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---------------- LosCuadernosdePérezdeAyala ---------------- PEREZ DE AYALA Y EL COMPROMISO GENERACIONAL Víctor García de la Concha E n vísperas de la presentación de la «Agrupación al servicio de la Repúbli- ca», se plantea Ramón Pérez de Ay ala el problema de la nción social del escri- tor en el cumplimiento del compromiso social polí- tico. Comienza por abordar una cuestión rmal: «Heme aquí en el lance desconcertante y perentorio (entre bastidores como quien dice), unas horas antes de actuar por vez primera en un solemne acto político, ante una audiencia copiosa. Escritor de toda la vida, ¿qué he de hacer?. ¿/mprovisarme como orador? ¿O permanecer fiel a la prác- tica usadera de mi oficio? ¿Es que puedo dudar yo, escritor, de la eficacia de la pala- bra escrita como órgano de propaganda oral, en la coyuntura oportuna?» (1). En ese momento recuerda a políticos de tan decisiva influencia como Flórez Estrada o Barrés, cuyas intervenciones paamentarias se rederon siempre a lecturas de informes bien meditados. Pero no incurramos nosotros en la simpleza de suponer a Pérez de Ayala apresado en el dilema de utilizar papeles o prescindir de ellos. Algo más prondo alienta en la afirmación con que inicia su discurso de Segovia: «Escritor soy y como tal he actuado, actúo y seguiré actuando en la vida es- pañola. Oezco a mi país y a mis conciudadanos lo único que puedo darles, mis escritos». Que la orta se realice en el ámbito recoleto del cuarto de trabajo o en el ágora, es accidental; el medio no puede condicionar la nción del escritor, que, en definitiva, como intelectual que es, «se refiere a la fijación, estabilización y, por así decirlo, acuña- ción de ideas». A la altura de 1931, Pérez de Ayala denuncia el caos a que en nuestro país ha conducido una in- versión de las nciones: el régimen político espa- ñol es «un Estado oficial que anda de cabeza y discurre con los pies». Vale decir, las ideas políti- cas españolas son pedestres no sólo en las clases dirigentes, sino, también, en los estratos que con- figuran la sociedad. Y no se trata de un mal de coyuntura sino de algo endémico que condiciona las posibilidades de realización personal. Surge de ahí un imperativo ético para el intelectual escritor. En el prólogo a la primera edición de Política y toros declaraba Pérez de Ayala: «Si yo viviera en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en suma, en una 34 Ramón Pérez de Aya/a. 1934. nación civilizada ( en el estricto sentido de nación civil), a buen seguro que, dando de lado la preocupación política, me dedicaría a una actividad especializada y absorbente: el arte, la ciencia... Pero en España es im- posible la dedicación pura y plena a una actividad prerida, amada» (J, 832). La condición de español no lo permite. Porque «todo español, por ser español, es un hombre disminuido: es tres cuartos de hombre, medio hombre, un ochavo de hombre. Ningún español, hoy por hoy, puede henchir la medida de su po- tencialidad» Dicho de otro modo, «la política, en tanto que en un pa no se ha conseguido la total libertad con que la personalidad humana redunda hasta los máximos límites del desarrollo, lo es todo, ya que sin ella los ciudadanos no son ciuda- danos» (J, 864). No es preciso demasiado eserzo para adivinar la cercanía de estas ideas a la tajante rmación de Ortega: «hoy no existe en nuestro país derecho indiscutible a hacer buena literatura; estamos de-

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PEREZ DE AYALA Y

EL COMPROMISO GENERACIONAL

Víctor García de la Concha

En vísperas de la presentación de la «Agrupación al servicio de la Repúbli­ca», se plantea Ramón Pérez de Ay ala el problema de la función social del escri­

tor en el cumplimiento del compromiso social polí­tico. Comienza por abordar una cuestión formal:

«Heme aquí en el lance desconcertante y perentorio ( entre bastidores como quien dice), unas horas antes de actuar por vez primera en un solemne acto político, ante una audiencia copiosa. Escritor de toda la vida, ¿qué he de hacer?. ¿/mprovisarme como orador? ¿O permanecer fiel a la prác­tica usadera de mi oficio? ¿Es que puedo dudar yo, escritor, de la eficacia de la pala­bra escrita como órgano de propaganda oral, en la coyuntura oportuna?» (1).

