padre eterno, que tiene la fuerza para salvar, cuyo brazo ... · con el piloto mientras seguía en...

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Padre Eterno, que tiene la fuerza para salvar, cuyo brazo ha contenido al violento oleaje, quien dirige las profundidades del poderoso océano y mantiene a raya sus propios límites, oh, escúchanos cuando te invocamos a gritos para que ayudes a quienes corren peligro en el mar. en_peligro.indd 6 28/09/11 15:47

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Padre Eterno, que tiene la fuerza para salvar,cuyo brazo ha contenido al violento oleaje,quien dirige las profundidades del poderoso océanoy mantiene a raya sus propios límites,oh, escúchanos cuando te invocamos a gritospara que ayudes a quienes corren peligro en el mar.

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Hacía cinco días que soplaba el viento khamsin. Las nubes de polvo los envolvían a lo largo de la amenazadora llanura del de-sierto. Héctor Cross lucía una kufiya alrededor del cuello y unas gafas de sol especiales para terrenos áridos. Su incipiente barba morena protegía gran parte de su rostro, pero la piel que quedaba expuesta parecía haber sido restregada con unos punzantes gra-nos de arena. Por encima del ulular del viento pudo distinguir el ritmo palpitante del helicóptero que se acercaba. Supo, sin mirar, que ninguno de los hombres que avanzaban con él lo había oído. Se habría sentido fatal de no haber sido el primero en percatarse de ello. Aunque era diez años mayor que la mayoría de esos hom-bres, tenía que ser más rápido y perspicaz que ellos por el simple hecho de ser su jefe. Uthmann Waddah se inquietó y lo miró. El gesto de asentimiento de Héctor fue prácticamente imperceptible. Uthmann era uno de sus operativos de confianza. Su amistad se remontaba a muchos años atrás, hasta el día en que Uthmann había sacado a Héctor de un vehículo en llamas bajo el fuego cruzado de unos francotiradores en una calle de Bagdad. Incluso en esa ocasión Héctor había recelado del hecho de que fuera un musulmán sunita, pero con el tiempo Uthmann demostró ser una pieza muy valiosa. Ahora ya era indispensable. Entre sus numero-

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sas cualidades se contaba la de haberle enseñado a perfeccionar el árabe hablado. Sólo un interrogador muy hábil podía apreciar que Héctor no era un árabe nativo.

Debido a un efecto de la luz del sol, la monstruosa sombra dis-torsionada del helicóptero se proyectaba sobre los bancos de nu-bes como si fuera un espectáculo de linterna mágica, de modo que cuando irrumpió el enorme mil-26 ruso pintado con los colores carmesí y blanco de Bannock Oil en el claro, daba la impresión de ser un detalle insignificante en comparación. No se hizo visible hasta que se colocó a unos cien metros por encima de la platafor-ma de aterrizaje. En vista de la importancia del único pasajero que viajaba en ese helicóptero, Héctor había hablado por radio con el piloto mientras seguía en tierra en Sidi el Razig, la sede de la compañía situada en la costa donde terminaba el oleoducto, y le había dado la orden de que no volara en esas condiciones. La mujer había contradicho su orden, y Héctor no estaba acostum-brado a que le llevaran la contraria.

Aunque aún no se habían conocido personalmente, la relación entre Héctor y la mujer era delicada. En rigor, él no trabajaba para ella. Él era el único propietario de Cross Bow Security, s.a. No obstante, Bannock Oil había subcontratado a la empresa para proteger las instalaciones y al personal. El viejo Henry Bannock había elegido a dedo a Héctor de entre las numerosas empresas de seguridad que ansiaban ofrecerle sus servicios.

El helicóptero aterrizó suavemente sobre la pista, y cuando se deslizó la puerta del fuselaje, Héctor avanzó unos pasos para sa-ludar a la mujer por vez primera. La vio aparecer en la puerta, y él se detuvo para observarla. Héctor se acordó de un leopardo balanceándose sobre la elevada rama de un árbol marula mien-tras escudriñaba a su presa antes de atacarla. Aunque pensaba que conocía perfectamente su reputación, su versión de carne y hueso estaba impregnada de un manto de gracia y poderío que lo sorprendió. Como parte de su investigación, había examina-do cientos de fotografías de esa dama, había leído montones de

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artículos y visionado horas enteras de filmaciones. Sus primeras imágenes correspondían a la pista central de Wimbledon, donde fue derrotada en un encuentro muy reñido de cuartos de final por Navratilova; o las de tres años después, cuando aceptaba el trofeo femenino individual del Abierto de Australia en Sídney. Al cabo de un año se casó con Henry Bannock, el director de Bannock Oil, un extravagante magnate multimillonario que era años mayor que ella. Después se sucedían las imágenes de ella y su marido charlan-do y riendo en compañía de jefes de Estado o de estrellas de cine y otras personalidades del mundo del espectáculo, cazando faisanes en Sandringham como invitados de su majestad y el príncipe Fe-lipe de Inglaterra o pasando las vacaciones en el Caribe a bordo de su yate Amorous Dolphin. Luego también estaban las fotogra-fías de periódico en las que ella aparece sentada junto a su esposo en el podio de la junta general anual de la compañía; otras fotos desenvolviéndose con acierto en una entrevista con Larry King. Al cabo de un tiempo, los recortes de prensa mostraron a una mujer vestida de luto sosteniendo la mano de su encantadora y joven hija mientras contemplaban la instalación del sarcófago de Henry Ban-nock en el mausoleo de su rancho de las montañas de Colorado.

Después, su batalla con los accionistas, los bancos y su perver-so hijastro empezaron a llenar alegremente los espacios de los me-dios de comunicación de todo el mundo dedicados a los negocios. Cuando al final salió vencedora de la pugna por los derechos que había heredado de Henry después de recuperarlos de las garras de su hijastro, y ocupó el lugar de su marido como presidenta de la junta directiva de Bannock Oil, el precio de las acciones de Ban-nock se desplomaron. Los inversores desaparecieron y las líneas de crédito se agotaron. Nadie quería apostar por una exjugadora de tenis y chica de la alta sociedad reconvertida a baronesa del petróleo. Pero no habían tenido en cuenta su perspicacia innata con los negocios o los años de aprendizaje con Henry Bannock, que bien valdrían un centenar de títulos de mba. Al igual que la muchedumbre de un circo romano, sus detractores y críticos es-

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peraban con siniestra ilusión a que acabara siendo devorada por los leones. Luego, para disgusto de todos, adquirió el Zara nú-mero ocho.

La revista Forbes publicó una vistosa imagen de portada de Hazel vestida con su atuendo blanco de tenis y sosteniendo una raqueta en la mano derecha. El título rezaba: «Hazel Bannock se anota un tanto decisivo con el yacimiento de petróleo más abun-dante de los últimos sesenta años y asume el liderazgo de su ma-rido, Enrique el Grande». El artículo de portada decía así:

En las desoladoras regiones del interior de un pequeño emirato empo-

brecido y dejado de la mano de Dios llamado Abu Zara, se encuentra

un terreno petrolífero que en su día perteneció a Shell. El yacimiento ya

se había explotado hasta agotarse, y fue abandonado poco después de

la segunda guerra mundial. Durante casi sesenta años permaneció olvi-

dado. Pero entonces Hazel Bannock salió a la palestra. Compró los de-

rechos de explotación del terreno por un puñado de millones de dólares

y los expertos se intercambiaron codazos y risas de satisfacción. Tras

hacer caso omiso de las quejas de sus asesores, Bannock se gastó varios

millones en hundir una perforadora rotante hasta alcanzar una peque-

ña anomalía subterránea situada en el extremo norte del yacimiento;

una anomalía que, debido a las técnicas de exploración poco sofistica-

das del pasado, se tenía por una bolsa subsidiaria de la reserva princi-

pal. Los geólogos de esa época coincidieron en que el petróleo de la zona

se había mezclado con la reserva principal hacía mucho tiempo, y

que se había agotado como resultado de las operaciones de extracción.

