papá lo dijo primero : "la hormiga"

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Papá lo dijo primero : "La hormiga". En un tono ni afectuoso ni reprobatorio. Puede que el tono de quien se divierte haciendo una comprobación. Y también en el tono de quien no se engaña: Ya los veo, todos tus montoncitos de oro… No digo nada. Bien sabido es que sólo hace daño la verdad. También hay admiración en el tono de papá cuando ve como me las arreglo. Por esta no hay que preocuparse. No hay que ahorrar para ella, para el duro invierno después del verano, cuando sople un viento gélido. Una hormiga. Hace poco me di cuenta de que hubiera preferido nacer cigarra. I Infancia de una tacaña Nathalie y yo, a los diez años, robamos. Todos los días a la salida del instituto vamos de expedición al Euromarché. Lo que me gusta del robo es la idea de no pagar: tener gratis

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late tan fuerte como al principio de Midnight Express, cuya música me comprobación. Y también en el tono de quien no se engaña: Ya los veo, instituto vamos de expedición al Euromarché. Lo que me gusta del robo es embargo, no me gusta el miedo que provoca el robo durante los minutos

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Page 1: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

Papá lo dijo primero : "La hormiga". En un tono ni afectuoso ni

reprobatorio. Puede que el tono de quien se divierte haciendo una

comprobación. Y también en el tono de quien no se engaña: Ya los veo,

todos tus montoncitos de oro… No digo nada. Bien sabido es que sólo

hace daño la verdad.

También hay admiración en el tono de papá cuando ve como me las

arreglo. Por esta no hay que preocuparse. No hay que ahorrar para ella,

para el duro invierno después del verano, cuando sople un viento gélido.

Una hormiga.

Hace poco me di cuenta de que hubiera preferido nacer cigarra.

I

Infancia de una tacaña

Nathalie y yo, a los diez años, robamos. Todos los días a la salida del

instituto vamos de expedición al Euromarché. Lo que me gusta del robo

es la idea de no pagar: tener gratis esa cosa nueva dentro de su

envoltorio. Sin embargo, no me gusta el miedo que provoca el robo

durante los minutos en los que se sale del comercio de la forma más

natural posible. El corazón late tan fuerte como al principio de Midnight

Express, cuya música me encantaba a los dieciseis años. Los dedos

tiemblan y una sonrisa falsa se crispa en los labios mientras la mano,

Page 2: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

inconsciente del movimiento, empuja por la banda negra la barrita de

chocolate de cincuenta céntimos que se paga para pasar impunemente

por las cajas, con los bolsillos y las carteras llenos de objetos robados.

Después hay que avanzar con calma hasta la puerta corredera de cristal,

franquearla, caminar con tranquilidad unos diez metros, y sólo entonces

ponerse a correr, correr como una loca.

No lo hago por sentir el escalofrío. Eso lo odio. Si Nathalie pudiese

robar por mí, me quedaría contenta. Nathalie tiene mucho más

atrevimiento que yo. Cuando me fijo en un expositor lleno de cestas

idénticas a la que ella lleva desde hace unos días, me pregunta: "¿Te

gustan?" Le contesto que sí. Avisándome sólo con esta palabra:

"¿Preparada?", se lanza, se apodera de uno, y se escapa después de

chillarme: "¡Corre!" Nos escondemos quinientos metros más arriba en

una zapatería, sin aliento, con la garganta ardiendo, con el miedo en el

estómago. "¡Estás loca! le digo. ¡Loca, loca de remate !" Por toda

respuesta me tiende el objeto del delito con una amplia sonrisa. Me

resulta difícil seguir enfadada. Ahora tengo una cesta como la suya, de

moda, que se lleva al hombro como un bolso gracias a la tira larga de

cuero -una cesta gratis.

Los que se acostumbran a conseguir las cosas gratis no comprenden

por que tendrían que pagarlas.

La mayoría de nuestros robos se lleva a cabo en la sección de

papelería. Los lápices me fascinan. Son mis fetiches. Me gustan

Page 3: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

brillantes, modernos, de colores bonitos, con gomas y minas de

recambio. Me gustan también los afila-lápices y todo lo que va en el

estuche. También robo para mis hermanos, libros infantiles y juguetitos,

sobre todo pistolas en sus embalajes de cartón y plástico - todas las

chucherías que nuestros padres se han negado siempre a comprarnos en

el supermercado. Creo que mis hermanos tendrán una infancia más feliz

si no se les niegan.

Nathalie y yo hemos descubierto otra práctica: vaciar los bolsillos de

nuestros compañeros.

Es la época en que se cuelgan los abrigos en una fila de colgadores

fuera del aula. Basta con pedir que te dejen salir durante la clase porque

te duele la barriga. En los pasillos reina el silencio. Ni un solo ser humano

a la vista, ni siquiera la silueta amenazadora del horrible jefe de

vigilantes con cabeza de erizo. Se impone una precaución: ir a por los

abrigos de otra clase en otro piso. Avanzamos a paso rápido por el

parquet del pasillo, subimos o bajamos la gran escalera de piedra,

corremos por otro pasillo desierto y, mirando siempre a derecha e

izquierda, metemos rápidamente la mano en los bolsillos de los abrigos

colgados. El corazón late a toda marcha. Si nos sorprendiesen, habría

que adoptar un aspecto lo más inocente posible: "Estoy buscando un

kleenex, señor". Imposible imaginar qué ocurriría si se viese que no

estamos buscando en los bolsillos de nuestros propios abrigos y que,

además, no estamos en nuestra clase.

Page 4: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

Al acabar una clase Nathalie muestra una sonrisa triunfante. La caza

ha sido fructífera: un billete de cincuenta francos.

En mis pupilas se encienden dólares como en los personajes de los

dibujos animados. El miedo, la excitación, la borrachera me producen

palpitaciones. "¿Cincuenta francos? ¿Lo has cogido? - Bueno, ¡claro!" Se

ríe de mi ingenuidad. "Pero ¿qué vamos a hacer? - Bueno, lo primero,

repartirlo". Si en algún momento he tenido escrúpulos, se han fundido

con la idea de que esos veinticinco francos pronto serán míos. Al salir de

clase corremos hasta la tienda de golosinas que hay frente al instituto.

No hemos robado nada, a pesar de que había tanta gente en el

establecimiento que era fácil hacerlo. Cada una ha llenado una bolsa de

papel con patatas fritas, nubes, chocolatinas, garrapiñadas y rollitos de

regaliz. Más caramelos que los que nunca tuve. Por un total de por lo

menos dos o tres francos. Nathalie saca de su bolsillo el billete de

cincuenta francos ante la mirada de extrañeza de los vendedores. La

miro con ansia como tiende la mano para coger el cambio. Fuera me da

mi parte. Nunca había sido tan rica.