En ese momento recuerda a políticos de tan decisiva influencia como Flórez Estrada o Barrés, cuyas intervenciones parlamentarias se redujeron siempre a lecturas de informes bien meditados. Pero no incurramos nosotros en la simpleza de suponer a Pérez de Ayala apresado en el dilema de utilizar papeles o prescindir de ellos. Algo más profundo alienta en la afirmación con que inicia su discurso de Segovia: «Escritor soy y como tal he actuado, actúo y seguiré actuando en la vida es­pañola. Ofrezco a mi país y a mis conciudadanos lo único que puedo darles, mis escritos». Que la oferta se realice en el ámbito recoleto del cuarto de trabajo o en el ágora, es accidental; el medio no puede condicionar la función del escritor, que, en definitiva, como intelectual que es, «se refiere a la fijación, estabilización y, por así decirlo, acuña­ción de ideas».

A la altura de 1931, Pérez de Ayala denuncia el caos a que en nuestro país ha conducido una in­versión de las funciones: el régimen político espa­ñol es «un Estado oficial que anda de cabeza y discurre con los pies». V ale decir, las ideas polí ti­c as españolas son pedestres no sólo en las clases dirigentes, sino, también, en los estratos que con­figuran la sociedad. Y no se trata de un mal de coyuntura sino de algo endémico que condiciona las posibilidades de realización personal. Surge de ahí un imperativo ético para el intelectual escritor. En el prólogo a la primera edición de Política y toros declaraba Pérez de Ayala:

«Si yo viviera en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en suma, en una

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Ramón Pérez de Aya/a. 1934.

nación civilizada ( en el estricto sentido de nación civil), a buen seguro que, dejando de lado la preocupación política, me dedicaría a una actividad especializada y absorbente: el arte, la ciencia ... Pero en España es im­posible la dedicación pura y plena a una actividad preferida, amada» (JI/, 832).

La condición de español no lo permite. Porque «todo español, por ser español, es un hombre disminuido: es tres cuartos de hombre, medio hombre, un ochavo de hombre. Ningún español, hoy por hoy, puede henchir la medida de su po­tencialidad» Dicho de otro modo,

«la política, en tanto que en un país no se ha conseguido la total libertad con que la personalidad humana redunda hasta los máximos límites del desarrollo, lo es todo, ya que sin ella los ciudadanos no son ciuda­danos» (JI/, 864).

No es preciso demasiado esfuerzo para adivinar la cercanía de estas ideas a la tajante afirmación de Ortega: «hoy no existe en nuestro país derecho indiscutible a hacer buena literatura; estamos de-

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masiado obligados a convencer y concretar; [ ... ] o se hace literatura [ = selecta poesía de minorías] o se hace precisión o se calla uno» (2). Se producía esta toma de posición en 1909 en el marco de la polémica con Maeztu. Para entonces nuestro pai­sano había publicado un libro de poesía simbo­lista, La paz del sendero, y había polemizado, en

posición contraria a la de Ortega, con Alvaro de Albornoz que postulaba una literatura exclusiva­mente comprometida con la realidad social -Liras no, lanzas-, defendiendo la legitimidad de una escritura proyectada sobre las coordenadas de la universalidad trascendente. Las posiciones no es­taban, en realidad, tan distanciadas: la tesis de Pérez de Ayala apuntaba hacia metas propuestas por el krausismo, que, en el plano político, iban a traducirse en el apremio para superar un naciona­lismo patriotero y para abrirse a la sintonía con los demás pueblos.