Sin embargo, cuando la perforadora de la señora Bannock rompió la

cúpula impermeable de sal del diapiro –una enorme cámara subterránea

en la que los depósitos de petróleo habían quedado atrapados–, el exce-

so de presión de los gases ascendió por el agujero de la perforadora con

tanta fuerza que arrojó casi ocho kilómetros de broca de acero como si

fuera el contenido de un tubo de pasta de dientes. El agujero reventó y es-

cupió casi cien metros de crudo de alta calidad. Por fin saltó a la vista de

todos que los siete antiguos yacimientos de Zara abandonados por Shell

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constituían sólo una parte de toda la reserva. La nueva estaba situada a

una profundidad de seis kilómetros y medio y albergaba una cantidad

aproximada de cinco mil millones de barriles de crudo dulce y ligero.

Cuando el helicóptero tocó tierra, el ingeniero de vuelo dejó caer la escalerilla de aterrizaje y se apeó, luego retrocedió para ir a buscar a su ilustre pasajera. Ella ignoró la mano que le ten-dió y saltó la distancia de más de un metro que la separaba del suelo con la ligereza del leopardo al que tanto se parecía. Lucía un impecable traje de safari de color caqui hecho a medida, unas botas de ante y un pañuelo Hermès de tonos claros que le tapaba el cuello. Su gruesa cabellera dorada, que era su marca personal, estaba suelta y ondeaba por efecto del viento khamsin. ¿Cuántos años tendría? Se preguntó Héctor. Nadie lo sabía con certeza. Parecía tener treinta y pico, pero tenían que ser cuarenta, como poco. Aceptó brevemente la mano que Héctor le tendía; la asió con una fuerza perfeccionada por los cientos de horas que había pasado en las pistas de tenis.

–Bienvenida a su Zara número ocho, señora –anunció él. Ella le devolvió el gesto con una mirada escueta. Sus ojos eran de un tono azulado que le hizo recordar la luz del sol cuando atrave-saba las paredes de una cueva de hielo en una grieta de las altas montañas. Era mucho más acogedora de lo que sus fotógrafos lo habían inducido a creer.

–Mayor Cross –lo saludó fríamente. Una vez más, lo sorpren-dió el hecho de que conociera su nombre. Entonces recordó que esa mujer tenía fama de no dejar nada a su suerte. Debió de ha-ber investigado a todos y a cada uno de los empleados de alto rango que conocería en su primera visita a su nuevo yacimiento petrolífero.

«Si esto es así, entonces debería haber sabido que ya no uti-lizo mi rango militar», pensó. Se le ocurrió que probablemente lo sabía, y que lo había echo a propósito para ponerlo nervioso. Contuvo la sonrisa forzada que brotó de sus labios.

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«Por alguna razón, no le gusto y no hace ningún esfuerzo por ocultarlo», pensó. «Esta dama está hecha del mismo material que sus brocas petrolíferas», todo acero y diamantes. Pero ella ya se había dado media vuelta para saludar a los tres hombres que sa-lieron del enorme vehículo humvee de color arena que frenó en seco junto a la dama y formó un solícito comité de bienvenida que sonreía y se movía nerviosamente como un cachorrillo. La mujer estrechó la mano con Bert Simpson, su director general.

–Lamento haber demorado tanto tiempo esta visita, señor Simpson, he estado muy ocupada con asuntos de la oficina. –La mujer esbozó una sonrisa fugaz y brillante, pero no esperó la res-puesta del director. Pasó a otro asunto y saludó rápida y sucesi-vamente al ingeniero jefe y al geólogo responsable del yacimiento.

–Gracias, caballeros. Ahora tratemos de resguardarnos de este viento tan desagradable. Después ya tendremos tiempo de cono-cernos mejor.

Su voz era suave, casi se diría que alegre, pero su inflexión era aguda y con un marcado acento sudafricano. Héctor sabía que esa mujer había nacido en Ciudad del Cabo y que se había converti-do en ciudadana estadounidense tras su matrimonio con Henry Bannock. Bert Simpson abrió la puerta del asiento del acompa-ñante del humvee y se acomodó en el vehículo. Cuando Bert hubo ocupado su lugar ante el volante, Héctor se situó en posición de escolta en el segundo humvee que estaba a poca distancia detrás de él. Un tercer humvee dirigía la comitiva. Todos los vehículos lucían el logotipo de una ballesta medieval pintado en las puertas. Uthmann iba primero, y dirigía el pequeño convoy por un carril de servicio que discurría junto a la enorme pitón plateada del oleoducto que transportaba el valioso elemento cientos de kilóme-tros hasta los tanques de almacenaje. A medida que avanzaban, las torres de perforación iban apareciendo por ambos costados entre la neblina amarilla; formaban varias hileras como si fueran los esqueletos de una legión perdida de guerreros. Antes de llegar al cauce seco del río, Uthmann se desvió del camino y subió por

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una cresta rocosa y negra de hollín que parecía consumida por el fuego. El complejo del edificio principal estaba encaramado en la cima de la colina.

Dos guardias de Cross Bow vestidos con monos militares abrieron las puertas de par en par y los tres humvees entraron sin dilación en el recinto. El vehículo que transportaba a Hazel Bannock se separó inmediatamente de la formación y cruzó el in-terior del complejo hasta detenerse delante de las pesadas puertas que daban acceso al lujo climatizado de las suites ejecutivas. Ha-zel cruzó rápidamente el umbral acompañada de Bert Simpson y media docena de criados uniformados. Las puertas se cerraron con pesada lentitud. Héctor tuvo la sensación de que faltaba algo cuando ella desapareció, ni siquiera el khamsin soplaba con la misma violencia. Cuando se detuvo ante la puerta que daba a la sede de Cross Bow y levantó la vista hacia el cielo, se dio cuen-ta de que las nubes de polvo se estaban dispersando y diluyendo.

Una vez instalado en su habitación, se sacó las gafas y la ku­fiya del cuello. Luego se lavó la suciedad del rostro y las manos, se aplicó unas gotas de colirio en sus ojos irritados y observó de-tenidamente su rostro en el espejo de pared. Su incipiente barba negra le daba cierto aire de pirata. La piel del resto de la cara esta-ba intensamente bronceada por el sol del desierto, salvo por una cicatriz blanquecina que salía de su ojo derecho, causada cuando, años atrás, una estocada de bayoneta había dejado al descubierto el hueso de su cráneo. Tenía una nariz grande e imperial. Sus ojos eran de un verde frío y uniforme. Y el blanco de sus dientes era intenso, como el de un depredador.

–Es la única cara que vas a tener, Héctor, cariño. Pero eso no significa que te tenga que gustar –murmuró; y entonces se contes-tó a sí mismo–: Pero debo dar las gracias al Señor por todas esas damas de gustos poco refinados que rondan por aquí. –Se rio con discreción y se encaminó hacia la sala de situación. El murmullo de los hombres que conversaban en ella se fue apagando cuando él entró. Héctor subió al estrado y los miró. Eran sus diez jefes de

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equipo. Cada uno de ellos dirigía a un grupo de diez hombres, y no pudo evitar sentir una pizca de orgullo. Eran auténticos gue-rreros curtidos de pura cepa que habían aprendido su oficio en el Congo y en Afganistán, en Paquistán y en Irak, y en otras zonas sangrientas del malvado Viejo Mundo. Había tardado mucho tiempo en reunirlos, eran una panda totalmente censurable de réprobos y asesinos empedernidos, y los quería como si fueran sus hermanos.

–¿Dónde están los arañazos y las mordeduras, jefe? No nos diga que ha salido ileso de ella –se interesó uno de los hombres.

Héctor esbozó una sonrisa tolerante y les concedió un minuto para que hicieran gala de su extraño sentido del humor y se cal-maran. Entonces levantó la mano.