En el instituto, unos días después de nuestra hazaña, hemos oído una

historia que se propagaba como un reguero de pólvora. A una niñita le

habían robado del bolsillo de su abrigo cincuenta francos que

representaban sus ahorros de un año. Llevaba encima esa suma aquel

día para comprar después de las clases los regalos de Navidad para toda

su familia. Me parece incluso que se trataba de una niñita pobre, la hija

de una conserje o de una mujer de la limpieza. Desde el robo, ella se

Page 5: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

quedaba en casa, enferma. Todo el instituto estaba indignado: ¿quiénes

eran esos inmundos desvalijadores de niños? Nos recomendaban estar

muy atentos.

Nathalie y yo adoptamos unos aires horrorizados.

Yo estaba horrorizada de verdad. Pensaba en la niñita encontrando su

bolsillo vacío al salir de clase, en su pena.

Pensaba también en nuestra fanfarronada en la tienda de golosinas;

¡qué imprudentes habíamos sido!

No volvía a la tienda de golosinas durante semanas enteras.

Arielle L. Es la nieta. Estoy en su clase, en séptimo o en octavo. Como

su madre trabaja se va a casa de los abuelos al acabar el colegio y hace

los deberes en la trastienda. Me aburro un poco con ella. No roba. No le

gusta leer. No tengo gran cosa que contarle. Pero la acompaño a la

salida del colegio. Tiene acceso libre a los tarros de la tienda. Extiende la

mano y se sirve. Ese gesto me fascina. Me pregunta qué quiero. No le

digo nunca todo lo que me apetece, no sea que se de cuenta de la

auténtica razón de mi presencia.

"Tengan la amabilidad de seguirnos". Nos esperan al otro lado de las

cajas. Dos hombres. Tenemos once años. Es inútil intentar escaparnos

corriendo.

Aquí estamos, en una sala vacía del Euromarché con dos inspectores.

En silencio, más allá del terror. Unos meses antes, una niñita a la que

Nathalie había empujado a robar un afilalápices nos había denunciado.

Page 6: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

De ahí siguió una conferencia telefónica entre las dos familias:

prohibición de vernos, obligación de volver a casa nada más acabar las

clases y, a la menor recaída en el robo, el internado. Las amenazas de

los padres sólo me dan cierto miedo pero la madre de Nathalie, una rusa

corpulenta, divorciada, de melena pelirroja, con una voz ronca de fumar

todo el tiempo, no es de las que bromea. Cuando grita es aterradora.

Está fuera de dudas que su furor irá más allá de lo que podemos

imaginar. Lo veo en los ojos tristes de Nathalie.

Los inspectores registran metódicamente nuestras carteras. Los

objetos que sacan de la de Nathalie se apilan en una mesa. El hombre

que se ocupa del mío aún no ha encontrado nada. En cuclillas, abre mi

estuche y saca mis lápices. Me río: "Abra el boli también. ¡A lo mejor hay

algo dentro! - ¿A que te doy unos azotes?" Nunca me han hablado en ese

tono. Le contesto y se que me los va a dar, con el culo al aire. Se me

escapan las lágrimas. Le suplico que no digan nada a mis padres,

prometo que ya no volveré a robar nunca más. Nathalie, erguida, con los

dientes apretados y la mirada endurecida, no dice ni una palabra, no

echa ni una lágrima. Fuera me echará en cara violentamente que haya

llorado ante ellos y que me hay rebajado suplicándoles. "¡Ah!, ¡te

estabas haciendo la lista!" exclama con satisfacción el inspector cuando,

una vez que me han quitado el abrigo, registra los bolsillos de mi bata y

encuentra los lápices que había robado.

Escriben nuestros nombres y direcciones en unos impresos que nos

hacen firmar y nos dicen que van a avisar a nuestros padres por correo.

Esa misma noche, en casa, me derrumbo.

Page 7: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

Nathalie no dice nada. Espera la carta. Cada noche vuelve a casa

muerta de miedo. Pasan los días y las semanas. Los padres no han

recibido nada. Los inspectores del Euromarché han pensado

seguramente que los efectos del miedo han sido suficientemente

potentes.

A los diez años no siento codicia por el dinero mismo, sino por el

chocolate que permite comprar.

Esta pasión la tengo en común con mi abuela paterna. Sólo la veo los

veranos y en las vacaciones de Pascua, en Bretaña, en la casona de

piedra cerca de la playa donde vive todo el año. Muy disminuida desde

su ataque cerebral, ya no puede leer y camina con dificultad. Ve la

televisión. Da pequeños paseos despacio. Sentada en su sillón de

madera oscura tapizado en pana beis

Papá lo dijo primero : "La hormiga". En un tono ni afectuoso ni

reprobatorio. Puede que el tono de quien se divierte haciendo una

comprobación. Y también en el tono de quien no se engaña: Ya los veo,

todos tus montoncitos de oro… No digo nada. Bien sabido es que sólo

hace daño la verdad.

También hay admiración en el tono de papá cuando ve como me las

arreglo. Por esta no hay que preocuparse. No hay que ahorrar para ella,

para el duro invierno después del verano, cuando sople un viento gélido.

Una hormiga.

Hace poco me di cuenta de que hubiera preferido nacer cigarra.

Page 8: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

I

Infancia de una tacaña

Nathalie y yo, a los diez años, robamos. Todos los días a la salida del

instituto vamos de expedición al Euromarché. Lo que me gusta del robo

es la idea de no pagar: tener gratis esa cosa nueva dentro de su

envoltorio. Sin embargo, no me gusta el miedo que provoca el robo

durante los minutos en los que se sale del comercio de la forma más

natural posible. El corazón late tan fuerte como al principio de Midnight

Express, cuya música me encantaba a los dieciseis años. Los dedos

tiemblan y una sonrisa falsa se crispa en los labios mientras la mano,

inconsciente del movimiento, empuja por la banda negra la barrita de

chocolate de cincuenta céntimos que se paga para pasar impunemente

por las cajas, con los bolsillos y las carteras llenos de objetos robados.

Después hay que avanzar con calma hasta la puerta corredera de cristal,

franquearla, caminar con tranquilidad unos diez metros, y sólo entonces

ponerse a correr, correr como una loca.

No lo hago por sentir el escalofrío. Eso lo odio. Si Nathalie pudiese

robar por mí, me quedaría contenta. Nathalie tiene mucho más

atrevimiento que yo. Cuando me fijo en un expositor lleno de cestas

Page 9: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

idénticas a la que ella lleva desde hace unos días, me pregunta: "¿Te

gustan?" Le contesto que sí. Avisándome sólo con esta palabra:

"¿Preparada?", se lanza, se apodera de uno, y se escapa después de

chillarme: "¡Corre!" Nos escondemos quinientos metros más arriba en

una zapatería, sin aliento, con la garganta ardiendo, con el miedo en el

estómago. "¡Estás loca! le digo. ¡Loca, loca de remate !" Por toda

respuesta me tiende el objeto del delito con una amplia sonrisa. Me

resulta difícil seguir enfadada. Ahora tengo una cesta como la suya, de

moda, que se lleva al hombro como un bolso gracias a la tira larga de

cuero -una cesta gratis.

Los que se acostumbran a conseguir las cosas gratis no comprenden

por que tendrían que pagarlas.

