permanentemente la Legio

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VII Gemina, encontré en el desvánuna especie de árbol genealógicoque había sido escrito por unfamiliar muerto largo tiempo atrás,junto a un viejo proyector y unaserie de fotos antiguas quemostraban, en colores sepiadesvaídos por el paso de los años,los rostros de algunos ascendientesmíos, entre los que también apreciélos rasgos —que me eran ya tanconocidos— de Cayo PublioValens, el decurión romano.Echando un vistazo a la lista de

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nombres de origen latino queaparecían en las cuadrículas delárbol antes citado, comprendí contotal claridad de donde veníamos:Víctor, Nerea, Marcos, Julia,Emilio, Aurelia... Sentí una especie de alivioque calmó mi ánimo, al comprobarque quizá todo lo soñado podríaformar parte de un insólito caso deinconsciente colectivo junguiano—digamos de inequívoco ámbitofamiliar— que, por causa de algunaextraña circunstancia temporal

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aleatoria, se había manifestado enmí como último eslabón de lacadena, sin que existiera un motivodefinido...

* * *

Algunas noches veo retazos de todolo que viví en mis sueños; peroparecen lejanos y distantes, como simi mente hubiera puesto un velocasi opaco entre aquellos hechos yyo. Y es algo que me defiende delos horrores sufridos en esos días

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tan lejanos en la historia, a travésde los ojos de otro hombre que síestuvo allí para vivirlos ysupusieron su desgracia eterna.

Poco tiempo después, cayóen mis manos un periódico italianodonde se daba breve cuenta de unsuceso, sin explicación aún, quehabría ocurrido al parecer en lasruinas del palacio imperial deOctavio Augusto en Roma.

Un grupo de arqueólogos einvestigadores que trabajaban alanochecer en las estancias privadas

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de la familia del emperador —pararealizar las necesarias obras derestauración de las deterioradasbóvedas y los desgastados suelosmilenarios— escucharon, sin lugara dudas, lo que parecían pasos dealguien recorriendo el pasilloexterior a la sala donde seencontraban trabajando, a pesar dehallarse cerrado el recinto a lasvisitas a esa tardía hora. Con estupor vieron,apareciendo en el pórtico que dabaal lugar donde ellos estaban, un ser

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translúcido: un hombre anciano —con el cabello ralo y grisáceo, deporte noble y vestido con una toga ysencillas caligae, las sandaliasatadas con cintas— que les mirabafijamente, mientras gemíarepitiendo una y otra vez, con vozronca y profunda, en un arcaicopero inequívoco latín: —Legiones redde,Quintili Vare, legionesredde![17]«Veinte siglos antes, las legiones

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numeradas XVII, XVIII y XIX, bajoel mando del general Varo porexpresa designación del emperadorAugusto, fueron aniquiladas en eldenso bosque de Teutoburgo portribus germanas bajo el caudillajedel jefe querusco Arminio. Suságuilas imperiales, símbolossagrados en el ejército romano,fueron capturadas y escondidas enocultos altares del bosque, hechoque, unido a la pérdida de los casiveinte mil soldados, auxiliares,hombres, mujeres y niños que

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acompañaban al ejército, constituyóuna carga muy difícil de soportardurante el resto de la vida paradicho emperador, quienreiterativamente se lamentaba delaquel desastre que empañó sureinado; por otro lado, uno de losperiodos más brillantes de lahistoria de Roma».

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EL JEROGLÍFICODE EKTATON

“La muerte golpeará con su bieldoa quien ose turbar el sueño del

faraón”(Texto apócrifo de la tumba de Tut-

Ank-Amen, XVIIIª Dinastía)

1. Diario de Oriol

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La tarde olía al suave frescorsalado del estío junto al mar, y lospinares prestaban el aroma de suresina a ese ambiente mediterráneotan particular de la Costa Brava,mientras me dirigía a la casa delseñor Andreu Viladecans, en lapequeña ensenada a la que seasoma el bello pueblo costero dePort Lligat. No lejos de donde mehallaba se divisaban las extrañaschimeneas diseñadas por el genialpintor Dalí para el techo de suresidencia, cercana a la casa de mi

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anfitrión. Golpeé en la aldaba

metálica de estilo surrealista,mientras admiraba la blancura detodas aquellas casas que invitaban ala reflexión y el sosiego. Despuésde unos breves momentos de esperabajo el techadillo que protegía de laluz solar a las visitas, surgierondesde el fondo unos pasosamortiguados acercándose; lapuerta se entreabrió y asomó la carauna mujer en la cuarentena, con

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rasgos de haber sido una belleza ensu cercana juventud —según pudeestimar, con discreción— aunque elsol me deslumbraba la visión, y ellase hallaba medio oculta por lassombras del recibidor.

—¿Álex? —preguntó con elacento tan reconocible de su lenguamadre—. Soy Roser Dalt, quienatendió su llamada. Le espera donAndreu, haga el favor de seguirme... Asentí y entré en la casa,siguiendo a la mujer a través dediversas estancias. Tras cruzar un

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patio dominado por una hermosafuente central, que inundaba el lugarcon el frescor y el reconfortantesonido de su agua al caer, llegamosa una estancia decorada con lo queparecía toda una vida dedicada acoleccionar objetos adquiridos enlos más lejanos lugares de latierra... —La nostra visita haarribat, Andreu —dijo la mujer, alentrar en la sala. —Gràcies, Roser.Esperaba a nuestro invitado desde

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que terminé mi siesta... Mi interlocutor se hallabasentado leyendo en una silla alta demimbre, de espaldas a la puerta.Dejando el libro sobre una pequeñamesa de lectura que tenía a su lado,se giró hacia mí. —Benvingut, señor Dávila¿le apetece una limonada fría?, enesta casa somos muy aficionados aella, sabe —señaló, mientras meofrecía su mano, que estreché—. ¿Oprefiere quizá una copa de cava dela tierra?

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—El primer ofrecimientome viene perfecto señorViladecans, gracias. Probaré laespecialidad de la casa. Pero porfavor, llámeme Álex. —Como desee, pero metemo que en algún momento habréde preguntarle por su apellido;creo, sin lugar a equivocarme, queestá usted emparentado con algúnviejo título nobiliario castellano,abulense ¿no? —me sonrió conironía, y no pude menos que afirmarcon la cabeza. Su voz era la de un

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erudito que dominaba el arte de laelocuencia y el diálogo. —En efecto, mi apellido,Dávila, me delata, y supongo queusted posee profundosconocimientos de genealogía yheráldica. Me será grato contestar asus preguntas cuando quiera; aunquelos vínculos con mis parientes nopasan por muy buenos momentos enla actualidad, debido a ciertasdesavenencias sobre el legadohistórico familiar que no vienen alcaso ahora comentar, si me lo

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permite. —Por nada del mundo leimportunaría con ese tema; es ustedmi invitado ahora y podremoshablar sobre ello en confianzacuando lo estime conveniente, Álex,en algún momento futuro. LlámemeAndreu, por favor. Creo que enbreve, sin lugar a dudas, meenorgulleceré de contarle entre misamigos más cercanos. Roser desaparecióentonces camino de la cocina,supuse, y me quedé a solas con el

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hombre a quien deseaba visitar. Era Andreu una persona deedad avanzada aunque de aspectoviril a pesar de ello; con largo yrebelde cabello cano peinado haciaatrás; cejas prominentes que ledaban un aire de intelectualdescuidado, y una complexiónatlética sorprendente a pesar de suedad. Se apreciaba una miradainteligente y vivaz entre losmarcados surcos de las arrugas quecubrían su cara.

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Mientras miraba hacia elpasillo por donde desaparecía su,por lo visto, ama de llaves, exhalóun largo suspiro. —Es lo único bello quequeda en mi vida —me confesó—.Ella y el paisaje que me rodea…quizá también los suvenires de estahabitación de trabajo y placer, pueshe tenido la fortuna de que elsegundo naciera del primero, y estacolección de objetos lo atestigua —dijo, abarcando con su mano todolo que se podía ver a nuestro

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alrededor—. Todo aquello inútil einnecesario que atesoramos… ellujo, la riqueza… no pesa nada enla balanza de la vida al final, se loaseguro. Pero, por favor Álex, —continuó, cambiando radicalmentede tema— acerque ese sillón juntoal mío –señaló uno igual al suyo—y hablemos sobre el motivo de suvisita. Tomé asiento donde meindicaba, a su lado. —Creo que ya tiene unaidea —comencé—, de mi interés en

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poder revisar esa valiosainformación de contenido históricoque, cortésmente —debo aquíagradecerle— ha consentido enponer a mi disposición, a tenor dela llamada telefónica que tuvo laamabilidad de mantener conmigo lasemana pasada. Como sabrá —continué—, inicié hace unos mesesuna investigación sobre temasegipcios insólitos en la redacciónde la revista «Antigüedad &Enigmas», para la cual trabajocomo investigador bibliográfico, y

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mi jefe editorial, Jiménez-Alés, —creo que usted le conocerá comoreputado historiador de lascivilizaciones arcaicas— acabóinteresándose por mi labor,dándome plena libertad paraahondar todo lo posible trasconocer el asunto que me traía entremanos. Gracias a unas prolijasreferencias en la biografía delfamoso arqueólogo Villaescusa,cuyo texto pude examinar en la RealAcademia de la Historia, supe porprimera vez de la existencia de su

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antepasado, el notable ydesconocido Oriol Viladecans, y lohe estudiado en profundidad duranteeste tiempo, no le quepa la menorduda. Después, la fotografía de élen El Cairo llegó a mis manos porcasualidad —le enseñé la viejainstantánea en blanco y negro—, yaquí estoy… Andreu asintió con gestopensativo, como si algo hubieraremovido el pasado y pareciósumergirse en sus pensamientos,alejándose de mí. Tras unos

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instantes con la mirada perdida enel vacío, me dirigió la palabra. —Nunca sospeché que, alfinal, tendría que enseñar a alguienaquello que había llegado a mismanos por legado familiar desde laépoca de mi tío-abuelo Oriol.Espero que me comprenda; en mivida académica he publicado cercade una veintena de libros ymanuales, volúmenes técnicos aluso sobre cosas tangibles o,simplemente, elucubracionesfilosóficas mías basadas en la mera

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reflexión contemplativa; pero todasellas basadas siempre en miexperimentación y en el desarrolloprogramático de mis estudios; nadaen suma que escapara a la realidadmás íntima y cercana que merodeaba. Sin embargo, el diario queestoy a punto de mostrarle, para mí,—y le soy sincero— carece de todorigor científico, y no puedoasegurarle todavía si su redacción,casi novelada, no se debió enrealidad al periodo febril que vivió

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Oriol en su juventud en las riberasdel Nilo, tan fértiles como plagadasde mosquitos portadores de todotipo de enfermedades mortales, unlugar mágico para él, dondeimaginaba estar rodeado de todasuerte de misterios y maldicionesde la época faraónica…

Roser apareció en eseinstante con las bebidas y crucé conella una mirada inquisitiva. ¿Quéhacía una bella mujer como aquellaenterrada en vida con un ancianoque la doblaba en edad? Ésa es la

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eterna pregunta que nos hacemostodos los hombres al ver mujeresjóvenes al lado de insignes eruditosoctogenarios... ¿Buscan ellas tal vezesa figura culta paterna que notuvieron en su juventud? Enrealidad, al contrario, siempre hepodido constatar que eran féminasde un apreciable corte intelectual;atraídas más por la luz de lasabiduría de aquellos hombres queindudablemente por la llama de lapasión. —Gràcies, Roser –dije

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mientras tomaba de su mano la copade limonada fría como el hielo,rozándole el dorso; su piel cálidame trajo amargos recuerdos de unpasado cercano, que sepulté en lomás oculto de mi ser aún antes dereconocer el dolor de su presencia.Una sonrisa iluminó por un instantesu agraciado rostro, hecho que nopasó inadvertido para mi anfitrión.Girándose, la mujer desapareciócamino del patio de la fuente, conpaso firme y remarcado, mientrasnosotros volvíamos de nuevo a la

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conversación interrumpida. —Me gustaría pedirle unfavor, Álex, si pudieracomplacerme, claro está, —sumirada inquisitiva parecía poderatravesarme y otear en mi interior, yme sentí desconcertado por unmomento. —Roser no sale mucho deaquí —prosiguió— y, si fuera ustedtan amable, me gustaría que lainvitara a cenar, aquí en el puerto oen Cadaqués, donde prefiera; tengocuenta abierta en todos los buenos

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restaurantes de ambos lugares. Creoque se está apagando, siempre a milado y sin relacionarse con gentemás joven; le vendría bien tratarcon otras personas. Haynecesidades que no se puedenllenar únicamente con palabras.Ella es mi ayudante desde lajuventud; asimismo brillantearqueóloga y la historiadora máserudita entre todos los alumnos quehe tenido —noté su deseo deaclarármelo desde mi llegada a lacasa— y, por si fuera poco,

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organiza la extensa biblioteca queposeo, con miles de volúmenes,como puede ver a su alrededor; nocrea que me mueven otrasinclinaciones hacia ella, quierodejarlo bien claro. Incluso a veceses mi enfermera y ama de llaves, apesar de que aún vive con nosotrosEulalia, la verdadera ama, perolleva toda la vida a nuestro servicioy ya está muy mayor. —No hay ningún problemapor mi parte, Andreu. Nunca hagoascos a los manjares de una buena

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cocina como la de esta zona de lacosta. Además, Roser parece unamujer muy agradable; sin embargo,se muestra algo tímida, ¿no? —dije,aparentando total convencimiento,sin tenerlo. Aquello representaba lacita a ciegas más extraña de mivida. —No se preocupe, cuandotengan algo más de confianza seabrirá a usted, es muy comunicativaen realidad—. Si yo tuviera veinteaños menos, sería todo tandiferente...

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Noté un cierto tono deamargura en sus últimas palabras,pero pronto volvió a recobrar suentereza y prosiguió. —Ahora centrémonos enaquello que me preguntó porteléfono –dijo, mientras señalabaalgo que se hallaba alejado unosmetros de nosotros, en la penumbraal fondo de la estancia.Levantándose, me indicó que losiguiera. Nos dirigimos hacia dondeme indicaba —confieso que yo me

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hallaba expectante en grado sumo—, y Andreu pulsó un pequeñointerruptor disimulado en la pared.Un panel oculto a simple vista en eltabique frente al que noshallábamos se desplazó, abriéndosey dejando paso a una estancia conaspecto de sala de museo, cuyasparedes de obra enfoscadas conestuco blanco estaban recubiertaspor coloridos jeroglíficosbellamente perfilados, semejantes alos que decoraban algunas tumbas ytemplos egipcios. En el centro de la

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habitación, presidiéndola, se podíaver una especie de obelisco degranito gris bruno de cuatro caras,con la altura aproximada de unapersona, sustentado por lo queparecía una pirámide de cuarcitarosa de medio metro de altura, sinque llegara aquél a encajar porentero en la base, como si estuvierasuperpuesto provisionalmente. Encada uno de los lados del obeliscose hallaba inserta una estela dearenisca clara —con dibujosesculpidos en su superficie y

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tallada en forma de cartucho—hasta un total de tres, faltando lacuarta, cuyo hueco se hallaba vacío.El conjunto era iluminado por unaluz cenital blanca, que le otorgabaun aspecto mágico. La basepiramidal, cuya parte superiorestaba truncada para dejar encajarla pieza granítica grisácea, teníagrabados los textos funerariosjeroglíficos denominados«Amduat».[18] —Este es el famoso grupode estelas denominado

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«Jeroglíficos de Ektaton»—,como puede apreciar, dijo Andreu—. Lo tocó con su mano, y pareciócomo si la piedra le traspasaraalguna sensación intangible,espiritual, y se estableciera así unvínculo entre aquellos sumossacerdotes de la antigüedad querecitaban los salmos escritos en lapiedra y él. —En realidad es unareproducción, ¿no?, dije. Su mano se retiró de laestela como si se hubiera detenido

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la conexión con el pasado yquemara sus dedos. —A estas alturas de mivida —suspiró— las cosas dejande tener la importancia que teníanantes. ¿Podría guardarme unsecreto? Confío en su discreción, apesar de su oficio a caballo entreperiodista e investigador, no crea.Mi antepasado Oriol no trajo nuncanada consigo de Oriente Medio,África o Europa que no fueraauténtico, se lo puedo asegurar.Todo lo que ve a su alrededor es

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original —su mano abarcó todo elperímetro de la estancia—. Teníadinero y lo utilizó de la manera quemás le complacía, rodeándose detodos estos objetos de increíblebelleza y valor intrínseco, de losque he sido el depositario final yque pasarán a convertirse en museoa mi muerte, pues la vida me hadado todo menos descendenciadirecta, y no deseo que estacolección se desmiembreinnecesariamente mediante repartosde compromiso o sin sentido en

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litigios eternos por mi herencia. Mis ojos se posaron en labarca funeraria de un faraón muertomás de tres milenios atrás. Habíavisto una igual en el Museo Egipciode El Cairo, con el mismo númerode remeros y policromía decolores, tan definitoria de la manode un artista de aquella época. Mi anfitrión me miró,divertido. —Esta es la auténtica, nole quepa la menor duda. La falsa,una copia perfecta por supuesto,

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está durmiendo su sueño eterno enla urna de grueso vidrio del museocairota. Puedo asegurarle que Orioljamás cometió la indecencia detraficar con antigüedades; todasestas piezas fueron compradaslegalmente en el florecientemercado de arqueología que existíapor aquel entonces en la capital deEgipto. Miré en derredor y nopude calcular al valor de lasmúltiples piezas que allí se memostraban en todo su esplendor:

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Sumeria, Persia, Grecia y Roma,por citar algunas de lascivilizaciones principales, mecontemplaban desde el interior depesadas urnas de cristal. Al fondo, una puertaabierta dejaba entrever más figurasy cajas de embalaje, lo cualaseguraba con rotundidad queaquella colección privada sería másimponente si cabe de lo que podíaadmirar en aquella sala, una vez sehubiera terminado de completar suexposición.

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—Pues bien –Andreu medevolvió al presente—, Oriol sehizo, debido a una serie deinsospechados avatares, con elesplendoroso «Jeroglífico deEktaton», algo que deseaban losmejores arqueólogos de su época, alos que, como puede usted suponer,él conocía en persona. Pudodedicarse enteramente a satisfacersus deseos porque nuestra familiase hizo rica con diversas industriastextiles que florecieron por primeravez aquí, y él fue la persona que

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inauguró una nueva generación enlos Viladecans: la de losinvestigadores y viajeros. —¿Perteneció, si norecuerdo mal –hice memoria— a laaristocracia de grandesdescubridores del primer cuarto delsiglo pasado, no? —En efecto, fue el únicode nuestra tierra entre austriacos,ingleses, italianos y alemanes, perosiempre se mantuvo en segundoplano, prefería el anonimato; era, apesar de que parezca lo contrario,

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una persona introvertida. Vi en unaocasión una divertida foto en la queaparecen Lord Carnarvon y HowardCarter posando juntos mientrasparecen mantener una distendidaconversación; Oriol aparecesonriente en segundo plano,confundido entre los trabajadoresque excavaban la tumba deTutankamón y vestido como ellos,con turbante y túnica blanca; uno delos pocos occidentales que pudoasistir en primera persona a aquelfantástico descubrimiento, un hito

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de la arqueología en el Valle de losReyes; máxime estando vetada suentrada a casi todo el mundo enaquel tiempo, con la solaexcepción, como es lógico, de suscélebres descubridores británicos,sus invitados y algunas autoridadesegipcias. Pero esa época felizterminó de golpe para Oriol cuandoaceptó el encargo de la búsquedade un famoso colega italiano amigosuyo, el ahora célebre CésareAlessi, cuyo rastro se había

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volatilizado en Egipto el añoanterior —creo recordar del diario—, y tuvo conocimiento deldesgraciado final sobrevenido alitaliano; supongo que es ese elmotivo principal que le trae a mihogar hoy. Lo que me resultaextraordinario de veras es que mitío-abuelo se dejara sorprender porun fotógrafo anónimo en El Cairomientras adquiría una de las estelas;su verdadero tesoro. Ésa únicafotografía encontrada al azar porusted le ha abierto las puertas de

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esta casa y le ha dado derecho aconocer la historia vivida por OriolViladecans durante aquellos días, através de la lectura de su diario. Hede suponer que tengo su palabra deque no circulará ningún relato noautorizado por mí, una vez yocumpla con mi parte del trato. Asentí. Mi fascinación poresa historia hubiera puesto mi almaa recaudo de Mefisto, si de ellodependiera su conocimiento.

—Desde siempre healbergado —le expliqué— una

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creciente curiosidad por esosgrandes olvidados en la historia dela arqueología, que bien podrían serencabezados ahora, desde que loconozco, por Oriol Viladecans,acreditado investigador pero sinapenas referencias bibliográficasrelacionadas con él, a no serescuetas notas en los periódicos dela época y, cuál no sería misorpresa al hojear aquel ejemplarde la Gazzetta di Milano de1925 en la hemeroteca de mipublicación cuando —sonreí con

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satisfacción—, leyendo sobre elaniversario de la desaparición delos escaladores británicos Mallorye Irvine en el Himalaya el añoanterior me tropecé, al pie de lapágina, con esa foto de suantepasado, sosteniendo en elmercado de El Cairo una estelaegipcia desconocida para mí,apoyada sobre la trasera de unvetusto camión; junto a él sehallaban un joven de aparienciaeuropea y un comerciante árabe, atenor de su elaborada vestimenta y

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hallarse frente a lo que parecía laentrada de su comercio deantigüedades. Andreu se dirigió a suasiento y tomó un sorbo de labebida, —acto que yo imité, pues laansiedad había secado mi garganta— acomodándose con gesto decansancio. Sacó entonces de unamesilla a su lado un libro y me loofreció. Aquel volumen era, sinduda, de un valor incalculable. Merecordaba su textura a la de loscódices medievales hechos de piel

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de cordero nonato, como los quehabía tenido la oportunidad de tenerentre mis manos en mis pesquisasen los scriptorium de algunosmonasterios cistercienses.[19] —Ahora descansaré unrato, si no le importa; las fuerzasflaquean con la edad, ya tendráoportunidad de comprobarlocuando llegue el momento —dijo,mientras cerraba los ojos y serecostaba en su alto sillón—. Leruego lo lea íntegramente, y dejesus preguntas para el final; tendré

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entonces mucho gusto en aclararlealgún punto que usted considereequívoco o falto de explicación,aunque creo que no será así; lahistoria es lineal, sin entresijos quedificulten la total comprensión desu lectura. Me dispuse entonces aleer, con verdadera emoción, algoque estaba esperandofervientemente en las últimassemanas.

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Diario de Campo, Ciudad deAjetatón, Campaña Invierno de1924. Por Oriol Viladecans iFolch, arqueólogo-historiador. Tell-el-Amarna, Diciembre1924.- Cuaderno Primero Una inusitada ráfaga de vientome despertó en la noche; pormi rostro reptaban algunasperlas de sudor que, perezosas,resbalaban hacia la almohadaque sostenía el torbellino de

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mi mente. Era mi primerajornada en Amarna, cerca delas ruinas de Ektaton y por micabeza ya habían desfiladofaraones, bellas concubinas,columnas que se perdían en elcielo y los oscuros pasadizosdonde ofrendaban suspequeñas victimas aterradoressacerdotes.

Mis ojos fueronacostumbrándose a laoscuridad que me rodeaba, yapareció ante mí la grisácea

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tonalidad del techo de latienda, de donde no podíaapartar mi mirada, puesgradualmente tomaba forma unmacabro jeroglífico, que yotendría que descifrar...

La inquietud que mesobrecogía hallaba su razón deser en lo que la tarde anteriorhabía tenido ocasión de hojearde forma somera —elmanuscrito-diario del ProfesorCesare Alessi— desaparecidoen la confusa y accidentada

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campaña arqueológica del añoanterior —a finales de 1923—y cuya búsqueda me había sidoencomendada por susfamiliares en Europa,sabedores de la estrechaamistad que nos unía.

Alessi, eminentearqueólogo de la Universidadde Florencia, había realizadodiversas excavaciones en losúltimos años bajo elmecenazgo de varios museoseuropeos; pero las grandes

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inversiones realizadas porestos, frente a los exiguosresultados obtenidos en dichascampañas, tuvieron comoconsecuencia la retiradapaulatina de apoyo económico,lo que, unido a la quebrantadasalud del arqueólogo despuésde su prolongada exposición alos rigores del desierto egipcioen los años precedentes,habían mellado finalmente suinquebrantable voluntad, ysolicitó su reincorporación a

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la Cátedra de ArqueologíaEgipcia que años antes habíaabandonado.

Esta situación durópoco tiempo, pues el«Condottiero» MaurizioLombardi, impetuosoempresario y mecenasenamorado de las pasadascivilizaciones que poblaron elOriente Mediterráneo, lepropuso financiar una nuevaexpedición, con el acuerdosecreto de ser él el primero en

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recibir la noticia del hallazgoque perseguía Alessi desde sujuventud: la tumba del SumoSacerdote de Atón, Meryra, enEktaton, ciudad fundada por elfaraón Amenofis IV —tambiénllamado Akhenaton o Ijnaton—en un nuevo emplazamientojunto al Nilo al norte de laantigua capital, Tebas, cercadel lugar donde ahora seasientan los cimientos de laactual ciudad egipcia de Tell-el-Amarna.

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Ektaton, ciudadcreada ex profeso por dichofaraón para el culto exclusivoal disco solar —el dios Atón—fue apresuradamenteabandonada tras la muerte delrey hereje, y su frágil recuerdoolvidado bajo las arenas deldesierto, restableciéndose lacapitalidad del Imperio Nuevoa Tebas. A ello contribuyó, sinlugar a dudas, elenfrentamiento a muerte entrelas dos facciones del poder

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egipcio: en un lado sehallaban Akhenaton y su «diossol», —Atón—, y en el otro lossumos sacerdotes de los cultosdesplazados por el nuevofaraón a la muerte de su padre,Amenofis III, en lo quepodríamos denominar elenfrentamiento más sangrientoentre los partidarios de lasreligiones politeísta ymonoteísta; era algo similar alo sucedido en la época deMoisés: aquellos que acataban

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los diez mandamientos divinosfrente a los adoradores de losdioses paganos encarnados enel becerro de oro, según elAntiguo Testamento. Cómo intrigaron lossacerdotes de Ra, Amón, Ptah,Anubis o Hathor paradeshacerse del faraón herejehabía sido un enigma desde lostiempos de la XVIIIª dinastía;el resultado final empieza aser conocido ahora: elentronamiento del joven

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Semenkhare primero, y luegodel faraón-niño Tut, posibleshijos naturales ambos de suantecesor —Akhenaton—,gracias al descubrimiento dosaños atrás de la tumba delsegundo, en la que tuve elhonor —hace apenas ahoraunos meses— de podercolaborar con Howard Cartercomo asistente, en la época enla que la supuesta maldicióndel faraón empezaba a mermardicha excavación.

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Después de hallar latumba de Tut-Ank-Amen, Carternecesitaba de toda la ayudaque se le pudiera prestar y fuiaceptado como colaboradorpero, al poco tiempo decomenzar mi trabajo, comoalgunos visitantes de aquelsepulcro milenario, también yome vi afectado por algúnextraño tipo de mal que estabaescondido en aquella tumba y,tras un periodo febril devarias semanas, abandoné el

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insalubre ambiente del Valle delos Reyes, y me dirigí acompletar la misióninterrumpida de buscar alextraviado Alessi en Amarna.Al llegar allí recibí la tristenoticia de la muerte de LordCarnarvon, a consecuencia deuna septicemia provocada porla infección de una herida malcurada. Los médicos achacaronla desgracia a una picadura demosquito que fue abierta porla navaja de afeitado, pero

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todos conocíamos la existenciade una supuesta advertencia enlos sellos que cerraban laentrada al sepulcro del faraón,cuya traducción venía asignificar que quien osaraprofanar su morada eternapagaría las consecuencias.

Carter intentóaparentar en sus declaracionesa la prensa una estudiadaindiferencia frente a aquellossucesos luctuosos, pero élsabía muy bien —como ocurría

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con los demás relacionadoscon el hallazgo de la tumba—que ciertos rituales mágicosescapaban a nuestracomprensión como doctosarqueólogos. Antes o después,todos pagaremos por nuestrosactos... Aunque el viento del desiertohabía hecho sus estragos en alcampamento de Alessi desde elmomento de su desaparición,éste había tenido el cuidado de

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establecer el depósito de losobjetos y demás hallazgoshechos en la excavaciónrealizada en Ektaton dentro deun cubículo protegido de laintemperie; por desgracia, nose le ocurrió proveerlo de unapuerta con cerrojo queimpidiera el expolio de laspiezas valiosas. Allí seapilaban, revueltos, losdescubrimientos másvariopintos, tancaracterísticos de las

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excavaciones en Egipto:momias de monos y gatos,estatuillas «shauabtis»momiformes, casi grotescas ensus proporciones, tan propiasdel arte realista que sedesarrolló en aquella épocacuando reinó la XVIIIªdinastía, pequeñas figuras demadera, tronos antesrecubiertos con piedraspreciosas y finas láminas deoro en toda su superficie —yahora despojados de todo lo

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preciado que hubieran tenidoen su momento—, vasos deofrendas y canopos; en fin,restos de todo tipo de enseresque aparecían a diarioenterrados en aquel mar dearena de la excavación.Apoyadas contra una de lasparedes, rígidas y con losbrazos cruzados sobre elpecho, se encontraban variasmomias antropomorfas aúnrecubiertas por sus envolturasmortuorias. A la altura del

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corazón se apreciaban losagujeros que habíanpracticado los ladrones en susvendajes para robar losescarabajos de oro y piedraspreciosas que se depositabanallí durante el proceso demomificación en la llamadaCasa de la Muerte, que no eransino el antecedente de nuestrasempresas funerarias de hoy endía; aunque el tiempo depermanencia en aquella Casase dilataba unos dos meses,

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debido al lento proceso deembalsamamiento quepracticaban los egipcios. Todo aquello queencontramos parecía, enprincipio, imposible deorganizar, a no ser por laextensa relación que, de todoslos objetos encontrados, habíaescrito de su puño y letra elpropio Alessi. Fui repasandotodos los hallazgos y anotandosu existencia o no en eldepósito, en busca de una

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posible pista que arrojaraalguna luz sobre el inciertodestino del arqueólogoitaliano. Me centré en ver sifaltaban objetos valiosos: algomodelado en metales nobles oque todavía estuvierarecubierto con piedraspreciosas y pasta de vidrio;quizá algún papiro como losque se podían comprar en elmercado negro de ciudadescomo El Cairo o Luxor; untráfico ilegal de arte

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sustentado por familiasenteras que llevabansaqueando las tumbas realesdesde hacía variasgeneraciones, y cuyossiniestros miembros no sedetenían ante nada paraconseguir dicho objetivo.Famoso era ya en el siglopasado el clan Abd er Rassul,cuyos voraces y minuciosossaqueos de aquellosenterramientos inundaban losbazares y mercados de la zona

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con toda suerte de objetos deoro, plata, o cualquier otrapieza perteneciente a un ajuarfunerario real que pudiera serimaginada. Ninguna pista hallérecorriendo el listado en suspartes de objetos de culto oenseres de uso cotidiano ycomenzaba a desesperar delocalizar nada nuevo, cuandomis ojos repararon en unapéndice que Alessi habíaañadido al final, con una

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relación de los sarcófagos,estelas y figuras que no sehabían trasladado allí todavíapor su volumen, para nodeteriorar las paredesgrabadas de los templos o laspinturas murales de algunassepulturas encontradas. Ektaton, Enero, 1925.—Cuaderno Segundo Con aquella relación deobjetos en mi poder, me dirigí

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unos días después a laexcavación de la supuestatumba —pues no habíaconstancia de su nombre enaquel lugar— del sumosacerdote de Atón, Meryra,donde se hallaban ubicadostodos los hallazgos, y fuirevisando la existencia de losmismos uno a uno, acompañadopor un enviado del Muley o«Señor» de aquella zona delpaís, que había sido destacadopor éste a mi encuentro para

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tener noticias puntuales de misaveriguaciones al respecto. Encontré todo lomencionado en el apéndicefinal por el profesor; pero enel lugar donde debían estaremplazadas cuatro estelasfunerarias de piedra, conforma de cartucho y orientadassegún los puntos cardinales, nohabía nada, excepto unaespecie de monolito-obeliscode basalto de un metro dealtura y cuya base, de la

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misma longitud, era unareproducción de una pirámidetruncada realizada en cuarcitarosada, con toda la superficierecubierta por jeroglíficosgrabados con exquisita finura.Cada lado de la pirámide teníaen el centro un sol aladotallado en la piedra. En cadacara del obelisco superior sepodía percibir la forma de unhueco primorosamente talladodonde debería situarse cadaestela —supuse—, pero no

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había rastro de ninguna deellas. (He realizado un dibujo—pintado sobre papiro conpluma de escriba— imaginandoel aspecto final que deberíatener esta maravilla del arteegipcio, que incluyo acontinuación, porque creo queesta es la mejor manera demostrar la magnificencia de lapieza en su conjunto).

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Obelisco piramidal de Huya[20]

Por los restos en losdiversos sellos que cerrabanlas puertas conducentes a las

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diversas estancias interiores ylos jeroglíficos grabados envarias partes de aquelmausoleo, Alessi mencionabaque aquella tumba tambiénpodría pertenecer a Pentu,médico personal del rey oquizá a Huya, el tesorero real;ambos se contaban entre losprincipales cortesanos delfaraón hereje Akhenaton;aunque el profesor seinclinaba por la pertenencia alsegundo de ellos, el supervisor

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del tesoro. Lo que hacíaexcepcionales a esas estelas depiedra era la anotación almargen de Alessi, dando cuentade que aquella tumba habíasido visitada y trasmitido elcontenido de su interior anosotros, en sus magníficasláminas a color, por eldibujante inglés del siglo XIXDavid Roberts, durante suviaje por el país del Nilo yNubia.

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A continuación, elitaliano, con su mejor estilo,había dibujado las tres estelasque se podían distinguir en losgrabados del anglosajón,realizados en su visita a estatumba, y hoy definitivamenteperdidos en las edicionesactuales de su obra. Pocodespués de la estancia deldibujante británico, una fuertetormenta de arena del desiertoocultó de nuevo la entrada delmausoleo, que no fue

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descubierto hasta medio siglodespués, cuando losegiptólogos germanoscomenzaron las excavacionesque condujeron al hallazgo delas famosas «Cartas deAmarna». La primera de las tresestelas mostraba unasecuencia de hechos reseñablesde la vida del cortesano Huyaen su vida anterior en lacapital del reino, Tebas. Lasegunda mostraba toda una

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serie de escenas alegóricas delculto al nuevo dios Atón. Lasiguiente estela, y tercera,mostraba de nuevo alfuncionario real Huya en suvida al servicio del faraónAkhenaton, como contable yconsejero real. Las figurasesculpidas en las piedras, sudisposición y simbología, eranconsecuentes con todo lodescubierto en Ektaton, ciudadconstruida —sin techo algunovisible como característica

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principal— para alabar laomnipresencia de Atón en todoedificio y lugar de culto, opara mostrar la bondad deAkhenaton como mediadorentre el disco solar —comocreador de la vida— y suscreyentes. El enigma era que noquedaba vestigio alguno de lacuarta y última estela, siendoésta la que, en principio, Huyahabría dedicado al legadoespiritual y material a su

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familia y descendientes, atenor de lo descubierto entumbas similares de noblesegipcios en otras partes delreino. A partir de esemomento me propuse averiguarque había sido de aquellasestelas y el porqué del sumointerés del profesor sobre suparadero. Me inquietaba elhecho de que pudieran habersido la causa de sudesaparición y que yo podría

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seguir sus pasos en esesentido, pues los enigmas deeste tipo son, para nosotros losarqueólogos, la más fuerte delas pulsiones. Quedamoshipnotizados y bajo su hechizo,tal como les ocurría a losciudadanos chinos queencontré en los fumaderos deopio cuando visité Shanghái:indolentes, atrapados en susviajes sin final, a merced de ladroga que consumía sus mentesy vidas; eso es lo que

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representa para nosotros unenigma arcaico no resuelto. Ante todo, debíaorganizarme y saber hasta quépunto había avanzado CesareAlessi. Las pistas me dirigíancon toda probabilidad hacialos habituales merodeadores detumbas quienes, habiendo oídohablar de las nuevasexcavaciones emprendidas porel egiptólogo italiano, habríanagudizado de nuevo sussentidos para asaltar aquellas

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tumbas no ultrajadas antes yrepletas, en su imaginación, delas más valiosas joyas de losfaraones extintos. Conocía el profesor,en el bazar de Amarna —segúnencontré anotado entre suspapeles—, al dueño de una delas principales tiendas deantigüedades, Mohammed elBahari, quien me proporcionóvaliosas informaciones alrespecto cuando lo visité en suestablecimiento.

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Me dijo enconfidencia el anticuario que,en efecto, pocos días despuésde la noticia de la inexplicableausencia de Alessi, miembrosde un peligroso clan, «ElGaffer», se habían presentadoen su comercio con diversosobjetos de gran valor —cuyadescripción curiosamentecoincidía con los que faltabanen el listado en mi poder—.Entre aquellas piezas ocultasen un carro bajo una lona,

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reconoció el comercianteamarniense las tres estelas-cartucho que yo habíadibujado, pero añadió —congran satisfacción para mí—que además había una cuartapieza de piedra igual a lasanteriores; pero no recordabacon exactitud todos losjeroglíficos que en ellaestaban grabados. Cogiendo uncálamo de escriba y conexquisita caligrafía, dibujó uncartucho donde se podían

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contemplar las planas figurasdel funcionario Huya y de losmiembros de su familia: unamujer y tres niños, así comolos símbolos de la fortuna yuna tumba en forma piramidal.Había inscritos otros pequeñossignos y figuras, pero no lospodía precisar. Con todo, erauna fuente inestimable parareconocer la cuarta piedradesaparecida, si es que lallegaba a tener alguna vezentre mis manos.

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Lo que en principio seme antojaba una ardua tarea —al desconocer cómo podríallegar hasta aquel clan deladrones de tumbas— se pudosolucionar de la manera másfácil gracias a la ayuda delanticuario Mohammed, quiense prestó a mediar entreaquellos y yo. Al atardecer deldía siguiente —solos a surequerimiento, para noespantar a aquel clan demalhechores— nos dirigimos el

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anticuario y yo, en eldestartalado camión «Ford T»que usaba para mi trabajo enel desierto, hacía un lugarremoto en el confín de lasexcavaciones de la ciudad delfaraón Akhenaton, donde sehallaban ubicadas las tumbasde los funcionarios reales.Abandonamos el vehículocuando el camino se hizoimpracticable; tras una brevecaminata entre pedregales yarena nos asomamos a la

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entrada descendente de una delas muchas tumbas sin númeroni nombre que hay en aquellugar, y entonces ocurrió algoque me sigue pareciendoincreíble mientras escriboesto. Mi acompañante gritóalgo en su lengua que no pudeentender hacía lasprofundidades de la inhóspitagruta; al cabo de unossegundos empezaron aaparecer una serie de

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grotescos personajes en laentrada de aquel sepulcromilenario donde se ocultaban,lejos de las garras de lajusticia egipcia. Mohammed yadebía haberles hecho llegaralguna noticia sobre el objetode nuestra visita, pues cuatrode ellos portaban un gruesoserón, tapado con un lienzo deuna especie de sarga común,una clase de tela ceremonialdecorada que yo había vistocon anterioridad en algunas

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tumbas de la zona. Depositaron antenosotros el pesado cargamentoy retiraron la tela que locubría. Pude atisbar entoncesuno de los cartuchos pétreosperdidos, en magnífico estadode conservación. Mi corazóndelator se aceleró ante lavisión de la pieza milenariaaún revestida de su coloridooriginal, pero pude dominarmis emociones dada la tensasituación en que nos

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encontrábamos. Algunos deaquellos hombres portabanviejos fusiles ingleses delejército colonial; aunque suactitud no era especialmenteamenazante hacia nosotros.Mohammed preguntó por lasrestantes estelas que faltabany los ladrones le contestaronque, después de visitarle a él yser rechazados, fueron a ElCairo, donde otro anticuariomenos escrupuloso lesconsiguió varios clientes para

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los objetos encontrados en latumba del funcionario realHuya.

Por sus indicaciones, elanticuario dedujo los nombresde dos: el germano LeopoldSchmidt y el británico JohnAllan Barber, conocidostambién por todos los tratantesde arte egipcio como pseudo-arqueólogos y, sobre todo,suministradores de todo tipode reliquias antiguas para losmuseos y colecciones privadas

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de sus respectivos países,bordeando siempre los límitesde la legalidad. Los hermanos «ElGaffer» me entregaronentonces la piedra grabadaque habíamos venidobuscando, pero no quisieronnada a cambio, negándosetodos con una franca sonrisaque, al cabo, no los hacíaparecer tan fieros. Supuse quedebían a mi acompañanteMohammed algún favor

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significativo, siendo como eranen realidad unos pobresproscritos que comerciabancon lo único existente a sudisposición para podersubsistir; escondidos en unlugar de soledad y muertecomo aquél. Les di, a pesar detodo, algún dinero que llevabaencima, y tras despedirnosconduje de vuelta a la ciudadsin dejar de pensar en ello.Ahora sabía dónde debíadirigirme para recuperar al

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menos dos de las tres estelasrestantes; aunque desconocíael destino de la cuarta, queincluso podía haberdesparecido en el transcursode aquellos 3.200 años que laseparaban de mí, y con ella laresolución de aquel enigma. Varios días después, cuandoconcluí mis quehaceres paradejar todo en orden yprotegido en la ahoraabandonada excavación del

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profesor Alessi, mediante lacolocación de una puerta-verjade hierro en el depósitocontinente de todos los objetosencontrados por él —como laque había visto colocar aCarter en la tumba del faraónniño Tut-Ank-Amen—, yhaciendo entrega de las llavesal enviado del Muley, elanticuario Mohammed y yo nosdirigimos en el camión haciaEl Cairo. En una tienda del

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bazar de la ciudad, repleta depapiros, figuras y todo tipo derestos de esculturas, nosesperaba su dueño, Abdul-Azîm, hombre de miradaesquiva y semblantedesagradable, que contrastabacon el aspecto pícnico ybonachón de mi acompañantede Amarna. A losrequerimientos de éste enárabe, el cairota negó con lacabeza varias veces conocer elparadero ni tener nada que ver

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con las estelas que noshallábamos buscando. Atraída por laconversación, surgió del fondode la tienda una joven, derasgos tan exquisitos, que noparecía poder ser hija de aquelhombre con el que discutíamos,pero que como tal nos fuepresentada antes de devolverlacon un ademán al interior delcomercio, pues no deseaba suhosco padre verla presente enla discusión sobre aquel tema

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que tratábamos, y Haida —aquel bello nombre era al querespondía la muchacha— algocontrariada pero sumisa, comolo son por su cultura todas lasmujeres árabes que heconocido, se despidió denosotros y desapareció detrásde una cortina. En supresencia, el tono de Abdul sehabía suavizado un tanto pero,aunque algo más distendido ensu parla, nos despidió sinaclararnos el destino de los

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cartuchos pétreos objeto denuestra búsqueda. Mientras salíamospor la puerta, contrariadocomo estaba por el fracaso ennuestras pesquisas, me girésobre mis pasos de golpe y lepregunté si había recibido lavisita de un hombre mayor, conbarba y de pelo cano, tocadocon un casco «salacot» beige—estaba retratando condetalle al profesor Alessi—,aunque estaba seguro de que

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ya le conocería de antemano,porque la comunidad científicaen el país de las pirámides eramuy reducida, y pocos éramoslos occidentales quecomprábamos en los bazaresobjetos de la época faraónica. Aquella pregunta locogió desprevenido y, a pesarde su apresurada negativa,pude apreciar que el italianohabía estado en aquelestablecimiento antes —sinduda alguna ahora por mi

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parte— para informarse sobreel paradero de las estelas.

Encajando las diversasp i e z a s , empezaba a hacermeuna idea clara de lo que podíahaber sucedido. Miembros delclan «El Gaffer», comoindicaban las pruebas, sehabían infiltrado entre lasdecenas de trabajadores queayudaban en las diversasexcavaciones de Ektaton y, enalgún momento de descuido,habían robado todo aquello

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que pudieron del depósitodonde se hallaba lodescubierto en la tumba deHuya; objetos de los que ni tansiquiera quedaba constanciaen el listado de hallazgos en latumba, a no ser aquellaspiedras grabadas con forma decartucho, que se habíanconvertido en el verdaderotesoro de aquella sepultura, yde las que el profesor Alessihabía tomado notacuidadosamente al tener

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noticia de su posibleexistencia, gracias a losgrabados del británicoRoberts. Al llegar de nuevoaquella noche a mi residenciaen Amarna, me encontré con lagrata sorpresa de hallaresperándome en ella a Paolo,uno de los estudiantes yayudantes de Alessi que, en lascampañas de invierno,colaboraban con el profesor.El muchacho era uno de los

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numerosos hijos varones deLombardi, mecenas de aquellaexcavación, y el joven siemprese mostró digno alumno de lasenseñanzas de su mentordesaparecido. A diferencia delresto de sus compañeros, élhabía permanecido en Egiptointentando hallar alguna pistaque le condujera hacia suestimado maestro pero, trasuna búsqueda infructuosa, supadre le requería de vuelta aItalia. Traía Paolo bajo el

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brazo toda la documentaciónde Alessi que obraba en supoder, y se despidió de mí paravolver a El Cairo, desde dondepocos días después regresaríaa su patria.

Aquella noche serepitieron los sueños que tuveen la tienda de campaña deAlessi en la excavación deEktaton el día de mi llegada(donde no pensaba volver adormir nunca más, por motivosde seguridad obvios) y, en

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estado noctámbulo por elcansancio del día, volví alsalón donde había estado conPaolo pocas horasantes. No sé si fuecasualidad o es que algo bullíaen mi cerebro aquellamadrugada; pero me puse arevisar toda lacorrespondencia de Alessi queme había entregado Paolo.Mezcladas entre todos losdocumentos había diversas

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cartas dirigidas a diversosdestinatarios en Europa y, cuálno sería mi sorpresa, cuandoencontré una misiva dirigida amí, franqueada con expresaentrega en mano. Nohallándome entonces en micasa de Port-Lligat, había sidodevuelta a origen sin abrir. Enla carta el profesor merelataba el hallazgo de latumba de Huya y, sobre todo,de un papiro de puño y letradel mismo funcionario real,

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pues como es sabido, salvoalgunas excepciones, todos losaltos cargos en el periodofaraónico eran o debían habersido escribas antes para poderser aceptados en las castassuperiores. En el documento seleían largas advertencias a sufamilia sobre el buen gobiernode la hacienda a su muerte, ysus instrucciones para su viajeal Más Allá, mostrando sudeseo de ser embalsamadomediante el ritual

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acostumbrado en la Casa de laMuerte.

Asimismo se recogía suexplícita intención de serenterrado con la fortuna queacumuló en vida para poderdisfrutarla en su existenciafutura.

Acompañaban estaescritura jeroglíficamanuscrita varios dibujos decartuchos —las cuatro estelas—, así como un concisopárrafo final recopilatorio de

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todos sus mandatos que,traducido, venía a decir losiguiente:

«Huya, gran funcionarioreal de la casa del faraónAmenhotep, cuarto con estenombre, Akhenaton,agradable a Atón / Deseaque su estirpe le recuerdeen la eternidad / Para ellohace entrega de loscartuchos correspondientesa sus descendientes /

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Juntos harán brillar denuevo la luz de Atón, diossupremo en el Cielo y en laTierra para todos loshombres».

Había algunos signosmás que restaban por traducirpara completar la lecturacompleta del documento. Tresde los cartuchos conteníanjeroglíficos, no así el cuarto,cuyo contenido había sidoborrado con todo cuidado.

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Lo que leí acontinuación me llenó dehonda preocupación. Alessi,con la salud quebrantada porlos rigores del desierto, decíahaber entrado en contacto condos arqueólogos que leayudarían a partir deentonces: los señores Schmidty Barber, de los cuales mehacía notar sus grandescualidades, pues conocían enprofundidad todo lo referenteal arte egipcio en sus diversas

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vertientes, «como yo pordesgracia ya conocía», pensé.

A continuación, elprofesor italiano se despedíade mí, no sin antesrecomendarme visitarle en laexcavación de Ektaton, dondepodría alojarme en su tiendade campaña y enseñarme enpersona el papiro delfuncionario real. Cada paso queadelantaba en mi búsquedaperfilaba ante mí, con más

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precisión si cabía, lo quehabía podido ocurrirle. Elprofesor había confiado enaquellos dos hombres sinescrúpulos, sin saber hasta quépunto corría peligro su vida.La imagen que se merepresentaba en la imaginaciónera de insondable temorrespecto a su destino final,pues casi con enteracertidumbre lo único buscadopor los supuestos“arqueólogos” Schmidt y

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Barber era hacerse con eltesoro que pudiera haber sidoenterrado en el sepulcro deHuya o, en su defecto, vendertodos los objetos de menorvalor hallados en aquellatumba que llevaba oculta ycerrada más de tres milenios.

* * *

2. Búsqueda de Alessi

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Hondamente impresionado por loque había leído, cerré el diario y lodeposité en la pequeña mesa queme separaba de Andreu. Éstedormitaba desde hacía un rato conla cabeza reposando sobre el altorespaldo de su sillón. Salí con sigilo de laestancia para no molestarle, ydeambulé sin rumbo por la casahasta llegar al patio donde manabael agua de una fuente de aspectomesopotámico, coronada por elsuave verdor de algunas plantas

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acuáticas que imitaban a pequeñossauces, y que colgaban de losdiversos niveles de sus pilas enescalón. Reparé en las diversaspuertas acristaladas que daban alrecinto cerrado y descubrí en unade ellas a Roser, que estudiaba conuna potente lupa algunos objetosdesplegados sobre su mesa, almismo tiempo que tomabaanotaciones sobre ellos. Las finasgafas de pasta le daban un aireintelectual no exento de cierto

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atractivo, enfundada en su batablanca de investigadora y el cabellorecogido en un moño ocasional, conun afilado lápiz de dibujoatravesándolo como sujeción.

Al descubrirmeobservándola, me hizo un ademáncon la mano, indicándome queentrara en su despacho. —Andreu está acostado ensu sillón y no he queridodespertarlo —me disculpé al entrar—. Ya sé que no es muy tarde ylamento esta interrupción en su

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trabajo, pero ha llegado para mí elmomento de abandonar la lecturadel diario de Oriol por hoy. Megustaría que me recomendara unrestaurante por la zona y, si no esmucho atrevimiento por mi parte,me sería muy grato invitarla acenar, si es que puede dejar lo quetiene entre manos por un par dehoras... Roser, favorablementesorprendida por mi atrevido yespontáneo ofrecimiento, llamó aEulalia por el teléfono interno,

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dándole algunas instrucciones parala cena del señor Viladecans, comole denominaban al parecer cuandohablaban entre ellas y,disculpándose ante mí, se dirigió asu habitación para cambiarse parala cena. Me recomendó esperarle enun despacho adyacente al suyo, queme resultaría de gran agrado, segúndijo. Aquella habitación resultóun verdadero descubrimiento, pueslas paredes se hallaban cubiertaspor alargadas vitrinas de grueso

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cristal, de una cuarta aproximada deprofundidad cada una, quealbergaban diversos códicesmedievales abiertos por páginassabiamente escogidas, las cualesmostraban sus contenidos másespectaculares: márgenes de páginas iluminados con voluptuososy coloridos dibujos de fabulosasfiguras zoomórficas; hercúleosdioses de las pretéritas épocasmitológicas, y textos religiosos debella caligrafía como complemento,teniendo en cuenta las rudimentarias

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técnicas y medios de escritura—solo mediante el uso de pluma ytinta— de la época bajo-medieval ala que pertenecían. El orden queseguían los ejemplares eracronológico y sus temas, singulares:un ejemplar en pergamino con unade las primeras copias del Cantardel Mío Cid, un borrador en inglésantiguo de un estilo similar a laCarta Magna, diversos códices quecontenían Cantares de Gesta,Breviarios de Santos y algunoslibros mejor o peor conservados

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sobre la Ruta Jacobea, escritos porperegrinos germanos, valones ofrancos, cuya supuesta existencia yosolo conocía por conferencias deexpertos sobre el tema a las quehabía podido asistir en los salonesde las diversas instituciones, denuevo cuño todavía, que dedicansus esfuerzos al mantenimiento denuestro inmenso legado de castillos,catedrales y monasterios. Comprendí que el absolutosilencio mantenido hasta el día dehoy por la familia Viladecans sobre

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las colecciones que atesoraba era elmejor sistema para que pudieranperdurar en el tiempo; aunquesiempre se me había planteado laduda filosófica y moral sobre si eralícito ocultar al conocimientogeneral la existencia de estostesoros, en pro de salvarlos de losdesatinos que habían ocurrido,intermitentes, a lo largo de nuestrahistoria —con resultados tandestructivos para nuestropatrimonio—, o si bien constituíanal final un mero ejercicio de

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disfrute en privado de esa belleza;una de las más oscuras vertientesdel egoísmo intelectual. Una presencia a miespalda vino a sacarme de mispensamientos y girándome, meencaré con alguien no del tododesconocido en su esencia. Lasombra de una enigmática mujer,con un vestido de vaporoso diseñoy la melena suelta, caminaba haciamí a contraluz desde la entrada delpatio. Al llegar bajo la primeralámpara que iluminaba la estancia

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se produjo el milagro, y la siluetase transfiguró en la ayudante deAndreu, Roser. Una sonrisa maliciosaapareció en su rostro al observar elefecto que su cambio de atuendohabía obrado en mí. Su aspecto, tanjuvenil ahora, contrastaba con labarba incipiente que asomaba en mirostro y el semblante blanquecinode mi piel, resultado final de tantashoras bajo la luz eléctricarebuscando misterios entreexpedientes y legajos en la

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redacción. —Lamento no poder estara la altura de las circunstancias —intenté disculparme—. Estás máscerca de parecer mi hija que miacompañante, y hermosa de verdad,te lo aseguro. —Gracias Álex, por elcumplido y por la compañía. Hacíatiempo que no tenía la oportunidadde arreglarme un poco para salir acenar —sonrió, divertida por miexcusa—. Dicho esto yofreciéndome el brazo, salimos al

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patio, iluminado cada vez mástenuemente por los últimos rayosdel sol. Recorrimos las callejuelasque conducían al puerto deCadaqués, desde donde sedominaba el cabo de Creus, hastallegar al restaurante Es Baluard;allí cenamos en una grata veladaestival mediterránea: un lugardonde los atardeceres refrescan eltórrido ambiente y la noche se llenade toda suerte de colores, fruto dela mezcla entre el azul oscuro del

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agua y la tierra ocre cetrina. Y elsuave aroma de la resina de lospinares cercanos a la orillaimpregnando el aire, suspendida,diluyéndose en armonía con elsalitre que aún se evapora de lamar cálida, tan cercana a nuestrossentidos; ese Mare Nostrumromano cuyo oleaje se intuye másque se ve en la negrura de la noche. Al terminar, salimos alpaseo retornando en silencio haciala casa. Caminamos descalzossobre la arena de la pequeña playa

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de Port Lligat, entre la espuma delagua que salpicaba desde laspequeñas olas rompiendo sobre laribera. Roser tropezó en laoscuridad y se asió de mi muñecapara evitar caer al suelo. A pesardel sobresalto, ninguno de los dosretiró su mano, y continuamos así elresto del paseo por la caleta,mientras conversábamos sobredioses, sabios y tumbas, temascomunes y tan caros para ambos. Al llegar a la puerta, hiceademán de despedirme para

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regresar a mi hotel en el pueblo,pero Roser me detuvo. —Le he pedido a Eulaliaque te prepare la habitación deinvitados, Álex, —me dijo mientrasabría con suavidad el portón deentrada, pues parecía no quererdespertar a los habitantes de la casaen el silencio de la noche—. Ven, teacompañaré hasta ella… —susurró,volviéndose hacia mí. Caminé tras sus pasosescaleras arriba y, aquella noche, lahubiera seguido hasta el mismo

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centro del azul e indescifrableMediterráneo, «si ella me lohubiese pedido», pensé.

Cuando entramos en lahabitación, la brisa racheada delmar agitaba los delicados visillosde lino egipcio, que dejaban pasar através de su liviano tejido losazulados rayos lunares desde elbalcón entreabierto. Roser, consuavidad, cerró la puerta tras de síapoyando su espalda contra lamadera y, en completo sigilo, sinapenas rozar el suelo, se acercó y

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me tomó de las manos...

* * *

El Cairo, Febrero, 1925.—Cuaderno Tercero Hoy, día 15, he de hacer dosanotaciones de interés en estediario. Cada una de ellas es deun matiz muy diferente, pienso,mientras ajusto con dolor lavenda que me comprime elbrazo izquierdo.

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Por la mañana visitéal ayudante adjunto al directordel servicio de antigüedadesde El Cairo, Monsieur Hassan,para informarle de loshallazgos de Alessi y suposible traslado al MuseoEgipcio que se estáconsolidando en esta ciudad,sobre todo desde eldescubrimiento de losmagníficos tesoros ocultos enla tumba del rey Tut por partede Carter y Carnarvon. El

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presidente electo, SaadZaghlul, al que tuve el honorde conocer hace unos meses enuna recepción, era también unfirme propugnador de estaidea, que daría un nuevoimpulso a la defensa dellegado histórico de esta tierradonde se erigía la granpirámide de Cheops, la últimade las siete maravillas delMundo Antiguo que se hallabaen pie. Con ello esperabaZaghlul detener también a su

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vez el expolio al que habíasido sometido el patrimonioheredado desde los tiempos delos faraones; pero temí que susideas tan radicales acerca delos demás temas políticos delos que tuve la oportunidad decomentar con él, y sobre todosu rechazo frontal a la cadavez mayor presencia occidentalen su país, acabaranprecipitando la caída de sugobierno antes o después. Dehecho, apenas hablamos solo

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unos minutos y me abandonósin más. Durante nuestraconversación, MonsieurHassan me hizo partícipe deuna valiosa información unavez le hube puesto enantecedentes sobre lo sucedidoal profesor Alessi. Los dossupuestos arqueólogos, señoresSchmidt y Barber, a los que yamantenían bajo vigilanciadesde tiempo atrás, se habíanvisto afectados por el mal de

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las cavernas (producido, segúnse cree, por algún tipo dehongo o gas acumulado en lastumbas cerradas durantemilenios), falleciendo elalemán en el hospital deextranjeros de la ciudad. Elinglés, muy afectado por ladolencia, decidió dirigirse alpuerto de Alejandría parapartir hacia su país, con laintención, suponía miinterlocutor, de poder morir ensu tierra natal al notarse

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incapaz de superar laenfermedad, mortal en laactualidad hasta donde seconoce. El cuerpo de Schmidt,junto a sus pertenencias,fueron repatriados por suconsulado con destino aBerlín, donde tenía establecidasu residencia. Dejaba viuda sinhijos allí, al parecer. Conocíatambién el funcionario egipciode la posible partida por mardel inglés y que factiblementehubiera llegado a su destino,

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al no tener noticias de su óbitoen suelo egipcio. Afincado enYorkshire, según constaba ensu visado de entrada en elpaís, pertenecía a una ricafamilia de terratenientes.Monsieur Hassan me facilitóasimismo sus direccionesrespectivas, sabiendo laestrecha relación que podíantener aquellos dos individuosen el caso de la desapariciónde Alessi. De igual manera me

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puso en contacto con el jefe depolicía del distrito al quepertenecía la ciudad deAmarna, quien me acompañaríaen lo sucesivo en la búsquedadel profesor, ahora queteníamos fundadas sospechasde que fue asesinado por losdos falsos arqueólogos, o porlo menos de la supuestaparticipación de ambos en elcaso. Por la tarde,acompañado por Paolo (que en

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dos días partiría rumbo devuelta a su casa en Italia), meacerqué por segunda vez a latienda del anticuario Abdul-Azîm, pues era él una de lasúltimas personas que vio alprofesor Lombardi, y yo estabaseguro de que me ocultabaalgo, como pude intuir en miúltima visita. Según llegábamos asu comercio, en una callejuelaadyacente, oímos unos sollozosapagados y una especie de

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forcejeo amortiguado. Cuál nosería nuestra sorpresa aldescubrir a dos delincuentesque intentaban abusar de unajoven, protegidos de miradasindiscretas, en el interior deun sucio portal de unavivienda abandonada.

Sacando del chaleco mipequeño revólver de tambor,del que ya no me separaba porprecaución, comenzamos Paoloy yo a gritar hacía la calleprincipal, dando cuenta al

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vecindario del execrablecrimen que allí se estabacometiendo. Los truhanes,viéndose sorprendidos «infraganti» en su fechoría, seenfrentaron a nosotros con unpar de enormes puñales curvosque aparecieron en sus manoscomo surgidos de la nada pero,al descubrir mi pistola,recapacitaron y lanzándomeuno de ellos una puñalada queme cortó la manga y me hiriólevemente el brazo izquierdo,

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se escabulleron por el fondo dela callejuela mientras nosotrosnos acercábamos a socorrer ala muchacha. Con granasombro, descubrimos queaquella no era otra que larecatada Haida, a cuyo esquivopadre nos disponíamos avisitar. Acompañada devarias mujeres, la chica, entresollozos nos agradecía sinparar la ayuda que lehabíamos prestado mientras

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relataba como, por error ypara acortar camino enaquella tarde calurosa, habíaatajado por aquella callejuelade casas vacías, siendosorprendida por aquellos doshombres que habían intentadoviolarla. No los conocía denada y no dijeron palabraalguna, no pudiendoaveriguarse su origen oprocedencia. Tan pronto como supadre conoció de labios de la

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joven lo ocurrido, se deshizoen toda clase de ofrecimientosy parabienes hacia nosotros, ycontestó sin reparo a mispreguntas mientras Haidavendaba con todo su esmero mibrazo, que aún sangraba.Paolo, a mi lado, se mostrabasorprendido por la belleza demi enfermera, y ella no podíadisimular que se hallabacomplacida por las tímidasmiradas de mi joven colegaitaliano, ciertamente bien

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parecido. Nos confirmóentonces Abdul-Azîm que, enefecto, Alessi había estadoallí, acompañado por doscaballeros europeos —germanoy anglosajón, según habíareconocido por sus acentosrespectivos—, y le habíanmostrado un papiro de unfuncionario real de AmenhotepIV, un tal Huya, cuyo nombreen jeroglífico se veía en variaspartes del mismo. El profesor

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italiano le preguntó entonces,en confianza, si alguien de losclanes dedicados a esquilmartumbas se había dejado caerpor allí con algún objeto quetuviera procedencia de esatumba. El anticuario lecontestó —según nos afirmó,rotundo— que no habíarecibido ningún ofrecimientode objeto funerario alguno conesas características enparticular. Ello provocó unasonrisa de satisfacción en los

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tres hombres que, apenas sindespedirse, abandonaron sucomercio y jamás los habíavuelto a ver desde entonces. Supo tiempo después,por un comerciante con quienmantenía una cierta amistad,que el alemán, Schmidt, conrasgos de estar muy enfermo,había aparecido en la tiendade aquél en el bazar, con unafotografía de una estela depiedra inusual —ese dato eramuy valioso para nosotros y

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Abdul-Azîm me facilitó ladirección de dicho comercio,adonde nos dirigiríamos loantes posible, pues se tratabade uno de los cartuchospétreos que buscábamos—. Nonos pudo concretar si elanticuario amigo rechazó lacompra de la estela o no, eraalgo que deberíamos averiguarpor nosotros mismos; cabríatambién la posibilidad de quela piedra siguiera en poder delgermano.

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Nos despedimos delanticuario, y elagradecimiento que sedibujaba en su rostro me llenóde una honda satisfacción.Parecía no saber cómo podermostrarnos toda su gratitud,pues Haida era su máspreciado tesoro y la joven nosmiraba desde la vera de supadre, sana y salva; feliz ensuma después del grave peligrocorrido. Paolo y yo, sin

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tardanza, partimos con elcamión hacia la dirección quenos había facilitado nuestronuevo y fiel amigo Abdul-Azîmen busca de la estela que elalemán le habría ofrecido alcomerciante amigo; peroaquél, por desgracia, habíarechazado taxativamente dichacompra, al considerarla deltodo irregular, máxime alprestar atención al deplorableaspecto del hombre, al quedefinió para nosotros como

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«más muerto que vivo».Llegamos incluso a enseñarlela estela que ya habíamosrecuperado y que llevábamoscubierta por una lona en latrasera del camión, pero fueinútil de igual modo. Paranuestra sorpresa, fuimosfotografiados al hacerlo porun corresponsal gráfico de la«Gazzetta di Milano»,conocido de Paolo, que sehallaba trabajando en laciudad, y aquel momento quedó

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«inmortalizado para siempre»,según nos dijo el periodista.