–Caballeros, y empleo este término con corrección, caballeros, tenemos a nuestro cuidado a una señora que atraerá la ardiente atención de cualquier matón desde Kinsasa hasta Bagdad, desde Kabul hasta Mogadiscio. Si es objeto de un episodio desagradable me encargaré personalmente de arrancar las pelotas del hombre que lo haya permitido. Os doy mi solemne palabra de que lo haré.

Sabían que Héctor no amenazaba en vano. Cesaron las risas y agacharon la mirada mientras él los miraba fija e inexpresiva-mente durante unos segundos antes de que se cerniera el silencio. Al final cogió el puntero del escritorio situado delante de él, se centró en la fotografía ampliada del yacimiento que estaba col-gada a sus espaldas y empezó su última sesión informativa. Asig-nó una tarea a cada uno de sus hombres e insistió en sus órdenes anteriores. No quería descuidos en su trabajo. Al cabo de media hora se dio media vuelta para hablarles cara a cara.

–¿Alguna pregunta? –Como no hubo ninguna, levantó la se-sión con una orden escueta–: Cuando tengáis dudas, disparad primero, y aseguraos por todos los medios de no fallar.

Se dirigió hacia el helicóptero y dispuso que Hans Lategan, el piloto, sobrevolara toda la extensión del oleoducto hasta la ter-minal situada en la costa del Golfo. Volaron muy bajo. Héctor

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viajaba en el asiento delantero junto a Hans, e iba en busca de cualquier señal de actividad imprevista; huellas humanas desco-nocidas, o marcas de neumático de cualquier vehículo que no perteneciera a la patrulla de la directiva o de los equipos de inge-nieros que trabajaban en el oleoducto. Todos los empleados de Cross Bow llevaban unas botas con el distintivo de una punta de flecha en la suela, e incluso desde esa altura Héctor podía dis-tinguir las huellas amistosas de las de un posible intruso.

Durante el mandato de Héctor como responsable de seguri-dad, se habían producido tres perversos intentos de sabotaje en las instalaciones de Bannock Oil en Abu Zara. Por ahora ningún grupo terrorista había reclamado la autoría de esos hechos, pro-bablemente porque ninguno de esos ataques había fructificado.

El emir de Abu Zara, el príncipe Farid al Mazra, era un aliado incondicional de Bannock Oil. Los dividendos por el petróleo que ganaba de la compañía ascendían a cientos de millones de dólares al año. Héctor había forjado una sólida alianza con el responsa-ble de las fuerzas policiales de Abu Zara, el príncipe Mohammed, quien a su vez era cuñado del emir. Los servicios de inteligencia del príncipe Mohammed eran efectivos. Tres años atrás había alertado a Héctor de un inminente ataque por mar. Héctor y Ron-nie Wells, su comandante de área en la terminal, habían podido interceptar a los intrusos en el mar con el bote patrulla de Ban-nock, que era una excelente lancha torpedo a motor exisraelí, con un buen cambio de marchas y un par de metralletas browning de calibre cincuenta montadas sobre la proa. Había ocho terroris-tas a bordo del dhow de ataque, equipados con más de cien kilos de explosivo de plástico semtex. Ronnie Wells era un exsargento mayor del cuerpo británico de los marines, un marino con amplia experiencia y especialista en manejar pequeñas embarcaciones de ataque. Emergió de la oscuridad por la popa del dhow y lo asaltó por sorpresa. Cuando Héctor los conminó por megáfono a que se rindieran, ellos respondieron con una descarga de fuego automá-tico. La primera racha de las brownings hizo estallar el semtex de

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la parte delantera de la dhow. Los ocho terroristas que estaban a bordo partieron al mismo tiempo hacia los Jardines del Paraíso, dejando atrás un rastro apenas perceptible de su existencia ante-rior en esta Tierra. El emir y el príncipe Mohammed estuvieron encantados con el desenlace de la operación. Se aseguraron de que los medios de comunicación internacionales no husmearan en ese asunto. Abu Zara se enorgullecía de su reputación como un país estable y progresista amante de la paz.

Héctor aterrizó en la terminal de Sidi el Razig y pasó unas cuantas horas con Ronnie Wells. Como siempre, Ronnie lo tenía todo en orden, y ese detalle sirvió para renovar la confianza de Héctor en él. Después de la reunión salieron juntos hasta el lugar en el que Hans esperaba con el helicóptero. Ronnie lo miró de reojo. Héctor sabía exactamente lo que lo preocupaba. Faltaban tres meses para que Ronnie cumpliera sesenta y cinco años. Hacía mucho tiempo que sus hijos habían perdido el interés en él y no tenía un hogar fuera de Cross Bow, a excepción quizá del Hospi-tal Real de Chelsea, si es que lo aceptaban como pensionista. Su contrato con Cross Bow debía renovarse pocas semanas antes de su cumpleaños.

–Por cierto, Ronnie –empezó Héctor–, tengo tu nuevo contrato en mi escritorio. Debí de haberlo traído para que lo firmaras.

–Gracias, Héctor –sonrió Ronnie entre dientes; su cabeza cal-va estaba reluciente–, pero ya sabes que cumpliré sesenta y cinco años en octubre.

–¡Serás cabrón! –Héctor le devolvió la sonrisa burlona–. Llevo diez años pensando que eras un chaval de veinticinco. –Héctor se subió al helicóptero y se alzaron por encima de la superficie arenosa del carril que discurría a lo largo del oleoducto. El vien-to khamsin había barrido la superficie como una eficiente ama de casa, de modo que incluso podían apreciarse con claridad las huellas de las avutardas y los órix. Aterrizaron un par de veces para que Héctor examinara cualquier rastro menos evidente de visitas no deseadas. Pero resultaron ser huellas sin importancia.

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Pertenecían a beduinos errantes que seguramente irían en busca de unos camellos perdidos.

Se detuvieron una última vez en el lugar en el que tres años atrás seis personas de origen desconocido habían penetrado por la entrada sur para tender una emboscada. Habían recorrido casi noventa kilómetros a pie por el desierto hasta alcanzar el oleo-ducto. Cuando llegaron a las instalaciones, los intrusos tomaron la errónea decisión de atacar el coche patrulla en cuyo asiento de-lantero viajaba Héctor. Detectó una actividad sospechosa a medio camino de la duna que discurría junto al carril mientras conducían.

–¡Detente! –gritó al conductor mientras subía gateando has-ta el techo del vehículo. Se quedó mirando fijamente el objeto que había captado su atención. Este realizó un sutil movimiento deslizante, como el zigzag de una serpiente roja. Pero no había culebras rojas en ese desierto. Un extremo de la serpiente sobre-salía de la arena y la otra punta desapareció por debajo de las escuálidas ramas que colgaban de un árbol espino. Lo miró con detenimiento. El arbusto era lo suficientemente denso como para resguardar a un hombre que estuviera al acecho. Por lo que él sa-bía, ese objeto rojo no se correspondía con el paisaje natural. El objeto volvió a moverse y Héctor tomó una decisión. Apoyó su rifle de asalto sobre su hombro y disparó tres veces hacia el arbus-to. El hombre que se había escondido tras él dio un salto. Llevaba un turbante y una túnica, así como un rifle ak-47 colgado de un hombro. Sostenía una pequeña caja negra en sus manos, desde la que colgaba el delgado cable rojo de aislamiento.

–¡Bomba! –gritó Héctor–. ¡Al suelo! –el hombre agazapado en la duna detonó la bomba, y la atronadora explosión hizo saltar por los aires ciento cincuenta metros del camino formando una imponente columna de polvo y fuego. El impacto hizo tamba-lear a Héctor en el techo del vehículo, pero pudo sujetarse a unas abrazaderas y mantuvo el equilibrio.

