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1 DE ESTE LADO DEL RECUERDO

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DE ESTE LADO DEL RECUERDO

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POLO GIMENEZ

DE ESTE LADO DEL RECUERDO (con mis canciones) Fonográfica Argentina S.C.A.

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La foto de la Tapa fue cedida gentilmente por el Sr. Manuel J. Bustos © 1969 Fonográfica Argentina Rivadavia 717 9º piso Hecho el depósito de ley Impreso en la Argentina – Printed in Argentina

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INDICE I – Primeros pasos por Buenos Aires……………… 15 II – Provincianos unidos …………………………… 18 III – El gran salto ……………………………………. 21 IV – Paisaje de Catamarca…………………………. 31 V – Del Misachico…………………………………... 39 VI – Otras tres obras ……………………………….. 43 VII – Dos obras para Córdoba ……………………… 47 VIII – Brochazos mendocinos……………………….. 51 IX – Andando por ahí ……………………………. 57 X – Del tiempo’i mama …………………………... 59 XI – Hotel Du Midí ………………………………… 67 XII – La piecita de Portal y Cuca en el Du Midí …. 69 XIII – Viejo corazón ………………………………… 77 XIV – Estrellita de Belén …………………………. 81 XV – Purita nostalgia …………………………… 83 XVI – Soy de la “Docta” …………………………. 85 XVII – Según me brotan las coplas ……………... 89 XVIII – Zambita del que se va ………………….. 93 XIX – A Catamarca …………………………… 95 XX – Camino de mi pueblito ……………….. 99 XXI – Que me lleve el viento ………………… 103 XXII- Tapia medianera ……………………… 107 XXIII – Aguas arriba ………………………… 111 XXIV – El Tinetense ………………………… 118 XXV – Otoño ……………………………… 121 XXVI – Ultimo piso ……………………….. 125 XXVII – Don Santiago Rocca …………….. 129 XXVIII – Canción para cinco letras ……… 133

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Este libro lo dedico con to- do cariño y con toda la emoción que me cabe, a la memoria de mis queridos padres y hermanos, desapa- recidos … EL AUTOR

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Amigo lector: Esto que vas a leer – si es que te alcanza el aguante – no tiene la pretención de ser un libro, ni yo tendría la osadía de creerme un escritor. Es, simple y sencillamente, un relato de cómo nacieron mis primeras canciones y las distintas circunstancias y motivaciones que originaron las mismas, matizadas con algunas anécdotas marginales, para romper la monotonía y darte, lector amigo, una pequeña ventaja que estimule tu curiosidad, para que logres llegar hasta el final. La idea de publicarlo, no fue mía – lo confieso – y es éste el principal motivo por el cual, al decidirme a hacerlo, no opté por darle todo el material a un escritor, encargándole la tarea de compaginarlo y darle forma, para que pudiera resultar un libro. Quien tuvo la idea, me pidió que lo escribiera yo, personalmente. La cosa sucedió así: tengo un amigo, muchos años más joven que yo, gran apasionado por cantar. Es dueño de una preciosa voz, bien timbrada y varonil y de una emoción poco común. Se llama José Cónsoli, habiendo adoptado el nombre artístico de, Félix Aldao. Relatándole cierta vez, a este amigo, mis primeros pasos en Buenos Aires, por el camino de la música y los motivos que habían dado origen al nacimiento de mis canciones. Félix – que casi siempre se maneja por impulsos – me interrumpió de pronto, para preguntarme: -¿Por qué no escribe un libro, don Polo, relatando estas cosas que me cuenta? Yo le aseguro – agregó – que sería un éxito. Por supuesto que lo tomé a risa; sobre todo viniendo la insinuación de él, a quien yo consideraba un soñador cuyos sueños le tenían permanentemente alejado de la realidad. Pero poco tiempo después, él mismo se encargó de demostrarme que no era solamente un soñador visionario. Un buen día, así intempestivamente y cuando nada lo hacía suponer, me encontró y me dijo: -¡ Don Polo, me voy a Estados Unidos!... - ¡Pero cómo! – le contesté asombrado -; ¿te vas con algo seguro?... ¿Algún contrato de actuación?...¿algún trabajo en otra cosa? ¡Nada! – me contestó -. Me voy porque aquí no puedo cantar … no tengo suerte o no me comprenden; y si yo no triunfo con el canto – aclaro que canta tangos – nunca seré feliz.

- ¿Pero por qué a Estados Unidos – le dije – si no sabes hablar inglés, ni ellos conocen ni les gusta el tango?

- Nada me importe – me respondió – ya lo he decidido así y me voy, de todos modos.

No dije nada más, pero pensé para mis adentros: Lo más probable es que, como siempre, todo quedará, como está ahora: en nada; y de no ser así, este muchacho está decididamente loco. … Era yo el equivocado; y un buen día … se fue nomás. ¿Y que pasó luego?... Que a los cuatro meses hizo llamar a su señora y … dos años después – en los cuales hizo de todo lo imaginable para vivir y se las vió bastante feas – un buen día apareció nominado para representar a la Argentina, como la voz más representativa de América latina en el Tercer Festival Internacional de la Canción. Este festival se realizó en Hollywood, en Beverly Hills, en el año 1966, donde estaba

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instituido el premio “Palma de Oro”, que los años anteriores habían ganado Palito Ortega y Los Chalchareros Felix Aldao obtuvo la “Palma de Oro”, en este festival. Lógicamente, frente a esta evidencia, empecé a pensar que Felix Aldao no era tan loco como yo había supuesto y, en consecuencia, que aquella locura que a mi me había parecido, cuando me dijo que yo debía escribir este libro, tal vez no fuera tanta locura. Felix Aldao, luego de cuatro años de vivir en Estados Unidos y empujado por la nostalgia de su tierra, por el recuerdo y la distancia que lo separaba de sus padres – ya no tan jóvenes – y con la justificada esperanza de triunfar en su país, como acababa de hacerlo en Estados Unidos, volvió a su patria y hoy se encuentra nuevamente en Buenos Aires, esperando que sus compatriotas lo descubran. Como un homenaje a este amigo triunfador y a modo de desagravio por mi falta de fé en él, he decidido publicar estos recuerdos. Por lo tanto, si te fatigan o te aburren, lector amigo, échale las culpas a Felix Aldao. EL AUTOR

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I.- PRIMEROS PASOS POR BUENOS AIRES … y llegué a Buenos Aires. Corría el año 1947. Aguantaba sobre mis espaldas, el peso de cuarenta largos años; edad poco propicia para intentar la conquistar de una capital como Buenos Aires. Pero no me quedaba otro camino. Más que un intento de conquista, lo mío era un manotón de ahogado … Avatares de la vida me habían colocado en la disyuntiva: o intentaba abrirme camino en la fría selva de cemento de Buenos Aires, adonde, no obstante, era el único lugar del país en el que puede triunfar un artista, o … sabe Dios lo que sería de mi vida. Cuando llegué a Buenos Aires, tenía, como único capital, setenta pesos en mi bolsillo, muchos sueños y pocas esperanzas. Claro está que setenta pesos en el año 1947, todavía alcanzaban para vivir un mes. Y digo pocas esperanzas, porque considero que el mejor atributo que exige el éxito, por lo general, es la juventud, a la que yo había dejado atrás hacia varios años. Encontré un seguro refugio, aunque momentáneo, en casa de una tía, hermana de mi madre; Etelinda Cruz de Sosa se llamaba aquella matrona, austera, cariñosa y comprensiva, ante cuyo recuerdo me inclino con el mayor respeto y agradecimiento. Quiera Dios darle, en el más allá, el descanso que ella se ganó en la tierra, por su bondad y su ternura. Pero, lógicamente, ese refugio tenía que ser breve, más que por exigencia de mi tía, por mi propia estimación y responsabilidad. Al poco tiempo conseguí ingresar, como pianista, en un conjunto folklórico que actuaba en el desparecido Parque Norte, en calle Malabia esquina Las Heras, donde todos los sábados y domingos concurría gran número de provincianos a bailar. El Parque Norte era el mismo local donde anteriormente se hicieron espectáculos de boxeo y en el cual combatió muchas veces, entre otros, el glorioso e inolvidable Toro Salvaje de las Pampas, Luis Angel Firpo. La paga que recibía por esas actuaciones, alcanzaba escasamente para movilizarse durante la semana. Trataba, por lo tanto, de conseguir otros medios más seguro, que me permitieran mirar con menos pesimismo mi gestión futura en Buenos Aires. Mientras tanto ya se había producido el reencuentro con mi vieja amiga de la infancia, Elenita, que tanta y tan feliz gravitación había de tener en adelante, en mi vida. Ella me alentaba cuando el pesimismo quería apoderarse de mí y me daba fuerzas para seguir luchando en Buenos Aires, de donde tantas veces estuve tentado de escapar, horrorizado por la más espantosa de las soledades: la soledad de las multitudes. Ella me empujaba, me alentaba y ponía un rayito de luz en medio en tanta obscuridad. Después de un tiempo, que si bien no era tan largo por el mero pasar de los días, lo era y mucho, para mi urgencia y mis ayunos, por fín, conseguí un empleo en la administración pública y con él – al menos por el momento – la situación se tornaba menos apremiante. Contento de poder agradecer a mi tía su generosa hospitalidad, busqué una pensión y desde allí empecé con el intento de volar solo. La pensión de referencia estaba situada en la calle Pueyrredón esquina Charcas y de los trescientos pesos nominales – había que descontarles los aportes jubilatorios – que ganaba, tenía que pagar en la pensión, ciento cuarenta pesos mensuales por: habitación, almuerzo y cena. ¡Que tiempo!... Al relatarlo ahora, tengo que hacer un esfuerzo para convencerme de que no miento. ¡Ciento cuarenta pesos por habitación, almuerzo y cena!... Año 1947. No obstante el empleo en la administración, - que representaba “la obligación” – seguía yo actuando con el conjunto del Parque Norte, porque la música representaba “la

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devoción”. Quería encontrar la oportunidad de mostrarme en el ambiente musical y no me importaba por donde empezar. Lo fundamental era estar dentro del ambiente sin interesarme, por el momento, cual era la etapa de ese ambiente, en que estuviera. Ya vendría, si tenía que venir, el ir escalando posiciones. Del Parque Norte y de aquel conjunto de modestísimas posibilidades, pasé a un salón – Provinciano Unidos -, en Flores, a integrar otro de mucha mayor categoría y mejores perspectivas. Se hallaba ese conjunto, bajo la dirección de Alberto Salto, un buen violinista que a su vez, era Director de la Orquesta estable de Radio Nacional, Radio del Estado en aquel entonces, en la rama de folklore. Alberto Salto, el gordito Coquet – otro buen violinista y mejor amigo – Noia y otros guitarristas, que olvidé su nombre, aunque lo recuerdo siempre y con mucho cariño, un “Bombisto” y yo, formábamos aquel conjunto, que sonaba muy bien y hacía las cosas con propiedad y mucho sabor telúrico.

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II – PROVINCIANOS UNIDOS ¡ Provincianos Unidos!... Pedernera al 200 en el corazón del barrio de Flores. ¡Que rinconcito más característico y acogedor!... Tanto, que me siento obligado a hacer un breve paréntesis en mi relato, para referirme a él: Una vieja casona del tradicional barrio de Flores; a solo dos cuadras de Rivadavia. Construida bajo la anacrónica y tiránica arquitectura de aquellos pasados años de nuestros mayores, que no permitía otra posibilidad, en la distribución de las habitaciones, que una pieza a continuación de la otra, incluidos baño y cocina, y el todo protegido por una galería abierta que remataba en un zaguán, a continuación del cual seguía un gran patio, o más habitaciones, con otra galería abierta y sostenida por columnas de hierro. Tal vez, en sus primeros años, al trasponer su puerta cancel de vidrios biselados, nos hubiéramos encontrado con alguna tradicional y numerosa familia porteña, compuesta – como era corriente en aquella época – por un matrimonio con diez o doce hijos, varias criadas, un par de perros guardianes y algún gato perezoso y gordo, que a fuerza de mimos y de comer bien, ha perdido hasta el gatuno instinto de cazar lauchas. Un hogar adonde todavía era una institución la mesa familiar, a la que los hijos no podían faltar sin caer en la calificación de “perdidos calaveras”, con los consiguientes sermones paternos. Un hogar donde el padre abría la ceremonia gastronómica con una corta oración, que se rezaba de pie, para recién después sentarse a compartir el pan de cada día y en cuyo transcurso se revisaban y analizaban los últimos acontecimientos. Uno de aquellos hogares desgraciadamente desaparecidos, donde los hijos acostumbraban a pedir a sus padres la bendición, antes de retirarse a dormir; donde, antes de salir, unos para el colegio y otros para sus respectivas obligaciones, se reunían todos alrededor de la mesa a saborear el riquísimo café con leche, que sabía más sabroso porque tenía el condimento de ser servido por la propia madre y endulzado con la miel de su ternura, de su cariño, de su protectora y vigilante mirada. Pero dejemos de sueños a un lado y volvamos a Provincianos Unidos. En ese entonces era un local de unos setenta metros de fondo por unos ve inte o veinticinco de ancho. Al frente tenía un zaguán donde funcionaba la boletería y luego seguían dos patios cubiertos. En el primero se reunían los que gustaban del tango y todos los otros ritmos modernos; podían allí bailar al compás de una orquesta típica y con otra, llamada “característica”, que se encargaba de todos los otros ritmos. Venía luego un local, que separaba los dos salones y en el cual funcionaba una suerte de bar y una cocina donde se preparaban riquísimas empanadas. Por último, un gran patio techado, en el que colocaban varias hileras de mesas a ambos lados, dejando en el medio un espacio a todo lo largo y lo suficientemente ancho como para que pudieran bailar dos filas de parejas; al final de este local, un escenario, donde actuaban dos conjuntos: uno norteño y otro guaraní. Así, aquella vieja casona del barrio de Flores, que quizá en algún tiempo fuera un ejemplo vivido de aquellos tradicionales hogares del viejo Buenos Aires, con sus arraigadas y austeras costumbres, hoy estaba transformada, tal vez por analogía y extensión, en otro hogar de todos los provincianos residentes en Buenos Aires, que aferrados a sus viejas costumbres, se reunían allí para sentirse menos lejos del terruño. Era como si los distintos grupos de gente de las distintas zonas del país, se hubieran convocado para traerse a Buenos Aires, un pedacito del lejano y querido pago… de sus costumbres, de su música, de su forma de vivir. Allí se reunían todos los sábados y domingos y frente a sabrosas empanadas o tamales – naturalmente que bien rociaditas

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con vinitos regionales, reían y bromeaban, al son de nostálgicas zambas, alegres chacareras y gatos o intencionados chamamés, reavivando el recuerdo del terruño. A veces y con no poca frecuencia, el vino entrador y abundoso, organizaba algunos pleitos y discrepancias, por cualquier fútil motivo, que se resolvía en el “campo del honor”. Claro está que estos duelos nunca pasaban de unas cuantas trompadas o del intento de revolear una silla, con agresivas intenciones; digo “intento” porque nunca faltaban los comedidos oficiosos que enseguida rodeaban a los peleadores y los separaban, con lo que el pleito quedaba reducido a un intercambios de insultos y de promesas de una suerte de “cirugía estética” entre los insatisfechos protagonistas. Generalmente todo terminaba ahí nomás, pero si alguno de los peleadores de turno era demasiado recalcitrante y seguía en su afán de arreglar con los puños el “pleito vitivinícolo”, la policía se encargaba de sacarlo para que tuviera oportunidad de reflexionar y sobretodo, de eliminar los vahos pendencieros del vino ingerido y demás. Las otras parejas continuaban entonces tranquila y alegremente bailando, unos y otros gustando las empanaditas calientes, los abundantes tragos y todos reviviendo en la gigantesca difícil Buenos Aires, unas pocas y muy felices horas de nostálgica recordación.

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III .- EL GRAN SALTO De Provincianos Unidos, pegué el gran salto. Quizá sea por eso que a aquel lugar le guardo tan buen recuerdo y lo menciono con tanto cariño. Sucedió así: Corría el año mil novecientos cuarenta y nueve. Por ese entonces se destacaba en Buenos Aires como el mejor conjunto folklórico uno que llevaba el nombre de Llatja Sumaj (Tierra linda) y sus directores, los integrantes del dúo Velardes-Vergara, solían venir, cuando sus ocupaciones se lo permitía y la sed los urgenciaba, a pasar un rato en Provincianos Unidos y – de paso – tomarse unos vinitos riojanos, como buenos riojanos que son. Con motivo de esas asiduas visitas, me habían escuchado tocar el piano. Así las cosas, resultó que un buen día el pianista de Llatja Sumaj, Miguel Angel Trejo, extraordinario pianista santiagueño desaparecido tempranamente en un desgraciado accidente automovilístico, quiso desvincularse del conjunto, buscando nuevos y mejores horizontes. Esto les creó a sus Directores el tremendo problema de encontrarle reemplazante. Fue así como me hablaron a mí. Pero sucedió que si bien ellos me creían capacitado para reemplazar a Trejito, yo pensaba todo lo contrario; el solo pensarlo me inhibía por completo, haciéndome sentir incapaz de tocar una sola nota. Mucho les costó convencerme, pero al final pudo más que el miedo, mi propio convencimiento de que, si no aprovechaba esa oportunidad, podía no presentárseme otra… y acepté. Nunca llegué, sin embargo, a debutar con el conjunto Llatja Sumaj. Trejo, después que yo había aceptado y renunciado en Provincianos Unidos, dio marcha atrás, tal vez porque le fallaron las perspectivas que lo llevaron a desvincularse del conjunto. Velardes y Vergara, a modo de compensación, me propusieron para acompañar al duo Vera-Molina, dos tucumanas simpatiquísimas y que, además cantaban muy bien. Demás está decir que acepté de muy buen grado; uno porque para mí representaba muchas menos responsabilidad que sustituir a un pianista de los quilates de Trejo y otra, porque había quedado sin trabajo, Así llegué al centro. Con el dúo Vera-Molina debuté en “Mi Rincón”, el local de mayor jerarquía, por aquel entonces, donde podía escucharse folklore en Buenos Aires. Era un local muy chiquito; quince mesas a los sumo; ubicado en la calle Cerrito entre Charcas y Santa Fe; angosto y largo. En el medio había una pequeña tarima a, no más de diez centímetros del suelo, que componía todo el escenario y en el cual se destacaba un piano de media cola. Al fondo un pequeño mostrador y con eso terminaba todo lo que era “Mi Rincón”. Eran sus dueños dos hermanos de apellido Mobiglio; gente amable, simpática y de gran visión comercial. Creo que ellos iniciaron estos espectáculos folklóricos en Buenos Aires, cuando todavía la palabra “folklore” era un poco tabú, porque era sinónimo de vino, farras, borracheras de gente de baja categoría. ¡Pensar que ahora, para escuchar folklore y gustar de sus danzas, hay que venir a Buenos Aires!... En “Mi Rincón” actuaba todo lo más granado de los artistas que cultivaban el folklore. Cuando yo debuté, tocaban allí, entre otros, el ya nombrado conjunto Llajta Sumaj, Carlitos Montbrun Ocampo, que por su prestancia, su elegancia, su distinción y hombría de bien, era distinguido por el público, y por sus colegas, como “el señor del folklore”. Se presentaba siempre vestido a la última moda; con un clavel en la solapa, un poncho colgado de su hombro derecho y la infaltable copa de coñac en su mano. Invariablemente iniciaba su actuación con estas palabras: “¡Señoras y señores” salud! Invitando al público a brindar con él; éste lo acompañaba en el brindis y así resultaba que, al precio que se cobraba la copa, con solo los brindis de Carlitos, se pagaba con creces el espectáculo, quedando el consumo anterior y posterior, como utilidad líquida.