Aunque redactada en 1905, Tinieblas en las cumbres no aparece hasta 1907 y en aquel mo­mento debió de ser leída como una muestra más del tipo de introspecciones autobiográficas culti­vadas por los del 98. Muy pronto, sin embargo, el suicidio de su padre, febrero de 1908, iba a con­vulsionar y alterar la trayectoria del escritor. No se me ocurre, desde luego, ignorar la influencia del contexto político en ese momento -A.M.D.G. traduce bien las marcas de los acontecimientos de la «Semana trágica»-, pero pienso que, a la hora de valorar el sentido de adopción de un compro-

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miso social en la producción literaria, no debe­mos, tampoco, echar en olvido estos factores per­sonales: tales, la quiebra familiar en el Juan Ra­món que, dejando atrás la vía de las Pastorales, se pone a escribir Esto e Historias; o el choque con el hostil medio soriano en el Machado autor de los primeros poemas de Campos de Castilla ... En La pata de la raposa desvela Pérez de Ayala la trama de los estímulos vitales motivados por la altera­ción del status familiar con la desaparición del padre. Si hasta ese momento él era, en definitiva, un «hijo de papá», un señorito ovetense con pujos de aristócrata -recordemos «el gesto petulante» de que habló Machado-, tendrá ahora que afrontar la vida en un plano más condicionado y difícil.

Me apresuro, sin embargo, a aclarar que la anécdota personal aparece en la novela transferida a categoría de problema de generación. Alberto Díaz de Guzmán encarna los rasgos de la juventud finis<;!cular en crisis. Justo a raíz de la muerte de su padre,

«se propuso examinar en frío su capacidad social: ¿Para qué sirvo yo? Respondíase: No sirves para nada. Entonces se miraba al es­pejo, lleno de compasión hacia sí mismo. Y le decía la conciencia: No sirves para nada porque estás podrido de molicie, porque el solitario deleite de soñar y pensar como por juego te ha corroído hasta los huesos, porque en tu pereza miserable crees que la vida -que es anterior y superior a tu persona- no vale nada en sí, sino en sus ornamentos, con los cuales quieres adornarte y gozar» (l, 412).

Eran muchos los jóvenes que por entonces vi­vían la misma experiencia, fundida, incluso, en el mismo molde imaginativo. Baste recordar tan sólo al otro Ramón, a Gómez de la Serna, el cual inicia su vivisección espiritual, Morbideces (1908), ante otro espejo:

«Hace ya tiempo, una tarde, en el Ateneo me coloqué frente a un espejo, y señalando mi figura, inmersa en su luna, rompí mi silencio inveterado para decir a un amigo (?):

-¿ Ves a ese joven? Para ti, como paratodos, es estudiante, empleado y literato ... Pues bien; ese no soy yo. Parasitariamente me encubre y me caracteriza, haciendo de mí una paradoja ... » (3).

De ahí arranca un escritor que se rebela ante los viejos -Azorín, Baroja, Valle Inclán ... - a quienes acusará enseguida de tener secuestrado a Larra e hipotecadas sus capacidades revolucionarias. Es el Ramón que va a fundar Prometeo y a postular una literatura comprometida con los problemas sociales del proletariado.

Suele citarse el artículo de Azaña, «¡ Todavía el 98!» como cifra decantada de la posición marcada por los hombres de la «Generación de 1914» frente a los del 98. A quienes opinan que en 1923

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triunfan en España las ideas de aquella generación finisecular, les pregunta don Manuel: «¿Las ideas?. No lo entendemos ... En el fondo no demo­lieron nada, porque dejaron de pensar en más de la mitad de las cosas necesarias». Por ejemplo en toda la base socioeconómica para sustentar la tan cacareada tarea regeneracionista. Y añade:

«Después corre por válida la especie de que el ser español es una excusa de impo­tencia. Fernando Ossorio y Antonio Azorín son dos tipos de ratés que echan la culpa a la raza. A los principiantes de la generación del 98, el tema de la decadencia nacional les sirvió de cebo para su lirismo».

Pues bien, en un ensayo titulado «El 98», reco­gido en el Libro II de Política y Toros, profundiza nuestro paisano en este último tema. Un error secular ha fijado como absurdo apotegma que el honor de un pueblo reside en el honor de sus armas; por lo que un fracaso bélico, como el del 98, habría de reputarse como un fracaso vital. Esta era, precisamente, la tesis sustentada por el «Establecimiento» político de la España finisecu­lar e idéntico criterio adoptaron, engañados, según Pérez de Ayala, los jóvenes literatos revoluciona­rios: «el fracaso no tanto había sido del régimen cuanto del pueblo mismo, de la nación en su tota­lidad, como organismo histórico» (III, 1.018). De ahí que, en lógica consecuencia, se dedicaran a opugnar no contra el Estado oficial sino contra la España del presente y contra la historia hasta lle­gar a proclamar «un nuevo dogma hispánico: que la historia de España se compone de una serie ininterrumpida de fracasos del pueblo».

