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Louis Rétif

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Louis Rétif

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LOUIS RÉTIF

ORAR AL RITMO DE

LA VIDA

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

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© NARCEA, S. A. DE EDICIONES, 1984 Doctor Federico Rubio y Galí, 9. Madrid-20

© LE CENTURIÓN. París.

Título original: Aux rythmes de la vie, la priére Traducción: MARÍA ANGELES RUIZ

ISBN: 84-277-0651-0 Depósito legal: M. 16.846.—1984

Impreso en España. Printed in Spain ARTES GRÁFICAS BENZAL, S. A. Virtudes, 7. MADRID-3

índice

Pags.

Introducción 7 No sé rezar 13 Mi oración en la encrucijada de la vida cotidiana . 25 Rezar es aceptar comenzar de nuevo sin desespe­

rar 37 Querrías rezar como un santo, y yo te invito a

rezar como un pobre ^9 Con el evangelio en la mano 59 La oración que pide 67 Atreverse a decir «Padre nuestro» 77 A la escucha de María 91 Nuevos caminos de la oración 101 Ritmos y expresiones 113 Conclusión 125

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Introducción

Este libro surgió de la admiración, y de numerosos cambios. Amigos de «La Source», vosotros habéis inspi­rado estas páginas. ¿Qué es «La Source»? Nuestra casa de acogida en la alta Saboya, con grandes espacios abier­tos frente al valle del Ródano y la cadena montañosa del Jura.

Pero no han sido estos maravillosos paisajes los que me han inspirado esta obra, sino vuestras confidencias, vuestras experiencias y vuestras luchas recogidas en los momentos de reflexión espiritual o en las jornadas de descanso.

Sois vosotros los que habéis escrito:

— « He vuelto a descubrir un aspecto de la oración que había olvidado: dejarme broncear al sol del amor de Dios».

— «Desde lo más profundo de mi tormenta, de mi desgana por vivir, he vuelto a encontrar, en la oración, el valor de afrontar las dificultades con serenidad».

— «Después de este alto, vuelvo sosegado con gran deseo de profundizar en mi vida de forma ¿iférente».

— «Si fuera creyente, sería silencio».

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Vosotros, a los que repugna un lenguaje sabio, me habéis hecho testigo de vuestras experiencias espiritua­les, sobre todo, durante los días de la «Escuela práctica de oración», tal como se viven en «La Source»: primero rezar, después intercambiar y juntos confrontar nuestra oración con la experiencia de la Iglesia.

Sin embargo, nuestra casa, no confesional, no es un alto lugar de oración, sino más bien un sendero entre otros muchos, encrucijada de libertad y fraternidad, donde se mezclan creyentes y no creyentes, jóvenes y mayores.

— «La Source» es una manera distinta de vivir y de comunicar. Es un punto de salida hacia la búsqueda de la verdad y de la fraternidad».

— «Yo no era creyente; era, como ellos dicen, un drogadicto y he aprendido a compartir, he aprendido un poco de Dios».

— «Volver a descubrir la fuente escondida en nosotros y empezar de nuevo para hacerla brotar ayudados por un clima de amistad y oración».

— «A través de la oración se nos abre un nuevo camino. Volvemos a marchar con nuestra fuente, sin escollos».

Vuestras preguntas, me han guiado en la elección de estos capítulos y he recogido algunos de vuestros testi­monios a modo de ilustración. Para vosotros y los que como vosotros os sentís traqueteados por la vida, fatiga­dos por su ritmo, buscadores de la verdad, en busca del absoluto, militantes abrumados, a punto de bajar la guar­dia:

orar al rito de la vida

Una oración, con color de vida, a flor de piel, oración de los días de tristeza, oración de los días de alegría, oración «no sé qué decir» oración «pequeña conversación con Dios» oración en las noches de dolor de cabeza, oración comprometida de los que no se resignan a la

injusticia, oración incansable que no termina de llegar al corazón

de la vida.

Oración necesaria y balbuciente.

* * *

Enraizada en lo humano, nuestra oración es cristiana: dirigida al Padre, eco de la de Cristo, habitada con el soplo del Espíritu. El Espíritu nos lleva a verificar la autenticidad de

nuestra oración, y ésta nos invita a la desmesura, que es la verdadera medida del hombre. Tiende al «éxtasis de ser en sí mismo más que él mismo» (Jean Claude Re­nard). Cuando nos envuelve, nos devuelve la admiración por vivir. Un amigo nuestro nos lo describió así:

— «A veces es suficiente con una fuente para que toda nuestra vida brote de nuevo».

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Están delante...

Creíamos que iban detrás y, los que rezan, están delante. Pequeño puñado de granos emigrados sobre las alas del viento. Pequeño pueblo nómada y peatonal. Navegantes del desierto buscadores de aventura pescadores de esperanza y mendigos del corazón. Santos y rezagados unidos a la historia y a las contradicciones de las confesiones y de las religiones, de las razas y de las culturas.

Creíamos que iban detrás y, los que rezan, están delante. Hablan en oración como otros hablan un dialecto pues, contrariamente a lo que se cree, la oración no es una lengua culta sino la lengua del pueblo. Han visto abrirse el mar como una flor y el pájaro de la vida volar sobre las aguas.

Han visto levantarse la tierra como una masa de pan cortarse como una herida que sangraba vida y la vida para ellos era como una fruta. Han visto hondear el cielo como una bandera que les pasara delante. Han visto al hombre de pie como un himno. Han visto nuestro futuro, gloria de Dios.

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La tierra será nueva la tierra será nueva. ha primavera está aquí. Sobre la piedra blanca de la oración se ha posado un pájaro cuyo nombre es libertad...

Jean Debruynne

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No sé rezar

«La oración se ha convertido para mí en el único lugar de mi existencia donde ocurre algo verdadero. Ahora sé que la oración no es lo que yo creta, un refugio y una huida, sino más bien un esfuerzo para alcanzar la fuente de nuestra vida; una fuente de la que yo me había alejado por negligencia y suficiencia. Es un milagro que el camino hacia ella se me haya abierto».

Encontré este párrafo entre los centenares de cartas recibidas tras mis charlas en Radio Luxemburgo. Quizá sea la tuya ¿quién sabe?. Proponiéndoos algunas refle­xiones sobre la oración, intento llegar a los que pensáis que no se pierde el tiempo con este tema, como si fuese un asunto zanjado; como si la vida, demasiado absorben­te, no permitiera la oración; como si rezar fuese un lujo reservado a los que gozan de tiempo y tranquilidad.

Me dirijo a vosotros que habéis rezado esta mañana, aunque sea simplemente por costumbre... A vosotros que sólo rezáis de vez en cuando:

«¡Por qué repetir todos los días lo mismo! Rezo cuando siento necesidad».

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A vosotros que, sin daros cuenta, habéis perdido pie en el terreno de la oración por el peso de una vida agotadora, como ante una fatalidad: estoy demasiado cansado... No tengo tiempo.

A vosotros que, sin duda por haber rezado en otro tiempo a vuestro aire, tenéis más de un resentimiento contra lo que creéis que es la oración: supervivencia de otros tiempos, según vosotros —técnica cómoda para colmar nuestra incapacidad total de pensamiento y ac­ción— forma de confiscar a Dios al servicio de intereses particulares — forma burguesa de seguridad, práctica continuada que ha contribuido a deshumanizar al hombre — mistificación incluso, cuando se mantiene en la inac­ción y la resignación.

Me dirijo a vosotros que apenas tenéis calma y silen­cio; silencio que terminará por hacerse tan insoportable que el ruido no os parecerá extraño. «Sé —decía un trabajador— que durante siete u ocho horas no voy a ser más que una máquina».

A vosotros que hace mucho tiempo habéis olvidado cómo rezar, pero que seguís con interés una discusión sobre este tema: «Las cuestiones religiosas me interesan, pero no pidáis más».

Tomo en cuenta todas vuestras objeciones sobre la oración; son siempre las mismas:

—Tiempo perdido: «No puedo perder ni un minuto...» —Inutilidad: «¿Para qué sirve?... ¿Qué puede cambiar?». —Vacío: «Me encuentro frente a un muro... ¡Dios no res­

ponde!...» —Orgullo ilusorio: «¿Por qué esperar de otros lo que sólo

queremos debernos a nosotros mismos?».

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Que de nuestra vida cotidiana surja una oración

Sois sinceros en vuestras objeciones y yo respeto esa sinceridad, pero permitidme que sea directo en mis respuestas.

Os invito a reflexionar sobre las dificultades personales para rezar; después buscaremos cuál puede ser nuestra oración en consonancia con los tiempos que vivimos: de cara a la civilización técnica y a pesar del ruido de la vida moderna. Buscaremos una oración para el hoy, que pueda surgir de la vida cotidiana.

«La oración no es para mí». He escuchado esta queja amarga más de una vez en boca de aquellos a quienes les ha golpeado la vida, a quienes el trabajo embrutece y están demasiado fatigados para fijar su espíritu por las noches, en una oración.

«La oración no es para nosotros». Hay quienes dicen esto igual que si dijeran: un coche, vacaciones en el mar, un chalé, eso no es para nosotros. De la misma manera que un hombre decía un día a su hijo: «¡Mira, el único Dios que tenemos es la suerte!».

Esta queja no puede quedar sin respuesta. Si alguno de vosotros desprecia a los que rezan y, desacredita la oración, debemos, sean cuales sean las dificultades que tengamos, compartir todos la misma angustia: la angustia indefinible de los hombres de nuestra época, como si, ante los progresos de la ciencia y los sobresaltos de una vida humana, trastornada hasta sus cimientos, el hombre moderno estuviera sobrecogido de vértigo frente a su propio destino. Comprometido en la aventura acelerada de su época y deslumhrado por su propia conquista del universo, el hombre sigue experimentando la agudeza de sus propios límites.

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El que reza es el primero en afirmar:

«¡No sé rezar!»

Transportado fuera del campo de su conciencia, el nombre sin oración busca un centro interior para no alienarse. Podemos afirmar que el hombre sin oración se deshumaniza.

Es un hecho que hoy hay crisis y resurgimiento de la oración. Numerosos índices nos lo demuestran: el rena­cimiento de la oración comunitaria y de los estudios bíblicos; el impulso litúrgico después del concilio Vati­cano II; los grupos espontáneos de oración; la renovación cansmática, así como todos estos núcleos erigidos en monasterios u otros centros de reunión cada vez más frecuentados.

Sin embargo, por otra parte, gran número de cristianos permanecen ajenos a esta inspiración llena de promesas. La crisis de la fe alcanza al cristiano en la oración. La oración forma parte del movimiento mismo de la fe; pero el solo hecho de querer creer puede ser ya efecto de la oración.

Rezar supone ser consciente de una indigencia radical ante Dios. «Plegaria» y «precariedad» tienen la misma etimología. La vida nos enseña frecuentemente la medida de nuestra pequenez; pero esta indigencia se inscribe en la naturaleza misma de nuestras relaciones con Dios. El hombre sólo puede dirigirse hacia Dios si es llamado o sostenido por él. Este rostro de Dios vuelto hacia el hombre se llama amor, y el rostro del hombre vuelto hacia Dios se llama acogida y oración. La pobreza evangé­lica es, según san Juan, la disponibilidad del que, no teniendo nada en propiedad, puede recibirlo todo de Dios, que quiere dárselo todo. Abre a los «pobres de espíritu» el dominio de la oración.

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San Pablo dice: «El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Sin embargo el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26).

Así, afirmar «no sé rezar» —sobreentendiendo el deseo de hacer todo lo posible por rezar mejor— signi­fica ya testimoniar en nosotros la presencia activa del Espíritu Santo, que es el único capaz de inspirarnos esa nostalgia de Dios.

«No me buscarías si no me hubieses encontrado»: Esta frase que Pascal pone en boca de Cristo se verifica en la oración.

«No sé rezar» es una confesión de amor y el amor comienza por una confesión. El deseo de rezar confirma un deseo que pertenece a Dios.

Algunos dicen satisfechos: «He rezado», como quien dice: «Fregué los platos». Es decir: he añadido las fórmulas o las expresiones espontáneas de mi oración a las cosas que poseo. Los platos están recogidos, la oración está clasificada en un momento determinado de mi tiempo: todo está en orden, ya me puedo ir a dormir... ¿Se sorprenderían los que así se expresan de nuestra rectifi­cación?: N o , no habéis hecho vuestra la oración de Cristo.

Esto no es una batalla de palabras. Nuest ra época de activismo, de productividad, nuestra mentalidad occiden­tal, nos predispone a apropiarnos de la oración como si fuera una obra nuestra, hecha por Dios y en la que pensamos tener la iniciativa. Una obra que expresa nues­tro instinto de captación, en lugar de ser el gesto filial de dependencia conscientemente aceptada.

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En camino para el viaje interior...

Ciertamente rezar es un arte que requiere iniciación y un laborioso esfuerzo; es preciso temer las negligencias y descubrirlas, pero la oración es ante todo un don de Dios. - El don de la oración es Cristo mismo. Cristo nos ha dado su oración, igual que nos ha dado la Eucaristía y la Iglesia. Oración, Iglesia y sacramentos son inseparables en nuestra fe, de la misma forma que en nuestra vida se conjugan nuestros actos y nuestro pensamiento.

La oración es ante todo alguien. Lo que nosotros llamamos «nuestras oraciones» son meros instantes en nuestra toma de conciencia de esta oración-presencia. Basta con que haya al menos una mirada para que realmente pueda haber oración, es decir aceptación con­sentida de la presencia orante del Espíritu. La verdadera respuesta a Dios, que da, se da y perdona, es nuestra oración gratuita. La alabanza es el resurgir mismo de la oración.

En una palabra, la oración no es una evidencia, es una aventura hacia un descubrimiento inaudito del que des­conocemos el final. Como ocurre en todas las aventuras es preciso correr el riesgo. ¿Participaréis con nosotros en este viaje interior hacia las fuentes profundas de la vida?. Es un viaje al interior de lo real, de lo verdadero, que revela lo invisible... Rezar es vivir intensamente y verda­deramente en respuesta a una llamada bajo el impulso del Espíritu.

El viaje más allá de la noche, hacia la admiración y el perdón, es una experiencia a la vez personal y comunita­ria, en busca de nuestros antecesores y con la sabiduría de los santos y místicos. Solamente hablaremos de lo esencial dejando en manos de los libros sabios y de las gentes instruidas el cuidado de responder a los que la

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oración más habitual les familiariza con la voz del único Maestro de oración...

Una generación de cristianos se pregunta sobre la oración y repite constantemente con los primeros apósto­les: «Señor, enséñanos a orar».

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«Rezar significa admitir cotidianamente

nuestra debilidad».

(Este testimonio es el de una profesora de escuela pública, convertida y bautizada en la noche pascual).

No es posible abordar la oración, sin eiocar el efecto extraordinario que produjo en mí y en mi vida este pasaje de un libro de Gandht:

-, «Rezar es admitir cotidianamente nuestra debilidad... Es preciso presentarse ante Dios con toda debilidad, con las manos vacías y con un espiritu de completo abandono».

Estas frases se convirtieron muy pronto para mí en una especie de texto de oración, en una actitud interior cotidiana. El adjetivo «extraordinario» escrito más arriba no es dema­siado fuerte. Realmente viví una ruptura cuando lo descubrí. Guardo muy vivo el recuerdo de ese momento esencial experimentado una noche en un rincón de mi habitación. Hasta entonces, no sabía estrictamente nada sobre la oración y rehusaba sistemáticamente cualquier asomo de debilidad personal. Pasaba cada día inmersa en una tensión agotadora. De repente, llegó el descanso y con él la posibilidad de admitir cotidianamente mi debilidad. ¡Era posible!. Esto significaba una puerta abierta a la humildad, que yo desconocía.

Desconocía la oración de la Iglesia e incluso la Iglesia, (tan sólo el rostro hermético que no dejaba presentir ninguna solución), no tenía ninguna curiosidad sobre ella.

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Leí los evangelios meses más tarde, aunque esta lectura no añadió nada al sentido de «mi» oración y entré en la Iglesia unos dos años más tarde. ha oración es esencial, vital. Soy consciente de que no hay realización fuera de ella; penetra y traspasa cada acción, se propaga en cada jornada sin que yo pueda experimentar ninguna satisfacción en sentirla como yo quisiera.

La oración de Cristo da luz a «nuestra pequenez, admitida día a día». Esto significa ser cada día un poco más niño en las manos del Señor; un poco más confiado.

Lo que significa ser uno mismo llega día a día por el Señor. ... La oración me permite fundamentalmente trabajar con los demás. Al mirar el Evangelio me acerco a los demás. Es una oración que va y viene, es un movimiento: «Ven y sigúeme...» La oración es la negación de lo quieto...

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Simples palabras sobre la oración

Desde este privilegiado lugar, que es la casa de acogida, «La Source», he recogido estas frases de nuestros encuentros para ilustrar este libro...

DEFENSA DE LA ORACIÓN

Confesión de una profesora de letras con una infancia difícil y un año en un hospital psiquiátrico, antes de recobrar la salud y la fe: «Sin saber a quién amar tenía una devoción ejemplar. Me refugié en la religión y en la literatura».

APRENDIZAJE DE LA VIDA Y DE LA ORACIÓN

Militante comprometido con el medio rural. «Había mon­tado mi vida en la actividad. Siempre corriendo. Vine aquí para aprender a rezar sin cambiar el modo de vida».

Enfermera, después de tres años de enfermedad e inmovili­dad: «Antes creía que tenía fe y no la tenía. Pero ahora sé gracias a la oración lo que es la vida. Antes no había comprendido su importancia».

CONSTATACIÓN VARIAS VECES FORMULADA

«Se reza poco en comparación con lo que se hace».

CONFESIÓN DE AMOR

Hogar recién formado: «Me resulta difícil hablar de la oración. Para una pareja que se quiere, el amor se vive, no se dice. Se reza como se ama. Nosotros hemos descubierto que Jesucristo nos ama».

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EL ROSTRO DE LOS DEMÁS

Joven sacerdote que trabajó en las minas de la Lorena: «Sin oración me hubiese convertido en un tecnócrata de la Iglesia. Los demás me han ayudado a ser lo que soy. El icono es la imagen de estos hombres y mujeres que trabajan conmigo. Dios se ha hecho imagen».

ORACIÓN JOCISTA

Religiosa que vivió once años en el Congo-Brazaville. Perte­neció a los primeros jocistas: «En la J O C aprendí a rezar. Allí se decía: no se puede esperar nada de un jocista que no medite».

EL SILENCIO DE LA ORACIÓN

Joven que ha presentido lo esencial- «Si fuera creyente, sólo sería silencio ante Dios».

LA ORACIÓN COMO UN GRITO

Después de algunas semanas en coma, Lulu se quedó sordo. Grita su rebeldía: «Me pregunto si gritar no es rezar».

LA ORACIÓN TAL CUAL...

Enfermera de subnormales profundos, muerta de un cáncer un año después: «Rezo tal como soy, con lo que yo soy».

JESUCRISTO REZA EN MI

Una viuda al servicio de los más desheredados: «He com­prendido que Jesucristo reza en mí. Desde hace tiempo hago rezar a mi vida. En la oración encuentro la verdad de la vida».

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Buscarte

Con todas las fuerzas, que tú me has dado, te he buscado, deseando ver lo que creía. Luché y sufrí.

Dios mío, mi Señor, mi única esperanza, no dejes que me canse. de buscarte. Con pas,ión busco tu rostro.

Tú, que has permitido que yo te encuentre, dame todavía valor para buscarte y encontrarte aún más.

Ante ti mi seguridad; guárdala. Ante ti mi fragilidad: sánala. Ante ti, todo lo que puedo o ignoro.

Por donde me abras, entraré:

ábreme.

Déjame que no te olvide. Déjame comprenderte. Dios mío, mi Señor, déjame amarte.

San Agustín Tratado sobre la Trinidad, XV

Mi oración en la encrucijada

de la vida cotidiana

El hombre gira en el espacio... domina la materia, los secretos de la vida y la naturaleza... Conquistador por la eficacia prodigiosa de una civilización técnica, aparente­mente sin límite, los cristianos se preguntan no tanto por la forma de rezar, como por si es necesaria todavía la oración.

