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CAPÍTULO I SOCIOLOGÍA DECIMONÓNICA FINISECULAR 1882-1898 En la época de José Asunción Silva, la distinción entre literatura, políti- ca y ciencia (en su caso, la sociología) no era nítida, sino que el tránsi- to y aun el entrabamiento de estas distintas actividades se ofrecía como señal de genio o expresión de carisma. El derecho y la sociología pro- porcionaban una cierta intelección del país. La política comprobaba o desvirtuaba la eficacia de las ideologías. Y la literatura no era sólo el medio de cubrir el discurso sociológico (la retórica del poder) o de engalanar el discurso político (el poder de la retórica en el país de los presidentes gramáticos), sino también el camino más expedito para sacralizar uno y otro con una aureola casi semejante a la de un dios o su oficiante 1 . No se trata sólo de que el estadista Rafael Núñez se (re)presente aún hoy en los versos del Himno Nacional y se prolongue al compás marcial de su música. Allí, por supuesto, se ensancha sin freno una poesía que bien mereció la temprana irrisión de Baldomcro Sanín Cano (Sanín Cano, 1977: 44; Jiménez, 1992). Y salvo, acaso, por algu- nos versos de otros poemas que lo hubieran podido salvar ("para to- dos vileza y heroísmo, ignorancia y sapiencia en el dolor": Liévano: 413), el profílico poeta-presidente más bien corrió el riesgo de exten- der sus ripios a la política y no menos a la sociología. Por pensador y filósofo ha pasado a la historia el "emperador coste- ño" (Liévano), como sus críticos lo llamaban con evidente resentimien- to cachaco. Pensador y filósofo ¿hasta dónde? Sin negar méritos y sin 1. Es la tan estudiada condición de los poetas gramáticos, propia del fin del siglo y que ha sido muy bien comprendida en la exquisita parodia novelesca de R. H. Moreno-Duran (1987).

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C A P Í T U L O I

S O C I O L O G Í A D E C I M O N Ó N I C A F I N I S E C U L A R

1882-1898

En la época de José Asunción Silva, la distinción entre literatura, políti­ca y ciencia (en su caso, la sociología) no era nítida, sino que el tránsi­to y aun el entrabamiento de estas distintas actividades se ofrecía como señal de genio o expresión de carisma. El derecho y la sociología pro­porcionaban una cierta intelección del país. La política comprobaba o desvirtuaba la eficacia de las ideologías. Y la literatura no era sólo el medio de cubrir el discurso sociológico (la retórica del poder) o de engalanar el discurso político (el poder de la retórica en el país de los presidentes gramáticos), sino también el camino más expedito para sacralizar uno y otro con una aureola casi semejante a la de un dios o su oficiante1.

No se trata sólo de que el estadista Rafael Núñez se (re)presente aún hoy en los versos del Himno Nacional y se prolongue al compás marcial de su música. Allí, por supuesto, se ensancha sin freno una poesía que bien mereció la temprana irrisión de Baldomcro Sanín Cano (Sanín Cano, 1977: 44; Jiménez, 1992). Y salvo, acaso, por algu­nos versos de otros poemas que lo hubieran podido salvar ("para to­dos vileza y heroísmo, ignorancia y sapiencia en el dolor": Liévano: 413), el profílico poeta-presidente más bien corrió el riesgo de exten­der sus ripios a la política y no menos a la sociología.

Por pensador y filósofo ha pasado a la historia el "emperador coste­ño" (Liévano), como sus críticos lo llamaban con evidente resentimien­to cachaco. Pensador y filósofo ¿hasta dónde? Sin negar méritos y sin

1. Es la tan estudiada condición de los poetas gramáticos, propia del fin del siglo y que ha sido muy bien comprendida en la exquisita parodia novelesca de R. H. Moreno-Duran (1987).

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caer en la nostalgia en favor de la Constitución de Rionegro, propia de la vocinglería de los radicales humillados estilo Vargas Vila, habría que decir que de Núñez (y de Caro) procede esa modernización sin modernidad o esa modernidad a medias que tanto pesa como mala sombra sobre el país.

Más adelante se verá en qué medida la aureola de pensador y de filósofo de Núñez fue propagada no poco y con no poca malicia por los dos mejores poetas del modernismo, agradecidos o necesitados de su mecenazgo, aparte de haber sido consecuencia del propio cultivo por parte de Núñez de la meditación y de la retórica, y en especial de una oratoria que abunda en la metáfora de lo sacro.

Por ahora conviene volver a la sociología decimonónica finisecu­lar. Lo que recibía tal nombre era parte de la formación ideológica del abogado, luego refinada por el ejercicio empírico del poder y de los viajes, o por los destinos ajenos a ella (como en el caso de Rafael Núñez, que fue, antes que nada, un político de profesión), o por el conocimien­to que se deriva del comercio o de las finanzas (como ocurrió con Sal­vador Camacho Roldan y Miguel Samper, que, siendo abogados, aguza­ron su conocimiento del país gracias a la información que procede del ejercicio constante de la actividad económica), o por el interés social por la lengua y la filosofía que casi siempre sólo podía ampararse en el Estado (Miguel Antonio Caro en Colombia o Andrés Bello en Chile, a diferencia de los exiliados Rufino José Cuervo y Ezequiel Uricoecheá).

