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Yo amo a mi mami

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Page 1: Primeras Paginas Yo Amo a Mi Mami

Yo amo a mi mami

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El niño que soñé

Yo quería escribir una novela sobre los años en que fui un niño en una casa muy grande, tan grande que no al-canzaba a ver dónde terminaban los jardines que caían en desniveles como andenes, ni dónde comenzaba el sendero polvoriento por el que entraban los autos, y cuando me senté a escribirla pensé que sería capaz de contar, con una mínima �delidad a la verdad (o a lo que yo creía recordar que había sido verdad), cómo habían transcurrido aquellos años en que fui un niño en una casa en el cerro de Los Cóndores, a una hora en auto del caos de Lima.

Quería escribir esta novela por tres razones que tal vez entonces no percibía con claridad pero que ahora me parecen más nítidas: porque muy a menudo soñaba con la casa de jardines in�nitos de Los Cóndores (y en esos sue-ños yo era siempre un niño, y un niño feliz, y aquellos sue-ños felices me parecían una señal persistente a la que debía prestar atención); porque después de publicar tres novelas salpicadas de sexo y drogas (No se lo digas a nadie, Fue ayer y no me acuerdo, La noche es virgen, mi trilogía gay) me pro-vocaba escribir una novela inocente, casta, pudorosa, una novela de la que la rabia estuviese del todo exiliada y en la que prevaleciera la mirada tierna de un niño; y porque de pronto, por circunstancias que no sería conveniente men-

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o que estaba soñando que había vivido (que en cualquier caso estaban allí, hablándome, susurrándome, acompa-ñándome, reviviendo los años perdidos de la inocencia en esa casa de jardines in�nitos).

No solo fracasé en el empeño de contar los años de mi niñez, pues terminé inventándome una que me pare-ció más propicia o divertida (lo que, gracias a la magia de soñar otra vida, otras vidas, me permitió ser un niño dos veces, y la segunda vez cuando ya tenía más de treinta años); también fracasé en el ingenuo propósito de que esta novela le gustase a mi madre y que ella fuese capaz de leerla sin angustias ni sobresaltos: no le gustó nada y dejó de leerla porque, según me contó, estaba llena de mentiras y falsedades.

No exagero si digo que escribí esta novela tratando desesperadamente de reencontrarme con algunos perso-najes de mi niñez y llorando como un tonto porque sabía que nunca más volvería a verlos (tal vez porque habían muerto o porque nunca habían existido del todo). Yo no sé cuál es la peor de mis novelas o la menos mala o impresen-table, solo sé que nunca he llorado tanto escribiendo como cuando escribí esta novela sobre el niño Jimmy que no fui pero que soñé que había sido.

Releyéndola estos días, solo me he permitido abre-viar el segundo capítulo, en el que Jimmy se enamora de su amiguita Annie y trata de contarle las pecas, pues me pareció demasiado largo y cursilón. Todo lo demás ha quedado tan largo y cursilón como estaba en la versión original.

Han pasado más de diez años desde que escribí esta novela abatido y descorazonado porque mis hijas se ha-bían alejado de mí y porque ya no podía volver a ser un niño jugando con ellas y entonces tuve que inventarme esta otra niñez literaria para extrañarlas menos, y podría

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cionar (o siquiera recordar), me encontraba viviendo solo en una casa grande (aunque minúscula en comparación con la casa de Los Cóndores), en la isla de Key Biscayne, pues mi esposa había decidido volver a vivir en Lima con nuestras hijas, y los cuartos de las niñas ahora estaban va-cíos, despoblados, a no ser por sus muñecos de peluche y sus muñecas cantarinas, pero todavía olían vagamente a ellas, y me parece que la ausencia de mis hijas en esa casa, y las horas que pasaba en sus cuartos pensando en ellas y lamentando su partida y culpándome por la ruptura fami-liar, me dejaron sentimentalmente herido o predispuesto a la ternura.

También quería escribir esta novela por una razón no menos importante que las anteriores: me hacía ilusión que mi madre pudiese leer un libro mío sin ruborizarse ni escandalizarse, que pudiese leerme disfrutándolo y sin detenerse a llorar o rezar por la salvación de mi alma.

No sabría explicar por qué fui incapaz de escribir cómo fueron los años de mi niñez y terminé inventán-dome una niñez �cticia, mentirosa, fraudulenta (o tal vez no tanto: lo que uno cree recordar que vivió se confunde y entrevera con lo que uno escribió). Esta novela no narra en modo alguno la niñez que viví: lo que cuenta, en rigor, es la niñez que soñé o fabulé o creí haber vivido mientras buscaba a las niñas en mi casa y ya no estaban. Podría pa-recer que las peripecias sentimentales que a�igen a Jimmy en esta novela son las mismas que me asaltaron a mí cuan-do era niño, pero la verdad es que Jimmy no es el niño que yo fui sino el que soñé que había sido (que tal vez es el niño que me hubiera gustado ser, que no pude ser, que no me atreví a ser) o el que tuve necesidad de inventarme en un momento de tristeza y soledad para sentirme acom-pañado por el eco de las voces que provenían de ciertos personajes entrañables de la infancia que yo había vivido

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o que estaba soñando que había vivido (que en cualquier caso estaban allí, hablándome, susurrándome, acompa-ñándome, reviviendo los años perdidos de la inocencia en esa casa de jardines in�nitos).