· Pero ¿resiste todo esto un análisis?. Como espo­leado por el impertinente examen de Mason de Morvilliers, Pérez de Ayala esboza en dos apreta­dos epígrafes lo que se debe a España en el plano político y en el cultural, desde la etapa clásica al fin de la edad media cuando España hacía por Europa, «casi nada», conservarla en cuanto cato­licidad y unidad de fe, e incubar la Europa futura «mediante la curatela, absorción y transmisión de la cultura heleno-arábiga»; y desde la edad mo­derna a nuestros días. No es, pues, al pueblo como tal o a la raza a quien hay que culpar, sino a sus guías. Ya en 1905 Ortega había escrito desde Leipzig a Navarro Ledesma: «Es preciso [ ... ], rehacer la historia de España hasta en sus prime­ros postulados [ ... ] Es preciso hacer una historia de la civilización española ... Ese libro podría ser la primera pieza sólida de una reconstitución. Las cuatro o cinco veces que Alemania se ha recons­truido, lo ha hecho bajo la moción de un libro nuevo de historia y de un historiador ... No es posible que un pueblo renazca dejando tras sí una solución de continuidad consigo mismo». No hace falta subrayar la relación de la tarea de Américo Castro o Sánchez Albornoz con estas ideas. Pero volvamos a nuestro paisano.

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Con Ramón del Valle Inclán.

En el trance crítico en que le hemos dejado, Alberto, el juvenil «alter ego» de la generación de Ayala, acepta el consejo de su amigo Bob y decide ser escritor, esto es, «conciencia de la humani­dad» (I, 415). Para ello ha de superar grandes obstáculos acumulados en su propia conciencia. Porque podía resultar más o menos fácil arrumbar la pasiva sensibilidad enfermiza conformada por la literatura finisecular, de cuño romántico y, a fin de cuentas, ochocentista. Pero era muy difícil li­berarse de la formación recibida en años decisi­vos. No es casual que Pérez de Ayala, Miró y, más tarde, Azaña hayan coincidido en realizar el examen de su vida colegial de infancia y adoles­cencia. Ni podemos pensar que se trataba tan sólo de aprovechar un material muy apto para la pin­tura colorista y la denuncia. No. Sobre esos peda­zos de memorias se construye el análisis riguroso de la configuración del propio espíritu. Y así, A.M.D.G. ayuda a individuar entre muchos ab­surdos condicionantes los dos más decididamenteparalizadores de Bertuco: el miedo al ridículo,entendido como «la conciencia de la despropor­ción entre el propósito y el acto», y la aniquilacióndel «viejo mundo externo» al que la educación

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jesuítica privaba, según Pérez de Ayala, de todo interés propio (I, 433 y s.)

La superación de la crisis orienta a Alberto ha­cia un proyecto vital de cuño institucionista:

« Los deleites contemplativos se habían transformado en estímulos de la voluntad. Alberto comenzaba a construir un ideal, a desear. Cuando determinó su plan de tra­bajo, según el Evangelio de San Francisco (no trabajar por amor al dinero; destilar la sensualidad en sensibilidad; ser obediente, o sea, ser sincero consigo mismo), Fina com­prendió que su ventura, por venir, aunque en esperanza, mostraba el fruto cierto». (!, 440).

Contra lo que ambos imaginaban entonces, «el porvenir (no] les reservaba para un corto plazo la casa blanca y sencilla, entre el bosque y el mar» (I, 442). El literato abandonaba entonces «la paz del sendero» para siempre: el Ayala que vuelve a Madrid es muy distinto del que arribara a la corte a comienzos de siglo; como muy distinta era la situación de la ciudad-cifra de todas las provincias en torno a 1910. Para esas fechas nuestro paisano

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ha superado ya la oposición conceptual campo­ciudad, versión particularizada de la antítesis otium-nec otium. La figura de Arsenio Bériz (Gar­cía Sanchiz) en Troleras y danzaderas resulta pa­radigmática a este propósito. Sus titubeos entre Madrid y el pequeño pueblo ilustran con claridad la tesis de que uno puede encontrarse y realizarse a sí mismo en cualquier medio.

