san manuel bueno mártir

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SAN MANUEL, MÁRTIR Miguel de Unamuno Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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SAN MANUEL,MÁRTIR

Miguel de Unamuno

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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PRÓLOGO

En La Nación, de Buenos Aires, y algo mástarde en El Sol, de Madrid, número del 3 dediciembre de 1931 [...], Gregorio Marañón pu-blicó un artículo sobre mi SAN MANUELBUENO, MÁRTIR, asegurando que ella, estanovelita, publicada en La Novela de Hoy, núme-ro 461 y último de la publicación, correspon-diente al día 13 de marzo de 1931 -estos detalleslos doy para la insaciable casta de los bi-bliógrafos-, ha de ser una de mis obras másleídas y gustadas en adelante como una de lasmás características de mi producción toda no-velesca. Y quien dice novelesca -agrego yo-,dice filosófica y teológica. Y así como él piensoyo, que tengo la conciencia de haber puesto enella todo mi sentimiento trágico de la vida coti-diana.

Luego hacía Marañón unas brevísimas consi-deraciones sobre la desnudez de la parte pura-mente material en mis relatos. Y es que creo

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que dando el espíritu de la carne, del hueso, dela roca, del agua, de la nube, de todo lo demásvisible, se da la verdadera e íntima realidad,dejándole al lector que la revista en su fantasía.

Es la ventaja que lleva el teatro. Como mi no-vela Nada menos que todo un hombre, escenificadaluego por Julio de Hoyos bajo el título de Todoun hombre, la escribí ya en vista del tablado tea-tral, me ahorré todas aquellas descripciones delfísico de los personajes, de los aposentos y delos paisajes, que deben quedar al cuidado deactores, escenógrafos y tramoyistas. Lo que noquiere decir, ¡claro está!, que los personajes dela novela o del drama escrito no sean tan decarne y hueso como los actores mismos, y queel ámbito de su acción no sea tan natural y tanconcreto y tan real como la decoración de unescenario.

Escenario hay en SAN MANUEL BUENO,MÁRTIR, sugerido por el maravilloso y tansugestivo lago de San Martín de Castañeda, enSanabria, al pie de las ruinas de un convento de

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Bernardos y donde vive la leyenda de una ciu-dad, Valverde de Lucerna, que yace en el fondode las aguas del lago. Y voy a estampar aquídos poesías que escribí a raíz de haber visitadopor primera vez ese lago el día primero de ju-nio de 1930. La primera dice:

San Martín de Castañeda, espejo de soleda-des,

el lago recoge edadesde antes del hombre y se quedasoñando en la santa calmadel cielo de las alturas,la que se sume en hondurasde anegarse, ¡pobre! el alma.Men Rodríguez, aguiluchode Sanabria, el ala rotaya el cotarro no alborotapara cobrarse el conducho.Campanario sumergidode Valverde de Lucerna,toque de agonía eterna

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bajo el caudal del olvido.La historia paró; al senderode San Bernardo la vidaretorna, y todo se olvida,lo que no ha sido primero.

Y la segunda, ya de rima más artificiosa, de-cía y dice así:

Ay Valverde de Lucerna,hez del lago de Sanabria,no hay leyenda que dé cabriade sacarte a luz moderna.Se queja en vano tu bronceen la noche de San Juan,tus hornos dieron su panla historia se está en su gonce.Servir de pasto a las truchases, aun muerto, amargo trago;se muere Riba de Lagoorilla de nuestras luchas.

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En efecto, la trágica y miserabilísima aldea deRiba de Lago, a la orilla del de San Martín deCastañeda, agoniza y cabe decir que se estámuriendo. Es de una desolación tan grandecomo la de las alquerías, ya famosas, de lasHurdes. En aquellos pobrísimos tugurios, casu-chas de armazón de madera recubierto de ado-bes y barro, se hacina un pueblo al que ni le espermitido pescar las ricas truchas en que abun-da el lago y sobre las que una supuesta señoracreía haber heredado el monopolio que teníanlos monjes Bernardos de San Martín de Casta-ñeda.

Esta otra aldea, la de San Martín de Castañe-da, con las ruinas del humilde monasterio,agoniza también junto al lago, algo elevadasobre su orilla. Pero ni Riba de Lago, ni SanMartín de Castañeda, ni Galende, el otro po-bladillo más cercano al lago de Sanabria -esteotro mejor acomodado-, ninguno de los trespuede ser ni fue el modelo de mi Valverde deLucerna. El escenario de la obra de mi Don

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Manuel Bueno y de Angelina y Lázaro Carba-llino supone un desarrollo mayor de vidapública, por pobre y humilde que esta sea, quela vida de esas pobrísimas y humildísimas al-deas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que yosuponga que en estas no haya habido y aúnhaya vidas individuales muy íntimas e inten-sas, ni tragedias de conciencia.

Y en cuanto al fondo de la tragedia de los tresprotagonistas de mi novelita, no creo poder nideber agregar nada al relato mismo de ella. Nisiquiera he querido añadirle algo que recordédespués de haberlo compuesto -y casi de unsolo tirón-, y es que al preguntarle en París unadama acongojada de escrúpulos religiosos a unfamoso y muy agudo abate si creía en el infier-no y responderle este: «Señora, soy sacerdotede la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana,y usted sabe que en esta la existencia del infier-no es verdad dogmática o de fe», la dama insis-tió en: «Pero usted, monseñor, ¿cree en ello?», yel abate, por fin: «¿Pero por qué se preocupa

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usted tanto, señora, de si hay o no infierno, sino hay nadie en él ...?» No sabemos que la da-ma le añadiera esta otra pregunta: «Y en el cie-lo, ¿hay alguien?»

Y ahora, tratando de narrar la oscura y dolo-rosa congoja cotidiana que atormenta al espíri-tu de la carne y al espíritu del hueso de hom-bres y mujeres de carne y hueso espirituales,¿iba a entretenerme en la tan hacedera tarea dedescribir revestimientos pasajeros y de puroviso? Aquí lo de Francisco Manuel de Melo ensu Historia de los movimientos, separación y guerrade Cataluña en tiempo de Felipe IV y política mili-tar, donde dice: «He deseado mostrar sus áni-mos, no los vestidos de seda, lana y pieles, so-bre que tanto se desveló un historiador grandede estos años, estimado en el mundo.» Y el co-losal Tucídides, dechado de historiadores, des-deñando esos realismos, aseguraba haber que-rido escribir «una cosa para siempre, más queuna pieza de certamen que se oiga de momen-to». ¡Para siempre!

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[.................................................................]Pero voy más lejos aún, y es que no tan sólo

importan poco para una novela, para una ver-dadera novela, para la tragedia o la comedia deunas almas, las fisonomías, el vestuario, losgestos materiales, el ámbito material, sino quetampoco importa mucho lo que suele llamarseel argumento de ella.

[.................................................................][...] Poniéndome a pensar, claro que a redro-

mano o a posteriori, en ello, he creído darmecuenta de que [...] a Don Manuel Bueno [...] loque le atosigaba era el pavoroso problema de lapersonalidad, si uno es lo que es y seguirásiendo lo que es.

Claro está que no obedece a un estado deánimo especial en que me hallara al escribir, enpoco más de dos meses [esta novela junto a lanovela de Don Sandalio, jugador de ajedrez y Unpobre hombre rico o el sentimiento cómico de la vi-da], sino que es un estado de ánimo general enque me encuentro, puedo decir que desde que

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empecé a escribir. Ese problema, esa congoja,mejor, de la conciencia de la propia personali-dad -congoja unas veces trágica y otras cómica-es el que me ha inspirado para casi todos mispersonajes de ficción. Don Manuel Bueno bus-ca, al ir a morirse, fundir -o sea salvar- su per-sonalidad en la de su pueblo [...].

¿Y no es, en el fondo, este congojoso y glorio-so problema de la personalidad el que guía ensu empresa a Don Quijote, el que dijo lo de «¡yosé quién soy!» y quiso salvarla en aras de lafama imperecedera? ¿Y no es un problema depersonalidad el que acongojó al príncipe Segis-mundo, haciéndole soñarse príncipe en el sue-ño de la vida?

Precisamente ahora, cuando estoy compo-niendo este prólogo, he acabado de leer la obraO lo uno o lo otro (Entera-Eller) de mi favoritoSáren Kierkegaard, obra cuya lectura dejé inte-rrumpida hace unos años -antes de mi destie-rro-, y en la sección de ella que se titula «Equi-librio entre lo estético y lo ético en el desarrollo

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de la personalidad» me he encontrado con unpasaje que me ha herido vivamente y que vienecomo estrobo al tolete para sujetar el remo -aquí pluma- con que estoy remando en esteescrito. Dice así el pasaje:

Sería la más completa burla al mundo si el quehabría expuesto la más profunda verdad no hubierasido un soñador, sino un dudador. Y no es impensa-ble que nadie pueda exponer la verdad positiva tanexcelentemente como un dudador; sólo que este no lacree. Si fuera un impostor, su burla sería suya; perosi fuera un dudador que deseara creer lo que expu-siese, su burla sería ya enteramente objetiva; la exis-tencia se burlaría por medio de él; expondría unadoctrina que podría esclarecerlo todo, en que podríadescansar todo el mundo; pero esa doctrina no podr-ía aclarar nada a su propio autor. Si un hombre fue-ra precisamente tan avisado que pudiese ocultar queestaba loco, podría volver loco al mundo entero.

Y no quiero aquí comentar ya más ni el marti-rio de Don Quijote ni el de Don Manuel Bueno,martirios quijotescos los dos.

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Y adiós, lector, y hasta más encontrarnos, yquiera Él que te encuentres a ti mismo.

Madrid, 1932.

Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, so-mos los

más miserables de los hombres todos.

(SAN PABLO, I Corintios XV, 19)

Ahora que el obispo de la diócesis de Renada,a la que pertenece esta mi querida aldea deValverde de Lucerna, anda, a lo que se dice,promoviendo el proceso para la beatificaciónde nuestro Don Manuel, o, mejor, san ManuelBueno, que fue en esta párroco, quiero dejaraquí consignado, a modo de confesión y sóloDios sabe, que no yo, con qué destino, todo loque sé y recuerdo de aquel varón matriarcalque llenó toda la más entrañada vida de mialma, que fue mi verdadero padre espiritual, el

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padre de mi espíritu, del mío, el de ÁngelaCarballino.

Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenassi le conocí, pues se me murió siendo yo muyniña. Sé que había llegado de forastero a nues-tra Valverde de Lucerna, que aquí arraigó alcasarse aquí con mi madre. Trajo consigo unoscuantos libros, el Quijote, obras de teatro clási-co, algunas novelas, historias, el Bertoldo, todorevuelto, y de esos libros, los únicos casi quehabía en toda la aldea, devoré yo ensueñossiendo niña. Mi buena madre apenas si me con-taba hechos o dichos de mi padre. Los de DonManuel, a quien, como todo el mundo, adora-ba, de quien estaba enamorada -claro que castí-simamente-, le habían borrado el recuerdo delos de su marido. A quien encomendaba a Dios,y fervorosamente, cada día al rezar el rosario.

De nuestro Don Manuel me acuerdo como sifuese de cosa de ayer, siendo yo niña, a misdiez años, antes de que me llevaran al Colegiode Religiosas de la ciudad catedralicia de Re-

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nada. Tendría él, nuestro santo, entonces unostreinta y siete años. Era alto, delgado, erguido,llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitrelleva su cresta y había en sus ojos toda la hon-dura azul de nuestro lago. Se llevaba las mira-das de todos, y tras ellas, los corazones, y él almirarnos parecía, traspasando la carne como uncristal, mirarnos al corazón. Todos le quería-mos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas nosdecía! Eran cosas, no palabras. Empezaba elpueblo a olerle la santidad; se sentía lleno yembriagado de su aroma.

Entonces fue cuando mi hermano Lázaro, queestaba en América, de donde nos mandaba re-gularmente dinero con que vivíamos en deco-rosa holgura, hizo que mi madre me mandaseal Colegio de Religiosas, a que se completarafuera de la aldea mi educación, y esto aunque aél, a Lázaro, no le hiciesen mucha gracia lasmonjas. «Pero como ahí -nos escribía- no hayhasta ahora, que yo sepa, colegios laicos y pro-gresivos, y menos para señoritas, hay que ate-

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nerse a lo que haya. Lo importante es que An-gelita se pula y que no siga entre esas zafiasaldeanas.» Y entré en el colegio, pensando enun principio hacerme en él maestra, pero luegose me atragantó la pedagogía.

En el colegio conocí a niñas de la ciudad e in-timé con algunas de ellas. Pero seguía atenta alas cosas y a las gentes de nuestra aldea, de laque recibía frecuentes noticias y tal vez algunavisita. Y hasta al colegio llegaba la fama denuestro párroco, de quien empezaba a hablarseen la ciudad episcopal. Las monjas no hacíansino interrogarme respecto a él.

Desde muy niña alimenté, no sé bien cómo,curiosidades, preocupaciones e inquietudes,debidas, en parte al menos, a aquel revoltijo delibros de mi padre, y todo ello se me medró enel colegio, en el trato, sobre todo con una com-pañera que se me aficionó desmedidamente yque unas veces me proponía que entrásemosjuntas a la vez en un mismo convento, jurándo-

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nos, y hasta firmando el juramento con nuestrasangre, hermandad perpetua, y otras veces mehablaba, con los ojos semicerrados, de novios yde aventuras matrimoniales. Por cierto que nohe vuelto a saber de ella ni de su suerte. Y esoque cuando se hablaba de nuestro Don Manuel,o cuando mi madre me decía algo de él en suscartas -y era en casi todas-, que yo leía a miamiga, esta exclamaba como en arrobo: «¡Quésuerte, chica, la de poder vivir cerca de un san-to así, de un santo vivo, de carne y hueso, ypoder besarle la mano! Cuando vuelvas a tupueblo, escríbeme mucho, mucho y cuéntamede él».

Pasé en el colegio unos cinco años, que ahorase me pierden como un sueño de madrugadaen la lejanía del recuerdo, y a los quince volvíaa mi Valverde de Lucerna. Ya toda ella era DonManuel; Don Manuel con el lago y con la mon-taña. Llegué ansiosa de conocerle, de ponermebajo su protección, de que él me marcara elsendero de mi vida.

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Decíase que había entrado en el Seminariopara hacerse cura, con el fin de atender a loshijos de una su hermana recién viuda, de ser-virles de padre; que en el Seminario se habíadistinguido por su agudeza mental y su talentoy que había rechazado ofertas de brillante ca-rrera eclesiástica porque él no quería ser sinode su Valverde de Lucerna, de su aldea perdidacomo un broche entre el lago y la montaña quese mira en él.

¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era arre-glar matrimonios desavenidos, reducir a suspadres hijos indómitos o reducir los padres asus hijos, y sobre todo consolar a los amargadosy atediados, y ayudar a todos a bien morir.

Me acuerdo, entre otras cosas, de que al vol-ver de la ciudad la desgraciada hija de la tíaRabona, que se había perdido y volvió, solteray desahuciada, trayendo un hijito consigo, DonManuel no paró hasta que hizo que se casasecon ella su antiguo novio, Perote, y reconociesecomo suya a la criaturita, diciéndole:

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-Mira, da padre a este pobre crío que no letiene más que en el cielo.

-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa...!-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe...!, y, sobre

todo, no se trata de culpa.Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico,

tiene como báculo y consuelo de su vida al hijoaquel que, contagiado de la santidad de DonManuel, reconoció por suyo no siéndolo.

En la noche de san Juan, la más breve del año,solían y suelen acudir a nuestro lago todas laspobres mujerucas, y no pocos hombrecillos, quese creen poseídos, endemoniados, y que pareceno son sino histéricos y a las veces epilépticos,y Don Manuel emprendió la tarea de hacer élde lago, de piscina probática, y tratar de aliviar-les y si era posible de curarles. Y era tal la ac-ción de su presencia, de sus miradas, y tal sobretodo la dulcísima autoridad de sus palabras ysobre todo de su voz -¡qué milagro de voz!-,que consiguió curaciones sorprendentes. Con lo

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que creció su fama, que atraía a nuestro lago ya él a todos los enfermos del contorno. Y algunavez llegó una madre pidiéndole que hiciese unmilagro en su hijo, a lo que contestó sonriendotristemente:

-No tengo licencia del señor obispo parahacer milagros.

Le preocupaba, sobre todo, que anduviesentodos limpios. Si alguno llevaba un roto en suvestidura, le decía:

«Anda a ver al sacristán, y que te remiendeeso». El sacristán era sastre. Y cuando el díaprimero de año iban a felicitarle por ser el de susanto -su santo patrono era el mismo JesúsNuestro Señor-, quería Don Manuel que todosse le presentasen con camisa nueva, y al que nola tenía se la regalaba él mismo.

Por todos mostraba el mismo afecto, y si a al-gunos distinguía más con él era a los más des-graciados y a los que aparecían como másdíscolos. Y como hubiera en el pueblo un pobreidiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a este es a

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quien más acariciaba y hasta llegó a enseñarlecosas que parecía milagro que las hubiese po-dido aprender. Y es que el pequeño rescoldo deinteligencia que aún quedaba en el bobo se leencendía en imitar, como un pobre mono, a suDon Manuel.

Su maravilla era la voz, una voz divina, quehacía llorar. Cuando al oficiar en misa mayor osolemne entonaba el prefacio, estremecíase laiglesia y todos los que le oían sentíanse conmo-vidos en sus entrañas. Su canto, saliendo deltemplo, iba a quedarse dormido sobre el lago yal pie de la montaña. Y cuando en el sermón deViernes Santo clamaba aquello de: «¡Dios mío,Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», pa-saba por el pueblo todo un temblor hondo co-mo por sobre las aguas del lago en días de cier-zo de hostigo. Y era como si oyesen a NuestroSeñor Jesucristo mismo, como si la voz brotarade aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas ge-neraciones de madres habían depositado suscongojas. Como que una vez, al oírlo su madre,

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la de Don Manuel, no pudo contenerse, y desdeel sdelo del templo, en que se sentaba, gritó:«¡Hijo mío!». Y fue un chaparrón de lágrimasentre todos. Creeríase que el grito maternalhabía brotado de la boca entreabierta de aque-lla Dolorosa -el corazón traspasado por sieteespadas- que había en una de las capillas deltemplo. Luego Blasillo el tonto iba repitiendoen tono patético por las callejas, y como en eco,el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me hasabandonado?», y de tal manera que al oírselo seles saltaban a todos las lágrimas, con gran rego-cijo del bobo por su triunfo imitativo.

Su acción sobre las gentes era tal que nadie seatrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que iral confesonario, se le confesaban. A tal puntoque como hubiese una vez ocurrido un repug-nante crimen en una aldea próxima, el juez, uninsensato que conocía mal a Don Manuel, lellamó y le dijo:

-A ver si usted, Don Manuel, consigue que es-te bandido declare la verdad.

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-¿Para que luego pueda castigársele? -replicóel santo varón-. No, señor juez, no; yo no saco anadie una verdad que le lleve acaso a la muer-te. Allá entre él y Dios... La justicia humana nome concierne. «No juzguéis para no ser juzga-dos», dijo Nuestro Señor.

-Pero es que yo, señor cura...-Comprendido; dé usted, señor juez, al César

lo que es del César, que yo daré a Dios lo que esde Dios.

Y al salir, mirando fijamente al presunto reo,le dijo:

-Mira bien si Dios te ha perdonado, que es loúnico que importa.

