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OTROS CAMINOS Harmonie Botella Chaves

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OTROS CAMINOS

Harmonie Botella Chaves

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Título: Otros caminos Autor: © Harmonie Botella Dibujo portada: Vicente Gomis Payá Diseño portada: Gamma. Foto autora: Clara Mora Sánchiz I.S.B.N.: 84-8454-343-9 Depósito legal: A-333-2004 Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 38 45 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.ecu.fm Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.gamma.fm [email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Para Sarah, esperando que encuentre ella también su camino.

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Con todo mi agradecimiento:

a Enrique, por su prólogo;

a Menchu, Mercé y Montse, por su apoyo,

a Frédéric por su maquetación.

Con todo mi cariño para Françoise.

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ENCUENTROS

Harmonie Botella se ha asomado de nuevo a una superficie blanca, profunda e inquietante, de papel, no con el propósito de contemplarse en ella, sino de sumergirse en ella, de buscarse y encontrarse y encontrarnos en ella. Lo primero, hubiera sido un ejercicio de narcisismo; lo segundo es un reto y un descubrimiento. Un reto porque el juego de la creación consiste en ganarle por la mano a la realidad cotidiana, la emoción de construir otra realidad sin escriturar, pero mucho más arriesgada, amplia y fascinante. Y un descubrimiento: el de tu propia presencia, el de tu propia omnipresencia, el de tu propia aparente ausencia, según qué casos, qué cosas, qué asuntos pongas en pie. El autor o la autora, aquí, en este espacio de revelaciones y confidencias, siempre se percibe, se husmea en su obra, y quiéralo o no, en el conjunto de su obra está su memoria, su experiencia, o la experiencia y la memoria ajenas y ganadas y merecidas como un rico botín de su agudeza y de su sensibilidad. Luego, se le da vueltas y más vueltas a ese material, se centrifugan los desperdicios, con la manivela de la fabulación, y se pinta todo con el color y el dolor y la enormidad y la belleza de las palabras. Las palabras son la representación y la estética de la materia prima que el escritor o la escritora, aquí, en este espacio de intimidades y hallazgos, exhibe por las secretas y bien alfombradas pasarelas de su cerebro. El poeta o la poeta, aquí, en este espacio de complicidades y sensaciones, ha amueblado la superficie de papel con trazos delicados y sorprendentes, en ocasiones.

En Otros caminos, Harmonie Botella pone en

nuestras manos un sugerente muestrario de prosas poéticas, de relatos, de versos, de impresiones, a veces sutiles, irónicos y hasta sarcásticos, a veces, a veces, ingenuos, que se leen con el mismo apasionamiento y la misma sorpresa que se han puesto

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al escribirlos. Desde un principio de subjetividad, Harmonie Botella nos traslada todo un mundo interior e interiorizado, que luego expresa casi torrencialmente. Hay, en estas páginas, ingenuismo, ternura, personajes de cuentos infantiles, erotismo, tremendos síndromes, temores y placeres. Hay, en estas páginas, en cada una de estas páginas, el empeño magnífico de entregarnos, sin concesiones, una vida que, de pronto, por esa alquimia de la ficción, se hace literatura y promesa.

E. CERDÁN TATO

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ÉL Y ELLA Miró hacia atrás, hacia ese pasado que había

modelado este presente y vio un futuro que ya no tenía fuerzas para soportar

No podía aguantar esos silencios, la indiferencia que la rodeaba desde hacía tantos años... Había perdido su alegría, la ilusión de verse protegida, rodeada por el hombre a quien amó y no supo verla, no supo que ella lo esperaba todo de él. Ella creyó que bastaría con estar siempre juntos, en el amor, en la lucha diaria, en los problemas, en las alegrías.

Pero nunca fue así. Ella había sido un añadido, un objeto que esperaba que ocurriese algo, que esperaba que la situación cambiase, un objeto que se iba haciendo añicos. Había aceptado el abandono porque se sentía como una intrusa en un mundo que no le pertenecía. Había aceptado el abandono pero su corazón se negaba a ello.