No solo fracasé en el empeño de contar los años de mi niñez, pues terminé inventándome una que me pare-ció más propicia o divertida (lo que, gracias a la magia de soñar otra vida, otras vidas, me permitió ser un niño dos veces, y la segunda vez cuando ya tenía más de treinta años); también fracasé en el ingenuo propósito de que esta novela le gustase a mi madre y que ella fuese capaz de leerla sin angustias ni sobresaltos: no le gustó nada y dejó de leerla porque, según me contó, estaba llena de mentiras y falsedades.

No exagero si digo que escribí esta novela tratando desesperadamente de reencontrarme con algunos perso-najes de mi niñez y llorando como un tonto porque sabía que nunca más volvería a verlos (tal vez porque habían muerto o porque nunca habían existido del todo). Yo no sé cuál es la peor de mis novelas o la menos mala o impresen-table, solo sé que nunca he llorado tanto escribiendo como cuando escribí esta novela sobre el niño Jimmy que no fui pero que soñé que había sido.

Releyéndola estos días, solo me he permitido abre-viar el segundo capítulo, en el que Jimmy se enamora de su amiguita Annie y trata de contarle las pecas, pues me pareció demasiado largo y cursilón. Todo lo demás ha quedado tan largo y cursilón como estaba en la versión original.

Han pasado más de diez años desde que escribí esta novela abatido y descorazonado porque mis hijas se ha-bían alejado de mí y porque ya no podía volver a ser un niño jugando con ellas y entonces tuve que inventarme esta otra niñez literaria para extrañarlas menos, y podría

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cionar (o siquiera recordar), me encontraba viviendo solo en una casa grande (aunque minúscula en comparación con la casa de Los Cóndores), en la isla de Key Biscayne, pues mi esposa había decidido volver a vivir en Lima con nuestras hijas, y los cuartos de las niñas ahora estaban va-cíos, despoblados, a no ser por sus muñecos de peluche y sus muñecas cantarinas, pero todavía olían vagamente a ellas, y me parece que la ausencia de mis hijas en esa casa, y las horas que pasaba en sus cuartos pensando en ellas y lamentando su partida y culpándome por la ruptura fami-liar, me dejaron sentimentalmente herido o predispuesto a la ternura.

También quería escribir esta novela por una razón no menos importante que las anteriores: me hacía ilusión que mi madre pudiese leer un libro mío sin ruborizarse ni escandalizarse, que pudiese leerme disfrutándolo y sin detenerse a llorar o rezar por la salvación de mi alma.

No sabría explicar por qué fui incapaz de escribir cómo fueron los años de mi niñez y terminé inventán-dome una niñez �cticia, mentirosa, fraudulenta (o tal vez no tanto: lo que uno cree recordar que vivió se confunde y entrevera con lo que uno escribió). Esta novela no narra en modo alguno la niñez que viví: lo que cuenta, en rigor, es la niñez que soñé o fabulé o creí haber vivido mientras buscaba a las niñas en mi casa y ya no estaban. Podría pa-recer que las peripecias sentimentales que a�igen a Jimmy en esta novela son las mismas que me asaltaron a mí cuan-do era niño, pero la verdad es que Jimmy no es el niño que yo fui sino el que soñé que había sido (que tal vez es el niño que me hubiera gustado ser, que no pude ser, que no me atreví a ser) o el que tuve necesidad de inventarme en un momento de tristeza y soledad para sentirme acom-pañado por el eco de las voces que provenían de ciertos personajes entrañables de la infancia que yo había vivido

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A mi madre.

decir que la realidad, a diferencia de esta novela, tiene un �nal feliz, porque ahora, cuando entro a los cuartos de mis hijas, suelo encontrarlas hipnotizadas por la pantalla de la computadora, y a veces, si tengo suerte, ellas vienen a mi cuarto y me preguntan si he dormido bien.

Bogotá, enero de 2010

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ITe quiero del tamaño del mar

Cuando era un niño, el mundo me sonreía, y esa son-risa tenía un nombre, el de mi mama Eva, la mujer encar-gada de cuidarme. No era bonita, tenía cara de caballo, pero yo la adoraba. La quijada prominente, el pelo negro larguísimo, los ojos saltones y los dientes de conejo: así era, cuando me sonreía, es decir siempre, mi mama Eva. Yo, que nunca le decía Eva pues solo le decía mama, la que-ría a mares, creo que a veces incluso más que a mi mami. Mi mama Eva era como mi mami suplente, mi mami de mentira. Era una mamá tierna, complaciente, que no me exigía nada y me perdonaba todo.

Siempre estaba impecable mi mama, toda ella de blan-co, pues blanco inmaculado era su uniforme de trabajo, así lo había dispuesto mi mami: vestido blanco hasta casi los tobillos, nada de ir mostrando las piernas, Eva, chompa blan-ca de algodón, pantys blancas, zapatos blancos charolados y el pelo negro, lacio, recogido en una cola de caballo, es-condido tras una gorrita blanca como de enfermera.

