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PA L ABR AS S IN MÚS I CA

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PH I L I P G L ASS

PAL ABR AS S IN MÚS IC AMEMORIAS

T R A D U CC I Ó N D E M A R I A N O LÓ PE Z

BARCE LONA MÉX ICO BUENOS A I RES NUEVA YORK

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Para mis hijos, Juliet, Zack,

Cameron y Marlowe

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PRÓLOGO

«Si te vas a Nueva York a estudiar música, acabarás como tu tío Henry, malgastando tu vida yendo de ciudad en ciudad y vi-viendo en hoteles.»

Eso es lo que me dijo mi madre, Ida Glass, cuando le conté mis planes. Estaba sentado en la cocina de la casa familiar en Baltimore y acababa de volver a casa recién graduado en la Uni-versidad de Chicago.

Mi tío Henry, un peso gallo,1 fumador de puros y con un fuerte acento de Brooklyn, estaba casado con mi tía Marcela, hermana de mi madre, que también se había trasladado a Bal-timore, huyendo de Brooklyn, una generación antes. Mi tío Henry era batería. Había abandonado los estudios de odonto-logía poco después de acabada la Primera Guerra Mundial para convertirse en músico itinerante y se había pasado los siguientes cincuenta años tocando por todo el país, sobre todo en teatros de variedades, hoteles de vacaciones o con orquestas de baile. En sus últimos años estuvo actuando en los hoteles de los Catskills, conocidos entonces y todavía hoy como el Borscht Belt.2 Probablemente en aquella primavera

1 Entre los y lo kilos aproximadamente. (Todas las notas son del traduc-tor.)2 Borscht Belt (Cinturón del Borsch) o Alpes Judíos era el nombre coloquial que se daba a los complejos de vacaciones situados en las montañas Catskill, en los condados de Sullivan, Orange y Ulster, al norte del estado de Nueva York. Se trataba de complejos vacacionales muy populares entre la población judía de la ciudad de Nueva York entre los años veinte y los setenta del siglo pasado. El nombre le viene del borsch, una sopa de verduras, caliente o fría, propia de la cocina rusa.

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de , mientras yo hacía mis planes de futuro, él debía de estar tocando en uno de esos hoteles, apostaría que en el Grossinger’s.

En todo caso, me gustaba mi tío Henry y lo consideraba un buen tipo. La verdad sea dicha, no me parecía tan terrible la perspectiva de ir «de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles». De hecho, yo ansiaba algo así, una vida colmada de música y viajes, tanto que solo con imaginármelo me entusiasmaba. Y, como terminó sucediendo unas cuantas décadas más tarde, la descripción de mi madre resultó totalmente certera. A la hora de empezar a escribir este libro, eso es precisamente lo que es-toy haciendo, viajar desde Sídney a París, pasando por Los Án-geles y Nueva York, dando conciertos a lo largo de todo el reco-rrido. Desde luego, no toda mi historia se reduce a eso, pero sí es una parte importante.

Ida Glass siempre fue una mujer muy inteligente.Ya de joven, ingenuo y curioso, con la cabeza llena de planes,

estaba yo haciendo lo que desde entonces no he dejado de ha-cer. Empecé a tocar el violín a los seis años, la flauta y el piano a los ocho y a componer a los quince. Acababa de terminar la universidad y estaba impaciente por empezar mi «auténtica vida», una vida que siempre había sabido que estaría relacio-nada con la música. Desde que era muy pequeño me había sen-tido atraído por la música, conectado a ella, sabía que ese era mi camino.

Ya había habido otros músicos entre los Glass, pero la opi-nión generalizada en mi familia era que, en cierto modo, los músicos vivían en los límites de la respetabilidad y que la vida de músico no era algo a lo que una persona instruida debiera as-pirar. Por aquel entonces no se ganaba mucho dinero tocando y dedicar tu vida a cantar canciones en un bar no se consideraba un proyecto serio. Para la mentalidad de mis padres, aquello que yo me proponía solo me podía llevar a eso. No se les pasaba

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por la cabeza que pudiera ser otro Van Cliburn,3 para ellos la única posibilidad era acabar como el tío Henry. Es más, no creo que tuvieran la más mínima idea de lo que se hacía en una es-cuela de música.

—He estado dándole vueltas durante años —dije — y es eso lo que realmente quiero hacer.

La verdad es que mi madre me conocía. Yo era un chico tan tozudo que, si se empeñaba en hacer algo, seguro que lo hacía. Sabía que yo no tomaría en consideración sus objecio-nes, pero se sentía en la obligación de advertirme, aunque ninguno de los dos creyera que lo que dijera fuera a cambiar las cosas.

Al día siguiente, cogí el autobús para Nueva York, que desde hacía décadas era la capital cultural y financiera del país, con la ingenua intención de ser admitido en la Juilliard School, pero… no tan pronto. Tenía un puñado de composiciones y sabía tocar la flauta decentemente, pero no estaba lo suficientemente pre-parado en ninguna de las dos cosas como para merecer el ingre-so en la escuela.

No obstante, me presenté a la prueba para el programa de instrumentos de viento. El tribunal estaba formado por tres profesores: el profesor de flauta, el de clarinete y el de fagot. Al acabar de tocar, uno de ellos, en un destello de sagacidad, me preguntó amablemente: «Señor Glass, ¿realmente quiere usted ser flautista?».

Porque yo no era lo suficientemente bueno. Podía tocar la flau-ta, pero no mostraba el entusiasmo necesario para triunfar.

—Bueno, en realidad —dije—, yo lo que quiero es ser compo-sitor.

3 Van Cliburn (-) fue un pianista estadounidense que consiguió el re-conocimiento internacional en , a los veintitrés años, cuando ganó el pri-mer Concurso Internacional Chaikovski en Moscú, en plena Guerra Fría.

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—Bien, entonces debería presentarse al examen de compo-sición.

—No creo que esté preparado para ello —contesté.Admití que tenía unas cuantas composiciones pero rehusé

enseñárselas. Sabía que no había nada interesante en esos pri-meros trabajos.

—¿Por qué no vuelve en septiembre y se apunta en la Exten-sion Division de la escuela? Hay cursos de teoría y composición —me dijo—. Dedique un tiempo a componer música y, luego, con esa base, preséntese a una prueba para el departamento de composición.

La Extension Division, dirigida por un excelente profesor, Stanley Wolfe, él mismo un dotado compositor, era gestionada como un «programa para adultos». El plan consistía en dedicar un año a preparar una auténtica prueba de composición para que evaluaran mi trabajo y tomaran en consideración mi solici-tud. Esa era, desde luego, la oportunidad que yo andaba bus-cando, así que acepté su sugerencia y presenté la solicitud de ingreso.

Pero primero tenía que solucionar la cuestión «material». Necesitaría dinero para empezar, aunque estaba seguro de con-seguir un trabajo a tiempo parcial en cuanto estuviera instala-do en la escuela. Tomé el autobús de Greyhound de vuelta a casa y solicité el mejor trabajo posible en las cercanías de Balti-more, a unos cuarenta kilómetros, en una anticuada y destar-talada reliquia industrial de principios del siglo , la planta de Bethlehem Steel de Sparrows Point, Maryland. Como sabía leer, escribir y tenía conocimientos aritméticos (cosa poco co-mún por aquellos días en la Bethlehem Steel), me asignaron el puesto de encargado de pesaje, lo que suponía manejar una grúa, pesar enormes contenedores de clavos y llevar las cuen-tas de todo cuanto se producía en esa sección de la planta. En septiembre, había ahorrado más de mil doscientos dólares, una

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suma respetable en . Volví a Nueva York y me inscribí en el curso de composición de Stanley Wolfe.

Pero antes de abordar mi llegada a Nueva York a finales de los años cincuenta, necesito completar mi biografía con algunas piezas que faltan.

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Ida Glass con Sheppie, Philip y Marty (Baltimore, Maryland, ).

PART ONE

I D A G L A S S W I T H S H E P P I E , P H I L I P, A N D M A R T Y.

B A LT I M O R E , M A R Y L A N D, 1 9 41 .