En el pueblo todos acudían a misa, aunquesólo fuese por oírle y por verle en el altar, don-de parecía transfigurarse, encendiéndosele elrostro. Había un santo ejercicio que introdujoen el culto popular, y es que, reuniendo en eltemplo a todo el pueblo, hombres y mujeres,viejos y niños, unas mil personas, recitábamos

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al unísono, en una sola voz, el Credo: «Creo enDios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo yde la Tierra...» y lo que sigue. Y no era un coro,sino una sola voz, una voz simple y unida,

fundidas todas en una y haciendo como unamontaña, cuya cumbre, perdida a las veces ennubes, era Don Manuel. Y al llegar a lo de «creoen la resurrección de la carne y la vida perdu-rable» la voz de Don Manuel se zambullía, co-mo en un lago, en la del pueblo todo, y era queél se callaba. Y yo oía las campanadas de la villaque se dice aquí que está sumergida en el lechodel lago -campanadas que se dice también seoyen la noche de San Juan- y eran las de la villasumergida en el lago espiritual de nuestro pue-blo; oía la voz de nuestros muertos que en no-sotros resucitaban en la comunión de los san-tos. Después, al llegar a conocer el secreto denuestro santo, he comprendido que era como siuna caravana en marcha por el desierto, desfa-llecido el caudillo al acercarse al término de sucarrera, le tomaran en hombros los suyos para

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meter su cuerpo sin vida en la tierra de promi-sión.

Los más no querían morirse sino cogidos desu mano como de un ancla.

Jamás en sus sermones se ponía a declamarcontra impíos, masones, liberales o herejes. ¿Pa-ra qué, si no los había en la aldea? Ni menoscontra la mala prensa. En cambio, uno de losmás frecuentes temas de sus sermones era con-tra la mala lengua. Porque él lo disculpaba todoy a todos disculpaba. No quería creer en la ma-la intención de nadie.

-La envidia -gustaba repetir- la mantienen losque se empeñan en creerse envidiados, y lasmás de las persecuciones son efecto más de lamanía persecutoria que no de la perseguidora.

-Pero fíjese, Don Manuel, en lo que me haquerido decir...

Y él:-No debe importarnos tanto lo que uno quie-

ra decir como lo que diga sin querer...

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Su vida era activa y no contemplativa,huyendo cuanto podía de no tener nada quehacer. Cuando oía eso de que la ociosidad es lamadre de todos los vicios, contestaba: «Y delpeor de todos, que es el pensar ocioso». Y comoyo le preguntara una vez qué es lo que con esoquería decir, me contestó: «Pensar ocioso espensar para no hacer nada o pensar demasiadoen lo que se ha hecho y no en lo que hay quehacer. A lo hecho pecho, y a otra cosa, que nohay peor que remordimiento sin enmienda».¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí yo ya desdeentonces que Don Manuel huía de pensar ocio-so y a solas, que algún pensamiento le persegu-ía.

Así es que estaba siempre ocupado, y no po-cas veces en inventar ocupaciones. Escribíamuy poco para sí, de tal modo que apenas nosha dejado escritos o notas; mas, en cambio, hac-ía de memorialista para los demás, y a las ma-dres, sobre todo, les redactaba las cartas parasus hijos ausentes.

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Trabajaba también manualmente, ayudandocon sus brazos a ciertas labores del pueblo. Enla temporada de trilla íbase a la era a trillar yaventar, y en tanto, les aleccionaba o les distra-ía. Sustituía a las veces a algún enfermo en sutarea. Un día del más crudo invierno se en-contró con un niño, muertecito de frío, a quiensu padre le enviaba a recoger una res a largadistancia, en el monte.

-Mira -le dijo al niño-, vuélvete a casa, a ca-lentarte, y dile a tu padre que yo voy a hacer elencargo.

Y al volver con la res se encontró con el pa-dre, todo confuso, que iba a su encuentro. Eninvierno partía leña para los pobres. Cuando sesecó aquel magnífico nogal -«un nogal matriar-cal» le llamaba-, a cuya sombra había jugado deniño y con cuyas nueces se había durante tan-tos años regalado, pidió el tronco, se lo llevó asu casa y después de labrar en él seis tablas,que guardaba al pie de su lecho, hizo del restoleña para calentar a los pobres.

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Solía hacer también las pelotas para que juga-ran los mozos y no pocos juguetes para los ni-ños.

Solía acompañar al médico en su visita y re-calcaba las prescripciones de este. Se interesabasobre todo en los embarazos y en la crianza delos niños, y estimaba como una de las mayoresblasfemias aquello de: «¡Teta y gloria!», y lootro de: «Angelitos al cielo». Le conmovía pro-fundamente la muerte de los niños.

-Un niño que nace muerto o que se muere re-cién nacido y un suicidio -me dijo una vez- sonpara mí de los más terribles misterios: ¡un niñoen cruz!

Y como una vez, por haberse quitado uno lavida, le preguntara el padre del suicida, unforastero, si le daría tierra sagrada, le contestó:

-Seguramente, pues en el último momento, enel segundo de la agonía, se arrepintió sin dudaalguna.

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Iba también a menudo a la escuela a ayudaral maestro, a enseñar con él, y no sólo el cate-cismo. Y es que huía de la ociosidad y de lasoledad. De tal modo que por estar con el pue-blo, y sobre todo con el mocerío y la chiquille-ría, solía ir al baile. Y más de una vez se pusoen él a tocar el tamboril para que los mozos ylas mozas bailasen, y esto, que en otro hubieraparecido grotesca profanación del sacerdocio,en él tomaba un sagrado carácter y como derito religioso. Sonaba el Ángelus, dejaba el tam-boril y el palillo, se descubría y todos con él, yrezaba: «El ángel del Señor anunció a María:Ave María...». Y luego: «Y ahora, a descansarpara mañana».

-Lo primero -decía- es que el pueblo esté con-tento, que estén todos contentos de vivir. Elcontentamiento de vivir es lo primero de todo.Nadie debe querer morirse hasta que Diosquiera.

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-Pues yo sí -le dijo una vez una recién viuda-,yo quiero seguir a mi marido...

-¿Y para qué? -le respondió-. Quédate aquípara encomendar su alma a Dios.

En una boda dijo una vez: «¡Ay, si pudiesecambiar el agua toda de nuestro lago en vino,en un vinillo que por mucho que de él se bebie-ra alegrara siempre sin emborrachar nunca... opor lo menos con una borrachera alegre!».

Una vez pasó por el pueblo una banda de po-bres titiriteros. El jefe de ella, que llegó con lamujer gravemente enferma y embarazada, ycon tres hijos que le ayudaban, hacía de payaso.Mientras él estaba en la plaza del pueblohaciendo reír a los niños y aun a los grandes,ella, sintiéndose de pronto gravemente indis-puesta, se tuvo que retirar, y se retiró escoltadapor una mirada de congoja del payaso y unarisotada de los niños. Y escoltada por Don Ma-nuel, que luego, en un rincón de la cuadra de laposada, la ayudó a bien morir. Y cuando, aca-bada la fiesta, supo el pueblo y supo el payaso

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la tragedia, fuéronse todos a la posada y el po-bre hombre, diciendo con llanto en la voz:«Bien se dice, señor cura, que es usted todo unsanto», se acercó a este queriendo tomarle lamano para besársela, pero Don Manuel se ade-lantó, y tomándosela al payaso, pronunció antetodos:

-El santo eres tú, honrado payaso; te vi traba-jar y comprendí que no sólo lo haces para darpan a tus hijos, sino también para dar alegría alos de los otros, y yo te digo que tu mujer, lamadre de tus hijos, a quien he despedido a Diosmientras trabajabas y alegrabas, descansa en elSeñor, y que tú irás a juntarte con ella y a que tepaguen riendo los ángeles a los que haces reíren el cielo de contento.

Y todos, niños y grandes, lloraban, y llorabantanto de pena como de un misterioso contentoen que la pena se ahogaba. Y más tarde, recor-dando aquel solemne rato, he comprendido quela alegría imperturbable de Don Manuel era laforma temporal y terrena de una infinita y eter-

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na tristeza que con heroica santidad recataba alos ojos y los oídos de los demás.

Con aquella su constante actividad, con aquelmezclarse en las tareas y las diversiones de to-dos, parecía querer huir de sí mismo, quererhuir de su soledad. «Le temo a la soledad»,repetía. Mas, aun así, de vez en cuando se ibasolo, orilla del lago, a las ruinas de aquella viejaabadía donde aún parecen reposar las almas delos piadosos cistercienses a quienes ha sepulta-do en el olvido la Historia. Allí está la celda delllamado Padre Capitán, y en sus paredes sedice que aún quedan señales de la gota de san-gre con que las salpicó al mortificarse. ¿Quepensaría allí nuestro Don Manuel? Lo que sírecuerdo es que como una vez, hablando de laabadía, le preguntase yo cómo era que no se lehabía ocurrido ir al claustro, me contestó:

-No es sobre todo porque tenga, como tengo,n-i hermana viuda y mis sobrinos a quienessostener, que Dios ayuda a sus pobres, sino

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porque yo no nací para ermitaño, para anacore-ta; la soledad me mataría el alma, y en cuanto aun monasterio, mi monasterio es Valverde deLucerna. Yo no debo vivir solo; yo no debo mo-rir solo. Debo vivir para mi pueblo, morir parami pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si nosalvo la de mi pueblo?

-Pero es que ha habido santos ermitaños, soli-tarios... -le dije.

-Sí, a ellos les dio el Señor la gracia de sole-dad que a mí me ha negado, y tengo que resig-narme. Yo no puedo perder a mi pueblo paraganarme el alma. Así me ha hecho Dios. Yo nopodría soportar las tentaciones del desierto. Yono podría llevar solo la cruz del nacimiento.

He querido con estos recuerdos, de los quevive mi fe, retratar a nuestro Don Manuel talcomo era cuando yo, mocita de cerca de diecis-éis años, volví del Colegio de Religiosas de Re-nada a nuestro monasterio de Valverde de Lu-cerna. Y volví a ponerme a los pies de su abad.

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-¡Hola, la hija de la Simona -me dijo en cuantome vio-, y hecha ya toda una moza, y sabiendofrancés, y bordar y tocar el piano y qué sé yoqué más! Ahora a prepararte para darnos otrafamilia. Y tu hermano Lázaro, ¿cuándo vuelve?Sigue en el Nuevo Mundo, ¿no es así?

-Sí, señor, sigue en América...-¡El Nuevo Mundo! Y nosotros en el Viejo.

Pues bueno, cuando le escribas, dile de mi par-te, de parte del cura, que estoy deseando sabercuándo vuelve del Nuevo Mundo a este Viejo,trayéndonos las novedades de por allá. Y dileque encontrará al lago y a la montaña como lesdejó.