Dos fueron las fuentes principales del pesamiento jurídico en el siglo xix: en la vertiente liberal predominó el utilitarismo de Bentham, con su máxima de "la mayor felicidad para el mayor número", mien­tras que en la conservadora sobresalía el derecho romano, con su prin­cipio de orden fundado en la sacralidad orgánica del Estado y en la católica idea medieval del bien común. A estos fundamentos de la primera mitad del siglo deben sumarse algunas ramificaciones decisi­vas en la segunda.

En la tradición utilitarista, una variante fue expuesta por Florenti­no González y otra por Salvador Camacho Roldan. En el conservatis-mo, el derecho romano se perfeccionó con el neotomismo, centrado en el bien común deducido de un principio divino y encarnado ante todo en la figura del hispanófilo y ultramontano sabanero Miguel

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Antonio Caro. Rafael Núñez, por su parte, debió realizar una crítica tanto a Florentino González como a Salvador Camacho Roldan, para culminar en esa mezcla tan singular de evolucionismo cuasiteológico, liberalismo social y neotomismo que significó su alianza con Caro.

Así como el pensamiento de Núñez predominó de una forma cen­tenaria en el siglo pasado, el de González había sido determinante en la segunda mitad del antepasado, hasta que Núñez lo eclipsó. Si no fuera por una especie de incuria ideológica aún patente, se vería de qué modo el neoliberalismo hoy predominante podría retrotraerse —por lo menos en Colombia— hasta la figura de Florentino González, a quienes algunos podrían alzar contra Núñez, si tuvieran visión his­tórica, como figura tutelar de la Constitución de 1991, que volvió a la descentralización, a las libertades individuales y al aminoramiento del papel del Estado, si bien no al modo tan exagerado como se había plasmado en la Constitución de 1863, la más romántica de una serie de variantes descentralistas producidas en esa década, con raíces en los experimentos frustrados de la llamada Patria Boba2.

Formado en esa asimilación santanderista tan singular de un ben-thamismo adosado, sin embargo, a un país que conservaba en mu­chos aspectos el orden borbónico (patronato y monopolio del tabaco, entre otros), Florentino González, que había sido, como Mariano Ospi­na, conspirador contra Bolívar, fue también, como aquél —y más allá uno y otro del legado de Santander y de Bolívar— artífice de los nue­vos partidos: el primero, del liberalismo y el segundo, del conservatis-mo.

Florentino González relató en 1840, en el prólogo a su libro Elemen­tos de ciencia administrativa, de qué modo habían pugnado en él tradi­ciones del derecho francés y español, convergentes ambas en el centra-

2. Ironías de la historia: el centenario de la Constitución de 1886 se celebró con la entrada en vigor del Acto Legislativo N°. 1 de 1986, que establecía la elección popular de alcaldes, con lo cual se establecía un caballo de Troya en la tradición centenaria. Ello fue producto de la iniciativa de un gobierno conservador. Otra iro­nía: la posesión del presidente Gaviria —el más neoliberal, y además patrocinador de una Constitución que acabaría con el dictado, aunque no con el espíritu nuñista— se hizo a espaldas del Capitolio, a la sombra de la estatua de Núñez.

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lismo, con un sentimiento discorde que lo llevaba sin guía a intuir la desventaja de dichos derechos, en favor de una mayor iniciativa muni­cipal y regional. Hasta que Tocqueville, su antorcha3, le ofreció un modelo diferente.

Se trataba, por supuesto, del primer tomo del libro clásico del francés, La democracia en América, publicado en Francia en 1835, ya que el segundo —más denso y sin duda más sutil y crítico, por ejem­plo, de la dictadura de la mayoría— saldría sólo en 1840. De dicha in­fluencia quedan huellas primerizas en los artículos de Florentino Gon­zález "Un gobierno federal para la Nueva Granada" y "Federación" (1838, reeditado en 1981:389-406). No deja de ser revelador que González no hubiera expuesto con amplitud su pensamiento hasta 1840 en el libro aludido {Elementos...; todavía no reeditado, para muestra de la po­breza ideológica actual), el mismo año de la muerte de Santander, quien debió sorprenderse no poco con aquellos ensayos.

Más tarde, como ministro de Hacienda de Mosquera, Florentino González llevó a la práctica sus convicciones. Luego, en 1853, su con­frontación inicial con Rafael Núñez sobre el federalismo sería sinto­mática de la división ideológica ("Federación", en El Neogranadina, 25, 11,1853). Ya desde entonces éste se apartaba un poco del radicalis­mo al descreer de uno de sus dogmas, el de la federación, como lo hará más tarde de otros.

Entre tanto, el propio Florentino González debió pagar el costo político de todo reformador económico, tanto más siendo liberal a ultranza: asociado a la pauperización de los artesanos, consecuencia lógica del "dejar hacer, dejar pasar" y convertido en chivo expiatorio por los mismos que abrazaban con gusto tal doctrina, González no tendría futuro político ni en el radicalismo ni en el conservatismo, que no obstante asimiló muchas de sus ideas. De ahí su exilio en Chile y en Argentina, donde dejó una extensa obra, todavía no recopilada.

3. Florentino González (1981): "En medio del conflicto en que me encontraba, por la convicción de que lo que había estudiado y enseñado no tendía a conseguir el objeto que se propone la legislación administrativa, llegó ahora tres años a este país la obra preciosa de Mr. De Pocqueville: la leí, la medité; y ella fue para mí una antorcha que me condujo a un campo de investigaciones que me era desconocido."