El mundo moderno se presenta como la antítesis de la oración. En una economía de superproductividad, no hay espacio para rezar. El hombre de negocios no tiene tiempo para las oraciones, que sólo podrían incluirse en la columna de las pérdidas. En la carrera hacia el record, la oración es la inacción; en el sufrimiento, es un gemido que despilfarra las fuerzas.

La inactividad aparente de la oración es insoportable para el hombre superactivo de hoy. Tanto el silencio de la oración, su búsqueda de Dios o su humildad, son intolerables para las ambiciones, pretensiones y victorias adquiridas sobre la materia y el espacio, sobre los secre­tos de la vida y de la naturaleza. Constatamos por parte del hombre de la calle, de negocios o de ciencia, una repulsa hacia todo lo que representa la oración. Es una

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dimisión indigna del hombre que parece confiar en la oración sólo para arrojar la enfermedad o la miseria y obtener la paz entre las naciones.

A principios de siglo, los maestros de la sospecha rechazaban la oración al mismo tiempo que el cristianis­mo. Para Marx era una alienación; para Freud una pro­yección de los fantasmas personales; para Nietzsche, una dimisión indigna del hombre...

¡Ofrecedle la dirección de un buen médico!

Estas quejas sirven cuando se apoyan en las desviacio­nes aparentes de la oración, pues siempre hay a su lado callejones sin salida.

No es malo rezar cuando se tiene miedo, sin embargo, la oración no es, en principio, un refugio contra el temor. No podemos negar que a veces la oración se ha rebajado a simples compensaciones que nada tienen que ver con ella según el Evangelio. Ciertamente que al Señor se le reconoce en esas ocasiones pues «él sondea los riñones y el corazón», pero en un país modelado por el cristia­nismo durante tanto tiempo, es evidente que cierto tipo de oraciones son el producto de la sustitución de un atavismo religioso, más que una expresión de la fe.

Otros denuncian, y no sin razón, el desacuerdo de los actos de los cristianos con su oración; Lucienne expresa su dificultad en rezar por los contratestimonios que tiene ante sus ojos: en su casa, una «devota» vive sola en tres habitaciones, mientras que ella vive en una sola habita­ción con dos niños y la abuela... La omisión escandaliza y da la razón a los que consideran la oración de los cristianos, como una evasión que no subraya el lazo inseparable entre oración y acción. Cuando arde una casa, el sentido común nos impulsa a combatir el incen­dio, más que a ponernos a rezar.

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Cuando un vecino os hace partícipes de sus inquietu­des sobre la salud de su mujer, no decís: reza y todo irá mejor; sino que más bien le dais la dirección de un buen médico y le ayudáis en todo lo posible. Después en vuestra habitación seguramente que rezáis por la enfer­ma.

Si una madre pierde a su niño, no vais torpemente a consolarle diciéndole: «Angelitos al cielo; él es feliz...». La sensibilidad al vivo de esta madre no lo admitiría, aunque lo digáis inspirados por la fe. Nuestra solicitud activa es la única palabra que une el lenguaje del corazón: No se prometen oraciones a los que no tienen dinero, ni traba­jo, ni amor, sino se hace desde la solidaridad para ayudar­les a salir de esas situaciones. La injusticia reclama el sobresalto de la protesta y la cohesión de la acción común y no una resignación que no es evangélica. «Re­zaré por vosotros». Esta fórmula, tan familiar para los cristianos, sería una mistificación si estuviera en vuestros labios como una frase conveniente, sin ningún compro­miso con la vida. El cristiano se aisla para rezar a ciertas horas con el fin de vivir más a Cristo entre los hombres.

Más allá de las desviaciones de una oración insuficien­temente cristiana, cualquier forma de orar es ininteligible para el que no comparte la fe en Jesucristo. Pero deje­mos constancia aquí de que esta era de sospechas ha abierto el camino al resurgir evangélico de la oración. Ciertas formas de oración tradicional han desaparecido como la oración destinada a suplir nuestras insuficien­cias, lo que, sin duda, supone una suerte para la oración y para la fe.

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La doble tentación

La tentación de los fuertes consiste en fiarse más de la acción que de la oración. La tentación de los débiles consiste en refugiarse en la oración por miedo a la acción. De la tentación a la confusión, a menudo, sólo hay un paso... ¿Qué es pues la oración en comparación con la acción?. Orar es reconocer la iniciativa de Dios en el fondo de mi acción de hombre. Es certificar que Dios está perpetuamente presente y activo en mi vida. Por medio de mi oración afirmo que es finalmente Dios quien construye al hombre.

La oración transfigura la vida. Mantener la casa, hacer las cuentas, soñar, enseñar, todo, para un creyente, que reza, significa algo más que trabajar por deber o capri­cho, según las leyes de una economía voraz y para su único provecho. Nuestra oración, incluso en el mundo profanado por el pecado, sobreentiende la voluntad de disponer el universo dentro de la óptica del proyecto de Dios sobre el mundo: «Reunir a los hijos de Dios disper­sos».

Dios ha confiado este mundo al hombre, desde su origen, sin dejar de habitarlo con su aliento creador. Este mundo de la materia ha sido transfigurado por Cristo, con su llegada, con el mismo gesto que ha asociado al hombre a su propia redención...

André Séve ha descrito muy bien el eje de una oración polarizada por la vida: el hambre de Dios es lo que nos constituye como... hombres. De ahí que «o bien el hambre de Dios es el sol alrededor del cual yo organizo todo; o bien Dios es un objeto entre otros, que gira en el cielo dificultado por mi vida».

N o es la vida la que dirige la oración, es la oración la que dirige mi vida. Si es la vida la que dirige la oración, entonces habrá que encasillarla en la jornada; pero si es

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la oración la que gobierna la vida, el sentido global que yo doy a mi vida es la expresión vivida de mi fascinación por Dios. La vida da a la oración sentido de sinceridad, y la oración impregna la vida de su lucidez.

De la misma forma que el cristiano no abandona a los demás para ir a Dios, la oración no deserta de la vida, porque en su retiro se dirige a Dios. La vida de cada día es la primera materia de la oración.

Si concedo un tiempo a Dios en la oración, se lo entrego de hecho, y si tengo conciencia de ello, entonces le doy gracias. Estos momentos fuertes, gratuitos, que son los dones de Dios, solamente se ganan cuando se consiente en perderlos, ya que lo gratuito es lo más necesario. Para dar todo nuestro tiempo a los demás, es preciso que aprendamos a dar nuestro tiempo a Dios. Si es necesario tener tiempo para tomar iniciativas, también es necesario para recibir los dones de Dios. Es el caso de un matrimonio, que trabaja junto todo el día, pero que experimenta la necesidad de sentirse aún más junto en momentos privilegiados.

Es como accionar un coche sin batería...

¿Interrumpen nuestra oración las actividades diarias?. No, si la oración dirige nuestra vida, si nuestra tarea lleva impreso el proyecto de Dios y su voluntad sobre noso­tros. Mis actividades están coloreadas con la oración porque reconozco que Dios actúa en lo profundo de mis actos, sin interferir en mis iniciativas. Lo que yo hago tiene una doble impronta: la de Dios y la mía. Pero solamente tomo conciencia de Dios, después de un cho­que, con la perspectiva de la reflexión.

Sin embargo si hago un absoluto de mis intenciones, de mis proyectos, de mis trabajos —libre de pedir a Dios

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que «me ayude»— ya no estoy al servicio del reino de Dios y desprecio los lazos que me unen a él. Estoy desconectado de su espíritu. Hay un corto-circuito: si la corriente no pasa no se puede rezar. Es como si quisié­ramos maniobrar un coche sin batería o accionar un interruptor cuando falta la corriente.

Esta no es una forma válida de rezar: Señor, te lo ofrezco todo, actúo para ti, con tal que sea sin ti.

Podemos añadir: la oración de quien se complace en su mediocridad, será mediocre. Pero la oración de un «po­bre», que sufre su mediocridad y la lleva dolorosamente queriendo liberarse de ella, será liberadora. En una época atormentada como la que vivimos, labrada por la desgra­cia, no temamos amoldar nuestra oración a las angustias de este mundo. Los gritos de los hombres, mujeres y niños de los cuatro puntos del mundo que nos acercan los rumores de la actualidad, los rostros dolorosos de la pequeña pantalla, los dramas que aparecen en los perió­dicos, y las confidencias sobre las durezas de la vida, en el barrio o en el trabajo, constituyen la trama de una oración que hace cuerpo con nuestras solidaridades, im­potencias, impaciencias y, a veces, hasta nuestras rebelio­nes.

Esto es trágico, ciertamente, pero también podemos maravillarnos ante los signos de ternura, de paciencia serena y obstinada, del compartir fraternal y del «a pesar de todo» que lleva consigo la esperanza: tantos caminos abiertos a la alabanza.

En qué mujer, en qué hombre me convierto

Después de estas reflexiones reconocemos que la ora­ción, la verdadera oración, cimenta la verdad de la acción y le da su cualificación y su significación. La eficacia ya no es el único resultado que cuenta; ya no es la actividad el

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fin último de las cosas. El fracaso, incluso, se convierte en positivo y, de la misma formi, la acción pierde su carácter dramático y trágico. La oración introduce un poco de humor y distancia en nuestras actividades y lejos de apartarnos de nuestras obligaciones nos induce a ellas, pero sin ningún tipo de coartada. Una oración abre un espacio en el que Dios puede intervenir.

Desde ahora ya no es cuestión de alternativa entre oración por una parte y vida y acción por otra. La oración se convierte en una actitud consciente, en una cierta forma de ver la vida, en una nueva visión del mundo y de los hombres; da consistencia a la vida haciéndola recobrar su trama. La oración no pregunta «¿Qué haces?», sino «¿Qué eres?» «¿En qué mujer, en qué hombre te conviertes?» Comprendemos las profundas palabras de Simone Weil: «El mal es lo que interrumpe la oración». En el fondo, la oración es un combate en la vida; una de las formas más ignoradas del valor. «Os exhorto, hermanos, a luchar con­migo en vuestras oraciones a Dios por mí» (Rm 15, 30). «Os saluda Epafras, que es de los vuestros... y no deja de combatir por vosotros en sus oraciones a fin de que resistáis» (Col 4, 12).

Combate, en alguna medida, con Dios: recordad el combate de Jacob (Gn 32, 23). Un combate que va más allá de los objetivos presentes y abre el camino hacia la victoria final, descrita por el Apocalipsis, contra los malos poderes desencadenados sobre la tierra frente a la pala­bra de Dios (Ap 6, 1-7). Los hombres de oración son los que provocan la irrupción del Espíritu sobre la tierra.

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ha vida contemplativa de una soldadora en una fábrica

Estoy a gusto en esta fábrica, semejante a las demás en muchos aspectos. El trabajo es duro físicamente, pero me conviene y además el ambiente es simpático. El Cristo que yo reo y contemplo lo descubro cada día a través de mis compañe­ros, en sus gestos, en el compromiso de unos hacia los otros, en sus locuras.

Quizá sea porque me estoy haciendo vieja, pero pienso que las personas son verdaderamente extraordinarias y capaces de olvidarse de ellas mismas a pesar de la atmósfera egoísta que ha creado y sostiene la sociedad actual. La contracorriente que debemos remontar es tan fuerte que cualquier pequeño gesto dirigido a los demás me parece lleno de heroísmo y no es exageración por mi parte.

¿Cómo anunciar a Jesucristo?, me pregunto, muy a menudo. ¿Como María, en la Anunciación?. No veo la posibilidad por medios corrientes y tradicionales. Claro está que existe la fuerza del Espíritu Santo fecundando las aguas, recubriendo el caos primitivo, donde todo era germen de vida... Cuanto más busco, y quizás sea un refugio, más me introduzco en une vida interior contemplativa. Adorar al Señor en sus criaturas significa pedir perdón por nuestras negativas, nuestras, por­que estamos juntos; también significa cantar la gloria del Señor en unión con la Iglesia, sacerdotes y monjes, hombres o mujeres, obispos o todos los que como yo viren en el centro de la masa humana el reino de Dios.

Incluso en el sindicato, en el comité de empresa, al que pertenezco, permanece en mí la serenidad y la seguridad de que el Señor se sirve de todos nosotros, de que su reino está aquí, como la primavera que no se ve pero se siente a través de los pájaros que cantan en los bosques o en el viento sobre el río.

No tengo ningún mérito al sentir todo esto, viendo lo que veo.

orar al ritmo de la i ida 33

ha oración no es fácil en la vida obrera

En mi vida actual como obrero, donde no hay oración en común, ni crucifijos, ni sacramentos, donde la oración no tiene, desgraciadamente, casi sitio, sin embargo existe un esfuerzo, un recuerdo árido para comunicarme con Dios, para estar unido a él.

En la fábrica, en la barra de un bar, en la calle, no hago ningún tipo especial de oración: llamo a la luz, fuerza de Dios; le grito mi desesperación... Le expongo el gran deseo de participar más en la gran obra de salvación y creación y de ver claro mis problemas personales, siempre unidos a los de la colectividad.

En el fondo, lo mismo que los «ancianos» de la Biblia. A veces sube una alabanza hacia esta gran fuente de vida y

de amor; a veces, sin embargo, es la cólera, la injuria, la blasfemia, sacudidas por la fatiga y la irritación.

Para nosotros, laicos, arrancados de cualquier comunidad cristiana, solidarios en nuestra búsqueda, la oración no es fácil. Estos gritos de angustia que nos arranca nuestra aflic­ción son también los de nuestros compañeros que no tienen fe: somos sus intérpretes cuando exponemos esto ante Dios. ¿Creéis que no sufrimos por estar tan poco unidos a Dios?; sin embargo nos abrimos camino como podemos.

Mezclados con este mundo ateo, cuyos valores amamos, tenemos, a pesar de todo, la conciencia de representar a esta Iglesia, a la que no comprendemos muy bien... Pero, ¡qué oración sería la nuestra si no participásemos en la lucha para encontrar parte de la dignidad del hombre, que parece rota!.

Un peón especializado

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y\ louis rélij

En el ámbito rural, los militantes que reflexionan sobre su vida no permanecen en el análisis y en la acción, van directa­mente a la oración a partir del acontecimiento.

Señor, tú estás presente en nuestras vidas y aunque a riesgo de equivocarnos, intentamos reconocerte por Jesucristo, al hilo de nuestros encuentros y te pedimos que:

Seas alabado, por los trabajadores del campo, que se atreven, junto con sus compañeros, a comprometerse en acciones más justas.

Seas alabado, por los agricultores que rehusan tener la máquina o el dinero al servicio de «los amos».

Seas alabado, por los artesanos que se agrupan para seguir siendo verdaderos creadores en el ejercicio de su trabajo.

Seas alabado, por estos pequeños comerciantes que luchan en condiciones difíciles para que las ciudades y los pueblos pue­dan estar mejor servidos.

Seas alabado, por los técnicos y los profesionales que hacen que el hombre consiga éxitos de la técnica.

Seas alabado, Señor, por los esfuerzos que se realizan para conseguir una escuela rural, para que los niños de los pueblos no sean los más desfavorecidos.

Señor, sabemos que tu reino no está al final de estos esfuerzos, pero ¿cómo podríamos encontrar el reino sin recorrer antes este camino?.

Gracias, Señor, porque sabemos que siempre estás más allá de nuestros éxitos o de nuestros fracasos. Nos enseñas a reconocerte y nos llamas sin cesar para que correspondamos a nuestra vocación de hijos de Dios, allí donde estemos arraiga­dos.

orar al ritmo de la vida 35

¿Quieres saber por qu'e rezo?

Mi oración se fundamenta en la siguiente convicción: Nada hay en el mundo que pueda separarme del amor que Dios siente por mí. No tengo elección. Para mí es vital responder a este amor. Por eso rezo. No hay otra razón, ni tengo otro razonamiento.

Yo no me planteo el saber «cómo rezar». Mi pregunta más bien es: ¿Cómo no rezar?; igual que podríamos preguntarnos cómo no responder al amor o cómo no experimentar una pasión que nos conmueve.

Así, puedo añadir: o rezamos siempre o no rezamos. Yo no rezo de vez en cuando; rezo de la misma forma que respiro, como vivo y como amo. Para que fuera de otra forma, sería necesario que me desembarazara de esa certeza que señalaba hace un momento.

Se puede vivir todo «bajo la mirada de Dios» (como dicen los salmistas del Antiguo Testamento): el esfuerzo del trabajo cotidiano, el aire tibio de una mañana de primavera, la espera de un amigo, una feliz sorpresa o una decepción. En resumen, todo lo que teje una existencia. El corazón que reza multiplica los motivos de adherirse a Dios, a través de los acontecimientos cotidianos y de los detalles que abundan en nuestras relaciones humanas.

La oración del cristiano me parece estar necesariamente unida a una cierta forma de ser y a una cierta visión sobre las cosas. El sentido contemplativo que ha hecho nacer en nosotros la certeza de ser amados por Cristo, transfigura en todo momento nuestra forma de vida. En estas condiciones la oración y nuestra vida tienen el mismo valor.

Un hombre de 36 años.

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Rezar es aceptar comenzar de nuevo...

sin desesperar

«No, decididamente nunca podré rezar con esta vida que llevo: Ni un minuto libre, tantas preocupaciones y el desaliento que me agobia de noche, hacen que la oración me resulte incluso insoportable... ha oración no es para nosotros».

¿Es cierto que la vida moderna hace más difícil el ejercicio de la oración? ¿En qué sentido? ¿Es admisible que los más desfavorecidos sean también los menos capacitados ante' la oración?.

Pienso en un trabajador que, para estar en el trabajo a las siete y media, debe levantarse a las cinco, tomar el tren, el metro o el autobús y, por la noche no regresa a casa hasta las ocho y media. Vosotros, trabajadores, que sabéis lo que es levantarse rápidamente de la cama cuando suena el despertador. Vosotros que entabláis una carrera contra el reloj, que no cesa hasta el momento ritual en que introducís vuestra tarjeta de trabajo en el siniestro reloj de entrada. Vosotros que os precipitáis en la boca del metro para uniros a la masa humana que se deja arrastrar, medio adormecida, dentro de esa oruga luminosa, cuyo rugido anuncia la vibración de las máqui­nas y el bullicio de las horas de trabajo.

Trabajadores manuales y empleados, educadores y

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38 louis rétij

comerciantes, personal de hospitales y del servicio públi­co, hombres y mujeres asalariados, vosotros estáis unidos firmemente a la servidumbre de un empleo de tiempo inexorable. Tanto en el exterior como en casa. Hablando de lo que tenéis que hacer en el barrio, decís: Voy con «mis carreras». Y es normal que os lancéis para hacerlo todo más deprisa.

Incluso los agricultores que hoy están libres de traba­jos humillantes, se ven pegados a un tractor, abandona­dos a la intemperie, exigiéndose cada vez más.

Estos lugares de trabajo, por muy agobiantes que sean, son sin embargo lugares de oración. A los más ocupados yo les digo: Vosotros también podéis, y quizá mejor que nadie, rezar una oración verdadera. Incluso las condicio­nes más detestables pueden dar acceso a la oración. Vuestra vida os transporta a la simplicidad del corazón del evangelio.

Del mismo modo, los que se consideran privilegiados, porque viven en calma sin demasiadas preocupaciones por el futuro, los que se benefician de una cultura, de una vida ordenada, con tiempo libre, y una atmósfera favorable a la meditación, comprenderán que su propia facilidad esconde también ilusiones sobre lo que repre­senta la oración y sus exigencias.

orar al ritmo de la i ida 39

El grito de los niños, las disputas de los vecinos.

Entendámonos bien; ciertamente que la miseria pre­dispone a la blasfemia más que a la oración y que el sueño tiene la partida ganada contra las veleidades de una conversación con Dios en las noches de fatiga.

Ciertamente, todo lo que hace que la oración sea casi imposible, lo que deshumaniza, es un atentado, más allá del hombre, al mismo Dios. El silencio ayuda a la oración y el recogimiento es indispensable a la hora de rezar. Siempre que podáis hacerlo, por ejemplo en vacaciones, procuraos calma para rezar, pasearos solos rezando y buscad a Dios en el recogimiento de vuestra habitación...

Pero a los que carecen de tranquilidad en sus vacacio­nes y de un cuarto de hora de soledad, a los que tienen como su marco de oración los chillidos de los hijos, las peleas de los vecinos o dolor de cabeza, a los que conocen el sufrimiento de la vida, solamente les puedo decir y repetir, como lo hizo Cristo: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los insatisfechos, porque de forma privilegiada se os ha abierto el dominio de la oración».

