regalamos cuentos edición 2010

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Antología de cuentos navideños. Edición 2010 del proyecto "Regalamos Cuentos" de la Organización Leamos un Libro. Distribuido en espacio público para promover la lectura en las Fiestas. http://www.leamosunlibro.com.ar

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• Prólogo ……………………………………………………….…….. Pág. 5 • El regalo ……………………………………………………….….. Pág. 7

Ray Bradbury • La niña de los fósforos ……………….……………………. Pág. 11

Christian Andersen • La pequeña estrella de Navidad ………………………. Pág. 14 • El cocinero de Navidad …………………………………….. Pág. 16

Tatiana Suárez

• Una confusión de Navidad ………………………………… Pág. 18 Liliana Castello

• Navidades forzosas ……………………………………………. Pág. 23 Pedro Pablo Sacristán

• El gigante egoísta ………………………………………………. Pág. 24 Oscar Wilde

• Las arañas de la Navidad ………………………………….. Pág. 29 • Renos de paro ……………………………………………………. Pág. 31

Sebastián González

• Los trámites de la Navidad ………………………………. Pág. 34 Daniela Rosito

• El soldadito de plomo ………………………………………… Pág. 38 Christian Andersen

• ¡Santa Claus no lo sabía! …………………………………… Pág. 41 Héctor Ugalde

• Snegurochka ………………………………………………………. Pág. 43 • El duende que quería ser Papá Noel ………………… Pág. 45

Frank Baum • La verdad de Papá Noel ……………………………………… Pág. 47 • Los Reyes Magos …………………………………………………. Pág. 48

Pancho Aquino • Lo que lleva el Rey Gaspar ………………………………. Pág. 49 • Agradecimientos ………………………………………………. Pág. 51 • Propuesta ………………………………………………………….. Pág 52

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Leamos un libro es un grupo voluntario que promueve la lectura. Este grupo surgió en el año 2007 y consiste en una iniciativa que involucra a todas aquellas personas interesadas en colaborar con un accionar solidario a través de la promoción y la animación a la lectura. Nuestra tarea consiste en brindar diferentes propuestas relacionando las artes, la literatura, la cultura en general con la lectura. Creemos que su papel es importante como herramienta y como fuente de conocimiento. Nuestro rol como mediadores de la lectura es mucho más que acercar un libro, es brindar un espacio a la imaginación, abrir una puerta al conocimiento, lograr que la lectura sea una herramienta para el intelecto, generar un espacio para la creatividad, aportar nuestro granito de arena a la cultura y la educación. Para cerrar el año 2010, Leamos un libro lanza por primera vez esta propuesta de “Regalamos cuentos”. La idea, como verán en estas páginas, fue reunir en un libro historias para regalar en estas fiestas. Los que participaron de esta actividad tuvieron la posibilidad de buscar un cuento para regalar, o bien escribir el propio. Luego de reunir todos los cuentos, se armó el primer libro que se dispuso para hacer las copias. Por último, algunos voluntarios se encargaron de decorar las tapas y armar cada libro. Hubo mucha movilización: personas que buscaron cuentos, que se pusieron a escribir, que colaboraron con las copias para obtener más libros, personas que pusieron manos a la obra con las tapas y que han ayudado a repartirlos. Los cuentos aquí reunidos tienen temática navideña. Pero encontrarán también dos cuentos sobre los Reyes Magos. Sí, ¡ya nos adelantamos! Al final del libro hay una propuesta para los chicos que tiene que ver con la segunda parte de “Regalamos cuentos” para el próximo año. ¡Esperamos que tengas ganas de participar! Este libro, que cada chico tendrá en sus manos, es producto de la dedicación de este grupo y el interés que nos mueve el ser mediadores de la lectura. Les regalamos cuentos para que los disfruten cuando estén solos, entre amigos o en familia. Sólo esperamos a cambio una sonrisa. Nuestra propuesta desde Leamos un libro para cerrar el año, no podía ser otra cosa que regalarles algo para estas Fiestas. ¡Y qué mejor para nosotros que regalar cuentos! Sueñen, imaginen, disfruten, jueguen, aprendan, crezcan… Creemos que desde un libro esto puede hacerse, y ¡mucho más que eso también! Para cerrar, en nombre del grupo les deseo a cada familia unas ¡muy felices Fiestas y un próspero Año Nuevo!

Daniela Rosito. Titular de Leamos un libro.

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Mañana sería Navidad, y aún mientras viajaban los tres hacia el campo de cohetes, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo por el espacio del niño, su primer viaje en cohete, y deseaban que todo estuviese bien. Cuando en el despacho de la aduana los obligaron a dejar el regalo, que excedía el peso límite en no más de unos pocos kilos, y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban la fiesta y el cariño. El niño los esperaba en el cuarto Terminal. Los padres fueron allá, murmurando luego de la discusión inútil con los oficiales interplanetarios. -¿Qué haremos? -Nada, nada. ¿Qué podemos hacer? -¡Qué reglamentos absurdos! -¡Y tanto que deseaba el árbol! La sirena aulló y la gente se precipitó al cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar, y el niño entre ellos, pálido y silencioso. -Ya se me ocurrirá algo- dijo el padre. -¿Qué?...- preguntó el niño. Y el cohete despegó y se lanzaron hacia arriba en el espacio oscuro. El cohete se movió y dejó atrás una estela de fuego, y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, subiendo a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea, según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo: -Quiero mirar por el ojo de buey. Había un único ojo de buey, una "ventana" bastante amplia, de vidrio tremendamente grueso, en la cubierta superior. -Todavía no- dijo el padre. -Te llevaré más tarde. -Quiero ver donde estamos y adonde vamos. -Quiero que esperes por un motivo- dijo el padre. El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y otro, pensando en el regalo abandonado, el problema de la fiesta, el árbol perdido y las velas blancas. Al fin, sentándose, hacía apenas cinco minutos, creyó haber encontrado un plan. Si lograba llevarlo a cabo este viaje sería en verdad feliz y maravilloso. -Hijo- dijo -, dentro de media hora, exactamente, será Navidad.

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-Oh- dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún modo, el niño olvidara. El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios. -Ya lo sé, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron... -Sí, sí, todo eso y mucho más- dijo el padre. -Pero...- empezó a decir la madre. -Sí- dijo el padre- Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo enseguida. Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía. -Ya es casi la hora. -¿Puedo tener tu reloj?- preguntó el niño. Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible. -¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo? -A eso vamos- dijo el padre y tomó al niño por el hombro. Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía. -No entiendo. -Ya entenderás. Hemos llegado- dijo el padre. Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, en código. La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo de voces. -Entra, hijo- dijo el padre. -Está oscuro. -Te llevaré de la mano. Entra, mamá. Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en verdad, muy oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, ojo de buey, una ventana de un metro y medio de alto y dos metros de ancho, por la que podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento. Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, entonces en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.

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-Oh- dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún modo, el niño olvidara. El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios. -Ya lo sé, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron... -Sí, sí, todo eso y mucho más- dijo el padre. -Pero...- empezó a decir la madre. -Sí- dijo el padre- Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo enseguida. Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía. -Ya es casi la hora. -¿Puedo tener tu reloj?- preguntó el niño. Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible. -¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo? -A eso vamos- dijo el padre y tomó al niño por el hombro. Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía. -No entiendo. -Ya entenderás. Hemos llegado- dijo el padre. Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, en código. La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo de voces. -Entra, hijo- dijo el padre. -Está oscuro. -Te llevaré de la mano. Entra, mamá. Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en verdad, muy oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, ojo de buey, una ventana de un metro y medio de alto y dos metros de ancho, por la que podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento. Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, entonces en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.

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¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos. Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la

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llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano. Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared. Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego. «Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho-: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa. -¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios.

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Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.

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De entre todas las estrellas que brillan en el cielo, siempre había existido una más brillante y bella que las demás. Todos los planetas y estrellas del cielo la contemplaban con admiración, y se preguntaban cuál sería la importante misión que debía cumplir. Y lo mismo hacía la estrella, consciente de su incomparable belleza.

Las dudas se acabaron cuando un grupo de ángeles fue a buscar a la gran estrella:

- Corre. Ha llegado tu momento, el Señor te llama para encargarte una importante misión.

Y ella acudió tan rápido como pudo para enterarse de que debía indicar el lugar en que ocurriría el suceso más importante de la historia.

La estrella se llenó de orgullo, se vistió con sus mejores brillos, y se dispuso a seguir a los ángeles que le indicarían el lugar. Brillaba con tal fuerza y belleza, que podía ser vista desde todos los lugares de la tierra, y hasta un grupo de sabios decidió seguirla, sabedores de que debía indicar algo importante.

Durante días la estrella siguió a los ángeles, indicando el camino, ansiosa por descubrir cómo sería el lugar que iba a iluminar. Pero cuando los ángeles se pararon, y con gran alegría dijeron “Aquí es”, la estrella no lo podía creer. No había ni palacios, ni castillos, ni mansiones, ni oro ni joyas. Sólo un pequeño establo medio abandonado, sucio y maloliente.