No tenía ningún refugio, ningún consuelo. Le pidió que recordara los años en los que ella aún no se moría de desesperación, cuando él aún no había perdido la memoria, la dulzura, el cariño... Le pidió que hiciera un esfuerzo, que recuperase su sonrisa, que no se dejara invadir por lo superficial, por lo ajeno, que la salvara del pozo en que se hundía y se pudría. Él siguió sin oírla.

Un día, él despertó, no entendió por qué la cama estaba vacía y fría.

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NIÑO Viniste al mundo cuando pensábamos que nuestra

tarea de padres había casi acabado, cuando creíamos que la lucha del día a día con nuestros hijos se iba terminando.

Cuando supimos que ocho meses más tarde llegarías, fue como si unos fuegos artificiales estallasen en nuestros corazones, en nuestras vidas tan rutinarias.

Por fin, a lo mejor, llegaría esa niña tan deseada, tan esperada.

Pero no quisiste ser niña. Fuiste un niño hermoso, cariñoso, un niño que nos regala a todos la felicidad.

Eres dulzura, amor, inocencia. Eres lo mejor que se ha creado en este mundo.

Nos maravillamos, conforme pasa el tiempo, de constatar tus progresos. Ya sabes leer y escribir algunas letras, te sabes de memoria todas las canciones que te enseña tu maestra, recitas alguna poesía, pero se te da mejor repetir como un lorito los diálogos de los dibujos animados, o tararear en inglés alguna canción de los Beatles.

Juegas al fútbol como un campeón, y ya quieres irte de marcha con tus hermanos por la zona de Alicante. Pero no puede ser...

Eres ya demasiado autónomo. Crees que puedes irte por ahí sin avisarnos, hacer como los demás niños: coger la pelota, el bocata y la mochila para volver un poco más tarde a casa. Pero no puede ser.

Te gustaría que te consintiéramos bajar al parque: tú sólo con tu bici, o tus patines; ir a la playa cuando tienes mucho calor y no cuando a nosotros se nos antoje. Pero no puede ser.

Te gustaría volar libre, sin ataduras ni obligaciones, sin someterte a estas reglas estúpidas que los mayores hemos creado. Te gustaría ser independiente. Pero no puede ser.

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No puede ser aunque lo deseemos todos... porque eres un niño muy especial. Eres el hijo que queremos ver desenvuelto pero que tenemos miedo a dejar sin protección. Eres la espinita de nuestro corazón. Eres Síndrome de Down.

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CARTA A LOS REYES MAGOS Año tras año, os mando la misma carta y no me

contestáis. Supongo que tenéis mucho trabajo y que no podéis atender todo el correo que os llega. Este año, al igual que tantos otros, reitero mis demandas, formulo mis deseos. Algún día, quizás, abriréis esta misiva y oiréis la voz de un pueblo llamado Tierra, de un pueblo que suplica, que espera.

El pueblo del planeta Tierra os pide que sus hijos no tengan hambre, ni sed, ni padezcan el frío o el calor sofocante que reseca el alma y el cuerpo.

El pueblo del planeta Tierra os pide que los padres y madres lleven libremente el pan a su casa, que puedan rezar al dios que les plazca sin temor a represalias y que se respeten otras creencias.

El pueblo del planeta Tierra os pide que no se margine más a las mujeres, a los niños, a los pobres, a los mayores. Este pueblo os pide la paz.

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NUBES

Nubes de algodón, nubes de niebla, nubes de niebla y algodón. Mis oídos, mi mente rezuman de algodón, niebla y nubes. Estoy envuelto en la lana blanca de las ovejas de mi abuela. Nada llega a mí, no existo, no tengo que afrontar la vida.

Tumbado en el sillón, oigo las noticias. Me adormecen y se mezclan con mis pensamientos desordenados, no sé si la guerra de Kosovo se libra en otro país, en Campello o en mi mente. Noto el terremoto de Méjico sacudir mi cerebro, pero no pasa nada. En cuanto el presentador anuncie otra desgracia, habrán finalizado las guerras, los terremotos y las dictaduras.