Derrotados por elinfructuoso resultado de aquelviaje, volvimos al hotel en laciudad amarniense. Amarna, Marzo, 1925.-Cuaderno Cuarto Tal como supuse después dehablar con el anticuario de ElCairo, Abdul-Azîm, el profesorAlessi, junto a Schmidt y

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Barber, habían vuelto a lastumbas de los funcionariosreales sin perder un solosegundo, deseosos deencontrar el legado intacto delfuncionario real Huya. Nos dirigimos sindemora alguna a seguir supista con todos los medios anuestro alcance, a pesar dehaber transcurrido cerca de unaño desde la fecha de estosacontecimientos y que losrastros podrían haberse

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perdido a perpetuidad, hechoque me preocupabasobremanera. Por su parte, miestimado colega PaoloLombardi, en vista de losacontecimientos sucedidos enlos últimos días, pospuso suvuelta a Italia por unos días,dando cuenta de ello a quienera nuestro mecenas y porigual padre suyo, Maurizio;mediante un cable telegráficoque enviamos desde El Cairo,

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antes de volver juntos de nuevoa la excavación de Ektaton. Su presencia estosdías me agradaba pues, apesar de considerarme yo unindividualista confeso, lasoledad a la que se enfrentabaun occidental en estas tierrasera aterradora, pues lostrabajadores apenas hablabanalgunas palabras del inglés, ynos debíamos entender porsignos la mayor parte deltiempo. Con el joven italiano a

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mi lado me encontré reforzadoa continuar en la laboraceptada, y conseguirinformación para la familiadel profesor Alessi, que contan honda preocupaciónrequirió de mis servicios parahallar alguna pista sobre suparadero; aunque pordesgracia intuí para él, concasi toda certeza, un finaltrágico. Por casualidaddescubrimos, disimulado

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dentro de la tapa de uncartucho cilíndrico paraguardar planos hallada en latienda del profesor —que élmencionaba de pasada en lacarta que me envió y le fuedevuelta sin entregar—, uncroquis esquemático dibujadopor su mano, en cuyos trazosse podía palpar aún la emociónque le embargaba. El dibujorepresentaba la planta de latumba del funcionario real

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Huya, con líneas pulcramenteperfiladas que delimitaban lazona descubierta que yaconocíamos del sepulcro,correspondientes a la salacentral. Una serie de losasdibujadas en el centro de lascuatro paredes, coincidentescon los frescos pintados querepresentaban diversos diosesegipcios, daban la impresiónde ser puertas de entrada apequeños pasillos queconducían a cuatro estancias

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diferentes excavadas en laroca, de igual tamaño. Tres deestas supuestas puertasestaban marcadas con una cruzen forma de aspa, dando aentender que no conducían aningún hallazgo o, por lomenos, ser éste de escasaimportancia. Faltaba solo lapuerta orientada al nortegeográfico, que no tenía marcaalguna y por ello se erigía ennuestra más firme pista. Elpasillo dibujado a

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continuación de la paredconducía a una segunda puertaque daba acceso a una pequeñasala rectangular, muy parecidaa aquella donde fueronhallados los féretros queguardaban la momia del jovenrey Tut en el Valle de losReyes. Una característicapeculiar de todo aquelesquema era el hecho de que elconjunto de las líneasdibujadas parecían haber idocalcadas con carboncillo,

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situando el pergamino sobre untosco objeto o piedra grabada,por la ligera irregularidad dela distribución de la pinturasobre la superficie de aquél, siera observado a través de lalupa. Todo aquello nosindicaba que Alessi habríadescubierto la disposición dela tumba grabada en algúnmural o estela funeraria cuyasituación exactadesconocíamos, y quepermanecería oculta si mis

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peores presagios se hacíanrealidad y no éramos capacesde localizar con vida alprofesor. A la mañana siguiente,acompañados por el jefe depolicía de Amarna, Hakim, alque había sido encomendadanuestra seguridad en la zona,comenzamos la exploración dela pared que faltaba pordescubrir, según el dibujo deAlessi. Las figuras talladas

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que decoraban las paredeseran de gran calidad y cubríanla práctica totalidad de lasuperficie del sepulcro. Aquelfuncionario real llamado Huyadebía haber sido un personajedigno de ser conocido. Parecíaun ser muy inteligente, pueshabía acumulado un ingentetesoro y dispuesto además unaeficaz protección para que éstele acompañara durante toda laeternidad, lejos de las ávidasmanos de los violadores de

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tumbas, que ya en su tiempoconstituían un verdaderoquebradero de cabeza para losgobernantes, funcionarios ylos burgueses de aquella tierray, sobre todo, para losimaginativos arquitectos quediseñaban y construían sustumbas... Encontramos que lossellos que cerraban la entradaya habían sido cortados —talcomo yo esperaba, por miexperiencia previa en el tema

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— y que la puerta, a pesar deestar ajustada con precisión,mostraba signos de haber sidoabierta; aunque solo seapreciaban daños recientes enlas juntas. Ayudados poralgunos diligentestrabajadores egipcios de laexcavación que contratamospara ese trabajo, conseguimosdesplazar la losa que cerrabala entrada al pasillo medianteel uso de un ariete de maderaapoyado sobre un armazón del

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mismo material, de los queusábamos para ellevantamiento de grandespesos. Mientras,comprobábamos a cadamomento que no escaparaningún gas venenoso delinterior, hecho que ya habíasucedido en otras tumbascerradas desde hacía variosmilenios, y cuya acumulaciónhabía causado ya diversasmuertes y gravesenvenenamientos entre la cada

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vez más nutrida colonia deegiptólogos y sus ayudantes,dispersos por todo el país delNilo. Una vez hubosuficiente espacio para quepudiera pasar una persona,Paolo y yo nos dispusimos aentrar, provistos de lasvoluminosas máscaras antigásque habíamos adquirido en eldepósito de pertrechos delejército británico en El Cairo,alumbrados por linternas

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eléctricas compradas en elmismo lugar. Hakim, el policía,nos esperó en la puerta, puesno teníamos máscara para él. El pasillo de entradaera angosto y se hallabarecubierto por pinturas deanimales y figuras antropoidescomo la sala principal de latumba, aunque estas últimasparecían tener rostros másamenazantes y los jeroglíficosmostraban la parte más oscurade la escritura jeroglífica

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egipcia: eran una extrañamezcla de loa al difunto yparabienes para su vidaeterna, y una veladaadvertencia a los extraños deno continuar adelante yprofanar el sueño del que allídormía para siempre... Poseídos por untemor cada vez más creciente aun peligro innegable perodesconocido, nosotros,descreídos y cultivadosestudiosos occidentales,

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caminábamos en la mayoraprensión, mientras nuestraslinternas proyectaban nuestrassombras oscilantes sobre lasparedes de aquella tumbamilenaria. El olor a estuco ysepulcro cerrado fue siendosustituido por un extrañoaroma, mezcla de aceite y algodulzón, como miel o algosimilar. Mis pies tropezaroncon un bulto y nos detuvimos.Con cuidado recogí del suelo

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una mochila abierta, queparecía haber sido abandonadaallí por equivocación.Mostraba las iniciales «Leo.Sch.» y en la etiqueta cosidapor la fábrica textil se podíaleer: «Essen, Deutschland», loque me indujo a pensar que elpropietario de la misma no eraotro que Leopold Schmidt;aquella información lo situabaen este escenario, paraaumentar mis temores frente alo que podríamos encontrarnos

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si avanzábamos por aquelpasillo. Nuestras lámparasiluminaron entonces el piso ypudimos distinguir las marcasdejadas por una especie detrineo de madera de los que seutilizaban para sacar objetospesados de las tumbas porpasillos estrechos. Detrás delas marcas se apreciaban laspisadas de dos personasempujando aquel vehículo quellevaba una pesada carga, porla profundidad de los surcos

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dejados. Unos metros másadelante nos dimos de brucescon la otra puerta queaparecía en el dibujo delprofesor (el cual me hepermitido completar en detallea posteriori con lo descubiertoen el resto de la tumba):

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Tumba de Huya segúnAlessi[21]

E r a la losa de entrada

de gran espesor, pero provista

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de dos espigas cilíndricas depiedra que encajaban en techoy suelo, lo que facilitaba sudesplazamiento, de modo quePaolo y yo pudimos abrirlamediante el empuje combinadode ambos. Giraba confacilidad, pero pudimos otearque el hueco en el techo parala espiga superior de la puertaestaba desviado unos gradosde la vertical, de forma que, sise dejaba libre, la pesada losatornaría a cerrarse de nuevo,

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hecho que podía resultarfatídico si no era tenido encuenta por quien la atravesase,porque no habría forma algunade abrirla desde dentro. Utilizando la mochilade Schmidt como una suerte decuña, dejamos bloqueada lapuerta y continuamosavanzando. Descubrimos quelos que nos habían precedidousaron el trineo de carga parabloquear la entrada, porquelos surcos en el suelo no

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continuaban más allá. Llegamos por fin a lacámara funeraria de Huya ydescubrimos con horror, en elsuelo y apoyada su espaldacontra la pared, el cuerpomomificado de Alessi. Su rostroestaba ennegrecido, y parecíahaber muerto por asfixia; susmanos, rígidas, parecían haberintentado desatarse el pañueloque cubría su cuello sinhaberlo podido conseguir, puesla muerte le había sobrevenido

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de golpe. A su lado se hallabauna lámpara votiva de aceite,casi consumida. Los restos dela mezcla parecían ser elorigen del olor dulzón queinundaba la tumba, tan fuerteque podía olerse a través delos filtros de carbón de lasmáscaras que portábamos; erauna mezcla de óleo y cera omiel, que habría sobrevividosin problemas más de tresmilenios en aquel recintocerrado. Al lado del profesor

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se hallaba una linternaeléctrica como las nuestras, yparecía haber sido elagotamiento de su batería elmotivo por el cual Alessi debióprender la lámpara, conresultados catastróficos paralos tres, pues aquel compuestopodía ser mortal, como yo biensabía por algunos estudios muyrecientes sobre elaboradosvenenosos —utilizados encámaras cerradas usadas comotumbas y depósitos de momias

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— a los que había tenido laoportunidad de acceder a raízde mis trabajos en lasexcavaciones de Carter oAyrton, donde pude consultarmis dudas sobre la cuestióncon los eminentes forenses yespecialistas médicos queparticipaban en dichascampañas arqueológicas. Nos acercamos alsarcófago que deberíacontener la momia de Huya ydescubrimos que la lápida

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había sido desplazada, nohallándose nada en absolutoen su interior. Era innegableque los ladrones de tumbashabían llegado poco despuésdel enterramiento y robado elcuerpo del difunto, para poderquitar su vendaje y extraertodos los amuletos y joyas quese incorporaban a la momiapara acompañarle en laeternidad. En una cámaralateral anexa abierta en la

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pared de piedra —excavadapara contener el tesoro deldifunto—, solo se veíanrevueltos en amasijo diversosmuebles, sillas y objetospersonales de madera, carentesde todo valor material desde elpunto de vista de cualquierladrón de tumbas que hubierapodido profanar el sepulcro entiempos de la XVIIIª dinastía,pues sabemos que Amarna fueabandonada pocos añosdespués de la muerte de

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Akhenaton, cuando se restituyóel culto politeísta endetrimento de la adoración aldios único, Atón. Ya antes citéque en tiempos de Tut-Ank-Amen se trasladó de nuevo lacapital del Imperio a Tebas, enun intento por borrar losrastros de la desgraciadaaventura monoteísta y crear unfuturo de concordia religiosaque trajera de nuevo la paz aEgipto. Como ya había

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ocurrido en ocasionesanteriores, el cadáver vendadode Huya aparecería cualquierdía en una tumba múltiple,donde los piadosos sacerdotesegipcios daban descanso finala las momias víctimas deaquellos expolios tanfrecuentes en las necrópolisdel Imperio Nuevo. Descubrimosasimismo Paolo y yo que lascuatro estelas-cartuchoestuvieron apoyadas en algún

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momento contra las paredesdel recinto, por las marcasdejadas en el suelo de mortero,que había cedido por el pesode aquellas. Las huellastambién indicaban que habíansido desplazadas desde allí ycargadas en el trineo. Con todo ellopresente, establecimos unaposible cronología de loshechos, basados en lo que yasabíamos:

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«Barber y Schmidt, demejor complexión y estadofísico que Alessi, el cualarrastraba desde tiempoatrás una graveenfermedad de tipoasmático, habían cargadolas estelas en el trineo.Cuando ya estaba casicompletado el trabajo, elprofesor debió quedarse sinluz en su linterna,encendiendo una de laslámparas votivas rituales,

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emponzoñadas ydepositadas comoprotección en el interior dela cámara, provocando conello el envenenamiento delaire que respiraban. Susdos acompañantes, oteandoel peligro y sin auxiliar aAlessi —quien a esasalturas ya se habríaderrumbado afectado porlos vapores venenosos, a mimodo de ver—, empujaroncon gran esfuerzo el trineo

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hacia la salida delpasadizo; pero no pudieronevitar respirar el airecargado de tóxico el tiemposuficiente para dejarlescondenados a corto plazo,como ya sabemos. La losade piedra giró sobre susejes encastrados, dejandoencerrado al profesor en lacámara mortuoria, aunqueéste ya estaría muerto,víctima de la ponzoña queflotaba en el ambiente. Los

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dos desalmados cargaronlas cuatro estelas en elvehículo de la excavación,quedándose cada uno conuna, pues era ése el pesomáximo que podíantransportarindividualmente, yescondieron las dosrestantes en el depósito deobjetos descubiertosdurante aquella campaña,junto al monolito-obeliscoque se había encontrado

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Alessi en la sala central dela tumba del tesorero Huya,según constaba en larelación del arqueólogoitaliano. El destino quisoque el clan «El Gaffer»visitara aquella señaladanoche el recinto donde seguardaban dichos objetos,produciéndose el robo de almenos una de las estelas,que ahora obraba ennuestro poder. El destinofinal de la cuarta piedra

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seguía siendo desconocidopara nosotros».

El Cairo, finales de Marzo,1925.- Cuaderno Quinto Hasta este punto llegaba loque habíamos podidoaveriguar sobre el trágicodestino del profesor Alessi enEgipto. Paolo y yo nosdespedimos pocos días despuésy el volvió a Italia, no sinantes hacernos promesa mutua

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de volver a trabajar juntos loantes posible en cualquierproyecto arqueológico quepropusiera su padre, Maurizio.

Dejé encargado tambiénal muchacho que llevara unaescueta misiva a la familia deAlessi, donde hice un sucintoinforme —sin entrar endetalles escabrosos— de loocurrido al egiptólogo. Másadelante les enviaría una cartarelatando todos los detallesdel caso, y mientras tanto

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intentaría resolver que enigmaescondían las estelas-cartuchode Ektaton, si conseguía atartodos los cabos sueltos.

El Cairo, Abril, 1925.-Cuaderno Sexto Despaché, a lo largo de lasemana pasada, todos los

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objetos descubiertos por Alessial Servicio de Antigüedades deEl Cairo, y recibí, comoobsequio personal por parte delas autoridades de aquellainstitución, el monolito-obelisco de cuarcita, así comoel cartucho que había podidorescatar del clan de ladronesde tumbas «El Gaffer», queacepté en nombre del profesorAlessi, en un intento final poraveriguar susignificado.

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Empaqueté con granesmero todos aquellos objetosmaravillosos, enviándolos víatransporte marítimo a mi casade Port-Lligat, donde pensabaproseguir la investigación. Mideseo era, desde siempre,poder instalar allí un pequeñomuseo con todas las reliquiasde tiempos pasados que habíapodido adquirir durante misviajes por los dos Orientes.Por otro lado, procedí a dardigna sepultura al cadáver del

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profesor Alessi, una vez lasautoridades dieron porconcluida la investigación delo sucedido en la tumba deHuya. Obtuve permiso paraenterrarle en una tumbaabandonada de la necrópolisde Amarna, algo que yo sabíale hubiera hecho inmensamentefeliz como egiptólogo. Pocos días más tarde,en el sublime instante en elque el disco solar desaparecíatras el horizonte del ardiente

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desierto que nos rodeaba,cerré la puerta del sepulcrocon los sellos de arcilla a lausanza tradicional del ImperioNuevo, con su nombre y oficioescritos en caracteresjeroglíficos. Fue rezado unbreve responso por su eternodescanso sacado del «Libro delos Muertos», pues él no eracreyente; procedimos a cubrirel pasillo de entrada con arenade las dunas cercanas, y seborraron todas las huellas

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visibles de su ubicación, comoprecaución contra posiblesasaltantes de tumbas, según laantigua costumbre. Cesare Alessi,historiador y arqueólogo,descansa para siempre en unlugar desconocido bajo lasuperficie de la ciudad cuyamagnificencia quiso demostraral mundo: Ektaton, «ElHorizonte de Atón». Berlín, Mayo, 1925.- Cuaderno

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Séptimo Me dirigí esta mañana demediados de mes a la direcciónconocida de Leopold Schmidten la capital de Alemania; unportal de aspecto triste en unacasa modesta de un barriocercano a la Puerta deBrandenburgo. Me recibió unamujer todavía joven, aunquealgo ajada a pesar de su edad,vestida de luto y, por lasobriedad del mobiliario, supe

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que aquella dama noparticipaba en el lujo del quesu cónyuge se había rodeadoen el tiempo pasado comotraficante de objetos robadosen el país de los faraones. Dehecho, parecía estar casi en laindigencia o cercana a ella, ymuy necesitada de ayuda. Utilizando misrudimentarios conocimientosde la lengua germana, mepresenté como amigo de suesposo en Egipto y deseoso de

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poder adquirir algunas de laspiezas que, sabía, le habíansido enviadas a ella desde elconsulado alemán en El Cairo.La frágil esposa del germano,sorprendida al averiguar quesu marido le había legado algode valor, me enseñó presurosala caja de madera donde lehabían llegado todos losobjetos que tenía Schmidt en elmomento de su muerte enEgipto. Después de

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comprobar que, en efecto,dentro del cajón de madera seencontraba una de las estelasque yo situaba en poder deLeopold y Barber, hice unagenerosa oferta por todo ellote a la mujer quien,agradecida, me cogió ambasmanos mientras algunaslágrimas caían de susapenados ojos, que expresabanla desesperación extrema en laque se hallaba en ese momento.Una tos ronca, mezclada con el

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llanto ahogado de un niño,surgió desde una habitación alfondo del pequeño piso, ycomprendí el motivo de laurgente necesidad en la quevivía aquella pobre mujer.Schmidt no llegó siquiera asaber de la existencia de suhijo y, si lo supo, no mostrópreocupación alguna por lasuerte de ambos. Rebusqué entre losobjetos de la caja, hallandoalgo que supuse se encontraría

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allí seguro. Había diversospapiros, de entre los cualeselegí uno de bella escriturajeroglífica, denominada«hierática» y, mostrándoselo ala mujer, le dije que en caso dehallarse de nuevo en apuroseconómicos se dirigiera almuseo arqueológico de laciudad, donde seguro le haríanuna muy buena ofertaeconómica por él. Una vez realizado elpago por los objetos del

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«marchante de arte egipcio»Schmidt, me despedí de ella,sin acabar de entender comouna mujer honrada comoaquella podía haberpermanecido tanto tiempoengañada por su marido en ladistancia. Mientras ellamalvivía en Berlín con unapequeña renta mensual, sumarido mantenía un lujosoritmo de vida en El Cairo,ajeno a los sufrimientos de suesposa, como pude comprobar.

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Bellewood Manor, Yorkshire,Junio, 1925.- Cuaderno Octavo John Allan Barber, últimovástago y heredero del condede Easton, era mi siguientepaso en la resolución delenigma de Ektaton. Llegué a lasuntuosa casa familiar en lacampiña inglesa un calurosodía a mediados de mes, enmedio de una intensa lluvia. Apesar de situarnos ya casi en

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el verano, una tristeza lóbregaembargaba el ambiente, yaquella mansión parecíaenmarcarse dentro de uncuadro iluminado por un cielogris plomizo, rodeada por unaespesura verde sin vida. Llamé a la puertatocando una aldaba quesimulaba una cabeza de león,como aquellos quedescansaban, con aspectofiero, al pie de la estatua deNelson en la plaza de

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Trafalgar de Londres. Losgolpes que di contra el soportede metal rasgaron el silenciocual campana de unmonasterio medieval tocando avísperas al atardecer; merecordaban aquellos sonidos lasoledad de los aisladoscenobios en los vallespirenaicos donde me hospedédurante mi juventud.

Me recibieron lospadres del británico, LordAndrew E. Barber y su esposa

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Lady Alice, en el saloncito deté de la mansión victoriana,adonde fui conducido por elservicio, invitándome ambos —con la exquisita cortesíapropia de los de su clase—, aconversar sobre las andanzasde su hijo, al que hacíanejerciendo la profesión deanticuario en los bazares delas diversas ciudades egipcias.Por compasión hacia aquellagente, que esperaba oír algoagradable sobre su vástago,

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inventé una supuesta relacióncomercial con él, parasatisfacer el vacío que habíadejado en sus vidas latemprana muerte de JohnAllan. No me fue difícilargumentar una historia veraz,cogiendo un poco de aquí yotro de allá sobre los temasrecurrentes que pudiéramoshaber tenido en común dehabernos conocido siquiera;aunque para ellos, que

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deseaban creer a ciencia ciertaen mis palabras más queaveriguar en realidad sobre sieran verdad o no, el supuestovínculo comercial con su hijoquedó demostrado, y seconfiaron a mí. Me relataron queJohn Allan, su muy queridoprimogénito, había llegadogravemente enfermo de algúnmal pulmonar del desierto, nohabiendo podido ser tratada sudolencia con medicina alguna

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que se conociera en elcondado. Un reputadoespecialista traído de lacapital solo pudo certificar laextrema gravedad de lainfección del enfermo; puesésta avanzaba sin pausa,destruyendo los alvéolo,pulmonares. Cuando seacercaba el final, John Allanse sumió en un proceso febrilque le hacía hablar en sueñosdurante largos periodos, en losque describía el rancio olor en

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las tumbas del desierto yhablaba, entre delirios, deespectros momificados que leacosaban sin cesar. Solo el finde su vida pareció devolver lapaz a su cuerpo, consumidohasta el extremo por laenfermedad. Sus padres,orgullosos, me enseñaron unafoto de su hijo vestido con eluniforme de oficial del ejércitobritánico en África; en ella seveía, con la pirámideescalonada de Zoser al fondo,

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a un fornido y rubicundomuchacho que parecía muydistante del triste final quetendría después; fin trágico alque llegó solo, movido por sucodicia y malas prácticascomerciales; aunque aquelloera únicamente conocido pormí en aquella casa donde mehallaba. Lord y Lady Easton,al escuchar el motivo de mivisita y mi interés por losobjetos que había traído desde

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Alejandría su hijo John, nopudieron por menos quealegrarse de desprenderse detodo aquello que considerabanhubiera podido tener relacióncon la muerte de su hijo. Dehecho, habían guardado lasreliquias egipcias, como siestuvieran apestadas, en unpabellón alejado de la casaprincipal. Acompañado de unsirviente ya anciano que hacíalas veces de ayuda de cámaradel conde, me dirigí a la casita

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y allí encontré, escondidaentre la mayor diversidad deobjetos expoliados de tumbasegipcias que hubiera vistonunca, la tercera estela-cartucho, en perfecto estado deconservación. John AllanBarber no era un comercianteal uso en realidad, sino unmero acumulador deantigüedades; una especie decleptómano cualificado por eltipo de tráfico ilegal quepracticaba.

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Como quiera que aquella genteno estaba en situacióneconómica de necesidad sinomás bien todo lo contrario, lespropuse una permuta, puesellos insistían en obsequiarmecon aquellos artículospropiedad de su difunto hijoque yo pudiera desear, noqueriendo pago alguno acambio. Pero yo necesitaba uncambio, no un regalo por suparte, para mi tranquilidad.

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De mi cartera extraje unascuantas fotografías y busquéuna en la que aparecía unaestatua griega de pequeñotamaño, pero exquisitamentetallada y adquirida pocotiempo antes en Atenas; erauna diosa similar a la Venus deMilo, en mármol blanco;aunque la que compré estabamás entera que la antes citada,pues mantenía cabeza y brazos.Se la ofrecí a mis amablesanfitriones, que aceptaron con

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gusto mi oferta. Acordamos queyo se la enviaría a BellewoodManor cuando regresara aPort-Lligat; considerando estetrueque una prueba de laamistad que, a partir de esemomento, presumíanestablecida conmigo Lord yLady Easton, en recuerdo de sufinado heredero, John AllanBarber.

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Portsmouth, Junio 1925.-Cuaderno Noveno Partí en vapor hacia elcontinente desde GranBretaña, con el trío de estelas-cartucho ya en mi poder. Lastres piezas eran las queaparecían orientadas a lospuntos cardinales del Norte,Este y Oeste, según el papirodel tesorero real Huya que elprofesor Alessi descubrió, y elcual le acabó conduciendo por

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desgracia a un trágico final.Su pérdida tan tempranaconstituyó una verdaderadesgracia para la egiptología,pues aún esperábamos contarlargos años con su sabiduría yexperiencia; ahora sería másardua, si cabe, la tarea queaún quedaba por realizar.Cesare Alessi tenía esaintuición, ese fino olfato parala correcta localización derestos de antiguascivilizaciones que solo poseen

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unos pocos privilegiados deentre todos nosotros; unsentido aparte que le hacíadirigir siempre sus pasos en ladirección correcta, ahorrandoa su equipo de excavaciónlargos años de trabajosinfructuosos en zonas estérilesdesde el punto de vistaarqueológico.

Escribo estas palabras

«in memoriam», en recuerdo deél y de una época que, estoy

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casi seguro, jamás volverá.

Recapitulando lo averiguadohasta ahora, creo poderestablecer los siguientespuntos de partida para podercontinuar la investigación apartir de este momento: Primero.- Falta puesel cartucho Sur, que aportarála clave para la resolución delenigma, según creo. Segundo.- Huya

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acumuló un tesoro del que nohay noticias desde suenterramiento; hecho queafirma su posible existenciaíntegra en la actualidad. Tercero.- Elfuncionario real dejóinstrucciones precisas sobrecómo debían proceder susfamiliares cuando élfalleciera, según se desprendede los jeroglíficos escritos enel papiro descubierto porAlessi.

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Cuarto.- La únicaconstancia que existe sobreello se halla en el monolito-obelisco y las estelas-cartucho, luego el enigma debeser descubierto tomando estasúltimas como punto de partida. Quinto.- Es del todológico inferir que, sin elhallazgo de la cuarta estela,no es posible la resolución delmisterio. Sexto.- No hayevidencias de que el cartucho

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extraviado fuera extraído de latumba con anterioridad a laapertura del pasillo queconducía a la cámarafuneraria de Huya, por partede Alessi, Barber y Schmidt. Séptimo.- En lacámara anexa a la quecontenía el sarcófago deltesorero real y que, según ladisposición usual de lastumbas en el Imperio Nuevo,debería contener el tesoro delfuncionario, no existía tal ni

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trazas de haber estado allí enningún momento previo alentierro. Octavo.- La ausenciade los bienes preciados delmuerto para su viaje al másallá es de por sí incoherentecon la tradición; aunque sefundamenta en el hecho delposible temor del tesorero realal saqueo de su tumba, tanfrecuente en sus días comoocurre en la actualidad. Noveno.- Revisada la

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tumba en su totalidad, noexisten más salas ni posibleshuecos disimulados en lasparedes, al estar dichosepulcro excavado en rocamaciza. Décimo.- La cuartaestela-cartucho es, en resumen,la única llave que existe parala resolución de este misterio,al que denominaré a partir deahora, por su misma esenciaenigmática, el «Jeroglífico deEktaton».

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3. Vilcabamba

Así terminaba el diario, con aquellarecapitulación de Oriol sobre laque yo habría de trabajar a partir deahora. A mi lado se hallaba Andreu,quien leía un bello volumenilustrado, al parecer un pequeño«libro de horas», similar alencuadernado para el Duque deBerry a principios del sigloXV.[22]

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Cerrando el diario deOriol, esperé a que él hiciera lomismo con el suyo. Reflexionésobre lo leído durante unosmomentos, hasta que sus palabrasme devolvieron a la realidad. —No existe continuación alo leído por usted, Álex… —dijo,intuyendo mis dudas—. OriolViladecans volvió a nuestro paísdesde Egipto, previo paso porAlemania e Inglaterra, y prontorecibió un telegrama desde losEstados Unidos, en el que el

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arqueólogo de aquella naciónMathew Donaldson, entusiastaseguidor de su compatriota ycélebre explorador Hiram Bingham,supuesto descubridor oficial de laciudadela inca de Machu Picchu, loinvitaba a participar en la búsquedade las ruinas de la ciudad perdidade Vilcabamba, y encontrar de pasoalgún rastro del primer visitante, en1902, del enclave incaicoabandonado —el peruano cusqueñoAgustín Lizárraga—, extraviado enaquella peligrosa zona.

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Pocos días después Oriolpartió hacia el Perú, donde se unióa la expedición de Donaldson, y seinternaron en la zona abrupta dondese suponía estaba localizadaVilcabamba, también llamada«Espíritu Pampa». No se sabe concerteza que ocurrió; pero debido aestar en temporada de lluviaspudieron ser arrastrados por algunode los aluviones que se forman enlas montañas, tal como se piensa lepudo suceder a Lizárraga. El asuntoes que el gobierno peruano les dio

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definitivamente por fallecidos enaccidente, suspendiendo suinfructuosa búsqueda tras diez díasde intensas pesquisas, en las que sellegaron a utilizar incluso indígenasde la zona, buenos conocedores delterreno. Tan sólo se localizaronalgunos restos abandonados delcuantioso equipaje que llevaban losporteadores contratados para lafallida expedición, no existiendomás pistas que condujeran a saberlo acaecido en realidad, ni el lugardonde desaparecieron sus

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integrantes. —Un final trágico yrepentino que desconocía —dije,mientras intentaba recordar lo quehabía leído sobre los últimos díasde Oriol. Me pareció haberencontrado otra versión en lasemblanza que existía sobre él en elarchivo del Museo ArqueológicoNacional; pero no podía evocar losdetalles en profundidad ahora.Necesitaría una visita posterior alcitado museo para ver si podíasacar algo en claro a ese respecto.

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Esa parte de la historia tambiénprometía sus frutos, estudiada ydocumentada con detalle. —Los Viladecans mayoresnunca habían visto con buenos ojoslas inclinaciones de mi tío-abuelo —Andreu sonrió con un poco demalicia—, y la versión que seofreció al final como definitiva,para cubrir las apariencias, fue suposible muerte repentina a causa deuna enfermedad de origen tifoideocontraída en la selva, donde fueenterrado sin tardanza, según se

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dijo aquí. Pronto todo el entornosocial cercano aceptó como buenaesta última explicación y se olvidódel tema, acabando con lasespeculaciones que, sin duda,habrían alimentado cualquier tipode conjeturas y molestado a nuestrafamilia hasta nuestros días. Elsensacionalismo de los periódicosde entonces duraba mientrashubiera leña que echar al fuego, ynosotros no aportamos entonces niuna sola astilla a esa hoguera. Alpoco tiempo, la desaparición de

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Oriol solo fue una breve reseñaperdida en el interior de algunosdiarios. Por último, publicamos unaesquela en su memoria en laspáginas de obituarios y sociedad, yquedó zanjado el asunto. —¿No queda por lo tantoningún escrito adicional que puedaser consultado? —inquirí, pues misopciones de avanzar se estabanagotando y la investigación querealizaba para la revista necesitabade un golpe de efecto, o sería unartículo inacabado como la mayoría

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de los que ilustraban los númerosde este tipo de publicaciones sobremisterios arcaicos, los cualesplanteaban de partida unos enigmassiempre muy interesantes que, pordesgracia, concluían la mayoría delas veces en un punto muertodecepcionante, sin posibilidadulterior de comprobación; oincapaces de sugerir unaexplicación plausible que pudierasatisfacer las expectativas creadasen el lector. Andreu entornó los ojos,

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como intentando recordar algunacosa alejada en el tiempo. —En Barcelona poseemosuna casa modernista, diseño delgenial arquitecto Gaudí, en la zonadel Paseo de Gracia. Hace años quela cerré y me vine a vivir a la costa,pero creo recordar que, en el quefue despacho de trabajo de Oriolallí y que siempre se mantuvo talcual lo dejó para partir hacia suúltimo viaje, quedaban algunascartas aún sin abrir, pertenecientesa la correspondencia mantenida en

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aquellos años con sus colegasnacionales y extranjeros. Roserpuede acompañarle a revisar lospapeles, si le parece bien, puesconoce la casa y, si usted, claroestá, no tiene que regresar a suredacción ya. Tiene mi autorizaciónpara proceder a la apertura de lossobres que consideren interesantes;tráiganlos aquí cuando regresen,por favor. Ella, que acababa de llegary se había incorporado a la reuniónen el salón, asintió con satisfacción,

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pues se le notaba su deseo porcambiar de aires. —Tengo el permiso totalde mi jefe para llevarle un buenartículo, y además completo, o novolver —dije, en tono muy serio.Mis interlocutores sonrieron pero,para mí, la crónica constituía unarealidad acuciante, porque habíasido empeño mío investigar esahistoria y deseaba regresar a larevista con una exhaustiva einteresante investigación quepublicar.

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* * *

4. Carta de Paolo

Nos presentamos frente a la casagaudiana de los Viladecans a lamañana siguiente, muy temprano.Siempre me fascinó este tipo deconstrucciones y el distritomodernista de L’Eixample, dondese situaban estos inmuebles deincreíble diseño. El edificio, de

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primeros años del siglo XX, seconservaba en un perfecto estado,con su fachada tan singular hecha depiedra arenisca y recubierta depedazos de cristal de colores.Columnas con forma ósea y motivosvegetales ascendían por la paredexterior, donde se abrían a la luzventanas ojivales bordeadas pormarcos ondulados.[23] Después de un breveforcejeo con la cerradura de lapuerta de entrada conseguimosentrar en el edificio que, al igual

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que en su portada exterior, estabadecorado en el estilo tan peculiarde aquella época en que fueronconstruidas estas edificaciones. Como había apuntadoAndreu, el despacho de Oriol sehallaba ordenado con pulcritud, yparecía como si el exploradorhubiera salido por la puerta tan solocinco minutos antes haciaSudamérica. Fue Roser quien,registrando con sumo rigor yexquisito cuidado el contenido del

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portafolio de cuero sobre la mesa,encontró algo que resultó crucialpara nuestras averiguaciones. Entrediversos sobres y documentos, cuyopapel se había tornado amarillentopor los años transcurridos,descubrimos una misiva dirigida al«Signor Don Oriol Viladecans»cuyo remitente no era otro que elitaliano Paolo Lombardi. La cartase hallaba todavía sin abrir, yparecía haber llegado varios mesesdespués de la partida de aquelhacia tierras peruanas, a tenor de la

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fecha del matasellos que aún eravisible; aunque la tinta verde y rojacasi se había evaporado.

Abrimos el sobre,recordando el permiso de Andreupara hacerlo, y lo que leímos nosdejó sorprendidos. Paolo anunciabaa Oriol su intención de casarse conHaida, la hija del anticuario Abdul-Azîm, con quienes había intimadoen los últimos tiempos, —decíaentusiasmado el muchacho— aresultas de los sucesivos viajes quehabía realizado a El Cairo en busca

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de nuevos objetos arqueológicospara la colección egipcia de supadre. Informaba también a Oriolde sus últimas investigacionesrespecto al profesor Alessi, yacerca del enigma de las estelas deHuya. En este sentido, terminaba surelato con una asombrosa noticiaque nos dejó helados a Roser y a míen aquella calurosa tarde estival.

Su futuro suegro, Abdul,había conseguido recuperar elúltimo cartucho que faltaba paracompletar los huecos esculpidos en

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el monolito-obelisco. La soluciónhabía sido más fácil de loimaginado, según nos describía conprecisión:

«Uno de los miembros menoresdel clan «El Gaffer»,descontento con la parte que letocaba en el reparto de losbeneficios reportados a sufamilia por el comercio deobjetos robados, yaprovechando un descuido delresto de miembros de la banda,se hizo con la última de las

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estelas junto con otros diversosobjetos valiosos, ocultandotodo ello en un depósito vacíode los múltiples que losladrones utilizaban comoescondrijo en las necrópolis dela zona. En un rápido intentopor vender lo robado y alejarsede allí con el fruto de su hurtoantes de que los demásintegrantes del clan echaranalgo en falta y lo ejecutaran, elladrón se presentó en la tiendade Abdul, ofreciéndole todas

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las reliquias en un lote único,por un precio bastanterazonable, debido a la urgentenecesidad de deshacerse deellas. Sabiendo el anticuario denuestro interés por la cuartaestela, no dudó en pagar loacordado por la mercancía, apesar de no estar interesado enel resto de lo que le ofrecía elcontrabandista».

Paolo, como muestra de la profundaamistad que profesaba a Oriol, le

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hacía entrega de la última estela-cartucho, que le sería enviada porvía marítima tan pronto pudierafacturarla desde el puerto deNápoles, pues entonces se hallabaen las excavaciones que teníanlugar en la ciudad romana deStabia,[24] enterrada por laerupción volcánica del Vesubio quetuvo lugar a principios de nuestraera. Rebuscamos con cuidadoentre todos los documentosrestantes, y hallamos el resguardo

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de una nota de entrega, por parte dela autoridad portuaria, de un bultovoluminoso llegado desde Italia yque, como consecuencia de nohallarse Oriol ya en su domicilio —como ya sabíamos nosotros porAndreu—, fue recogido por sumadre, Mariona, cuya firmapodíamos leer al pie deldocumento. El mozo enviado por elencargado de aduanas hacía constarla re-expedición de la caja a lalocalidad costera de Port Lligat, ala dirección de la casa familiar

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desde donde habíamos partido esamañana. Así pues, la estela debíahallarse entre los objetos querestaban por incorporar a laexposición; aunque oculta bajo unaprocedencia sin relación alguna conEgipto, pues en ese caso supresencia habría sido descubiertaantes o después. Cerramos la puerta de la casa conuna cierta sensación desatisfacción, por hallarnos tan cerca

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de la resolución del enigma.Supuse, con cierto orgullo deinvestigador, que el espírituaventurero de Oriol Viladecans sesentiría complacido por nuestrodescubrimiento. Aquello pondríapunto final —o al menos esoesperábamos Roser y yo, concreciente nerviosismo segúnvolvíamos a Port-Lligat— a unahistoria que había comenzado entiempos de Akhenaton el Hereje.

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5. La cuarta estela

Llegamos al atardecer a la casa-

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museo, algo cansados del viaje,pero estábamos tan excitados porlas novedades que se habíanproducido que, una vez informamosa Andreu sobre las últimas noticias,nos dispusimos a buscar la caja. La cantidad de objetosdestinados para su exposición en elpequeño museo y todavíaempaquetados era ingente, yalgunos de los bultos, pesados y degran tamaño, lo que nos produjo unagran demora por su difícilmanipulación.

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Al fondo de lo queconstituía la sala-depósito, dondese hallaban apiladas las reliquiasmenos importantes, encontramosaquello que buscábamos. Una cajade forma rectangular, con uncuidadoso embalaje de madera yforrada en toda su totalidad con telade sarga egipcia, llevaba grabado,en su parte superior, un matasellosfechado en 1926 en la ciudad deNápoles; el contenido aparecíacatalogado en italiano como:«Oggetto Archeologico

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Fragile». Dentro, por fin, envueltoen papel basto de grueso gramaje,se hallaba el cartucho pétreo quefaltaba para completar el monolitodel funcionario real Huya. La estelanos mostraba, por primera vez, suenigmático contenido en escriturajeroglífica, que intentaríamosinterpretar al día siguiente.Agotados por el esfuerzo, nosdirigimos a nuestras habitacionespara descansar.

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Me despertaron los primeros rayosde la luz del alba mediterránea,clara e intensa, que se filtraban porlas persianas entreabiertas quecerraban el balcón de mihabitación. Bajé a la cocina, dondeencontré desayunando a Roser,mientras Eulalia se apresuraba aservirme una taza con la humeantecafetera.

Después nos dejó a solas,retirándose discretamente. —Andreu se levantó muypronto hoy; está intentando ya

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descifrar los grabados de la piedra—me comentó Roser, mientras micerebro intentaba recuperar suagilidad habitual en el espacio, yubicarme de paso en el tiempo en elque vivíamos. Bastó solo un fugaz crucede miradas entre los dos paraestablecer con nitidez los límites dela frontera entre el trabajo y elplacer. Por el momento. Una vez dimos cuenta denuestros cargados cafés, nosdirigimos, casi a la carrera, al

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pequeño laboratorio-taller anejo ala sala donde estaban expuestas lasantigüedades. Inclinado sobre un valioso pañonegro bordeado por grecas doradas,usado como soporte de la estela depiedra y situado encima del tablerocentral de trabajo, se hallaba mianfitrión, revisando los jeroglíficosgrabados en la superficie con unagran lupa, mientras tomabafrecuentes notas en un cuadernoabierto sobre el tapete. Al

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descubrir nuestra presencia a sulado abandonó su labor;colocándose las gafas depositadassobre la mesa, nos enseñó susapuntes, algo decepcionado. —No hay nada nuevo conrespecto a lo que Alessi dejóescrito sobre el contenido delpapiro de Huya. Es, en suma, unavariante de las mismasrecomendaciones:

«Huya, gran funcionarioreal de la casa del faraón

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Amenhotep, cuarto con estenombre, Akhenaton,agradable a Atón, deseaque su estirpe le recuerdeen la eternidad / Para ellohace entrega de loscartuchos correspondientesa sus descendientes /Juntos los cuatro haránbrillar de nuevo la luz deAtón / Cuando el DiscoSolar llore arena deldesierto / Dios supremo enel Cielo y en la Tierra para

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los hombres / Osiris meespera para el viaje final /Os dejo mi casa / Debopresentar yo solo mi almaante Atón».

—En efecto, solo unaspalabras más al final, pero son muycuriosas, sin embargo —dijo Roser—. Huya parece rehusar los tesorosque acumuló en vida para sudisfrute en la existencia eterna enque creían los egipcios, y semuestra como alguien influido por

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la religión monoteísta, rechazandocualquier conexión con el pasadopoliteísta, a no ser por la menciónal dios-chacal Osiris. Peroexaminemos aquellas frases que, ami parecer, no concuerdan con elresto de los textos habituales, decarácter mortuorio, hallados en losmonumentos de la épocaamarniense:[25]

«Para ello hace entrega delos cartuchoscorrespondientes a sus

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descendientes».

—Estas palabras indicanque las piedras deben ser cuatro ypermanecer juntas; la únicaposibilidad de que esto ocurra ytenga un sentido lógico es... ...que sean colocadas en ellugar para el que fueron creadas, elmonolito-obelisco, sin lugar adudas —dije, mientras todoscontemplábamos aquel bello objetoresplandeciendo bajo la blanca luzvertical en la sala exterior.

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Andreu continuó hablando.—Y lo refuerza la siguiente

frase que está escrita: «Juntos los cuatro haránbrillar de nuevo la luz deAtón».

—Pero, además, nos lanzauna nueva idea, y es que la luz deAtón brillará, ¿cómo?... nosabemos; esto último deberá serestudiado en profundidad, condetenimiento, porque carece desentido y no concuerda con nada de

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lo anterior que conocemos. —Y llegamos a la últimafrase enigmática, concluyó Roser: «Cuando el Disco Solarllore arena del desierto».

—Aquí sí puedo afirmar,con rotundidad, el hecho dehallarme desconcertada, porque lafrase es del todo increíble desde unpunto de vista «atonista»; sabemosque el «Todopoderoso Dios Sol»esparce sus rayos benefactores

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sobre la tierra, dando calor a loshombres y bestias, y haciendocrecer el trigo en los campos; perojamás se nos había representadobajo la forma de una deidad triste,que es capaz de derramar lágrimasde arena. Carece de sentido yexplicación, mírese por donde semire... Algo defraudados al nohaber podido hallar algunaindicación que nos abriera unanueva vía de investigación,procedimos a colocar el cuarto

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cartucho en su lugar; un hueco quehabía sido excavado en la pulidaroca del obelisco por los cincelesde un maestro escultor que habíavivido treinta y tres siglos antes. Utilizando una poleamóvil, oculta en un rincón de la salade exposiciones, la cual sedeslizaba por una serie de raílesdisimulados en el techo y queservía para poder desplazar laspesadas urnas y piezas allímostradas, procedimos a levantar laúltima estela-cartucho con sumo

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cuidado. La piedra encajó conperfecto ajuste en el hueco talladoen la cara sur del obelisco pero,debido al notable aumento del pesototal al incorporar la última estela,aquél se asentó en la parte superiordel monolito piramidal con uncrujido nada halagüeño, aunque éstepareció resistir bien la presión. La iluminación cenital —conseguida mediante un foco de luzblanca situado en la vertical de lapieza— le daba un aspecto

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impresionante al conjunto, y reparéentonces en que cada cara de lapirámide tenía tallado un bello solalado que destacaba por encima delresto de los jeroglíficos que cubríantoda la superficie de cuarcita. Talvez esos cuatro soles... —En cualquier caso, mismuy estimados amigos y ahoracolaboradores —aseveró Andreu,interrumpiendo mis desvaríosmentales, —hemos completado elmonumento, hecho que segurollenaría de orgullo a Oriol, quien no

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pudo verlo íntegro al desaparecertan prematuramente, y debemoscelebrarlo, no me cabe la menorduda, aunque sea tantos añosdespués.

Organi zaremos en lospróximos días una cena —¡por fin!—, para celebrar esteacontecimiento, a la que estaráninvitadas mis amistades máscercanas, Álex, y nos gustaría quese quedara usted hasta entonces.Puede, si lo prefiere, empezar aredactar su crónica de los hechos

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probados hasta la fecha en midespacho; Roser estará encantadaseguro de poder prestarle la ayuday documentación que necesite a talefecto de la biblioteca del museo. —Nada me complaceríamás que eso, se lo aseguro, Andreu—dije, mientras le estrechaba lamano. Creo que tengo materialsuficiente para una buena historia.

* * *

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6. El brindis de Huya

La noche señalada, a una horatemprana y expectantes por losingular de la ocasión, fueronllegando los diversos invitados a lacena organizada para celebrar el

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hallazgo de la cuarta estela y laconclusión de la historia que habíacomenzado el arqueólogo OriolViladecans en el primer cuarto delsiglo. Entre los distinguidoscomensales asistentes se contabanalgunos profesores universitarios,un par de coleccionistas muyconocidos, y algunos personajesfamosos de la cultura del momento.Constituían un grupo selecto, nomuy extenso, de gente muy cercanaa Andreu, lo que aportó un cariz

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muy entrañable a la velada. Roser,radiante como nunca, se hallabasentada frente a mí, entre el dueñode la casa y un escultor galoafincado en la cercana Figueras.Algunas veces, nuestras miradas seencontraban al azar y ella mesonreía veladamente, haciendo máscorta, casi intima, la distancia quenos separaba en la mesa. Por fin, Andreu se levantóa los postres y, alzando su copa,nos dirigió unas sentidas palabrasde agradecimiento a los presentes

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en la cena, por acudir a su llamada,y a Roser y a mí en especial, por elhallazgo de la estela —fruto en granparte de la fortuna sin más, diría yo— que completaba la búsqueda desu tío-abuelo Oriol. En el preciso instante delbrindis, un leve movimientosísmico nos sobrecogió. Duró tansólo unos pocos segundos, pero labella lámpara neo-visigoda dearaña que pendía del techo sobrenuestros asombrados rostros sedesplazó de un lado a otro de la

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estancia como si fuera empujadapor la invisible mano de un cíclope,mientras los brillos de lasoscilantes piezas de cristalcoloreado que colgaban rodeandosu perímetro aportaban unaatmósfera irreal a todo el comedor. Todo volvió a lanormalidad en una exigua fracciónde tiempo; a pesar de ello, seprodujo un silencio sepulcral entretodos los asistentes a la velada. Un sanguíneo profesoruniversitario de geología situado a

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mi derecha, amigo de la infancia deAndreu, nos tranquilizó mientrastomaba un sorbo de cava como siaquello hubiera sido lo más normaldel mundo, restándole importancia. —Permanezcamostranquilos, lo que hemos podidonotar bajo nuestros pies hace unossegundos no es más que un pequeñomovimiento sísmico provocado porla fricción de las placas tectónicasconfluyentes en la zona del Estrechode Gibraltar, cuyas ondas nos hanllegado a través de la costa. No son

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infrecuentes en el litoral de la zonasur, como las posibles réplicasposteriores de menor intensidad;aunque, por fortuna, no suelenprovocar daños de gravedad lejosdel epicentro. Sus palabras parecíanhaber comenzado a tranquilizarnosun poco cuando, de repente, unextraño y desconocido ruido nosllegó desde la sala de exposición,como si algún elemento pétreo muypesado se estuviera desplazando.Al mismo tiempo se podía oír un

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siseo particular, de algo liviano quecaía al suelo. Intrigados, nos acercamostodos hasta la puerta de la estancia,encabezados por el dueño de lacasa, y presenciamos algo difícil dedescribir con palabras. Alguien, situado detrás enel grupo, y que no acertaba a verqué ocurría en el interior, inquiriósobre ello y Andreu, rememorandolas palabras de Howard Carter aldescribir lo que veía en el interiorde la tumba de Tut-Ank-Amen,

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sentenció: —Coses meravelloses...veo... cosas maravillosas...

Solo esas dos cortas frasesrepetidas y calló entonces,extasiado por lo que admiraban susojos. Ante él se hallaba unapirámide de oro puro en miniatura,en la que se había convertido lo queantes era el monolito de cuarcitaque soportaba el obelisco. La explicación se meantojó sencilla a priori. Al parecer,y debido al temblor de tierra que

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acabábamos de sufrir, el obeliscohabía descendido verticalmenteunos centímetros hasta asentarse delleno en el hueco tallado en la zonasuperior del monolito piramidal,debido al enorme peso de aquellapieza de basalto sumado al de lascuatros estelas-cartucho yaencajadas en cada una de sus caras.Por la tremenda presión resultante,este hecho había producido larotura de los cuatro soles alados,que parecían formar parte de unmecanismo de sustentación de

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cargas por medio de la fina arenadel desierto, tan popular entre losconstructores egipcios de laAntigüedad. A través de cada unade estas figuras solares se habíaescapado, tras romperse, toda laarena que sostenía el monolitosobre la base inferior y éste, aldescender, había quebrado con supeso el recubrimiento de cuarcitarosada de la pirámide, dejando aldescubierto la superficie de oro conla misma forma que se hallabadebajo. El leve seísmo había

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activado con sus vibraciones elmecanismo interior —de diseño tansimple—, bloqueado durante másde treinta siglos. Aquel brillo áureo, sincomparación posible, me hizorecapacitar sobre la esposa y losdescendientes de Huya, quienes nopudieron acceder al tesoro que suesposo y padre les legó, quien sabepor qué oscuros motivos, tanpropios de aquella época que lestocó vivir, pues el faraón herejeAkhenaton y todos sus ministros

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quedaron marcados comopersonajes malditos, siendoborrado su recuerdo, a golpe decincel, de todos los templos ymonumentos a lo largo del país,cuando los rencorosos sacerdotesde Amón-Ra y los demás cultosextraños a Atón retomaron, parasiempre, el poder que se les habíaretirado durante aquel par dedécadas —tan lejanas ya paranosotros en el tiempo— que habíadurado la corta y extraordinariaherejía religiosa de Amarna.

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El peso de la pirámide deoro era inmenso —en un cálculoaproximado que hice a primeravista de su volumen, descontando elrecubrimiento de cuarcita—, pruebade los tesoros acumulados por Huyadurante su carrera como encargadode la hacienda real. A partir deahora, esta pieza rivalizaría contodas aquellas maravillas que nosasombraban desde el interior de susurnas en cualquier museoarqueológico del mundo. Todos los presentes

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aquella noche de verano en esemomento tan sublime rodeamos, ensilencio, la magnífica reliquia,mientras Andreu, arrodillado a sulado, rozaba extasiado con lasyemas de sus dedos la superficiedorada y, durante una fracción desegundo, Roser, que cogía mi mano,y yo —y sé que ella lo sintiótambién— creímos ver en él a OriolViladecans i Folch —el explorador,aquel hombre valiente y singular enverdad— que nos miraba mientrassonreía con satisfacción y

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acariciaba, al fin, los jeroglíficosgrabados en el oro de aquellapirámide.

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CUMPLID VUESTRASPROMESAS

(RELATO CASTELLANO)

La cruz en el pecho, y el diablo enlos hechos.

(Refranero español)

LUCUBRA

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I

—¡Llegan los feriantes, loscircenses están ya aquí; asomaostodos y vedlos llegar por el arrabal!—gritaban los piyuelos del pueblomientras volvían corriendo por lascallejuelas, desde las eras detrillar, hasta arribar a la plazamayor de la localidad castellana deLucubra. En la distancia veíanseacercar los coloridos carromatos enlos que, cada dos o tres cosechas,

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tornaban los comediantes pararepresentar sus juegos malabaresimposibles, las oscurasnigromancias cubiertas por el velodel misterio, y el mercadillo, contoda suerte de esencias, telas yabalorios traídos de los lejanospaíses orientales, según rezaban loscánticos del bufón pregonero queanunciaba la arribada de lacaravana a aquellacomarca.

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II

Pero en el último giro del camino,justo antes de entrar a la población,la alegre comitiva se dio de brucescon el patíbulo construido en laexplanada del rollo de justicia,donde se balanceaban tres cuerposal viento, colgados de gruesassogas. Eran los ahorcados doshombres y una mujer de la plebe,que habrían sido acusados de losdelitos considerados como

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capitales en aquella época: hurtosde comida o aperos en la haciendadel señor feudal los primeros, yhechicería o quizá adulterio, lasegunda. El delito en esencia era lode menos; el resultado siemprefatal. El vehículo que encabezaba lahilera de carromatos cruzó elpueblo de lado a lado seguido delos demás y, sin detenerse, continuóel camino, pues no era de lógica, enaquellos tiempos que corrían,detenerse a montar la feria en unlugar donde la vida tenía tan poco

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valor, y más valía no meterse enproblemas con el dueño de aquellastierras.

III En ese preciso instante, las cadenasdel puente levadizo del castillochirriaron mientras éste era bajadosobre el foso; las puertas de lafortaleza se abrieron para dejarsalir a todo galope a un caballo y sujinete quien, clavando las espuelas

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en los ijares del equino, se plantófrente al carro que abría la fila delos comediantes, deteniendo sumarcha con violencia al tirar de lasriendas mientras la montura,enloquecida por el maltrato, seencabritaba y arrojaba espumarajospor los ollares. El soldado habló, y másque hablar, ordenó así: —Me envía mi señor donFadrique, Conde de éste su feudode Lucubra, para ordenaros que noabandonéis sus tierras sin antes

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deleitar, —a él, y a sus muy carosinvitados— con la que presume yespera, será una actuaciónagradable a sus ojos y los de suseñora esposa la Condesa; con laintención de festejar la buenacosecha que Dios, nuestro Creador,ha tenido a bien enviarnos este año.Dicho esto y, sin dejar otraalternativa a los asombradoscomediantes, quienes le miraban sinpestañear siquiera, espoleó alcaballo y desapareció tras una nubede polvo, para reaparecer justo en

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el momento en que cruzaba elportón que conducía al patio delcastillo.

DON FADRIQUE

I

La caravana avanzó un trecho hastauna era cercana, donde girólentamente, casi como si lo hicieracon temor, y se encaminó de nuevo

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hacia la plaza mayor del pueblo. Desde un torreón en lo altodel castillo, un hombre vestido deguerrero, con cota de mallaplateada y armadura de filigranacon una brillante cruz grabada en elpecho, observaba la escenapensativo, apoyada su mano sobrela manzana de la espada deentrenamiento, mientras en la otraportaba un bruñido cascoempenachado con los colores delejército del rey de León y Castilla.

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Ruinas del castillo de Lucubra enel siglo XIX[26]

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II Asistirían a la representación deaquella noche en la plaza deLucubra todos los próceres ylugareños de la zona con ciertorenombre, encabezados por el muyilustre adelantado del rey y amo deaquellas tierras don Fadrique deEsquivias, y doña Petronila deLara, su muy amada señora yesposa, quien todo le habíaentregado en las nupcias: dote,abolengo y su aún joven cuerpo;

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aunque no fuera nada de todo eso loque él más ansiara, sino el poderomnímodo sobre la vida y muertede sus súbditos que elloconllevaba, siendo como era yaheredero por sangre de todas lasprebendas terrenales posibles, yposeedor de todos los honores deque le había hecho objeto el reycastellano por sus valientesservicios en la lucha contra elejército infiel; no importando aaquél en absoluto el grado decrueldad al que se hubiera rebajado

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el guerrero para conseguirlo, si eraen nombre de la Cristiandad.

HISTORIA DE DALINDA I

Casi una niña, estando cautiva delos moros, la gentil Dalinda habíasido rescatada por las huestes delrey al mando de un apuesto alférezreal quien, al verla, quedó

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insanamente atrapado por suhermosura. Mediante estudiadosgalanteos, unidos a su virilpresencia y vanas promesas dematrimonio para convertirla enseñora de sus feudos, la sedujocontra su aún virginal voluntad yvirtud. Por fin, tras unos meses debatallar sin descanso, fueapaciguada aquella tierra de lassangrientas escaramuzas contra losmusulmanes que asolaban hogares ycosechas, y el soldado abandonó el

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lugar, olvidando también susjuramentos y a la joven cuya purezahabía mancillado para su propioplacer, siendo éste la única guíacierta que presidía la vida de lastropas en zona fronteriza, allí dondeel derecho y el deseo se rigen sinmás regla que los designios delvencedor y están ausentes lacompasión y los escrúpulos.

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II Dalinda, niña convertida en mujerpor los desastres de la guerra,quedó desolada y huérfana enaquella tierra hostil. Casi muerta,fue recogida por unas religiosasenviadas a fundar un convento allípor la muy piadosa reina cristiana,con el fin de llevar la palabra deDios a aquellos lejanos lugaresreconquistados al Islam. La joven, de mente ágil ydespierta en su obrar, pronto

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aprendió a ser útil para aquellasmujeres entregadas a la oración y,no arredrándose ante nada, ayudabatanto en la cocina como en el huertoy los diversos quehaceres que lefueron encomendados, a cambio delcobijo y el sustento que aquellasmonjas caritativas leproporcionaron. En muy pocotiempo incluso aprendió a leer losevangelios; aunque su verdaderodeleite eran los pocos librosprofanos que hablaban sobre elmundo exterior y que descubrió por

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casualidad, escondidos, entre elresto de cartularios de la exiguabiblioteca del convento.

III

Pero no duró mucho la alegría deDalinda, pues al cabo de diezsemanas se empezó a sentir mal,muy mal, y supo sin lugar a dudasque una nueva vida crecía en suinterior, hecho que conocía muybien de antemano, no en balde había

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visto como el vientre de su madreensanchaba cada año y, siempretras nueve lunas, salía al mundo unanueva criatura llorona; otra bocaque alimentar en su humilde familia,cuyo fin a la postre fue trágico, —como todo en aquella, su historia—exterminados sus padres yhermanos en una de las múltiplesrazias cometidas por —ya norecordaba— qué cruel bando.Aquella guerra sin sentido, a lolargo de los años, había acabadocon más vidas de campesinos que

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de soldados; ora bien fue elhambre, la indefensión ante elcombate continuo o la enfermedad—que la misma llamada del Señor— quien se llevó sus almas alpurgatorio para seguir penandotambién en el más allá, pues si erael sufrimiento el signo de la vida delos humildes en la paz, cuánto máslo sería en aquella interminablecontienda de centurias.

IV

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La inocente Dalinda, a pesar de suaún corta edad, se sintióavergonzada y culpable por habersido deshonrada; ocultó su preñezbajo las amplias faldas propias delconvento como pudo y su razón ledio a entender, conteniendo unasveces el vómito intempestivo con laférrea fuerza de su voluntad contralas inclinaciones de su débil cuerpoo, en otras tantas, disimulando lasnáuseas al oler la comida cuando,desde el púlpito de madera del

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refectorio, leía despacio y contesón la vida de los Santos,mientras las hermanas comían ensilencio.

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V Una gélida noche, cuandocomprendió que no podría afrontarun día más ocultando suinconfesable secreto a aquellasbenevolentes mujeres que la habíanacogido sin preguntar por supasado, decidió abandonar aquellugar. Usando el portillo corredizoque servía para arrojar losdesechos de la cocina y desaguabanlas letrinas, se deslizó afuera y rodópor la pequeña ladera que

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descendía al arroyuelo quecircundaba el monasterio. Selevantó con harto esfuerzo debido alo avanzado de su gravidez;aturdida aún, se encaminó hacia laoscuridad frente a ella, solo rota aveces por la luz de la luna alatravesar las altas copas de losárboles que se recortaban en elhorizonte nocturno. Envuelta en unsayal, avanzó entre la bruma que larodeaba, ateridos su cuerpo y almapor el frío y el miedo al inciertofuturo por venir, y se perdió en la

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distancia, abandonada a sus fuerzas.

VI Tal como había aprendido de sumadre en el pasado, buscó Dalindaun lugar abrigado para parir cuandonotó llegado el momento delalumbramiento, sabiendo que todocomenzaría tan pronto como lecayera agua por entre las piernas,viniendo desde sus entrañas. A elloseguirían después aquellos dolores

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y gritos terribles que intentabacontener su madre mordiendo unpalo o trapo, o lo que hubiere amano, para no asustarla a ella y asus hermanitos con aquellas quejasy lamentos que, la muchacha biensabía, podían durar muchas horas.

VII Encontró la joven cobijo en unaespecie de choza de pastorestrashumantes abandonada, y se

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dispuso para el parto. Acumulóalgo de comida y leña que pudorecoger en el bosquecillo donde seencontraba la casucha, y prendió unfuego que la protegiera del frío,cada vez más presente en las nochesde aquel gélido otoño. Aunque eraprimeriza y estaba sola, la criaturallegó al mundo sin apenas dolor ysufrimientos; pero era demasiadopequeño y frágil aquel reciénnacido para sobrevivir.

No hubieron llegado lasprimeras heladas aquel invierno

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cuando el niño comenzó a toser sindescanso y, a pesar de todos loscuidados que le prodigó Dalinda,una mañana, al despertar, loencontró inerte entre sus brazos,frío y muerto. Con lágrimas en losojos, la niña virgen convertida enmujer y madre por aquel desalmadooficial del rey, enterró a su retoñoen una pequeña tumba cavada porsus temblorosas manos en elexterior de la cabaña.Introduciéndose de nuevo en elrefugio, se echó sobre las ramas

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que hacían las veces deimprovisado camastro, y se dejómorir.

VIII Pero el artero Destino nunca estásujeto a nuestros designios nideseos, sino más bien al contrario.Unos fuertes brazos agitaron aDalinda en su lecho de muerte;creyó ésta haber llegado ya alumbral del otro mundo cuando, al

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abrir sus apenados ojos,comprendió que ni tan siquiera se lehabía permitido cumplir su últimavoluntad. Varios rostrosenmascarados la observaban,curiosos, y sintió muchas manosfrotando su aterido cuerpo paradevolverle el calor que se leescapaba por momentos.

Transportada en volandas através del aire por aquellosenérgicos brazos que la habíandevuelto de entre los muertos, fueintroducida en una especie de

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carromato, cuyo cálido y acolchadointerior la envolvió, cayendo en unfebril sopor. Mientras se deslizabaen las sombras del sueño reparador,recordaba con vivo dolor el pálidorostro de su niño muerto, y su mentesolo repetía una palabra: venganza,venganza...

EN EL PUEBLO

I

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La expectación fue creciendo enLucubra según declinaba el día,pues deseaba el pueblo algo deesparcimiento tras las interminablesy agotadoras jornadas de larecolección en el campo, y enjugarel sufrimiento de los fuegosabrasadores que desprendía latierra en el estío durante las horasdiurnas. Entregáronse así alregocijo de las danzas y losvapores del vino de añada, quecorrió tan generosamente por entre

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las gentes como fracasaron lasadmoniciones en su contra delseñor obispo de la diócesis, donMateo de Segura, pues temía elreligioso escandalizar al enviadodel Papa de Roma, ilustre invitadode don Fadrique, quien al díasiguiente llegaría con su séquito ala localidad.

II

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Y llegada la tarde, comenzó larepresentación en la plaza delpueblo. Abría el espectáculo, sobreun improvisado escenario demadera construido al efecto para laocasión, un joven y fuerte Teseo —rodeado por toda suerte de gruesascadenas y candados, y auxiliado pordos pajes de corta estatura que leayudaban, más mal que bien,provocando con sus chanzas lahilaridad de la concurrencia—quien, haciendo gala de una

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extraordinaria fuerza no exenta decierta habilidad logró, tras un brevey estudiado forcejeo, desenmarañarsus ataduras metálicas, arrojándolassobre el escenario con granestruendo, consiguiendo con elloenmudecer al gentío que, una vezrepuesto de la violencia de laacción, aplaudió con frenesí lahazaña de aquel héroe.

III

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Siguieron en el desfile diversos ymuy aderezados personajesmitológicos, como nunca antes sehabían visto por aquellos lares: unaterrador minotauro, que provocólos llantos de los más pequeñosentre el público con sus gritoshorribles mientras luchaba convarios hombres disfrazados dehoplitas griegos, quienes simulabanser los compañeros del héroeUlises en su retorno por mar aÍtaca; después, una horrorosa diosaMedusa, cuya cabeza, erizada de

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serpientes que parecían erguirsevivas y amenazantes, dejó sinaliento las enronquecidas gargantasde aquellos que asistían alespectáculo recitando cadenciosossalmos que parecían salidos delmismo averno, y Polifemo, elgigante que vivía en una gruta ycuya sola visión aterraba alauditorio, mientras babeandoparecía buscar una víctimapropiciatoria que poder devorar,escudriñando entre los presentescon el único ojo que tenía en la

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frente. A continuación, una radiantey misteriosa Venus, diosa romanadel amor, entregaba pequeñosrecipientes que contenían todo tipode filtros amorosos a quien losolicitaba. También portaba —ocultos en su cesta de flores y solopara los más atrevidos—,ambrosías y néctaresembriagadores elaborados con lasmás exóticas flores y especiasorientales, traídas desde las lejanastierras de Catai y Cipango por losintrépidos navegantes venecianos.

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Tras ella, Vulcano, diosromano del fuego y los volcanes,fascinaba a los asistentes con lasmás espectaculares llamaradassaliendo de su boca, para mudoasombro y deleite de todos losespectadores, quienes se hallabansobrecogidos y expectantes al temerque, en cualquier momento, eldivino personaje vestido deherrero, ardiera por completo frentea sus ojos.

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IV Cerraba el espectáculo unaenigmática y bella Calíope, musa delos cantares épicos, quien tañía condulzura un arpa de oro de la quearrancaba las más bellas notasmusicales, inundando la noche y alos oyentes con bellos yensoñadores cánticos que narrabansiempre trenzadas historias detrágico final. Completaban suactuación dos jóvenes danzantesque, aparentando ser amantes,

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entrelazaban sus cuerpos con unadanza voluptuosa a la par queinocente, pues sus cuerpos nollegaban a tocarse en ningúnmomento, como si estuvieranrepresentando un amor que les fueraimposible consumar.

V

Desde el estrado situado porencima de la gente desde el que

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observaba el escenario, donFadrique creyó reconocer algunosrasgos en la bella cantante del arpa;pero no pudo precisar ni el dóndeni el cuándo la había vistoanteriormente.

Complacidos tanto él comosu esposa doña Petronila con lopresenciado, acordaron con loscomediantes una actuación el díasiguiente en el salón de su castillocomo homenaje a su ilustrehuésped, don Íñigo Pérez de

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Salvatierra, enviado desde Roma alreino de Castilla y las Landas deFrancia por el Papa Gregorio;haciendo el prelado hispano deobservador de los buenos usos ycostumbres de las gentes en losterritorios conquistados al infiel,para informar con posterioridadsobre tema tan sensible al Papado,que ahora se hallaba en la difíciltarea de extender la palabra deDios en aquellos sitios donde habíagobernado Alá por cientos de años.

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VI

La joven Calíope, que no era otrasino la inocente Dalinda, rota dedolor, se había retirado a laprofundidad de su carromato,afligida y llorando sin mesura, pueshabía reconocido en don Fadriqueal joven alférez del rey que tantasdesdichas le había ocasionadoalgunos años antes. Consolada porsus compañeros, consintió al finactuar la noche siguiente, pues

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aquél era el mejor pago que podíahacerles.

VII

Con las primeras luces delamanecer, el voraz patíbulo recibióa un nuevo sentenciado. Esta vez setrataba de un joven imberbe, paraquien el pregonero ni siquiera teníapreparada una condena. En un carroal pie del cadalso, varios

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desgraciados sujetos con cadenas aun poste observaban, entre sollozosy súplicas, el final que lesaguardaba, según iba despuntandoel día. Sonaron entonces lostambores, y el verdugo ejecutó laorden; el gentío reunido alrededordel lugar de ejecución contemplóuna vez más —en silencio y sinpoder abandonar el lugar al estarrodeados por los soldados delconde— aquella repetida; pero nopor ello menos triste escena. Con elcuerpo del muchacho aun

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balanceándose al final de la soga,Don Fadrique y su escolta,presentes en la ejecución,espolearon con saña sus monturas yabandonaron el lugar camino delcastillo, mientras los restantescondenados eran ajusticiados sinpiedad.

EN EL CASTILLO I

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Pero pronto llegó la tarde de aqueldía, y comenzó la representación enel gran salón del castillo del deEsquivias, dueño y señor total devidas, casas y cosechas en aquellossus dominios; alguien que no rendíatributo ni cuentas sino ante su señorel rey, y algunas veces en confesiónprivada a Dios, cuando laconciencia no le dejaba conciliar elsueño, que eran las menos.

Y de todos los derechosterrenales de que disfrutaba solo nohacía uso muy a menudo del de

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pernada, por expresa súplica de suseñora Petronila, no obrando éstapor lástima hacia las mujeres de laplebe, sino por la repugnancia quesentía al ser tocada por su esposodespués de yacer con las siervasrecién casadas.

II La fiesta comenzó con toda clase demanjares y caldos de aquella tierra,ante los que el invitado principal de

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la velada, el obispo don ÍñigoPérez, emisario del Papa, exhibiósu claro desprecio pues, aunque loseclesiásticos tenían fama de serpersonas de buen yantar y otrosmenesteres, este clérigo era másbien hombre asceta y comedido enel disfrute de los placeresterrenales. Mientras el resto de losasistentes se embriagaba con elbuen vino y la excelente comidapreparada para el evento, don Íñigose mantenía sereno y cada vez másadusto, mostrando el desagrado que

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le producía todo aquello, no envano pertenecía a la estricta ordenmendicante de los dominicos.[27]

III Por fin acabó la cena y comenzó elespectáculo, y el enviado del Papapareció calmarse en su acritud,pues parecía hombre culto al quegustaran las representaciones de esetipo. Por su glauca mirada, donFadrique no sabía bien distinguir si

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el desfile de los comediantes era ono del agrado de don Íñigo pero, almenos, éste no parecía mostrar suhabitual disconformidad, hecho quetemía el noble, pues no deseaba seramonestado a consecuencia deaquel hombre tan estricto ydescortés. A su lado, doñaPetronila y don Mateo, el obispodiocesano, disfrutaban con regocijode las actuaciones de loscomediantes.