¿Por qué?. Vuestra vida inconfortable, abandonada a las inseguridades, os predispone a tomar conciencia, más profundamente que otros —y eso lo hemos visto—, de esa pobreza radical del hombre abandonado a sí mismo. Esto es lo propio de la oración cristiana: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad intercediendo por nosotros» (Rm 8, 26).

Los santos y los contemplativos unánimemente afirman que es indispensable este sentido de pequenez ante Dios.

Más que el cansancio y el descorazonamiento, temo una cierta suficiencia del cristiano de hoy, familiar al hombre actual: el orgullo. Un cristiano que lo había

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40 louis rétif

COínpfendi d w ¡rr>pide rez • e s c r i b i ó l o siguiente: «Lo que más me época har **A* m ' ° r g u l l a E s t e orgullo no viene de una ^boratorf3 h C d e s c u b r i m i e n t o s y de nuevas técnicas: el caduca* / ° ec l iPsado al oratorio, el riego ha hecho

«» las rogativas». dianam ' m G a n c m i > el sabio hindú, es admitir coti-

V o l v ^ ' 6 n U e S t f a d e b i l l d a d » -^sta m ^ ? a l e e r l o : D i c h osos los que la vida reduce a la propied A SU p e c l u e n e 2 > y que, no teniendo nada en qUe -a ' e s t a n disponibles para recibir todo de Dios, «DioTlere d a H o .tod

o. Según las palabras de san Pablo: Cr.n ' ^ U e e r a rico, se hiao pobre para enriquecernos C o ^ s u pobreza». inclu °A°$ v o s o t r o s c u y a oración a menudo ruda e c o ° d°iorosa como vuestra vida, se ve despojada jj r i VUestra fe. Porque vuestra oración está apesadum-vi, ^ ° r fatiga> pero puede ser fuerte gracias a vüestro valor.

Ya no es posible vivir de este modo

'ertamente, la vida parece que conspira contra nues-°s proyectos de orar, pero nuestras propias insatisfac­

ciones no solamente están unidas a las contingencias de la ida que pesan sobre nosotros; la sed de oración surge de

o más profundo. Nuestra vida está gobernada por aspi­raciones vitales que resultan poco satisfactorias en la

o r r n a como las vivimos. Jamás somos como quisiéramos ser.

Una misteriosa esperanza habita en nosotros: la obse­sión de volver a empezar. Volver a empezar para amar

m e jo r a los demás, para comportarnos de otra manera, Para participar de forma más lúcida en el proyecto de Dios sobre el mundo.

orar al ritmo de la vida 41

Una necesidad de volver a nacer en nosotros mismos y en los demás. Según la invitación de Jesús a Nicodemo, lo esencial en la vida no es haber nacido, sino nacer de nuevo.

Dejemos a uno de estos jóvenes vagabundos, a la vez desengañado y enamorado del absoluto, a la búsqueda de sí mismo, y de Dios, que nos explique cómo intenta dar sentido a su vida. Me escribió después de haberse mar­chado por segunda vez a la India: «...Así que voy solo, buscando vivir en el camino recto. ¿Qué hago aquí?. ¿Cuánto tiempo me hará falta errar por los caminos para descubrir mi verdadero país?. No sé lo que busco a través de estos caminos agotadores... Estoy desarraigado.

¿Por qué no tengo país, ni Iglesia, ni familia, ni ami­gos?. ¿Será la esclavitud la condición para la verdadera libertad?. Siento la necesidad de dar todo, de abando­narme enteramente, obsesionado por la parábola del joven rico y de la oración del padre Foucauld. Pero siempre hay en mí un« yo», que frena con energía este impulso espontáneo y frágil...».

Más tarde, desde el sur de Ceilán, a donde ahora vive, dejaba transparentar su alegría por haber descubierto a Dios gracias a la oración: «Soy feliz por no tener proyec­tos para el mañana, por haber sabido cortar muchos lazos malsanos, al exiliarme, por ser amigo de este pueblo...».

Este testimonio nos demuestra que rezar es aceptar volver a empezar la vida sin desesperar, consintiendo en renacer. Siempre es posible renacer gracias al dinamismo de Dios que tenemos dentro, pero sin olvidar la resisten­cia interior. «Temo tanto salir de mí que rezo a Dios todo lo que puedo para que él me ayude a nacer» (Pierre Emmanuel). Hay una fuente en ti que no es tuya y que está preparada para brotar en el momento preciso... Todo es posible para el que reza. Dios está obligado a lo imposible.

Una expresión empleada para traducir el espíritu de

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42 loáis rétij

Teresa de Lisieux puede resumir la oración: lo infinito del deseo en la total impotencia.

Es extraño ver cómo cambian mis ideas

cuando rezo

«¡Si conocieras el don de Dios y quién es el que te habla» en la oración!. Los grandes orantes saben que el don de la oración es el mismo Cristo, fuente de la vida y de renovación. En Navidad, quien tiene sensibilidad ve más la ternura de los que hacen regalos que su valor material.

Después de la oración se es otra persona, se ven de otra forma los acontecimientos y las gentes. «Es extraño cómo cambian mis ideas cuando rezo», decía Bernanos. Reconocer en la oración los signos de Dios en nuestra ¡ida, es descifrar nuestra propia existencia bajo el aliento del Espíritu.

Esta verdad que buscas a tientas, esta esperanza que hay en ti, tenaz como la vida, este deseo de reconciliación con Dios, contigo mismo

y con los demás, este gusto por la belleza que tanto te hace sufrir por la

fealdad, este amor, tan a menudo decepcionado, a veces enga­

ñado, jamás satisfecho plenamente, el llanto del hijo de Dios que quiere nacer, si tú en la oración quieres...

orar alriimo de la i ida 43

«ha oración aburrida, es aburrida» dice Dios.

El aburrimiento en la oración puede ser el resultado de nuestras negligencias, de nuestro conformismo. Ello se refleja en este texto. También hay un aburrimiento fruto de la aridez espiritual, prueba de la fe y noche del alma. A veces es necesario aprender a aburrirse ante Dios. Esta oración cuando es un combate contra uno mismo es una de las mayores fidelidades hacia Dios. Conviene no confundirse.

Esto es aburrido, dice Dios. Antes que el pecado confundiese a la tierra, nunca hubiera

pensado que el aburrimiento pudiese anidar en la oración de los hombres como un gusano en la fruta.

Un fruto podrido no puede alimentar. Es asombroso que oración y aburrimiento terminen por

coexistir en el corazón de los hombres, mis hijos. Para muchos, sin embargo, el aburrimiento ha matado la

oración: ¡ha oración, que es vida, extinguida por un aburri­miento mortal!.

Es asombroso que oración y aburrimiento terminen por coexistir en el corazón de mis hijos.

Sin embargo, desde la aurora del mundo, he visto mi creación como un reclinatorio del hombre.

Instalé la montaña en el horizonte, junto a la nieve que resplandecía y puse el sol en su curso por encima de las cumbres más altas y al pájaro lanzándose hacia la luz.

...para que el hombre dirija sus ojos hacia mí y se maraville de mi esplendor eterno.

Presté mi voz quejumbrosa al viento que ulula en las ramas, el grito al animal, la canción en el nido, el murmullo a

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44 Uuis rétif

la fuente que susurra entre las piedras... para que el hombre cuando oiga estas sinfonías escuche también en su interior mi voz.

Di la paz como compañía del atardecer. El ruiseñor se calla, se encienden las estrellas, el bosque se

duerme y cuando se hace la noche la luna se encarga de deslumhrar.

...para que el hijo del hombre, con todas las vivencias de una jornada, se pare un momento y diga: ¡Padre... Padre mío!.

La oración de la noche es como un niño que se sienta sobre las rodillas de su padre; es la charla animada, el perdón que olvida... antes del descanso de la noche.

Algunos hablan torpemente utilizando fórmulas aburridas, palabras que producen sueño... sin comprender que están hablando con alguien que está presente y que ama y, que escucha su corazón a través de sus palabras.

Han inventado la oración familiar dentro de una atmósfera sepulcral: sin alegría y sin pasión {prefiero a los chavales que se ríen en la Iglesia).

Hacen la oración como, si hicieran la colada. Envían sus rezos como si mandasen una carta. ¡Hacen de ello un trabajo fatigoso!. Es aburrido, dice Dios. Para ofrecer al hombre el don de un nuevo esplendor después

de su pecado, le envié a mi único hijo. El, les indicó los caminos de la verdadera oración, y les

enseñó a transformar la materia prima de la vida cotidiana en oración.

El, les reveló el amor del Padre... ¡hasta la muerte!. Les ofreció todo: su vida y oración. El evangelio les señala cómo su vida, su pasión, incluso su

muerte (pues su oración no era aburrida, aunque tampoco carecía de dolor) fue su única oración.

orar al ritmo de la vida 45

Cuando él se marchó, los apóstoles, llenos de su espíritu, afirmaron y rezaron la alegría del Cristo resucitado.

Fueron encarcelados, azotados; no se aburrieron. ¿Cómo podría ser su oración aburrida?. Esto es maravilloso, dice Dios.

L.R.

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46 louis rélif

La oración de un luchador'^ Martin Lutero King

Tras una jornada de mucho trabajo me acosté tarde. Mi mujer dormía ya y cuando yo estaba a punto de dormirme sonó el teléfono. Una voz colérica me dijo: «Escucha negro, estamos hartos de ti. Antes de una semana lamentarás haber venido a Montgomery». Colgué pero ya no tenía sueño; me pareció que todos mis temores se agolpaban. Salté de la cama y me puse a dar vueltas por la habitación. Terminé en la cocina donde me preparé una taza de café. Entonces estuve a punto de abando­nar. Intentaba encontrar un medio de desaparecer sin que pareciese un cobarde. En este estado de agotamiento, cuando mi valor estaba a punto de desaparecer, decidí hablar con Dios de mi problema. Con la cabeza entre las manos me incliné sobre la mesa de la cocina y me puse a rezar en voz alta. Lo que le dije a Dios aquella noche permanece todavía vivo en mi memoria. «Vine aquí por lo que yo creía justo, pero ahora tengo miedo; las gentes llegan a mí para que las guíe, pero si yo voy delante sin fuerzas y sin valor también vacilarán ellas. Estoy al límite de mis fuerzas y no me queda nada: he llegado al punto en el que solo no puedo hacer nada». En ese momento sentí como ninguna otra vez la presencia divina. Era como si pudiese escuchar la seguridad de una voz interior que me decía: «¡En pie a favor de la justicia! ¡Adelante por la verdad! ¡Dios estará a tu lado!» Tan pronto como perdí mis temores, mi incertidumbre desapareció, y estuve dispuesto a afrontar cualquier cosa. «La situación exterior no había cambiado, pero Dios me concedió la calma interior».

Martin Lutero King, La fuerza de amar.

orar al r\tmo de la vida 47

Perdóname

Perdóname, Señor, por complacerme en esta tristeza amarga.

Perdóname, Señor, por haber hablado mal de los demás y dudado de mí mismo.

Perdóname, Señor, por mi rostro cerrado y por esa risa mala que deforma la boca.

Perdóname, Señor... por haber maldecido, dudado, llorado, bostezado, por haber odiado la inmensa alegría de vivir y haber recibido a la hija de Satán,

oh alegría, en tu mansión.

Léon Chancerel. El peregrino de Asís:

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Querrías rezar como un santo,

y yo te invito a rezar como un pobre

«Cuando reces, entra en tu habita­ción ) cerrada la puerta reza a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre que ce en lo escondido, te recompensa­rá». (Mt 6, 6)

La habitación que indiqué a mis discípulos se trata de la despensa, donde se almacenan las provisiones. Es un lugar retirado al que no tienen acceso los extraños.

«Cierra tras de ti la puerta» ¿Qué quiere decir?. Esto no es necesariamente una invitación a cerrar puertas y ventanas para aislarse; es una simple imagen. No significa cerrar la puerta a las preocupaciones, sino interiorizarse en lo profundo, ya que la verdadera oración es interior y surge de lo más profundo de uno mismo. Yo entiendo por «interioridad» la mirada hacia lo interno que ayuda a conocerte tal como eres para realizarte tal y como el Padre quiere que seas. Pero hay que distinguir rigurosa­mente el término « vida interior» que es la vida accesible a cualquier hombre que se interioriza, sea creyente o no, de la «vida espiritual» que es «el movimiento del Espíritu Santo».

En todos nosotros hay un interior y un exterior; mien­tras que nuestra vida externa es conocida por nuestros

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louis rétif

sentidos, la interna es fácilmente comprensible. /Muchos hombres ignoran la existencia de esta zona de profundi­dades, o mejor dicho, el interior de nuestra ser. Sin embargo «el reino de Dios está dentro de nosotros».

Allí donde te espero...

Más que nada, la oración forma parte de las cosas de dentro. Procede de más allá de uno mismo y concierne también al Otro: mi Espíritu que reza tu oración. Lo que ocurre fuera debe renacer de las profundidades.

Sin embargo esta época, y no sin razón, muestra rece­los hacia un cierto intímismo religioso. Es verdad que un cierto tipo de piedad sin consistencia, débil y artificial, escapada a lo irreal, hace pantalla a la fe. La consecuencia más dolorosa de esta piedad desencarnada en la mayoría de los creyentes, es que los cristianos más comprometi­dos en la lucha por el hombre, se olvidan de rezar por temor a las ilusiones de la oración.

Si decimos que la oración es un diálogo de amor con el Espíritu Santo, hay que señalar que se trata de una confidencia más allá de los sentimientos humanos, in­cluso si los consideramos como un deshecho. Cuando más te mires al rezar, tanto menos rezarás ya que la verdadera oración no es la que sientes.

Acuérdate de esto: a veces es más peligroso el gusto en la oración que el desagrado.

Interiorizarse, «cerrar la puerta», quiere decir situarse allí donde mejor encuentres al Padre. Cuando la Escri­tura se refiere al «corazón», no lo hace en el sentido de afectividad y de sentimiento, sino en su significado bí­blico de «raíz de la existencia». «El hombre escondido en el fondo del corazón, esto es lo que vale ante Dios» (Pedro). El «corazón» es el lugar secreto de tu relación

orar alXritmo de la vida °) 1

con m\ Padre. Allí donde yo te espero. Es el origen de tus aspiraciones y tus riquezas de ser.

Pero antes de experimentar tu relación filial con el Padre, la oración propiamente dicha se inserta en un com­portamiento de hombre a hombre. Antes de ser una cuestión de fe, es una actitud humana, familiar a todos, factor de educación. La vida de cada día está tejida de oraciones como un recurso hacia el otro. «¿Puedes ha­cerme un favor?»; en un consentimiento que no va aislado: «Sácame de aquí, por favor»; es la expresión de una espera, un signo de dependencia, un gesto de apertu­ra. Todas las cosas que instigan al recurso a Dios, que se llama oración cristiana.

¡Sí, pero yo tengo tantas preocupaciones!

A la hora de rezar, tú dirás ¿cómo cerrar la puerta? ¡Hay tanto ruido fuera y dentro de mí! ¡Tengo tantas preocu­paciones pasando por mi cabeza como si fuera una pelícu­la!.

Estos deseos, estas inquietudes que tienes, abandónalas en mí al igual que todas tus actividades de la jornada. Después olvida; no te empeñes en cazar las distracciones, déjalas que se disipen como humo al viento. En ese momento, preséntate en tu interior, en tu origen, allí donde la fuente de agua viva brota en ti en un eterno hoy. Solamente resolverás tus problemas si profundizas tus lazos de amistad conmigo. Si no rezas, ¿acaso no te arriesgas a olvidar lo esencial?.

¡Ten cuidado!. Puedes apasionarte con lo secundario de la vida, sin comprometerte, arriesgándote a cerrar los ojos ante el dolor de los demás. Rehusa la fatalidad. Libérate de las máscaras de lo cotidiano y encuentra tu

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52 Mis rétif

verdadero rostro de hombre libre. Sé lo que eres./TResca-tarte de ti mismo quizá signifique dejar a un lado la vida confortable de burgués así como las falsas satisfacciones. ¿Acaso no te desorientas en tu oración porque estás desunido de la voluntad del Padre?.

Por medio de una oración «cualquier deseo» trans­forma una necesidad del sentido en deseo de vivir ple­namente. La vida sólo tiene el sentido que tú le das. Pero, ¿cómo dárselo si no te recoges?. Mira al que coge con habilidad las flores del jardín. Después en su casa prepara con el mayor esmero un ramo, como si de nuevo recogiese cada uno de los tallos. Recoge los aconteci­mientos de la oración hasta contemplar al Padre en el trabajo de la creación. Deja que esta maravilla termine en adoración por tantas bondades, por la solidaridad en el trabajo, por los encuentros y las conversaciones. Como tantas flores de algo vivido que eterniza la oración. Así «el hombre interior toma nuevas fuerzas» (Pablo).

Profundiza tu silencio... Necesitas del silencio

tanto como de la respiración

Este cara a cara conmigo requiere una cierta soledad. Sin duda tú has conocido horas de soledad humana, esa angustia que a menudo esconde su nombre. La soledad nació el día en que ninguna persona despertó a tu pena, a tu vida. La soledad sólo es trágica cuando es el resultado de una cita cancelada; sin embargo, la soledad orante es el lugar donde nunca estás solo: conmigo está « poblada por una legión de testigos» (Apocalipsis). Por medio de esta soledad voluntaria en la oración tomas en serio las aspiraciones de los hombres y das plena medida a lo que ellos necesitan: el amor.

orar til ritmo de la i ida 53

Pon silencio en tu itinerario. La oración tiende al silen­cio. Donde hay silencio mi Padre enviará al Espíritu en socorro de su debilidad. «Pediré al Padre y él os enviará el Espíritu de verdad» (Juan). A la zona profunda de tu silencio es adonde llega mi Palabra. Todo en mi evange­lio es Palabra de Dios, y no hay nada que pueda inte­rrumpir mi encuentro con el Padre; pero acuérdate de mi silencio ante Pilatos, cuando me dejé condenar pasando por un impostor de Dios. Medita el silencio de mi Padre en la historia de los hombres. Un silencio que esconde su amor, su espera. Un silencio en el que consiente para que tú seas fuerte.

Profundiza en tu silencio en el mismo ruido. Lo necesi­tas como respirar profundamente: para exhalar una pala­bra verdaderamente humana que cree solidaridad y sople vida y fecundidad a tu trabajo. Para actuar y hablar en verdad, el hombre necesita del silencio en la oración. El silencio es la profundidad de la Palabra.

Un silencio que sea una larga escucha del Padre. Sé «un corazón que escucha» (Salomón). Orar no es tanto hablar como escuchar al que te habla; quizá sea necesario olvi­dar los libros para escuchar la Palabra que surge de mi Espíritu. «El que escucha mi voz pasa de la muerte a la vida» (Juan). Solamente necesitas un instante para acoger mi palabra, pero con poco se ahoga la voz que te habla.

Llave de la mañana cerrojo de la noche...

Puede ser que vivas esta escucha bajo la forma de un monólogo contigo mismo o de un diálogo interior con las palabras que tú me prestas: cuando me hablas así, te escucho y cuando tú escuchas así, te hablo. Yo te escu­cho más de lo que te puedes imaginar.

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54 louis rétif

A veces serán suficientes algunas palabras del evange­lio, o algún versículo de un salmo del que he hecho mi oración, para que mi Palabra hable a tu corazón. Tú me repites así amorosamente mi propia palabra. No te apre­sures en pasar a otra. Saborea, como si se tratase de degustar un buen vino. Lee, medita, rumia, contempla en silencio, a tu gusto. Refrena el hambre de conocer, pero sacia tu hambre profunda y conocerás el exceso de un corazón despierto, desbordante de alegría. Como una nave, despliega tus velas para que el Espíritu las hinche con su soplo.

Debes saber que la oración es el secreto de los sencillos. Está a tu puerta hoy mismo: una simple mirada, un grito de sufrimiento o de rebeldía, la alegría del momento. La oración de una noche de insomnio, o la que sigue el ritmo de la respiración. Una oración que se intercala en la jornada como llave de la mañana y cerrojo de la noche. Orar a propósito de algo, sobre la actualidad de un suceso, por una carta recibida, por un encuentro o una noticia, a propósito de las informaciones de la televi­sión...