Mi cuerpo se desvanece, ya estoy casi inconsciente, flotando en el limbo. No es el limbo. Vuelve a dolerme el corazón, el alma y no consigo escapar hacia los paraísos artificiales. Estoy nadando en un sudor asqueroso, que podría ser el de este monstruo que me persigue desde hace varios meses. Quiero coger un pañuelo para limpiarme la frente y la cara y lo único que consigo alcanzar es un trapo que está tirado en el suelo. Me lo paso por los brazos y cuando lo acerco a mi rostro, me percato de que está ensangrentado. Miro más detenidamente, sangro, igual que mi corazón y mi alma.

Nunca podré escapar. He huido. Estoy casi a dos mil kilómetros de mi pesadilla y todavía me persigue. A pesar de los frascos y frascos de barbitúricos que tomé para olvidar, cada día el monstruo se presenta para que recuerde. Que recuerde a los cincuenta obreros, a los seis administrativos que van a encontrarse sin trabajo, a mi padre, que levantó la empresa con mucho sacrificio, y a mi madre, que se morirá de dolor cuando se entere que he tenido el valor de tomarme varias cajas de neurolépticos de un tirón.

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La bestia está ahí, asomándose a mi cuerpo, a mi mente una vez más. No la puedo controlar, es más fuerte que yo. En cuanto se acerca a mí, en cuanto su peso oprime mi pecho, me asfixia, ocupa mi cerebro, empiezan a descomponerse mis intestinos, mi estómago. Estoy en la antesala de la muerte, me voy vaciando, no puedo cortar los efluvios apestosos que salen de mí. Las arcadas de mi estómago me duelen hasta producirme calambres en la médula. No puedo seguir. Si éste es el principio de la muerte, la deseo ya, porque me doy asco. Tengo el aspecto de un cadáver amarillo que va derramando a su paso el flujo maloliente de las alcantarillas.

Si me tomo ahora cinco o seis pastillas, podré engañar unas horas a la bestia. Pondré otra vez la tele. Las telenovelas y los informativos llenarán mi cerebro y ahuyentarán mis pensamientos unos instantes.

No sé cómo empezó todo. Siempre noté este malestar en mi cuerpo, en mi mente. De pequeño me obligaban a ser el niño perfecto. Hijo de inmigrantes españoles, pasé unos años difíciles en un frío país. Durante los primeros años, mis padres no tenían dinero ni para comprarme un par de botas, así que el mordisco vengador y arisco de la nieve me arrancaba lágrimas amargas. Menos mal que de vez en cuando acudía Campanilla y me daba ánimos para seguir combatiendo el frío de esta región y la frialdad de mis progenitores. Yo sólo soñaba con la tierra de mis padres, donde no llovía ni nevaba y donde uno, según ellos, pasaba la mayor parte del día bajo el sol, pero con el estómago vacío.

Hubiera preferido tener el estómago vacío que los pies congelados. Fueron unos años duros y largos, en los que no se me permitía ninguna flaqueza, ni física ni moral. Aguantar era el lema de la familia; no demostrar a los pudientes, o simplemente a los amigos, que nos faltaba de todo para sobrevivir. A escondidas, todos los días robaba carbón o leña en los chalecitos donde no hubiera perro alguno que pudiera atacarme. Mis padres nunca lo supieron o no quisieron enterarse.

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Me comportaba siempre como un niño bien educado, limpio, aseado, correcto. No existía ningún fallo en mi comportamiento. Ellos, al principio, no hablaban alemán y me tocó durante años ser el recadero, el traductor o el chico de la compra de la familia. Cuando volvía de cualquier recado, estaba seguro de que mi padre o mi madre me esperaba con aires inquisitoriales y vengativos, preguntándome todo tipo de detalles para averiguar si no me había equivocado. Después, claro, venía el castigo verbal y psíquico: era un inepto, un subnormal, nunca sabría manejarme en esta vida. Todo en mí, según ellos, fracasaría. Tenían razón.

Campanilla siempre venía a ayudarme, a quitarle importancia al castigo. Algún día, decía, tendría poder de decisión sobre mí mismo.