- ¡Ah, no! ¡Eso no! ¡Yo no puedo desperdiciar mi brillo y mi belleza alumbrando un lugar como éste! ¡Yo nací para algo más grande!

Y aunque los ángeles trataron de calmarla, la furia de la estrella creció y creció, y llegó a juntar tanta soberbia y orgullo en su interior, que comenzó a arder. Y así se consumió en sí misma, desapareciendo.

¡Menudo problema! Tan sólo faltaban unos días para el gran momento, y se habían quedado sin estrella. Los ángeles, presa del pánico, corrieron al Cielo a contar a Dios lo que había ocurrido. Éste, después de meditar durante un momento, les dijo:

- Buscad y llamad entonces a la más pequeña, a la más humilde y alegre de todas las estrellas que encontréis.

Sorprendidos por el mandato, pero sin dudarlo, porque el Señor solía hacer esas cosas, los ángeles volaron por los cielos en busca de la más diminuta y alegre de las estrellas. Era una estrella pequeñísima, tan pequeña como un granito de arena. Se sabía tan poca cosa, que no daba ninguna importancia a su brillo, y dedicaba todo el tiempo a reír y charlar con sus amigas las estrellas más grandes. Cuando llegó ante el Señor, este le dijo:

- La estrella más perfecta de la creación, la más maravillosa y brillante, me ha falla-

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-do por su soberbia. He pensado que tú, la más humilde y alegre de todas las estrellas, serías la indicada para ocupar su lugar y alumbrar el hecho más importante de la historia: el nacimiento del Niño Dios en Belén.

Tanta emoción llenó a nuestra estrellita, y tanta alegría sintió, que ya había llegado a Belén tras los ángeles cuando se dio cuenta de que su brillo era insignificante y que, por más que lo intentara, no era capaz de brillar mucho más que una luciérnaga.

“Claro”, se dijo. “Pero cómo no lo habré pensado antes de aceptar el encargo. ¡Si soy la estrella más pequeña! Es totalmente imposible que yo pueda hacerlo tan bien como aquella gran estrella brillante... ¡Que pena! Mira que ir a desaprovechar una ocasión que envidiarían todas las estrellas del mundo...”.

Entonces pensó de nuevo “todas las estrellas del mundo”. ¡Seguro que estarían encantadas de participar en algo así! Y sin dudarlo, surcó los cielos con un mensaje para todas sus amigas:

"El 25 de diciembre, a medianoche, quiero compartir con vosotras la mayor gloria que puede haber para una estrella: ¡alumbrar el nacimiento de Dios! Os espero en el pueblecito de Belén, junto a un pequeño establo."

Y efectivamente, ninguna de las estrellas rechazó tan generosa invitación. Y tantas y tantas estrellas se juntaron, que entre todas formaron la Estrella de Navidad más bella que se haya visto nunca, aunque a nuestra estrellita ni siquiera se la distinguía entre tanto brillo. Y encantado por su excelente servicio, y en premio por su humildad y generosidad, Dios convirtió a la pequeña mensajera en una preciosa estrella fugaz, y le dio el don de conceder deseos cada vez que alguien viera su bellísima estela brillar en el cielo.

Cuentosparadormir.com

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Ésta es la historia de un cocinero que debía preparar una sabrosa cena de Nochebuena. Había trabajado tanto durante los meses precedentes que se vio abandonado por la inspiración, precisamente en la época más importante del año. Pasaba el día pensando e ideando menús navideños, sin que ninguno de ellos lograra satisfacerle. Así llegó la víspera de Navidad y él seguía huérfano de ideas. Tan cansado estaba que le pudo el sueño y se quedó dormido sobre la mesa de la cocina, rodeado de libros y cuadernos de recetas.

Se vio convertido en un orondo Papá Noel con su abultado saco al hombro, y viajando a bordo de un bello trineo que se deslizaba silencioso por la nieve al son de un dulce tintineo de campanillas. Desconocía el lugar al que se dirigía, pero intuía que el trineo conocía su destino. Porque debo decir que el vehículo que le transportaba no era tirado por ciervos ni por renos, sino que únicamente se desplazaba guiado por una fuerza invisible. Una vez finalizado el viaje, el trineo se detuvo ante una rústica casita en el bosque, de cuya chimenea escapaba un inmaculado y cálido humo blanco. Llamó a la puerta y ésta se abrió al instante, sin que nadie apareciera tras ella. Entró en la casa y halló un bello salón decorado con toques navideños que provocó en él una profunda y hogareña sensación. Un pequeño abeto le hacía guiños junto a la chimenea encendi-

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da, cuyos troncos crepitaban e iluminaban la estancia con sus llamas, y de la que colgaban unos calcetines de bellos colores, esperando ser llenados de regalos. En el centro de la estancia, una acogedora mesa, bellamente dispuesta y con las velas encendidas, esperaba ser cubierta de manjares. No había nadie a su alrededor, y sin embargo se sentía acompañado por presencias invisibles que él percibía, aún sin verlas. Depositó el saco en el suelo y se dispuso a abrirlo. Desconocía lo que podía albergar y por un momento sintió que su corazón latía con más fuerza. Se sentó en una mullida butaca junto a la chimenea y con manos temblorosas empezó a extraer el contenido. Lo primero que apareció fue una bella sopera con una reconfortante Sopa de Crema, hecha con una gallina entera, aderezada con unos diminutos dados de su pechuga. Levantó la tapa y una oleada de vapor repleto de aromas empañó sus gafas. Después, un dorado y casi líquido Queso Camembert hecho al horno, con aromas de ajo y vino blanco, acompañado de un crujiente pan hizo que su boca se llenara de agua. Hundió la nariz en él y lo depositó sobre la mesa. Su tercer hallazgo fue una Pierna de Cerdo rellena con ciruelas pasas y beicon ahumado que venía acompañada de un sin fin de guarniciones, a cual más apetitosas: cremoso puré de patata aromatizado con aceite de ajo y con mostaza, salsas agridulces y chutneys irresistibles, compota de manzana con vinagre y miel... ¡de ensueño! Dispuso la inmensa fuente en el centro de la mesa y aspiró los intensos aromas que aquella sinfonía de contrastes culinarios le ofrecía. En un rincón del salón, reparó en una mesita auxiliar dispuesta para los postres y allí colocó un crujiente Strudel de Manzana y nueces y una espectacular Anguila de Mazapán, una dulcera de cristal que albergaba una deliciosa Compota de Navidad al Oporto y un insólito Helado de Polvorones. Apenas podía creer lo que estaba sucediendo, se sentía embargado por la emoción. El menú tocaba a su fin y comprendió que era hora de abandonar aquella cálida casita, para dejar que sus moradores disfrutaran en la intimidad de las exquisitas viandas que había traído en su saco. Pensó que los manjares se enfriarían si no lo hacía pronto, pero comprendió que el calor, material y espiritual, que invadía todos y cada uno de los rincones de la estancia se encargaría de mantenerlos a la temperatura adecuada. Como toque final a su visita, llenó los calcetines de la chimenea con figuritas de mazapán, polvorones y turrones, que sin duda harían las delicias de los niños... y de los menos niños. Le despertó el borboteo de un caldo que había dejado en el fuego y que amenazaba con desbordar el puchero. Era ya de madrugada, pero aún tenía tiempo de ponerse manos a la obra y elaborar el menú de la casita del bosque. La fuerza invisible que guiaba el trineo no era otra cosa que el amor que el cocinero sentía por el mundo de la cocina.

Afuegolento.com

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Como todos podemos imaginar, para esta época del año, el taller de Papá Noel está en plena actividad. Sabemos que Papá Noel no trabaja solito, sino que lo ayudan miles de duendecitos pequeños, ligeros y encantadores.

Nadie alcanza a ponerse al día, el taller es un lío tremendo, duendes que van y vienen, juguetes que se fabrican y se envuelven, cartas por todos lados. De todos modos, para poder cumplir bien con todo este trabajo, los duendes están organizados en grupos y cada grupo cumple una función diferente. Algunos duendes confeccionan los juguetes o se encargan de conseguirlos ya hechos. Otros los distribuyen. Unos cuantos se dedican a leer las cartas y seleccionar los pedidos según sea niña o niño, la edad, el tipo de juguete o el regalo que quiere, etc. Estos últimos son los duendes lectores; ellos juntan la inmensa cantidad de cartas que envían todos los niños del mundo, las abren, las leen y las seleccionan para entregar a las distintas secciones, como por ejemplo, sección de juegos de computadora, de play-station, de Barbies.

Las cartas llegaban, como ya dijimos desde todo el mundo. Llegaban cartas de los niños que más tenían y también las de aquellos que no tenían tanto o tenían muy poco. Para desgracia de nuestros duendecitos, esa Navidad hizo mucho más frío que de costumbre y la mayoría de ellos se resfrió. Todos tenían la nariz colorada, parecían Rodolfo el reno, pero versión duende. Se la pasaban estornudando, que achíz de acá, que achíz de allá, era un verdadero concierto de estornudos.