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IV Los actores, en un alarde en eldominio de sus oficios, ofrecieron alos invitados al salón deladelantado del rey un espectáculomás osado en artificio y entelequiaque el representado el día anterior,provocando los gritos deadmiración en los fuegos, las luchasy las danzas. La diosa Venusrepartió con generosidad susbrebajes y bebidas milagrosas entrelos cortesanos presentes, y estos

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con gusto aceptaron, pues aquellanoche mágica todos creían que susdeseos se harían realidad. Solo donÍñigo no probó bebida alguna,mientras observaba con despreciocomo todo el mundo a su alrededorcomenzaba a caer, con sumadelectación, en los placeresmundanos del yantar y laembriaguez.

V

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Salió por fin a escena, paraculminar el variopinto espectáculo,la hermosa Calíope con el arpa y supreciosa voz, recitando aquelloscantares de gesta que llenaban denostalgia todos los corazones.Evocaban hazañas de tiempospasados, donde valientes guerrerosse sacrificaban para salvar a bellasdamas de las siniestras garras desus captores musulmanes. La danzaejecutada por sus dos acompañantesera, si cabe, más voluptuosa que eldía anterior, hecho que no pasó

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desapercibido para don Fadriquequien, ya casi cercano a la ebriedadpor los vapores del vino y elbebedizo de Venus, mirabapreocupado y con ojos vidriosos alenviado del Papa; pero era incapazya de pronunciar palabra alguna.

VI Don Íñigo, escandalizado por elbaile irreverente e impúdico que sedesarrollaba frente a sus ojos, no

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pudo soportar por más tiempo aqueldislate; levantándose de su sitial,abandonó el salón mientras mirabacon desprecio al adelantado delrey. Doña Petronila y el obispo donMateo dormitaban en sus ricosasientos bordados en oro, ajenos yaa toda la fiesta. Al salir del salóndon Íñigo ordenó a los soldados desu escolta, quienes le esperabanafuera temerosos de su ira, queenjaezaran las monturas sintardanza y se aprestaran a partir deinmediato.

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Casi al galope,abandonaron para siempre aquellastierras y prosiguieron su viaje haciaotros territorios de la península.

VII Con las primeras luces de lamañana siguiente, los invitados ypresentes en la fiesta, amén decortesanos y sirvientes, pues todoshabían bebido de los filtros deamor de la diosa Venus,

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comenzaron a despertarse delprofundo sueño en el que sehallaban sumidos, sin habersemovido de los asientos queocuparon durante toda la noche losunos, y de los bajos del escenarioo, donde bien pudieron hacerlo, losotros. Los comediantes ya habíandesmontado su tramoya y marchado;faltaban también de sus butacas donFadrique y el enviado del Papa donÍñigo; doña Petronila y don Mateosupusieron que habían partido losdos juntos a requerimiento del

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segundo, pues entre otroscometidos, el dominico se dirigía aver al rey Enrique en la cortehispana. No extrañó la ausencia deambos sin despedida alguna, puesno eran el conde ni el preladohombres a quienes alguien osara, ensu sano juicio, pedir cuenta de susactos. Los guardianes de la puerta,en la oscuridad de la noche, nopudieron precisar si el condeformaba parte del raudo séquito delenviado papal, pero el caballopreferido de don Fadrique no se

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halló en las cuadras, y se le dio porpartido, camino de la corte, junto adon Íñigo.

ACTO FINAL I

Acabado su periplo de un lustro porlas duras tierras castellanas yleonesas, don Íñigo Pérez deSalvatierra continuó su viaje por

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encargo del Papa Gregorio —queacababa de restaurar el papado aRoma, la Ciudad Eterna, desde lafranca Aviñón—, dirigiéndoseahora hacia la también ciudad galade Carcasona, en la Occitania, paracomprobar en el sitioque la herejíacátara del siglo anterior había sidoextinguida para siempre.

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II

Al cruzar un pequeño pueblo delLanguedoc, el enviado papal seencontró con una escena que leresultaba vagamente familiar. Unespectáculo llenaba la plaza mayorde la localidad, y algo en lospersonajes le trajo a la memoria lovisto mucho tiempo atrás en elcondado de Lucubra; aunque ahorala representación parecía versarsobre un historia de lances

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amorosos y guerreros. Ordenó a losconductores de su carruaje detenerel vehículo para poder observaraquel tipo de farsa profana de laépoca, ahora que el tiempotranscurrido había relajado un pocosus puritanas costumbres. Desde laaltura de su posición podía ver contoda claridad el escenario y a losactores intervinientes en la función.

III

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—¡La tragicomedia de las falaciasdel amor y la guerra! Así recitabaun comediante disfrazado decampechano trovador, que relatabala historia mientras rasgaba su laúdcon estudiada cadencia.

Describía aquel cuento losturbios engaños de un innoblecaballero para conseguir losfavores de una joven inocente —cuya virtud ansiaba poseer acualquier precio— mediante vanaspromesas de matrimonio y la usanzade todas las artimañas que el

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guerrero aprende por su oficio,como es el hacer del amor tambiénuna celada para aquella quedolosamente cree ser amada, yconseguir al cabo el fin perseguido,abandonando a la desdichadadoncella sin remordimiento alguno,una vez engañada.

La ingenua muchacha,encinta y despechada, desaparecíaen forma trágica tras alumbrar yperder al inocente fruto de aquellamalhadada relación. Como conllevala maldad del hombre casi siempre

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implícito el castigo para mayorjusticia en las cosas, vino lacasualidad que rige las vidas en elorbe mundano a intervenir en elasunto de honor, y la familia de ladoncella muerta, tras tenerconocimiento de los luctuososdetalles del crimen, tomabacumplida venganza de aquelcaballero.

IV

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Don Íñigo siguió con paulatinointerés el desarrollo de aquellarepresentación, complacido hasta sumás íntima fibra moral de lamerecida punición a la que se habíahecho acreedor aquel despiadadoguerrero quien, combatiendo ennombre de Dios, había puesto sinembargo su alma a recaudo deldemonio para satisfacer sus bajosinstintos, cuando en él se habíandepositado los valores mássagrados, encarnados en la defensade la fe incluso con la entrega de la

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propia vida en el combate, y él loshabía mancillado cediendo a lasdebilidades de la carne.

V

Para concluir la amarga historia, eltrovador relataba como había sidotomada la venganza. La familia dela joven perseguía sin denuedo alcausante de sus desdichas hastaque, por las providencias quebrinda el destino a quien las busca

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para hacer justicia, el mismoguerrero, ahora transformado endesalmado y cruel gobernante, lesconmina a permanecer en sus tierrascomo siervos para, al final y pormor de sus inclinaciones al pecado,caer por azar cautivo de aquellos aquienes había esclavizado ydeshonrado con su conducta, yéstos, mediante juicio familiar,deciden acabar con su vida. Pero laejecución no llega a llevarse acabo, gracias a la mediaciónangelical de la joven deshonrada

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quien, presentándose ante ellos cualfantasma vaporoso, les hace jurarque respetarán la vida de aquél quetanto daño la infligió.

VI

Después de tañer su laúd por últimavez, aquel juglar se retiró hacia losbastidores de la humilde escenamientras, desde una alta e inclinadapértiga disimulada sobre elescenario se descolgó, oscilante,

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una pequeña jaula de madera conbarrotes de hierro, que había estadooculta en lo alto tras un lienzo detela gris, tanto como lo estaba elcielo de aquel día en la Occitaniafranca .

VII

En su oscuro interior, apenasalcanzaba a divisarse una grotescafigura, dotada de un cierto aspectohumano; aunque los roncos sonidos

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guturales que emanaban de sugarganta parecían contradecir suprocedencia. Dos pajecillos decorta estatura se aproximaron a lajaula tan pronto ésta tocó elentablado del escenario y,descorriendo los cerrojos, azuzaroncon sendas varas de fresno a aquelser, pinchándole para que saliera desu encierro forzoso. Con lentitud ypesaroso trabajo, un engendrodeforme salió de aquella angostaprisión, arrastrando una piernainútil tras de él mientras, encogido,

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miraba con el único ojo que teníaabierto a la atenta concurrencia, quele observaba con una mezcla deadmiración y extrema repulsión,pues no acertaba bien aquel públicoa comprender de dónde habíasurgido aquella horrenda criatura.

VIII

El monstruo miraba en derredorsuyo, al tiempo que salían de sugarganta sonidos inhumanos, pues

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no tenía entre los negros dientessino la mitad de su lengua,tumefacta e inservible. Sonó denuevo el laúd, y con el instrumentovolvió la profunda voz del trovadorde entre las sombras del escenario,recitando en romance de rimapropia las últimas palabras deaquella obra: ¡Ved, señores y damas,esta fazaña;[28]

cómo tomó su cumplida

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venganza,aquella deshonrada familiacristiana,de aquel apuesto cuasigalán, cuasi soldado,convirtiéndolo en piltrafa,otrora humana! ¡Vuesos ojos admirarlopueden ahora,encerrado de por vida enaquesta jaula,maldito fue aquel día y fue

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aquella hora,que vio la doncella suhonor mancillado,por el vil diablo que en loprofundo mora! ¡Ved, señores y damas, estafazaña;Si ser queréis parte y juez,o nada,p o r q u e este juicio es,otrosí, sólo balada,y a vuestro sabio entenderes mostrado,

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que resta de la honra malganada!

IX El silencio se apoderó de aquellasgentes solo durante unos momentos.Entonces, comenzó a caer una lluviade fruta podrida sobre aquel serdeforme, que apenas podíaprotegerse de los objetos que leeran arrojados anteponiendo sustorpes brazos, anquilosados e

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inútiles por la estancia tanprolongada en aquella reducidajaula. Arrastrándose con fatiga,regresó a la protección de su exiguoencierro, desde donde miró, conprofunda tristeza, hacia aquelpopulacho que descargaba contra élsu ira contenida. Por un instante, suúnico ojo sano reparó en lapresencia del personaje que leobservaba desde el carruaje porencima del gentío, y reconoció aquien le miraba. «¡Era el enviado del Papa

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Gregorio!» —se dijo—; más nisiquiera recordaba ya su nombre. Con frenesí, comenzó agolpearse el pecho con la manoderecha que, aunque atrofiados susdedos, podía aún mover, mientrasgritaba su nombre, irreconocible,hacia el único hombre en la tierraque podía salvarlo de sucautiverio…

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X

Por unos segundos que se leantojaron eternos, don Íñigo Pérezde Salvatierra pareció dudar, quizáreconociendo algo familiar en aquelgrotesco ser; tal vez algún recuerdolejano en su memoria. Por último,golpeando en el techo del vehículo,gritó una seca orden a suspalafreneros y el látigo restalló,cual trueno sobre el griterío de lagente, y el carruaje del Papadocontinuó su camino, perdiéndose en

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la lejanía.Cayó una lagrima del único

ojo de aquel engendro cuando viopartir su última esperanza, yFadrique —pues ya no era don, nitenía tierras ni esposa ni siervos alos que colgar por cualquier vanomotivo— se derrumbó en el fondode su jaula mientras ésta ascendíade nuevo a las alturas, lejos de laira de los habitantes de aquelpueblo, como había ocurrido tantasveces antes y sucedería tantasdespués.

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SONATA PARA PIANO

La música me transporta a unmundo en donde el dolor aún

existe,pero se serena, se hace a la vez

quieto y profundo,como el torrente se transforma en

lago.(Marguerite Yourcenar)

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I

No puedo datar con exactitud laépoca en que sucedieron lostrágicos hechos que darían pie aesta narración; pero si recuerdo,con nostalgia, que llegó a mis oídoscuando me hallaba visitandoaquella bella ciudad centro-europea, famosa por sus barrios dearquitectura medieval,perfectamente conservados, y porlos majestuosos puentes que

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cruzaban aquel hondo y silente río;todo en conjunto aportaba unlirismo desconocido por mí hastaese momento, mientras paseabacada atardecer por su ribera,admirando los reflejos de lasparpadeantes farolas y los bellosedificios que bordeaban sus aguasde color azul cobalto.

Creo recordar el habersituado entonces la historia querelataré como perteneciente altiempo del pleno auge del

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Romanticismo; aquella épocamágica en que todo era supeditadoa las inmensas emocionessuscitadas por la pasión desmedidahacia el arte, el amor, la belleza yla entrega a aquellos fervientesideales considerados como puros y,la mayor parte de las veces, sinesperanza de retorno o culminadospor un trágico final.[29] El ser humano, hombre omujer, destinaba todo su afecto alobjeto de su pasión —léase personao sentimiento—, cayendo en la más

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fuerte e intensa sensación desatisfacción posible o en la másatroz y decepcionante amarguraimaginable, según fueran o nocorrespondidos sus desvelos por elser amado… ¡Cuántos de entreaquellos desgraciados seres quefueron despreciados o ignoradospor aquel a quien adoraban,cayeron en el abisal pozo de ladesesperación y decidieron quitarsela vida! Pensamos siempre que ladesdicha en el amor nos alcanza por

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el rechazo de otro ser humano alque consideramos nuestra almagemela; pero la época Románticademostró que no siempre eso fuedel todo verdadero...

* * * Sándor Hermann vio sus primerasluces a mediados de aquel siglodedicado con tanta devoción al artemusical en todas sus posiblesvariantes, desde las pequeñasoperetas cómicas o bufas, creadas

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para el pueblo llano, hasta lasinmensas sinfonías corales, quellenaban los teatros con lo másopulento de la sociedad de aquellospaíses europeos; que caminaban,inconscientes, hacia sus incipientesrevoluciones y las sangrientasguerras que asolarían todo elcontinente en el posterior, y si cabe,más trágico siglo de su historia. Era el pequeño Sándorhijo de Ernst Hermann, un músicoalemán de segunda fila que huyó delos países germanos buscando un

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sitio donde la competencia musicalno fuera tan feroz, y que llegófinalmente a este lugar a orillas delgran río europeo donde, aunqueexistía asimismo una fuerte pugnaen su profesión, todavía se abríanlas puertas con facilidad a aquellosllegados del afamado norte; siendobien acogidos como profesores silo eran del piano y el violín,instrumentos musicalesconsiderados entonces como lamáxima expresión del sonidoromántico.

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Su madre, Gerda, eracantante voluntaria en el coro de lacatedral donde Ernst tocaba elórgano como kapellmeister[30]eventual; lugar donde se conocierony terminaron casándose.

* * *

Desde muy niño, se produjo enSándor el mismo efecto que habíaocurrido antes en los otros vástagosde familias musicales, como losBach o los Mozart: una temprana

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inclinación natural por elaprendizaje reglado, unida a unagran habilidad instrumental innata;en suma, se dieron las condicionesperfectas para que el hijo delemigrante Ernst fuera capaz detocar el piano con maestría a latemprana edad de seis años, cuandosus manos extendidas aún noabarcaban más de seis teclasmarfileñas del instrumento. Pero, alcontrario de lo que hizo LeopoldMozart con el pequeño Wolfgang,el padre de Sándor no lo exhibió

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por los salones de la ciudad comoun nuevo fenómeno, y le protegiómientras le fue posible, atesorandola habilidad de su hijo dentro de losconfines de su domicilio.

Pero, como quiera que estascosas no pueden ocultarse parasiempre, pronto se extendieronrumores de la categoría pianísticadel hijo de los Hermann; máximedespués de haber deleitado elpequeño a los asombrados padresde un alumno de su progenitor —quienes esperaban pacientemente

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que acabara la clase particular depiano de Ernst en el saloncitocontiguo— con la espontáneainterpretación de unas pequeñaspiezas musicales, cuya ejecuciónsería digna de un músico en losúltimos años de su aprendizaje,tocadas en la pequeña pianolainfantil de Sándor.

* * *

Tenía el niño una hermana algomayor que él, Hanna, quien lo

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adoraba por encima de todo y detodos. Compartían juntos momentosdeliciosos, en especial durante lasclases de música recibidas de supadre durante los escasosintermedios que le permitía sutrabajo como profesor de jóvenestalentos; labor que aseguraba unosbuenos emolumentos a la familia enuna época en la que un palafreneroganaba el mismo sueldo que unmúsico profesional que trabajarapara uno de los grandes príncipesdel país.

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Y Sándor adoraba a Hannaporque le trataba con dulzura y sedesvivía, desde que él era capaz derecordar, porque no le faltara nadaa su querido hermanito. Era la muchacha una jovencitabella, alegre y de simpatía natural,y llenaba su entorno de encanto consu sola presencia. El niño, másretraído, escuchaba con deleite losrelatos tan graciosos que hacía suhermana de lo que la ocurría en laescuela de señoritas a la que

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asistía, o de los chismorreos quecuchicheaban entre dientes las amasque iban a recoger a los alumnospequeños a la salida de la escuela.Sándor, de constitución enfermiza ypropenso a la melancolía, recibíalas clases en el hogar, de su madre,maestra e institutriz en su país natal,y que ahora había dejado suocupación laboral a raíz delnacimiento de ambos. —¡Tócame una pieza más,por favor, Sándor! —decía Hanna— y él, riendo, le contestaba: —ya

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llevo toda la tarde haciéndolo,hermana, y me duelen los dedos—,mientras los agitaba en la cara deella, con una gracia que provocabala risa de la jovencita, seguida acontinuación por la del pequeñomúsico. Entonces, el niño seescapaba por la casa gritando, yella le perseguía diciendo: —¡Vuelve, pequeñoviolinista!... —él odiaba estudiar elagudo violín, decía que era paraniñas... nada comparable con el

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piano—. ¡Escóndete donde quieras,que yo te descubriré...!

* * * Un caluroso día del verano, trasvolver de una excursión campestrecon las demás señoritas queestudiaban en el colegio femenino,Hanna se sintió indispuesta, y cayóen cama, enferma. Aunque al principio noparecía nada más que unaintoxicación por algún alimento en

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mal estado que hubieran tomadodurante el corto viaje, pronto sesupo que también variascompañeras suyas se encontrabanen un grave estado febril y, tras lavisita de algunos especialistasmédicos del hospital de la ciudad alas afectadas por el mal, seconcluyó que era un brote de tifuscausado por el consumo quehicieron algunas de las jóvenes,debido al calor, del agua no potablede alguna fuente no señalizadacomo tal. La enfermedad detectada

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era mortal por sus características,pues las fiebres eran tan elevadasque producían el deceso delenfermo, en la casi totalidad de losafectados, durante las primerasveinticuatro horas. A pesar de todos losintentos que hizo, a Sándor se leprohibió la entrada a la habitacióndonde su hermana se debatía entrela vida y la muerte. Solo cuando, detarde en tarde, se abría la puertapara que entrara el doctoracompañado por su padre, era

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cuando el niño podía ver a sumadre a la cabecera de la cama,mientras su hermana se agitabaentre espasmos, presa de lasviolentas fiebres que la consumían.Vio la cabeza del médicomoviéndose con gesto negativo, unavez hubo examinado de nuevo aHanna, y sus padres prorrumpieronen unos sollozos tan reveladoresque, aún amortiguados, quedarongrabados para siempre en la mentey el corazón de Sándor, y leacompañarían el resto de su vida.

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En la madrugada del díasiguiente, una intensa agitación ledespertó de su duermevela en unasilla junto a la puerta de su hermana—donde sus padres le habíandejado permanecer— y, creyendoque Hanna había recobrado laconsciencia, se coló en lahabitación. Su madre, desmayadapor el dolor, era sostenida por losbrazos de su padre mientras, sobrela cama, yacía muerta su adoradahermana, con sus bellos ojosabiertos y la vacía mirada perdida

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en algún punto del techo... El cerebro infantil deSándor se bloqueó por el inmensosufrimiento que lo atenazaba, y cayóen el más hondo de los abismos;desconsolado por completo, sufrágil espíritu quedó tan afectadopor la muerte de su hermana que nopodía imaginar mayor dolor en suvida; pero lo peor estaba todavíapor venir… La directora del colegio deHanna, sintiéndose culpable de lasmuertes de sus alumnas, ofreció la

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capilla de la escuela para un funeralconjunto y, a cada una de lasfamilias afectadas, la posibilidadde un retrato memorial paraaquellos que quisieran guardar unrecuerdo de sus queridas hijas.[31] La fotografía post-mortemempezaba a popularizarse enaquella época, por ser la únicamanera de conservar el rostro de lapersona querida antes de suinhumación. Consistía en unainstantánea familiar del difunto,

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simulando en algunos casos que elfinado se hallaba vivo todavía,dibujando sus ojos abiertosmediante el retoque fotográfico enla copia de papel entregada a lafamilia. Habitualmente, sinembargo, el fallecido era vestido denegro y colocado en el ataúd, sucama o en una silla, entre ramos deflores, y rodeado por su familia, enun retrato de conjunto. Los reciénnacidos y los niños pequeños eranvestidos con ropa de color blanco,con sus muñecos o juguetes

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alrededor. Los padres de Sándoraceptaron el ofrecimiento, pues erael único recuerdo que subsistiría deHanna y, asistidos por el fotógrafoenviado, prepararon la escena parallevar a cabo la macabra fotografía.El niño estuvo desaparecido todo eltiempo, escondido en algún lugarsecreto de la casa y, solo aregañadientes, acabó presentándoseante sus padres. El momento fue horriblepara el pequeño y su quebradiza

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mente infantil: su querida hermana,vestida con el bello traje gris de losdías festivos; apoyada su cabezasobre la almohada de la cama, consus adoradas muñecas de porcelanaalrededor del frágil cuerpo, y suspadres sentados a ambos lados conuna mano puesta sobre cada brazode ella, lo invitaban a unirse a ellosen aquella tétrica escenificaciónmortuoria. Con paso vacilante, unlloroso Sándor fue a situarse en ellugar reservado para él junto alcuerpo de Hanna, y observó con

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horror, mientras avanzaba haciaella, que sus bonitos ojos sehallaban entreabiertos y parecíanver aún; atroz visión que no podríaolvidar mientras viviera... Una vez hubo acabadotodo, Sándor volvió a su refugioíntimo, en un altillo de la casa, yallí permaneció oculto y aterradohasta el día siguiente, cuando secelebraría el funeral por lasmuchachas muertas. Aquel triste día por la mañana, uno

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de los diáconos de la catedralllamó a la puerta de los Hermannsolicitando ayuda, pues el organistade la catedral se hallabaindispuesto, y nadie tocaría lamúsica del oficio de difuntos enaquel acto de tan hondo sentimientopara todos los habitantes deldistrito. Ernst se disculpó, porencontrarse muy afectado e incapazde interpretar pieza alguna en elfuneral. El eclesiástico, algocontrariado por la negativa, sedisponía a marchar cuando apareció

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Sándor. —Yo tocaré en la misa porHanna, padre —dijo el niño con lafuerte convicción de un adulto, perocon los ojos inundados de lágrimas—. Sé que a ella le hubieragustado mucho que lo hiciera… Eldiácono interrogó con la mirada alpadre, quien asintió. Siendoconocidas de antemano lashabilidades musicales de Sándor nohubo más palabras que hablar, y elhombre se despidió, admirado porla entereza del pequeño.

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La ceremonia en la Seo estuvorevestida de un fuerte sentimientode consternación por parte de todoslos presentes, pues se trataba de latrágica despedida de unas jóvenesmuertas en plena juventud, y lasmuestras de dolor y los llantosinundaron las naves de la basílica. En el momento mássublime, tras las sentidas palabrasdel arzobispo de la ciudad, Konrád,que era el oficiante de la misaextraordinaria por la gravedad de

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los hechos, comenzaron a oírse lasnotas del majestuoso órgano detubos de la catedral, tocado deforma magistral por Sándor. Sus manos volaban raudassobre el envejecido teclado,arrancando toda la magia queexistía en la música sacra del granmaestro alemán Bach, elegida porel pequeño músico para honrar lamemoria de su hermana. Tocatas yfugas se sucedían sin fin, causandola admiración de todos lospresentes, a la vez que les prestaba

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una profunda sensación deconsuelo. Era como si aquellascálidas notas, entrelazadas por unser espiritual superior, fuerancapaces de susurrar, en sus oídos,que sus seres queridos eranllevados a una vida eterna y mejor,lejos de aquella terrenal queacababan de abandonar. Con un acorde finalsupremo la música terminó, y elsilencio que se produjo entre losasistentes al oficio permitió oír conclaridad los pasos de un niño que,

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despacio, bajaba por la angostaescalera circular que comunicaba elpiso donde se hallaba el teclado yregistros del monumental órganocon la nave principal de la iglesia.Entre murmullos de admiración,abandonó Sándor la iglesia,acompañado de sus padres.Agarrado a la mano de Gerda, sumadre, lloraba en silencio con lacabeza encogida sobre el pecho, ysu mirada, triste pero decidida,parecía haber dejado atrás lainocencia de la infancia.

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* * *

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II

Pasaron veloces los años, y elprogreso del pequeño intérprete sehacía cada vez más evidente. Enpoco tiempo le fue posible adquirirla técnica interpretativa de Liszt, elsentimiento musical de Chopin y laenergía compositiva de Beethoven;todo ello aderezado con una

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impronta personal de sincerahumildad que, sin tardar, le granjeólas amistades de los personajespoderosos de su entorno —loscuales quisieron incorporarle a suscírculos intelectuales privados—;aunque fuera algo que él rechazarade pleno desde el principio. Suargumento principal para no hacerloera la necesidad de sumirse en lamás completa soledad e intimidad,algo que solo le brindaba su hogar,y así poder componer las bellaspáginas musicales que interpretaba

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en las contadas ocasiones en lasque acudía a alguna citaconsiderada como ineludible.Entonces, en aquellas veladasmágicas, mostraba sus nuevas obrasfrente a una audiencia asombrada ycomplacida por su música. Lo más impresionante desus interpretaciones pianísticas sehallaba en el silencio abrumadorque sucedía al final de aquellas,incapaces sus oyentes de sustraerseal misterioso encanto en quesumergía sus almas aquella música;

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nadie era capaz de iniciar siquieraun intento de aplauso, cuando ya eljoven maestro atacaba una nuevapieza de su cada vez más extensorepertorio.

* * * Sándor se independizó de suspadres al poco de cumplir sumayoría de edad, y lo hizo ainstancia de estos, pues deseabanque su hijo escapara de la inmensa

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soledad que embargaba su vida enel hogar familiar, y que ellos nopodían llenar. Después de la muertede Hanna, habían nacido dosvarones y una niña más, con elmismo velado y trágico final. Él sehabía acomodado a aquella extrañarutina para no sufrir, en una épocade gran mortalidad infantil. Un díacualquiera llegaban sus padres conun nuevo hermanito, al queobservaba en la cuna algunassemanas o meses si había suerte —sin apenas acercarse y menos

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atreverse a tocarlo, cual frágilobjeto de cristal—, hasta que,invariablemente y de una ineludibleenfermedad u otra, seguían elcamino de su hermana mayor haciala tumba familiar que encargaronsus padres cuando ella murió,donde eran enterrados.

* * *

Encontró el joven músico unapartamento de tres piezas, por unmodesto alquiler mensual que podía

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permitirse, en una casa con pocosvecinos en el centro de la ciudad;lugar ideal para vivir, pues allí seconcentraban todos los artistasbohemios de la urbe: pintores,escultores, escritores y músicoscomo él; un lugar donde admitirían,sin lugar a dudas, sus largas horastocando el piano mientras componíala música que era su vida ysustento. Lo que al principio fue undon caído del cielo —laindependencia de sus padres y

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valerse por sí mismo— poco apoco se fue convirtiendo en locontrario, y la soledad que buscabapara poder dedicarse sólo acomponer, lo acabó atrapando a élen la tupida red de araña que teje lamelancolía rodeando al sersolitario e indefenso. Rechazaba,cada vez con más frecuencia ycerrazón, las invitaciones a lasveladas musicales a las que antesveíase forzado a ir, y por finaquello llegó a oídos de su padre. —Debes obligarte a salir y

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hacer vida social de nuevo, hijo —le dijo su progenitor en la visita quele hizo al poco—. No puedesquedarte enterrado en vida con tufiel piano y el papel pautado al quete has consagrado con completadevoción. Tu madre se halla muypreocupada por ti y se encuentramal de salud, como bien sabrías sila visitaras más a menudo. Hermann tenía sobradosmotivos para temer por la saludmental de su hijo pues un hermanomayor suyo, de nombre Fritz, se

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hallaba recluido en un sanatoriopara enfermos de la mente en lasmontañas de Baviera, y se habíandado otros casos similares en lafamilia en diversos momentos delpasado. —Nada que haya en elmundo exterior me interesa, padre—contestó Sándor mientras seguíaescribiendo notas en las claves delinstrumento de forma errática, cualpueril excusa para no posar sumirada en los ojos de su progenitor—. Pero iré a visitar a madre en

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breve, no temáis por mí. Hermann abandonósatisfecho la casa de su hijo, sinsaber que no lo volvería a ver más.Pocos días después, un carruajecuyos caballos habían sido presa deuna estampida provocada por unosmozalbetes jugando en la calle, loatropelló, matándolo. Sándor asistió al entierrojunto a su madre, una mujer quemostraba una entereza y resignaciónpropias de alguien que habíasufrido mucho en la vida; menos a

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él, su hijo, había perdido a todoslos seres a los que amó. El pianista dedicó, desde entonces,gran parte de su tiempo aacompañar a su madre, cuyo débilcorazón decaía lenta peroinexorablemente. Asistió con ella avarias veladas musicales, orainterpretando sus propias piezas oracomo mero asistente, todo con lasecreta intención, tanto de purgarsus culpas reales o imaginarias,como de cumplir la promesa que le

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hizo a su padre antes de morir.

III

Llegó por fin, para Sándor y sumadre, la que consideraban amboscomo mejor celebración de todo elaño: la velada en que se reunía lomás selecto de la sociedad húngarapara celebrar la onomástica delarzobispo Konrád, a cuyo honrososervicio había trabajado ErnstHoffman como maestro de capilla a

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su llegada a la ciudad. Era sólo enesa señalada noche cuando enaquella mansión se permitían losbailes y la música sonaba másdistendida y alegre.

Durante la fiesta, sesucedieron los más variados aires ydanzas musicales germanas,húngaras y polacas, con gran deleitepara la concurrencia. Sándor semantenía apartado del ruidosobullicio, pues él jamás habíaaprendido ni un solo paso de baile.Para evitar la oportunidad de ser

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arrastrado a la vorágine, buscabasiempre la protección que leotorgaba hallarse sentado tras elteclado; aunque no le disgustaba elsecreto placer de amenizar con suágil música este tipo de reuniones.Era la única excepción que sepermitía al respecto, pues lasdanzas folclóricas, que élconsideraba mundanas y ruidosas,eran contrarias a su espírituintrovertido. A pesar de hallarse eljoven músico escondido en un

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rincón del gran salón junto a sumadre, el arzobispo reparó en supresencia en la sala y, por medio deun lacayo, le hizo saber que sehallaría muy complacido de oírleinterpretar alguna pieza en el nuevopiano de cola cuya expresaconstrucción había encargado; unexcelente instrumento fabricado porel mejor fabricante germano de laépoca, y que no había sido pulsadotodavía por mano alguna, a no ser ladel maestro afinador. Al insistente requerimiento

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de su madre, Sándor aceptó elofrecimiento, y se dispuso a tocarpara el arzobispo. Los asistentes ala reunión guardaron absolutosilencio, mientras el pianista secolocaba en la banqueta del piano yejercitaba las articulaciones de susmanos para poder empezar a tocar.Tras unos breves momentos deconcentración con los ojoscerrados, en los que parecíarebuscar algo digno para la ocasiónen el repertorio de su cerebro, susdedos empezaron a recorrer el

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teclado con una dulzura y suavidadno escuchadas hasta entonces. Desus manos brotó un vibrantepreludio que erizaba el vello de susoyentes; una secuencia musical queconsumía los sentimientos de todosy cada uno de los presentes,haciéndolos renacer de nuevo desdeel fondo de sus almas, armonizadospor una sinfonía de colores ysensaciones desconocidas.

El pianista tocaba con elánimo completamente entregado asu pasión, y no reparó, hasta casi el

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final de su interpretación, en queuna atractiva mujer, algunos añosmayor que él pues rondaría latreintena, descansaba apoyados susbrazos sobre el extremo de la cajade resonancia del magnífico piano;escuchando absorta su melancólicamúsica mientras sus ojos reflejabanel recuerdo de algún hecho lejanoen el tiempo que aquellas notas leevocaban. Tan pronto hubo acabadoaquella parsimoniosa pieza, Sándorcambió el timbre de su música y

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ejecutó una delirante czardahúngara para gran regocijo de laaudiencia que, sin demora, seaprestó a bailar aquelladesenfrenada música popular:enloquecidas y volátiles danzascreadas para el violín comoinstrumento principal, que fueronsustituidas por el pianista con granmaestría. La pequeña orquesta decuerda del arzobispo no pudo sinounirse a Sándor como meroacompañamiento del piano, pues talera el brío que desplegaban sus

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manos, ágiles e incansables, alinterpretarlas sobre el teclado.

Aprovechando un cambiode parejas entre aquel frenéticoritmo musical que envolvía la salade baile, un gallardo oficial decaballería presente en la velada,László Friedmann, —al que todoslos asistentes a dichas fiestasconocían por ser familiar lejano deKonrád— se acercó a la dama quese hallaba junto al pianoescuchando con deleite a Sándor ysolicitó de ella, con estudiada

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reverencia, le fuera concedidoaquel baile. La mujer aceptóinclinándose con gentileza, ycomenzaron ambos a girar por lasala al son de aquella danza delpaís que magistralmente tocabaSándor quien, levantando la vistade las teclas cada vez que la parejase hallaba cerca de él, fijaba susojos en los de ella sin recato nidoblez alguna y era de igual maneracorrespondido, en un juego deinterés mutuo que crecía pormomentos, como lo hacía el ritmo

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en los compases de aquelvertiginoso vals. Él la miraba, y elladevolvía la mirada complacida conun breve ademán entornando susojos, y el pianista pronto reparó enel lejano parecido que la mujertenía con Hanna, su añoradahermana. Era como unareencarnación en esencia de ella;aunque él sabía que aquello eraimposible. Los rasgos de la damase asemejaban a los de su dolorosorecuerdo; más su cabello era de

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tono oscuro y disímil, cuandoSándor rememoraba los rizostrigueños de la desaparecida. Peromirar a aquella mujer le hizo sentiralgo nuevo y gratificante, que sualma desconocía hasta esemomento. Acabado el baile, Sándor,se retiró del piano y regresó,sonriente, junto a Gerda, su madre,quien lo miraba complacida desdesu rincón. —Tu padre se sentiríafeliz de verte tan alegre, Sanyi —le

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dijo según se acercaba a ella—. Mecomplace de verdad que vuelvas ainteresarte por aquellos que terodean, hijo… el calor y laagitación de la noche me hanproducido algo de ansiedad y tengosed, ¿podrías acercarme un vaso depálinka afrutado? —Con mucho gusto loharé, madre —Sándor se levantó,dirigiéndose hacia las mesas dondeeran servidas las bebidas yexquisitas viandas por los solícitoscriados del arzobispo.

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Allí coincidió con laenigmática mujer que le escuchabaapoyada sobre el piano minutosantes. —Mi nombre esMagdalena, maestro —se presentóella con un mohín risueño perotímido, propio de una joven damade buena educación y posiciónsocial—. Me sentí muy complacidaen escuchar su música —dijo,mientras le servían un refresco y locataba con los labios—. Nuncahabía oído pieza tan hermosa sonar

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en mis oídos mientras veía a suintérprete tocarla con tantapasión… Me he sentido, se loprometo con sinceridad, comocuenta la leyenda que lo hizo Elisa,la joven alumna, cuando el granLudwig tocó para ella aquella piezamagistral que lleva su nombre, FürElise. Estudié también música enmi infancia, no piense que le hablosin conocimiento de causa. —Me alegro mucho de quele haya complacido, FräuleinMagdalena. Mi nombre es Sándor

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Hermann, y lamento no haberlededicado una pieza en especial austed, que sin duda alguna semerece por sus amables palabraspara con éste humilde compositor.Soy capaz de ver más allá de lomeramente corporal y sé que, trassu radiante belleza, existe un almahermosa y eterna, dotada parareconocer el verdadero sentido demi música. Magdalena sonrió y lomiró con los ojos de la sincerapasión interior, ofreciéndole ese

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sublime e inmortal sentimiento queel joven recogió sin preguntar, ytendiendo así un puente espiritualentre ambos a partir de aquelinstante y para siempre. Conversaron, cada vez máscerca el uno del otro, durante unlapso de tiempo que se les antojódichoso a ambos, hasta que lamagia de aquel momento fueinterrumpida por el oficial decaballería, que requería aMagdalena para otro baile. Ella,para no contravenir los rígidos usos

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sociales, se dejó arrastrar de nuevoal torbellino de danzantes, mientrasmiraba a Sándor en cada vuelta,hasta que desapareció entre la gentemientras giraba en los brazos delmilitar. Sándor, decepcionadoconsigo mismo por su evidentecarencia de tacto social, recogió lasbebidas y regresó junto a su madre. —¿Quién era ésa belladama, Sándor? —le preguntó sumadre, mientras hablaba ocultandosu rostro tras el negro abanico de

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luto—. Parecíais muy atraídos eluno por el otro mientrasconversabais. Me recordaba enalgo sutil, levísimo quizá, a nuestraañorada Hanna... —Su nombre esMagdalena, madre; por su acentocreo que debe ser austriaca, deVorarlberg… —señaló el pianista,y calló a partir de ese instante,ensimismado en sus pensamientos. Gerda reconocía muy bienesos periodos de ausencia

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melancólica de su hijo, y cada vezle asustaba más que terminaraperdiendo el contacto con larealidad, como el recluido hermanode su difunto marido. La mayoría deedad de Sándor había constituido unmotivo más de preocupación paraella, pues desde entonces él tomabasus propias decisiones y ellacarecía del necesario ascendientesobre su hijo, sobre todo desde lareciente muerte de Ernst. A veces el joven callaba

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durante largas horas sin podersonsacarle, a la vuelta de talesensoñaciones, que había imaginado,sentido o soñado. No existía sino unvacío angustioso en su mirada,como si retornara de entre lassombras que parecían habitar en loprofundo de su ser. —Ruégale que se acerquea conversar con nosotros, hijo; megustaría conocerla… —dijo Gerda—, pero Sándor, como si padecierauna sordera inexplicable, habíavuelto a su preocupante aislamiento

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habitual mientras, de soslayo,miraba danzar a la gentilMagdalena con aquel estiradooficial, y no contestó. Mientras bailaba entre lamultitud, pudo ésta observar lamirada perdida y melancólica delpianista, y se sintió culpable porhaberle abandonado en plenaconversación. Tras un par de polkas máscon el oficial László —que se leantojaron eternas—, Magdalena

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solicitó a éste un receso y,armándose de valor, se acercó a lospies del enorme ventanal dondeestaban sentados los Hermann. —Señora, —se presentócon elegante soltura ante Gerda, —mi nombre es Magdalena VonRichter-Zilahy, y un poco antes hetenido el placer de conversar con suhijo Sándor sobre la belleza de lamúsica y algunos otros temas muyinteresantes, en los que ambossomos también afines. Le ruego medisculpe el atrevimiento de venir a

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importunarles y, créame, lo hagocon el solo propósito de mostrarlemi agradecimiento… Sándor la miraba con ojosabstraídos, quizá perdidos enalguna ensoñación romántica quedaría pie a alguna nueva y bellamelodía, sin participar en laconversación. —Me gustaría… —prosiguió la mujer percatándose,con preocupación, de la totalausencia de él de la conversación—…felicitarla, si me lo permite, por

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el notable hecho de haber criado unhijo tan excepcional, de veras, y mesentiría muy satisfecha de poderencontrarnos en una próximaocasión para conversar, si eso esdel agrado de ustedes dos,ofreciéndoles la hospitalidad de mihogar. Ahora debo retirarme, puesme debo a otras obligaciones queocupan mi tiempo presente… Otravez le pido disculpas si por algúnmotivo considerara inadecuada miconducta... buenas noches. Dicho esto, se retiró con

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una leve y grácil flexión, mientrasvolvía hacía un grupo de mujeresque esperaban su vuelta en unrincón de la sala. El oficial decaballería no se hallaba muy lejosde ellas, y recibió con regocijo suvuelta. Al poco, Gerda, yacansada por lo avanzado de la hora,rogó a Sándor que le acompañarade vuelta a su casa, y abandonaronel baile. Dejó éste a su madre en laresidencia familiar, y se dirigió a suapartamento. Mientras caminaba de

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vuelta a su domicilio en la quietudde la fría noche, repasaba toda laconversación mantenida conMagdalena una y otra vez, y sesintió reconfortado por el recuerdode aquel bello rostro.

IV Había transcurrido ya casi un añocompleto desde aquel breveencuentro con Magdalena vonRichter y Sándor, durante la docena

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de meses anteriores, había estadotrabajando febrilmente en variosencargos que le habían surgido araíz de ser escuchada su música encasa del arzobispo Konrád.

Éste se había convertido ensu mecenas principal entre variosnobles. Como hombre religiosoconocedor del alma y lasdebilidades humanas, sabía de lospeligros a que se enfrentaban lasmentes brillantes cuando seencontraban ociosas, y le encargabauna nueva pieza musical litúrgica

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no bien hubiera concluido Sándor laprecedente.

En contadas ocasiones visitó elpianista a su madre durante aqueltiempo, dedicado como estaba a lacomposición de sus obras. Apenasse alimentaba y vivía enclaustradoen su apartamento. Noticias de élque llegaron a su madre por mediode algún conocido sumieron a éstaen una profunda preocupación porsu salud física y, si cabía más aún,por la mental, habida cuenta de los

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conocidos antecedentes familiaresdel músico. A principios de diciembrerecibieron de nuevo madre e hijo lainvitación del arzobispo para asistira la fiesta anual a celebrar en supalacio. Esta vez Konrád seexcusaba con pesar y mencionabaque no estaría presente, debido auna persistente enfermedad quevenía padeciendo desde variosmeses atrás; pero no deseaba, enmodo alguno, suspender el eventoque constituía ya casi una tradición

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en la ciudad. Rogaba a Sándor tuviera abien interpretar el nocturno que lehabía encargado para aquellaocasión específica, hecho quecomplació al pianista quien,secretamente, anhelabareencontrarse con su añoradaMagdalena en la recepción, trascasi un año de separación entreambos. A pesar de algunos intentosesporádicos por conseguir noticiassuyas, no había obtenido respuestapositiva alguna a sus pesquisas, y

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eso le llevó a pensar que ella habíaabandonado la ciudad. El baile deaquella noche en la casa delarzobispo era su única oportunidadsocial de indagar sobre el posibleparadero de la dama en cuestión. Recogió el pianista a sumadre del domicilio familiar encoche de gala —podía ahorapermitírselo— y recorrieron lascalles mientras se depositaban loscopos de nieve por toda la ciudad,dándole ese aspecto mágico y tristea la vez que poseen las urbes

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centenarias revestidas de grisáceogranito, iluminadas en la noche susamplias plazas y largas avenidaspor las tenues luces que salpicabanlos gruesos muros de los edificios. Una vez llegaron al lugar,se enteraron del agravamiento de laenfermedad del arzobispo, y queéste había solicitado fueran dejadasabiertas todas las puertas queconducían a su dormitorio desde elsalón donde tendría lugar lacelebración, para así poderescuchar la música compuesta por

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Sándor, pues sentía que aquellasería la última vez en ser elanfitrión de la elogiada fiesta.

Después de un pequeñoágape, tras la habitual recepción ypresentación de los asistentes en laentrada, se dispuso todo para quecomenzara la fiesta, y el pianista ysu madre tomaron asiento, comosiempre lo hacían, en la cercanía deun bello ventanal de vidrioemplomado, desde donde, en laoscuridad de la noche y en partetapada por los pliegues ondulados

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de las cortinas, apenas se intuía lasilueta de la ciudad, iluminada porla débil luz de la luna. Sándor intentó localizar aMagdalena entre la numerosa genteallí reunida; sin embargo, ellaparecía no haber asistido aquellanoche tan esperada por él.Desilusionado, se concentró en sumundo interior, como solía ocurriren todas las reuniones sociales. Talvez era el único en hacerlo así enaquel mundo de ostentación, dondetodos los asistentes gustaban de

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aparentar y pocas eran lasconversaciones de elevadocontenido; quizá algún político aquío algún escritor allá, pero poco másque eso. Aquellas fiestas eran parael disfrute de unos pocos, mientrasel resto de la sociedad malvivíacon las migajas que caían de lamesa de la nobleza, la burguesía yel poderoso clero de esa época. Cerca de la medianochellegó el momento de la esperadaintervención de Sándor, y elintérprete se dirigió hacía el piano,

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cuya negra madera barnizada habíasido pulida hasta reflejar con grannitidez la gran lámpara de arañaque colgaba del techo. Colocó entonces elpianista la partitura de su nuevaobra sobre el atril del instrumento,y reparó en las puertas abiertas ensecuencia desde el salón hacia lashabitaciones del arzobispo Konrád.Deseó con fervor que su ilustremecenas se sintiese complacido porla música que había compuesto parala ocasión.

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La sonata estaba divididaen tres partes, diferenciadas por sutonalidad. Comenzaba con unabreve introducción, que incluía unaexposición general y vibrante sobrela temática de la obra, seguida poruna parte central, que era la sonataen si misma, con una entrada enforma de adagio que terminaba enu n crescendo majestuoso, paraconcluir en la tercera parte, con unfinal recopilatorio, que despedía laobra con un sonido intimista ysobrecogedor, con acompañamiento

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de cuarteto de cuerda comocontrapunto al piano en variassecuencias de la música. Mientras interpretaba lasdiversas piezas, Sándor miraba a laaudiencia que le escuchaba ensilencio, esperando descubrir aMagdalena entre aquel conjunto demujeres, tan exquisitamenteataviadas para la ocasión, que leobservaban desde el lugar donderecordaba haberla visto el añoanterior. Casi al final de la sala, en

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el fondo, vislumbró un grupo dedamas vestidas de negro y grisesoscuros. Eran las viudas, deriguroso luto, entre las que, para suasombro, descubrió a aquella quebuscaba. Continuó con su ejecuciónsumido en un mar de preguntasnecesitadas de respuesta. Cuando sonó la última notadel piano, la audiencia, expectantey en contenido silencio, escuchóunos tenues aplausos que llegabandesde la alcoba del arzobispo. Unmomento después un criado se

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acercó a Sándor, y le comunicó queel anfitrión deseaba verle sintardanza. Siguió al sirviente através de varias estanciasconsecutivas comunicadas entre sí,hasta llegar a donde se hallaba elenfermo. El aspecto demacrado delprelado era horrible, triste reflejodel majestuoso personaje que habíaconocido, por primera vez y en sumáximo apogeo, cuando su hermanaHanna murió. Se notaban losefectos de la invasiva enfermedad

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que le consumía por dentro. —Pasad, señorHermann… Sándor… —dijoKonrád, con voz apenas audible—y venid a mi lado. Necesito hacerosun encargo especial en ésta miúltima noche entre los mortales.Mañana estaré a la vera de DiosPadre, y os contemplaré yescucharé vuestra música rodeadopor los ángeles del Cielo. Pero hoyy ahora deseo que compongáis parami otra obra diferente: un solemneréquiem para piano que recuerde mi

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memoria, pues nada somos, sino elrecuerdo que permanezca denosotros. Más esta vez el estrenoserá póstumo, pues yo no lo oirédesde mi envoltura carnal. Para ellohe dispuesto una renta que os harállegar mi administrador durante lospróximos doce meses. Es mi deseosea escuchada por primera vez enésta, mi morada, el próximo añopor estas mismas fechas, pararegocijo de los que tengan a bienacudir a la invitación que se hará enmi recuerdo…

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Tras acabar estas palabras,el arzobispo cerró los ojos y sesumió en una especie de febrilsopor, provocado sin duda por elpreparado de láudano que leestaban suministrando sus médicos. El pianista —afectado porla inminente muerte de su mecenasy, a la vez, apreciado amigo—volvió a sentarse de nuevo en elpiano e interpretó alguna pieza decarácter más solemne, pues laocasión no se prestaba aquellanoche para otro tipo de música. El

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cuarteto de cuerda tocó acontinuación una serie de sentidaspiezas, y el resto de la veladatranscurrió de aquella manera, tristey contenida. Pero es que en esaocasión, el anfitrión porantonomasia de aquella sociedaddecimonónica que se desintegraba,se despedía para siempre. Parecíacomo si el moribundo arzobispoKonrád hubiera alargado susufrimiento para poder llegar hastaaquella noche a pesar de su graveenfermedad, que bien podría haber

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acabado con él semanas antes. Sándor abandonó porúltima vez el piano aquella noche y,armándose de valor, se acercó algrupo de mujeres donde se hallabaMagdalena. Ésta, al verle, selevantó presurosa y, cogiéndole porun brazo, lo llevó lejos de aquellasdamas de luto. Sentados en uncanapé en un extremo del salón, lereveló como había llegado aenviudar en tan breve espacio detiempo. «El oficial que había

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conocido Sándor en el baile del añopasado llevaba tiempocortejándola, y su propia familia noveía con malos ojos su unión conaquel militar, descendiente de unabuena familia húngara; conposesiones importantes en lacomarca y otras zonas del país.Cuestiones como la edad deMagdalena y su necesidad deasegurarse un futuro prevalecieronmás que su propia opinión alrespecto. Ella —le confesó aSándor—, a pesar considerar al

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oficial de caballería apenas un buenamigo, se rindió por último, yaccedió a casarse con él enprimavera. El destino hizo que pocotiempo después del matrimonio, enjulio de ese año de 1870, estallarala guerra entre Francia y Prusia. Elteniente László Friedmann, deorigen germano, sintió la imperiosanecesidad de participar en aquellacontienda. Tres meses después delcomienzo de las hostilidades, enseptiembre de aquel año, se dio labatalla principal de aquella guerra,

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con la victoria total del bandoprusiano en Sedán. Pronto llegaronnoticias de la victoria alemana y seseñaló que el bando ganador, dondese hallaba sirviendo László yacomo capitán de caballería, apenashabía sufrido bajas. —Esperé al principio días—dijo Magdalena—, que pronto seconvirtieron en semanas, y Lászlóno regresó. Cuando se extinguía elmes de noviembre recibí una cartade su comandante alemán, en la quese me decía que mi esposo había

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muerto combatiendo durante unacarga de caballería del ejércitofrancés, y que su tumba se hallabaen una aldea de la zona. Algún día,en el futuro, me gustaría depositarunas flores en su sepultura, cuandoreúna el valor necesario paraafrontar dicho viaje». Sándor, impresionado portodo lo que acababa de conocer ydeseando consolarla, invitó aMagdalena a compartir con sumadre y él la comida de AñoNuevo. Ella aceptó de buen grado

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el ofrecimiento, pues deseaba salirdel deprimente círculo en que sehabía convertido su vida durantelos últimos meses.

V

A aquella primera cita en casa deGerda le siguieron varias en lassemanas posteriores, cada vez más

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frecuentes, y lo que empezó siendouna amistad casi por necesidad paraambos terminó convirtiéndose enuna pasión sin ambages. Magdalenase trasladó a vivir al apartamentode Sándor en contra de todas lasconvenciones sociales y el decoroque guardaban, al menos enpúblico, los integrantes del círculosocial al que pertenecían. La primera vez que ellapisó el apartamento de Sándor, sesituó frente a él y, abriendo susbrazos le musitó, con un hilo de

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voz, como si temiese ser oída por elmismo silencio:

—Soy mayor que tú... Él no dijo nada; avanzandohacia ella, apoyó con dulzura sucabeza sobre el palpitante pecho deMagdalena, recordando aquellosotros dulces momentos del pasadoen los que su amada hermana Hannaacariciaba su pelo, y se sintióseguro allí.

* * *

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Desde aquel momento de íntimacomplicidad se convirtieron encolaboradores inseparables yentregados amantes. Él vivía casitoda la jornada sobre la banquetadel piano, dedicado a lacomposición de la obra que lehabía sido encargada por elarzobispo antes de morir, mientrasMagdalena, sentada a su ladoderecho en un sillón de respaldoalto con pupitre adosado yligeramente retrasado con respectoal asiento de Sándor, llenaba pliego

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tras pliego de papel pautado con lasnotas de la música que salía de lasmanos de su amado compañero. De vez en cuando élparaba unos minutos, y miraba conensoñación hacia algún puntoperdido del magnífico cuadro quepresidia el pequeño salón delestudio que habitaban —un granlienzo apaisado que representabauna tempestuosa marina de olasrompientes en la misteriosa grutaciclópea de Fingal, enclavada enlas solitarias islas Hébridas, en los

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mares del Norte—, mientrasrecuperaba la inspiración y seguíacomponiendo su sonata-réquiempara el arzobispo. Otras veces, abandonabasu trabajo sin un motivo concreto yse dedicaba por entero a conversarcon Magdalena, desgranando consosiego los minutos y las horas,gustoso de haber encontrado otraalma sensible con la que debatirsobre cualquier tema, pues era ellamujer versada en muy diversasmaterias, estando muy por delante

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de las mujeres jóvenes de sugeneración, educadas para hacer unbuen casamiento y no tener opiniónpropia sobre casi ninguna otra cosaque no fueran los asuntosdomésticos y maternales, o lasbanales modas y costumbres delmomento. Y algunos días, alatardecer, se entregaban a la pasióncon ansia, sin reservas, en undesesperado intento por recuperarel tiempo que el Destino lesmantuvo alejados el uno del otro.

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En esos momentos, la música defondo no la creaba la resonanciadel piano de Sándor, sino loscálidos sentimientos, entregadoscon generosidad. Aquella primavera fue la primeravez que Sándor experimentó lafelicidad después de muchos años,pues además Magdalena y su madrecongeniaban sin ninguna dificultad.Gerda —a pesar de la diferencia deedad entre ellos— se sentía

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complacida porque su hijo hubieraencontrado al fin la compañía quetanto necesitaba, y sospechaba quele quedaba poco tiempo de vidajunto a él; su cansado corazón seextinguía con cada nuevo latido, yno deseaba dejar solo a Sándor enel complicado mundo que lerodeaba. La frágil personalidad delpianista no encajaba las más de lasveces dentro de la sociedad vana ysuperflua en la que vivían, y temíaque se aislara en su herméticomundo si ella faltaba. La aparición

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de Magdalena en sus vidas habíaotorgado un poco de paz a suespíritu en ese sentido. A finales del verano Gerdaempeoró; el fuerte calor reinante nohizo sino agravar su estado desalud, precario ya de por sí.Magdalena y Sándor se turnaron enla cabecera de su lecho día y noche,a pesar de los ruegos de su madre,que no deseaba ser una carga paraellos.

El cálido estío dejo paso alotoño y la enferma pareció mejorar,

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para tranquilidad de todos pero, enrealidad, no era sino la falsamejoría que el paciente experimentacuando su organismo ha dejado deluchar, y aquello constituía elpreludio del fin. Su agotadocorazón se detuvo una madrugadade primeros de noviembre, no sinantes despedirse de su hijo yMagdalena. En su lecho de muertelos hizo prometer por lo mássagrado que no se separarían nuncael uno del otro, cosa que ambosjuraron mientras ella exhalaba su

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último y agónico suspiro. Sándor seabrazó al cadáver de su madre ypermaneció allí varias horas,inmóvil y desconsolado, mientrasMagdalena, reponiéndose en partede su dolor, comenzó a preparar lasexequias. Durante los días quesiguieron al fallecimiento de sumadre, el pianista no fue sino unpálido reflejo de sí mismo. Nohallaba consuelo en ningúnmomento y parecía haber roto loslazos que le unían con la realidad,

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causando gran dolor a Magdalena,quien tuvo que cargar con todo elpeso de aquellos luctuosos días. El día del entierro unfuerte aguacero inundó el recintodel camposanto. De los numerososasistentes al mismo, tan soloMagdalena y Sándor quedaron alfinal acompañando el féretro deGerda hasta la tumba. Bajo aquelcielo encapotado, aguantaronabrazados al pie de la sepulturamientras el sacerdote rezaba unresponso por la difunta. Acabado

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éste, regresaron a la ciudad bajo laincesante lluvia.

Según caminaban, y por unfugaz instante, el pianista parecióvislumbrar, entre las ráfagas delluvia cercanas a la tumba familiar,una cara de niña que ya conocía…Hanna le llamaba por su nombre yle sonreía mientras agitaba su manotal cual la recordaba… pero lellenó de horror el comprobar queella vestía el mismo traje gris quellevaba el día en que les hicieronaquella horrible foto cuando ella

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murió; era aquella instantánea sepiadel libro familiar que le perseguíasin cesar desde entonces. Veía unay otra vez la insoportable imagen desu hermana muerta acercarse a él enaquellas febriles pesadillas quesufría mientras su espíritu sehallaba en sus momentos másdébiles… Parpadeó incrédulo y,cuando abrió los ojos de nuevo,Hanna había desaparecido. Magdalena debió notaralgo en su mirada, pues detuvo suspasos para preguntarle:

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—¿Qué o a quién hasvisto, Sándor?, veo el horror en tusojos… Pero él no respondió, puessu espíritu se hallaba en algún lugarmuy lejano de allí. Cogidos confuerza de la mano, abandonaron elcementerio.

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VI Pasaron los días y parecía que losdos jóvenes habían vuelto de nuevoa su sosegada vida de los mesesanteriores, aunque algo, casiimperceptible al principio y másevidente según pasaba el tiempo, sehabía roto en el frágil espíritu deSándor, cuya existencia había sidouna constante renuncia a la

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presencia en su vida de los seresque amaba, desde la tempranamuerte de su hermana Hanna hastala desoladora aflicción por lamuerte de su madre. Magdalena observaba contemor creciente el cada vez másvisible ensimismamiento de él, y noencontraba la fórmula precisa paradevolverle al mundo de la realidad.Solo el piano y la composición desu encargo parecían aportar algo decordura a sus vidas; era el úniconexo que ella conocía para

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mantenerlos unidos en aquellosmomentos amargos. El pianista había dado forma ya amás de la mitad de la obra. Estabacompuesta por dos piezas; pero noen el sentido estricto de la sonata aluso que le habían encargado, puesdeseaba que fuera también unaremembranza dedicada a ensalzar lanotable espiritualidad de su insignemecenas, el arzobispo Konrád. Para conseguir tal efecto,la primera parte era una

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introducción, de música intimista yfrágil; casi un bosquejo musical quepreparaba al auditorio para lo quellegaría a continuación, dando pasoa una segunda pieza, más marcada ygrave, con sutiles toques deréquiem, que comenzaba de unamanera lenta y suave para, medianteun in crescendo continuo, concluirla obra en un adagio final queterminaba en un gran acordemagistral de notas gravessostenidas por todos losinstrumentos, como larga y

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fructífera fue la vida del arzobispo.Sándor pretendía con ello provocaren la audiencia un instante dereflexión, un momento derecogimiento interior; algo que elser humano solo puede alcanzarcuando mira dentro de sí mismo, yexperimenta un momento de sosiegoespiritual. Magdalena se hallaba a sulado como siempre, escribiendoaquellas notas sublimes, mientrasSándor visitaba una y otra vez lasfuentes de la inspiración musical y

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traía desde allí las más bellas notasque era capaz de visualizar en esemundo intangible. Ella, cada vezcon más frecuencia desde ellluvioso y desapacible día delentierro de Gerda, paraba suanotación para tomar aliento, puesunos fuertes accesos de tos leimpedían seguir con sutrabajo. Sándor, perdido ensus ensoñaciones musicales, vivíaen un mundo aparte, lejano a larealidad circundante y ella, nodeseando interrumpir su

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inspiración, callaba en silencio sudolencia y se marchitabalentamente. Pero la inspiración en el arte escomo un manantial caprichoso quepuede dejar de manar sin motivonecesario, y un día cualquiera, queno difería en nada del siguiente o elque le precedía, se agotó. Elpianista, concentrado hasta elparoxismo en su trabajo, no hallabala forma adecuada para terminar lasegunda parte de la sonata y caía,

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presa del agotamiento, enprolongados periodos deaislamiento, de donde solo salíacuando Magdalena, cada vez másdébil, le tocaba el brazo, llegada lahora del almuerzo o la cena. Élentonces se arrastraba conrenuencia hasta la mesa, deseandovolver cuanto antes al piano paraconcluir aquella obra, que se habíaconvertido en el centro de su vida;desplazando todo aquello quehubiera a su alrededor. Parecía noexistir para Sándor nada más que

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aquel vacío absoluto donde buscabasu inspiración perdida, restando elinterés a cualquier cosa que nofuera enjugar su amarga sensaciónde fracaso. Una mañana, Magdalenatuvo que dejar de escribir en elpapel pautado por un fuerte ataquede tos. Cuando observó el pañueloque se llevó a los labios, advirtiópequeñas manchas de sangre en eltejido, más lo recogió con esmero ylo guardó en su puño como siemprehacía, para no llamar la atención de

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Sándor. Sabía en realidad que él nolo notaría, pues apenas habíanintercambiado unas palabras en losdías precedentes. Ella tenía laenfermedad en su cuerpo mortal;pero él estaba enfermo del espírituy escondido en el lugar másrecóndito de su mente, de dondesalía en cada vez más rara ocasión.Sólo aparecía algún brillo delucidez en la mirada del músicocuando encontraba otra vez, duranteunos instantes, la inspiraciónperdida; para caer en la postración

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más absoluta a continuación, alamortiguarse el eco de las notas quetañía esa musa esquiva, mientras sedesvanecía su ansiada figura en lanebulosa de su cerebro. La última noche del mes denoviembre, Magdalena no selevantó de su silla para tocar elbrazo de Sándor a la hora de lacena y éste, sumido como estaba ensu enloquecido mundo de partiturasimaginarias, continuó frente alpiano hasta altas horas de la

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madrugada cuando, pálido yexhausto, se desmayó sobre elteclado del instrumento. A la mañana siguiente,temprano pues era día de cobro,llamó a la puerta el casero deledificio, Kristóf, quien habíaalquilado el apartamento a Sándor yera además conocido de la familiaHermann. Aunque insistió repetidasveces, nadie le abrió la puerta ysupuso que los dos amantes estaríande viaje. Pensó que quizá Sándorhabría sido contratado para dar un

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recital en algún lugar en las afuerasde la ciudad, como acostumbraba ahacer el pianista en los años en losque vivía Ernst, su padre, y decidióesperar un tiempo a que volvieran.No era tampoco la primera ocasiónen el pasado que Sándor,apremiado por su falta de recursoseconómicos, posponía el pago hastael mes siguiente. No fue hasta variassemanas más tarde cuando el caserovolvió con un juego de llavesmaestras del piso, a requerimiento

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de los vecinos del inmueble, por elfuerte olor que emanaba por debajode aquella puerta y los lúgubressonidos que emitía un solitariopiano, que era tocado día y noche,llenando el silencio con sus notas,aisladas e inconexas.

Lo que descubrieron llenóde horror a todos los que, siguiendoal casero, entraron hasta el pequeñosalón de música. El cadáver deMagdalena, casi momificado yerguido en su sillón, todavíaempuñaba la pluma sobre el papel

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pautado que se hallaba encima delpupitre. Sus ojos abiertos, hundidosen las cuencas pero aún hermosos,parecían haber visto llegar la horade su muerte y haberse entregado aella con dulzura, al lado de suamado Sándor. Éste, abandonado desí mismo, con la mirada perdidamientras agonizaba con la cabezaapoyada sobre su brazo izquierdo,seguía tocando notas sin sentido enel piano, como intentando con elloretomar una senda que tornara surazón perdida a la cordura, sin

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poder encontrarla.Trasladado sin oponer

resistencia a un asilo paradementes, falleció poco tiempodespués sin haber recobrado eljuicio, a decir de los médicos quele observaban. Algunas tardes,cercano ya el anochecer, parecíahablar con una Magdalenaimaginaria sentada a su lado,mientras él pulsaba en el aire lasteclas de un inexistente piano.

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* * *

EPÍLOGO Varios fueron los intentos porhabitar de nuevo el hogar delpianista y su amada musa, pero demanera infructuosa, pues los nuevosinquilinos, aterrorizados,abandonaban el inmueble al poco

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tiempo. Decían que era imposiblevivir allí, porque los sonidos de unlúgubre piano, unidos a una serie deconstantes murmullos apagados,como si de conversaciones en vozqueda se tratase, llenaban todas lasnoches sin excepción. Además, ypor si fuera poco todo lo anterior,de una mancha que semejaba unamarina borrosa en una pared delfrío salón se deslizaban incesantesgotas de agua que no llegaban acaer al suelo, sin explicación lógicaque lo aclarase.

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El apartamento había sidovaciado de todos sus enseres,incluso el piano, tras la muerte deMagdalena y Sándor; pero parecíaque ellos siguieran habitando suhogar ajenos a la misma muerte. Sinalargar mucho aquella situación,pues proyectaba mala imagen en elvecindario, Kristóf, el casero, cerróla casa y dio por perdido suarrendamiento. Tras diversasvicisitudes, con los años, todo elbloque de viviendas fue reformadoy convertido en sede de un

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organismo oficial del nuevogobierno de la ciudad, pero pudesaber, gracias a un conocido queallí trabajaba, de la negativa detodos los funcionarios a permaneceren el edificio después delanochecer, al ocurrir toda unasuerte de sucesos inexplicables,presenciados por innumerablestestigos.

Los fantasmas de un hombre y unamujer, vestidos con trajes de épocay cogidos de la mano, recorrían los

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pasillos buscando una salida queparecía no existir, mientrasconversaban en un ahogado susurroque nadie, excepto ellos, podíaentender.

* * *

La ajada y amarillentapartitura de la sonata-réquiem parapiano, inconclusa, puede hoyadmirarse dentro de una vitrina enel palacio arzobispal de la ciudad,

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convertido en la actualidad enmuseo, con las últimas notasmusicales que, al dictado deSándor, escribió Magdalena antesde morir.

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LEYENDA MEDIEVAL

A buen juez, mejor testigo.(Poema de José Zorrilla)

I

—¡Agitad los pendones y oriflamas,colgad los gallardetes de lasalmenas, templad los laúdes yvihuelas para la fiesta de esta noche

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en el gran salón, que torna el condedon Nuño de luchar contra el infiel! Regresaba el noble a sucastillo en los retirados montes dela Galicia interior después de casicuatro años desde su marcha paraluchar contra los musulmanes enTierra Santa, y todo era fiesta yjolgorio en la comarca. Las gentes se agolpaban entumulto dichoso al paso de lacomitiva, según atravesaba su señorvilla tras villa del feudo, y dabangracias al cielo por devolverle sano

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y salvo, y junto a él también a unamenguada porción de la mesnadaque partió a combatir bajo sumando. Y daban gracias porqueera el conde hombre justo, quesiempre dio o quitó en función de lamás estricta equidad. Nunca huboun juez en aquellas tierras quecomplaciera —como don Nuñosolía hacer— a las dos partes enpugna de un juicio, en una tierradonde la norma usual había sido lainjusticia más ancestral.

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A la puerta de la fortalezale esperaba su esposa, la condesaViolante, acompañada de todas susdamas. En sus ojos verdes como elcinabrio brotaban lágrimas defelicidad, pues ansiaba elreencuentro con aquel aguerridocaballero que había partido —cuando ella era apenas unamuchacha recién casada— hacialejanas y extrañas tierras paracombatir a los moros.

* * *

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Don Nuño, a pesar de tener lafrontera con el Islam a tan solo uncentenar de leguas al sur de sufeudo, había partido hacia Jerusalénsiguiendo la llamada personal delrey Ricardo de Inglaterra, quienluego sería conocido como«Corazón de León».