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¡Que artista maravilloso era Carlitos Montbrun!... ¡Qué bien ejecutaba, tocaba el piano, la guitarra y bailaba!...¡qué bien manejaba al público!... Tenía siempre a flor de labios, una galantería para los demás concurrentes; una canción oportuna para agasajar a un recién llegado; una anécdota, un relato o la descripción de un ambiente costumbrista, para dar carácter y ambientar una canción; un amplio y generoso elogio para el artista colega y compañero. ¿Y si llegaba a bailar una zamba?... ¡Qué prestancia… qué sabor!... No creo equivocarme cuando pienso que Carlos Montbrun Ocampo, que tanto y tan bien hizo por el folklore, contribuyó en gran parte a romper con el prejuicio de que, el ser folklorista significaba ser bebedor, farrista y persona poco recomendable. Tampoco creo exagerar un ápice al decir que Carlitos Montbrun Ocampo fue el Maurice Chevalier de América. ¡Haya paz en su tumba!... Actuaban también allí, las ya nombradas hermanas Vera-Molina de quienes pasé a ser el pianista, en mi gran salto al centro. Estas simpáticas tucumanas – hoy retiradas de la vida artística activa – contribuyeron, sin saberlo ni proponérselo, a que yo me encontrara a mí mismo. Sucedió así: Cuando estábamos frente al público, se apoderaba de mí un terror tan grande que, mientras ellas cantaban, siendo por lo tanto la figura central del número, yo no obstante saberlo, sentía la sensación de que el público estaba pendiente solo de mí, para criticarme; no veía gente sino una enorme cantidad de ojos que me miraban. Y si alguno conversaba con el compañero de mesa, mientras estábamos tocando, pensaba que se reían de lo que yo tocaba. Evidentemente con ese terrible complejo, mi rendimiento se reducía a un diez o quince por ciento de mi real posibilidad. Cuando nuestro número descansaba y mientras actuaba otro, contaba los minutos que faltaban para volver a actuar, como si fueran los que me separaban de la silla eléctrica. Veía conversar a la gente, que se reía y a mis propios compañeros cómo bromeaban despreocupados mientras les llegaba la hora de volver a escena y les envidiaba con todas las fuerzas de mi alma esa despreocupación y tranquilidad. Pero en medio de mi angustia, me daba clara cuenta de que si no lograba vencer ese temor, podía ir pensando en dedicarme a otra cosa para ganarme la vida. Me propuse vencerlo, y una noche, mientras las hermanas Vera-Molina afinaban las guitarras para empezar a actuar, tomé una decisión heroica: me levanté del piano y alcancé el micrófono. En ese momento hubiera querido que la tierra se abriera y me tragara, pero ya estaba frente al público y no podía volverme atrás. No recuerdo qué cuento o anécdota narré, ni el tiempo que eso duró. La cuestión es que conté algo que el público recibió con simpatía y no paraba de aplaudir; tanto que tuve que contar otro cuento y otro más. Cuando terminamos de actuar yo estaba prácticamente empapado en transpiración. Recuerdo sí, que me tomé un whisky y enseguida otro y aún hoy me resulta muy difícil explicar lo que sentí aquella noche. En adelante, las hermanas Vera-Molina se encargaron de que todas las noches, antes que ellas actuaran, contara yo un par de cuentos. Por esto digo que ellas, sin saberlo, contribuyeron a que yo me encontrara a mí mismo. Al poco tiempo le había perdido por completo el miedo al público, desempeñándome frente a él con tal naturalidad y soltura, que yo mismo estaba sorprendido. Como es lógico suponer, esto me permitió rendir en el piano, el cien por cien de mis posibilidades, que aunque nunca fueron muchas, alcanzaban – por lo visto más adelante – para poder llegar a donde llegué, dentro del ambiente folklórico argentino. Cuando las hermanas Vera-Molina cumplieron su contrato, los dueños de “Mi Rincón”, me hablaron para que siguiera como pianista del dúo Bustos-De Ciervi. Por supuesto que me quedé, porque mi compromiso con las Vera-Molina terminaba con la actuación en ese local. Tocando con ese nuevo dúo, durante los bailes de carnaval del año mil novecientos cuarenta y nueve, en una noche en que la gente quería bailar y a mí

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se me había agotado el repertorio, me puse a improvisar melodías con la medida y ritmo que exigía la coreografía de cada danza y allí, esa noche, nació la música de “Paisaje de Catamarca”. Recuerdo que la toqué tal cual es, como si la hubiera tocado toda mi vida. Enseguida la empezó a tararear el público; unos me pedían que la repitiera; otros me preguntaban qué zamba era … Al final de la noche, el público la tarareaba como a una música popularizada. Aquella noche me fui a dormir con la rara sensación de que se había operado un cambio en mi vida. Desde entonces, cada vez que actuaba, tuve que repetir esa zamba varias veces. Los cantores me pedían la letra para incluirla en sus repertorios, pero, naturalmente, yo no podía dárselas por la sencilla razón de que no tenía. Empecé a pensar en la necesidad y la conveniencia de adicionarle letra, pero… ¿a quién recurrir para que la escribiera?... Así estaban las cosas cuando los tres, Bustos, De Ciervi y yo, pasamos a integrar el conjunto “Las alegres fiestas gauchas” que dirigía Carlos Montbrun Ocampo, quien solía citarnos a su departamento para ensayar. Conocí allí a un poeta correntino, a quien yo admiraba; autor de muchas obras de éxito en colaboración con Montbrun Ocampo; inmediatamente pensé en lo lindo que sería que mi zamba llevara letra de ese gran poeta, que no era otro que el muy popular Osvaldo Sosa Cordero. Le pedí a Montbrun que intercediera, a lo que accedió gustoso, haciéndole el pedido en mi nombre. Como era natural, Sosa Cordero quiso escuchar la música antes de comprometerse, y como al hacerlo, ésta resultó de su agrado, sucedió que me pidió le llevara el “monstruo”, al día siguiente. Para mejor entendimiento del lector debo explicar que “MONSTRUO” en la jerga de los letristas de música popular, significa cualquier letra, aunque no tenga sentido, con tal que se ajuste a la medida y acentuación de las frases musicales; con ese “monstruo” ellos se manejan y pueden desarrollar un tema versificado que encuadre perfectamente dentro de la música; no es condición sine-qua-non, por supuesto, que el “monstruo” no tenga sentido; igual puede ser cualquier verso sencillo y sin pretensiones con tal que tenga la medida y acentuación requeridas. Hecha esta aclaración, continúo, previa una pequeña digresión que estimo necesaria: Trabajaba yo, por ese entonces en la Contaduría General de la Nación y desempeñaba mis funciones en la Flota Mercante del Estado, en un viejo edificio de la calle Sarmiento nº 643, en un octavo piso. La oficina se reducía a una piecita de cuatro por cuatro, una mesa-escritorio, un sillón giratorio, un viejo armario donde dormían apilados los expedientes, en espera de una resolución que siempre les llegaba por conducto de un decreto. Me explico: Esos expedientes contenían los comprobantes de pagos de gastos efectuados por los buques de ultramar, de la Flota Mercante del Estado; pagos que nosotros, los empleados, teníamos que revisar – se suponía que prolijamente – observando los comprobantes cuyos estampillados e imputaciones no estuvieran de acuerdo con la Ley de Contabilidad. Trabajo árido, aburrido y burocrático; casi siempre inútil, ya que todo lo observado por nosotros y que supuestamente debiera quedar pendiente de aprobación era luego convalidado de un plumazo por las Honorables Cámaras del Congreso de la Nación, en una última y apresurada Sesión, realizada antes de entrar en receso, en las que los proyectos pendientes del gobierno, se aprobaban a “libro cerrado”. En aquella reducida y fría oficina – no fría por falta de calefacción, sino por falta de alma – yo compartía mi obligación con mis inquietudes y mis sueños. ¡Cuantas veces mi imaginación les dio vida a ese montón de expedientes inmóviles, transformándolos en otros tantos músicos que, obedeciendo a la batuta de mis sueños, orquestaban melodías que bullían en mi cabeza, haciéndome olvidar por un momento, mi oscura condición de empleadito, tiranizado por un horario y una disciplina que yo hubiera dedicado de mil amores a escuchar y producir música!... En aquella oficinita y

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robándole minutos al horario, escribí el “monstruo” que tenía que llevarle a Sosa Cordero para que hiciera la letra de mi zamba. Cuando Sosa Cordero leyó el “monstruo”, se quedó un rato indeciso, pensando, luego me miró y viniendo hacia mí, me dijo: “Mi querido Polo; ¿qué letra quieres que yo te escriba si esto que me traes es la letra perfecta?... Yo no hubiera escrito nada mejor que esto; ni siquiera como esto, porque para hacerlo hay que conocer, como tú lo estás demostrando, el lugar las costumbres y el paisaje, y yo no lo conozco. Creeme Polito, me dijo, que no tienes que retocarle ni una sola letra… dejala como está, que está perfecta”, me dio un abrazo. Parece mentira, pero el “monstruo” que yo le había llevado a Sosa Cordero es, tal y cual, la letra que hoy lleva mi “Paisaje de Catamarca”. Yo quedé bastante molesto con las argumentaciones de Sosa Cordero, porque interpreté que era una forma elegante de librarse del compromiso de colaborar conmigo, que era un desconocido en aquel momento; y pensé eso, porque no podía suponer que esa letra, con un tema tan íntimo y tan llena de recuerdos y nostalgias, para mí, pudiera tener algún significado emocional para alguien que no fuera yo. ¡Qué lejos estuve en aquella oportunidad de comprender cuánta generosidad y honradez encerraban las palabras del Osvaldo Sosa Cordero!... Guardé mi “monstruo” en el bolsillo y allí quedo durmiendo como los expedientes, entre los cuales había nacido. Pocas noches después, nos reunimos en un décimo piso de la calle Santa Fe, donde tenía su academia de música, el catamarqueñísimo pianista Francisco Javier Ocampo, para despedir a una hermana que regresaba a Catamarca. Entre otros, se encontraba: Adolfo Abalos – ese pequeño gran santiagueño, director y cerebro de “Los Hermanos Abalos” – Hernán Pintos, otro gran pianista cordobés – para ese entonces Inspector de Música y Enseñanza Secundaria del Ministerio de Educación de la Nación – y otros amigos. Aquella noche se hizo música, se charló, se tomaron tragos y cada cual contribuyó con su aporte a un intercambio de emociones. Naturalmente la atracción de la tertulia era Adolfo Abalos – me libera de hacerle el panegírico el hecho de tratarse de una figura muy conocida en el ambiente artístico del país – personalísimo pianista, autor y compositor cuya autenticidad y fuerza telúrica, marcó una etapa dentro del programa folklórico argentino. Adolfo nos hizo oír gran número de sus composiciones que fueron cantadas por todos los allí presentes. Luego le tocó el turno al Negrito Ocampo –como le llamamos cariñosamente sus amigos– quien nos deleitó con sus interpretaciones de Chopin, Mozart, Bach y otros clásicos, que, al conjuro de su bien depurada técnica y su refinado buen gusto, supo a música celestial en ese ambiente donde todos los espíritus estaban dispuestos a la captación. Así fue pasando la velada, hasta que ya muy avanzada la noche y cuando la benevo-

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lencia que da la camaradería y los tragos permitía, me animé a tocar el piano algunas cositas mías. Quiero que se entienda que: esto de “me animé”, no encierra ninguna falsa modestia; es temperamental. Cuando toqué Paisaje de Catamarca, Adolfo Abalos, que se encontraba en ese momento en rueda aparte, en una pieza continua, se vino inmediatamente, se paró a mi lado a escuchar y cuando terminé de tocarla, me preguntó: “¿Qué es eso?... ¿de quién es?... ¿tiene letra?... tócala otra vez. En medio de este aluvión de preguntas, yo pensaba: “Esta es la oportunidad para probar si lo que me dijo Sosa Cordero fue sincero o solo una forma elegante de librarse del compromiso”. Saqué mi “monstruo” que dormía olvidado en el fondo de mi bolsillo, sin otra chance para salir de allí que la remota posibilidad de que algún poeta pudiera interesarse en mi música. Volví a tocar la zamba mientras Adolfo leía el “monstruo” y tarareaba al ritmo de la música. Cuando terminó, me pidió que la tocara de nuevo y ya, llamando la atención de los presentes, la cantó para que todos la oyeran. Lo que sucedió entonces es cosa que no podré olvidar mientras viva. Todos me felicitaban; Adolfo me abrazó y con la más absoluta y hermosa falta de egoísmo, que habla bien claro de su espíritu amplio y abierto, me dijo: “Mirá Polo: esta zamba será un impacto; tenés que publicarla enseguida, mañana mismo, si fuera posible y te doy dos meses de plazao para que la cante todo país”. No sé cuantas veces se tocó y cantó esa noche mi querido “monstruo”; solo recuerdo que yo sentía la sensación de estar en otro planeta, por la enorme emoción que me embargaba. Tan grande era aquella emoción que me pareció estar sumido en uno de esos maravillosos sueños juveniles, en los que el poder, el amor, la felicidad y la belleza, nos pertenece sin retaceos hasta que despertamos de pronto tomando contacto con la realidad, que nos derrumba y nos aplasta. Siguiendo la sugerencia de Adolfo Abalos, al día siguiente me puse en campaña para publicar mi Paisaje de Catamarca, gestión cuyo primer paso me facilitó mi querido amigo Francisco Ocampo, escribiéndome la música. A esta altura, debo hacer una acla- ración al lector, para que sepa porqué la escribió Ocampo y no yo: es el caso que soy un músico intuitivo y la escritura musical me ofrece tantas posibilidades de expresarme, como lo haría en el idioma japonés; es decir, que no conozco una nota de música a pesar de que, paradójicamente, soy compositor de música. Aprendí a tocar el piano como Dios me ayudó, pero tuve que hacerlo por mis propios medios y con una técnica propia, porque nunca tuve maestros. Y ya que estoy en un aparte, aprovecharé, antes de retomar el hilo de mi relato, para destacar que si a la honradez de mi amigo Sosa Cordero debo la publicación de Paisaje de Catamarca, no en menos grado lo posibilitó la falta de egoísmo profesional de mi admirado amigo Adolfo Abalos dándome ánimos para hacerlo, sin el cual nunca lo hubiera hecho por mí mismo. Cuando “Paisaje de Catamarca”, pasó a ser el éxito nacional que todos conocen, automáticamente pasé yo a ser la niña bonita en la Delegación de Contaduría General de la Nación en la Flota Mercante del Estado, donde trabajaba. ¡Cosas del éxito! Prueba de ello es el Acta de nacimiento que, un poco en broma pero con bastante orgullo, hicieron mis compañeros, incluidos los Jefes y que conservo enmarcada como uno de los recuerdos más queridos. La referida Acta que transcribo textualmente, fue impresa en un Sellado Nacional de $ 1.50, que lleva el nº 692.021, letra J. y dice: ACTA DE NACIMIENTO DE “PAISAJE DE CATAMARCA”

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“En la ciudad de Buenos Aires, Capital de la República Argentina, a diez días del mes de octubre del año mil novecientos cincuenta, por ante mí, Miguel Impávido, Contador Fiscal de la Delegación Flota Mercante del Estado, se realiza el bautismo de una criatura del sexo femenino, que llevará el nombre de PAISAJE DE CATAMARCA, hija legítima de doña Inspiración Musical y de Don Polo Jiménez, argentino casado, de cuarenta y seis años de edad. Dicha criatura (zamba), nacida el ocho de octubre de mil novecientos cincuenta en calle Sarmiento Nº 643, 8º piso, departamento 838, tendrá por madrina a la señorita Dora Alma Pavone y de padrino al señor Roberto Horacio Ambrós, ambos argentinos y de mi conocimiento; Doy Fé. Como testigos de este acto firman la presente acta los señores: Vicente Mazzotta, Martín Lares Harbin, Miguel Lelis Villoria, Juan Carlos Ronchi, Luciano Iantorno, Oscar Soulé, Roberto Cabral y Ramón Collazo; y las señoritas María Ester Andryseca y Gladis Beatriz Petrina. Para constancia firman al pie el padre y todos los testigos nombrados. Hay un sello que dice: “Contaduría General de la Nación” – fiscalía – Flota Mercante del Estado. Otro que dice: “Miguel Impavido – Contador y Fiscal y otro: Vicente Mazzotta – Segundo Jefe y la firma de los padrinos, señorita Dora Alma Pavone, señor Roberto Ambrós y todos los testigos nombrados en el acta.

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IV.- PAISAJE DE CATAMARCA El estreno de esta obra se produjo en el lugar y forma que paso a relatar: Edmundo Zaldivar, -el inspirado autor del mundialmente conocido carnavalito “El Humahuaqueño” y además excelente guitarrista integrante por largos años del conjunto estable de Radio El Mundo– formó un conjunto folklórico que integraban: Mario Arnedo Gallo, santiagueño, cantor y guitarrero, autor, compositor y campeón de “perder trenes”, según él mismo se llamaba, con su natural gracejo provinciano. Esto de campeón de perder trenes proviene de que él vivía en Hurlingam y como era noctámbulo empedernido, nunca encontraba la hora propicia para arrancar de vuelta para su casa. Llevaba siempre en el bolsillo, un horario de trenes que empezaba a consultar a las once de la noche para, sistemáticamente, terminar embarcándose en el primer tren de la mañana siguiente, cuando no terminaba recurriendo a la hospitalidad de cualquiera de nosotros, sus amigos, que encantados de tenerlo, le brindamos albergue por esa noche. Por las dudas siempre llevaba consigo un portafolios en el cual tenía una muda de ropa, una máquina de afeitar, gomina, peine y agua colonia, en lugar de papeles o partituras musicales, como podía suponerse. Justo es reconocerle que, a pesar de sus inclinaciones nochera y bohemias, jamás se permitía ni se hubiera perdonado el más insignificante desaliño o falta de pulcritud en su persona. Podría escribirse un libro hablando de las mil facetas interesantes de este extraordinario folklorista, pero hay otros integrantes del conjunto que esperan turno, a los que también quiero rendir mi emocionado homenaje, haciéndolos desfilar por este tinglado de los recuerdos. Atuto Mercau Soria: A quien, Mario Arnedo, con su oportuna gracia había bautizado de “El fácil”, caricaturizando, desde luego, los frecuentes cambios de carácter que, según Mario, sufría Atuto. Es este gran amigo un catamarqueño bonachón, que cuando está en vena resulta el más amable y entretenido contertulio. Buen guitarrero y cantor, cuando recita alguna de sus glosas para ambientar una canción, con ese su cantito tan provinciano y su modo de decir, tan criollo y tranquilón, se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que la canción ya tiene de antemano, ganado el aplauso del público. Es también un inspirado autor y compositor de música folklórica, dueño de obras que alcanzaron gran resonancia, tales como su vidalita chayera “Vamos a chayar” y su “Zamba de la añoranza”. Fernando Portal: Este salteño, criado en Tucumán, es un extraordinario exponente del cancionero folklórico argentino; quizá sea el cantor más completo, ya que reúne todas las condiciones exigibles en un buen cantor: buena voz, de timbre abaritonado, excelente afinación, emoción, sabor telúrico y profundo conocedor de la buena técnica del canto. No triunfó, como lo merecían sus condiciones, porque le faltó ese poquitito de suerte que se necesita para poder triunfar, en todas las manifestaciones de la vida y además porque él, gran enamorado del canto coral, se empeño siempre en actuar integrando conjuntos, dirigidos por él o por otros, en lugar de hacerlo como solista. Pienso que sobretodo esto último, fue lo que le impidió ocupar el lugar a que tenía derecho por su talento y sus brillantes condiciones. Integró muchos conjuntos; casi diría que, en los últimos veinte años, no hubo uno que no lo tuviera como integrante, aunque fuera por poco tiempo. Fue el creador de “Los cantores de Quilla Huasi”, integrando en un principio por él, Carlos Lastra, Carlos Vega Pereda y Nuñez. Cuando el conjunto empezó a adquirir popularidad, una enfermedad que lo tuvo postrado en cama por varios meses y otro tanto de convalecencia, lo obligó a dejar el conjunto, dando lugar con su retiro, el ingreso de Oscar Valle.

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A propósito de la inclusión de Valle, quiero destacar, en homenaje a este gran autor y compositor argentino, cantor, guitarrista y mejor amigo, que hacía ya un tiempo que estaba retirado de la vida artística activa y que había orientado su vida hacia el comercio. Portal, al caer enfermo, le pidió que lo reemplazara para evitar la inminente desintegración del conjunto. Valle accedió. Pero lo maravilloso de este generoso amigo fue que, durante el tiempo que duró la enfermedad y convalecencia de Portal, trabajó sin cobrar un centavo para que aquél pudiera seguir recibiendo su parte. Luego, como Portal quedó en inferioridad física para seguir actuando, resolvió retirarse definitivamente del conjunto, quedando Valle como integrante efectivo, lugar que ocupa hasta la fecha. Dios premió su nobleza y generosidad porque todos los integrantes del conjunto “Los cantores de Quilla Huasi” , -cuyo nombre, en Quichua, quiere decir “Los cantores de la casa de la luna”-, hicieron una sólida posición económica. Algún tiempo después se retiró del conjunto Carlos Vega Pereda, actuando en su lugar Roberto Palmer. Luego de esta pequeña digresión, que he creído oportuna y justiciera, en honor de mi amigo Oscar Valle, seguiré refiriéndome a Fernando Portal. Es también autor de obras de mucho éxito del cancionero nativista, tales como, Bombo Legüero, zamba en colaboración con Valle; “Porqué será que parece”, en colaboración con Buenaventura Luna; y sus más recientes “Pura tristeza”, vidala con letra del poeta salteño Manuel Castilla, con la cual obtuvo el segundo premio en el Primer Festival Internacional de la Canción, realizado en Salta; y más recientemente, ganador del Tercer Festival Odol de la Canción, por Canal 13 de televisión de la Capital Federal, con su zamba “Pastor de nubes”, también en colaboración con Castilla. Este buen amigo, hombre generoso y sin egoísmos de ninguna naturaleza, aparecerá todavía varias veces a lo largo de este relato, porque también fue largo el camino que recorrimos juntos y ancho el afecto que le profeso. Estaba también con nosotros, el catamarqueño Julio Alvarez Vieyra; buen amigo, excelente “bombisto” y profesor indiscutido de “Locros”. Cuando el negrito Alvarez –así le llamamos nosotros- se ponía su delantal y empezaba a manipular cacerolas y sartenes, era cuestión de empezar a “hacer boca” con unos buenos tintos, preparando el estómago para el festín gastronómico que se avecinaba con el locro. Otro de los integrantes de aquel conjunto fue un muchacho sureño, llamado Guillermo Gándara; hombre correcto y sencillo que manejaba muy bien la guitarra. Lo perdí de vista, pero siempre conservo un grato recuerdo de él por su hombría de bien y por haber sido copartícipe en los primeros pasos de mi Paisaje de Catamarca. También integraron aquel conjunto, los hermanos Yacante dos catamarqueños muy buenos cantores; uno de ellos Gustavo se volvió a su pago y allí sigue cantando, integrando un conjunto llamado “Los arrieros de Valle Viejo”; conjunto de gran fuerza, autenticidad y sabor telúrico. El otro hermano –Emilio- cambió de rumbo, dedicándose a la canción melódica. Yo completaba el conjunto, como pianista. He sentido el impulso y la necesidad de hacer esta detallada descripción de cada uno de los integrantes de aquel conjunto, que dirigía Edmundo Zaldivar –Cacho, para nosotros- porque todos esos amigos contribuyeron y no en poca medida, a que esa pequeña criatura recién nacida – Paisaje de Catamarca- diera, en firme, los primeros pasos, para luego afirmarse en el espinoso camino del éxito. Con ese conjunto debutamos en una confitería en Vicente López, llamada “Yaraví”, en la que también actuaba aquel cantor español que, en su época, fue máxima expresión del “Cante jondo” y que se llamaba Angelillo.