El agresor se había situado casi en la cima de la duna, y corría como una gacela del desierto. Héctor seguía sin poder ver debido

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a la explosión, y su primer disparo agitó la arena que rodeaba los pies del árabe, aunque eso no le impidió seguir corriendo. Héctor contuvo la respiración y se preparó. Vio cómo su segundo disparo alcanzaba al árabe por la espalda, puesto que las balas levantaron una nube de polvo por la parte trasera de su túnica. El hombre hizo una pirueta como si fuera un bailarín de ballet y descendió por una pendiente. Entonces Héctor se percató de que sus cinco compañeros salían de su escondite entre la maleza. Cruzaron la línea del horizonte y desaparecieron antes de que él los alcanzara a balazos.

Héctor echó un vistazo a la duna. Se extendía unos cinco kiló-metros hacia delante en su misma dirección. Pero toda esa distan-cia era demasiado abrupta y blanda para un todoterreno. Decidió que la mejor opción era una persecución a pie.

–¡Fase dos! –gritó Héctor a sus hombres–. ¡Persecución! ¡Sa-lid, salid, salid!

Héctor se separó del vehículo y encabezó el ascenso de sus cuatro hombres por la cara de la duna corriendo a gran veloci-dad. Cuando llegaron a la cima, los cinco insurgentes seguían desperdigados y corrían por la explanada salina situada aproxi-madamente a un kilómetro de distancia. Habían establecido ese itinerario mientras Héctor y su grupo se vieron obligados a subir con cierta dificultad por el frontal de la duna. Héctor no dejó de sonreír burlonamente durante toda la persecución.

–¡Craso error, queridos! ¡Debisteis tirar la bomba y dispersa-ros en múltiples direcciones! Ahora os tenemos reunidos en un hermoso grupo. Héctor sabía con absoluta certeza que ningún árabe podía escapar de sus hombres en una persecución en línea recta.

–Vamos, chicos. No desfallezcáis. Tenemos que atrapar a esos cabrones antes del atardecer.

Tardaron cuatro horas en dar con ellos. «Esos cabrones» fue-ron un poco más difíciles de atrapar de lo que Héctor había pre-visto. Pero cometieron un último error. Opusieron resistencia. Eli-

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gieron un desnivel, un punto fuerte natural con un claro ardiendo en todas direcciones, y luego se escondieron en tierra. Héctor alzó la vista al sol. Estaba a veinte grados por encima de la línea del horizonte. Tenían que acabar pronto con esa operación. Mien-tras sus hombres mantenían a raya las cabezas de los terroristas, Héctor avanzaba con dificultad para obtener una mejor vista del campo de juego. Se dio cuenta de inmediato de que no podrían tomar la posición árabe desde el frontal. Acabaría perdiendo a la mayoría de sus hombres o a todos ellos. Estudió el terreno unos diez minutos más, y luego, con su ojo de soldado, detectó el es-pacio más vulnerable. En la retaguardia de la posición árabe ha-bía un pliegue hueco de tierra; era poco profundo y no merecía el nombre de wadi o donga, pero podía esconder a un hombre que avanzara arrastrándose por el suelo. Entornó los ojos hacia el sol del atardecer y determinó que ese pliegue abarcaba unos cuarenta pasos por detrás del reducto del enemigo. Asintió con satisfacción y volvió sigilosamente para reunirse con sus hombres.

–Voy a acercarme por la retaguardia y tiraré una granada. Lan-zad una descarga tan pronto como explote. –Héctor tuvo que dar un rodeo para alcanzar al enemigo sin ser visto, y cuando llegó al donga solo le dio tiempo a avanzar muy lentamente para no levantar polvo y delatar su posición. Sus hombres se aseguraron de que los árabes mantuvieran la cabeza agachada todo el tiem-po, y disparaban a cualquier cosa que se moviera por encima del borde de la hondonada. Sin embargo, cuando Héctor alcanzó el punto de mayor acercamiento, solo le quedaban diez minutos de luz antes de que el sol se pusiera en el horizonte. Se arrodilló y arrancó con los dientes la argolla de la granada que sostenía en la mano derecha. Luego se levantó y midió distancias. Era un al-cance muy largo. Cuarenta o quizá cincuenta metros para lanzar la granada de fragmentación pesada. Hizo acopio de todas sus fuerzas para preparar el tiro y lanzó la granada formando una trayectoria curva elevada. Aunque era un buen lanzamiento, de hecho uno de sus mejores, fue a parar al borde del reducto y por

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unos instantes dio la impresión de que se quedaría allí. Pero si-guió rodando hasta detenerse en el lugar donde se agazapaban los árabes. Héctor oyó los gritos cuando se dieron cuenta de lo que era. Se levantó de un salto y sacó su revólver mientras avan-zaba hacia delante. La granada explotó poco antes de que llegara al escondite. Se detuvo en el borde para observar la carnicería. Cuatro intrusos habían sido reducidos a sangrientos pedazos. El último había quedado parcialmente protegido por los cuerpos de sus compañeros. De todos modos, la metralla había alcanzado su pecho hasta introducirse en los pulmones.

En ese momento escupía sangre y luchaba por respirar su último aliento, mientras Héctor observaba a su lado. Levantó la mirada y se sorprendió al reconocer a Héctor. Apenas podía articular palabra mientras se ahogaba en su propia sangre y su voz era débil y desencajada, pero Héctor pudo entender lo que decía:

–Me llamo Anwar. Recuérdelo, Cross, hijo de la gran puta. Aún no se ha cobrado la deuda. La lucha sangrienta continúa. Otros tomarán el relevo.

Ahora, transcurridos tres años desde el incidente, Héctor per-manecía en el mismo lugar y rememoró esas palabras. Seguía sin entenderlas. ¿Quién era ese hombre moribundo? ¿Cómo había conocido a Héctor? Se limitó a negar con la cabeza, luego se dio media vuelta y regresó hacia donde el helicóptero esperaba con los rotores en marcha lenta. Subió a la nave y se alejaron. El día se agotaba rápidamente debido al calor del desierto, y cuando llegaron al complejo número ocho solo les quedaba una hora an-tes del atardecer. Héctor aprovechó los últimos haces de luz de la jornada para salir al campo de tiro y disparar un par de cartu-chos de cien de su revólver beretta m9 de nueve milímetros y su rifle automático de asalto Sc 70/90. Todos sus hombres debían descargar, como mínimo, unos quinientos cartuchos a la semana y enviar los resultados al armero. Héctor los comprobaba con re-gularidad. Sus hombres eran excelentes tiradores, pero no quería

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que la complacencia o los descuidos hicieran mella en ellos. Eran buenos, pero tenían que conservar ese nivel.

Cuando regresó al complejo procedente del campo de tiro, el sol ya se había puesto y el breve crepúsculo del desierto dio paso a la noche. Se dirigió al gimnasio, excelentemente equipado, co-rrió en la cinta durante una hora y puso fin a su entrenamiento con treinta minutos de levantamiento de pesas. Luego se du-chó con agua muy caliente en su cuarto y se cambió el polvorien-to mono de camuflaje por un conjunto de camisa y pantalón lim-pios y recién planchados. Se dirigió a la zona comunitaria. Bert Simpson y los demás altos ejecutivos tomaban unas copas en su bar privado. Parecían cansados y algo demacrados.

–¿Te apuntas a una copa? –propuso Bert.–Muy amable por tu parte –respondió Héctor al tiempo que

hacía un gesto de asentimiento al camarero para que le sirviera un whisky doble escocés Oban de dieciocho años. Héctor saludó a Bert con el vaso y los dos hombres bebieron.

–Y bien, ¿cómo está nuestra jefa? –preguntó Héctor.Bert respondió con un gesto expresivo de sus ojos.–No quieras saberlo.–Dímelo.–No es humana.–A mí me pareció que era algo más que humana –replicó Héctor.–Es una ilusión, tío. Se consigue con unos espejos o algo así.

No voy a decir más. Ya lo descubrirás por ti mismo.–¿A qué te refieres? –se interesó Héctor.–Pues que tendrás que acompañarla a correr, colega.–¿Cuándo?–Pasado mañana a primera hora. La cita es a las cinco y media

en punto en la puerta principal. Dejó dicho que sería una distan-cia de quince kilómetros. Me atrevo a suponer que camina a paso rápido. No permitas que te deje atrás.