«Regionalista de las letras» como él se autode­finió, Pérez de Ayala va a desarrollar una nueva idea activa en Madrid, estrechamente ligado a la aventura generacional de 1914. La acerba crítica desplegada en Troteras contra los epígonos mo­dernistas marca una de las direcciones del re­chazo, la de que en literatura ya no se puede hacer cantar la belleza refugiada en la aldea, en parques y jardines. Pero, al mismo tiempo y a pesar de la sostenida amistad personal, se distancia también de Azorín y de cuanto como noventayochista sig­nifica. Las novelas poemáticas se acercarán mu­cho más a Campos de Castilla que a Castilla; aún homenajeándole en desagravio, los hombres del 14, Ortega, Juan Ramón, Pérez de Ayala se unían al «¡Basta, Azorín!» que Antonio Machado grita desde Baeza en 1913: «Oh, tú, Azorín, escuchq: España quiere / surgir, brotar, toda una España empieza!». En realidad y aun manifestando volun­tad de incorporarse al nuevo tiempo dialéctico, el filósofo sensitivo de los primores de lo vulgar te­nía también conciencia de que volvía una página de la historia social de la literatura, cuando por aquellas mismas fechas redactaba, como un ba­lance, sus ensayos categorizadores sobre la gene­ración de 1898.

Abandonando el lamento y superando la denun­cia, se imponía actuar de manera programática. Para ello, en el otoño de 1913, el año en que Melquiades Alvarez funda el partido reformista y al tiempo que miembros de la nueva generación -Azaña y Pérez de Ayala entre ellos-, al socairede Romanones, ocupan la dirección del Ateneo,surge la Liga de Educación Política Españolacuyo proyecto redacta Ortega. En él se afirma laespecífica misión política de los intelectuales en lainvestigación de las realidades patrias y en la de­fensa del avance liberal. Naturalmente, entre losfundadores figuraba Ramón Pérez de Ayala. Eldiscurso de Ortega en el Teatro de la Comedia,marzo de 1914 (0.C.I., pp. 267-299), constituye lapresentación oficial de esa generación, que se de­fine sin ambiciones personales, austera, privadade maestros hispanos, nacida a la reflexión en1898 y desde entonces triste, pero sin concesionesa los tópicos del patriotismo; una generación, ensuma, que no gritará y que pensará en primerlugar, en las minorías.

Quisiera fijarme en estos dos últimos puntos. En «El tema de nuestro tiempo» explica Ortega (0. C. III) que su generación -minoría motriz y muchedumbre animada por ella- ha soportado con excesiva positividad principios y formas del XIX. Hay que emprender la tarea de fomentar un vita-

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lismo cultural. En esa línea, entiende Pérez de Ayala que «el hecho primario de la actividad esté­tica es la confusión o transfusión de uno mismo en los demás»; de ahí, también, que él inserte en el plano dé la vida natural elementos de la historia de la cultura. Cuando ésta se proyecta sobre el tema de España, se produce en forma de «crítica como patriotismo» (Ortega). Haciendo suyo el lúcido ensayo del Padre Feijóo, «Amor de la patria y pasión nacional», Pérez de Ayala desenmascara y denuncia «el mal entendido patriotismo, el patrio­tismo alardoso, la vanidad de los labios, que daña a la eficacia de las obras y a la virilidad de las acciones ... Más el verdadero patriotismo no es cuestión de palabras, sino de obras: que cada cual procure hacer lo que hace lo mejor que pueda» (III, p. 691). Desde su patente posición aliadófila exalta la doctrina de «la patria para la humani­dad», frente a la tesis de «la humanidad para la patria» que en la Gran Guerra venía a sustentar Alemania. «Por encima de las naciones europeas -concluía- la fraternidad europea».