La mayoría de nuestros robos se lleva a cabo en la sección de

papelería. Los lápices me fascinan. Son mis fetiches. Me gustan

brillantes, modernos, de colores bonitos, con gomas y minas de

recambio. Me gustan también los afila-lápices y todo lo que va en el

estuche. También robo para mis hermanos, libros infantiles y juguetitos,

sobre todo pistolas en sus embalajes de cartón y plástico - todas las

chucherías que nuestros padres se han negado siempre a comprarnos en

el supermercado. Creo que mis hermanos tendrán una infancia más feliz

si no se les niegan.

Nathalie y yo hemos descubierto otra práctica: vaciar los bolsillos de

nuestros compañeros.

Page 10: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

Es la época en que se cuelgan los abrigos en una fila de colgadores

fuera del aula. Basta con pedir que te dejen salir durante la clase porque

te duele la barriga. En los pasillos reina el silencio. Ni un solo ser humano

a la vista, ni siquiera la silueta amenazadora del horrible jefe de

vigilantes con cabeza de erizo. Se impone una precaución: ir a por los

abrigos de otra clase en otro piso. Avanzamos a paso rápido por el

parquet del pasillo, subimos o bajamos la gran escalera de piedra,

corremos por otro pasillo desierto y, mirando siempre a derecha e

izquierda, metemos rápidamente la mano en los bolsillos de los abrigos

colgados. El corazón late a toda marcha. Si nos sorprendiesen, habría

que adoptar un aspecto lo más inocente posible: "Estoy buscando un

kleenex, señor". Imposible imaginar qué ocurriría si se viese que no

estamos buscando en los bolsillos de nuestros propios abrigos y que,

además, no estamos en nuestra clase.

Al acabar una clase Nathalie muestra una sonrisa triunfante. La caza

ha sido fructífera: un billete de cincuenta francos.

En mis pupilas se encienden dólares como en los personajes de los

dibujos animados. El miedo, la excitación, la borrachera me producen

palpitaciones. "¿Cincuenta francos? ¿Lo has cogido? - Bueno, ¡claro!" Se

ríe de mi ingenuidad. "Pero ¿qué vamos a hacer? - Bueno, lo primero,

repartirlo". Si en algún momento he tenido escrúpulos, se han fundido

con la idea de que esos veinticinco francos pronto serán míos. Al salir de

clase corremos hasta la tienda de golosinas que hay frente al instituto.

No hemos robado nada, a pesar de que había tanta gente en el

establecimiento que era fácil hacerlo. Cada una ha llenado una bolsa de

Page 11: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

papel con patatas fritas, nubes, chocolatinas, garrapiñadas y rollitos de

regaliz. Más caramelos que los que nunca tuve. Por un total de por lo

menos dos o tres francos. Nathalie saca de su bolsillo el billete de

cincuenta francos ante la mirada de extrañeza de los vendedores. La

miro con ansia como tiende la mano para coger el cambio. Fuera me da

mi parte. Nunca había sido tan rica.

En el instituto, unos días después de nuestra hazaña, hemos oído una

historia que se propagaba como un reguero de pólvora. A una niñita le

habían robado del bolsillo de su abrigo cincuenta francos que

representaban sus ahorros de un año. Llevaba encima esa suma aquel

día para comprar después de las clases los regalos de Navidad para toda

su familia. Me parece incluso que se trataba de una niñita pobre, la hija

de una conserje o de una mujer de la limpieza. Desde el robo, ella se

quedaba en casa, enferma. Todo el instituto estaba indignado: ¿quiénes

eran esos inmundos desvalijadores de niños? Nos recomendaban estar

muy atentos.

Nathalie y yo adoptamos unos aires horrorizados.

Yo estaba horrorizada de verdad. Pensaba en la niñita encontrando su

bolsillo vacío al salir de clase, en su pena.

Pensaba también en nuestra fanfarronada en la tienda de golosinas;

¡qué imprudentes habíamos sido!

No volvía a la tienda de golosinas durante semanas enteras.

Page 12: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

Arielle L. Es la nieta. Estoy en su clase, en séptimo o en octavo. Como

su madre trabaja se va a casa de los abuelos al acabar el colegio y hace

los deberes en la trastienda. Me aburro un poco con ella. No roba. No le

gusta leer. No tengo gran cosa que contarle. Pero la acompaño a la

salida del colegio. Tiene acceso libre a los tarros de la tienda. Extiende la

mano y se sirve. Ese gesto me fascina. Me pregunta qué quiero. No le

digo nunca todo lo que me apetece, no sea que se de cuenta de la

auténtica razón de mi presencia.

"Tengan la amabilidad de seguirnos". Nos esperan al otro lado de las

cajas. Dos hombres. Tenemos once años. Es inútil intentar escaparnos

corriendo.

Aquí estamos, en una sala vacía del Euromarché con dos inspectores.

En silencio, más allá del terror. Unos meses antes, una niñita a la que

Nathalie había empujado a robar un afilalápices nos había denunciado.

De ahí siguió una conferencia telefónica entre las dos familias:

prohibición de vernos, obligación de volver a casa nada más acabar las

clases y, a la menor recaída en el robo, el internado. Las amenazas de

los padres sólo me dan cierto miedo pero la madre de Nathalie, una rusa

corpulenta, divorciada, de melena pelirroja, con una voz ronca de fumar

todo el tiempo, no es de las que bromea. Cuando grita es aterradora.

Está fuera de dudas que su furor irá más allá de lo que podemos

imaginar. Lo veo en los ojos tristes de Nathalie.

Los inspectores registran metódicamente nuestras carteras. Los

objetos que sacan de la de Nathalie se apilan en una mesa. El hombre

Page 13: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

que se ocupa del mío aún no ha encontrado nada. En cuclillas, abre mi

estuche y saca mis lápices. Me río: "Abra el boli también. ¡A lo mejor hay

algo dentro! - ¿A que te doy unos azotes?" Nunca me han hablado en ese

tono. Le contesto y se que me los va a dar, con el culo al aire. Se me

escapan las lágrimas. Le suplico que no digan nada a mis padres,

prometo que ya no volveré a robar nunca más. Nathalie, erguida, con los

dientes apretados y la mirada endurecida, no dice ni una palabra, no

echa ni una lágrima. Fuera me echará en cara violentamente que haya

llorado ante ellos y que me hay rebajado suplicándoles. "¡Ah!, ¡te

estabas haciendo la lista!" exclama con satisfacción el inspector cuando,

una vez que me han quitado el abrigo, registra los bolsillos de mi bata y

encuentra los lápices que había robado.

Escriben nuestros nombres y direcciones en unos impresos que nos

hacen firmar y nos dicen que van a avisar a nuestros padres por correo.

Esa misma noche, en casa, me derrumbo.

Nathalie no dice nada. Espera la carta. Cada noche vuelve a casa

muerta de miedo. Pasan los días y las semanas. Los padres no han

recibido nada. Los inspectores del Euromarché han pensado

seguramente que los efectos del miedo han sido suficientemente

potentes.

A los diez años no siento codicia por el dinero mismo, sino por el

chocolate que permite comprar.

