papá lo dijo primero : "la hormiga"
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late tan fuerte como al principio de Midnight Express, cuya música me comprobación. Y también en el tono de quien no se engaña: Ya los veo, instituto vamos de expedición al Euromarché. Lo que me gusta del robo es embargo, no me gusta el miedo que provoca el robo durante los minutosTRANSCRIPT
Papá lo dijo primero : "La hormiga". En un tono ni afectuoso ni
reprobatorio. Puede que el tono de quien se divierte haciendo una
comprobación. Y también en el tono de quien no se engaña: Ya los veo,
todos tus montoncitos de oro… No digo nada. Bien sabido es que sólo
hace daño la verdad.
También hay admiración en el tono de papá cuando ve como me las
arreglo. Por esta no hay que preocuparse. No hay que ahorrar para ella,
para el duro invierno después del verano, cuando sople un viento gélido.
Una hormiga.
Hace poco me di cuenta de que hubiera preferido nacer cigarra.
I
Infancia de una tacaña
Nathalie y yo, a los diez años, robamos. Todos los días a la salida del
instituto vamos de expedición al Euromarché. Lo que me gusta del robo
es la idea de no pagar: tener gratis esa cosa nueva dentro de su
envoltorio. Sin embargo, no me gusta el miedo que provoca el robo
durante los minutos en los que se sale del comercio de la forma más
natural posible. El corazón late tan fuerte como al principio de Midnight
Express, cuya música me encantaba a los dieciseis años. Los dedos
tiemblan y una sonrisa falsa se crispa en los labios mientras la mano,
inconsciente del movimiento, empuja por la banda negra la barrita de
chocolate de cincuenta céntimos que se paga para pasar impunemente
por las cajas, con los bolsillos y las carteras llenos de objetos robados.
Después hay que avanzar con calma hasta la puerta corredera de cristal,
franquearla, caminar con tranquilidad unos diez metros, y sólo entonces
ponerse a correr, correr como una loca.
No lo hago por sentir el escalofrío. Eso lo odio. Si Nathalie pudiese
robar por mí, me quedaría contenta. Nathalie tiene mucho más
atrevimiento que yo. Cuando me fijo en un expositor lleno de cestas
idénticas a la que ella lleva desde hace unos días, me pregunta: "¿Te
gustan?" Le contesto que sí. Avisándome sólo con esta palabra:
"¿Preparada?", se lanza, se apodera de uno, y se escapa después de
chillarme: "¡Corre!" Nos escondemos quinientos metros más arriba en
una zapatería, sin aliento, con la garganta ardiendo, con el miedo en el
estómago. "¡Estás loca! le digo. ¡Loca, loca de remate !" Por toda
respuesta me tiende el objeto del delito con una amplia sonrisa. Me
resulta difícil seguir enfadada. Ahora tengo una cesta como la suya, de
moda, que se lleva al hombro como un bolso gracias a la tira larga de
cuero -una cesta gratis.
Los que se acostumbran a conseguir las cosas gratis no comprenden
por que tendrían que pagarlas.
La mayoría de nuestros robos se lleva a cabo en la sección de
papelería. Los lápices me fascinan. Son mis fetiches. Me gustan
brillantes, modernos, de colores bonitos, con gomas y minas de
recambio. Me gustan también los afila-lápices y todo lo que va en el
estuche. También robo para mis hermanos, libros infantiles y juguetitos,
sobre todo pistolas en sus embalajes de cartón y plástico - todas las
chucherías que nuestros padres se han negado siempre a comprarnos en
el supermercado. Creo que mis hermanos tendrán una infancia más feliz
si no se les niegan.
Nathalie y yo hemos descubierto otra práctica: vaciar los bolsillos de
nuestros compañeros.
Es la época en que se cuelgan los abrigos en una fila de colgadores
fuera del aula. Basta con pedir que te dejen salir durante la clase porque
te duele la barriga. En los pasillos reina el silencio. Ni un solo ser humano
a la vista, ni siquiera la silueta amenazadora del horrible jefe de
vigilantes con cabeza de erizo. Se impone una precaución: ir a por los
abrigos de otra clase en otro piso. Avanzamos a paso rápido por el
parquet del pasillo, subimos o bajamos la gran escalera de piedra,
corremos por otro pasillo desierto y, mirando siempre a derecha e
izquierda, metemos rápidamente la mano en los bolsillos de los abrigos
colgados. El corazón late a toda marcha. Si nos sorprendiesen, habría
que adoptar un aspecto lo más inocente posible: "Estoy buscando un
kleenex, señor". Imposible imaginar qué ocurriría si se viese que no
estamos buscando en los bolsillos de nuestros propios abrigos y que,
además, no estamos en nuestra clase.
Al acabar una clase Nathalie muestra una sonrisa triunfante. La caza
ha sido fructífera: un billete de cincuenta francos.
En mis pupilas se encienden dólares como en los personajes de los
dibujos animados. El miedo, la excitación, la borrachera me producen
palpitaciones. "¿Cincuenta francos? ¿Lo has cogido? - Bueno, ¡claro!" Se
ríe de mi ingenuidad. "Pero ¿qué vamos a hacer? - Bueno, lo primero,
repartirlo". Si en algún momento he tenido escrúpulos, se han fundido
con la idea de que esos veinticinco francos pronto serán míos. Al salir de
clase corremos hasta la tienda de golosinas que hay frente al instituto.
No hemos robado nada, a pesar de que había tanta gente en el
establecimiento que era fácil hacerlo. Cada una ha llenado una bolsa de
papel con patatas fritas, nubes, chocolatinas, garrapiñadas y rollitos de
regaliz. Más caramelos que los que nunca tuve. Por un total de por lo
menos dos o tres francos. Nathalie saca de su bolsillo el billete de
cincuenta francos ante la mirada de extrañeza de los vendedores. La
miro con ansia como tiende la mano para coger el cambio. Fuera me da
mi parte. Nunca había sido tan rica.
En el instituto, unos días después de nuestra hazaña, hemos oído una
historia que se propagaba como un reguero de pólvora. A una niñita le
habían robado del bolsillo de su abrigo cincuenta francos que
representaban sus ahorros de un año. Llevaba encima esa suma aquel
día para comprar después de las clases los regalos de Navidad para toda
su familia. Me parece incluso que se trataba de una niñita pobre, la hija
de una conserje o de una mujer de la limpieza. Desde el robo, ella se
quedaba en casa, enferma. Todo el instituto estaba indignado: ¿quiénes
eran esos inmundos desvalijadores de niños? Nos recomendaban estar
muy atentos.
Nathalie y yo adoptamos unos aires horrorizados.
Yo estaba horrorizada de verdad. Pensaba en la niñita encontrando su
bolsillo vacío al salir de clase, en su pena.
Pensaba también en nuestra fanfarronada en la tienda de golosinas;
¡qué imprudentes habíamos sido!
No volvía a la tienda de golosinas durante semanas enteras.