En páginas que ofrecen también un apretadoesbozo de la generación ha explicado Juan Mari­chal, sobre la pauta de Azaña (4), cómo el obje­tivo último de aquélla no era la transformaciónpolítica sino el cambio moral del individuo, queexige como presupuesto la formación estética. Deahí que su acción maride el cultivo de la inteligen­cia con el de la sensibilidad. La proximidad a losInstitucionistas se hace en este punto muy ceñida.En ese marco hemos de inscribir el famoso pasajede Troleras en que Alberto Díaz de Guzmán dis­cute con Antón Tejero (Ortega y Gasset) los pro­cedimientos de una oportuna acción política. Conpalabra dramática urgía el joven filósofo: «tene­mos mucho que hacer, enormidades. Despertar laconciencia del país; inculcar el sentimiento de laresponsabilidad política; purificar la ética polí­tica ... » Ayala está de acuerdo, pero no ve la nece­sidad de un mitin político:

«No perdamos el tiempo, querido Antón, en romanzas de tablado. ¿A qué esforzarnos en dar a España una educación política que no necesita aún, ni le será de provecho. Lo que hace falta es una educación estética que nadie se curó de darle hasta la fecha ... Labor y empresa nobilísimas se nos ofrece, y es la de infundir en este cuerpo acecinado ( de España) una sensibilidad ... Sin sentidos y sin imaginación, la simpatía falta; y sin pasar por la simpatía, no se llega al amor; sin amor no puede haber comprensión mo­ral, y sin comprensión moral no hay tole­rancia. En España somos todos absolutis­tas» (/, 596).

El proyecto generacional de los intelectuales escritores de 1914 ha de recorrer, según esto, un trayecto obvio: crear una nueva literatura pedagó­gica de sensibilidad, que, abriendo al lector hacia

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los demás, genere en él una nueva actitud ética sobre la que pueda construirse una nueva estruc­tura de relaciones sociales y políticas. Un buen ejemplo concreto de eficacia de realización nos lo ofrecen en Troteras y danzaderas Verónica y Ro­sina. Porque, a través de un proceso de educación de la sensibilidad, aquélla se ha convertido de trotera en <lanzadera, abriéndose, al mismo tiempo en una actitud decantadamente liberal, del mismo modo que, en proceso análogo, la otra antigua trotera es ya una cantante famosa y madre ejemplar. De ahí que cuando, al final de la novela, con aire displicente, Musiera (García Morente) cuestione qué ha producido España, Pérez de Ayala responda decidido: «Íroteras y <lanzade­ras». Esto es: seres que, mediante una educación adecuada, pueden convertirse en personas de gran calidad.

Se comprende bien, a estas alturas, la constan­cia con que los intelectuales de 1914 reflexionaron acerca de la operatividad de lo literario en orden al logro de su gran objetivo: tal sentido tienen las disquisiciones teóricas sobre los géneros y los tan­teos de nuevas vías en novela y poesía. No puede menos de sorprendernos la incapacidad que los vanguardistas y los del 27 mostraron para com­prenderlos: «sabíamos muy bien de lo que tenía­mos que huir, de la prosa acartonada de Pérez de Ayala», dice, por ejemplo, Salazar Chapela (5), renunciando a entender la función distanciadora y relativizadora que la escritura castiza desempeña en la novelística de nuestro paisano. La verdad es que todavía hoy carecemos de un instrumento crí­tico adecuado para la inteligencia de lo que se viene conociendo como novela lírica o novela inte­lectual; de ahí las dificultades de valoración de las producciones de Miró a Pérez de Ayala.

No puedo extenderme aquí en el estudio de las relaciones entre Generación de 1914 y Vanguar­dia, mucho más coincidentes, en su tramo final, de lo que a primera vista cabe imaginar. En un artículo publicado en el primer número de la re­vista Octubre, César Arconada señalaba certera­mente cómo el gran esfuerzo de los escritores desde Larra ha sido crearse un público lector compuesto por una franja de burguesía culta y comprensiva. Los del 98, añadía, fracasaron en el empeño. Pues bien, a mi juicio, el gran éxito de los hombres del 14 consistió, precisamente, en granjearse -mejor diría fabricarse- ese público. A él supeditaron, desde luego, muchas cosas. Entre ellas, y de modo principal, la posibilidad del vuelo imaginativo en una escritura esteticista hacia la que se sentían muy tentados. Buscando el lugar apropiado de encuentro con tales lectores, senta­ron sus reales en el ágora del ensayo donde lo intelectual se flexibiliza en conversación brillante. Por lo que hace a Pérez de Ayala, hasta los escri­tos que parecen más engolados responden a un esquema de comunicación conversacional. A to­dos ellos resulta extensible lo que el propio autor decía en uno de los elogios del periodismo:

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En Canarias, a donde fue a pronunciar una conferencia sobre Galdós.