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Ya en la temprana denuncia de Núñez sobre el efecto deletéreo del federalismo se había expuesto una inquietud teórica y práctica que ha sido esencial en la reflexión contemporánea sobre el utilitaris­mo: el llamado problema del orden.

Dado que en un sistema estricto de utilitarismo se presupone que cada individuo persigue de modo racional y libre su propio fin, la con­secuencia que se deducirá —puesto que hay escasez y que los otros pueden aspirar a lo mismo y por tanto servirse de la razón para trocar a otros sujetos en medios— será la lucha de todos contra todos, como había quedado demostrado siglos antes en la argumentación de Tho­mas Hobbes.

Por su atomismo, el utilitarismo debe ceder a algún principio de orden, sea el de un soberano que se sostenga por la fuerza, sea el de un pacto civil, sea el de una armonía preestablecida. Otra probabilidad consiste en que dicho sistema cambie o niegue sus presupuestos, en particular los relativos a la libertad individual y a la racionalidad de la acción, en cuyo caso el pensamiento asume una modalidad no utilita­rista, sea el positivismo en cualquiera de sus variantes (que destacan la selección natural y la adaptación al medio), sea el idealismo (que funda el orden en la comunidad de ideas).

Como lo demostró el sociólogo Talcott Parsons —y ello se puede aceptar sin necesidad de asumir todas sus ideas—, la sociología contem­poránea procede de una solución al problema allí planteado, vía Émile Durkheim, Max Weber, Wilfredo Pareto o el mismo Sigmund Freud.

Frente a tales dilemas, las opciones en Colombia fueron de muy diversa índole: menos teóricas que pragmáticas y eclesiásticas, no obs­tante apuntaron a lo que se ha denominado —quizás con cierto exce­so— una "sociología americana".

Una de las más lúcidas fue la expuesta por Salvador Camacho Roldan el día de la inauguración de la enseñanza de la sociología en la Universidad Nacional, el 10 de diciembre de 1882, en una conferencia que suscitó un cruce de ideas con el conservador Tanco Armero y con Rafael Núñez, muy sintomática del modo como las reflexiones socio­lógicas e ideológicas entretejerían la futura Constitución.

El pensamiento de Salvador Camacho Roldan, allí condensado, no era un retorno al simple benthamismo ni una reedición de Florenti-

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no González. Si se nutría de ambos, los refundía en forma ecléctica en una versión del positivismo que no era por fuerza la de Comte —como su crítico lo dirá— aunque cite y use a Comte, como cita y usa a Spencer.

Hay que decir que ya el mismo radicalismo había corregido uno de sus más grandes errores (entre tantos), que había consistido en de­cretar la absoluta libertad de enseñanza, so pretexto de que las univer­sidades eran un monopolio semejante al del tabaco o al del patronato. Rectificaciones necesarias fueron el establecimiento de la Universi­dad Nacional en 1867 y el impulso a las escuelas normales en 1870.

Menos ingenuo, entonces, el radicalismo postulaba la educación laica como principio de integración nacional, es decir como solución al problema del orden. Aunque, por supuesto, no se lo mencionara en aquel momento porque no se lo conocía, tal era el proyecto en Francia de Émile Durkheim, quien además insistía —como lo hacía Salvador Camacho Roldan— en el papel de las asociaciones como mediadoras entre el Estado y la sociedad. Un Estado que, empero, en el radicalis­mo, era más humo y ceniza que institución real.

En Salvador Camacho Roldan y en los radicales había un excesivo optimismo, no poco utópico, sobre la fuerza integradora de la educa­ción en un país que ya mostraba los efectos fatales de una tremenda aminoración del Estado frente a caprichos individuales o regionales.

Salvador Camacho pensaba la educación como contrapeso a la idea de que "una sola religión y una sola raza" fueran "condiciones esenciales de nacionalidades perfectas" (Camacho: 55), según se entenderá a partir de la Constitución de 1886 y, en particular, a partir del concordato fir­mado en 1887. El Estado se resumía, para Salvador Camacho, en "la comunidad de derecho y de la libertad individual" (Camacho: 65).

Camacho presentaba la sociología como una ciencia que era casi la panacea que podría remediar el caos mediante una comprensión racional de los fundamentos de la nacionalidad, comprensión casi equivalente al salvífico "plan" de José Fernández en la novela de Silva. Una nacionalidad que entendía como algo frágil en la lucha a muerte entre las naciones, la cual asumía en su tiempo la modalidad de domi­nio técnico. Por carecer de éste habían fracasado las exportaciones de tabaco, añil y quina, fracaso que a la postre explicaría el colapso del radicalismo.

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"Quedarse atrás en la carrera de las ciencias es morir" (Camacho: 71), sintetizaba Camacho en una expresión que revela el agonismo de la época y que podría explicar ciertos ecos miméticos en la novela de Silva.

Educación, ciencia y técnica serían el principio de orden de un sistema que por lo demás conservaba muchos de los postulados clási­cos del utilitarismo y del liberalismo individualista: separación de Igle­sia y Estado, libertades del ciudadano, fomento de asociaciones, sub­ordinación del ejército al gobierno civil y aceptación de la pluralidad étnica como una condición favorable a la nación. Insistía en una pau­latina adaptación de la población al medio geográfico tropical, como ya lo había expuesto Francisco José de Caldas, en una de las más lúci­das expresiones del positivismo, en su ensayo "Influencia del clima sobre los seres organizados" (1942: 42-46 y 62).