Arielle L. Es la nieta. Estoy en su clase, en séptimo o en octavo. Como
su madre trabaja se va a casa de los abuelos al acabar el colegio y hace
los deberes en la trastienda. Me aburro un poco con ella. No roba. No le
gusta leer. No tengo gran cosa que contarle. Pero la acompaño a la
salida del colegio. Tiene acceso libre a los tarros de la tienda. Extiende la
mano y se sirve. Ese gesto me fascina. Me pregunta qué quiero. No le
digo nunca todo lo que me apetece, no sea que se de cuenta de la
auténtica razón de mi presencia.
"Tengan la amabilidad de seguirnos". Nos esperan al otro lado de las
cajas. Dos hombres. Tenemos once años. Es inútil intentar escaparnos
corriendo.
Aquí estamos, en una sala vacía del Euromarché con dos inspectores.
En silencio, más allá del terror. Unos meses antes, una niñita a la que
Nathalie había empujado a robar un afilalápices nos había denunciado.
De ahí siguió una conferencia telefónica entre las dos familias:
prohibición de vernos, obligación de volver a casa nada más acabar las
clases y, a la menor recaída en el robo, el internado. Las amenazas de
los padres sólo me dan cierto miedo pero la madre de Nathalie, una rusa
corpulenta, divorciada, de melena pelirroja, con una voz ronca de fumar
todo el tiempo, no es de las que bromea. Cuando grita es aterradora.
Está fuera de dudas que su furor irá más allá de lo que podemos
imaginar. Lo veo en los ojos tristes de Nathalie.
Los inspectores registran metódicamente nuestras carteras. Los
objetos que sacan de la de Nathalie se apilan en una mesa. El hombre
que se ocupa del mío aún no ha encontrado nada. En cuclillas, abre mi
estuche y saca mis lápices. Me río: "Abra el boli también. ¡A lo mejor hay
algo dentro! - ¿A que te doy unos azotes?" Nunca me han hablado en ese
tono. Le contesto y se que me los va a dar, con el culo al aire. Se me
escapan las lágrimas. Le suplico que no digan nada a mis padres,
prometo que ya no volveré a robar nunca más. Nathalie, erguida, con los
dientes apretados y la mirada endurecida, no dice ni una palabra, no
echa ni una lágrima. Fuera me echará en cara violentamente que haya
llorado ante ellos y que me hay rebajado suplicándoles. "¡Ah!, ¡te
estabas haciendo la lista!" exclama con satisfacción el inspector cuando,
una vez que me han quitado el abrigo, registra los bolsillos de mi bata y
encuentra los lápices que había robado.
Escriben nuestros nombres y direcciones en unos impresos que nos
hacen firmar y nos dicen que van a avisar a nuestros padres por correo.
Esa misma noche, en casa, me derrumbo.
Nathalie no dice nada. Espera la carta. Cada noche vuelve a casa
muerta de miedo. Pasan los días y las semanas. Los padres no han
recibido nada. Los inspectores del Euromarché han pensado
seguramente que los efectos del miedo han sido suficientemente
potentes.
A los diez años no siento codicia por el dinero mismo, sino por el
chocolate que permite comprar.
Esta pasión la tengo en común con mi abuela paterna. Sólo la veo los
veranos y en las vacaciones de Pascua, en Bretaña, en la casona de
piedra cerca de la playa donde vive todo el año. Muy disminuida desde
su ataque cerebral, ya no puede leer y camina con dificultad. Ve la
televisión. Da pequeños paseos despacio. Sentada en su sillón de
madera oscura tapizado en pana beis
Papá lo dijo primero : "La hormiga". En un tono ni afectuoso ni
reprobatorio. Puede que el tono de quien se divierte haciendo una
comprobación. Y también en el tono de quien no se engaña: Ya los veo,
todos tus montoncitos de oro… No digo nada. Bien sabido es que sólo
hace daño la verdad.
También hay admiración en el tono de papá cuando ve como me las
arreglo. Por esta no hay que preocuparse. No hay que ahorrar para ella,
para el duro invierno después del verano, cuando sople un viento gélido.
Una hormiga.
Hace poco me di cuenta de que hubiera preferido nacer cigarra.
I
Infancia de una tacaña
Nathalie y yo, a los diez años, robamos. Todos los días a la salida del
instituto vamos de expedición al Euromarché. Lo que me gusta del robo
es la idea de no pagar: tener gratis esa cosa nueva dentro de su
envoltorio. Sin embargo, no me gusta el miedo que provoca el robo
durante los minutos en los que se sale del comercio de la forma más
natural posible. El corazón late tan fuerte como al principio de Midnight
Express, cuya música me encantaba a los dieciseis años. Los dedos
tiemblan y una sonrisa falsa se crispa en los labios mientras la mano,
inconsciente del movimiento, empuja por la banda negra la barrita de
chocolate de cincuenta céntimos que se paga para pasar impunemente
por las cajas, con los bolsillos y las carteras llenos de objetos robados.
Después hay que avanzar con calma hasta la puerta corredera de cristal,
franquearla, caminar con tranquilidad unos diez metros, y sólo entonces
ponerse a correr, correr como una loca.
No lo hago por sentir el escalofrío. Eso lo odio. Si Nathalie pudiese
robar por mí, me quedaría contenta. Nathalie tiene mucho más
atrevimiento que yo. Cuando me fijo en un expositor lleno de cestas
idénticas a la que ella lleva desde hace unos días, me pregunta: "¿Te
gustan?" Le contesto que sí. Avisándome sólo con esta palabra:
"¿Preparada?", se lanza, se apodera de uno, y se escapa después de
chillarme: "¡Corre!" Nos escondemos quinientos metros más arriba en
una zapatería, sin aliento, con la garganta ardiendo, con el miedo en el
estómago. "¡Estás loca! le digo. ¡Loca, loca de remate !" Por toda
respuesta me tiende el objeto del delito con una amplia sonrisa. Me
resulta difícil seguir enfadada. Ahora tengo una cesta como la suya, de
moda, que se lleva al hombro como un bolso gracias a la tira larga de
cuero -una cesta gratis.
Los que se acostumbran a conseguir las cosas gratis no comprenden
por que tendrían que pagarlas.
La mayoría de nuestros robos se lleva a cabo en la sección de
papelería. Los lápices me fascinan. Son mis fetiches. Me gustan
brillantes, modernos, de colores bonitos, con gomas y minas de
recambio. Me gustan también los afila-lápices y todo lo que va en el
estuche. También robo para mis hermanos, libros infantiles y juguetitos,
sobre todo pistolas en sus embalajes de cartón y plástico - todas las
chucherías que nuestros padres se han negado siempre a comprarnos en
el supermercado. Creo que mis hermanos tendrán una infancia más feliz
si no se les niegan.
Nathalie y yo hemos descubierto otra práctica: vaciar los bolsillos de
nuestros compañeros.