Fueron prosperando. Dejé mis estudios para ayudar a mi padre en la fábrica y cada paso que daba demostraba mi inseguridad, mi miedo a no hacer lo adecuado. Cuando conocí a Gretel me sentí fuera de lugar. La quería pero la falta de seguridad en mí mismo me hacía aún más ridículo. Ella pertenecía a otro mundo, a un mundo en el que los hijos eran educados con respeto y ternura. No era mi caso. Nos casamos. Quise demostrarle mi amor y no supe. Mis padres siempre me lo dijeron: “nunca serás un hombre de verdad”. Sólo era un pobre chiquillo introvertido, incapaz de llevar a cabo sus negocios, su vida. Quise demostrarle que yo era ese hombre sobre el que ella podía descansar y confiar. Quise demostrarle que yo podía llevar las riendas del futuro a pesar de la carga de dolor que pesaba sobre mi mente. Quise demostrarle que yo no era ya ese joven dominado por unos padres déspotas que sólo pensaron en realizar su vida material.

Y fracasé, fracasé en el amor, fracasé en los negocios.

Algunas veces aparece Gretel y cuando quiero hablarle, tocarla, se vuelve a esconder detrás de una nube de algodón. Sigue sonriéndome, creo que aún me quiere y me ha perdonado. Sólo necesitaría el coraje de llamarla por teléfono y decirle que estoy aquí, aquí, en la casita de mis padres, en un pueblo donde brilla el sol. Pero ¿cómo voy a decirle que brilla el sol si

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no lo veo? No veo nada, sólo las nubes que envuelven mi mente y mi cuerpo.

Quisiera ver el sol, ver el sol y a Gretel, andar sobre la playa de Campello, pero no puedo moverme, si lo hago, aparece la cosa y me desgarra el alma. Gretel está presa en la casa de la malvada bruja y, si no me libero, no podré salvarla. Quiero salvarme, quiero salvarla, quiero huir de los paraísos artificiales. No creo ya en los cuentos de hadas, ninguna magia, ninguna fuerza pueden sacarme de este infierno de efluvios, de esta tormenta de miedo.

Cierro los ojos y me parece que entra mi abuela en el salón. Murió hace diez años y, sin embargo, la tengo ahí, delante de mí, tan serena, tan guapa. A su alrededor sus ovejas han formado un corro y se tumban. Se tumban para oír uno de esos cuentos que solía contarme hace mucho tiempo. El cuento esta vez es diferente: el sastrecillo valiente está luchando contra el lobo feroz que ha secuestrado a Hansel y Gretel; el sastrecillo no es un superhombre, es pequeñito y delgadito, pero sabe que si lucha contra el lobo, contra los demonios de su pasado y su presente, podrá liberar a la parejita que el lobo va a devorar.

Oigo a mi abuela y tengo miedo. ¿Y si el sastrecillo no pudiera vencer a la bestia? Mi abuela sonríe y dice: “No te preocupes, vencerá a la bestia con tu ayuda”. ¿Tengo yo la suficiente fuerza como para ayudarle? Si no sé vencer a la bestia que me asedia, ¿cómo ayudarle? El hada madrina de la bella durmiente se acerca y me susurra unas palabras: “ Si ella se pinchó el dedo y se durmió es porque el artilugio de la vieja hilandera estaba en desuso; no se durmió porque desobedeciera a su padre, sino porque se sintió atraída por algo muy pasado de moda. Hay que saber renovarse, ir hacia adelante, olvidar el pasado”. Cuál es el significado de las palabras de esta mujer tan bella... Intento analizarlo pero me cuesta mucho, no consigo ayudar al sastrecillo y al mismo tiempo resolver el enigma.

Caperucita Roja aparece y se burla de mí. Es la aliada del lobo feroz, su pelo teñido de rojo y su vestido azul me enfurecen. Estoy perdiendo los anclajes de mi niñez, los

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remolinos de mi mente me cansan, la lucha me agota. Me gustaría que alguien me aconsejara. Algo roza mis oídos, levanto la vista y allí está Campanilla, aleteando junto a mí. Sus bucles de oro bailan alrededor de su rostro y en sus ojos azules las olas del mar adormecen y apaciguan mi corazón. De su boquita, semejante a una cereza, sale una dulce canción: Es la historia de un hombre valiente que decide olvidar su pasado y luchar por su porvenir. Este hombre soy yo. Ayudaré al sastrecillo, liberaremos a Hansel y Gretel. Ella perdonará mi cobardía pasada y volveremos a vivir juntos. Juntos solucionaremos los problemas.