Esta pasión la tengo en común con mi abuela paterna. Sólo la veo los

veranos y en las vacaciones de Pascua, en Bretaña, en la casona de

Page 14: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

piedra cerca de la playa donde vive todo el año. Muy disminuida desde

su ataque cerebral, ya no puede leer y camina con dificultad. Ve la

televisión. Da pequeños paseos despacio. Sentada en su sillón de

madera oscura tapizado en pana beis, golpea el brazo de madera con su

mano venosa y exclama con voz aguda y débil, como un niño que se

rebela: "¡Quiero morirme! ¡Quiero acabar de una vez!". No sé que decirle

para animarla. Su vida debe de ser horriblemente triste, sola todo el año

en esa casona sin poder leer siquiera, sola con su perro y la cocinera.

Nuestras visitas la distraen y la cansan. Pero yo no la canso. Soy su

nieta preferida. La única que le presta atención y que le da un poco de

su tiempo, tan alegre, tan precioso, una hora al día. Vamos juntas de

paseo. Se apoya en mí por un lado, por el otro en su bastón de madera.

Caminamos con pasos cortos. Nuestros paseos tienen una meta, siempre

la misma: o el kiosko de prensa junto al Gran Hotel del Mar, o el

comercio de la avenida de la Playa. Vamos a comprar chocolate.

Un Nougati, un rocher praliné Suchard, un Mars o una tableta

Nestlé con arroz inflado. Lo vamos comiendo por el camino y

llevamos algo para casa. De vuelta, mi abuela va a esconder en su

habitación lo que le queda. No puede tomar azúcar: si la cocinera

encuentra el chocolate se lo confiscará. Miro donde lo esconde. Gracias

a su ataque ha perdido la memoria. Por lo tanto, no tengo ningún

escrúpulo en volver al día siguiente a su habitación mientras ella está

abajo viendo la televisión ni en buscar bajo la pila de sábanas en el

armario o entre los accesorios del cuarto de baño. Cojo el chocolate

escondido.

Page 15: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

Cuando estamos saliendo para uno de nuestros paseos, mi abuela

dice que tenemos que pasar primero por casa del tío Paul. Tiene que

pedirle dinero. Sospechosa de haber dado dinero a diestro y siniestro,

ahora está bajo tutela de su hermano menor. Del brazo una de la otra,

entramos en la hermosa residencia de piedra del tío Paul, siempre

elegante al máximo. "Le he prometido a la niña que le haría un regalo",

dice mi abuela. Nunca he oído su voz sonar así: mendigando, suplicando,

dolorida por la humillación. El tío Paul protesta y le reprocha que ya ha

venido dos días antes a buscar dinero. "¡Es mi dinero!" grita mi abuela,

normalmente tan dulce, con esa cólera que ya contenían las palabras

¡Quiero morirme!, que me habían dado tanto miedo. "Es mi dinero y

hago lo que quiero con él; ¡le he prometido un regalo a la niña!"

Mantengo la cabeza baja. No me atrevo a mirar al tío Paul. Espero

que ceda. Si no, no habrá regalo. Habremos dado todo ese paseo para

nada.

Cede. Humildes pero triunfantes, tras los agradecimientos y la

promesa de que no habrá más peticiones en toda la semana, la abuela y

yo subimos por la avenida de la Playa. Anda despacio. Refreno mi

impaciencia. En los estantes del comercio busco un regalo. Quitando los

cubos, las palas y los flotadores, no hay gran cosa: maquetas de barcos,

barcos en botellas, cuadros de conchas, gaviotas de plástico posadas en

soportes de madera y muñecas bretonas de colección.

Me decido por una muñeca con su tocado en un caja oblonga

transparente, el tipo de cosas totalmente inútiles que, si alguna amiga

de mi otra abuela me regalase al volver de un viaje, acabarían seguro en

Page 16: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

el cubo de la basura. No necesito en absoluto esa muñeca, no me aporta

nada, pero me es imposible renunciar a un regalo, y gastar para este

regalo menos que la cantidad que me estaba concedida.

¿Cuántas veces habré acompañado a mi abuela para comprar

chocolate? No tantas, a pesar de lo golosa que soy. Yo estaba en la playa

de la mañana a la noche; nadie podía sacarme de allí. En cuanto al

registro bajo la pila de sábanas, allí donde sabía que se encontraba el

chocolate escondido la víspera, seguramente aquel fue el único.

Esos actos se distinguen de las formas precisas y de los colores

frescos en el cuadro más confuso de mis vacaciones de infancia,

seguramente porque sentí una vivísima vergüenza el día en que abrí el

armario, dispuesta a despojar a mi abuela del único placer que le

quedaba en la vida, yo, su nieta preferida.

Una vez o más, qué importa: soy una registradora de armarios.

La última vez ha sido en una gran librería del Barrio Latino. Tengo

treinta años, estoy casada, soy profesora de universidad, autora de una

novela. Acabo de pasar las vacaciones de Navidad en París y vuelvo

mañana a Nueva York. Estoy mirando las novedades en los expositores.

Uno de los libros atrae mi atención. El autor es un chico del que estuve

enamoradísima cuando tenía dieciocho años. La primera página me

gusta. Lo cojo.

He escogido varios libros y los pago con la tarjeta de crédito que al

vendedor le llama la atención porque es americana. Voy elegante, con

abrigo de piel sintética y sombrero. El vendedor es un chico joven de

Page 17: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

aspecto inteligente - seguro que es un estudiante -. Charlamos. Le

comento que soy francesa, que vivo en Nueva York, que soy profesora

de universidad, que yo también escribo. Aprueba la elección del libro de

mi amigo, que él ya ha leído. Le revelo que fuimos juntos a clase, el

autor y yo: "Siempre estábamos sentados juntos; él escribía los apuntes

en alejandrinos, ¡con él no te aburrías nunca!". El chico parece

impresionado.

No me apetece irme ya de esa librería donde los vendedores son tan

amables. Es aquí, me digo, donde voy a comprar los libros en París a

partir de ahora. Lanzo un último vistazo a los estantes. Localizo varias

obras del escritor de una novela que me había gustado mucho unos años

antes. Son libros pequeños, relativamente caros, seguramente porque

están impresos en papel vitela y tienen grabados. Hubiera preferido

encontrarlos en edición de bolsillo. No sé cual escoger. Noto que, en uno

de ellos, el código de barras está pegado sobre una etiqueta en vez de

en la cuarta cara de tapas, como en los otros libros. Se me ocurre de

repente la idea de despegar la etiqueta y robar este libro comprando los

otros dos. Tener los tres libros por el precio de dos me parece más justo

teniendo en cuenta la cantidad de texto que contienen.

Levanto una esquina de la etiqueta con la uña del índice y tiro

suavemente, como si no pasara nada, mientras finjo mirar títulos en el

estante. Acabada la operación, hago una bolita con el papel adhesivo y

lo dejo caer detrás de un expositor. Ahora el libro me parece despojado

de su protección electrónica, listo para ser robado con toda seguridad.