Es la época en que se cuelgan los abrigos en una fila de colgadores
fuera del aula. Basta con pedir que te dejen salir durante la clase porque
te duele la barriga. En los pasillos reina el silencio. Ni un solo ser humano
a la vista, ni siquiera la silueta amenazadora del horrible jefe de
vigilantes con cabeza de erizo. Se impone una precaución: ir a por los
abrigos de otra clase en otro piso. Avanzamos a paso rápido por el
parquet del pasillo, subimos o bajamos la gran escalera de piedra,
corremos por otro pasillo desierto y, mirando siempre a derecha e
izquierda, metemos rápidamente la mano en los bolsillos de los abrigos
colgados. El corazón late a toda marcha. Si nos sorprendiesen, habría
que adoptar un aspecto lo más inocente posible: "Estoy buscando un
kleenex, señor". Imposible imaginar qué ocurriría si se viese que no
estamos buscando en los bolsillos de nuestros propios abrigos y que,
además, no estamos en nuestra clase.
Al acabar una clase Nathalie muestra una sonrisa triunfante. La caza
ha sido fructífera: un billete de cincuenta francos.
En mis pupilas se encienden dólares como en los personajes de los
dibujos animados. El miedo, la excitación, la borrachera me producen
palpitaciones. "¿Cincuenta francos? ¿Lo has cogido? - Bueno, ¡claro!" Se
ríe de mi ingenuidad. "Pero ¿qué vamos a hacer? - Bueno, lo primero,
repartirlo". Si en algún momento he tenido escrúpulos, se han fundido
con la idea de que esos veinticinco francos pronto serán míos. Al salir de
clase corremos hasta la tienda de golosinas que hay frente al instituto.
No hemos robado nada, a pesar de que había tanta gente en el
establecimiento que era fácil hacerlo. Cada una ha llenado una bolsa de
papel con patatas fritas, nubes, chocolatinas, garrapiñadas y rollitos de
regaliz. Más caramelos que los que nunca tuve. Por un total de por lo
menos dos o tres francos. Nathalie saca de su bolsillo el billete de
cincuenta francos ante la mirada de extrañeza de los vendedores. La
miro con ansia como tiende la mano para coger el cambio. Fuera me da
mi parte. Nunca había sido tan rica.
En el instituto, unos días después de nuestra hazaña, hemos oído una
historia que se propagaba como un reguero de pólvora. A una niñita le
habían robado del bolsillo de su abrigo cincuenta francos que
representaban sus ahorros de un año. Llevaba encima esa suma aquel
día para comprar después de las clases los regalos de Navidad para toda
su familia. Me parece incluso que se trataba de una niñita pobre, la hija
de una conserje o de una mujer de la limpieza. Desde el robo, ella se
quedaba en casa, enferma. Todo el instituto estaba indignado: ¿quiénes
eran esos inmundos desvalijadores de niños? Nos recomendaban estar
muy atentos.
Nathalie y yo adoptamos unos aires horrorizados.
Yo estaba horrorizada de verdad. Pensaba en la niñita encontrando su
bolsillo vacío al salir de clase, en su pena.
Pensaba también en nuestra fanfarronada en la tienda de golosinas;
¡qué imprudentes habíamos sido!
No volvía a la tienda de golosinas durante semanas enteras.
Arielle L. Es la nieta. Estoy en su clase, en séptimo o en octavo. Como
su madre trabaja se va a casa de los abuelos al acabar el colegio y hace
los deberes en la trastienda. Me aburro un poco con ella. No roba. No le
gusta leer. No tengo gran cosa que contarle. Pero la acompaño a la
salida del colegio. Tiene acceso libre a los tarros de la tienda. Extiende la
mano y se sirve. Ese gesto me fascina. Me pregunta qué quiero. No le
digo nunca todo lo que me apetece, no sea que se de cuenta de la
auténtica razón de mi presencia.
"Tengan la amabilidad de seguirnos". Nos esperan al otro lado de las
cajas. Dos hombres. Tenemos once años. Es inútil intentar escaparnos
corriendo.
Aquí estamos, en una sala vacía del Euromarché con dos inspectores.
En silencio, más allá del terror. Unos meses antes, una niñita a la que
Nathalie había empujado a robar un afilalápices nos había denunciado.
De ahí siguió una conferencia telefónica entre las dos familias:
prohibición de vernos, obligación de volver a casa nada más acabar las
clases y, a la menor recaída en el robo, el internado. Las amenazas de
los padres sólo me dan cierto miedo pero la madre de Nathalie, una rusa
corpulenta, divorciada, de melena pelirroja, con una voz ronca de fumar
todo el tiempo, no es de las que bromea. Cuando grita es aterradora.
Está fuera de dudas que su furor irá más allá de lo que podemos
imaginar. Lo veo en los ojos tristes de Nathalie.
Los inspectores registran metódicamente nuestras carteras. Los
objetos que sacan de la de Nathalie se apilan en una mesa. El hombre
que se ocupa del mío aún no ha encontrado nada. En cuclillas, abre mi
estuche y saca mis lápices. Me río: "Abra el boli también. ¡A lo mejor hay
algo dentro! - ¿A que te doy unos azotes?" Nunca me han hablado en ese
tono. Le contesto y se que me los va a dar, con el culo al aire. Se me
escapan las lágrimas. Le suplico que no digan nada a mis padres,
prometo que ya no volveré a robar nunca más. Nathalie, erguida, con los
dientes apretados y la mirada endurecida, no dice ni una palabra, no
echa ni una lágrima. Fuera me echará en cara violentamente que haya
llorado ante ellos y que me hay rebajado suplicándoles. "¡Ah!, ¡te
estabas haciendo la lista!" exclama con satisfacción el inspector cuando,
una vez que me han quitado el abrigo, registra los bolsillos de mi bata y
encuentra los lápices que había robado.
Escriben nuestros nombres y direcciones en unos impresos que nos
hacen firmar y nos dicen que van a avisar a nuestros padres por correo.
Esa misma noche, en casa, me derrumbo.
Nathalie no dice nada. Espera la carta. Cada noche vuelve a casa
muerta de miedo. Pasan los días y las semanas. Los padres no han
recibido nada. Los inspectores del Euromarché han pensado
seguramente que los efectos del miedo han sido suficientemente
potentes.
A los diez años no siento codicia por el dinero mismo, sino por el
chocolate que permite comprar.
Esta pasión la tengo en común con mi abuela paterna. Sólo la veo los
veranos y en las vacaciones de Pascua, en Bretaña, en la casona de
piedra cerca de la playa donde vive todo el año. Muy disminuida desde
su ataque cerebral, ya no puede leer y camina con dificultad. Ve la
televisión. Da pequeños paseos despacio. Sentada en su sillón de
madera oscura tapizado en pana beis, golpea el brazo de madera con su
mano venosa y exclama con voz aguda y débil, como un niño que se
rebela: "¡Quiero morirme! ¡Quiero acabar de una vez!". No sé que decirle
para animarla. Su vida debe de ser horriblemente triste, sola todo el año
en esa casona sin poder leer siquiera, sola con su perro y la cocinera.