Si es sencilla, tu oración puede ser dolorosa, igual que tu pena. Ella se parecerá, entonces a las dos frases de mi oración en Getsemaní: «Si es posible, que este cáliz se aleje de mí... ¡Padre, que tu voluntad sea hecha!». Pero ocurre que estas dos frases se alejan la una de la otra, por una lucha oscura que es una de las formas de perseveran­cia en la oración.

Vuestra oración es más fuerte que vosotros mismos

Acuérdate... Un día te has encontrado solo, horrible­mente solo, desesperado y amargo, y te has dado cuenta hasta qué punto tus amigos te han traicionado y cuántos

orar al ritmo de la vida 55

proyectos se han aniquilado; solo frente a tus sueños, con tus alas rotas, pobre y cansado, si has renunciado a ti mismo sin dejar de gritar tu angustia, entonces, tu ora­ción ha sido inmensamente grande y se ha identificado con la mía... Ciertos días agárrate a mí, como el que se aferra a un salvavidas.

Te gustaría rezar «como los santos» y yo te invito a rezar como los pobres; es decir, pobremente: como puedas, como eres y no como quisieras ser. Rezar así es también creer que puedes llegar a ser el que no eres. Este tipo de oración crea el porvenir. Con tu oración, toda la humani­dad respira y se despierta a un amor del hijo hacia el Padre. Sin duda te falta saber rezar con tu debilidad.

A nadie le está prohibida la oración como se prohibe la entrada a un parque privado del que no se puede disfru­tar.

El verdadero secreto de la oración tiende a esto: no eres tú el que reza, soy yo quien reza en ti.

Así que no temas, tu oración es más fuerte que tú mismo y, eso es lo tranquilizador.

«Por eso yo os digo: todo lo que pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido» (Marcos).

* * *

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56

Antes

idftis rétif

Escoge un lugar recogido un lugar donde no te distraigas, un lugar que te produzca paz, calma y silencio.

Escoge el tiempo que tengas disponible donde nadie te moleste y con el que puedas contar todos los días.

Decide cuál va a ser el tiempo mtnimo que vas a dedicar al Señor.

No entres cansado en la oración: Cinco minutos antes, pon punto final a tus actividades y

ordena todo.

Mientras

Ponte en presencia de tu padre que está en lo secreto. Dale las gracias por ser un Dios lleno de amor. Pídele para que te ayude a encontrarle de nuevo. Exprésale con tu cuerpo, el amor y respeto que sientes por íl. Escoge la postura que te resulte más cómoda: sentado, de

rodillas, de pie... Que tu cuerpo te ayude a la calma y a la oración; domina

tus ganas de movimiento. Lee lentamente el texto escogido. Intenta comprenderlo. Toma en tus manos el evangelio y lee. Si se trata de una escena de la vida de Jesús,

imagina que tú estás allí. Mira. Escucha. Con los ojos de tu corazón, observa lo que pasa. Párate en lo que más te interese,

en lo que te produzca alegría, en lo que te sumerja en la paz.

arar al ritmo de la nda ' '

Lo importante no es lo que se encuentra en este libro sino lo que Dios te dice, lo que tú mismo descubres.

Pregúntale a Dios lo que el texto te inspira preguntarle.

Después

Agradece a Dios estos instantes frente a él. Pídele la fidelidad hacia lo que él te ha hecho descubrir. Anota en un pequeño cuaderno el fruto de tu oración. Este cuaderno será como tu carnet de camino.

P. Simón

Sólo Dios basta

«¿Pensáis que está callando aunque no le oímos?. Bien habla al corazón cuando le pedimos de corazón».

«Nunca el maestro está tan lejos del discípulo que sea menester dar voces, sino muy junto».

«Pues podéis mirar cosas muy feas, ¿y no podréis mirar la cosa más hermosa que se puede imaginar?'».

«Tratad con el Señor como con padre, y como con hermano y como con señor y como con esposo».

«Todas las cosas faltan, pero el Señor de todas ellas nunca falta».

«Quien a Dios tiene, nada le falta». «Sólo Dios basta».

Teresa de Avila

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Como una fuente

Como enseñó Hesiquio de Batos, monje bizantino de la Edad Media, en sus Centurias; «Quien vela cuidadosamente sobre su corazón y prohibe la entrada de cualquier otra imagen o fantasía, observará pronto cómo su corazón, por naturaleza irradia luz. Como un ascua arde, como el fuego enciende el cirio, así Dios hace arder nuestro corazón con vistas a la contemplación, él, que desde el bautismo habita en nuestro corazón».

Un monje de nuestros días se ha valido de otra comparación para decir lo mismo. Se trata de un hombre muy interior a quien la oración ha invadido totalmente y que le ocupa de continuo. Se le preguntaba cómo había llegado a ello. Respon­dió que difícilmente podía explicarlo: «Hoy, dijo, tengo la impresión de que desde hace años yo llevaba la oración en mi corazón, pero no lo sabía. Era como un manatial que estaba tapado por una piedra. En un momento dado, Jesús quitó la piedra y entonces la fuente se ha puesto a manar y sigue manado continuamente».

André Louf El Espíritu ora en nosotros

Narcea, S.A. de Ediciones

Con el evangelio en la mano

Una vez alguien me escribió: «Me di cuenta de que, a pesar de ser creyente y fiel a la oración, no oraba realmente con Dios... Prestaba menos atención a Dios que a la oración misma. Me buscaba a mí mismo en la oración... Oraba a un Dios impersonal. El descubrimiento en el evangelio de la oración de Cristo me ha devuelto el sentido de la oración cristiana que siempre se dirige al Padre».

La última vez que vi a mi madre —moriría algunas semanas más tarde— la oí decir: «Me gustaría orar de otra manera». Siempre había rezado como se rezaba en sus tiempos: con las fórmulas recibidas en la infancia. Vivió valientemente, sacando adelante a sus cuatro hijos, con una fe fuerte que había crecido con los años. Y a la hora de la vejez, su oración parecía pueril para expresar la profundidad de su fe cristiana madurada al sol de la vida.

Cuántos cristianos, como mi madre, tienen una expe­riencia espiritual de la oración mucho más válida que su forma concreta de expresión: hacen oración de la vida, por encima de las fórmulas con que la revisten.

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Jesús oraba

Sin duda, más de uno se habrá dicho alguna vez: «Me gustaría orar de otra manera». Pues bien, que haga suya la oración de Cristo Jesús que se nos muestra en el evangelio. Que comience por prestar mayor atención a la oración de Jesús, evangelio en mano. Nunca nadie pudo antes imaginar semejante intimidad con Dios. Además, toda oración cristiana va henchida por el soplo del Espí­ritu y la oración que inspira es de una radical novedad.

A los que lo desean, les aconsejo que hagan un inven­tario en el evangelio. Siendo joven, intenté esta aproxi­mación buscando los textos que hablan de la oración o donde aparecía implícitamente. Intentadlo. El evangelio no dice nada a quien no le pregunta nada. Es palabra de Dios para quien le interroga en la fe.

Cuando aprendió a leer, Jesús aprendió a orar. En su juventud, se amoldó a las oraciones judías de su tiempo. Iba al templo, frecuentaba las sinagogas, participaba en las peregrinaciones...

Jesús oraba. El evangelio es sobrio respecto a los tiempos de oración que jalonaron su vida y su intimidad con el Padre; sólo algunas alusiones: «Por la mañana, al alba, Jesús se levantó y se fue a un lugar apartado para hacer oración». «Jesús se fue a la montaña para orar y pasó la noche en oración con Dios». «Una muchedumbre le seguía, pero él se retiró a un lugar apartado para orar».

Si ora así no es para dar ejemplo, sino para vivir en plenitud su relación con el Padre. La oración del hijo de Dios es única, incomunicable, el más inolvidable secreto de su ser frente a frente y en diálogo de amor.

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Durante mucho tiempo dejó a los apóstoles que oraran a su manera.

Si esta intimidad entre el Padre y el Hijo nos parece misteriosa, es porque emana del misterio de un Dios Padre, Hijo y Espíritu. Un Padre fuente de vida y de amor, eternamente maravillado de la acogida del Hijo que lo recibe todo de él. Un Hijo eternamente maravi­llado del don del Padre que le da todo lo que él es. Y en este intercambio de amor y vida, surge el Espíritu, soplo de Dios, fusión de su amor: como dos olas que en la orilla del mar se funden para formar una sola montaña de espuma...

Cuanto más humilde sea nuestra oración, más entrará en este movimiento de atracción que une al Padre, que quiere darnos todo para, finalmente, divinizarnos. Si Cristo ora, es también para descubrir hasta dónde le va a llevar su misión. La oración precede a los grandes acon­tecimientos de su vida, a las decisiones importantes, como la elección de los apóstoles o el anuncio de la Pasión, y culmina a la hora de la tentación.

Sólo conocemos algunas de las oraciones de Cristo que le surgieron espontáneamente, incluso en medio del gen­tío: explosiones de alegría, de fuerza y reconocimien­to, peticiones gozosas y confiadas, tan confiadas que las agradece antes de que hayan sido otorgadas. «Te alabo Padre, porque has revelado todas estas cosas a los humildes y pequeños... Sí, Padre, porque así te ha parecido mejor. Te doy gracias por haberme escuchado...» Los mismos milagros son «flores escogidas que brotan de su vida de oración» (K. Adam).

Pero Cristo dejó durante mucho tiempo a los apóstoles que oraran a su modo. Sólo más tarde, cuando le pregun­taron por su oración, les enseñó el padrenuestro. No forcemos a la gente que utiliza para orar fórmulas dema­siado litánicas. Respetémoslos. Poco a poco, cada uno va

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descubriendo cómo debe ser su oración. Cada evangelista transmite los consejos de Jesús sobre la oración con su estilo propio. Para demostrar la manera de dirigirse al Padre, nos muestra los sentimientos de Dios hacia noso­tros: su ternura y su perdón, su amor gratuito y su solicitud. Es una manera de vivir tanto como una manera de orar. Hablan menos de cómo orar que de perseverar en la oración. «Hay que orar siempre sin desfallecer. Velad y orad».

«Lo que mi Padre me ba enseñado, Yo os lo digo» (Mateo). La oración no es palabrería. «Tú orarás... Tú amarás». Durante la agonía en Getsemaní, es cuando podemos percatarnos mejor de su profundidad, del combate que se libró en esta oración que recogía toda la angustia del mundo. Sin embargo, se abandona en las manos del Padre. Experimentó la absurdidad de la muerte. De la nuestra también. Hasta en la cruz, aparece la tentación de la desesperanza: «Dios mío, ¿por qué?».

Cuando siento ganas de mandarlo todo a paseo

He conservado para publicarla una página del diario de un sacerdote aquejado de cáncer. Este sacerdote escribía: «Cuando se acepta pasar por Getsemaní, se llega a conocer la alegría de la Pascua. Yo no creo en la resurrección, la vivo». De la oración decía: «Cuando los dolores me impiden rezar, cuando siento ganas de mandarlo todo a paseo, la oración se convierte en un estado, una situación. Orar con un amigo sobre las cosas más sencillas».

Las Escrituras afirman: «Cristo está vivo siempre para interceder». (Hebreos). Ayer y hoy y por siempre» (Apoca­lipsis). «Lo que hace el Padre, eso también lo hace el Hijo» (Juan). Jesús actualmente ora. Es su manera propia de trabajar hoy para la humanidad. Esa oración está a nuestra disposición...

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Es Dios quien ora en nosotros...

Sólo oramos verdaderamente con y en Jesucristo. Es él quien intercede por nosotros.

«Desde que comprendí que era Jesucristo quien oraba en mi», decía una mujer, «me liberé del peso de mi incapacidad para orar».

Orar en nombre de Jesús significa orar con su Espíritu que grita: ¡Padre! La iniciativa proviene de Dios. Busca­mos a Dios como si él no nos buscara, le llamamos como si él no nos llamara. Vamos a su encuentro, como si él no nos hubiera encontrado desde hace tiempo.

En verdad, es Dios quien ora en nosotros. No le desearíamos si él no deseara nuestro amor. No le ama­ríamos si él no nos hubiera amado primero. La invitación a perdonarnos es tal que nos hace que le pidamos su perdón.

Nos acosa sin cesar, pero sin violentar jamás nuestra libertad. Nunca podríamos pedirle algo que él ya no nos hubiera ofrecido antes. Nos antecede en la oración como nos antecede en el camino de la resurrección. Sí, de verdad, no oraríamos si Dios no orara en nosotros.

«Jesús pide a los hombres, nunca les exige» (Pascal). Es una gran sorpresa para los adultos convertidos descubrir, después de muchos años sin saberlo, que Jesús ha to­mado las riendas de su vida. «Dios da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34).

Ya no estoy solo

Su oración es nuestra en la medida en que la acoge­mos. Si es ilusorio concebir la oración como si todo dependiera de nosotros, lo es también contar con la

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mediación de Cristo sin nuestro esfuerzo personal. Es necesario hacer un esfuerzo para evitar la negligencia y cobardías que siempre se esconden detrás de las mismas excusas: no tengo tiempo, no me gusta orar...

«Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre, entraré en su casa y cenaré con él» (Ap 4, 20).

Es una gozosa nueva aprender de ti que vienes a orar con nosotros. Ya no estoy solo. Tengo alguien con quien hablar. Con un Dios que no quiere que le recemos sino que le escuchemos. Sobre todo yo tengo que hacer silencio para que tu alabanza al Padre sea la mía. Mi vida contigo adquiere una dimensión de eternidad.

Tú eres el invitado que no se hace rogar para acudir a la cita. Permaneces a lo largo de toda la vida; no fuera sino dentro de mí.

«Orar la vida» contigo: con o sin fórmulas, a solas o con los demás, en los buenos y en los malos días.

Orar la vida es como cantar: un rebosar de alegría, un lamento, un grito, una angustia... según los días.

Orar la vida: engranar contigo las letanías de lo coti­diano. El vecino sin trabajo, las preocupaciones que se repiten, las tensiones internacionales, el hambre, la cóle­ra...

Podemos decir como San Pablo: Ya no soy yo quien vive, quien ora, es Cristo quien vive, quien ora en mí.

LOS EVANGELIOS MENCIONAN LA ORACIÓN DE JESÚS

MARCOS 1, 6, 14,

35 46 32-42

JUAN 11 12 17,

41-42 27-28 1-26

LUCAS 3, 21-22 6, 12 9, 29 11, 1 22, 32

MATEO 14, 23

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Frente al cáncer

Frente al cáncer, un sacerdote, Emile Damiens, cura párroco, lucha, se debate, ora. Finalmente, no se resigna pero está disponible. Testimonio de una oración que, en el meollo del sufrimiento, transfigura una vida.

«Conozco tus sufrimientos, tu miseria. He pasado mucho tiempo pensando en ti. Cuando grité hasta tres veces: «Padre, aleja de mí este cáliz», ¿piensas que era una figura, una metáfora?. No, era todo mi ser que se rebelaba. Temblaba, me angustiaba desalentado ante los sufrimientos que me esperaban. Es verdad, sólo quería «marcharme».

Y después se produjo lo que tú ya conoces: «Padre, lo que tú quieras y no lo que yo quiera».

En la cruz, en el grado más alto de mi sufrimiento, cuando todo mi cuerpo se desgarraba, cuando mis músculos se endurecían, yo gritaba mi soledad, mi extrema angustia: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Me creía abandonado incluso de mi Padre a quien le había dicho: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad». Pero una vez llegado el momento de decir «sí» a esta voluntad, también yo me eché para atrás. Y sin embargo, tú sabes mi deseo de confiar, de abandonarme antes de expirar: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Este grito supremo que me aseguraba que no me había equivocado. Esto es lo que he tenido que pasar para ayudarte, para ayudar a los otros, en sus sufrimientos.

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A los que están en las clínicas a los que ves y a los que no ves, a los que sufren sin saber, sin esperanza. ¿No podrías hablarles de mi amor infinito discretamente, pacientemente?».

— «Como tú quieras».

Emile Cicerón y Floride Gerard presentan a Emile Damiens.

Trente al cáncer.

La oración que pide

«No os inquietéis por nada; en todo momento presentad a Dios vuestras pe­ticiones con la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias» (Flp 4, 6-7)

Algunos sondeos entre los que oran no bastarían para convencernos de que en nuestra época la oración de petición ha caído en desgracia o, al menos, es mal com­prendida ¿Pertenece a otra época? ¿Es un resto de una fe infantil? ¿Un atentado a la libertad de decisión del hom­bre?

Algunos dicen: «¿Para qué rezar?... No obtengo nada de lo que pido». Otros: «Dios siempre me escucha» o bien: «Siempre me concede lo que le pido, puesto que oro por cosas como la curación del hijo de la vecina...».

Todos recuerdan las palabras de Cristo: «Pedid y reci­biréis. Llamad y se os abrirá... Todo lo que pidáis en mi nombre, Dios os lo concederá».

A veces el escándalo de una oración no escuchada se convierte en una gran prueba de fe.

Algunos intentan explicarse lo que interpretan corno una negación de Dios diciendo:

— «No obtengo nada porque no sé hacer uso de la oración». Como si la oración fuera una especie de distri­buidor automático que hay que saber hacer funcionar.

— «Si no obtengo nada es porque no oro bien».

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Como si la oración fuera una mercancía que hay que vender a un cliente.

— «Si no obtengo nada, es porque Dios no quiere escucharme». Como si Dios fuera un patrón que protege unos intereses, o un gran sentimental al que hay que ablandar.

Existen, por último, los que se niegan a pedirle nada a Dios diciendo: «Dios sabe bien lo que necesitamos ¿Por qué molestarle con nuestras peticiones?»... y apelan a las palabras de Jesús: «Vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6, 8).

A unos habría que explicarles por qué la oración de petición es buena, e incluso necesaria. A los otros, habría que responderles al escándalo de la oración no atendida.

El grito del niño que se sabe amado

La oración de petición es ante todo una actitud filial. Mirad a vuestros hijos pequeños y pensad que Dios guarda hacia nosotros la misma atención que vosotros, padres, guardáis hacia las llamadas incesantes de vuestros hijos: el grito del pequeño que está enfermo, ese per­miso que os pide el mayor, las demandas repetidas durante días, que resultarían molestas si no fuera porque traducen confianza y amor. Así es la oración del que tiene conciencia de obtenerlo todo de Dios y se sabe amado por aquel a quien se le puede pedir todo.

Si vaciláis al plantear este grito de la oración que pide, le estaréis negando a Dios el derecho a ser padre. Porque aunque sea padre y no tenga necesidad de ser solicitado por nuestra oración, no cesa de desearlo. Como dijo san Agustín: «La oración de petición tiene por objetivo, no instruir a Dios, sino construir al hombre».

El Padre sólo sabe amarnos, sin consentir en nuestras fantasías o en nuestras peticiones poco claras. Sólo él sabe lo que verdaderamente necesitamos, lo que es

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bueno para nosotros, lo que supone nuestra realización, una realización que Dios persigue de la manera más apropiada. Como el médico que salva a su enfermo apelando a su propia ciencia, por encima de las sugeren­cias empíricas del paciente. «Tus caminos, Señor, no son nuestros caminos».

El que tiene conciencia de que todo es don de Dios y que al orar lo espera todo, obtiene todo. Al que pide como si se le debiera algo, la oración aparentemente no escuchada le hace desesperar de Dios.

ha oración cristiana pide a Dios

Dios no está obligado a respondernos a vuelta de correo: la perseverancia en la petición, como se ve en el evangelio, atestigua la seriedad de la súplica, profundiza el deseo y purifica la intención. Es como el apetito agudizado por la espera.

Esta perseverancia al orar tiende a transformar nuestra propia mirada, nuestras motivaciones y hasta el eje mismo de nuestra vida. «La oración no se fundamenta en que Dios escucha al que ora, sino cuando el que ora continúa orando hasta que él mismo escucha lo que Dios quiere» (Kierkegaard).

Una chica de once años lo expresaba de otra forma más sencilla: «Cuando oro, me encuentro con fuerzas suficientes para realizar por mí misma lo que iba a pedirle a Dios».

A este nivel, la oración de petición se confunde con la alabanza, la acción de gracias y el perdón. Es la actitud del pobre, del que es consciente de depender de Dios.