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Era la noche de la inauguración y, con ese motivo, había una gran concurrencia de la familia artística del cine y de la radio, por ser uno de sus dueños, la conocida actriz de radio-teatro, Carmen Valdez. Ante tan selecta y capacitada concurrencia, estrenamos, aquella noche, “Paisaje de Catamarca”. Mientras los demás le hacíamos un fondo musical, Atuto Mercau Soria recitaba una glosa que él escribiera especialmente para esta obra. Su voz gruesa, profunda y un tanto aguardentosa –esto último no significa que sea un bebedor, pues nunca lo fue, sino solo una característica natural de su voz- y su pronunciada tonadita provinciana, creaban un clima de expectación y predisponía al público a escuchar con mayor atención. Terminada la glosa, Atuto y Mario se adelantaron y, muy suave y sentidamente, la cantaron; más la dijeron con una emoción y un sabor con que nunca más la volví a escuchar. El éxito fue clamoroso; el público nos la hizo repetir tantas veces que casi aprendió la letra de memoria y al final de la noche ya la cantaba junto con nosotros. Todos los muchachos compañeros me abrazaban mientras el público seguía aplaudiendo y fue tan enorme mi emoción y mi felicidad, que, sin poderlo evitar, lloré como un niño. Se cumplía así el presagio de Adolfo Abalos. Antes de un mes la cantaba, silbaba o tarareaba, todo el pueblo. Fue tan meteórico el éxito, que ni siquiera me dio tiempo a asimilarme. Esto creó algunas situaciones muy graciosas, como la de encontrarme en alguna confitería donde actuaba conjuntos folklóricos y de pronto escuchar que el animador anunciaba la presencia de la sala, de un gran folklorista argentino y mientras yo buscaba tratando de ubicarlo, escuchaba mi nombre en boca del anunciador, con la consiguiente vergüenza para mí. Me encontré así con que, de la noche a la mañana, mi Paisaje de Catamarca había hecho el milagro de sacarme del anonimato, colocando mi nombre y fotografía en revistas, diarios, radios, peñas y también en boca de todo el pueblo que, aunque no me conocía personalmente, ya conocía mi nombre a través de esa zamba que nació como un saca-apuro, una noche de carnaval en que se me había agotado el repertorio. ¡Es el mágico poder de una canción!... Satisfacciones y emociones que me brindó a raudales. Obsequios, pergaminos, medallas y demostraciones de toda índole. Pero yo bien sé que el éxito, al que contribuye en gran medida el factor suerte, es contagioso. Se, también, que el público es elitista; de modo que nada de todos esos halagos, han conseguido cambiar mi natural modestia y sencillez. Entre las distinciones que conservo con mayor cariño y estimación, se halla un pergamino y medalla de oro que me obsequiaron mis hermanos y familiares más allegados y un cuadro autografiado que me dedicó el gran pintor Benito Quinquela Martín, junto con su autobiografía. Este cuadro me fue obsequiado en un almuerzo en su atelier de la Boca, al que fui invitado pro mi viejo y querido amigo el escritor catamarqueño, Académico de la Academia de Letras Argentina, profesor doctor Carlos Villafuerte. De sobremesa se hizo un poco de música y con ese motivo toqué el piano y por ese especial pedido de Villafuerte, mi zamba “Paisaje de Catamarca”, que fue cantada por todos los concurrentes. Cuando terminé fui sorprendido con una invitación a pasar a las habitaciones privadas del maestro Quinquela, donde éste me esperaba con el cuadro y un libro de su vida, ya autografiados. La dedicatoria que le puso al cuadro, dice: “Al amigo y creador de Paisaje de Catamarca, recuerdo de Quinquela Martín”. Fue tan grande mi emoción como mi sorpresa; tanto que solo atiné a darle un apretado abrazo, sin poder pronunciar una palabra, para significarle el grandísimo honor que significaba para mí, su dedicatoria.

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PAISAJE DE CATAMARCA (Zamba) Desde la cuesta del portezuelo mirando abajo, parece un sueño… un pueblito allá, otro más allá y un camino largo que baja y se pierde. Allí un ranchito sombreao de higueras y bajo el tala durmiendo un perro y al atardecer, cuando baja el sol, una majadita volviendo del cerro. Paisaje de Catamarca con mil distintos tonos de verde! un pueblito allá, otro más allá y el camino largo que baja y se pierde. Y ya en la villa del Portezuelo con sus costumbres tan provincianas el cañizo acá, el tabaco allá y en la soga cuelgan quesillos de cabra. Con una escoba de pichanilla (¹) una chinita barriendo el patio, y sobre el nogal centenario ya, se oye un chalchalero que ensaya su canto. (¹) Planta de rama dura y tupida con que los lugareños fabrican escobas para los patios de tierra.

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V .- DEL MISACHICO El éxito obtenido con “Paisaje de Catamarca”, me dio coraje para seguir componiendo y publicando. De inmediato entregué la zamba del Misachico, como la anterior inspirada en un tema catamarqueño; esta vez, en el misachico. Aquí quiero hacer una pequeña digresión, porque me siento obligado a explicar porqué, siendo cordobés –y tan cordobés que no puedo dejar pasar mucho tiempo sin hacerme una escapada para volver a sentir el cantito conque hablan mis paisanos que me sabe a música y me llena de recuerdos- la mayoría de mis primeras obras las escribí cantándole a Catamarca: Resulta que desde los 15 años que ando en este trajinar de la música, he sido muy andariego y siempre anduve de asá para allá, sin quedarme mucho tiempo en ningún sitio. Hasta que en el año 1930 fui contratado para actuar ocho días en Catamarca, durante una Función de la Virgen del Valle. Formamos en aquel entonces un trío que aún, los catamarqueños que peinan canas, lo recuerdan como a lo mejor que escucharon, al decir de ellos, que se llamó Trío Córdoba y que estaba integrado por un maravilloso bandoneonista, que aún vive en Córdoba, a quien quiero mucho y con quien nos juntamos cada vez que voy a Córdoba, a comer unos sabrosísimos asados que nadie hace como él, a charlar de nuestro recuerdo y también a hacer música, y que se llama Ernesto Tejada, conocido en el ambiente musical por Tito Tejeda. El otro integrante era un violinista de origen tucumano, radicado en Córdoba, llamado Eduardo Belucci y yo al piano. Terminado el contrato, Tito y Eduardo se volvieron a Córdoba y los ocho días por los que fuimos contratados, para mi se hicieron 17 años. Vale decir entonces que hasta que me vine a Buenos Aires donde resido desde 1947, fue Catamarca el lugar que más y mejor conocí hasta entonces. Por otra parte, ya más hombre y más asentado aprendí a detener más la atención sobre las cosas que me impresionaban. Además mis dos hijos, Silvia (maestra normal) y Rodolfo (médico), son catamarqueños. Pero todo aquel que conoce más o menos mis obras, sabe perfectamente que luego también escribí muchas canciones para Córdoba de mi corazón y lo hice con igual cariño con que le canté a Catamarca y a todo el país en general –ya que mis canciones abarcan los cuatro rumbos de la patria-. Porque quiero tanto a mi país que quisiera descansar bajo su cielo, cuando Dios me llame. Hecha esta aclaración, sigo adelante: Se llama misachicos en el norte, a unas pequeñas procesiones que organiza la gente lugareña, transportando el santo de su devoción, en andas; marchan seguidos de los devotos, al son de quenas y bombos. Generalmente esos Misachicos se organizan en Catamarca para la función de la Virgen del Valle, que se realiza dos veces por año, en abril y diciembre y resultan de un colorido, de un tipismo y trasuntan una fe religiosa que conmueven. Cada una de esas funciones de la Virgen, dura ocho días, de domingo a domingo. Durante la semana van llegando a la ciudad, junto con los turistas y los promesantes, la gente de los pueblos del interior de la provincia –vallistas y serranos- trayendo para mercar los productos manufacturados de la región. Se ofrecen así a los turistas, mantas y chalinas de vicuña, de llama y de oveja; puyos, ponchos, alfombras cubrecamas, dulces de membrillo, de lima, de cayote; alfajores de turrón o de arrope, nueces e infinidad de otros productos. Todos estos ocasionales comerciantes se instalan en el patio de la Catedral Basílica, en baldíos y en todo lugar donde hay posibilidad de instalarse.

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Es tanta la gente que concurre a estas festividades, que no dan abasto los hoteles, pensiones, ni casas de familias que se ofrecen para recibir turistas; así es como en lo últimos días, se ve gente durmiendo en las plazas, en los zaguanes y en cuanto hueco pueda aprovecharse a tal efecto. El domingo final se realiza la Procesión. La Virgen Morena es sacada de la iglesia y llevada en andas por los fieles, quienes se disputan el honor de cargarla sobre sus hombros. La Procesión se lleva a cabo alrededor de la Plaza 25 de Mayo. Este paseo tiene una particular belleza; cuatro lados en distintos planos y poblada de una variadísima vegetación. Resaltan lapachos, palos borrachos y hasta palmeras; los árboles que la rodean son naranjos, que en época de azahares perfuman el aire, alegran la vista y tonifican el espíritu impregnándolo de un sincero deseo de vivir. Una vez que la procesión dio toda la vuelta alrededor de la plaza, los naranjos quedan poco menos que desnudos porque los promesantes quieren llevarse gajos a sus casas, a los que considera benditos por estar dentro del recorrido que hizo la Virgen. La procesión se cierra con un sermón, dicho generalmente por el Obispo. Terminada la ceremonia la Virgen vuelve a su camarín en medio de un revolear de miles de pañuelos blancos que la saludan y que semejan una gigantesca y airosa zamba bailada por los fieles, en su honor. Todo el acontecer durante esas funciones de la Virgen del Valle, es lo que trato de describir en la letra “Zamba del Misachico”. ZAMBA DEL MISACHICO Desde temprano se empieza a oir de lejana quenas, el triste gemir; golpeando el bombo, dale que dale, el misachico de lejos se oye venir. Es el domingo de la Función… la Virgen del Valle sus galas vistió. Lunes y martes, miércoles, jueves, los promesantes fueron llegando en montón. Y como broche de la Función ha de realizarse la gran procesión. La Virgencita, bien morenita, a todos brinda su Don y su bendición y mil pañuelos, revoloteando le van diciendo su adiós. De las campanas al repicar ya va despertando toda la ciudad; pasan las niñas, muy alhajitas y las viejitas con su Rosario y su chal. De Tinogasta y Andagalá, desde Valle Viejo, Chumbicha y Belén, mantas, chalinas, cigarro”i chala poncho”i vicuña, viene el paisano a vender-

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Esta zamba, por lo característico de su construcción musical sincopada, llamó mucho la atención entre mis colegas, porque fue la primera, en ese estilo, que apareció. Además, por la larga extensión de su tesitura musical, que obligaba a los cantores a un gran esfuerzo para poderla interpretar, me valió el apodo de “mata cantores”. Confieso que no la hice así por una excentricidad sino simplemente por que, en esa época, yo no tenía ni idea de que los cantores estaban limitados en el grave y en el agudo. Puede decirse que fue un éxito esta nueva zamba, considerando que se cantó y aún se canta mucho y que tuvo muchas grabaciones. Recientemente la volvieron a actualizar los cantores de Quilla Huasi, incluyéndola en un nuevo long-play y yo también la incluí en un disco que me encargó grabar el gobierno de Catamarca, con motivo de la Fiesta del Poncho, que se realiza en esa ciudad, en el mes de julio. Este disco es un 33doble, en el que grabé las cuatro zambas mías en la que le canto a Catamarca; “Paisaje de Catamarca”, “Del tiempo”i mama” –a la que referiré más adelante en este libro- “Zambita del Misachico” y “Vaya pa” que sepa”.

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VI.- OTRAS TRES OBRAS Fue tal el impacto que produjo en mi espíritu Catamarca con sus maravillosas serranías, sus paisaje, costumbres y bohonomía de su gente, abierta y hospitalaria, que hasta mi sexta obra no conseguí liberarme de su influencia, como puede verse en las letras de las que siguieron: PINCELADAS DEL PAGO (Zamba) Entre cantar de mirlos y perfumes de flores, va saliendo el sol, de un amanecer de abril, en mi villa Dolores. Un atadito’i leña, pa’vender en el pueblo… sentadito atrás, taloneando al burro, vá unchanguito norteño. Ya se me hace volver a sentir Otra vez ¡achalay! (¹) después de llover, cuando el sol comienza a abrir, el perfume del alfalfar; y cuando el azahar blanqueando el naranjo está de las aves el cantar. Flores de santarrita rebasando las tapias y sobre el horcón de un ranchito abandonao, dos horneros trabajan. Junto al cerco, la clueca, los pollitos tapando y con el arao y una yunta’i bueyes van dos peoncitos, arando. (¹) ¡Achalay!, interjección de placer; por ejemplo: ¡que perfume! ¡que belleza! etc. AL DEJAR MIS MONTAÑAS (Zamba) Cuesta debajo de la montaña un arroyo corriendo vá; oigo, al chocar del agua contra las piedras, el remedo de un llorar. Es el lloro del que se ausenta

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para nunca ya retornar; así, como el arroyo, se queja mi alma, mis montañas al dejar. Montañitas catamarqueñas donde el bombo suena mejor porque el eco de tus quebradas, de las quenas, le dá sabor. Yo moriré muy triste, si muero lejos de tu luz y tu color. Catamarca tiene una luna diferente de las demás, porque el azul del cielo es más brillante que le dá más claridad. “Amichadas” (¹) llevo en el alma una pena y una ilusión; la pena es estar lejos de mis montañas, regresar es la ilusión. (¹)”Amichadas”, juntas, inseparables. VOLVAMOS PA’CATAMARCA (Cueca) Al partir de Catamarca salí por el Portezuelo y cuando subí la cuesta me hallé cerquita del cielo. Les confieso que, al subirla, con más pena que trabajo, subí solo con el cuerpo porque el alma, quedó abajo. Vamos… Vamos… el alma me está diciendo. Volvamos pa’Catamarca, dejemos de andar sufriendo. “Al dejar mis montañas”, según lo ha manifestado Eduardo Falú en repetidas oportunidades, es mi mejor zamba; por lo menos para él. Yo sigo pensando que es “Paisaje de Catamarca “. Esta preferencia de Falú por “Al dejar mis montañas”, me proporcionaría, con el tiempo, una de las mejores emociones. En efecto: me encontraba en Córdoba, convaleciendo de una enfermedad y como no podía movilizarme mucho, lo pasaba leyendo y escuchando música. Un día llamé por teléfono a una casa de venta de discos, para preguntar que novedades tenían, en folklore y dentro de éste,

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preferentemente de Falú. Me contestaron que de éste habían recibido un villancico, que tiene letra de Buenaventura Luna. En ese tiempo solo se grababa discos de 78 revoluciones; es decir, que sólo tenían una obra en cada faz. Cuál no sería mi sorpresa y emoción, cuando escuché mi zamba “Al dejar mis montañas”. Falú le había hecho un arreglo que parecía un concierto. Enterado de mi enfermedad, quiso brindarme esa sorpresa y ese halago, grabándola sin avisarme nada. Algún tiempo después, fui a Radio El Mundo a presencia r y escuchar una audición de Falú. Se acercó a saludarme y me dijo: “Yo hubiera tenido muchísimo gusto en tocar ahora su zamba, aprovechando su presencia, pero resulta que es tan difícil el arreglo que le hice, que no la tengo muy segura; pero que me valga la intención”. Le contesté: No se aflija Eduardo; aunque yo hubiera preferido que le hiciera un arreglo más fácil, para tener el gusto de escuchársela más seguido. Es uno de los discos, en que hay obras mías, que conservo con más cariño; no sólo por estar grabado por Falú –que ya sería motivo bastante valedero por sí solo- sino por el afecto que lo movió a grabarlo.

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VII.- DOS OBRAS PARA CORDOBA Mis paisanos cordobeses, no dejaron de hacerme notar –un poco en broma y un poco en serio- que al parecer me había olvidado de mi Córdoba, porque para nada la recordaba en mis canciones. Así parecía, en realidad, pero… nada más que parecía. ¡Cómo había de olvidarme de mi Córdoba querido! En élla vivieron mis padres y allí descansan en paz; y allí nacieron varios de mis hermanos. ¡Cómo podía olvidar su antiguo colegio Salesianos, frente a la escuela Normal, donde aprendí a hacer las primeras gambetas con la pelota y las primeras “rabonas” a clase! Si en aquel colegio nació el glorioso club de fútbol “Belgrano”, club de mis amores de niños… si en su vieja plaza Colón, la antigua, la de piso de arena, rodeada de barandas de mampostería con verjas de hierro fundido; la de los cuatro gigantescos pararrayos y los infinitos escaños donde, en noches de retreta, se sentaban nuestros padres, vigilantes para que no fuera a sucedernos nada malo mientras jugábamos!... En esa vieja plaza –hoy completamente transformada- donde me doctoré en “rango” y en rayuela y en la que experimenté las primeras aceleraciones de mi juvenil corazón, frente a las ruborosas miradas de la primera novia!... Compuse entonces la zamba “Córdoba linda”, que me reconcilió un tanto con mis paisanos y calmó un poco mi sentimiento de culpa por la involuntaria postergación. “ CORDOBA LINDA” (Zamba) Sueños y sed de distancias me empujaron a viajar Hay que andar y mirar, para comprender que no hay cielo como el cordobés. Quien ver bellezas quisiera, Córdoba le mostrará: Valle Hermoso, La Falda, el Ñuporá Ascochinga, Alta Gracia o Saldán. Córdoba la del encanto del hablar golpeadito y tranquilo!... Me fui: sueño y regreso: canto, sincero, sentido, canto que, en cada latido, te brinda mi corazón. Hay una pena muy pena, que es la pena de volver y encontrar el solar de nuestra niñez sin la dulce tibieza de ayer. Pero yo vuelvo contento porque te puedo cantar y decir, y gritar: suelo cordobés, si más lejos, más te haces querer.

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Luego de esta zamba, compuse un triunfo que titulé: “Triunfo cordobés”. Es un canto del hombre de Córdoba –mediterráneo- al hombre sureño, en el que no deja de aparecer el profundo localismo que destaca a mis paisanos, como podrá verse: “ TRIUNFO CORDOBES” (Triunfo) Este triunfo que canto es de un hermano mediterráneo. De Córdoba, señores para más datos, es el triunfo que les canto. No siempre hai ser, el triunfo, cantar sureño de un solo dueño. También los cordobeses siempre cantamos, hasta cuando conversamos. (aura) II Ser cordobés, señores, es ser de cuna como ninguna. Dicen que hablamos “fiero” los de la Docta, pero … amí que se me importa. En Córdoba nacieron Paz y Lugones, ¡Ojo, señores!... Mejor que no sigamos en este “porte”, no me gusta darme corte. (aura)

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Aquí se acaba el triunfo de este paisano mediterráneo. Luego de este triunfo, compuse un gato que titulé: “Soy de la Docta”, en el que también pinto tipos y costumbres de mi pago. De este gato hablaré más adelante.

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VII.- BROCHAZOS MENDOCINOS Me encontraba en Córdoba, en la querida y ya desaparecida Peña Achalay, allá por San Gerónimo y Paraná, en el sótano del hotel Ritz, donde compartía el escenario y los aplausos con el inolvidable gran artista paraguayo, Felix Perez Cardozo y el simpático dúo Peruano de Miguel Paz y Abatito Morales, cuando recibí una propuesta para ir a Mendoza. Hacía veinticinco años que faltaba de Mendoza. Allá por el año 1924 viví allí un período de cuatro años, de los que conservaba imborrable recuerdo… Creo que fueron los años juveniles más felices de mi vida. Que hermoso era Mendoza para aquel entonces!... ¿Se conservaría igual?, me preguntaba. Conservaría siempre, en sus calles, aquella gigantesca y tupida arboleda por entre la que, a veces, costaba ver el cielo?... y aquellas cantarinas acequias que hacían de Mendoza una ciudad diferente, no habrían desaparecido por la incomprensión y la saña de algún Intendente desaprensivo, con veleidades de renovador?. Acepté la propuesta y me embarqué para Mendoza. Cuando el ómnibus en que viajaba llegó a “Desaguadero” –límite territorial de Mendoza y San Luis- una enorme emoción, mezcla de ansiedad y curiosidad, me invadió de pronto. Es que siempre guardé en el más oculto rinconcito de mi corazón, el secreto deseo de volver. Pero… cosa curiosa; nunca hice nada por concretarlo, a pesar de lo fácil que me hubiera resultado hacerlo. Y así, entre ese latente deseo de volver y ese no hacer nada por intentarlo, pasaron veinticinco años. Muchas veces me pregunto porqué no lo hice antes? Talvez mi sub-conciente temía que el regreso borrara el recuerdo de tan felices años de mi juventud, y prefería seguirlo recordando como lo dejé. Cuando pasamos el departamento La Paz, primera parada del ómnibus dentro de Mendoza, viajábamos por entre interminables y verdes viñedos, de olivares cuajados de aceitunas, de duraznos, de ciruelos en plantaciones ininterrumpidas, que abarcaban hasta más allá de donde la vista alcanza a percibir. A ambos lados del camino el agua corría en las acequias, canturreando sus tonadas de humedad fertilizante… Más allá al fondo y lejos, los gigantescos cerros pre-cordilleranos con sus penachos blancos de nieves eternas, que aparte de aumentar la sugestión y belleza del paisaje, justifican la abundancia de agua de que disfruta la provincia. Justo es reconocer que ello se debe al talento visionario del cacique indio Guaymallén, autor de la maravillosa red de canales que permiten el aprovechamiento integral de esa sangre fresca de la tierra, que proviene de los deshielos y que la fertilizan como una bendición del cielo. Vamos acercándonos a Mendoza. ¿Qué será de aquellos amigos que dejé cuando me fui, hace veinticinco años? Marquitos Castro, el que llevaba los ajustados pantalones tan bajos en la cintura, que siempre parecía que se le iban a caer… Fernando Stefanelli, el muchachón grande y fuerte, de la boca grande y la sonrisa ancha… Existirán todavía los viejos “20 Billares”, aquella confitería donde por tantos años toqué el piano, integrando la orquesta de ese mago del violín, Astor Bolognini? ¡Qué violinista y qué bohemio!... Sé fue a Norte América e integró por muchos años la famosa Sinfónica de Filadelfia, junto con su hermano Remo. Todo aquel que vuelve a una ciudad en la que vivió algún tiempo y pasó muchos años sin regresar –sobre todo si dejó recuerdos gratos, sentirá en un primer momento una gran desilusión, porque a pesar del adelanto que encuentre, habrán muchas cosas queridas con las que arrasó despiadadamente el progreso. Además, uno mismo se siente disminuido en sus entusiasmos juveniles, porque los años y la vida enseñan a mirar las cosas desde otros ángulos y en otra forma. También yo sufrí esa primera impresión,

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pasada la cual empecé, paulatinamente a aclimatarme y pude ver así todo lo hermoso que estaba la ciudad, a pesar de las cosas desaparecidas. A poco me reencontré con mi viejo y querido amigo Fernando Stefanelli, quién estaba hecho todo un honorable y ejemplar padre de familia; un tanto cambiada su apolínea figura atlética y juvenil con que yo lo había dejado; un poco más de abdomen, pero la misma sonrisa cautivadora, amplia y franca. Este viejo amigo lo mismo que su señora la simpatiquísima “negrita” Nelly Ardite, contribuyeron en gran parte a ubicarme en éste, para mí, nuevo Mendoza. Enterados de mi intensión de escribir una canción para cantarle a Mendoza, me asesoraron en muchas cosas me llevaron en su coche y me mostraron todo lo que pudiera ser digno de mencionarse en una canción, para conformar una característica de la región. Y así, gracias a la buena voluntad y al asesoramiento de esos queridos amigos, a la impresión recibida al volver después de una ausencia tan larga y a los recuerdos de los muy felices años juveniles vividos en esta tierra, nació una zamba que titulé: BROCHAZOS MENDOCINOS Por caminos que son un vergel voy llegando a Mendoza Melena de sauces añosos me brindan su verde y su sombra. Y el agua, corriendo en l’acequia, me dice de cantos y coplas. Tamarindos y arabios en flor, olivares, viñedos, perfumes de tierra mojada, retama, jarilla y poléo; y al fondo, las nieves eternas, de cerros que trepan al cielo. Aquí estoy con todita mi voz dispuesto a cantar tu belleza, Mendoza florida, rincón de arboledas y acequias, jardín de las tierras andinas. Te brindo esta zamba sencilla con todo mi corazón. Matecitos debajo’el parral sopaipilla (¹) y arrope, damajuana de vino casero que están por llegar los cantores y en medio’e la cueca los “aros” (²) vendrán con el jarro hasta el tope. Un recuerdo de ti llevaré en el alma, Mendoza; tus fiestas, tu parque, tus cerros, acequias de aguita cantora y aquel monumento glorioso

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que se alza en su cerro’e la gloria.