Nuestras visitas la distraen y la cansan. Pero yo no la canso. Soy su
nieta preferida. La única que le presta atención y que le da un poco de
su tiempo, tan alegre, tan precioso, una hora al día. Vamos juntas de
paseo. Se apoya en mí por un lado, por el otro en su bastón de madera.
Caminamos con pasos cortos. Nuestros paseos tienen una meta, siempre
la misma: o el kiosko de prensa junto al Gran Hotel del Mar, o el
comercio de la avenida de la Playa. Vamos a comprar chocolate.
Un Nougati, un rocher praliné Suchard, un Mars o una tableta
Nestlé con arroz inflado. Lo vamos comiendo por el camino y
llevamos algo para casa. De vuelta, mi abuela va a esconder en su
habitación lo que le queda. No puede tomar azúcar: si la cocinera
encuentra el chocolate se lo confiscará. Miro donde lo esconde. Gracias
a su ataque ha perdido la memoria. Por lo tanto, no tengo ningún
escrúpulo en volver al día siguiente a su habitación mientras ella está
abajo viendo la televisión ni en buscar bajo la pila de sábanas en el
armario o entre los accesorios del cuarto de baño. Cojo el chocolate
escondido.
Cuando estamos saliendo para uno de nuestros paseos, mi abuela
dice que tenemos que pasar primero por casa del tío Paul. Tiene que
pedirle dinero. Sospechosa de haber dado dinero a diestro y siniestro,
ahora está bajo tutela de su hermano menor. Del brazo una de la otra,
entramos en la hermosa residencia de piedra del tío Paul, siempre
elegante al máximo. "Le he prometido a la niña que le haría un regalo",
dice mi abuela. Nunca he oído su voz sonar así: mendigando, suplicando,
dolorida por la humillación. El tío Paul protesta y le reprocha que ya ha
venido dos días antes a buscar dinero. "¡Es mi dinero!" grita mi abuela,
normalmente tan dulce, con esa cólera que ya contenían las palabras
¡Quiero morirme!, que me habían dado tanto miedo. "Es mi dinero y
hago lo que quiero con él; ¡le he prometido un regalo a la niña!"
Mantengo la cabeza baja. No me atrevo a mirar al tío Paul. Espero
que ceda. Si no, no habrá regalo. Habremos dado todo ese paseo para
nada.
Cede. Humildes pero triunfantes, tras los agradecimientos y la
promesa de que no habrá más peticiones en toda la semana, la abuela y
yo subimos por la avenida de la Playa. Anda despacio. Refreno mi
impaciencia. En los estantes del comercio busco un regalo. Quitando los
cubos, las palas y los flotadores, no hay gran cosa: maquetas de barcos,
barcos en botellas, cuadros de conchas, gaviotas de plástico posadas en
soportes de madera y muñecas bretonas de colección.
Me decido por una muñeca con su tocado en un caja oblonga
transparente, el tipo de cosas totalmente inútiles que, si alguna amiga
de mi otra abuela me regalase al volver de un viaje, acabarían seguro en
el cubo de la basura. No necesito en absoluto esa muñeca, no me aporta
nada, pero me es imposible renunciar a un regalo, y gastar para este
regalo menos que la cantidad que me estaba concedida.
¿Cuántas veces habré acompañado a mi abuela para comprar
chocolate? No tantas, a pesar de lo golosa que soy. Yo estaba en la playa
de la mañana a la noche; nadie podía sacarme de allí. En cuanto al
registro bajo la pila de sábanas, allí donde sabía que se encontraba el
chocolate escondido la víspera, seguramente aquel fue el único.
Esos actos se distinguen de las formas precisas y de los colores
frescos en el cuadro más confuso de mis vacaciones de infancia,
seguramente porque sentí una vivísima vergüenza el día en que abrí el
armario, dispuesta a despojar a mi abuela del único placer que le
quedaba en la vida, yo, su nieta preferida.
Una vez o más, qué importa: soy una registradora de armarios.
La última vez ha sido en una gran librería del Barrio Latino. Tengo
treinta años, estoy casada, soy profesora de universidad, autora de una
novela. Acabo de pasar las vacaciones de Navidad en París y vuelvo
mañana a Nueva York. Estoy mirando las novedades en los expositores.
Uno de los libros atrae mi atención. El autor es un chico del que estuve
enamoradísima cuando tenía dieciocho años. La primera página me
gusta. Lo cojo.
He escogido varios libros y los pago con la tarjeta de crédito que al
vendedor le llama la atención porque es americana. Voy elegante, con
abrigo de piel sintética y sombrero. El vendedor es un chico joven de
aspecto inteligente - seguro que es un estudiante -. Charlamos. Le
comento que soy francesa, que vivo en Nueva York, que soy profesora
de universidad, que yo también escribo. Aprueba la elección del libro de
mi amigo, que él ya ha leído. Le revelo que fuimos juntos a clase, el
autor y yo: "Siempre estábamos sentados juntos; él escribía los apuntes
en alejandrinos, ¡con él no te aburrías nunca!". El chico parece
impresionado.
No me apetece irme ya de esa librería donde los vendedores son tan
amables. Es aquí, me digo, donde voy a comprar los libros en París a
partir de ahora. Lanzo un último vistazo a los estantes. Localizo varias
obras del escritor de una novela que me había gustado mucho unos años
antes. Son libros pequeños, relativamente caros, seguramente porque
están impresos en papel vitela y tienen grabados. Hubiera preferido
encontrarlos en edición de bolsillo. No sé cual escoger. Noto que, en uno
de ellos, el código de barras está pegado sobre una etiqueta en vez de
en la cuarta cara de tapas, como en los otros libros. Se me ocurre de
repente la idea de despegar la etiqueta y robar este libro comprando los
otros dos. Tener los tres libros por el precio de dos me parece más justo
teniendo en cuenta la cantidad de texto que contienen.
Levanto una esquina de la etiqueta con la uña del índice y tiro
suavemente, como si no pasara nada, mientras finjo mirar títulos en el
estante. Acabada la operación, hago una bolita con el papel adhesivo y
lo dejo caer detrás de un expositor. Ahora el libro me parece despojado
de su protección electrónica, listo para ser robado con toda seguridad.
Suelto un asa de la bolsa de plástico que lleva el logo de la librería, llena
con los libros que ya he pagado hace un momento. Con la nariz
levantada y los ojos fijos en un título aparentemente fascinante, deslizo
discretamente el delgado volumen en la bolsa. Vuelvo a hacer cola para
pagar los otros dos. Está otra persona en la caja, una chica. La gente que
está delante compra los libros de regalo y se los envuelven en papeles
bonitos. Un hombre se acerca demasiado a la barrera electrónica y hace
saltar la alarma. Todo el mundo le mira. Retrocede, se disculpa. La
vendedora le sonríe. El corazón me late a toda velocidad. Tengo los ojos
clavados con angustia en esas barras blancas que enmarcan la salida.