Mi mama Eva ya trabajaba para mis papás cuando yo nací, los ayudaba a cuidar a mi hermana Soledad, cuatro años mayor que yo. No era una mujer joven, tampoco era mayor, supongo que estaría en sus treintas. Era delgada,

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Mi mama Eva tenía unas cuantas cosas bien claras: no quería volver a Huaraz, detestaba a las monjas, a quienes llamaba las pingüinas amargadas, tenía pánico a los ómni-bus interprovinciales y no quería tener hijos porque, y esto me lo decía muy a menudo, en esta vida se sufre mucho.

Yo le rogaba que me enseñase fotos de sus papás, pero ella me juraba que no tenía ni una sola foto, que ni siquiera se acordaba de ellos. Era como si nunca hubiese tenido papás, solo esas monjas malvadas que la torturaron de chica.

A mí me daba mucha pena mi mama Eva. Se veía en sus ojillos inquietos que había sufrido mucho: tenía una mirada lánguida, resignada, acostumbrada al castigo. No era, sin embargo, y hubiera podido serlo, una mujer amar-gada, era más bien reilona. Cuando se reía con ganas, toda ella convulsionaba, casi como epiléptica, y a veces, lo juro, por una fracción de segundo sus ojos, extáticos, quedaban en blanco. Me daba miedo cuando reía así, parecía un ani-malito, un animalito bueno pero salvaje.

No se llevaba bien con mi mami. Creo que mi mami le tenía un poquito de celos, celos porque yo adoraba a mi mama Eva. Mi mami siempre estaba tratando de separar-nos, pero yo no le hacía caso pues me encantaba meterme al cuarto de mi mama Eva, un cuarto pequeñito y oloroso, en cuyas paredes, saltaba a la vista, se exhibían dos fotos recortadas de los periódicos y pegadas con cinta adhesiva, una de Raphael, vestido todo de negro, y la otra de Camilo Sesto, todo de rojo. Mi mama Eva se sabía de memoria las canciones más tristes de Raphael y Camilo Sesto, siempre andaba tarareándolas, soñaba con ir a verlos cantar algún día y a lo mejor hasta darles un besito, un apachurrón. Me gustaba echarme en su cama, oler sus olores fuertes de mujer sola, escuchar aquellas canciones desesperadas que hablaban de hombres in�eles y mujeres sufridas que

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muy �aca, como anoréxica, tenía unos brazos huesudos y velludos, apenas si insinuaba unos senos diminutos y un bozo negruzco asomaba impertinente sobre sus labios. Tenía un aire animal, hombruno.

Le encantaba tomarse fotos conmigo: mi álbum está lleno de fotos en las que solo aparecemos ella y yo, nadie más. De mis primeros años, creo que tengo más fotos con mi mama Eva que con mis papás. Es curioso, pero me parece que le gustaba que nos fotogra�asen con caballos. Tengo muchas fotos con ella, los dos montados a caballo, yo con cara de pánico, ella sonriendo feliz.

Mi mama era un amor conmigo, me quería más que a nadie en nuestra casa, yo era su engreído y ella no lo disimulaba. Salía una vez por semana, generalmente los domingos, y volvía por la noche con algún regalito para mí: un chocolate Sublime, una Doña Pepa, chupetines de diversos colores, galletitas de vainilla. Ganaba una mise-ria, pero se las ingeniaba para comprarme un dulcecito to-das las semanas en el parque de Chosica, donde, según me contaba, pasaba el domingo entero mirando a la gente.

Pobre mi mama, no tenía a quién visitar: no tenía familia, era huérfana. Había nacido en la sierra de Huaraz; sus papás murieron en un ómnibus interprovincial que se desbarrancó al mar por la carretera de Pasamayo; ella, to-davía niña, quedó al cuidado de una tía vieja y regañona; cuando la tía murió, algún pariente lejano la entregó a una casa de niños abandonados. Allí creció y se hizo mujer. Unas monjas crueles hicieron de su vida un tormento: le pegaban, la insultaban, la maltrataban, la sometían a tra-bajos brutales, como a las demás niñas huérfanas. Cuando cumplió quince años se escapó a Lima y no volvió más. Fue a una agencia de empleos en Mira�ores y se ofreció como empleada doméstica. Pasó de casa en casa hasta que la contrató mi mami.

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Mi mama Eva tenía unas cuantas cosas bien claras: no quería volver a Huaraz, detestaba a las monjas, a quienes llamaba las pingüinas amargadas, tenía pánico a los ómni-bus interprovinciales y no quería tener hijos porque, y esto me lo decía muy a menudo, en esta vida se sufre mucho.

Yo le rogaba que me enseñase fotos de sus papás, pero ella me juraba que no tenía ni una sola foto, que ni siquiera se acordaba de ellos. Era como si nunca hubiese tenido papás, solo esas monjas malvadas que la torturaron de chica.