Suelto un asa de la bolsa de plástico que lleva el logo de la librería, llena

Page 18: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

con los libros que ya he pagado hace un momento. Con la nariz

levantada y los ojos fijos en un título aparentemente fascinante, deslizo

discretamente el delgado volumen en la bolsa. Vuelvo a hacer cola para

pagar los otros dos. Está otra persona en la caja, una chica. La gente que

está delante compra los libros de regalo y se los envuelven en papeles

bonitos. Un hombre se acerca demasiado a la barrera electrónica y hace

saltar la alarma. Todo el mundo le mira. Retrocede, se disculpa. La

vendedora le sonríe. El corazón me late a toda velocidad. Tengo los ojos

clavados con angustia en esas barras blancas que enmarcan la salida.

Desearía haberlas franqueado ya. Tengo un miedo horrible. Pero no hay

peligro; no he guardado nada de la peligrosa bolita. No hay razón

ninguna para que salte la espantosa alarma delatora. Algunos años

antes, en Nueva York, robé un jersey gordo de mohair negro tras

haberme dado cuenta de que no llevaba el antirrobo de plástico blanco

que cuelga en cada prenda de la tienda. Había experimentado un terror

idéntico en el momento de salir de la tienda con el jersey que me había

puesto bajo el abrigo en un probador; un minuto más tarde me

encontraba otra vez en la calle con un jersey magnífico de setenta

dólares, gratis; no había perdido el día. Pago, sonrío a la vendedora: no,

no hace falta que me den otra bolsa, voy a meter los libros en esta. Doy

un paso hacia la salida. Un segundo. Franqueo la barrera. La alarma

salta.

En el mismo instante hay gente entrando y saliendo. Hubiera podido

parar, volverme hacia la caja con aire extrañado y confundido: "¿Es por

mí?". Cualquiera puede hacer saltar la alarma al salir de un comercio con

Page 19: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

compras honradamente pagadas -incluso puede deslizar por descuido un

libro en la bolsa sin haberlo pagado. Pero enseguida me imagino que la

etiqueta arrancada me traiciona. Sin pensarlo más me lanzo a correr. Me

echo vientre a tierra, giro a la derecha, bajo bordeando la avenida, llena

de turistas y transeúntes. Los empujo brutalmente, no pido disculpas.

Nunca he corrido tan rápido, a zancadas tan grandes. Corro como si me

fuese la vida en ello. De repente una mano se abate sobre mi hombro,

me agarra con firmeza. "¡Señora! ¡Ha robado una cosa!".

"Señora". Odio esa palabra. Tengo treinta años pero no consigo

acostumbrarme. Me doy la vuelta. Es el chico que me atendió hace un

rato. Está en mangas de camisa, las lleva remangadas, en un día frío de

diciembre. Está jadeando, como yo. Es guapo de verdad. "De acuerdo, le

digo con voz alterada por la vergüenza y el miedo, he cogido un libro sin

pagar. No sé por qué lo he hecho. De verdad que lo siento, lo siento

muchísimo". Mientras pronuncio esas palabras soy totalmente

consciente

de lo miserable que soy. Saco el libro de la bolsa y se lo doy. Le echa un

vistazo. Después me pide que abra la bolsa. "Los otros los he pagado;

puede confiar en mí.- ¡Y usted se lo cree!". Se burla. Mantengo la vista

baja. Durante dos minutos, de pie frente a él en medio de la avenida

mientras la gente pasa a izquierda y derecha mirándonos, sufro en

silencio esta humillación: ticket de caja en mano, compara el número de

cifras y de libros en la bolsa. "Está bien". Se va con el libro robado

después de añadir: "Debería sentir vergüenza. Usted que escribe y

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conoce los problemas de los pequeños editores y de las librerías

independientes!".

Me encuentro en la avenida, casi tambaleándome. El corazón vibra

trastornado, las mejillas están de color escarlata. Saco un cigarrillo y lo

enciendo temblando. Aspiro profundamente alejándome a grandes

pasos. Camino mucho rato sin saber adónde, exclamando a veces en voz

alta: "¡Dios mío! ¡Dios mío!". Durante el resto del día y al siguiente,

cualquier recuerdo de la escena me pone las mejillas rojas como si

acabasen de abofetearme.

Menos mal que al día siguiente estoy en el avión de vuelta a Nueva

York y me aleja de los lugares en los que dí a un hombre mi nombre,

información de mi pasado y el derecho a despreciarme.

Nunca he vuelto a esa librería. Nunca he leído el libro robado aquel

día ni los otros dos que había pagado. Nunca más he vuelto a robar.

Mentira. A veces, en el supermercado, cuando lleno un carrito, dejo

caer alguna cosa en el bolsillo: una cebolla de veinticinco céntimos, una

cabeza de ajos, un bote de especias de cuatro o cinco francos. Lo que

una se ahorra.

Tengo una última confesión por hacer. También terrible esta.

Tengo diecinueve años. Paso el mes de julio en una casa de campo

cuidando a dos niñitas, magníficamente pagada. Durante la semana

estoy sola con ellas; el fin de semana vienen la madre, una psicoanalista

divorciada, y su pareja. Me he enamorado de la psicoanalista. Su

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presencia me provoca una emoción tremenda. Espero su llegada con

una impaciencia ardiente. Por la noche, los adultos me invitan a su

mesa. Tienen charlas intelectuales que apenas escucho. Sólo deseo no

dejar de estar nunca a su lado, verla y escucharla. Cuando se acaba julio

me quedo espantosamente triste.

En septiembre, en París, suena el teléfono. La psicoanalista me pide

que le cuide a las niñas el próximo sábado.

Nada puede apetecerme más. Volver a verla, descubrir los lugares

donde vive -entrar en su habitación!

Voy pasando por toda ese piso antiguo lleno de libros. Voy mirando. Y

en su mesa de trabajo veo, descuidadamente colocado entre la lámpara

y un abrecartas, un billete de cien francos. Parece como si lo hubieran

puesto allí y olvidado después.

Para dejar así tirados cien francos hay que darle poca importancia al

dinero. ¿Cómo iba ella a acordarse de ese billete? Además, no importa

quien hubiera podido llevárselo: las niñas, el hermano, que tiene mi

edad, o la mujer de la limpieza. No hay peligro.

Lo cogí.

Me quedo contenta de duplicar así mi paga de canguro.

Por la noche, cuando iba a pagarme, la psicoanalista me ha

preguntado con su voz suave y ronca de fumadora si no había

encontrado encima de su mesa un billete de cien francos.

Ruborizándome he contestado que no. He bajado la vista. No había

nada más que decir.

Page 22: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

Quizá había dejado a propósito el billete de cien francos: un test que

yo había aprobado o suspendido según lo que se esperase.

Nunca más ha vuelto a pedirme que cuide a sus niñas. No he vuelto a

verla.

Empecé a trabajar de canguro el verano en que tenía once años. La

chica au pair española que mis padres habían contratado ha cogido las

de Villadiego.: una catástrofe para mi madre que ve peligrar sus

vacaciones. Nosotras, las niñas, ya somos bastante mayores para

ocuparse de nosotras. Pero los niños requieren atención permanente.