Desearía haberlas franqueado ya. Tengo un miedo horrible. Pero no hay
peligro; no he guardado nada de la peligrosa bolita. No hay razón
ninguna para que salte la espantosa alarma delatora. Algunos años
antes, en Nueva York, robé un jersey gordo de mohair negro tras
haberme dado cuenta de que no llevaba el antirrobo de plástico blanco
que cuelga en cada prenda de la tienda. Había experimentado un terror
idéntico en el momento de salir de la tienda con el jersey que me había
puesto bajo el abrigo en un probador; un minuto más tarde me
encontraba otra vez en la calle con un jersey magnífico de setenta
dólares, gratis; no había perdido el día. Pago, sonrío a la vendedora: no,
no hace falta que me den otra bolsa, voy a meter los libros en esta. Doy
un paso hacia la salida. Un segundo. Franqueo la barrera. La alarma
salta.
En el mismo instante hay gente entrando y saliendo. Hubiera podido
parar, volverme hacia la caja con aire extrañado y confundido: "¿Es por
mí?". Cualquiera puede hacer saltar la alarma al salir de un comercio con
compras honradamente pagadas -incluso puede deslizar por descuido un
libro en la bolsa sin haberlo pagado. Pero enseguida me imagino que la
etiqueta arrancada me traiciona. Sin pensarlo más me lanzo a correr. Me
echo vientre a tierra, giro a la derecha, bajo bordeando la avenida, llena
de turistas y transeúntes. Los empujo brutalmente, no pido disculpas.
Nunca he corrido tan rápido, a zancadas tan grandes. Corro como si me
fuese la vida en ello. De repente una mano se abate sobre mi hombro,
me agarra con firmeza. "¡Señora! ¡Ha robado una cosa!".
"Señora". Odio esa palabra. Tengo treinta años pero no consigo
acostumbrarme. Me doy la vuelta. Es el chico que me atendió hace un
rato. Está en mangas de camisa, las lleva remangadas, en un día frío de
diciembre. Está jadeando, como yo. Es guapo de verdad. "De acuerdo, le
digo con voz alterada por la vergüenza y el miedo, he cogido un libro sin
pagar. No sé por qué lo he hecho. De verdad que lo siento, lo siento
muchísimo". Mientras pronuncio esas palabras soy totalmente
consciente
de lo miserable que soy. Saco el libro de la bolsa y se lo doy. Le echa un
vistazo. Después me pide que abra la bolsa. "Los otros los he pagado;
puede confiar en mí.- ¡Y usted se lo cree!". Se burla. Mantengo la vista
baja. Durante dos minutos, de pie frente a él en medio de la avenida
mientras la gente pasa a izquierda y derecha mirándonos, sufro en
silencio esta humillación: ticket de caja en mano, compara el número de
cifras y de libros en la bolsa. "Está bien". Se va con el libro robado
después de añadir: "Debería sentir vergüenza. Usted que escribe y
conoce los problemas de los pequeños editores y de las librerías
independientes!".
Me encuentro en la avenida, casi tambaleándome. El corazón vibra
trastornado, las mejillas están de color escarlata. Saco un cigarrillo y lo
enciendo temblando. Aspiro profundamente alejándome a grandes
pasos. Camino mucho rato sin saber adónde, exclamando a veces en voz
alta: "¡Dios mío! ¡Dios mío!". Durante el resto del día y al siguiente,
cualquier recuerdo de la escena me pone las mejillas rojas como si
acabasen de abofetearme.
Menos mal que al día siguiente estoy en el avión de vuelta a Nueva
York y me aleja de los lugares en los que dí a un hombre mi nombre,
información de mi pasado y el derecho a despreciarme.
Nunca he vuelto a esa librería. Nunca he leído el libro robado aquel
día ni los otros dos que había pagado. Nunca más he vuelto a robar.
Mentira. A veces, en el supermercado, cuando lleno un carrito, dejo
caer alguna cosa en el bolsillo: una cebolla de veinticinco céntimos, una
cabeza de ajos, un bote de especias de cuatro o cinco francos. Lo que
una se ahorra.
Tengo una última confesión por hacer. También terrible esta.
Tengo diecinueve años. Paso el mes de julio en una casa de campo
cuidando a dos niñitas, magníficamente pagada. Durante la semana
estoy sola con ellas; el fin de semana vienen la madre, una psicoanalista
divorciada, y su pareja. Me he enamorado de la psicoanalista. Su
presencia me provoca una emoción tremenda. Espero su llegada con
una impaciencia ardiente. Por la noche, los adultos me invitan a su
mesa. Tienen charlas intelectuales que apenas escucho. Sólo deseo no
dejar de estar nunca a su lado, verla y escucharla. Cuando se acaba julio
me quedo espantosamente triste.
En septiembre, en París, suena el teléfono. La psicoanalista me pide
que le cuide a las niñas el próximo sábado.
Nada puede apetecerme más. Volver a verla, descubrir los lugares
donde vive -entrar en su habitación!
Voy pasando por toda ese piso antiguo lleno de libros. Voy mirando. Y
en su mesa de trabajo veo, descuidadamente colocado entre la lámpara
y un abrecartas, un billete de cien francos. Parece como si lo hubieran
puesto allí y olvidado después.
Para dejar así tirados cien francos hay que darle poca importancia al
dinero. ¿Cómo iba ella a acordarse de ese billete? Además, no importa
quien hubiera podido llevárselo: las niñas, el hermano, que tiene mi
edad, o la mujer de la limpieza. No hay peligro.
Lo cogí.
Me quedo contenta de duplicar así mi paga de canguro.
Por la noche, cuando iba a pagarme, la psicoanalista me ha
preguntado con su voz suave y ronca de fumadora si no había
encontrado encima de su mesa un billete de cien francos.
Ruborizándome he contestado que no. He bajado la vista. No había
nada más que decir.
Quizá había dejado a propósito el billete de cien francos: un test que
yo había aprobado o suspendido según lo que se esperase.
Nunca más ha vuelto a pedirme que cuide a sus niñas. No he vuelto a
verla.
Empecé a trabajar de canguro el verano en que tenía once años. La
chica au pair española que mis padres habían contratado ha cogido las
de Villadiego.: una catástrofe para mi madre que ve peligrar sus
vacaciones. Nosotras, las niñas, ya somos bastante mayores para
ocuparse de nosotras. Pero los niños requieren atención permanente.
Los cuido todo el día en la playa. Así tengo un motivo para no hacer
como todos los de mi edad: dejar el club Mickey, los concursos de
castillos de arena, las madres y las familias, por un barco agitado por el
viento. Mi hermana que practica la vela desde hace años y a quien le
gustan el riesgo y la aventura, no sale cara a nuestros padres: desde los
catorce años es monitora en la escuela de vela. Yo no sólo no les cuesto
nada sino que les ayudo a ahorrar.