A mí me daba mucha pena mi mama Eva. Se veía en sus ojillos inquietos que había sufrido mucho: tenía una mirada lánguida, resignada, acostumbrada al castigo. No era, sin embargo, y hubiera podido serlo, una mujer amar-gada, era más bien reilona. Cuando se reía con ganas, toda ella convulsionaba, casi como epiléptica, y a veces, lo juro, por una fracción de segundo sus ojos, extáticos, quedaban en blanco. Me daba miedo cuando reía así, parecía un ani-malito, un animalito bueno pero salvaje.

No se llevaba bien con mi mami. Creo que mi mami le tenía un poquito de celos, celos porque yo adoraba a mi mama Eva. Mi mami siempre estaba tratando de separar-nos, pero yo no le hacía caso pues me encantaba meterme al cuarto de mi mama Eva, un cuarto pequeñito y oloroso, en cuyas paredes, saltaba a la vista, se exhibían dos fotos recortadas de los periódicos y pegadas con cinta adhesiva, una de Raphael, vestido todo de negro, y la otra de Camilo Sesto, todo de rojo. Mi mama Eva se sabía de memoria las canciones más tristes de Raphael y Camilo Sesto, siempre andaba tarareándolas, soñaba con ir a verlos cantar algún día y a lo mejor hasta darles un besito, un apachurrón. Me gustaba echarme en su cama, oler sus olores fuertes de mujer sola, escuchar aquellas canciones desesperadas que hablaban de hombres in�eles y mujeres sufridas que

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muy �aca, como anoréxica, tenía unos brazos huesudos y velludos, apenas si insinuaba unos senos diminutos y un bozo negruzco asomaba impertinente sobre sus labios. Tenía un aire animal, hombruno.

Le encantaba tomarse fotos conmigo: mi álbum está lleno de fotos en las que solo aparecemos ella y yo, nadie más. De mis primeros años, creo que tengo más fotos con mi mama Eva que con mis papás. Es curioso, pero me parece que le gustaba que nos fotogra�asen con caballos. Tengo muchas fotos con ella, los dos montados a caballo, yo con cara de pánico, ella sonriendo feliz.

Mi mama era un amor conmigo, me quería más que a nadie en nuestra casa, yo era su engreído y ella no lo disimulaba. Salía una vez por semana, generalmente los domingos, y volvía por la noche con algún regalito para mí: un chocolate Sublime, una Doña Pepa, chupetines de diversos colores, galletitas de vainilla. Ganaba una mise-ria, pero se las ingeniaba para comprarme un dulcecito to-das las semanas en el parque de Chosica, donde, según me contaba, pasaba el domingo entero mirando a la gente.

Pobre mi mama, no tenía a quién visitar: no tenía familia, era huérfana. Había nacido en la sierra de Huaraz; sus papás murieron en un ómnibus interprovincial que se desbarrancó al mar por la carretera de Pasamayo; ella, to-davía niña, quedó al cuidado de una tía vieja y regañona; cuando la tía murió, algún pariente lejano la entregó a una casa de niños abandonados. Allí creció y se hizo mujer. Unas monjas crueles hicieron de su vida un tormento: le pegaban, la insultaban, la maltrataban, la sometían a tra-bajos brutales, como a las demás niñas huérfanas. Cuando cumplió quince años se escapó a Lima y no volvió más. Fue a una agencia de empleos en Mira�ores y se ofreció como empleada doméstica. Pasó de casa en casa hasta que la contrató mi mami.

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rodillas y queriéndome como si yo fuese su hijo, consolaba mis penas, secaba mis lágrimas y me hacía sentir que ya todo estaba mejor.

Aquella es, sin duda, la imagen de mi mama Eva que más fuertemente ha perdurado en mi memoria, arrodilla-da y mimándome.

Yo le decía mis papás son malos, no me quieren y ella, buenísima, incapaz de un rencor, no son malos, es que paran peleando todo el día y por eso andan amargados, pero en el fondo sí te quieren, mi reycito de porcelana y yo un día cuando sea grande me voy a escapar, nos vamos a ir juntos tú y yo, mama y ella sí, juntos tú y yo, y nos vamos a casar de blanco en el altar y tú vas a ser mi Raphael y yo sí, mama, yo de grande me voy a casar contigo, y ella me besaba la frente, las mejillas, el cuello, y yo sentía los vellos de su cara rozándome, hacién-dome cosquillas, y a veces pensaba yo de grande me quiero casar contigo, mama, pero no quiero que tengas bigote, aunque, claro, nunca se lo dije porque tenía miedo de hacerla llo-rar, como la hacían llorar el chofer Leo o el Chino Félix, el jardinero, cuando la fastidiaban por su cara de caballo, pues los malos le decían Santorín, el nombre de un caba-llo famoso que había ganado una carrera internacional, y mi mama Eva a veces se ponía a llorar calladita, y si yo le preguntaba ¿por qué lloras, mama?, ella siempre le echaba la culpa a la cebolla: es la cebolla que he estado picando para el cebiche de tu papi, me decía, y yo sabía que me mentía.

Nunca nos escapamos mi mama Eva y yo, y no por-que me faltasen ganas, de hecho se lo propuse alguna vez, sino porque ella no tenía a dónde ir, no tenía plata, pa-rientes, amigas, nada, solo los pocos soles que escondía en sus zapatos domingueros y su radio chiquita, a pilas, para escuchar a sus ídolos de la canción.