Finalmente, somos nosotros los que detenemos a Dios en su deseo de salvarnos de nuestro egoísmo y nuestros pecados. Para que nuestra petición sea aceptable, en ella debe sobreentenderse el que se haga su voluntad \ no la nuestra.

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Como la corriente superficial de un río, nuestra peti­ción consciente —esa curación, ese examen, ese viaje.••— oculta, en las profundidades de la fe, un deseo incons­ciente de la ternura que Dios nos ofrece. Hay que escoger entre estas dos corrientes de la oración: la de superficie que lleva sólo nuestro proyecto y la de las profundidades que lleva la voluntad de Dios. ¿Dios o yo en primer lugar?

Sea cual sea la petición, toda oración cristiana se dirige a Dios. En mi demanda, reconozco tanto su bondad como su poder. Si me rebelo porque no he sido escucha­do, es porque yo perseguía mis propios objetivos (que se hiciera mi voluntad). Y la oración no era más que una técnica superior para alcanzarlos. Dios se convierte en el servidor todopoderoso de mi voluntad. Y sin embargo, orar a Dios significa ayudarnos a amoldarnos a él.

Dios se nos vuelve inútil, y nos sentiremos tentados de revolvernos contra él: quizá sea ésta una forma de creer aún.

Pero si acepto la voluntad de Dios sobre la mía (Padre, que se haga tu voluntad), la petición cuyo objetivo nos parecía misteriosamente inaceptable para Dios, se con­vierte en acto de amor. La esperanza humana defraudada ha hecho que nazca un verdadero abandono a la voluntad de Dios. Al pasar por la muerte de un deseo humano, la vida de Cristo resucitado afirma y desarrolla la oración en mí. «No he obtenido lo que pedía. He obtenido lo que deseaba», decía una mujer con una gran paz, una mujer que se estaba muriendo en la cama de un hospital.

Tal oración se dirige hacia su término definitivo: «Cristo resucitado, nuestra esperanza».

orar al ritmo dt la i ida 71

Oración responsable

¿Se deduce de esto que, para evitar la dolorosa decep­ción de la oración no escuchada, sólo deben pedirse bienes espirituales? Esto sería lo mismo que pedir a nuestros hijos que renuncien a expresar sus deseos de niños. La misma Iglesia lo juzga así en sus plegarias litúrgicas: ora por las cosechas, por las lluvias, por el éxito de un viaje, por un acontecimiento feliz...

Seamos conscientes de que nuestras objeciones contra la oración de petición no provienen solamente del escán­dalo de la oración no escuchada, sino también de una falsa imagen de Dios, considerado como inmutable en su eternidad e insensible a nuestras desgracias.

Recuerdo que en 1940 me encontré con una vieja polaca residente en Francia y que, ante las calamidades que entonces sufría el país, no se le ocurrió otra cosa que esta reflexión: «Dios, después de tanto tiempo, se ha vuelto demasiado viejo». Dios no escapaba al paso del tiempo.

Como si confusamente esperáramos de Dios que su­pliera nuestras deficiencias previniendo los accidentes, apagando el fuego y los volcanes, acabando con las epidemias... Es como hablar de una providencia donde Dios tira de los hilos de un universo habitado por robots.

Las huellas de una primera infancia sin fe o con un catecismo demasiado burdo, la ausencia de una catcque­sis de adultos, ha permitido que subsistan representacio­nes pueriles que aún se imponen en el espíritu de muchos, como un espejo deformado.

La verdadera oración de petición nos remite a nuestras responsabilidades de hombres y mujeres frente a deci­siones y solidaridades. Hay que obtener con nuestro esfuerzo lo que le pedimos a Dios como don. El Espíritu trabaja, guía e inspira desde dentro de nosotros. Cuando se ora realmente por algo, se trabaja por ese algo. La

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oración convierte nuestros corazones, pero también mo­viliza nuestros brazos.

Actuar y orar. Un día ante la explanada rebosante de gente de la gruta de Lourdes, un niño se cayó al agua. Su madre le gritaba: «¡Confía en la Virgen!». Y su padre añadió: «¡Fíate de ella, pero no dejes de nadar!». Consta­tar que los que más oran no son generalmente los que más actúan, es un síntoma inquietante. Generalmente el horizonte de la oración cristiana queda reducido a las necesidades de tipo familiar o personal. Las preces de nuestras celebraciones litúrgicas, donde se evocan los acontecimientos de una actualidad tormentosa, se pare­cen a veces mucho más a un tranquilizante para las conciencias que a un estimulante para la actuación colec­tiva.

Como si orar por el reino de Dios no fuera comprome­tedor. Toda oración exige pasar a la acción con el dina­mismo del Espíritu creador. Orar no es un juego. Ni un juego diplomático cerca de un poderoso ni una limosna de un donante generoso. La oración de petición es sim­plemente la expresión de un amor filial que reconoce a Dios como Padre. El padrenuestro es una petición por la gloria de Dios y la realización del hombre.

«Cada vez sé menos lo que pido...»

El evangelio basta para atestiguar el valor de la oración de súplica. En sus enseñanzas y parábolas, Jesús subraya la importancia de pedir a Dios todo lo que necesitamos. Las tres parábolas de la oración —la del amigo importu­no, la del fariseo y el publicano y la del juez inicuo— nos dicen que debemos pedir con insistencia.

Como la viuda que acosa al juez injusto; no solamente pide, sino que reivindica. No acepta piedad, exige justi­cia. Lejos de ser pasiva y resignada, la oración es comba­te, con la seguridad que da saberse en el derecho. La oración obtiene justicia. «Cada vez sé menos lo que pido

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—decía una madre— para mí toda oración, cualquiera que sea la petición, es pedir a Dios». En efecto, «el Padre da el Espíritu a quien se lo pide» (Le 11, 13).

Además nuestras peticiones las hacemos en nombre de-Cristo, que transfigura nuestra oración y la transforma en alabanza a aquel que da y se nos da. «Si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido» (I Jn 5, 15).

Suponed... que ese Cristo a quien nombráis en vues­tras oraciones, ese Cristo que meditáis en los evangelios y a quien dirigís vuestras peticiones, se hiciera presente de pronto ante vosotros, visible y próximo, tal y como cuando estaba en la tierra con los suyos ¿Qué haríais? ¿Permaneceríais silenciosos o hablaríais? ¿Estaríais tran­quilos o nerviosos? ¿Humildes o tomando la iniciativa? ¿Qué actitud instintiva sería la vuestra?

¿Iríais rápidamente a por un libro de oraciones para decirle la más bonita? ¿Empezaríais a soltarle una letanía de vuestras necesidades, de las más acuciantes, con el propósito de no olvidar ninguna?

¿No pensáis que de entrada le miraríais sin decir nada, en actitud de adoración, maravillados por su presencia? Esto sería adorarlo «en espíritu y verdad», con una oración que abarca a Dios, y en el mismo movimiento abarca al hombre y lo construye.

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REFERENCIAS SOBRE LA O R A C I Ó N DE PETICIÓN

I - ALGUNOS TEXTOS CLAVES

Mateo 6, 5-13. 7, 7-11. Paralelo: Le 11, 9-13. 18, 19-20. 21, 22. Paralelo: Me 11, 24.

Juan 14, 16 17, 9. 15-20.

II - ORACIÓN DE INTERCESIÓN POR LA FIDELIDAD A LA MISIÓN

Mateo 9, 38. Paralelo: Le 10, 2. Lucas 21, 36.

22, 32.

III - LA ACOGIDA DE LA ORACIÓN EN NOMBRE DE JESÚS

Juan 14, 13-14. 15, 7-16. 16, 23-24.

IV - ALGUNAS PARÁBOLAS SOBRE LA PETICIÓN Lucas 1, 5-8.

18, 1-9 18, 9-14.

«Lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea colmado» (Jn 16, 23-24).

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Señor, mi Dios, cuando tenga hambre, dame de comer. Cuando tenga sed, dame de beber. Cuando tenga frío, dame con qué vestirme.

Cuando caiga en la tristeza, haz que me levante. Cuando mi fardo sea pesado, cárgame el de los demás. Cuando tenga necesidad de ternura, que acudan a mí.

Que tu voluntad sea mi aliento, tu gracia mi fuerza, tu amor mi descanso. Que toda mi vida sea una ofrenda al Padre, por el Hijo, en el Espíritu.

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Atreverse a decir «Padre nuestro»

Un padre de familia, dueño de un taller, me decía un día: «No pude recibir una educación religiosa. Mi madre sólo me enseñó el padrenuestro. Nunca he pasado un día sin rezarlo: es mi única oración. Sin el padrenuestro, probablemente me hubiera convertido en un miserable... Una religión con una oración como ésta puede transfor­mar el mundo». A partir del padrenuestro, podemos des­cubrir nuevos misterios sobre la oración.

El padrenuestro desvela el contenido de la oración cristiana. San Agustín afirma: «Si oramos como debemos nunca diremos nada que no se diga en el padrenuestro, porque podemos pedir estas cosas con otras palabras, pero nunca otras cosas».

Para comprender mejor la originalidad del padrenues­tro, recordemos que en todos los tiempos el hombre ha buscado la protección de las divinidades contra los miste­rios y amenazas de la naturaleza con la oración y el sacrificio de los bienes propios. Las religiones paganas y sus mitologías surgieron de los miedos y aspiraciones de felicidad de la humanidad. Frente a la búsqueda milenaria de un absoluto, de un poder misterioso que diera vida y

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protegiera de la desgracia, el hombre de hoy se pregunta lo mismo que el de ayer, a veces hasta la angustia, y mientras, intenta aturdirse con un trabajo excesivo, con diversión o con algún tipo de droga. Ayer, se sacralizaban las fuentes naturales de vida: el sol, el agua, el fuego o la sangre. Hoy es el dinero, el petróleo, el secreto atómico, para que cubran nuestra necesidad instintiva de protec­ción. A falta de una divinidad a la que adorar, la carto­mancia, la lotería, el bingo que invocan la suerte e intentan la evasión...

El hombre contemporáneo busca confusamente la sal­vación en una atmósfera de sálvese quien pueda... Hasta Dios sube la angustia de todos, como el eco del clamor de los hebreos contemporáneos de Moisés: «He visto la miseria de mi pueblo... He oído su clamor... He bajado para liberarlos» (Ex 3).

/No oréis como paganos!

Jesucristo vino, viene y vendrá. Con él, el Dios vivo ha hecho irrupción en la historia de los hombres. Ya no es una humanidad abocada .a la fatalidad, sino un pueblo inmenso destinado a ser hijo de Dios. La oración cris­tiana se ha convertido en oración filial: para la alegría y arrojo de un padre, para el desarrollo de los hombres, sus hijos adoptivos.

¿Pero es siempre la oración de los cristianos una oración cristiana? Jesús dijo: «No oréis como los paganos»; la oración de muchos cristianos se parece a la de los paga­nos. En una época como la nuestra donde la increencia de los creyentes malos se confunde con la creencia de los no creyentes, hay bautizados que de buena fe paganizan la oración que dirigen al Dios de Jesucristo.

Pagana es la oración que espera los favores de Dios que deberá ceder ante la petición de la menor de nues­tras necesidades. Pagana es la oración que se ha conver­

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tido en el cumplimiento de un deber, en lugar de la expresión de una vida de hijo de Dios. Pagana es la oración que negocia con Dios la recompensa a un esfuer­zo. No tenemos que atraer el amor de Dios hacia noso­tros, sino pedirle que convierta nuestras cobardías en responsabilidad, para que su amor se haga eficaz en nosotros. ¿Nos damos cuenta suficiente de estas falsifica­ciones?

Prefacio de la Pasión

«¡Enséñanos a orar!». Jesús entrega a sus apóstoles el padrenuestro como signo de experiencia filial, pero sin revelarles, sin embargó, el inviolable secreto de su inti­midad con el Padre. La formulación de esta oración tiene por base una vieja salmodia aramea usada en las sinagogas al final del oficio (El Kadish). Jesús transfiguró esta oración de alabanza aprendida de niño cuando se le reveló la paternidad de Dios. Veamos las dos versiones del padrenuestro en los evangelios: la más breve, de Lucas, en el capítulo 11, y la de Mateo en el capítulo 6, que fue el preferido de la liturgia en los primeros siglos.

En el contexto de ambos capítulos se descubren reso­nancias muy variadas, que van desde las bienaventuranzas hasta el anuncio de la Pasión. Nada más contrario a la pasividad y a la resignación que una oración que anuncia la Pasión. El padrenuestro es la oración profética de la Pasión, y la Pasión el comentario vivido del padrenuestro. Los esposos angustiados a la cabecera de la cama de su hijo, la madre abandonada, el militante desesperado, todos los que recitan el padrenuestro de la angustia, parti­cipan en el triunfo de Cristo sobre la injusticia, el pecado y la muerte misma.

Para exorcizar todo falso temor, para romper las barre­ras entre el «Dios» y el «Padre», Pablo insiste: «Dios ha enviado a nuestros corazones al Espíritu de su hijo que

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grita: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4, 6); «Abba» significa «pa­pá» es el grito del niño.

En nuestra época de contestación, hasta los padres más irreprochables se han vuelto sospechosos. La paternidad de Dios no escapa a esta sospecha. A un sacerdote que hablaba de Dios Padre, le decía una chica escéptica: «Tengo tres padres y no conozco a ninguno de ellos». Pero Dios no está hecho a la imagen del padre terrestre. Es de Dios de donde la paternidad humana saca su origen y ejemplo. Sólo Dios es plenamente padre y más que padre.

La Biblia nos revela más de una vez la faceta maternal de la ternura de Dios de la que nuestras madres y nuestros compañeros llevan trazos patentes.

Dios es la fuente de donde mana todo lo que nos hace ser, vivir y amar. Ese Dios apellidado Padre, es lo que nos revela el Hijo con su vida. Un Dios desarmado y vulnerable pero no impasible. Y porque es Padre, sufre. Si en un hogar el más amado es el que más sufre ¿habrá que hablar del misterio de la debilidad de Dios? Su humildad se nos ha revelado plenamente en la humilla­ción de Jesús en su Pasión y cruz. Su mismo ser es una renuncia a serlo todo por amor. En esto consiste su gloria, la profundidad de su existencia.

La llamada más grande

Dios nos da, se nos da, perdona. No amenaza con el miedo, no exige la servidumbre ni se impone autorita­riamente. No es un amo absolutista, arbitrario y tirano. Lo que Dios desea para sus hijos es que sean libres y responsables. Nada en él es posesivo. Dios propone y el hombre dispone.

Recibido como un don, el padrenuestro se convierte en una llamada. En la llamada más grande. En él se habla del espacio de Dios: en esta tierra. Pero también de la aventura del hombre: el pan a compartir, la reconciliación, la libera-

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ción de nuestros demonios interiores y las fuerzas desen­cadenadas del mal. Son dones tanto como tareas.

Trabajar por Dios y modelar la nueva humanidad, proyectar otra sociedad basada en relaciones de justicia, de paz y fraternidad, dirigirnos a Dios como si fuéramos hermanos, ¡qué audacia y qué reto para el futuro del hombre!

Efectivamente, vivimos en unos tiempos en los que el hombre exalta su propio nombre, extiende su reino sobre la naturaleza conquistando uno por uno sus secretos, afirma su voluntad de dominación para conducir su pro­pio destino a su antojo. Un hombre que sólo quiere deber su pan cotidiano a su esfuerzo y rechaza el perdón como si fuera una forma de debilidad, encontrará su tentación donde germine el miedo al riesgo o a cualquier tipo de subordinación que no sea a uno mismo. El mal, se llega incluso a decir, es todo lo que obstaculiza la libertad de la fantasía.

Pero, ¿hay algo más real para el cristiano que la utopía de Dios Padre? Palabra de Dios. Promesa de Dios. De padres a hijos, Dios y el hombre solitarios. En un cemen­terio de montaña estaba esta inscripción grabada sobre una lápida, como un desafío: «El hombre es la esperanza de Dios». Palabras de una loca audacia...

«Cuando ores, reza a tu Padre que está en lo alto». Tu que te crees solo y abandonado de todos, tú existes al menos para uno. El Padre está ahí, te ve y te escucha, te entiende y te ama. «Tú vales a mis ojos y cuentas para mí porque te amo, dice Dios» (Isaías).

En las idas y venidas a la oficina

Generaciones de cristianos han encontrado en el pa­drenuestro un alimento para su fe y su oración. Incluso puede insuflar en nuestros días la energía del Espíritu, a

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las idas y venidas a la oficina, en los días de confusión y también en los de alegría...

Puedo entender a aquel chico que buscaba a Jesucristo y que me decía que todas las expresiones del padrenuestro le evocaban poder y despotismo, expansionismo y volun­tad arbitraria. Un vocabulario a la imagen del amo y señor, arbitro soberano en la familia patriarcal de Palesti­na. Sin duda se necesita un mínimo de iniciación al vocabulario bíblico. A falta de una retraducción, pode­mos transponer las fórmulas bíblicas teniendo en cuenta el contexto mismo de los evangelios.

Esta magnífica oración que aprendimos de muy jóve­nes, con los años ha ido penetrando en nosotros con el dinamismo del Espíritu. Somos hijos pródigos.

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Decir hoy el padrenuestro

No pretendemos aquí sustituir las palabras del padrenuestro por otras. Solamente actualizarlas, como generaciones de cre­yentes han hecho a lo largo de los siglos. Haremos algunas referencias al Nuevo Testamento, verdadero comentario del padrenuestro...

¡Padre! Padre de inagotable ternura, de sabiduría incomparable, Fuente de amor y vida.

PADRE NUESTRO

Eres nuestro por tu hijo, Jesucristo. Padre siempre dispuesto a escucharnos, a atendernos, con un respeto absoluto a nuestra libertad. Tú que das, te das y perdonas, más allá que cualquier padre humano. Padre que nos haces hijos, llamados a compartir tu alegría de vivir y amar.

— Padre, todo lo tuyo es mío (Jn 17, 10). — Hemos recibido un espíritu de hijos adoptivos que

nos hace gritar: ¡Abba! ¡Padre! (Rm 8, 14). — Desde ahora somos hijos de Dios (I Jn 3, 2).

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QUE ESTAS EN LOS CIELOS

Y con nosotros. Tú, que desde los cielos desbordas los horizontes de la tierra y el universo no te puede contener. Tú estás activamente presente y amando, en cada instante de tiempo, al filo de cada acontecimiento.

SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

Hoy como ayer. Tú que nos has hablado por tu hijo, haz que no sea en rano. Que los hombres sepan que tú eres Padre, que los creyentes te alaben y glorifiquen, que se conviertan en hombres libres y responsables, portadores de un mensaje de fraternidad y paz.

— Padre, he dado a conocer tu nombre a los hombres (Jn 17, 6).

— Guarda en tu nombre a los que me has dado (Jn 17, 11).

— Padre, glorifica tu nombre (Jn 12, 28). — La salvación no está en ningún otro nombre (Hch 4,

12).

VENGA TU REINO

Porque viene y ya está aquí. Llegará el día en que los hombres serán más hombres, conscientemente hijos de Dios,

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reconciliados con ellos mismos y con los demás. Llegará el día en que el poder se transformará en servicio, y el tener engendrará compartir. Que los progresos de los hombres sean tu orgullo y tu gloria de Padre.

— El reino de Dios está cerca (Me 1, 15). — Se proclamará esta buena nueva del reino por toda la

tierra (Mt 24, 14). — Haréis cosas más grandes que las que yo he hecho (Jn

14, 12). — Que Dios sea todo en todos (I Cor 15, 28).

HÁGASE TU VOLUNTAD

Y que se haga sin cesar, sin ruido, todos los días. Concédenos cumplir conscientemente tu voluntad de justicia y de amor fraterno. Concédenos conquistar en la tierra la libertad que nos otorgas en el dinamismo de tu Espíritu.

EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO

Que en esta tierra, en nuestro mundo, germine la felicidad que procede del amor, así como en el cielo.

— He aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad (Hb 10, 7).

— Hágase en mí según tu palabra (Le 1, 38). — Que no se haga mi voluntad sino la tuya (Le 22, 42). — Quien hace la voluntad de mi Padre que está en los

cielos, es mi hermano, mi hermana... (Mt 12, 50).

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EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA DÁNOSLE HOY

Ese pan, de trigo o de mandioca, fruto de la tierra y del reparto en la mesa de las naciones. Y concédenos no amasar demasiado para mañana, a riesgo de guardar para nosotros el pan necesario para los demás. Danos también el Pan vivo, señal y promesa de una fraternidad reencontrada.