Había algo en la llamada deeste monarca Plantagenet —lejanamente emparentado con donNuño— que hechizó al conde tanpronto llegó a sus oídos y, sin

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pensarlo, le envió un mensajeropara acordar el punto de encuentrocon el numeroso ejército que estabareuniendo el rey inglés junto a suprimo Felipe Augusto, queostentaba la corona de Francia. La expedición militar,aunque bien organizada por Ricardodesde el principio, cosechó sinembargo solo un éxito parcial, alser tomadas sólo algunas ciudadescosteras del reino jerosolimitano;pero la Ciudad Santa no pudo serrecobrada en última instancia.[32]

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Sin haber conseguido elobjetivo de devolver a Cristo loque le había sido arrebatado por losdiscípulos de Mahoma y el Islam,don Nuño dio por concluida supermanencia allí y comenzó elregreso a sus tierras. Pero la vuelta haciaOccidente no fue sino un calvario,lleno de sufrimientos y retrasos. Alno tener ya el apoyo del granejército de Ricardo, el conde tuvoque atravesar toda suerte deterritorios hostiles asolados por

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bandas aisladas de guerrerosmusulmanes quienes, dispersos alprincipio cuando fueron derrotadospor los cruzados, comenzaron atomar la consistencia de unaverdadera fuerza militar con el pasode los meses, como comprobaríanen sus carnes las fuerzas cristianascuando todo el reino de Jerusalénfuera de nuevo reconquistado porlos islamitas. Aquel accidentado viajeocasionó graves pérdidas en losintegrantes de la tropa cristiana; sin

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embargo, en un esfuerzo postreroconsiguió don Nuño llegar al lejanopuerto de Jaffa, embarcando con elresto de sus caballeros y peonessupervivientes en un mercantecristiano que retornaba a Europa. Amitad del trayecto que les conducíaa Génova, una fuerte galerna en elMediterráneo les desvió hacia lasislas de Malta y Gozo, dejandoinservible la nave para más de unaño; tiempo que durarían lasreparaciones de los extensos dañosen casco y arboladura.

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Las guarniciones cristianasde aquel lugar, aisladas eincomunicadas con el continente,les dieron cobijo y sustento sinpedir nada a cambio, requiriendode ellos solo la narración de lasaventuras que habían vivido enaquella épica expedición, ansiosospor que les fuera relatada algunanueva diferente. La fama de donNuño como hombre juicioso eimaginativo pronto llegó a oídosdel caballero normando de origensiciliano que gobernaba aquel

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enclave mediterráneo de laCristiandad, vital para el tráficomarítimo entre los reinos europeosy Tierra Santa. Una mañana, cuando el condeoteaba el mar infinito desde lo másalto del muro del castilloconstruido por los cristianos,Balzan, el señor de las islasmaltesas, se acercó en silencio a sulado, compungido por un problemaque le preocupaba. —Una cuita que no

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consigo resolver me trae a vos, donNuño; necesito de vuestro sabioconsejo —le dijo, casi enconfesión, acercándose a la murallanoreste que circundaba la fortaleza—. Aproximaos y mirad al mar…¿Veis aquella sombra blanquecina,apenas intuida, que se aprecia pordebajo de las suaves olas quevienen a morir en la costa? Son losrestos de un hermoso barco hundidoen una galerna que azotó las islaspor sus cuatro costados, pocos díasantes de vuestra llegada.

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El conde vislumbró, bajo lasuperficie del agua donde leseñalaba el caballero maltés, algoque parecía tener la forma de unaespecie de gran ojo grisáceo,puntiagudo en ambos lados.

—Por desgracia —continuóBalzan— estas islas dependen, odependían para su supervivencia,de dos naves que nos traen conregularidad los suministrosnecesarios para subsistir desdevarios puertos amigos delMediterráneo: Palermo, Génova y

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Marsella. Ahora, tras la pérdida deuna de las embarcaciones, solodisponemos una gran nao paradicho tráfico marítimo. Y he aquí eldilema insoluble que padezco: losdos buenos capitanes quecomandaban ambos navíos. Exigenante mí el derecho a gobernar laúnica nave que nos queda, hasta quela hundida nos sea repuesta por otracuya construcción será encargadaen su momento a las Drassanes deBarcino.[33]

—Enviad a ambos juntos

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—sentenció don Nuño—. Utilizadvuestra posición de poder paraimponer un capitán y al otro comosegundo; es lo que yo haría comoseñor, sin dudar un ápice.

—No puedo obrar así enesta ínsula; no es tan fácil, conde.Ambos poseen para mí el mismovalor y no deseo discriminarlos. Sile otorgara el mando al que perdiósu nave iría contra la lógica, apesar de que él no tuviera culpaalguna en la ruina de su navío. Y sile diera sin más el gobierno al que

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lo ostenta en la actualidad, estaríaestigmatizando al otro frente alresto de navegantes y gentes deestas islas, y le necesitaré una veztengamos el nuevo mercante.

Don Nuño observó porpartes el pecio hundido, la lejaníadel horizonte y el sol abrasador quese erguía sobre ellos.

—Enviadlos juntos, miseñor Balzan, insisto. Pero no comosubordinado uno del otro, sinocomo capitanes ambos. Me habéiscomentado que la nao es de gran

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porte ¿no? Entonces haremos quelos dos la gobiernen; pero de formaque no se produzcanenfrentamientos entre ellos o sustripulaciones. La solución es lasiguiente: uno comandará y servirálos quehaceres de la nave con supropia dotación desde el amanecerhasta el ocaso de cada día denavegación; entonces, y soloentonces, bajará con sus hombres alsollado, siendo reemplazado encubierta por el otro capitán y sumarinería correspondiente, desde el

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ocaso al amanecer. En el viaje deretorno cambiarán el turno de día ynoche, para compensar. Además,esto tendrá el efecto beneficioso decontar con dos tripulacionescompletas y dotadas de la mayorpericia para cruzar estos maresinfestados de piratas berberiscos…

Cuando don Nuño se giróbuscando la opinión del maestre, elnormando siciliano se dirigía,satisfecho y frotándose las manos,hacia la escalera de caracol quecomunicaba el adarve con el salón

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principal de aquel Crac del puertoinsular de La Valetta.

A la mañana siguiente,temprano, el conde contempló consatisfacción el partir de la gran naooneraria rumbo a las aún distantestierras del Occidente.

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O Castelo de Don Nuño[34]

Hacía ya casi tres años que habíapartido Nuño de su lejano condado,

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cuando pudo ponerse de nuevo encamino, una vez reparada la nave.Las terribles epidemias de peste ycólera que tuvieron que evitar envarias partes del viaje lesdemorarían otro año más pero, alfin, entraba triunfal en su añoradocastillo, dejando atrás las penuriasy sinsabores de aquella prolongadacampaña militar. Al final, parecíacarecer de sentido todo aquello porlo que habían combatido; pues yanada anidaba en ellos del espíritucruzado con el que marcharon

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ciegamente a luchar contra losmusulmanes.

* * * En el gran salón, al anochecer,todos los principales del feudo sereunieron para informarse, por bocadel mismo don Nuño, de todas lasmaravillas que habían conocido losexpedicionarios en el camino aJerusalén; las gentes y costumbresextrañas que hallaron a su paso, ylos hechos bélicos que acaecieron

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en aquella campaña guerrera tanaccidentada bajo el mando del reybritánico Ricardo Primero. Una vez hubo concluido elconde su relato detallando lasargucias y proezas de los cruzadosen la conquista de lasfortificaciones islamitas, ante elasombro de todos los presentes,comenzó el gran festín y baile enhonor del recién llegado, en el cualtodos los caballeros y damas de lacomarca vistieron sus mejores galaspara dar la bienvenida a su señor.

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Las fiestas se prolongaronpor espacio de una semana, y enellas participó también el pueblollano, a quien se repartió comida ymonedas de los más variadosmetales, una parte del tesoroconseguido por los cruzados tras laconquista de la ciudad siria de Acrede manos árabes, y que fueadjudicado al conde y su arrojadatropa por su valiosa contribución enel asalto a las demás ciudadescosteras.

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II

Una vez se dieron por concluidoslos festejos por su retorno, comenzódon Nuño a revisar condetenimiento todas las quejas yruegos de los habitantes de sustierras, pues era largo ya el tiempoque había estado ausente, y senecesitaba de su sabio consejo ocertero arbitrio para resolver todaslas disputas que se habían enconadoen el tiempo en que él se hallaba

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guerreando. Como juez supremohabía sido investido por el rey deCastilla y León, y con ese realencargo debía cumplir. Por delante de su estradocondal comenzaron a desfilar todotipo de gentes de la tierra:aparceros enfrentados por predioscolindantes las más de las veces;pequeños burgueses y feriantes quereclamaban daños y robos en suscomercios o trueques; calumniasque debían ser probadas en su justo

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alcance; en fin, toda una serie depequeñas disputas que quedaronpronto solventadas por el buenjuicio y equidad de don Nuño. A sulado, la condesa Violante disfrutabacon regocijo de la vuelta de suesposo; desde su silla, sonreía pordoquier a todos los presentes,comentando con el conde cualquierhecho que les fuera depuesto, porirrelevante que pudiera parecer;mientras ocultaba con singulardonaire los labios tras sus finasmanos para que no fueran oídas sus

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palabras. Daban ya las campanadasdel Ángelus en la torre de la sólidaiglesia románica del castillo,cuando acabaron de desfilar losúltimos cuitados que reclamaban lajusticia del conde. Cansado,disponíase éste a dar por concluidala sesión judicial cuando,inesperadamente, los pajes de laentrada anunciaron la llegada delalguacil de la fortaleza, donBelarmino. —Excusad mi tardanza don

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Nuño —se presentó el alguacil antesu señor—. Nada más llegar a misoídos noticias de vuestro regreso,aceleré la vuelta a caballo con mishombres para rendiros pleitesía. Sime he demorado ha sido con motivojustificado, sire, pues vengo de darcaza a los más peligrososbandoleros que han pisado estasvuestras tierras desde que tengo usode razón. Señalando entonces con lamano hacia una ventana que daba alpatio de la fortaleza, continuó:

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—Si tenéis la cortesía deacercaros y mirar por la ventana,podréis observar el motivo de mitardanza. Los condes, intrigados porla historia del ministril, bajaron desu estrado y se acercaron alventanal que señalaba Belarmino,seguidos por los demás presentesen el salón de justicia del castillo. Abajo, encadenados confuertes grilletes y rodeados por lossoldados del alguacil, se hallabantres presos desarrapados, sucios, y

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poseedores de un aspecto feroz.Dos de ellos eran bajos y cetrinos,de porte rudo y brutal, mientras queel tercero, un poco más alto, teníaaspecto de ser el jefe de la banda.Su rostro mostraba una profundacicatriz que lo cruzaba desde laceja siniestra hasta la comisura delos labios, y le confería una miradaretorcida y cruel. —Son los hermanosMalpica, asaltantes de caminos yasesinos de todo aquel que osararesistirse a su desmedida violencia

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—explicó don Belarmino—. Estosmalhechores han estado asolando enlos últimos tiempos la frontera delcondado y de otros varios con losque tenemos lindes, haciendo hartodifícil su captura por la exiguatropa que permaneció bajo misórdenes tras vuestra partida. Porfin, después de sobornar a algunostaberneros y prostitutas que ellosfrecuentaban me fue posibletenderles una trampa; celada quemis hombres y yo llevamos a buentérmino unos días ha, como podéis

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valorar por el resultado final. Asíantes os relataba, se les acusa detodo tipo de nefandos crímenes, ybien los hubiera ahorcado yo mismoen buen uso de la autoridad que meotorgasteis antes de partir —continuó el alguacil, llevándose lamano al cuello cual soga quependiera del patíbulo—; más antesde enviarlos al infierno, dondeserán bien albergados por el diablo,quisiera esclarecer un abominablecrimen, cometido al parecer porellos, y que quedaría sin resolver si

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les hubiera colgado del carballomás cercano al lugar donde fueroncapturados, como era mi naturalinclinación por la gravedad de susdelitos.

Conteniéndome la furia queme arde en las entrañas, y en pos deobtener la verdad, aquí los entregopara que los juzguéis una vez ossean declarados por mí los hechosque se les imputan.

III

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A una orden de don Belarmino, losguardias condujeron a los tres reosa las mazmorras del castillo, dondeel conde ordenó se lesproporcionaran alimentos y bebida;amén de ser aseadosconvenientemente para comparecerante él. Desde su estancia enOriente había adquirido unoshábitos de limpieza inusuales en laEuropa medieval; era obvio quecopiados de sus adversariosmusulmanes, tan inclinados como

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eran por precepto a los baños y lahigiene personal. Una vez ocupó elmatrimonio condal los sitialessobre el estrado, a don Belarminole fue ofrecida una silla de tijera,colocada a un lado y por debajo desus señores como mandaban lasnormas de sumisión, lugar dondetomó asiento y comenzó el relatodel crimen de los tres hermanosMalpica.

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«No sé si esta terna decriminales será nacida en el pueblocuyo nombre ostentan conmanifiesta indignidad —comenzó elrelato el alguacil—, o bien es quesalieron un mal día del mismoinfierno por una de esas grutas demeigas que están ocultas en losmás recónditos lugares de estastierras; pero el caso es queaparecieron de repente aquí entrenos y se enquistaron; como prendenlos tumores malignos que sajan losfísicos en las partes varias de

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animales y hombres. Pero alcontrario que estos sanadores decuerpos, yo no pude extirparlossino hasta hace algunas fechas,como ya os relaté en un primermomento. Los pequeños hurtosconstatados del principio fuerondando paso, con el trascurrir deltiempo y su osadía cada vez másexacerbada, a delitos cada vez másgraves y punibles. De matar ovejas,cerdos o gallinas para comerpasaron, cual lobos sanguinarios, adevastar sin sentido cualquier

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corral o granja donde el diablo leshubiera encaminado los pasos. La audiencia escuchabaexpectante el relato y Belarmino,satisfecho por ello pues era hombreorgulloso de su profesión y hechos,prosiguió remarcando sus palabras: »Como quiera que eldemonio no descansa día o nocheen hacer el mal ni de acechar en lasombra a las gentes de buenavoluntad, dieron los Malpica enpresentarse una mañana ante la

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humilde morada de dos hermanoshuérfanos de ambos padres, lajoven Maruxa y el pequeño Toño,que vivían de recolectar lo pocoque daba su humilde huerto, y de lacarne y la leche de algunosanimales de granja que habíanheredado con la casiña al morirprematuramente sus padres. El aguacil agravó la voz,preparando a los oyentes para lasdesgracias que habrían de escuchara continuación.

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»Era Maruxa una rapazafermosa, conocida por aquelloslares como la más bonita de lasmuchachas casaderas en la lejanafranja del condado que linda conlas tierras lusas, y pretendientes deveras no le faltaban, hay testigos;pero la devoción de ella por elcuidado de su hermanito le impedíapensar siquiera en abandonaraquella tierra que heredó y casarse,y mucho menos dejar solo a estepobre ser. Toño, su hermano, habíatenido problemas en el parto

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estando aún dentro del vientre de sumadre —a decir de los vecinos alos que inquirí sobre ellos—, ymostraba claros síntomas de retrasoen su desarrollo del hablar yentender, si se le comparaba conotros niños de su edad con los que aveces, en la feria de ganados,intentaba jugar sin conseguirlo.Sabedora Maruxa que su hermano,por parecer algo tarado, quizá nosería bien acogido al final en elpazo de ningún pretendiente,rechazaba una tras otra las ofertas

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de desposorio que le hacían, y sehabía resignado con paciencia aldestino que Dios le habíaencomendado. »Y he ahí que Satanás,dueño de los infiernos, llevó a losmalvados hermanos a destruir aaquella buena gente, que soloquería vivir en paz con los humanosen la tierra y Dios nuestro Señor enlos cielos. Avisados de la tragediaacaecida por vecinos que bien losquerían, nos personamos en lapequeña hacienda y allí topamos

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con el horror de lo sucedido.Descabalgando, reconocimos ellugar. Aventuramos mis hombres yyo, de las pruebas en forma depisadas que hallamos sobre la tierraexterior y en el revoltijo de enseresen la pequeña habitación quecompartían los dos hermanos en lagranja, una suposición de lo quehabía podido acontecer allí aquellafunesta mañana. Sospechamos queaquel día, como tantos otros antessolía hacer, estaría el pobre Toñojugando en la puerta de la modesta

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casa, cuando las sombras de losbandidos Malpica oscurecieron eldía frente a él, y el niño, asustado,se puso en pie y debió chillar,avisando a su hermana del peligro—la voz del alguacil se tiñó de uneco lúgubre que presagiaba losterribles hechos que estaban porvenir—. Maruxa, al oír a suhermano gritar, debió abandonar losquehaceres de la casa y salirpresurosa al patio, donde seencontró a Toño en poder de treshombres de aspecto terrible.

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»Lo que sucedió acontinuación os lo podéis imaginaren parte —Belarmino buscabapalabras que no horrorizaran a lacondesa Violante y demás damaspresentes en el juicio; pero no lasencontraba—. «Stuprum», creorecordar, mis señores, que lellaman en latín a «eso tan vil» losmonjes de la abadía del monte;aquellos bandoleros abusaron de ladoncella contra su voluntad bajoamenaza de matar a su hermanito.Pero, no contentos con el vil delito

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y pensando que tal vez ella losreconocería si llegaba el caso,resolvieron quitarle la vida, y laestrangularon con toda crueldadbajo la horrorizada mirada delniño, que en su menguadoraciocinio no acertaba acomprender aquella acción tanterrible que acababa de presenciar,cometida en su inocente hermana,un ser del que solo recibía bondady amor. Todos los presentesahogaron murmullos de reprobación

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al oír la cruda descripción de loshechos por parte del alguacil, quientornó aún más oscuro suparlamento, porque lo que habría derelatar a continuación así lo exigía,para consternación de los asistentesa la inquisición. Belarmino bebióun trago de una copa y continuó surelato. »De igual forma, aquellosdesalmados decidieron acabar conel pequeño pero, por algo que noestá escrito en ningún sitio de este

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mundo —algún designio divino queno alcanzamos a comprender lossimples mortales— no pudieronhacerlo; ora porque le veían comoun pequeño imbécil; fuera que enrealidad no juntaban valor para elloentre los tres; o que ya no lesdivirtiera matar más aquellamañana; el caso es que secontentaron con añadir, al zurrón desu maldad, otro crimen atroz parano ser descubiertos: cegaron yenmudecieron de por vida alinocente infante sacándole los ojos

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y cortando su lengua. El niño, en sumenguado entender, debió resistirsecon todas sus fuerzas; mordió yarañó a todo el que pudo, —puescubierto de sangre fue hallado y noera toda suya—; más no habíaposibilidad alguna de oponerse alos tres malvados… »Al cabo, robaron todo loque hallaron en la facenda ymataron las aves y animales que nopudieron llevarse, dejando tras desí un rastro de sangre y dolor comonunca antes había sucedido na

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nosa terra. Los presentes, llegadoeste punto, escuchaban converdaderas muestras de horror yrepugnancia el relato del alguacil,quien prosiguió: »Al día siguiente, uno delos tantos pretendientes que Maruxatenía, un adinerado feriante deganado que recalaba de vez encuando por estos lares, se llegó a lapequeña casita de ella en elsuspenso que hacen las gentes del

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mercado para yantar, para así poderplaticar al menos un poco con sumuchacha deseada, aún a sabiendasde su negativa al matrimonio con él,y se extrañó del silencio quereinaba en el lugar, a no ser porunos extraños sonidos ahogados,como gemidos de animal reciénparido, que venían del interior.Cuando entró en aquel hogar enpenumbras, hallóse con una escenaque «no podría olvidar, por muchoque estuviera en el mundo de losvivos» —me juró al relatarme

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aquello, con las palabras que elhorror dejaba llegar a su boca, quecastañeteaba como dentadura deviejo, y la mirada perdida en elvacío más absoluto. »Don Belarmino mirabasin ver, con los ojos entornados,recordando aquello y calló unosmomentos, como si necesitararecomponer en su memoria aquellaspalabras tan graves que escuchó porboca del ganadero pretendiente dela infortunada muchacha:

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«Maruxa, mi amada Maruxa, sehallaba en el suelo de tierra ypaja... muerta; violáceo coloren su rostro vi señor, y a suspies, agarrado con todas susfuerzas y gimiendo, se hallabasu querido hermano Toño, cuyapequeña cabeza ensangrentadase giró hacia mí, implorandopiedad en su mudo ademán...»

»Una vez tomé declaraciónal apenado hombre, ordené absolutosilencio sobre el suceso —continuó

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Belarmino, con voz grave—, enfunción de mis atribuciones depesquisidor de este condado, puesentonces no sabíamos quien habríacometido tan execrable crimen.Todo en aquel delito me hacíasospechar de los hermanosMalpica, de cuyas correrías yatenía noticias previas, sobre todoporque no había persona humanapor estas tierras que fuera capaz deser tan cruel, ensañándose de talmanera con aquel pequeño serinerme para ocultar su crimen. No

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fue sino hasta que uno de losmalvados hermanos, en estado desuma embriaguez, confesó a unaprostituta —a nuestro serviciocomo confidente, como ya os herelatado— el haber participado enlos hechos que ahora os narro. »En poder de aquelasesino estúpido hallé esto que aquíos muestro —Belarmino enseñó alos presentes un rosario hecho detoscas cuentas de madera—, alparecer único tesoro que poseíaMaruxa, heredado a la muerte de su

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madre, y que había sido observadoentre sus manos cuando seacercaban Toño y ella a rezar a lacercana ermita del monte en el díadel Señor. »Pero de igual modo esbien cierto, os digo —continuó elalguacil— que rosarios de maderacomo éste hay muchos en elcondado, pues son prenda común deoración en las misas, y su tenenciano constituye, en sí misma, unaprueba concluyente de laculpabilidad de los Malpica en el

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expuesto delito. Por estas misdudas, mi señor don Nuño, ospongo en conocimiento de loshechos como creo que fueron o, almenos, debieron ser; a la espera deque, en vuestra diligencia ypreclaro saber, determinéis laspruebas que habrán de hacerse paraesclarecer las violencias ocurridas. »En lo tocante a la saluddel pobre Toño, puedo de deciros,mis señores, que el pequeño sehalla bien y repuesto en parte de susheridas. Aunque al principio se

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acordó con los monjes ermitaños supermanencia en su convento delbosque, mi señora esposa, doñaRoxana —con quien, como sabéis,el Altísimo no ha tenido a biendarme descendencia que continúemi estirpe a vuestro servicio—, seencariñó con el desamparadorapaciño una vez le hubo conocidoen una visita que le hicimos en laermita en busca de testimonio de loocurrido aquel fatídico día en elque su camino y el de su desdichadahermana se cruzaron con el de

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aquellos desalmados asesinos. »No obsta decir, donNuño, que el pequeño, por susgraves heridas —y pruebassuficientes le he practicado, inclusoayudado de sanadores judíos—, esincapaz de proferir palabra opensamiento consecuente alguno, yno pude sacar de él nada en claro,ni entonces ni hogaño. El mozalbetese encuentra ahora bajo el atentocuidado de mi esposa en nuestrosaposentos de ésta vuestra fortaleza,y podréis tenerlo aquí tan pronto me

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digáis, sire». El conde, absorto en suspensares, no pronunció palabraalguna tras la exposición de loshechos por don Belarmino,reflexionando como mejor procederen aquel caso tan brutal y atinarlesolución, pues no deberían quedarlos delitos que concurrían sinejemplar castigo. Así lo exigía elpoder judicial delegado en él por elrey, en ceremonia expresa ydocumentada por el escribanoprincipal de la corte, muchos años

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ha.Recordaba con frecuencia

aquel día emotivo y solemne, queahora pesaba como una losa sobreél. —Servid el almuerzo en elcomedor de invierno, y esta tardeseguiremos las inquisiciones —ordenó don Nuño, mientras junto ala condesa Violante se retiraba asus habitaciones en el torreón.

Las violencias y desastresde la guerra siempre en la paz eranseguidos, por fortuna, de los

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íntimos placeres del amor.

IV Durante la comida que siguió, elconde, a la par que atendía con suesposa a los invitados de algunospequeños condados cercanos que lerendían pleitesía y tributo por fueroreal, no cejó en su empeño pordemostrar la veraz participación deaquellos canallas en el crimen

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cometido, a pesar de la falta depruebas fehacientes en la escena delmismo. Al fin, una luz apareció,acercándose, entre las tinieblas desu entendimiento, y creyó haberencontrado la manera adecuada decomprobar la autoría del crimen. Una vez vueltos al salón dejusticia tras el hospitalariocondumio, don Nuño mandó llamara los hermanos Malpica a supresencia. Conducidos aquellossalvajes ladrones ante él, sin más

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preámbulos les conminó a confesarla verdad —bajo amenaza deimpensables torturas traídas deOriente y usadas en La Cruzada enla que había tomado parte— sobresu implicación en la violación yasesinato de Maruxa, y lasmutilaciones inferidas a suhermano. El más alto de losbandidos, que parecía ostentar lasfunciones de jefe de aquelloscriminales, dijo en voz alta ydesafiante:

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—Meu señor, nonestuvimos cerca del lugar donde sedice que ocurrió lo que se nosquiere cargar a nosotros; invento esde vuestro alguacil mayor, quebusca la perdición de nos, pobressin morada que vamos de aquí paraallá, trabajando en los más variadosy míseros menesteres que se nospresentan. La concurrencia a laencuesta de los criminales ahogóuna exclamación de sorpresa, pues

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era bien sabido de todos queaquellos facinerosos jamás habíandesempeñado un trabajo honesto ensu degenerada existencia, eintentaban engañar al condepensando que, por su prolongadaausencia del feudo para los asuntosde la guerra, no tendríaconocimiento de sus andanzascriminales. Don Nuño, reafirmado ensus sospechas por el descaro deaquellos criminales, hizo entoncesllamar como testigo al infeliz Toño,

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el cual apareció en breve tiempo dela mano de la esposa de Belarmino,la gentil Roxana; siendo situado elpequeño junto al conde y frente alos criminales. —Entonces, —continuódon Nuño, mirando con fiereza alos bandoleros Malpica —¿juráispor vuestra vida que no habéis vistoantes a este niño que ahora antevosotros se presenta? Los criminales negaronaquella pregunta como si les fuerala vida en ello, y juraron por sus

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míseras existencias no haberle vistonunca antes de aquel momento. En ese momento, el Conde,levantándose de su silla, se acercóal tembloroso Toño y, trasacariciarle con ternura la cabezapara calmar su inquietud, le alzóentre sus fuertes brazos; cogiendocon su mano diestra la del niño,comenzó a pasar esta última por lascaras de cada uno de los Malpica,recorriendo sus facciones conlentitud. Al llegar al más altanero y

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desafiante, la pequeña mano rozó lahorrible cicatriz que surcaba elrostro de aquel bandido; muyalterado, Toño se desasió de losbrazos del conde, saltando al suelodonde, por instintivo olfato, alcanzóa refugiarse entre las perfumadasfaldas de doña Roxana mientrasgemía y era presa de fuertesconvulsiones, como si temiera caerde nuevo en poder de aquellosmalvados que tanto daño le habíancausado.

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Tal como había esperadodon Nuño, el pequeño habíareconocido a uno de sus agresorespor el estigma que le había dejadoen la cara su larga vida deviolencia. ¡Aquellos monstruoshabían cegado y enmudecido alniño para ocultar su crimen; pero elSeñor le había conservado el tactode las manos para acusar a losasesinos, y el recuerdo en supercepción de aquella horriblefaz! Los otros dos hermanos,

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más viles y traidores quedelincuentes si ello fuera posible,viendo como todo estaba yaperdido, y que quizá acabaríanconfesando bajo terribles torturasen las mazmorras del castillo,admitieron la culpabilidad de lostres en el crimen, pero acusandocomo instigador de ello a suhermano mayor, habiendo sido ellosforzados a tomar parte en aqueldelito contra su voluntad.

El conde, no queriendoalargar más aquel triste episodio y

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no deseando retomar su gobiernofeudal manchándolo con sangre trassu accidentado pero fausto regresodesde las cruzadas, resolviócondenarlos en los siguientestérminos, pronunciados consolemnidad ante todos lospresentes: —No es mi voluntad, ni loes la de nuestro señor el rey, DonAlfonso, en cuyo nombre fallo, quela Muerte se asome siquiera denuevo a este condado, pues tancerca de mí la he sentido en estos

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años pasados que, las más de lasveces, llegué a pensar que hacíaguardia con su afilada guadaña a lavera de mi camastro, en la tienda decampaña que fue mi morada enTierra Santa —don Nuño se perdióunos instantes en recordar algunoshechos vividos allí queconstituirían un relato fantástico ytrágico en sí mismo; pero no eraéste el momento de revivirlo—. Y,en concordancia con mipensamiento de no derramar mássangre en este condado de ahora en

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adelante, no os condenaré a muerte.Pero, como hecho tan infame nodebe quedar sin punición aparejada,y servir acaso de escarmiento en elfuturo para los que al igual quevosotros desprecien la vida ajena,os castigo a ser encadenados juntosde por vida y ser confinados en elvalle más apartado del feudo, queno podréis abandonar jamás, yordeno, aquí y ahora, que nadie osdé cobijo, ni comida ni bebida,bajo pena de destierro. Comeréis loque arranquéis de la tierra o la

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foresta y beberéis del agua que ospresten los ríos… Os comportasteiscomo animales, si no peor, alcometer vuestro crimen y asíhabréis de sobrevivir, si el buenDios tiene a bien consentirlo…

* * *

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Finis

Dicen los lugareños viejos de aquelcondado —hoy cubiertos susbosques de toxos y marañassalvajes— que los malvadosMalpica vivieron muchos años,arrastrándose encadenados por losconfines de aquel valle, ysuplicando ser ayudados a morir.

Incluso cuentan las viejas

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historias que una vez estuvieroncasi a punto de conseguirlo cuando,llegado un día de fuertes lluvias,lanzáronse los tres a una pozabuscando ahogarse y acabar conaquel sufrimiento de verse ligadoscon cadenas para siempre; másaquella charca nunca llegó a tenerel agua suficiente para cubrirlos,porque el Altísimo Deus detuvo elaguacero a sabiendas de lasintenciones de aquellos desalmadosde suicidarse en pecado mortal. Finalmente, tras muchos

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años de luchar contra el hambre, laspenurias y las alimañas que lesacosaban sin tregua, el hermanomayor murió de viejo un fríoamanecer, y los otros dos tuvieronque arrastrar su cadáver hasta quelas negras bubas de la pestilencia yla podredumbre acabaron con ellosa su vez.

* * *

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Cuentan los abuelos a los nenos dela comarca, cuando se reúnen frenteal fuego en las noches de luna llenadel invierno que, algunas veces, lospastores que han quedado en elmonte cuidando los rebaños delataque de los lobos, han visto vagarlos descarnados esqueletos de lostres hermanos Malpica por lasmortecinas laderas del valle,arrastrando aún sus cadenas yrogando expiación para sushorribles pecados, mientras sussombras son recortadas por la

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intensa luz blanca del cielonocturno que nunca alcanzarán. Ycaminan siempre solitarios penandopor sus pecados, porque nadie en elMás Allá los acoge, ni tan siquieralas almas en pena de la SantaCompaña,[35] en su eternaprocesión fantasmal a través doscamiños do Señor.

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MONTENEGRO

Lo creado por elespíritu está más vivo a veces

que la misma materia.(Charles Baudelaire)

I

Hallábame por aquellos días en la

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capital del país, disfrutando de lasque, con toda seguridad, serían lasúltimas jornadas de sol que nosregalaría aquel suave otoño, —porlo que yo había venido observandoen el clima de los últimos años enesta época, intensamente fríos—cuando tendría lugar aquellaconcatenación de sucesos quetrastocarían mi vida para siempre. Aprovechaba esa semanapara visitar a algunos amigos dejuventud que no veía desde tiempoatrás, y mis pasos me acabaron

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conduciendo a la galería de arte«Saint Denis», en Montmartre,incipiente barrio de artistas en laorilla derecha del Sena, donde unode mis antiguos compañeros deestudios, Alphonse Moret, exponíasus bellos cuadros de estilo oníricoy colorista, similares a los delbritánico Turner, junto a otroslienzos pertenecientes a lanovedosa corriente artísticadenominada «impresionismo».Aquel arte pictórico rompía con losrígidos moldes del pasado,

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mostrando tan solo la abstracciónde la forma y el color que sugería laescena al pintor por encima de laplasmación realista de la misma, deforma que la imagen quedabadifuminada con suavidad en suscontornos, como ocurre cuando sonentornados los párpados al mirar;aunque el resultado cromático finalera muy agradable a la vista delobservador.

Presentía que me hallabafrente al último intento honesto desuperar los estrictos cánones y la

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inimitable maestría de los pintoresy escultores del clasicismo en sumás pura concepción, y que nomucho tiempo después llegaría elvacío al arte en todas sus variantes.O tal vez no; esperaría con granimpaciencia ese momento. Con gran placer visual, fuirecorriendo las diversas salas queexponían los cuadros de miimaginativo compañero hasta llegara la zona central de la muestra,donde se hallaban los cuadros másrepresentativos del autor. Entre

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ellos destacaban dos por encima detodos los demás, que removieron,como un golpe, sentimientos ocultosen mi alma desde mucho tiempoatrás. El primer lienzo, de grantamaño y colores difuminados,representaba el perfil sutilmenteintuido de un castillo que yorecordaba con perfección de mi notan lejana juventud. Era la fortalezade Mont-Noir, la residencia de unviejo conocido de la infancia yprimeros momentos de la

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adolescencia; un lugar dondehabíamos desgranado días sin fin enlos cálidos veranos de aquellaregión que bañaba el río Loira,invitados por los padres de Horacede Montenegro, pues así se llamabael amigo mencionado, deseosos deque su vástago y primogénito nopasara aquellos largos estíos en lamás completa soledad, al estar sucarácter dominado casi siempre porla melancolía y el aislamiento, tandiferentes en su naturaleza de larudeza y frenesí de los mozalbetes

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del pueblo cercano al castillo,Loire. No obstante, Horace —lorecuerdo con perfecta nitidez delinternado— era presa de brotes desuma violencia si se sentía acosadoo se creía en el deber de defendersu honor o el de su familia, inclusosi era víctima del más leve insulto,aún en broma; hecho que habíacausado algún que otro quebraderode cabeza a sus padres con lasgentes de la zona; razón de máspara que la visita estival de sus

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educados compañeros del colegiofuera bien recibida, alejándole asíde los problemas fuera de lafortaleza. El segundo cuadro de lamuestra, un pequeño retrato, meprodujo si cabe un vuelco mayor enel corazón que el primero. Sobre unfondo difuso y ensoñador, Éloise, lahermana pequeña de Horace, memiraba desde sus hermosos ojos,índigo oscuro, mientras su largacabellera color azabache sedepositaba con fragilidad sobre sus

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delicados hombros, que tantos deentre nosotros quisimos alguna vezestrechar aquellas tardes deconversaciones de juventud y risasinocentes a la vera del lago quebordeaba los muros del castillo.Mis recuerdos me traían a unarisueña Éloise enmarcada por losreflejos del agua azul turbia delinquietante foso, que semejabaaquél que una vez rodeó loscentenarios sillares de piedra deMont-Noir… Una mano rozó mi brazo y

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me sacó de aquella plácidaensoñación en la que me hallabasumergido. Dos hombres sehallaban a mi lado, observándomecon fijeza. Los reconocí al instante. Para mi sorpresa, lapersona que me había tocado no eraotra sino Alphonse, el pintor deaquella exposición quien, alegre yjovial como le recordaba, meestrechó con fuerza entre susbrazos. A su lado, con semblanteserio y algo hierático comosiempre, se hallaba Horace

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Montenegro. Estaba muy demacradoy su tez blanquecina no podíadisimular que algún velado secretole carcomía en su interior; aunqueintentaba aparentar normalidad antenosotros. —¡Dubois, EugèneDubois, sabía que vendrías a ver miobra, amigo! —me saludó conalegría Alphonse, tan extrovertidocomo siempre, mientras Horaceapenas musitó un escueto saludoentre dientes... Arrastrados por la

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vitalidad del pintor, nos pusimos aldía en unos pocos minutos deconversación. Observé mientras,con sumo interés, que Horaceconsultaba su reloj de bolsillo cadapocos minutos sin disimulo alguno;algo que podría ser tomado ensociedad como una actituddescortés por su parte, pues parecíamostrar su visible impaciencia porabandonar nuestra animadaconversación —impelido poralguna inexplicable premura—,dado el ambiente relajado en el que

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conversábamos el pintor y yo. Peroya conocíamos de antemano alesquivo Montenegro, y no le dimosmayor importancia. Con placer escuché aAlphonse referirse a mis estudioscientíficos como sumamenteinteresantes, allí hasta donde decíaconocerlos, lo que me llenó desatisfacción. Nuestra evoluciónpersonal evidenciaba un ciertoparalelismo desde la juventud.

Debido a que la posicióneconómica de ambos era muy

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holgada, al pertenecer nuestrasfamilias a la pequeña burguesía,Moret había podido dedicarse, sinambages y en cuerpo y alma, aldesarrollo de sus facetas creativasen la pintura y escultura, bajo cuyoinflujo había caído ya en elcomienzo de nuestra adolescencia. Por mi parte, lainsatisfacción con mis estudios dediversas ramas de la cienciaconvencional pronto me derivóhacía un nuevo campo, la psiquis,que comenzaba por entonces a ser

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explorado con prevención, quizáporque no formaba parte de lapraxis del mundo académico de laépoca, tan impermeable a cualquierasunto que trascendiera el mundofísico y material que nos rodeaba,como inamovibles eran sustrasnochados postuladosdogmáticos. En ese sentido, acababa yode escribir y publicar el primervolumen de un extenso estudio queestaba desarrollando sobre un temaque me venía interesando cada vez

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con más asiduidad en los últimostiempos —la transmigración y otrostemas de carácter espiritual— alque había titulado Tratado sobre laMetempsicosis de las Almas yEspíritus, y fue su mera menciónpor Alphonse la que nos devolvió aun Horace ausente de laconversación desde hacía variosminutos. Interesado en la temáticade mi obra —que yo basaba en lalínea abierta por los filósofosneoplatónicos y recogía parte de lasideas expuestas por el célebre

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escritor francés Kardec, así comoen algunos eruditos británicos sobreel tema—, comenzó a plantearmetal cantidad de cuestiones sobretodos los aspectos de miinvestigación que Alphonse, algohastiado por el curso que estabatomando el monólogo de nuestroamigo el noble con sus incesantespreguntas a mi persona, simulócontestar a alguien conocido entreel público asistente a la galería ynos abandonó, pretextando elposible interés de no sé qué anciana

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dama en la adquisición de uno delos cuadros de su exposición. Las reiterativasinterrogantes a que me estabasometiendo Horace fueronperfilando un interés muy definidopor su parte sobre aspectosconcretos de mi obra. Algúnproblema acuciante ensombrecía suvida y necesitaba mi consejo o talvez mi ayuda, en la medida en laque yo pudiera prestársela usandomis conocimientos previos. Al fin, me decidí a

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plantearle la posibilidad de que meabriera su alma y él, afectado segúnintuí, por mis palabras, calló unmomento y suspiró, comopreparándose a descargar suespíritu de un peso que arrastrabadesde tiempo atrás. Susincoherentes palabras, quedescribían una situación extraña yconfusa (la muerte de sus padrespoco tiempo atrás en trágicascircunstancias, y algún rarotrastorno en la conducta de suhermana), no acertaban a

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explicarme el porqué de suprofunda preocupación. Finalmente,y aunque por experiencias pasadas,una especie de desasosiego en miinterior siempre me alertaba de lainconveniencia de acudir a este tipode citas, acepté pasar unos días enel castillo familiar de losMontenegro. En retrospectiva,ahora veo con claridad que, desdeaquel momento, los hechos sesucedieron sin solución decontinuidad, escapando a cualquierintento de control por nuestra parte.

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Como la tripulación de un botearrastrado por la violenta crecidadel río, estábamos vivos; pero sinsaber si el siguiente minuto denuestra existencia sería el último.

Alphonse —continuó miamigo, y atisbé en sus ojos un ciertoalivio al decirlo— se reuniría unosdías después con nosotros, tanpronto finalizara la exposición desu arte, pues había sido por igualinvitado y puesto en antecedentessobre la «delicada e insosteniblesituación familiar de los

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Montenegro», según me confesóHorace con estudiada gravedad,sabiendo que aquellas «extrañascircunstancias» que rodeaban elasunto constituirían un acicate queyo no podría ignorar. Intuí que me hallaba en elumbral de un nuevo misterio; algoque excitaba mi pura ansia deconocimiento en su raíz más íntima,cruzando la barrera del inciertotemor que me inspiraban aquellossucesos sin explicación a los que yahabía tenido oportunidad de

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asomarme algunas veces, y lasituación me produjo profundainquietud...

II

Unos días después, cuando hube

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concluido con mi editor los asuntosliterarios que me habían llevado ala ciudad —entre ellos el tanesperado pago de mis droits d´auteur—, tomé la diligencia queme conduciría durante variasjornadas camino del suroeste, hacialos dominios donde se levantaba lainmensa fortaleza en la que vivíanmi compañero y amigo de lainfancia Horace, y su bella yenigmática hermana, Éloise. Aproveché el tiempo deltrayecto hasta la región del Loira —

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unos tres días para cubrir lascuarenta y cinco leguas dedistancia, según mis cálculos—,lugar donde se hallaba el castillo deMont-Noir, pues ése era su nombre,para bosquejar las partes de lo quesería mi nueva investigación.Reflexionaba durante el día en ellargo e inestable carruaje deviajeros, mientras éste se deslizabaa trompicones por las verdesllanuras sin horizonte visible,salpicadas de vez en cuando pormasas arbóreas en la lejanía, y

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escribiendo mis notas a la luz deuna linterna cada anochecer,acompañado de una buena copa delmejor vino y viandas de la comarcaen la que se hallase la posadadonde hubiéramos de pernoctarcada etapa del trayecto.

Así transcurrió el viaje enun abrir y cerrar de ojos, y lo queantes se me antojaba un enormefastidio —el mal estado de lascarreteras y la incomodidad de lasdiligencias—, se había convertido a

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la postre en un pragmático placer,gracias a la modificación positivade mi conducta que suponía eltrabajo mental al que me entregabadurante el día y su plasmación enpapel durante la noche, pues de esemodo ahora podía viajarabstrayéndome del entornoalienante que me circundaba en lostrayectos a larga distancia querecorría en busca de los extrañossucesos con los que documentabamis libros. Arribamos al pequeño

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pueblo de Loire, el más cercano alcastillo de los Montenegro, en lasobremesa del tercer día; al bajardel carruaje se notaba en el frescordel ambiente que comenzaba ellento descenso de la temperaturahacia la estación invernal. Envié aviso a Horace demi llegada con un arriero del lugarque hacía las veces de cartero ymozo de transporte, pues meparecía lo más conveniente avisarcon antelación para que mi amigopudiera tomar las disposiciones

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oportunas para mi acogida en lamansión familiar, y enviara por míllegado el momento. Alquilé mientras tanto unahabitación eventual en «Le PetitAuberge», la posada delmatrimonio formado por Madame yMonsieur Roland, a los que conocíadesde mis estancias de juventud enel pueblo. Fui recibido con lamayor de las amabilidades por laya casi anciana pareja, quienes nodudaron en informar de mipresencia, con sincero regocijo, a

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todos los presentes en la cantina delalbergue. Preguntado por ellossobre el propósito de mi viaje a lacomarca, mostré mi intención depasar unos días en Mont-Noir, ainvitación de la familia propietariade la fortaleza. Mis palabras produjeronun efecto demoledor en el ambientedel lugar, que pasó de ser acogedora un frío glacial que envolvió losgestos de los que me observaban,ahora con recelo, y sus francasconversaciones pasaron a meros

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susurros al oído. Todas las miradas sevolvieron entonces hacia una mesaen el fondo de la taberna, donde unhombre de alta estatura y cuerpoenjuto, vestido de negro de pies acabeza y que me resultabavagamente familiar, apuraba sucopa mientras no quitaba su vista demí. Reconocí en ese instante aaquel sujeto: era Jacques Duchamp,el siniestro dueño de la funeraria dela comarca, cuyo fúnebre carruaje

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tirado por caballos era sinónimodel más puro terror cuando éramosniños. De repente, aqueldesagradable parroquiano liquidósu consumición de un solo trago yabandonó el albergue cruzándoseconmigo de forma brusca, pero sindirigirme mirada ni palabra alguna;desconcertado, fui incapaz dereaccionar y me aparté, dejándoleel paso libre. Yo no entendía enabsoluto como podía habermehecho acreedor a tal desprecio, si

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no fuera por mi conocida relacióncon los habitantes del castillo, y noacertaba a vislumbrar que oscurahistoria me aguardaba y que, sinduda alguna, habría de relacionar aambas partes. Como no deseaba sermás el centro de aquella violentasituación, ordené a los posaderosme sirvieran una cena frugal en mihabitación, y me retiré en silenciopor la escalera al primer pisodonde se encontraba aquella,notando en la espalda como todaslas miradas escrutaban mi salida de

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escena. Me inundaban temoresdesconocidos al intentar hacerencajar las piezas sueltas de aquelenfrentado escenario. Por un lado,las vagas explicaciones de Horacesobre sus padres y su hermana; delotro, el sombrío funerario Duchampy su oscura relación con loshabitantes de Montenegro. Fui recogido a la mañana siguiente,muy temprano, por el mozo decuadras del castillo, Lucien, quien

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hacía también las veces deconductor una vez se hubo retiradode ese quehacer su padre adoptivo,Antoine, que ahora ocupaba lafunción de mayordomo mayor,según me comentó el muchachomientras nos dirigíamos hacia lafortaleza.

Según nos acercábamos,una ligera sensación de angustiaempezó a inundar mi espíritu; unmalestar igual en su esencia al quehabía sentido —era algún tipo dedisfunción pulmonar de tipo

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nervioso que me atenazaba elpecho, impidiéndome respirar connormalidad— al acercarme a «esosotros lugares» donde se habíanproducido los sucesos de naturalezainexplicable cuya observaciónincorporaba a mis controvertidosescritos. Me parecía, segúnavanzábamos, que la vegetación delentorno se iba ajando levemente;las tonalidades se decoloraban eiban perdiendo vigor los matices dela vida natural que nos rodeaba por

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doquier, mientras los contornos delos objetos se iban difuminandocomo sucedía en los cuadros deAlphonse... Llegamos a la entrada del magníficochâteau d´Mont-Noir, cuyo puentelevadizo se hallaba tendido parafacilitar el acceso, y el rastrillo dehierro forjado —que en otrasépocas detuvo los asaltos de tantosenemigos, desde los señoresfeudales del medievo a los de lashordas revolucionarias durante el

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Reinado del Terror—[36] abríaahora sus fauces de aguzadoscolmillos férreos para permitirnosel paso al patio interior, bajo lacuadrada torre del homenaje, tanalta y majestuosa como larecordaba; aunque su revestimientoera ahora de un degradado tonogrisáceo, prueba de su incipientedeterioro.

Frente a la gran puerta deroble de la mansión se hallabaHorace, esperándome a pie firmecon el semblante adusto y

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preocupado, gesto que intentabadisimular con una forzada sonrisade bienvenida. Adelantándose, meabrazó con sincero afecto mientrasme invitaba a entrar en la casa. Misojos se desviaron entonces hacia lagalería superior, en la primeraplanta de la edificación, desdedonde una silueta femenina nosobservaba. Al percatarse de miinterés, aquella imagen blancaapenas perfilada se retiró hacía lassombras de la estancia en la que sehallaba y desapareció de mi vista.

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La fortaleza de losMontenegro[37]

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III

Horace hizo que me acompañaran amis aposentos, situados en una delas alas de la galería, en el mismolugar donde me había parecidoobservar la presencia de Éloise;aunque no hallé rastros de elladurante mi acomodo. Antoine, elfiel y educado mayordomo delcastillo que yo ya conocía desde mijuventud, me explicó los usos yhorarios actuales de la mansión yme invitó, en nombre de mi

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anfitrión, a compartir su mesa parael almuerzo, del que sería avisadocon antelación aquella mañana. Aproveché el resto de lamisma, hasta la hora de la comida yuna vez asentado, para poner enorden mis caóticos apuntes al vuelodel viaje, mientras de cuando encuando me acercaba a otear, desdelas distintas ventanas de midormitorio y el pequeño salóncircular que lo precedía, la verdellanura que circundaba la fortalezaen su frente —casi igual a como la

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recordaba, a pesar de lasdiferencias que el tiempo impone ennuestra memoria al recuerdo entrelo evocado y lo real que pervive—,y el amenazante bosque cercano, tantupido que llegaba casi a tocar consus espigados cedros y plátanos ellago cuyas aguas bañaban lossólidos muros graníticos delalcázar. Desde allí surgía, cualestática serpiente albinaperdiéndose entre las ramasagitadas por la brisa, la angostacarretera de tierra apisonada que

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conducía a las poblacionescercanas. Poco antes de la una delmediodía, para no parecerimpuntual, me hallaba ya dispuestopara bajar a almorzar, cuandoMarie —el ama de llaves alservicio de la casa desde que yorecordaba—, de camino por lagalería hacia las que parecían serahora las habitaciones de Éloise,me advirtió que el señor de la casame esperaba ya en la biblioteca. Bajé entonces por la

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monumental escalera de mármolrosado de Caunes que daba accesoal piso inferior y me dirigí hacia labiblioteca aneja al comedor, quehacía las veces de sala de lectura yfumador. Horace se hallaba sentadoen un butacón de recargado estiloRococó, fumando un puroamericano del que se desprendíanespirales de humo que ascendíanhacia el techo. Rechacé elofrecimiento que me hizo mianfitrión de compartir un ejemplarde aquel tabaco de olor en exceso

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dulce para mi gusto, y observé queel libro que sostenía entre susmanos —¿Cuál otro habría de seren esas circunstancias?, mepregunté—no era otro que mi«Tratado» sobre la transmigraciónde las almas y espíritus. —¿Es verdad todo lo quedescribes en tu libro sobre lasalmas errantes que aún caminanentre nosotros? —me interrogómientras apartaba sus ojos de losgrabados que ilustraban mi libro ylos posaba en mí. Sus manos

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sostenían el texto abierto por uno delos apartados más conflictivos demi estudio, aquél que versaba sobrelos espíritus que quedaban acaballo, sin desearlo, entre la vidaterrenal y el más allá; conectadosaún de alguna manera con la vidafísica por haber sido víctimas dealgún trágico suceso inesperado oarrancados de su existencia físicasin tener consciencia de ello... —He podido ser testigo,en persona, de los diversos hechos,inexplicables en apariencia,

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mediante los que he desarrolladocon rigor los capítulos que estásrevisando ahora —observé, concerteza cada vez mayor sobre lagravedad de la historia que, aciencia cierta, mi amigo estaría endisposición de relatarme antes odespués—. Un gran porcentaje deestos sucesos fuera de todanormalidad es atribuible, sin temora errar, a los considerados falsosmédiums —continué explicándole— ; médium es el nombre con elcual designamos en nuestro

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círculo a las personas con ciertasfacultades excepcionales, capacesde entablar relación con los entesincorpóreos o las almas perdidasque deambulan entre este mundo yel de los muertos. Mas algunos, deentre esta tropa de falacesclarividentes parecían, en verdad—y éste es un hecho para el quetodavía no he encontradoexplicación alguna—, poder hablarcon los difuntos, o bien era a travésde ellos como los espíritus de losfallecidos se nos manifestaban en

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las denominadas «sesiones selectasde espiritismo», que no son sinoreuniones de expertos en estosmenesteres donde se intentaconversar con las ánimas de los yadesaparecidos mediante el uso, esosí, de rigurosos criterios objetivosprefijados de antemano. Pero, para demostrar laveracidad de todo lo observado ypoder presentar pruebasirrefutables sobre esas supuestasfacultades que, desde mi visión,atribuía a esas personas dotadas de

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clarividencia —y que pudieran serpublicadas sin riesgo de sertachado de iluso por los expertos entemas de la mente— necesitabarealizar un exhaustivo estudio, lomás científico posible, quepermitiera calibrar en su justamedida la honestidad de lasconductas de los citados médiums,pues ante todo era yo el primero endudar de ellos. En estrechacolaboración con el conocidoprofesor Vincent Haelen, un físicoexperimental de la Universidad

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belga de Lovaina —expertoinvestigador en estos asuntos yescéptico como yo, además de granamigo desde hacía varios años,cuando coincidimos en undesgraciado suceso que no viene alcaso mencionar aquí—, fueronprogramados unos cuantosexperimentos primarios paradescartar los posibles fraudes a quenos enfrentábamos durante lassesiones con estos «genuinos»espiritistas; incluso llegamos adesarrollar un elaborado artefacto

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que era capaz de medir con bastanteexactitud la electricidad estáticapresente en estos hechos quenosotros catalogábamos como«paranormales», basando el diseñoy especificaciones de la máquina enlos descubrimientos del geniobritánico Faraday. A resultas deaquello descubrimos que, aplicandoen profundidad nuestro método decomprobaciones empíricas ycientíficas a los supuestos sucesos,digamos «extraños», existíanalgunos casos —a los que yo había

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podido asistir en persona, repito—,que no podían tacharse de falsos,provocados o fraudulentos; lo cualme llevaba a poder afirmar en milibro que en algunas formas y endeterminadas circunstanciasespeciales, las almas errantes erancapaces de encontrar algún mediopara manifestar sus mensajes através de estos singularespersonajes tan variopintos en suconducta y formación, pues noexistía un patrón que les pudieraser aplicado en conjunto…

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Mi amigo suspiróentonces, como si estuvieratomando fuerzas para acometer unaardua tarea que no deseara afrontar. —Hay algo que debessaber, Eugène, pero no sé pordónde debo empezar... —Horaceparecía disponerse a hablar, cuandoel mayordomo apareció por lapuerta de la biblioteca y nos indicóque la comida estaba en la mesa, yque la señorita Éloise no asistiría ala misma, por hallarse algoindispuesta por una fuerte jaqueca.

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Comimos en silencio, sentados enlos extremos de la sólida y largamesa tipo Imperio que presidía eleje central del comedor, mientrasafuera la soleada mañana ibadejando paso a un cielo plomizocubierto por nubes oscuras. No sincierta aprensión, noté como variasveces mi anfitrión miraba con temorhacia la ventana, y la sola visión dela tarde gris que se avecinaba lehacía hundir de nuevo la vista en elplato.

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Una vez concluimos elexcelente almuerzo, basado en losplatos típicos de caza de la región,y cuyo sabor aún retenía en mipaladar a pesar de los añostranscurridos desde la última vezque los había comido, nos retiramosa descansar a nuestras respectivashabitaciones, sin que Horace sedecidiera a abrirme su corazón yconfesarme que era lo que tanto lecompungía. Más algo en elambiente me decía que era mejordejarlo estar; aquello que me

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ocultaba saldría a la superficie porsí solo.

* * * Me hallaba recostado en mi lecho,medio adormilado mientras leía condesgana un pequeño librito denarrativa costumbrista que habíallevado conmigo para amenizar elviaje, cuando llegaron hasta misoídos las lejanas notas de unclavicémbalo, pulsado con ternura,que produjeron en mi interior una

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fuerte evocación y nostalgia de lajuventud vivida entre aquellasparedes... Intrigado por aquella dulcemúsica, anclada en el lejanorecuerdo, abandoné mi lectura.Bajando por la escalera mientrasbuscaba la fuente de la misma, meencontré nuevamente de bruces conel ama de llaves, esta vez en el pisoinferior. Era Marie una mujerenjuta, vestida con asiduidad decolor granate oscuro y aparienciadesagradable a primera vista;

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aunque amable en el trato una vezse tomaba confianza con ella. Meindicó que la señorita Éloise nodeseaba ser interrumpida nuncamientras practicaba con elinstrumento en la sala de música, yme ofreció tomar un té en elsaloncito contiguo, desde dondepodría escuchar la interpretación siese era mi deseo, según me confióen un susurro acercándose a mí,como temiendo ser oída por unindiscreto espía que yo no acertababien a descubrir a nuestro

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alrededor. Siguiendo su confidencialconsejo, me acomodé en un sillónde aquella pequeña estancia,recargada de todo tipo de recuerdoscomprados por Horace durante susvariados viajes exóticos por todo elOriente, y pude degustar unexquisito té de Ceilán que Marietuvo la amabilidad de servirme,retirándose tan en silencio comohabía llegado. Escuché con deleite lamelodía que interpretaba aquella

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amiga que todavía no había tenidola oportunidad de saludar, y aquelsonido me poseyó con toda lafuerza con que prende en nuestroánimo la remembranza de aquellostiempos que se nos antojan, por elefecto anestésico que ejerce eltiempo en nuestra memoria, mejoresque los que disfrutamos en elpresente.

El bello y triste susurro delas notas que emanaban delinstrumento se prolongó durante untiempo que no pude calcular, pues

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me hallaba perdido en mispensamientos, cuando las frasesmusicales decayeron con lentitudhasta desaparecer en el silencio. Unmomento después advertí el suavemurmullo de ropajes femeninosdeslizándose por el suelo de la salacontigua, y una puerta quecomunicaba con el otro lado de lacasa se cerró, apenas perceptible,cuando Éloise Montenegro se retiróen silencio a sus habitaciones, sintan siquiera dignarse en saludarme. Desencantado, abandoné el

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saloncito y me dirigí hacia la puertaprincipal saliendo por allí al patio,donde algunos criados realizabanalgunas tareas en las cuadras. Cruzando el puentelevadizo, caminé despacio hasta laorilla del pequeño lago querodeaba la fortaleza, buscandotropezar con el lugar donde nossolíamos sentar... ¡allí habíamospasado todos juntos tan buenosmomentos, y cuán distantes parecíanahora en mi recuerdo! Paseaba por el mero

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placer de estar de nuevo en esemágico sitio grabado en lamemoria, mientras disfrutaba delolor lejano a humedad quepresagiaba una tormenta otoñalcercana que, según mis cálculos,llegaría al anochecer a Montenegro. Tomé asiento sobre lahierba cercana al agua, mientras elaire creaba bellas ondas en susuperficie y la cristalina lámina delíquido me devolvía reflejosdeslumbrantes a ráfagas.

De cuando en cuando, el sol

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acertaba a atravesar algún resquicioentre las nubes para inundar decolor oro los prados y bosques a mialrededor, que seguían allí perennescomo siempre los había visto.Parecía como si en aquella calmaterrenal, previa a la tormenta, nadafuera capaz de ser aciago, tal comome lo había preconizado el silenciode Horace. Recordé en ese momento—por una extraña y complejaasociación de pensamientos— lacrónica que, sobre su familia, me

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había relatado mi amigo una vez.Un aroma, un insignificante ruido,bastan para que nuestro raciociniovisite los recónditos recuerdos quepermanecen olvidados largotiempo, trayéndolos de nuevo acolación. De esa manerainesperada, apareció ante mí lahistoria de los Montenegro, talcomo me fue contada.

Destacaba en ella sobretodo el visible hecho del enormeparecido de Horace y su hermanaÉloise con el de la agraciada pareja

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de un magnífico cuadro de estiloflamenco que colgaba en el centrode la escalera principal del castillo—los protagonistas de la historia—; una historia que me habíaimpresionado por la notablepresencia de elementos medievalesprototípicos, de los que era unapasionado estudioso por aquellaépoca.

Envuelto por el silenciosostenido de la tarde evoqué surelato, mientras admiraba laimponente mole del castillo de

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Mont-Noir...

IV

Un lejano antepasado de Éloisey Horace, de origen español,don Tello Gómez deMontenegro, hastiado debatallar sin fin en la lucha quemantenían los reyes de Castillay Aragón con los monarcasmusulmanes que aúnconservaban el Reino de

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Granada, y atemorizado por laextraña muerte de su amigo dearmas y reputado caballero donJosé de Bustamante, en labatalla librada en la AcequiaGorda,[38] sita en la fértil vegadel reino nazarí, decidióabandonar aquellas peligrosastierras sin demora, y escapócon su joven amante y futuraesposa, Anne de Mercier, unade las damas de la reinacatólica, hacia las lejanastierras del reino franco de

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donde era ella originaria. Unavez enterados en la corte de ladeserción del guerrero, seprocedió a borrarle sin tardanzade la lista de infanzonescastellanos como castigo a sudelito; aunque no se tomaronmás medidas contra su familia,al ser su padre Grande deEspaña por derecho. De estamanera, su heráldica no recibiómancha alguna, pues al fin y alcabo don Tello solo era hijosegundón y sabía que, no siendo

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el primogénito, nada tendríaque perder abandonando elreino mientras que, de continuaren la guerra, cualquier día sedejaría la vida en algúndesafortunado episodio de lainterminable guerra deescaramuzas en que se hallabaninmersas las tropas cristianas ylas árabes en los enfangadosterrenos de la vega granadina.Por su parte, Anne, la jovendama de la reina, era poco másque una adolescente cuando,

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por una serie de casualidades,pasó de servir como doncellade la reina de Francia a hacerlas veces de acompañante de lade Castilla. Ello fue debido aque durante su infancia enpalacio, cuando apenasbalbuceaba el francés, una desus ayas, llegada del reino deAragón a la corte francesa, leenseñó a hablar a la perfecciónel idioma del reino hispano. Deesa manera aprendió su voz aexpresarse en ambas lenguas

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como si fueran una sola. Unadécada después, la joven Anneviajó desde la corte gala hastala hispana en una embajadaenviada por el rey franco,haciendo las veces detraductora del emisario francés,el cual portaba un mensaje delrey Luis ofreciendo su ayuda alos reyes hispanos para laconquista definitiva del sueloespañol a las fuerzas del Islam.La reina castellana, gratamentesorprendida por las cualidades

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de la muchacha, culta y demodales refinados, solicitó alembajador francés que Annepermaneciera a su lado cuandola embajada retornara aFrancia, deseo que fuesatisfecho por éste sinvacilación alguna, deseoso deléxito de su misión. Lamuchacha, algo apenada alprincipio por la distancia que lasepararía de su patria y de sugente, aceptó su nueva situacióncon resignación. Pero pronto

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cambió de parecer sobre lacorte española cuando conocióal joven caballero don Tello,valiente guerrero castellanonombrado paje de la reina, quecombatía a los árabes bajo elmando del Duque del Infantado.Durante largo tiempo ocultaronsu amor a la vista de los demáscortesanos —nobleza y clero,siempre intrigantes—,temerosos ambos de que fueraprohibida su relación por losintransigentes prelados que

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rodeaban a la reina; cuyosestrictos postulados religiososparecían empeñados más encondenar almas que ganarlaspara el cielo. Al final, losacontecimientos seprecipitaron: la murmuraciónsobre sus amores no declaradoslos iba cercando, y Anne temíacon motivos fundados por lavida de su amante; no habíatiempo que perder y unamañana, al despuntar el sol,huyeron hacia tierras francesas.

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Una vez llegados ambosamantes fugitivos a la lejanaregión del Loira de donde eraAnne originaria, y a pesar delos lógicos recelos al principio,fueron acogidos por los noblespadres de la muchacha en elcastillo familiar. No pasómucho tiempo hasta que sedesposaron en la capilla delmismo, fundando una nuevarama de la familia, pues eraella hija única. Con el paso delos años, cuando el matrimonio

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heredó el feudo a la muerte delos progenitores de Anne, lafortaleza cambió su nombre porel de Montenegro, hecho delque don Tello, orgulloso, dionoticias a su familia en España.Asimismo solicitó fueraninformados del hecho losescribanos de la corteencargados de la nobiliaria,para de esa forma incluir elnuevo título obtenido por él enel corpus heráldico, endesagravio por su expulsión de

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entre los próceres castellanos.Fueron aquellos años tiempo decompleta felicidad para ambosenamorados, solo empañados,al poco de heredar el castillo ysus posesiones, por un fallidointento de asesinato en suspersonas, llevado a cabo por unsicario cuya procedencia jamásfue aclarada; aunque siempre sesospechó de su posible origenhispano, según constaba endocumento oficial lacrado yfirmado, en nombre del rey de

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Francia, por un oficial realdesplazado a la zona en lafecha de los autos, a comienzosdel siglo XVI».

* * *

Una ráfaga de frío viento quepenetró por mi espalda desde laarboleda vino a devolverme, desdelas brumas del fin de la EdadMedia y el despertar delRenacimiento, a la realidad que mecircundaba, que no era otra sino

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hallarme en aquel lugar donde sehabía desarrollado parte de lahistoria de aquellos inusualesamantes; podía sentirlos todavíaoteando el horizonte desde lasalmenas que ahora se elevabanhacia el cielo ante mí.

M e disponía a levantarmede la verde orilla del foso dondeme hallaba perdido en mispensamientos, cuando mis oídosescucharon con claridad los cascosde los caballos de un carruajeaproximándose a toda velocidad, al

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tiempo que podía reconocer contoda nitidez el sonido de las llantasde metal de sus ruedas machacandolos pequeños guijarros que cubríanla carretera de tierra que, saliendodel bosque, pasaba a corta distanciadel camino de acceso al castillo.Pero, si existió dicho coche algunavez, parecía que solo pudo ser enmi imaginación pues, al girar micabeza en la dirección desde la quellegaba el sonido hasta mí, solo viestremecerse las ramas de losárboles que formaban la primera

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línea de la foresta, mientras sushojas, arremolinadas, caían al sueloen silencio, llamadas a cumplir supostrer destino en el grisáceo otoñode aquellas tierras meridionales.Allí no había nada que yo pudieraver con los ojos, y quizá habíasentido más que escuchado algunapresencia que yo no acertabaentonces a explicarme.

Afectado por aquello, regresé sindemora a la mansión y me dirigí amis habitaciones, donde intentaría

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plasmar sobre el papel la hondaimpresión que aquel hecho mehabía producido. Desde que merelacionaba con aquel mundo querayaba en los límites de lo real,había adquirido la costumbre detomar notas tan pronto hubieratenido algún tipo de contacto onueva experimentación, pues sabíaque la impronta dejada por lassensaciones vividas permanecíacon toda su fuerza en nuestramemoria solo durante un breveperíodo de tiempo, y que el paso de

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éste mismo tendía a desvanecer laslíneas entre hechos, lugares ytiempos con suma facilidad. Más deuna vez, sucesos que por su hondocalado consideré imborrables en mirecuerdo, habían sido difuminadosen su esencia por otros semejantesocurridos con posterioridad aaquellos, empujándome ese motivoa guardar una minuciosa cronologíaque, si bien a menudo se meantojaba excesiva, era del todonecesaria para establecer unosmínimos de rigurosidad en mis

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estudios. Antes de comenzar aescribir sobre lo ocurrido junto alfoso exterior, necesitaba poner enfuncionamiento un recursoextraordinario que llevaba siempreconmigo en los últimos viajes, yque formaba parte esencial de misinvestigaciones en los mesesprecedentes. Para ello, extraje consumo cuidado de la maleta queconstituía mi equipaje habitual elsingular artefacto que habíadesarrollado junto al profesor

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Haelen; un extraño ingenio que, afalta de mejor nombre, habíamosdenominado, usando la tandescriptiva terminología helénicaclásica, «Spiritometros», oaparato capaz de comprobar lapresencia de energías queescapaban a la comprensióncientífica convencional; con élpretendíamos Haelen y yodemostrar que aquellas aparicionesque nos rodeaban, en determinadascircunstancias durante las sesionesde espiritismo, bien podrían ser

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entes incorpóreos formados poralguna clase de electricidad estáticadesconocida, o quizá algúnfenómeno de naturaleza análoga.

