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Revista presentada en el VII Congreso Nacional de Democracia, Universidad Nacional de Rosario.TRANSCRIPT
Revista Espacios PolíticosAño 2006 - N° 3 - Publicación de distribución gratuita
La Nueva Inestabilidad Política y el Presidencialismo.Por Aníbal Sebastián Pérez Liñán. (Doctor por la Universidad de Notre Dame. Actualmente es
Profesor de política comparada en la Universidad de Pittsburgh ([email protected])
En 1988, la editorial EUDEBA publicó una compilación que incluía el hoy conocido
ensayo de Juan Linz, “¿Democracia presidencial o parlamentaria: hay alguna diferencia?” Casi
veinte años más tarde, el principal argumento de aquel ensayo continúa debatiéndose en las
cátedras que abordan cuestiones institucionales: en contraste con los sistemas parlamentarios
que permiten el voto de censura o las elecciones anticipadas, el modelo presidencial requiere la
coexistencia de dos poderes electos con fuentes de legitimidad electoral y mandatos
igualmente válidos; por ende, cuando el presidente y el congreso entran en conflicto se genera
una parálisis institucional capaz de abrir el camino a la inestabilidad política y a la intervención
militar. Sin embargo, la experiencia latinoamericana reciente parece cuestionar algunos
supuestos fundamentales de esta teoría.
La revisión crítica de Scott Mainwaring y Matthew Shugart, hoy generalmente aceptada,
ha establecido que no todos los presidencialismos son iguales. Ciertamente, algunas
configuraciones institucionales son más propensas al conflicto que otras. Estos autores, sin
embargo, nunca cuestionaron el supuesto linzeano de fondo: la idea de que el bloqueo
institucional, una vez producido, es una fuente de inestabilidad para el régimen político.
Recientes desarrollos históricos y teóricos parecen disputar este supuesto. En primer
lugar, resulta evidente que la mayor parte de los conflictos institucionales ocurridos
recientemente no lograron desestabilizar el régimen democrático. Los ejemplos abundan. El
Poder Legislativo removió de su cargo (o forzó la renuncia de) Fernando Collor de Mello en
Brasil en 1992, Carlos Andrés Pérez en Venezuela en 1993, Abdalá Bucaram en Ecuador en
1997 y Raúl Cubas Grau en Paraguay en 1999. Los congresistas intentaron sin éxito remover
de su cargo a Ernesto Samper de Colombia en 1996 y a Luis González Macchi de Paraguay en
2001 y 2002. Otros presidentes fueron obligados a renunciar en Argentina en 2001, en Bolivia
en 2003 y 2005, en Ecuador en 2000 y 2005, en Guatemala en 1993, en Perú en 2000.
Ninguna de estas crisis determinó un quiebre de la democracia. Los militares jugaron un papel
clave solamente en el Perú en 1992 (con el autogolpe liderado por Alberto Fujimori), en
Guatemala un año más tarde (los oficiales de rango medio se negaron a apoyar un autogolpe
similar, y el presidente Serrano debió renunciar), y en Ecuador en 2000 (un golpe forzó la salida
del presidente Jamil Mahuad, pero la junta militar no pudo ocupar el poder). Entre 1950 y 1989,
el 65 por ciento de las crisis ejecutivo-legislativo observadas en América Latina concluyeron
con una intervención militar. Entre 1990 y 2000, solamente el 21 por ciento concluyó en forma
similar. La región parece vivir actualmente la paradoja de un presidencialismo inestable en el
marco de un modelo de democracia estable.
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¿Cómo entender estos desarrollos recientes? Al menos tres respuestas han
comenzado a emerger en la disciplina. Para Arturo Valenzuela, la caída reiterada de
presidentes simplemente ha corroborado la inestabilidad intrínseca del presidencialismo. Sin
embargo, existe en este argumento un problema de nivel de análisis: resulta evidente que la
nueva inestabilidad política afecta a los gobiernos más que a los regímenes políticos. Una
segunda interpretación, representada por autores como John Carey y contraria a la de
Valenzuela, ha enfatizado la aparente “parliamentarización” del presidencialismo
latinoamericano. Según esta perspectiva, la rigidez constitucional del presidencialismo ha sido
superada por una práctica informal: las mayorías legislativas a menudo remueven al presidente
(como en Brasil en 1992) o nombran a su sucesor (como en Argentina en 2001), evitando el
quiebre de la democracia. En vista de la crítica de Valenzuela, esta lectura optimista debe ser
manejada con prudencia: mientras que el voto de censura es un episodio normal en la vida de
un sistema parlamentario, el juicio político o la renuncia de un presidente representan
verdaderas convulsiones en un sistema presidencial.
Una tercera línea de investigación ha comenzado a ver las recientes crisis
presidenciales a la luz del desgaste del modelo neoliberal, enfatizando el rol de la protesta
popular como una forma de accountability societal (sobre este concepto, ver Peruzzotti y
Smulovitz 2002). Esta interpretación, esbozada recientemente por estudiantes de los
movimientos sociales como Kathtryn Hochstetler y León Zamosc, responde a una observación
clave: en las crisis recientes, la movilización social tuvo un efecto fundamental para definir la
salida del presidente. Pero al igual que en el caso del argumento sobre la “parliamentarización”
del presidencialismo, el optimismo implícito en esta lectura debe ser moderado. La
movilización popular resultante de la frustración y el desempleo no siempre ha generado
formas de participación duraderas (consideremos la suerte de las asambleas barriales de la
Argentina del 2002) o cambios institucionales tendientes a moderar la arbitrariedad del poder
presidencial (como lo sugiere la trayectoria de la región andina a partir de los años noventa).
Las crisis presidenciales de los últimos años tienden a cuestionar el supuesto de que el
bloqueo institucional automáticamente se asocia con la inestabilidad democrática. En vista de
la centralidad de este supuesto para el análisis de la gobernabilidad durante las últimas dos
décadas, resulta imprescindible desarrollar un análisis más exhaustivo del nuevos patrón de
inestabilidad política a los efectos de entender la dinámica del presidencialismo
latinoamericano.
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