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Para Hazel Bannock también había sido un día largo y compli-cado, pero no había nada que no pudiera resolver con un baño espumoso de agua caliente. Después se lavó el pelo con champú y se aplicó el secador para peinar el rizo rubio que le tapaba el ojo derecho. Se vistió con una bata de satén azul que hacía jue-go con el tono de sus ojos. Le habían enviado su equipaje días antes de que ella llegara. Los criados habían abierto su conjunto de maletas de piel de cocodrilo y la ropa ya estaba planchada y colgada en el espacioso armario de su vestidor. Sus artículos de belleza y aseo estaban colocados ordenadamente sobre unos es-tantes de cristal que colgaban de la pared del cuarto de baño. Se aplicó una gota de perfume de Chanel detrás de ambas orejas y se acomodó en su salita de estar. El mueble bar contenía todo lo que su asistente personal, Agatha, había pedido en el mensaje de correo electrónico que había enviado a Bert Simpson. Hazel llenó un vaso largo con hielo triturado, zumo de lima recién exprimido y un chorrito de vodka Dovgan. Se llevó el refresco a su centro privado de comunicaciones. Había seis enormes pantallas de plas-ma empotradas en la pared para que pudiera comprobar simultá-neamente las cotizaciones de las acciones y las materias primas de las bolsas más importantes del mundo; las otras pantallas emitían canales de noticias y resúmenes deportivos. En ese momento sen-tía un especial interés por el premio del Arco del Triunfo de Lon-gchamps en el que corría uno de sus caballos. Hizo una mueca de desaprobación al darse cuenta de que había quedado en tercer lugar. Esta circunstancia corroboró su decisión de despedir al en-trenador y optar por un joven irlandés. Entonces centró su aten-ción en un partido de tenis. Le gustaba seguir los esfuerzos de las jóvenes rusas y de los países de Europa del Este. Se acordaba de esos tiempos en los que tenía dieciocho años y muchas ganas de triunfar. Se sentó delante del ordenador y bebió a sorbos. El gusto del vodka obraba como una poción mágica mientras abría

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su correspondencia electrónica. Agatha había filtrado los mensa-jes en Houston para que solo tuviera que ocuparse de menos de una cincuentena. Los leyó en diagonal. Aunque eran las tres de la madrugada en Houston, Agatha dormía con el teléfono so-bre la mesilla de noche por si había una llamada de Hazel que atender. Luego activó su conexión Skype. La imagen de Agatha apareció en pantalla. Lucía un camisón con unas rosas bordadas en el cuello, llevaba rulos en su cabellera gris y parecía soñolienta.

–¿Cómo va tu resfriado, Agatha? Ya no tienes la voz ronca como ayer.

–Estoy mucho mejor, señora Bannock. Le agradezco su inte-rés. –Todos sus empleados la adoraban por esta razón, porque se preocupaba por ellos. Hasta que cometían algún desliz, luego los despedía. Cortó la conexión con Agatha y comprobó la hora de su reloj de pulsera con la del reloj digital que estaba colgado en la pared. Sería la misma hora en el Amorous Dolphin. A Hazel le desagradaba el nombre con el que Henry había bautizado el yate y siempre lo llamaba el Dolphin. No se atrevía a cambiar el nom-bre por respeto a la memoria de su marido, además Henry le ha-bía dicho que hacer eso trae mala suerte. El nombre era lo único que disgustaba a Hazel de ese barco, un auténtico lujo sibarita de ciento veinticinco metros, con doce cabinas dobles para invitados y un camarote palaciego para la propietaria. El comedor y otras zonas de recreo estaban decorados con murales de colores vivos de artistas muy cotizados. Sus potentes cuatro motores diésel po-dían surcar el océano Atlántico en menos de seis días. Además, el barco estaba equipado con aparatos electrónicos de navegación y comunicación ultramodernos, y hacía gala de todos sus jugue-tes y artilugios más caros sólo para divertir a los invitados más mimados y sofisticados. Hazel marcó el número de contacto del puente de mando del Dolphin y contestaron antes de la segunda señal de llamada.

–Amorous Dolphin. Puente. –Hazel reconoció el acento cali-forniano.

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–¿Señor Jetson? –Era el primer oficial; el tono de su voz delató sorpresa al darse cuenta de quién estaba llamando.

–Buenas tardes, señora Bannock.–¿Podría hablar con el capitán Franklin?–Desde luego, señora Bannock. Está aquí a mi lado. Ahora

mismo le paso la llamada.Jack Franklin saludó a su interlocutora y Hazel respondió sin

más prolegómenos.–¿Va todo bien, capitán?–Va todo bien, señora Bannock –le aseguró.–¿Cuál es su situación actual?Franklin comprobó las coordenadas en la pantalla del satélite,

y luego las tradujo a un lenguaje profano.–Nos encontramos ciento cuarenta y seis millas náuticas al su-

deste de Madagascar de camino a la isla Mahe, en las islas Sey-chelles. Estimamos llegar a Mahe el jueves al mediodía.

–Bien es cierto que avanzan muy rápido, capitán Franklin –corroboró Hazel–. ¿Se encuentra mi hija en el puente con usted?

–Me temo que no, señora Bannock. Por lo que sé, la señori-ta Bannock se ha retirado temprano y ha pedido que le sirvan la cena en su camarote. Perdone, me refiero al camarote de ella.

La hija de los Bannock tenía permiso para ocupar el camarote de la propietaria cuando la señora Bannock no viajaba a bordo del barco. Franklin siempre había creído que los óleos de Gau-guin y Monet, así como el candelabro Lalique eran un despilfarro para una adolescente malcriada que se consideraba igual de im-portante que su ilustre progenitor. Sin embargo, sabía perfecta-mente cómo ocultar los defectos de esa niña a ojos de su madre. Esa hermosa pero desagradable zorrita era el único punto ciego de Hazel Bannock.

–Por favor, póngame con ella –ordenó Hazel Bannock.–Por supuesto, señora Bannock. Ella lo oyó hablar con el operador de radio. La línea se cortó

y volvió a activarse con el tono de llamada. Esperó doce señales

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y, antes de que se pusiera nerviosa, alguien contestó al aparato. Entonces reconoció la voz de su hija.

–¿Quién es? Dejé claro que no quería que me molestaran.–Cayla, cariño.–Mamá, qué grata sorpresa. He estado todo el día esperando

tu llamada. Empezaba a pensar que ya no me querías. –La ale-gría de la joven era evidente, y el corazón de Hazel se hinchió de felicidad maternal.

–He estado sumamente ocupada, cariño. Ocurren un montón de cosas por aquí.

Cayla, «la que es pura»: el nombre que ella había elegido para su hija era de lo más apropiado. Le vino a la cabeza la imagen mental del rostro de la pequeña: Hazel siempre tuvo la sensación de que la piel de Cayla estaba hecha de un jade traslúcido que pal-pitaba y brillaba por la sangre joven que corría en ella. Sus ojos eran de un azul más claro y etéreo que los de Hazel. La pureza de mente y espíritu parecía emanar de ellos. A sus diecinueve años de edad ya era toda una mujer que vivía peligrosamente, aunque seguía indemne, virginal, perfecta. A Hazel le lloraban los ojos por la fuerza del amor abrumador que sentía por ella. Su hija era lo más importante de su vida, y todo el sacrificio y la lucha eran para ella.

–Así habla mi querida mamá. A una sola velocidad y ¡a toda máquina! –Cayla se rio dulcemente y dio un lento empujoncito a la figura masculina que yacía en la cama con ella. Sus estómagos desnudos y acoplados se separaron sudorosos y reticentes. Sintió cómo el miembro de su amante salía de su cuerpo, seguido de un cálido efluvio de fluido vaginal. Cayla se sentía vacía sin él en su interior.