Novios, pretendientes o siquiera un amigo, todos los años que vivió con nosotros, no le conocí, quizás porque

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sin embargo seguían queriéndolos, esperándolos. Era una gran cantante mi mama, recia la voz, el corazón desga-rrado. Sufría cantando. Cantaba de pie, como en trance, ignorándome, mirándose en un espejo rajado, ella todita convertida en Raphael o Camilo Sesto.

Mi mami se molestaba cuando me encontraba en el cuarto de mi mama Eva, le gritaba a ella, no a mí, como si yo no tuviese la culpa de nada, como si ella me hubiese raptado. Déjate de atontar al chico con tus canciones huacha�-tas, le decía furiosa, ya te he dicho que no me gusta que metas al niño a tu cuarto, la próxima vez haces tus maletas y te me vas. Perdone, señora, es que el niño me insiste que le cante todito lo de Raphael, se defendía con razón mi pobre mama, pero mi mami, levantando la voz, zanjaba la discusión, no me alegues, caracho, tú eres mi sirvienta.

Yo gozaba cuando mi mama Eva se metía calladita a mi cuarto. Ciertas noches en que me iba a la cama llo-rando porque mi papi había sido malo conmigo o porque mi mami me había castigado por una tontería, aquellas noches tristes, mi mama Eva sentía, no sé cómo, que yo la necesitaba, que necesitaba desesperadamente sus cari-cias, y de pronto aparecía en mi cuarto, venía caminando despacito, sin hacer ruido abría la puerta, que yo estaba prohibido de cerrar con llave, me miraba blanquísima des-de la penumbra, se tapaba la boca con un dedo que olía a cebolla, ssshhh, susurraba, y venía a mi cama, se arrodilla-ba a mi lado y me decía las cosas más lindas que nadie, ni siquiera mi mami, me había dicho jamás: tú eres mi príncipe azul, tú eres mi rey de porcelana, tú eres mi superman, mi hombre de acero, te quiero del tamaño del mar, mi Raphaelito. Yo no entendía bien todo lo que me decía, pero sentir sus susurros amorosos en mi oído, sentir resbalando por mi pelo su mano ajada por la lejía y el jabón en barra, sentir su aliento cálido sobre mi cuello, sentirla allí, blanca, de

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rodillas y queriéndome como si yo fuese su hijo, consolaba mis penas, secaba mis lágrimas y me hacía sentir que ya todo estaba mejor.

Aquella es, sin duda, la imagen de mi mama Eva que más fuertemente ha perdurado en mi memoria, arrodilla-da y mimándome.

Yo le decía mis papás son malos, no me quieren y ella, buenísima, incapaz de un rencor, no son malos, es que paran peleando todo el día y por eso andan amargados, pero en el fondo sí te quieren, mi reycito de porcelana y yo un día cuando sea grande me voy a escapar, nos vamos a ir juntos tú y yo, mama y ella sí, juntos tú y yo, y nos vamos a casar de blanco en el altar y tú vas a ser mi Raphael y yo sí, mama, yo de grande me voy a casar contigo, y ella me besaba la frente, las mejillas, el cuello, y yo sentía los vellos de su cara rozándome, hacién-dome cosquillas, y a veces pensaba yo de grande me quiero casar contigo, mama, pero no quiero que tengas bigote, aunque, claro, nunca se lo dije porque tenía miedo de hacerla llo-rar, como la hacían llorar el chofer Leo o el Chino Félix, el jardinero, cuando la fastidiaban por su cara de caballo, pues los malos le decían Santorín, el nombre de un caba-llo famoso que había ganado una carrera internacional, y mi mama Eva a veces se ponía a llorar calladita, y si yo le preguntaba ¿por qué lloras, mama?, ella siempre le echaba la culpa a la cebolla: es la cebolla que he estado picando para el cebiche de tu papi, me decía, y yo sabía que me mentía.

Nunca nos escapamos mi mama Eva y yo, y no por-que me faltasen ganas, de hecho se lo propuse alguna vez, sino porque ella no tenía a dónde ir, no tenía plata, pa-rientes, amigas, nada, solo los pocos soles que escondía en sus zapatos domingueros y su radio chiquita, a pilas, para escuchar a sus ídolos de la canción.

Novios, pretendientes o siquiera un amigo, todos los años que vivió con nosotros, no le conocí, quizás porque

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sin embargo seguían queriéndolos, esperándolos. Era una gran cantante mi mama, recia la voz, el corazón desga-rrado. Sufría cantando. Cantaba de pie, como en trance, ignorándome, mirándose en un espejo rajado, ella todita convertida en Raphael o Camilo Sesto.

Mi mami se molestaba cuando me encontraba en el cuarto de mi mama Eva, le gritaba a ella, no a mí, como si yo no tuviese la culpa de nada, como si ella me hubiese raptado. Déjate de atontar al chico con tus canciones huacha�-tas, le decía furiosa, ya te he dicho que no me gusta que metas al niño a tu cuarto, la próxima vez haces tus maletas y te me vas. Perdone, señora, es que el niño me insiste que le cante todito lo de Raphael, se defendía con razón mi pobre mama, pero mi mami, levantando la voz, zanjaba la discusión, no me alegues, caracho, tú eres mi sirvienta.