Los cuido todo el día en la playa. Así tengo un motivo para no hacer

como todos los de mi edad: dejar el club Mickey, los concursos de

castillos de arena, las madres y las familias, por un barco agitado por el

viento. Mi hermana que practica la vela desde hace años y a quien le

gustan el riesgo y la aventura, no sale cara a nuestros padres: desde los

catorce años es monitora en la escuela de vela. Yo no sólo no les cuesto

nada sino que les ayudo a ahorrar.

Mi padre y mi madre no me pagan. Percibir un salario por cuidar a los

hermanos no es un concepto que entra en nuestra familia burguesa,

católica y judía. Al acabar el verano me hacen un regalo. El puf moderno

de skai naranja que a mi hermana le regalan por su cumpleaños, me lo

compran a mía también, en verde, por mis servicios prestados. Me

encanta mi puf: mi hermana tiene el mismo y yo me lo he ganado. Pero

mi auténtico salario son las alabanzas que mi madre me prodiga. "Es

Page 23: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

formidable. No hay mejor canguro que ella. Le encantan los niños. ¡Tiene

tantos recursos para entretenerlos!"

No sé si me encantan los niños. Me gustan el juego, el dinero y los

elogios de mi madre.

Mi primer trabajo de canguro pagado es a los trece años. Estoy en la

montaña con mis padres y mi hermana. Por fin me han dado permiso

para dejar el ski. Tengo miedo de todo: de resbalar, de caerme, y, sobre

todo, de los remontadores y de los telesillas que no paran ni en el

momento en que uno se sienta y se amarra. Mi hermana me dice que ha

conocido en las pistas a un americano muy simpático y muy fastidiado

porque su hija acaba de coger la gripe y le haría falta una canguro. Se ha

acordado de mí y le ha dado nuestro número.

Espero la llamada. Encontrar a americanos, ganar dinero, rentabilizar

estas estúpidas vacaciones, eso es lo que me gustaría. Le pregunto diez

veces a mi hermana:" ¿Le has dicho bien claro que yo estaba disponible

y que sabía cuidar niños?".

Llama. A partir del día siguiente voy allí. El piso es grande y está

hecho un desastre. Hay esquíes, botas de esquí, calcetines y ropa por

todas partes en el suelo. Los dos hijos adolescente reclaman dinero a su

padre para los forfaits y los bocadillos de mediodía. El americano saca

del bolsillo un fajo de billetes de cien francos y les da varios sin contarlos

siquiera. Me quedo mirando boquiabierta. Nunca he visto a nadie

Page 24: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

dispensar el dinero así. Los hijos apenas son un poco mayores que yo.

Evidentemente, pertenecen a otra raza.

Me quedo con la niñita de nueve años. No habla francés y yo no hablo

inglés. Me enseña juegos. Para comer los padres nos han dejado una lata

grande de raviolis. No sé utilizar el abrelatas: nunca he abierto una lata

de conservas. Tampoco sé encender cerillas. La niñita sabe hacer todo

eso.

No está claro quién cuida a quién, pero es a mí a quien el padre, al

acabar la semana, entrega una suma enorme con una profusión de

agradecimiento.

Tengo un buen recuerdo de los americanos. Nunca he tenido unas

vacaciones en la nieve tan agradables y fructíferas. Compensan de las

humillaciones sufridas otras veces cuando me obligaban a esquiar y a

pasar las estrellas, y cuando me quedaba atrás, lejos del grupo de

niños que seguían al monitor, resbalaba en la pista helada, con la nariz

llena de mocos, llorando y llamando a mi madre.

A los quince años estoy de chica au pair en una familia acomodada.

Por ochocientos francos al mes les cuido a los cuatro niños de siete de la

mañana a nueve de la noche. Mientras el bebé duerme la siesta tengo

que ayudar a las tres niñas a hacer los deberes de vacaciones para que

cada minuto de mi tiempo sea rentable. Me prohiben salir de noche,

aunque sea para dar un paseo corto por el puerto. No me permiten

tomar la misma merienda que preparo para las niñas. Tengo hambre:

alguna vez robo trozos de pan o cucharadas de la papilla del bebé. No

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me permiten alejarme del lugar que me han asignado en la playa. La

madre está recriminándome constantemente: uso demasiado papel

higiénico, pierdo demasiado tiempo entreteniendo al bebé cuando le doy

de comer o lo pongo al orinal, etc. Por mis primos me entero de que la

chica au pair del verano anterior había dado el portazo al cabo de una

semana. Hacia fin de mes sueño que estoy en el baño y siento, en mi

sueño, que la orina caliente me moja los muslos. Al despertar tengo las

sábanas mojadas: nunca me había ocurrido. Le revelo el accidente a la

madre, que chilla y me ridiculiza ante todo el mundo porque he

manchado el colchón. Enseguida me pongo a redactar el testamento: si

vuelvo a hacer pis en la cama, me tiraré de la buhardilla de esa casa

normanda tan alta antes que afrontar otra vez los gritos horrorizados de

la madre y las risas sarcásticas de las niñas.

Dispuesta a morir antes que a marcharme. No he aprendido a decir

que no. Mi madre dice que hay que aceptar un compromiso hasta el

final. También me retiene allí pensar en esos ochocientos francos a los

que no sé renunciar.

Por haber sido tratada como una chacha, no fui capaz de seguir

permitiendo que la empleada de mis padres hiciese mi cama o colocase

mis cosas.

Todavía hoy soy incapaz de coger una mujer de la limpieza -de

contratar a alguien que limpie mi suciedad.

O quizás ese es el pretexto que me doy a mí misma porque no

consigo pagar a alguien por algo que puedo muy bien hacer yo misma.

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Nunca rechazo un trabajo de canguro, aunque esté agotada. La

tentación de ganar un poco más es demasiado grande. Entre los quince

y los diecinueve años hago de canguro fija de una pareja joven que vive

en un dúplex en el piso quince de nuestro edificio. No hay libros en su

casa, excepto unos SAS, de los que leo algunos. Son de deportes y

sanos. La nevera está desesperantemente vacía a no ser por algunos

yogures naturales, pepinos y zanahorias. Miro sus fotos de vacaciones en

el tablero de la pared. Intento imaginarme la vida de una pareja

moderna, dinámica, deportista, simpática y no intelectual. Salen mucho

y vuelven tarde: me enriquezco gracias a ellos.

La madre suele llamarme en el último minuto. Siempre voy. Le doy la

cena a los niños, los acuesto. A eso de medianoche el pequeño tiene

pesadillas y hay que llevarlo a hacer pipí, completamente groggy.

Después me quedo dormida en la cama de los padres en la habitación

cuadrada, moderna, casi vacía quitando la cama con cobertor blanco. Me

han dado permiso para echarme en su cama. Son muy majos. Cuando

tengo mucho frío me deslizo bajo el fino cobertor. Suelo tener frío. Ellos

vuelven sobre la una o las dos, me despiertan, me pagan, y cojo, medio

dormida, el ascensor hasta mi casa, donde me desnudo y vuelvo a

dormirme para despertarme a las seis y media de la mañana y dejar la

casa a las siete y cuarto.