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BALTIMORE

Yo era el menor de los tres hijos de Ben e Ida Glass. Mi hermana Sheppie era la mayor, luego venía mi hermano Marty y, final-mente, yo.

Mi madre, una atractiva mujer de pelo oscuro, siempre tuvo bastante claro lo que quería. Empezó su vida como profesora de inglés para luego convertirse, a partir de , en la biblioteca-ria de la escuela a la que más tarde yo asistiría, la Baltimore’s City College, por aquel entonces un instituto público de ense-ñanza media.

Ida no era una madre cualquiera. Nacida en , a pesar de que ella jamás se habría descrito así, se podría decir, con razón, que fue un miembro temprano del movimiento femi-nista. Su comprensión del problema de género en nuestra so-ciedad le venía de su propia inteligencia y de la agudeza de su pensamiento. Desde que empezó a entender el mundo, no se sintió satisfecha con el papel convencional de la mujer en América: el viejo dicho alemán «Küche, Kirche, Kinder» (co-cina, iglesia e hijos). Ida conocía el valor de la educación y se aplicó esos valores a sí misma. En consecuencia, mi madre fue de lejos el miembro más instruido de la familia. Dedicaba parte de sus ingresos como profesora a continuar con sus es-tudios y llegó a terminar un máster y a seguir estudios de doctorado. Desde que tuvimos yo, seis años, Marty, siete, y Sheppie, ocho, todos los veranos nos enviaban durante dos meses a campamentos mientras Ida hacía sus cursos. Recuer-do que incluso una vez, después de la guerra, fue a Suiza a es-tudiar y volvió con relojes para todos. Los relojes no debían de ser muy buenos, el mío no duró mucho, pero estábamos

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encantados con ellos. Mi hermano y yo no parábamos de compararlos.

Mientras mi madre estaba fuera estudiando, nuestro padre, Ben, se quedaba solo haciéndose cargo de su tienda de discos, la General Radio, en el número de S. Howard Street, una calle del centro de Baltimore. Le gustaba el sentido de independen-cia de mi madre y respaldaba su empeño.

Ben había nacido en . Su primer empleo, antes de cum-plir los veinte años, fue en una compañía de automoción, la Pep Boys. Se marchó a Nueva Inglaterra y fue abriendo diversos ta-lleres. Se convirtió en mecánico autodidacta y era bueno arre-glando coches. Luego, de vuelta a Baltimore, abrió su propio taller de reparaciones. Cuando empezaron a instalarse radios en los coches, las radios, claro está, se estropeaban, y él tam-bién comenzó a arreglarlas. Al cabo de un tiempo, se cansó de arreglar coches y se dedicó exclusivamente a las radios. Luego, como negocio suplementario, empezó a vender discos y poco a poco los discos fueron invadiendo la tienda. Al principio, ocu-paban solamente entre dos y dos metros y medio de la parte de-lantera, pero, al final, a medida que más y más gente acudía allí a comprar discos, llegarían a ocupar más de nueve metros hacia el interior del local. Su pequeño taller de reparaciones terminó quedando relegado a una mesa de trabajo al fondo para él y otro hombre llamado John.

Mi padre era muy corpulento y musculoso, medía un metro y medio y pesaba más de ochenta kilos. De pelo oscuro, era un hombre de una belleza ruda. Tenía diversas facetas: la cariñosa, la dura, la del hombre hecho a sí mismo. Su faceta cariñosa se ponía de manifiesto en la manera de tratar a los niños, no solo a los suyos, sino también a los de los demás. Si sus padres no es-taban, iba y se pasaba las horas con los críos de la familia. Tan-to es así que mi prima Ira Glass creía que Ben era su abuelo por-que, cuando su abuelo no estaba, era Ben quien iba y le hacía de

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abuelo. Para muchos de los niños de nuestra extensa familia, mi padre era el tío Bennie.

Su faceta dura se manifestaba en su manera de llevar una tienda de discos en un barrio pobre del centro de Baltimore, una zona de la ciudad cercana a los muelles donde alternaban los delicatessen judíos y los tugurios de cabaré. A pesar de ser una zona difícil, él no tenía problemas. Era capaz de encararse con cualquiera que lo amenazara a él o a su negocio y macha-carlo. Y lo hacía.

Ben había estado en los marines dos veces, primero en Santo Domingo en los años veinte (tropas estadounidenses ocuparon durante ocho años la República Dominicana, un episodio que hoy día casi nadie recuerda) y luego durante la Segunda Guerra Mundial, cuando a los treinta y seis años, rozando el límite de edad de servicio, fijado en treinta nueve, se volvió a alistar y volvió a pasar por el campamento de instrucción. Había recibi-do el duro entrenamiento de los marines y quería enseñarnos a Marty y a mí a valernos por nosotros mismos en situaciones ex-tremas. Una vez nos habló de cierta ocasión en que unos atra-cadores habían colocado un cable trampa en South Howard Street cerca de la tienda.

—Os diré lo que pasó —empezó Ben—. Una noche, al salir de la tienda después de cerrar a eso de las nueve y media, tropecé con ese cable y me caí al suelo. De inmediato supe de qué se trataba.

—¿Y qué hiciste? —le preguntamos.—Esperé a que se acercaran.Y, cuando estuvieron lo suficientemente cerca, los agarró y

los hinchó a palos.Por la manera en que dijo: «esperé a que se acercaran», pen-

samos: «Seguro que sabía lo que tenía que hacer».Desde luego, Ben estaba preparado para cualquier cosa.

Siempre había ladrones en las librerías y en este tipo de tiendas

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de discos. Era increíble lo que se llegaban a meter en los panta-lones o debajo de la camisa. Era la época de los elepés y logra-ban esconderlos bajo la camisa. Se suponía que Marty y yo de-bíamos avisar si veíamos a alguien robando.

—Si veis a alguien robando —decía, sí, nos había adiestra-do—, cogiendo algo y metiéndoselo bajo la ropa, avisadme.

Pero nosotros no le avisábamos porque sabíamos lo que pa-saba cuando agarraba a uno de esos ladrones. Lo sacaba fuera de la tienda y le pegaba hasta dejarlo inconsciente. A nuestro padre no le interesaba llamar a la poli ni enseñar ningún tipo de lección cívica. Lo único que quería era asegurarse de que no volvieran nunca más a su tienda y, de hecho, nunca volvían. Pero si de niño has presenciado una escena así, se te quitan las ganas de volver a verla. Recuerdo con toda claridad a un tipo jo-ven cogiendo un disco y metiéndoselo en los pantalones y de-jarlo marchar. Habría sido demasiado desagradable presenciar lo que podría haber pasado.

El Ben hombre de negocios trabajaba de nueve de la mañana a nueve de la noche. Una vez, cuando yo era todavía muy pe-queño, le pregunté:

—Papá, ¿qué le ves a la tienda?—Es lo único que tengo —me contestó— y quiero conseguir

con ella todo el éxito que pueda.—¿Qué quieres decir?—Quiero ver cuánto dinero puedo ganar. Mi satisfacción

consiste en hacer que funcione.Lo decía en serio. Trabajó sin descanso y llegó a tener un ne-

gocio bastante próspero.Ben era el típico hombre de aquella generación que no fue a

la universidad. Ni siquiera sé si terminó la educación secunda-ria. Fue uno de esos hombres jóvenes que, llegado el momento, se puso a trabajar. Sus dos hermanos llegaron a médicos, pero él, no. Cuando era joven, sus hermanos y él vendían periódicos

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en las calles de Baltimore, creo que debían de rondar los doce o trece años. Mientras estaban allí parados, jugaban mentalmente al ajedrez. También jugaban a las damas, que es bastante más di-fícil, por cierto. Al menos en el ajedrez sabes qué pieza es cada una, pero en las damas visualizar el tablero resulta más compli-cado porque, aparte del color blanco o negro, todas las piezas son iguales.