Hemos vencido al lobo. Junto a mí, el hada madrina y Campanilla han transformado el salón en despacho. El ordenador tiene unas teclas que yo nunca había usado anteriormente: Entender y aceptar el pasado, capacidad para dirigir su futuro, olvido de los paraísos artificiales. Me siento al mando de mi vida, con Gretel a mi lado. Quiero vivir, ser yo. He ganado la batalla.

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NIEVE Una nieve dura, fría, inhumana caía sobre una

pequeña aldea, perdida en el fin del mundo. En este lugar jamás creció una flor, jamás cantó un ruiseñor. Los vecinos del pueblo, tristes y fríos, no hablaban ni reían. Cuando salían de sus casas, lo hacían corriendo, sin perder tiempo en mirar a su alrededor. No había nada que ver, todo permanecía cubierto por la nieve, a veces blanca, a veces gris.

Los niños no conocían ningún cuento, ninguna canción, ningún juego. Sólo sabían leer y contar. Tenían las mismas miradas tristes que sus padres. Su futuro se limitaba a ver a las mismas personas, las mismas cosas durante el resto de sus vidas. Nada merecía la pena.

Un día, en este lejano y frío pueblecito, perdido en el último rincón donde acaba el mundo, pasó un ruiseñor y se posó en la ventana de la panadería, único lugar del que emanaba un suave calorcito. La vieja panadera, extrañada, se le acercó y le preguntó: - « ¿Pajarito, te ocurre algo? » El ruiseñor en un santiamén se acurrucó en el hombro de la anciana y le susurró al oído: - “Pronto llegará una bella y desolada mujer que huye de la traición y del engaño. No la rechacéis por el color de su piel, de su cabello, de sus ojos, será la luz que os salve de vuestras tinieblas.”

Ese día la mujer contó a su familia y a todos los vecinos lo ocurrido y nadie la creyó. Nunca ningún pájaro se había detenido en la aldea, además todo el mundo sabía que los animales no hablaban. Nadie sabía que los cuentos existían y que, a menudo, un protagonista se escapaba de sus páginas para transformar la vida de la gente triste, ignorante y, a veces, cruel.

Durante aquel duro invierno la anciana murió suplicando a sus familiares que atendiesen lo mejor posible a todos los extranjeros que acudieran al pueblo. El día del

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entierro apareció por la aldea una mujer morena de largo cabello negro. Sus ojos tenían el color y el calor de la miel dorada recién sacada de los panales; su voz era semejante al canto del ruiseñor, pero no la entendían. No entendían su idioma, ni su forma rara de vestir ni la tristeza que invadía sus bellos ojos. Algunos tuvieron miedo: podía ser la enviada del demonio por su piel oscura, sus ojos amarillos y ese idioma que nadie conocía. Otros recordaron las palabras de la anciana y se conmovieron. La bella mujer necesitaba ayuda, tenía frío y hambre; su cuerpo y su alma estaban heridos. La cobijaron, le dieron comida, afecto.

Al final del invierno, se percataron de que la bella mujer esperaba un hijo que no tardaría en nacer. Una mañana gris del mes de abril, después de una tempestad de nieve, el bebé decidió que ese día era propicio para nacer. Por primera vez, después de muchos siglos de indiferencia, el pueblo se conmovió. Era el primer bebé que nacería antes de que subieran las temperaturas. Todas las mujeres sabían que sus hijos tenían que venir al mundo entre junio y agosto para poder sobrevivir. Este pobre renacuajo no soportaría los diez grados bajo cero de aquella mañana.

El niño nació. En vez de llorar, cantó como un ruiseñor, abrió sus ojos color miel y sonrió a todos los que estaban a su alrededor. Su piel era oscura como la de su madre y su pelo tenía el mismo color que sus ojos. Unos minutos después de su nacimiento, los aldeanos vieron con gran sorpresa que el sol brillaba, que la nieve se derretía, que una bandada de pájaros sobrevolaba el pueblo. Un milagro acababa de ocurrir: era la primera vez que aparecía el sol, que una bandada de pájaros intentaba anidar en los árboles desnudos del último pueblo al final del mundo.