Los duendes lectores son también muy divertidos y algo traviesos, y tan cansados estaban de estornudar a cada rato que, para no aburrirse, hicieron un campeonato de estornudos. Mientras iban abriendo las cartas, hicieron dos equipos, se colocaron en los extremos de la mesa de trabajo y veían qué estornudo sonaba más fuerte y cuál hacía mover más la cartitas. A un equipo se le fue la mano y tan fuerte fueron los achices generales que todas las cartas volaron por el aire.

–¡Ay, mamita! ¿qué hicimos? –decía uno de los duendes. –¿Cómo le diremos a Don Noel (así lo llamaban cariñosamente) que mezclamos todos los pedidos? ¿Cómo, cómo, cómo? –decía un duendecito que se caracterizaba por repetir todo muchas veces. –Con la verdad –dijo otro–-. ¿De qué nos serviría mentir? Hicimos una travesura y debemos aceptar las consecuencias.

Así fue que hablaron con Papá Noel y le dijeron la verdad. El duendecito repetidor no paraba de pedir perdón, ¡achíz!, perdón y perdón, decía que nunca, nunca, nunca,

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¡achíz! lo volvería a hacer, ¡achíz! No voy a decir que a Papá Noel le divirtió la idea de que todos los pedidos se hubiesen mezclado, pero valoró que los duendecitos le dijeran la verdad. De todas maneras, antes de dar por finalizada la charla, les dijo:

–Pues bien, amiguitos, esto les enseña que la correspondencia es algo muy serio. Jamás se juega con ella, los pedidos de los niños son sagrados para todos nosotros. Ahora deberán enmendar su error y ordenar todos los pedidos que volaron por el aire gracias a su concurso.

Los duendecitos corrieron presurosos a ordenar el lío que habían armado. Cuando volvieron a su mesa de trabajo, se dieron cuenta de que las cartas estaban por un lado y los sobres con el nombre de cada niño en otro. ¿Cómo harían para saber qué había pedido cada uno y no confundir los pedidos? No era una tarea fácil precisamente, pero ayudándose por la letra, trataron de juntar cartas y sobres, sobres y cartas.

–¡Qué difícil, qué difícil, qué difícil! ¡hachízzzzzzzzzzzz! –decía el duende repetidor, mientras se sonaba la nariz y a la vez trataba de juntar sobres y otra vez se sonaba su nariz, que ya más que colorada, era bordó.

Los duendes pasaron toda la noche juntando sobres y cartas, cartas y sobres. Pero, a pesar de su esfuerzo, se armó el cachengue, que viene a ser un lío muy, pero muy grande: muchos de los pedidos de los niños se mezclaron. Cuando los duendes “armadores de paquetes” tomaron los pedidos, notaron que algo no andaba bien, había algunas cosas que parecían realmente extrañas y consultaron con Papá Noel. –Fíjese, Don Noel, acá una niña de diez años nos pide una pelota Nº 5 –decía el duendecito rascándose la cabeza y moviéndola de un lado para el otro sin entender nada. –Otra nena nos pide una camiseta de Racing –agregó otro duende, igual de confundido que el primero–. ¿No es extraño, realmente? –Puede ser –dijo Papá Noel–, pero no se olviden de que el mundo ha cambiando mucho y con el mundo, los niños. Ahora las niñas juegan fútbol, las mamás miran partidos por la tele. ¡Vaya a saber! Los papás usan aritos, pelo largo, ¡qué se yo m´hijo! Todo ha cambiado tanto desde que empezamos con este hermoso trabajo que ya nada puede sorprenderme. Así fue que los pedidos salieron un poco… confusos diría yo. Algunos realmente salieron exactos (los que se salvaron del concurso de estornudos, por supuesto). Los demás, en fin…, salieron como pudieron. La noche previa a la Navidad, la de más trabajo y entusiasmo, los duendes lectores estaban muy, pero muy nerviosos, más allá de seguir, muy, pero muy resfriados. –Se va a amar, ¡achíz! Se va a armar, se va a armar –repetía una y otra vez el duende repetidor. Estamos fritos, fritos, refritos, ¡achíz, achíz, achíz! –volvía a repetir. –No seas pájaro de mal agüero ¡aaaaachízzzzzz! –contestaba otro duende lector–. Pensemos que no pasará nada. –¿Vos creés que los chicos no se van a dar cuenta de que Don Noel no les lleva lo que le pidieron? Se van a enojar con él por nuestra culpa, por nuestra culpa y por nuestra culpa.

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–Puede ser que tengas un poco de razón –contestó el otro duendecito mientras se miraba al espejo su nariz cada vez más colorada–. Tal vez algunos niños se desilusionen un poco, pero yo creo que si son humildes de corazón, aunque no sea el regalo que pidieron, sabrán agradecerlo igual. –Espero que tengas razón –contestó su amigo. Y llegó el tan ansiado día. Papá Noel cargado con los pedidos salió con su trineo conducido por sus fieles renos, entre ellos Rodolfo, que estaba un poco celoso porque ahora muchos duendes tenían la nariz igual a él. Como todos los años, a la velocidad de la luz, tratando de no ser visto y con un amor inmenso, dejó cada paquetito bajo cada árbol de Navidad. Dejó regalos por todo el mundo, en lugares lindos, en lugares feos, en hogares ricos y en otros muy humildes, en hospitales, asilos. Allí donde había un niño, él dejo un regalito. Cansado pero más que feliz, Papá Noel regresó por la mañana al Polo Norte. Sorprendido vio que los duendes lectores más allá de seguir sonándose la nariz, no se habían dormido. –¿Qué hacen ustedes despiertos? –preguntó. –¿Todo bien, Don Noel? ¿Ninguna queja, ningún enojo, ningún calcetín revoleado por ahí? –preguntaban los duendecitos nerviosos porque sabían muy bien que ciertos pedidos no habían salido como debían. –¡Qué preguntas más raras, amiguitos. Se ve que el resfrío los tiene mal, todo en orden –contesto Papá Noel– ahora si me lo permiten, me voy a dormir, que se mejoren y ¡Feliz Navidad! Mientras tanto, en las distintas ciudades, pueblos y calles, los niños de diferente clase y condición abrían sus paquetes, todos con idéntico entusiasmo. Al abrir los regalos, muchos vieron que no recibían lo que realmente habían pedido y no todos reaccionaron de la misma manera. Algunos de los niños que más tenían o que más acostumbrados estaban a una vida cómoda, llena de cosas y caprichos cumplidos, no podían entender cómo no recibían exactamente el juguete que habían deseado. Acostumbrados a tener todo, sufrieron una gran desilusión y se enojaron bastante porque esa vez, sus deseos no se habían cumplido tal y como ellos querían. Para ellos no fue tal vez ésa, la mejor de las Navidades. Sin embargo, para los más humildes de corazón, también para aquellos para los cuales la vida no era ni cómoda, ni fácil, al ver que lo que estaba en el paquete no era exactamente lo que habían pedido, igual se sintieron agradecidos porque Papá Noel se había acordado de ellos y les había regalado algo.

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Para ellos, igual fue una hermosa Navidad, porque sabían que lo importante no pasaba por el contenido del paquete, sino por estar rodeados del amor de su familia, que era sin duda el mayor regalo que podían llegar a desear en este mundo en Navidad y en cualquier otra época del año.

Mientras tanto, en el Polo Norte, los duendecitos lectores, entre estornudos y sonadas de nariz, por las dudas, caminaban agachaditos, ¡no fuera cosa que les revolearan algún calcetín!

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Hubo una vez un hombre tan harto de ver tantas cosas malas por el mundo, que una Navidad deseó que todo el mundo fuera bueno y tuviera espíritu navideño. Y resultó que, mágicamente, su deseo se vio cumplido. Cuando salió a la calle, todo el mundo parecía feliz y nadie era capaz de hacer mal. Unos niños tiraron piedras a un perro pero, por el aire, las piedras se convirtieron en nieve; un hombre cruzó la calle despistado, y cuando el conductor sacó medio cuerpo por la ventanilla para gritar algo, le dio los buenos días y le deseó felices fiestas; y hasta una mujer rica que caminaba envuelta en su abrigo de pieles, al pasar junto a un mendigo, cuando parecía que iba proteger aún más su bolso, lo agarró y se lo dio lleno, con todo el dinero y las joyas.

Nuestro navideño hombre estaba feliz, pero la cosa cambió cuando fue a pagar en el supermercado. Le atendió aquella cajera que lo estaba pasando tan mal por falta de dinero, y pensó en dejarle de propina lo justo para poder tomarse luego un chocolate caliente, pero antes de darse cuenta, sin saber muy bien cómo, le había dejado de propina todo el dinero que llevaba encima. Y si aquello no le hizo mucha gracia, menos aún le gustó cuando en lugar de ir al gimnasio subió al autobús que iba a la prisión y se pasó un par de horas visitando peligrosos delincuentes encarcelados, y otro par de horas escuchando la pesada charla de una anciana solitaria en el asilo, en lugar de ir a ver una preciosa obra de teatro sobre la Navidad, tal y como había pre-

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visto.