Mi padre también me enseñó a jugar mentalmente al ajedrez. Íbamos en el coche y me decía, «peón rey» y yo contestaba, «peón rey». Él decía, «caballo alfil de rey» y yo contesta-ba, «peón dama». Mientras jugábamos, yo iba aprendiendo a visualizar el tablero. Con siete u ocho años, ya era capaz de visualizarlo. Años más tarde, cuando estuve aprendiendo a hacer ejercicios de visualización, descubrí que había desarro-llado esa aptitud desde muy pequeño. En algunas tradiciones esotéricas en las que andaba metido, trabajar la visualización constituye un ejercicio rutinario. Parte del ejercicio consiste en desarrollar la máxima nitidez de manera que puedas real-mente llegar a visualizar cualquier cosa. Descubrí que mucha gente no podía ver lo que yo podía visualizar inmediatamente y eso suponía una gran ventaja para mí. Por ejemplo, si estaba visualizando una figura de meditación del budismo tibetano, podía ver sus ojos, sus manos, lo que tenía en las manos, po-día verlo todo. Tenía amigos que decían tener problemas de visualización y yo era consciente de no tenerlos. Al pregun-tarme el porqué, recordé aquellas partidas de ajedrez que Ben y yo solíamos jugar.

Durante la Segunda Guerra Mundial, todos los varones de nuestra familia aptos para el servicio estuvieron en las fuerzas armadas. Yo estaba a punto de cumplir los cinco años cuando Estados Unidos entró en guerra y por aquel entonces no quedó ningún hombre de la familia viviendo en Baltimore. Como mi madre trabajaba todo el día en la escuela, era Maud, la mujer

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que nos cuidaba y a la que nos sentíamos muy unidos por el tiempo que pasábamos juntos, la que nos vestía por las maña-nas. Mi madre volvía para hacer la cena y luego se marchaba al centro a trabajar en la tienda hasta las nueve en punto de la no-che. Ida llevó la tienda todos los años que mi padre pasó fuera. Durante el día, contaba con los empleados, pero ella iba por las noches y los fines de semana para recoger el dinero de la caja, revisar las cuentas y hacer el pedido de nuevos discos. No sabía tanto como Ben, pero sí lo suficiente como para llevar el nego-cio. Y no era la única que estaba en esa situación. Si uno hace memoria, el movimiento de liberación de la mujer podría muy bien remontarse a la Segunda Guerra Mundial, cuando las mu-jeres, dada la escasez de mano de obra, se hicieron cargo de los trabajos que antes hacían los hombres. Cuando los hombres volvieron de la guerra, sus mujeres estaban trabajando y mu-chas no quisieron dejar sus empleos.

Después de la guerra, cuando aparecieron las primeras televi-siones, Ben encargó un equipo de «monte usted mismo su pro-pio televisor». Lo montó y, desde ese momento, empezó a repa-rarlos. Marty y yo supuestamente también debíamos aprender y algo aprendimos, pero no creo que llegáramos a ser muy buenos porque nos faltaba su motivación.

La única señal de televisión que entonces recibíamos pro-venía de Washington, D. C. Se trataba de una carta de ajuste y tenía bastante nieve, como se decía entonces. Poco después empezaron a retransmitir partidos de fútbol profesional los do-mingos por la tarde. Hacia o , al aumentar la deman-da de programas, una versión temprana de lo que después se-rían los productores empezó a ir por las escuelas a grabar a los niños tocando música. A menudo emitían en directo desde las escuelas y así con diez y once años salí en televisión tocando la flauta.

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Sheppie, Marty y yo empezamos con la música muy jóvenes. Shep y Marty recibían semanalmente lecciones de piano de un pro-fesor que iba de casa en casa dando lecciones a los niños, pero yo elegí estudiar flauta. Desde los seis años había tomado al-gunas clases en grupo de violín en Park School, mi primera es-cuela primaria, pero por algún motivo el violín no «cuajó», lo que me sorprende, teniendo en cuenta la cantidad de música que desde entonces he escrito para cuerda (para violín solo, cuar-tetos, sonatas o sinfonías).

Aún recuerdo que había un niño un año mayor que yo en mi escuela que tenía una flauta. Yo pensaba que era el instrumen-to más bonito que había visto y oído jamás y mi obsesión era llegar a tocar la flauta. Y acabé tocándola hasta los treinta años. De hecho, incluso en mis primeros conciertos profesionales, tocaba tanto la flauta como el piano.

Enseguida descubrí que, cuando llevaba la flauta a la escue-la, de vuelta a casa, a veces terminaba peleándome. La broma de entonces era «eh, ¿te gustaría tocar mi flauta?», lo cual se consideraba muy ingenioso. Mi flauta, jajajá. Los chavales de las casas adosadas del noroeste de Baltimore trataban de hacer-se los machitos y les aterrorizaba pasar por gais. Cualquier cosa que les pareciera afeminada era tachada de horrible y para ellos una flauta era un instrumento femenino. ¿Por qué? ¿Porque era algo largo en lo que se soplaba? Una ramplonería surgida de una idea estúpida.

Fue mi hermano quien me organizó la pelea. —Bien, nos reunimos y te peleas con ese niño —me dijo un día.Al parecer, temían que sí fuera una nenaza. Pensándolo bien,

creo que Marty me hizo un favor. —¿Por qué no te peleas con ese niño y le demuestras quién

eres? —me dijo.Así que fuimos al parque. El niño tampoco tenía especiales

ganas de pegarse conmigo. Yo era un poco más pequeño que él,

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pero tenía la certeza de que lo iba a machacar. No sé cómo lo hice, porque no tenía experiencia en peleas, simplemente le-vanté los puños y lo molí a palos. Al final nos separaron. Yo de-bía de tener nueve o diez años. No era especialmente valiente ni me gustaba pelearme, pero me sentí obligado a hacerlo. Si el niño hubiera medido un metro ochenta, también le habría ga-nado. Después de aquello, nadie más se volvió a meter con mi flauta.

Cuando mi padre volvió de los marines en , nuestra fa-milia se mudó del centro a un barrio de dúplex semiadosados en Liberty Road, en la ruta de la antigua línea del tranvía. El jugaría un papel importante en mi vida hasta que me fui a la Universidad de Chicago en . Mis padres aceptaron que to-mara clases de flauta, pero en el barrio no había ningún profe-sor. El iba hasta el centro, a Mount Vernon Place, donde se encontraba el monumento a Washington, justo enfrente del conservatorio Peabody. El tranvía tenía asientos amarillos de mimbre y se abastecía de electricidad mediante un trole. Lleva-ba dos empleados, uno delante, el conductor, y otro, el cobra-dor, que recaudaba los diez o doce centavos del billete. Al tener menos de doce, no creo que ni siquiera pagara aquellos prime-ros años.

El cuarto piso del Peabody tenía un largo pasillo con salas de ensayo a cada lado y bancos donde esperaba a mi profesor. El Peabody no tenía profesor de flauta en preparatorio, así que, cuando fui admitido en el conservatorio, las clases me las daba Britton Johnson, por aquel entonces primer flautista de la Sinfó-nica de Baltimore. Era un profesor maravilloso, antiguo alumno de William Kincaid, primer flautista de la Orquesta de Filadelfia, uno de los grandes de todos los tiempos. Así que en mis comien-zos me emparenté con la nobleza de los flautistas.

El señor Johnson, en cuyo honor se concede actualmente el premio Johnson, era un hombre orondo que, sin ser alto, no ba-

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jaría de los noventa kilos. Supongo que debía de tener entre cuarenta y cincuenta años y se encontraba todavía, en la época en que empecé mis estudios, en la cima de su carrera. Me gus-taba mucho. Me alababa diciendo que tenía una magnífica em-bocadura, lo que significa que mis labios estaban hechos para la flauta, pero el señor Johnson también sabía que no llegaría a ser un gran flautista. No sé cómo lo sabía, pero creo que daba por sentado que al provenir yo de una familia modesta de clase me-dia, no me permitirían convertirme en músico y que, por más talento que tuviera, nunca llegaría a cuajar.

Al finalizar la clase, el señor Johnson solía observarme suspi-rando y meneando la cabeza. No porque fuera un mal flautista, sino porque creía que podría llegar a ser buenísimo. Y en eso te-nía razón, yo tenía potencial, pero nunca lo llegué a desarrollar plenamente. No creo que el señor Johnson llegara a enterarse de lo que fue de mí más tarde, pero, si se hubiera enterado, se ha-bría sorprendido. En lo que sí tuvo bastante razón fue en lo re-ferente a la presión familiar, pues cada cual me empujaba en una dirección distinta. Y, a la postre, mi profesor se equivocó, porque yo no me dejé manipular.