Mi padre y mi madre no me pagan. Percibir un salario por cuidar a los
hermanos no es un concepto que entra en nuestra familia burguesa,
católica y judía. Al acabar el verano me hacen un regalo. El puf moderno
de skai naranja que a mi hermana le regalan por su cumpleaños, me lo
compran a mía también, en verde, por mis servicios prestados. Me
encanta mi puf: mi hermana tiene el mismo y yo me lo he ganado. Pero
mi auténtico salario son las alabanzas que mi madre me prodiga. "Es
formidable. No hay mejor canguro que ella. Le encantan los niños. ¡Tiene
tantos recursos para entretenerlos!"
No sé si me encantan los niños. Me gustan el juego, el dinero y los
elogios de mi madre.
Mi primer trabajo de canguro pagado es a los trece años. Estoy en la
montaña con mis padres y mi hermana. Por fin me han dado permiso
para dejar el ski. Tengo miedo de todo: de resbalar, de caerme, y, sobre
todo, de los remontadores y de los telesillas que no paran ni en el
momento en que uno se sienta y se amarra. Mi hermana me dice que ha
conocido en las pistas a un americano muy simpático y muy fastidiado
porque su hija acaba de coger la gripe y le haría falta una canguro. Se ha
acordado de mí y le ha dado nuestro número.
Espero la llamada. Encontrar a americanos, ganar dinero, rentabilizar
estas estúpidas vacaciones, eso es lo que me gustaría. Le pregunto diez
veces a mi hermana:" ¿Le has dicho bien claro que yo estaba disponible
y que sabía cuidar niños?".
Llama. A partir del día siguiente voy allí. El piso es grande y está
hecho un desastre. Hay esquíes, botas de esquí, calcetines y ropa por
todas partes en el suelo. Los dos hijos adolescente reclaman dinero a su
padre para los forfaits y los bocadillos de mediodía. El americano saca
del bolsillo un fajo de billetes de cien francos y les da varios sin contarlos
siquiera. Me quedo mirando boquiabierta. Nunca he visto a nadie
dispensar el dinero así. Los hijos apenas son un poco mayores que yo.
Evidentemente, pertenecen a otra raza.
Me quedo con la niñita de nueve años. No habla francés y yo no hablo
inglés. Me enseña juegos. Para comer los padres nos han dejado una lata
grande de raviolis. No sé utilizar el abrelatas: nunca he abierto una lata
de conservas. Tampoco sé encender cerillas. La niñita sabe hacer todo
eso.
No está claro quién cuida a quién, pero es a mí a quien el padre, al
acabar la semana, entrega una suma enorme con una profusión de
agradecimiento.
Tengo un buen recuerdo de los americanos. Nunca he tenido unas
vacaciones en la nieve tan agradables y fructíferas. Compensan de las
humillaciones sufridas otras veces cuando me obligaban a esquiar y a
pasar las estrellas, y cuando me quedaba atrás, lejos del grupo de
niños que seguían al monitor, resbalaba en la pista helada, con la nariz
llena de mocos, llorando y llamando a mi madre.
A los quince años estoy de chica au pair en una familia acomodada.
Por ochocientos francos al mes les cuido a los cuatro niños de siete de la
mañana a nueve de la noche. Mientras el bebé duerme la siesta tengo
que ayudar a las tres niñas a hacer los deberes de vacaciones para que
cada minuto de mi tiempo sea rentable. Me prohiben salir de noche,
aunque sea para dar un paseo corto por el puerto. No me permiten
tomar la misma merienda que preparo para las niñas. Tengo hambre:
alguna vez robo trozos de pan o cucharadas de la papilla del bebé. No
me permiten alejarme del lugar que me han asignado en la playa. La
madre está recriminándome constantemente: uso demasiado papel
higiénico, pierdo demasiado tiempo entreteniendo al bebé cuando le doy
de comer o lo pongo al orinal, etc. Por mis primos me entero de que la
chica au pair del verano anterior había dado el portazo al cabo de una
semana. Hacia fin de mes sueño que estoy en el baño y siento, en mi
sueño, que la orina caliente me moja los muslos. Al despertar tengo las
sábanas mojadas: nunca me había ocurrido. Le revelo el accidente a la
madre, que chilla y me ridiculiza ante todo el mundo porque he
manchado el colchón. Enseguida me pongo a redactar el testamento: si
vuelvo a hacer pis en la cama, me tiraré de la buhardilla de esa casa
normanda tan alta antes que afrontar otra vez los gritos horrorizados de
la madre y las risas sarcásticas de las niñas.
Dispuesta a morir antes que a marcharme. No he aprendido a decir
que no. Mi madre dice que hay que aceptar un compromiso hasta el
final. También me retiene allí pensar en esos ochocientos francos a los
que no sé renunciar.
Por haber sido tratada como una chacha, no fui capaz de seguir
permitiendo que la empleada de mis padres hiciese mi cama o colocase
mis cosas.
Todavía hoy soy incapaz de coger una mujer de la limpieza -de
contratar a alguien que limpie mi suciedad.
O quizás ese es el pretexto que me doy a mí misma porque no
consigo pagar a alguien por algo que puedo muy bien hacer yo misma.
Nunca rechazo un trabajo de canguro, aunque esté agotada. La
tentación de ganar un poco más es demasiado grande. Entre los quince
y los diecinueve años hago de canguro fija de una pareja joven que vive
en un dúplex en el piso quince de nuestro edificio. No hay libros en su
casa, excepto unos SAS, de los que leo algunos. Son de deportes y
sanos. La nevera está desesperantemente vacía a no ser por algunos
yogures naturales, pepinos y zanahorias. Miro sus fotos de vacaciones en
el tablero de la pared. Intento imaginarme la vida de una pareja
moderna, dinámica, deportista, simpática y no intelectual. Salen mucho
y vuelven tarde: me enriquezco gracias a ellos.
La madre suele llamarme en el último minuto. Siempre voy. Le doy la
cena a los niños, los acuesto. A eso de medianoche el pequeño tiene
pesadillas y hay que llevarlo a hacer pipí, completamente groggy.
Después me quedo dormida en la cama de los padres en la habitación
cuadrada, moderna, casi vacía quitando la cama con cobertor blanco. Me
han dado permiso para echarme en su cama. Son muy majos. Cuando
tengo mucho frío me deslizo bajo el fino cobertor. Suelo tener frío. Ellos
vuelven sobre la una o las dos, me despiertan, me pagan, y cojo, medio
dormida, el ascensor hasta mi casa, donde me desnudo y vuelvo a
dormirme para despertarme a las seis y media de la mañana y dejar la
casa a las siete y cuarto.
Una noche estoy tan profundamente dormida que no oigo llamar a los
padres que se han dejado las llaves olvidadas. El niñito de cuatro años es
quien les abre la puerta. Les cuesta arrancarme del sueño. Me siento
terriblemente incómoda. Ellos se contentan con reír.