Deposité el artilugio sobreuna pequeña cómoda que se hallabaentre mi escritorio y la ventana quedaba al exterior de la fortaleza,sobre el foso, y comencé a anotarmis sensaciones de aquella tarde. Mientras reflexionaba, misojos se posaron al azar en elartefacto que se hallaba frente a mí,inerte. De repente, las agujas

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comenzaron a moverse, de modoimperceptible al principio, parapasar a continuación a unaoscilación frenética durante unafracción de segundo, deteniéndoseambas con un brusco golpe, tansúbito como habían comenzado suactividad. Intrigado, observé por suparte inferior, una vez abierta, quela máquina tenía sus resortes ymaquinaria sincronizados. Parecíaque todos los engranajes estabanalineados con precisión y

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funcionaban con corrección. En unlateral sobresalía una rueda dentadasimilar a la de los relojes debolsillo, que era utilizada para darcuerda a los complicadosmecanismos que se apiñaban en suinterior. Comprobé que se hallabaen buen estado dando cuerda hastahacer tope, asegurándome de quelos volantes oscilaran con ritmo yexactitud, y deposité de nuevo elmecanismo sobre la superficie de lacómoda.E l Spiritometros que portaba

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conmigo era una versión reducidadel diseñado y construido por elprofesor Haelen, con mi modestacolaboración, en su laboratorio dela Universidad de Lovaina, quien asu vez se había basado en losdibujos y esquemas de diversosingenios del inventor y descubridorMichael Faraday, ya mencionadocon anterioridad, relacionados consus estudios sobre la electricidad;estudios que habían sido iniciados asu vez en el siglo XVIII por elgenial norteamericano Benjamin

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Franklin. Constaba el aparato de unasólida base de madera de caobatropical de dos cuartas de anchopor una de fondo, donde seapreciaban tres partesdiferenciadas. En la zona frontalhabía dos esferas planas condivisiones similares a las de sendosrelojes de bolsillo, donde sesituaban dos agujas de longitudidéntica a las que muestran losminutos en las maquinariasnormales. Ambos mecanismos (a

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los que denominamos en sumomento «Electrógrafo», elizquierdo, y «Espectrógrafo», elderecho) estaban conectados, pormedio de resortes y volantes, conuna aguja propia tintada de grafitolíquido que oscilaba sobre unrodillo vertical de papel en blanco,como aquellos que se podíanencontrar en un barógrafo. Toda lapieza estaba recubierta por unconsistente domo de cristal italianode Muran, encargado ex profeso enla isla veneciana para proteger los

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frágiles elementos de la máquina. Una vez se ponía enmarcha el mecanismo izquierdo alrecibir algún tipo de perturbacióneléctrica usual, el rodillo verticalcomenzaba a girar sobre sí mismo,desenrollándose el papelprogresivamente mientras eraenviado a un eje paralelo vacío, altiempo que la aguja delElectrógrafo comenzaba a marcardicha actividad eléctrica mediantemarcas teñidas de grafito —semejantes a los afilados picos de

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una cordillera—; más o menospronunciadas en su longitud verticalsegún la fuerza de las señalesrecibidas. La aguja delEspectrógrafo permanecíaposicionada e inmóvil, en espera del a s perturbaciones anómalasque escapaban a los parámetrospreestablecidos en la máquina—«calibraciones», en palabras deHaelen— como pertenecientes almundo físico que nos rodeaba.

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El «Spiritometros»Haelen~Dubois[39]

Al comprobar el levemovimiento que observé en elaparato, pude ver con gran asombro

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que las marcas en el papel degrafito mostraban signos de habersido hechas por las dos agujas;aunque las que denotaban actividad«fuera de lo normal» eran apenasperceptibles; solo unas leves líneasa continuación de las señaleseléctricas que delataban la lejanatormenta que se acercaba aMontenegro...

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V

En realidad, antes de ese momentoen concreto, solo había podidocomprobar un fenómeno de similaralcance cuando, en compañía delprofesor y durante un viaje deinvestigación realizado a lasbrumosas tierras de Inglaterra yEscocia, visitamos la humildecasita de Mistress Thelma Butcher,anciana mujer viuda que vivía en el

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barrio londinense de Whitechapel,quien decía ser perseguida yatormentada por el espíritu de suhijo Damon, ser vicioso y malignoen vida que no había hecho sinoempeorar después de su supuestamuerte por ahogamiento, al parecerde todas las hipótesis que sebarajaban, tras haber caído alTámesis huyendo de la policía.

Nunca había sidorecuperado su cuerpo, al menos deforma reconocible, pues era muyfrecuente que los cadáveres de

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mendigos y borrachines ahogadosaparecieran cada mañana en lassucias orillas del río, devoradoshasta la osamenta por las ratas queinfestaban sus márgenes. Todo elloplanteaba serias dudas sobre lassupuestas apariciones que sufría laaterrada Thelma, quien juraba yperjuraba que su hijo estaba muerto,y que no cejaba en acosarla cadanoche desde su muerte accidental. Habiendo tenido conocimiento deeste caso el profesor y yo,

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asistimos, como invitados de laincipiente —en aquellos días—«Sociedad Británica para laInvestigación Psíquica», a unamultitudinaria sesión espiritista enla que, mediante el uso de técnicasmediumnísticas, se intentaría elcontacto con el díscolo espíritu deDamon, el desaparecido hijo de laseñora Butcher. El aspecto de la casa erapropio de una historia de terrorgótico, con toda la escenografía

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habitual que poblaba ese géneroliterario desde finales de la EdadMedia: poca luz, sombras tenuesproyectadas sobre las paredes,abigarramiento de todo tipo deobjetos, un persistente olor a cerade velas que impregnaba elambiente; en suma, todo aquello quepodía prestar su ayuda para crearun clima propicio al objeto de loque nos había llevado allí... Diversos aparatosmecánicos de nuevo cuño se habíanacumulado en la estancia, pues no

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solo nosotros teníamos en esemomento un artefacto capaz demedir sensibilidades más allá de lanormalidad terrenal. Cada uno delos allí desplegados era másintrigante en su forma yposibilidades de uso que elanterior; aunque el profesor Haeleny yo nos cruzamos miradas deincredulidad sobre su real valíapara la investigación que nosproponíamos realizar. Quizá el único aparato queparecía interesante entre todos ellos

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era una de las nuevas cámaras defotografía de fuelle, de recienteinvención y que, al parecer, estabacargada con una placa de vidrio degran sensibilidad capaz de registrarcualquier presencia inapreciable alojo humano, una vez era abierta lalente que recogía la luz exterior. En el centro de la salita,iluminadas por la oscilante llamade una vela, se disponían, encírculo cerrado alrededor de unamesa con brasero y con las manosentrelazadas, las cuatro personas

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que participaban en la sesión deespiritismo. Mientras, los demás, ensilencio, nos manteníamos distantes;apoyados en las grises paredes yansiosos en espera de algodesconocido que estaba por llegar.

La impresión que yo tenía,e n la expectación reinante de losmomentos previos al inicio deltrance, era que tal vez ninguno delos observadores presentesacertábamos a discernir, conclaridad, si esa contenida ansiedadno sería sólo la muda expresión del

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propio deseo insatisfecho porobtener alguna respuesta, real ytangible, a tantos enigmaspersonales planteados durante elcúmulo de baldías vigiliasanteriores que jalonaban nuestraslargas y tediosas investigaciones...

Durante los primerosmomentos de aquella última nochede octubre, fecha escogida apropósito por su fuerte contenidoemocional al ser el día de losdifuntos, nada anormal se produjo,y las esperanzas de obtener pruebas

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de la existencia del fantasma deDamon decayeron entre loscientíficos presentes. Los cuatropersonajes sentados a la mesa —laclarividente, la madre de John y dosentregados familiares de ésta,todavía con sus manos fuertementeunidas— seguían con los ojoscerrados las lisérgicasadmoniciones de aquélla mientras,con voz lúgubre y monótonarealizaba una estudiada serie detétricas preguntas capaces de helarlos corazones de todos los

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presentes allí. Haelen hacía las funcionesde traductor para mí, pues yo nodominaba el idioma de los britanos,y aquella sesión se tornó másextraña si cabe aún, con el profesorrepitiéndome en un francéssusurrante las frases de la médium.Además, para mi confusión, parecíaque se estuviera invocando aldemonio una y otra vez en aquellasesión, pues así sonaba el nombrede aquel sujeto fallecido traducidoa mi lengua materna: «Demonio»…

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—Damon… —musitaba envoz alta y firme la vidente, con losojos en blanco —tu querida madreThelma, que tanto te quiso en vida,quiere saber de ti. Muéstrate anosotros, alma errante, envíanosalguna señal de que nos escuchas;responde… te suplicamos, porfavor, Damon Butcher… —repetíala mujer, mientras la madre delfinado lloraba en silencio.

Su monótona plegaria serepitió durante un tiempo que nopude medir con exactitud, pues su

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cadencia y la atmósfera irreal queempañaba aquella habitación mehizo perder la ubicación temporal.Creo que estuvimos en ese trancealrededor de una media hora,durante la cual aquella mujerrepitió sin cesar las diversasfórmulas de llamada a los muertosque parecía conocer. —Sabemos que no queríasirte tan pronto de entre nosotros,Damon… —continuó invocándole,impertérrita —y por eso vuelvesuna y otra vez a la alcoba de tu

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madre, Thelma, desplazando susobjetos de tocador para llamar suatención y ella siente que estás a sulado, según me confiesa, con dolor.Ella todavía te quiere, Damon, ydesea que encuentres la paz porquesufre mucho por ti. Ven connosotros y manifiéstate ahora... A raíz de aquellas últimaspalabras, noté en la piel que latemperatura bajaba varios grados,mi boca empezaba a exhalarblanquecinas nubes de vaho por elfrío del ambiente, y comenzaron a

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aparecer diversos fenómenoslumínicos en el techo de la estancia.Cerré los ojos para abrirlos degolpe a continuación y evitar asícaer en la intensa sugestión queproducían las palabras de lamédium. Haelen, a mi lado, apretócon fuerza mi antebrazo, mientrasseñalaba con la cabeza la horribletransfiguración que estaba sufriendoel rostro de la clarividente. La carade la mujer se hallaba ahorasurcada por intensas arrugas; susojos, antes blancos, se veían ahora

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inyectados en sangre, a la vez quelas venas de su cuello se hinchabanbajo una enorme presión arterial.De las comisuras de sus amoratadoslabios brotaban hilillos de salivamezclados con bilis amarillenta,hedionda, y de su ronca gargantasurgía una serie de horriblessonidos guturales, como si undesafinado coro demoniacohabitara en las profundidades de suser y quisieran sus voces gritar alunísono toda una serie deimprecaciones que no acertaban a

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vocalizar, generando un espantososonido difícil de transcribir enpalabras. Aquella sobrecogedoraescena duró un par de angustiososminutos, que me parecieron unaeternidad. A mi lado, sobre uncarcomido estante, las frenéticasagujas de nuestro Spiritometros semovían como si hubieranenloquecido, y marcaban toda unaserie de temblorosas líneas sobre eltambor de papel. En ese instantesupremo, el fogonazo de la máquina

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de fotografía deslumbró con suintensa luz a los que ocupaban lamesa y a los que la rodeábamos;todo se calmó de repente, al tiempoque un silencio que nadie se atrevíaa romper inundó aquel salón. Ladeformada cara de aquella mujerfue recuperando poco a poco elcolor de los vivos, pues solo unosmomentos antes parecía tener lalividez de los cuerpos que seconservan entre hielo en la morguede los hospitales.

Thelma Butcher no cesaba

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de llorar, mientras repetía una yotra vez haber reconocido lasfacciones de Damon, su hijomuerto, en el deformado rostro dela clarividente. Afirmaba tambiénhallarse ahora en paz consigomisma, y que la serenidad inundabasu espíritu. La afectada médium,con la respiración todavía fatigosay entrecortada, aseguró a los allíreunidos que el alma inmortal deDamon Butcher había abandonadoaquella casa para siempre...

A nuestro lado, el fotógrafo

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encendió, sobre un soporte plegableque sacó de su maleta, una lámparacon una luz roja de brillo mortecinoy procedió a examinar, exponiendoel cristal a dicha luz, la placa quehabía utilizado durante elexperimento; ante la atónita miradade todos los que nos hallábamoscerca de él comenzaron a perfilarselas desdibujadas siluetas de los quese encontraban sentados en círculoalrededor de la mesa deinvocación. Sobre la médium fueapareciendo, suspendida como una

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mortaja nebulosa, una formablancuzca que semejaba la forma deun hombre joven cuyos brumososbrazos, como jirones de niebla, seextendían por encima de la mujerhasta llegar casi a tocar lasuperficie de madera de la mesa.Recordaba aquella mancha, casitransparente, a los fuegos fatuosde las leyendas galesas de WilliamSikes, o a las luminarias eléctricasque producía el fuego de Sant Elmoen los mástiles de los veleros lasnoches de tormenta en la mar.

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Impresionados por aquella nuevatecnología desconocida paranosotros, abandonamos Haelen y yoaquella casa sin poder ahondar másen su conocimiento, pues lafisonomía de Thelma Butchercomenzaba a dar claros síntomas deagotamiento psicofísico, aconsecuencia de su avanzada edad ylas fuertes emociones soportadasaquel día.

Supe tiempo después que aquellapobre mujer y su humilde hogar

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eran ahora objeto de la visita degentes de todo Londres, puesquerían conocer su testimonio sobrelo que había sentido y vivido a raízde la muerte y reaparición de entrelos muertos de su hijo Damon. Laspalabras de Thelma sobre la felizresolución en el caso del espectrode su hijo aportaban una profundapaz espiritual a aquellos que lavisitaban buscando su consuelo ydeseaban ser aconsejados por ella,al haber perdido también a susseres queridos y sufrir el vacío

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dejado en sus vidas por la ausenciade éstos. Al mismo tiempo lacolmaban de regalos, en la medidade sus posibilidades y cada vez másvaliosos, pues aunque al principioeran únicamente personas de supaupérrimo entorno quienes seacercaban a verla, pronto acabóextendiéndose su popularidad aotros barrios de la ciudad, y nomucho después no era infrecuentever alguno de los lujosos carruajesque recorrían las calles deladinerado Belgravia esperando en

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las callejas que daban acceso a lahumilde morada de la señoraButcher. La fe en la supervivenciade nuestra alma inmortal y la denuestros seres queridos no conocedistinción de clases, de razas, ni dereligiones en el ser humano.

* * *

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VI

Me hallaba sumergido en elinquietante recuerdo de aquellosdías vividos en el pasado, ocultosen algún lugar ignoto de mi mentehasta esos instantes cuando, sinesperarlo, una mano vino a posarsesobre mi hombro derecho,produciéndome un fuertesobresalto. Era el discreto Horacequien, habiéndome llamado desdela puerta de mi habitación y nohabiendo obtenido respuesta, se

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había acercado en silencio hasta mí,cruzando la distancia que leseparaba de la pequeña balconadaque hacía las veces de escritorio-mirador donde yo me encontraba.Tan concentrado estaba en mispensamientos, que no había notadosu presencia hasta el contacto físicocon que vino a devolverme a larealidad. —Éloise se encuentraafectada por una fuerte jaqueca y nopodremos disfrutar de su gratapresencia tampoco esta noche,

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como ha tenido a bien decirme haceun momento, y ruega le disculpesesta nueva falta de decoro social —la cara de mi amigo denotabainquietud—; aunque me haprometido que mañana intentaráunirse a nosotros a la hora deldesayuno, pues está deseosa deverte de nuevo y no quiere hacerloen su aspecto actual, que yo noencuentro tan espantoso como ellaasegura, pero ya conoces suproverbial coquetería desde la mástierna infancia...

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No quise ahondar más enel misterio que se ocultaba bajo elsupuesto trato cordial y abierto deHorace con preguntas que acaso nohallarían una respuesta satisfactoriay, siendo como era un invitado,debía aceptar de buen talante lasnoticias que me fueran comunicadas—me agradaran o no— según eldeseo de los dueños de la casa. Loseguí escaleras abajo, camino de laplanta baja; pero no tomamos elcamino habitual del comedor. —He ordenado que nos

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sirvan la cena en el jardín exterior—dijo, mientras miraba miexpresión de estupor al avistar eltormentoso cielo amenazador que seiba cerniendo sobre nosotros desdeel horizonte—. Pero no temas porello, amigo —sonrió por primeravez aquel día, aunque oteé un gestode preocupación al hacerlo—.Estaremos protegidos de laintemperie —añadió con voz serena—, y continuó su caminoatravesando varias estancias que yono había visitado antes.

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Llegamos por fin a unapuerta lateral del piso inferior quedaba al patio, adonde Horace,apartándose, me dejó pasarprimero. Accedimos a una especiede invernadero-cenador de verano,con todas las superficiesacristaladas y cuyas finas juntasentre los paneles de vidrio estabanemplomadas en color blanco. Alfondo se distinguía una gran mesacircular de color marfil en unamplio espacio que tenía forma deábside, en el centro del cual una

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fuente escalonada de pétreoscuencos ovales dejaba caerdelgados hilos de agua por suslados, con un sonido cadencioso yagradable. Algunos nenúfaresenanos se deslizaban por la láminacristalina, impulsados por el goteocaprichoso del agua sobre lasuperficie. —Es la pasión de mihermana —dijo, mientras abarcabacon su mano aquel vivero de todotipo de plantas y flores exóticas—.En mis escasos viajes al exterior

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actuales suelo traerle aquellosejemplares de la flora queencuentro dignos de la colecciónque ella cuida con tanto esmero;aunque bien sabe Dios qué procurono alejarme mucho de estastierras... Horace, dándose cuentadel sutil desliz cometido, cambiópresto de conversación; más eldaño ya estaba hecho y estasúltimas palabras no hicieron sinoaumentar mi preocupación por suextraño contenido.

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—Quiero decir que no megusta alejarme de estas tierras a lasque estoy tan apegado desde lainfancia… ya lo sabes, Eugène —afirmó, mientras me miraba desoslayo con un aparente gesto decomplicidad que no pudo ocultar lafalsedad de sus palabrasindiscretas... La cena discurrió, a pesarde ello, en un tono distendido,recordando nuestros viejos tiemposde alumnos en el estricto colegioreligioso donde cometimos los

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primeros pecados veniales ysufrimos las penitenciascorrespondientes. Tambiénrevivimos con nostalgia losinocentes escarceos amorosos conlas jóvenes del pequeño pueblocercano al internado cuando,algunos fines de semana, el directornos otorgaba unas merecidas horasde asueto; aquellas alegresmuchachas nos profesaban unaverdadera e ingenua devoción,considerándonos ya caballeros deprovecho; aunque la mayoría de

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nosotros todavía distaba mucho deserlo, como el tiempo y algunassituaciones comprometidasacabaron demostrando… Sin avisar, un relámpagosurgido de la nada cruzó el cielogris del atardecer y nos impresionócon su potencia lumínica; segundosdespués le siguió un trueno que hizotemblar los muros del castillo comosi los hubiera golpeado un puñogigantesco. Aquello terminóabruptamente con la apacible cena,

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pues Horace se levantó y,excusándose con torpeza, abandonóa toda prisa el invernaderopretextando una visita paracomprobar el estado de Éloise.Esto último, unido a todos lospequeños detalles inconexosocurridos desde mi llegada, acabópor colmar el vaso de mi inquietud. «Es solo una excusa» —pensé, intentando mantener la calmay tratando de objetivar aquellasituación que no alcanzaba acomprender— pero, ¿qué era

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aquello que preocupaba con tantavehemencia a Horace? Tal vez, laslimitaciones que imponía a suintelecto la vida en el interior deaquella ciudadela amurallada —opresiva, por definición— yalejada de la realidad, le estabanjugando una mala pasada a susnervios, o al menos eso creí porequivocación entonces...

* * * Me quedé solo en la mesa, mirando,

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algo contrariado, hacía el granpilón oval que formaba el pisoinferior de la fuente cuando,deslizándose con sumo cuidadodesde un cercano macetero deterracota que contenía un bello ysingular ejemplar de dracaenafragans,[40] una culebra verdosase sumergió en el agua y nadósigilosa hacia una diminuta ranatropical que sesteaba, plácida,sobre uno de los nenúfares. Con unrápido ataque, el ofidio capturóentre sus mandíbulas al descuidado

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anfibio, al que engulló sin tardanzamientras se sumergía en busca deotra posible nueva víctima,mimetizándose en breves segundosbajo la superficie. Repugnado por lo queacababa de presenciar me retiréhacia el salón de fumar contiguo,donde me fue servido un excelentecoñac, acompañado de un buenpuro habano, por Antoine, elsolícito mayordomo de Horace. Lacombinación de ambos placeres conla interesante lectura de un libro

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que encontré abierto sobre unestante pronto consiguió hacermeolvidar la desagradable escena. Noocurrió así con la tempestuosaretirada de mi amigo; aquel hechome mostraba con cada vez mayorcerteza que algo siniestro,relacionado de forma inequívocacon Éloise, se cernía cual ave depresa sobre nosotros; máximeteniendo en cuenta que Horace noacertaba a encontrar el momento olas palabras adecuadas paraaclararme el motivo por el cual, en

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realidad, había sido yo invitado aresidir aquellos días en Mont-Noir.

Pero entonces meencontraba en una posiciónsumamente relativa y parcial parapoder afrontar con solvencia lasituación en la que me hallabainmerso, y no era capaz deenfrentarme a los hechos como unconjunto, un todo; algo, en fin, queme hubiera permitido discernir cualera la solución más eficaz para loque sucedería a continuación. Deesos instantes solo tengo el vago

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recuerdo de que, en los peoresmomentos que vivimos dentro deaquella vorágine, perdí lacapacidad de apreciar de qué coloreran las cosas que me rodeaban;parecía como si todo se hubieraconvertido en una escena grabadaen mis retinas con un borroso ymonótono matiz grisáceo, queatrapaba con sus sombras elcolorido de la vida para sepultarloen algún lugar oculto de mipercepción, allí donde yo no podíaacceder dado el notable grado de

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excitación que embargaba mis actospor aquellas fechas. Reflexionando conperspectiva, creo que aquello quesufrí pudo deberse a alguna funciónespecífica de nuestra mente que seinhibe ante hechos de profundagravedad; algo así como unarespuesta que produce nuestrocerebro para otorgarnos másclarividencia para obrar, apartandolo superfluo de nuestro raciocinioprincipal. Y no es esto que escribotan extraño a primera vista, si

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apreciamos de facto que algoparecido ocurre con los invidentes,pues de todos es sabido que la faltade uno de los sentidos principales—la visión— les otorga, por otrolado, una gran sensibilidad en eltacto y un oído exquisito, y les hacecapaces incluso de crear en sucabeza imágenes concisas deaquello que tocan, y la distancia ylocalización de las personas conquienes hablan. Pero el asunto es que todoello lo pensé a posteriori, y no fui

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capaz de vislumbrar entonces a quemortífera amenaza nos estábamosenfrentando en esos momentosprevios al horror...Me retiré en silencio a mishabitaciones, recorriendo ensentido inverso el camino que habíahecho con Horace hasta el cenadorabsidial del invernadero; mientras,la tormenta que había estadoamenazando toda la tarde,comenzaba a golpear con susprimeras gotas de lluvia los murosde Montenegro.

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Al llegar al largo pasilloque comunicaba las estancias de lospropietarios de la mansión, oí elapagado murmullo de una extrañaconversación, cuyas voces eranamortiguadas por las gruesasparedes de piedra circundantes, yque llegaba hasta mis oídos desdela cámara donde yo sospechaba sehallaba el dormitorio de Éloise. Una voz de hombre, la deHorace sin duda, amonestaba aquien hablaba con delicadeza, confrases que no pude distinguir,

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mientras las palabras de una mujer,de un tono más grave que el que yorecordaba en su hermana, asentían atodo con una especie de suspiroentrecortado al tiempo que negaba ylloraba en silencio, enmudecidocasi todo el sonido de su diálogopor las ráfagas de viento queazotaban las ventanas de lagalería... Con sumo cuidado para nodelatar mi presencia, abrí consuavidad la puerta de mi habitacióny me introduje en ella, cerrando la

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pesada hoja de roble hasta ajustarlade nuevo en su marco, aunque estavez no tuve el acierto de mi primeraacción y el pestillo golpeó en lacerradura con un estridente sonidometálico que resonó en el silencioexterior. Me pareció oír entoncesabrirse la puerta de Éloise, y unospasos decididos se alejaron por elpasillo hasta otro cuarto lejano quese cerró con violencia y todo quedóen calma de nuevo, mientras lanoche comenzaba a inundar con sussombras los rincones alejados de

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mi estancia. Recostado en el mullidolecho de mi alcoba, aproveché losúltimos momentos plácidos deaquel agitado día para leer unascuantas hojas del libro que habíallevado conmigo al castillo. Sinembargo, al poco tiempo decomenzar la banal lectura, cansado,apagué la lamparita de la mesilla yme dispuse a entregarme a un sueñoreparador. Desde las remotasprofundidades del bosqueretumbaban los truenos de la

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tormenta que, con parsimonia, seacercaba hacia nosotros. El sonidograve y monótono —como una balaesférica de cañón rodando por elsuelo— que sucedía a losblanquecinos fogonazos eléctricosque rasgaban la noche, me indujo auna profunda somnolencia.

VII

De repente, aunque después no pudecalcular con precisión el tiempo

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que pasó desde que caí dormido,todo se desató. Hasta mí llegó desde elpasillo el fuerte golpe de una puertaal cerrarse; ruido que provenía dealgún punto cercano en la galeríaque, rodeando nuestrashabitaciones, miraba al exterior dela fortaleza sobre el foso, frente albosque cercano. Unos débilespuños martilleaban con violencialos cristales de los ventanales.Alarmado, me puse el batín denoche y salí al exterior. Un poco

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más allá de la puerta de mihabitación se hallaba una figurafemenina, vestida tan solo con unliviano camisón de dormir, quearañaba el cristal con las uñas desus delicadas manos, al mismotiempo que lo golpeaba con losdedos como si tocara acordes en unpiano imaginario, mientras porfuera la lluvia martilleaba conintensidad la vidriera.

Aterrado por la visión, meacerqué a ella. —Éloise, querida, ¿qué te

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ocurre? —susurré con temor alcreerla noctámbula, mientrasintentaba calmarla dominando mipánico al hacerlo… —TranquilaÉloise, soy Eugène, estás a salvo... En el mismo instante quetocaba su brazo con mi mano, labella joven que yo conocía se giró yme mostró sus ojos… blancos,horribles, carentes de pupilas e iris,fueron iluminados durante unafracción de segundo por la luz de unrayo que cruzó aquel cielo infernal.Sobresaltada por mi presencia,

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intentó desasirse de mis manos, queno conseguían apartarla de laventana, y sus afiladas uñasrasgaron la piel de mi cara.Entonces, como surgido de la nada,apareció Horace quien, sujetándolelos brazos como si no fuera laprimera vez que lo hacía, comenzóa musitarle al oído suaves palabrasde consuelo, que parecieron obrarel milagro de apaciguar el estadode suma agitación de su hermana. Abrazándola con cariño, lacondujo de nuevo a su habitación,

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mientras ella sollozaba e intentabaregresar de nuevo a la cristaleracada pocos segundos, como si unafuerza irresistible la estuvieraatrayendo hacía un foco de atenciónque se hallaba fuera, en laoscuridad de la noche. Intrigado,me acerqué a la ventana quegolpeaba Éloise momentos antes, yme pareció entrever, iluminadodurante una fracción de segundo porlos blancos destellos de los rayosque atravesaban los árboles delbosque, un negro carruaje fúnebre,

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cuyo conductor, embozado en unpañuelo que le ocultaba casi todo elrostro, restalló su látigo, quepareció atronar cual relámpago alrasgar el aire. A su orden, losalazanes del tiro relincharon confiereza y se lanzaron a un galopefrenético que hizo desaparecer elvehículo por la embarrada carreterahacia lo impenetrable de la selva enbreves segundos; «camino delmismo infierno», pensé. Sin tener conscienciatodavía de lo que acababa de

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presenciar, de repente me encontrésolo en el pasillo. Regresé a mihabitación muy preocupado yencendí la llama de unareconfortante lámpara, pues todoaquello que había vivido lo habíasido en la penumbra de la galería,sujeto a la intermitente luz eléctricade la tormenta, que aparecía ydesaparecía súbitamente, tiñendode irrealidad toda la escena quemomentos antes se habíadesarrollado frente a mis ojos. Algo llamó mi atención en

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el mobiliario. Sobre la repisa, elSpiritometros parecía no estarcomo lo había dejado durante latarde. Acercándome, pudecomprobar que las agujas quemarcaban la actividad de los dosimpulsos eléctricos para los quehabía sido construido se habíandesplazado durante la noche,dejando sus marcas tintadas degrafito en el rodillo de papel. Sepodía contemplar cómo se habíangrabado las señales eléctricas delElectrómetro en la parte superior

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de la bobina; en la parte inferior seleían las marcadas líneas gráficasdel Espectrógrafo, denotando unfuerte componente activo de lo queel profesor Haelen denominaba«huella tangible de laparapsiquis», o «suceso defenomenología eléctrica noregistrable mediante unexperimento tipo preparadocon anterioridad en el mundoreal». Las señales extrañasgrabadas por el Espectrógrafo en

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el grafico mostraban sus momentosmás álgidos coincidiendo con losminutos en los que yo habíaintentado auxiliar a Éloise, enprimer lugar, y por segunda vezcuando se había producido ladesaparición del aterrador cochemortuorio en el interior del bosque.Con sumo cuidado, desenrollé elpapel con la grabación en tinta ycomprobé que el reloj horario quecompletaba la máquina habíadejado constancia de la hora en laque habían sucedido los hechos;

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cortándolo, guardé los gráficosrecogidos en el libro de registroque mantenía al día en cualquiercaso de funcionamiento delSpiritometros, anotando la fechade aquella jornada.

Agotado por el cúmulo deacontecimientos, me acomodé decualquier manera sobre el lecho,deslizándome en un profundo sueño.

* * * A la mañana siguiente me

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despertaron los tímidos rayos delsol al traspasar los visillos quecubrían los ventanales de mihabitación; parecía como si latormenta que había agitado nuestrasvidas la noche anterior hubieradejado paso a un día tranquilo,luminoso, sin rastros del horror queviví pocas horas antes alreencontrarme con ÉloiseMontenegro en la galería. Avisado por el ama dellaves poco después, bajé adesayunar con mi anfitrión, quien

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esperaba mi presencia en una mesade exterior colocada en el patio,donde la luz y el aire fresco deaquella mañana soleada tras lalluvia caída tonificaron mi cuerpo yespíritu, algo de lo que estaba tannecesitado en aquellos momentos. —Te debo, ahora más quenunca, una explicación que aclaretus dudas, Eugène —dijo Horace,grave y circunspecto—. Ante todo,deseo agradecer tu ayuda de lapasada noche. Creo que desaparecíde escena en modo descortés y sin

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hablar contigo, algo contrario a laeducación más elemental querecibimos en nuestra infancia; peroespero que comprendas que misituación era de total necesidad,dado el estado de profundaperturbación de Éloise. Veo lainquietud dibujada en tu rostro,provocada por su preocupanteestado de salud. No temas, mihermana se encuentra ahoradescansando con placidez en suhabitación, después de la extremaagitación a la que la viste sometida

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durante la pasada madrugada.Algunas noches de tormenta, si noson todas en los últimos días,Éloise es presa de unas fuerzasocultas que no he podido siquieraentender todavía; algo perverso,sospecho, que la impulsa a caminarnoctámbula por los vacíos pasillosy galerías del castillo, mientrasgolpea con sus manos desnudas loscristales que encuentra a su pasointentando buscar alguna forma desalir al exterior, atraída por unafuerza ignota que quiere poseerla y

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contra la que parece no poderluchar, como no pueden resistir lasmariposas la atracción fatal que lasconduce al fuego de las linternas enlas noches de estío, y mi temor esque mi adorada hermana acabeconsumida por algún tipo de locuradel que no pueda regresar jamás… Su gesto grave, afectadopor una honda emoción, apenas lepermitía ocultar sus lágrimas. Vi elrostro de su alma, indefensa yatormentada por una profundapreocupación para la que no

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encontraba solución ni consuelo. —Anoche pude ser testigode un hecho sorprendente, extraño,una aparición del mismo averno…—observé, mientras el semblantede Horace se volvía cerúleo—. Mepareció ver, en la carretera que saledel bosque, un carruaje fúnebrecuyo conductor, después depermanecer unos segundos paradofrente al castillo, espoleó a loscaballos que tiraban de aquél ydesapareció en la umbría de laforesta.

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Mi amigo pareciódescargarse de un pesado lastre aloír mis palabras sobre la siniestravisión nocturna a la que habíaasistido de forma involuntaria. —¡Ah, mi buen amigoEugène!, he ahí donde comenzaronmis problemas y los de Éloise... —su voz, entrecortada y débil,impresionaba si se la comparabacon la del sonriente y seguro de símismo Horace que me habíarecibido la mañana anterior, cuandoparecía tan confortado por mi

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presencia—. Tengo una amarga yviolenta historia que contarte —continuó—; algo situado en elcomienzo de todo lo que, oscuro ymaligno, nos ha estado acechandodesde que ocurrieron los hechos delos que ahora quiero hacertepartícipe; pero debes decirme, conel corazón en la mano, si estásinteresado en su relato y me das tusincera aprobación para ello pues,quien entra en el círculo de suconocimiento queda atrapado enuna red de la que es difícil salir…

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Asentí cerrando los ojoscon firmeza. No había palabras queexpresaran mejor que aquel gestomi firme compromiso con loshabitantes de Montenegro. Horace tomó entonces unsorbo de una copa que contenía unlíquido aromático, transparentecomo el anís, con el fin dereconfortarse y dotarse de lasfuerzas necesarias para seguirhablándome. Me ofreció la botellade cristal de Bohemia que conteníala bebida, algo que rechacé con un

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gesto de agradecimiento, pues nodeseaba caer en la languidez queproduce el alcohol en nuestra, ya depor sí, mediocre percepción de larealidad circundante. Aunque yosólo debía ocupar el papel de merooyente de sus palabras, necesitabapara ello tener aguzados missentidos por completo, pues ya mehacía una composición de lugar delo que estaba pasando entreaquellas piedras centenarias —atenor de las pruebas que seacumulaban sin descanso en mi

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cuaderno de notas—; pero mefaltaba completar el dramatispersonae de la historia. Me acomodé en una sillametálica de filigrana y aflojé el lazode mi corbatín, preparándome paraescuchar con la mayor atención elrelato de labios de mi amigo. Ydesde ese mismo instante en el queHorace comenzó, me parecieroncada vez más lejanos los inocentestiempos de nuestra juventud, segúnse iba desgranando la extrañahistoria en la que se habían visto

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inmersos, atrapados por el infamedestino y sin poder evitarlo, loshonestos moradores de aquellafortaleza anclada en el tiempo…

VIII Como ya conoces por nuestra lejana

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amistad —prologó con solemnidadsu narración, mientras nos servíansendas tazas de un reconfortante téde Ceilán—, esta fortaleza esnuestra casa familiar desde hacemuchas generaciones, tantas, queparten de la Alta Edad Media.Nada, en ningún momento y porextraño que parezca, ha salpicadocon sangre estos muros, a no seralgún hecho de armas aislado,inevitable por otro lado en ciertosmomentos de la historia convulsade este país, y ni tan siquiera la

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siniestra hoja de la guillotinarevolucionaria afectó a ningúnhabitante de estas paredes, lejanoscomo siempre nos hemos mantenidolos Montenegro a los centros delpoder noble y burgués que seenquistaban en la capital y en lacorte de los reyes capetos. Nadiesalió prácticamente de estos murosen los siglos pasados, dedicadoscon ahínco, desde mis pretéritosantepasados hasta llegar a mispadres, al cuidado del castillo y suvasta hacienda circundante.

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Todo ello continuó igualhasta que yo crecí, y con ello misansias de viajar a cualquier precio,fuera de este solitario lugar. Yahora temo haber traído ladesgracia a esta casa con miconducta egoísta, basada en la merasatisfacción de mis inclinacioneshedonistas. Aunque también creo,por otro lado, en la no existencia deuna relación directa entre mis actosy lo ocurrido en esta casa, tengo lacertera intuición de que si hubieracontinuado con la tradición familiar

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de acrecentar esta heredad y nosalir del interior de estas murallas,no habría dejado la puerta abiertapara que se introdujera en nuestrasvidas el grave infortunio que ahoranos aflige.

Sabes, desde la época enque nos conocemos —prosiguió,apoyando su brazo sobre el míocercano— que yo, al separarsenuestros caminos tras la estancia enel internado, realicé mis variadosestudios posteriores en diversoscolegios europeos de gran

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renombre que, en breve tiempo, seme antojaron anodinos einsatisfactorios para los deseos deconocimiento que aguijoneaban sinpiedad mi intelecto, dedicándometan pronto como pude a conocerotras culturas en los confines delmundo, ayudado por la fortunafamiliar. Éloise, mientras,permanecía junto a mis padres aquíen Mont-Noir, recibiendo laeducación que una señorita de suposición necesitaba para poderdesarrollar la vida social habitual

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al estilo de esta época —matrimonio e hijos—, aunque tú yasabes que, por su carácter, ellasiempre estuvo dotada de unespíritu inquieto en esencia yliberal en sus formas; siendoademás una ávida y apasionadalectora desde que pudo ser capaz decomprender los textos. Me viene ala mente una niña a la que, aescondidas, observábamos todoscon regocijo mientras consultaba,hora tras hora, los heterogéneoslibros de nuestra biblioteca

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heredada; quizá nuestro mayortesoro en la tierra, siempreacrecentada y puesta al día connuevos volúmenes por cadasiguiente generación de la familia,como una especie de legadointelectual del que había que dotar,sin excepción alguna de género, atodos los descendientes de laestirpe Montenegro.

Pues bien, esa cultura,actualizada y si cabe decir,modernizada a los usos tancambiantes de este siglo diecinueve

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que vivimos hoy, era cada vez másperceptible en la joven Éloise. Sinembargo, aquello que parecía tanpositivo para la soñadaemancipación personal que buscabacon tanto ahínco, desembocó alfinal en una profunda soledad en lamujer adulta que la sustituyó, puesningún pretendiente de la comarcaque le fuera presentado, ya fueranoble o burgués, cumplía con lasaltas expectativas que había creadoen su imaginación mi hermana paraaquél que pudiera elegir como

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compañero con quien compartir suvida. Y no es que ella hubieraidealizado la figura de un hombreinexistente fuera de su cabeza, sinoque su talla de intelecto parecíasuperar con creces a todos aquellosvarones que conocía, solointeresados en los más bajosaspectos del amor galante, laseternas jornadas de cacerías o losjuegos al aire libre donde competircon otros contendientes parademostrar quién era más viril,

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hecho que llenaba, empero, lasaspiraciones de las demás jóvenesdamas de la región, educadas deuna manera convencional en labúsqueda de un esposo consorte yla formación de una familiacristiana usual. Parecía como siÉloise, aislada en su burbuja, fueraimpermeable a la sociedad y elmundo que la rodeaban, ypermanecería soltera por decisiónpropia, para amargura de nuestroscada vez más ancianos padres;aunque feliz de poder decidir por sí

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misma sobre su futuro.Pero nada es para siempre

y menos si es el decidir sobre quenos deparará la vida o nuestrasingenuas expectativas de hallar lafelicidad; recordando las sabiaspalabras que escuché a undescreído santón hindú cuyasdoctas enseñanzas pude seguir enuna aldea remota de su lejano país:«Tal vez nuestro destino estéescrito con sangre en las páginas deun libro prohibido, oculto en algúnfurtivo lugar del Cielo o del

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Infierno, por dioses sin alma que nobuscan en realidad nuestraseguridad sino acaso nuestraperdición, ocupados en un retorcidoy secreto juego con el queentretienen su vacía eternidad,tirando de los delgados hilos conque mueven nuestras pobresexistencias mortales…» El semblante de Horace seensombreció a partir de esemomento, y comprendí quecomenzaba la zona oscura de surelato. Me concentré en sus

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palabras, pues sospechaba quehabría de recordar con exactitud loque me dijera a continuación deaquellos instantes; sin duda seríatodo ello de gran utilidad en unfuturo próximo, muy próximo…

—Conoces, como te hecomentado alguna vez antes deahora —prosiguió—, de laexistencia de unos familiaresnuestros en la costa sur deInglaterra. El verano pasado, la hijamayor de aquella lejana parentela

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iba a desposarse tras un largonoviazgo, y mi familia fue invitadaa la boda. Éloise, indispuesta poruna leve enfermedad en aquellasfechas no pudo asistir al enlace ypermaneció aquí, en Mont-Noir,reponiéndose de ella. Mis padresviajaron hasta la costa del Canal, yen Calais embarcaron en el vaporque hacía la ruta entre ese puerto yel de Portsmouth, en el sur de GranBretaña. El Île de Wight, pues asíse llamaba el barco, era un cómodopaquebote de pasajeros cuya

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maquinaria principal era de vapor,aunque aparejaba también mástilesy velas como propulsiónsecundaria. Horace inspiróprolongadamente, como si cada vezle costara más relatar lo sucedido.

—La travesía no habíacomenzado con buen pie aquelnefasto día —continuó relatando,con la indignación dibujada en surostro—, pues como después sesupo, las calderas de carbón quealimentaban las máquinas de vapor

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tenían problemas de fugas, y sedemoró la partida. Cuando la navesurcó las aguas por fin, llevaba unconsiderable retraso y el tiempo,que se había mantenido establedurante las horas de luz, empeoró alcaer la noche, a mitad del trayectomarítimo. El barco tuvo queafrontar un oleaje creciente y, demadrugada, se consumaron lospeores presentimientos de latripulación. El pequeño navíoperdió la propulsión principal alinundarse la sala de máquinas por

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un golpe de mar, y quedó a mercedde las olas con el velamen comoúnica posibilidad de supervivencia.Pero la violencia de la tempestadque rodeaba al Île de Wight hacíadel todo imposible largar lasgrandes velas de emergencia paraescapar de aquel infierno y, a esode las cuatro de la madrugada, elcasco embarrancó en unos escolloscercanos a la costa, adonde habíasido arrastrado por la fuerza de lagran marejada, quedando a mercedde los golpes de aquel mar oscuro y

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frío, a pesar de la época del año enla que se encontraban. El pasaje seamontonó en cubierta, buscandoalgún sitio vacío en los escasosbotes que se alineaban en lasamuras de la nave, insuficientes atodas luces para el elevado númerode ocupantes del barco. Mis padrestuvieron suerte y pudieron subir auno de ellos, aunque elingobernable arriado del mismo altocar la superficie casi hizozozobrar la endeble embarcación,al tiempo que era alcanzada y

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superada por una violenta masa deagua.

Al recuperar la verticalidadtras el violento embate del agua, mipadre —según el testimonio dealgunos supervivientes que viajabanjunto a ellos— comenzó a llamar ami madre con desesperación, alintuir que la ola habría podidoarrojarla al mar por encima de laregala de la chalupa, pues no podíahallarla a bordo. La cara de mi amigomostraba los signos del dolor que

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le invadía al recordar aquello,mientras hacía ímprobos esfuerzosporque yo no lo notara.

—Pudo por fin —prosiguió— oír su tenue voz pidiendo auxiliodesde la penumbra, a poca distanciade él, rodeada por algunos otrospasajeros que habían sidoarrastrados al mar junto a ella. Encontra de la opinión del marinero acargo del bote y del resto desupervivientes —quienes le rogaronno cometiera la locura de saltar alagua— mi padre se quitó la

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chaqueta que vestía y se descolgópor la amura de la embarcación,nadando hasta su mujer, y se perdióen la oscuridad de la noche alllegar junto a ella —según dijeronlos aterrados pasajeros quesobrevivieron—, no volviéndoselesa ver más aquella horrible noche. Ala mañana siguiente, sus cuerpos,aún abrazados como si intentaranprotegerse mutuamente en un últimoesfuerzo frente al mar que lesahogaba, aparecieron sobre la arenade una pequeña ensenada entre los

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altos acantilados de la costainglesa, junto a otros cadáveres dela tragedia… Horace pareció descansaruna vez hubo terminado esta partede su relato, como si fuera algo quetenía oculto en un rincón de lamemoria y no quisiera volver arevivirlo nunca más. Levantándoseentonces, inspiró el fresco y densoaire que nos rodeaba y me invitó aseguirlo. Caminamos hacia la luzexterior, desde la sombra queproyectaba la pérgola de lona, cual

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peregrinos que ansiaran dejar atráslas penalidades del caminoiniciático que desearían no habercomenzado nunca.

* * * La luz matinal que inundaba elextenso patio interior de la fortalezapronto nos infundió de un hálito deoptimismo, y Horace prosiguió consu relato mientras caminábamos porla plantación exterior que bordeabael invernadero donde habíamos

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cenado la noche anterior. Seapoyaba en un bastón para andaresa mañana, aspecto en el que nome había fijado hasta entonces;quizá proveniente de alguna viejalesión que yo desconocía...

—Mi hermana y yo fuimosavisados con prontitud del luctuososuceso —continuó Horace—, y yoregresé sin demora desde Berlín,ciudad donde me hallaba residiendoen aquellos momentos, inmerso enel estudio de la vanguardia artísticae intelectual que se desarrollaba en

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la ciudad.Los cadáveres de mis

padres habían llegado ya a la cercana localidad de Loire,trasladados en ataúdes individualesprecintados —al igual que sucediócon el resto de fallecidos que seencontraban en una elevadasituación social o económica, puesla tripulación y los pasajeroscomunes fueron enterrados en unafosa común en un pequeñocementerio de la abrupta costabritánica—, y fueron enviados a la

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funeraria de la localidad, dondeMonsieur Duchamp, el encargadode pompas fúnebres, se hizo cargode los cuerpos hasta mi llegada. Y he aquí —mi amigodetuvo su marcha— donde estaserie de funestas circunstanciasacabó desencadenando el graveproblema al que ahora me enfrento,o mejor dicho nos enfrentamosÉloise y yo, y por afinidad tútambién, amigo Eugène, ahora quete encuentras entre nosotros. En ese momento sonaron

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pisadas de mujer sobre la gravasuelta del patio a nuestras espaldasy me giré, con la esperanza deencontrarme con Éloise, ya repuestade su agitada noche anterior. Más,para mi decepción, se trataba de laomnipresente Marie, que nos traíanoticias de la convaleciente. —La señorita siguedurmiendo todavía y no he queridodespertarla, señor. ¿Desearán tomarel almuerzo en el comedor o puedosugerirles sea servido hoy en laatalaya del torreón, por la

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agradable brisa que lo recorre eneste día soleado? Horace asintió sin repararen ello, mientras vagaba por otrolugar muy alejado de nosotros,absorta su mirada y perdido en suspensamientos. —Me parece perfecta laidea Marie, ordene a Antoine quenos sirvan la comida en la terrazade la torre —espetó mi amigo alcabo, volviendo en sí tan solo porunos segundos, mientras yocontemplaba la notable fachada de

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la construcción central de lafortaleza, cuya altura podía estarcercana a los sesenta pies de altura.

* * *

IX

La «Torre del Homenaje» o torreón

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principal de los castillos, era laresidencia habitual del señor feudaldurante el periodo medieval y ellugar donde eran recibidas lavisitas ilustres o regias —de ahí elnombre con el que se lasdenominaba—, pues allí el anfitriónagasajaba u homenajeaba a losinvitados. Por norma habitual erauna elevada e imponenteconstrucción cuadrangular con laparte superior de suelo plano yalmenas que bordeaban todos losflancos, constituyendo un

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formidable e inexpugnableparapeto, donde todavía podía unoimaginarse a los ballesterosprotegidos por cotas de mallamientras disparaban sus saetas yvirotes capaces de atravesar lascorazas enemigas, o resguardadostras los merlones del muro mientrascargaban sus recias ballestasgirando con celeridad la manivelapara tensar las cuerdas de su arma.Esa magna torre constituía a su vezel último reducto o bastión delcastillo en caso de invasión. En

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Mont-Noir, al no haber recibido lavisita de los reyes ni miembros dela alta nobleza desde los años de laRevolución, hacía ya de ello más demedio siglo —por causas de fuerzamayor: el uso indiscriminado de laguillotina, era obvio—, se procedióa modificar esta construcción,convirtiéndola en un alto miradordesprovisto de sus funcionesbélicas; una hermosa atalaya desdedonde, sin fatiga ocular, se podíanvislumbrar en la lejanía gran partede las tierras que componían el

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feudo.S ub i mo s con fatiga la

angosta escalera circular queconducía a la elevada azotea de latorre, pues estos reducidos accesosestaban planteados así a propósito,de modo que fueran defendibles sinmucho esfuerzo, con la espadaempuñada en la mano diestra, porlos combatientes que se hallaban enla zona superior; su estrechez entremuros era tal que apenas dejabanpasar el cuerpo de una personavestida con ropaje normal.

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Siempre me hasorprendido, cuando he visitadoestas fortificaciones abandonadasen cualquier lugar en que me fuerapermitido el hacerlo por elalguacilillo de turno, como seríaposible que aquel fornido grupo decaballeros y peones, vestidos conintrincadas armaduras, cotas demalla y anchas hombrerasmetálicas, pudieran deslizarse portan estrechos vericuetos sin atorarseentre las rugosas paredes de piedra;tal vez fueran de menor complexión

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que lo somos ahora, hecho que porotro lado pudiera no serdescabellado en modo alguno, atenor del escaso tamaño de lasestatuas yacentes de guerreros yobispos que pueden ser observadasen los túmulos funerarios declaustros y capillas catedralicias,cuyas estaturas son inferiores enmucho a las nuestras, pues hoy endía raro es el hombre del país queno sobrepasa los cinco pies ymedio de altura... Las palabras de Horace me

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sacaron de golpe de misdisquisiciones internas sobreangostas escaleras de castillos y losguerreros que allí combatieron…

—Y cómo te decía antes —continuó una vez recuperamos elresuello perdido por la empinadasubida—, inevitablemente yo tardéunos días en regresar desde lacapital germana. Éloise, muyapenada por la tragedia, quiso versin tardanza a nuestros padres —maldigo aquella hora funesta porlas consecuencias que trajo

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aparejada— y ordenó a Lucien,nuestro cochero, que la condujese ala morgue donde Duchampguardaba los cuerpos.

De repente, como unrelámpago que surgiera de lasprofundidades de mi cerebro,recordé los velados ojos de Éloisey musité entre dientes: —Sus pupilas blancas, sinvida, anoche... Como si pudiera leer en mimente el horror de lo vivido,Horace intentó calmarme...

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—No temas Eugène, mihermana no está ciega; eso quepudiste ver anoche solo le sucedecuando se halla en periodos deextrema agitación, sobre todo en losdías de tormenta, como ya te hemencionado pero… espera, déjameacabar el relato de lo ocurrido ypodrás entender el alcance de estasingular historia que te estoynarrando... Lucien, al principio yhaciendo gala de poseer buencriterio, se negó a cumplir con losdeseos de Éloise, aduciendo

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cualquier tipo de excusa. Obligadoal fin por la insistencia de mihermana, la condujo en la calesahasta el establecimiento funerarioDuchamp, ubicado a un par deleguas de distancia de aquí, al finalde la carretera que, bordeando elcastillo, se interna en lo denso delbosque. Desde aquel lugar, la víagira de nuevo hacia el pueblo y, amitad de camino, se encuentra elcementerio de las Âmes Saintes,sitio de enterramiento de las gentesde la comarca. La funeraria

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Duchamp se encuentra situadadentro de un tétrico paraje, donde—rodeado en su exterior por unvergel de plantas y frondososárboles que bordean el muro entodo su perímetro sin entrar en él—se levanta el edificio principalsobre lo que parecen unos cuantosacres de tierra baldía y yerma,como si la naturaleza supiera queaquella es la casa del dolor y lasexequias mortuorias. Horace tomó aliento yprosiguió.

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—Allí se dirigió mihermana aquella aciaga tarde en queyo todavía no había llegado desdeGermania. Duchamp, el propietariode la morgue...

—Lo encontré porcasualidad el día en que llegué denuevo al pueblo —interrumpí a miamigo—; estaba bebiendo en laposada, solitario, en una mesa alfondo del local. Sigue siendo unsiniestro personaje, y me miró conun gesto desafiante, que no supeinterpretar…

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—En breve lo entenderás,Eugène. Como te decía hace unmomento —continuó—, nuestrolúgubre enterrador no se hallaba enaquella jornada en suestablecimiento, estando ocupadode sus fúnebres quehaceres en unapoblación distante de aquí. Éloisetuvo la desgracia, sin embargo —según creo yo; aunque para ellasupuso un vuelco en su monótonavida—, de tropezar allí con HugoDuchamp, el hijo pródigo del dueñode la funeraria, quien había

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regresado al hogar paterno despuésde algunos años de vida azarosapor las tierras del norte del país.Supongo que le recordarás decuando éramos jóvenes, Eugène, ytambién la mala fama que siemprele precedía. Asentí. En más de unaocasión nos importunó cuando ladesgracia nos hizo chocarnos debruces con él por el pueblo obañándonos en el río... Una brisa heladaproveniente de los matacanes del

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muro vino a cruzar entonces laterraza donde nos hallábamos, apesar del bello día que nosenvolvía, como si el viento quisieratambién participar de las palabrasque Horace pronunció acontinuación...

—Hugo Duchamp, hijodíscolo, huérfano de madre quelimara su agresivo carácter ypendenciero rival de todos desde sumás tierna infancia, pronto encontrólos límites de la comarcademasiado reducidos para la vida

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que él ansiaba tener. Después dediscutir violentamente con suprogenitor al poco de cumplir losdieciséis años, cogió en un saco susexiguas pertenencias —era de todosconocida la extrema avaricia de supadre— y se dirigió hacia lacapital, donde malvivió unos mesesen compañía de truhanes ymeretrices, hasta que en el puertode El Havre se enroló en un barcomercante que hacía el trayecto deida y vuelta a las Antillas, serviciodonde permaneció unos años.

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Aunque todo el mundo con un pocode sentido común reunía unapequeña fortuna con el tráficocomercial de aquella ruta, su maltemperamento y poca cabeza paralos negocios y el juego, sobre todoen Martinica y Guadalupe —comoluego supimos aquí—, le hizoregresar tan pobre como habíapartido una década antes. Además,para su desgracia y aunque parezcaun contrasentido, Hugo era unhombre bien parecido, con la tezcurtida por los años al sol y la dura

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lucha contra el mar; tan solo existíaun pero a su atractivo, sin embargo,pues una agria reyerta con variosmarineros de a bordo le habíadejado como sempiterno recuerdode la pelea una profunda cicatriz enla sien derecha, aunque ésta nollegaba a afear su rostro. Alto y defuerte complexión, se parecía a supadre como lo hacen dos gotas deagua entre sí; aunque éste último,Jacques, se diferenciaba de aquélen su torva mirada, que nunca supeatribuir con exactitud bien al hecho

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de que fuera un defecto en sumorfología o a la simple expresiónde su carácter, amargo y esquivo.

Horace se detuvo unosmomentos, como si estuvieracomparando el aspecto de los doshombres, entornando sus párpadossin llegar a cerrarlos.

—Fue más una desgraciapara Hugo su apostura que un bien—como te he manifestado haceunos momentos—, pues siempre sehallaba rodeado de mujeres y ronen cualquier taberna portuaria de

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los innumerables países en los querecaló su nave: hembras fáciles,bebida copiosa y dinero enabundancia formaban el triángulomaldito para aquellos navegantesque no sabían contenerse, y nuestrohombre era uno de ellos. Más deuna vez estuvo el barco a punto dezarpar sin él, aunque siempre se lasapañaba para no quedarse en tierra,abandonando a la amante ocasionalde aquella noche con la siemprevana promesa de regresar sintardanza al refugio de sus ardientes

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brazos. Tenía ese je ne se quoisque lo hacía irresistible a los ojosde ellas; era una especie de granujasimpático e inofensivo a la vista detodos; aunque poseía una venaoculta violenta y despiadada, que aduras penas controlaba. En más deuna ocasión —por cualquiernimiedad verbal— había tenidoproblemas con algún tripulante deotro navío y lo había resuelto anavajazos, arma en la que eradiestro ya desde su juventud ennuestra comarca. El hecho evidente

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es que él siempre salía victorioso,aunque no me preguntes cómo, puesa menudo he creído que este asuntotenía una raíz demoníaca… Horace, con palabrasdistanciadas entre sí por silencioscasi imperceptibles, aseveró congravedad:

—Éste que oyes es elretrato vital del hombre con el quese encontró aquella tarde mihermana. Y quedó deslumbrada porél, para mi absoluta perplejidad.Ella, que era sobre cualquier otra

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consideración, una personacultivada y algo distante —comobien sabes—, se vio envuelta en lasredes de la atracción que aquelrufián llevaba desplegadasinconscientemente. Representabapara Éloise todo aquello que leestaba prohibido por su posición ypor las restricciones que se habíaimpuesto ella a sí misma en suactitud con respecto a los hombres;más todo el muro protector quehabía desplegado a su alrededorcayó cual frágil castillo de arena

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frente al embate de las olas deldeseo contenido y la insatisfacciónque anidaban en su vida. Hugo, queconocía bien el alma femenina,supo reconocer desde el primermomento las debilidades de mihermana y, al principio, adquirióese aire distante que sabía lo hacíairresistible incluso para las másbellas mujeres, colmadashabitualmente por los halagos detodos los hombres que lasrodeaban. Sabía bien que, si en unprimer momento, no caía rendido a

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los pies de la mujer pretendida,sería ella la que desearía con fervorsiquiera una mirada, un gesto, unapalabra suya; bastaría una meraatención de Hugo en el momentoadecuado para encender la llama dela pasión más incontrolable. A todoello además, había que unirle lasituación extrema en la que sehallaba Éloise en esos momentos,pues era perentorio ya elreconocimiento de los cuerpos denuestros difuntos padres y, nohallándome yo allí todavía, buscó

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refugio y consuelo en el joven y«muy dispuesto» Duchamp, queprocedió a brindárselo cual águilaque acogiera a una inocente palomaentre sus alas, sin mostrar todavíasus terribles espolones... El servicio del castillocomenzó entonces a servir elalmuerzo, y durante largos minutospermanecimos en silencio en supresencia; comprendí que lorelatado por Horace pertenecía a lamás oculta esfera de su intimidad yno deseaba hacerlo público con su

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propia voz frente a los demás;aunque yo sabía que todo el mundoa nuestro alrededor tenía exactoconocimiento de la pena queatenazaba a Mont-Noir, y quepermanecían callados por respeto ydecoro; tal vez era porque, en elfondo, compadecían a mis amigos,huérfanos ahora. Siempre somos yseremos los niños que éramos parala gente mayor que nos rodea, es leyde vida, y los dos hermanos lo eranpara el ama de llaves y elmayordomo, que llevaban casi toda

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su existencia al cuidado de aquellacasa.

Una vez fueron puestos losservicios y la comida sobre lamesa, los criados se retiraron yHorace retomó el hilo de lahistoria.

—Llegué al castillo tansolo dos días después de que Éloisey Hugo coincidieran por primeravez; sin embargo, el hechizo yaestaba conjurado y había surtido supernicioso efecto. Después deabrazar a mi hermana y llorar

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ambos en silencio sin pronunciarpalabra alguna, noté algo extraño ensu comportamiento, como si ellaestuviera ya en la fase deaceptación de la desgraciaocurrida, mientras yo me hallabasumido todavía en la más profundade las desolaciones. Intentésonsacarle algo de los días pasadoscon preguntas que ahora ya nirecuerdo; más ella se mantuvosilente, mostrando una ficticianormalidad que me intrigó entonces—en verdad te lo digo—, pero no

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di mayor importancia a aqueldetalle, pues si me resultabaimposible siquiera el comer o eldormir en aquellos luctuososmomentos, no menos absurdo era elreparar en conductas ajenas; nodejaba de maldecir la tragediaaleatoria que nos había arrebatadode golpe a nuestros padres. Trasuna larga noche de duelo yamargura, con las primeras lucesdel día nos preparamos paracumplir con el doloroso ritual delas exequias y nos dirigimos a la

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funeraria para encontrarnos con losDuchamp. Al no hallar a nadie quenos recibiera en la recepción,Lucien, quien ya conocía el lugar dela visita anterior, se aventuró aconducirnos a la fría sala dondeejercían su repulsivo peronecesario oficio aquellos hombres,acicalando a los difuntos para queestuvieran presentables para susdeudos durante el funeral, noimportaba que hubieran fallecido demuerte natural o se hubieran«saltado la tapa de los sesos» —

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como se dice entre el vulgo ahora—en un suicidio por amor o en algunode los duelos a muerte que, aunqueprohibidos con celo por lasautoridades civiles en la actualidad,aún se seguían produciendo pormotivos de honor o puerilesdisputas sin sentido… Unas nubes negrasocultaron durante unos segundos elsol que nos calentaba y me parecióque todo se volvía gris a nuestroalrededor. Horace continuó surelato, mientras miraba con

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prevención hacia el cielo sobrenuestras cabezas...

—Hugo Duchamp dejó loque estaba haciendo y se adelantó aestrecharme la mano… al apretarlame pareció tocar pura escarcha;observé que, en efecto, trabajabansobre un lecho de hielo picado,maquillando el cadáver de unamujer anciana, cuyo consumidocuerpo estaba cubierto por unasábana, dejando sólo el rostro aldescubierto. A su lado, sobre unamesa camilla, se hallaban todos los

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ropajes que vestiría en su descansoeterno, y aquella visión me produjo—amigo Eugène, te lo confiesodesde el corazón— una inmensasensación de vacío y de cuán frágiles la envoltura humana que nosacompaña en nuestra vida terrenal.Entonces, ante mis ojos atónitos,Hugo apoyó su mano con gestoleve, aunque no exento de una ciertafamiliaridad, sobre la mangabordada del vestido de mi hermana,y en ese momento lo inferí todo conclaridad. Entre ellos parecía existir

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ya una cierta confianza, en un gradoque yo no acertaba a comprender,con toda probabilidad de los díasanteriores en los que yo me hallabaviajando de vuelta a Mont-Noir. AÉloise le traicionaban sus ojosporque no mostraban sino unpatente interés por su interlocutor,en tanto deberían verse inundadospor las lágrimas de aquel dolorosomomento. Duchamp padre,abandonando a su vez larestauración facial de la anciana,nos condujo hacia el salón

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principal, donde se hallaban losféretros de nuestros padres. Eraaquella una espaciosa estancia conbancos acolchados y lujoso ornato,aunque recargada en exceso dedetalles fúnebres. El resto deldecorado lo componían dos hilerasde espigados velones de colorámbar, ahora apagados, que elfunerario se apresuró a encender;con orgullo profesional, nos mostróel resultado final una vez iluminadoel salón en su heteróclito esplendor.A continuación y con cierta

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tosquedad, propia de alguien queestá acostumbrado a hacerlo condemasiada frecuencia, abrió losataúdes de nuestros progenitores, ymi hermana, que se hallaba situadaentre Hugo y yo, sufrió un pequeñodesvanecimiento al enfrentarse aaquella escena tan sobrecogedora yemotiva. El joven Duchamp, atentoy con gesto rápido, la sostuvoevitando que cayera incluso antesde que yo mismo pudierareaccionar, y ella se apoyó en elfuerte brazo que él le ofrecía;

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actitud que corroboró miconvicción de que ambos seconocían con anterioridad. Horace se detuvo unossegundos, como queriendo encajarcon precisión los acontecimientossegún me los estaba relatando.

Mientras tanto, la comida,aunque me parecía de unaelaboración excelente, me estabaresul tando casi imposible dedegustar —en particular medesagradaban las conversacionessobre temas fúnebres en la mesa—

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por mucho que lo deseara, según seiba desgranado la historia de losMontenegro...

—No me cupo la menorduda entonces —continuó—, y anuestra vuelta al castillo ella acabóconfesándome que en los díasanteriores él la había visitado alatardecer. Utilizando una de lasvarias poternas o salidas para casosde emergencia que se encuentran envarios lugares ocultos en los murosde la fortaleza, Éloise salió alexterior sin ser vista, y pudo pasear

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con Hugo por los alrededores dellago, entre los árboles del cercanobosque para no ser descubiertos.Me prometió llorando que no habíaocurrido ningún hecho deshonrosoque yo pudiera lamentar, aexcepción de un casto beso dedespedida en el ocaso del segundodía, y me confesó que él habíaconseguido despertar en ellasentimientos largamente reprimidosque no podía dominar. «La vida unavez me separó de una persona muyquerida para mí, y ahora deseo

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liberar a mi corazón y dejarlosentir… » —me dijo.

Yo le argumenté que sehallaba sometida a una fuertetensión emocional por la muerte denuestros padres, y que aquello noera sino la demostración palpablede mis palabras. Conozco, por misestudios de filosofía clásica, que laexistencia de la lucha entre el erosy el zanatos ha sido discutida yaceptada, con ciertas objeciones,desde los tiempos de los grandesmaestros griegos del pensamiento.

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No es infrecuente constatar, segúnhe leído en tratados de algunosexpertos en demografía —esanueva ciencia sobre el estudio delcrecimiento en la población de losdistintos países europeos— unaumento de la «libido» colectiva entiempos de grandes desastres comoguerras o epidemias, en un impulsono consciente del ser humano porrestablecer el equilibrio entre lasmuertes y los nacimientos, impelidoa ello por nuestro ancestral instintode supervivencia. A mi entender,

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querido amigo, mi hermana sufríauna modalidad de esta mismainclinación a pequeña escala, peroincontrolable de igual modo. Esto,unido a la desesperación porhallarse sola en aquel instante deinsoportable dolor, empujó a Éloiseentre los brazos de Hugo Duchamp. Comprendí la profundidadde lo reflexionado por Horacesobre lo ocurrido durante aquellosdías de luto, y las veladasconnotaciones que se habíandesencadenado a raíz de la tragedia

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familiar. Pero no intuía la amargadirección que tomarían los hechosde aquella historia… —¡Cuán prístinos los díasazules y cálidos de nuestra añoradajuventud ya perdida, Eugène, —suspiró mi anfitrión— y ahora sonbarridos sin remisión por el heladoviento del norte, que invade sincontención posible nuestraexistencia en estos amargostiempos, colmados tan solo denostalgia! Desearía tanto haberpodido disfrutar aquellas plácidas

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jornadas con el mismo anhelo quetengo ahora de su recuerdo... —¡Monsieur Horace...,Monsieurs..., vengan pronto, monDieu!—. Marie, el ama de llaves,exhausta por la carrera ascendente,apareció por la entrada de laescalera gritando mientras intentabarecuperar el ritmo normal de surespiración, ahora entrecortada porel esfuerzo de subir los angostospeldaños circulares—. ¡La señoritaÉloise acababa de levantarsecuando, de repente, ha sufrido un

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desmayo… cayendo sin sentido allado de su cama!

X

Bajamos todo lo rápido quepermitía la estrechez del pasadizoque llevaba al piso inferior, yresbalé al menos un par de vecespor lo exiguo de los escalones depiedra. Siguiendo los pasos deHorace a través de un desnudocorredor que acortaba el camino,

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llegamos con celeridad al comienzode la galería acristalada que dabacomunicación a todas lashabitaciones de la zona noble delcastillo, ahora iluminada en sutotalidad por los rayos de sol quetraspasaban sus vidrios… ¡era tandistinto este diáfano ambienteactual de aquél de oscuridad ypenumbra opresivas de la pasadanoche! Encontramos a ladesvanecida Éloise en los fuertesbrazos de Antoine quien, con sumo

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cuidado, estaba depositando a lajoven sobre la cama. El aspecto demi amiga era de extrema lividez,como si no hubieran reparado sucuerpo, en absoluto, tantas horas dedescanso en su lecho, al menossegún me constaba desde millegada. Distaba mucho de la jovensana y radiante que yo conocía; tansólo era un pálido reflejo de símisma, y me alarmaron sus pómulostan marcados y sus labios sin color.Para afligirme aún más, como sitodo lo anterior no fuera suficiente,

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sus ojos permanecían abiertos, sinvida, a no ser por el parpadeoreflejo de sus lacrimales cuando sesecaban aquellos... Horace encargó a Antoineque Lucien, el cochero, fuera abuscar de inmediato al doctorBlanchard, médico de la localidad,mientras nosotros permanecíamosal lado de la paciente, presos deuna honda preocupación. Transcurrieron un par dehoras antes de que el orondo galenodel pueblo que yo retenía en mi

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memoria apareciera por la puerta,excusándose sin parar por latardanza, al advertir lasmanifestaciones de impaciencia deHorace... —Les ruego disculpen mitardanza señores; me hallaba en elparto de una madre primeriza y noha ido todo como yo deseara… enfin, el caso es que el alumbramientose ha complicado; he podido salvaral menos a la madre, que sedesangraba, pero el niño ha nacidomuerto… Imponderables, ya saben,

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con los medios limitados de unmédico rural... pero bueno,atendamos a la enferma, no debenustedes cargar con mis pesares…—yo sabía que en aquellas fechasla mortalidad infantil era de casi elcincuenta por ciento al nacer,dependiendo de las zonas; pero noquise continuar aquella morbosaconversación.