En realidad, lo que yo quería era estudiar piano y flauta. Tan-to Ida como Ben, aunque se opusieran a la idea de la música como profesión, consideraban la educación musical un ele-mento básico dentro de un programa educativo completo. El problema era que mis padres no eran gente rica. De hecho, con su salario de profesora, mi madre ganaba más que mi padre. En cualquier caso, ganaran lo que ganaran, todos nosotros tuvi-mos nuestra formación musical. Eso sí, la economía familiar era la que era y daba solo para una clase por niño y mi instru-mento era la flauta.

En vez de desalentarme, me sentaba muy callado en el cuar-to de estar durante la clase de piano de mi hermano y seguía las enseñanzas con total atención. En cuanto terminaba la lección

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y el profesor se iba, corría hasta el piano, que había aparecido milagrosamente en nuestra nueva casa poco después de mu-darnos, y tocaba la lección de mi hermano. Como cabía espe-rar, esto a Marty le sacaba de sus casillas. Estaba convencido de que le estaba «robando» su lección o al menos le fastidiaba por tocarla yo mejor. Y tenía parte de razón. Como yo era el típico hermano pequeño molesto, solo podía estar allí para «robarle» la lección, ni más ni menos. Marty me quitaba del piano y me perseguía por el cuarto de estar dándome golpes, pero, para mí, se trataba de un peaje que valía la pena pagar.

Al echar la vista atrás, lo que me resulta más extraordinario es que con ocho años cogiera el tranvía por la tarde para ir al centro de Baltimore y, después de mi hora semanal de clase, volviera a coger el mismo para volver a casa. Ya de noche, me bajaba del tranvía en Hillsdale Road y recorría seis manzanas hasta casa lo más deprisa que podía. Me aterrorizaba la oscuri-dad. Me perseguían imágenes de fantasmas y de muertos, nun-ca se nos ocurrió ni a mí, ni a mis padres, ni a mis profesores que hubiera algo que temer de parte de monstruos vivos y rea-les, pues en el Baltimore de ese tipo de monstruos no se hubieran podido encontrar en ningún rincón de la ciudad. Además, todos los cobradores del tranvía me conocían y me hacían sentarme en la parte delantera cerca de ellos.

Con el tiempo, me dejaron tomar una clase adicional de música. Los sábados por la tarde iba con el señor Hart, el per-cusionista principal de la Sinfónica de Baltimore. No se trata-ba de una clase particular sino que éramos entre seis y ocho niños y a mí me encantaba tocar los timbales. Actualmente compongo con gusto para todo tipo de instrumentos de per-cusión, pero por aquel entonces también teníamos clases de lectura de partituras y de entrenamiento auditivo que yo de-testaba sin ningún motivo en particular. Ya de adulto e inclu-so hoy como músico experimentado, he notado que hay algo

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raro en mi manera de escuchar música, aunque no sabría de-cir de qué se trata. Debía de ser algo de la audición que no debía de ser, por decirlo de algún modo, común. Nadia Boulanger, la gran profesora con la que estuve estudiando más de dos años en París, me hizo practicar sin descanso ejercicios de «audición». Supongo que el problema se solucionó, aunque nunca llegué a entender en qué consistía y hoy ya no queda nadie a quien preguntárselo.

Mi hermano Marty y yo empezamos a trabajar en la tienda cuando teníamos doce y once años. Nuestro trabajo consistía en romper, literalmente romper, discos de r. p. m. para que Ben pudiera cobrar el «derecho de reembolso» que entonces se pagaba por los discos deteriorados. A finales de los años cua-renta, las grandes compañías discográficas pagaban a los mino-ristas unos diez centavos por un disco que hubiera sufrido al-gún daño en el proceso de envío a la tienda o por cualquier otro motivo. Para poder cobrar, los discos rotos debían estar clasifi-cados por discográficas y tener al menos la etiqueta intacta. A Marty y a mí nos daban cajas y cajas de discos que no habían sido vendidos, no todas ellas pertenecientes a General Radio, la tienda de nuestro padre. Él tenía un segundo negocio que con-sistía en comprar los remanentes de otras pequeñas tiendas de Maryland, Virginia y Virginia Occidental. Recuerdo que los compraba todavía enteros pero sin vender a cinco centavos el disco. Marty y yo los rompíamos y volvíamos a empaquetarlos en cajas por discográficas (RCA, Decca, Blue Note, Columbia) y Ben se los volvía a vender a las mismas a diez centavos, dupli-cando así el dinero invertido y manteniéndonos ocupados y bastante contentos. Marty y yo estábamos casi siempre en el sótano de la tienda clasificando discos o rompiéndolos o, si no, en el departamento de reparaciones echándole una mano a John probando lámparas de viejas radios.

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Ben también tenía clientes que escuchaban lo que conocía-mos como hillbilly music.1 Anunciaba la tienda en emisoras de radio de los Apalaches, en Virginia Occidental, y la gente le en-cargaba discos por correo y él se los enviaba. No creo que a mi padre le gustara especialmente ese tipo de música, pero la co-nocía y yo también.

Un verano, apenas unos años después, abrió una tiendeci-ta en el barrio negro de la ciudad y aquel verano nos lo pasa-mos mi hermano y yo vendiendo disco de rhythm and blues a chavales no mucho mayores que nosotros. Yo escuchaba toda la música popular que salía por aquel entonces. Me gustaba su vitalidad, su creatividad, su sentido del humor. Más tarde, cuando a mediados de los cincuenta aparecieron músicos como Buddy Holly, el primer rocanrol me pareció una ver-sión de la música de los Apalaches y creo que ese era su ori-gen. Las guitarras eléctricas sustituyeron a los banjos y las lí-neas de bajo las desarrollaban los bajos eléctricos junto a una manera de tocar la batería poco usual. Me encantaba su fuer-za bruta.

En casa, mi hermano y yo compartíamos habitación. Tenía-mos un armario, dos camas separadas por una pequeña mesilla de noche y una ventana que se abría a las escaleras exteriores que subían al segundo piso de nuestro dúplex. Era muy fácil sa-lir por la noche sin ser visto. Al oír al heladero haciendo sonar su campanilla calle abajo, nos escabullíamos para ir a comprar barritas Good Humor. Al ir cumpliendo años, nos dedicamos a hacer mayores gamberradas. Uno de la pandilla tenía una esco-peta de balines con la que disparábamos a las farolas del calle-

1 El término hillbilly music, acuñado en los años cuarenta, designaba las distin-tas músicas basadas en las tradiciones folclóricas de diferentes países europeos y abarcaban estilos tan diversos como el propio de los artistas de los montes Apalaches o los violinistas sureños.

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jón y luego nos colábamos otra vez en casa. No recuerdo que nos llegaran a pillar.

Mi hermana Sheppie tenía amigos mayores. La diferencia entre los doce y los diez años entonces parecía muy grande, pues ella ya estaba en el instituto y nosotros todavía en la se-cundaria obligatoria. Además, Sheppie estaba mucho más pro-tegida y controlada que Marty y yo. Estudió en colegios priva-dos y tuvo su propia vida social hasta que fue a la universidad en Bryn Mawr.

Era en verano, en el campamento cuáquero de Maine, cuan-do más contacto tenía con Sheppie. En realidad, no era propia-mente un campamento sino una casa antigua y grande con seis u ocho dormitorios. Aceptaban a chicos y chicas de entre los doce y los dieciocho años y yo era de los más pequeños. No ha-bía auténticos supervisores sino tres o cuatro mujeres cuáque-ras mayores que se ocupaban de nosotros como de una gran fa-milia. Jugábamos al tenis, montábamos en barca y todos los miércoles por la noche íbamos al baile del pueblo.