Era la primera vez que reían, que tenían calor y veían brotar del suelo unas florecitas cuyos colores formaban el arco iris. El ruiseñor volvió y se posó en la ventana de la panadería. La gente formó un corro para escucharle, les contó un cuento y la magia de las palabras envolvió el corazón de todos. Habían entendido que, para que cambiasen sus vidas, tenían que pararse a escuchar y ayudar a los demás. La vida, el mundo,

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cambiaron cuando los vecinos del pueblo miraron a su alrededor y entendieron el sufrimiento de los demás.

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NADA No soy nada, no soy nadie. Ni dolor, ni amor, ni tan

siquiera esta lágrima que va deslizándose hasta el corazón de los que aman.

No soy ya ni ese pétalo de rosa que revolotea, impulsado por la brisa de la mañana. Ni esta flor de jazmín que perfumaba nuestro jardín, cuando las estrellas, una tras otra, iluminaban el manto oscuro de la noche.

No soy ya aire, ni soy materia. No soy nada desde que te marchaste a buscar tu felicidad, lejos de mí. No soy nada, porque mi corazón no se estremece. Paso del luto al olvido, del olvido al cansancio, del cansancio a la nada.

Ya no volverás jamás a reemprender el camino que empezaste y yo seguiré siendo nada hasta el final, hasta que entienda y acepte que los sentimientos murieron y que nunca existió nada entre nosotros.

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DOS MIL, TRES MIL... Cuando era muy pequeña – cursaba segundo o tercero

de EGB –, la maestra nos hizo calcular la edad que tendríamos cuando llegase el año dos mil. No imaginaba que llegaría aquella fecha tan lejana, porque para mí todo había girado alrededor de esos maravillosos años de inocencia y sueños. Todavía no sabía lo que eran las guerras, el genocidio, el racismo... La barbaridad más grande de la que había oído hablar era el asesinato de John F. Kennedy. Seguí pensando algún tiempo en aquel asesinato, pero el twist exportado del mismo país revolucionaba más mi cabecita. Con el twist, las canciones de amor, y los programas infantiles, empezó mi preocupación por ese tan lejano año dos mil. Estaba segura de que yo no llegaría, era una fecha demasiado lejana, demasiado simbólica. Y si lo conseguiese, sería una mujer muy entrada en años, más de los que tenía mi madre en aquella época. Una tía de mi madre tenía cuarenta y nueve años y parecía pertenecer a otro mundo; yo no quería llegar a ser tan vieja y fea. Porque, claro, la vejez iba unida a la pérdida de la belleza y al olvido de los amigos que te rodean.

Después de calcular nuestra edad en el año dos mil, la maestra nos pidió que redactáramos cómo sería nuestra vida con ese temible cambio y la llegada del nuevo milenio. Adelantándome a los estereotipos de la época, a los cánones de las películas rosas, decidí que trabajaría, pero en algo que fuese conocido para mí. Las mujeres que me rodeaban eran secretarias, maestras, enfermeras o amas de casa. Así que opté por la profesión de enfermera; el uniforme blanco tenía un atractivo peculiar. Las enfermeras solían ser todas muy guapas, trabajaban con gente simpática y se casaban con un prestigioso médico. A partir de ese momento se convertían en la relaciones públicas de sus esposos, atendiendo y dando consejos a los pacientes en la sala de espera. Como empezaba a

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nacer en mí una pequeña vocación de Madre Teresa de Calcuta, añadí que si la profesión de enfermera era muy difícil, sería maestra de escuela, pero en alguna colonia: para alfabetizar a los salvajes no se necesitarían muchos estudios... Mi visión de la vida y de la humanidad no llegaba a más. Recuerdo que escribí también que me cortaría el pelo a los treinta años, pues a esa edad una mujer es demasiado mayor para llevar el pelo largo. También me pintaría los ojos y los labios.