–Cuéntame lo que has estado haciendo hoy –preguntó Hazel–. ¿Has estado estudiando?

Esa había sido la razón por la cual había dejado a su hija en el Dolphin. Los resultados de los exámenes parciales de Cayla ha-bían sido desastrosos. Su profesor la había amenazado diciéndole

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que si no mejoraba sus notas tendría que repetir el curso. Por el momento, solo los generosos donativos de Hazel a las arcas de la universidad habían salvado a Cayla de ese destino.

–Tengo que reconocer que hoy he hecho el vago todo el día, querida mamá. No me he levantado hasta las nueve y media de la mañana.

La joven sonrió maliciosamente con un gesto de sus inocentes ojos azules y pensó que ese suceso había tenido lugar después de que Rogier le hubiera proporcionado dos orgasmos muy inten-sos. Se sentó sobre las sábanas blancas y rio entre dientes al lus-troso y musculoso cuerpazo que tenía al lado. La piel del amante brillaba de sudor, como si fuera chocolate caliente. Todavía se seguían tocando, y entonces Cayla levantó las rodillas hasta la altura de la barbilla y se inclinó ligeramente a un lado para que él tuviera una visión ininterrumpida de la mata de cabello rubio que crecía entre las paredes de sus muslos. Él se acercó y separó poco a poco las caderas mientras ella se estremecía al ver cómo su amante acariciaba los labios hinchados de su vulva y su dedo índice se hundía en el capullo rosa de su interior. Cayla sostenía el teléfono con la mano izquierda pegada a la oreja y con la de-recha alcanzó el pene de su amante. Seguía firme y erecto. Cayla había llegado a pensar en ese órgano como si fuera una especie de entidad independiente con una fuerza vital propia. Incluso le había puesto un nombre. Blaise, el maestro del mago Merlín. Blaise la había hechizado. Había desplegado toda su majestuosa extensión y dureza, y brillaba con su propia esencia dulzona con la que había ungido su cuerpo. Cayla rodeó la punta del miembro con sus dedos pulgar e índice, y procedió a hacerle una mama-da con arranques lentos pero voluptuosos.

–Cariño, me prometiste que te aplicarías en tus estudios. Eres una chica lista, con un poco de esfuerzo puedes hacerlo mucho mejor.

–Hoy ha sido una excepción, mamá. Estos días he trabajado mu-cho. Hoy me ha venido la regla y me duele muchísimo la barriga.

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–Vaya, pobre Cayla. Espero que ahora te encuentres mejor.–Sí, mamá, estoy mucho mejor. Mañana ya me sentiré bien.–Desearía estar en el barco para cuidar de ti. Hace solo una

semana que nos separamos en Ciudad del Cabo –explicó Hazel–, pero parece que haya pasado una eternidad. Te echo mucho de menos, cariño.

–Yo también, mamá –dijo Cayla en un tono de voz tranquili-zador. No tuvo que añadir más, puesto que su madre continuó hablando sobre la gestión de sus asquerosos y viejos yacimientos petrolíferos y los problemas a los que debía enfrentarse con los burdos y sucios zoquetes que hacían funcionar la instalación. De vez en cuando, Cayla contestaba con un gemido de aprobación, aunque en realidad estuviera estudiando a Blaise con el ceño frun-cido y concentrado. Era un pene circuncidado. Los otros que ha-bía visto con anterioridad llevaban ese descuidado capuchón de piel que colgaba de la punta. Al conocer a Rogier se había dado cuenta de lo feos que eran los penes sin circuncidar en compara-ción con ese hermoso mástil de piel que ahora sujetaba con todas sus fuerzas entre los dedos pulgar e índice. El color de la piel de Blaise era oscuro con cierto tono azulado, era suave y reluciente como el cañón de un fusil. Una gotita clara emanó de la pequeña abertura de la punta del pene. Se echó a temblar como una gota de rocío. Era tan excitante de contemplar que ella se estreme-ció de dicha y se le pusieron los pelos de punta en la piel fina de sus antebrazos. Cayla no tardó en sumergir su cabeza por encima del miembro. Sorbió la gota con la punta de la lengua. Saboreó el gusto de su amante. Ella quería más, mucho más. Reanudó la ma-mada con un sentido de urgencia, mientras sus dedos largos y deli-cados recorrían la longitud de la verga como si fuera la bobina de un telar. Él empujó las caderas hacia delante para estar más cerca de ella. Cayla vio cómo se contraían los músculos de su estóma-go. Pudo sentir la hinchazón de Blaise, un miembro duro y grueso como el asa de una raqueta de tenis bien sujeta en su mano. Los rasgos de Rogier se contorsionaron. Apartó su maravillosa cabeza

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morena y abrió la boca. Cayla se dio cuenta de que estaba a punto de gemir y gritar. Entonces ella soltó rápidamente el pene y colocó su mano sobre la boca de él para silenciarlo, pero al mismo tiempo ella se inclinó hacia delante para llevarse a la boca gran parte de la envergadura de Blaise. Solo pudo tomar la mitad de su miembro. La punta henchida ejercía presión sobre la garganta de la joven y sintió arcadas. Pero había aprendido a controlar ese efecto. Se arriesgó a retirar la mano de la boca de su amante. Quería sentir la acumulación de semen en el interior del pene. Entonces deslizó su mano entre las caderas de su amante y asió la base de su escro-to. Seguía chupando y moviendo la cabeza arriba y abajo hasta que pudo sentir la eyaculación de Rogier, el modo en que pulsaba y palpitaba en la mano, y cómo los testículos se retraían hasta la base de su estómago.

Aunque Cayla estaba preparada para todo ello, la fuerza y el volumen de la eyaculación siempre la cogían por sorpresa. Aho-gó un grito y tragó el semen tan rápido como le fue posible, pero no pudo tomarlo todo y el sobrante empezó a resbalarle por la mejilla. Quería sorber hasta la última gota. Procedió a beberlo y, a pesar de sus esfuerzos por contenerse, no pudo evitar unos leves gemidos. La voz de su madre la despertó de su éxtasis.

–¡Cayla! ¿Qué está pasando? ¿Te encuentras bien? ¿Qué ocu-rre? ¡Háblame! –Cayla había dejado caer el teléfono y este crujía sobre la cama junto a ella. Cayla lo recogió y retomó la compos-tura.

–Es que he derramado la taza de café sobre la cama. Estaba caliente y me he asustado –Cayla soltó unas carcajadas entrecor-tadas.

–No te habrás escaldado, ¿verdad?–No, claro que no, pero el edredón nórdico ha quedado hecho

un desastre –respondió mientras pasaba la yema de sus dedos so-bre los restos de semen resbaladizo que se estaba desparramado por todo el cobertor de seda. Todavía estaba caliente. Cayla se secó los dedos sobre el pecho de su amante y él esbozó una son-

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risa. Estaba convencida de que era el hombre más apuesto que había visto jamás. Su madre cambió de tema y empezó a reme-morar su reciente visita a Ciudad del Cabo, donde el Dolphin había permanecido amarrado más de dos semanas. La abuela de Cayla vivía en una magnífica mansión diseñada por el mismísi-mo Herbert Baker. Se erigía entre unos viñedos a las afueras de la ciudad. Hazel había adquirido esa finca con la intención de ju-bilarse ahí algún día en un futuro lejano. Mientras tanto, consti-tuía un hogar ideal para su querida madre, quien había invertido y ahorrado hasta el último penique de su economía familiar para permitir que su hija siguiera su periplo por los grandes torneos de tenis del mundo. Ahora, la anciana señora disfrutaba de una magnífica casa llena de criados y de un chófer uniformado que la llevaba al pueblo cada sábado con el mercedes maybach para que la dama pudiera hacer sus compras y tomar el té con sus amigas.