Cuando me fui a confesar con él mi turbaciónera tanta que no acertaba a articular palabra.Recé el «yo pecadora» balbuciendo, casi sollo-zando. Y él, que lo observó, me dijo:

-Pero ¿qué te pasa, corderilla? ¿De qué o dequién tienes miedo? Porque tú no tiemblas aho-ra al peso de tus pecados ni por temor de Dios,no; tú tiemblas de mí, ¿no es eso?

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Me eché a llorar.-Pero ¿qué es lo que te han dicho de mí? ¿Qué

leyendas son esas? ¿Acaso tu madre? Vamos,vamos, cálmate y haz cuenta que estás hablan-do con tu hermano...

Me animé y empecé a confiarle mis inquietu-des, mis dudas, mis tristezas.

-¡Bah, bah, bah! ¿Y dónde has leído eso, mari-sabidilla? Todo eso es literatura. No te des de-masiado a ella, ni siquiera a santa Teresa. Y siquieres distraerte, lee el Bertoldo, que leía tupadre.

Salí de aquella mi primera confesión con elsanto hombre profundamente consolada. Yaquel mi temor primero, aquel más que respetomiedo, con que me acerqué a él, trocóse en unalástima profunda. Era yo entonces una mocita,una niña casi; pero empezaba a ser mujer, sent-ía en mis entrañas el jugo de la maternidad, y alencontrarme en el confesonario junto al santovarón, sentí como una callada confesión suyaen el susurro sumiso de su voz y recordé cómo

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cuando al clamar él en la iglesia las palabras deJesucristo: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué mehas abandonado?», su madre, la de Don Ma-nuel, respondió desde el suelo: «¡Hijo mío!», yoí este grito que desgarraba la quietud del tem-plo. Y volví a confesarme con él para conso-larle.

Una vez que en el confesonario le expuse unade aquellas dudas, me contestó:

-A eso, ya sabes, lo del catecismo: «Eso no melo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctorestiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán res-ponder».

-¡Pero si el doctor aquí es usted, Don Ma-nuel...! -¿Yo, yo doctor?, ¿doctor yo? ¡Ni porpienso! Yo, doctorcilla, no soy más que un po-bre cura de aldea. Y esas preguntas, ¿sabesquién te las insinúa, quién te las dirige? Pues...¡el Demonio!

Y entonces, envalentonándome, le espeté aboca de jarro: -¿Y si se las dirigiese a usted, DonManuel?

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-¿A quién?, ¿a mí? ¿Y el Demonio? No nosconocemos, hija, no nos conocemos.

-¿Y si se las dirigiera?-No le haría caso. Y basta, ¿eh?, despachemos,

que me están esperando unos enfermos de ver-dad.

Me retiré, pensando, no sé por qué, que nues-tro Don Manuel, tan afamado curandero deendemoniados, no creía en el Demonio. Y alirme hacia mi casa topé con Blasillo el bobo,que acaso rondaba el templo, y que al verme,para agasajarme con sus habilidades, repitió -¡yde qué modo!- lo de «¡Dios mío, Dios mío!, ¿porqué me has abandonado?». Llegué a casa acon-gojadísima y me encerré en mi cuarto para llo-rar, hasta que llegó mi madre.

-Me parece, Angelita, con tantas confesiones,que tú te me vas a ir monja.

-No lo tema, madre -le contesté-, pues tengoharto que hacer aquí, en el pueblo, que es miconvento.

-Hasta que te cases.

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-No pienso en ello -le repliqué.Y otra vez que me encontré con Don Manuel,

le pregunté, mirándole derechamente a los ojos:-¿Es que hay infierno, Don Manuel?Y él, sin inmutarse:-¿Para ti, hija? No.-¿Para los otros, le hay?-¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a él?-Me importa por los otros. ¿Le hay?-Cree en el cielo, en el cielo que vemos. Míra-

lo -y me lo mostraba sobre la montaña y abajo,reflejado en el lago.

-Pero hay que creer en el infierno, como en elcielo -le repliqué.

-Sí, hay que creer todo lo que cree y enseña acreer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostóli-ca, Romana. ¡Y basta!

Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos, azu-les como las aguas del lago.

Aquellos años pasaron como un sueño. Laimagen de Don Manuel iba creciendo en mí sinque yo de ello me diese cuenta, pues era un

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varón tan cotidiano, tan de cada día como elpan que a diario pedimos en el Padrenuestro.Yo le ayudaba cuanto podía en sus menesteres,visitaba a sus enfermos, a nuestros enfermos, alas niñas de la escuela, arreglaba el ropero de laiglesia, le hacía, como me llamaba él, de diaco-nisa. Fui unos días invitada por una compañerade colegio, a la ciudad, y tuve que volverme,pues en la ciudad me ahogaba, me faltaba algo,sentía sed de la vista de las aguas del lago,hambre de la vista de las peñas de la montaña;sentía, sobre todo, la falta de mi Don Manuel ycomo si su ausencia me llamara, como si corrie-se un peligro lejos de mí, como si me necesitara.Empezaba yo a sentir una especie de afectomaternal hacia mi padre espiritual; quería ali-viarle del peso de su cruz del nacimiento.

Así fui llegando a mis veinticuatro años, quees cuando volvió de América, con un caudalilloahorrado, mi hermano Lázaro. Llegó acá, aValverde de Lucerna, con el propósito de lle-

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varnos a mí y a nuestra madre a vivir a la ciu-dad, acaso a Madrid.

-En la aldea -decía- se entontece, se embrute-ce y se empobrece uno.

Y añadía:-Civilización es lo contrario de ruralización;

¡aldeanerías no!, que no hice que fueras al cole-gio para que te pudras luego aquí, entre estoszafios patanes.

Yo callaba, aún dispuesta a resistir la emigra-ción; pero nuestra madre, que pasaba ya de lasesentena, se opuso desde un principio. «¡A miedad, cambiar de aguas!», dijo primero; masluego dio a conocer claramente que ella nopodría vivir fuera de la vista de su lago, de sumontaña, y sobre todo de su Don Manuel.

-¡Sois como las gatas, que os apegáis a la casa!-repetía mi hermano.

Cuando se percató de todo el imperio que so-bre el pueblo todo y en especial sobre nosotras,sobre mi madre y sobre mí, ejercía el santovarón evangélico, se irritó contra este. Le pare-

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ció un ejemplo de la oscura teocracia en que élsuponía hundida a España. Y empezó a barbo-tar sin descanso todos los viejos lugares comu-nes anticlericales y hasta antirreligiosos y pro-gresistas que había traído renovados del NuevoMundo.

-En esta España de calzonazos -decía- los cu-ras manejan a las mujeres y las mujeres a loshombres... ¡y luego el campo!, ¡el campo!, estecampo feudal...

Para él, feudal era un término pavoroso; feu-dal y medieval eran los dos calificativos queprodigaba cuando quería condenar algo.

Le desconcertaba el ningún efecto que sobrenosotras hacían sus diatribas y el casi ningúnefecto que hacían en el pueblo, donde se le oíacon respetuosa indiferencia. «A estos patanesno hay quien les conmueva». Pero como erabueno por ser inteligente, pronto se dio cuentade la clase de imperio que Don Manuel ejercíasobre el pueblo, pronto se enteró de la obra delcura de su aldea.

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-¡No, no es como los otros -decía-, es un san-to!

-Pero ¿tú sabes cómo son los otros curas? -ledecía yo, y él:

-Me lo figuro.Mas aun así ni entraba en la iglesia ni dejaba

de hacer alarde en todas partes de su increduli-dad, aunque procurando siempre dejar a salvoa Don Manuel. Y ya en el pueblo se fue for-mando, no sé cómo, una expectativa, la de unaespecie de duelo entre mi hermano Lázaro yDon Manuel, o más bien se esperaba la conver-sión de aquel por este. Nadie dudaba de que alcabo el párroco le llevaría a su parroquia. Láza-ro, por su parte, ardía en deseos -me lo dijoluego- de ir a oír a Don Manuel, de verle y oírleen la iglesia, de acercarse a él y con él conver-sar, de conocer el secreto de aquel su imperioespiritual sobre las almas. Y se hacía de rogarpara ello, hasta que al fin, por curiosidad -decía-, fue a oírle.

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-Sí, esto es otra cosa -me dijo luego de haberleoído-; no es como los otros, pero a mí no me lada; es demasiado inteligente para creer todo loque tiene que enseñar. -Pero ¿es que le crees unhipócrita? -le dije.

-¡Hipócrita... no!, pero es el oficio del que tie-ne que vivir.

En cuanto a mí, mi hermano se empeñaba enque yo leyese de libros que él trajo y de otrosque me incitaba a comprar.

-¿Conque tu hermano Lázaro -me decía DonManuel- se empeña en que leas? Pues lee, hijamía, lee y dale así gusto. Sé que no has de leersino cosa buena; lee aunque sea novelas. Noson mejores las historias que llaman verdade-ras. Vale más que leas que no el que te ali-mentes de chismes y comadrerías del pueblo.Pero lee sobre todo libros de piedad que te dencontento de vivir, un contento apacible y silen-cioso.

¿Le tenía él?

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Por entonces enfermó de muerte y se nos mu-rió nuestra madre, y en sus últimos días todosu hipo era que Don Manuel convirtiese aLázaro, a quien esperaba volver a ver un día enel cielo, en un rincón de las estrellas desdedonde se viese el lago y la montaña de Valver-de de Lucerna. Ella se iba ya, a ver a Dios.

-Usted no se va -le decía Don Manuel-, ustedse queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y sualma también aquí en esta casa, viendo y oyen-do a sus hijos, aunque estos ni le vean ni le oi-gan.

-Pero yo, padre -dijo-, voy a ver a Dios.-Dios, hija mía, está aquí como en todas par-

tes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y atodos nosotros en Él, y a Él en nosotros.

-Dios se lo pague -le dije.-El contento con que tu madre se muera -me

dijoserá su eterna vida.Y volviéndose a mi hermano Lázaro:-Su cielo es seguir viéndote, y ahora es cuan-

do hay que salvarla. Dile que rezarás por ella.