En la escuela a la que fuimos de pequeños había algunos maes-tros cuáqueros y, al tener amigos cuáqueros dedicados a la edu-cación, a Ida le gustaban mucho aquellos maestros. Naturalmen-te, eran pacifistas y estaban muy concienciados socialmente. No recuerdo haber estado nunca en una de sus reuniones, pero co-nocía algo sobre sus creencias y, como Ida y Ben, siempre he sentido simpatía por sus ideas. Era gente socialmente compro-metida y conectada con el mundo.

La filosofía de los cuáqueros coincide con ciertas ideas que desarrollé más tarde. Nunca quise ser cuáquero, pero envié a mis dos primeros hijos a una escuela cuáquera en Manhattan, el Friends Seminary, situada en la calle con la Segunda Aveni-da. Me gustaba su filosofía de vida, de trabajo, y su espirituali-dad. Las ideas fundamentales de responsabilidad social y de cambio mediante la no violencia me llegaron a través de los

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cuáqueros. Cuando la vida de la gente refleja ideas semejantes a estas, su conducta se integra automáticamente en un ideal más amplio.

En el Baltimore de los cuarenta, ir al cine todos los sábados formaba parte de la infancia. Solíamos ver un programa doble con tráileres de futuros estrenos y noticiarios. Así fuimos en-terándonos de la guerra. Cuando los alemanes fueron derrota-dos, yo tenía ocho años y recuerdo claramente ver en los no-ticiarios a soldados americanos entrando en los campos de concentración. Las imágenes captadas por los cámaras fueron proyectadas en cines de todo Estados Unidos. Nadie se espe-raba aquello, no se avisaba de que uno podía sentirse afectado al ver aquellas escenas. En las filmaciones, de hecho, se mos-traban cráneos y pilas de huesos. Era lo mismo que veían los soldados al entrar en los campos, pues detrás de ellos iban las cámaras.

La comunidad judía conocía la existencia de campos de ex-terminio en Alemania y en Polonia. Tenía conocimiento de todo aquello porque recibía cartas y mensajes de las escasas personas que lograban escapar, pero no se trataba de una certe-za que fuera ni conocida ni aceptada por los demás norteameri-canos, ni aireada por el gobierno. Al acabar la guerra, cuando empezaron a llegar refugiados a Estados Unidos, mi madre in-mediatamente se puso a colaborar en su acogida. Hacia , nuestra casa se convirtió en un hogar de paso, un refugio para los supervivientes que no tenían un lugar adonde ir. Recibimos a muchísimas personas para acogerlas en casa unas cuantas se-manas en espera de ser realojadas. Como yo era pequeño, me daban miedo. No se parecían a nadie que yo conociera. Había hombres esqueléticos con números tatuados en el antebrazo. No sabían hablar inglés y parecían regresar del infierno, de allí era literalmente de donde venían. Yo sabía que habían sobrevi-vido a algo terrible. En los noticiarios habíamos visto cómo

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eran los campos y, de repente, nos encontrábamos con autén-ticos supervivientes procedentes de aquellos lugares.

Mi madre tenía una conciencia social mucho mayor que cualquier otra persona de su entorno. Mientras otros no se ofre-cieron, mi madre se implicó muchísimo en la acogida de las oleadas de refugiados procedentes de Europa. Organizó pro-gramas educativos para que aprendieran inglés, desarrollaran sus capacidades y pudieran establecerse en Estados Unidos. Mis dos padres encarnaban unos valores de bondad y solidari-dad que nos transmitieron a sus hijos.

Mi hermana Sheppie ha dedicado gran parte de su vida pro-fesional a esa misma tarea. Durante años estuvo trabajando con el International Rescue Committee, cuya misión es dar una respuesta global a crisis humanitarias. Más recientemente ha colaborado con KIND (Kids in Need of Defense), que trata de paliar la actual crisis migratoria en la frontera sur de Esta-dos Unidos.

Como en otras muchas familias judías no practicantes, en mi casa no se impartía ningún tipo de enseñanza religiosa, pero al-guna que otra vez sí acudíamos a la casa de algún familiar para celebrar la pascua judía. El nuestro era un barrio de gentiles. Por Navidad, había árboles con luces navideñas delante de las casas, así como Papás Noeles con su trineo en los tejados. Mis compañeros de clase no eran judíos y siempre que visitaba sus casas durante las fiestas, sentía envidia por sus árboles de Navi-dad y sus calcetines colgando.

Había barrios en Baltimore donde la gente tenía carteles en sus jardines que decían: «Perros no, judíos tampoco». De pe-queño no entendía qué quería decir esa gente con tales carteles delante de sus casas, pero el autobús, que atravesaba gran par-te de la ciudad desde el sudeste hasta el noroeste, donde noso-tros vivíamos, pasaba por Roland Park. Ese barrio de clase me-dia alta, bastante cercano a la Universidad John Hopkins, con

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sus grandes y bonitas casas y grandes y bonitos jardines, era uno de los sitios donde solía ver ese tipo de carteles. Por aquel entonces para mí carecían de sentido, aunque prejuicios de ese tipo no tienen sentido alguno jamás.

Haciendo memoria, la verdad es que conocíamos a muchos judíos. De hecho, no había nadie que entrara en casa que no fuera judío. Se trataba de una comunidad muy unida, no por-que fuéramos muy religiosos o habláramos hebreo, pues nadie de hecho lo hablaba, pero todos los domingos por la mañana mi padre nos decía: «Venga, niños, vamos a buscar unos bagels»,2 y nos llevaba en coche a uno de los viejos delis del este de Balti-more a comprar bagels, chucrut y pepinillos agridulces de barril para llevarlos a casa. Como los hermanos de mi madre querían que fuéramos a la escuela judía, Marty y yo estuvimos yendo un par de días por semana hasta que cumplimos los trece años, pero, en vez de asistir a las clases, instigados por Marty, pasá-bamos la mayor parte de aquellas tardes en unos billares a una manzana del templo, jugando hasta las seis menos cuarto, la hora en que teníamos que volver a casa. Como mi madre estaba en la escuela y mi padre en la tienda de discos, nadie se entera-ba de lo que hacíamos.

Las palabras en yidis o en hebreo que sabíamos las aprendi-mos de nuestros abuelos. La familia de mi madre provenía de Rusia y la de mi padre, de Letonia. La familia de mi madre vivía en el número de la avenida Brookfield y nosotros en el , así que vivíamos muy cerca y mi madre iba a menudo a visitar a sus padres. Por lo que recuerdo, ellos tampoco eran practicantes, pero hablaban en yidis entre ellos y, si estábamos

2 El bagel es un pan elaborado tradicionalmente con harina de trigo que, an-tes de ser horneado, se hierve brevemente en agua, lo que le da una consisten-cia densa y una corteza exterior crujiente. El bagel suele llevar un agujero en el centro.

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en su casa, esa era la lengua que escuchábamos. En realidad, nunca los oí hablar en inglés. Durante aquellos años, siendo yo muy pequeño, entendía todo lo que decían.

El padre de mi madre había empezado como chatarrero, algo muy común en aquellos tiempos. Salía a la calle y recogía cualquier cosa de valor. Más tarde, empezó a hacer ladrillos y a venderlos, lo que con el tiempo terminó convirtiéndose en un almacén de materiales de construcción. Luego empezó a ven-der contrachapados y, para cuando murió, tenía ya su propia empresa. Comenzó con una pequeña tienda y, siendo yo ya adulto, sus hijos, los hermanos de mi madre, eran propietarios de varios inmuebles y se habían convertido en hombres de ne-gocios.

La mayor parte de los músicos de mi familia venían de la rama paterna. Mi primo Cevia estudió piano clásico, mientras otros estaban metidos en el vodevil. Algunos miembros de la familia fueron músicos clásicos y otros pertenecieron al mundo de la música popular. La abuela de mi padre, Frieda Glass, era tía de Al Jolson, así que compartíamos parentesco. Los Glass y los Jolson eran primos. Lo descubrí años más tarde cuando, to-cando en Cincinnati, un caballero muy bien vestido vino a dar-me su tarjeta. Se apellidaba Jolson y era dentista.