Yo gozaba cuando mi mama Eva se metía calladita a mi cuarto. Ciertas noches en que me iba a la cama llo-rando porque mi papi había sido malo conmigo o porque mi mami me había castigado por una tontería, aquellas noches tristes, mi mama Eva sentía, no sé cómo, que yo la necesitaba, que necesitaba desesperadamente sus cari-cias, y de pronto aparecía en mi cuarto, venía caminando despacito, sin hacer ruido abría la puerta, que yo estaba prohibido de cerrar con llave, me miraba blanquísima des-de la penumbra, se tapaba la boca con un dedo que olía a cebolla, ssshhh, susurraba, y venía a mi cama, se arrodilla-ba a mi lado y me decía las cosas más lindas que nadie, ni siquiera mi mami, me había dicho jamás: tú eres mi príncipe azul, tú eres mi rey de porcelana, tú eres mi superman, mi hombre de acero, te quiero del tamaño del mar, mi Raphaelito. Yo no entendía bien todo lo que me decía, pero sentir sus susurros amorosos en mi oído, sentir resbalando por mi pelo su mano ajada por la lejía y el jabón en barra, sentir su aliento cálido sobre mi cuello, sentirla allí, blanca, de

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el siguiente domingo por la noche y le vi la cara larga, más larga que nunca, como si de la pura pena le hubiese creci-do aun más la quijada, ya supe que su amigo el serranito le había fallado, y así me lo dijo ella, herida pero fuerte porque estaba hecha para el castigo, así son todos los serra-nos: borrachos y mentirosos, así tal cual me lo dijo mi mama Eva, y era curioso porque ella también había nacido en la sierra pero no les tenía ningún cariño a los serranos en general. Nunca más me contó sus salidas domingueras, no sé si alguna vez se echó un noviecito, lo cierto es que yo sí recuerdo con cariño al serranito que la invitó a ver Terremoto en el cine Perú porque gracias a él bailé el alca-traz con mi mama Eva sin zapatos y con mi mami rezando en misa.

Una noche, mi mami entró a mi cuarto y nos en-contró a mi mama Eva y a mí engriéndonos, consolándo-nos, jurándonos amor eterno, cantándonos puro Raphael trágico en la orejita. No estábamos haciendo nada malo: yo era apenas un niño y mi mama, un animalito salva-je, ella solo estaba acariciándome el pelo, besándome el cuello, sobándome parejo la barriguita para darme calor, nada malo me hacía, lo juro, todo en ella era muy cálido y maternal, pero mi mami entró al cuarto, prendió la luz, vio a mi mama arrodillada en el piso, acariciándome, su mano mansa sobre mi ombligo, y entonces Eva, retírate inmediatamente, espérame en tu cuarto y mi pobre mama, de pie, la mirada hundida en el suelo, la mandíbula apre-tada al pecho, el niño no podía dormir y le estaba cantando baladas para arrullarlo, señora y mi mami retírate y no me alegues, y mi mama desapareció y mi mami apagó la luz, se sentó en mi cama y me preguntó si ya había rezado, yo le dije que sí y ella por si acaso reza cinco padrenuestros más y sueña con los angelitos, y apenas si me dio un beso seco en la frente, y era como si mi mami tuviese muy poquitos

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era muy reservada, no le gustaba hablar de su pasado, de su infancia en Huaraz, de las monjas, o más probablemen-te porque no los tuvo, pues su vida era cuidarme y mimar-me, además de lavar, barrer, coser, planchar y hasta coci-nar, porque cuando Manuela, la cocinera, estaba enferma o no se daba abasto, mi mama Eva ayudaba también en la cocina, blanquísima, sudorosa, espantando las moscas y comiéndose una que otra cosita sin que los patrones se diesen cuenta, pícara ella. No tuvo novios o no los conocí, aunque un domingo por la noche regresó especialmente contenta y yo le pregunté ¿por qué te ríes tanto? y ella me contó que un serranito, así dijo, un serranito, la había in-vitado a la matiné del cine Perú, frente al parque de Cho-sica, y ella, tras hacerse rogar, había aceptado, y él, bien caballerito el serranito, había pagado las entradas y habían visto una película bien linda, Terremoto, todos se mueren, así dijo mi mama, todo se cae y todos se mueren, tienes que verla cuando seas grande, mi reycito de porcelana, y el serra-nito le había dicho a la salida para encontrarse el siguiente domingo en el parque, y mi mama estaba feliz, ilusiona-da, cantarina, coqueta, y al día siguiente, lunes que no fui al colegio porque estaba de vacaciones, ella, cuando mi mami se fue a misa, puso un disco de Perú Negro que a mi papi le gustaba escuchar cuando tomaba sus tragos, se quitó los zapatos blancos charolados, se subió un poco el vestido y se arrancó a bailar moviendo las caderas y agi-tándose entera como una loca en celo, y yo, que la veía muerto de risa porque nunca la había visto tan contenta, terminé bailando el alcatraz con ella mientras las demás empleadas aplaudían, se reían a gritos y a cada ratito se acercaban a la ventana, no fuese a llegar la patrona y ahí sí que las despedía a toditas por ociosas y �esteras. No volví a bailar el alcatraz con ella, pero ese bailecito alcanzó para toda la vida. Pobre mi mama Eva, cuando volvió a la casa