Tales principios parecerían contemporáneos si no fuera porque la Constitución de 1863 —hay que insistir en ello— se había fundado sobre un exceso: el debilitamiento máximo del Estado, exceso que, a tenor de nuestros dilemas históricos, apuntaría a su remedio con otro exceso: el centralismo de la Constitución de 1886.

Ya antes de la conferencia de Salvador Camacho, Rafael Núñez se había ocupado de la "sociología". En un artículo periodístico con tal título, fechado en julio 21 de 1881, había atisbado las limitaciones del anterior orden, sin reparar acaso en que él mismo se aprestaba a incu­rrir en algo semejante: "Se pasó, pues, de un extremo al otro; del exce­so de comprensión al exceso de libertad" (1944:19).

Dos años más tarde, Nuñez responderá en forma oblicua a la con­ferencia sociológica de Salvador Camacho Roldan. Entre los dos libe­rales, situados a poco en distintos bandos, pese a una alianza efímera, se había interpuesto un artículo de Nicolás Tanco Armero, aparecido el 23 de enero de 1883 en el periódico El Conservador.

Tanco Armero se burlaba de la "metempsicosis sociológica" y del materialismo del ensayo de Camacho Roldan, de la reducción de la sociedad a un conjunto agregado y no orgánico, de la subestimación del elemento moral y religioso, de la mezcla étnica ("pero protesta­mos contra la fusión con razas inferiores"), del sufragio universal, de la no ponderación de la familia y de la religión como fundamentos de

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cohesión social y de la omisión explícita de Dios o de Cristo como fundadores de la civilización. Y concluía con la recomendación de de­sechar a la sociología por inexacta y perjudicial.

Es evidente que la posición de Tanco Armero no era más que una caricatura del pensamiento católico que, con mayor solidez y elocuen­cia —sería necio negarlo— había labrado Miguel Antonio Caro. En una crítica temprana al utilitarismo, Caro había descubierto las incon­sistencias lógicas de tal sistema, arriba señaladas, y había demostrado su deficiencia como medio efectivo para producir un orden social duradero (Caro, 1962; Jaramillo Uribe, 1982).

Pero si la crítica de Caro al utilitarismo puede juzgarse como bien fundada a la luz del pensamiento actual, en el sentido de que para producir un orden social son necesarias creencias socialmente legiti­madas e incorporadas por la educación en el individuo, su solución, en cambio, no puede hoy menos que reputarse como arcaica: pues mientras el Estado moderno se basa sin falta en la separación de sí mismo de la Iglesia, Caro propuso la adhesión, con el poder del Esta­do, a un tipo determinado de creencias, las católicas, que por ello fue­ron monopólicas. Y con ello vinieron la inquisición y la aduana del pensamiento, por ejemplo con la asimilación del darwinismo, que no pasó de una pose pese a la sociología spenceriana refugiada en el Exter­nado y en la Universidad Republicana durante la Regeneración (Bece­rra, 1993 y 1995).

Caro y la hagiografía sobre Caro han incurrido en una falacia que la más elemental "gramática" de la sociología registra en su abeceda­rio: no aceptar como indispensable ninguna función o institución de la que se pensara con plausibilidad que pudiese ser desempeñada por otras alternativas o por equivalentes funcionales. Y ello con el fin de no confundir "lo existente con lo inevitable" (Merton).

Bajo esta luz cobra todo su sentido la picardía e incluso, se diría, la coquetería de la respuesta de Núñez a Tanco Armero. Picardía, por­que si en apariencia se trataba de una defensa de Salvador Camacho Roldan, en el fondo no era más que otra estaca clavada contra él y, a través de él, contra el radicalismo. Coquetería, porque si en la superfi­cie parecía oponerse al fácil blanco de Tanco Armero, en el fondo emitía una señal de posibles acuerdos con Miguel Antonio Caro.

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Malabarismo de un radical desengañado de la Presidencia que acababa de dejar, y que ya exploraba otra coalición ideológica y parti­dista con visos canónicos: la que lo llevaría a la fundación del Partido Nacional.

Menos entusiasta por la ciencia que Camacho Roldan o, en todo caso, más impuesto de sus límites, Núñez la concebía como un saber probable, en lo que no se equivocaba, si no hubiera sido por su exage­rada insistencia en ello, que rozaba el desaliento. Otro tanto decía de la sociología, que —insistía según una lectura muy suya del modelo de Spencer, distinta en su tono a la de Salvador Camacho— es siem­pre provisional y está sujeta a ensayo y error.

Pero al tiempo que afirmaba la validez del precario conocimiento sociológico, se empeñaba en mostrar no sólo que ningún saber ofre­cía un sucedáneo a la religión (como hubiera podido ser la intención de Comte y de todos aquellos que endiosaban la ciencia), sino que incluso en el saber del no saber se podría acordar con Dios.

En el texto se advierte la pronta caída del "pensador de El Cabrero" en sus tópicos reiterativos sobre las dudas, el misterio, el sentimiento religioso, "el origen misteriosamente velado", "las alas y el aliento". Son los ripios del poeta, que —como se verá más adelante— introducen en su sociología y, peor aún, en la política, demasiado incienso, un incienso que si está bien en la novela de Silva, De sobremesa, donde se acompasa al humo del cigarrillo y a las correspondencias propias del simbolismo, pronto se torna en humareda si la metáfora se extiende al cuerpo social, en señal de sacrificio.