—Yo soy primo suyo —me dijo.—¡Ah! Usted debe de ser un Jolson —le contesté.—Sí.—¿Entonces es verdad que los Jolson y los Glass están empa-

rentados?—Sí, lo están.A la familia de mi madre, como ya he dicho, no le hacían

mucha gracia los músicos. No tenían en gran estima la fama de Al Jolson. Baltimore no era Nueva York, donde todo el Lower East Side estaba lleno de italianos y judíos para quienes en mu-chos casos la salida del gueto pasaba por el mundo del espec-

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táculo. Un camino que llevaba hasta Hollywood, donde artistas como Eddie Cantor, Red Skelton o los hermanos Marx se con-virtieron en modelos para toda una generación.

Cuando mi padre empezó a vender discos, no sabía distinguir los buenos de los malos. Todo lo que el representante le ofrecía, él lo compraba. Pero empezó a darse cuenta de que había discos que se vendían y otros que no. Como buen hombre de nego-cios, quiso averiguar la razón por la que algunos discos no se vendían, de modo que empezó a llevárselos a casa para escu-charlos, con la idea de descubrir lo que fallaba y así no volver a equivocarse a la hora de comprar otros.

Al final de los años cuarenta, la música que no se vendía era la de Bartók, Shostakóvich y Stravinski, el vanguardismo de por aquel entonces. Al tratar de entender qué era lo que no funcionaba en esa música, Ben se puso a escuchar sus discos una y otra vez hasta que terminaron gustándole. Se convirtió en un ferviente defensor de la música de vanguardia y empe-zó a venderla en su tienda. De ese modo, cuando alguien en Baltimore quería comprar ese tipo de música, tenía que venir a la tienda de mi padre. Él les hacía de guía y les recomendaba discos diciéndoles, por ejemplo, «Mira, Louie, llévate este a casa y escúchalo y, si no te gusta, me lo devuelves». Hacía prose-litismo. La gente llegaba para comprar Beethoven y salía con Bartók.

Mi padre era un autodidacta, pero terminó adquiriendo un conocimiento muy refinado y rico de la música clásica, de la de cámara y de la contemporánea. Al llegar a casa, solía cenar y, después, se sentaba en su sillón para escuchar música hasta medianoche. Muy pronto me enganché yo también y me ponía a escuchar con él, sin su conocimiento, desde luego. Al menos, eso era lo que yo creía por aquel entonces. Hasta los nueve años, vivimos en una de esas casas adosadas con escalones de

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mármol típicas de los barrios residenciales del centro de Balti-more. La habitación de los niños estaba encima del cuarto de estar donde mi padre se sentaba para disfrutar de sus audicio-nes nocturnas. No sé por qué, yo no me dormía y acababa des-lizándome silenciosamente hasta mitad de la escalera para, sentado allí detrás de él, unirme a sus audiciones. Fue así como desde muy pequeño compartí las noches de mi infancia con mi padre. Para mí, aquellos años están impregnados de los magní-ficos quintetos de cuerda de Schubert, de los cuartetos de la Opus de Beethoven, de música de piano de todo tipo, así como de bastantes composiciones «modernas», sobre todo de Shostakóvich y Bartók. Los sonidos de la música de cámara arraigaron en mi corazón y se convirtieron en la base de mi vo-cabulario musical. Simplemente creía que así era como debía sonar la música. Esa fue mi base y gran parte de todo lo demás se fue sedimentando en capas sucesivas sobre la misma.

Mi madre, siempre preocupada por nuestra educación, nos llevó a los mejores colegios que pudo. Mi hermano y mi herma-na fueron a colegios privados, pero, como no podían costear un tercer colegio privado, a mí me enviaron a un instituto público, el City College. Baltimore era por aquel entonces bastante pro-gresista en todo lo relacionado con la educación pública y me inscribieron en un curso «A», un programa educativo mejora-do que ponía el énfasis en las matemáticas y la lengua. El City College era lo que hoy en día se llamaría una escuela imán.3 A pesar de ser una escuela racialmente segregada, como lo eran todas las públicas de Baltimore, sus planteamientos eran muy progresistas. Con frecuencia, los graduados en cursos «A» en-

3 Las escuelas imán son aquellas escuelas que, en el sistema público nortea-mericano, hoy día seguido por centros de otros países, enfocan sus enseñanzas hacia determinados campos del conocimiento o las artes con la intención de atraer alumnos no solo del propio distrito escolar en el que se encuentran ubi-cadas sino también de otros.

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traban en la universidad en segundo curso, en vez de empezar cursando primero. Lo destacable es que, antes incluso de que surgiera la posibilidad de mi entrada temprana en la Universi-dad de Chicago, yo ya estaba integrado en un excelente progra-ma educativo.

Desde que mi madre se convirtiera en la bibliotecaria de mi instituto, solía quedarme en la biblioteca al acabar las clases. Si no tenía otra cosa que hacer, la esperaba hasta que ella cerraba y volvíamos juntos a casa. Mientras la esperaba, pasaba mi tiempo ojeando los programas académicos de las distintas uni-versidades. Mi sueño, desde luego, era huir de Baltimore y sa-bía que eso pasaba por ir a una universidad. Un día me encon-tré con el programa de la Universidad de Chicago y descubrí entusiasmado que no exigían el título de bachiller para ingre-sar, bastaba con aprobar un examen de acceso. Se trataba de un sistema que había sido instaurado por el entonces rector Robert Hutchins, considerado uno de los pedagogos más progresistas del país. Además de esos inusuales requisitos de ingreso, tam-bién había iniciado el programa de «grandes libros» en el pri-mer ciclo universitario. La idea del programa, acuñada por el filósofo y pedagogo Mortimer Adler, se basaba en una lista con un centenar de grandes títulos que cualquier persona educada debía haber leído para obtener un título universitario. Se trata-ba de una lista apabullante, en la que figuraban, entre otros, Platón, Aristóteles, Shakespeare o Newton. De hecho, por aquel entonces, como no podía ser de otro modo, una parte im-portante del currículo del primer ciclo universitario estaba ba-sado en esa lista.

Supongo que ese resquicio en las normas de admisión, que permitía a jóvenes brillantes y ambiciosos entrar en la universi-dad sin haber acabado la secundaria, debía de estar relacionado con el final de la Segunda Guerra Mundial para que los miles de veteranos de guerra que habían regresado de Europa y Japón

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pudieran aprovechar las ayudas financieras del estado4 e ir a la universidad. En la época en que yo ingresé, ese programa toda-vía estaba en vigor y ofrecía un atajo para saltarse los dos últi-mos cursos de instituto y empezar los apasionantes años de aprendizaje que podía ofrecer una gran universidad.

Mi tutor pensaba que hacer el examen podía ser una magní-fica experiencia, pero ni se le pasaba por la cabeza que pudiera superarlo. La prueba era una valoración integral del nivel de educación: matemáticas, composición escrita e historia. No me pareció excesivamente difícil, prueba de la calidad de los estu-dios que había cursado. Pasé el examen y fui admitido como «estudiante de ingreso anticipado» en la universidad, pero su-perar el examen de entrada era solo el primer obstáculo. Lo realmente crucial era si mis padres permitirían que siendo tan joven me fuera a una gran universidad y viviera lejos de casa.

Una noche, poco después de ser aceptado, dos alumnos de la Asociación de Alumnos de Baltimore de la Universidad de Chi-cago vinieron a casa. Aquella noche, me habían mandado tem-prano a la cama, por lo que no sé de lo que se habló ni sé de las seguridades que ofrecieron, pero durante el desayuno de copos de avena y chocolate caliente de todos los días, mi madre me dijo: «Anoche tuvimos una reunión y hemos decidido que pue-des ir a Chicago».

Me quedé completamente anonadado. Ni se me había pasado por la cabeza que pudieran tomar la decisión tan deprisa, pero yo estaba exultante. Sentía que iba a estallarme la cabeza. Sabía

4 En el texto original se menciona la GI Bill, una ley aprobada en junio de , en beneficio de los soldados estadounidenses que combatían entonces en la Se-gunda Guerra Mundial con el fin de proporcionarles a la hora de la desmovili-zación un mecanismo legal para acceder a la financiación de estudios técnicos o universitarios, junto con una pensión de un año; esta norma también otorga-ba a los soldados facilidades a la hora de conseguir préstamos para adquirir vi-viendas o iniciar un negocio por cuenta propia.