« Yo entiendo el periodismo como una conversación, un coloquio, que no se dife­rencia de cualquiera otra charla íntima en­tre personas corteses e instruidas, sino en que su ámbito es infinitamente más anchu­roso ... La conversación es un intercambio de noticias, sentimientos y juicios ... La con­versación afirma, dilata y robustece nuestra personalidad» (IV, 1.004 y ss.)

Y señalaba como primera regla de la conversa­ción culta la libertad, y, como su corolario, la tolerancia. En definitiva, la infraestructura de una cultura liberal.

Ha surgido ya la palabra clave: liberal. Clave, quiero decir, de toda la obra ayalina y de la tarea de la generación en que se inscribe. En un pre­cioso ensayo del Libro I de Las máscaras, «El liberalismo y La loca de la casa» (III, 47 y ss.) identifica nuestro paisano liberalismo y facultad creadora: «el espíritu liberal y la facultad creadora · vienen a ser una misma cosa», porque procuran«como fin excelso y único de la vida la plena

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expansión de la personalidad, de cada personali­dad»:

« Ya veréis cómo aspirando cada ser y cosa a esta plena expansión de la personali­dad, y cómo siendo innumerables y contra­rias las unas a las otras, cuanto más se acusen las diversas personalidades y con más claridad se defina la oposición, con tanta mayor naturalidad sobrevendrá la so­lución o el equilibrio de tendencias y leyes entre sí adversas, de donde se concierta la gran armonía universal».

Por servir al logro de una sensibilidad estética que conformara una ética de este tipo, renuncia­ron los intelectuales del 14 al ejercicio de la litera­tura pura y bajaron a la plaza pública.

En 1924, y exactamente en la revista España, fundación de Ortega, aseguraba Azaña que tal en­sayo generacional no había pasado de conato: los políticos se habían ido a la política y los intelec­tuales naufragaban en el arbitrismo. Se reprodu­cía, una vez más, la disyunción entre Lamartine y De Vigny. La armonía, claro está, resultaba difí­cil. Para lograrla, añadía Azaña, «hay que confun­dirse y dejarse confundir». Tuñón de Lara y, de modo más específico, Bécarud y López Campillo han documentado el fracaso operativo de los prin­cipios generacionales del 14 en la corta aventura de la Segunda República. Pero atrás quedaban jalonados capítulos decisivos de la cultura y de la literatura de nuestro siglo. Se pretendía, en frase de Gómez de la Serna, «la gobernación intelectual de España», lo que no debe interpretarse como el gobierno de los intelectuales sino como la inser­ción de principios de racionalidad en el gobierno de la cosa pública. La tarea, preciso es recono­cerlo, sigue inconclusa y los textos de ese escri­tor, nuestro paisano, comprometido con un mo­mento histórico del país, mantienen vigencia. Hoy como ayer, Ramón Pérez de Ayala puede ejercer pedagogía de sensibilidad estética y ética, base indispensable de una eficaz reforma política.

NOTAS

(!) «Al servicio de la República», recogido en el Libro II de Política y Toros. Sigo en mis citas la edición de Obras Completas de la editorial Aguilar; texto en 111, 1.049 y ss.

(2) «Algunas notas». Sigo en mis citas la edición de ObrasCompletas de la editorial Revista de Occidente; texto en 1, 111-116.

(3) Edición publicada en la Imprenta «El Trabajo», de Ma­drid, p. 18.

(4) La vocación de Manuel Azaña, Madrid, Cuad,,rnospara el diálogo, 1968, 66-75.

(5) Contestación a la encuesta «¿Qué es la vanguardia'?».dirigida por Miguel Pérez Ferrero en La Gaceta litemriu. 1 de junio de 1930. Sobre todo este asunto puede verse mi artículo «Anotaciones propedéuticas sobre la vanguardia literaria his­pánica», publicado en el Homenaje a don Samuel Gili Gaya, Madrid, Bibliograf., 1979.