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el siguiente domingo por la noche y le vi la cara larga, más larga que nunca, como si de la pura pena le hubiese creci-do aun más la quijada, ya supe que su amigo el serranito le había fallado, y así me lo dijo ella, herida pero fuerte porque estaba hecha para el castigo, así son todos los serra-nos: borrachos y mentirosos, así tal cual me lo dijo mi mama Eva, y era curioso porque ella también había nacido en la sierra pero no les tenía ningún cariño a los serranos en general. Nunca más me contó sus salidas domingueras, no sé si alguna vez se echó un noviecito, lo cierto es que yo sí recuerdo con cariño al serranito que la invitó a ver Terremoto en el cine Perú porque gracias a él bailé el alca-traz con mi mama Eva sin zapatos y con mi mami rezando en misa.

Una noche, mi mami entró a mi cuarto y nos en-contró a mi mama Eva y a mí engriéndonos, consolándo-nos, jurándonos amor eterno, cantándonos puro Raphael trágico en la orejita. No estábamos haciendo nada malo: yo era apenas un niño y mi mama, un animalito salva-je, ella solo estaba acariciándome el pelo, besándome el cuello, sobándome parejo la barriguita para darme calor, nada malo me hacía, lo juro, todo en ella era muy cálido y maternal, pero mi mami entró al cuarto, prendió la luz, vio a mi mama arrodillada en el piso, acariciándome, su mano mansa sobre mi ombligo, y entonces Eva, retírate inmediatamente, espérame en tu cuarto y mi pobre mama, de pie, la mirada hundida en el suelo, la mandíbula apre-tada al pecho, el niño no podía dormir y le estaba cantando baladas para arrullarlo, señora y mi mami retírate y no me alegues, y mi mama desapareció y mi mami apagó la luz, se sentó en mi cama y me preguntó si ya había rezado, yo le dije que sí y ella por si acaso reza cinco padrenuestros más y sueña con los angelitos, y apenas si me dio un beso seco en la frente, y era como si mi mami tuviese muy poquitos

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era muy reservada, no le gustaba hablar de su pasado, de su infancia en Huaraz, de las monjas, o más probablemen-te porque no los tuvo, pues su vida era cuidarme y mimar-me, además de lavar, barrer, coser, planchar y hasta coci-nar, porque cuando Manuela, la cocinera, estaba enferma o no se daba abasto, mi mama Eva ayudaba también en la cocina, blanquísima, sudorosa, espantando las moscas y comiéndose una que otra cosita sin que los patrones se diesen cuenta, pícara ella. No tuvo novios o no los conocí, aunque un domingo por la noche regresó especialmente contenta y yo le pregunté ¿por qué te ríes tanto? y ella me contó que un serranito, así dijo, un serranito, la había in-vitado a la matiné del cine Perú, frente al parque de Cho-sica, y ella, tras hacerse rogar, había aceptado, y él, bien caballerito el serranito, había pagado las entradas y habían visto una película bien linda, Terremoto, todos se mueren, así dijo mi mama, todo se cae y todos se mueren, tienes que verla cuando seas grande, mi reycito de porcelana, y el serra-nito le había dicho a la salida para encontrarse el siguiente domingo en el parque, y mi mama estaba feliz, ilusiona-da, cantarina, coqueta, y al día siguiente, lunes que no fui al colegio porque estaba de vacaciones, ella, cuando mi mami se fue a misa, puso un disco de Perú Negro que a mi papi le gustaba escuchar cuando tomaba sus tragos, se quitó los zapatos blancos charolados, se subió un poco el vestido y se arrancó a bailar moviendo las caderas y agi-tándose entera como una loca en celo, y yo, que la veía muerto de risa porque nunca la había visto tan contenta, terminé bailando el alcatraz con ella mientras las demás empleadas aplaudían, se reían a gritos y a cada ratito se acercaban a la ventana, no fuese a llegar la patrona y ahí sí que las despedía a toditas por ociosas y �esteras. No volví a bailar el alcatraz con ella, pero ese bailecito alcanzó para toda la vida. Pobre mi mama Eva, cuando volvió a la casa

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santos de mis amiguitos; ella cargándome, apachurrándo-me y mirándome con todo su mucho amor de mamá que no pudo ser; ella sonriendo asustada y Papá Noel aburrido a su lado y yo aterrado de que me secuestre ese gordo bar-budo que decía ser Papá Noel; ella alzándome para que yo pudiese darle a la piñata; ella soplando conmigo mis ocho velitas de cumpleaños; ella nunca besándome porque a mi mami le daba ataque de celos. De todas esas fotos que aho-ra atesoro, hay una por la que sin duda siento un cariño especial: en ella está sola mi mama Eva, y sonríe con una sonrisa enorme, mostrando, qué importaba, sus dientes grandotes y disparejos, pues estaba demasiado feliz como para pensar en esos dientes que tanto le disgustaban, y es que yo acababa de regalarle un casete de Raphael. Yo le tomé la foto, ella me mira y yo siento que me está diciendo te quiero del tamaño del mar, mi Raphaelito.