Se pudiera decir que Núñez asumía una posición ya establecida por Kant un siglo antes ("Me ha sido necesario criticar el saber para dar lugar a la creencia"4), si no fuera porque entre nosotros la aspira­ción al saber ha sido siempre más precaria que el rezo o porque la vocación fáustica, por ejemplo la expuesta en la novela de Silva (voca-

4. En el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura : "Ich musste

also das Wissen aufheben, u m z u m Glauben Platz zu b e k o m m e n " (Kant, 1974). La

diferencia radica nada más ni nada m e n o s que en el significado de aufheben, que

casi toma ya, en Kant, un sent ido semejante al "superar conse rvando" de Hegel. Del

mat iz dependen la opciones del posi t ivismo o del idealismo.

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ción que era la misma de Caldas o que, en cierto modo, iba a ser la del lamentado Uribe Uribe) se tornó pronto, en Colombia, en tragedia, magnicidio, asesinato, suicidio o exilio. Hay que decirlo con franque­za: el positivismo en Colombia fue, en el siglo xix, muy indigente y el radicalismo fue más ingenuo que radical.

Por supuesto: en Núñez hubo grandes atisbos e iluminaciones que lo hacen merecedor de encomio. Como ninguno, captó el proble­ma del orden: "¿Y por qué no se ha podido fundar el orden? Éste es el gran problema sobre que debemos discurrir con fría e inexorable fuerza de razón, es decir sin precauciones ni reticencias".

Su estadía en Inglaterra le fue de no poco provecho, debido a su pertinacia en el estudio, virtud ostensible en Núñez. En un momento previo a la unificación estatal de Alemania, o a la reforma Meiji en el Japón, o a la gran transformación de los Estados Unidos subsiguiente a la guerra civil —también comprendida por Salvador Camacho Rol­dan—, Núñez pudo concluir como ninguno que, sin un Estado real, la nación es tan precaria como lo pueden ser "la comunidad de dere­chos y de la libertad individual".

Él observó con sutil perspicacia, frente a Florentino González o frente a Salvador Camacho Roldan —y ello aún es válido hoy—, que el liberalismo económico, el "dejar pasar y dejar hacer", era la mayoría de las veces una política más de exportación a los otros países, a los ingenuos o débiles, para que abrieran sin restricción los mercados, que algo que aplicaran a sus propias aduanas los Estados europeos. Y pudo juzgarlo nada menos que en la misma Inglaterra. Con toda razón con­cibió que sólo un Estado fuerte (algo que no se define por su tamaño sino por su eficiencia) podía ser condición de la soberanía y por tanto de la misma libertad individual. Y ello debía plasmarse en un efectivo control económico, político, militar, jurídico y cultural sobre el terri­torio.

Por supuesto, chocaba a una mentalidad de tenderos que el Esta­do favoreciera la industria o el trabajo nacionales mediante una cuida­dosa política arancelaria y orientara las transacciones internacionales con ensayos, tan fallidos por lo demás debido a la corrupción y a la guerra, de erigir una banca central contra la dispersión de pequeños bancos que no eran otra cosa que montepíos de prestamistas.

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Anticipatorio fue también el liberalismo social de Núñez, quien intuía el papel del Estado como una entidad social de derecho, favora­ble a la mediación de los conflictos sociales. Con perspicacia registró, en la segunda mitad del siglo xix, el surgimiento embrionario de un Estado benefactor, avizorable en la política de Bismarck, en las luchas de clase obrera, en la novedosa política social de la Iglesia, expuesta por León xm, o en la afirmación progresiva de los derechos sociales (trabajo, vivienda, salud, educación).

Sus advertencias sobre la debilidad del Estado y las secuelas que ello podría generar sobre la situación de Panamá fueron tan proféticas como impotentes.

Lo anterior cifra toda la grandeza y toda la limitación de Núñez. Su diseño teórico y sus anticipaciones fueron por lo general superio­res a la acción, muchas veces torpe, sobre todo cuando no dependía de él o cuando a las pasiones de los otros mezclaba las suyas.

Un solo detalle bastará para explicar la impotencia política y la incuria y penuria de la acción, que no poco menguaron cuanto de genial había por cierto en su concepción política y psicológica. Casa­do en primeras nupcias con una dama panameña —de donde extrae­rá su feudo político, como lo harían Camacho Roldan y el mismo Caro—, su querella matrimonial se transformará en una cuestión de Estado, hasta el punto de que su separación de la panameña (decidida al cabo de la muerte de ésta) pudo convertirse en símbolo anticipatorio de esa otra separación de cuerpos y de bienes significada en la sece­sión del istmo, favorecida por la degeneración de la Regeneración luego de la guerra civil finisecular.

No todo se reduce, sin embargo, a síntomas premonitorios o a extrañas "correspondencias" en la política, para emplear el lenguaje del simbolismo.

Necesitado de legitimar su matrimonio civil con doña Soledad Román, viva o muerta su primera consorte, cuántas piruetas no obscurecieron su acción política, como aquella, tan decimonónica por lo demás, de nombrar como gerente del Banco Nacional o ministro de Hacienda al hermano del arzobispo de Bogotá, de la familia Paul. Y ello sin mencionar todos aquellos toma-y-dacas que conducirían a la orden Piaña, al concordato y a la cesión del poder a alianzas matrimo-

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niales —el imán de las hermanas— que se suceden en la Presidencia y en las prebendas físicas y "matafísicas".