(¹) “Sopaipilla”, torta frita. (²) Voz conque se invita a suspender el canto y el baile para hacer un brindis con los músicos.

Con esta zamba tuve entre otras, dos grandes satisfacciones; Que la cantara Lolita Torres en su película “La maestra enamorada” y que se eligiera mi conjunto para acompañarla, lo que hice con todo cariño y emoción. La inclusión de mi zamba en esta película, fue casual y en su elección mucho tuvo que ver la suerte. Sucedió así: Lolita, que no me conocía, necesitaba para esa película, una canción bien descriptiva de Mendoza – donde se filmaría- y salió en busca de ella, acompañada por su asesor musical, el maestro Tito Ribero. Quiso la suerte que la editorial a la que concurrieron, fuera una de las que publican mis músicas. Como ellos ya tenían una idea de la obra que necesitaban, manifestaron en la editorial que buscaban una canción con las características de “Paisaje de Catamarca”, pero que la letra se refiriera a Mendoza. Parece ser que la persona que los atendió en la editorial, luego de escucharlo y sin titubear – según ellos mismos me refirieron (luego)- les entregó mi zamba “Brochazos mendocinos”, diciéndoles: “Aquí tienen una zamba que no sólo es del mismo estilo de Paisaje de Catamarca, sino que también es del mismo autor”. Lolita la escuchó, leyó la letra y la eligió como la obra que necesitaba. Tito Ribero, que es amigo mío desde antes de este episodio, me avisó por teléfono de la elección de Lolita Torres y me invitó a su casa para que élla me la escuchara tocar, porque quería darle el sentido y la interpretación que indicara el autor. Así tuve el placer de conocer personalmente a la maravillosa Lolita Torres. En esa oportunidad me pidió que le acompañara la zamba con mi conjunto, en la grabación para la película. Demás está decir que la noche de la grabación quedó marcado en mi vida como uno de los momentos de mayor satisfacción. Pocas veces he vuelto a escuchar esta zamba, cantada con tanta propiedad y emoción como por esta multifacética y admirable cancionista argentina.

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IX.- ANDANDO POR AHI Corría el año 1954. Me encontraba en casa y, como casi siempre que esto sucede, estaba traveseando en el piano una melodía que me daba vueltas en la cabeza. Siempre he sentido una particular predilección por la zamba, tratándose de música folklórica; no es difícil explicarse entonces porqué me empeñaba, insensiblemente, en darle forma de zamba a una melodía que garabateaba en el piano. Por fin lo logré y quedé muy satisfecho, cosa poco frecuente en mí, porque generalmente le hago tantas modificaciones a una obra, antes de darle por terminada, que a veces sucede que, concluida, no tiene nada que ver con lo que hice al principio. Esto lo he podido comprobar porque, cuando empiezo a hacer una canción, inmediatamente la grabo; después de un tiempo la escucho nuevamente y ya, o no me gusta o se me ocurre una modificación; y así, tantas veces como sea necesario para quedar íntimamente satisfecho. Pero la zamba a que me estoy refiriendo, quedó definitivamente terminada de primera intensión. Un día llegó a visitarme Mario Arnedo Gallo, como lo hacía con bastante frecuencia y, como solemos hacer siempre entre colegas, le hice escuchar la nueva obra; le gustó mucho. Tanto que manifestó el deseo de hacerle la letra. Por supuesto que accedí gustosísimo y ahí nomás, mientras compartíamos un aromoso y tibio vaso de vino, se puso a escribir la letra. Sin el menor esfuerzo quedó terminada esa misma noche. La primera copla de esa letra, empieza con estas palabras: “Andando por ahí, hermano / como da gusto la vida”. A los dos nos gustó lo de “Andando por ahí” y ahí nomás la bautizamos con ese título.

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ANDANDO POR AHI (Zamba) Andando por ahí, hermano, cómo da gusto la vida!... Yo tengo por fe, un ansia de andar, que me es cosa muy querida. Andando por ahí, hermano, cómo da gusto la vida. Yo siento subir, hermano, por estas venas, la zamba que viene y se va, airoso el compás, pañuelo de luz, al alba. Y siento subir, hermano, por estas venas, la zamba. En los cerros, montes, ríos, valle y senda, tierra soy; tras los sueños y en mi canto, a una estrella sé que voy. Y el alma me crece hermano, si ando por ahí, como ando. Andando por ahí, hermano, junto al amor de las brasas, la leña, al chispiar, arrima el calor de alguna tierna añoranza. Andando por ahí, hermano, junto al amor de las brasas. Y brindo con vino, hermano pa’celebrar mis andares. la copla hecha flor, nos nace al correr del rojo quitapesares. Y brindo con vino, hermano, pa’celebrar mis andares.

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X.- DEL TIEMPO’I MAMA En esos días se me presentó una oportunidad desde largo tiempo acariciada: Carlitos Lastra, uno de los integrantes del “Los cantores de Quilla Huasi”, me contó que una tía de él quería vender su piano Vienés, de media cola; estaba en perfectas condiciones, según me dijo y agregó que él se había acordado de mí, por tratarse de una oportunidad que podía interesarme. Es claro que me interesaba y mucho, pero eso no era suficiente; había que saber si lo podía financiar. Por las dudas fui a verlo y desde el momento que puse las manos sobre el teclado, me dije a mí mismo: “Tengo que encontrar la manera de poder comprarlo. Este piano tiene que ser mío”. Pedía por él, veinticinco mil pesos, precio bastante ventajoso para esa época –año 1950- pero para mí resultaba una pequeña fortuna, que no tenía. Hice mil combinaciones hasta que, por fin, pude comprarlo. Cuando lo tuve en casa, me pellizcaba para tener la seguridad de no estar soñando. Me sentía como un niño que ha conseguido el tesoro del juguete largamente deseado. Pasaba largas horas tocando y deleitándome con la pastosidad y dulzura de su sonido aterciopelado. Como primera obra compuesta en ese piano, nació una zamba que, con el andar del tiempo, alcanzaría una popularidad tan grande como “Paisaje de Catamarca”. Los lectores que conocen el repertorio mío, ya habrán adivinado que me estoy refiriendo a la zamba “Del tiempo’i mama”, cuya letra va a continuación. DEL TIEMPO’I MAMA El viejo patio que dá al callejón, la galería, el aljibe, el rosal, la pajarera, la hamaca, el malvón, me llevan siempre en el recuerdo a mi pago’i Pomán. Veo a mi tata, contento y feliz, pitando una chala y meta matear, mientras mi mama, déle trajinar, pasa secándose las manos en el delantal. Qué tiempo feliz, el de la niñez!... veláy, yo no sé para qué pasará!... Palabrita’i Dios que dan gana’i llorar de solo pensar que no volverá. Vieja casita del pago’i Pomán, porque sos parte de mi vida, te quiero cantar. Veo la cuja, el brasero, el telar, la paila’i cobre y el huso del hilar; y en la batéa, con puyos tapao, está leudando el amasijo para hacer el pan. Me veo chango en el patio, jugar y al Carchi moto, mirarme y toriar; oigo a mi mama, fregando la olla para hacer el guaschalocro, cantar y cantar.

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Cuja: Cama. Paila: especie de olla de cobre para hacer dulces. Carchi: cusco, perrito chico. Moto: rabón. Guaschalocro: locro pobre. Esta zamba lleva adosada una glosa, que viene a ser la motivación del tema. En algunos discos en los que está incluida, la digo yo: como en el de “Los cantores de Quilla Huasi”, en el de “Los hermanos Fruttero”, un muy buen conjunto de Río Cua rto (Córdoba) y también, últimamente, en un disco que grabé con mi conjunto, para la Fiesta Nacional del Poncho, por encargo del gobierno de Catamarca. La glosa de referencia dice así: “Cuando de estar estando, me acuerdo de cuáaaanta… cuando vivía mi tata… cuando mi mama me sabía retar… cuando me salía pal cerro a buscar las cabras, con la honda colgada al cuello y méeeeeta silbar… y me véo ahora, tan lejos y tan solo como me he quedao… Me entra una tristeza… y… me dá pereza de seguir pensando, total, que vuá remediar, ah?” Hay algunas anécdotas a propósito de esa canción; cosas que sucedieron y que me daban asidero para pensar que, en cualquier momento podía surgir la popularidad; aunque esto recién sucedió siete largos años después de haberla publicado. El éxito tiene esas cosas: sus pequeños caprichos y veleidades. Así como “Paisaje de Catamarca”, fue un suceso inmediato, que yo no esperaba, esta otra, a la que yo atribuí una pronta popularidad, durmió siete años en el más completo anonimato. Pero vamos a las anécdotas: Vivía para ese entonces, en un departamento en Avenida Gaona 1433; teníamos de vecina en el mismo piso, a una señora judía, bastante mayor, lo que no significaba que no fuera de un carácter jovial y graciosa. Era además, muy coqueta; le gustaba arreglarse bien y hablar de grandezas. Superficial pero muy simpática y cariñosa. Había vivido en Tucumán y allí había tenido ocho hijos. Y por ese sólo motivo pretendía ser una autoridad en música folklórica, aunque a la legua se notaba que, ni la entendía ni le gustaba mayormente. Se llamaba doña Pola Kohan de Raskowsky. Con motivo de tan cercana vecindad y por el hecho de no tener teléfono en su casa, a cada rato llegaba a la nuestra. Estando doña Pola no se podía hacer música porque ella canturreaba todo lo que se tocara, lo conociera o no; lo mismo si lo hubiera escuchado antes o por primera vez; seguramente pretendía confirmar con eso, su pregonada versación musical. A mi siempre me hacía bromas y me decía cosas como: “A ver ché, ¿que has compuesto últimamente –ella me tuteaba, yo no a ella-. Hacémelo escuchar, pero tocá bien, mirá que yo entiendo mucho de estas cosas y si chamboneás, a mí no me vas a engañar”. A veces yo estaba en vena, y siguiéndole la corriente, me sentaba al piano y tocaba la última música que había compuesto, aunque ya sabía que doña Pola empezaría con su canturreo sin escuchar, o por lo menos sin prestar atención a lo que yo tocara. Comencé a tocar “Del tiempo’i mama” y, como siempre, ella empezó a canturrear; aunque pude observar, que no lo hacía tan continuadamente como otras veces, sino dejaba algunos intervalos en que realmente escuchaba. Llamé a Elena, que estaba cocinando, para que la cantase y sucedió entonces que doña Pola, a medida que iba escuchando la letra –ella que era tan movediza e inquieta- empezó a ponerse seria y quietecita y cuando menos podíamos suponer, se la oyó sollozar pero tan afectada y profundamente conmovida, que yo dejé de tocar de inmediato, me levanté, le di un abrazo y por romper la tensión, le dije: ¿Para eso me pide que toque el piano?... ¿para ponerse a llorar?. Reaccionó enseguida y entre sonrisas salpicadas de llanto, como

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queriendo restarle importancia al episodio, tal vez pudorosa de haber desnudado así sus sentimiento, me dijo: “¿Mirá que sos un loco, pero hacés cosas lindas, eh?. Íntimamente le agradecí a doña Pola ese llanto que me demostraba, mejor que cualquier elogio, que esa zamba era una obra que podía llegar al corazón de la gente. ¡Pobra doña Pola!; ya no está, para leer estos recuerdos que la hubieran hecho feliz, porque en el fondo nos quería sinceramente. A pocos días de este episodio, llegó de Mendoza un viejo amigo de la juventud, profesor y patrocinador de boxeo. Venía a Buenos Aires trayendo un pupilo que debía disputar el título de Campeón Argentino de los livianos, que detentaba el inolvidable Alfredo Prada. Vino a casa a visitarme y después de agotar el tema sobre el motivo que lo traía, pienso que más por hacerme un cumplido que por real deseo, me pidió que si tenía algo nuevo, se lo hiciera escuchar. No queriendo perderme la oportunidad de probar el efecto que producía en un hombre dedicado a una actividad tan aparentemente opuesta a la música, me senté al piano y le pedía a Elena que cantara “Del tiempo’i mama”. Carlitos Suares, que así se llamaba aquel amigo, medio recostado en el marco de la puerta que quedaba al lado del piano, cerca de mí, estaba sonriente, cosa habitual en él; de pronto se quedó serio y ante nuestra enorme sorpresa, metiendo su cara entre su brazo derecho, me estiró en silencio su mano izquierda y en el apretón que me dio, parece que quiso hacerme comprender todo lo que no pudo decir por la emoción. Lo único que alcanzó a balbucir, en un esfuerzo por tratar de justificar lo que él suponía una debilidad, impropia de un hombre dedicado a la ruda actividad del boxeo, fue algo como: “perdónenme pero yo soy un sonso para estas cosas”. ¡Ojalá –pensé yo- todos los sonsos y los que no lo son fueran capaces de emocionarse así con una canción! ¡Qué distinto sería el mundo!... Pero una de las anécdotas más curiosa, fue la que me ocurrió con un amigo a quien quiero y distingo mucho: el catamarqueñísimo doctor Marcelo Barrionuevo; eminente cirujano que estuvo muchos años radicado en Filadelfia. Desde allí solía remitir libros de medicina y discos, que yo le guardaba para cuando resolviera volver para instalarse en Catamarca. Cuando esto sucedió, vino de paso a visitarnos y a retirar sus efectos; pero no vino solo. Se había casado con una simpática norteamericana que, por supuesto, cuando llegó a Buenos Aires no hablaba una palabra en castellano. Conversamos de mil cosas; recordamos otras tantas y, de cuando en cuando, al suponer que el asunto podía interesarle a la señora que permanecía mirándonos con esa sonrisa incierta y afligida de la persona que no entiende lo que se está hablando, mi amigo –que habla correctamente el Inglés- le traducía algo haciéndola participar en la conversación. Así llegamos a lo que, generalmente sucede con todos los amigos que llegan a casa: “Haceme escuchar algo nuevo que hayas compuesto últimamente”. Accedí con mucho gusto, como era lógico, y toqué “Del tiempo’i mama”. Elena lo cantó, muy suavecito… muy íntimo. Marcelito, que hacían cinco años que faltaba del país y que, por añadidura, había vivido en casa de sus padres en Catamarca, todo lo que yo describo en la letra, se emociono muchísimo, y a pesar del dominio que tiene sobre sus sentimientos y emociones, no pudo evitar que se le llenaran de lágrimas los ojos. La señora como es de suponer, no salía de su sorpresa de ver a su marido tan emocionado y, por supuesto, quiso saber el motivo. Hablando con Marcelito, en inglés, le preguntó de qué se trataba. Para que lo comprend iera mejor, mi amigo me pidió que la tocara otra vez y a Elena, que la cantara. Y aquí viene la escena curiosísima, un tanto insólita y muy emotiva, que se vivió en aquella oportunidad: Yo tocaba en el piano la zamba; Elena la cantaba; mi amigo le iba haciendo la traducción de la letra a la señora y ésta, que, por encontrarse en un país extraño a miles de kilómetros de distancia del suyo, donde había dejado sus más caros afectos –sus padres- se sintió tocada por el

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motivo de la letra que el marido le iba traduciendo y, abrazándose a éste, lloró desconsoladamente. Fue así como la zamba “Del tiempo’i mama”, tocada al piano, en Buenos Aires, por un cordobés y cantada por una porteña, hizo llorar a una norteamericana que no conocía nuestro idioma. ¿No es curiosísimo? Es mucho más de los que un autor puede esperar de una obra suya!... Pero no obstante todas las comprobaciones que dejaban ver la posibilidad de que se hiciera popular enseguida, la obra seguía sin trascender al gran público. Continuó sin salir del círculo de mis amigos; hasta que, por fin, siete años después. Alberto Merlo, hoy muy conocido en el ambiente como fiel intérprete del cancionero sureño, la sacó del anonimato. Actuaba Merlo, por aquél entonces, en una Peña que funcionaba en la calle Cerrito Nº 34, en la planta baja del hotel “Du Midí” (del medio día). De este hotel hablaré más adelante, muy especialmente. Pero sigamos con la historia de la zamba “Del tiempo’i mama”. Hablaba de Alberto Merlo. Este magnifico cantor, conocía muy bien esta obra por haberla ensayado durante muchos meses, en un conjunto mío, que al final se desintegró sin siquiera hacer llegado a debutar, por razones que no vienen al caso. Merlito hizo sus primeras armas en Cerrito 34 –nombre con el que se conocía también la Peña- y cantaba todas las noches, entre otras obras mías, esta zamba. Al principio lo hacía porque a él le gustaba, pero a los pocos días, el público ya se la pedía -según me contaba él- y después tenía que hacerla varias veces por noche, a pedido de cada grupo que llegaba a la Peña. Por último, ya era el público el que la cantaba. En esta forma tomó la juventud, que era mayoría en la concurrencia. Fue en boca de esa juventud que llegó a las arenas de Mar del Plata en el verano de 1961 –año del gran furor de la guitarra y el cantar nativo entre los jóvenes y los niños-. De allí volvió con una popularidad tal que no hubo conjunto, solista, instrumentista profesional o aficionado, que no la incluyera en su repertorio. En mi poder tengo treinta y tantas grabaciones de distintos intérpretes, y se qué no las tengo a todas. Todas las obras que llegan a popularizarse, tienen un intérprete que las llevó a la popularidad. En este caso fue Alberto Merlo, quien lanzó a la popularidad mi zamba “Del tiempo’i mama”. Por eso le estoy muy reconocido.

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XI – HOTEL DU MIDI

Como también sucede con todas las cosas y con todos los hombres, el hotel Du Midí, no siempre fue viejo, aunque sí, de arquitectura caprichosa y sin planificación. Lleno de sorpresas y de absurdos. Una habitación enclavada en un nivel un metro más bajo que otras… Una escalinata, de solo cuatro escalones, que conducía a otra pieza más elevada y al plano de una terraza… Todo esto podía hacer pensar que fue un hotel construido para ser siempre viejo y para ser albergue de bohemios, de artistas, de bailarinas y de toda esa caravana de gente de alimentación insegura y espaciada. En el capítulo anterior, al referirme de paso a este hotel, -recientemente demolido- prometí ocuparme de él, muy especialmente y lo hago, con sumo placer, por lo que significó en la bohemia de muchos artistas, aunque también con pena por su desaparición física, que arrasó con tantos recuerdos. Estaba ubicado en la calle Cerrito Nº 34, entre las de Bartolomé Mitre y Rivadavia. Al lado de la tienda La Piedad. También él tuvo, en sus mejores tiempos, una Conserjería en cuyos registros se ficharon nombres de grandes personajes y de vistosas y bien arregladas damas. Tuvo también él, un ascensor que funcionó y un comedor con metre y mozo con largos y bien almidonados delantales y chaquetillas blancas. Entre sus pasajeros más conspicuos y famosos en el mundo entero, puede mencionarse: La Mistinguet –aquella inolvidable vedette francesa, famosísima por sus maravillosas piernas, aseguradas en una fortuna- o Maurice Chevalier, el eterno muchacho de París, que a los ochenta años de edad, continúa deslumbrando al mundo con sus condiciones artísticas. En aquella época –habrá sido el año 1915 o 16- era el hotel Du Midí, uno de los buenos hoteles de Buenos Aires. Con el correr de los años y al edificarse otros nuevos y modernísimos, se fue viniendo a menos. Un día, al cambiar de dueño, dejó de ser hotel de pasajeros. El nuevo propietario optó por alquilar las piezas por mes y las camas a razón de tanto por día o también por mes. Al poco tiempo, el ascensor, tal vez avergonzado y humillado por el material humano que se veía obligado a transportar, después de haber conducido a tanta gente importante, dijo: “No va más”… y se detuvo para siempre entre la planta baja y el primer piso. Ahí se quedó inmóvil, quietito, favorecido en su inercia, por el amarretismo y la falta de solidaridad humana del nuevo dueño, que jamás quiso hacerlos reparar. Quedó ahí, como mudo testigo de un pasado venturoso y como sangrienta burla a la fatiga de los que tenían que “escalar” la interminable escalera. No obstante continuaba llamándose, presuntuosamente, “Hotel Du Midí”. Allí vivieron infinidad de artistas, en distintas épocas; porque era barato y porque estaba en el corazón de Buenos Aires. Con ese motivo era siempre visitado por mucha gente de buena posición –industriales, comerciantes, profesionales-, que eran amigos de los artistas. También allí viví yo un tiempo; más por ser barato el alojamiento que por lo otro. En el segundo piso compartíamos una pieza con Eduardo Falú, que en ese momento era soltero y pobre, aunque ya, el extraordinario artista que todo el mundo conoce. Era una pieza con muy pocos muebles, mucha humedad y una enorme capacidad para cobijar amigos. Al lado de nuestra pieza vivían Fernando Portal y Cuca –su señora- en otra mucho más chica. Pero de esta piecita y sobre ese matrimonio, tendré que escribir un capítulo aparte y especial, ya que ambos, la piecita y el

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matrimonio, constituyeron un valioso aporte al cancionero, al arte culinario y al anecdotario folklórico argentino. Los locros y los guisos que hemos gustado en aquella piecita, despiertan, aun ahora, mi apetito a través del recuerdo. ¡Las canciones que nacieron al amparo de esas cuatro paredes, al calor de sabroso y no tan sabrosos vinos y del comprensivo aguante de la buena de Cuca!... Podrían llenarse varios albumenes. ¿Y las anécdotas? ¡Pero vayamos por partes y empecemos por el principio!