Me pagan generosamente, redondeando la suma muchas veces.
Cuando tengo veinte años, me piden que cuide a los niños la noche
de fin de año. Me pagan quinientos francos. Incluso me han dejado
salmón ahumado. Mi novio viene a hacerme compañía. Es un poco triste,
a los veinte años, pasar la noche de fin de año haciendo de canguro,
pero no me quejo: quinientos francos por una noche es más que
rentable. Es mejor que ir a una fiesta. De todas formas, no teníamos
plan.
II
Las oportunidades
Si la abuela tenía que elegir entre dos cosas aparentemente iguales o
equivalentes, escogía sistemáticamente la más cara.
Es cierto que en este mundo, no hay nada gratuito.
Yo siento una atracción vertiginosa por las oportunidades.
Una amiga mayor viene a visitarme a Nueva York. Como Estados
Unidos es la patria de los cow-boys y los pantalones vaqueros, le ha
prometido a su marido que le llevaría uno. " No lo compres por aquí, le
digo, están fuera de precio. Yo sé de comercios muy baratos donde
compro los de mi marido. -¿Estás segura? ". No tengo ninguna duda. Me
da las medidas. Encuentro un vaquero de la talla, de corte clásico, azul,
de lo más adecuado, por apenas veinte dólares. " ¡El mismo, con la
marca Levi's, lo habrías pagado por el doble! ". Estoy muy orgullosa de
mí misma.
No se me ha pasado por la cabeza que la etiqueta Levi's pudiese
tener importancia -para mí, quizá no, pero quizá sí para la persona que
regalaba o para la que se hacía el regalo del vaquero.
En París, al verano siguiente, cuando le pregunte a mi amiga si el
vaquero le quedaba bien a su marido, ella me responderá riendo: " ¡Muy
bien, pero figúrate que era made in Maroc, como todos sus vaqueros
hasta hoy! ¡No valía la pena ir a buscarlos a Nueva York! ".
También me río. No sé si percibo en su risa el reproche sutil.
Poco después comencé a fijarme en las etiquetas Levi's en los
vaqueros y a desear un Levi's.
En Nueva York no me he planteado la cuestión. He abusado de mi
autoridad de autóctona. He decidido por mi amiga. Con una idea en la
cabeza: que pudiese ahorrar, ella que no tenía mucho dinero. Lo cual,
según mi forma de pensar, sólo podía alegrarla.
Yo no salgo cara. Me gustan las distracciones baratas: la lectura
(libros prestados de las bibliotecas); la bicleta (en cacharros viejos
comprados por casi nada); las caminatas (con el mismo par de tenis
desde hace siete u ocho años); la piscina (municipal, a dos euros la
entrada); los baños de mar (gratis) en playas nudistas (ni siquiera hay
que comprar bañador).
En treinta años he ido dos veces a la peluquería. Mi pelo natural está
mucho más bonito. No llevo maquillaje -mis ojos son demasiado
delicados. Sólo un poco de rojo de labios, un solo color. Para mi piel seca,
una crema hipoalergénica a trece dólares el bote que me dura casi un
año.
¿Los consejos de belleza de las revistas femeninas? Historias de
charlatanes. Una vez que has puesto el dedo en el engranaje, todo el
brazo va detrás.
Mis únicos gastos son la depiladora Philips que me ahorra las
sesiones, tan caras como dolorosas, en el salón de belleza, y el cepillo de
dientes eléctrico Braun que, con el uso de la seda dental, retrasa el
plazo horriblemente costoso de los implantes para sustituir a los dientes
descarnados.
Siempre me ha costado trabajo coger un taxi, hasta en Nueva York,
donde son baratos; hasta en Praga, donde no cuestan casi nada. Me
parece un gasto superfluo. Prefiero caminar durante horas, de noche,
hasta no poder más. O esperar el metro a la una de la madrugada en
una estación de Manhattan en la que un asiático de ojos enrojecidos se
me abalanza diciéndome que soy la única persona en el andén que
parece normal. Ahora que ya he pagado un dólar y medio de ticket no es
cuestión que salga, ni siquiera para escapar de ese loco. O, mejor aún, a
las doce y media de la noche en París, cuando la estación en la que
contaba atrapar el último metro está cerrada por obras, dirigirme a unos
desconocidos que vuelven en coche: " ¿Perdonen, señores, podrían
dejarme en la estación de metro en la zona alta de la avenida? Esta está
cerrada y tengo miedo de perder el último metro ". Con aire extrañado,
me hacen subir detrás. Me encuentro arrinconada entre dos hombres
maduros de aliento de vino. " ¿Qué hacemos con ella?" pregunta el
conductor después de haber arrancado. Me callo, aterrorizada. No hat
gran cosa que decir: me he lanzado a la boca del lobo.
El coche ya ha dejado atrás hace mucho tiempo la estación arriba de
la avenida. Se pelean por mí. Con los ojos bajos ruego para que gane el
que está a mi favor. De repente se paran y me echan. No sé donde. No
me importa. No quepo en mí de la suerte. Las calles están desiertas, ni
un taxi a la vista. Ni siquiera tengo la seguridad de que lo hubiera
cogido. Conseguí saber donde estaba. Me lleva una hora y media volver
a pie.
Sólo si llevo más equipaje que manos y espalda para sujetarlo me
pago un taxi. Es preciso que sea imposible hacerlo de otra manera.
Prefiero cambiar tres veces de autobús. En cuanto subo a un taxi tengo
la impresión de que me engañan. Los ojos atraídos magnéticamente por
el contador siguen el baile de números. Va muy rápido, ¿no estará
trucado? ¿Ha cogido a propósito el taxista esta calle atascada? ¿Está
acelerando y frenando bruscamente con deliberación justo cuando el
semáforo va a ponerse en rojo? O entonces me digo que de una vez por
todas pagaré lo que haga falta -fijo en la cabeza una cifra importante- y
ya no vuelvo a mirar el contador. A veces, en este caso, me llevo la
agradable sorpresa de un precio menor que representa, con relación a
mi expectativa, un ahorro. En todos los casos me cuesta mantener una
conversación con el taxista, aunque esté lleno de historias fascinantes, y
aún más dejarle propina. Siento por él una sorda hostilidad. A menos que
la tarifa de la carrera esté fijada de antemano; entonces puedo
relajarme. Poco importan la duración del trayecto y los desvíos.
Saqué el carnet de conducir a los veintidós años y a veces he
utilizado el coche de mi madre, pero he tenido que obligarme yo misma:
la idea de un accidente, de un arañazo, de reparaciones costosas, de una
subida de la póliza del seguro de mi padre, de todos esos gastos que
podrían reprocharme, me bloqueaba las ganas.
En cambio mi hermano desde que tenía dieciocho años cogió y
rompió varias veces los coches de nuestros padres. Acumuló sin
escrúpulos las multas que pagaban por él o hacían anular. El coche
existía y él lo necesitaba para salir de noche; lógicamente se imponía
usarlo. Mi hermano es libre -me parece.