Dote tan costosa no hubo nunca, salvo acaso aquella que cediera en 1893 el presidente Carlos Holguín a la reina de España, llamada por él su "madrina", como una señal del nuevo matrimonio, o contuber­nio, de una monarquía y de una república que quería parecerlo: el tesoro Quimbaya'.

Y ello al calor del llamado cuarto centenario del descubrimiento de América y al tenor de los éxitos y fracasos de Lesseps en la cons­trucción del Canal.

La época parece signada en muchos sentidos por la endogamia política, por el nepotismo, por el peso de la herencia y por la obnubi­lación hegemónica de la voluntad de poder.

El escritor R. H. Moreno Duran captó con sutileza, en la novela Los felinos del canciller, todo cuanto había allí de conscupiscencia de la lengua y del poder (poder de la retórica y retórica del poder en el ejercicio del lecho) y mostró bien en la ficción cómo la filología y la genealogía que descienden de allí desembocaron por fuerza en el fue­go y en la ceniza del 9 de abril, en una entropía sin remedio.

¿Cómo explicar tal relación entre política y familia? Ninguna teo­ría sociológica ha podido captar con tanto poder de revelación el dra­ma del Estado en América Latina como lo hizo en la literatura Jorge Luis Borges, se diría que al pasar, en uno de sus relatos en apariencia episódicos. En Historia del tango dejó escapar en una nota de pie de página, digresión a una digresión, esta belleza aplicable a la Colombia decimonónica, finisecular y premilenarista: "El estado es impersonal; el argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho, no lo jus­tifico o lo disculpo" (Borges, 1974).

De allí que todas aquellas épocas políticas —radicalismo, Regene­ración y cuantas les han seguido: republicanismo, república señorial, república liberal, dictadura, Frente Nacional— no puedan pensarse

5. El tesoro forma parte en la actualidad del Museo de América, en Madrid, en la sección 4.3.

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más que como sombras aún no lúcidas y que el Estado nacional aún no haya hallado su clave, por lo cual todavía es, para infortunio de propios y extraños, un rey de burlas (la metáfora vale por todo cuanto aún persiste de monarquía o de virreinato).

Tales sombras se revelaron, empero, como poder de eclipse tran­sitorio en el destino de Silva.

Causa piedad leer las páginas dedicadas a Núñez por el poeta ini­ciado por Mallarmé y ver en su trasluz crepuscular de qué modo se asombra ante la aparente iluminación del otro (ambos unidos en el ocaso), en las tres visitas que le hizo Silva a Núñez en El Cabrero, un mes antes de la muerte de éste, a instigación de una madre y de una hermana que, al aferrarse con desespero al subrogado heredero quebra­do del padre, no hicieron más que sumarse al coro de quienes con alguna envidia ahogaban a quien más pensaba en la salvación propia, familiar y colectiva.

La penuria del poeta lo obliga a veces a pedir un mendrugo del poder, como ocurrió también con Rubén Darío, nombrado por Núñez cónsul de Colombia en Buenos Aires, hecho que honra al cartagenero y que fue bien compensado por un hermoso pero picarísimo poema del modernista, que más adelante se someterá a cierta deconstruc­ción.

Núñez fue autor de uno de los tres poemas latinoamericanos a Moisés que una lectura rápida ha permitido identificar . El regenera­dor, que con frecuencia se refería a los demás como entregados a la adoración del becerro de oro, acudía a la poesía como forma de sacra-lizar su propia imagen, que entonces no requería —ah tiempos al cabo— de otra publicidad que la poesía para aquilatarse. Y nada me­jor que el artificio poético de hacerse metáfora o alter ego de uno de los mayores fantasmas de la historia, Moisés.

6. Rafael Núñez, Poemas (1889). Uno es el poema "Moisés salvado de las aguas (imitación de Víctor Hugo)", de Andrés Bello: "humilde cuna ha de salvar el mun­do" (poema centrado, por tanto, en la infancia de Moisés), en Antología de poetas hispano-americanos, n, pp. 348-352. El otro es de Valencia y, no por azar —según una lectura atenta de ciertas "correspondencias"—, se dobla en dos sonetos: la "Es­tatua" y el "Símbolo", ambos en Ritos.

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Sin embargo, con todos sus altibajos, Núñez se queda —aunque visionario— en el promontorio, cementerio o lugar común del siglo xix, mientras que el poeta que en su mimesis se figuró como el otro y el mismo, camuflado, en una sutil transferencia de Núñez, bajo el pro­tagonista José Fernández, llamado "a modificar en él una vasta expe­riencia de sociología experimental", legó a los colombianos la brizna de modernidad que salva al siglo xx colombiano de la medianía.

Colombia, más que México —tal como lo pinta Octavio Paz— es un país agónico, un país menos con gracia o con musa que con duen­de. En ninguna parte de América Latina o el Caribe es el destino tan latente o laberíntico como ocurre aquí, en la nación que, tras muchos caprichos (españoles y sajones), se nombró en homenaje a Colón. El duende, en sus versiones populares, rezuma expiración por donde se lo observe y significa el doble duelo de una muerte sin duelo o sin dolientes.

Reflexiónese a propósito sobre Silva y su duende. Silva como un enigma, Silva como una esfinge de Colombia, Silva como una gran interrogación nacional.