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XII – LA PIECITA DE PORTAL Y CUCA, EN EL DU MIDI El ancho era exactamente el del largo de la cama del matrimonio; la cabecera y los pies de ésta, tocaban ambas paredes laterales. Estaba ubicada en el fondo de la pieza. Al lado de la cama, el único por supuesto, ya que el otro daba con la pared del fondo, había un roperito, arriba del cuál cabía cualquier cantidad de valijas, cajas y cosas en desuso. Seguía luego un espacio vacío, muy reducido, entre el ropero y la única puerta, cubierto con una cortinita de género floreado. Este espacio servía (¡y como!) para guardar cosas. Junto a la pared del otro lado y al lado de la cama, una mesita de luz sobre la que tenían una pequeña radio; a continuación un pequeño y antiguo escritorio-biblioteca; seguía una heladerita, de esas para cargar con hielo y a lado de la puerta, entre ésta y la pared, frente con la cama, una mesita sobre la cual había una cocinita portátil, de dos hornallas, que funcionaba a presión de kerosene. Bajo la mesa y muy prolijamente ordenada y cubierta por una cortinita, se guardaba la vajilla de mesa. (léase unos cuantos platos y unos pocos cubiertos y vasos). ¿Cómo se las arreglaba la buena y aguantadora Cuca, para tener siempre limpia y ordenada aquella piecita?, con tanta gente que, permanentemente había de visita, es cosa que aún ahora no alcanzo a comprender y que, por supuesto, habla muy a favor de la prolijidad y pulcritud de esa señora amiga. ¡Parece mentira!, pero en ese reducido espacio de tres metros por uno ochenta, cabían, todos los muebles y demás efectos detallados, diez o doce amigos para comer, los sueños de todos, las alegrías, los desencantos y las angustias, y aun sobraba lugar para los versos y las canciones que cada cuál llevaba para mostrar. Y además por el milagro de Cuca, siempre humeaba en la olla un “pulsudo” locro o un suculento guiso, que compartíamos, unos sentados en la cama, a cuyo efecto se arrimaba la mesa, otros en sillas y bancos y algunos parados. Parecía la olla de la virtud, si se tiene en cuenta la eterna escasez monetaria de los habitués. El acompañamiento “vitivinícola” era más o menos abundante, según los haberes del momento o de acuerdo con la presencia muy frecuente de amigos poderosos, que preferían nuestras tertulias y nuestra escasez, a cenar en el mejor restaurante. Cuando esto ocurría, entonces no existía el problema del racionamiento de la “sangre de Cristo”. Resulta muy curioso y digno de ser relatado, el procedimiento que se utilizaba para “reponer el sellado”, como le llamábamos a la reposición del vino. En efecto: Como estábamos en el segundo piso – de los de antes, que equivalían a cuatro o cinco de los actuales- y en la planta baja funcionaba un comedor cuyo patio se veía desde la baranda de arriba, Fernando Portal, ingeniosísimo para resolver problemas de comodidad, había ideado un método para comprar el vino, sin tener que bajas y subir los dos pisos. A este método él lo había bautizado “El traidor”, queriendo significar que era el “traedor” de vino. El método constaba de los siguientes implementos: una bolsa tejida de esas que usan las amas de casa (y algunos maridos; ¡si lo sabré yo!...) para ir al mercado; una piolita lo suficientemente larga para que llegara hasta abajo y un broche de esos para prensar la ropa en la soga; y consistía en colocar las botellas vacías dentro de la bolsa, prensar la plata con el broche –previamente asegurado en la bolsa- y por medio de la piolita, bajar la bolsa hasta el patio; una vez llegada ésta abajo, mediante unos golpecitos en la piolita, se hacía sonar las botellas que chocaban entre sí. El español, dueño del comedor, que ya estaba en los manejos de Portal, al sentir sonar las botellas, salía, sacaba éstas de la bolsa, “reponía el sellado”, se cobraba y si sobraba algún vuelto lo prendía con el broche y Portal recogía el vino.

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Sucedían muchas cosas graciosas, a las que no se les daba entonces el valor humano que hoy se les encuentra, a través del tiempo y al calor de una relativa estabilidad económica. Cierta mañana tenía que pasar por Avenida de Mayo, el Presidente de la Nación con su señora, trasladándose desde el Congreso a la Casa Rosada. Desde la terraza del Du Midí, que estaba a pocos metros, se podía ver cuando pasaran. Con ese motivo muchos vecinos habían subido a la terraza; entre ellos, una chica joven y muy bonita que vivía en el edificio de al lado. Sobre el hueco donde estaba ubicado el ahora inútil ascensor y dando a la terraza, había una mampara de vidrio o tragaluz, para que ésta entrara abajo. Sucedió que esa chica vecina pisó la mampara que cedió con el peso y se rompió. Felizmente la chica quedó medio encajada entre los fierros, tomándose con uñas y dientes, muy asustada, como es de suponer y con gravísimo peligro, si perdía el conocimiento, de venirse abajo, lo que significaba una muerte casi segura. Nosotros, para evitar que esto sucediera y para dar tiempo a que alguien pudiera subir a salvarla, le gritábamos y hacíamos ruido desde abajo. Falú, que se encontraba en nuestra pieza durmiendo, al oír los gritos se levantó asustado, tomó su “robe” de seda a bastones rojos y azules –regalo de alguna admiradora, a juzgar por el valor que representaba- y enterado de lo que sucedía, subió enseguida a la terraza y con gran esfuerzo, logró sacar a la chica de la incómoda y peligrosa situación en que se encontraba. Venía por la terraza con la chica, que se había desmayado al sentirse ya segura, en medio de los aplausos y gritos de alegría de los que estábamos abajo. Depositó la hermosa carga en la balaustrada, para tomarse un respiro. En ese momento alguien, advertido de que la chica estaba desmayada, le alcanzó a Falú un vaso, hasta la mitad de cognac para que la hiciera reaccionar, Falú con la naturalidad más grande del mundo, se bebió el cognac de golpe y hasta la última gota. ¡Pero Falú! –le dijo el que le había alcanzado el vaso- ¡el cognac era para la chica!... ¿y porqué no avisan?, contestó éste sin inmutarse –yo creía que era para mí-. Una noche estábamos varios amigos para empezar a dar cuenta de un sabrosísimo guiso, que había cocinado Cuca en aquella cocinita inverosímil, que parecía de juguete. De la olla se escapaba un humito amoroso y prometedor; ese aliento grato se mezclaba con los acordes de una canción a punto de nacer, que Falú traveseaba en su guitarra o Portal cantaba para memorizar su letra, mientra don “Buenaventura Luna” garabateaba en un papel alguna copla que le bullía en la cabeza. Cuca, entre mecida y mecida de la ollita, aprovechaba para continuar con su interminable tejido. En eso llegó Mario Arnedo, ese simpático santiagueño, fino, correcto y original en su ocurrencias del momento, y se quedó parado en la puerta de la pieza, porque no cabían comensales en la mesa, ni habían sillas desocupada. Cuca, muy cariñosa, le dijo: “Pasá Mario, arrimate”… a lo que él, sentándose con su habitual aristocracia y señorío, en la heladerita portátil que estaba junto a la puerta, contestó muy cumplido: “No gracias Cuca; me voy a quedar aquí, en el “living”, hasta que ustedes termine de comer”. Los casi infaltables a aquella piecita de tres metros por uno ochenta, que parecía medir cien por cien, para dar cabida a la amistad y el cariño, éramos muchos. Por supuesto Falú y yo, por razones de vecindad y afecto; el inolvidable don Eusebio Dojorti, conocido artísticamente por Buenaventura Luna, (padrino de casamiento de Cuca y Portal). Este gran sanjuanino, era, aparte de un erudito, escritor y poeta, un músico en potencia, a pesar de no tocar ningún instrumento. Justamente esta última condición –en potencia- fue la que me movió un día a preguntarle: Dígame don Buena –así lo llamábamos cariñosamente los amigos- ¿Cómo es que teniendo usted tantas condiciones musicales, nunca le dio por aprender a tocar la guitarra? A lo que él con su pachorra provinciana característica, su modo sentencioso y autorizado y el finísimo

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sentido del humor, que el manejaba tan bien, me contestó: “Vea mi amigo; mi padre nunca quiso que yo aprendiera a tocar la guitarra porque decía que me haría un borracho; total… que los mismo me hice borracho y no aprendí a tocar la guitarra”. ¡Pobre don Buena!... Que mis palabras no ofendan su memoria, porque lo de borracho es sólo un modo de decir; él, como buen sanjuanino y poeta que era, sabía gustar del buen vino, pero distaba mucho de ser un borracho. Este siempre recordado amigo fue el primer que, rompiendo con los viejos esquemas de los dúos folklóricos, presentó por radio El Mundo, un conjunto grande, orgánico y bien afiatado, que sería el precursor de los que escuchamos hoy. Al frente de la inolvi-dable “Tropilla de Huachi Pampa” y con el marco de sus glosas costumbristas, a las que el sacaba gran partido con su voz aguardentosa y su tonadita sanjuanina, marcó rumbos. Hoy, a más de treinta años de aquellas audiciones, aún siguen frescas en el recuerdo de quienes las gustaron. Grandes figuras de hoy, integraron aquel conjunto: entre otros, Antonio Tormo, Remberto Narváez, el Zarco Alejo, Gregorio Bustos, Baez, Canale, Fernando Portal, Mariscal Descar Valle y Eduardo Falú. Otro de los habitués a la piecita del Du Midí –de Portal y Cuca- era Mario Arnedo Gallo, a quien ya me he referido anterio rmente. Ernesto Raskowsky –hijo de doña Pola- un tucumano judío, muy amante del folklore. Nosotros, como contraste con su apellido y teniendo en cuenta sus inclinaciones folklóricas, lo habíamos bautizado: Atahualpa Raskowsky”. Era este amigo un muchacho muy servicial y útil para la difusión de nuestras obras; en efecto: como tocaba la guitarra y cantaba y, además, era viajante de un laboratorio de especialidades medicinales, por cuyo motivo andaba por todo el país, nosotros le pasábamos nuestras canciones, él las aprendía y luego las enseñaba a cuanto músico o cantor conocía en sus andanzas. ¡Promoción a pulmón!... Otro amigo era Calvito, para quién va este recuerdo y que Dios quiera tener en su santa paz. Era consecuente y cariñoso. Tenía cosas muy personales; sus debilidades eran: los zapatos, que llevaban siempre lustrados con brillo de espejo; el sombrero, bien armado y planchado, que acomodaba con sumo cuidado, cuando se sentaba y antes de acomodarse él, y además todo lo que tuviera alguna relación con barcos y viajes en ellos. Como era de físico muy esmirriado y sumamente delgado, nosotros le llamábamos Calvito, porque nos parecía que “Calvo”, le quedaba grande al físico. Su característica preferencia por conversaciones referentes a barcos y viajes, le valió que Buenaventura Luna, siempre tan objetivo y ocurrente, le adjudicara el mote de: “Simbad el Calvito”. También solía concurrir Nicolás Robles; para sus amigos “El petizo Robles”. Tucumano, verseador y que sabía “sacrificarse”, si se trataba de trasijar unos vinos. Tenía un seudónimo con el que se le conocía cuando actuaba, recitando poemas criollos. “El Shulca”, que quiere decir: el Benjamín. Su preferencia era crear y recopilar coplas populares, con propiedad y emoción. Era tal la sugestión y el poder de atracción que aquella piecita de tres metros por uno ochenta, saturada del alma de sus circunstanciales dueños, ejercía sobre los que la conocían, que también solían venir a compartir nuestros guisos, gente que, por sus posibilidades económicas, podían cenar en el mejor restaurante de Buenos Aires, e incluso invitarnos a todos. Tal el caso del porteñísimo Fermín Alvarez, fuerte barraquero de Avellaneda, que hoy sigue siendo amigo de todos. Es este amigo un hombre muy generoso y espléndido, que siempre tuvo la hermosa virtud de no hacer sentir a nadie su poderío económico. Ayudó a mucha gente del ambiente, en cuanta oportunidad fue necesario, pero jamás se supo por él, tal cosa.

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Resulta curioso que no nos frecuentemos mucho, pero en cada oportunidad que nos encontramos, siempre está igual, amable, atento y cariñoso. Don Pedro B. Palacios (Almafuerte) dijo alguna vez: “Existen dos clases de hombres: los hombres Porotos y los hombres Robles. Los primeros –los alubias- necesitan el riego permanente; los segundos –los Robles- se mantienen firmes y fuertes a pesar de cualquier prolongada sequía a falta de riego”. Nuestro amigo Fermín Alvarez, pertenece a los segundos, lo puedo asegurar; no necesita la permanente frecuentación del amigo, para mantenerse invariable en el afecto, que sabe brindar sin retaceos, yo no se si él sabrá todo lo que lo distingo, lo valoro y lo aprecio, pero lo cierto es que me siento muy feliz con su amistad. ¡Vicente González!..., ¿Porqué se morirán casi siempre jóvenes los hombres buenos?... Vaya en memoria de este gran amigo desaparecido, esta sentida recordación. Era otro de los que concurría a la piecita de Cuca y Portal. Gozaba de una sólida posición económica, que había hecho desde muy abajo. De origen español, había sido traído al país, siendo muy chiquito… Le fue muy dura la vida… los primeros centavos los ganó lustrando zapatos y vendiendo diarios. Pero era muy trabajador y sanamente ambicioso. No creo cometer una infidencia relatando estas cosas puesto que él vivía muy orgulloso de su humilde origen. Tal vez por eso fuera tan humano y generoso. Cuando nosotros lo conocíamos ya era un hombre con su posición hecha. Había llegado a ser representante de General Electric en Avellaneda, por mérito propio. Sumamente espléndido y, en el fondo, un gran romántico; condición, esta última, que él, por un exceso de pudor, trataba de disimular utilizando para expresarse un vocabulario fuerte y salpicado de palabrotas. Por lo general terminaba las frases con una ruidosa carcajada fuerte, franca y a boca abierta. Quien no lo conociera, como sus amigos, y no supiera los mil gestos de generosidad que se engarzaban en su vida, hasta podía tomarlo por un grosero pedante. ¡Qué lejos estaba todo eso de la realidad!... Basta saber que, de su propio peculio y con su personal dedicación, sostenía un cotolengo con más de veinte viejitos a los que atendía en forma integral. No lo incluyo en estos recuerdos sólo porque fuera nuestro amigo un hombre bueno, sino porque, sin ser músico ni escritor, el folklore argentino le debe que muchas de las primerísimas figuras de la actualidad, hayan podido llegar al sitial que les correspondía, debido a él, en gran parte. Vicente González consiguió que General Electric S.A. auspiciara el primer ciclo de audiciones de Eduardo Falú, por radio El Mundo, cuya actuación le abriría las puertas y le dejaría expedito el camino de su estelar carrera artística. Los Fronterizos estaban a punto de disolverse, porque no ganaban para poder vivir en Buenos Aires, cuando Vicente González, por cuenta de su negocio, les auspició un ciclo de audiciones en radio El Mundo, con el resultado, para la carrera artística de esos muchachos, por todo el mundo conocido hoy. En cierta oportunidad viajó a Salta –que no conocía- invitado por Falú, quedando tan prendado de aquello que sólo por cariño, se constituyó en el protector de cuanto músico o cantor salteño llegara a Buenos Aires; tanto es así que los salteños, reconocidos y deseosos de retribuir, aunque fuera en forma simbólica a su bondad, lo nombraron, medio en broma y bastante en serio, “Cónsul de Salta en Avellaneda”. Con este emocionado recuerdo cierro el capítulo de la piecita de Portal y Cuca, en el hotel Du Midí, de la que podría escribirse un libro de anécdotas, graciosas unas, tragicómicas otras, pero todas llenas de un profundo sentido humano, donde nacieron tantas canciones del folklore argentino, que hoy servirían para una antología.

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Una piecita en el hotel Du Midí, calle Cerrito Nº 34 de Buenos Aires. Solamente tres metros por uno ochenta. Sobraba para vivienda de un maravilloso cantor argentino y su señora esposa: Fernando Portal y Cuca. Prodigiosa mujer que, como Jesús hiciera la multiplicación de los panes para alimentar a sus fieles, ella, con su bondad, su aguante y comprensión, conseguía hacer la multiplicación de los guisos y de su propio cariño, para que alcanzara para todos.

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XIII – VIEJO CORAZON Años mil novecientos cincuenta y ocho. Existía por aquel año, un comedor que funcionaba en una vieja casona que, a juzgar por el lujo con que había sido construida, seguramente, habría pertenecido a una acaudalada familia venida a menos, por lo cual tuvo que deshacerse de ella. Hoy ya no existe aquella casona, que estaba situada en la calle Córdoba, casi esquina Gascón. El restaurante a que me refiero, se llamaba “Riviera”. Cuando yo lo conocí, actuaba allí un dúo de guitarreros-cantores, que habían integrado alguna vez, el conocido “Trio Mastra”, que amenizaban las veladas bucólicas. Parecer ser que las cosas no marchaban de acuerdo con los cálculos ni las conveniencias de los dueños; tanto que estaban pensando en cerrar sus puertas ya que habían intentado venderlo sin encontrar interesados. Pero antes de tomar una determinación definitiva, decidieron hacer una última experiencia. Alquilaron un piano de cola y contrataron a Luisito Visca – fiel exponente del tango de la década del 20 al 30- co-director de la 1ª orquesta D’Arienzo para que pudiera bailar la gente. A mi me encargaron de la música folklórica. Dejaron en medio del local, un espacio vacío para aquellos comensales que quisieran alternar la comida con el baile. La experiencia resultó un éxito. De un restaurante similar a otros miles, donde se puede cenar en Buenos Aires, pasó a ser el único lugar en la Capital, donde, además, se podía escuchar música y bailar. Como a esto se agregaba que los precios eran bastante razonables, al poco tiempo era algo menos que imposible, conseguir mesa para ubicarse. Llevé conmigo, para que cantaran y para que me acompañaran con la guitarra cuando yo tocaba para bailar, a dos muchachos muy jóvenes; uno cordobés, de Jesús María; y el otro de la provincia de Santa Fé, Dpto. San Cristóbal, Colonia Bossi. Eran desconocidos en el ambiente, pero no porque les faltaran condiciones, sino porque eran muy nuevitos en la Capital. Me refiero a Abel Figueroa, el cordobés y a Alberto Merlo, el de la provincia de Santa Fé. Hoy ambos vuelan solos y son figuras de prestigio. Alberto Merlo ha llegado a destacarse constituyéndose en la máxima y más pura expresión del cancionero sureño. En la época en que ambos actuaban conmigo, formaban un dúo maravilloso; muy singular al inigualado dúo folklórico, Benitez-Pacheco. El restaurante “Riviera”, no obstante el éxito alcanzado con sus cenas musicales y danzantes, tuvo que cerrar sus puertas definitivamente, cuando nada lo hacía prever, por que había que demoler el edificio. ¿Por qué siempre sucederá eso de que las cosas buenas pasen enseguida?... Con “Riviera”, desapareció el último reducto donde podía escucharse y bailar música argentina, con precios al alcance de todos los bolsillos. ¡Qué lástima!... Buenos Aires necesitaría tener, en cada barrio, dos o tres “Riviera”, como aquél,, para poderse defender un poco de la invasión de música y costumbres foráneas que han de terminar fagocitándole su personalidad al país. Tendría así para ofrecer al turista, una imagen más acabada de nuestras tradiciones, ya que ellos esperan conocer lo auténticamente argentino. En ese local y ese ambiente tan típico, nació mi bailecito “Viejo Corazón”. Allí estrené la música y, también allí, tuve la primera impresión, directa del público, de que podía llegar a ser un éxito, como luego aconteció, gracias a Dios.

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VIEJO CORAZON (Bailecito) Eras joven, fuerte y tierno, ¡noble corazón!... sin reservas para darte en el amor, lo mismo que yo. Yo era amigo del camino, con luna y con sol; peregrino de mil sueños y en amor, lo mismo que vos. Juntos nos vieron pasar, cerros, valle, piedras, luna y sol; siempre juntos, por la huella, íbamos tú y yo. Cajoneándome en el pecho, me dabas valor si el cansancio me empezaba a doblegar ¡Viejo Corazón! Ya te estás poniendo viejo, ¡pobre corazón… te presiento ya sin ganas de seguir, lo mismo que yo. Me ha cansao la huella larga, sola y sin amor; hoy ansío estarme quieto y descansar, lo mismo que vos. Ya no nos verán pasar: cerros, valles, piedras, luna y sol, somos dos viejos vencidos ¡pobre corazón! Andaremos lo que falta, juntitos los dos; queda muy poco camino por andar, ¡VIEJO CORAZON!

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Aunque el tema de la letra, que escribí tiempo después, pareciera una íntima conversación que sostengo con mi propio corazón, motivada por experiencias vividas, siempre he pensado que esto es solo aparente. Atribuyo la elección del tema, más bien a la casualidad. En efecto: la primera frase musical, al recordarla mentalmente, siempre me sugería esto: “ya te estás poniendo viejo, pobre corazón”, que encajaba como de medida con la música. Me gustó la frase –que bien pudo ser cualquier otra, referida a otro motivo- y ésta me sugirió el tema de la letra. Como en el año 1953, sufrí un accidente cardíaco, que me dejó como secuela un terrible complejo de inferioridad que, gracias a Dios, logré vencer con el tiempo, los amigos, los parientes y la gente que en general estaba enterada de ese accidente, creyeron adivinar en la letra de “Viejo corazón”, una resultante de aquel episodio. Yo lo negué siempre y de buena fe, porque estaba convencido que solo a la casualidad se debía tribuir la elección de este tema; aunque hoy, al escribir estos recuerdos, recién caigo en la cuenta de que tal vez nomás mi subconsciente, pudo haber sido el que decidiera la elección del tema, a tan pocos años de aquel acontecer. Hoy, seguramente no hubiera habido ninguna clase de duda, porque aquel complejo quedó definitivamente entre las cosas olvidadas.