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que Baltimore se me había quedado pequeño y estaba listo para recoger mis cosas en un par de bolsas y dejar atrás mi infancia, mi familia y mi hogar para empezar mi «auténtica vida» (fuera esto lo que fuera).

Como siempre, Ida no se mostró especialmente emocionada. La emoción estaba ahí, pero disimulada. Por una extraña coin-cidencia, resultaba que mi madre también se había graduado a los diecinueve años en la John Hopkins. De hecho, había sido la primera mujer en graduarse en esa universidad y, además, tan joven que la nombraron miembro honorario del club de la fa-cultad. ¿Tenía ella, por tanto, ciertas claves sobre lo que la edu-cación universitaria podía significar para mí?

Mis dos padres se mostraron cautelosos, incluso renuentes a la hora de tratar el tema abiertamente. Fue mi hermana Shep-pie la que me dijo más tarde que había sido mi padre quien se había mostrado más dubitativo y que la que resultó determi-nante para que me fuera fue mi madre, o sea, lo opuesto a lo que yo había supuesto.

—Fuiste porque Ida quiso que fueras —me dijo Sheppie—, quería que tuvieras la mejor educación posible.

Si mi madre se sentía orgullosa de que me hubieran acepta-do, nunca me lo manifestó. Tampoco me comunicó su ansiedad y su comprensible aprensión, teniendo en cuenta que en yo solo tenía quince años.

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CHICAGO

El tren nocturno a Chicago, que circulaba por la antigua línea férrea B&O (Baltimore and Ohio Railroad), salía diariamente a primera hora de la noche del centro de Baltimore y llegaba al Loop, el centro de Chicago, a primera hora de la mañana si-guiente. Ese largo trayecto, pasando por el oeste de Maryland, Pensilvania, Ohio e Indiana, era el único modo de viajar de Bal-timore a Chicago. En , aunque las aerolíneas comerciales habían empezado a ofrecer esa alternativa, muy poca gente uti-lizaba el avión.

En mi viaje a la universidad me acompañaban dos compa-ñeros del instituto, Sidney Jacobs y Tom Steiner, a los que co-nocía bastante bien. Pero nuestro viaje juntos al Medio Oeste no había sido planeado sino que fue producto del azar. Forma-ban parte de un informal club local al que habían puesto el nombre de Phalanx, un grupo de adolescentes brillantes y friquis que se reunían para hacerse compañía y divertirse juntos. Los conocía de un club de ajedrez, el Maryland Chess Club, aunque, al ser más joven que ellos, se limitaban a tole-rar mi presencia y, por tanto, nunca había llegado a formar parte aquel grupo de intelectuales tan exclusivo. Pero me caían bien, tanto ellos como sus amigos Irv Zucker, Malcom Pivar y Bill Sullivan. Poetas, matemáticos y tecno-visionarios de un tipo muy anterior y alejado de lo que se estila en la ac-tualidad.

Íbamos juntos los tres en el tren y, por primera vez, sentí que conectábamos fácilmente. Estaba tan tremendamente emocio-nado de marcharme que apenas escuchaba las exhortaciones, advertencias y promesas de Ida y Ben que, en síntesis, me ve-

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nían a decir que podía volver a casa cuando quisiera si no me iba bien en la universidad.

«Podemos arreglarlo con tu instituto para que, en el caso de que vuelvas de Chicago antes de Navidad, puedas reintegrarte en tu curso», me dijo mi madre. Desde luego, yo sabía que no existía la más mínima posibilidad de que eso sucediera. Para ellos, los tres meses hasta Navidades eran un periodo de prue-ba; para mí, sin embargo, era como el sueño de todo niño, la Gran Evasión.

No dormí en toda la noche. Poco después de salir de la esta-ción, apagaron las luces. Se trataba de un anticuado tren de pa-sajeros, sin ningún tipo de comodidades, procedente del Sur1 en dirección al Medio Oeste, sin luz, sin lectura, sin nada más que hacer que confraternizar acompañado por los sonidos de un tren nocturno. Las ruedas sobre las traviesas producían una secuencia interminable que me atrapó casi enseguida. Años más tarde, estudiando con Alla Rakha, el gran percusionista de tabla y compañero de Ravi Shankar, practiqué los intermina-bles ciclos de doses y treses que forman el núcleo del tala, el sis-tema rítmico de la música india. De ahí extraje las herramien-tas con las que un aparente caos puede escucharse como una inacabable variedad de ritmos cambiantes y secuencias. Pero esa memorable noche, yo todavía no sabía nada de todo eso. Curiosa coincidencia, no fue hasta unos catorce años más tar-de, cuando estaba haciendo mi primer viaje de descubrimiento por India y los trenes eran la única manera de viajar, que volví a hacer algunos viajes largos en tren igual que de muchacho en mis numerosos trayectos entre Baltimore y Chicago. Los ele-mentos del viaje eran muy similares, a veces casi idénticos, pero mi manera de escuchar había cambiado radicalmente con

1 En el original Dixie, uno de los nombres con que se conoce popularmente la región meridional de Estados Unidos.

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el transcurso de los años. Alguien podría pensar que los trenes de Einstein on the Beach tienen el mismo origen, pero nada más lejos de la realidad. Ese tren de música proviene de algo total-mente distinto, de ello hablaré más adelante. Pero lo importan-te era que el mundo de la música, con su lenguaje, su belleza y su misterio, estaba ya alentando en mi interior, el cambio ya había empezado. La música no era ya una metáfora del mundo real de ahí fuera. Se había transformado en lo opuesto. Lo de «ahí fuera» era la metáfora y lo real era, y desde entonces sigue siéndolo, la música. Las noches en tren pueden producir que sucedan este tipo de cosas. Los sonidos de la vida cotidiana ha-bían penetrado en mí casi sin darme cuenta.

Desde el primer momento, Chicago producía una sensación de gran ciudad que no daba Baltimore. Tenía arquitectura moder-na (no solo Frank Lloyd Wright, sino también los edificios mo-numentales un poco más antiguos de Louis Sullivan), tenía una orquesta de primera categoría, la Sinfónica de Chicago dirigida por Fritz Reiner, un gran museo, el Art Institute of Chicago, con su colección de Monet e incluso cines de arte y ensayo. Chicago era una auténtica ciudad que podía satisfacer las nece-sidades de intelectuales y personas cultivadas de una manera que en Baltimore resultaba inconcebible. Chicago era también un lugar donde uno podía escuchar un jazz inexistente en Bal-timore (yo no sabía ni tan siquiera dónde estaban los clubes de jazz de mi ciudad natal). Si querías ir a un buen restaurante chi-no en Baltimore, había que irse a Washington, mientras en Chi-cago teníamos de todo.

La universidad se extendía desde la calle hasta la a am-bos lados de Midway Park, que había sido el centro lúdico de la Exposición Universal de . Los bares y restaurantes estaban en la calle , mientras los clubes del South Side, como el Bee-hive, se encontraban en la . Desde luego, yo era demasiado

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joven para entrar en algunos de los sitios a los que quería ir, pues aparentaba los quince años que tenía. Cuando tuve dieci-séis o diecisiete y hube crecido un poco, pude acercarme al Cot ton Club, cerca de Cottage Grove, y también a los clubes del centro. Con el tiempo, los porteros, que me conocían de verme fuera, simplemente escuchando y mirando por la ventana, al final terminaron por decirme: «Venga, chaval, entra». No po-día beber, pero me dejaban sentarme cerca de la puerta y escu-char la música.

Al entrar en el aula de la reunión orientativa para estudiantes de primer curso, lo primero que me llamó la atención fue la presencia de estudiantes negros. Hay que tener en cuenta que había crecido en un estado del Sur (pues eso es lo que era Balti-more). En ninguna de las escuelas a las que había asistido había habido nunca un solo estudiante afroamericano. Venía de un mundo en el que la segregación se daba por supuesta y ni si-quiera se cuestionaba. Así fue mi conversión como muchacho proveniente de un estado fronterizo,2 o un estado del Sur, como se prefiera, de un estado segregado de arriba abajo, en los res-taurantes, los cines, las piscinas o los campos de golf. Creo que tardé menos de un minuto en darme cuenta de que había pasa-do toda mi vida en un lugar que estaba completamente equivo-cado. Aquello fue una auténtica revelación.