Primero: Silva tiene duende, mientras que Rafael Núñez apenas mostraría, cuando más, musa, y Miguel Antonio Caro acaso exhibie­ra algo de ángel.

El pobre Núñez —el del himno, el de la Constitución— ha eclip­sado por más de un siglo a Silva, y acaso en ello se cifre el misterio de por qué el poder ha hecho que la creación sea una sola sombra larga.

Núñez quería pasar por poeta y de hecho publicó sus poesías (Núñez, 1889), mientras que Silva, que no las reunió nunca, en verdad fue un poeta.

Rubén Darío (1979) —quizás él sí el ángel del modernismo— dijo en prosa y en verso por qué Núñez —quien, como se dijo, lo nombró cónsul de Colombia en Buenos Aires y alcanzó así una gracia como mecenas— careció de duende o de ángel, y aun de musa misma, en un poema escrito como obituario al enterarse de la muerte del pro­hombre.

El pensador llegó a la barca negra; Y le vieron hundirse en las brumas del lago del Misterio

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PEREGRINACIÓN EN POS DE OMEGA

Los ojos de los Cisnes.

Su manto de poeta

Reconocieron los ilustres lises

Y el laurel y la espina entremezclados

Sobre la frente triste.

A lo lejos alzábanse los muros

De la ciudad teológica, en que vive

La sempiterna Paz. La negra Barca

Llegó a la ansiada costa, y el sublime

Espíritu gozó la suma gracia;

Y ¡oh Montaigne! Núñez vio la Cruz erguirse,

Y halló al pie de la sacra Vencedora

El helado cadáver de la Esfinge.

Juzgue el lector si la poesía no es un sagrado oficio: en apariencia no hay nada en el poema obituario que no sea alabanza a Núñez. Y, sin embargo, el poeta no se regala en el elogio sin denunciar bajo él su propia y terrible sentencia. Pues ¿qué significa "su manto de poeta / reconocieron los ilustres lises?" Si la gramática da para que, por la metáfora, no se reconozca más poesía que la propia de los lises o li­rios, que atestiguan —según esta visión— en el recién llegado el manto de poeta y si es el mismo Núñez quien se inviste del manto del poeta, no queda bien parado, porque se enuncia de esa forma la condición exterior de la poesía en Núñez, su ser algo menos que musa, algo que —manto— se quita y se pone e incluso sirve como disfraz o rebozo, y funge como es-finge (un fingir ser), según el remate del poema.

Otra maravilla de picardía del poema: sabiendo lo que significa en los términos coloquiales del Caribe colombiano "la costa", ¿qué ha de entender un crítico con el mínimo sentido común cuando el sibi­lino y burlador Rubén Darío diga que "la negra Barca llegó a la ansia­da costa"?

Pero éstos son apenas dos ejemplos de la posible burla (conscien­te o inconsciente, ¡qué importa!) del poeta al poetastro. Otros son la referencia libresca o académica en la agonía (a Montaigne, por el es­cepticismo), la mención al helado cadáver y el retruécano de la negra Barca, la barca negra.

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Pero, además, advierta el lector que si Darío habla de la "ciudad teológica" (por supuesto, Santafé de Bogotá con sus treinta y tantas iglesias y sus correspondientes atrios y altozanos) como sede de la "sem­piterna Paz", en el mismo verso alude a la "negra Barca" (la de Caren­te), por lo que la paz de la capital lo es de fachada; dicha paz significará más bien la "paz de los sepulcros", la paz que, por mor de la Constitu­ción de 1886, recubrirá como melifluo e hipócrita arrullo de falsas palo­mas las distintas violencias que en Colombia han sido desde entonces.

Debe considerarse a Silva como el duende que "da un sentido más puro a las palabras de la tribu"—según la expresión de Mallarmé—, aquel en quien esa tribu colombiana, tan plena de tribus parciales con tan poca religatio o con tanta negligencia —hoy sumida con su potlatch, en el maelstrom de la tribu o aldea mundial— halló su máxima expre­sión, donde aquella se enuncia con la más elemental percepción de su condición permanente en términos de su deriva infinita.

O se podría juzgar a Silva en los términos de otro poeta trágico, Hólderlin, cuando dice: "¿Para qué poetas en tiempos de miseria? / Pero son, me dices, como los santos sacerdotes del dios del vino / que vagan de país en país en la noche sagrada".

Vagar en la noche (o en la sombra) es lo propio del duende o del chamán, que cuidan del día.

Tanto es enigma Silva, que hace poco se ha publicado una excelente biografía, muy documentada, fruto de quince años de trabajo, que afirma que con Silva se cometió un asesinato (Santos Molano, 1992). Y aunque las pruebas no sean concluyentes (¿cómo podrían serlo?), la biografía devela a las claras la urdimbre de una auténtica persecusión, hasta tal punto que, a la larga, se tornaría irrelevante saber cómo la violencia decimonónica y finisecular cumplió su cometido cebándo­se en un chivo expiatorio.

Ricardo Cano Gaviria protesta y dice que no debería privarse a Silva de un acto poético como el suicidio (1990). Que ha sido, por lo demás, algo frecuente en América Latina si se acepta que se registró por lo menos medio centenar de poetas suicidas en esta región durante el pasado siglo.

Añade Ricardo Cano que, de todas formas, en el suicidio hay una violencia dirigida contra sí mismo. E Ilustra el asunto con la Divina

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comedia, que junta en los cantos xn y xm del Infierno, en un mismo ámbito, a los violentos contra otros y a los violentos contra sí mismos.