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XIV – ESTRELLITA DE BELEN Nos encontramos una tarde en casa con Atuto Mercau Soria, el Payito Solá y demás integrantes de “Los musiqueros del tiempo’i ñaupa” –conjunto que acabábamos de formar- ensayando para grabar nuestro primer larga duración, cuando recibí un llamado telefónico de la grabadora Philips. Era don Américo Bellotto, director artístico de la grabadora –ya fallecido- para preguntarme si tenía dos villancicos que necesitaba para completar un Long play que debía salir a la venta antes de Navidad, muy próxima. No los tenía. No obstante le contesté que sí, porque mientras el hablaba, yo iba pensando que nos convenía mucho intervenir con nuestro flamante conjunto, en un disco en el que también figurarían: Eduardo Falú, los cantores de Quilla Huasi, Los Fronterizos, Julio Molina Cabral y otros, todas figuras de primerísima línea. Pensaba también, mientras Belloto me hablaba, que intentaríamos componerlos; total para luego decir que no, había tiempo. Comenté con Atuto el motivo de la llamada y le pregunté: -¿Te animás a componer uno y terminarlos para pasado mañana? Yo creo que sí –me contestó. Bueno entonces, manos a la obra, le dije; yo veré de hacer el otro. Esto que estoy relatando, sucedía un viernes por la tarde, el martes siguiente, por la noche, grabamos los dos Villancicos. Atuto tituló al suyo: “Flor navideña” y el mío lleva el nombre de : “Estrellita de Belén”. Ambos están incluidos en el L.P. de Philips Nº 13919, que se denomina, “Villancicos de nuestra tierra”. Es ésta la única obra mía, hecha, diríamos, por encargo y valiéndome más del “oficio” que de la inspiración. ESTRELLITA DE BELEN (Villancico) Estrella viajera alumbrame bién la senda que lleva camino a Belén. Ha nacido el hijo de Nuestro Señor que viene a traernos la gracia de Dios. Quesillo y arrope y un yuro de miel llevo en las alforjas de mi burro fiel. Apura burrito que quiero llegar y ofrecerle al Niño lo que llevo acá. Apura, burrito que quiero llegar… apura burrito que hoy es Navidad. Quesillo y arrope y un yuro de miel llevo en las alforjas de mi burro fiel. Apura burrito que quiero llegar y ofrecerle al Niño lo que llevo acá.

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Apura burrito, que quie ro llegar… dale al trotecito, no vas a aflojar… apura burrito que hoy es Navidad… que hoy es Navidad… que hoy es Navidad…

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XV – PURITA NOSTALGIA César Orlando es un buen pianista que acompañó mucho tiempo al conjunto Llatja Sumaj y al de los Hermanos Abrojos. Actuando con el primero de los nombrados, hizo una temporada en La Rioja, donde, según él mismo me contara, vivió un romance con una dulce riojanita, que quedó profundamente grabado en su recuerdo. Mucho debe haberle impresionado, porque es una persona muy reservada y poco dada a la confidencia, lo que induce a pensar que aquel episodio rebasó sus posibilidades de pudor y reserva, impulsándolo a compartir ese recuerdo conmigo. Un día me hizo escuchar en el piano, un tema de zamba que habían compuesto. Me pareció muy bonito. Al manifestárselo así, me dijo: “Bueno don Polo, si le parece que merece la pena, hágale una letra y lo publicamos, a ver qué pasa”. No le prometí nada porque, hasta entonces, nunca había escrito una letra para la música de otro; no obstante la aprendí a tocar, por si me nacía algo. Ocurrió que una noche en casa y mientras tocaba la zamba en el piano, recordé aquel romántico episodio que me refirió Orlando y pensando que podía ser un buen tema para la letra, me puse a trabajar de inmediato. Yo estuve en la Rioja en repetidas oportunidades. Todo me pareció maravilloso: la gente, el paisaje, las costumbres y la chatura de la ciudad, pequeña y acogedora. De esto y de aquel lejano romance, nació la letra de esta zamba que, de común acuerdo con Orlando, bautizamos de “Purita nostalgia”. PURITA NOSTALGIA (Zamba) Este canto que vengo a entonar como imperativo de mi corazón, me ha brotado del fondo del alma y es todo PURITA NOSTALGIA y dolor. ¡Rioja linda! ¡te quiero cantar!... pedacito grande de luz y color; por tus calles, angostas y chatas vaga mi recuerdo, buscando un amor. ¡Te canto, Rioja querida! desde el fondo mismo de mi soledad; tu recuerdo se mete en mis noches poblando mis sueños de aroma y de paz. A tus calles, angosta y chatas, siento que mi alma se quiere escapar. Chiquitita y hermosa ciudad que naciste lejos, queriendo tal vez esconderte, de puro modesta. No sabes lo mucho que te hacer querer. Cuantas noches me pongo a soñar con tus mañanitas templadas de abril

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y pensando en tu cielo tranquilo siento que en tu suelo quisiera morir.

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XVI – SOY DE LA DOCTA Mis paisanos, los cordobeses, son casi exageradamente apegados a su tierra y a sus costumbres. Esto hace que, para muchos, no existe nada en otro lado, que justifique una ausencia, aunque sea temporaria, de su querido Córdoba. Entre las cosas más características que pueden señalarse de esta ciudad mediterránea, se cuenta La Cañada. Un arroyo entubado que atraviesa la ciudad de sur a norte, por su parte céntrica. Esta Cañada encierra un sinnúmero de anécdotas y de leyendas, que han hecho de su nombre una cosa consustanciada con la ciudad. No se concibe un relato, una descripción, un pantallazo de la ciudad, donde no se mencione La Cañada. Se trata de un antiguo cañadón por donde corre un escuálido arroyito que, la mayor parte del tiempo, está seco. Como atraviesa por el centro mismo de la ciudad, las autoridades resolvieron entubarlo: mejor dicho, encausarlo por un lecho de cemento. Este raquítico hilito de agua, que, a veces cuando llueve mucho, se vuelve torrentoso y cuando se desborda suele hacer desastres, corre a más o menos dos metros por debajo del nivel de la calle. Arriba, a nivel, estaba bordeado por una balaustrada construida en base a canto rodado y cal, por cuya razón los cordobeses, tan dados a bautizar las cosas con nombres comprimidos que tienen una amplia y exacta significación; dieron en llamarle: “El calicanto”. Hoy, la piqueta del progreso ha sustituido ese “calicanto” por otra balaustrada de mampostería, de unos ochenta centímetros de alto por treinta y cinco o cuarenta de ancho. En los tibios atardeceres de verano, puede verse a las parejas de enamorados sentado muy juntitos, murmurándose sus cuitas, al amparo de la tupida arboleda que bordea la calle, por donde se cuela la luna gorda, curiosa y comprensiva. Por supuesto que en cada esquina, a lo largo de toda la Cañada, hay un puente para el cruce de vehículos y peatones. La Cañada le da a la ciudad de Córdoba un característico y fuerte tipismo, que la diferencia de todas las otras, ofreciendo al turista una visión inconfundible. No pudo encontrarse otra solución urbanística a este diríamos temporario, arroyo que atraviesa la ciudad. Sus aguas nacen a unos veinte kilómetros, en un bajo lacustre, llamado: La Lagunilla, que a su vez se nutre de las lluvias y de algunos arroyitos que bajan de Santa María. Cuando La Lagunilla se desborda, sus aguas avanzan por la Cañada, sobre la ciudad y van a perderse en el río Primero. Este río separa la ciudad propiamente dicha, de: Alta Córdoba, General Paz, San Vicente, entre otros barrios. Si se cerrara la parte de arriba de la Cañada, reventaría, cuando hubiera crecientes, por el caudal torrentoso (opinión de los técnicos). Entre las leyendas más típicas y conocidas, originadas en la Cañada, se cuenta la de “La Pelada de la Cañada”, según la misma. Imagina la gente un fantasma con forma de mujer, sin cabellera, que aparecía cada vez que la Cañada se llenaba de agua por cualquier creciente. Coincidían estas apariciones con el robo de dinero, ropas, verduras, frutas, a los vecinos. Como nunca se lograba localizar al ladrón, se le atribuían los hurtos a la Pelada de la Cañada. También era utilizada la maligna fama de La Pelada, para atemorizar a los niños rebeldes y hacerles obedecer. Otra de las características de Córdoba y que ha dado origen al pomposo nombre de “La Docta”, es la profusión de estudiantes que acuden de las más apartadas regiones del país y del extranjero, en busca de un título universitario. Este estudiantado puebla todas las Facultades que comprenden las distintas especialidades. Fue Córdoba la primera provincia del interior del país que contó con Universidad. Desde el año 1605, ya existía el viejo colegio de Monserrat, que fue la base del cual, en el año 1613, se fundó la

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primera Universidad. Dicha Universidad contaba en un principio, con solo dos Facultades: Arte, que involucraba la Física, Metafísica y Lógica y la de Teología, que comprendía, Derecho Canónico. Los Estatutos de esta Universidad los redactó Fray Fernando de Trejo y Sanabria. Todo lo antedicho está justificando plenamente el bien ganado nombre de “La Docta”, con que, desde aquella época se distingue a Córdoba. Del estudiantado que se volcaba a estudiar en sus Facultades, algunos, al recibirse, volvían a sus lugares de origen; pero muchos también, eran los que se quedaban definitivamente en Córdoba, de resultas de lo cual, la ciudad se fue poblando de chapas de: médicos, abogados, ingenieros, arquitectos y escribanos, que dan a los frentes de las casas, un aspecto muy particular. Al extremo que resulta difícil, casi diría imposible, caminar por una calle donde no se destaquen diez o doce y a veces más, chapas de profesionales. Se ha dado el caso, y no con poca frecuencia, de hombres que, por el solo hecho de haber vivido entre el estudiantado, han pasado por “doctores”. Y años atrás, cuando la gente humilde estaba menos evolucionada, era suficiente el hecho de andar vestido con cuello y corbata, para que lo llamaran a uno “Doctor”. Pero lo más característico e inconfundible del cordobés, es su tonadita arrastrada y graciosa. Es una tonada que, a diferencia de las de otras provincias, se caracteriza porque el cantito o acentuación, solo se produce en determinadas palabras de una frase y no en todas las frases. Esto hace que resulte sumamente difícil de imitar para quienes no sean nativos de la provincia. De ahí que, para un cordobés, resulta sumamente ridículo y risible oír a un actor de teatro, por ejemplo, que no sea cordobés, representando el papel de uno de éstos. Recordando cierta noche –como lo hago casi permanentemente- épocas ya pasadas y horas vividas entre mis seres queridos y entre amigos que ya se fueron y otros que aún están, mi pensamiento voló hacia mi querida Córdoba, jamás olvidada. De esos recuerdos y del íntimo deseo de darles vida y hacer desfilar típicos personajes de allá, entre quienes se desarrolló mi niñez y se nutrió mi memoria, escribí una letra jocosa y reidera; no por eso sin el gran cariño y respeto que se merecen mis paisanos. Esta letra, a la que luego puse música, dio lugar al nacimiento de un gato que titulé con gran orgullo: SOY DE “LA DOCTA” (Gato) Aquí les vengo a contar la historia de un cordobés que, por su acento al hablar, le llamaba “El Inglés”… idioma muy parecido al cordobés. En la Cañada nació se crió en la plaza Colón. De vivir entre estudiantes salió Doooooctor. Lo invitaron una vez para visitar París

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y él, como buen cordobés, contestó: “salgan de aaaaahí que voy a ver en la Francia que no “haiga” aquí”? De “La Docta” soy, señor; cuna de ciencia y de fe. Lo digo sin darme corte: Soy Cordooooobés. Tuvo una gran repercusión este gatito; no solo entre mis paisanos, sino en todo el país. Se cantó mucho y todavía se canta, y se hicieron varias grabaciones de él.

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XVII – SEGÚN ME BROTAN LAS COPLAS Año 1954. Había muerto Payo Solá. Ese fiel exponente de la más pura y genuina expresión de nuestra música vernácula. Aquel pequeño gran salteño, de físico enjuto, de cabellos y cejas casi blancos, de ojos inquietos y movedizos. Ese salteño dueño de una inconmensurable capacidad emocional, que se volcaba en forma integral, hacia la música de su tierra, por la que sintió un profundo cariño y a la que dedicó toda su motivación de vida. Fue, indudablemente, uno de los compositores de música folklórica argentina más auténtico e inspirado. Su música era de una pureza y ternura tal, que cautivaba; pero, a la vez, de una fuerza y raigambre telúrica de las que pocos autores pueden jactarse. No era un virtuoso del bandoneón –su instrumento, aunque también tocaba la guitarra, el violín y cuanto instrumento musical cayera en sus manos- pero tenía un sabor y una personalidad tan definidos, que no obstante sus visibles fallas técnicas, las empresas grabadoras de discos se disputaban su colaboración. A estas virtudes artísticas y por si eso fuera poco, se agregaba su valor humano. Era un caballero; sencillo, noble y pundonoroso hasta la exageración. Buen amigo y mejor padre de familia. Me cupo en suerte formar un conjunto con él y con Atuto Mercau Soria –otro buen amigo e inspirado autor y compositor-. Nació este conjunto con las miras de luchar por la autenticidad de la música folklórica y por la permanente vigencia de las canciones tradicionales puras, sin rebusques ni argumentaciones intelectuales. Nos costó mucho encontrar un nombre adecuado para titularlo, porque los tres preferimos que fuera impersonal. Teniendo en cuenta, entonces, el motivo que nos impulsó a agruparnos y la tendencia purista y tradicional que imprimiríamos a nuestras interpretaciones, resolvimos, de común acuerdo, llamarlo: “Los Musiqueros del tiempo’i ñaupa”. Desgraciadamente, enseguida empezaron a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad que se llevaría al Payito, en tránsito hacia la inmortalidad, ganada con su obra musical y con su hombría de bien. Su desaparición nos privaba a los amigos de su presencia física y a la música nacional, de su privilegiada inspiración. Fue un gran dolor para Atuto y para mí. El conjunto quedó así, desintegrado a poco de nacer. Intentamos subsistir al Payito, para lo cual buscamos a otro bandoneonista que, a pesar de ser mucho más instrumentista y poseer también sabor telúrico, no fue lo que Payo. Tal vez sería que nosotros no nos sentíamos con ánimo de seguir, lo cierto es que “Los Musiqueros del tiempo’i ñaupa”, desaparecieron poco después. Por suerte, en vida de Payito alcanzamos a grabar un long play con doce obras, que quedó como testimonio del conjunto y la autenticidad de sus interpretaciones. El recuerdo del Payito Solá y la pena por su prematura desaparición, me hicieron sentir el impulso de hacer una canción en su memoria. Me resultó la música de una chacarera. Tal vez por lo triste del motivo que la inspiró, no es música alegre, como se supone deben ser las chacareras, sino una melodía nostalgiosa y tristona. El homenaje no llegó a concretarse, no obstante. Sucedió que, mientras trataba de hacer la letra, una vez terminada la música, apareció una zamba de Atahualpa Yupanqui, preciosa por cierto, como todo lo que escribe este extraordinario autor e intérprete del cancionero folklórico; esa zamba se llamó: “Payó Solá”, en cuya letra Atahualpa le hace un sentido homenaje al músico desaparecido. Con esto, temeroso de presentarme como copiando una idea y a pesar que sentí por no poder terminar mi canción para el destino que yo quería darle, desistí de hacerla.

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Resolví, en consecuencia, hacer una letra para esa música, de acue rdo a como me fueran brotando las coplas. Por esta razón esta chacarera lleva por título: SEGÚN ME BROTAN LAS COPLAS (Chacarera) Cuando era chango soñaba con andar y andar… andando; hoy que soy hombre, comprendo que es mejor estarse… estando. Andaré y andaré… pero allá, volveré… Tiene el pago una trampita que no acabo de entender cuando siento chacareras ya estoy queriendo volver. Andaré y andaré… pero allá, volveré… Vuelvo al pago en cada acorde de mi guitarra nochera; vuelvo al pago en cada verso de mi musa vidalera. (aura) Ese ojito de agua siempre está brotando; así me brotan las coplas para cantarle a mi pago. Escondido el chilicote(¹) siempre le dá por cantar… al hombre, lejos del pago, le sabe dar por llorar. Andaré y andaré… pero allá volveré… Pica fuerte el rupachico (²) si se lo quiera arrancar… muerde el recuerdo del pago si se lo quiere olvidar. Andaré y andaré… pero allá volveré…

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Se la pasa el tumuñuco (³) volando, de flor en flor… pero en ninguna se asienta, será porque así es mejor. (aura) Ese ojito de agua siempre está brotando… así me brotan las coplas para cantarle a mi pago. En el ambiente de los folkloristas, llamó mucho la atención esta chacarera porque fue la primera con la novedad de que se canta toda; es decir, tanto la vuelta como el zapateo. No fue este un efecto buscado deliberadamente por mí; me nació así y así la dejé. Entiendo que a los hijos hay que recibirlos como Dios los manda. Poco a poco fue entrándose en el gusto de los cantores y como el público la recibía con muestras de aprobación, se cantó y se canta bastante. Tengo en mi poder varias grabaciones de distintos conjuntos y solistas. Vocabulario: Chilicote(¹) – grillo / Rupachico(²) – ortiga / Tumuñuco(³) – picaflor.

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XVIII – “ZAMBITA DEL QUE SE VA” Una tarde en casa, repasando temas musicales que tengo grabados en una cinta magnetofónica, tuve la grata sorpresa de la visita de Atuto Mercau Soria. Me traía una letra que acababa de escribir, para que le hiciera la música. El asunto me gustó por dos razones: la primera, porque tanto la letra como el tema –como todo lo que escribe Atuto, el eterno enamorado de la tierra- era muy sentida, nostalgiosa, sencilla y auténticamente folklórica. La segunda, fue que me resultaba una nueva experiencia eso de poner música a la letra de otro. No sólo nunca lo había hecho para otro sino que a mis propias obras siempre les hice primero la música y después le acomodaba como podía, la letra. En el atril del piano tengo siempre una madera del tamaño de una partitura musical, donde sostengo el borrador de las letras a las que pienso poner música, con unos broches de presión. Allí coloqué también la letra que me trajo Atuto, de modo que cada ves que me sentaba al piano, la tenía frente a mis ojos. Pasó algún tiempo durante el cual, varias veces traté de hacer la música, pero no me resultaba nada; hasta que, por fin, una noche me senté al piano y a medida que leía la letra fui tocando la música, como si la supiera de antes. Me gustó. Inmediatamente la grabé y allí quedó para que luego la escuchara Atuto. Cuando éste la escuchó, le pareció muy linda; de común acuerdo la llamamos: “Zambita del que se vá”. ZAMBITA DEL QUE SE VA (Zamba) Tristona... sentida… así es la zambita del que se vá; musiquita linda que se hace recuerdo cuando uno se aleja del pago natal. Su canto revive todo lo querido que queda atrás: el valle florido, los años de infancia, mil cosas que no se podrán olvidar. Zambita del que se vá, llantito del corazón; sos el pañuelito blanco, sos de la ausencia, el adios. Tristona… sentida… así es la zambita del que se vá; puñao de terruño, que uno vá llevando pa’tenerlo cerca… pa’quererlo más. Distancia… nostalgias… todo vá prendido en tu cantar, mientras con la pena de la despedida, mil cosas queridas se quedan atrás.