Por aquel entonces, el primer ciclo de la Universidad de Chi-cago era bastante reducido, probablemente tenía menos de quinientos estudiantes, contando los cuatro años del ciclo. Sin embargo, estaba integrado dentro de la universidad en su con-junto, con las escuelas profesionales (empresariales, derecho y medicina) y las facultades de ciencias, humanidades, ciencias sociales, teología y arte, además del Instituto Oriental. La rela-

2 El apelativo de border state se refiere a los estados que siendo esclavistas no declararon la secesión de Estados Unidos durante la Guerra Civil Americana.

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ción entre los primeros cursos y la universidad era sorprenden-temente fluida y bastantes profesores de las facultades enseña-ban en los primeros cursos. Entonces se decía que aquello era parecido al sistema europeo, aunque yo no tenía ni idea de si era cierto o no. Las clases eran pequeñas, de un máximo de doce alumnos por profesor, y nunca tuvimos como profesores a estudiantes de postgrado. Siguiendo el clásico formato de se-minario, nos sentábamos alrededor de una mesa redonda y co-mentábamos las lecturas de nuestras listas. Teníamos algunas clases magistrales, aunque no muchas, y también prácticas de laboratorio de ciencias.

Al acabar los seminarios, los debates, que inicialmente ha-bían empezado con los profesores, solían continuar entre noso-tros en la cafetería del Quadrangles, en el centro del campus. Ese era de hecho el objetivo. El estilo de debate de seminario era fácilmente reproducible en un café, ya que prácticamente venía a ser lo mismo.

En la escuela se practicaban algunos deportes, pero por aquel entonces no había equipos de fútbol, ni de baloncesto, ni de béisbol. Como quería hacer algo físico, consulté el tablón de anun-cios de educación física y me enteré de que se necesitaba gente para el equipo de lucha libre. Había practicado la lucha libre en el instituto, así que, con un peso de unos kilos, me ofrecí volun tario. No me fue nada mal en las competiciones con otras escuelas cercanas hasta mi segundo o tercer curso, momento en que un chico de campo de Iowa me derrotó de una manera tan rápida y contundente que abandoné la lucha libre para siempre.

La Universidad de Chicago era famosa por su profesorado. Recuerdo claramente mi primer curso de química. El profesor era Harold C. Urey, premio nobel de química, quien, habiendo elegido dar el primer curso a setenta u ochenta estudiantes, transmitía un entusiasmo electrizante por su materia. Empezá-

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bamos a las ocho de la mañana, pero no era una clase para pe-rezosos. El profesor Urey miraba exactamente igual que el doc-tor Van Helsing de la película de Tod Browning de , Drácula, cuando el doctor examina a una de las víctimas de Drácula y dice: «Y en la garganta, las mismas dos marcas». Hoy en día, ¿cuándo un muchacho de primero o de segundo puede ni si-quiera encontrarse en la misma aula con un premio Nobel y ya no digamos que le enseñe la tabla periódica? Creo que Urey de-bió de pensar: «Ahí debe de haber algunos jóvenes que termi-narán siendo científicos».

Urey daba las clases como un actor, paseándose de un lado a otro por delante de la gran pizarra, escribiendo signos incom-prensibles (me resultaba imposible descifrar lo que escribía, lo único que sabía era que tenía algo que ver con la tabla periódi-ca). Sus clases eran como representaciones. Era un hombre apasionado por su materia y estaba ansioso por vernos llegar a las ocho de la mañana. Los científicos de ese nivel parecen ar-tistas, por la pasión que sienten por su materia; Urey era uno de ellos. De hecho, de química no recuerdo nada. Yo solo iba por sus interpretaciones.

En mi segundo año, asistí a un pequeño seminario de socio-logía que coordinaba David Riesman, quien, junto con Reuel Denney y Nathan Glazer, era el autor de La muchedumbre soli-taria, un libro muy célebre por aquellos días. Supongo que hoy resultaría un tanto ingenuo, pero en los años cincuenta resultaba muy novedoso. La tesis del libro era sencilla: hay tres tipos de individuos, los dirigidos internamente, los diri-gidos por los demás y los dirigidos por la tradición, lo que pro-duce tres tipos de personalidades. El que se dirige a sí mismo es alguien como el profesor Urey o como un artista, alguien a quien no le importa nada más que su objetivo. El dirigido por los demás no tiene otra conciencia de su propia identidad que la procedente de la aprobación del mundo que lo rodea. El di-

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rigido por la tradición solo está interesado en seguir las reglas heredadas del pasado. Al leer el libro, te dabas cuenta de in-mediato de que la gente más interesante era la dirigida desde su interior.

El doctor Riesman tendría unos ocho o diez estudiantes en clase, no más, y me gustó de inmediato. Era, como Urey, un hombre brillante, miembro de una nueva generación de soció-logos que, inspirándose en antropólogos como Margaret Mead y Ruth Benedict, aplicaban métodos de la antropología para llevar a cabo un análisis de la moderna vida urbana. Mi relación con el doctor Riesman trascendió el mundo académico. Veinti-cinco años más tarde, su hijo, Michael Riesman, que debía de andar por los cinco años en la época en que yo recibía clases de su padre, se convirtió en el director musical del Philip Glass Ensemble.

Cuando el grupo fue a tocar a Harvard en los años setenta, el doctor Riesman daba clases allí y Michael vino a decirme que su padre había venido al concierto.

—Me gustaría saludarlo —le dije.—Doctor Riesman, ¿se acuerda usted de mí? —le pregunté al

reunirme con él.—Desde luego —me contestó mi antiguo profesor. A pesar de haber provocado en una ocasión bastante alboro-

to al cuestionar sus ideas en el seminario, no veía ninguna ra-zón por la que tuviera que acordarse de mí después de tanto tiempo. Le dije que creía que las tres categorías de gente que él sugería tenían un enorme parecido con los tipos endoformo, ectomorfo y mesoformo que había propuesto un antropólogo que estaba estudiando el cuerpo humano.

—¿Usted cree? —me preguntó.—Creo que es exactamente lo mismo —dije yo.Me miró como si estuviera pirado. Es curioso, siempre que

creía estar en lo cierto en algo, no podía evitar decirlo y quizá

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esa fuera la razón por la que se acordaba de mí. Yo era un estu-diante de segundo de dieciséis años y él mediaba la cuarentena. ¿Por qué no me callé? A decir verdad, nunca lo hacía. El mismo tipo de enfrentamiento se repitió con Aaron Copland unos cuantos años más tarde cuando tuvimos una disputa sobre or-questación.

En el verano de , cuatro años después de graduarme en Chicago, estaba Copland de compositor residente de la orques-ta del Aspen Music Festival and School, donde yo había ido desde Juilliard para un curso de verano con el extraordinario compositor y maestro Darius Milhaud. La orquesta había inter-pretado algunas piezas de Copland en el festival y, dentro del curso de Milhaud, aquel invitaba a los estudiantes a reunirse con él individualmente para que le mostraran sus composicio-nes. Yo le llevé una de mis piezas, un concierto para violín solo, viento madera (flauta, clarinete y fagot), viento metal (trom-petas, trompas y trombones) y percusión.

El señor Copland examinó la primera página, en la que yo había anotado a lápiz un tema para el violín (tan parecido a lo que sigo haciendo hoy en día que me sorprende no haber caí-do antes en la cuenta) y todas la notas bajas del tema se las ha-bía asignado a la trompa. Así, mientras el violín iba haciendo da-da, da-da, da-da, la trompa subrayaba la línea de bajo, lo que venía a ser una contramelodía. Pensé que era una buena idea.

Después de echarle un vistazo, el señor Copland me dijo:—La trompa no se oirá.—Claro que se oirá.—No, no se oirá.—Sí que se oirá.—No se llegará a oír.—Lo siento, señor Copland, pero se oirá.

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