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-Pero...-¿Pero...? Dile que rezarás por ella, a quien

debes la vida, y sé que una vez que se lo pro-metas rezarás y sé que luego que reces...

Mi hermano, acercándose, arrasados sus ojosen lágrimas, a nuestra madre, agonizante, leprometió solemnemente rezar por ella.

-Y yo en el cielo por ti, por vosotros -respondió mi madre, y besando el crucifijo ypuestos sus ojos en los de Don Manuel, entregósu alma a Dios.

-«¡En tus manos encomiendo mi espíritu!»-rezó el santo varón.

Quedamos mi hermano y yo solos en la casa.Lo que pasó en la muerte de nuestra madrepuso a Lázaro en relación con Don Manuel, quepareció descuidar algo a sus demás pacientes, asus demás menesterosos, para atender a mihermano. Íbanse por las tardes de paseo, orilladel lago, o hacia las ruinas, vestidas de hiedra,de la vieja abadía de cistercienses.

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-Es un hombre maravilloso -me decía Lázaro-. Ya sabes que dicen que en el fondo de estelago hay una villa sumergida y que en la nochede san Juan, a las doce, se oyen las campanadasde su iglesia.

-Sí -le contestaba yo-, una villa feudal y me-dieval...

-Y creo -añadía él- que en el fondo del almade nuestro Don Manuel hay también sumergi-da, ahogada, una villa y que alguna vez se oyensus campanadas.

-Sí -le dije-, esa villa sumergida en el alma deDon Manuel, ¿y por qué no también en la tu-ya?, es el cementerio de las almas de nuestrosabuelos, los de esta nuestra Valverde de Lucer-na... ¡feudal y medieval!

Acabó mi hermano por ir a misa siempre, aoír a Don Manuel, y cuando se dijo que cum-pliría con la parroquia, que comulgaría cuandolos demás comulgasen, recorrió un íntimo re-gocijo al pueblo todo, que creyó haberle reco-

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brado. Pero fue un regocijo tal, tan limpio, queLázaro no se sintió ni vencido ni disminuido.

Y llegó el día de su comunión, ante el pueblotodo, con el pueblo todo. Cuando llegó la vez ami hermano pude ver que Don Manuel, tanblanco como la nieve de enero en la montaña ytemblando como tiembla el lago cuando le hos-tiga el cierzo, se le acercó con la sagrada formaen la mano, y de tal modo le temblaba esta alarrimarla a la boca de Lázaro que se le cayó laforma a tiempo que le daba un vahído. Y fue mihermano mismo quien recogió la hostia y se lallevó a la boca. Y el pueblo al ver llorar a DonManuel, lloró diciéndose: «¡Cómo le quiere!». Yentonces, pues era la madrugada, cantó un ga-llo.

Al volver a casa y encerrarme en ella con mihermano, le eché los brazos al cuello y besándo-le le dije:

-¡Ay Lázaro, Lázaro, qué alegría nos has dadoa todos, a todos, a todo el pueblo, a todos, a losvivos y a los muertos, y sobre todo a mamá, a

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nuestra madre! ¿Viste? El pobre Don Manuellloraba de alegría. ¡Qué alegría nos has dado atodos!

-Por eso lo he hecho -me contestó.-¿Por eso? ¿Por darnos alegría? Lo habrás

hecho ante todo por ti mismo, por conversión.Y entonces Lázaro, mi hermano, tan pálido y

tan tembloroso como Don Manuel cuando ledio la comunión, me hizo sentarme en el sillónmismo donde solía sentarse nuestra madre,tomó huelgo, y luego, como en íntima confe-sión doméstica y familiar, me dijo:

-Mira, Angelita, ha llegado la hora de decirtela verdad, toda la verdad, y te la voy a decir,porque debo decírtela, porque a ti no puedo, nodebo callártela y porque además habrías deadivinarla y a medias, que es lo peor, más tardeo más temprano.

Y entonces, serena y tranquilamente, a mediavoz, me contó una historia que me sumergió enun lago de tristeza. Cómo Don Manuel le habíavenido trabajando, sobre todo en aquellos pa-

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seos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense,para que no escandalizase, para que diese buenejemplo, para que se incorporase a la vida reli-giosa del pueblo, para que fingiese creer si nocreía, para que ocultase sus ideas al respecto,mas sin intentar siquiera catequizarle, conver-tirle de otra manera.

-Pero ¿es eso posible? -exclamé consternada.-¡Y tan posible, hermana, y tan posible! Y

cuando yo le decía: «¿Pero es usted, usted, elsacerdote, el que me aconseja que finja?», él,balbuciente: «¿Fingir?, ¡fingir no!, ¡eso no esfingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, yacabarás creyendo». Y como yo, mirándole a losojos, le dijese: «¿Y usted celebrando misa haacabado por creer?», él bajó la mirada al lago yse le llenaron los ojos de lágrimas. Y así es co-mo le arranqué su secreto.

-¡Lázaro! -gemí.Y en aquel momento pasó por la calle Blasillo

el bobo, clamando su: «¡Dios mío, Dios mío!,¿por qué me has abandonado?». Y Lázaro se

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estremeció creyendo oír la voz de Don Manuel,acaso la de Nuestro Señor Jesucristo.

-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendísus móviles, y con esto comprendí su santidad;porque es un santo, hermana, todo un santo.No trataba al emprender ganarme para su santacausa -porque es una causa santa, santísima-,arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por lapaz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, delos que le están encomendados; comprendí quesi les engaña así -si es que esto es engaño- no espor medrar. Me rendí a sus razones, y he aquími conversión. Y no me olvidaré jamás del díaen que diciéndole yo: «Pero, Don Manuel, laverdad, la verdad ante todo», él, temblando, mesusurró al oído -y eso que estábamos solos enmedio del campo-: «¿La verdad? La verdad,Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable,algo mortal; la gente sencilla no podría vivircon ella». «¿Y por qué me la deja entrever ahoraaquí, como en confesión?», le dije. Y él: «Porquesi no, me atormentaría tanto, tanto, que acabar-

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ía gritándola en medio de la plaza, y eso jamás,jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a lasalmas de mis feligreses, para hacerles felices,para hacerles que se sueñen inmortales y nopara matarles. Lo que aquí hace falta es quevivan sanamente, que vivan en unanimidad desentido, y con la verdad, con mi verdad, novivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia,hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas lasreligiones son verdaderas en cuanto hacen vivirespiritualmente a los pueblos que las profesan,en cuanto les consuelan de haber tenido quenacer para morir, y para cada pueblo la religiónmás verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Yla mía? La mía es consolarme en consolar a losdemás, aunque el consuelo que les doy no seael mío». Jamás olvidaré estas sus palabras.

-¡Pero esa comunión tuya ha sido un sacrile-gio! -me atreví a insinuar, arrepintiéndome alpunto de haberlo insinuado.

-¿Sacrilegio? ¿Y él que me la dio? ¿Y sus mi-sas?

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-¡Qué martirio! -exclamé.-Y ahora -añadió mi hermano- hay otro más

para consolar al pueblo.-¿Para engañarle? -le dije.-Para engañarle no -me replicó-, sino para co-

rroborarle en su fe.-Y él, el pueblo -dije-, ¿cree de veras?-¡Qué sé yo ...! Cree sin querer, por hábito,

por tradición. Y lo que hace falta es no desper-tarle. Y que viva en su pobreza de sentimientospara que no adquiera torturas de lujo. ¡Bien-aventurados los pobres de espíritu!

-Eso, hermano, lo has aprendido de Don Ma-nuel. Y ahora, dime, ¿has cumplido aquello quele prometiste a nuestra madre cuando ella senos iba a morir, aquello de que rezarías porella?

-¡Pues no se lo había de cumplir! Pero ¿porquién me has tomado, hermana? ¿Me crees ca-paz de faltar a mi palabra, a una promesa so-lemne, y a una promesa hecha, y en el lecho demuerte, a una madre?

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-¡Qué sé yo...! Pudiste querer engañarla paraque muriese consolada.

-Es que si yo no hubiese cumplido la promesaviviría sin consuelo.

-¿Entonces?-Cumplí la promesa y no he dejado de rezar

ni un solo día por ella.-¿Sólo por ella? -Pues, ¿por quién más?-¡Por ti mismo! Y de ahora en adelante, por

Don Manuel.Nos separamos para irnos cada uno a su

cuarto, yo a llorar toda la noche, a pedir por laconversión de mi hermano y de Don Manuel, yél, Lázaro, no sé bien a qué.

Después de aquel día temblaba yo de encon-trarme a solas con Don Manuel, a quien seguíaasistiendo en sus piadosos menesteres. Y élpareció percatarse de mi estado íntimo y adivi-nar la causa. Y cuando al fin me acerqué a él enel tribunal de la penitencia -¿quién era el juez yquién el reo?-, los dos, él y yo, doblamos en

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silencio la cabeza y nos pusimos a llorar. Y fueél, Don Manuel, quien rompió el tremendo si-lencio para decirme con voz que parecía salirde una huesa:

-Pero tú, Angelina, tú crees como a los diezaños, ¿no es así? ¿Tú crees?

-Sí creo, padre.-Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren du-

das, cállatelas a ti misma. Hay que vivir...Me atreví, y toda temblorosa le dije:-Pero usted, padre, ¿cree usted?Vaciló un momento y, reponiéndose, me dijo:-¡Creo!-¿Pero en qué, padre, en qué? ¿Cree usted en

la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nosmorimos del todo?, ¿cree que volveremos avernos, a querernos en otro mundo venidero?,¿cree en la otra vida?

El pobre santo sollozaba. -¡Mira, hija, dejemoseso!

Y ahora, al escribir esta memoria, me digo:¿Por qué no me engañó?, ¿por qué no me en-

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gañó entonces como engañaba a los demás?¿Por qué se acongojó? ¿Porque no podía enga-ñarse a sí mismo, o porque no podía enga-ñarme? Y quiero creer que se acongojaba por-que no podía engañarse para engañarme.

-Y ahora -añadió-, reza por mí, por tu herma-no, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Yhay que dar vida.