Con voz de evidenteagotamiento, el médico se interesópor el estado de Éloise; sinembargo sus ojos mostraban que su

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cerebro esgrimía su agilidadhabitual:

—Les ruego me informencon detalle de lo que ha sucedidopara que la señorita se halle en tanavanzado estado de debilidad desdela última vez en que procedí aexaminarla, hace unos días. Horace le expuso laevolución de los hechos desde lanoche anterior; aunque omitiendoaquellos pormenores que yoconocía y para los que no existíatodavía una explicación lógica,

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mostrando solo aquello quetacharíamos de racional y quepodría haber influido en lasituación de su hermana: laagitación provocada por latormenta, sus andares desvelados yel posible noctambulismo; datosque el doctor anotó con esmero enun pequeño dietario que parecíamantener al día de cada enfermo,como una especie de historial paracontrolar la evolución del paciente,hecho que me pareció muynovedoso; máxime teniendo en

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cuenta que en los frentes de batallael desprecio por la vida humana enaquel tiempo era total, y todavía seremataba a los heridos del bandoenemigo con pesadas mazaserizadas de púas, o eranabandonados a su cruel suerte.[41] Sobre el nombre de“Éloise de Mont-Noir”,caligrafiado y subrayado porBlanchard, pude ver anotado elnombre de la mujer cuyo partohabía atendido poco antes. Escritocon trazo impreciso, a la derecha,

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se podía leer: «Hijo varón, 18:15horas, muerto al nacer». Unpequeño rastro de sangre acontinuación del texto delataba queel facultativo apenas se habíalimpiado las manos cuando escribióaquello en su cuaderno, y sentídolor por aquella madre que ahoraestaría sufriendo la pérdida de suhijo. Tan pronto hubo acabadode anotar todo lo que le refirió eldueño de la casa, Blanchard realizóun examen exhaustivo de la

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enferma, mientras nosotrosesperábamos fuera de la habitación,en el pasillo. Diez minutos despuéssalió el médico a nuestro encuentro,al tiempo que daba diversasinstrucciones a Marie sobre elcuidado de Éloise. Caminó junto anosotros por la galería mientrasaferraba el brazo de Horace, quienaprovechó aquel momento pararecordarle mi persona a Blanchardy hacerme el honor de presentarmea él, ya más como un miembro de lafamilia que como un amigo recién

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llegado. Con gesto apesadumbrado,el doctor detuvo su marcha y emitiósu diagnóstico: —Una vez le he auscultadoel pecho, comprobando el ritmo desus latidos cardiacos, amén de otrasdiversas pruebas pertinentes que heestimado conveniente realizar,como su respuesta a estímulosexternos oculares y reflejosmusculares espontáneos, me temo,mi querido amigo Horace —notécierto atisbo de secreta

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complicidad entre ellos, biendebido a pertenecer ambos a algúncírculo privado de pensamiento, opor el mero hecho de serseñaladamente cultos en un entornono propicio a ello— que nuestraenferma padece una especie de —como lo denominan mis ilustrescolegas británicos en la actualidad—: «emotional shock», o«trauma psicológico», dolenciacarente de tratamiento con losmedios de que disponemos en laactualidad; aunque ellos están

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intentando ahondar en su curamediante el uso de diversasterapias avanzadas. Es el paciente ysolo él quien retorna por sí mismo ala normalidad, transcurrido unperíodo de tiempo indeterminado;un espacio temporal que no puedoprecisarles ahora con mayorexactitud…

El médico miró hacia mí yHorace, intuitivo, no tardó enincluirme en la charla; de estamanera quedé sumado a laconversación.

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—Pueden ser días osemanas, incluso meses a veces;depende del enfermo y, enocasiones, de la ayuda prestada porsu entorno más cercano —sentencióBlanchard. —He podido leer, si no leimportuna mi opinión, doctor —comenté, algo cohibido—, en lalínea de lo que nos decía usted, queen la Gran Bretaña ya se estánutilizando estas nuevas técnicas eneste tipo de enfermedades, con elfin de acortar los periodos de

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recuperación de este género depacientes, cuya permanencia en estaclase de trances traumáticos puedeser muy prolongada de otra manera;pero no sé si el códigodeontológico francés recoge yadicha posibilidad... Blanchard me miró coninterés, sorprendido quizá por misconocimientos sobre el tema. —Me temo, Eugène, si mepermite la familiaridad —algo a loque asentí—, que todavía nuestrasautoridades necesitarán algo más de

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tiempo para considerarlo como unaterapia eficaz, aunque sé que ya seestán haciendo algunosexperimentos en nuestrosmanicomios estatales, donde lospacientes recluidos no pueden ni tansiquiera opinar. Aunque le confiesoque allí los métodos distan muchode lo que podríamos calificar enconciencia de ético o moral, comolo son aquellos basados en elsuministro de altas dosis dealcanfor u otros compuestosquímicos similares, que producen

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en los enfermos fuertesconvulsiones y peligrosos espasmoscon un no despreciable riesgo demuerte; pero que han conseguido, alparecer y desde el siglo XVII nadamenos, respuestas favorables enindividuos con trastornospsicóticos; aunque yo no tengoconstancia personal de ello. Inclusoalgunos colegas de profesión yainsinúan la posibilidad de utilizarla electricidad para provocardescargas controladas en el sistemanervioso de los pacientes con

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desórdenes de conducta másacentuados; aunque está energía noes suficientemente conocidatodavía. Sabemos, por informesmédicos sobre neurología quedeambulan en privado por loscírculos de esta disciplina, quealgunas personas enfermas en suraciocinio, habiendo sidoalcanzadas por rayos en días detormenta y sobrevivido a susterribles secuelas, mostraban signosinequívocos de un cierto grado derecuperación mental o, por lo

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menos, de haber experimentado unelevado nivel de amnesia queejercía un beneficioso efecto derelajación en los aspectos másvirulentos de su enfermedad, talescomo los accesos súbitos deirascibilidad, o en los ataques deorigen epiléptico o esquizoide. Sucerebro, en suma, parecía mostrarsolo una moderada actividadanormal después de sufrir dichadescarga eléctrica. De hecho, noera infrecuente algún caso decuración total; aunque estos

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estudios deberían ser llevadosadelante con suma precaucióncientífica, pues existe el riesgonotorio de un efecto indeseado eirreversible por una incorrectaaplicación de esta nueva terapia,inexplorada en su casi totalidad adía de hoy. —Pero nosotros notenemos esa posibilidad aquí, ni mihermana es o será un posible sujetode experimentación —atajó Horace—. Y nos urge hallar algunasolución a mano lo antes posible.

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—Le he suministrado unsuave preparado a base de láudanoque le permitirá dormir en paz unascuantas horas —el rostro deBlanchard denotaba la inquietudque le embargaba al no saber a quédesconocida dolencia se enfrentabaen realidad—. Voy a estudiar elcaso de su hermana en profundidad,Horace, y mañana nos veremos denuevo. Aprovecharé la visita paratraerles un preparado alimenticioespecial que fabrican en Inglaterra:consiste en un extracto salado de

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carne de vacuno de gran contenidoenergético; con unas cucharadasdiarias… ¡se puede sobrevivir portiempo indefinido incluso en lasinhóspitas tierras polares! Dicho y hecho, agarró susombrero y maletín y se dirigióhacia la salida, acompañado por elmayordomo de la casa. Nos quedamos allí ambos,de pie, en la solitaria galería,circunspectos a pesar deloptimismo del médico. Horacesuspiró y rompió el silencio.

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—Salgamos afuera,necesito caminar un poco y terminarde confiarte el resto de lo quesucedió, y entonces podrás tenermás elementos de juicio conrespecto a lo que le sucede a mihermana. Marie se quedará,permanente, al lado de Éloise, porsi acaso despertara de su letargo onecesitara algo. Una vez en el exterior, mi amigopareció descansar de la fuertepresión mental a la que parecía

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estar tan sometido en aquellosmomentos, y continuó su relato,como si con ello descargara partede la pesadumbre de su alma en mí.

—No hubo forma de que mihermana recapacitase sobre lapeligrosa relación que, no solo antemis ojos —dijo Horace, congravedad— había comenzado conel joven Duchamp, de cuyo carácterpendenciero y espíritu en excesodisipado fui pronto informado,incluso por la muy discretaservidumbre del castillo, al tanto de

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las «hazañas» de todo tipo a las quese entregaba el hijo del funerario.Al final, terminé por claudicar yconsideré que Éloise era lo bastanteadulta para asumir las riendas de suvida y, aunque me parecía crasoerror, dejé que primase su felicidadpor encima de todo, si ese era sudeseo. Pero no deja de ser curioso,por demás, que la actitud disolutade Hugo mejoró a ojos vista, no sési gracias a la ayuda del cielo o a lainfluencia positiva que ejercía mihermana en su entorno más cercano.

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Durante los dos meses siguientes élse comportó de una maneraexquisita, ayudando a mi hermana asuperar los difíciles momentos quesiguieron al sepelio y posterioreshonras fúnebres de mis padres, quetiñeron todos aquellos días de lutocon un fondo de amargura por loinesperado y trágico delhundimiento de aquel barco, y lasdesventuras que ocasionó.

XI

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Las luces de la tarde comenzaban adeclinar cuando llegamos a lacarretera de zahorra que circundabala fortaleza; desde allí se podíanvislumbrar los grandes cuadros queornamentaban las paredes de lagalería donde nos hallábamos unosminutos antes. En ese mismo puntodonde nos situábamos ahora, lanoche anterior había podido divisarla presencia de un carruaje negro,alargado, similar al del cochefúnebre de los Duchamp. De

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soslayo, intentando no atraer laatención de mi anfitrión, busqué porel suelo las huellas de las ruedas dedicho vehículo aunque, debido a lalluvia caída, en el barro que sehabía formado sobre la superficiedel camino se mezclaban diversasmarcas de llantas metálicas de lasusadas para proteger las ruedas demadera de los vehículos quetransitaban por aquel ásperocamino. No pude identificar ningunaen especial que pudiera ser la queyo buscaba, y guardé silencio para

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no incrementar la preocupación demi amigo. Al llegar al punto máscercano entre la vereda y las aguasdel lago que bordeaban el castillo,Horace se detuvo de improvisoagarrándome por el antebrazo,embargado su semblante por unsentimiento de amargura que eraincapaz de esconder; un penosorecuerdo que afloraba de su alma ala par que sus palabras, mientrasme relataba el último acto deaquella tragedia.

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—Llegaron por fin los días

previstos para la boda de Éloise yHugo. Todo se dispuso para que mihermana pudiera tener lacelebración de esponsales que lecorrespondía por su rango yposición social, y se enviaroninvitaciones a familiares y amigosque concurrían a estos eventos conasiduidad. Fueron convocadas aasistir, de igual manera, lasautoridades de la comarca que serelacionaban hasta unos meses antes

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con nuestro padre, pues eramiembro activo del consejoregional. Durante varias jornadasprevias al enlace se sucedierondiversos actos y ceremoniastradicionales, incluyendo unaemotiva visita que realizamos alantiguo panteón familiar —sin usoya, debido a su estado ruinoso—situado en el sótano de la iglesiadel castillo, donde mi hermanadepositó un ramo de flores en elmausoleo de nuestros antepasadosMontenegro como una manera de

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solicitar, de manera simbólica, subendición para el matrimonio conHugo. Yo, si te he de ser sincero —el rostro adusto de Horaceacompañaba a la perfección suspalabras—, me encontraba muy adisgusto allí por algo inexplicableque no podría describir; laestrechez y lo lóbrego de lossepulcros, aunque fueran del mejormármol y la más exquisita de lastallas, el denso ambiente encerradoentre aquellas paredes centenarias;en fin, todo se conjuró para arruinar

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la ceremonia. Además, paraconcluir aquello de la manera mástétrica, algunos de los altos ciriosencendidos para iluminar la sala seapagaron por una súbita ráfaga deviento que recorrió aquel recintosubterráneo, casi cerrado alexterior y solo comunicado con éstepor una escalera que se hallaba aunos veinte pies a nuestra espalda.Interpretado aquello como un signode mal augurio que todos lospresentes intentamos disimular, laceremonia concluyó con un rápido

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responso del capellán que oficiaba,con voz trémula, bajo los oscilantesdestellos de las pocas velas queaún ardían; sin demora y en silenciocontenido subimos primero a lanave de la iglesia y luego afuera,donde nos esperaba una gratificantesensación de tranquilidad alsituarnos de nuevo bajo la clara luzdel día.

Al día siguiente, muytemprano, estaba prevista unacacería a caballo para satisfacer atodos los miembros de la burguesía

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y nobleza presentes, tan inclinadosa tan sangriento lance al que, porotro lado y como tú ya sabes, yo nosoy muy propenso, —cosa que yono ignoraba, pues el Horace que yoconocía desde niño sentíaverdadera aversión por la sangre—pero me parecía una falta decortesía no cumplir como anfitriónen los festejos que hubieranorganizado, sin dudar, mis padres.Partimos pronto aquella mañana,poco después del amanecer, parapoder disponer de luz diurna

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suficiente para la caza del venado yregresar a los albergues para unacomida campestre sin que se nosechara la noche encima. La caza,que comenzó bien, se fue alargandoen el tiempo y se extendió por todala zona de la comarca acotada parafines cinegéticos. El nutrido grupode jinetes se fragmentó en variaspartidas, perdiéndonos de vistaunos a otros. Éloise, que se hallabaa mi lado, pues era buena amazonadesde niña, aburrida tras variashoras de cacería, decidió regresar

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al castillo con el resto de las damasque nos acompañaban, mientras yopermanecía allí, junto a Lucien —que hacía las veces de oteador ycaballerizo mayor—, en espera dela vuelta de Hugo, que se habíaadelantado con su grupo decazadores en pos de un gran machocuya poderosa cornamenta deseabaobtener como trofeo paraofrecérselo a mi hermana.

Lucien y yo, solos,aguardamos con paciencia duranteuna buena porción de tiempo a que

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él retornara pero, hastiados por eltedio de la espera y viendo quepasaban las horas y el jovenDuchamp no volvía junto a sucuadrilla de caza a nuestroencuentro, continuamos hasta elsiguiente albergue para reponerfuerzas con algo de comida y buenvino de la región, y recabar noticiassobre los jinetes desaparecidos.Unos labriegos que encontramospor el trayecto nos encaminaron a lacasa de comidas más cercana, aunas tres leguas de distancia; un

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lugar no muy recomendable paraaventurarse, según las noticias quetenía mi acompañante sobre aquelsitio; pero estábamos hambrientos yparecía la mejor de las opciones.Al acercarnos a aquella posada,grande fue nuestra sorpresa altoparnos en las caballerizas con lasmonturas de la partida queveníamos buscando —la cabezasangrante de un gran ciervo colgabadel caballo de Hugo; sus ojosvidriosos pero aún desafiantesparecían poder vernos todavía— en

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el establo de la fonda; irritado y sindetenerme un segundo para pensarcómo proceder a continuación —yame conoces; siempre me arrepentiréde ello—, entramos en el local. Miaprensión inicial por aquel sitio fuepronto confirmada; ese aisladolugar no era sino una casa delenocinio encubierta como si fuerauna posada para viajeros de paso;aunque yo sabía bien que hacíamucho tiempo que ningunadiligencia detenía su camino enaquel paraje. Al fondo escuché una

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fuerte algarabía, y una voz, enparticular y que destacaba porencima de todas las demás, llamómi atención. Era la garganta deHugo la que bramaba toda clase deobscenidades y juramentos,mientras su dueño permanecíaabrazado a dos mujerzuelas delhostal, quienes reían todas lasblasfemias que profería.

—¡Mañana Montenegroserá mío y dormiréis en sábanasblancas y perfumadas, os lo juro!—le oí brindar, ebrio de alcohol y

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arrogancia.Herido en lo más íntimo y

sin madurar un plan, me acerqué endos zancadas a las mesas queocupaban aquel ser despreciable ysus compinches de fechorías,invitados todos por él sinexcepción, mientras Lucien,percatándose de la comprometidasituación que se nos venía encima,pues era un muchacho avezado apesar de su juventud, intentóretenerme por el brazo. El jovenDuchamp, viéndose sorprendido,

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intentó recuperar la compostura enprincipio, pero ya era demasiadotarde. Ante todos, le eché en cara sufalta de decoro hacia nuestrafamilia y, lo que era más grave,hacia el honor de mi hermana, puesen dos días se hubiera consumadola boda que, en vista de sudespreciable actitud, ya no tendríalugar. Hugo, entonces, apartando alas dos mujeres de su lado, selevantó de un salto, adoptando unaactitud de completo desafío,instándome a grandes gritos a un

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duelo a muerte sin más... Enseguidaentendí lo que intentaba, y queoscuros deseos poblaban suimaginación. Su único interés —losé a ciencia cierta— era desposar aÉloise para poder llegar a poseernuestra fortuna familiar en algúnmomento u ocasión propicia paraello, pues descubrí que no tendríaningún reparo en deshacerse dequien se interpusiera en su caminopara conseguir nuestro dinero, y nome cupo la menor de las dudassobre los lugares en que lo

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dilapidaría, viendo la clase degentes de las que gustaba rodearse.No me hallaba en deuda alguna conla chusma de aquella inmoralposada en lo tocante a demostrarlesmi honor pero, ya sabes, Dubois —me llamó por mi apellido comocuando estábamos en el colegio—,que una vez encendido el fuego demi carácter, ya no pienso con lamente sino con el corazón; sin másdilación salimos al exterior,seguidos por la gentuza que rodeabaal que, hasta hace unos momentos,

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se consideraba en vano mi futurocuñado.

Por arte de magia aparecióen sus manos una afilada y enormenavaja —aún manchada con losrestos de la oscura sangre delcérvido cazado—, como las queesgrimen los marineros de fortunaque surcan las aguas alejadas de lascostas oficiales. Me vi entoncesperdido, sin nada que interponer enmi defensa, cuando mi fiel Lucienpuso en mis manos un pequeñoespadín, pero de hoja bien

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templada, que llevaba en sucinturón de caza y que le servíapara rematar por compasión a losvenados que hubieran quedadomalheridos, descabellándolos conun certero golpe asestado en la nucadel animal.

La lucha sin cuartelcomenzó y, con la chaqueta envueltaa modo de escudo en el brazoizquierdo, paré como pude un golpetras otro de Hugo, mientrasintentaba lanzar la pequeña espadaen los momentos en que mi

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oponente bajaba la guardia trasatacarme. En breves momentos, midefensa de tela enrollada quedóhecha jirones y los temiblesnavajazos comenzaron a herirmeallí donde llegaba su arma, cadavez más certera. Vi en sus ojos,inyectados en sangre, que no sedetendría hasta acabar conmigo, ycomencé a encomendarme, primeroa nuestro Dios, y luego a los detoda la mitología clásica —algunaextraña sustancia corría por todo micuerpo llevándome en volandas,

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como una droga excitante yapaciguadora al mismo tiempo—,pues no veía escapatoria. Supuseque una vez hubiera terminado conmi vida, Lucien correría igualsuerte y, sin testigos —¡pues quiénentre los presentes osaría llevarlela contraria a ese malnacido o noestaría ya comprado por él!—, notendría sino que acusarme deprovocarlo, sabiendo de mi rechazooriginal por Hugo al conocernos, enun último y desesperado intento míopor frustrar aquel matrimonio.

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En esas extrañas conjeturasse hallaba mi cerebro en esosmomentos decisivos de miexistencia —ya que es sabido quenuestra razón se desboca ensituaciones de alto riesgo para lavida que la sustenta— cuandoDuchamp, haciendo acopio de todassus fuerzas y queriendo rematar laliza de una vez por todas, lanzó unataque que supuso definitivo contrami integridad. Su brazo se levantócomo un gancho letal —un garfiocuya punta final era aquella navaja

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que brillaba al sol de la tarde,deslumbrándome— y se abalanzócon toda su saña contra mí, mientrasyo presentaba el espadín confirmeza frente a su carga mortalcontra mi pecho. En ese supremoinstante donde el destino habíacolocado la línea entre su vida y mimuerte, aquel asesino resbaló alpisar un guijarro suelto que sehallaba en la exigua franja de sueloque se interponía entre nosotros y,perdiendo el equilibrio, trastabillóhasta caerse sobre mí,

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atravesándose por infortuna con mipequeña espada en la zona delpecho donde las costillas cubrenlos pulmones. Al instante,comenzaron a brotar hilos de sangrepor las comisuras de su boca quesalpicaron mi camisa, y sedesplomó hacia el suelo conlentitud, mientras se aferraba a misbrazos inertes con sus manoscrispadas.

Recuerdo vagamente deesos momentos ser apartado de unempellón del sitio que ocupaba; mis

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ojos, incrédulos, se posaronentonces sobre un borrosopersonaje que, salido de la nada,sujetaba entre sus brazos el torsodel yaciente Hugo. Aquellaaparición se fue concretando en unafigura familiar para mí, pues no eraotro que el siniestro JacquesDuchamp quien sostenía el cuerpode su agonizante hijo. Éste, entreespasmos seguidos de bocanadassanguinolentas no paraba demaldecirme, mientras la vida seescapaba a cada latido de aquel

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malvado corazón:—¡Volveré, me escuchas

Montenegro, te juro que volverépara arrebatarte a Éloise... será miesposa en el otro mundo y nopodrás evitarlo... no descansaréis...padre, padre! —su mano aferró congran fuerza el rígido brazo de suafligido progenitor, cuya mirada,mezcla de llanto y crueldad porigual, iba de los ojos de Hugo a losmíos sin detenerse. Unas palabrasininteligibles, casi un susurro,salieron entonces de los

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ensangrentados labios delmoribundo y su cabeza cayó haciaatrás, después de un último estertoragónico...

Lucien, con buen criterio,acercó nuestros caballos ymontamos sobre ellos con sigilo,pues a nuestro alrededor se estabancongregando aquellos indeseablesque formaban la cohorte del hijodel enterrador, con quien crucé lamirada al mismo tiempo que tirabade las riendas de mi montura y, nosé bien si fue la luz cambiante de la

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tarde o algún poder indeseable deultratumba, porque los ojos que memiraban desde el rostro de JacquesDuchamp mientras sostenía en elsuelo el cuerpo inerte de su hijo,estaban inyectados en sangre comolos del salvaje Hugo...

XII

La tragedia sumió a mi hermana enun intenso dolor al enterarse por miboca de los fatales acontecimientos

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ocurridos aunque, para mi sorpresa,encajó todo aquello de una maneratranquila, con resignación, y yosospeché que ella desconfiaba deHugo casi tanto como yo; lo cual nofue óbice para que no llorara conamargura durante un cierto tiempo yvistiera ropajes de color negro,como si ya se hubieracomprometido frente al altar yaquello no fuera sino un lutoencubierto. Alguna clase dearrepentimiento inconscienteasaltaba su razón, pues ella sabía

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que se había dejado arrastrar porlos sentimientos hacia una situaciónque era contraria a su buen juicio;representaba tan sólo una escapadaradical para liberarse del mortalaburrimiento que embargaba sumonótono discurrir diario. Era unahuida hacia delante cuando enrealidad de nada debía escapar;pero el corazón es un órgano ajenoa cualquier sabio consejo que se lepueda ofrecer.

Todo transcurría bajo unmanto de aparente normalidad a

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pesar de lo sucedido, cuando —sinprevio aviso, alrededor de un parde meses después del grave sucesoque te he relatado, según puedorecordar— comenzó a cambiar elestado del tiempo en Mont-Noir ysu entorno cercano.

Llegaron, como surgidas dela nada, pues por ninguna señal erananunciadas, sucesivas tormentaseléctricas dotadas de una violenciainusitada, y empezaron entonces aconcatenarse los extraños sucesosque —teniendo a Éloise como única

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víctima— tú mismo, Eugène, hastenido la oportunidad de evidenciarla pasada noche. Para empeorar aúnmás la situación, las profundasheridas en el brazo que me habíanproducido los navajazos en la luchaa muerte con Hugo Duchamp nocicatrizaban bien, a causa de unagrave infección que podíadegenerar en gangrena y que eldoctor Blanchard no podía contenercon los medicamentos de quedisponía aquí. Bajo suprescripción, no me quedó más

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remedio que ausentarme unos pocosdías, para ser curado en la clínicade Blois.

Según me relataron unosconsternados Marie y Antoine, lasegunda noche de mi ausencia sedesató una de aquellas inesperadastormentas que te he comentadoantes, que en nada había sidopresagiada por las condicionesambientales, dado el soleadoatardecer en toda la comarca. Enmedio del estruendo provocado porlos truenos y relámpagos que

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iluminaban la noche, comenzaron aoírse una serie de portazos y fuertesgolpes en los cristales de la galeríasuperior. Alarmados, acudieron conpresteza a ver qué ocurría y cuálpodría ser el origen de aquellosangustiosos ruidos. La escalofrianteescena con la que se tropezaron lesllenó del más puro terror. Lo mismoque te sucedió la noche pasada, seles presentó a ellos en toda suespantosa exhibición. Encontraron aÉloise de igual modo, apenasvestida en ropa de cama, y

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golpeando con frenesí los cristalesde las ventanas; al no hallar ningunaabierta, abría y cerraba las distintaspuertas del pasillo, en una especiede locura sin sentido alguno.

Haciendo acopio de valor apesar de hallarse horrorizados porla escena, consiguieron sujetar a mihermana y calmarla, acostándola denuevo en su habitación, con Mariesentada a su cabecera con laintención de vigilarla toda la noche,dado su estado de extremaagitación. Antoine salió de nuevo al

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pasillo, con intención de «preparara la señorita una infusión que latranquilizase» ―según el relatopormenorizado que me hizo elatribulado mayordomo a la mañanasiguiente, una vez regresé de Bloistras ser avisado por Lucien de loocurrido—, cuando encontró una delas ventanas medio abierta,golpeando a causa del fuerte viento,y se dirigió a cerrarla, pues lalluvia que arreciaba entraba a cadaráfaga de aire, mojando el piso. Sedisponía a atrancarla a toda prisa,

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cuando percibió el distante sonidode una especie de látigo queprovenía del exterior y se asomó,apoyando medio cuerpo sobre elalféizar de la ventana. No pudo darcrédito a lo que creyeron ver susojos, pues en el cruce de lacarretera frente al castillo parecíaarrancar el carruaje fúnebre de losDuchamp, desapareciendo de suvista en breves segundos.

Antoine me confesó que noestaba seguro siquiera de haberlovisto en realidad a través de la

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cortina de agua que caía en esosmomentos, y que no fuera unaimaginación de su mente, aquellanoche de extraños acontecimientos.

«Pondría mi mano en elfuego si fuera necesario, MonsieurHorace, para afirmar que, si anochevi a alguien mirándome desde elpescante de su carruaje fúnebre, éseno era otro que el fallecido HugoDuchamp; pero eso es del todoimposible —por mi alma eterna selo juro— porque ese ser inmundoestá bien muerto y enterrado...» —

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me dijo Antoine, antes de girarsobre sus talones y no hablar másde ello, dando por zanjado elasunto. Y yo le creo Eugène, pormucho que me pese. En este mundoracional y científico en el que nosmovemos hoy en día haydemasiadas cosas todavía sinexplicación; son quizá los restos deantiguos ritos satánicos, druídicos opaganos, mezclados con eloscurantismo religioso en quehemos vivido en los siglos pasados;

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pero ese algo maléfico, permaneceahí, fiero y latente, esperando pararesurgir con toda su fuerza ennuestros momentos de humanadebilidad, cuando aún dudannuestras modernas convicciones… —Y este es el relatopormenorizado de los sucesosacaecidos —concluyó Horace—que han ensombrecido la vida eneste castillo y la de sus moradores,y para lo que solicité tu ayuda, puesme enfrento a un problema del queapenas puedo atisbar algunas

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implicaciones. Sé que algo siniestrose cierne sobre mi desdichadahermana y por ende también sobremí, como causante de facto de laposible desgracia de Éloise alenfrentarme a los Duchamp; aunqueen realidad me vi impelido a ellopor circunstancias insoslayables,según has llegado a saber por micrónica de los hechos. En ningúnmomento fui culpable de mis actos,e incluso en aquel instante trágicono tuve otra opción que batirme enduelo para luchar por mi vida. Y

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desde ese instante crucial mihermana y yo dejamos de serdueños de lo que acontecía ennuestras vidas, para ser merasvíctimas de esa presenciadesconocida que ha puesto enriesgo nuestra misma existencia,bien lo sabes. Con tus propios ojoshas podido visualizar la pasadanoche las fuerzas malignas que nosrodean...Regresamos al castillo, caminandolento y sin hablar, pues me hallabareflexionando con detenimiento

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sobre lo sucedido la noche anteriory los entresijos de aquellaasombrosa historia que me habíasido desgranada por Horace hastasus últimos detalles. Cuandocruzábamos el foso de la fortaleza,detuve mi marcha por un momentoen el centro del recio puente demadera que lo sorteaba, mientrascontemplaba el cielo en ladistancia, y le expuse una posiblesolución, entre varias que barajaba. —Cada vez me afianzomás en la idea de que, en vista de

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todos los insólitos factores a teneren cuenta en este caso, puede haberuna persona que guíe nuestros pasoshacia la luz —la cara de mi amigodejó entrever una sombra deesperanza—. Y ese hombre no es nimás ni menos que el ínclitoprofesor Haelen, de quien te hablémientras leías mi libro en labiblioteca, si recuerdas.

Horace asintió, intrigadopor el personaje que yo apenas lehabía bosquejado con somerostrazos.

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—Aún es pronto para dartemi palabra de que todo sesolucionará, pero te prometo que, almenos —continué— él es lapersona que posee los másprofundos conocimientos sobre estetipo de «trances psíquicos» —llamémoslos así—, situados en eseincierto terreno que se encuentra acaballo entre el mundo de los vivosy el de los muertos. Creo —y pongola mano en el fuego— en lo que mehas narrado con tanto detalle, y séademás, porque lo he visto con mis

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propios ojos, que algo malignoocurre aquí; una desconcertanteanomalía que escapa en sucomplejidad a cualquier análisisracionalista que emprendamos pornuestra cuenta. En este sentido,tengo que mostrarte un objeto queseguro te interesará, y sobre el quepensaba hablarte esta noche durantela cena. Más ahora constato que,debido a la apresurada sucesión deacontecimientos que nos hanenvuelto, es de la mayor urgenciamostrarte su funcionamiento y

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posibilidades de uso. Subimos sin demora alpiso donde estaban situados losdormitorios. Dentro ya de mihabitación, descubrí el paño quecubría el ingenio oculto sobre larepisa, para gran sorpresa de unasombrado Horace quien, como yoesperaba, quedó sumamenteintrigado mientras contemplaba elraro artefacto, al tiempo queintentaba descubrir qué era y paraqué extraño fin servía. Procedí a esbozarle sus

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características y funcionamiento,porque confiaba en que aquellamáquina nos podría ser de granutilidad, dada la situación denecesidad en que nos hallábamos. —Cuando me hablaste demodo tan críptico durante nuestrobreve encuentro en la galería dearte de París, en la exposición deAlphonse, supe que podríanecesitarlo aquí. Lo hemos llamadoSpiritometros, y digo «lohemos», porque he participado ensu desarrollo junto al profesor

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Haelen en su laboratorio de laUniversidad de Lovaina, con quiencolaboro desde hace unos años enel estudio de los casos sobre entesparanormales que has podido leeren mi «Tratado». De esta manera,como ya te dije en su momento, elprofesor, utilizando los estudios devarios físicos eminentes —enespecial los del londinense MichaelFaraday sobre los camposmagnéticos y la electricidadestática, entre otras investigaciones—, llegó a la conclusión, al

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investigar diversos fenómenos detipo sobrenatural, que existía unaporción de energía residual quepermanecía al extinguirse aquellos,y que podría ser medida si sedisponía de la maquinariaadecuada. Este pequeño modeloque ves aquí es una versiónreducida en escala al que existe atamaño real en su laboratorio de laUniversidad. Y es capaz deregistrar, gracias a los diversosmecanismos internos que posee ycon cuyo complicado

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funcionamiento no te aburriré ahora,tanto la electricidad visible de unatormenta como «aquellas otras» queescapan al control de nuestromundo material. Anoche, sin ir máslejos, mientras Éloise enloquecíagolpeando los cristales de lagalería, las agujas del aparatocomenzaron a moverse. Le enseñé entonces elfragmento de cinta que teníagrabados los gráficos donde habíaniniciado las agujas a marcar elpapel de la bobina, junto con la

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hora en que se habían producido loshechos. Horace miró conincredulidad el fino pliego que lemostraba, pero vi como su rostro,escéptico al principio, ibacomprendiendo el alcance delestudio sobre fenomenologíaparanormal al que podía llevarnosaquella máquina y, por fin, mesonrió con plena confianza. —¡Asombroso, Eugène!¡Es increíble de verdad! ¡Unamáquina capaz, en apariencia, dedetectar la presencia de los

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espíritus o los residuos de la fuerzaque permanece de ellos entrenosotros! Con toda sinceridad, tedigo que es el invento más genialque he podido contemplar; osauguro que tendrá un gran éxitocuando el mundo tengaconocimiento de ello... —Me temo que no va apoder ser así —detuve con mispalabras su sincero entusiasmo,muy a mi pesar—. Haelen no espartidario de dar a conocer esteingenio más allá de un círculo

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reducido de legos en la materia. Elmundo de los fenómenosextraños es una parte denostadatodavía por los estudiosos de lapsicología humana; te puedoasegurar que el profesor ha llegadoincluso a sostener fuertesenfrentamientos doctrinales con losteólogos extremistas de algunasfacultades europeas, por susinvestigaciones sobre las almaserrantes... ¡y eso a pesar de losestudios y experiencias místicas delos principales filósofos y

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escritores religiosos: San Agustín,Santo Tomás, y qué decir de lasextrañas experiencias que relatóTeresa de Ávila o las visiones de lasantificada Juana de Arco! Se avanza más deprisa eneste campo a caballo entre laciencia y el espíritu —y tengopoderosas razones para afirmarlo—cuanto menos sea conocido poraquellas fuerzas que se oponen aldesarrollo científico en general. Elmismo Leonardo se jugó la libertady quizá la vida al diseccionar

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cuerpos humanos para sus estudiosde anatomía, cuando hoy esuniversalmente aceptado que talesacciones eran indiscutiblementenecesarias para desentrañar elintrincado funcionamiento delcuerpo humano y descubrir eladecuado tratamiento para losmales que lo enferman y destruyen...¡Pero no es este momento dedisquisiciones filosóficas sobre quees lícito hacer o no en pos delconocimiento científico, Horace, esla hora precisa para actuar contra el

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mal que se cierne sobre nuestraquerida Éloise! Si me concedes tupermiso, amigo mío, requeriré lainestimable ayuda que nos puedeaportar el profesor Haelen. —Invítalo a visitar nuestracasa si lo consideras necesario yhazlo sin demora, te lo ruego —afirmó enérgico mi anfitrión—.Necesitamos de toda la ayudahumana y, por qué no decirlo,divina que podamos concitar paraluchar a nuestro lado. Enviaré aLucien para traerlo a Mont-Noir

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donde tú me indiques, Eugène. —Me apena decirte queeso no va a ser posible en susactuales circunstancias físicas,Horace —su cara primero denotósorpresa y después abatimiento aloír mis palabras—. Haelen estápostrado en una silla de ruedasdesde hace unos cuantos meses.Sufrió en su juventud de unaespecie de parálisis o grave atrofiamuscular que lo ataca en lentaprogresión, con mayores o menoresaltibajos. Muy a su pesar, créeme,

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la dolencia lo mantiene ahorainmovilizado en su domicilio delcampus, donde la Universidad le hainstalado un muy equipadolaboratorio para que puedacontinuar con sus investigaciones.Prosigue su labor docente pormedio de las clases magistrales queimparte en su casa, donde sonconvocados trimestralmentereducidos grupos de alumnosdurante el año académico; ésa es suactual vida pedagógica. Noobstante, siendo el profesor hombre

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de férrea voluntad, nunca haconsiderado su situación deinvalidez como un impedimento,sino la posibilidad de ahondar másen sus estudios al poder dedicarse aellos con toda la fuerza de suprofunda intelectualidad. A suatención se encuentra un ama dellaves, que hace también las vecesde enfermera y cuida de él, eincluso dispone de un terminal detelégrafo en su domicilio, obsequiode las lúcidas autoridades belgas,para mantenerle en conexión con el

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mundo exterior a pesar de suslimitaciones físicas. Ésa es la víaprincipal que he utilizado para estaren contacto continuo con él aunqueme hallara de viaje en un remotopueblo del Himalaya o de la India,investigando un episodio común detransmigración de almas de los queallí acontece con frecuencia, o biendesde la otra punta del mundo, parainformarle con puntualidad delresultado de mis diversasentrevistas con las célebreshermanas Fox, cuyas videncias

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paranormales ocurridas hace unosaños comenzaron el desarrollo deeste tipo de actividades en losEstados de la Unión. Necesito, eso sí Horace,que Lucien me acerque a la oficinade telégrafos más cercana paraenviarle un mensaje al profesor loantes posible. Le advertiré condiscreción, no temas, sobre nuestrasituación y cuáles serían los pasospertinentes a seguir según suexperta opinión; en ella basaremosnuestras próximas acciones, pues

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ante todo debemos sentar las basessobre qué es correcto hacer y quéno para la curación de tu hermana. En lo que a mí respecta, yen base a mis experienciasanteriores en casos similares, tengoya una idea preconcebida sobrecómo deberíamos actuar pero, dadala relación que nos une y la cargaemotiva que supone para mí elpadecimiento de Éloise, temo noser del todo objetivo y pasar poralto algún hecho de la mayorgravedad que debiera ser

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observado, y que quizá pudieratrastocar el éxito de nuestro plan;por otro lado... ¡qué mejor ayudaque el consejo del profesor, hombrede dilatada experiencia y preclaroraciocinio! Además, comohabilísimo ajedrecista, es capaz deexaminar la investigación en la quese halle inmerso como un todo,haciendo avanzar al unísono todaslas piezas del tablero en pos deconseguir un remate brillante, sindejar los flancos sin defensa, yasimismo hallar la jugada exacta,

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con matemática precisión, paraconcluir la partida con un acertadofinal, o lo que es lo mismo en loque a nosotros atañe: conseguir unasolución satisfactoria al enigma quese cierne sobre la casaMontenegro...

* * *

XIII

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No mucho después, lo justo paracambiar mi ropa por otra máscómoda de viaje, me hallabacamino de la localidad deVendôme, para telegrafiar a Haelenen busca de consejo. Íbamos a buenritmo y disfrutaba del paisaje,admirando las manchas verdes delos bosques de la región en lalejanía del horizonte que nosrodeaba. Lo único que me producíainquietud era la relativa proximidadde unos negros nubarrones que seiban perfilando cada vez con más

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nitidez sobre la zona de Mont-Noir,y que parecían avanzar hacianosotros con mayor celeridad segúncaía la tarde. Cuando llegamos a lalocalidad objeto de nuestra visita,la pequeña oficina postal donde sehallaba el telégrafo acababa decerrar, según nos manifestó unanciano que estaba sentado en unbanco de piedra adosado alestablecimiento. Bastaron un par demonedas y mencionar que veníamosde parte del señor del castillo para

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que pronto fuera avisado elencargado de correos de lalocalidad, quien nos hizo saber quese personaría en una hora, a losumo. Aprovechamos ese tiempoLucien y yo para acercarnos a unapequeña posada que se divisaba enesa misma calle y así poder cenaralgo. Justo cuando concluíamosel frugal contenido de nuestrasescudillas se nos presentó eltelegrafista, advertido por el viejolugareño de dónde nos hallábamos.

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Tras invitarle a una copa de vino dela comarca, que el timorato hombreaceptó de buen grado, nos dirigimosal local de correos. Intenté ser lo más crípticoposible en mi mensaje, porque nodeseaba airear en demasía el casoque nos ocupaba, y me presentécomo un científico y amigo de losdueños de Mont-Noir que seencontraba invitado unos días enaquella propiedad, enfrascado en laredacción de un libro referido a misestudios. Lucien, chico inteligente,

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calló y escuchó lo que yo decíaasintiendo con la cabeza, sabedorde la falsedad de mi explicaciónsobre mi presencia en la mansiónde los Montenegro.

No necesitaba en modoalguno justificarme ante elencargado del telégrafo pero,sospechando que ese sería elprimero de una serie indeterminadade mensajes, me parecía lo másacertado no despertar ningún recelosobre lo que ocurría en el castillo.Entregué el texto al solícito

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telegrafista, quien comenzó ateclearlo en el pulsador deltransmisor usando el llamadocódigo morse, el alfabeto depuntos y rayas, de recienteinvención:

Para Haelen de Eugène enMont-Noir, Francia: Sujetofemenino, afectado porprobable crisis para-psíquica aguda. Fenómenoexógeno aparenteobservado. Crisis

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coincidente confenomenología eléctrica.Posible usofenaquistiscopio Plateau entrance. Recomendacionestratamiento a seguir. Aviseposible llegada Plateau siprocede. Ruegocontestación. Fin.

El hombre no pudocontenerse y me miró. —Perdone, Monsieur;pero este es el mensaje más extraño

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que he enviado en mi vida. Supongoque quien lo reciba lo entenderá,vamos, digo yo. Asentí, recogiendo elrecibo del mensaje y guardándoloen mi cartera para asegurar unacompleta reserva. A continuación lepagué generosamente su trabajoesgrimiendo una sonrisa decomplicidad que en realidad noexplicaba nada, y nos sentamos enun banco de madera alargadodestinado para el público desdedonde se divisaba el exterior, en

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espera de la respuesta de Haelen.Afuera, negras nubes se cernían yasobre toda la comarca, y mis másoscuros temores no se vierondefraudados en absoluto, porqueminutos después comenzó a caeruna intensa cortina de lluvia,seguida por los primeros truenos yrelámpagos. Con recelo intentabapredecir si aquella noche podríadesencadenarse otra nueva crisis enMont-Noir. En ese instantecomenzaron a sonar los agudospitidos del telégrafo anunciando el

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inicio de una nueva comunicación, yllegó un cablegrama procedente deLovaina. Era el profesor, quien sehabía tomado su tiempo para unapequeña reflexión, como siemprehacía, antes de contestar:

Prof. Haelen a E. Dubois:Plateau llega mañana tarde19:00 horas estaciónferrocarril Blois. Llevainstrucciones precisas paraposible tratamiento yconsulta. Uso

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Fenaquistiscopioconfirmado. Informeexhaustivo posterior. Fin.

Salimos al exterior de laoficina de correos; pero diluviabatorrencialmente aún y Lucienconsideró oportuno esperar a queescampara para regresar al castillo—con el fino olfato que al tal efectodesarrolla la gente criada en elcampo—, pues el trayecto de vueltadiscurría por profundas hondonadasque, a buen seguro, veríanse

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anegadas por turbios y velocestorrentes de agua. Regresamos porlo tanto a la posada, donde un parde cumplidos vasos-burbuja delouche de absenta, con suestudiado ritual de elaboración, nosreconfortaron en aquella noche deperros. Pasada la medianochepudimos emprender de nuevo elcamino de vuelta, una vez la lluviaamainó y el firme del caminorecuperó parte de su consistencia.

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* * *

Aunque mi hábil conductor fustigócon frecuencia a las cabalgaduraspara agilizar nuestra vuelta, el malestado en muchos tramos de lacarretera nos demoró en exceso ytardamos casi una hora y media enver los muros de la fortaleza, a laque arribamos bien entrada lanoche.

Bajo el rastrillo alzado, alfinal del puente de piedra que dabaacceso al patio de la fortaleza, nos

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esperaba una figura con una linternaoscilante que yo no acertaba areconocer. A pesar de ello, habíaalgo en su aspecto que me resultabavagamente familiar y me tranquilizóen parte, pues existía el innegableriesgo de enfrentarnos con algunapresencia aberrante en aquelloslares. Al acercarnos unasdecenas de metros más pudedistinguir, sin ningún género deduda, las facciones de AlphonseMoret, el artista, que agitaba la luz

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para llamar nuestra atención.Advertí, por su lívido semblante,que algún suceso grave habíaocurrido. —¡Mi querido Alphonse!—le dije nada más poner pie entierra—. Horace me habló de tuposible llegada; pero desconocíaque pudieras estar con nosotros entan breve espacio de tiempo... —La exposición de misobras ha terminado ya, y con ello loque me retenía en la capital. Hevendido gran parte de mis óleos y

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acuarelas pero... —pareció olvidaraquello de lo que me hablabamientras otras terribles imágenesocupaban su cabeza ahora, a lavista de su demudado rostro— ¡estanoche he presenciado un hechoinexplicable y espantoso, amigo! Ycreo que no es la primera vez quesucede aquí; Horace me haconfesado que es ya son varias lasocasiones en que ha ocurridodurante los últimos días... Una joven criadaperteneciente al servicio doméstico,

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que hacía también las veces depinche de cocina y ayudante en losquehaceres de la casa, recogiónuestros húmedos capotesllevándoselos, mientras nosotrosentrábamos en calor alrededor de laestufa central que caldeaba algo elfrío ambiente del recibidor. Pocosminutos después nos dirigimos alsalón de fumar, donde Alphonse sesirvió un brandy al tiempo que meofrecía a mí una copa, oferta querechace con rotundidad; todavía serevolvía en mi estómago, a causa

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del traqueteo del carruaje, el vasode absenta ingerido en la posada deVendôme. —Horace se encuentracalmando a Éloise en su habitación—dijo el pintor mientras saboreabael licor como si no lo hubieraprobado nunca antes—, y me haprometido que bajaría a reunirseconmigo aquí tan pronto comopudiera dejar a su hermana alcuidado de la servicial Marie. Meha mencionado también que podríasregresar en cualquier momento; de

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ahí que saliera en esta desapaciblenoche a esperarte junto al puentelevadizo. Pero esa no era mi únicaintención; por supuesto que deseabaencontrarme contigo de nuevo; perotambién comprobar si volvía atoparme fuera de la casa con algoque no sé si debería achacar a unexceso de imaginación por mi parte,o fue una visión real... ¡Te prometopor lo más sagrado haber vistodetenido en la carretera, bajo laintensa lluvia, un largo cochefúnebre! ¡Y aún más horrible ha

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sido enfrentarme con una visión,espantosa e irreal, que he creídodivisar en la penumbra de la noche! Sus palabras merecorrieron la espina dorsal comoun escalofrío incontenible... ¡Nohacía ni veinticuatro horas que yohabía experimentado la mismasensación! De la mesita del salónAlphonse tomó el ejemplar de miTeoría de la Metempsicosis, elcual se hallaba todavía abierto pordonde había sido consultado por

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nosotros con anterioridad, y loesgrimió apuntando hacia mí. —Sé por qué te encuentrasen Mont-Noir, Eugène. Fuisterequerido aquí por nuestro queridoHorace, pues existe en el entornodel castillo una presencia, o comoquiera que lo llaméis en vuestromundo de lo espiritual; un ente queescapa al mundo tangible que nosrodea y que nos conforma comoseres humanos; algo siniestro, enresumidas cuentas... ¡Semejante alhombre vestido de negro que me

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acechaba, bajo la lluvia torrencial,estático, amenazante, desde elcentro del patio! Y juraría, sobre laSagrada Biblia que estudiamos ennuestra juventud —mi amigo apretólos dientes— que en la distanciapude ver sus ojos inyectados ensangre, mirándome; o por lo menos,si no era a mí, sí en la dirección enla que yo me encontraba en lagalería, pues no conozco a esehombre de nada, y en nada puedohaberle ofendido antes de ahora, simi memoria no falla.

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Recordé entonces queAlphonse tan sólo había pasadocortos periodos en el castillodurante nuestras vacaciones, y enabsoluto debía conocer a losDuchamp y su empresa funeraria. —Te resumiré —continuóel pintor— lo que ha ocurrido aquídurante tu ausencia. Cuando llegué,el cochero y tú habíais partidohacia Vendôme a telegrafiar a unprofesor conocido tuyo, según creo,en la Universidad belga de Lovaina.Horace disculpó a su hermana ante

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mí, aduciendo que no asistiría a lacena por hallarse indispuesta, sindarme más explicaciones. Lavelada comenzó con normalidad,recordando en un ambientedistendido algunas divertidasanécdotas nuestras en los añosfelices de juventud, cuando pude irnotando con angustia como elnerviosismo de nuestro amigo ibaen aumento según avanzaba latormenta que recorría la comarca ensu totalidad. Observé que poco apoco abandonaba la conversación

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que sosteníamos hasta convertirseen un monólogo mío y, por último,se levantó y casi sin disculparsesalió del salón —circunstancia queyo mismo podía afirmar habervivido la noche anterior durante micena con Horace—, desapareciendocamino de la escalinata queconduce al piso superior. Instantesdespués comenzaron a oírse fuertesvoces en la galería de arriba: unaespecie de súplica contenida,alternada con severas órdenes —Horace, sin duda—, y alguien

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golpeando con los puños loscristales de las vidrieras… Éloisetal vez; pero no escuché palabraalguna salir de su garganta.

No me pareció oportunopersonarme en esos momentos paraofrecer mi ayuda, aún a riesgo deparecer poco amable, pues nodeseaba inmiscuirme en un asuntode carácter familiar, a mi entender;aunque a esas alturas me extrañabaconsiderablemente toda la situaciónreinante en la casa. Esperé en silencio abajo,

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hasta que se calmaron las ruidossobre mi cabeza, para subir ainteresarme por lo sucedido tanpronto me encontrara con Horace, ycaminé por el pasillo hasta lapuerta de la habitación de dondesalían las voces amortiguadas denuestro amigo y una mujer mayor,que supuse sería Marie, el ama dellaves. Estaba esperando afuera,apoyado en la vidriera de espaldasal patio cuando, en el silencio quemedia entre un relámpago y eltrueno que lo sigue, pude alcanzar a

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oír el relinchar de un caballo.Torné la cabeza y mis ojos sefijaron en un carruaje fúnebre, decristales alargados y negrosornamentos de caoba, que sehallaba inmóvil en la carreterafrente al castillo, como aquel navíonegro en medio de la tempestad, denombre el «Holandés Errante»...¿recuerdas? Aquel buque fantasmaque pobló de terror nuestros sueñosde infancia en el internado... Lo que ocurrió acontinuación no podrías adivinarlo,

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ni aun haciendo uso de tu fértilimaginación. El coche negro sehallaba sólo, sin el conductor sobresu asiento. Recorriendo con lamirada los alrededores fue cuandovi la extraña figura de un hombrejoven, de rostro demacrado, en elpatio interior de la fortaleza,mirándome con una furiaindescriptible. En un suspiro girósobre sus talones y desapareció porel arco del rastrillo en medio de laincesante lluvia, que arreció aúnmás si cabe cuando aquella figura

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de luto y su tenebroso vehículodesaparecieron en la oscuridad dela noche.

Cuando bajé a recibiros avuestra llegada, al divisar en ladistancia los fanales del carruaje através de la espesura del bosque,encontré algo significativo: elportalón del castillo que dabaacceso al foso exterior desde elpatio estaba cerrado, y Antoine, elmayordomo, me ayudó adesatrancarlo bajo una intensacortina de lluvia, que nos obligó a

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emplear todas nuestras fuerzas enconjunto...

—¿Cómo es posibleentonces, Eugène —Alphonse fijósu mirada en mí, mientrasremarcaba sus palabras—, queaquel personaje que entreví en elcentro del patio pudiera traspasaraquella puerta de hojas de roblemacizo de una cuarta de espesor? Mi silencio consiguientepudo aclararle en parte sus dudasacerca de mi opinión sobre ese ser.Asentí con la cabeza mientras

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confirmaba sus peores temores conmis palabras: —Lo que viste a través dela lluvia es lo que podríamoscatalogar como un ente inicuo —dije—, algo insustancial ypeligroso que toma cuerpo antenuestros ojos, amigo; no sé con quéotro fin si no es para atormentar anuestra pobre Éloise. En el fondome temo que subyace una oscuravenganza, desde el Más Allá, queva cobrando forma sin pausa, y esalgo de suma gravedad, porque

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escapa a nuestra capacidad paracontrolarlo... El ruido de un trueno en ladistancia ahogó mis palabras, ydurante unos instantes meditamos enel silencio de la noche. Poco después,acompañado de Alphonse, realicéuna rápida visita a mi habitación,que confirmó mis presentimientoscon respecto al avance del malsobre Mont-Noir.

Las agujas delSpiritometros habían oscilado de

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nuevo, dejando un gráfico aún másmarcado que en su periodo defuncionamiento anterior; aquelloconstataba en modo fehaciente —para acrecentar mis preocupaciones— que la energía de la presenciaespectral capaz de ser detectadapor el aparato se estaba haciendocada vez más evidente y seaproximaba. En esta ocasión habíatraspasado los muros de lafortaleza, llegando hasta el patio dearmas. Deduje con horror que elespíritu del fallecido Hugo

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Duchamp se acercaba, lento einexorable, hacía Éloise... ¡Inocentepresa de su venganza de ultratumba! Expliqué, de modo sucinto,el complejo funcionamiento ycualidades del artefacto aAlphonse, quien no dejaba demirarlo asombrado y con la máximaatención, escuchando mis palabrassobre lo detectado por la máquinaen el castillo. Cuando hube acabadomi exégesis exclamó, incrédulo: —¡Un aparecido, un serllegado de entre los muertos! ¿Es

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posible, Eugène? Me resisto acreerlo, tiene que existir unaexplicación lógica para todo esto.Vivimos en un mundo cada vez máscientífico, una sociedad donde todose experimenta y es ya casi posibleconstatar ¿por qué no?, su origen ysu destino final… —Alphonsetrataba de convencerse a sí mismocon sus propias creenciasestereotipadas— pero tú, amigomío, ser racional en mayor medidaque yo, que solo soy un pintor deilusiones visuales… ¿crees en

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verdad que pudiera haber una víaabierta entre los mundos del cuerpofísico y el alma inmortal quedesconocemos? —Sí, lo creo. Es, enrealidad —afirmé—, y sipudiéramos reducir toda lacomplejidad de lo inexplicable a unresumen en parte simplista perodidáctico, un resquicio por dondetodavía se filtra la esencia de laenergía que resta de lo que fuenuestra vida espiritual mientrasexistíamos en el plano terrenal; es

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la idea primigenia de lapervivencia del espíritu fuera de suenvoltura física, mortal ycorruptible; la noción de laTrascendencia en fin, que aúnpuede ser leída entre las líneas delos inaccesibles libros medievalessobre nigromancia, hechicería yotras artes oscuras, o en las ocultascreencias heréticas que no fuecapaz de destruir la Inquisición ensu exterminio sin sentido de cátarosalbigenses en el Languedoc o lacaza de brujas en el resto del

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continente... Regresamos entonces alsalón principal en la planta baja,habiendo acordado antes nomencionar nada a nuestro anfitrión,pues creíamos que ya estabasometido a bastante sufrimiento porla situación de su hermana Éloisepara además hablarle de loobservado por Alphonse en elpatio, amén de mis fundadassospechas del avance del «mal» ala vista de las pruebas observadasen el Spiritometros que se hallaba

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en mi cuarto. Una puerta se abrió anuestras espaldas, dejando paso aun Horace demacrado y con elrostro macilento por la falta dedescanso. Se dejó caer sobre unsillón mientras hablaba en unsusurro apenas audible, no sé biensi a nosotros o, en tono de súplica,a un quimérico dios en los cielos. —Se está apagando…como la llama de una vela cuyamecha se consume, Éloise se nosapaga —dijo—, y ocultó la pálida

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cara entre sus manos temblorosas...

XIV

Aquella noche no ocurrió nada másdigno de ser mencionado —segúnconsigné en mi diario, con alivio—y, cansados, nos retiramos a dormirun breve lapso de tiempo a nuestrashabitaciones. Con las primerasluces del día, mientras mi cuerpo seresentía aún de la jornada anterior yla falta de sueño, me acerqué en

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silencio por el pasillo a lahabitación de Éloise con el ánimode reemplazar a su inseparableMarie quien, casi desfallecida porel cansancio, se encontraba a lacabecera del lecho de la enferma. Agradecida por el relevo,la mujer se retiró a su aposentoabriendo la puerta con suavidad,pues no deseaba interrumpir elsueño del dueño de la casa, Horace,que dormía a pocos pasos de dondenos hallábamos y estaba en verdadnecesitado de un descanso

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reparador, debido a la frecuentevigilia nocturna a que le habíaconducido la situación de suhermana. Me situé junto a la enfermay cogí su mano, para hacerle sentirmi presencia. Éloise abrió suspárpados y, a pesar de estar entrance todavía, advertí que movía lacabeza hasta enfrentar su miradacon la mía y me pareció que mesonreía complacida —o al menoseso creí ver— de la misma yenigmática manera que, de vez en

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cuando, solía hacer cuando éramosjóvenes. Después se sumió denuevo en su estado de absolutainsensibilidad al entorno que lerodeaba. Admiré su belleza inclusoen esos momentos en los que apenasun leve matiz sonrojado teñía susmejillas; pero me preocupó laoscura sombra que crecía rodeandosus ojos, prueba inequívoca de laconsunción que se apoderaba de sucuerpo y espíritu, tal cual nos habíaadvertido su hermano horasantes.

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Durante el tiempo quepermanecí a su lado intenté ordenarmis pensamientos de forma quepudiera ser lo más preciso yeficiente tan pronto llegara Plateaua nuestro encuentro desde Lovaina.Necesitaba poder explicarle endetalle los hechos y plantearletodas mis dudas; pero en ningúnmodo deseaba mediatizarlo con misospecha, cada vez másfundamentada, sobre la posibleconexión —era indudable que parala desgracia de ella— entre Éloise

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y el espíritu de Hugo Duchamp.Presentía, sin lugar a dudas, que lamaldad de este último habíaencontrado una puerta abierta entreel mundo de los espectros y elnuestro para acercarse hasta ella.Yo quería que Plateau, con unamentalidad no manipulada a prioripor mis temores, fuera capaz deanalizar la situación con su visióncientifista e imparcial, y vislumbraruna posible salida o, en su defecto yen nuestra ayuda, poder recabar elconsejo del poderoso cerebro de

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Vincent Haelen, una vez establecidala procedencia de los fenómenosque constituían el calvariopsicológico al que se hallabansometidos los habitantes de Mont-Noir. Las horas transcurrieron lentasaquella larga mañana de esperapero, al fin, llegó el momento de lapartida, y poco después de comerme apresuré a llamar a Lucien conel propósito de que me condujera ala estación de Blois, donde

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esperaba encontrarme con Plateausegún el plan de viaje acordado conel profesor la tarde anterior. Dejé a Alphonse con elencargo de intentar reconfortar ladecaída moral de Horace, quelanguidecía sentado en una silla enla terraza almenada, con la miradaperdida en el horizonte que rodeabala fortaleza. Yo temía que perdierala esperanza en la recuperación desu hermana, y deseaba condesesperación que los nuevosactores en este drama —el profesor

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Haelen y su colega Plateau—pudieran aportar una solución quenos permitiera neutralizar lamaldición del agonizante hijo delenterrador...

* * * Recorrimos, con cierta dificultaddebido al mal estado del firme trasla lluvia caída, la magníficaarboleda que rodeaba la carreteraque llevaba a la estación delferrocarril —transporte que me

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resultaba bastante incómodotodavía, amén de ruidoso en exceso—; mientras podía presenciar laimponente mole del castillo deBlois, construido en la mismaépoca que Mont-Noir, aunque casidoblaba el tamaño de este último.Se hallaba en un perfecto estado deconservación, como si los maestroscanteros hubieran grabado susfirmas en la piedra, para dar porconcluido su trabajo y el de sucuadrilla, tan sólo el día anterior. Esperamos quietos en el

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apeadero de la estación mientras eltren que traía a Plateau hacía notarsu entrada usando el estridentesilbato; rodeada su máquina motrizpor grandes jirones de humo blancoque se evaporaban en espiral haciael cielo del atardecer. Conpreocupación observé que las nubesse tornaban cada vez másamenazantes sobre toda la región... «¿Podríamos tener un pocode paz, únicamente durante unasescasas horas, para poder llevaradelante nuestros planes?» —La

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pregunta martilleaba incesantementeen mi fuero interno, ansiándome conla desesperación del que luchacontra el tiempo que se le agota—.Mientras, nuestro insigne invitadose acercaba hacia nosotros por elandén con paso decidido. Conocía al eminente JosephFerdinand Plateau de otrosocasionales encuentros anteriores,habiéndome sido presentado por elprofesor Haelen, de una manerainformal, en su domicilio de la

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Universidad. Era un hombreelegante, de mirada inteligente ycuidado aspecto exterior —muydistinto del semblante serio eimpersonal que aparece en elinadecuado daguerrotipo que se lehizo por aquella época—; capazsiempre de exponer acertadasobservaciones y templado en sucarácter, que le convertía en unapoyo de gran validez en casos detensión extrema; por todo ello, laconfianza que Haelen depositaba enél no estaba infundada en ningún

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caso. Traía un voluminosoequipaje, que un mozo portaba enuna carretilla a su lado.

—¡Encantado de verle denuevo, Eugène! —me apretó lamano con su acostumbrada fuerza.Vengo expectante por el caso sobreel que me ha informado nuestrocomún amigo el profesor, quien lemanda conmigo sus más sincerossaludos. Espero que me ponga altanto de los acontecimientos segúnregresamos al castillo de su amigo

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Horace. Necesito oír de sus labioslas claves de esta experienciametafísica o enigma —llamémosloasí de momento—, para que juntospodamos elaborar un informedetallado que enviar a Haelen,quien se ha comprometido acontestarnos a la mayor brevedad,dada la urgencia del caso...

XV

Llegamos de vuelta a la silenciosa

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fortaleza casi al anochecer, y pudecomprobar como mis veladaspremoniciones tomaban cuerpo dela manera acostumbrada,cerniéndose sobre nosotros. Negrosnubarrones teñían la zona de Mont-Noir, como un oscuro presagio deotra noche infernal. Miré por elportillo trasero y vi como el sol seescondía por las tierras de la lejanaBretaña, donde se hallaba miañorada abadía del Mont-Saint-Michel, y me invadieron lejanos yagradables recuerdos.

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Fue en aquellas tierras —no tanlejanas en la distancia como en elrecuerdo— donde había dado formaa mi «Tratado», alojado en algunosmesones pintorescos de la zonacercana al complejo abacial, desdecuyas ventanas se podía atalayaraquella montaña mágica en toda suplenitud, custodiada por las aguasdel Atlántico cada atardecer. Perolo más triste en este momento delpresente era que, en otro tiempo ylugar, el intenso olor del campo

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húmedo que comenzaba a inundar elambiente hubiera sido tan evocadore inspirador del espíritu, y ahora setornaba encubridor de lúgubresaugurios.

Un potente rayo iluminó elcielo, ya nocturno, y se inició otravelada cuyo vaticinado desarrolloprefería ignorar mi mente, como unantídoto anímico contra unadolencia desconocida que secomienza a presentir. Después de una brevepresentación del recién llegado

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Plateau a Horace y Alphonse, en elmismo recibidor del castillo,subimos sin tardanza a visitar aÉloise en su alcoba. Marie se encontraba a sulado y nos chistó, poniéndose undedo en los labios, para que nomolestáramos a la hermosadurmiente, que aparecía antenosotros relajada y descansando enun estado de completa tranquilidad,aunque con los párpadosentornados, de manera que aún sepodían entrever sutilmente sus

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pupilas. Plateau rompió el silencioreinante usando un tono de vozsusurrante pero firme, pues deseabarealizar diversas pruebas que lehabían sido encargadas por Haelenpara poder establecer undiagnóstico de su estado psíquico, ycuya realización no admitía demoraalguna. —Necesito que nos dejeexaminar a la señorita, por favor —dijo con resolución a unaasombrada Marie, que se retiró

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hacia la puerta, no sin algunamuestra de descontento—. Es vitalahora —prosiguió— queestablezcamos con precisión laprofundidad del trance en que sehalla sumida nuestra queridaMadeimoselle Éloise; si es que mepuedo contar ya entre los amigos deustedes —miró a Horace desoslayo, que asintió con un levemovimiento de cabeza— por elmero hecho de haber sido invitadoa entrar en esta casa. Dicho esto, seacercó a la cabecera de la cama y

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comenzó un concienzudo examenfísico de Éloise. Los demástomamos asiento diseminados porla habitación, mientras el ama dellaves permanecía en pie apoyadacontra el marco de la entrada.

En primer lugar, Plateau letomó el pulso durante un largominuto para obtener el ritmo y lacantidad de sus latidos cardíacos; acontinuación abrió sus párpadospara estimar la dilatación de laspupilas, e hizo pruebas acercándolela luz de una vela y pasándosela por

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delante de los ojos, comprobando siseguía o no con la mirada la llamaque ardía frente a ella, y así evaluarel nivel de profundidad del tranceen que se hallaba sumida. Cuando terminó larevisión, movió su cabeza enactitud de negación, como siestuviera disgustado por elresultado de la misma. Yo intuíaque el estado general de la pacienteera grave; pero lo más perceptible aprimera vista era su hondapostración en lo referente al trauma

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psicológico y su falta absoluta derespuesta a estímulos externosbásicos, como la luz deslumbrantede la bujía frente a sus ojosentreabiertos. Volviéndose hacia Marie,que se hallaba atenta en el dintel dela puerta, Plateau preguntó: —¿Ha tomado la señoritaÉloise alguna clase de alimento enlas últimas horas, puede decirme? El ama asintió con lacabeza y contestó contrariada, comosi se estuviese dudando de ella con

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aquella pregunta. —Una sopa caliente estamañana, señor; he conseguido quela comiera en parte, aregañadientes, como cuando era unaniña pequeña. En los últimos díassu comida ha sido muy frugal; perono ha pasado uno solo en el quehaya dejado de hacerlo, puedoasegurarlo.

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—Muy bien, gracias.Puede retirarse si lo desea hastaque complete mi exploración.

Marie abandonó lahabitación camino del piso inferior.