— Cuando tuve hambre me distéis de comer (Mt 25, 35).

— No os inquietéis por lo que vais a comer (Mt 6, 25). — No sólo de pan vive el hombre (Dt 8, 3). — Yo soy el pan de la vida (Jn 6, 48).

PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS ASI COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDO­

RES

Tú, que deseas perdonarnos infinitamente, hasta darnos el deseo de ser perdonados. Tú, que entregaste a tu Hijo y, por él, a toda la Iglesia el signo de la reconciliación, danos fuerzas para perdonarnos los unos a los otros, en el mismo amor que tú nos das al perdonarnos.

— Padre, perdónalos (Le 23, 34). — Vuestro Padre os perdonará también (Mt 6, 14).

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— Si tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja tu ofrenda y ve a reconciliarte con él, y después vuelve (Mt 5, 23).

— Si vuestro corazón os condena, Dios es más grande que vuestro corazón (I Jn 3, 20).

V NO NOS DEJES CAER

EN LA TENTACIÓN

No nos dejes errar lejos de ti. por los caminos de la tentación. Permanece con nosotros en las pruebas, en los sufrimientos y tentaciones. Ayúdanos a superarlos con paciencia y valentía. No nos dejes sucumbir a las seducciones del tener y el poder, a la violencia y al espíritu de dominación.

— Orad para no caer en la tentación (Le 22, 40). — Ninguno, cuando se vea tentado, diga: «Dios me

tienta», porque Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie (St 1, 13).

MAS LÍBRANOS DEL MAL

Por el dinamismo de tu Espíritu, No nos dejes solos en nuestras decisiones y elecciones; haznos capaces de liberamos de nuestras resignaciones y angustias, de nuestras suficiencias y laxitudes, del amor del dinero, y del egoísmo que corroe el corazón. Haznos formar parte activa del molimiento de liberación

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de los pueblos explotados, hambrientos, desolados, y de todas las formas de injusticia. Líbranos también del Maligno, del Tentador.

Y que así aparezca tu reino como lo esperas para tus hijos: con pan, paz y libertad.

— No te ruego que los saques del mundo, sino que los preserves del mal (Jn 17, 15).

— Este tipo de demonio sólo puede ser expulsado con la oración (Me 9, 29).

Después de una discusión en una catequesis, los niños transcribieron cómo entendían el padrenuestro. He aquí una muestra.

Tú, nuestro Padre que nos amas, Tú que eres Padre de todos, estás con nosotros, por encima de todo.

Que el mundo aproveche tu sol, que tu nombre sea bendito y conocido, que tu amor inunde la tierra, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Que el mundo sacie su hambre: que compartamos y ayudemos a los demás. Perdona nuestros deslices de todos los días. Tenemos necesidad de ti para perdonar. Somos libres y responsables. Ayúdanos a salir del mal y a tener confianza en ti.

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«Padre nuestro que estás en los cielos»

«Padre nuestro que estás en los cielos», mi hijo supo asumirlo perfectamente.

Para atar los brazos de mi justicia y desatar los brazos de mi misericordia...

«Padre nuestro que estás en los cielos», fue él quien lo inventó.

Estaba con ellos, era como ellos, era uno de ellos. «Padre nuestro». Cómo el hombre que se echa un buen

abrigo sobre los hombros, vuelto hacia mí se sintió revestido, se había echado sobre los hombros el abrigo de los pecados del mundo...

«Padre nuestro que estás en los cielos»... Desde este punto se avanza hacia la oración total. Tal como fue pronunciada por primera vez

y se amplió hasta desaparecer y perderse en el filón de las innumerables oraciones. Como fueron pronunciadas en su mismo texto durante días innumerables por innumerables hombres

(por simples hombres, sus hermanos). Oraciones de mañana y de tarde

(oraciones pronunciadas siempre); oraciones de mediodía y de todo el día; oraciones de los monjes para todas las horas del día y para las horas de la noche; oraciones de laicos y clérigos, pronunciadas innumerables veces en innumerables días.

(Hablaba como ellos, hablaba con ellos, hablaba de uno de ellos).

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Toda esta inmensa ola de oraciones cargada con los pecados del mundo...

...Este «Padre nuestro», dice Dios, es el padre de todas las oraciones...

Charles Péguy, Extracto del Misterio de los Santos Inocentes

A la escucha de María

Una joven conversa me decía un día que había descu­bierto en el evangelio que «la oración más grande de María era el Magníficat».

Los cristianos de mi generación recuerdan en las víspe­ras de los domingos este canto en latín. Un poco somno-lientos después de cenar, nuestros ojos seguían los mo­vimientos del celebrante que echaba incienso majestuo­samente al altar. En los días de fiesta, largos interludios envolvían los versículos, y pensábamos: ¡Qué largo es el Magníficat!

El canto de liberación de una chica de dieciséis años...

«¡Magnífico! ¡Es magnífico!», decimos espontánea­mente ante la puesta de sol o la pizarra de un profesor. Estas palabras las toma María para recordar los grandes hechos del Dios liberador de su pueblo, durante su larga y tumultuosa historia.

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«¡Magnífico!», es el grito de su oración: una alabanza que no dejamos de pronunciar con ella para compartir su asombro de testigo y artesana de las maravillas de un Dios comprometido con las luchas de los hombres.

No sabemos qué admirar más en estas palabras tan densas y sugestivas inspiradas en los textos bíblicos de la historia de Israel; su irresistible acento de alegría: «Glori­fica mi alma al Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador»; la audacia de una profecía que se dirige a ella misma: «Todas las generaciones me llamarán bienaventu­rada»; su prodigiosa desaparición en el corazón mismo de su maternidad: «Se ha fijado en la humildad de su sierva»; la forma de devolver a Dios las felicitaciones que recibe, como el espejo refleja la luz; su manera bíblica de hablarnos de Dios, no por lo que es sino por lo que hace.

Pero el principal tema del Magníficat es la conducta desconcertante de Dios, que no deja de manifestar su poder exaltando a los pobres y a los humildes. Este cántico inspirado podría utilizarse en beneficio de una revolución terrestre, pero no olvidemos que el pecado alienante al que hacemos referencia, es la raíz de todas las injusticias y sufrimientos.

Tampoco la apelación de «mujer del pueblo» nos debe hacer temer un atentado contra la eminente dignidad de la madre de Dios. No se trata de despreciar a esta mujer de la raza de David, sino de situarla en su medio, en ese «pequeño resto» escogido para salvar a la multitud de los hombres. Aprendamos a dar a las palabras inspiradas su fuerza de evocación, a la fisonomía de María su energía de mujer fuerte, lejos de las ñoñerías de una cierta piedad mariana que colocó al Magníficat dentro del arsenal de cánticos usados sin ser comprendidos.

¡Magníficat! Canto de liberación de una joven de dieciséis años de la raza de Abraham, nacida en el mundo en la plenitud de la gracia. En ella convergen la inmensa espera de un pueblo, sus aspiraciones y sus luchas del pasado y del porvenir. María anuncia la liberación de los

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pobres de todos los tiempos, según la promesa del Dios salvador. María de Nazaret se encuentra en las filas de los desgraciados, de los explotados, de los enfermos, de los viejos que malviven en los asilos, de los niños con carencia de afecto, de los parados y pisoteados. «La buena noticia se anuncia a los pobres». La buena noticia surgió de entre los pobres. Y en qué términos la anuncia María. El todopoderoso despliega su poder para hacer triunfar su misericordia, para elevar a los pequeños... Los tronos y los bancos se derrumban, las máscaras del orgullo caen, el hambre se transforma en saciedad. Es conmovedora la ternura de Dios. Es inexorable la justicia que se avecina. Son los pobres los que han de salvar al mundo.

La garantía de la creación reconciliada

Debemos añadir que generaciones de fieles han oído sin estremecerse este cántico de vísperas. No se le ha tenido en cuenta a la hora de convertirse en una van­guardia que persiga un mundo nuevo. Por el contrario, otros de entre nosotros han descubierto los acentos de esta promesa divina cerca de sus compañeros que des­precian a Dios. Si ciertos furores de justicia se han teñido con el acento del odio, quizá sea porque no se ha vivido suficientemente este himno de salvación. Junto a nues­tros hermanos. Se comprende que Maurras, el hombre de la Action Francaise, hablara del «veneno del Magnífi­cat». ~

El Magníficat nos muestra el camino hacia una visión bíblica de la historia: del Génesis al Apocalipsis. En términos de historia santa, la historia de los hombres se inscribe entre estas dos visiones optimistas del muado: la creación primera sin pecado, reflejo de las magnificencias del creador: «Y vio Dios que era bueno»; y la de una

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creación acabada por el hombre al final de los tiempos: «Un cielo nuevo y una tierra nueva».

Entre estas dos visiones del mundo, está nuestro mundo roto, desequilibrado, repleto de alegrías y espe­ranzas, de desgracias y felicidad. Dentro de nosotros existen huellas de estos dos mundos extremos, del que venimos y del que nos espera el cual construimos solida­riamente; en cada uno, en lo más profundo de cada hombre, permanece un fondo de inocencia, vestigio de la creación original, y un fondo de esperanza, garantía de la creación última.

«Dios envió a su hijo nacido de mujer» (Gal 4, 4). Para ofrecer al hombre la cooperación en su propia salvación, era necesario un interlocutor válido ante Dios, que fue María, la madre de Dios. Obra maestra de la creación primera, en la primera mañana, la única sin pecado, la única verdaderamente libre. Garantía de la creación reconciliada, anuncio de un retorno a la gracia en un universo nuevo. Ella es la salud de nuestra huma­nidad, así como nuestra respuesta a la alianza con Dios.

Papá ¿qué has hecho para escogerme esta mamá?

La madre de Jesucristo, restituye a la mujer su misión propia, sus derechos y su dignidad. Pero ¿fue menos mujer por carecer de pecado? El mal no cayó sobre ella que se mantuvo por encima de nuestro pecado: ella disipa el mal y el pecado, como el sol disipa la niebla. Fue ella quien, según los Padres de la Iglesia, humanizó a Dios para que, en y por Cristo, seamos divinizados. A quienes se entregan a un activismo estéril, a la dispersión fútil, a la impaciencia ante las servidumbres de la existen-

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cia, María aporta el gusto por el silencio, el sentido de la atención, el valor del detalle, a poco que esté presente en nuestra oración... No nos abandona jamás: «Tu madre está ahí». Confidente de todos los días, a quien se le puede decir todo: «Hijo mío, ¿por qué has hecho eso?». Silenciosa a nuestro lado: «Conservaba todas estas cosas en su corazón». Magnífico. Es magnífico orar con María, como María...

Un niño decía ingenuamente a su padre: «Papá ¿qué has hecho para escoger a la mamá que yo necesitaba? ¿Has adivinado que era ella la que yo quería?». Debemos a la generosidad de Dios el tener una madre que nunca desespera de ninguno de sus hijos.

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«Se lo voy a decir a mi madre»

Esta podría ser la traducción de una célebre oración de san Bernardo a Nuestra Señora.

(El recurso del más débil en el momento de los «golpes duros» es su madre).

Con frecuencia los chiquillos se pelean en la calle. Con o sin golpes. Pero el último argumento, sobre todo si lo utiliza el más débil, el recurso a instancias superiores, es un grito, como un desafío: «¡Se lo voy a decir a mi madre!».

Este recurso es también el del cristiano. Cuando hay que aguantarse, cuando hay demasiadas in­

justicias, demasiadas miserias, cuando recibimos golpes duros o no sabemos qué hacer, dónde ir, a quién pedir justicia, cuando no sabemos de dónde nos puede venir la ayuda, a quién pedírsela...

Cuando estamos hartos de nosotros mismos y de la vida... y quisiéramos escapar, pero no sabemos cómo...

Queda un último recurso, una puerta secreta, un oído atento que nos escucha en todo momento y en toda circunstan­cia, incluso cuando nos acusamos de no acudir más que en los malos momentos.

Entonces nos sorprendemos murmurando «Ave María» o contándole nuestras historias, nuestros problemas y todo... a María, que puede entender y comprender con una palabra lo que no sabemos cómo decírselo. La que está habitada por el Espíritu y confía en el Hijo, antes incluso de que intervenga.

Madre siempre próxima, a la escucha de sus hijos. —«Se lo voy a decir a mi madre».

Ella responde simplemente:«Haced lo que él os diga». Lo que os inspirará y hará con vosotros... Ella os infundirá su valor y su confianza.

María es el último recurso de los cristianos que oran.

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Te saludo María

En ti el amor ha tomado cuerpo. Los hombres te saludan a una: «Santa María, madre de Dios», y Dios te dice: ¡Madre!».

FLOR DE LA HUMANIDAD, palabra del amor de Dios a su creación. Tú eres su sí y su perdón. Tú eres la expresión de nuestro universal consentimiento. En tu corazón de mujer se fraguó el futuro del mundo. Mujer bendita entre todas, la más sencilla, la más silenciosa...

NUESTRA SEÑORA DE TODOS LOS DÍAS, de siempre. de las masas atareadas, desorientadas. Los mismos autobuses, las mismas calles, los mismos periódicos, las mismas risas y las mismas penas. Todos somos muy parecidos, pendientes siempre de nuestras preocupaciones cotidianas.

Nuestra Señora de las tareas monótonas, Nuestra Señora del trabajo sin fin, Nuestra Señora de los días sin alegría, Nuestra Señora de las noches sin reposo, Nuestra Señora de los días inciertos, Nuestra Señora de los fines de mes sin dinero, Nuestra Señora de los años sin vacaciones...

Mujer de su casa, vecina sin historia,

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Disponible a toda hora y constante en la tarea: De tu Navidad sin alojamiento

a las privaciones de nuestros tugurios, De tus angustias de madre

a nuestras inquietudes por los hijos, De tus pequeños servicios

a nuestros gestos de ayuda, De tu vida pobre pero gozosa

a nuestras envidias y cálculos, yo te saludo María...

«MUJER, HE AHÍ A TU HIJO»

Tu sabes de los hospitales de nuestras grandes ciudades, de esos largos pasillos, de esas camas de hierro tan iguales, y sobre las sábanas blancas rostros que intentan sonreír. Tú sabes de la niña enyesada, de la mujer cancerosa, del operado que tiene sed, del moribundo que agoniza. Conoces a cada uno de ellos como si fueran únicos, velas a la cabecera de su cama, les visitas en sus miedos, apaciguas su mal. Enfermera entre todas bendita... He aquí a tu Hijo, mira... Mira el largo cortejo alineado sobre la pared gris: Miles de trabajadores, compañeros de los mismos trabajos, como ríos con un mismo destino. has mismas inseguridades de la vida obrera, las mismas luchas.

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Manos callosas, duras y trabajadas... Contratado-despedido-préstamos-mítiimo ti tai-horas extras-paro... ha fatiga de todos los días y a veces, el arroyo sucio de... sangre.

«HIJO, HE AHÍ A TU MADRE» A ti, que desesperas en secreto, a ti, a quien la vida ha endurecido. y la injusticia rebelado. He ahí a tu madre, amigo, al servicio de la humanidad que sufre. Ella vela por su Hijo, contigo crucijicado, pero ya triunfante. ¡Se ha cumplido! ¡Te has salvado! Quien quiera que seas, ¡Te ha amado!

Yo te saludo, María...

MADRE DE hA HUMANIDAD, que telas la cuna del mundo. Esa humanidad es aún tu Hijo que crece... En tu inmensa alegría, al amanecer de Pascua en tu profundo amor, de cada día nos reconocemos en JESUCRISTO para nuestra resurrección y nuestra vida.

Extracto del disco Yo te saludo María de Louis RETIF

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Nuevos caminos de la oración

Las reuniones de los fines de semana sobre la oración han llegado a reagrupar a veces en «La Source» a casi toda la vecindad de la región de la Alta Saboya, ávidos de orar mejor para vivir de otra forma con Jesucristo: agri­cultores, artesanos, amas de casa... Juntos nos hemos interrogado sobre las vicisitudes de nuestra oración a lo largo de los años, y yo me he sentido tentado a plantear algunas preguntas: „

— ¿Hemos cambiado nuestra manera de orar? ¿Bajo qué influencias? ¿En qué ocasiones?

— ¿Qué descubrimientos espirituales hemos hecho, a partir de la oración confrontada con la vida cotidiana?

— ¿Cuáles son las dificultades más habituales con las que nos encontramos para poder «interiorizar» en leas tiempos de oración? ¿Nos falta concentración por dis­tracción, por las preocupaciones, el cansancio, o por la falta de silencio y de contacto con el evangelio?

Las confidencias en estos intercambios hacen referencia a los problemas de cada día. Vidas cada vez más desorien­tadas, tareas múltiples, carreras contra reloj, necesidades monetarias, condicionamientos de todo tipo: «Ya no

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sabemos quiénes somos». Cada uno está prisionero de la imagen que Jos demás han formado de él y de las costumbres colectivas acerca deJ pensar y deJ actuar: «No somos libres». N o sabemos discernir prioridades y valo­res.

Para resumir: «Estamos reventados». ¿Y la oración? ¿Nos permite tomar conciencia de

nosotros mismos y de Jo esenciaJ de nuestras vidas? ¿Es fuente de Jiberación y expansión, a la vez que de asom­bro ante la ternura de Jesucristo? ¿Se traduce en dina­mismo y en gusto por vivir solidariamente y de cara a los más desposeídos?.

Algunos frutos de estos fines de semana son la interiorización y la solidaridad:

Antes yo era actor, ahora soy receptor... —Mi oración no está desconectada de mi vida —Re­flexiono por la noche ante Dios sobre mi manera de vivir y de amar —Mi oración me hace aceptarme como soy, bajo la mirada de Dios —El cuarto de hora de oración de por la mañana ha cambiado mi manera de ser y de actuar —¿Soy coherente entre lo que veo y lo que hago? ¿Soy solidario con Jos pobres, o prefiero un estilo de vida más confortable? ¿Con quiénes se sitúan mis solidaridades? Mi oración me ha hecho interrogarme sobre todas estas cosas sin disfraces.—La alegría está en la cita con la oración — Momentos de plenitud, sin saber cómo ni por qué: ¿es eso lo que viven los contemplativos?

Entre Jas actividades colectivas de nuestra casa de acogida está una escuela práctica de oración. Orar primero, intercambiar después. La práctica de cada uno confron­tada con la experiencia secular de Ja Iglesia que ora. El testimonio queda: cristianos que van de paso, desconoci­dos los unos para los otros, pero capaces de compartir su experiencia de Dios, con la suficiente justeza y profundi­dad como para aunar la tradición de los grandes orantes con los caminos nuevos que el Espíritu inspira a su Iglesia hoy.

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Los umbrales de la oración

Hemos visto que la verdadera oración nos revela lo esencial de la vida. Como las semillas, la oración es movimiento y crece con los días. Tiende a abrirnos un camino, a franquear umbrales, los que jalonan la vida espiritual. Existen muchas señales para una fe viva.

— El primer umbral a franquear es que sea una ora­ción confrontada con la vida: la oración no puede ser ajena al quehacer cotidiano.

— Una oración que sobrepase los sentimientos huma­nos y sus ilusiones: mi verdadera oración no es lo que yo siento. Este es el verdadero umbral de la interioridad.

— Queda un tercer umbral, el más decisivo, que es el de la superación del aburguesamiento de la vida del bautizado: el acceso a lo que se ha llamado «la vía iluminativa» que han descrito y experimentado los san­tos, pero que está al alcance del orante más humilde.

La oración «rompecabezas» de los comienzos es un primer umbral. La oración del «no me dice nada» de la adolescencia, el segundo. Viene luego una oración que no sabe qué decir de sí misma. Se hace evanescente como la presencia de Dios. El diálogo tiende al «éxtasis»; es decir, pierde la consciencia de sí para mirar a Dios y adorarlo.

D e la Virgen María se puede decir que se olvidó completamente de sí misma para estar pendiente sólo de Dios.

La que al principio se recogía en una concentración de conciencia frágil y voluntaria se encuentra de pronto descentrada de sí misma, como perdida de vista, hasta en la percepción de su oración. Y ésta es, en verdad, la paradoja del evangelio: «El que pierda su vida la encon­trará».