Y después de una pausa:-¿Y por qué no te casas, Angelina?-Ya sabe usted, padre mío, por qué.-Pero no, no; tienes que casarte. Entre Lázaro

y yo te buscaremos un novio. Porque a ti teconviene casarte para que se te curen esas pre-ocupaciones.

-¿Preocupaciones, Don Manuel?-Yo sé bien lo que me digo. Y no te acongojes

demasiado por los demás, que harto tiene cadacual con tener que responder de sí mismo.

-¡Y que sea usted, Don Manuel, el que me di-ga eso!, ¡que sea usted el que me aconseje que

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me case para responder de mí y no acuitarmepor los demás!, ¡que sea usted!

-Tienes razón, Angelina, no sé ya lo que medigo; no sé ya lo que me digo desde que estoyconfesándome contigo. Y sí, sí, hay que vivir,hay que vivir.

Y cuando yo iba a levantarme para salir deltemplo, me dijo:

-Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo,¿me absuelves?

Me sentí como penetrada de un misteriososacerdocio, y le dije:

-En nombre de Dios Padre, Hijo y EspírituSanto, le absuelvo, padre.

Y salimos de la iglesia, y al salir se me estre-mecían las entrañas maternales.

Mi hermano, puesto ya del todo al servicio dela obra de Don Manuel, era su más asiduo co-laborador y compañero. Les anudaba, además,el común secreto. Le acompañaba en sus visitasa los enfermos, a las escuelas, y ponía su dineroa disposición del santo varón. Y poco faltó para

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que no aprendiera a ayudarle a misa. E iba en-trando cada vez más en el alma insondable deDon Manuel.

-¡Qué hombre! -me decía-. Mira, ayer, pase-ando a orillas del lago, me dijo: «He aquí mitentación mayor». Y como yo le interrogase conla mirada, añadió: «Mi pobre padre, que murióde cerca de noventa años, se pasó la vida,según me lo confesó él mismo, torturado por latentación del suicidio, que le venía no recorda-ba desde cuándo, de nación, decía, y defendién-dose de ella. Y esa defensa fue su vida. Para nosucumbir a tal tentación extremaba los cuida-dos por conservar la vida. Me contó escenasterribles. Me parecía como una locura. Y yo lahe heredado. ¡Y cómo me llama esa agua quecon su aparente quietud -la corriente va pordentro- espeja al cielo! ¡Mi vida, Lázaro, es unaespecie de suicidio continuo, un combate contrael suicidio, que es igual; pero que vivan ellos,que vivan los nuestros!». Y luego añadió: «Aquíse remansa el río en lago, para luego, bajando a

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la meseta, precipitarse en cascadas, saltos ytorrenteras por las hoces y encañadas, junto a laciudad, y así se remansa la vida, aquí, en laaldea. Pero la tentación del suicidio es mayoraquí, junto al remanso que espeja de noche lasestrellas, que no junto a las cascadas que danmiedo. Mira, Lázaro, he asistido a bien morir apobres aldeanos, ignorantes, analfabetos queapenas si habían salido de la aldea, y he podidosaber de sus labios, y cuando no adivinarlo, laverdadera causa de su enfermedad de muerte,y he podido mirar, allí, a la cabecera de su le-cho de muerte, toda la negrura de la sima deltedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre!Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nues-tra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe estesu vida como el lago sueña el cielo».

-Otra vez -me decía también mi hermano-,cuando volvíamos acá, vimos una zagala, unacabrera, que enhiesta sobre un picacho de lafalda de la montaña, a la vista del lago, estabacantando con una voz más fresca que las aguas

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de este. Don Manuel me detuvo y señalándo-mela dijo: «Mira, parece como si se hubieraacabado el tiempo, como si esa zagala hubieseestado ahí siempre, y como está, y cantandocomo está, y como si hubiera de seguir estandoasí siempre, como estuvo cuando empezó miconciencia, como estará cuando se me acabe.Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes,los árboles, las aguas, de la naturaleza y no dela historia». ¡Cómo siente, cómo anima DonManuel a la naturaleza! Nunca olvidaré el díade la nevada en que me dijo: «¿Has visto, Láza-ro, misterio mayor que el de la nieve cayendoen el lago y muriendo en él mientras cubre consu toca a la montaña?».

Don Manuel tenía que contener a mi hermanoen su celo y en su inexperiencia de neófito. Ycomo supiese que este andaba predicando con-tra ciertas supersticiones populares, hubo dedecirle:

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-¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles comprenderdónde acaba la creencia ortodoxa y dónde em-pieza la superstición! Y más para nosotros.Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale másque lo crean todo, aun cosas contradictoriasentre sí, a no que no crean nada. Eso de que elque cree demasiado acaba por no creer nada, escosa de protestantes. No protestemos. La pro-testa mata el contento.

Una noche de plenilunio -me contaba tam-bién mi hermano- volvían a la aldea por la ori-lla del lago, a cuya

sobrehaz rizaba entonces la brisa montañesay en el rizo cabrilleaban las razas de la lunallena, y Don Manuel le dijo a Lázaro:

-¡Mira, el agua está rezando la letanía y ahoradice: ¡anua caeli, ora pro nobis, puerta del cielo,ruega por nosotros!

Y cayeron temblando de sus pestañas a layerba del suelo dos huideras lágrimas en quetambién, como en rocío, se bañó temblorosa lalumbre de la luna llena.

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E iba corriendo el tiempo y observábamos mihermano y yo que las fuerzas de Don Manuelempezaban a decaer, que ya no lograba conte-ner del todo la insondable tristeza que le con-sumía, que acaso una enfermedad traidora leiba minando el cuerpo y el alma. Y Lázaro, aca-so para distraerle más, le propuso si no estaríabien que fundasen en la iglesia algo así comoun sindicato católico agrario.

-¿Sindicato? -respondió tristemente Don Ma-nuel-. ¿Sindicato? ¿Y qué es eso? Yo no conozcomás sindicato que la Iglesia, y ya sabes aquellode «mi reino no es de este mundo». Nuestroreino, Lázaro, no es de este mundo...

-¿Y del otro?Don Manuel bajó la cabeza:-El otro, Lázaro, está aquí también, porque

hay dos reinos en este mundo. O mejor, el otromundo... Vamos, que no sé lo que me digo. Yen cuanto a eso del sindicato, es en ti un resabiode tu época de progresismo. No, Lázaro, no; la

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religión no es para resolver los conflictos eco-nómicos o políticos de este mundo que Diosentregó a las disputas de los hombres. Piensenlos hombres y obren los hombres como pensa-ren y como obraren, que se consuelen de habernacido, que vivan lo más contentos que puedanen la ilusión de que todo esto tiene una finali-dad. Yo no he venido a someter los pobres a losricos, ni a predicar a estos que se sometan aaquellos. Resignación y caridad en todos y paratodos. Porque también el rico tiene que re-signarse a su riqueza, y a la vida, y también elpobre tiene que tener caridad para con el rico.¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concier-ne. Que traen una nueva sociedad, en que nohaya ya ricos ni pobres, en que esté justamenterepartida la riqueza, en que todo sea de todos,¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar generalsurgirá más fuerte el tedio a la vida? Sí, ya séque uno de esos caudillos de la que llaman larevolución social ha dicho que la religión es elopio del pueblo. Opio... Opio... Opio, sí.

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Démosle opio, y que duerma y que sueñe. Yomismo con esta mi loca actividad me estoy ad-ministrando opio. Y no logro dormir bien ymenos soñar bien... ¡Esta terrible pesadilla! Y yotambién puedo decir con el Divino Maestro:«Mi alma está triste hasta la muerte». No, Láza-ro; nada de sindicatos por nuestra parte. Si loforman ellos me parecerá bien, pues que así sedistraen. Que jueguen al sindicato, si eso lescontenta.

El pueblo todo observó que a Don Manuel lemenguaban las fuerzas, que se fatigaba. Su vozmisma, aquella voz que era un milagro, adqui-rió un cierto temblor íntimo. Se le asomaban laslágrimas con cualquier motivo. Y sobre todocuando hablaba al pueblo del otro mundo, de laotra vida, tenía que detenerse a ratos cerrandolos ojos. «Es que lo está viendo», decían. Y enaquellos momentos era Blasillo el bobo el quecon más cuajo lloraba. Porque ya Blasillo llora-

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ba más que reía, y hasta sus risas sonaban alloros.

Al llegar la última Semana de Pasión que connosotros, en nuestro mundo, en nuestra aldeacelebró Don Manuel, el pueblo todo presintió elfin de la tragedia. ¡Y cómo

sonó entonces aquel: «¡Dios mío, Dios mío!,¿por qué me has abandonado?», el último queen público sollozó Don Manuel! Y cuando dijolo del Divino Maestro al buen bandolero -«todos los bandoleros son buenos», solía decirnuestro Don Manuel-, aquello de: «Mañanaestarás conmigo en el paraíso». ¡Y la últimacomunión general que repartió nuestro santo!Cuando llegó a dársela a mi hermano, esta vezcon mano segura, después del litúrgico «.,. invitam aetemam», se le inclinó al oído y le dijo:«No hay más vida eterna que esta... que la sue-ñen eterna... eterna de unos pocos años...». Ycuando me la dio a mí me dijo: «Reza, hija mía,reza por nosotros». Y luego, algo tan extraordi-nario que lo llevo en el corazón como el más

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grande misterio, y fue que me dijo con voz queparecía de otro mundo: «... y reza también porNuestro Señor Jesucristo...».

Me levanté sin fuerzas y como sonámbula. Ytodo en torno me pareció un sueño. Y pensé:«Habré de rezar también por el lago y por lamontaña». Y luego: «¿Es que estaré endemo-niada?». Y en casa ya, cogí el crucifijo con elcual en las manos había entregado a Dios sualma mi madre, y mirándolo a través de mislágrimas y recordando el «¡Dios mío, Dios mío!,¿por qué me has abandonado?» de nuestros dosCristos, el de esta tierra y el de esta aldea, recé:«hágase tu voluntad, así en la tierra como en elcielo», primero, y después: «Y no nos dejes caeren la tentación, amén». Luego me volví a aque-lla imagen de la Dolorosa, con su corazón tras-pasado por siete espadas, que había sido el másdoloroso consuelo de mi pobre madre, y recé:«Santa María, madre de Dios, ruega por noso-tros, pecadores, ahora y en la hora de nuestramuerte, amén». Y apenas lo había rezado cuan-

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do me dije: «¿pecadores?, ¿nosotros pecadores?,¿y cuál es nuestro pecado, cuál?». Y anduvetodo el día acongojada por esta pregunta.