Si en vez de ser enfermera me tocase ser maestra en la selva africana, iría escoltada por dos negros de una tribu que después me esperarían delante de la puerta de mi clase, hasta que acabara de explicar a mis alumnos que la «b» y la «a» se lee ba. Llevaría los mismos modelitos que Grace Kelly y mi criada me los plancharía meticulosamente cada mañana. Llegué a confundir Mogambo con Lo que el viento se llevó.

Había oído hablar, en aquellos años del comunismo, del socialismo. Las personas mayores decían que estas teorías eran inviables y tenían toda la razón. ¿Cómo iba a vivir toda la vida con el mismo vestido, cuando mi madre me cosía varios por temporada? Uno tenía que ser tonto para privarse de lo bueno que existía en la vida...

En mi redacción, cuando me tocó hablar de religión, escribí muy proféticamente que en el cambio del milenio ésta no existiría. Era un atraso. ¡Cómo la gente iba a creer, en esta época de progreso y modernismo, que un ser superior decidiría sobre nuestras vidas y que, para que fuese idílica, sólo había que ir a misa! En mi reducido cerebro no cabía ni que pudiesen existir otras religiones. Hija y nieta de anarquistas en el exilio, sólo pensaba que se mantenía en pie una religión, la católíca, que desaparecería cuando nos desplazásemos en naves o apretásemos una clavija de una máquina para ordenarle algo.

Mucho más tarde, se empezó a rumorear que con el año dos mil llegaría el cataclismo final, la nada. Mi mente cartesiana no aceptó, ni entendió que el paso del tiempo, el cambio del milenio acarreara un final sin sentido. Y llegó el dos mil. No fui enfermera, ni relaciones públicas de nadie. Soy una mujer independiente que no soportaría ser la sombra de

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ningún hombre. No me corté el pelo a los treinta. No había pasado nada de lo que imaginaba. Pero ocurrieron acontecimientos más terribles, no acordes con estas civilizaciones tan adelantadas, estas mentes tan abiertas. La religión seguía existiendo, o mejor, las religiones seguían existiendo. Continuaban las matanzas en nombre de la religión. Todos los días morían hombres, niños y mujeres, como en la época de la Inquisición. Centenares de religiones, centenares de sectas que en vez de ayudar al ser humano, lo destruían en nombre de un dios, la política o el dinero.

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PERDIDO No entiendo lo que ocurre. El paisaje a mi alrededor

ha cambiado. El bosque de las auroras y esperanzas se disimula tras el telón oscuro aterciopelado de un escenario desconocido. No encuentro el camino de la alegría, que me llevaba siempre a aquellos parajes sublimes de felicidad. En lugar de este sendero rutilante, me deslizo entre sombras, frías y secas. No reconozco estos árboles que me amenazan, tristes y agrietados; me quieren atrapar, aislar, encadenar a las arrugas de su tronco seco. Las hojas se resquebrajan bajo mis pies cansados y las flores del camino han huido o se han desvanecido porque la luz, purificadora, ya no las acaricia.

El silencio de la noche incrementa el soplo enfurecido del viento, el aullido gélido de los lobos. El vaho punzante de lo extraño se encauza en lo más hondo de mis venas, de mis entrañas. Estoy despavorido porque no entiendo qué hago en este antro de desolación donde no veo ni el sol, ni el cielo y no reconozco lo que me rodea. Estoy perdido, perdido en un espacio que siempre me acogió, me deleitó con sus formas, colores y sonidos.

¿Dónde están los duendes del bosque, de la vida; el amor o la felicidad? ¿Han huido o se esconden, se niegan a mostrarme el camino?

Estoy desamparado en un lugar sin principio, ni fin. No tiene sentido, no puedo estar perdido: este bosque siempre fue mi refugio, mi consuelo, mi amparo y, hoy, la naturaleza me repudia, me desecha como si nunca me hubiera conocido.

Mi mente vacila, intento hacer el recorrido en sentido contrario y mis recuerdos se entremezclan y se disparan, ¿por qué bajé del coche? Sólo recuerdo mi gran nerviosismo, mi huida alocada hacia no sé dónde, hacia estas praderas luminosas, hacia este bosque acogedor. Buscaba la salvación, el milagro, la senda milagrosa del renacer, la fuente viva de la