Rogier se levantó de la cama e hizo señas a Cayla. Luego se dirigió tranquilamente hasta el cuarto de baño. Las nalgas de su musculoso trasero oscilaban de un modo tentador. Cayla se in-corporó de un salto y siguió a su amante con el aparato de telé-fono pegado al oído. Rogier se plantó frente al urinario y ella se apoyó en la mampara para observar a su amante con absoluta fascinación.

Había conocido a Rogier en París, donde ella estaba estudian-do el arte de los impresionistas franceses en la Universidad de Bellas Artes. Sabía que su madre nunca aprobaría su relación con él. Su madre solo era una liberal de boquilla. Probablemen-te jamás se habría acostado con un hombre de piel más morena que la pigmentada con un blanco anaranjado. Sin embargo, Ca-yla había quedado hechizada desde el primer momento por el exotismo de Rogier. La brillante pátina azul ferroso de su piel, sus delicados rasgos nilóticos, su tronco alto como un sauce y su misterioso acento. También se había sentido intrigada por las historias de las chicas de su edad, jovencitas más experimentadas que ella, cuando describieron con todo lujo de detalles obscenos

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cómo los hombres de color estaban mucho mejor equipados en la zona genital que los de cualquier otra raza. Recordó vivamen-te que, cuando había visto a Blaise por vez primera, con toda su tumescencia imperial, se había quedado aterrorizada. Le parecía imposible que su cuerpo pudiera dejar espacio al miembro entero. La tarea no fue tan difícil como había imaginado. Y entonces se rio entre dientes al recordarlo.

–¿De qué te ríes, cariño? –preguntó su madre.–Acabo de recordar la anécdota de la abuela sobre el babuino

que entró en la cocina.–La abuela puede ser muy divertida –repuso su madre, y des-

pués continuó hablando sobre su inminente reunión de la isla de las Diez Ligas en las Seychelles. Hazel era propietaria de toda una isla de mil setecientos cincuenta acres y del enorme chalé a pie de playa en el que tenía previsto pasar las vacaciones de Navi-dad con su familia, como era costumbre cada año. Su jet privado iría a buscar a su madre y al tío John a Ciudad del Cabo. Cayla se olvidó del asunto. No quería que nadie le recordara su próxi-ma separación de Rogier. Se agachó y volvió a asir a Blaise para llevarse a Rogier de vuelta a la cama. Por fin, su madre dio por terminada la conversación.

–Debo irme, cariño, tengo que levantarme muy temprano. Te volveré a llamar mañana a la misma hora. Te quiero, vida mía.

–Y yo te quiero aún más, mamaíta. –Cayla sabía el efecto que esa vocecita de bebé producía en su madre. Colgó el teléfono y lo dejó caer sobre la antigua alfombra de seda que cubría el sue-lo de madera junto a la cama. Besó a Rogier y deslizó su lengua hasta el interior de la boca de su amante, luego se apartó y le dijo en tono imperioso:

–Quiero que te quedes conmigo esta noche.–No puedo hacerlo. Sabes que no puedo, Cayla.–¿Por qué no? –insistió la joven.–Si el capitán nos descubre, me va a colgar del cuello con una

cuerda y me arrojará por la borda.

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–No seas bobo. No nos descubrirá. Tengo a Georgie Porgie a mi merced. Él nos ayudará. Si le dedico una sonrisa, hará todo lo que sea por mí. –Cayla se estaba refiriendo al comisario del barco.

–Cualquier cosa a cambio de tu sonrisa y doscientos dólares. –Rogier pasó a hablar en francés y se puso a reír tímidamente–. Pero él no es el capitán. –Se levantó y se dirigió hasta el sillón en el que descansaba su uniforme–. No podemos permitirnos estos lujos, ya nos estamos arriesgando bastante. Volveré a verte ma-ñana a la misma hora. No cierres la puerta con llave.

–Te ordeno que te quedes –dijo Cayla alzando el tono de voz. También hablaba en francés, aunque con un estilo más rudimen-tario. Él esbozó una risa burlona que denotaba exasperación.

–No puedes ordenarme nada porque no eres el capitán del barco. –Rogier se estaba abrochando los botones de latón de la americana blanca de su uniforme de camarero.

El capitán Franklin tenía razón. A Cayla no le importaban en absoluto los pintores impresionistas franceses ni, dicho sea de paso, ninguna otra clase de impresionismo. Se había matricula-do en la Universidad de Bellas Artes de París porque su madre insistió en ello. Hazel sentía verdadera fascinación por los cua-dros de nenúfares lilas o de chicas tahitianas medio desnudas, como el que tenía colgado en el tabique que se erigía delante de su cama, un lienzo pintado por un francés alcohólico, sifilítico y drogadicto. Aunque era una locura, tenía en mente situar a Cayla como marchante de arte una vez terminados sus estudios, cuan-do en realidad a la niña solo le importaban los caballos. Pero no tenía sentido discutir con mamá, porque mamá siempre se salía con la suya.

–Me perteneces –replicó a Rogier–. Y harás lo que te ordene. –Había pagado su billete en primera clase a Ciudad del Cabo con su tarjeta Amex Black, y había dispuesto su empleo como cama-rero del barco después de untar a Georgie Porgie con un besito en la mejilla y un fajo de billetes verdes. Rogier era suyo del mismo

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modo que también lo era su coche deportivo bugatti veyron y su colección de caballos de salto, los verdaderos amores de su vida.

–Vendré mañana por la noche a la misma hora. –Rogier vol-vió a sonreír con cierta irritación y luego se marchó de la cabina cerrando suavemente la puerta.

–¡Te encontrarás esta maldita puerta cerrada! –gritó Cayla al verlo partir, y después de recoger el teléfono del suelo lo arrojó con todas sus fuerzas contra el brillante desnudo de Gauguin. El auricular rebotó sobre el firme lienzo y se deslizó por el suelo de madera. Cayla se recostó en la cama y sollozó pegada a la almo-hada con rabia y frustración. Cuando Rogier se negaba a obede-cerla era cuando más lo deseaba.

Rogier comprobó las existencias de la barra de cócteles del salón principal. Georgie Porgie le había confiado esta labor. Sacó su cu-chillo de su escondite debajo del mostrador antes de su cita con Cayla. La cuchilla era de acero de Damasco producida por Kia, la misma empresa japonesa que en su día habría fabricado arte-sanalmente las espadas de samurái. Era tan afilada como el es-carpelo de un cirujano. Rogier levantó la vuelta del dobladillo de su pernera y se ató la vaina a la pantorrilla. Llevaba un estilo de vida peligroso y el arma le infundía una sensación de seguridad. Cerró el mueble bar por esa noche, y luego descendió rápidamente la escalerilla que conducía a la cubierta de trabajo. Antes de llegar al comedor de la tripulación pudo oler la carne de cerdo a la pa-rilla. Ese tufo grasoso lo ponía enfermo. Seguramente pasaría sin cenar, a menos que pudiera convencer al chef para que le preparara otro plato. El chef era un tipo gay y muy alegre, y Rogier era un joven atractivo con una espesa cabellera ondulada y ojos vibrantes. Su sonrisa se correspondía con su personalidad afable y extrover-tida. Se acomodó en su asiento de la larga mesa de comedor de la tripulación y esperó a que el chef asomara la cabeza por la venta-nilla de la cocina. Rogier le sonrió y gesticuló ante la gruesa por-

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ción de carne de cerdo que le habían servido al fogonero que esta-ba sentado junto a él. Rogier movió los ojos en un elocuente gesto de desagrado. El chef le devolvió la sonrisa y en cinco minutos le preparó un filete de rosada. Era uno de los pescados más selectos de alta mar, y el chef lo cocinaba conservando su carne blanca a la perfección sin escatimar en cucharadas de su salsa más célebre. El chef había reservado ese manjar para la mesa del capitán.

El fogonero echó un vistazo al plato de Rogier y murmuró:–¡Maldito maricón!Rogier no dejó de sonreír, pero se inclinó hacia delante al tiem-

po que levantaba la parte baja de su pernera, y con la mano que escondía debajo de la mesa dejó entrever la hoja de su esbelto cuchillo.