Este movimiento instintivo de la oración Teilhard de Chardin Jo describía como un secreto de felicidad: «Cen­trarse sobre sí, descentrarse hacia el otro, y por último

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concentrarse sobre el que es más grande que uno mis­mo». Decía además sobre el futuro de la oración: «A medida que el hombre sea más hombre, más víctima será de la necesidad, una necesidad cada vez más explícita de adorar».

Existe en nosotros una inmensa aspiración a vivir que sólo puede satisfacer la oración. Una oración que nos enseña a vivir a partir de Otro y para Otro. Nos enseña a vivir como hijos del Padre. Es un llegar a ser en el que somos artesanos, nunca el maestro.

Descubriremos entonces otra manera de vivir y de vivir unidos, donde la comunicación se volverá comu­nión, con un deseo apasionado de madurar, de ser. Este gusto por la vida lo presentimos a veces en nuestra propia oración como una línea de fuerza que dinamiza la esperanza.

La oración tiende con el tiempo a simplificarse y a transfigurar la vida. Nos pone bajo la mirada de Dios, en su presencia. Como se dice de Abraham, «que marchaba en presencia de Dios». El profeta Miqueas precisa: «Esto es lo que Dios quiere de ti, que vivas en justicia, ames con ternura y marches humildemente con tu Dios».

Poco a poco se va revelando el amor incondicional, gratuito y fiel de Dios por nosotros, tal como somos. Se opera una relectura de nuestro pasado, donde aparecen indicios de la presencia del Señor: una re-visión de la vida que se transforma en acción de gracias. Atrapados, como dice san Pablo, por una presencia de la que no pod ernos librarnos.

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¿Al borde de nuestras fuerzas? ¿El último aliento?

«Estamos al borde de nuestras fuerzas». Parece que esta afirmación nos libera de la oración. Entre otras imágenes bíblicas significativas de la omnipresencia de Dios (el viento, el fuego, el agua) el viento impetuoso, la fuerza, designa al mismo Espíritu Santo. El Espíritu es la respira­ción, el aliento de Dios. Es propio del Espíritu de Cristo habitar en nuestra oración, como lo es también actualizar la palabra de Dios.

Con demasiada frecuencia sin apetito espiritual, con una fe anémica, contaminada de rutina, con más de un infanticidio religioso, colectivamente poco dignos de crédito, nosotros y nuestra Iglesia debemos reenganchar­nos a lo esencial de la fe en Jesucristo, por un redescu­brimiento del Espíritu en la oración. Arriesgarse es esen­cial.

«Sin el Espíritu Santo, decía el patriarca Atenágoras, Dios permanece lejos. Cristo queda en el pasado. El evangelio se convierte en letra muerta. La Iglesia, en una simple organización. La autoridad, en una dominación. La misión en propaganda. El culto, en una evocación. Y el actuar cristiano, en una moral de esclavos».

La misma oración litúrgica, sin Espíritu, se convierte en simple religiosidad.

Un equipo litúrgico, por muy experto que sea, no puede suplantar al Espíritu Santo. La incoherencia de ciertas celebraciones, el lado insípido o burdo de nuestra oración comunitaria, se debe a la carencia de esa autenti­cidad que sólo el Espíritu puede inspirar.

Pero en un mundo revuelto como el nuestro, en crisis de creencias, Dios se siente derrochador: derrocha ener­gía divina que se traduce en solidaridades nuevas, en aspiraciones colectivas que testimonian una humaniza­ción progresiva del hombre. El soplo de su Espíritu está

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siempre allí donde la vida se manifiesta. La técnica, el arte, la belleza de la naturaleza, de un rostro, de la música, la búsqueda de verdad, los gestos sinceros, la solidaridad que se sacrifica al bien común, la maduración en el tiempo y la historia, la ternura, el servicio, los deseos verdaderos, son reflejos y transparencias del Espí­ritu que permanece oculto pero que actúa en nuestra oración.

Toda oración inspirada por el Espíritu es camino de resurrección.

Nuevos caminos

La renovación de la oración es uno de los «signos de los tiempos» que testimonian la presencia ¿el Espíritu hoy. Han surgido grupos de oración sin concentración previa, sin coordinación. Unos han nacido de comunida­des de base en torno a la palabra de Dios, otros sin más lazo que la vecindad, por la necesidad de reencontrarse en lo esencial. Las parroquias han favorecido esta co­rriente y muchas veces la han suscitado.

La proliferación de los grupos denominados «carismá-ticos» o de «Renovación» es también un índice del despertar de los carismas y dones espirituales, que pue­den ser una llamada del Espíritu para toda la Iglesia, incluso aunque se impongan ciertos discernimientos y se den ciertas ambigüedades: particularismo, clima dema­siado afectivo, falta de formación psicológica y espiritual. El gusto por la oración personal, la renovación del interés por la Biblia, la preocupación por los demás, el sentido de la Iglesia, son Jos frutos que se pueden apreciar con más frecuencia de esta vuelta del Espíritu. «No sofoquéis el Espíritu, sino examinad todo con discernimiento» de­cía san Pablo.

Los espacios de acogida y de libertad responden tam­bién a una profunda necesidad espiritual. Se inscriben en

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el marco de una búsqueda comunitaria de la fe, como Taizé para los jóvenes o como la Iglesia parroquial de Saint-Gervais en París, que se ha convertido en un lugar de fraternidad monástica, donde la oración contemplativa de los monjes puede ser compartida a ciertas horas por los laicos que lo deseen; además, estos monjes dedican parte del tiempo a trabajar como asalariados en el centro de París.

«La Source», en la Alta Saboya, es uno de estos lugares de encuentro. Un camino más entre otros. Un tiempo fuerte para vivir que puede convertirse en un tiempo fuerte para orar. También los menos creyentes buscan en ella un camino para su vida.

Hace más de mil quinientos años nació san Benito, el iniciador de la vida monástica en Occidente. Muchas generaciones de monjes detrás de él han seguido la vida de oración, pero ahora, nosotros los occidentales, nos hemos convertido en el «tercer mundo de la espirituali­dad». ¿Por qué este año no puede ser para ti y para otros como tú, el comienzo de una oración tenaz como la vida?

El sentirse reconocido y respetado por lo que se es, lejos de las miras estrechas y los prejuicios habituales, hace crecer la atención de los unos por los otros, que conduce, por sí sola, al umbral de la oración. La verda­dera comunicación se puede transformar fácilmente en oración. Dios está en el pórtico del encuentro auténtico del hombre con el hombre.

— «La manera de vivir aquí, dice Christiane, es una oración».

— «Yo no era creyente, dice Daniel, sino un drogado, como se suele decir. En su Iglesia, Dios me ha amado de tal manera que me ha hecho amarle también. Después, hemos caminado juntos. He aprendido el amor de los demás, he aprendido a compartir, a amar a la Iglesia, he aprendido un poco de Dios».

Fn lugares como «La Source», se va trazando, a través

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de la vida en común, una nueva manera de vivir en sociedad. En el futuro se necesitarán cada vez más estos puntos de referencia donde se acudirá a tomar aliento para la vida deshumanizada y desgajada de lo esencial. Surgirá una generación de cristianos —como los de los primeros tiempos de la Iglesia que se denominaban «orantes»— que, sin abandonar la tarea de la construc­ción de una sociedad nueva, reinvidicarán como un dere­cho fundamental del hombre la libertad y los medios necesarios para poder recogerse y orar, para liberar en ellos las fuerzas vivas que se ocultan en lo más profundo, hasta llegar a presentir en el rostro del hermano la presencia actuante de Dios.

Marcel Légaut también subraya la necesidad de hacer un alto: «Si disponemos de un mes de vacaciones al año, o de dos días libres por semana, si tenemos un deseo auténtico de vida espiritual, si sentimos ante todo el vacío de una vida demasiado atada y ocupada, debemos tomar iniciativas que nos permitan pararnos de «vivir» para esforzarnos por vivir realmente».

Oración al descubierto en el corazón de los acontecimientos.

Los nuevos caminos de la oración cristiana desembocan en los senderos de lo cotidiano. A decir verdad, después d e largos años, una generación, puesta a prueba por una época de grandes cambios, ha ido forjando poco a poco una oración con una forma de expresión más adaptada a la vida contemporánea.

G-uy de Larigaudie, en los años cuarenta, recordaba esta irrupción de la oración en todas las actividades del hombre , a los jóvenes de su t iempo: una oración al descubierto, en el corazón de los acontecimientos.

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— «Me he acostumbrado tanto a la presencia de Dios en mí, escribe, que siempre tengo en el fondo del corazón una oración que me aflora a los labios. Esta oración, apenas consciente, no cesa ni siquiera con la somnolencia, que produce el traqueteo del tren o el ronroneo de una hélice, la agitación de la ciudad o la tensión del espíritu por alguna ocupación absorbente. En el fondo de mí existe un agua infinitamente calmada y transparente que no puede ser alcanzada ni por las som­bras ni por las olas de la superficie.

— Una joven prisionera por pertenecer a la Resisten­cia y ser comunista, se convirtió en la prisión, como su padre al que fusilaron los alemanes. Un día contaba en un auditorio de jóvenes su manera preferida de rezar el rosario: engranaba cada «Dios te salve María» mirando cada vez a un rostro distinto de sus compañeros de metro. Quizás alguien —añadía— haya obtenido la con­versión gracias a esta desconocida.

— Georgina y Paula, actualmente madres de familia, recuerdan su forma de orar cuando tenían veinte años. Al volver cada tarde del trabajo siguiendo un largo trayecto que incluía el metro, el tren y las largas calles de su localidad, habían convenido que en cada trozo de tra­yecto orarían de forma diferente; con frecuencia en silen­cio, terminaban su meditación con una oración en común en la calle, a media voz, como si pasaran revista a los pequeños chismes del día.

Oraron así durante años, cuando pertenecían a l aJOC. Porque el ritmo de las máquinas «mata el t iempo», la

alternancia de estos movimientos hacia Dios «salva el tiempo». Por fugaa que sea, la oración es el gusto antici­pado de la liberación. «La oración es la esperanza», decía un administrador.

La oración de los hombres y mujeres en el trabajo está en comunión con la Iglesia: «En el curso d e la jornada, dice un militante cristiano, me uno a la oración de la Iglesia, a los que, en el silencio de los claustros, están en

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presencia de Dios. Yo estoy aquí, engullido por el ruido de las máquinas, por las preocupaciones laborales, co­miendo o charlando con algún compañero, pero siempre tengo conciencia de orar, presente ante Dios, con todos mis hermanos y hermanas en la fe».

La angustia espiritual de unos lleva a la oración frater­nal de los otros.

* *

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«¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo?. Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?» fls 43, 18).

— Con tu oración, pones «futuro» en lo que haces. — Ora tu vida, no como una evasión de tus tareas, sino

como una invasión del Espíritu. — Ora tu vida dura y difícil, y harás de la alabanza una

recreación con Dios, y de tu petición una aquiescencia de hijo. — Grita tu vida cuando te oprima, como sopla el viento de

la tempestad. — A pesar de la angustia, la duda y el miedo que se te

pega a la piel, ora con tenacidad, como se agarra uno a la roca.

— Ora sin bajar los brazos. — Ora tu vida en la paciencia contigo mismo y los demás:

Dios se toma toda su eternidad para amarte. — Ora con todo tu corazón y con todo tu cuerpo. — El deseo de orar en una vida tan acelerada como la de

nuestros días, hace que la vida se vuelva oración. «Has sido escuchado porque eres un ser de deseo» (el profeta Daniel).

— La calidad de tu relación con los demás es una conse­cuencia de la calidad de tu relación con Dios.

— Dejar a un lado el querer tener razón, liberarse del miedo y de la impaciencia, despojarse de sí mismo, son frutos de la oración.

— Existe un Otro que apaga tu sed que nadie puede apagar.

— Si has sido elegido para conocer a Jesucristo, sólo te queda, enraizado en la oración, escogerle a él y seguirle.

— Ora tu vida y comprenderás que el cielo no es un lugar donde se va, sino alguien a quien se llega.

— Ora en la Iglesia: al ritmo de sus fiestas, de sus ritos, de sus invitaciones. Una oración que supere el tiempo, heredada de los antepasados y santificada por los santos.

1. R.

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Ritmos y expresiones

En todos los tiempos la oración se ha amoldado a los ritmos inscritos en la naturaleza y en la vida de la sociedad, buscando siempre nuevas expresiones que ar­monizaran con los símbolos, los ritos y el lenguaje de los tiempos.

Un ilustre fisiólogo francés, el doctor Alexis Carrel, en un memorable ensayo sobre «La oración», recordó la profundidad con la que se enraiza en el hombre la necesidad fundamental de orar. «Para triunfar en la vida, dice, debemos seguir las reglas invariables de las que depende nuestra estructura misma. Corremos un riesgo grave cuando dejamos que muera en nosotros alguna actividad fundamental, ya sea de orden psicológico, inte­lectual o espiritual... Nietzsche decía que orar es vergon­zoso. Pero de hecho, no es más vergonzoso orar que beber o respirar. El hombre tiene necesidad de Dios como tiene necesidad de agua o de oxígeno».

La vida sigue sus ritmos bajo formas armonizadas que salvaguardan y ayudan al hombre:

— El ritmo del corazón que lanza la sangre por todo el organismo. El ritmo de la respiración, con su doble

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movimiento de inspiración y espiración. El ritmo del sueño, que no es más que la adaptación del organismo a la alternancia del día y de la noche.

— El ritmo del trabajo y el descanso que mantiene el equilibrio humano.

— El ritmo de comida y ayuno: aprender a ayunar para saber comer.

— El ritmo de la palabra y el silencio: dominar la oleada de imágenes que nos llegan desde los mass-media y reflexionar sobre los acontecimientos.

Estos ritmos crean un arte de vivir que los antiguos llamaban «ascesis». Una ascesis que actualmente toma cuerpo en la vuelta a la tierra, a la productividad de tipo artesanal y a las disciplinas de corte oriental, como el yoga, el zen, etc.

Como la vida, la oración tiene unos ritmos. La Iglesia, como buena pedagoga, adapta su oración a los ritmos del tiempo: el ritmo litúrgico, que desarrolla los misterios de Cristo siguiendo el hilo de las estaciones, la oración de la mañana y la tarde, la celebración eucarística del domin­go... Todos ellos se convierten en una consagración ritual del tiempo y de los acontecimientos.

La vida monástica permanece como uno de los lugares privilegiados donde el arte de vivir en comunidad se armoniza con la oración. La atracción creciente de los monasterios, en particular en el caso de los jóvenes, es uno de los signos más claros de una oración que tiende a reconciliarse con la vida y con los ritmos del tiempo.

Sin embargo, los cristianos de hoy saben mejor que los de ayer, que no hay que esperar a encontrar el lugar ideal para orar, ni la disponibilidad del espíritu ni la ausencia de preocupaciones inmediatas. El Espíritu Santo está pre­sente incluso en la oración menos confortable.

Todos debemos aprovechar los altos que se nos ofre­cen en nuestra vida trepidante para esos tiempos fuertes de oración. Puede ser meditar a solas en la habitación un

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texto bíblico o un fin de semana de silencio, o al pasar por una iglesia o durante un paseo al aire libre.

También los ratos Ubres, durante las idas y venidas. La señal de «ocupado» en el teléfono, la gente con la que nos cruzamos, los viajeros de compartimento, los veci­nos... Todos los hombres tienen un misterio que nos lleva a la oración fraterna.

Cualesquiera que sean sus ritmos, la oración siempre será un tú a tú con Dios, una «operación a corazón abierto». Las múltiples expresiones que está adoptando últimamente hablan del Espíritu que trabaja en la con­ciencia de los cristianos de hoy. Resulta asombroso con­templar la germinación que anuncia una nueva primavera de la fe.

Por una expresión orante

La repetición de los ritmos de la oración va impri­miendo poco a poco una disponibilidad a Dios, forjada en la escucha y acogida que desarrolla la interioridad. De alguna manera, estas oraciones imprimen las huellas de la acción de Dios. Por contraste, podríamos hablar de las oraciones de expresión para significar las formas de len­guaje a las que conduce la creatividad del hombre en diálogo con Dios.

Sólo enumeramos aquí algunas de las expresiones con­temporáneas que el cristiano de hoy da a su oración apelando a todo su ser polarizado hacia Dios. Es el hombre entero el que está llamado a hacer vibrar en él las armonías del Espíritu.

«Si estás lejos de ti mismo ¿cómo vas a estar cerca de Dios?». Esta pregunta de san Agustín nos hace tomar conciencia de que la cercanía de Dios en la oración nos retela a nosotros mismos-

A. través de un mejor conocimiento propio, la oración

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puede desbloquear nuestra interioridad, integrar nuestra personalidad. La oración nos va descubriendo poco a poco la existencia de un jardín secreto en nuestro inte­rior donde tiene lugar el encuentro con Dios. Es un* especie de sueño, una re-creación, como un nuevo naci­miento. El descubrimiento de esta fuente oculta, a veces ciega, abre el camino a un salto de agua que renueva la oración.

Reconocemos que el hombre moderno no ha hecho más que comenzar sus investigaciones sobre el interior de sí mismo. La psicología profunda es aún más frágil, al mismo tiempo que revoluciona lo que se creía conocer acerca del hombre. Para subrayar las amenazas inscritas en el interior del hombre, el sociólogo Edgar Morin escribe: «Con la civilización, se ha pasado de los proble­mas del hombre de las cavernas a los problemas de las cavernas de los hombres. Todo lo que amenazaba al hombre desde el exterior, los grandes peligros, las tinie­blas oscuras, el hambre, la sed, los fantasmas, los genios y los demonios, todo lo que le mantenía en una inseguri­dad fundamental, ha pasado al interior y nos amenaza desde dentro». Semejante conocimiento de sí, a la luz de las ciencias humanas, abre perspectivas insospechadas a la interiorización de la oración.

¿Quién soy yo cuando oro? ¿Qué imagen de mí se sobreentiende en mi oración? ¿A qué proyección de mí mismo responde? ¿Qué huellas guardo de mi primera infancia, de mis primeras oraciones? Esta revelación de uno mismo en la oración, lejos de encerrarnos en noso­tros mismos, nos hace receptivos a la revelación de Dios.

Algunos necesitan reconciliarse con ellos mismos para entrar en amistad con Dios en la oración. Cuántas insatis­facciones e imágenes negativas de uno mismo no son más que la proyección de lo que los demás dicen o quieren que uno sea. En lugar de tender a ser la imagen de Dios, según la Escritura, nos sentimos predeterminados, condi­cionados por los imperativos del medio, los slogans de la

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época, la moda y los prejuicios que nos despersonalizan. Como consecuencia, creemos más en los demás que en nosotros mismos. La prueba es que sólo esperamos de ellos lo que nosotros somos incapaces de darles.

La oración es una llamada a la transformación, en nuestra conciencia profunda, de lo que somos. Lo impor­tante es que sea la expresión de uno mismo, de lo mejor de sí, al precio del olvido de sí y una apertura a los demás y a Dios.

El que ora en verdad es aquel en quien a la predomi­nancia de las ideas sucede la primacía del corazón y su lenguaje.

De la expresión corporal a la expresión litúrgica

El cuerpo tiene su lenguaje propio. El cuerpo ora: «Glorificad a Dios con vuestro cuerpo» (I Cor 6, 20). La expresión corporal forma parte de esas aproximaciones que, entre otras disciplinas rehabilitadas en nuestra épo­ca, predisponen a la oración gestual. Las diversas actitu­des —gestos de ofrecimiento con las manos, los brazos, el sentarse sobre los talones en el suelo...— son expresio­nes del cuerpo que ayudan a la concentración y unifica­ción del ser. Otros, utilizan disciplinas de respiración, de relajación y de control mental. Lo esencial es revitalizar estas ayudas a la oración y permanecer libres para ser­virse o no de ellas. Aquí, también, son posibles las exageraciones.

Otro lenguaje, la expresión poética, lírica, es apropiado para la oración. La proliferación de los libros de oración es un testimonio evidente de ello y una promesa para el futuro de la oración comunitaria y litúrgica.

La renovación de la oración comunitaria y litúrgica se hace patente después del Vaticano II. Pero todavía se halla a la búsqueda de un lenguaje que esté en consonan-

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cía con la vida real y la Palabra de Dios. Una profunda renovación del canto religioso, texto y acompañamiento musical, un giro litúrgico sin el lastre de la acumulación de los siglos pasados, no bastan para que las reuniones de los creyentes sean expresión de la fe de la Iglesia.