Volviéndose hacianosotros, Plateau confirmó mispeores auspicios. —La señorita Éloise sehalla en un estado de trance «noinducido por un hechotraumático puntual y aislado»,observo, a tenor de los hechos y laspruebas presentes, pues un enfermo

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en ese tipo de crisis ha de seralimentado contra su voluntad y a lafuerza, so pena de grave riesgo demuerte por inanición; sin embargo,nuestra paciente es capaz deatender, al menosinconscientemente, a las súplicas aese respecto del ama de llavesMarie, a quien conoce desdesiempre. Este hecho, favorable anosotros en principio, tiene unavertiente oculta que me provoca unafuerte sensación de pánico. Nuestrajoven amiga y hermana se halla

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cada vez más prendida en una telade araña que escapa a los límites denuestro mundo material. Creo poderafirmar, sin lugar a dudas, que sudebilitado espíritu está siendoposeído —o al menos atraídodebido a su estado de leveconsciencia— y captado por unapresencia del más allá. Puede quesea ésta la del vil Hugo Duchamp,su difunto prometido, a tenor delalcance de los hechos que me hansido relatados por Monsieur Duboisdurante el trayecto hasta aquí; pero

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también podría ser cualquier otroente desconocido suspendido entreeste mundo y el de los muertos,como hemos podido observar enalgunos casos de transmigración dealmas, ¿no, Eugène? —dijo,enarcando sus cejas y mirándomemientras guardaba su instrumentalmédico en el pequeño maletín deviaje. Joseph Plateau meadmiraba en verdad; aunque erafísico de profesión, sus saberesabarcaban por igual los diversos

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campos de la ciencia y la técnica;un hombre adelantado a su época,en suma. Asentí con la cabeza yreafirmé sus palabras: —En efecto, algunos casosasí se nos han presentado, amigos.Este mundo que disfrutamos conplenitud en lo real y tangible,esconde a veces bajo su livianasuperficie, como asegura MonsieurPlateau, algunas sorpresasdesagradables en ese sentido.Invocaciones a determinados

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difuntos conocidos, medianterituales nigrománticos comunes, noshan traído a otros ajenos enrespuesta, provocando las más delas veces estados de profundohorror en los asistentes a lassesiones espíritas. —Pero aquí se produce uncambio sustancial e importante —Plateau interrumpió mis palabras,enérgico— y esto es positivo paranosotros, señores, porque lapresencia espectral no ha sidoconvocada por los aquí presentes o

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ningún médium errado en su oficio;el alma irredenta de Hugo se nospresenta reclamando a la señoritaÉloise como un resarcimiento a supropia muerte; es quizá más eldeseo de venganza contra Horaceque su anhelo de poseerla a ella loque le acerca, implacable, a nuestraesfera existencial. Y es positivotambién porque conocemos alatacante y podremos explotar susdebilidades si estudiamos elentorno que le vio con vida, y a laspersonas sobre cuya esencia

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espiritual podría apoyarse paracaminar por este mundo…

Plateau se acercó entoncesa una pequeña mesa con sillas quese encontraba dispuesta en unrincón poco iluminado de lahabitación y nos conminó asentarnos alrededor de ella ensilencio; como si no quisiera queÉloise, que en ese momentodescansaba con una cierta placidez,pudiera escuchar algo de lo quedecíamos. —Según mi experiencia

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previa —continuó en un tono de vozapenas audible y casi a oscuras, ano ser por una vela central queiluminaba de forma cadavéricanuestros rostros— y lasprovechosas conversacionessostenidas durante largas veladascon el profesor Haelen en su casade Lovaina, el mejor método deactuación radica en quebrar laligazón psíquica que se haestablecido entre el ente dominadory el sujeto víctima del mismo,mediante el uso de las variadas

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técnicas que nos brinda elcientificismo moderno; de esamanera romperemos el maleficioque los encadena fatalmente...¡Destruiremos el nexo de unión,trayendo de nuevo a nuestro mundoreal a la señorita Éloise! El entusiasmo de Plateaunos contagió y, por unos momentos,nos sentimos liberados del pesadoyugo con el que cargábamos desdehacía tiempo. A través del ventanalexterior que se vislumbraba desdedonde yo me encontraba sentado, la

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noche amenazaba tormenta pero,por primera vez desde mi llegada aMont-Noir, me hallaba con fuerzassuficientes para hacer frente acualquier cosa que quisieraenturbiar la paz de aquel lugar. —Pero un hecho taninquietante como la acumulacióntemporal de los diversos fenómenosque se están sucediendo debe teneruna explicación fehaciente, ¿nocreen? —preguntó Plateau acontinuación, buscando tal vez unarespuesta razonable entre nosotros.

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Horace, que habíapermanecido en silencio todo eltiempo, entre ausente y en parteesperanzado, habló entonces,mientras revisaba con sus ojosentornados un pequeño almanaquede bolsillo que sostenía entre susmanos, con el cual parecía hallarsecalculando fechas en el tiempo. —Estos días se cumple unaño del luctuoso duelo que tuvolugar entre Duchamp hijo y yo —dijo— y os juro que, de habersabido lo que habría de ocurrir,

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bien me hubiera dejado matar por élsin temor alguno, que ver ahora elsufrimiento de mi pobre hermanaÉloise; tan ajena a losinsospechados avatares que eldestino nos tenía reservados... —¡No deseo oír de nuevoesas palabras en su boca, miestimado caballero! —cortó enseco Plateau—. Les prometo queharemos todo lo que esté ennuestras manos para detener elproceso diabólico que se hadesencadenado en esta casa en los

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últimos tiempos. Pero señores,déjenme explicarles por encima enque consiste el tratamiento parapoder retrotraer a la realidad a unsujeto que ha sufrido un choqueemocional… Horace, ¿puede porfavor ordenar a Marie que regrese acuidar a la señorita mientras nosdirigimos a la habitación que hantenido la amable deferencia deponer a mi disposición? Perfecto,gracias. Allí tendré el honor demostrarles, si me lo permiten, unaparato de mi propia invención, que

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tal vez pueda ayudarnos. Creo, porotro lado, que ya tienenconocimiento del prodigiosoSpiritometros, invento compartidode mi colega el profesor Haelen yel presente Eugène, ¿no?; bien, yaoigo llegar al ama de llaves.Síganme a mis aposentos, pues.

XVI

E l fenaquistiscopio, nombre del

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invento del que les he hablado antes—y aparato novedoso en su origen,si me permiten afirmar conmodestia—, consta en esencia de undisco con dieciséis imágenesdibujadas en serie sobre susuperficie… —comenzó a decirPlateau, mientras yo le ayudaba ensu explicación, sosteniendo con mismanos el artilugio—. ¿Hasta ahoratodo correcto, d'accord? Puesbien, basados en la teoría de lapersistencia de la visión en laretina[42] (la cual nos habla de

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que lo que vemos permanece comoresto una décima parte de segundoen nuestros ojos), si hacemos girardicho disco frente a un pequeñoespejo vertical y el observadormira a través de las ranurasdispuestas a intervalos regularesentre todos los dibujos, llegará éstea ver las imágenes en movimientosecuencial.

Hasta aquí todo loexpl icado es comprensible, ¿loasimilan?, perfecto. Pero un efectocolateral que descubrió por

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casualidad en su clínica mental unantiguo conocido mío —el afamadopsiquiatra Hans Jant—, es que estavisión móvil era capaz de afectarpositivamente a los sujetos que sehallasen sumidos en un tranceagudo, si eran enfrentados —dentrode los cauces del rigor científico—al motivo u objeto causante de suestado de enajenación,devolviéndolos en algunos casos ala realidad que nosotros damos porválida. Para ello, el doctor Jantdiseñó una serie de discos con

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dibujos específicos que, al servisionados, proyectaban en la mentede los enfermos las imágenes delsujeto, objeto o hecho que eranposible causa estimada de sutrauma; algo similar a lo que seconsigue durante las sesionesdonde, mediante el hipnotismo, sehace retroceder al paciente a laprobable fuente originaria de susdolencias mentales; aunque conresultados terapéuticos dispares,eso sí, puedo asegurarles. Lasenfermedades de la «psique» no son

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una ciencia exacta. Plateau tomó aliento, comoqueriendo preparar a los que allínos encontrábamos —y queconstituíamos su exigua y entregadaaudiencia—, para hacernos unaproposición. —Mi idea —continuó,dirigiéndose sobre todo a Horace—es utilizar el fenaquistiscopio parasacar del trance a su hermanamediante la proyección de discossimilares a los que poseo, loscuales ya han sido usados con éxito

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antes de ahora. —¿Existe algún riesgograve de que algo pudiera sucederlea Éloise? —preguntó inquieto éste,mientras el físico le calmaba con unademán tranquilizador de susmanos. —He presenciado loscompetentes experimentos de HansJant y puedo asegurarle, amigo mío,que no hay motivo por el quealarmarse. Si no surte la prueba elefecto deseado, el paciente continúaen el mismo estado de postración

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previo al ensayo clínico.Procederemos a disponer loselementos necesarios para laprueba a la mayor brevedad, estamisma noche y en este precisomomento, si me da usted supermiso... Entonces sucedió lo que yomás temía aquella velada. Un brutalrelámpago rasgó la opaca bóvedanocturna seguido por un atronadorestruendo, y supe que nosenfrentábamos a nueva pruebainfernal desde el silencio que

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prosiguió al trueno… Salimos al pasillo contemor, deteniéndonos en la mismapuerta de la habitación de Plateau,situada al final de la galería, que enesos momentos se veía iluminabapor los rayos eléctricos quesurcaban el cielo nocturno. Lahabitación de Éloise se encontrabaa medio camino entre nosotros y elfinal de la zona acristalada. Y entonces lo vimos concompleta nitidez. Al fondo, donde

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comenzaban los ventanales,enfrentado a nosotros en actituddesafiante y vestido por entero denegro como la última vez que se levio con vida, se hallaba el difuntoHugo Duchamp, aunque su caraaparecía desfigurada, como unrostro que comenzaba a mostrar losinevitables rasgos de la corrupciónpost-mortem, mientras susemblante cerúleo nos devolvía unamirada feroz. Un frío glacial recorrió laatmósfera vacía que nos circundaba

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y nadie de entre nosotros pudo, nitan siquiera, avanzar un paso.Estábamos petrificados sobrenuestros pies por la horrenda visiónque, por un instante, pareciódeslizarse por el suelo, sin rozarlo,recorriendo parte del trecho que leseparaba de la cercana habitaciónde Éloise. Entonces, como por unresorte interior que se hubierapuesto en marcha al unísono, todosdimos un paso al frente, con elánimo —tengo la certeza— deprotegerla de aquel monstruo que

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pugnaba por arrebatárnosla. De repente, una ventanafue casi arrancada de su marco poruna ráfaga de viento, golpeando congran estrépito contra la adyacente algirarse sobre si misma conviolencia; todos sus cristalescayeron al suelo deshechos en milpedazos, proyectados comobrillantes agujas por toda lamoqueta que cubría el pasillo.Cuando levantamos la mirada otravez, la aparición había cesado;nada quedaba en el lugar donde

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unos segundos antes nos desafiabael espectro de Hugo Duchamp. Unos pasos nos llegaronpor la escalera que ascendía desdela planta inferior, y allí apareció undesencajado Antoine, quien noparaba de decir que algo intangibley frío le había traspasado el cuerpomientras subía la vacía escalinata,adonde había llegado alarmado porel ruido del ventanal roto. El rostrodemudado del mayordomo dabaprueba de la veracidad de lo que,evidentemente, le había sucedido.

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Yo mismo, años atrás, depaso en un viejo conventoreconvertido en hospedería, tuveuna vivencia similar al llegar a lazona donde antaño estuvieron lasceldas de las monjas. GeorgesConti, un amigo mío que meacompañaba en aquel viaje, fuetestigo del suceso; según mecomentó algún tiempo después delincidente, todavía impresionado alrecordarlo, mi expresióndesencajada por lo sentido allí lodecía todo. Jamás había vuelto a

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reparar en ello hasta ahora. Mientras Horace calmabaal inquieto Antoine y Marie salía alpasillo para interesarse por loocurrido, sin perder de vista a «su»Éloise, Plateau nos cogió aAlphonse y a mí en un aparte. —Sobran ya todas lasprecauciones que se han tomadoustedes para no preocupar a nuestroanfitrión y amigo —afirmó sin bajarla voz, como queriendo que todo elmundo oyese sus palabras: —¡Ahora la situación se ha tornado de

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riesgo de muerte, señores! —dijo—y volvió a toda prisa al interior desu habitación, para comenzar lospreparativos.

XVII

Horace consiguió al fin que Antoinese tranquilizara y le ordenó quehiciera guardia en el piso inferior,situando a Lucien, con un pequeñorevólver Lefaucheaux, frente a lapuerta de su hermana, ordenándole

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que no se moviera de allí nipermitiera la entrada de nadie sinsu consentimiento. Respecto aMarie, no hizo falta advertenciaalguna, pues la mujer, viendo elcariz que tomaba la situación y, auncomprendiendo poco o nada delasunto, volvió presta a la cabecerade la cama de la paciente,prometiendo no despegarse deaquel rincón, «aunque me matasenseñor, no dejaría sin cuidado a miniña Éloise» —dijo, con suspropias palabras.

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Dejando a buen recaudo lacasa, Horace nos condujo a unahabitación disimulada al final de lagalería (pasadas las puertas quealbergaban la toilette y el bañoturco), cuya entrada estaba tan biencamuflada que apenas se distinguíadel resto de la ornamentación de lapared, y que constituía su sala deesparcimiento. Dentro encontramostodo lo necesario para el recreo yel descanso: una espléndida mesade billar de tapete azul; dardos condiana de pared al gusto británico y,

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al fondo, para culminar el conjunto,al lado de una ventana sobre elbosque que rodeaba el no muylejano cementerio de las ÂmesSaintes, se hallaba un modelo apequeña escala, a medio terminar,del hermoso navío Le SoleilRoyal, buque insignia de nuestraflota en los tiempos del gran reyLuis. Horace nos indicó algunostaburetes que rodeaban el billar ytomamos asiento, mientras Plateaupermanecía en pie. Su rostro

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aparentaba tranquilidad aunque yo,que empezaba ya a interpretar sulenguaje físico visible, inferí quetras la fachada de fingidatranquilidad bullía una honda ylatente preocupación.

—Los acontecimientos seprecipitan sin solución decontinuidad, amigos —dijo elfísico, circunspecto—. Hemos sidotestigos de que el poder de eseperverso ser está creciendo, puescada vez se halla más cerca deobtener su objetivo final y tomar

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cumplida venganza de usted,Horace, en la persona de suinocente hermana, a quien debemosproteger en su débil estado actualcon cualquier medio físico posibleque tengamos a mano, como haordenado antes muy certeramente aAntoine y Lucien. Pero me temo queno podremos detener a ese ente novivo que nos acecha sólo con el usode pólvora y municiónconvencionales.

Me propongo, —respirócon intensidad antes de seguir—

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someter a tratamiento aMadeimoselle Éloise mediante eluso del fenaquistiscopio que hetraído conmigo; mejor si puede sercomenzado el procedimiento en laspróximas horas, como ya lescomenté esta noche. Horace, con la cabezaentre las manos y a punto desollozar, pues se veía impotente aligual que nosotros para defender asu hermana, asintió. —Adelante MonsieurPlateau, dispone usted de mi

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sincero permiso —dijo nuestroanfitrión, sacando fuerzas deflaqueza, mientras nos miraba a losdemás buscando nuestra aprobacióntácita—. Confío en su experienciaen estos casos, como todos lospresentes; creo decir bien. Dígameque tenemos que hacer y nospondremos a ello. Y que Dios lebendiga por la ayuda que nosbrinda; ocurra lo que ocurra, tendrámi gratitud eterna por sus desvelospara con nosotros. El físico belga sonrió por

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primera vez aquella noche,emocionado, mientras nos decía: —Voy a necesitar de losinestimables servicios de nuestroadmirado pintor Alphonse, cuyaobra conozco en parte ya, a pesarde su juventud. Un «Moret» cuelgadel salón del profesor Haelen enLovaina, en lugar preferente, desdehace unos meses; de ahí miconocimiento de su pintura. Levaticino un gran éxito, tiene ustedmi total confianza en ello. El pintor agradeció el

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gesto y se ofreció a Plateau sinreservas para ejecutar la tarea, decarácter pictórico no cabía duda,que tuviera a bien ordenarlePlateau.

El encargo del físico belgaa Alphonse, aquella noche, no pudepor menos que calificarlo deextraordinario en mis apuntes sobrelo sucedido aquellos días, dadas lasnotorias circunstancias que nosrodeaban y la escasez del tiempopara realizarlo. Se trataba, ni másni menos, de usar en nuestro

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provecho el don que habíadepositado en nuestro amigo elpintor «ese dios esquivo que rigenuestros destinos», en palabras deHorace.

El cometido era singular ensí mismo; Alphonse habría dereproducir una serie de figuras enmovimiento secuencial en losdiscos vírgenes facilitados porPlateau, tal como habíamos podidoentrever en los que nos enseñó elfísico al mostrarnos el aparato desu invención.

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Hasta ahí podía parecertodo normal —aunque cualquierapodría haberlo tachado de completalocura si no se estaba enconocimiento de las circunstanciasque vivíamos—, a excepción delobjeto que habría de representarAlphonse gracias a sus dotesartísticas. Plateau le rogó hiciera unesfuerzo mental considerable ypintara sobre la superficie virgende uno de los discos... ¡Un largocoche fúnebre acristalado enmovimiento!

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El carruaje habría de seruna copia lo más exacta posible delque poseían los Duchamp para losentierros. Partiendo del dibujooriginal, debían obtenerse copias ensecuencia del mismo, de modo queal girar el disco, se reprodujera lamarcha de la carroza mortuoria.Plateau cogió por el brazo aAlphonse y le condujo junto a laventana, a la vera de la maqueta delnavío, tan lejos de nosotros comopara que no pudiéramos oír lo queconversaban. El pintor se separó,

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extrañado por lo que le decía elfísico; al fin, pareció recapacitar yaceptó lo que le era sugerido poraquél. Con el rostroensombrecido por lo escuchado,Alphonse volvió hacia nosotrosdejando al belga mirando hacía laventana oscura, donde apenas seveían ya algunos relámpagosaislados; la tormenta, ahora tanlejana en el horizonte, parecía notener relación alguna con nada de loque hubiera pasado aquella noche

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en Montenegro.

* * *

XVIII

Alphonse se acercó a un caballetedel tipo usado au plein air,[43]—situado en el interior de unmirador colgante sobre el muro dela fortaleza—, el cual sostenía unlienzo apaisado al óleo con un

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paisaje boscoso apenas perfilado—los delicados trazos de la pinturareflejaban la delicada mano deÉloise—; cogiéndolo con sumocuidado, lo depositó en el sitial dela ventana. Sobre el soporte demadera situó un disco en blanco delos utilizados en elfenaquistiscopio, suministrados porPlateau, y rebuscando en el plumierdel atril, eligió diversas pinturas decolores apagados. Entornando losojos, hizo un esfuerzo mental ycomenzó a perfilar la silueta del

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coche fúnebre, que ya casi todos lospresentes habíamos observado enun momento u otro en la carreterafrente a la entrada del castillo. —Me llevará algún tiempo—dijo el pintor sin volver la vistaatrás. Será mejor que descansen unpoco; con uno que trabaje por ahoraes suficiente. —Tiene razón, MonsieurMoret —afirmó Plateau. Hastamañana no podremos hacer nada alrespecto. Además, antes de empezarcon el tratamiento, necesito hacer

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una consulta adicional al profesorHaelen, e informarle del caso enigual medida. Se dirigió a míentonces: —¿Eugène, me podríausted acompañar hasta la localidadmás próxima con oficina detelégrafo tan pronto como nos seaposible? Asentí. —Por mí no hay problema,Joseph. Mañana temprano nosacercará Lucien a Vendôme, desdedonde podrá usted contactar con el

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profesor. —¿Necesitas algo más denosotros, Alphonse? —intervinoentonces Horace, dirigiéndose alpintor, ensimismado en sus dibujos. Pero aquel no contestó,concentrado en su labor. En silencio, abandonamosel cuarto de juego y pintura,dirigiéndonos a nuestrasrespectivas habitaciones paradescansar unas pocas horas, almenos, pues el cansancioacumulado comenzaba a hacer

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mella en los cuerpos y espíritus deaquella singular comunidadcongregada por los azares deldestino.

* * *

Parecieron haber transcurrido tansolo unos pocos minutos desde elmomento en que me habíaderrumbado agotado en la cama,cuando comenzaron a penetrar lostibios rayos de la luz solar por lasventanas del fondo de mi

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habitación, anunciando que alparecer, por lo menos durante aquelnuevo día, la Naturaleza nos daríauna tregua en esta lucha contra lodesconocido. Con cuidado, caminandoen silencio por la galería, meacerqué a la puerta entornada dondetrabajaba Alphonse. Seguíapintando sin desfallecer, inmerso afondo en su arte, que le hacíasostenerse en pie más allá de loslímites humanos, pues llevaba sindescansar más de una jornada

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completa; en situación denormalidad no constituiría un granesfuerzo, pero estábamos sometidosa una gran tensión emocional. En surostro se apreciaba la preocupaciónde saber que su contribución eravital en este momento de máximainquietud y no quería fallarnos.Cuando concluyera su quehacertendría tiempo de sobra pararelajarse, porque el resto deltrabajo se hallaría en las manos delos demás. Observé que ya había

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finalizado el disco que le habíaentregado Plateau horas antes, yaque la pintura se estaba secandosobre una silla junto a unacontraventana abierta de labalconada y, para mi completoasombro, ahora se encontrabatrabajando en otro distinto que nopude ver con claridad, pues élmismo, con su cuerpo, me tapaba lavisión de este último. Parecíarepresentar aquel dibujoesquemático una figura humana;pero desde la distancia no se podía

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discernir a quien pertenecían losdifusos rasgos. Aquello me intrigó,lo confieso, pues no me resultabadesconocida la marcada fisonomíadel personaje; no queriendointerrumpirle en su importantelabor, abandoné mi posición deespía para bajar al piso inferior. La doncella estabasirviendo un pequeño refrigeriomatinal en el salón de té cuandollegué. Dentro me esperaba unexcitado Plateau, quien no parabade apuntar notas en un pequeño

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cuaderno de viaje que tenía abiertosobre la mesa central, mientrastomaba sorbos distraídamente de unaromático café au lait. Me saludó con la mirada ysiguió escribiendo. Se palpaba enel ambiente y en su dinámica actitudque aquél era uno de los grandesdías de investigación para él, yquería tener todos los cabos bienatados para que nada pudieraquedar en manos del azar. En susexpertas manos se hallaban tanto larecuperación psíquica de Éloise

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como la de su mermada saludfísica, pues el deterioro corporalque mostraba en esos momentos eraya evidente; apenas se alimentaba, yeso gracias al esmerado cuidadoque Marie tenía para con ella. Esperaba yo, por mi parte—con igual ansiedad a la quemostraba Plateau—, que el solícitodoctor Blanchard apareciera encualquier momento durante lamañana y le pudiera suministrar a laconvaleciente enferma algunos delos famosos concentrados nutritivos

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británicos de los que nos habló, yque él podía proporcionarnos confacilidad por su condición médica,pues ya empezaban a circular pornuestro país bajo prescripción. Dehecho, me extrañó que no se hubierapresentado ya a primera hora, dadala gravedad del asunto; pero supuseque estaría atendiendo algún parto uotra urgencia semejante encualquier otra zona remota de lacomarca. Lucien, vestido con el trajey capote de conductor, se presentó

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en el marco de la puerta Rococó delsalón, anunciando que el coche yaestaba dispuesto para partir hacia laoficina de telégrafos de Vendôme.Plateau recogió su cuaderno de lamesa y, sin dejar de leerlo, nossiguió al patio exterior, donde loscaballos relinchaban inquietos;actitud inesperada que me preocupópor sus posibles connotaciones,máxime en la claridad de aquellasoleada mañana que nada malignopresagiaba.

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XIX

El camino más corto a seguir parallegar a Vendôme nos conducía através del bosque que llevaba alpueblo de Loire, aunque tomandouna desviación hacia el norte unalegua antes de llegar a éste. Elsilencio más absoluto reinaba entrelos árboles, cuyas hojas eranapenas agitadas por alguna brisa detarde en tarde. Al llegar a la zona másumbría de la arboleda, donde las

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ramas se tocaban formando un túnelvegetal, vislumbramos en ladistancia la calesa del doctor,detenida a un lado del camino. Alacercarnos, pudimos comprobarque llevaba varias horas allí, porestar tanto el equino como elvehículo cubiertos por completo derocío y humedad, con todaprobabilidad desde la nocheanterior. De los ollares del caballosurgían largas nubes de vaporcuando, constantemente y como sideseara llamar nuestra atención,

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inclinaba su alargado cráneo yrozaba con el bocado algovoluminoso que se hallaba a suspies. Detuvimos nuestrovehículo a su lado con prevención yLucien saltó presto a investigaraquel bulto inerte. Preso del horrormás absoluto, retrocedió un paso yse volvió hacia nosotros. Al nopoder el joven articular palabraalguna, Plateau y yo bajamos delcoche y nos acercamos. Era el prominente cuerpo

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de Blanchard el que teníamosdelante; al girarlo pudimos apreciarsu cuello y rostro llenos de marcasvioláceas en forma de difusashuellas digitales, como si alguien lehubiese oprimido con brutalidad lacabeza con las manos; pero no losuficiente como para producir sumuerte por asfixia, pues la gruesapapada del médico lo hubieraimpedido. Lo que másimpresionaba era la mueca horribleque reflejaba su cara. Con todacerteza podíamos afirmar que había

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muerto de un paro cardíaco poralguna visión espantosa, cuyaimagen parecía estar todavíagrabada en el fondo de susretinas… Como aconsejaba en surecién publicado libro «La Lettrevolée et autres cas: une nouvelleméthodologie appliquée à larecherche»[44] el brillanteinvestigador y criminólogo parisinoC. A. Dupin, revisamos conminuciosidad el lugar dondehabíamos hallado el cuerpo en

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busca de algún indicio que pudieradelatar al agresor, sin hallar nadapor desgracia; aunque —afirmoaquí con la rotundidad de lasospecha fundamentada— tantoPlateau como yo recelábamos porigual sobre el origen real delmacabro suceso ocurrido allídurante la pasada noche; peroninguno lo confesó de maneraexplícita. —Es inútil, no podemoshacer nada por él —dije—. Lalluvia ha borrado todas las huellas;

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no perdamos el tiempo. No haypistas que seguir y debemoscontinuar, si está de acuerdoconmigo, Joseph. El físico asintió y,arrancando una hoja de su pequeñocuaderno de notas, escribió unsucinto resumen de lo hallado ynuestra disposición a declarar comotestigos donde fuera necesario,adjuntando nuestra dirección actualen Mont-Noir. Tras ello, concuidado, envolvimos a Blancharden la manta que llevaba en el baúl

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de la calesa para abrigarse en lasfrías noches de la comarca.Registramos con todo el esmero sumaletín en busca de losmedicamentos que suponíamos traíapara Éloise; pero no hallamos nadaen su interior, como si alguienexperto en la materia lo hubierarevisado a conciencia, sustrayendotodas las botellitas y ampollas quecontenían las medicinas, junto conla caja de metal donde estaban lasjeringas y agujas hipodérmicas.Plateau cogió el papel escrito por

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él y lo prendió con el alfiler de sucorbatín en el cinturón que sujetabael mantón alrededor del cadáver deldoctor. Reiniciamos el camino hacia Loire,conmigo a las riendas de nuestracalesa, mientras Lucien conducía elvehículo de Blanchard detrás denosotros. Al llegar al cruce dondedebíamos desviarnos haciaVendôme, el muchacho bajó alsuelo y susurró algo al oído delcaballo del doctor. Azotándole en

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el lomo, el coche partió camino delcercano pueblo con el cuerpo delextinto médico; tiempo habría luegopara dar las explicacionesoportunas a la Autoridad; peroahora necesitábamos acelerarnuestros pasos al máximo. La vidade Éloise Montenegro pendía de unfrágil hilo, en mayor medida queantes, ahora que no disponíamos delos preparados nutritivos deBlanchard; su muerte por la severainanición debida al trance en que sehallaba sumergida era cuestión de

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pocos días.

* * * Llegamos en corto espacio detiempo a Vendôme, pues Lucienfustigó a los caballos durante casitodo el trayecto, con gran dolor porsu parte, porque el muchacho era denaturaleza bondadosa y le apenabamaltratar a los animales, según nosrepetía una y otra vez, lloroso,mientras utilizaba el látigo conprofusión, pues se trataba de la vida

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de «su señorita Éloise».Una vez personados en

nuestro destino, tuvimos queesperar casi media mañana en laoficina postal y telegráfica de lalocalidad sin poder hacer nada, pordesgracia. La fuerte tormenta de lanoche anterior había dañado losdelgados cables de cobre por dondese transmitían los vertiginososimpulsos eléctricos queconformaban los mensajes,impidiendo la comunicación hastaque fuese solventada la avería por

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los operarios que realizaban elmantenimiento de los postestelegráficos. El problema es éstosque se desplazaban en losaparatosos velocípedos tipoMichaux; «más modernos peromucho más lentos que las fielesacémilas, ya saben», nos dijo conestudiado sarcasmo elfuncionario…

Cercanos a ladesesperación, el telégrafocomenzó a emitir pitidosdiscontinuos y supimos que la línea

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estaba de nuevo en funcionamiento.Plateau, exacerbado por el

retraso, entregó al telegrafista unmensaje escrito en mayúsculas paramayor claridad, y el hombre —como ya le pasara antes conmigo—expresó un grado sumo de extrañezaante el texto que debía teclear en elaparato, mirándonos de soslayo.Aprecié la gran discreción quehabía tenido el físico paracomponer el texto del telegrama,que basó en la terminologíaconvencional empleada por mí en el

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que yo les había enviado a Lovainaen mi primera comunicación. Unavez terminado, me lo enseñóbuscando mi conformidad. Lo quepude leer mostraba con claridad lagrave situación a donde nos habíanllevado los acontecimientos:

De Plateau a Haelen desdeMont-Noir, Loire: SujetoFemenino E.M. continúa entrance psíquico profundo.Observa Estado Crítico porinanición. Conveniencia

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uso fenaquistiscopio hoymismo. Fenómeno exógenoconfirmado. Ente en tercerestadio aproximación.Crisis coincidente confenomenología eléctricacomprobada. Solicitud deconformidad utilizacióntotal fenaquistiscopioexperimental. Posible usonecesario en dos fases.Espero respuestaafirmativa. Urgente. Fin.

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Una vez enviada laapremiante misiva nos dirigimos,por recomendación del telegrafista,a un petit restaurant cercano,donde tomamos un breve refrigerioa base del excelente fromage delPaís, que casi nos obligamos acomer sin apetito, sometidos comoestábamos a la fuerte tensiónemocional de esos momentos. «¡Un buen vaso de absentaen la posada es lo quenecesitaríamos ahora!», pensé

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mientras pasábamos enfrente deaquella; pero necesidades másurgentes acaparaban nuestraatención ahora y debíamos tener lossentidos en perfecto estado de uso;nuestras facultades se veríanafectadas por los vaporesalcohólicos de aquel potentebrebaje si lo ingeríamos, y deninguna de las maneras podíamospermitírnoslo en tan crucialmomento.

Volvimos caminando, ensostenido silencio, a la oficina de

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correos. —Acaba de llegar estemensaje para ustedes —nos dijo envoz alta el telegrafista segúnaparecimos por la puerta de laoficina postal— y lo esgrimió antenuestros ojos, agitándolo.

Plateau prácticamente se loarrancó de la mano. —¡Gracias, muchasgracias de todo corazón por sutrabajo, caballero! —respondiócasi gritando al funcionario, y sesentó en el banco de espera junto a

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la pared, pasándome el telegramapara su lectura, pues el físico yamostraba claros síntomas de unaceguera prematura, consecuencia desu experimentación con post-imágenes solares.[45] Tomandoasiento a su lado, comencé a leerleel texto de Haelen:

Prof. Haelen a Plateau enM.N., Loire: Comiencenexperimento sin demora.Vital asegurar completocontrol funcional durante

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el mismo. Abortar en casocontrario. Primordialsiempre salud psíquico-física sujeto femenino.Recomendada segunda fasesolo si fuera necesaria.Consulta y/o informeposterior si procede.Suerte. Fin.

—¿Segunda Fase? —pregunté, intrigado. Supongo queesto tiene que estar relacionado conel segundo disco que esta mañana

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temprano seguía pintandoAlphonse... —Todo a su debidotiempo, mi estimado Eugène. Es unasegunda parte opcional delexperimento; si no funciona unprimer intento tendremos una cartamás en la baraja a posteriori, porfortuna —sentenció Plateau, yabandonó la oficina sin despedirsedel hombre que nos mirabaextrañado desde el telégrafo. Afuera nos esperabaLucien, listo para partir según

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subimos al coche.

XX

De regreso en Mont-Noir, hallamosa Horace conversando en el patiointerior con un agente de lagendarmerie de Blois. Tan pronto nos dejó Luciencon ellos, ofrecimos lasexplicaciones pertinentes al policíasobre lo sucedido en la carretera, ycómo habíamos enviado el cadáver

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del médico Blanchard en su calesahacia Loire. Nos excusamos por nohaber acompañado al fallecidohasta la cercana población, debidoa nuestra perentoria necesidad derecabar consejo y auxilio médicopara Madeimoselle de Montenegro,enferma de gravedad en susaposentos. Enseñé al agente el recibode la oficina de telégrafos deVendôme (por definición yoguardaba todos los documentos decada caso en que tenía la ocasión

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de participar, para poder analizardesde un plano objetivo y una vezconcluido todo lo sucedido duranteel desarrollo de los hechos), eindicamos con exactitud el lugar delbosque donde habíamos hallado elcuerpo del doctor, con la totalconvicción de no haber identificadohuella alguna de animal o personacomo posibles causantes de lamuerte, al haber sido borradas casicon toda certeza por la acción de lalluvia torrencial que había anegadola comarca durante la noche

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anterior. Lavalle, pues tal era elapellido del gendarme, aceptó demala gana las explicaciones dadasy, no encontrando más quepreguntarnos sobre el turbio asunto,decidió dirigirse al lugar dondedescubrimos a Blanchard, en laencrucijada entre Vendôme y Loire. Horace ordenó a Lucienque acompañara al policía paramostrarle el sitio exacto donde fuehallado el cadáver del médico. Durante el breve

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interrogatorio, me fijé en quePlateau no pronunció palabraalguna; estaba demasiadopreocupado e inmerso en profundascavilaciones sobre el experimentoque tenía que llevar a cabo. Observé como salían porel puente levadizo Lavalle y Luciencamino del bosque, y deseé que elagente se diera satisfecho connuestras parcas explicaciones, puesel verdadero alcance de toda lahistoria que rodeaba la enfermedadde Éloise sería imposible de

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relatar; me reafirmaba en micreencia de que todo aquellocarecería del menor sentido paraaquellos que no estuvieran ennuestro círculo más íntimo, sin dudaalguna. Plateau, notando miabstracción, me tocó en el brazopara sacarme de mis pensamientos,y nos dirigimos a iniciar eltratamiento e intentar recuperar aÉloise desde las profundidades desu trance psicológico.

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* * * Encontramos a la paciente en unalarmante estado dedesmejoramiento. Su tez, tan pálidaahora, hablaba con claridad decómo se estaban agotando lasreservas de su organismo; larespiración era apenas un hálito yno teníamos remedio nutritivoalguno que suministrarle ahora, conla desaparición de los preparadosbritánicos, tan necesarios para suprecaria salud, que había prometido

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conseguir el infortunado Blanchard. Alphonse se hallaba a lacabecera de la cama, mientras unadesesperada Marie intentaba que lajoven enferma tomara siquiera unacucharada de caldo, sinconseguirlo; tal era el grado depostración de nuestra queridaamiga. Horace se dejó caer en unasilla al fondo de la habitación,deprimido por la situación de suhermana. Plateau y yo nos pusimosen marcha, y lo ayudé en el montaje

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del fenaquistiscopio. Era éste unextraño aparato, de apariencia y usoininteligible para ojos profanos.Pero suponía una muestra más delgran avance científico que, en estesiglo XIX, ya comenzaba a mostrarsus frutos en el tratamiento deenfermedades y grandes epidemias;aunque todavía quedaba un largocamino por recorrer. Me extrañabala actitud de la gente apegada aún ala arcaica sociedad del AncientRegime, que despreciaba todoaquello que no fuera la más rancia

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tradición. Se estaba produciendo,con todas sus consecuencias, unsalto a la modernidad, comoocurrió cuando el Renacimientoliquidó de un plumazo lasestructuras feudales del Medievo. El físico belga incorporó aÉloise, apoyándola contra elcabecero del lecho sobre unosmullidos cojines, para que lapaciente se sintiera lo más cómoday relajada posible, dentro de lasopciones que teníamos a nuestradisposición. Sobre una mesa

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auxiliar de cama montamos el atrilque sustentaba el aparato óptico dePlateau. En el centro de dichosoporte se colocaba el disco que,conteniendo los dibujos ensecuencia pintados sobre susuperficie, se hacía girar medianteuna manivela. Las imágenes sereflejaban en un pequeño espejovertical, que estaba enfrentado alcampo visual del sujeto delexperimento, quien veía dichasilustraciones, a través de lasranuras situadas entre ellas, como si

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fueran una única escena enmovimiento de la vida real; era unaversión avanzada del zoótropoestroboscópico.[46] El físicodescubrió el primer disco, mientrasefectuaba algunos pases de manospara captar la mirada de Éloise ycentrarla en el espejo donde, enbreve, cobrarían vida losexcelentes y muy realistas dibujosde Alphonse. Estos consistían endiversas imágenes de la carrozafúnebre de los Duchamp, cuyosnegros y engalanados caballos eran

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idénticos a los que habíamoscontemplado encabritarse en lacarretera frente al castillo en lasangustiosas noches anteriores. Esperamos todos,ansiosos, el momento de comienzodel experimento, mientras Plateau,con parsimonia, repasaba en sumagín los pasos a seguir. Nosordenó a Alphonse y a mí situarnosa los lados de la enferma,sujetándola con suavidad por losbrazos y manos. Éloise miraba al frente con

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los ojos entornados, justo al centrodel espejo, donde se hallaba laprimera imagen, fija e inerte, delnegro carruaje. Plateau, consuavidad, empezó a girar lamanivela y el fenaquistiscopiocomenzó a funcionar. —Necesito que teconcentres en mis palabras, Éloise—la voz de Plateau sonaba firme ycon aplomo, al contrario de su tonohabitual, leve y dubitativo, mientrasproseguía... —y que mires confijeza la imagen reflejada en el

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espejo... Yo dudaba —a pesar demi completa confianza en aquelprocedimiento— de que aquellosojos, entornados y casi carentes devida y emoción, fueran capaces dever aquello que ordenaba Plateau,mientras Horace y Alphonseesperaban impacientes el resultadode todo aquello. El físico belgacomenzó a acelerar el giro deldisco, y pude visualizar desde miposición, un poco lateral, como enel espejo comenzaba a tomar vida

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el carruaje funerario de losDuchamp. Los caballos parecíancabalgar en verdad, mientras lafigura del negro conductor losfustigaba con una violencia apenascontenida; Alphonse habíaconseguido dotar de plena vida aaquella escena, que poseía unafuerte carga emocional para todoslos presentes. Un leve movimiento en lamano de Éloise, apenas perceptible,me indicó que la pacientereaccionaba ante la visión horrenda

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que proyectaba el fenaquistiscopio,y así se lo hice saber a Plateau, conuna breve gesticulación de misojos. El pareció entenderme a laperfección y continuó: —Dime, Éloise, ¿erescapaz de recordar algo ahora…,qué evocaciones vienen a tumemoria? Puedes hablar de ello sintemor, estamos aquí paraprotegerte... Mi amiga no pronunciópalabra alguna, pero en sus bellosojos aparecieron sendas lágrimas,

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señal inequívoca de que algocomenzaba a aflorar en su cabezacon toda la fuerza; algo doloroso yoculto en algún secreto lugar de sucerebro, pugnando por salir. Semantenía tensa y, por un momento,pareció intentar balbucear algúnsonido pero, para nuestra completadecepción, no fue capaz de articularvocablo alguno, a pesar deintentarlo en un par de ocasiones.Su figura, erguida en un ángulo casirecto, se desplomó entonces sobrelas almohadas que constituían su

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respaldo en el lecho, exhausta porel esfuerzo realizado, no restándoleapenas fuerzas, al parecer, paracontinuar con aquel experimento. Plateau así lo entendió ehizo un alto en el camino. Conaplomo, como si parte de la sesiónhubiera tenido un verdadero éxito,nos dijo: —Dejémosla descansar unrato y después proseguiremos.Tenemos tiempo todavía. Creo quevamos por el buen camino; supequeña reacción corporal nos

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indica que no está todo perdido… Salí al pasillo con Horacey Alphonse, y caminamos por lagalería, inundada por los rayos delsol de la tarde. Sin embargo, desdeel norte se acercaban oscurasformaciones nubosas, y yo sabíabien el riesgo que conllevaba supresencia para nosotros. Poniendo por excusa tenerque visitar la toilette y asearme unpoco, mientras ellos bajaban al pisoinferior para tomar un pequeñorefrigerio con el que retomar

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fuerzas, me dirigí sin demora a mihabitación. Sobre la repisa dondedescansaba, el Spiritometroscomenzaba a mostrar algunaactividad; sobre la bobina de papelse marcaban, con regular ritmo, laslíneas verticales que producía laaguja que grababa lasperturbaciones eléctricas que eranhabituales en la «Naturaleza»como tal. No quedaba muchotiempo hasta que comenzara afuncionar la otra aguja, aquella que

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mostraba la presencia magnéticadel ente espectral que nosacechaba; un escalofrío recorrió micuerpo, y abandoné la estancia justocuando salía al pasillo Plateau, trasdejar a Éloise al cuidado del amade llaves. Le hice partícipe de midescubrimiento, mostrándole elalarmante gráfico marcado sobre elpapel, el cual llevaba yo en unbolsillo interior del traje a laespera de poder mostrárselo enprivado, y sopesamos con celeridad

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la oportunidad de continuar ipsofacto con el experimento. Pero, envista de la notoria debilidad de laenferma, hecho que observamos alvisitarla en su habitación,decidimos continuar con el tiempode descanso antes estimado.Necesitábamos que recuperaraalguna fuerza vital antes de laprueba final, porque se nos antojabaque podría ser la última; sifracasábamos ya no habríaposibilidad de salvar el cuerpo y,aún quizá, el alma de Éloise

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Montenegro... Después de comer algo yun breve descanso en el salón defumar, Plateau tomó de nuevo lasriendas de la situación y volvimos ala habitación de Éloise. Marie seencontraba refrescándole el rostro,pues la enferma parecía estar en unproceso febril que se agravaba porsegundos.

El físico movióapesadumbrado la cabeza y mehabló en voz apenas perceptible. —Su cuerpo lucha por

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sobrevivir mientras su espírituintenta abandonar su envolturacarnal. Debemos actuar con lamayor urgencia posible, o lasituación se nos irá de las manos. Mientras nospreparábamos para otra sesión, elbatiente de una ventana, abierta porel viento de la tempestad que seformaba en el horizonte, golpeó contoda su fuerza en algún lugar de lafortaleza, recordándonos que elespíritu del que una vez fuera HugoDuchamp se acercaba, con paso

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implacable, para cumplir lavenganza que profirió antes demorir en su duelo con HoraceMontenegro. Traté de hacer una recapitulaciónde los diversos estadios que noshabían conducido a la situaciónactual. En este sentido, se habíansucedido ya las tres primeras fasesde aproximación de la«presencia-tipo» que yo habíaresumido en mi Tratado, a saber:

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i) Fase primera: la aparición semanifiesta con claridad en elexterior de la vivienda ovecindario del sujeto, a vecesmerodeando sin rumboaparente.ii) Fase segunda: el espectro esadvertido por familiares yamigos en algún lugar delinterior de la casa, estático o enlevitación.iii) Fase tercera: la visiónfantasmagórica es observada enlas inmediaciones de los

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aposentos donde yace lavíctima de la maldición eintenta la posesión de suespíritu.iv) Fase cuarta:…

—¡Eugène, por Dios,vuelva con nosotros, le necesitamosahora más que nunca!—. Lascortantes palabras de Plateau mesacaron de ese pozo sin fondo quees la mente cerca de la negradesesperación, y reconduje misdispersos pensamientos a la

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realidad circundante, donde sehallaba el último hálito deesperanza que aún nos restaba... —Disculpe Joseph… elcansancio y la situación handesbocado mi cerebro. Le sigo apartir de ahora, no se preocupe…—acerté a decir en mi descargo—.Plateau me observó, intentandoverificar que me hallaba en miscabales otra vez. Satisfecho con elresultado de lo que apreció en misemblante, continuó con laprolongación del experimento

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detenido. Incorporamos a Éloise demanera que no sufriera más de lonecesario, apoyándole esta vez laespalda sobre unos mullidosalmohadones cubiertos de bellosestampados árabes, que Marie trajode un salón de corte oriental situadoen el piso inferior, junto a la sala demúsica donde nuestra amiga tocaba,soñadora, tan solo unos días atrás,ajena a todos los peligros queinvadirían su vida para intentardestruirla.

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Su delicada espalda yaempezaba a mostrar las escaras deuna prolongada estancia en el lecho,eventualidad que nos afligió aúnmás, si es que era posible aaquellas alturas subir otro peldañoen el sufrimiento que nosocasionaba verla en semejanteestado. Plateau intentó de nuevocentrar la atención de la enferma enel espejo, donde solo se veía elreflejo del paño que cubría elnuevo disco del fenaquistiscopio,

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cuyo contenido gráfico era sóloconocido por el físico y Alphonse;aquella ocultación no presagiabanada bueno, según creía yo, porquesospechaba que lo que vería Éloiseen breves momentos pondría aprueba su salud mental, sin ningunaduda. El belga descubrió el disco ypude percibir con temor la nuevaimagen que se pondría enmovimiento. Plateau procedióentonces a girar la manivela queponía en marcha el disco delfenaquistiscopio y comenzaron a

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reconocerse con nitidez losrestantes dibujos ejecutados porAlphonse durante la noche. Las pupilas apenasentreabiertas de la enferma sedilataron tan pronto el espejocomenzó a devolver... ¡laaterradora imagen de un HugoDuchamp aún vivo y amenazante! La figura de aquelmalvado, primero de escasa altura,jugando con las líneas de fuga queAlphonse utilizaba con tantamaestría en sus cuadros para

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producir el efecto de distancia delos elementos pintados en el lienzo,crecía en tamaño según rotaba eldisco, produciendo la horriblesensación de que el siniestro Hugose abalanzaba sobre Éloise. Ésta,sobrepasada por la situación,comenzó a temblar sin control entrenuestros brazos, que apenas podíansoportar los fuertes espasmos quecontraían los músculos de sus finosbrazos que, ahora fuertes como elmetal, pugnaban por desasirse delas manos que sujetaban sus

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muñecas contra el lecho.Súbitamente, mientras los

primeros truenos y relámpagos deuna nueva tormenta se desatabansobre Mont-Noir, Éloise profirió ungrito que nos heló la sangre a todos,y comenzó a llorar mientras surespiración intentaba recuperar elcontrol de sus cuerdas vocales. Desu enronquecida garganta brotaronlas primeras palabras suyas quepude oír desde mi llegada alcastillo. —Gracias, mis queridos

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amigos, gracias a todos… —su vozapagada impresionaba tanto comoverla recompensar nuestra ayudacon la más brillante de las sonrisas,mientras las lágrimas recorrían susmejillas. Incluso parecía haberserecobrado en parte de la extremalividez que momentos antesblanqueaba su rastro.

Con suavidad, recostó sucabeza en la almohada que coloquétras ella y cerró los ojos, agotada.En su rostro se dibujó la paz queahora inundaba su interior. Su

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respiración rítmica y pausada nostranquilizó a todos, mientrasHorace, sin poder contenerse, en uncompleto y emotivo silencio, nosfue abrazando con intensidad uno auno, liberado de la onerosa cargaque pesaba sobre su espíritu.

Tomé nota de unextraordinario hecho en el quereparé y que más tarde intentaríacomentar a solas con Plateau,cuando tuviéramos oportunidad dehacerlo con mayor tranquilidad.Éloise, a pesar de haber

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permanecido en trance durante losúltimos días, parecía tenerconsciencia de todo lo ocurrido enesas jornadas, pues no mostróextrañeza alguna al despertar deltrauma y verse rodeada por todosnosotros, agradeciéndonos losdesvelos que nos había causado ensu situación extrema. Aquello meindicaba que lo que había padecidobien podría haber sido un tipo deabducción espiritual, y no un merochoque emocional físico. Mepreguntaba entonces con temor si

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nuestro experimento habíacercenado el nexo de unión con elespíritu de Hugo Duchamp parasiempre, o sólo habríamos ganadouna batalla en la despiadada guerrapor el alma de mi desventuradaamiga. Abrimos la puerta ysalimos en silencio a la galería que,para sorpresa nuestra, volvía arecuperar los tintes dorados de losúltimos rayos del sol del atardecer.De la tormenta apenas quedaba unresto de olor húmedo en el

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ambiente. Fuera, en la carretera yen las lindes del bosque querodeaba el château, solo se veíanalgunos charcos solitarios quesalpicaban aquí y allá el pavimentoy la tierra circundante, brillando alser alcanzados por los destellossolares. Ni rastro del espectralHugo Duchamp ni de su horrendocarruaje fúnebre... ¡Por fin!

* * * Junto a Plateau, revisé más tarde el

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Spiritometros en mi habitación, ycomprobamos, con gran inquietudprimero y un tranquilizador aliviodespués, cuán próximos noshabíamos encontrado de perder aÉloise en las garras de aquellamaligna aparición sobrenatural queestuvo atormentándola cualdiabólico inquisidor, y casi nos lahabía arrebatado.

Las agujas del ingeniohabían dejado unos densos gráficosmarcados con nítidas muestras deactividad para-psíquica fuera de

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todo control, en el preciso momentoen que desarrollábamos elexperimento que sacó a Éloise deltrance en el que se hallabaatrapada. A continuación, las líneasgrabadas en la bobina de papeldecaían hasta desaparecer,coincidiendo con la milagrosarecuperación de la enferma. Hice una copia de todoslos resultados obtenidos por lamáquina y se la entregué a Plateaupara que se la hiciera llegar alprofesor Haelen, una vez estuviera

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de vuelta en Lovaina, junto con elmás sincero agradecimiento por lainestimable ayuda que, desde ladistancia, nos había facilitado.

XXI

Con el pasar de los días, Éloiserecuperó poco a poco las fuerzas de

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su cuerpo y espíritu; la semana quesiguió ya se encontraba restablecidalo suficiente como para dar cortospaseos por el prado que circundabala fortaleza, siempre, eso sí,acompañada de uno de nosotrospara protegerla, pues la sombra delo sucedido planeaba todavía sobrenuestras vidas. Fueron, para mí,momentos mágicos aquellos quepasé a su lado; incluso lastormentas parecían haberabandonado la región y el templadootoño hacía también un esfuerzo por

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la enferma, alargando las luces delatardecer más allá de su horariocrepuscular habitual. Con losúltimos rayos de luz nosretirábamos a la sala de música delcastillo, donde nuestra amiga nosdeleitaba con melancólicas piezasen el magnífico clavicémbalo defactura italiana que presidía laestancia. Al terminar, se reunía connosotros en el sofá y nos preguntaba—sin temor, una y otra vez— comose habían desarrollado losacontecimientos en los días en los

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que estuvo sumida en trance, apesar de que aquello casi supuso suextinción terrenal.

Plateau y yo convinimos —una vez consultamos por telégrafo aHaelen, al tiempo que leinformábamos del resultado de laprueba crucial— que la mejorterapia posible que podía seguirÉloise era enfrentarse con enterezaa sus demonios como lo estabahaciendo, bajo nuestra sutilobservación, siempre que nodetectáramos ningún retroceso, o

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que aquello acabara revistiendo uncarácter morboso o enfermizo.Algunos pacientes acababanobteniendo un malsano placer conel mero hecho de revivir sin controlsus dolencias y crisis. La situación continuó siendo estableel tiempo suficiente para que lasobligaciones habituales nos fueranrequiriendo a todos de nuevo;Alphonse debía volver a París,donde su marchante exigía su vueltainmediata a la capital, para reponer

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las ventas de sus cuadros en lasgalerías donde estaban expuestossus lienzos; Plateau a su vez nosdejó poco después, de vuelta a suresidencia en Bélgica, paracontinuar con el desarrollo de susnotables inventos y llevar a buentérmino los múltiples experimentosde física previstos que nos habíaenumerado en aquellos últimos yplacenteros días. Por mi parte, debíacomenzar a pensar en redactar elsiguiente volumen de mi Tratado

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sobre la Metempsicosis en miresidencia de Bretaña, pero Horace—viendo con inquietud como sequedaban solos de nuevo en lafortaleza— me insistió, casi mesuplicó, que no les abandonara;incluso me hizo regalo de lashabitaciones en las que meaposentaba para pudiera escribirallí a lo largo del año. Cuándo ycómo quisiera hacerlo, correría demi cuenta. Aquella donación meconmovió y, como quiera que enaquel momento portaba conmigo

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suficiente bibliografía (los apuntesde mi cuaderno de notas y lasimborrables imágenes de algunoscasos que conservaba, cristalinas,en mi memoria) y disponía de unamuy bien equipada biblioteca a miservicio en el castillo, no pudenegarme y me ofrecí a residir conellos durante el tiempo en quehiciera falta mi presencia, paratranquilidad de ambos hermanos. No quise confesarleentonces a Horace, y me llena depesar cuando lo recuerdo ahora,

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que la amarga soledad queembargaba mi vida de escritor-viajero desaparecía cuando suhermana se hallaba cerca de mí; elestablecerme en el majestuosoMont-Noir con ellos no constituyópara mí un deber, sino más bien unabendición... Un mes exacto después de loshechos —creo recordar—, Éloise,quien ya se hallaba por aquellasfechas casi por completo repuestatanto en lo físico como en su estado

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emocional, manifestó su deseo devisitar el mausoleo de sus padres,pues pronto sería el segundoaniversario de su trágica muerte enel mar y deseaba depositar unasflores sobre sus tumbas, en lanecrópolis de las Âmes Saintes.Horace, que no barruntaba nadabueno en todo aquello se opuso enprincipio, pero Éloise, que era unaMontenegro en todo su carácter, noadmitió la negación por respuesta ydijo que iría allí, aunque solo fueseen compañía de Lucien, el cochero.

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Muy a nuestro pesar —pues yotampoco las tenía todas conmigo,por la fuerte carga emocional quesuponía aquel camposanto para ella— admitimos acompañarla a lamañana siguiente. Lavalle, el gendarme, sedejó caer aquella tarde por lafortaleza para hacernos un par depreguntas más, e informarnos depaso de los avances de lainvestigación que le habíanencargado sus superiores sobre lamuerte del médico Blanchard.

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El policía, hombre decomplexión fibrosa, enjuto y demediana estatura —fielrepresentante de los caracteresfisiológicos dominantes en losantiguos pueblos galos quepoblaron nuestras tierras—, nogustaba de tomar asiento mientrasse hallaba de servicio, según noshizo saber con cierta acritud, ydecidimos conversar con él altiempo que paseábamos por eljardín del invernadero. —Es el caso más extraño

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al que me he enfrentado... en milarga carrera —nos dijo, titubeante,mientras analizaba nuestros rostroscon detenimiento—. Ni una huella,ni una pista, ni nadie conoceenemigo alguno al fallecido doctorpor estas tierras. Y es más, si existealgún sentimiento apreciable en lapoblación de la comarca es el deespontáneo agradecimiento hacia élpor todos los niños vivos y sanosque trajo al mundo. ¿Cómo esposible entonces, díganme ustedes,que alguien quisiera acabar con su

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vida? —Se detuvo de repente y nosmiró, esgrimiendo una actitud conun leve matiz desafiante e impropio,pues no éramos nosotros losacusados de aquel crimen.

—¿Y por qué precisamentede camino aquí, a Mont-Noir? —continuó—. El forense de Blois meha confirmado que su muerte fuenatural, por un simple parocardíaco, aunque el rictus de horrorde su rostro nos quiere decir otracosa, estoy seguro. Creo queBlanchard murió por alguna oscura

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razón, y afirmo con todo miconvencimiento que ustedes poseenalguna información al respecto queme ocultan. Horace, que deseabaacabar con todo aquello, y viendoque el agente de la Autoridad nocejaría en su empeño de descubrirtodo los siniestros sucesos queenvolvían a la familia Montenegro,habló entonces: —Estimado MonsieurLavalle, ordenaré al servicio que ledispongan a usted un cubierto para

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la cena, si le parece adecuado,porque lo que vamos a confesarleesta noche necesitará de supresencia en mi casa por algúntiempo más de lo acostumbrado enestos casos.

El policía, intrigado poraquellas palabras y contra sunatural actitud reservada a nivelprofesional, aceptó de buen gradola invitación a compartir la mesa enMont-Noir aquella noche. Todas lassospechas que habían surgido de suinvestigación apuntaban, en mayor o

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menor grado, hacia los residentesen esta mansión; Blanchard habíamuerto en el camino que lo traíaaquí, pero de una insólita muertenatural. Era hora de avanzar unpoco más en la resolución del caso.

* * *

Después de la velada en el castilloy lo en ella escuchado, el policía sesubió a su vehículo oficial ensilencio; encendió las linternas del

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carruaje y, fustigando el caballo seperdió en la oscuridad del bosque,inmerso en las profundascavilaciones provocadas poraquella historia increíble que lehabía sido relatada por HoraceMontenegro sobre lo ocurrido,apelando a su discreciónprofesional. Lo asombroso de verasen aquella crónica sin sentido eraque todas las piezas encajabanahora, y la experiencia obtenida entodas las instrucciones anteriorespor él llevadas le decía que, «si

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descartaba lo imposible, lo querestaba era siempre lo verdadero,por improbable que pudieraparecer...»

XXII

El cementerio de las Âmes Saintesera un lugar siniestro; una manchaborrosa y gris inserta dentro de unsolitario paraje de indescriptiblebelleza. Parecía como si lafrondosa naturaleza que lo rodeaba

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hubiera detenido su verdor contralos muros que circundaban el tristerecinto. Ni tan siquiera las coronasy ramos de flores que se llevabancomo ofrendas resistían el paso delas horas, ajándose con unaceleridad pasmosa y cubriendo lastumbas con sus marchitos pétalos,que el caprichoso viento llevaba delápida en lápida. Los colores grisesy negros de granitos y mármoles sealternaban entre los envejecidossepulcros que, ordenados conexquisita disposición, cubrían ya

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casi toda la extensión de los cincoacres cuadrados que ocupaba lanecrópolis. A intervalos, el rumor delaire entre los árboles, que selevantaban allende los altos murosde mampostería del recinto cualtubos de un órgano gigantesco,aportaba un toque de profundasolemnidad inarmónica al desoladolugar, mientras nuestro lentocarruaje ceremonial, conducido porLucien, se deslizaba por la granavenida que dividía el camposanto,

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rodeados ahora de un silencio soloroto por los graznidos de loscorvus córax, los cuervosnegros de los relatos demisterio que, apostados sobre lostejados de los templetes, parecíanser las únicas aves, de entre todaslas especies, capaces de vivir ensemejante lugar. Detuvo su marcha elvehículo junto al cenotafio de losMontenegro, y el joven cochero seapresuró a abrir la portezuela ypeldaños para que bajara Éloise.

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No era extraño ver en el brillo delos ojos de Lucien que adoraba aMadeimoselle, como hacía el restode la servidumbre de Mont-Noir.

«Pero, ¿quién no lo haría, siera ella de naturaleza bondadosa enel trato con todos y tan frágil en suapariencia, a pesar de ladeterminación de su carácter?» —pensé para mis adentros, mientrasdescendía por el otro lado delcoche. Al hacerlo, observé dereojo que cercana a donde nos

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hallábamos nosotros se encontrabadetenida una carroza fúnebre denegros corceles empenachados,pues se estaba celebrando allí unsepelio aquella mañana. Unpequeño grupo de personas rodeabael hueco de una tumba abierta, acuyo lado se encontraba un ataúddispuesto para su inhumación. Uncapellán oficiaba la ceremonia,mientras a su vera, los enterradoresesperaban su turno con las palasapoyadas en el túmulo de tierra queserviría para cubrir el féretro.

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Sobresaliendo por encimade todos me pareció reconocer losrasgos de una siniestra figura, algoapartada de donde se hallaban losdemás asistentes al entierro.Vestido de riguroso negro,destacaba el perfil de un hombrealto que nos miraba con insistenteinsolencia, y cuya presencia sedistinguía con dificultad contra elmármol oscuro del pórtico de unmausoleo situado a sus espaldas.

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Era Duchamp padre quien,con gesto serio y amenazante, nosescrutaba desde la distancia —o almenos eso creí ver—, porque nosseparaba de él un espacioconsiderable. Me recordó su fría einteresada actitud a la del lobo queacecha al rebaño desde la distanciay, de haber intuido el peligro de supresencia, bien habría hecho entratarlo como hacen los cazadorescon aquellas alimañas. Pero noquise preocupar con mis temores amis amigos haciendo mención de

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ello y no dije nada sobre lo quehabía visto, con la esperanza deque, cuando acabáramos nuestravisita, no quedara nadie fuera.

Siempre me culparé porello, al no haber sabido prever loque ocurriría a continuación. Confiéen la falsa creencia de que,ignorando al funerario, evitaríamose l riesgo que representaba paranosotros; pero sucedió todo locontrario. El guarda del camposantonos esperaba, con un variopinto

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manojo de llaves tintineado en lasmanos, apoyado en la puerta delmausoleo familiar de losMontenegro. Empujó la verja queprotegía la entrada y abrió lapuerta, bajando por los empinadosescalones mientras encendía laslámparas de aceite que alumbrabanla cripta. Lo seguimos en silencio,mientras aquel hombrecillo nosprecedía iluminando nuestros pasossin dejar de hablar. Una escalerablanquecina que se fundía en lapenumbra fue tomando cuerpo bajo

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nuestros pies, mientrasdescendíamos al centenariocenotafio. Éloise y Horacedepositaron sendos ramos de floresen los sepulcros de sus padres y,con recogimiento, se arrodillaronpara orar en los reclinatorios de lapequeña capilla. Yo permanecí en undiscreto segundo plano, porque mivisión cientifista del mundo —enmi opinión la Ciencia y solo ellasería la única creación humana

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capaz de resolver los problemasplanteados por la Metafísica— meimpedía la creencia en un único sercreador del Universo, encarnado enla idea de los dioses omnipotentesque habían sido concebidos por lasprincipales religiones monoteístasdel mundo. Mi pensamiento,agnóstico más que ateísta, seencontraba más cerca de presumirque todo bien podría estargobernado por un principio rectordel universo casual, algo intrínsecoa la misma esencia de la Naturaleza

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y su propio funcionamiento, sinnecesidad de la ciega confianza enimperceptibles entes o despóticasdeidades superiores; aunque yo sícreía con firmeza en la existenciade una fuerte espiritualidad humana,pero que hallaba su base en quealgo material, de naturaleza apenastangible para nosotros, nosacompañaba durante nuestra vida yera capaz de sobrevivir, endeterminadas circunstancias, anuestra muerte física. Todas estas ideas, en

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suma, me habían llevado adesarrollar, junto al profesorHaelen, el Spiritometros, como unmétodo para demostrar nuestrasparticulares teorías al respecto, yun refrendo necesario para nuestrasarraigadas creencias, —en algúnmodo heréticas, para qué negarlo—, que se hallaban enfrentadas alsentimiento general de postracióndel ser humano ante esa clase dedios, etéreo en su condición einescrutable en sus designios; noimportaba a que religión

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perteneciera. Una vez hubieron acabado misamigos sus oraciones, nosdispusimos a abandonar el recinto.Lucien nos esperaba fuera con elcoche de caballos y Éloise, que yase empezaba a mostrar algoafectada por el ambiente cerrado yla humedad que flotaba en el recintocerrado, encabezó la comitivasubiendo por las escaleras hacia laluz del exterior. Horace y yo laseguíamos, mientras el parlanchín

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guarda procedía a apagar las lucesque iluminaban la capilla. Mi amigose detuvo un momento a mediocamino y depositó una generosapropina en la mano que, titubeante,le ofrecía el hombre quien, alestimar el montante del dinero,prorrumpió en toda suerte deparabienes hacia nuestras personas,e incluso intentó besar el anillo deun atónito Horace. En ese preciso instante nosllegó desde afuera un rumordesconocido que crecía por

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momentos; imposible de discerniral principio, con el paso de lossegundos se hizo patente que uncarruaje se acercaba a todavelocidad por la avenida donde noshallábamos. Subí a grandes saltoslas escaleras de granito, seguidomuy de cerca por Horace yllegamos a la superficie, justo atiempo de presenciar como Lucien—quien, abalanzándose sobre ladesprevenida Éloise, habíaconseguido apartarla de latrayectoria mortal— era fatalmente

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arrollado por el coche fúnebre delos Duchamp. Un personajeembozado, cuyo rostro no acerté adistinguir, conducía el vehículoque, tal como había aparecido,desapareció de nuestra vistagirando en una vía lateral delcamposanto. Solo pude ver los ojosinyectados en sangre de JacquesDuchamp durante una fracción desegundo; pero jamás lo olvidaré.Aquel malvado ser sólo actuaba yaimpulsado por la venganza; sinembargo, esta vez le habíamos visto

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cometer el crimen. Las llantas de metal, alpasar por encima del cuerpo delpobre Lucien, casi lo habían partidoen dos y murió en el acto, sin quepalabra alguna saliera de suslabios. Éloise se hallaba caída a sulado sobre la calzada, algoconmocionada aunque ilesa, graciasal espantoso sacrificio del jovencochero. A pesar de aquella terribledesgracia, no había tiempo queperder y convinimos que, dadas las

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circunstancias, lo más sensato seríaque ambos hermanos regresarancuanto antes a la protección delcastillo, mientras yo esperaba juntoal cuerpo del infortunado Lucien.Allí continuaría hasta que sepresentara la autoridad competentepara dar las oportunasexplicaciones sobre lo ocurrido. Mipreocupación por la seguridad deambos hermanos en su retorno alcastillo quedó respondida almomento por mi amigo pues,abriéndose el capote que le cubría

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el pecho, me enseñó un pequeñorevolver que portaba comoprotección a todas horas, «ya fuerade día o en la oscuridad de lanoche», según me dijo. Entre Horace y yoayudamos a subir al carruaje a unatodavía aturdida Éloise, yabandonaron el solitariocamposanto con dirección a Mont-Noir. El guarda del cementeriopartió raudo en busca del agenteLavalle, y yo permanecí junto alcadáver del infortunado muchacho,

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cuyo rostro cubrí con mi chaquet. Lavalle llegó una hora mástarde, en su coche oficial. Junto a élvenían un par de agentes y unmédico a quien yo no conocía, quehacía las veces de forense, segúnme dijo el policía. Una vez hubohecho éste un rápidoreconocimiento del cuerpo y elagente tomó nota de mi declaración,los dos gendarmes levantaron losrestos mortales de Lucien y lossubieron al carruaje para llevarlosal castillo. Horace recordaba que

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los fallecidos padres del muchachoeran de una localidad cercana aLoire, de donde eran originarios, yque allí todavía vivían algunosfamiliares lejanos, quienes deberíanser avisados al respecto. El policía jefe repasó mideclaración, en presencia delforense, que ya había concluido sudesagradable labor. —A pesar de llevar lacara oculta y apenas verse sus ojos—afirmé, severo— puedo jurarle,

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inspecteur, que el homicida, a miparecer, no era otro que Duchamppadre; pero carezco de pruebaalguna que pudiera servir paraimputarle el crimen, y que ustedespudieran usar para ponerlo a buenrecaudo. Lavalle negó con lacabeza. —Entiendo lo que meexpone, Eugène, y tal vez loshechos, en verdad, apuntan hacia él.Pero todos los empleados ycocheros de las empresas funerarias

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visten igual, y sin nada que loincrimine en el atropello del jovencochero, no podemos proceder adetenerle. Incluso llevo conmigouna copia de la coartada que teníapreparada Duchamp, bienorquestada y perfecta hasta en losdetalles más nimios, para la nochede la muerte del doctor Blanchard,créame, cuando lo interrogamos ensu residencia hace unos días.Procederé a leérsela acontinuación, por si pudiera ustedaportar alguna luz al respecto:

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«Destouches, el dueño —y conél la totalidad de la clientela—de la posada que hay en loslímites de los cotos de caza, measeguraron, jurando sobre lamisma Santa Biblia si fuesenecesario, que MonsieurJacques Duchamp permaneciótoda la noche en su local;primero cenando y bebiendo, yluego en una interminablepartida de écarté hasta altashoras de la madrugada;

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pernoctando todos losparticipantes en la misma en lasdiversas habitaciones delestablecimiento, acompañadospor algunas «señoritas» delhostal , «con nombre, perosin apellido» según me dijo elposadero, con cierta ironía.

Monsieur Jacquesdisfrutó de la compañía de lamuy joven y bellaMademoiselle Guillermine,según el hombre; más no se hapodido corroborar tal dato por

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nuestra parte, pues la citadamuchacha lleva en paraderodesconocido desde entonces, ensupuesto viaje de visita a unosfamiliares en la ciudad de Lyon—a cuya prefectura hemostelegrafiado desde la oficina deVendôme en busca deinformación, sin resultadosfidedignos a día de hoy».

Comprendí entonces que laalargada sombra de los Duchampejercía un poder casi omnímodo

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sobre las gentes de la comarca —elmiedo irracional en su estado máspuro— porque, al fin y al cabo,todos éramos mortales y… ¿quiénno pensaba que su cadáver acabaríaantes o después en las manos deaquellos desalmadosembalsamadores? Y el cuerpo de undifunto estaba indefenso antes lasmalas prácticas de esos individuosen cuestión, situados a mediocamino entre el despiadado médicoforense y el enterrador sinescrúpulos...