He tenido dos coches. El primero cuando tenía veinticuatro años, en la
pequeña ciudad de Estados Unidos donde vivía desde hacía un año. Es
un Chevette azul que compré por cuatrocientos dólares a unos franceses
que se iban. Decidí comprarlo casi contra mí misma, para forzarme a
vivir normalmente, a tener una juventud e independencia: con un coche
podría ir al mar, que me gustaba tanto, tener una vida más fácil para ir
de compras o para ir a la lavandería, y salir de noche. En el sitio en el
que el conductor pone los pies, el antiguo propietario del Chevette había
puesto unas barras de hierro para recubrir un agujero grande en la
carrocería oxidada. Circulando a cierta velocidad tenía que sujetar
firmemente el volante porque el coche se iba hacia la izquierda. Los
frenos no parecían de toda seguridad. Les escribí a los franceses para
decirles que me habían dejado una carcasa podrida que no valía
cuatrocientos dólares. Aceptaron que pagase ciento cincuenta.
Disfruté mucho del Chevette para ir a la playa aquel otoño. Pasé
tardes largas sola leyendo a la orilla y me sentí mayor e independiente.
También utilicé el Chevette para hacer algunas visitas nocturnas a un
antiguo amante.
Empezaron los problemas; me llevaron el coche de delante de mi
casa porque habían limpiado la calle un viernes y yo me había marchado
para una largo fin de semana. Hubo que pagar la multa, el transporte,
cinco días de depósito -doscientos cincuenta dólares, más caro que el
coche- y enfrentarme a unos tipos odiosos que exigían el pago en
metálico cuando yo sólo llevaba tarjeta de crédito, en la no man's land
donde me había dejado un compañero para ir a buscar mi pequeño
Chevette. Luego, una avería en el centro, un sábado a medianoche,
mientras está nevando y tengo gripe. Los que están detrás tocan el
claxon. Me echo a llorar. Acaban ayudándome a empujar el coche a un
lado de la carretera. Dos días más tarde un mecánico me lo pone claro: o
repara el motor por doscientos dólares y después a lo mejor vender mi
Chevette por cuatrocientos o quinientos dólares porque no está en mal
estado, o me lo compra él tal como está por cincuenta dólares.
Era más lógico mandarlo reparar y venderlo, pero yo temía sentirme
tentada a guardármelo para mí y encontrarme enseguida embarcada en
nuevos gastos. Vendí el Chevette a un mecánico por cincuenta dólares:
el precio de una bicicleta.
El segundo coche es un Honda Accord Deluxe que me encuentra mi
marido de ocasión cuando empiezo a dar clase y necesito un coche para
los trayectos entre la universidad y la casita que tenemos alquilada a
orillas del mar.
Ha escogido un coche caro: cinco mil setecientos dólares. Me pone
furiosa. Él me asegura que es un buen negocio. Quiere que circule en un
coche bueno, por mi seguridad. Puede ser, pero soy yo quien paga. Se
van ahí todos mis ahorros americanos. Me importan un bledo los
complementos que trae el coche. Estoy segura de que habríamos
podido encontrarlo más barato. Me digo que es como todos los hombres,
un loco de los coches y los aparatos. Me hace pagar el coche que a él le
gustaría tener. No comprende que desde ese punto de vista yo no tengo
ningún amor propio. Firmo el cheque con los labios apretados.
Es cierto que es un coche bonito. Se conduce con gusto. Tiene
conducción automática y aire climatizado. Es cómodo. Otra vez me veo
mayor, responsable e independiente. Puedo salir sola por la noche si
quiero, traer amigos a casa, ir a buscar a la estación a los invitados de
Nueva York. Es la época en la que somos muy "middle class": la casa, el
jardincillo, los dos coches aparcados en la paralela a la avenida, la nieve
que hay que despejar en invierno.
Un año más tarde me estrello contra un poste de electricidad que
muevo veinte centímetros en el asfalto, transformando el coche en un
acordeón. No llevo el cinturón de seguridad y rompo el parabrisas con la
cabeza. Salgo de esa de milagro: coma, contusiones, cráneo abierto,
nada roto.
El seguro me manda un cheque de seis mil doscientos dólares por el
coche que un año antes había tenido que pagar por cinco mil
setecientos.
Estoy encantada. Esta vez felicito a mi marido y le doy las gracias.
Realmente había hecho un buen negocio. Mi cuenta del banco ha vuelto
a salir a flote con fuerza.
No vuelvo a comprar coche. Me gusta coger el autobús que pasa
cerca de casa, aunque no hay más que uno cada hora, que tenga que
esperarlo con viento y frío, y que recorra en cuarenta y cinco minutos el
trayecto que me llevaba diez minutos en coche.
No consigo hacer grandes gastos si no me hago un razonamiento
adecuado o si esa compra responde a un desafío que me haya lanzado a
mí misma: probarme que yo también sé ser cigarra, que también yo
puedo gozar de la vida. que también yo sé que el dinero sirve para
gastarlo y la ropa bonita para adornar mi cuerpo.
A veces compro sólo por evitar comprar la misma cosa pero más
cara. Compro para precaverme contra el gasto y acabar con el deseo:
cansa mucho pensar día y noche en lo que se codicia.
Puede pasar que reconozca mi error después y que adquiera la cosa
cara tras el sucedáneo barato. Puede ocurrir que mi buen negocio lo sea
realmente.
Yo también conozco la fiebre de las compras, esa pasión femenina
por excelencia. A veces querría tenerlo todo: vestido, zapatos, abrigo,
bolso, sombrero. Todo a la moda, bonito, de materiales buenos: pero por
poco dinero o menos. Como esas casas de muñecas que construía
cuando era pequeña, donde todo parecía de verdad: camitas de cartón
de verdad para las que recortaba sabanitas de verdad y cosía
almohaditas de verdad, mesitas de verdad con platitos de verdad y
mantelitos de verdad… Contemplando mis casas pienso en lo que le
gustaría a cualquier niño jugar con ella. Así, ahora, ante mis hermosas
prendas conseguidas por nada o por menos, copias casi perfectas de las
que valen fortunas, me figuro con orgullo esa imagen mía que se parece
a la que se ve en las revistas y que me ha costado mucho menos cara.
Sin embargo, no me gusta la ropa demasiado barata. Muchas veces
me he dejado seducir por su precio impresionante. La tela no era bonita,
o el corte -y no me la ponía.
Le dije a mi marido: "De ahora en adelante, en lugar de diez trapos
baratos, voy a comprarme uno sólo, elegante y caro, que me va a
cambiar el ropero y me va a poner guapa. -Es una sabia decisión",
respondió mi marido.
Pero las cosas caras también se pueden conseguir de rebajas. Me
parece una estupidez pagarlas al precio inicial.
Ni siquiera lo consigo para mi boda.