Mi propia sobrina, Mannick, que con Jo Akepsimas compone e interpreta canciones religiosas muy conoci­das, me confesaba que participar en algunas asambleas eucarísticas era para ella una prueba de fe.

¿No será porque la oración comunitaria litúrgica para ser auténtica presupone la práctica de la oración perso­nal? Persuadidos de que la oración litúrgica es la oración por excelencia ¿no tendemos demasiado a resguardarnos bajo las formas litúrgicas consagradas por pereza o can­sancio espirituales?

Toda oración, ya sea colectiva o individual, es perso­nal, ya que es esencialmente una relación personal con Dios, por la Iglesia de Jesucristo y en un mismo Espíritu. Nunca estamos solos en la oración.

Nuestra época está redescubriendo la importancia de los mitos y los ritos. Ciertos acontecimientos dan lugar a manifestaciones, a grandes reuniones que se inspiran en la liturgia, con sus símbolos, sus procesiones, su encanto, como referencias a lo sagrado, a cosas que trascienden la historia.

Muchas comunidades cristianas en la Iglesia continúan buscando nuevas formas de expresión de su vida que vayan más de acuerdo con el clima sociocultural y polí­tico de nuestro tiempo. La proliferación de las liturgias domésticas —fuera de las iglesias, en pequeños grupos—, donde cada uno de los participantes puede ser escuchado y comprendido y tiene un nombre en la mesa del Señor, atestigua la búsqueda de una experiencia apostólica que puede contribuir a reconciliar el rito con la vida. La oración cristiana encuentra en ellas un nuevo espacio para la expresión comunitaria, en una atmósfera de co­munión fraterna.

orar ahritmo de la ¡ida

Especialmente los jóvenes son sensjjbles a este tipo de reuniones que les saca del anonimato práctico de una liturgia de corte «tradicional». Y con ellos, todos los que han sentido la náusea de las pseudocomunidades y la necesidad de comunidades fraternas.

Sin embargo, existen peligros que pueden comprome­ter la autenticidad de estas celebraciones litúrgicas. Existe el riesgo de que un grupo pequeño haga de su propia subjetividad palabra de Dios. Ya sea en un comedor o en una sala de reunión, la asamblea eucarística responde a una convocatoria proveniente del Señor. Hemos sido invitados a escuchar la Palabra, para vivir por ella un acontecimiento pascual de dimensión cósmica que des­borda nuestra individualidad.

Esta es la Iglesia que celebra a Cristo muerto y resuci­tado, en comunión con los cristianos de todos los lugares, y esta es la Iglesia en la que recibimos el don de Dios; la Iglesia hace eucaristía y la eucaristía hace Iglesia.

Las grandes asambleas, las peregrinaciones, los mismos congresos eucarísticos, sin una auténtica oración, pueden convertirse en una hipnosis colectiva sin provocar un cambio de actitud que transforme la vida. Los ritos y símbolos, la calidad de los cantos y del acompañamiento musical no pueden suplir la ausencia de una auténtica actitud espiritual, el diapasón del Espíritu.

La misma liturgia es en primer lugar acción y no oración. Una acción de la Iglesia que actualiza y prolonga hasta nuestros días la presencia y la obra de Cristo. El acto litúrgico es menos un dirigirse el hombre a Dios, corno lo es la oración, que la presencia de Dios en el hombre, corno lo es el sacramento. Cualquiera que sea su expresión, la oración cristiana considera a la liturgia corno una celebración de la vida a la luz de Cristo, y la liturgia es para la oración su espacio de verdad.

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Una cita con la fiesta /

Caras de aburrimiento en vez de caras de fiesta en el banquete del Señor... oraciones masculladas en medio de bostezos; la oración cristiana parece la oración de una civilización que ha perdido la alegría de vivir. La degra­dación de la fiesta es signo de decadencia.

En Occidente, la fiesta representa sólo la interrupción de la vida seria. Se ha convertido en algo insignificante porque no significa nada esencial. Sólo las civilizaciones-primitivas nos revelan el verdadero significado de la fiesta. El contraste entre las prohibiciones de la vida ordinaria y la efervescencia de la fiesta que rompe la monotonía, es violenta. Para nuestros antepasados, el exceso fundamentaba la fiesta. El derroche, la destruc­ción, el desenfreno nocturno de ruido y movimiento, desempeñan una función en la vida colectiva: la de una regeneración de la naturaleza y la sociedad. Bajo esta aparente agitación tiende a operarse una vuelta a la fuente de la vida, a la infancia del mundo, a los tiempos del caos primitivo. El hombre desea recomenzar la crea­ción del mundo; al menos de fiesta en fiesta, se espera otro mundo , se experimenta una libertad que quisiera ser total. Se busca entrar en una nueva forma de existencia, en una edad de oro, de la que la estación de las fiestas es como un presentimiento.

(-'Estamos demasiado preocupados por nosotros mis­mos para tener el corazón en fiesta? Si la significación profunda de la fiesta auna las aspiraciones fundamentales del hombre ¿cómo no vamos a ser sensibles a una expre­sión festiva de la oración como la que se busca hoy en la Iglesia? ¿Cómo no desear para las celebraciones del mañana el despliegue de un nuevo simbolismo, de nue­vos ritmos poéticas y musicales, para expresar la alabanza a Dios y dar a la vida su dimensión de eternidad:'

Maurice Béjart, que no ignora que las iglesias africanas ya han reencontrado instintivamente el ritmo y el movi-

orar al ritmo de la vida 121

miento, las aclamaciones y la danza al servicio del culto litúrgico, dice: «La danza encontrará su lugar en la Iglesia el día que los sacerdotes bailen en los oficios».

N o sonriamos ante tal audacia ni la consideremos como una simple humorada. Este modo de expresión ya se está utilizando felizmente en grupos pequeños para dar una mayor autenticidad a la oración en común.

Entre el sueño de fiesta que la humanidad acarrea en su inconsciente colectivo, con sus excesos y pecados, y la realidad de la fiesta eterna que anuncia la Pascua, está la fe. Existe un mundo nuevo invisible. La oración es la llave de contacto que nos abre al universo del Resucita­do.

Necesitamos que nuestra vida cotidiana sea más festi­va. Cada mañana comienza un día de eternidad, una epifanía del Señor, el paso del Señor. La realidad está ahí, más auténtica que nuestros sueños más descabellados: es el amor de Dios lo que, día tras día, aspiro por todo mi ser al hilo de los acontecimientos temporales. Orar signi­fica aceptar ser amado. Días de fiesta o días de tristeza, que la vida que discurre por ti aspire a Dios hasta dejar que el Espíritu ore en tu interior.

Así es la vida al ritmo de Dios. Llena de gratuidad, de libertad y belleza; tu vida, como tu oración, está habitada por un gran deseo, consciente o no, de creer en el amor que Dios te ofrece. Y creer orando, hasta llegar a decir un día: Dios es mi vida.

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Creo en el Espíritu Santo

Creo en el Espíritu creador, en cada mañana, en un amor nuevo, en una vida nueva...

Creo en las palabras de Juan: Dios no da su Espíritu con medida.

Creo que el Espíritu es el maestro de lo imposible. Creo que el Espíritu es a la vez perturbador y constructor. Creo en las sorpresas del Espíritu Santo en todos los

tiempos, también en los nuestros. Creo que el Espíritu actúa en la Iglesia y en el mundo. Creo que la verdadera oración está inspirada por el

Espíritu y que se trata menos de improvisarla que de recibirla. Creo en las maravillas del Espíritu en el arte, la naturale­

za, la belleza, las solidaridades, la ternura. Creo que este mismo Espíritu fermenta la masa de los

hombres y mujeres que buscan desesperadamente creer, y que está allí donde los humanos se unen, construyen, luchan y sirven a la justicia y la paz.

Creo en el Espíritu, fuente de felicidad y de alegría, pero también de valor y de paciencia.

L. R.

N

orar al ritmo de la tida " -

QUÉDATE CON NOSOTROS, SEÑOR...

Nuestros ojos están oscurecidos, como desorientados por tantos espejismos que nos ocultan tu luz. Nuestros corazones están cargados de tristeza. Nuestros días con frecuencia son grises, el trabajo pesado, nuestras esperanzas se ven desengañadas, nuestros proyectos sin porvenir. Arrastramos nuestras tristezas, a veces hasta la amargura. Nuestros pasos se han extraviado por los laberintos de una vida llena de obstáculos. sobrecargada de futilidades. ha jatiga nos tienta.

QUÉDATE CON NOSOTROS, SEÑOR­ES el grito de la amistad, el canto de la esperanza. Somos peregrinos áridos de ternura compartida, en camino, sin saber por dónde ni hasta cuándo, hacia una fiesta eterna que nuestro corazón se obstina en esperar zncluso aunque nuestra vida sea el lugar de una cita anulada. Tu presencia nos alienta... y también los que se toman en serio tu victoria pascual sobre la muerte; a pesar de llantos y desgracias, la vida es una fiesta. «Id, nos dice el ángel, donde debéis estar y lo veréis como os lo he anunciado».

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QUÉDATE CON NOSOTROS, SEÑOR...

Desde hace siglos la caravana humana que salió un día con Abrabam hacia la tierra prometida, camina sin retorno. Desde entonces no existen tierras que, por tu presencia, no puedan convertirse en oasis. No hay camino donde tú no conduzcas.

QUÉDATE CON NOSOTROS, SEÑOR...

No existen fantasmas a los que debamos temer, a no ser nuestras propias quimeras, el dinero sobre todo, la confianza en si mismo... Nuestra soledad sólo es una trampa, nada puede detenerte para unir tus pasos a nuestros pasos. Nada puede detenerte; la única puerta cerrada es nuestra desesperanza.

QUÉDATE CON NOSOTROS, SEÑOR...

Tú abriste un camino que va de la muerte a la vida... Tú sufriste antes: bajo Poncio Pilato y bajo el régimen del asalariado, bajo la dictadura, con la mordedura de las injusticias acumuladas... Tú moriste antes. Después de ti ya no se puede decir de ningún hombre: murió como un perro Tú nos precedes en la alegría, a pesar de la carrera de armamentos, por encima de los odios y las sospechas. Tu alegría de Resucitado es la nuestra.

QUÉDATE CON NOSOTROS, SEÑOR...

1. R.

Conclusión

«Nunca hemos dejado de estar dispu­tando con Dios» (Heinz Zahrnt)

¿Conocéis «el combate de Jacob»? Es una historia bíblica, la del nieto de Abrabam (alre­

dedor del 1700 a.J.C), la de Jacob, el tramposo, el que obró con astucia toda su vida: contra su hermano Esaú, contra Labán su suegro, contra Dios mismo.

Nuestra historia comienza cuando, bajo la orden ex­presa de Dios, tiene que volver a Canaán, la patria de sus padres donde huyó veinte años atrás, perseguido por su hermano.

Mujeres, niños y rebaños han cruzado el vado. En la última noche de exilio, está solo y siente miedo. Mañana tendrá que afrontar un riesgo, el de enfrentarse a su hermano que le espera con hombres armados.

Jacob espera el alba para dar el paso decisivo. Siente miedo, pero cree en la promesa del Señor. Fiándose de la palabra de Dios, va a correr el riesgo de su vida. Solo, corno en el paredón, esta noche va a revisar su vida que ha sido una lucha continuada.

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Más que una historia, este combate de Jacob es la parábola de nuestra vida, la llave de una existencia ex­puesta a las inseguridades, a los imprevistos del momen­to. Sin reposo, siempre con alguna inquietud en el hori­zonte. Una enfermedad, un duelo, preocupaciones, com­promisos, lucha en las asociaciones, las organizaciones, lucha por el pan, la dignidad, lucha por la paz y la justicia, lucha por la libertad.

¿Por qué luchar? ¿Es inevitable? ¿Sabemos cuál es el sentido de nuestros combates cotidianos? La alegría de vivir tiene este precio.

Existe un combate extraño que se desarrolla en el corazón de la vida. Un cuerpo a cuerpo con Dios, del que no tendríamos conciencia a menos que la palabra de Dios y la oración nos revelasen el secreto.

Lo esencial de la vida es este enfrentamiento con Dios.

Extraño combate

«Alguien luchó contra él cuerpo a cuerpo hasta la aurora, sin tregua alguna» (Gn 32, 23).

«Alguien»: no es un ángel, es Dios mismo, cosa que Jacob no sabrá hasta después; sólo conocemos el reverso de nuestra vida real.

Dios nos acosa a lo largo de nuestra vida sin violentar nunca nuestra libertad, aunque sí permanece lo bastante próximo como para dejarse presentir, lo bastante des­concertante como para desequilibrar nuestra tranquili­dad. Inasible presencia de Dios, oscura ternura, amor desconcertante.

irar al ritmo de la vida 127

Nos resistimos a Dios, pero Dios nos resiste. Hasta que descubrimos qué es lo que en nosotros se resiste a él. Resistencia desde dentro, el egoísmo que nos tienta, el peso del pecado y su máscara colectiva de tensiones, conflictos y violencias. Dios nos desaloja de nuestras seguridades y suficiencias, nos protege desde dentro de nosotros mismos para nuestra liberación. Pero podemos fracasar si oponemos una resistencia peligrosamente efi­caz. La oración sólo abre los caminos de la libertad.

Dios nunca capitula, ni ante nuestra inconsistencia ni ante la marea negra del mal y del sufrimiento de los hombres. El mal es el rescate de la libertad. Pero Dios es la primera víctima del mal, porque él es el espacio donde respira nuestra libertad. Todo lo que degrada al hombre y al universo le atañe en primer lugar a él. Estamos comprometidos en una tragedia divina, donde cada uno somos un riesgo y una aventura para Dios.

El sufre. Y su hijo, entregado a nuestras manos, muere en la cruz.

Extraño combate el nuestro. «Existen dos hombres en mí» (Rm 7, 4). La oración es la fuerza para la lucha que esclarece el Espíritu. Feliz el que sabe por qué lucha y el rostro que ofrece su vida ante la prueba del tiempo.

Esta lucha es el lugar de la confidencia de Dios.

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Combate de noche

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Tanto se acerca el desconocido a Jacob que no le puede ver el rostro.

En la noche de nuestra vida y en la de la historia, Dios se acerca en la oscuridad de la fe.

Oscura ternura de Dios en el cuerpo a cuerpo de la vida. Su misteriosa presencia se hace manifiesta a los que aceptan ser ellos mismos, solos frente a su destino, sin otro apoyo que su condición de hombre.

La oración expresa el gesto de no cerrarse a Dios bajo el pretexto de realizarse mejor. Arroja una chispa de esperanza a los momentos más tenebrosos. Da la certi­dumbre de un cara a cara futuro y a plena luz. A la espera del gran día de Dios, todo hombre debe aceptar su propia noche como se interna uno deliberadamente en el desierto. «Para ir a donde no sabes, por donde no sabes» (San Juan de la Cruz).

Un mundo tenebroso donde los más fuertes explotan a los más débiles; países pobres cada vez más pobres, constantes atentados a los derechos del hombre: ano­chece en el mundo. Pero al que lucha de pie, al que se abre en la oración a una humanidad a la que pertenece, Dios se le hace amorosamente presente.

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Combate de amor

«Eres precioso a mis ojos, y yo te amo» (Is 43, 4).

Este combate misterioso es un abrazo amoroso de Dios que Jacob toma por una agresión. El paso por una vida agobiada, fallida en sus proyectos, puede ser interpretado por el hombre como una fatalidad, un castigo. «¿Qué es lo que me cae encima?... ¿Qué le he hecho a Dios?...». El, demasiado respetuoso con el hombre y su libertad para violentar sus elecciones, se hace presencia y fuente de paciencia y coraje. Pero no puede luchar contra el mal por cada uno de nosotros.

Más que el combate, es la huida la que nos aporta más desilusiones: huida en el torbellino de las obligaciones, evasión en actividades absorbentes, la agenda sobrecar­gada de reuniones, aturdidos con ocios ficticios y vacíos.

Dicho sea de paso: si conociéramos todas las escapato­rias que puede esconder la generosidad, no se hablaría tan bien de ella.

Muchos peligros nos amenazan, pero quizá el más sutil sea el de trabajar por nuestra cuenta en la casa del Padre.

Combate que hiere

«Vió que no podía ir con él y le golpeó en la cadera; y la cadera de Jacob se dislocó mientras luchaba contra él».

La cadera, donde se articula la marcha, el comporta­miento, las actitudes. Le golpeó en su punto débil.

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En ti hay más de una fisura por donde penetra el Espíritu. Rectitud de corazón, soledad, una enfermedad crónica, desencanto ante el quebrantamiento de una promesa, aridez dolorosa y resentida hacia Dios.

¿Quién no ha caído alguna vez bajo los duros golpes de la vida que ha vencido finalmente su orgullo? Por nuestra oración reconocemos que hemos traicionado el amor.

¡Feliz aquél cuya herida lleva el nombre de Jesús, porque no curará jamás!

Combate sin armas

«Dijo: déjame, porque ya llega la aurora. Jacob respondió: no te dejaré porque no me has bendecido».

Jacob descubre que el otro es el más fuerte, el mejor: podría haberse encolerizado y haberle vencido. Herido, enfermo, Jacob lucha con las armas de Dios: tiene con­fianza en la promesa. Y Dios es prisionero de su alianza.

«No te dejaré.-», dice la oración. «Soy fuerte en mi debilidad» (IlCor 12, 10).

Dejarse coger por Dios cuerpo a cuerpo, totalmente desarmado; aceptar perder seguridades, despojarse, re­nunciando a ser el más fuerte, aceptarse a uno mismo con las propias fragilidades y posibilidades; tal es, durante la larga lucha, el fruto maduro de la oración.

N o hay que temer. Desposeído, pero colmado, como Jacob, que posee el arma absoluta, la que da el poder sobre Dios: la propia debilidad.

Dios sólo se entrega totalmente al hombre desarmado.

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Combate liberador

«Dijo: ¿Cuál es tu nombre? El respondió: Jacob. Le dijo: tú ya no te llamarás Jacob sino Israel, porque has luchado contra Dios y contra los hombres. Jacob preguntó y dijo: Enséñame tu nombre. El respondió: ¿Por qué me preguntas mi nombre? Y le bendijo... He fisto a Dios cara a cara, decía Jacob, y he salvado mi vida».

En la continuación del relato bíblico, a la mañana siguiente, Esau se echa en los brazos de su hermano llorando. Misterio de reconciliación. Nacen nuevas rela­ciones entre los hermanos, nace el perdón y el compartir. Dios vuelve el rostro dé Jacob hacia su hermano con otra mirada, y los corazones se unen. Ya son las cosas como antes.

«Ya no serás Jacob sino Israel... Has sido fuerte contra Dios». De Jacob nace un pueblo que combate bajo el nombre de Israel, con un extraño destino de cuatro mil años. Muchas veces malherido a lo largo de su historia, con persecuciones y deportaciones. Para él y para noso­tros, el combate de Jacob con Dios no cesa en la noche de la historia.

Con la lucha viene el diálogo. Después de la noche, vendrá la aurora.

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¿Cuál es tu nombre, tú a quien yo rezo? Te busco a tientas en la noche

aunque no conozco tu rostro. Tu nombre está escrito en lo más profundo de mi ser,

pero a pesar de que yo te d'e un nombre, tú permaneces irreconocible, innombrable.

Tú estás íntimamente presente en mí, me pareces ausente y lejano.

Tú habitas en el país hacia el que yo voy y me haces extranjero en el país que habito.

Tú que me dejas sin reposo, me das la paz. Si tú no oraras en mí, yo no oraría,

si no me amaras, yo no amaría. Es a ti a quien yo deseo, aunque ni siquiera lo sepa. Si tanto te busco, es porque tú ya me has encontrado. Pero buscarte es perderse,

y no me encuentro a no ser que te reconozca. Tú aumentas mi hambre, aunque eres mi paz y mi

perdón.

Orar siguiendo los ritmos de la vida significa entrar en un combate de liberación total

que construye la grandeza del hombre al mismo tiempo que la gloria de Dios.

Orar, luchar, significa vivir, dicho de otra forma, ser uno mismo plenamente.

Orar, luchar unidos, para cambiar el mundo siguiendo a Cristo.