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XIX – A CATAMARCA Habían pasado doce años desde mi salida de Catamarca en el año 1947, cuando fui invitado por la Dirección de Cultura de aquella provincia, para ofrecer un recital y una charla sobre mis canciones. Las cosas que sucedieron en oportunidad de ese, mi primer regreso a Catamarca, fueron tan emocionantes que me siento tentado de relatarlas. Pero, quiero que se entienda que no lo hago por vanidad de contar las demostraciones de que fui objeto, sino porque entiendo que es bueno se valore hasta donde puede llegar el poder de una canción. Tomé un taxi para ir desde el hotel en que me alojaba, al teatro donde debía actuar esa noche. Quería probar si el piano estaba en condiciones. El chofer no quiso cobrarme; como yo insistí para que lo hiciera, me dijo: “No, don Polo; como voy a cobrarle si para mí es un placer haberlo traído en mi taxi”. Más tarde me hice lustrar los zapatos con un “lustra” callejeros y tampoco éste quiso cobrarme… Los agentes de policía me hacían la venia, cuando pasaba junto a ellos… Pero lo más emocionante fue cuando le compré un billete de lotería a un muchacho inválido, que se moviliza en una silla de ruedas y… tampoco quería recibirme el importe; como yo le manifesté que eso no lo podía permitir, aceptó que le pagara sólo la mitad, porque quería rendirle su homenaje al autor de Paisaje de Catamarca. ¿No es hermoso y conmovedor? En aquella oportunidad escribí la letra de una vidala, cuya música había compuesto años antes. Me cabe el honor de que el manuscrito de esa música y la letra, figuren en un cuadro, en la Dirección de Cultura de Catamarca. Hay una anécdota de esta vidala, a la que quiero referirme y que, en su oportunidad me llenó de emoción. Los residentes santiagueños, en Buenos Aires, hicieron decir una misa, en el año 1955 para el amo Jesús, del que son muy devotos, con motivo de renovar los votos. Fui invitado a esa misa, que se rezó en la Basílica de Santo Domingo, ubicada en la calle Belgrano esquina Defensa. Dicha Basílica acababa de ser incendiada en una reciente revolución. Así, sin bancos y frente a una Cruz hecha con dos trozos de madera quemada, con todos los fieles de pie, se rezó aquella misa. El órgano lo ejecutaba una señora amiga: Azucena de Monden –gran artista santiagueña que toca muy bien el piano- cuyo marido estaba ubicado a mi lado durante el desarrollo de la misa. Yo notaba –sin mirar- que este amigo no me sacaba los ojos de encima, cosa que llegó a ponerme incómodo y violento. De pronto empecé a reconocer la melodía que, en el órgano, tocaba la señora amiga, a pesar de estar ejecutada en forma litúrgica. Por fin logré ubicarla; era mi vidala “A Catamarca”, que Azucena, con autorización previa del Prior del Convento Reverendo Padre Montes de Oca, ejecutaba en el momento de la Consagración. Eso explicaba por sí solo, la insistente mirada de Monden, quien quería ver la reacción que me producía el reconocer la melodía de mi vidala. Nunca llegué a imaginar que una música mía, que nada tenía que ver con la liturgia pudiera algún día tocarse durante la sagrada Misa y mucho menos durante la Consagración. Ahora comprendo que la ejecución de mi música en aquella Misa, el año 1955, fue premonitoria. Tiempo después, el extraordinario músico argentino, inspirado y estudioso, Ariel Ramírez, a quien admiro y con cuya amistad me siento feliz, había de presentar a la consideración del mundo su original “Misa Criolla”, que tuvo la virtud de colocar a su autor, ese extraordinario compositor y personalísimo intérprete argentino,

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en el justo lugar a que, desde mucho tiempo atrás se había hecho acreedor por su capacidad creadora que jerarquizó la música argentina. A CATAMARCA (Vidala) Como brindando un abrazo se abren tus brazos al sur y allá, en el fondo del valle, india y churita, estás tú. El cielo que usas de poncho, es azul hecho en telares de luz… sos tierna como el Pesebre donde naciera Jesús. Yo no nací en Catamarca porque no lo quiso Dios, Pero soy catamarqueño con todito el corazón. Vine a dejarte este canto y me voy, quien sabe si volveré, pero irás siempre conmigo dentro de mi propio ser. Aunque no pueda volver… Aunque no pueda volver…

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XX- CAMINO DE MI PUEBLITO Cada vez que volvía a Córdoba y tenía oportunidad de andar por el barrio de la Plaza Colón, no me perdía la ocasión de pasar frente a una casita vieja, muy vieja, que lleva el Nº 333 de la calle Rodríguez Peña, entre las de Santa Rosa y Rioja, a solo cuarenta o cincuenta metros de la plaza. Había una razón muy poderosa que me empujaba a hacerlo. Solía quedarme parado largo rato frente a esa casita y siempre que esto sucedía, sentía un enorme deseo de pedir permiso a sus actuales ocupantes, para entrar a visitarla; pero nunca me decidía. En aquella casita viví, siendo niño, con mis padres y mis hermanos –ocho en total hasta que nos cambiamos a otra casa, donde nacieron otros tres-. En la casita que motiva este comentario, vivimos hasta 1910; vale decir que cuando nos cambiamos de allí, yo tenía solamente seis años. Aunque parezca mentira, conservaba yo un recuerdo tan claro y nítido de los últimos dos años, que pareciera que hubieran transcurrido solo unos días… y habían pasado más de cincuenta años. Hace muy poco, por fin, un día me decidí a pedir permiso para verla de nuevo. Pasábamos una tarde con Elena, por frente a la casa y recuerdo que le dije: ¡Qué ganas tengo de pedir permiso para verla otra vez por dentro!... “Y qué tiene de particular, -me dijo Elena-, si realmente tienes deseos, creo que debes llamar, darte a conocer a quién atienda, explicar los motivos que tienes para hacerlo y verás que no habrá ningún inconveniente”. Llamé. Pasaron unos instantes, que a mí me parecieron más largos que los cincuenta años que pasé sin verla; se abrió la puerta. El Corazón me golpeaba dentro del pecho, por la emoción y la ansiedad, hasta que, ¡por fin!... ¿Qué deséa señor? oí que me preguntaba una voz; era una señora. Me di a conocer, le expliqué el motivo emocional que me había impulsado a molestarla, y le pedí permiso para entrar. Cuando la señora accedió, confieso que muy gustosa, antes de pasar, le dije: “Vea señora: lo que yo recuerdo de esta casa, a la que vuelvo a entrar después de medio siglo, es esto, aquello y aquello otro. En tal lado había tal cosa, en aquel otro lugar había tal otra”… La señora que me escuchaba risueña, entre admirada e incrédula, me respondió: “Casi no tiene necesidad de pasar, señor porque, según lo que estoy oyendo, usted la está describiendo tal cual es”… ¡Entramos!... Todo estaba igual, excepto que faltaba un naranjo de los dos que había cuando vivíamos allí. Para que habré entrado!... Todo el pasado se me derrumbó encima… Fue aquello como si de golpe, desaparecieran los últimos cincuenta años de mi vida, con toda la carga de luchas, afanes, sueños, desengaños, alegrías… y por la magia prodigiosa de los recuerdos, me encontrara de nuevo en la niñez, junto a mis desaparecidos padres y a mis queridos hermanos, gozando de aquella vida blanca, limpia y sencilla. Volvía otra vez a aquellos años en que solo se sabe que hay una madre que lo quiere, lo cuida y lo protege a uno; un padre que proporciona lo que uno necesita, para que pueda correr, jugar y saltar, como única preocupación, hasta la hora de pedir la bendición para ir a dormir. La emoción de aquel reencuentro con el pasado, no se si fue dulce o amarga, pero si creo que lo que hice aquella tarde no volvería a hacerlo, porque luego, como consecuencia, se vuelve a vivir todo y las amarguras son por lo general, más que los momentos de felicidad. Pasó algún tiempo de aquella experiencia. Una tarde que me encontraba en casa, solo, recordando este episodio me dio en pensar que podría ser un buen tema para una canción. Con esa idea, me senté al piano y compuse la música de una zamba, cuya melodía, como era lógico, resultó cargada de nostalgias. Aquella reciente experiencia de encontrarme de nuevo en la casita en la que viví con mis padres y hermanos,

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cincuenta años atrás y de ése reencuentro con el pasado, surgió el tema de la letra. Solo que, para no tener una constante presencia de ello, cuyo recuerdo me produce la pena de saber que pasó definitivamente, disfracé un poco la realidad, haciendo que lo que fue el viejo solar, en la letra pasara a ser un caminito lleno de recuerdos. Por esta razón titulé a esta zamba: CAMINO DE MI PUEBLITO Marchando al tranquito, al andar de mi mula. Sin rumbo y en soledad… la dejo que marche sin mandos de riendas, total cualquier camino es igual. Todos son recuerdos que voy reviviendo al volver, no tengo apuro en llegar. Después de un bostezo de sombra en la tarde, la noche empieza a nacer; tras el mismo cerro comienza la luna a brotar y como ayer, a crecer… desato mi mula, me tiro en el pasto y allí vuelvo a la infancia otra vez. ¡Cuantos años han pasado!... y parece que todo fue ayer… Caminito de mi pueblo desde lejos mil veces soñé volver a tranquiarte, subir el repecho y de allí ver la casita otra vez. Ya veo las aspas del viejo molino cansadas ya de girar!... si hasta me parece que escucho el subir y bajar de su aburrido bombear… presiento la iglesia donde iba mi madre a rezar con su rosario y su chal. El mismo eucaliptos, como un centinela haciendo guardia al solar de aquella escuelita donde, siendo niño, aprendí a ensuciarme el delantal… la misma placita, el mismo naranjo y también el mismo olor de azahar. Hasta ahora no había pasado nada con esta obra, pero eso también puede depender un poco de que yo nunca ofrezco mis obras a los intérpretes. De tal manera es más difícil que los intérpretes las conozcan. Pero eso es natural mío y es muy difícil que a esta altura de mi vida, pueda experimentar algún cambio en ese sentido.

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Yo le tengo mucha fe a esta obra y pienso que algún día dará una sorpresa. Por lo pronto ya tiene tres grabaciones, señal de que alguien la descubrió.

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XXI – QUE ME LLEVE EL VIENTO Mario Ponce es un tucumano amigo mío, lleno de inquietudes y de facetas muy interesantes; algunas personalísimas. Es un alto empleado de Salud Pública de la Nación, respecto a sus obligaciones tiene un concepto exagerado. Parece pensar que una de las grandes virtudes de Sarmiento, por ejemplo, fue la de no faltar nunca a la escuela (léase obligación) y él pretende tal vez sin proponérselo, emularlo. No por emular a Sarmiento, entiéndase bien claro, sino las virtudes de quien como él, no debe faltar nunca a sus tareas sino que debe empezarlas dos horas antes del horario fijado. Pero doy fe de que no lo hace por adulonería con los superiores, ni por espíritu subalterno, ya que es un rebelde en potencia, con un alto sentido de su propia estimación. Lo hace así, simplemente porque lo siente así y porque, honrado consigo mismo, piensa que el hombre debe darse por entero a la obligación para la cuál ha sido destinado. Aunque la tarea sea opuesta a la que el desearía realizar… Yo no pienso como él, sobre este punto, pero lo entiendo, respeto sus convicciones y nada de estas cosas son un obstáculo para que sienta por él un particular aprecio y distinción. Es autor de obras de mucho éxito, dentro de la música popular folklórica argentina. Tiene ganados varios premios; tales como el segundo en el último Festival Odol de la canción, con su preciosa chacarera “A pura ushuta”. Una tarde del mes de julio de 1964, “cayó” a casa, porque él “cae” a visitar, no “llega”, ya que cuando se anuncia por teléfono me dice: “Esta tarde voy a “caer” por tu casa a visitarte”. Viene a compartir conmigo el abrigo de unos cariñosos vinitos. Se traía entre manos, dos obras que acababa de “cometer”. De una, que era un bailecito, traía la música y de la otra, una zamba, la letra. Quería que yo les pusiera letra, al bailecito y música a la zamba. Ambas cosas eran muy lindas y por otra parte, me resultaba una nueva experiencia el hecho de poner letra a la música de otro y viceversa; de tal manera que le acepté encantado y agradecí a mi amigo, la confianza que depositaba en mí y la distinción que significaba el haberme elegido para compadre suyo, de esas dos criaturas por terminar de nacer. Me puse a trabajar y por suerte resultaron de un agrado ambas cosas que escribí. El bailecito, cuya letra va a continuación, lo titulamos: QUE ME LLEVE EL VIENTO Río… río… aguita que corre, pasa y se vá, no vuelve más, igual que la que yo quiero. Arbol… árbol… amigo fiel que su amparo me dá; si ha de volver, bajo tu sombra la espero. Juntos los dos: el río y vos, Ayudarán mi pena a calmar; juntos los dos: mi pena y yo, viejos ya de tanto esperar.

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Arbol… río… refugio, ternura y paz de mi ayer, vuelve a los dos mi corazón desolado. Viento… viento… llevame sobre su fuerza al lugar donde ha de estar la que me echó en el olvido. Luna… luna… que bañas con luz de plata el maizal alúmbrame para encontrar el camino. Juntos los dos: el viento y vos, ayudarán mi pena a calmar; juntos los dos: mi pena y yo, viejos ya de tanto esperar. Luna… viento… farol y aliento de mi soledad, triste quedó mi corazón desolado. El tema de la zamba estaba inspirado en la azarosa y sacrificada vida de ese buen Pastor de almas, que fuera el reverendo padre José Gabriel Brochero, más conocido por el íntimo, cariñoso y tradicional nombre de: “EL CURA GAUCHO”. Este santo hombre, nacido en Córdoba, en el pueblo de Santa Rosa, el 18 de marzo de 1840, de familia modesta, se ordenó en el año 1866. Vivió cuarenta años de su generosa vida, entre los campesinos rústicos e ignorantes de aquella zona, compartiendo con ellos sus miserias y amarguras. A pie o en el lomo de su mulita compañera, recorrió durante más de medio siglo, las serranías cordobesas, predicando el Evangelio, curando enfermos, fundando capillas, escuelas, hospitales. Muchas veces tuvo que enfrentarse a los poderosos, para tratar de reparar una injusticia. En lugar del cuchillo gaucho, llevaba como arma, atravesada a su espalda, su vieja guitarra y, tal como San Francisco Solano utilizaba su violín para conquistar la confianza y el alma de la gente, él se valía de ella con el mismo fin. El ponchito criollo sobre sus espaldas, cubriendo su raída sotana, hacia inconfundible su legendaria figura que, ya en vida, se iba plasmando el molde del monumento que luego se erigiría en cia y de gratitud. Su mayor gloria es el nombre de “Santo de la sierra” conque sus paisanos lo veneran. He querido hacer esta ligera semblanza del “Cura Gaucho”, Fray José Gabriel Brochero, con el objeto de que el lector pueda hacer una justa valoración de la capacidad poética de Mario Ponce –amigo mío- que, en la tiránica y reducida extensión que ofrece la letra de una zamba, ha logrado pintar de cuerpo entero y con real fidelidad, la figura de ese santo varón que a fuerza de bondad y a punta de coraje, se ganó el nombre de “El Cura Gaucho”. La zamba la titulamos:

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EL TATA CURA (Zamba) Por esos cerros arriba, hollando viejos senderos, sube, pechando en su mula, el gaucho cura Brochero. Vá, puesta en cruz a su espalda, nido de su fé: su guitarra; llena de luz el paisaje música de mil campanas. ¡Achalay! Mi TATA CURA rezador y guitarrero, átizame una oración que me alcance para enero; nace entonces mi chango ¡quiera Dios! como Brochero. Tierra de cuanto camino encaneció tu sotana; arriando vas desventuras allá, en Carreta Quemada. Ya no hay silencio en las pircas todo es albricia en el río, porque en el viento se juntan tu rezo y el canto mío.

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XXII – TAPIA MEDIANERA Año 1964. Nos encontrábamos varios amigos, cenando en casa de Margarita Durán, en cuya oportunidad ella me mostró una letra que acababa de escribir, para un vals, que pensaba dar, no recuerdo a quién, para que le hiciera la música. Pero antes de seguir adelante, es justo que les presente a Margarita Durán. Se trata de una prestigiosa escritora y poetiza, cuya vasta obra ya le ha brindado el halago de varios premios. Tanto en el rubro teatro infantil, que maneja con rara habilidad y profundo sentido didáctico, como en el de la música popular. Su obra es bien conocida. En este último campo, ha obtenido varios primeros premios, tales como el del primer Festival Odol de la Canción, con su vals peruano “Amarraditos”, que escribió en colaboración con Pedro Belisario Pérez. Este vals alcanzó enseguida tan grande popularidad, que llegó a cantarse en el mundo entero. Ganó también el primer premio en el Festival de la Canción realizado en Baradero, provincia de Buenos Aires, en el año 1967. Además, y esto es ya bastante significativo, en todo concurso de canciones populares que se presentó, fue siempre finalista. Yo me siento feliz de tener varias obras en colaboración con esta poetiza de tan exquisito buen gusto y humana sensibilidad. Presentada ya, Margarita Durán, prosigo con mi relato. La letra a que me estaba refiriendo, me gustó mucho y, como ella había manifestado que pesaba dársela a otro músico, confieso, con un poco de vergüenza y con la honradez que no demostré aquella noche, que, como quien no quiere la cosa, me guardé el papelito en el bolsillo y luego, conversando de otras cosas, nos olvidamos de la letra. Al día siguiente me senté al piano, compuse la música, grabé el vals cantado por Elena, y llamé a Margarita por teléfono para hacérselo escuchar. Por supuesto que tuve que explicarle de que triquiñuela me había valido para quedarme con la letra. Mala acción que cometí porque tenía la seguridad de hacer una música –ya al leer la letra la estaba imaginando- que sería del completo agrado de ella y la dejaría conforme… Por suerte resultó como lo imaginé; en esa forma nació este vals que bautizamos “Tapia medianera”, cuya letra te ofrezco, lector amigo, para que disfrutes de su pureza y frescura. TAPIA MEDIANERA (Vals) Hay una pared por medio entre tu casa y la mía; los canarios se conversan y los geranios suspiran. La risa de tus hermanas festejan a mis hermanos cuando florece la noche en la mitad del verano. No me aflige tu silencio bajo la misma arboleda, ni me duele que te pongas esa carita de ausencia, porque igual nos entendemos

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con un poco de agua fresca cuando se encona la tarde con el calor de la siesta. Lo que pienso y no te digo es lo mismo que tu piensas; si te veo, no te miro… si me ves, no te dás vuelta, como si siempre estuviera esa tapia medianera compañera de los dos. Cuando las enredaderas cubren tu patio y mi patio, nos trepamos a cortarlas cada uno por su lado. Con un saludito, apenas, se nos encuentran las manos como si la medianera fuera de pronto a casarnos.

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XXIII – AGUAS ARRIBA En el mes de abril de 1964, tuve necesidad de hacer un viaje a Corrientes. Como, en realidad, disponía de tiempo y no tenía ningún apuro por estar de vuelta un día fijo, en Buenos Aires, decidí hacerlo en barco. Además de ser ésta una manera más descansada de viajar, me resulta sumamente grato viajar sobre el barroso lomo del río Paraná. Quiso la casualidad que me tocara el vapor “Ciudad de Formosa”, que hacía su viaje inaugural, entre Buenos Aires y Asunción del Paraguay. Quien no haya tenido la oportunidad de viajar a bordo de una nave que realiza un viaje inauguración, no puede darse una idea de los privilegios, sorpresas y emociones que esta circunstancia –la de ser “primer viaje”- le confiere al mismo. Cuando zarpamos de Buenos Aires, en el “Ciudad de Formosa”, por supuesto engalanado con gallardetes y profusamente embanderado, todos los barcos surtos en distintas dársenas, echaron a vuelo sus sirenas. A nuestro paso, a lo largo de todo el Puerto, el personal de las naves atracadas, nos saludaban con pañuelos en alto, aplaudiendo el andar gallardo y airoso de nuestra nave. A bordo, la vida difiere bastante de la que se acostumbra en viajes ordinarios; la comida es especial, puesto que viajan altas autoridades; lo mismo que la atención de la tripulación, personal de servicio y las bien seleccionadas azafatas, que adornan y recrean la vista con sus elegantes y juveniles figuritas. En la llegada a cada puerto que tocó el barco entre Bs. Aires y Corrientes – fin de mi viaje de ida- esperan el arribo de nuestra nave, las autoridades respectivas, a los acordes de la banda de música oficial. Numeroso público había concurrido para conocer y visitar el barco. Con ese motivo era servido un lunch a bordo a las autoridades visitantes, lo que motivaba una estada bastante más prolongada que de ordinario, en cada puerto. El pasaje, por esta circunstancia, tenía tiempo de desembarcar y hacer una rápida recorrida, echando un vistazo a la ciudad; cosa que tampoco es posible realizar en viajes comunes. El escaso tiempo que, en viajes ordinarios, se detienen estos barcos en los puertos que va tocando, no lo permite. Viajaba con nosotros un grupo de artista pintores, que presentaban una exposición de sus cuadros a bordo y que luego harían lo mismo en Asunción del Paraguay. También integraba el pasaje la madrina del barco. Todo esto, como era lógico, daba lugar a muy amables tertulias y amenas reuniones efectuadas después de la cena, en las que se hacía un poco de música, se bailaba o simplemente se conversaba saboreando un buen Whisky. Con motivo de esas tertulias, en las que generalmente yo tocaba el piano, me hice amigo del Capitán y de todo el personal superior, lo que posibilitó asegurarme el camarote desde Corrientes a Buenos Aires, al regreso del barco de Paraguay, que se produce a cinco o seis días de la llegada a Corrientes. Viajar desde Corrientes a Buenos Aires, en barco, resulta casi siempre, un serio problema porque generalmente el pasaje sale cubierto desde Asunción; los que pudieran sobrar, es muy posible que se cubran en Formosa y los poquísimos que se reservan para adjudicar en Corrientes, es común que ya estén destinados para autoridades o personas influyentes. Por esta causa, me resultó sumamente favorable la amistad que trabé con el Capitán, en el viaje de ida. A la vuelta, la última noche antes de arribar a Buenos Aires, quiso el Capitán que se hiciera un fiesta al modo que se estila hacer a bordo, cuando los barcos de ultramar, cruzan la línea del Ecuador. Con ese motivo y como uno de los números que programó la comisión que se nombró al efecto, tuve que escribir unos versos. Me las ingenié

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como pude y escribí unos que titulé “Viaje inaugural”, que yo mismo leí en el comedor, al final de la magnífica cena que, especialmente, ordenara preparar el Capitán. VIAJE INAUGURAL Un veinticinco de abril del año sesenta y cuatro Ha de serme siempre grato esta fecha recordar… Desde la Dársena sur de Buenos Aires, la hermosa, zarpa el Ciudad de Formosa en su viaje inaugural, para unir Buenos Aires y Asunción del Paraguay. Todo fue grato a su bordo; el pasaje muy cordial, la oficialidad amable, tanto o más, su Capitán. Cuatro azafatas hermosas, a cual de las cuatro, más conformando todo, un clima de paz y tranquilidad. Tal el “Ciudad de Formosa” en su viaje inaugural. Que te dure, barco hermoso, ese navegar garboso de tu viaje inaugural; y que, ancho y generoso se te brinde el Paraná para que, aguas arriba de su gran caudal barroso, lleves contigo un pedazo de Buenos Aires grandioso a Asunción del Paraguay. Cayeron muy bien mis versos y fueron muy aplaudidos; como premio, el gran pintor Calvo Rusiñol, en la tapa del Menú, hizo un precioso apunte al carbón, con un motivo de inundación, que me dedicó firmado por todos los artistas que viajaban con nosotros. Bien enmarcado, lo conservo como uno de mis queridos recuerdos. Durante aquel recordado viaje, me pasaba largas horas en cubierta, contemplando embelesado las costas, que se ven muy cerca y a ambos lado. Veía correr el agua barrosa del Paraná; admiraba el paisaje y saboreaba el espectáculo –muy novedoso para mí- de ver pasar río abajo las Jangadas, que con monótona tranquilidad derivan aguas abajo, por el lomo del río, en busca de sus destino. De la impresión recogida en los distintos estados emocionales que viví durante aquel viaje, nació la letra de una canción litoraleña. Después, en la paz de mi casa y al

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conjuro de los recuerdos, nació la música, con lo que quedó completada esta obra que titulé: “Aguas arriba”. “AGUAS ARRIBA” (Canción del litoral) Siempre navegando aguas arriba remontando, remontando el ancho río Paraá Cielo de gaviotas que acompañan en su vuelo al barquito solitario que se vá… Pasa la Jangada silenciosa con su alma de madera litoral, agua abajo y en el río van marcando una estela los recuerdos de la tierra y el hogar, del Ginete de los ríos, jangadero nostalgioso, que ya sueña regresar. Al compás de mi mbaracá me pongo a entonar aquel chamamé que escuché por última vez antes de partir de mi Taragüí, y al pensar que podré gozar tu dulce mirada, che mboraijú, siento ansias de gritar que no hay tierra más hermosa ni más tierna que mi tierra guaraní; y me brota el sapucay, porque soy más correntino que el tabaco, la mandioca y el chipá. La luna derrama su melena despeinada y luminosa, sobre el río Paraná… Cerca de la costa, las canoas fatigadas por el ansia repetida de pescar. En medio del río, un boya, coqueteando femenina, me dedica una guiñada… gineteando camalotes, van pasando los recuerdos de mi hermoso Taragüí con su mundo de naranjas sus antiguos corredores y su dulce guaraní. Vocabulario: Mbaracá – guitarra / Taragüí – Corrientes / Sapucay – grito / che mboraijú – mi amor / chipá – especie de pan hecho con harina de mandioca y queso.