Molesto por todo aquello, sin saber qué le empujaba a obrar así, empezó a comprobar que todo el mundo tenía aquel perfecto espíritu navideño gracias a que se había cumplido su deseo. Pero igual que él mismo, casi nadie estaba a gusto haciendo todas aquellas justas y generosas cosas.

Entonces se dio cuenta de lo injusto que había sido su deseo: había pedido que todos mejoraran, que el mundo se hiciera bueno, cuando él estaba realmente lejos de ser así. Durante años se había creído bueno y justo, pero habían bastado un par de días para demostrarle que era como todos, sólo un poco bueno, sólo un poco generoso, sólo un poco justo... y lo peor de todo, no quería que aquello cambiase.

Hay quien dice que todos somos como ese hombre. También hay locos que dicen que bastaría con que un hombre cambie para cambiar el mundo. Y algunos, mis favoritos, dicen que ya ha llegado la hora de cambiar a ese hombre sólo un poco bueno que llevamos con nosotros a todas partes.

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Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos. -¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros. Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín. -¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

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Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:

Prohibida la entrada. Los transgresores serán

procesados judicialmente. Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ahora donde jugar. Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó. Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros. Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno. Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir. Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo. -La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó. Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de las chimeneas. -Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.

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Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo. -No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará! Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno. -Es demasiado egoísta- se dijo.

Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles. Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.

-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.

Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.

-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.

-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.

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Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho. Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.

Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó. Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos. -Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto. Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante. -Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó. El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado. -No sabemos contestaron los niños- se ha marchado. -Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante. Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él. -¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.

Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.

Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.

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El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.

-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.

-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

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Hace mucho tiempo, en un pueblecito de las montañas Hartz, en Alemania, empezaban a prepararse para la Navidad y como era costumbre, todas las señoras se dispusieron, escoba en mano, a limpiar y limpiar y dejarlo todo reluciente para cuando llegaran las esperadas fiestas. En una de esas casas, una araña había establecido su nido en las vigas del comedor y cual no sería su miedo al ver como la escoba se acercaba peligrosamente a sus pequeñas hijas. Así que las llamó a todas y se escondieron un poco más arriba, justo en un pequeño hueco entre los ladrillos, que casi no se veía.

Y allí se quedaron escondidas dos o tres días, hasta que una noche vieron algo asombroso. Del mismo suelo del comedor, había brotado un árbol centelleante de luces y lleno, desde la raíz a las puntas de toda clase de cosas brillantes y deliciosas. Las pequeñas apenas podían contener su impaciencia, pero la madre araña no las dejó salir del nido hasta que toda la casa estuvo en silencio. Entonces las arañitas se deslizaron por sus hilos y bajaron hasta el árbol para ver de cerca todas aquellas maravillas. Pasearon arriba y abajo mirándolo todo, tocando los adornos con sus patas y dando tantas vueltas que, al final, todo el árbol quedó envuelto en una gran masa de telarañas y había perdido todo su esplendor.

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Justo aquella noche era la noche en que Papá Noel llegaba a las casas para dejar sus regalos. Se rió mucho viendo lo felices que eran las arañas, pero también sabía que los niños se pondrían tristes cuando vieran su árbol tan sucio y gris, así que les preguntó si querían quedarse en el árbol para siempre. Algunas dijeron que sí y otras decidieron volver a su nido. Papá Noel sopló sobre el árbol y, las que quisieron quedarse, se convirtieron en arañitas doradas y sus hilos en bonitas y brillantes guirnaldas que colgaban de las ramas del árbol, haciendo que éste fuera aún más bonito. Y esa es la razón por la que muchas personas ponen arañas y cintas doradas en los árboles de Navidad.-

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- ¡Por fin terminé! – exclamó feliz Papá Noel, al tiempo que cerraba las puertas de su fábrica de regalos.

Había sido un largo año en la fábrica, haciendo los regalos que todos los chicos alrededor del mundo le habían pedido. Encima, ¡la pila de cartas parecía ser más grande cada año! Papá Noel siempre se asombraba de la imaginación de los niños a la hora de pedir sus regalos. Autos, casas de muñecas, pelotas… y ¡ahora esa manía por los videojuegos! Hasta tuvo que hacer un curso de electrónica para poder armar los regalos de alta tecnología que tan de moda estaban últimamente. Pero las cosas no iban a ser tan fáciles esta Navidad, ya que ni bien Papá Noel terminó de cargar la última bolsa de regalos en su trineo, escuchó una voz a lo lejos que le resultaba conocida. Era Rodolfo, su reno más trabajador, que con un megáfono en la mano, se hacía escuchar. Papá Noel se acercó y vio a los renos reunidos en la puerta de la fábrica. Rodolfo se acercó a Papá Noel y cruzado de brazos, le dijo:

- No vamos a salir a llevar el trineo esta Navidad – le dijo muy seriamente. Todos los demás estaban de acuerdo. – Este año estamos de paro.

- ¡¿Cómo que de paro?! – Papá Noel no salía de su asombro - ¿Ahora, justo ahora se les ocurre hacer un paro?

- Sí, sí. No importa cuándo, mientras lo hagamos. Confuso, sorprendido, Papá Noel miraba para todos lados, creyendo que era una broma. ¡Justo ahora! Así que empezó de a poco a darse cuenta que era bien en serio esto del paro.

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- Pe…pe...pero… - ¡Pero nada, señor! ¡Estamos de paro, hemos dicho! – dijo uno de los renos.

Mientras tanto, Rodolfo seguía con la protesta. - ¡Queremos vacaciones, con todo incluido, en las islas de Hawai! – gritaba por

megáfono. ¡Los renos también están expuestos a peligros, exigimos un seguro que nos cubra!

- No te olvides Rodolfo del nuevo plan de salud… -le dijo por lo bajo otro de los renos-.

Papá Noel trató y trató, pero no hubo forma de convencer a Rodolfo y a los demás renos de salir a repartir los regalos esa noche. Sin embargo, no se iba a dar por vencido, y fue a la cueva de los osos polares a ver si ellos lo podían llevar.

- Te llevaríamos, pero… estamos muy cansados – explicaron los osos – Sólo hace 2 meses que estamos durmiendo, es muy temprano como para que podamos salir. ¿Por qué no hablás con las focas?

Siguiendo el consejo de los osos polares, fue al lago donde las focas estaban reunidas tomando té y jugando juegos de mesa.

- Te ayudaríamos, pero nosotras somos las encargadas de los fuegos artificiales – explicó una de ellas, después de ofrecerle una taza de té-. ¿Te imaginás qué aburrida sería una Navidad sin el show de luces y colores que tenemos preparado para este año?

Papá Noel entendió, a él también le parecería muy vacía una Navidad sin el show de fuegos artificiales de las focas; cada año tenían preparadas nuevas sorpresas para sorprender a todos los que miraban el cielo desde sus casas. Así que siguió caminando y caminando por el Polo Norte, hasta que se cruzó con los pingüinos. ¿Y si ellos podían llevarlo?

- ¡Cómo no te vamos a llevar! – contestaron ellos – Traé el trineo, ¡vamos a empezar el viaje!

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Muy contento por la ayuda de los pingüinos, Papá Noel les llevó su trineo. Pero… - Hay un problema – dijeron tímidamente, después de un rato tratando de

moverlo -. No podemos volar nosotros, por más que tratemos… no creo que podamos mover este trineo.

Papá Noel volvió a la fábrica de regalos, triste, con la cabeza gacha. ¡Nadie podía llevarlo! ¿Cómo iba a repartir entonces los regalos que había fabricado durante todo el año para todos los chicos? Así que, sin saber dónde buscar ayuda, repartió los regalos a sus amigos del Polo Norte y después se sentó a escribir las millones de cartas de respuesta a todos los chicos, para explicarles por qué no había podido cumplir con lo que le habían pedido, hasta que, después de un par de docenas de cartas, se quedó dormido. Mientras tanto, en el Polo Norte, todos abrían sus regalos, al tiempo que miraban el show de fuegos artificiales de las focas. Entre ellos estaba Rodolfo, muy contento con el pulóver amarillo que Papá Noel había tejido para él. ¡Tan contento estaba con su regalo! Pero…la verdad, es que también se sentía algo triste. Sí, triste por Papá Noel, y por todos los chicos que estaban esperando su regalo debajo del arbolito de Navidad. - Muchachos, ¡esto no puede estar pasando! ¿No están ustedes muy contentos con sus regalos? ¡Tendríamos que hacer que todos estén así de felices!– les dijo a los otros renos -. Hay que levantar el paro. Ya tendremos tiempo de seguir reclamando por vacaciones, seguro, plan de salud... ¿No les parece? Los renos, reflexionaron y muy arrepentidos le dieron la razón. Al rato, decidieron ir a buscar a Papá Noel.