Al día siguiente acudí a Don Manuel, que ibaadquiriendo una solemnidad de religioso oca-so, y le dije: -¿Recuerda, padre mío, cuandohace ya años, al dirigirle yo una pregunta mecontestó: «Eso no me lo preguntéis a mí, quesoy ignorante; doctores tiene la Santa MadreIglesia que os sabrán responder»?

-¡Que si me acuerdo!... y me acuerdo que tedije que esas eran preguntas que te dictaba elDemonio.

-Pues bien, padre, hoy vuelvo yo, la endemo-niada, a dirigirle otra pregunta que me dicta midemonio de la guarda.

-Pregunta.-Ayer, al darme de comulgar, me pidió que

rezara por todos nosotros y hasta por...-Bien, cállalo y sigue.-Llegué a casa y me puse a rezar, y al llegar a

aquello de «ruega por nosotros, pecadores,

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ahora y en la hora de nuestra muerte», una vozíntima me dijo: «¿pecadores?, ¿pecadores noso-tros?, ¿y cuál es nuestro pecado?». ¿Cuál esnuestro pecado, padre?

-¿Cuál? -me respondió-. Ya lo dijo un grandoctor de la Iglesia Católica Apostólica Españo-la, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño,ya dijo que «el delito mayor del hombre eshaber nacido». Ese es, hija, nuestro pecado: elde haber nacido.

-¿Y se cura, padre?-¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por

nosotros, pecadores, ahora y en la hora denuestra muerte... Sí, al fin se cura el sueño..., alfin se cura la vida..., al fin se acaba la cruz delnacimiento... Y como dijo Calderón, el hacerbien, y el engañar bien, ni aun en sueños sepierde...

Y la hora de su muerte llegó por fin. Todo elpueblo la veía llegar. Y fue su más grande lec-ción. No quiso morirse ni solo ni ocioso. Se mu-rió predicando al pueblo, en el templo. Prime-

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ro, antes de mandar que le llevasen a él, puesno podía ya moverse por la perlesía, nos llamóa su casa a Lázaro y a mí. Y allí, los tres a solas,nos dijo:

-Oíd: cuidad de estas pobres ovejas, que seconsuelen de vivir, que crean lo que yo no hepodido creer. Y tú, Lázaro, cuando hayas demorir, muere como yo, como morirá nuestraÁngela, en el seno de la Santa Madre CatólicaApostólica Romana, de la Santa Madre Iglesiade Valverde de Lucerna, bien entendido. Y has-ta nunca más ver, pues se acaba este sueño dela vida...

-¡Padre, padre! -gemí yo.-No te aflijas, Angela, y sigue rezando por to-

dos los pecadores, por todos los nacidos. Y quesueñen, que sueñen. ¡Qué ganas tengo de dor-mir, dormir, dormir sin fin, dormir por todauna eternidad y sin soñar!, ¡olvidando el sueño!Cuando me entierren, que sea en una cajahecha con aquellas seis tablas que tallé del viejonogal, ¡pobrecito!, a cuya sombra jugué de niño,

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cuando empezaba a soñar... ¡Y entonces sí quecreía en la vida perdurable! Es decir, me figuroahora que creía entonces. Para un niño creer noes más que soñar. Y para un pueblo. Esas seistablas que tallé con mis propias manos, las en-contraréis al pie de mi cama.

Le dio un ahogo y, repuesto de él, prosiguió: -Recordaréis que cuando rezábamos todos enuno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo,el Credo, al llegar al final yo me callaba. Cuan-do los israelitas iban llegando al fin de su pere-grinación por el desierto, el Señor les dijo aAarón y a Moisés que por no haberle creído nometerían a su pueblo en la tierra prometida, yles hizo subir al monte de Hor, donde Moiséshizo desnudar a Aarón, que allí murió, y luegosubió Moisés desde las llanuras de Moab almonte Nebo, a la cumbre de Fasga, enfrente deJericó, y el Señor le mostró toda la tierra prome-tida a su pueblo, pero diciéndole a él: «¡No pa-sarás allá!», y allí murió Moisés y nadie supo susepultura. Y dejó por caudillo a Josué. Sé tú, Lá-

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zaro, mi Josué, y si puedes detener el Sol,deténle, y no te importe del progreso. ComoMoisés, he conocido al Señor, nuestro supremoensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la Es-critura que el que le ve la cara a Dios, que elque le ve al sueño los ojos de la cara con quenos mira, se muere sin remedio y para siempre.Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestropueblo mientras viva, que después de muertoya no hay cuidado, pues no verá nada...

-¡Padre, padre, padre! -volví a gemir.Y él:-Tú, Ángela, reza siempre, sigue rezando pa-

ra que los pecadores todos sueñen hasta morirla resurrección de la carne y la vida perdura-ble...

Yo esperaba un «¿y quién sabe...?», cuando ledio otro ahogo a Don Manuel.

-Y ahora -añadió-, ahora, en la hora de mimuerte, es hora de que hagáis que se me lleve,en este mismo sillón, a la iglesia para despe-dirme allí de mi pueblo, que me espera.

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Se le llevó a la iglesia y se le puso, en el sillón,en el presbiterio, al pie del altar. Tenía entre susmanos un crucifijo. Mi hermano y yo nos pusi-mos junto a él, pero fue Blasillo el bobo quienmás se arrimó. Quería coger de la mano a DonManuel, besársela. Y como algunos trataran deimpedírselo, Don Manuel les reprendió dicién-doles:

-Dejadle que se me acerque. Ven, Blasillo,dame la mano.

El bobo lloraba de alegría. Y luego Don Ma-nuel dijo: -Muy pocas palabras, hijos míos, puesapenas me siento con fuerzas sino para morir. Ynada nuevo tengo que deciros. Ya os lo dijetodo. Vivid en paz y contentos y esperando quetodos nos veamos un día en la Valverde de Lu-cerna que hay allí, entre las estrellas de la nocheque se reflejan en el lago, sobre la montaña. Yrezad, rezad a María Santísima, rezad a Nues-tro Señor. Sed buenos, que esto basta. Perdo-nadme el mal que haya podido haceros sinquererlo y sin saberlo. Y ahora, después de que

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os dé mi bendición, rezad todos a una el Padre-nuestro, el Ave María, la Salve, y por último elCredo.

Luego, con el crucifijo que tenía en la manodio la bendición al pueblo, llorando las mujeresy los niños y no pocos hombres, y en seguidaempezaron las oraciones, que Don Manuel oíaen silencio y cogido de la mano por Blasillo,que al son del ruego se iba durmiendo. Primeroel Padrenuestro con su «hágase tu voluntad asíen la tierra como en el cielo», luego el SantaMaría con su «ruega por nosotros, pecadores,ahora y en la hora de nuestra muerte», a segui-da la Salve con su «gimiendo y llorando en estevalle de lágrimas», y por último el Credo. Y alllegar a la «resurrección de la carne y la vidaperdurable», todo el pueblo sintió que su santohabía entregado su alma a Dios. Y no hubo quecerrarle los ojos, porque se murió con ellos ce-rrados. Y al ir a despertar a Blasillo nos encon-tramos con que se había dormido en el Señor

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para siempre. Así que hubo luego que enterrardos cuerpos.

El pueblo todo se fue en seguida a la casa delsanto a recoger reliquias, a repartirse retazos desus vestiduras, a llevarse lo que pudieran comoreliquia y recuerdo del bendito mártir. Mi her-mano guardó su breviario, entre cuyas hojasencontró, desecada y como en un herbario, unaclavellina pegada a un papel y en este una cruzcon una fecha.

Nadie en el pueblo quiso creer en la muertede Don Manuel; todos esperaban verle a diario,y acaso le veían, pasar a lo largo del lago y es-pejado en él o teniendo por fondo las monta-ñas; todos seguían oyendo su voz, y todosacudían a su sepultura, en torno a la cual surgiótodo un culto. Las endemoniadas venían ahoraa tocar la cruz de nogal, hecha también por susmanos y sacada del mismo árbol de donde sacólas seis tablas en que fue enterrado. Y los quemenos queríamos creer que se hubiese muertoéramos mi hermano y yo.

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Él, Lázaro, continuaba la tradición del santo yempezó a redactar lo que le había oído, notasde que me he servido para esta mi memoria.

-Él me hizo un hombre nuevo, un verdaderoLázaro, un resucitado -me decía-. Él me dio fe.

-¿Fe? -le interrumpía yo.-Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en el

contento de la vida. Él me curó de mi progre-sismo. Porque hay, Angela, dos clases de hom-bres peligrosos y nocivos: los que convencidosde la vida de ultratumba, de la resurrección dela carne, atormentan, como inquisidores queson, a los demás para que, despreciando estavida como transitoria, se ganen la otra, y losque no creyendo más que en este...

-Como acaso tú... -le decía yo.-Y sí, y como Don Manuel. Pero no creyendo

más que en este mundo, esperan no sé qué so-ciedad futura, y se esfuerzan en negarle al pue-blo el consuelo de creer en otro...

-De modo que...

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-De modo que hay que hacer que vivan de lailusión.

El pobre cura que llegó a sustituir a Don Ma-nuel en el curato entró en Valverde de Lucernaabrumado por el recuerdo del santo y se en-tregó a mi hermano y a mí para que le guiáse-mos. No quería sino seguir las huellas del san-to. Y mi hermano le decía: «Poca teología, ¿eh?,poca teología; religión, religión». Y yo al oírselome sonreía pensando si es que no era tambiénteología lo nuestro.

Yo empecé entonces a temer por mi pobrehermano. Desde que se nos murió Don Manuelno cabía decir que viviese. Visitaba a diario sutumba y se pasaba horas muertas contemplan-do el lago. Sentía morriña de la paz verdadera.