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XXIV – PASE SEÑOR SUEÑO (El Tinetense) Este Buenos Aires maravilloso, tiene cosa sorprendentes, igual caben en él los ambientes más lujosos y bullangueros, que los más sórdidos y tristes o los más sorpresivos y románticos. Entre estos últimos puede ubicarse al Club “Tinetense”, que tiene su sede en la calle Demaría Nº 4721, esquina Sinclair, en pleno barrio de Palermo. El nombre proviene de que sus socios –alrededor de 260- son oriundos de Tinéo; un partido judicial dentro de la provincia de Asturias, sobre el mar Cantábrico, en España. Si alguien, sin conocer este club pretende llegar a él, es bastante difícil que lo logre. Para entrar hay que franquear una pequeña puerta de hierro y chapa, ubicada en el único hueco abierto de una vieja tapia de ladrillo. Esto significa que estando de lado de afuera, nadie, que no esté informado, puede suponer que detrás de esa vieja tapia, haya un club, porque no se ve ninguna edificación, desde ese lugar. Pasando la puertita hay un gran espacio abierto, con muchos y grandes árboles. A la derecha, cerca de la puerta, un pequeño baño –si tal se puede llamar a una especie de piecita sin revocar-, al que se localiza por un letrerito tan inesperado como simpático, como todo el club. Ese letrero escrito sin la menor prolijidad sobre un trozo de madera asegurada a un árbol con un par de clavos, dice: “Baño” y a continuación una flecha indica la dirección. A unos treinta o treinta y cinco metros de la tapia de la entrada y paralelo a ésta, hay un salón rectangular de unos veinte o veinticinco metros de largo por ocho o diez de ancho. En este salón, de paredes sin revocar, se encierra todo lo que comprende el club: Comedor, mesa de billar, mostrador, bar y cocina. La tapia del frente, no sigue la línea de edificación de la calle Sinclair, sino que está bastante más adentro; a unos diez o doce metros. Esto hace que, al frente quede una especie de socavón que se utiliza como playa para estacionar los coches. No obstante ser el “Tinetense” un club fundado hace cuarenta años, con treinta y seis de permanencia donde está hoy, sus autoridades nunca hicieron nada por levantar un edificio más acorde con las posibilidades de los socios –todos comerciantes- porque siempre viven amenazados por el desalojo. Como se trata de un terreno perteneciente al Ferrocarril, cedido al club con titulo precario, en cualquier momento le puede ser quitado. Este insospechado rinconcito de Buenos Aires, resulta un pintoresco, alegre y aireado lugar, donde puede reunirse un grupo de amigos a comer un sabroso asado al aire libre, bajo los árboles, gozando de intimidad y tranquilidad absolutas. Descubrimos este lugar, gracias a nuestro amigo Julio Alvarez Vieyra, gran descubridor de comedores sorpresivos y a aquel otro buen amigo, el “Gaucho” Pautazo, criollo lindo, abastecedor de carne, tan bonachón y leal amigo, como grandote y fuerte. Ambos son vecinos del club y ahora socios del mismo. Desde que lo descubrimos, siempre solemos reunirnos con varios amigos a cenar. Cenamos y charlamos, desde luego apoyados por sendos vinitos que sueltan la lengua y alegran el alma, bajo los árboles, a la luz de la luna que nos espía envidiosa por entre el ramaje. Una noche del mes de junio de 1966, con motivo de festejar un acontecimiento íntimo, nos reunimos a cenar en el Tinetense, un reducido grupo de familiares y amigos. Entre los comensales se encontraba el matrimonio del Dr. Luis Félix Arditi Rocha –nuestro querido Panchito-, sobrino carnal de Elena, su señora Teresita y su hijito Luis Martín, de apenas seis meses de edad. Este se había dormido en su “moisés”, tomando con una de sus manitas, el dedo índice del “gaucho” Pautazo quién no se

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animaba a retirar su mano temeroso de interrumpir el tranquilo y enternecedor sueño de Luisito Martín. Era una escena de lo más tocante. David y Goliat; solo que, en lugar de estar enfrentados en actitud bélica, lo estaba en el más tierno y conmovedor acercamiento. Margarita Durán –la sensibilidad personificada- que hacía rato observaba conmovida el cuadro, se acercó a mí, en un momento dado y me dijo: “Polo; quiere que hagamos una canción de cuna para Luis Martín?” Le acepté encantado y ahí nomás brindamos por la futura canción. Creo que no pasaron dos días hasta que Margarita me trajo la letra, -preciosa y de gran ternura, como lo verán- a la que yo enseguida hice la música. El estreno se produjo en casa, en privado; con la sola presencia de los directamente interesados. Sin manifestarles el motivo, invitamos a cenar a los padres de Luis Martín, la abuela paterna, tíos y por supuesto, Margarita. Todos estaban muy intrigados por conocer el motivo de la cena, a la que ex profeso habíamos creado un clima de expectativa, diciéndoles a todos, que festejábamos un acontecimiento íntimo. Terminada la cena pasamos todos a mi piecita de música. Teníamos ya grabada la canción, que cantó Elena y un manuscrito de la música y la letra, firmados por Margarita y por mí, presentados en una carpeta de cuero rojo. Encendí el grabador y… ¡para qué decir la emoción de los padres, la abuela y, por supuesto, de todos!... menudearon los abrazos y besos y se brindó con champagne. Así nació esta canción de cuna que titulamos: PASE, SEÑOR SUEÑO!... (Canción de cuna) Quién anda en la puerta ¿qué no puede abrir?... debe ser el sueño para Luis Martín. Por el mar de los sueños vá tu navío, déjame que te cante tesoro mío; Déjame que te acune blanco lucero, viajarás en mis brazos y serás marinero. Para andar por el agua tiene la luna un velero de nacar y otro de azúcar. Cierra bien los ojitos, duerme lucero, Capitán de la casa tú será marinero. Pase, señor Sueño

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ya puede venir a cuidar la cuna de mi Luis Martín.

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XXV – OTOÑO Entre las cosas que mejor recuerdo de todos los lugares en donde asenté mis reales, durante mi azarosa vida de trotamundos, siempre están presentes los Otoños. Es esta la estación del año que siempre produjo mayores altibajos en el termómetro que marca mis estados de ánimo. Me gusta y al mismo tiempo me entristece. El paisaje me pone melancólico, pero me produce una poderosa atracción. No sé bien como explicarlo!... Se diría que quiero escaparme de ese paisaje de árboles que comienzan a desnudarse; de hojas secas, desparramadas por el suelo y agitadas por el viento, en una danza de muerte y desolación; pájaros que enmudecen de pronto con un silencio precursor de emigración. Pero al mismo tiempo, me atrae y me llena el alma de una dulce ternura, el ver revolotear los blancos guardapolvos de los niños que retoman el camino del colegio reemplazando el desaparecido canto de los pájaros, con sus gritos y risas que pueblan el aire de cristalina algarabía. Una tarde del mes de mayo, hace pocos años, caminaba por una calle de Buenos Aires. Era una tarde destemplada gris, desapacible. Un vientito frío y persistente me hacía pensar con añoranza, en lo bien que estaría en casa, al amparo de una buena música o enfrascado en la lectura de un buen libro. Coincidía con la hora de salida de los niños del colegio. Me encontraba frente a una plaza, donde, ni siquiera se veía el clásico grupo de jubilados, sentados en “su banco”, cambiando ideas sobre la necesidad de reformar el régimen jubilatorio. Ese banco que parece ser de propiedad exclusiva de ellos, a fuerza de ocuparlo todos los días. La tarde destemplada les había aconsejado la necesidad de dejarlo y retirarse tempranito a resguardarse en el tibio calorcito del hogar. No obstante el frío y el viento, sentí el impulso, casi diría la necesidad de sentarme en un banco de la plaza a mirar la salida de los chicos del colegio. Me pareció verme a mi mismo, correteando entre ellos, y allí sentado y despierto, soñé. Me vi volviendo a mi casa, donde mi madre me esperaba con el cariñoso beso que siempre tenía a flor de labios, para depositar en mi frente, simulando no haber advertido el desgarro de mi guardapolvos, trofeo de mi reciente pelea callejera… ¡Dejemos eso!... Saqué de mi bolsillo, lápiz y papel, que siempre me acompañan por si necesito tomar algún apunte, y empecé a garabatear unas cuartetas referentes al momento que estaba viviendo y que tanto me había sugestionado. Las titulé “OTOÑO”. Los guardé en un bolsillo y emprendí el regreso a casa, donde mi dulce Elenita, me esperaba con unos matecitos calientes y con la ternura de su amistad permanente. Pasado algún tiempo, un día que buscaba no sé que cosa en los bolsillos de un saco, encontré aquellos versos. Aseguré el papel con los broches, en la madera que, como ya he manifestado antes, tengo siempre en el atril del piano, y allí quedó, hasta que un día, imprevistamente y sin proponérmelo, me hallé componiendo la música de una zamba saltarina y agreste, en la que encuadraban perfectamente los versos. Fue así como nació la zamba que luego publiqué con el nombre de: “OTOÑO” (Zamba) El verde se ha vuelto oro, el campo está amarillando el aire está menos tibio… ya quedó atrás el verano.

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Las hojas pasan jugando empujadas por el viento, como si fueran changuitos cuando salen del colegio. También a mi corazón le ha de llegar el otoño, pero, pa’seguir cantando se ha de arreglar de algún modo; tal vez alguna ramita le ha de brotar un retoño. El viento pasa silbando entre las ramas del sauce… los árboles se han quedado sin su verdoso ropaje. Se fueron las golondrinas en busca de otro verano; la tierra parece vieja, el campo gris… desolado.

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XXVI – ULTIMO PISO Es el tango una expresión musical por la que siempre he sentido verdadera pasión. No solo lo he tocado toda mi vida, sino que, en mis años jóvenes lo he bailado con gran entusiasmo; y no debo hacerlo tan mal, cuando guardo algunos trofeos, ganados en concursos carnavalescos. Esto no lo refiero por hacer mi propio panegírico, sino, simplemente por hacer resaltar que es tan grande mi predilección por el tango, como lo es por todas las expresiones de la música argentina. Me gusta el tango al modo de Julio De Caro –al que considero la expresión no superada hasta hoy-. Me declaro admirador de Carlos Gardel, como el cantor sentido y auténtico, y me gustan mucho: Osvaldo Fresedo, Carlos Di Sarli, Aníbal Troilo, y Pedro Laurenz. Más aca, me inclino por Horacio Salgán, Argentino Galván y algún otro que pueda escapárseme de la memoria, siempre que esté dentro de la modalidad de los nombrados. Creo, en contra de la opinión de muchos, pero también apoyado por la de otros muchos, que el tango es auténtica expresión del folklore argentino. No fundamento aquí esta convicción mía, porque no está en mi espíritu, ni entra en la finalidad de este relato, el hacer polémica, sino solo hacer un desfile de recuerdos y motivaciones. Aunque para muchos resultará esto una sorpresa, diré que soy autor de tangos y de sus letras y, aunque hasta ahora no los publiqué, eso no quiere decir que algún día no lo haga. Entre otros muchos, escribí uno que le gustaba mucho a Margarita Durán. Aunque este tango ya tenía una letra mía –que siempre fiel a mi estilo, era descriptiva y costumbrista – no se lo dije, dejando que ella le hiciera la letra que había manifestado deseo de escribir. Únicamente, me creí en la obligación de hacerle notar que la melodía tenía una extensión tal, que imposibilitaba el ser cantada. No obstante mi advertencia, Margarita escribió una preciosa letra, que me obligó –a los efectos de hacerlo cantable- a cambiar toda la segunda parte. Así nació este tango que titulamos, mejor dicho, que tituló Margarita con mi completo acuerdo: ULTIMO PISO (Tango) Se ha levantado un rancho en la azotea con maderas viejas y chapas de zinc; en esa pampa de baldosas rojas perfuma el aire, tímido jazmín. Mira la calle y juega con su perro, todas las mañanas, antes de salir… hay un revuelo de bombilla y pava y una cepillada, para el traje gris. Es que el arrabal busca la azotea porque la ciudad sube a las estrellas. Ha encontrado un sitio que le queda cerca, cerca del lugar que lo vio nacer.

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Hoy, entre el hollín, sigue su destino; se llevó el jazmín al último piso. Con la frente al aire como siempre, sueña, cerca de la calle que lo vio crecer. El perro blanco juega con la sombra en las horas largas de la soledad, mientras las fondas abren en el aire cortinas de humo, para su ansiedad. Mira asombrado el trole que desata luces de bengala, sobre el hilo gris; En el paisaje de las azoteas siempre alguno sueña, modos de vivir. Coincidió la terminación de este tango, con el segundo festival Odol, de la canción y por el entusiasmo y la enorme fe de Margarita, lo presentamos. Resultó seleccionado entre tres mil que compitieron, pasando a dirimir entre los veintisiete semifinalistas. Perdimos en la final por un voto de diferencia, ante un Jurado compuesto por diez profesionales técnicos y otros diez, elegidos entre el público.

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XXVII – DON SANTIAGO ROCCA Don Santiago H. Rocca, fue, en vida, un ilustre criollo, nacido en la Capital Federal. Jefe, muy querido y respetado de un tradicional hogar argentino, al que puede citarse como ejemplo de moral, de cultura, de unidad familiar y de respeto. A esta altura del relato, advierto que estoy hablando en pretérito. Al respecto quiero dejar bien claro que esto obedece solamente a la desgraciada circunstancia de que don Santiago, ha fallecido; y de ningún modo a que el hogar de los que quedaron para sentirlo, haya dejado de ser lo que fue en vida de su Jefe. Hecha esta aclaración, que tranquiliza mi espíritu, respecto de posibles suspicacias, continúo con mi relato. Don Santiago tenía casi un rabioso sentido de la argentinidad. Si algo lograba sacarlo de su arraigad y natural mesura y tranquilidad, era que alguien pretendiera desconocer el valor de lo argentino. Fue un enamorado de la tradición y un empecinado defensor de todo lo que a ella atañe. Me cupo el honor de que, alguna vez, me hiciera partícipe de una inquietud suya. Así fue como me contó que siempre había soñado con organizar un partido político que llevara el nombre “Partido de la Tradición”, que eventualmente pudiera regir los destinos del país, con sentido profundamente tradicionalista. Un partido que enarbolara como bandera, la defensa de nuestras tradiciones. Mientras llegaba este tan esperado día y a modo de calmar esas ambiciones patrióticas, creó “Los gauchos de la patria”, una institución que nunca llegó a tener personería legal, pero que, no obstante y gracias a su dedicación de avasallante personalidad y entusiasmo, se mantuvo por largo años. Eran gauchos de a caballo, que, con atuendos típicos y criollas cabalgaduras, dieron brillo a más de un desfile patriótico, siempre con la arrogante y venerable figura de su creador, al frente, a pesar de sus años. Sus innumerables inquietudes alcanzaron también a la creación de música y poesía folklórica argentinas. En este rubro obtuvo éxitos resonantes, como su inmortal canción sureña, llamada: “La Tropilla”, escrita en colaboración con aquel gran guitarrista que, en su hora, descolló como máxima expresión: el inolvidable Mario Pardo, que aún hoy, toca y muy bien la guitarra. Quien, desde cincuenta años a esta parte, no escuchó alguna vez, en boca de algún cantor, aquello de: “La tropilla que monto / de reservados / son de un pelo y tordilla / como mis años”. Desde la época de Gardel-Razzano, que fueron los primeros en cantarla y en llevarla al disco, no debe haber ningún cantor o conjunto nativo que no haya tenido en su repertorio a “La tropilla”, de don Santiago Rocca y Mario Pardo. Tengo a mucha honra que ese venerable caballero y señor, me haya dispensado su amistad y distinguido sentándome a su mesa. Me siento sumamente complacido de este sencillo homenaje que puedo rendirle a su memoria, ubicándolo en sitio preferencial, en este desfilar de recuerdos. El día que don Santiago cumplió sus ochenta y cinco años, quise hacerle un regalo que estuviera de acuerdo con sus merecimientos. No encontré nada más significativo que hacerle una canción que llevara su nombre, atendiendo a su origen sureño, la hice con dos ritmos del sur: Estilo y Vidalita. En la letra traté de hacer una semblanza de su figura patriarcal, comparada y referida al arroyo, al árbol, la luna, la guitarra y a parte del atuendo gaucho, como las botas y las bombachas, sin dejar de lado su honorable cabeza blanca. Así nació la canción que titulé:

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DON SANTIAGO ROCCA Arroyo’que dá el aguita refrescante de su cauce… Ombú, que brinda su sombra al cansado caminante; Sol, que calienta la tierra para que florezca en árbol Lunita, que acorta sendas si el camino se hace largo. Palabra sabia, serena y pecho abierto de hermano. Tu melena al viento – vidalitá y tu barba blanca, nos hablan de tiempos – vidalitá de honor y guitarra, de bombacha y bota – vidalitá de : SANTIAGO ROCCA. La noche de su cumpleaños, que se festejó con una hermosa audición por radio El Mundo, en la que Marcos López con su conjunto, cantó en su honor, hubo una espléndida recepción en casa del homenajeado. Allí ni fue posible hacerle conocer la canción, a pesar de tenerla bien ensayada, porque había demasiada gente y don Santiago, que ya tenía bastante quebrantada su salud, aunque muy contento, estaba visiblemente incómodo y nervioso. Por esa razón él mismo pidió, al despedirme, que volviera otro día para poder escucharla con más tranquilidad y atención. Nunca llegó ese momento, porque, a los pocos días recibí un llamado telefónico en el que uno de sus hijos me comunicaba la infausta nueva de que acababa de fallecer. DON SANTIAGO ROCCA: Quede aquí, entre mis queridos recuerdos, mi emocionado homenaje a tu figura legendaria de varón ilustre y argentino apasionado.

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XXVIII – CANCION PARA CINCO LETRAS Volvíamos una noche, con Elena y Fernando Portal, después de haber cenado en el barrio de San Telmo, en un lugar elegido al azar, tratando de escapar del bullicio y el amontonamiento de los restaurantes del centro. Lo habíamos pasado muy bien, porque cenamos en una Cantina bastante modesta, con poca gente, y donde un bandoneonista, que tocaba maravillosamente, nos había deleitado con unos tangos de la Guardia vieja, los qué, ejecutados con la maestría con que él lo hacía, resultaban más lindo aún. Regresábamos los tres en mi coche –manejaba yo- cuando de pronto y sin que nada lo hiciera pensar dos segundos antes, sentí que se me acababa el mundo. Con todo, alcancé a parar el coche y atiné a pedir un médico. De inmediato me metieron en un taxi y, como lo que estaba más a mano era el Hospital Argerich, allí fui a dar con mis aparentemente reducidas posibilidades de seguir escribiendo canciones. Gracias a Dios y a la muy pronta y eficaz atención de los jóvenes médicos que atienden allí el servicio de cardiología, entre los que recuerdo con gran estima al Dr. César Abel Carreño, por su cariñosa dedicación y su calidez humana, enseguida quedé en condiciones de recobrarme. Sólo se trataba de un ligero espasmo, del que reaccioné favorablemente, gracias a Dios. No obstante tuve que quedarme, en reposo y observación, ocho días internado. En esas interminables y triste noches de hospital, en que, a pesar de uno, los recuerdos desfilan, las verdades se agigantan alcanzando su verdadera dimensión y se valoran los meritos de quién nos rodean, pensé muchas veces, confieso que con enorme emoción, en esa maravillosa y pequeñita compañera que Dios puso en mi camino en momentos en que todo era obscuridad y tormenta, para iluminarlo y volver a mi vida, la paz y el sosiego. Sentí un irresistible impulso e hacer una canción, que no trascendió, ni me interesa que esto suceda. Me basta con que en ella se condense todo mi afecto y eterno agradecimiento hacia una maravillosa mujercita, a la que tanto debo. Utilizando entonces, cinco letras de su nombre –Elena- escribí: CANCION PARA CINCO LETRAS Un nombre de cinco letras busqué para mi canción. La estrella me dio la “E” porque, total, tiene dos; otra me dio la Esperanza por esa misma razón. La luna me dio su “L” porque otra, en su luz, tenía; alcancé a quitar la “N” a una nube que corría y con la “A” del amor, las cinco letras reunía. La estrella, es la que marcó la dirección de mi senda cuando, sin norte y sin rumbo, me hallé perdido en la tierra. La luna, la que alumbró

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la oscuridad de la huella. La Nube, la que se abrió para que el cielo mirara… la esperanza y el amor lo que encontré, al encontrarla; mi corazón cancionero el que esas letras guardara. Al salir del corazón lo hicieron de tal manera, que se fue formando el nombre de mi pequeñita Elena. ¡Ya tengo el nombre que busco para mi canción más bella!... Y con esto, pongo fin a este desfilar de recuerdos, que tanto me ayudan a vivir. Aunque el número de mis canciones es mucho mayor que las que incluyo en este relato, solo he tomado aquellas que, además de la motivación que siempre tiene una canción, tiene colateralmente, un poco de historia o anécdotas que puedan resultar de algún interés al lector.

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E P I L O G O

Seguirán chirriando los ejes de mi carreta cancionero, por los arbolados caminos de la canción. Arrastrada despaciosamente, de aquí en más, por los intrincados caminos “DE ESTE LADO DEL RECUERDO”. Seguirá recogiendo, del canto de los pájaros, del frescor de las acequias cantarinas y de la luminosidad de los paisajes llenos de luz y de sol, de la bendita tierra en que tuve la suerte de nacer, motivos para sembrar en el huerto de mi emoción, para que florezca en canciones que dejaré para que las cante el que quiera cantarlas. Aunque los pingos que hoy tiran de esta carreta, están un tanto “bichocos” y van sintiendo la fatiga de la larga jornada, siempre seguirá encontrando en los verdes pastizales del cancionero, el modo de restaurar sus fuerzas. Tal como canta el estribillo de mi zamba “Otoño”, cuando dice: También a mi corazón le ha de llegar el Otoño, pero, p’seguir cantando se ha de arreglar de algún modo… tal vez de alguna ramita le ha de brotar un retoño. F I N