- ¡Levantamos el paro! – le dijo Rodolfo, después de despertarlo -. ¡Vamos, arriba del trineo que tenemos aún muchísimos regalos que repartir!

Papá Noel, sin comprender, se paró de golpe, y con una gran sonrisa se fue corriendo a buscar su trineo. Se les había hecho un poco tarde, pero todavía había tiempo. Siempre hay tiempo para repartir felicidad.

- ¡Vamos amigos! - les dijo a los renos, mientras despegaban el trineo - ¡Vamos a hacer de esta una muy feliz Navidad!

( * ) Sebastián González. Voluntario de “Leamos un libro”.

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Esta Navidad, iba a ser como cualquier otra. Papá Noel salió de su casa, fue en busca de su trineo y llamó a sus renos. Cargó los regalos y emprendió un largo viaje por todo el mundo. No sé si ustedes saben cómo hace para repartir los regalos tan rápido en una noche. Quizá tiene un doble suyo o quizá haya descubierto como manipular el tiempo… Si alguno sabe la respuesta pues, ¿qué espera para compartirla? Pero me parece que nos estamos desviando de la historia. Como les decía, Papá Noel fue a cada rincón del Planeta donde hubiera un niño esperando su regalo debajo del árbol de Navidad. Anduvo por todas las ciudades y hasta tuvo un poquito de tiempo para pasear por cada una. Entre tantos lugares a los que llegó, le tocó el turno a la ciudad de Buenos Aires. Le gustaba mucho esta ciudad y ya hace algún tiempo había encontrado un lugar muy lindo para estacionar su trineo, un poco alejado de la capital. Pero la cuestión es que no pudo llegar hasta allí como planeaba. Los renos le dieron el aviso. Algo le pasaba al trineo, quizá el peso de los regalos, decían los renos, pero de lo que sí estaban seguros es que no podían controlarlo. Así fue como Papá Noel se vio en la necesidad de hacer su parada en un lugar diferente. Sin distinguir mucho hacia dónde se dirigía, aterrizó su en un espacio entre dos automóviles. Al bajar, se sobresaltó al ver que alrededor de él se habían reunido personas que lo miraban sorprendidos y sin entender. Un minuto después se dio cuenta que se encontraba en plena capital de Buenos Aires. Aliviado, entendió la confusión de la gente y despreocupado, entonces, se dirigió a buscar ayuda por la gran ciudad. No quiso dejar a los renos atados al trineo, así que les dio permiso para ir a curiosear por ahí. Al llegar a la esquina le preguntó a un diariero dónde podría encontrar un mecánico y el hombre, sin salirse de su asombro por la pregunta de semejante hombre en traje rojo, le señaló a la de derecha con su pulgar. Siguió sus indicaciones pero no encontró ningún mecánico. Miro la hora, aún tenía un poco de tiempo, así que tomó un taxi y le dijo al chofer que lo llevara a la mejor Parrilla que estuviera cerca. Los empleados estaban asombrados, no sólo porque el famoso Papá Noel estaba sentado en su local, sino también por ¡cómo comía este hombre! La gente de allí no tenía mejor cosa que hacer que admirarlo, ya que a esa hora de la tarde, el único cliente de la Parrilla era él. Luego de disfrutar un riquísimo asado, se dispuso a volver en busca de su trineo y un mecánico. Cuando dobló la esquina, vio de nuevo a las personas reunidas y divisó por encima de ellos a una grúa llevándose algo que parecía ser su trineo. Se acercó rápidamente, nervioso y sin entender. Trató de hablar con el policía, que seriamente estaba escribiendo una nota.

- Señor, señor… Por favor, ¿puede decirme qué es lo que pasa acá? - Es muy obvio, ¿no lo ve? Nos estamos llevando su automóvil, si es que esta

chatarra puede llamarse así. - ¡Es mi trineo! ¡¿A dónde lo llevan y por qué?!

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- Señor, primero cálmese y no me levante la voz. ¿No se da cuenta que soy la autoridad?

- Perdone usted, pero no entiendo… ¿Qué está escribiendo? - ¡La multa! ¿Qué pensaba?

- ¡¿Una multa?! –dijo Papá Noel sorprendido.- ¡No se lleve mi trineo! Lo necesito, ¿no sabe quién soy yo? –contestó molesto.

- Me importa un bledo quién sea, infringió la ley ¿no se da cuenta? Mire usted, venga para acá. Lea ese cartel.

- Dice… - ¡PROHIBIDO ESTACIONAR! Eso dice. Y ve ese cordón amarillo… Bueno, tenía

todas las señales para saber que aquí usted no podía estacionar. Pero no, ¡lo hizo igual!

- ¡No fue mi intención! Mi trineo se descontroló y tuve que aterrizar aquí de urgencia. No quise…

- Claro, y si un avión de Aerolíneas tuviera que aterrizar aquí de urgencia, ¿usted cree que lo permitiría?

- No lo sé, señor. - ¡¡NOO!! –respondió enojado el policía- Hágame el favor de dirigirse a la oficina

y haga el trámite correspondiente para poder ir a retirar su… trineo. - ¡Ah! ¡Bien, bien! –respondió Papá Noel ya impaciente. –Entonces, iré

inmediatamente. - Molesto, quejándose por lo bajo, se reunió con los renos y se dirigió a la

oficina que el oficial le había indicado. Cuando entró se encontró con una larga fila de personas. Quiso acercarse a otra ventanilla pero todas las demás estaban cerradas. No podía creerlo, se preguntaba cuánto tiempo iba a estar allí. La fila avanzaba muy lentamente y cansado de esperar, aquél hombre no pudo aguantar más la situación y empezó a quejarse. Por suerte, logró llegar a la ventanilla y obtener el papel que necesitaba para ir a retirar su trineo. Una vez en el depósito, aliviado, entró a la oficina para presentar el papel. El hombre de la ventanilla le dijo que tendría que esperar y le extendió un papelito con un número. ¡¿50?!

- Sí, señor. Hay 50 personas esperando su vehículo antes que usted. Tendrá que esperar.

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Salió a tomar aire. ¡No lo podía creer! Una vez más. Ya en la vereda, los preparativos para la cena de Nochebuena se empezaban a vislumbrar. Pasaron frente a él una familia con muchas bolsas de supermercado. Los dos niños se acercaron al verlo, estaban asombrados y fascinados, pero al ver su rostro preocupado dudaron que fuese él.

- ¿Será realmente él? –se preguntaban los hermanos. - Sí, niños, soy yo.-dijo con la cabeza gacha. - ¡Wow, genial! Pero, ¿por qué estás triste y preocupado? - Porque no podré repartir los regalos esta noche. ¡Me han confiscado mi trineo! - ¡Noooo! ¿pero por qué? –preguntó Marcos, el menor de los hermanos- ¿Es

ilegal? - ¡No digas pavadas, Marqui! –le respondió Julián, su hermano mayor con una

mirada seria. - No, ¡por dejarlo mal estacionado! Y con tanto trámite… ¡puedo pasarme la

vida acá! - Sí, te entendemos. –dijo Julián, pensativo-. - ¿Y si lo ayudamos? –le susurró al oído Marcos a su hermano. - ¡Sí! Podríamos ayudarte. Seguro que mamá y papá nos dan permiso. Además,

es la única forma para salir del apuro ¿verdad? - ¿Están diciéndome que me ayudarán a repartir los regalos esta noche en

Buenos Aires?

Julián y Marcos se miraron y sonrieron.

- ¡¡Síí!! –dijeron a dúo. A medianoche, Papá Noel pasó por la casa de los chicos, tocó el timbre y salieron los tres por la ciudad. Entre tanto trámite, al menos, tuvo permiso para poder retirar los regalos de su trineo. Así que con la ayuda de los renos, pudo trasladar los regalos. Repartió los regalos a Julián y a Marcos y así, fueron, durante toda la noche, pasando por cada casa. Marcos y Julián hicieron un gran trabajo. ¡Y estaban tan felices! Papá Noel hacía bromas entretanto, diciéndoles que los contrataría para el próximo año. Volvió la alegría, y por suerte cada chico de Buenos Aires tuvo su regalo debajo del árbol.

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Agradecido, Papá Noel les propuso a los chicos quedarse a cenar en su casa para Navidad. Julián le enseñó a jugar a la playstation y Marcos le mostró toda su colección de figuritas. En familia, la cena se hizo muy agradable. Y Papá Noel se llevó con él el recuerdo de una noche muy especial. Al día siguiente, bien temprano, se despidió de la familia. Agradeció de nuevo a Julián y a Marcos por el gran trabajo y se dirigió al depósito. Finalmente le entregaron su trineo y un mecánico de allí cerca lo reparó. Al fin, se liberó de los trámites y preparó todo para salir de la ciudad. Al despegar, vio pasar al policía, quien ya de lejos le gritó:

- ¡La próxima fíjese dónde estaciona ese cachivache!