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No obstante, Lavalle measeguró que tendríamos noticias alrespecto, porque ellos proseguiríanla investigación hasta hallar alculpable o culpables de aquelloscrímenes. Tocándose con dos dedose l bonnet de police, se despidióde mí. En su mirada, sin embargo,pude atisbar también ligerosindicios de ese miedo irracionalque había apreciado también en losdemás… inquiriría sin duda; mássus pesquisas no llegarían nunca abuen puerto si no era capaz de

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superar la aprehensión quedominaba a todo el mundorelacionado con estos inquietanteshechos. Es más, tuve la completacerteza en aquellos momentos desuma tensión para mí —viéndolecomentar los pormenores del casocon toda libertad delante delforense, ajeno éste por completo alos hechos—, de que no habíacomunicado a sus superiores nicompartido con sus colaboradoresla información que pusimos en suconocimiento Horace y yo. Él

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conocía de primera mano todo losucedido y se mostraba escéptico, oal menos eso me parecía; temía quelo tomaran por loco o incompetenteaunque, en cualquier caso, meafirmó que continuaría lainvestigación oficial —sindescartar la nueva vía que nosotrosle habíamos abierto, la pocoracional que atañía al mundoesotérico—, acaso para evitar unaposible queja de Horace frente alcomisario jefe del distrito,ignorante de la gravedad del asunto.

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XXIII

Deseché la invitación que mehicieron los gendarmes queacompañaban a Lavalle paraacercarme a Mont-Noir en suvehículo, pues deseaba caminar con

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libertad hasta allí para poderrecapacitar sobre lo sucedido, conuna cierta distancia respecto atodos los que me rodeaban, y poderanalizar los movimientos quedebíamos realizar a continuación.

La seguridad de Plateau nossería de gran ayuda a la vista de lascircunstancias, pero él no sehallaba aquí, y el peso de los actosfuturos a ejecutar fuera de Mont-Noir recaería sobre mis hombros,toda vez que Horace debíapermanecer junto a Éloise sin

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separarse un ápice de su lado, fueradía o noche, para protegerla delataque del insidioso funerario. De la fortaleza apenas meseparaban un par de leguas cortasde París, que bien podría cubrir abuen paso en algo menos de doshoras. Supuse además que misamigos se hallarían ya bajo laprotección de los gruesos muros delcastillo, y que el homicidaDuchamp, una vez errado el ataque,se mantendría alejado por algúntiempo, temeroso ahora de ser

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reconocido al haber actuado a la luzdel día, y quizá producirse sudetención por la autoridad si sedejaba ver en público. Lo que meinquietaba al máximo era lapersistencia en la locura queembargaba sus actos, y el supuestodesdoblamiento de su personalidad.Yo desconocía este tipo deanomalía en concreto, relativa a ladualidad psíquico-física comotrastorno o dolencia, y dudabaincluso que Haelen la hubierapresenciado. Por norma general, en

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nuestra experiencia, los médiumseran capaces de prestar su cuerpo alos espíritus de los fallecidos comovía de comunicación de éstos consus familiares vivos, pero no eranubicuos; los Duchamp, padre o hijo,habían sido capaces de amenazarcon su presencia en el exterior de lafortaleza y luego caminar por elinterior de la misma, avanzando sinparar hacía Éloise mientraspermaneció en trance. Todo aquellome indicaba que subyacía algodesconocido y terrible; si no

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éramos capaces de descubrirlo conla suficiente antelación seríamosatacados de nuevo en cualquiermomento, una vez hubieranencontrado nuestros enemigos otrocamino para llegar hasta eldebilitado espíritu de ÉloiseMontenegro. Por mucho queaparentara estar recobrada miamiga yo sabía, por otros casospresenciados junto a Haelen, de lanecesidad del transcurso de undilatado periodo de tiempo hasta larecuperación total.

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Aquella noche, la cena enel salón de Mont-Noir pareció máspropia de un funeral que del lugardonde nos hallábamos, seguros y asalvo por el momento. En elambiente pesaba como una losa elluctuoso hecho de la muerte deldesdichado Lucien, pues Antoine elmayordomo y el ama de llavesMarie, ambos solteros y sindescendencia, en la práctica habíanadoptado a aquel muchachohuérfano, ofreciéndole una muydigna educación dentro de las

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modestas posibilidades escolaresque podían darse dentro delcastillo. Su dramático fallecimientollenó de completa pesadumbre atodos los integrantes del servicio ymarcó un punto de inflexión en lavida de los habitantes de Mont-Noir; ahora sabían el peligro a queestaban expuestos, y estaríanvigilantes a partir de ese momentorespecto al criminal Duchamp. Mi inquietud, dadas lascircunstancias que vivíamos, sereducía al contenido de una única y

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vital pregunta… ¿Cómo nosdefenderíamos de su próximoataque? —¿Existe un verdaderoriesgo de que aparezca de nuevoaquí ese horrible hombre, Eugène?—la voz suplicante de Éloise sehallaba, mientras me hablaba contemor, a medio camino entre lapregunta y la velada necesidad deconsuelo emocional. —Lavalle y yo convinimosesta mañana que lo más lógico, envista de las pruebas que se

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acumulan en su contra, es queJacques Duchamp decida ocultarsepor algún tiempo —dije, paraintentar tranquilizar a amboshermanos, que me mirabanexpectantes—. Yo sabía a cienciacierta que aquel ser, o en lo que sehubiera transformado a estas alturas—pues ya no fiaba yo mucho a sucondición humana—, no cejaría ensu empeño de vengarse de Horaceen la persona de su hermana. Mi explicación pareciócalmarles a ambos y el resto de la

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cena transcurrió con una ciertanormalidad. Al terminar, rogué a Éloiseque interpretara alguna pieza delréquiem del genial WolfgangMozart para honrar la memoria deLucien, en una especie de sentidohomenaje a quien había dado suvida por ella.

Las notas de su instrumentoresonaron por los silenciosospasillos y salas del baluarte,cargadas de sentimiento y emoción,mientras interpretaba la

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impresionante música delL a c r i mo s a , compuesta por eljoven músico austriaco en su lechode muerte; creo que sirvieron parareconfortarnos a todos en esemomento de suma tristeza.

* * *

A la mañana siguiente, elruido de unos cascos de caballoentrando a toda velocidad en elpatio nos sobresaltó a todos. Setrataba de Lavalle quien, bajándose

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de su vehículo y sin perder tiempo,se dirigió hacia nosotros. Éloisehizo ademán de retirarse paradejarnos conversar a los hombres,según dictaban las normas de buenaeducación para las señoritas de suedad —anticuados preceptos quecomenzaban a mostrarse algoobsoletos ya en ese tiempo—; peroLavalle, adelantándose a su acciónde ausentarse, detuvo su marcha. —Esta información quetraigo también le atañe a usted,Mademoiselle —dijo, buscando la

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aprobación de Horace con lamirada—. Traigo conmigo unmandato judicial para la búsqueda ycaptura de Jacques Duchamp, comoposible autor del homicidiointencionado de Lucien Exposite, sucaballerizo mayor y cochero,Monsieur Horace. De la mismamandatoria que traigo se deduceque, como medida accesoriaautorizada por el juez, podemosproceder al registro del domicilio ylugar de trabajo del citadoDuchamp. Debo adelantarles que, a

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primera hora de la mañana, noshemos personado en la funeraria delmencionado individuo, que hace lasveces de hogar y mortuorio dondese celebran las exequias y funeralesde los difuntos a los que, en elejercicio de su profesión, atiendeen lo referente a conservación,preparación y exposición de losfinados en los féretros, y demásactuaciones propias de ese oficio,que ustedes ya conocen deantemano. Y, no encontrando alsujeto requerido por la ley en sus

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habitaciones y dependenciasfamiliares, procedimos al registrode su local anejo de trabajo, nohallando, de igual manera, pistasfehacientes del paradero delempresario de pompas fúnebres; enla citada revisión minuciosatampoco descubrimos, en el interiordel local ocupado por lascaballerizas, su carruaje funerarioprincipal, que sospechamos hautilizado para huir y esconderse encualquiera de las zonas boscosas dela región. No cabe, por otro lado,

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su ocultamiento en las localidades ociudades cercanas, pues hemosdado aviso telegráfico a todas ellassobre su descripción física, lo quesitúa a este individuo fugitivo enuna posición, a mi modestoentender, desesperada. No esdescabellado pensar que, en laspróximas horas, se produzca sudetención. El optimismo de Lavalleme conmovió sinceramente, porquetanto él como yo, y por ende los doshermanos Montenegro presentes,

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sabíamos de la peligrosidad delsujeto, y de esa parte siniestra deaquel hombre que escapaba anuestra compresión. El gendarme se despidióentonces de nosotros con un saludooficial, haciéndonos la firmepromesa de informarnos a la mayorbrevedad en el caso de la capturade Jacques Duchamp. Vi en el rostro de misanfitriones un gesto de hondapreocupación; sin desconfiar de las

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palabras del entusiasta gendarme,aquello no había terminado niestaba cerca de hacerlo. —No temas, hermana.Entre todos te protegeremos,incluso con nuestras vidas, si fuesenecesario —afirmó con voz graveHorace—; aunque aquellaspalabras que utilizó mi amigoperseguían sin más el fin dereconfortarla, dado el terriblesuceso ocurrido la mañana anterior.Éloise, recordando al pobre Lucien,se alejó de nosotros llorando,

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camino de sus habitaciones.

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XXIV

Necesitaba con urgencia losvaliosísimos consejos de Haelen yPlateau, pues no era ésta unafenomenología convencional sobrela que poseyera ningún precedentefiable ni se me hubiera presentadoen otro momento o lugarinvestigado, y mi razón vaticinaba

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que nos encontrábamos en ciernesde bajar un peldaño más hacia elinfierno donde nos esperaba elmaldito Duchamp. Era otra vueltade tuerca en el garrote vil que nosasfixiaba. Sin demora, a primerahora de aquella misma tarde, yavisando de mi marcha al inquietomayordomo Antoine —pues noencontraba a Horace, perdido enalgún lugar privado de aquellainmensa fortaleza, aunque no lohallé en su sala de juegos—, partíen la calesa de paseo hacia la

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oficina postal de Vendôme. Mientras cruzaba elbosque que me separaba de aquellalocalidad, mi imaginación,desbocada, me hacía creercontemplar al amenazador Duchamp—acechándome hierático en suvehículo fúnebre— en cadasombrío recoveco de la sibilanteforesta desplegada a mi alrededor. Por fin llegué, sano ysalvo, al despacho de telégrafos dela pintoresca villa, donde redacté yenvié el siguiente mensaje:

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Eugène Dubois a Prof.Haelen, desde oficina detelégrafos en Vendôme:Sujeto de Estudio JacquesDuchamp. Posibledesdoblamientopersonalidad con trastornopsicopático agudo.Perturbación psíquico-física de último nivel conubicuidad total.Desconozco casuísticaprevia aplicable al caso

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actual. Sujeto femenino. E.Mont. en grave peligro.Urge respuesta. Fin.

El telegrafista, habituado yaa mis mensajes en clave,indescifrables para la exiguaformación académica adquiridaajena a su oficio, se dispuso atransmitir, sin hacerme ninguno desus mordaces comentarioshabituales de incredulidad ante loque debía comunicar —como lohabía hecho antes— a un profesor

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belga, y en esa extraña universidadde aquel país. Tomé asiento y medispuse a esperar su contestación,mientras leía un aburrido diario dela comarca, saturado de noticiaslocales sin interés, que alguienhabía abandonado en el duroasiento de madera de la oficina. Larespuesta de Haelen no tardó muchoen llegar, por fortuna; pero suprimera lectura resultó demoledorapara mis expectativas. Estabaescrita en los siguientes términos:

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Prof. Haelen a E. Dubois,desde Lovaina: Casuísticaprevia inexistente ennuestros archivos. Probableacto de invocaciónnigromántica incontrolada.Seguro uso de textosprohibidos. Rupturadualidad únicamenteposible medianteeliminación física sujeto J.Duchamp o su inexcusableinternamiento eninstitución psiquiátrica.

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Protección 24 horas diarias—sin excepción— sujetopasivo femenino E.Montenegro. Observanciarigurosa de este punto enconcreto. Seguimosinvestigando en base a sumensaje. Plateauindispuesto para viajar.Envía saludos. Infórmenosde cualquier cambio en lasituación. Fin.

La respuesta del profesor,

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una vez revisada con másdetenimiento, sin embargo, me abríainteresantes vías de investigación,que no pude evaluar en toda suextensión al leerla por primera vez.Recapacité sobre sus palabrasdurante unos momentos y pudeempezar a ver clarearse lassombras que envolvían la actividadde Jacques Duchamp. Telegrafié denuevo, esta vez a la gendarmería deBlois, rogando a Lavalle que seencontrara conmigo en la funerariade los Duchamp en el plazo

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aproximado de una hora, que era ladistancia en tiempo que nosseparaba a ambos de dicho lugar.Tenía la confianza de que en aqueltétrico sitio —por fuerza, pues elfunerario no hubiera estado seguroen otro lugar— localizaríamosnuevas pistas a seguir o, en el peorde los casos, podríamos investigarsobre los próximos pasos que daríaaquel criminal, según merecomendaba en su valioso mensajeel profesor Haelen. Retomé entonces el camino

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de vuelta hacia la casona mortuoriade los Duchamp, conduciendo lacalesa mientras repasaba elsignificado de los diversos puntosque mencionaba Haelen en sutelegrama:

«Primero, los probables actosde invocación a los muertosmediante el uso de la rama dela magia negra que llamamos«nigromancia» o«necromancia», con cuyos ritoses posible adquirir el control

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sobre los espíritus y cuerpos delos fallecidos. Segundo, el posible uso deescritos considerados comoprohibidos desde tiemposinmemoriales; son, en esencia,compendios de textos de tipomágico que contienen diversasfórmulas para conseguir losfines ocultos de quien losinvoca, a menudo a cambio dela propia alma, o dedeterminados y sangrientos

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sacrificios rituales».

Recordé que, desde quevine invitado por primera vez a laregión, siempre oí a los demásmuchachos decir en el pueblo queDuchamp, el enterrador,permanecía en vela todas lasnoches, mientras rezaba a Satán yfabricaba tinajas de líquidosinmundos. Pronto olvidé aquelloscuentos, tan pueriles a mi parecer.

Cuando crecí llegué a laconclusión —erróneamente puedo

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decir ahora, mientras redacto estaslíneas—, recordando aquellos díaspasados, de que las sospechas quese extendieron sobre susactividades nocturnas no habrían deser otra cosa que la operación demezclar las sustancias repugnantesque utilizaba para evitar laputrefacción de los cuerpos; perolas mentes calenturientas de lasgentes del lugar ya le habían situadoen la dudosa categoría dealquimista nigromante. Para mi desgracia, en

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aquella época yo me hallabadominado a mi vez por laincertidumbre de ignorar si, comosiempre ocurre, existía una parte deverdad en la creencia popular sobreaquel hombre siniestro, y enrealidad nos ocultaba una oculta ymaléfica personalidad, ya porentonces. Pero nadie, en su sanojuicio, sería capaz de adivinar queaquellas sospechas sin fundamentoacabarían convirtiéndose enrealidad con el paso del tiempo,como así ocurrió.

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* * * Lavalle, acompañado por uno desus hombres, me esperaba al pie desu berlina en la puerta de lafuneraria de los Duchamp. En sugesto adusto pude reconocer elfastidio que lo embargaba; parecíaexpresar la inconveniencia quesuponía para él la realización de unnuevo registro en aquel maldito

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inmueble fúnebre.Era éste un edificio sólido,

de buen ladrillo rojizo y dosalturas: el piso superior, habilitadocomo vivienda, y la planta baja, queestaba dedicada al negociomortuorio. Al fondo de ésta, habíadiversas estancias donde sepreparaban los cuerpos de losdifuntos para los funerales o laentrega de los mismos a susfamiliares para su velatorio en elhogar propio, como era lacostumbre habitual en nuestros días

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entre el pueblo llano. Solo lasfamilias más pudientes podíancostear los gastos de un lujosofuneral, dado el costoso ceremonialque conllevaban las honrasfúnebres en las empresasmortuorias.

El gendarme que nosacompañaba subió a revisar lasamplias habitaciones del pisosuperior, mientras Lavalle y yoinvestigábamos entre los diversosartilugios y las pulidas mesas queutilizaban los desaparecidos

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funerarios.En un lateral de la última

sala que hallamos en nuestrab ú s q ue d a —pintada de colorblanco, y que era usada paraembalsamar los cuerpos, por lamesa de mármol con drenajes paralíquidos corporales que la presidía,amén de haber sido usada no hacíamucho, por los restos de sangre queaún se podían apreciar—,encontramos, gracias a una huellasanguinolenta que desaparecía alpie de la pared de madera, una

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puerta estrecha y disimulada a laperfección entre las molduras deadorno, que conducía a otrahabitación ya antes revisada. Esaestancia en particular era la quecontenía una suerte de exposiciónde diversos ataúdes, colocados depie junto a las paredes; en ese lugarera donde los apenados deudos delos difuntos elegían el féretro queacompañaría al fallecido por todala eternidad.

Aquello nos produjo unacierta extrañeza, porque mostraba a

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todas luces una vía de escaperápido en caso de urgencia, eintrigados procedimos a revisar losdistintos catafalcos de brillante ypulida caoba. Comenzando por losextremos, fuimos abriéndolos uno auno hasta que el policía y yoconfluimos en el último: unasencilla caja mortuoria de pino, sinapenas adornos y de parco diseño;algo, en fin, que nadie en la regiónelegiría para enterrar a sus seresqueridos. Extrañados, intentamosabrir la tapa del féretro, sin

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conseguirlo. Lavalle entonces llamóa su subordinado, que se hallabadeambulando por el piso superior, yle gritó que trajera, del cocheestacionado fuera, las herramientasde cerrajería que portaban para estetipo de casos. Al poco apareció elhombre, llevando con esfuerzo unaespecie de cartera de paño conbolsas cosidas en el interior,conteniendo diversas piezas demetal pavonado que no pudediferenciar del todo —cizallas yllaves maestras, por su apariencia

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— y que, era evidente, utilizaba lagendarmería para violentar loscerrojos de las casas donde debíanentrar en comisión de servicio. Deentre todas ellas, el gendarmealargó a su jefe una palanqueta dehierro azul a su requerimiento y,entre ambos, se dispusieron a forzarla tapa del ataúd. Tras un breveforcejeo, la cerradura cedió conestrépito, abriéndose la entrada a unmundo desconocido para nosotros.

Del interior del sarcófagonos llegó un aroma suave y

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penetrante que pronto identificamoscomo una mezcla de éter y formol;quizá también alguna materia endescomposición se mezclaba entreaquellos olores, impregnando deaire malsano aquel ambientecerrado. Lavalle, introduciéndoseen el féretro, empujó la parteposterior acolchada; ésta sedesplazó hacia atrás y se abrió,dejando paso a una estrechaescalera que bajaba hacia laoscuridad. Armado con su revólverreglamentario en una mano y una

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linterna de aceite en la otra, Lavalleencabezó el descenso de losescalones que nos conducían alsótano.

—Síganme al infierno,señores —dijo, con cierta sornaestudiada; pero su voz temblaba deforma perceptible. Al llegar al piso dellóbrego recinto la lámpara iluminóel espacio en derredor nuestro; eransombras alargadas, con extrañasformas cambiantes a la luz de lallama que oscilaba, como aquellas

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ignotas efigies nocturnas queparecen vigilarnos, amenazantes,desde las ruinas de castillos ymonasterios abandonados...constituían las llamadas«pareidolias», conocidas desde lamás remota antigüedad.[47] Encendimos con celeridadvarias luces que se veían en lasparedes, y la habitación mostró elhorror de su contenido. En el centrode la estancia, sobre una larga mesade ébano, se hallaba un ataúd decristal con costuras de hierro en sus

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aristas donde, suspendido en unlíquido de color ambarino —quebien podría ser una mezcla deformol y otros alcoholes, por elolor tan peculiar que inundaba elrecinto—, se hallaba flotando elcuerpo de un hombre sin rostro. Supuse que noshallábamos, por la parecidacomplexión física con su padre, enpresencia del cadáver del fallecidoHugo Duchamp, muerto en el duelocon Horace hacía más de un año. Elestado de conservación del cuerpo

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era excepcional; me recordaba aaquellas momias que había podidover en mi visita a las catacumbas delos religiosos Capuchinos enPalermo.

Ocupando varios estantes,diversas probetas de vidriocontenían diversos ungüentos yotros líquidos de embalsamar.Varios libros, con viejas cubiertasde piel de ovino oscurecidas por eltiempo, veíanse abiertos sobreatriles de madera como pruebairrefutable de las prácticas de

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ocultismo y magia negra de undelirante Jacques Duchamp, cuyoúnico sentido en la vida parecía serahora el arrancar de entre losmuertos a su hijo Hugo con el únicofin de cumplir, una vez conseguidoese siniestro objetivo, la venganzaproferida por éste en su últimosuspiro entre los vivos. Acercándome, pudeexaminar al menos dos librosprincipales de magia negra: el«Gran Grimorio» y el«Galdrabók» islandés, rodeados

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ambos por sendos veloneslitúrgicos cuya cera derretida dabaprueba de haber sido utilizados enconsumados ritualesnecrománticos.[48]

También tropecé con unejemplar del «Enchiridion LeonisPapae»,[49] que evidenciaba estarfuera de lugar, por ser un volumende invocaciones de magia blanca.Con toda probabilidad era unasalvaguarda que se reservabaJacques Duchamp en el caso de nopoder controlar sus peligrosas

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invocaciones demoniacas. Cerca delos tomos de magia se encontrabaun barreño de madera que conteníalo que parecían ser —o al menoseso quise creer que eran, pues deotra forma hubiera sido demasiadohorrible— restos de pequeñosanimales sacrificados por elfunerario para invocar el alma de sudifunto descendiente, flotando sobrerestos de sangre coagulada, cuyoolor nauseabundo era encubiertopor los efluvios de alcohol metílicoque flotaban en aquel entorno,

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cerrado e insano. Sobre unosanaqueles descubrimos algunosfrascos, con los preparadosmedicinales y varios utensilios,propios de su profesión, queportaba el doctor Blanchard en sumaletín; prueba irrefutable de queJacques Duchamp era elresponsable de su asesinato. Unatril vacío y varios objetosesparcidos por el suelo, entre ellosla vaina vacía de un puñalceremonial de sacrificios, nosindicaba el hecho de que el viejo

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Duchamp al menos llevaba consigoun libro de invocaciones einstrumentos necesarios paraconsumar cualquier tipo deaberración en él contenida, ymostraba su predisposición acontinuar con su desquiciadodesafío. Por último, en un rincónobservamos que, de un gran baúlentreabierto, sobresalía lo queparecían ser los restos de unvestido de mujer, de colores muyescandalosos para los que usaríauna dama de la época, aunque

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estuviera en la juventud. Concuidado, levanté la tapa del arcónmientras Lavalle retiraba conesmero el traje y lo mostraba en sutotalidad, dejándolo caer en el airecolgado de sus manos. El cuello yla pieza de encaje que cubría elbusto del vestido estabanempapados en sangre por completo,tanta que era imposible que quienvistiera esa prenda continuara convida. En el borde interiorapreciamos una pequeña etiqueta enla que, a pesar de las manchas

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sanguinolentas, aún se podían leerel nombre del taller de sastrería yde la persona para quien se habíaconfeccionado el ropaje:Guillermine V., Lyon. Noquedaba duda alguna por nuestraparte del escalofriante final al quese había enfrentado la inocentemuchacha desaparecida en ellupanar del rufián Destouches…

Si alguna vez el gendarmehabía confiado en las palabras delposadero, aquel atrozdescubrimiento tiraba por tierra la

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coartada de Duchamp, y convertía alos demás encuestados encómplices de aquel horrendocrimen, cometido contra la jovenmeretriz para que no pudieracontestar a las preguntas de lapolicía. Sin duda, la muchachasacrificada hubiera confirmado laausencia del funerario de su ladodurante la madrugada en que murióel doctor Blanchard. Encontramosuno de sus pequeños zapatos,cubierto de sangre a su vez, al piedel horno de carbón que constituía

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el sistema de calefacción de aquellugar. Duchamp no había dudado endeshacerse del cadáver de la chicauna vez consumadas susinvocaciones demoniacas.

Un rápido vistazo a suinterior no hizo sino confirmarnuestras pavorosas sospechas enrelación a su triste final. Asombrados por elmacabro hallazgo, los dos policíaseran incapaces de articular palabraalguna. Creo que Lavalle, racionaly analítico hasta el límite como lo

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son los agentes de su clase, acababade traspasar esa barrera de loexistente y tangible, y ahora sehallaba en una realidad ajena a él,intentando comprender a quédesconocido y salvaje enemigo seenfrentaba ahora. No dejaba de serun gendarme destinado en una zonarural, donde solo había deenfrentarse a alguna pelea detaberna o un pequeño hurtoeventual, quizá un homicidiofortuito todo lo más; comprendíentonces que ya no podría ayudarme

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más allá de esa línea que impone larazón para enmarcar lo real ysepararlo de aquello que —yo loconocía a la perfección, pues lohabía sufrido— sólo los escasosiniciados en los velados asuntosque escapan a la praxis humanaconvencional podíamos intuir.

Para ahondar más en elmisterio que envolvía aquel lugarhallamos, colgado de una pared ycubierto por un lienzo de pañocentenario, un antiguo blasónnobiliario que en mis rudimentarios

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conocimientos sobre el arte de laheráldica pude apreciar como deprocedencia hispana.

En una orla en su parteinferior se podía leer, en faliblelatín: “campus prosapiae, annusMCCCCLXXXVII”. Utilizando lasraíces idiomáticas que comparten elfrancés y el español, al ser ambaslenguas nacidas del “romance”,pude inferir el significado del texto,que venía a decir lo siguiente:“Linaje Del Campo, año de 1487”.Una traducción incorrecta al francés

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de ese nombre podría haberacabado degenerando con el pasodel tiempo en un apellido similar alde los dueños de esta sombríamansión… ¡Duchamp! A los pies del escudonobiliario se podía ver, abierto, unvetusto cofrecillo de madera negra,que mostraba diversos documentoslacrados en su interior. Destacabasobre todos uno que llevaba el sellode una de las casas principales dela nobleza castellana, de granpreeminencia y poder entre sus

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pares; el ajado pergaminocentenario estaba manchado porgotas de sangre todavía frescas…Lavalle me rogó le tradujera eltexto sin demora. Mal que bienpude leerlo; aquellas palabrasvenían a dar un significadoverosímil a todo lo ocurrido. Lacarta no era sino el encargo de unasesinato o “ejecución”, según semirara, de dos fugitivos de la corteespañola, personajes principalesambos, aunque no se citaban susnombres de manera explícita. A

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cambio, se ofrecían tierras y untítulo nobiliario en tierras hispanasa la vuelta de la misión exitosa.Relaté al gendarme a grandesrasgos la historia de losantepasados de Éloise y Horace, yconvinimos que aquello coincidíacon el fallido intento de homicidioen las personas de don Tello y suesposa Anne, según la historiafamiliar de los Montenegro.Sabíamos que el asesino no pudollevar a cabo el ruin encargo en suprimera tentativa; pero es de

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suponer que permaneció a la esperahabitando en la comarca o cercanoa ella, para cumplir con susangrienta misión y retornar a lacorte española para reclamar elpago acordado.

Don Tello, combatienteavezado en la guerra deescaramuzas que dominó laReconquista, quizá no dio nuevasoportunidades al acechantehomicida. No teníamos la completacertidumbre sobre si los Duchamppodían ser sus descendientes,

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aunque el apellido concordante nosempujaba a sospechar en esesentido. Sí sabíamos a cienciacierta que el avieso Jacques habíaencontrado aquel cofre y que elescudo heráldico se hallaba enaquella cámara del horror,presidiéndola.

No nos era difícil imaginarque, deseando vengar la muerte desu hijo Hugo, aquél hubieraadoptado, en su locura, el enfermizopapel del asesino medieval ydecidiera continuar con el criminal

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encargo, latente desde hacía casicuatro siglos… De repente, se escuchósobre nuestras cabezas el retumbaramortiguado de un trueno distante yme alarmó su potencia, pues todovibró a nuestro alrededor. Sospechéque algo no iba bien… y me hallabalejos del castillo y de la amenazadaÉloise. El destino parecía podermarcar siempre nuestras vidas consus pasos preestablecidos, a pesarde todos los esfuerzos de nuestraparte por intentar cambiar su

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ineludible fatalidad. —Debo regresar ahora aMont-Noir, Monsieur Lavalle —dije con ansiedad, mientras tomabarápida nota visual de todo lo queme rodeaba en aquel lúgubrelaboratorio del tenebroso ocultismoneo-medieval—. Si no le importa,claro está. Además, por el fuerteolor a aceite quemado que detecto...¿no lo perciben ustedes?, hace pocotiempo que ha estado aquí elpersonaje a quien buscamos, y esepensamiento me inquieta...

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—Vaya usted donde desee,Eugène. Yo debo levantar atestadode todo lo hallado aquí. Les enviaréun agente de guardia a la mayorbrevedad, por si Duchamp padrehiciera acto de presencia en la zonade la fortaleza o en la cercanaLoire. No tengo todavía explicaciónplausible que ofrecer a missuperiores sobre el contenido deesta sala infernal y es algo que medesconcierta sobremanera, comocomprenderá. Solo puedo plantearlos hechos objetivos de que

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dispongo, pero no sé a dónde nosconducen. Tenía el convencimientode que todos estos ritos satánicosformaban ya parte del folclorepopular del pasado y, de repente, senos muestran en toda su crudeza. —Mi temor, MonsieurLavalle, es que Jacques Duchamp—dije, señalando con mi mano todonuestro entorno y en tonoconfidencial, para que no nosescuchara el otro agente, querondaba por ahí— ya ha cruzado lafrontera de lo que conocemos como

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mundo empírico y real que nosrodea y, ahora, por increíble queparezca, es una especie de entediabólico con poderes que escapana la esfera racional en la quevivimos, aunque respire comonosotros. Me voy le digo, porquecreo que mis amigos se hayan engrave peligro a partir de estemomento... Sin más dilación, subí lasescaleras y atravesando la desiertafuneraria, salí al exterior. En lo máslejano que mis ojos alcanzaban a

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otear, nubes negras que presagiabanuna nueva tempestad se acercabanveloces hacia Mont-Noir, que sehallaba emplazado a medio caminoentre aquéllas y yo. Fustigué conímpetu a los caballos, querelincharon y se lanzaron a unrápido galope como si pudierancomprender la angustia que meembargaba, comenzando a partir deese momento una carrera contra eldestino —pensé, con vértigo—,pues comprendí que Duchampestaría ahora escondido junto a su

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carroza fúnebre en lo más hondodel bosque de Loire, quizá en plenacomunión con las fuerzas de lastinieblas, desde donde saldría esamisma noche tempestuosa —y nadani nadie podría detenerlo, temía yo— para destruir a la indefensaÉloise.

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XXV

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Alcancé a vislumbrar los lejanosmuros del castillo cuando lasúltimas luces de la tarde inundabanla silenciosa quietud de los verdesprados que bordeaban la fortaleza.El cielo gris amenazante todavía noestaba tan próximo como paraempañar aquel bello atardecer, yme pareció haber llegado a tiempode preparar a mis amigos para loque, salvo milagro inesperado, senos avecinaba sin remisión. Pero, alcontrario de la urgencia queclamaban mis persistentes temores,

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la vida en el castillo parecía ajenaal más nimio peligro, al punto decausarme la mayor de lasextrañezas la irreal escena que pudepresenciar a mi llegada, puesÉloise y Horace —era inconcebible— caminaban hacia mí por elpuente sobre el foso de agua,seguidos a una prudente distanciapor Antoine, quien hacía las vecesde escolta armado de sus señores.El brioso trote de los caballos delcoche les sobresaltó, y se acercaroncon presteza hacia mí.

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—Amigos, esta tarde… —les hablé con gran excitaciónmientras descendía del carruaje yAntoine se hacía con las riendas delmismo— junto a Lavalle, elgendarme, he visitado la funerariaDuchamp, produciéndose allíimportantes descubrimientos quedeseo poner en conocimiento de losaquí presentes, pues creo que desdeahora debemos estar informadostodos sin excepción, por seguridad.Vayamos dentro de la casa donde, abuen seguro, podremos conversar

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con mayor comodidad —miré haciala solitaria carretera que salíadesde el bosque con inquietud, yHorace se dio cuenta de ello—.Además, se acercan lluvias —noquise nombrar la palabra tormentapara no alarmar a Éloise— y, ¿quémejor que un buen coñac junto alfuego para entonar nuestro espírituesta bella tarde de otoño? —Te asombrará habernosencontrado a Horace y a mí fuera delos muros, Eugène —la voz deÉloise denotaba firmeza—pero es

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que a lo largo del día hemosconversado en profundidad sobre eltema y decidido no ceder ante elchantaje y el miedo que la amenazade Jacques Duchamp, aún libre pordesgracia, pudiera provocar ennuestras vidas. No podríamoscontinuar existiendo sipermitiéramos que el pánico a suomnipresencia rigiera nuestrosdestinos para siempre.

Horace asintió cerrando lospárpados, apoyando con ese gestosutil y explícito las palabras de su

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hermana. —El peligro es muy grave,en verdad os lo digo —afirmésumariamente—; desconocéis elverdadero alcance actual de lospoderes que ha obtenido, ese impíoser demoniaco, del inframundo delos rituales necrománticos. Lamejor ayuda que os puedo prestares el poner en vuestro conocimientotodo lo descubierto desde que salíde Mont-Noir esta mañana hastaeste mismo instante con el máximodetalle de que sea capaz; de esta

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forma podremos tomar, al respecto,las decisiones más adecuadas.

* * * Hice un resumen pormenorizado delo encontrado en la maisonfunéraire de los Duchamp,eliminando del relato el hallazgodel cuerpo sin rostro de Hugo pues,aunque quería ser franco con ellos,no hasta el punto de horrorizar auna todavía convaleciente Éloise.Cargué las tintas lo necesario para

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obtener su cumplido compromisorespecto a observar la máximaatención en lo referente a lasprecauciones mínimas quedebíamos guardar en los paseos porel exterior de Mont-Noir, debido alpeligro latente de ser sorprendidosy atacados en campo abierto por elenardecido Duchamp. Confiaba enque, antes o después, los agentesdel orden encabezados por Lavallele dieran caza en algún lugar de lacomarca. Mortal, si podía elegirseel fin. Podría parecer poco

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cristiano, pero era la única víasegura de poner a salvo, endefinitiva, a los Montenegro.

Cansada ya por la horatardía y sus todavía menguadasfuerzas, Éloise se retiró a sushabitaciones acompañada de la fielMarie, a quien Horace habíaencargado velar por la seguridad desu hermana «durante lasveinticuatro horas del día»,para lo cual se había instalado uncamastro en la habitación de lajoven, siguiendo las

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recomendaciones que Haelen mehabía confiado (sobre la exhaustivaatención que debíamos respetar enlo tocante a no dejar sola a laconvaleciente en ningún caso), puesles puse también en antecedentes delos telegramas que había cruzadoesa tarde con el profesor. Mientras Antoine nosservía a Horace y a mí una copa debrandy en el saloncito de fumar,expuse a mi amigo la drásticasolución que nos aportaba elprofesor sobre el procedimiento a

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seguir con respecto a JacquesDuchamp —algo que, por supuesto,obvié frente a Éloise—, y queresumí en los siguientes términos:

«En un caso de fijación mentaltan enfermiza de caráctercriminal, solo cabe laineluctable eliminación físicadel sujeto o la total privaciónde su libertad de acciónmediante su internamiento en unmanicomio o institucióncarcelaria...»

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Cuando el mayordomo se

retiraba —con gesto de gravepreocupación al prestar atención amis últimas aseveraciones, segúnpude percibir—, Horace meconfesó estar dispuesto, jurandoante lo más sagrado, a cometercualquier locura si JacquesDuchamp aparecía de nuevo frenteal castillo; retarle a un duelodefinitivo si llegara el caso y moriren el intento, si con ello pudieraarrastrarle al infierno consigo. No

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tuve palabras de consuelo para miamigo, porque como él, me hallabayo también inmerso en estademencia que nos rodeaba y supuseque haría el mismo sacrificio, si deproteger la existencia de Éloise setratase. —Es solo un problema deorden jurídico y legal —dijoHorace, y yo recordé que, en algúnmomento del pasado, él asistió aclases de leyes en La Sorbonne—.La vida de Duchamp es menosvaliosa para el mundo que la de

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Éloise. La defenderé a muerte si espreciso porque se tratará, ni más nimenos, de evitar un mal igual omayor, eliminando a ese asesino.Blanchard primero, y el pobreLucien ahora, seguro que estaríande acuerdo conmigo si aniquilo aese perro rabioso que les arrebatóla vida. Horace apuró la copa delicor y se sumergió en un meditativosilencio, sabiendo del inescrutablealcance de su parlamento. Permanecimos así largo

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rato, perdidos cada uno en suspropios pensamientos sobre lo queel destino nos depararía... La tarde dio paso a la noche y,después de una breve cena, nosretiramos ambos a nuestrashabitaciones. Yo miraba, a cadatanto, el Spiritometros que sehallaba —inmóvil, por fortuna—sobre la repisa de mi cuarto,mientras tomaba notas en mi diariode todo lo que recordaba habervisto en el sótano oculto de la

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funeraria. Escrutaba el artefacto connerviosismo, por si acaso mostrabaalgún signo de que algo marcharamal, moviendo sus agujas sobre eltambor de papel.

Cerca de que sonaran lascampanadas de medianoche en elcarillón del salón, el cansancioterminó por vencerme y caí en unleve sopor durante unos minutos.Sobresaltado por algún ruidoinusual, me desperté de golpe y,comprendiendo que debería pasarla noche en vela para sentirme

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tranquilo, salí al pasillo y me dirigía la toilette, para refrescarme lacara. Mientras lavaba mi rostro conel agua revitalizadora me llegódesde fuera, a través del ventanucoque había en la zona alta de lapared de azulejo blanco, eldeslumbrante resplandor delfogonazo de un relámpago; el truenono llegó a continuación o fueimperceptible para mis oídos, comosi la descarga eléctrica no hubieracaído desde las nubes, atravesandolas capas de aire que teníamos

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sobre nuestras cabezas. Abrí la puerta y me asoméal pasillo, débilmente iluminadopor una tormenta de rayos sinsonido. De soslayo, pudevislumbrar con pavor, a través de lapuerta entreabierta de mihabitación, como las agujas delSpiritometros comenzaban afuncionar de manera frenética,marcando gráficas que parecían apunto de salirse por los extremossuperior e inferior del cilindro depapel...

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Volví la cabeza conlentitud de nuevo hacia la galería yentonces lo vi, vi al monstruo frentea la puerta abierta de Éloise,mirando hacia donde se hallaba sulecho... ¡el aterrador espectro deHugo Duchamp había regresado deentre los muertos para cumplir suvenganza!

Un grito sonó con toda lafuerza que el horror es capaz deimprimir en la garganta humana, ycomprendí que la durmiente Éloiseacababa de despertar, sobresaltada,

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reconociendo al hacerlo a suacosador de ultratumba... A éste solo le separaba unmetro de la entrada de la estanciade ella; haciendo acopio de valorme acerqué hacia él, aunque nosabía que es lo que podría hacerpara combatir a un espectro del otromundo. Así con fuerza uncandelabro cercano cuya vela ardíadurante toda la noche y me escuchégritarle, con toda la firmeza quepude hallar en mi interior: —¡Hugo Duchamp, íncubo

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maldito, vuelve al infierno dedonde no debiste salir nunca! Entonces su cabeza, que nosu cuerpo, se giró hacia mí y pudecontemplar cómo sus pupilas,inyectadas en sangre, me devolvíanuna mirada feroz que no podréolvidar mientras viva. Sin embargo,el resplandor de la llama parecióafectarle en algo pues, según meaproximaba a él, se fue retirandohacia atrás lo suficiente paradejarme pasar al interior de lahabitación de Éloise. Un aura

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gélida le rodeaba y sentí un fuerteescalofrío recorriendo mi columnavertebral, como si pequeñas agujasde escarcha atravesaran mi piel entoda su extensión. Su cuerpo yropajes desprendían un olorextraño, rancio, desagradable; unamezcla de moho, cera y formol paraembalsamar, que producía nauseas.Su rostro era ahora una masainforme de tejidos al descubierto yjirones de piel, que apenasmantenían su anterior aparienciahumana…

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Me hallaba en esemomento de incertidumbre cuando,al fondo del corredor, apareció undemudado Horace, quien mirabahacia nosotros con la vista perdida,como si lo que estuvierapresenciando sobrepasara sucapacidad de asimilación, y suraciocinio se hubiera extraviado.Desde fuera llegó el sonido cortantey nítido de un latigazo. A través delos ventanales de la galería se veíacon claridad, detenido en lacarretera frente al castillo, el

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carruaje fúnebre de los Duchamp,cuyos caballos eran sujetados conmano de hierro por una figuraenlutada, en la que creí reconocer aJacques, el padre. De algunamanera relacionada con elocultismo —cuyo potencial yo mehabía negado a aceptar hasta esemismo instante—, por medio,¿quién sabe?, si de la alquimia o lamagia negra, había sido capaz derevivir el espíritu muerto de su hijoy traerle desde las sombras de lamuerte. Y allí estaba, frente a mí,

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ese engendro diabólico; un fantasmaque escrutaba como llegar hastaÉloise. Entonces, para mi asombro,aquel ser me habló, me amenazó,reconociéndome… con una voz queapenas era capaz de vocalizar laspalabras, como si sus funcionesmentales fueran las de un pobreretrasado de aquellos que yo habíaencontrado en las institucionesmentales: —Eu...gène Dubo...is,apár...tate de mi cami...no, Élo...isees mí...a, me per...tenece, ven...drá

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con...migo al lu...gar de don...deven...go... Horace no pudo soportarlomás y, en un arrebato de furiaincontenible, bajó las escalerashacia el piso inferior. Supuse queiba en busca de algún arma con laque enfrentarse a la aparición... Intentando vencer larepugnancia que me invadía, avancéhasta donde se hallaba el espectro,y por el espacio que quedaba entresu cuerpo, que permanecía inmóvily casi apoyaba su espalda contra la

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cristalera de la galería, me deslicéhacia el interior de la habitación deÉloise. Ésta se hallaba sumida enuna especie de aparente estadomesmérico, sin apartar la mirada dela puerta y del aparecido Hugo,como si un vínculo intangible, algoque yo no podía ver ni sentir, lesuniera en espíritu; a su lado sehallaba Marie, desmayada sobre laalfombra. Toqué con suavidad elbrazo de mi amiga pero norespondió; se hallaba en un estadode choque emocional tan fuerte que

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me hizo temer incluso por su vida.En sus pupilas, casi blancas denuevo, pude ver cómo una sombranegra se aproximaba a nosotros.Giré mi vista y vi que el inhumanoHugo había avanzado hasta laentrada, y se disponía a entrar. Levantándome, sujeté confuerza el candelabro y me interpuseen su camino; el brillante halo deluz que envolvía la vela que ardíaen mi mano le hizo dudar y, por fin,comenzó a retirarse hacia lassombras, con paso torpe. Su

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mirada, con destellos de furiaincontenible, me traspasaba con unintenso dolor intentando llegar hastala mente de Éloise. Mi cerebro sehallaba al borde del colapso, peroconseguí contener sus embestidas.Sentí como algo líquido, acuoso,brotaba de mis lacrimales, cayendopor mi rostro; al llegar a lascomisuras de los labios, noté queaquella agua tenía el saborinconfundible de la sangre.

Viendo inútiles susesfuerzos , aquella especie de

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pérfido endriago retrocedió unoscuantos pies por el pasillo y sequedó inmóvil, fuera del perímetroque proyectaba la luz de la vela queyo esgrimía contra él en mi mano, yque parecía el único dique decontención que nos separaba a losque estábamos en aquellahabitación de una muerte segura,tanto en el plano espiritual como enel físico. Enroscada en su brazo,como una enredadera cubierta deescamas, pude entrever la serpienteque había visto deslizarse por el

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agua de la fuente en el invernadero,la noche que cené con Horace allí.El ofidio me escudriñaba con susfríos ojos, amenazante, mientrascalculaba la distancia que nosseparaba proyectando hacia mí sulengua bífida entre los ganchudoscolmillos. Comprendí que el malsiempre había habitado entrenosotros, acechándonos sindescanso, esperando el momento deactuar. En el piso inferior pude oírvoces que gritaban y cómo la puerta

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que daba al patio se abría conbrusquedad. El eco distante de laspalabras del dueño de la casa mellegaba a través de la escalera einundaba la galería.

Según supe luego condetalle, Horace salió al exterior delcastillo, seguido por su mayordomoAntoine a una distancia prudente,hasta la carretera donde se hallabael carruaje de Duchamp padre, ycomenzó a gritarle algo que, en elfragor de la tormenta, apenas pudeentender desde la habitación de

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Éloise. Mi amigo le conminaba aque abandonara para siemprenuestras vidas y sus tierras; elsiniestro hombre no contestó nada yflagelando con crueldad a loscaballos, arrancó el vehículo sinprevio aviso. Horace,desprevenido, no pudo evitar elpeligro que se cernía sobre él atoda velocidad y fue arrollado,siendo arrojado su cuerpo coninusitada violencia a un lado de lacalzada donde, tras caer rodando alcanal que la bordeaba, quedó

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inerte. Antoine, que llevaba en susmanos una de las magníficaspistolas de duelo que había en elsalón principal de la fortaleza,armó el pistolete y apuntando conmano temblorosa al conductor delcarruaje según pasaba a su lado,realizó sin embargo un disparocertero y letal, pues JacquesDuchamp se llevó la manoizquierda al pecho en un rictusagónico y, un momento después, sucabeza cayó hacia atrás y quedóapoyada, rebotando una y otra vez,

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sobre el techo de madera que cubríala urna de cristal donde erantransportados los ataúdes. Su manodiestra, rígida, sostenía aún consolidez las riendas del coche, y loscaballos, espantados por latormenta y el estampido de lapistola al ser disparada, se lanzarona un frenético galope y el carruajemortuorio se perdió en la noche,camino de Loire... En ese mismo instante, laimagen de Hugo Duchamp que,amenazadora, flotaba ante mí,

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comenzó a disolverse cual burdodaguerrotipo de feria, vaporoso eirreal, que principiara atransparentarse bajo la luz de lalámpara, convirtiéndose en finohumo translúcido. Semejaba unfenómeno eléctrico que perdieraintensidad gradualmente, hastaacabar desapareciendo en sutotalidad. Ayudé a Marie alevantarse, tras aplicarle en lasfosas nasales sales volátiles paradevolverle la consciencia, y la dejé

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al cargo de Éloise, que comenzabaa retornar en sí. Su mirada, antesperdida, empezaba a reconocerme,mientras me preguntaba con temorpor lo sucedido durante el trance.Sin tiempo ahora paraexplicaciones, le puse la cabezacon cuidado sobre la almohada y ledi un beso en la frente, parareconfortarla. Ella se incorporó, nosin esfuerzo, y me besó en loslabios. Sorprendido, no supereaccionar; dudaba si ella lo hacíapor agradecimiento, o era la

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muestra fehaciente de otrosentimiento más fuerte. No era ésteel momento más propicio parasemejantes dubitaciones personales,pero me infundió de un ánimoespecial, casi olvidado; reavivócon toda la fuerza algo que llevabamucho tiempo dormido en micorazón. Abandoné la habitación ybajé lo más rápido que pude lasescaleras; el resto del servicio dela casa se agolpaba en la puertaprincipal. Abriéndome paso entre

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ellos llegué al lugar donde sehallaban ambos hombres. Antoinesostenía entre sus brazos la cabezade Horace, cuyo rostro lívido yentrecortada respiraciónpresagiaban que se acercaba elfinal de su existencia. Mi energía,que me había mantenido vigilante ydispuesto para cualquiereventualidad, se volatilizó porcompleto en aquella hora luctuosa,pues no esperaba enfrentarme a unfinal tan dramático.

A unos pasos de distancia

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de donde se encontraban los doshombres, sobre el suelo enfangado,vislumbré los restos de lo queparecía ser una máscara de carne,tumefacta y corrompida en gradoextremo.

Comprendí todo en eseinstante con meridiana claridad.

Por medio de la técnicasusadas en la taxidermia deanimales, el embalsamamiento decadáveres y de otros sombríosactos nigrománticos paralelos,incluido el inhumano asesinato

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ritual de la joven Guillermine, elendemoniado Jacques Duchamphabía sido capaz de dar vida —sies que podemos llamarlo así— a suhijo Hugo, trayéndole de nuevoentre nosotros, los mortales, paracumplir así la enloquecidavenganza proferida por éste antesde fallecer, como yasospechábamos en principio. PeroDuchamp padre necesitaba, paraconseguirlo, estar cerca del espíritude su hijo muerto; precisaba ser, élmismo, un vector material que nos

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proyectara la presencia espectral deHugo, y eso solo podía obtenerlollevando consigo una porción delcuerpo físico de éste último. De ahíel cada vez más avanzado estado decorrupción de la máscara curtidaque portaba el funerario; que secorrespondía con el progresivodegradado apreciable en el rostrode su hijo, según se nos aparecía enjornadas sucesivas.

«Por ello el castigadocorazón del pobre doctor Blanchardno pudo aguantar la fuerte

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impresión de hallarse cara a caracon el difunto Hugo en el bosque»,discurrí, encontrando la explicaciónal horror dibujado en el rictus delgaleno cuando lo hallamos muertoal pie de su calesa.

El inspector Lavalleencontraría por fin respuesta atodas las incógnitas planteadasdurante la investigación. En los ojos de unempalidecido Horace hallé unatisbo de alegría al verme a sulado. Me arrodillé junto a él, y con

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su mano me asió con fuerza de lamanga de mi levita. —¡Duchamp ha muerto, melo ha dicho mi fiel Antoine... esverdad, Eugène? —su voz agónicame llegaba hasta lo más profundodel alma, pues el buen Horace hacíaverdaderos esfuerzos por aparentarentereza; aunque sabía que apenasle restaban unos momentos en elmundo de los vivos... Intentando disimular laslágrimas que asomaban a mis ojosle dije que sí, y añadí que Éloise,

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por fin, estaba a salvo de lamaldición de Hugo al haber muertoJacques Duchamp. Ya no habríanada que temer de aquellosmalvados seres. —Todo esto que nos rodeaes tuyo, amigo, si me prometescuidar de ella... es mi deseo yúltima voluntad... pongo por testigoa Antoine... —su voz, apenas ya unhilo, se apagaba con cada suspiroque exhalaba—. Ahora... Eugène,siempre devoto compañero, te losuplico... enterradme en el panteón

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de mis antepasados... y que Éloise,libre por fin de la maldición,deposite una flor en mi memoriacada año, sólo anhelo eso... En la interrogante miradaque me dirigía, entre la súplica y laaceptación de su destino inapelable,aprecié su aprensión al formularsela pregunta vital que, antes odespués, nos haremos todos alabandonar este mundo. Pero nadapude responderle, porque en eseinstante decisivo de enfrentarse almás allá estamos solos; vestidos

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con el escueto bagaje de nuestrospecados y virtudes; somos el almadesnuda que se enfrenta a su destinodefinitivo, recorriendo una sendaantes inexplorada.

Su cabeza se mantuvo entensión durante una fracción desegundo, y cayó finalmente haciaatrás. Supe entonces que Horace deMontenegro, digno heredero ycumplidor de los deberes inherentesa su casta, había fallecido. Entre Antoine y yo transportamos su

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cuerpo hasta el interior del castillo,y lo depositamos sobre la granmesa del salón mientras Éloise,acompañada de Marie, aparecía porla puerta. La sujeté del brazo confuerza para evitar que se desmayarapor la impresión, y nos acercamos,despacio, hasta el cuerpo inerte desu hermano...

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XXVI

La tarde de aquel día de primaverase me antojaba espléndida; el rumordel agua del foso movida por lasuave brisa, el trino de los pájarosque anidaban en los árboles frutalesque salpicaban aquí y allá el lugar,y el intenso color azul del cielo,que enmarcaba toda la belleza delperfil risueño de Éloise contra elhorizonte, mientras señalaba con lacinta la página del librito que leía y

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me sonreía al descubrirmemirándola, me hicieron sentir unhombre afortunado. Cercanos anosotros, junto al estanque, losniños jugaban con un veleroimpulsado por el viento, entre risasy confidencias infantiles. Solo muy de vez encuando, el ligero temblor de untrueno en la distancia o las sombrasgrisáceas de las nubes de tormentaeran capaces de recordarnos, por uninstante, el lado oscuro de lafelicidad y de la vida...

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Madrid~Dénia~Méntrida

Idus de Marzo MMXI ~ Nochede Ánimas MMXII

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ÍNDICE DEILUSTRACIONES

1) Foto portada: Ruinas delMonasterio de Arlanza(Burgos)

Fotografía tomada en las actualesruinas del Monasterio de SanPedro de Arlanza (Burgos),

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perteneciente a la colecciónfotográfica sobre castillos,monasterios y claustrosespañoles, por cortesía de MBM(marzo-1994).

2) El Mausoleo del Barón.Alzado frontal

Dibujo a lápiz del autor basado endiversos bocetos clásicos sobre eltemplo del dios Zeus, en Olimpia.

3) Ruinas Romanas enHispania

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Fotografía basada en las actualesruinas de la ciudad romana deAmpurias (Gerona), pertenecientea la colección fotográfica sobreexcavaciones arqueológicas enEspaña, por cortesía de MBM(agosto-1991).

4) Obelisco piramidal deHuya

Dibujo a tinta sobre papiro delautor, tomando como modeloestelas pétreas del Imperio NuevoEgipcio, fechada en las dinastías

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XVIII o XIX.

5) Tumba de Huya segúnAlessi

Dibujo a tinta del autor basado enla tipología de eje doblado o enángulo de los hipogeos de laXVIIIª dinastía (Imperio Nuevo).

6) Ruinas del castillo deLucubra en el siglo XIX

Fotografía basada en las actualesruinas del castillo de Almenara(Cuenca), perteneciente a la

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colección fotográfica sobrecastillos, monasterios y claustrosespañoles, por cortesía de MBM(enero-2006).

7) Ruinas del castillo de DonNuño en el siglo XIX

Fotografía perteneciente a lacolección fotográfica sobrecastillos, monasterios y claustrosespañoles, por cortesía de MBM(mayo-2008).

8) La Fortaleza de Mont-

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NoirDibujo a lápiz del autor tomandocomo modelo los Châteaux deBlois, Chambord, Plessis-Bourréy otros castillos de la épocasituados en las riberas del Loira(Francia), (abril-1990).

9) El «Spiritometros»Haelen~Dubois

Dibujo a tinta del autor basado enel texto según la descripciónrealizada por E. Dubois delingenio mecánico capaz de

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descubrir la presencia deentidades desconocidas mediantela detección de la energíaeléctrica residual producida pordichos entes.

* * *

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BIBLIOGRAFÍASELECCIONADA

AQUÍ DUERME UN ÁNGEL—BÉCQUER BASTIDA,

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Gustavo Adolfo: «Rimas yLeyendas, Obras completas»,Madrid, 1871.—PÉREZ-REVERTE, Arturo:«El maestro de esgrima»,Alfaguara, 1988.—VITRUVIO POLIÓN, Marco:«De Architectura», Roma, 23-27a.C. EL BOSQUE MALDITO—CONNOLLY, Peter: «Laslegiones Romanas», Espasa-Calpe, Madrid, 1981.

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—CONNOLLY, Peter: «TheROMAN FORT (El fuerteromano)», Oxford UniversityPress, 1991.—FREUD, Sigmund: «Lainterpretación de los sueños»,1899-1900.—GRAVES, Robert: «I, Claudius(Yo, Claudio)», Arthur Baker,London, 1934.—GRAVES, Robert: « Claudiusthe God and his Wife Messalina(Claudio, el dios y su esposaMesalina)», Arthur Baker,

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London, 1943. EL JEROGLÍFICO DEEKTATON—CARTER, Howard: «The tombof Tutankhamen (La tumba de Tut-Ank-Amón)», Phyllis J. Walker,1954.—CERAM, C.W.: «Dioses,tumbas y sabios (Göther Gräberund Gelehrte)», Destino, 1984.—ROBERTS, David: «Egypt &Nubia (Egipto y Nubia)», ThePalm Press, 2005. (Por cortesía

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de mi amigo Pedro, en su viaje aEgipto).—ROMER, John: «Los últimossecretos del Valle de los Reyes»,Planeta, 1983.—VILADECANS I FOLCH,Oriol: «Diario de Campo, Tell-el-Amarna, Protectorado egipcio »,1924-25. Archivo MuseuViladecans, Port Lligat.—WALTARI, Mika : «Sinuhé elegipcio», Plaza y Janés, 1964. CUMPLID VUESTRAS

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PROMESAS—CASELLI, Giovanni: «TheMiddle Ages (La Edad Media)»,MacDonald & Co., 1998.—ECO, Umberto: «El nombre dela rosa», Lumen, 1982.—FOX, Sally: «La mujermedieval», Mondadori, 1987.—STEELE, Philip: «The Best-Ever Book of Castles(Castillos)», Larousse, 1995. SONATA PARA PIANO—EINSTEIN, Alfred: «Mozart:

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His Character, His Work (Mozart:su vida, su obra)», OxfordUniversity Press, 1945.—JURETSCHKE, H.: «La épocadel Romanticismo (1808-1874)»,Espasa-Calpe, 1989.—MAIER, Hennes: «Con GeorgeSand y Chopin en Mallorca»,Salvat, 1990.—MÁRAI, Sándor: «El ÚltimoEncuentro», Salamandra, 1999. LEYENDA MEDIEVAL—ESLAVA GALÁN, Juan: «Los

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templarios y otros enigmasmedievales», Planeta, 1992.—RUIBAL RODRIGUEZ,Amador: «Castillos de Cuenca»,Lancia, 1994.—SÁNCHEZ ALBORNOZ,Claudio: «Orígenes de la naciónespañola», Sarpe, 1985.—ZABOROV, Mijail: «Historiade las Cruzadas», Sarpe, 1985. MONTENEGRO—ENCYCLOPAEDIABRITANNICA: «Joseph Antoine

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F e r d i na nd Plateau», Article,1911.—FOURNIER, Alain: «El GranMeaulnes», Bruguera, 1979.—HIBBERT, Christopher:«Chateaux of the Loire (Castillosdel Loira)», W W Norton & Co,1983.—PROUST, Marcel: «Por elcamino de Swan (En busca detiempo del perdido)», Salvat,1982.—FAJARDO, Santiago e Íñigo:«Tratado de Castellología»,

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Trigo, 1996.

* * *

[1] E l 31 deoctubre d e 1517 fueron clavadasl a s 95 tesis en la puerta de laIglesia del Palacio de Wittenbergpor Martín Lutero, dando comienzoa la Reforma Protestante y lacontroversia con la Iglesia deRoma, que culminó al final en la

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separación entre católicos yprotestantes.[2] El Císter es una ordenmonástica católica reformada, cuyoorigen se remonta a la fundación dela Abadía de Císter por Roberto deMolesmes e n 1098, aunque sumáximo exponente y maestroespiritual fue Bernardo de Claraval(1090-1153). El arte cisterciense esprofundamente espiritual y austero;prueba de ello son los bellosmonasterios (y en especial susclaustros) europeos de la Orden.

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[3] El templo albergaba laextraordinaria estatua de Zeus, quefue una de las siete maravillas delmundo antiguo. La estatua «criselefantina» (del griego: oro ymarfil) tenía aproximadamente 13 metros de altura y había sidoesculpida por Fidias en su taller dela ciudad de Olimpia.[4] Dibujo a lápiz de autor basadoen una lámina sobre el templo deldios Zeus, en Olimpia. (Ver índicede ilustraciones al final)[5] En la denominada «perspectiva

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caballera», dos de las dimensionesdel volumen a representar seproyectan en su verdadera magnitud(alto y ancho) y la tercera(profundidad) con un coeficiente dereducción.[6] La clariesencia u osmogénesises la percepción extrasensorial deolores de origen desconocido, cuyomensaje es considerado positivo onegativo si dicho aroma esagradable o no, respectivamente.[7] El «dromos» era una avenidaprocesional egipcia, a menudo

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flanqueada por columnas o esfinges,que prolongaba hacia el exterior eleje ritual de un templo paravincularlo a otro templo o a unembarcadero en el Nilo.[8] Tomás Luis de Victoria (1548-1611) fue un compositor y maestrode capilla del Renacimientoespañol. Son célebres sus diversaspiezas musicales de tipo religioso:misas de réquiem, motetes yresponsos.[9] Florencia, en castellano. Ciudaditaliana de la región de Toscana

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donde se desarrolló en la segundamitad del siglo XIV el movimientoartístico que conocemos comoRenacimiento. Es consideradacomo una de las cunas principalesdel arte y la arquitectura mundiales.[10] Publicada por Sigmund Freuden 1899, es considerada como sumayor contribución a la psicología.Dicha publicación dio comienzo ala teoría freudiana del “análisis delos sueños”.[11] Pequeño estanque rectangularque servía para recoger el agua de

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lluvia que caía desde el tejado através del compluvium (o aberturasuperior de la misma forma situadaen su vertical) y se hallaba en elcentro del vestíbulo de las casasromanas.[12] Largo periodo de paz impuestopor el Imperio romano a lospueblos sometidos dentro de susfronteras, que abarca desde el año29 a. C., bajo mandato de CesarAugusto, hasta el 180 d. C., año dela muerte del emperador MarcoAurelio.

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[13] E l Signifer era un suboficialromano portador del signum oenseña de cada centuria. ElAquilifer era asimismo unsuboficial romano que portaba elÁguila de cada legión.[14] Fotografía tomada en lasactuales ruinas de la ciudadgrecorromana de Ampurias(Gerona). (Ver índice deilustraciones al final) [15] El verdadero lugar de labatalla fue ignorado hasta 1987;

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fecha en la que el arqueólogobritánico Anthony Clunn encontrórestos fehacientes de la batalla alpie de la colina Kalkriese, alnoroeste de la ciudad deOsnabrück.[16] Servicio alemán de alquiler devehículos sin conductor.[17] Del latín: «Devuélveme mislegiones, Quintilio Varo...devuélveme mis legiones...». Fraserepetida a menudo por elemperador Augusto como lamentopor la triste derrota de tres legiones

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romanas en el bosque germano deTeutoburgo. C. Suetonio: LasVidas de los Doce Cesares. [18] Relatan los textos el viaje deldios Ra, durante las doce horasnocturnas, en su barca solar por elMás Allá, y su renacimiento alamanecer.[19] Salas de los monasteriosmedievales donde los monjesprocedían a la escritura,iluminación o copia de losmanuscritos.

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[20] Dibujo a tinta del autor basadoen una estela del Imperio Nuevo ytextos jeroglíficos del «Amduat».(Ver índice de ilustraciones alfinal)[21] Dibujo a tinta del autor basadoen la tipología de los hipogeos dela XVIIIª dinastía (Imperio Nuevo).(Ver índice de ilustraciones alfinal)[22] Manuscrito iluminadomedieval único, al ser creadousualmente para un personaje nobleen concreto.

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[23] «El Ensanche», célebredistrito barcelonés donde seencuentran los edificios másrepresentativos de la capitalcatalana.[24] Junto a Pompeya, Herculano yOplontis, Stabia fue enterrada porla violenta erupción del volcánVesubio ocurrida el año 79 denuestra era.[25] Designa un periodo de lahistoria de Egipto, de 1353 a 1336a. C.[26] Fotografía en blanco y negro

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del castillo en 1865. (Ver índice deilustraciones al final).[27] Fue fundada por Domingo deGuzmán en Toulouse durante lacruzada albigense, y confirmada porel Papa Honorio III en 1216.[28] Era el fallo emitido conformeal sistema del juicio del albedrio.El veredicto se fallaba por losjueces en función de los usos ycostumbres de la zona.[29] Lord Byron, quintaesencia delpoeta romántico e idealista, murióde fiebre reumática mientras

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combatía en la guerra deindependencia de Grecia.[30] Maestro de capilla, en alemán.Dirigía al grupo de instrumentistasy cantores de música sacra en losoficios religiosos.[31] La fotografía post-mortem,también llamada memento mori oretrato memorial, tuvo su máximoapogeo durante la época victoriana.[32] Durante la tercera Cruzada(1189), Ricardo I derrotó aSaladino en Arsuf (1191) y Jaffa(1192), pero los cruzados no

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pudieron entrar en Jerusalén sinocomo peregrinos, tras la firma delTratado de Ramala, de este mismoaño.[33] Las célebres Atarazanas oastilleros barceloneses en la EdadMedia.[34] Ruinas del desaparecidocastillo de Don Nuño en el sigloXIX. Fotografía en blanco y negrodel castillo en 1870. (Ver índice deilustraciones al final).[35] En la mitología populargallega, procesión errante de

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muertos o ánimas en pena querecorre los caminos por las noches,visitando aquellas casas dondehabrá una próxima defunción.[36] Periodo de extrema violenciadurante la Revolución francesa, queduró desde septiembre de 1793 a laprimavera de 1794. Según algunosestudiosos de esta época, el«Terror» se caracterizó por labrutal represión de losrevolucionarios mediante el recursoal terrorismo de Estado.[37] Dibujo a lápiz del autor del

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Chateau de Mont-Noir, en la regióndel Loira. (Ver índice deilustraciones al final).[38] Varios caballeros cristianosprincipales, bajo las órdenes delDuque del Infantado, murieronsocorriendo a «cierta gente deJaén» en la citada Acequia Gordagranadina al quedar suscabalgaduras presas del barro,según veraz narración de uncronista de la época, en un hecho dearmas nunca del todo aclarado.[39] Dibujo a tinta del autor basado

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en la descripción del ingeniomecánico. (Ver índice deilustraciones al final).[40] Conocido como «Tronco delBrasil», es en realidad originariadel África Central y tropical.[41] Impresionado por la brutalidadde la batalla de Solferino (1859), elsuizo Henri Dunant fundó la CruzRoja Internacional en 1863.[42] El fenaquistiscopio fueinventado por Plateau en 1829 parademostrar su teoría de lapersistencia retiniana.

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[43] «Al aire libre», técnicapictórica que consistía en recrearun paisaje con luz natural —mediante el uso de esbozos yapuntes—, concluyendo el trabajoen el estudio del pintor, usando elrecuerdo de lo observado.[44] «La carta robada y otroscasos: una nueva metodologíaaplicada a la investigación», por eldetective Chevalier Auguste Dupin.[45] Joseph Antoine FerdinandPlateau quedó ciego a la edad de 42años; se le diagnosticó

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coriorretinitis bilateral y conposterioridad se le formaroncataratas. Ha sido considerado confrecuencia un «mártir por laciencia». Su ceguera se atribuye alos experimentos solares querealizó.[46] El zoótropo estroboscópicoera un rudimentario aparato cinéticodonde se podían visualizarimágenes en movimiento; esconsiderado uno de los precursoresde la proyección cinematográfica.[47] Ilusión o percepción engañosa

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que permite creer ver al serhumano, debido a la mezcla entre loobservado y la fantasía de la mente,un objeto conocido donde enrealidad no lo hay. En lasexperiencias religiosas sedenominan hierofanías.[48] Los «grimorios» son libros,normalmente de magia negra, quecontienen toda suerte deconocimientos esotéricos:invocación de entes sobrenaturales,ángeles y demonios, hechizos yencantamientos, etc. Fueron escritos

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entre principios de la Edad Media yel siglo XVIII.[49] Libro de magia blanca editadoen Alemania en el siglo XVII.

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ÍndiceNOTA DEL AUTOR 12AQUÍ DUERME UNÁNGEL 17

EL BOSQUEMALDITO 183

EL JEROGLÍFICO DEEKTATON 285

CUMPLIDVUESTRAS 581

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PROMESASSONATA PARAPIANO 665

LEYENDAMEDIEVAL 799

MONTENEGRO 882ÍNDICE DEILUSTRACIONES 1585

BIBLIOGRAFÍASELECCIONADA 1592