Una noche estoy tan profundamente dormida que no oigo llamar a los

padres que se han dejado las llaves olvidadas. El niñito de cuatro años es

quien les abre la puerta. Les cuesta arrancarme del sueño. Me siento

terriblemente incómoda. Ellos se contentan con reír.

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Me pagan generosamente, redondeando la suma muchas veces.

Cuando tengo veinte años, me piden que cuide a los niños la noche

de fin de año. Me pagan quinientos francos. Incluso me han dejado

salmón ahumado. Mi novio viene a hacerme compañía. Es un poco triste,

a los veinte años, pasar la noche de fin de año haciendo de canguro,

pero no me quejo: quinientos francos por una noche es más que

rentable. Es mejor que ir a una fiesta. De todas formas, no teníamos

plan.

II

Las oportunidades

Si la abuela tenía que elegir entre dos cosas aparentemente iguales o

equivalentes, escogía sistemáticamente la más cara.

Es cierto que en este mundo, no hay nada gratuito.

Yo siento una atracción vertiginosa por las oportunidades.

Una amiga mayor viene a visitarme a Nueva York. Como Estados

Unidos es la patria de los cow-boys y los pantalones vaqueros, le ha

prometido a su marido que le llevaría uno. " No lo compres por aquí, le

digo, están fuera de precio. Yo sé de comercios muy baratos donde

compro los de mi marido. -¿Estás segura? ". No tengo ninguna duda. Me

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da las medidas. Encuentro un vaquero de la talla, de corte clásico, azul,

de lo más adecuado, por apenas veinte dólares. " ¡El mismo, con la

marca Levi's, lo habrías pagado por el doble! ". Estoy muy orgullosa de

mí misma.

No se me ha pasado por la cabeza que la etiqueta Levi's pudiese

tener importancia -para mí, quizá no, pero quizá sí para la persona que

regalaba o para la que se hacía el regalo del vaquero.

En París, al verano siguiente, cuando le pregunte a mi amiga si el

vaquero le quedaba bien a su marido, ella me responderá riendo: " ¡Muy

bien, pero figúrate que era made in Maroc, como todos sus vaqueros

hasta hoy! ¡No valía la pena ir a buscarlos a Nueva York! ".

También me río. No sé si percibo en su risa el reproche sutil.

Poco después comencé a fijarme en las etiquetas Levi's en los

vaqueros y a desear un Levi's.

En Nueva York no me he planteado la cuestión. He abusado de mi

autoridad de autóctona. He decidido por mi amiga. Con una idea en la

cabeza: que pudiese ahorrar, ella que no tenía mucho dinero. Lo cual,

según mi forma de pensar, sólo podía alegrarla.

Yo no salgo cara. Me gustan las distracciones baratas: la lectura

(libros prestados de las bibliotecas); la bicleta (en cacharros viejos

comprados por casi nada); las caminatas (con el mismo par de tenis

desde hace siete u ocho años); la piscina (municipal, a dos euros la

entrada); los baños de mar (gratis) en playas nudistas (ni siquiera hay

que comprar bañador).

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En treinta años he ido dos veces a la peluquería. Mi pelo natural está

mucho más bonito. No llevo maquillaje -mis ojos son demasiado

delicados. Sólo un poco de rojo de labios, un solo color. Para mi piel seca,

una crema hipoalergénica a trece dólares el bote que me dura casi un

año.

¿Los consejos de belleza de las revistas femeninas? Historias de

charlatanes. Una vez que has puesto el dedo en el engranaje, todo el

brazo va detrás.

Mis únicos gastos son la depiladora Philips que me ahorra las

sesiones, tan caras como dolorosas, en el salón de belleza, y el cepillo de

dientes eléctrico Braun que, con el uso de la seda dental, retrasa el

plazo horriblemente costoso de los implantes para sustituir a los dientes

descarnados.

Siempre me ha costado trabajo coger un taxi, hasta en Nueva York,

donde son baratos; hasta en Praga, donde no cuestan casi nada. Me

parece un gasto superfluo. Prefiero caminar durante horas, de noche,

hasta no poder más. O esperar el metro a la una de la madrugada en

una estación de Manhattan en la que un asiático de ojos enrojecidos se

me abalanza diciéndome que soy la única persona en el andén que

parece normal. Ahora que ya he pagado un dólar y medio de ticket no es

cuestión que salga, ni siquiera para escapar de ese loco. O, mejor aún, a

las doce y media de la noche en París, cuando la estación en la que

contaba atrapar el último metro está cerrada por obras, dirigirme a unos

desconocidos que vuelven en coche: " ¿Perdonen, señores, podrían

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dejarme en la estación de metro en la zona alta de la avenida? Esta está

cerrada y tengo miedo de perder el último metro ". Con aire extrañado,

me hacen subir detrás. Me encuentro arrinconada entre dos hombres

maduros de aliento de vino. " ¿Qué hacemos con ella?" pregunta el

conductor después de haber arrancado. Me callo, aterrorizada. No hat

gran cosa que decir: me he lanzado a la boca del lobo.

El coche ya ha dejado atrás hace mucho tiempo la estación arriba de

la avenida. Se pelean por mí. Con los ojos bajos ruego para que gane el

que está a mi favor. De repente se paran y me echan. No sé donde. No

me importa. No quepo en mí de la suerte. Las calles están desiertas, ni

un taxi a la vista. Ni siquiera tengo la seguridad de que lo hubiera

cogido. Conseguí saber donde estaba. Me lleva una hora y media volver

a pie.

Sólo si llevo más equipaje que manos y espalda para sujetarlo me

pago un taxi. Es preciso que sea imposible hacerlo de otra manera.

Prefiero cambiar tres veces de autobús. En cuanto subo a un taxi tengo

la impresión de que me engañan. Los ojos atraídos magnéticamente por

el contador siguen el baile de números. Va muy rápido, ¿no estará

trucado? ¿Ha cogido a propósito el taxista esta calle atascada? ¿Está

acelerando y frenando bruscamente con deliberación justo cuando el

semáforo va a ponerse en rojo? O entonces me digo que de una vez por

todas pagaré lo que haga falta -fijo en la cabeza una cifra importante- y

ya no vuelvo a mirar el contador. A veces, en este caso, me llevo la

agradable sorpresa de un precio menor que representa, con relación a

Page 31: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

mi expectativa, un ahorro. En todos los casos me cuesta mantener una

conversación con el taxista, aunque esté lleno de historias fascinantes, y

aún más dejarle propina. Siento por él una sorda hostilidad. A menos que

la tarifa de la carrera esté fijada de antemano; entonces puedo

relajarme. Poco importan la duración del trayecto y los desvíos.

Saqué el carnet de conducir a los veintidós años y a veces he

utilizado el coche de mi madre, pero he tenido que obligarme yo misma:

la idea de un accidente, de un arañazo, de reparaciones costosas, de una

subida de la póliza del seguro de mi padre, de todos esos gastos que

podrían reprocharme, me bloqueaba las ganas.