( * ) Daniela Rosito. Titular de “Leamos un libro”.

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Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición. No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes. Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el diablo estalló. -¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina! El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló: -No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo. Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana. -¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!- El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto

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formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua. -¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno. -Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo. -¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido. Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas! La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina... De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme. Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río. Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado. -Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador. El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos. -¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna. -¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido. -¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar. El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor.

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Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

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No debimos haberlo hecho. Luis, de ocho años, se restregaba inquieto las manos mientras esperaba la respuesta de su amigo. Ricardo, dos meses menor, pero diez centímetros mayor, dejo de jugar con el mecano y volteó a ver a su mejor amigo. Contestó:- ¿Por qué no?- Santa Claus nos va a acusar y todos se van a enojar mucho.- No te preocupes, no lo sabe.- ¿Cómo no va a saberlo? Si Santa Claus lo sabe todo.- No te preocupes. No sabe que lo hicimos.- ¿Cómo sabes que Santa Claus no lo sabe? Ricardo desesperado por la insistencia de Luis, replicó:- ¡Porque yo sé más que Santa Claus! La respuesta de Ricardo no convenció mucho a Luis, pero ya no siguió insistiendo. Caminando de regreso a su casa, Ricardo no comprendía la preocupación de su amigo. A Ricardo no le importaba que Santa Claus este año tampoco le volviera a traer nada, ¡la idea de hacer estallar con un cohete el buzón del Director de la escuela había sido fantástica! ¡Cómo había volado el Buzón! ¡Cómo había sonado la explosión! ¡Cómo... En ese momento apareció una ardilla en la banqueta y Ricardo, corriendo tras de ella, se olvidó del asunto. María estaba preocupada. Se acercaba la Navidad y los niños se ponían más nerviosos, cometían más errores y prestaban menos atención a las clases. Pero lo más importante de todo: se ponían tristes, en vez de alegrarse con la llegada de la Navidad. Desde que había llegado como maestra hace cuatro años, y le habían explicado la costumbre que tenían de que alguien se disfrazara de Santa Claus, para leer ante todos la lista de fechorías que los niños del pueblo hacían, para castigar a los niños malos y convertirlos en niños buenos; la idea del Santa Claus regañón no le gustaba. María suspiró. Lo que para ellos eran fechorías, para María eran simple travesuras. Para ella no había niños malos ni niños buenos, sólo niños tranquilos, y niños inquietos que no podían contener el bullicio de la vida que tenían dentro. Allí estaba el caso de Ricardo y Mauricio: los niños rebeldes y traviesos del pueblo, o el de Luis muchacho tímido y sensible que lloraba cuando se hablaba de Santa Claus. María no creía que eso fuera bueno para los niños, pero todas sus tentativas de acabar con esa "nueva" tradición habían sido infructuosas. Ricardo comenzó a inquietarse por su amigo Luis, lo veía cada vez más triste y callado.- ¿Qué te pasa?- Nada.- ¿Cómo que nada? ¿Qué pasa?- ¡Te dije que nada!- Somos amigos, así que me tienes que decir qué te pasa.- Nada, el próximo Lunes es Navidad.- ¿Y?- ¡Y Santa Claus les va a decir a todos que soy un niño muy malo, y mis papás ya no me van a querer!- No. Te aseguro que Santa Claus no lo sabe, y te lo voy a demostrar. ¡Te lo prometo! Ricardo no sabía cómo, pero tenía que encontrar pruebas de que Santa Claus no sabía que ellos habían sido los del "Buzón cohete". ¡No podía tener ojos en todos lados! ¡No podía saberlo todo! Si así fuera, hace dos años Santa Claus lo habría regañado por lo de la miel derramada en el interior de los pantalones de deportes. Creyeron que había sido Abelardo, ese niño raro que expulsaron y se fue a una escuela en la ciudad. Y no le hubiera dado regalos, bueno, el pequeño regalo que le dio. ¡Ni eso le hubiera dado! Pero Ricardo pensaba y pensaba, y no se le ocurría cómo cumplir su promesa. Hasta que llegó el 24 de Diciembre, y decidió resolver el asunto de una manera directa: ¡enfrentaría a Santa Claus cara a cara! Ricardo se situó en un lugar estratégico, una calle por la que a

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fuerza tenía que pasar Santa Claus, cuando se dirigiera al Kiosco donde cada domingo tocaba la banda del pueblo, pero cada 24 de Diciembre el show lo daba el gordo Santa Claus. Cuando la figura de Santa Claus apareció caminando por la estrecha calle, Ricardo corrió y se interpuso en su camino. Santa Claus trastabilló y se paró en seco.- ¿Qué quieres, mocoso?- Preguntarte algo.- ¿Qué cosa?- Quiero preguntarte si sabes quién puso cohetes en el buzón del director. Santa Claus se quedó un rato extrañado por la pregunta. Después dirigió una mirada furiosa a Ricardo.- ¡Así que fuiste tú, chamaco endiablado! ¡Me lo suponía, pero no estaba seguro! Podría haber sido Mauricio, ese otro monstruo enano que me saca canas verdes.- ¡No lo sabía! Santa Claus ahora sabía que él había sido, pero no importaba, de todos modos por lo de la bicicleta sin frenos no iba a tocarle regalos. ¡Lo importante era que Santa Claus no sabía que Luis le había ayudado! El niño se sonrió y se fue corriendo, dejando al Santa Claus haciendo un berrinche navideño. Ricardo entró corriendo a la casa de Luis. ¡Tenía que darle la noticia! Subió las escaleras de dos en dos y entró apresuradamente en la recámara de su amigo. El cuerpo de Luis colgaba del techo, balanceándose sin vida. Una opresión se formó en su pecho y sintió que se ahogaba. Corrió escaleras abajo, tropezó con el papá de Luis y salió a la calle a tomar aire. Lo único que rondaba en su cabeza era ¿Por qué? ¿Por qué? Seguía sintiendo un nudo en el estomago y para soltarlo, para liberarlo, comenzó a gritar a media calle:- ¡No lo sabía!- ¡No lo sabía!- ¡Santa Claus no lo sabía!

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Hay muchos cuentos y leyendas referidos a la navidad dando vueltas por el mundo. Yo elegí

uno para contarles que está relacionado con el imaginario colectivo de esa fecha especial, que

significa para todos un tiempo de perdón, de afecto, de caridad, un momento único en el

tiempo del año calendario, en el que todos, hombres, mujeres y niños parecen encontrarse en

una similar sintonía para abrir sus corazones embarcados hacia un mismo destino.

Aquí va este cuento para todos los chicos curiosos que se interesen, ya sea leyendo o

escuchando, esta historia que tiene sus orígenes en un país muy muy lejano del Asia Central

llamado Kazajstán.

Hace muchos años vivía un hombre con su esposa en una aldea pequeña pero muy bonita. A pesar de que tenían un hogar muy cálido y los rodeaba una naturaleza increíblemente bella no se sentían felices y eso era así porque lamentablemente no habían podido tener hijos. Una mañana de invierno, los dos mirando desde la ventana de su casa, vieron un grupo de niños jugando con la nieve, en uno de esos días helados como los que suele haber durante gran parte del año, por aquellas tierras lejanas. Ambos, tomados de las manos y con una tristeza acompañada se afligieron aún más por no haber tenido una hija a quien ver jugar como todos los otros niños del lugar. Así es como el hombre abrazó a su mujer y la invitó a ir afuera a hacer una niña de nieve bonita como la hija tan soñada que nunca tuvieron.

El matrimonio fue creando la niña de a poco, formando delicadamente con los blancos copos de nieve sus manos y sus pies, su pequeña naricita, su boca y su largo abrigo… Segundos después de haberla terminado, notaron que sus labios se habían tornado rojos como una cereza y sus grandes ojos, azules como el lago. La niña sonrió tiernamente, se sacudió los blancos y fríos copos de su abrigo y salió de la nieve convertida en la hija que siempre habían deseado tener. La pareja, contentísima, la llevaron a la cabaña donde vivían y la llamaron Snegurochka, que en ruso significa la doncella de las Nieves. Snegurochka creció velozmente, , día a día, hora a hora, minuto a minuto, convirtiéndose rápidamente en una preciosa jovencita.