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besos, contaditos, y como si le costase trabajo darme uno más porque entonces ya le quedarían menos y cualquier día podía quedarse sin besos para siempre o al menos así lo sentía yo cuando ella me daba molesta esos besitos tan esforzados y fugaces.

Mi mama Eva no volvió a entrar a mi cuarto ni yo al suyo. Poco después de ese incidente, desapareció de mi vida, se fue de la casa sin despedirse de mí, se fue cuando yo estaba en el colegio y no me dio un abrazo ni me dejó una notita de despedida, nada, se fue nomás mi mama Eva y yo, furioso, llorando a mares, le pedía a mi mami todos los días al volver del colegio que me dijera por qué mi mama Eva se había ido, y ella me decía muy tranquila, se veía que estaba contenta y eso me enfurecía más, tu mama se fue porque ya estaba cansada acá y le salió un mejor trabajo, pero yo no le creía, yo sabía que me mentía, mi mama Eva no era capaz de abandonarme así, solo porque otros patro-nes le hubiesen ofrecido más plata, yo era su príncipe azul, su hombre de acero, su Raphaelito, yo sabía que mi mami la había despedido solo porque yo quería igual o más a mi mama Eva que a ella, yo sabía que mi mama se había ido llorando y por eso no había querido despedirse de mí, para no darme más pena.

Los días fueron pasando y yo la fui olvidando, pero nunca del todo y siempre con la pena de sentirme culpable, pensando que la echaron porque estaba haciéndome cariñi-to en mi cuarto y cantándome al oído una más de Raphael, algo que yo disfrutaba a morir, porque ella, mi adorada mama Eva, me hacía sentir querido, queridísimo, el hijo que no quiso tener porque en esta vida se sufre mucho.

Nunca más la vi, me quedé con nuestras fotos, el recuerdo en blanco y negro de nuestro amor. A veces la extraño y me siento a ver esas fotos: ella y yo montando el caballo de mi mami; ella acompañándome siempre en los

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santos de mis amiguitos; ella cargándome, apachurrándo-me y mirándome con todo su mucho amor de mamá que no pudo ser; ella sonriendo asustada y Papá Noel aburrido a su lado y yo aterrado de que me secuestre ese gordo bar-budo que decía ser Papá Noel; ella alzándome para que yo pudiese darle a la piñata; ella soplando conmigo mis ocho velitas de cumpleaños; ella nunca besándome porque a mi mami le daba ataque de celos. De todas esas fotos que aho-ra atesoro, hay una por la que sin duda siento un cariño especial: en ella está sola mi mama Eva, y sonríe con una sonrisa enorme, mostrando, qué importaba, sus dientes grandotes y disparejos, pues estaba demasiado feliz como para pensar en esos dientes que tanto le disgustaban, y es que yo acababa de regalarle un casete de Raphael. Yo le tomé la foto, ella me mira y yo siento que me está diciendo te quiero del tamaño del mar, mi Raphaelito.

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besos, contaditos, y como si le costase trabajo darme uno más porque entonces ya le quedarían menos y cualquier día podía quedarse sin besos para siempre o al menos así lo sentía yo cuando ella me daba molesta esos besitos tan esforzados y fugaces.

Mi mama Eva no volvió a entrar a mi cuarto ni yo al suyo. Poco después de ese incidente, desapareció de mi vida, se fue de la casa sin despedirse de mí, se fue cuando yo estaba en el colegio y no me dio un abrazo ni me dejó una notita de despedida, nada, se fue nomás mi mama Eva y yo, furioso, llorando a mares, le pedía a mi mami todos los días al volver del colegio que me dijera por qué mi mama Eva se había ido, y ella me decía muy tranquila, se veía que estaba contenta y eso me enfurecía más, tu mama se fue porque ya estaba cansada acá y le salió un mejor trabajo, pero yo no le creía, yo sabía que me mentía, mi mama Eva no era capaz de abandonarme así, solo porque otros patro-nes le hubiesen ofrecido más plata, yo era su príncipe azul, su hombre de acero, su Raphaelito, yo sabía que mi mami la había despedido solo porque yo quería igual o más a mi mama Eva que a ella, yo sabía que mi mama se había ido llorando y por eso no había querido despedirse de mí, para no darme más pena.

Los días fueron pasando y yo la fui olvidando, pero nunca del todo y siempre con la pena de sentirme culpable, pensando que la echaron porque estaba haciéndome cariñi-to en mi cuarto y cantándome al oído una más de Raphael, algo que yo disfrutaba a morir, porque ella, mi adorada mama Eva, me hacía sentir querido, queridísimo, el hijo que no quiso tener porque en esta vida se sufre mucho.

Nunca más la vi, me quedé con nuestras fotos, el recuerdo en blanco y negro de nuestro amor. A veces la extraño y me siento a ver esas fotos: ella y yo montando el caballo de mi mami; ella acompañándome siempre en los

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