–Ni se te ocurra volver a decir eso –amenazó Rogier mientras el fogonero bajaba la vista. La punta de su estilete apuntaba a la entrepierna. El hombre empalideció y se levantó rápidamente de la mesa, dejando atrás su carne de cerdo para salir del comedor a toda prisa. Rogier comió su pescado con sumo deleite. Su porte elegante parecía fuera de lugar en un barco.

Antes de levantarse de la mesa se detuvo ante la ventanilla para dedicar un gesto de agradecimiento al chef. Luego se dirigió a la cubierta de popa, donde la tripulación podía hacer ejercicio o re-lajarse en sus momentos de descanso. Levantó la mirada hacia la luna menguante en forma de hoz. Sintió un profundo deseo de rezar allí mismo debajo del símbolo de su religión. Quería erradi-car de su memoria a esa putilla cristiana y expiar el sacrilegio que se había visto obligado a cometer con ella en cumplimiento de las órdenes de su abuelo. Pero no podía rezar en aquel lugar porque corría el riesgo de ser visto. Había dicho a los miembros de la tri-pulación que era un católico apostólico romano nacido en Mar-sella. Esto explicaba su tono moreno típico del norte de África.

Pero antes de bajar al interior del barco se fijó en el horizon-te del norte y pudo grabar en su memoria la dirección hacia la Meca. Regresó a su diminuto camarote, recogió su toalla y su

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neceser, y recorrió el pasadizo hasta llegar a la ducha y el cuar-to de baño que compartía con toda la tripulación de la cubierta inferior. Se lavó cuidadosamente el rostro y el cuerpo, se cepilló los dientes e hizo enjuagues bucales en un acto de purificación ritual. Cuando se hubo secado, se anudó la toalla a la altura de la cintura, volvió a su camarote y cerró la puerta con llave. Co-gió su macuto del estante que había encima de su litera y desplegó su alfombrilla de seda para rezar y su impecable caftán blanco. Extendió la alfombrilla sobre el suelo de madera en dirección a la Meca, según sus cálculos a partir de la quilla del yate. Apenas había espacio para desplegar la alfombrilla. Se colocó el caftán por encima de la cabeza y dejó que cayera hasta la altura de los tobillos. Se situó en un extremo de la alfombra y susurró una bre-ve oración introductoria en idioma árabe. No quería arriesgarse a que cualquiera de sus compañeros de tripulación lo oyera rezar al pasar por delante de su camarote.

«Declaro ante Alá el misericordioso y su Profeta que soy Adam Abdul Tippoo Tip y que desde el día de mi nacimiento he abraza-do el islam y ahora soy, y siempre he sido, un verdadero creyente. Confieso mis pecados en el sentido de que he cohabitado con el infiel y he adoptado como propio el nombre infiel de Rogier Mar-cel Moreau. Ruego que me perdones por estos actos que solo he cometido para servir al islam y a Alá el más misericordioso, no en respuesta a mis propios deseos o anhelos.» Mucho antes del na-cimiento de Rogier, su santo abuelo había tomado la precaución de enviar a sus esposas embarazadas y las esposas de sus hijos y nietos a la diminuta isla de la Reunión, situada en el extremo sudeste del océano Índico, para que dieran a luz. Por una feliz coincidencia su abuelo había nacido en la isla y sabía que era un lugar idóneo para las parturientas. La isla de la Reunión era una región administrativa de Francia, y por tanto cualquier persona que naciera en sus rugosas laderas negras y volcánicas gozaba de todos los derechos y privilegios de pertenecer a esa nación. Dos años atrás, al inicio de la actual operación, y por insistencia de su

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abuelo, Adam se había cambiado oficialmente el nombre en el re-gistro civil de Auvergne, en Francia, y había tramitado un nuevo pasaporte francés. Tan pronto como hubo terminado su oración personal a Alá, Rogier comenzó sus rezos vespertinos con el ca-racterístico saludo árabe:

«Tengo la intención de ofrecer cuatro genuflexiones de la ora-ción Isha y mirar hacia la Qibla, en dirección a la Meca, por el bien de Alá y solamente de Alá.» Entonces comenzó una compli-cada serie de reverencias con la cabeza, se arrodilló y se postró mientras susurraba las correspondientes oraciones. Cuando hubo acabado, se sintió rejuvenecido y vivificado en cuerpo y espíritu. Había llegado el momento de dar el siguiente paso contra el in-fiel y el blasfemo. Se quitó su ropa de oración, hizo un ovillo con ella y la alfombrilla de seda y los acomodó en la base del macuto. Luego se vistió con un par de vaqueros, una camisa oscura y una cazadora negra. Cogió su mochila del estante para equipaje que había sobre su litera y abrió la solapa lateral de uno de los bolsi-llos. Sacó un teléfono móvil negro Nokia. Era un modelo idéntico al que utilizaba para sus comunicaciones cotidianas. No obstante, este modelo había sido manipulado por uno de los técnicos de su abuelo. Lo encendió y comprobó que la batería estuviera cargada. Tendría suficiente energía para una semana como mínimo antes de volver a recargar la batería. Desde que se embarcó en Ciudad del Cabo había buscado en secreto el lugar idóneo del yate para colocar el aparato, y al final se decantó por un armarito de la cu-bierta de popa en el que se guardaban las sillas de la cubierta y los utensilios de limpieza. Nunca cerraban la puerta de ese armario, y entre el dintel de la puerta y el techo bajo había una estrecha repisa que resultaba idónea para su propósito. Sacó un rollo de cinta adhesiva del bolsillo de su mochila y una pequeña linterna. Cortó dos trozos de cinta y los pegó en la parte trasera del móvil. Introdujo el teléfono y la linterna en el bolsillo de su cazadora, sa-lió de su camarote y recorrió el angosto pasadizo hasta llegar a la cubierta de popa. Apoyó ambos codos sobre la barandilla y se fijó

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en la estela que dejaba el yate. Tenía una textura cremosa debido a la fosforescencia de las diminutas criaturas marinas que acababan arrolladas por el motor. Luego se fijó en la luna menguante que destacaba sobre el oscuro horizonte. Era la luna del islam. Ro-gier sonrió, era una señal propicia. Se enderezó y echó un vistazo a su alrededor para cerciorarse de que nadie lo estuviera obser-vando. Tenía por costumbre salir a cubierta después de terminar su trabajo en el bar, de modo que nadie encontraría sospechosa su presencia al aire libre. La puerta del armarito quedaba oculta en el armazón del barco. Rogier resultaba prácticamente invisible vestido con ropa negra. El pestillo se abrió con facilidad. Entró en el armarito y cerró la puerta. Entonces encendió la linterna, pero atenuó su potencia lumínica con la mano para alumbrar los rincones sobre el dintel. Este espacio quedaba fuera del ángulo de visión de cualquiera, incluso de un hombre alto que entrara en el armario. Cogió el teléfono móvil del bolsillo con la mano que tenía libre y decidió el lugar exacto en el que convenía colocar el aparato. Extendió el brazo y pegó una de las tiras adhesivas en el tabique. Comprobó que estuviera bien sujeta y que costara mu-cho esfuerzo despegarla.

Apretó el botón de encendido y se activó la lucecita del pilo-to rojo, que emitió un sonido electrónico apenas perceptible. El transpondedor estaba transmitiendo. Rogier murmuró de satisfac-ción y apretó el botón de «silencio». El tono del teléfono estaba silenciado, pero la luz roja seguía palpitando discretamente. Solo un receptor que estuviera sintonizado con la misma longitud de onda del transpondedor, y que estuviera correctamente codifica-do, podría interpretar las transmisiones. El código de llamada era 1351. Era el equivalente islámico del año 1933 en el calendario gregoriano, y coincidía con el nacimiento de su abuelo. Rogier apagó la linterna y salió del armario, cerrando la puerta lentamen-te tras de sí. Luego se dirigió a su camarote.

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