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El matrimonio no cabía en su felicidad, para ellos toda esta realidad era como un sueño. Snegurochka era hacendosa, aplicada, alegre, además de cariñosa y buena con sus padres. Le gustaba mucho cantar y las melodías sonaban tan dulces como las de un ángel del cielo. Snegurochka pasaba mucho tiempo al aire libre, disfrutando del frío del invierno en la piel y sintiendo gustosa los copos de nieve deslizarse entre sus manos. Los meses pasaron y con ellos el invierno, que cedió su lugar a la estación primavera. Los rayos del sol comenzaron a acentuarse en el ambiente y los días más cálidos a propagarse. El ánimo de Snegurochka, Paralelamente a estos cambios comenzó a decaer y fue sintiéndose cada vez más triste. Su papás afligidos le preguntaban… _ ¿Qué pasa mi vida, no te sentís bien? _ Estoy bien padres… Ella, para no preocuparlos les contestaba así. Pero era notorio que algo andaba mal. Con el avance de la primavera la nieve terminó por derretirse totalmente, dando lugar a una inmensa cantidad de flores de colores en los prados y en el aire los pájaros, haciendo ronda, le cantaban a la estación más bella y más joven del año. Snegurochka se sentía aún más triste cuanto más se acercaba el verano y corría por el prado hacia el bosque, escondiéndose de los rayos de sol que dañaban su blanca piel de hielo. Una tarde, grandes nubes negras cubrieron el cielo y de ellas una lluvia de granizo cayó cubriendo la aldea. Snegurochka saltaba de felicidad juntando las piedras de granizo, a las que, cual perlas gigantes colocaba por sobre toda ella. Bruscamente la tormenta y la lluvia finalizaron y Snegurochka lloró entonces desconsoladamente. Siendo casi verano, un grupo de jóvenes la invitaron a pasear por el bosque y ella aceptó porque sus padres insistieron para que fuera. Ya internadas en la foresta, luego de divertirse juntando flores, saltando riachos y recogiendo ramas por el camino, mientras reían y cantaban, decidieron hacer un alto para hacer una fogata. Las muchachas alegres y divertidas comenzaron juguetonamente a saltar sobre el fuego encendido. Snegurochka, cuando fue su turno también saltó pero a mitad de salto, se fundió transformándose en una pequeña nube que se elevó muy alto en el cielo. Cuenta la leyenda que Snegurochka vuelve cada invierno a la aldea y parte convertida en una blanca y bonita nube con los primeros rayos cálidos del sol de primavera.

Esta historia tiene otra versión más y es en la que se narra que la doncella de las Nieves no

puede enamorarse porque si lo hiciera, en su primer beso con su enamorado, la calidez y el

calor del sentimiento la derretirían, transformándola en un riacho. Esta variante de la leyenda

es la que se tomó para la ópera compuesta con música de Rimsky Korsakov.

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Tuk era el más bromista de los duendes que ayudaban a Papá Noel. Y por tal motivo cuando intentaba decir algo serio nadie le creía. Eso mismo ocurrió cuando mencionó que siempre había querido ser Papá Noel por una noche. Todos rieron, hasta Papá Noel, creyendo que se trataba de un chiste. Para demostrarles cuán fuerte y real era su deseo, se confeccionó un traje igualito al de Papá Noel y peluca y barbas postizas. Y se lo puso, esa noche de navidad, para que todos supieran que estaba hablando seriamente. Pero en cuento lo vieron rodaron muertos de risa por el piso. Desilusionado Tuk salió de la casa. El trineo estaba listo para partir. Los renos al mando de Rudolf resoplaban de impaciencia y la bolsa mágica de Papá Noel brillaba en la penumbra. Se subió al asiento y se imagino surcando el cielo y cruzándose con estrellas y nubes que lo saludaban al pasar. Y sin poder contenerse, gritó: -¡Jo Jo Jo! ¡Vamos Rudolf, a volar! Tan buena fue su imitación de la voz de Papá Noel, que Rudolf no notó la diferencia y emprendió la marcha. Tuk abrió los ojos y tiró de las riendas tratando de frenarlo. Por el contrario los renos aumentaron la velocidad hasta que Rudolf dio la señal de partida y el trineo se elevó hacia la negrura de la noche. Tuk miró hacia abajo y vio a Papá Noel y a los duendes que salían de la casa y gritaban señalándolo. ¡Ay, ay, ay, en qué lío se había metido! Estrellas y nubes lo miraban con enojo porque esperaban ver pasar a Papá Noel y no a un impostor. Suspiró de alivio cuando Rudolf finalmente descendió abruptamente, se detuvo y quedaron flotando sobre una gran ciudad. Pero cuando Tuk le ordenó regresar ni Rudolf ni los otros renos obedecieron. -¿Y ahora qué hago? –se preguntó. No podía volver, pero tampoco podía dejar que esa Navidad los árboles quedaran vacíos. Así que tomó los mapas y las notas de Papá Noel y las estudió al derecho y al revés hasta que creyó entender cómo debía repartir los regalos. Bajó y subió por chimeneas y dejó obsequios por doquier. La bolsa fue aliviándose demasiado rápido y cuando acabó con el reparto, sonrió feliz. Había cumplido su deseo y Papá Noel no podría enojarse demasiado con él. Iba a partir cuando escuchó una voz lastimera: -¿Por qué papá Noel me hizo estooooo? Curioso, Tuk se encaminó hacia la casa de donde provenía la voz, bajó por la chimenea y espió. Un niño lloraba abrazado a una niña que lo consolaba. -¡Yo no soy un bebé para que me regale chupetes! -¿Y a mí que me regalo un videojuego de lucha? ¡Yo quería el de Harry Potter! Tuk entonces salió de su escondite y les dijo: -Lo siento mucho, me parece que me equivoqué y dejé aquí los regalos correspondientes a sus vecinos de enfrente. ¿Tendrán la amabilidad de devolvérmelos, así les traigo los suyos? Los niños se lo quedaron mirando con espanto y luego escaparon gritando: -¡Hay un monstruo horrible en el comedor!

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Tuk huyó por la chimenea llevándose ambos paquetes y se dirigió a la casa de enfrente. Allí se topó con una señora, con un bebé en brazos que miraba, consternada, un regalo desenvuelto que contenía una pelota de fútbol. -Buenas noches tenga usted-le dijo muy amable-, no se asuste, no soy un monstruo horrible sino uno de los muchos ayudantes de Papá Noel. He cometido un par de errores con los regalos y creo que este le corresponde a usted. Tuk le dio el chupete y le quitó la pelota justo en el momento en el que la señora empezaba a gritar: -¡Ahhhhhh! ¡El gnomo del jardín cobró vida! Tuk salió molesto. Monstruo horrible, gnomo de jardín… ¡pero qué poco considerados eran los humanos! Pronto el aire se llenó de gritos y llantos de chicos quejándose por haber recibido regalos que no querían. Lleno de pesar Tuk volvió al trineo. Había arruinado la navidad. -¡Jo, jo, jo! –oyó de repente. Tuk levantó la cabeza y su rostro se inundó de felicidad. Papá Noel se acercaba a toda velocidad, cabalgando sobre una estrella fugaz. -¡Papá Noel! –exclamó contento. -¡Jo, jo, jo! – respondió el viejito, bajándose de la estrella-. No te alegres tanto, que no me río de contento sino de los nervios. Estoy muy enojado contigo. -Lo siento, Papá Noel. Quise hacer una broma y me salió mal. Papá Noel miró a su alrededor y escuchó las quejas que provenían de todas las cosas. -Ya veo que te salió mal. Pero ahora lo arreglarás. Toma –y le entregó otra bolsa, repleta de tantos regalos como la anterior. -¿Tengo…tengo que hacer todo otra vez? –preguntó con temor. Tuk trabajó esa noche como nunca y cuando acabó, no podía sostenerse en pie. Desde esa Navidad, nunca más dijo que quería ser como Papá Noel. Ni siquiera en broma.

En “Las más bellas historias de Navidad” (Clarín)

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Hace muchos, muchos años, en vísperas de una Navidad, al escritor de un importante diario llegó la carta de una nena, Virginia, que decía:

Querido editor: soy una nena de ocho años. Algunos de mis amiguitos dicen que Papá Noel no existe. Pero mi papá dice que, si sale en el diario, es cierto. Por favor, dígame la verdad: ¿existe Papá Noel? El editor contesto así: Virginia: yo creo que tus amiguitos están equivocados. Ellos han sido afectados por la incredulidad de estos tiempos. No creen más que en lo que ven sus ojos. Piensan que aquello que sus pequeñas mentes no pueden comprender no existe. Todas las mentes, Virginia, sean de adultos o de niños, son pequeñas. En nuestro vasto universo el hombre es un simple insecto, una hormiga, cuya inteligencia no resiste la comparación con el mundo ilimitado que nos rodea(…). Sí, Virginia, Papá Noel existe, su existencia es tan real como el amor, la generosidad y la devoción, y tú sabes que estas abundan y dan gozo y belleza a tu vida. ¡Qué sombrío sería el mundo sin Papá Noel! No existiría la fe, la inocencia infantil; no habría romance ni poesía para hacernos tolerable la existencia. No tendríamos más gozo que el de los sentidos… La eterna luz con que la infancia ilumina al mundo se extinguiría. ¡Cómo no creer en Papá Noel! Aunque no lo veamos, ¿esto qué prueba? Nadie ve a papá Noel. Pero es que hay cosas muy reales en el mundo que ni los niños ni los adultos ven. ¿Has visto alguna vez a las hadas danzando en el césped? Por supuesto que no, pero esto no prueba que no estén allí. Nadie puede concebir o siquiera imaginar todas las maravillas invisibles que existen en el mundo. Tú puedes romper el sonajero de un bebé y descubrir qué es lo que produce el sonido, pero el mundo que no vemos tiene un velo que lo cubre, un velo que ni hombre más fuerte puede descorrer. Solo la fe, el amor, la fantasía pueden descorrer esa cortina y permitirnos ver el cuadro de belleza sobrenatural y gloria que está más allá de nuestros sentidos. ¿Es todo ello real? Ah, Virginia, no hay en este mundo nada más real y permanente que esa trascendencia. ¡Que no existe Papá Noel! Gracias a Dios él vive y vivirá por siempre. Mil años después de ahora, Virginia, es más, diez mil años después de nuestro tiempo él continuará alegrando con su espíritu el corazón de los niños. Estas palabras fueron escritas por Francis P. Church, director asistente del diario “the New York sun”, y se publicaron el 21 de Diciembre de 1897. Su destinataria era, efectivamente, Virginia O´Halon, de 8 años. Más de cien años pasaron desde entonces pero conservan toda su ternura y su vigencia. Por eso, desde estas paginas hemos querido hacerlas extensivas a todos los “chicos” y a todos los “grandes” a quienes la incredulidad de estos tiempos pretende convencer de que papá Noel no existe.