-No mires tanto al lago -le decía yo.-No, hermana, no temas. Es otro el lago que

me llama; es otra la montaña. No puedo vivirsin él.

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-¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contentode vivir?

-Eso para otros pecadores, no para nosotros,que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nosha mirado con sus ojos el sueño de la vida.

-¿Qué, te preparas a ir a ver a Don Manuel?-No, hermana, no; ahora y aquí en casa, entre

nosotros solos, toda la verdad por amarga quesea, amarga como el mar a que van a parar lasaguas de este dulce lago, toda la verdad para ti,que estás abroquelada contra ella...

-¡No, no, Lázaro; esa no es la verdad!-La mía, sí.-La tuya, ¿pero y la de...?-También la de él.-¡Ahora no, Lázaro; ahora no! Ahora cree otra

cosa, ahora cree...-Mira, Angela, una de las veces en que al de-

cirme Don Manuel que hay cosas que aunquese las diga uno a sí mismo debe callárselas a losdemás, le repliqué que me decía eso por decír-selas a él, esas mismas, a sí mismo, y acabó con-

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fesándome que creía que más de uno de losmás grandes santos, acaso el mayor, habíamuerto sin creer en la otra vida.

-¿Es posible?-¡Y tan posible! Y ahora, hermana, cuida que

no sospechen siquiera aquí, en el pueblo, nues-tro secreto... -¿Sospecharlo? -le dije-. Si intenta-se, por locura, explicárselo, no lo entenderían.El pueblo no entiende de palabras; el pueblo noha entendido más que vuestras obras. Quererexponerles eso sería como leer a unos niños deocho años unas páginas de santo Tomás deAquino... en latín.

-Bueno, pues cuando yo me vaya, reza por míy por él y por todos.

Y por fin le llegó también su hora. Una en-fermedad que iba minando su robusta natura-leza pareció exacerbársele con la muerte deDon Manuel.

-No siento tanto tener que morir -me decía ensus últimos días-, como que conmigo se muereotro pedazo del alma de Don Manuel. Pero lo

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demás de él vivirá contigo. Hasta que un díahasta los muertos nos moriremos del todo.

Cuando se hallaba agonizando entraron, co-mo se acostumbra en nuestras aldeas, los delpueblo a verle agonizar, y encomendaban sualma a Don Manuel, a san Manuel Bueno, elmártir. Mi hermano no les dijo nada, no teníaya nada que decirles; les dejaba dicho todo,todo lo que queda dicho. Era otra laña más en-tre las dos Valverdes de Lucerna, la del fondodel lago y la que en su sobrehaz se mira; era yauno de nuestros muertos de vida, uno también,a su modo, de nuestros santos.

Quedé más que desolada, pero en mi puebloy con mi pueblo. Y ahora, al haber perdido a misan Manuel, al padre de mi alma, y a mi Láza-ro, mi hermano aún más que carnal, espiritual,ahora es cuando me doy cuenta de que he en-vejecido y de cómo he envejecido. Pero ¿es quelos he perdido?, ¿es que he envejecido?, ¿es queme acerco a mi muerte?

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¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nosenseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el senti-do de la vida, a sumergirnos en el alma de lamontaña, en el alma del lago, en el alma delpueblo de la aldea, a perdernos en ellas paraquedar en ellas. Él me enseñó con su vida aperderme en la vida del pueblo de mi aldea, yno sentía yo más pasar las horas, y los días y losaños, que no sentía pasar el agua del lago. Meparecía como si mi vida hubiese de ser siempreigual. No me sentía envejecer. No vivía yo yaen mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblovivía en mí. Yo quería decir lo que ellos, losmíos, decían sin querer. Salía a la calle, que erala carretera, y como conocía a todos, vivía enellos y me olvidaba de mí, mientras que enMadrid, donde estuve alguna vez con mi her-mano, como a nadie conocía, sentíame en terri-ble soledad y torturada por tantos desconoci-dos.

Y ahora, al escribir esta memoria, esta confe-sión íntima de mi experiencia de la santidad

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ajena, creo que Don Manuel Bueno, que mi sanManuel y que mi hermano Lázaro se murieroncreyendo no creer lo que más nos interesa, perosin creer creerlo, creyéndolo en una desolaciónactiva y resignada.

Pero ¿por qué -me he preguntado muchas ve-ces- no trató Don Manuel de convertir a mihermano también con un engaño, con una men-tira, fingiéndose creyente sin serlo? Y he com-prendido que fue porque comprendió que no leengañaría, que para con él no le serviría el en-gaño, que sólo con la verdad, con su verdad, leconvertiría; que no habría conseguido nada sihubiese pretendido representar para con él unacomedia -tragedia más bien-, la que representa-ba para salvar al pueblo. Y así le ganó, en efec-to, para su piadoso fraude; así le ganó con laverdad de muerte a la razón de vida. Y así meganó a mí, que nunca dejé transparentar a losotros su divino, su santísimo juego. Y es quecreía y creo que Dios Nuestro Señor, por no séqué sagrados y no escrudiñaderos designios,

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les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en elacabamiento de su tránsito se les cayó la venda.¿Y yo, creo?

Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casamaterna, a mis más que cincuenta años, cuandoempiezan a blanquear con mi cabeza mis re-cuerdos, está nevando, nevando sobre el lago,nevando sobre la montaña, nevando sobre lasmemorias de mi padre, el forastero; de mi ma-dre, de mi hermano Lázaro, de mi pueblo, demi san Manuel, y también sobre la memoria delpobre Blasillo, de mi san Blasillo, y que él meampare desde el cielo. Y esta nieve borra esqui-nas y borra sombras, pues hasta de noche lanieve alumbra. Y yo no sé lo que es verdad y loque es mentira, ni lo que vi y lo que soñé -omejor lo que soñé y lo que sólo vi-, ni lo quesupe ni lo que creí. No sé si estoy traspasando aeste papel, tan blanco como la nieve, mi con-ciencia que en él se ha de quedar, quedándomeyo sin ella. ¿Para qué tenerla ya...?

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¿Es que sé algo?, ¿es que creo algo? ¿Es queesto que estoy aquí contando ha pasado y hapasado tal y como lo cuento? ¿Es que puedenpasar estas cosas? ¿Es que todo esto es más queun sueño soñado dentro de otro sueño? ¿Seréyo, Angela Carballino, hoy cincuentona, la úni-ca persona que en esta aldea se ve acometida deestos pensamientos extraños para los demás?¿Y estos, los otros, los que me rodean, creen?¿Qué es eso de creer? Por lo menos, viven. Yahora creen en san Manuel Bueno, mártir, quesin esperar inmortalidad les mantuvo en la es-peranza de ella.

Parece que el ilustrísimo señor obispo, el queha promovido el proceso de beatificación denuestro santo de Valverde de Lucerna, se pro-pone escribir su vida, una especie de manualdel perfecto párroco, y recoge para ello todaclase de noticias. A mí me las ha pedido coninsistencia, ha tenido entrevistas conmigo, le hedado toda clase de datos, pero me he calladosiempre el secreto trágico de Don Manuel y de

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mi hermano. Y es curioso que él no lo hayasospechado. Y confío en que no llegue a su co-nocimiento todo lo que en esta memoria dejoconsignado. Les temo a las autoridades de latierra, a las autoridades temporales, aunquesean las de la Iglesia.

Pero aquí queda esto, y sea de su suerte loque fuere.

¿Cómo vino a parar a mis manos este docu-mento, esta memoria de Ángela Carballino? Heaquí algo, lector, algo que debo guardar en se-creto. Te la doy tal y como a mí ha llegado, sinmás que corregir pocas, muy pocas particu-laridades de redacción. ¿Que se parece mucho aotras cosas que yo he escrito? Esto nada pruebacontra su objetividad, su originalidad. ¿Y sé yo,además, si no he creado fuera de mí seres realesy efectivos, de alma inmortal? ¿Sé yo si aquelAugusto Pérez, el de mi novela Niebla, no teníarazón al pretender ser más real, más objetivoque yo mismo, que creía haberle inventado? De

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la realidad de este san Manuel Bueno, mártir,tal como me la ha revelado su discípula e hijaespiritual Angela Carballino, de esta realidadno se me ocurre dudar. Creo en ella más quecreía el mismo santo; creo en ella más que creoen mi propia realidad.

Y ahora, antes de cerrar este epílogo, quierorecordarte, lector paciente, el versillo novenode la Epístola del olvidado apóstol San Judas -¡lo que hace un nombre!-, donde se nos dicecómo mi celestial patrono, san Miguel Arcángel-Miguel quiere decir «¿Quién como Dios?», yarcángel, archimensajero-, disputó con el diablo-diablo quiere decir acusador, fiscal- por elcuerpo de Moisés y no toleró que se lo llevaseen juicio de maldición, sino que le dijo al dia-blo: «El Señor te reprenda». Y el que quieraentender que entienda.

Quiero también, ya que Ángela Carballinomezcló a su relato sus propios sentimientos, nisé que otra cosa quepa, comentar yo aquí lo queella dejó dicho de que si Don Manuel y su

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discípulo Lázaro hubiesen confesado al pueblosu estado de creencia, este, el pueblo, no leshabría entendido. Ni les habría creído, añadoyo. Habrían creído a sus obras y no a sus pala-bras, porque las palabras no sirven para apoyarlas obras, sino que las obras se bastan. Y paraun pueblo como el de Valverde de Lucerna nohay más confesión que la conducta. Ni sabe elpueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mu-cho.

Bien sé que en lo que se cuenta en este relato,si se quiere novelesco -y la novela es la másíntima historia, la más verdadera, por lo que nome explico que haya quien se indigne de que sellame novela al Evangelio, lo que es elevarle, enrealidad, sobre un cronicón cualquiera-, bien séque en lo que se cuenta en este relato no pasanada; mas espero que sea porque en ello todose queda, como se quedan los lagos y las mon-tañas y las santas almas sencillas asentadas másallá de la fe y de la desesperación, que en ellos,

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en los lagos y las montañas, fuera de la historia,en divina novela, se cobijaron.

Salamanca, noviembre de 1930.