Una violencia que está enlazada con toda la urdimbre del infierno que finje ser muchas veces Colombia, un infierno que, a diferencia de la Divina comedia, parecería no dejar vislumbrar ni purgatorio ni paraí­so. Por lo que no es difícil bajar como Dante a tal paraje, pues se está en él, uno mismo es él. Por lo demás, la comparación no es estrambó­tica, comoquiera que la atmósfera de secesión que ha vivido Colom­bia es no poco semejante a la que viviera Dante en su exilio.

¿Cuáles son ese tramado y esas semejanzas? En la parte más pro­funda del Infierno, dice Dante, están aquellos que han cometido peca­dos racionales, los que se hacen a sabiendas, entre ellos el engaño.

¿De qué modo se deja ver en Silva la urdimbre nacional del enga­ño? Silva era descendiente de la familia de Santander. La bisabuela de Silva era prima del general. La herencia del abuelo de José Asunción —en la cual se incluía la hacienda de Hatogrande, una propiedad con­fiscada a un eclesiástico (pequeñas simonías nacionales) para pagarle servicios a Santander—, hoy patrimonio de la Presidencia de la Repú­blica— le fue escamoteada al padre de Silva por argucias de leguleyos, los Silva Fortoul, que incluso quizás emplearon el crimen, como en cualquier tragedia de Shakespeare, para hacerse a una herencia que hoy significaría algo así como mil quinientos millones de pesos (San­tos, 1992).

¿Cómo extrañar, entonces, que el poeta exprese en su poema "Al pie de la estatua" (Silva, 1979: 46) como duende, la voz de la tierra, la entraña de los muertos —el duende de Bolívar, para él— y que asome allí, con su poder de reminiscencia y profecía, un lúgubre pero espe-ranzador mensaje de unión y de convocatoria, personificado en los niños que, inocentes, juegan alrededor de la estatua?

Pues si hubiera sido del tipo del ángel o de la musa, José Asunción Silva habría cantado, como por lo general lo hizo el poeta peruano J. J. Olmedo —si bien con breves atisbos de duende— en su Canto a Bo­lívar (1974 [1826]), las gestas épicas de la guerra. Y no es que Silva deje de hacerlo cuando en el poema parece seguir los pasos de Olmedo, lo sepa o no (pues es propio de la poesía olfatear, como el rastreador el suelo, ciertas tramas de imaginarios e inconscientes colectivos).

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Y, sin embargo, Silva toma distancia. Lo épico de la gesta se trans­forma en sombras, como en los "Nocturnos" ("¡Como sombras pasa­ron!" —dice refiriéndose a los prohombres), y el poeta (guiado por el numen-duende de Bolívar o por lo que acaso pudiera calificarse como destilado de la matria-patria) se instala o instila en la agonía de Bolí­var (el mismo poeta en el mismo umbral) y exhala los mejores versos del poema:

Di su sueño más grande hecho pedazos

¡Di el horror suicida

De la primera contienda fratricida,

En que, perdidos los ensueños grandes

LJC u i a i l t a a u u c i a j j u a

Las colosales gradas de los Andes

Moja sangre de hermanos!

¡Oh! Di cuanto clarea

El misterioso panorama oscuro

Que ofrece a sus miradas el futuro,

Y con sus ojos de águila sondea

Hasta el fin de los tiempos y adivina

El porvenir de luchas y de horrores

Que le aguarda a la América Latina.

Di las melancolías

De sus últimos días

Cuando a la orilla del mar, a solas

Sus tristezas profundas acompaña

El tumulto verdoso de las olas;

¡Cuenta sus postreras agonías!

Otros canten el néctar

Que su labio libó: di tú las hieles;

Tú que sabes la magia soberana

Y al placer huyes, y su pompa vana,

Y en la tristeza complacerte sueles,

Di en tus versos, con frases peregrinas

La corona de espinas

Que colocó la ingratitud humana

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En su frente, ceñida de laureles.

Y haz el poema sabio

Lleno de misteriosas armonías,

Tal que, al decirlo, purifique el labio

Como el carbón ardiente de Isaías;

¡Hazlo un grano de incienso

Que arda, en desagravio

A su grandeza, que a la tierra asombra,

Y al levantarse al cielo un humo denso

Trueque en sonrisa blanda

El ceño grave de su augusta sombra!

Cuenta el filósofo y etnógrafo Fernando Urbina la leyenda del fa­llido viaje de un chamán uitoto y muinane, quien, debiendo pasar por boa y luego por águila, empero no alcanza a fundirse en la humani­dad del amor y por tanto no rejunta en él al cielo y a la tierra sino en términos de discordia. A diferencia de dicho chamán, el poeta Silva, esta vez en una iniciación plena, que es, a la vez, conclusión e inicio (cosmos y caos al mismo tiempo), hace de boa y de águila para rastrear el rizoma de la tumba o tierra, que es el lugar donde viven los muer­tos, para otear en perspectiva el horizonte de los tiempos, en una ana-lepsis, o recapitulación, que es también prolepsis, o adivinación, del destino de violencias, redimido al final del poema por la inocencia del juego de los niños al pie de la estatua, una inocencia que aguarda esa aplazada "segunda oportunidad sobre la tierra", oportunidad que, aca­so, podría cifrarse en una redención bicentenaria.

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