En “Las más bellas historias de Navidad” (Clarín)

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No olvidaré jamás aquella mañana del seis de enero; hacía pocos días había cumplido mis primeros sesenta y un años. Durante la noche anterior un sueño extraño llenó mi corazón de dudas. Por eso me levanté muy temprano, no podía seguir durmiendo, algunas lágrimas mostraban mi tristeza. Me senté en el borde de la cama y seguí llorando, mientras recordaba al duende que en mis sueños me había dicho algo que yo no podía creer… por eso mi llanto y mi tristeza esa mañana del seis de enero. Con su chillona voz de duende había dicho: “Me extraña que a tu edad no lo sepas: los Reyes Magos no existen, son los adultos, generalmente los padres, los que compran los regalos”. Siguió hablando, sin importarle mi dolor y aunque ya no quería escucharlo y hacía lo posible para alejarme de él, su voz aguda y su risita burlona resonaban en mis oídos, hasta que al fin pude despertar. Inicié las tareas del día sintiéndome muy mal, sin deseos de hacer nada. Para distraerme un poco y aliviar mi pena salí a caminar y me encontré con muchos chicos jugando en las calles y comentando entre ellos los regalos recibidos, que por cierto eran muy hermosos. ¡Claro!, pensé. Los padres de estos niños tienen el dinero suficiente para comprárselos. Seguí andando, sin rumbo fijo, y así pasé por un barrio más pobre, por el hospital, por la iglesia y por último llegué a un barrio de emergencia y vi que todos los niños tenían algún juguete entre sus manos. Los sentimientos eran similares en todas partes. Padres e hijos del barrio rico, la iglesia o el hospital llevaban en sus rostros la misma expresión de felicidad, sin relación con el valor material de los regalos, se reflejaban en sus miradas la emoción, la alegría, la sor presa, el amor, todo el amor. Fue entonces que mis labios volvieron a sonreír. Esperé la noche para hablar con el duende de mis sueños y cuando él llegó le conté lo que había visto. Me escuchó con mucha atención y sonriente e inquieto como siempre, me dijo: “Mientras haya gente buena, corazones abiertos, personas que amen a los niños, a las que nos les importe el color de la piel o la posición social, los Reyes Magos seguirán llegando, ellos jamás dejarán de venir”. Su risita sonora se fue apagando, mientras se elevaba hacia el cielo. Yo me quedé mirando cómo se perdía en la noche y entonces me pareció ver entre las estrellas las siluetas de los tres Reyes, montados en sus camellos que se alejaban con las bolsas repletas de cartas ilusionadas. Acaricié mi barba, como lo hago siempre que estoy feliz… una de aquellas cartas era mía.

En “Cuentos para niños de 8 a 108 II”

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Érase una vez tres reyes magos que vinieron de oriente siguiendo una estrella. Los tres son viejecitos. El rey Melchor es alto, con una barba blanca y unos ojos azules. El rey Baltasar tiene la piel negra y brillante, es el menos viejecito de todos. El rey Gaspar tiene la barba y el pelo rojo; tiene el porte de un rey, claro, ¡es un rey!, su nariz cae como un gancho sobre la boca y en sus labios se dibuja una sonrisa misteriosa. Yo os digo, amigos míos, que no perdáis de vista a este viejecito... Los tres reyes van caminando durante la noche por un camino largo; las estrellas brillan, serenas; abajo, en la tierra, tal vez a lo lejos, se ve el resplandor de una lucecita. Esta lucecita indica una ciudad. Los Magos van a recorrer sus calles, se detendrán ante las casas y dejarán en los balcones los regalos esperados. Ya lo habréis oído contar, estos reyes eran muy ricos y les ponían sus regalos a tooodos los niños de tooodas las casas, de tooodas las ciudades; pero ha pasado mucho tiempo y los tesoros de los magos ya no son tan abundantes. Así Melchor, Gaspar y Baltasar cada año sólo pueden dejar sus regalos a unos pocos niños. Los Magos se han detenido a las puertas de la ciudad. Melchor, el de la barba blanca y los ojos azules, tiene una gran arca. Baltasar, que tienes los ojos color azabache, también, y en ella buscan algo para dejar en el balcón del niño elegido. Gaspar, amigos míos, no tiene arca, no tiene equipaje, ni caballo, ni asno en que llevar lo que ha de regalar a los niños, pero tiene una nariz un poco encorvada, unos ojos de mirada soñadora y una sonrisa misteriosa en sus labios. Los tres Magos se disponen a entrar en la ciudad. Como van siendo ya pobres, no se paran en todos los balcones, sino que dejan sus regalos en unos y pasan de largo ante otros. Cada rey elige a un niño para dejarle su regalo. Y así de tanto en tanto, Melchor llega a una casa, abre su arcón y deja en la ventana su regalo. Lo que este rey de la barba blanca regala se llama "Inteligencia". Al cabo de un largo rato, Baltasar se detiene ante otra casa, mete la mano en su tesoro y pone su obsequio en la ventana. Lo que este rey de ojos negros como una noche sin luna regala es la "Bondad". Y sólo el rey Gaspar, el rey de nariz picuda y labios sonrientes, sólo este rey pasa, y pasa y pasa ante los balcones y sólo se detiene ante uno, o dos, o tres de cada ciudad. Y ¿qué es lo que hace entonces el Rey Gaspar? ¿Qué es lo que regala este rey?. Todo el tesoro de este rey está en una diminuta caja de plata que el lleva en uno de sus bolsillos. Cuando Gaspar se detiene ante un balcón, allá, muy de tarde en tarde, coje su pequeña caja, la abre con cuidado y pone su regalo en el balcón. No es nada lo que ha puesto; parece insignificante: es como humo que se disipa al menor viento; pero este niño favorecido con tal regalo gozará de él durante toda su vida y no se separarán de él ni la felicidad ni la alegría. El rey Gaspar ha depositado ya su regalo. Sus ojos verdes, no os he dicho antes que eran verdes, brillan fosforescentes; su nariz parece que baja más sobre la boca, y en los labios se dibuja con más profundidad su sonrisa. Acercaos, niños; yo os quiero decir lo que el rey Gaspar lleva en su caja. Sobre la tapa, con letras diminutas, pone: "Ilusiones".

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A Nicolás Losasso (dibujante, diseñador y publicista) por las ilustraciones en los cuentos: El regalo, La niña de los fósforos, La pequeña estrella de Navidad, El cocinero de Navidad, Una confusión de Navidad, Navidades forzosas, El gigante egoísta, Las arañas de la Navidad, Renos de paro y Los trámites de la Navidad. A Graciela Sarcone (narradora) por la narración de cuentos navideños. A Josefina, Ricardo, Daniel, Eliana, Carla, Oscar, Sebastián, Marisol, Silvia, Graciela y Yanina por los cuentos incluidos en este libro. ¡Gracias! a todas aquellas personas que participaron en esta actividad (¡que son muchas!) para las copias, la preparación de los libros y su repartición en las plazas. También agradecemos a aquellos que han difundido la propuesta.

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¿Te gustó el libro? ¿Qué pensás de nuestra propuesta?

Podés dejar tu comentario ingresando al blog “Regalamos Cuentos” que

encontrarás en nuestro sitio web.

¿Te gustaría participar con un cuento tuyo? Escribí un cuento para el día de Reyes y lo subiremos a nuestro blog de

“Regalamos Cuentos”.

Y eso no es todo, porque además, si querés, tu cuento será incluido en los libros que saldremos a repartir el año que viene, en la segunda parte de esta

actividad.

Envía el cuento a nuestra casilla de correo o anímate a escribirlo directamente

en el blog.