En cambio mi hermano desde que tenía dieciocho años cogió y

rompió varias veces los coches de nuestros padres. Acumuló sin

escrúpulos las multas que pagaban por él o hacían anular. El coche

existía y él lo necesitaba para salir de noche; lógicamente se imponía

usarlo. Mi hermano es libre -me parece.

He tenido dos coches. El primero cuando tenía veinticuatro años, en la

pequeña ciudad de Estados Unidos donde vivía desde hacía un año. Es

un Chevette azul que compré por cuatrocientos dólares a unos franceses

que se iban. Decidí comprarlo casi contra mí misma, para forzarme a

vivir normalmente, a tener una juventud e independencia: con un coche

podría ir al mar, que me gustaba tanto, tener una vida más fácil para ir

de compras o para ir a la lavandería, y salir de noche. En el sitio en el

que el conductor pone los pies, el antiguo propietario del Chevette había

Page 32: Papá lo dijo primero : "La hormiga"

puesto unas barras de hierro para recubrir un agujero grande en la

carrocería oxidada. Circulando a cierta velocidad tenía que sujetar

firmemente el volante porque el coche se iba hacia la izquierda. Los

frenos no parecían de toda seguridad. Les escribí a los franceses para

decirles que me habían dejado una carcasa podrida que no valía

cuatrocientos dólares. Aceptaron que pagase ciento cincuenta.

Disfruté mucho del Chevette para ir a la playa aquel otoño. Pasé

tardes largas sola leyendo a la orilla y me sentí mayor e independiente.

También utilicé el Chevette para hacer algunas visitas nocturnas a un

antiguo amante.

Empezaron los problemas; me llevaron el coche de delante de mi

casa porque habían limpiado la calle un viernes y yo me había marchado

para una largo fin de semana. Hubo que pagar la multa, el transporte,

cinco días de depósito -doscientos cincuenta dólares, más caro que el

coche- y enfrentarme a unos tipos odiosos que exigían el pago en

metálico cuando yo sólo llevaba tarjeta de crédito, en la no man's land

donde me había dejado un compañero para ir a buscar mi pequeño

Chevette. Luego, una avería en el centro, un sábado a medianoche,

mientras está nevando y tengo gripe. Los que están detrás tocan el

claxon. Me echo a llorar. Acaban ayudándome a empujar el coche a un

lado de la carretera. Dos días más tarde un mecánico me lo pone claro: o

repara el motor por doscientos dólares y después a lo mejor vender mi

Chevette por cuatrocientos o quinientos dólares porque no está en mal

estado, o me lo compra él tal como está por cincuenta dólares.

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Era más lógico mandarlo reparar y venderlo, pero yo temía sentirme

tentada a guardármelo para mí y encontrarme enseguida embarcada en

nuevos gastos. Vendí el Chevette a un mecánico por cincuenta dólares:

el precio de una bicicleta.

El segundo coche es un Honda Accord Deluxe que me encuentra mi

marido de ocasión cuando empiezo a dar clase y necesito un coche para

los trayectos entre la universidad y la casita que tenemos alquilada a

orillas del mar.

Ha escogido un coche caro: cinco mil setecientos dólares. Me pone

furiosa. Él me asegura que es un buen negocio. Quiere que circule en un

coche bueno, por mi seguridad. Puede ser, pero soy yo quien paga. Se

van ahí todos mis ahorros americanos. Me importan un bledo los

complementos que trae el coche. Estoy segura de que habríamos

podido encontrarlo más barato. Me digo que es como todos los hombres,

un loco de los coches y los aparatos. Me hace pagar el coche que a él le

gustaría tener. No comprende que desde ese punto de vista yo no tengo

ningún amor propio. Firmo el cheque con los labios apretados.

Es cierto que es un coche bonito. Se conduce con gusto. Tiene

conducción automática y aire climatizado. Es cómodo. Otra vez me veo

mayor, responsable e independiente. Puedo salir sola por la noche si

quiero, traer amigos a casa, ir a buscar a la estación a los invitados de

Nueva York. Es la época en la que somos muy "middle class": la casa, el

jardincillo, los dos coches aparcados en la paralela a la avenida, la nieve

que hay que despejar en invierno.

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Un año más tarde me estrello contra un poste de electricidad que

muevo veinte centímetros en el asfalto, transformando el coche en un

acordeón. No llevo el cinturón de seguridad y rompo el parabrisas con la

cabeza. Salgo de esa de milagro: coma, contusiones, cráneo abierto,

nada roto.

El seguro me manda un cheque de seis mil doscientos dólares por el

coche que un año antes había tenido que pagar por cinco mil

setecientos.

Estoy encantada. Esta vez felicito a mi marido y le doy las gracias.

Realmente había hecho un buen negocio. Mi cuenta del banco ha vuelto

a salir a flote con fuerza.

No vuelvo a comprar coche. Me gusta coger el autobús que pasa

cerca de casa, aunque no hay más que uno cada hora, que tenga que

esperarlo con viento y frío, y que recorra en cuarenta y cinco minutos el

trayecto que me llevaba diez minutos en coche.

No consigo hacer grandes gastos si no me hago un razonamiento

adecuado o si esa compra responde a un desafío que me haya lanzado a

mí misma: probarme que yo también sé ser cigarra, que también yo

puedo gozar de la vida. que también yo sé que el dinero sirve para

gastarlo y la ropa bonita para adornar mi cuerpo.

A veces compro sólo por evitar comprar la misma cosa pero más

cara. Compro para precaverme contra el gasto y acabar con el deseo:

cansa mucho pensar día y noche en lo que se codicia.

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Puede pasar que reconozca mi error después y que adquiera la cosa

cara tras el sucedáneo barato. Puede ocurrir que mi buen negocio lo sea

realmente.

Yo también conozco la fiebre de las compras, esa pasión femenina

por excelencia. A veces querría tenerlo todo: vestido, zapatos, abrigo,

bolso, sombrero. Todo a la moda, bonito, de materiales buenos: pero por

poco dinero o menos. Como esas casas de muñecas que construía

cuando era pequeña, donde todo parecía de verdad: camitas de cartón

de verdad para las que recortaba sabanitas de verdad y cosía

almohaditas de verdad, mesitas de verdad con platitos de verdad y

mantelitos de verdad… Contemplando mis casas pienso en lo que le

gustaría a cualquier niño jugar con ella. Así, ahora, ante mis hermosas

prendas conseguidas por nada o por menos, copias casi perfectas de las

que valen fortunas, me figuro con orgullo esa imagen mía que se parece

a la que se ve en las revistas y que me ha costado mucho menos cara.

Sin embargo, no me gusta la ropa demasiado barata. Muchas veces

me he dejado seducir por su precio impresionante. La tela no era bonita,

o el corte -y no me la ponía.

Le dije a mi marido: "De ahora en adelante, en lugar de diez trapos

baratos, voy a comprarme uno sólo, elegante y caro, que me va a

cambiar el ropero y me va a poner guapa. -Es una sabia decisión",

respondió mi marido.

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Pero las cosas caras también se pueden conseguir de rebajas. Me

parece una estupidez pagarlas al precio inicial.

Ni siquiera lo consigo para mi boda.