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rb x rb: 1 Selección de… Todo esto debe ser considerado como algo escrito por un personaje de novela. Esta selección toma como base la traducción de Julieta Fombona Zuloaga: Roland Barthes por Roland Barthes, Caracas, Monte Ávila, 1992. “Como base”, pues cuando hizo falta y por razones obvias, dicha traducción ha sido debidamente trastocada: de la mano del Roland Barthes par Roland Barthes, en la edición de las Œuvres Complètes, t. IV, 1972-1976 (nueva edición, revisada, corregida y presentada por Éric Marty), París, Seuil, 2002. En todo caso, los números de página [entre corchetes] remiten a la versión de Monte Ávila.

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Selección de…∗

Todo esto debe ser considerado como algo escrito por un personaje de novela.

∗ Esta selección toma como base la traducción de Julieta Fombona Zuloaga: Roland Barthes por Roland Barthes, Caracas, Monte Ávila, 1992. “Como base”, pues cuando hizo falta y por razones obvias, dicha traducción ha sido debidamente trastocada: de la mano del Roland Barthes par Roland Barthes, en la edición de las Œuvres Complètes, t. IV, 1972-1976 (nueva edición, revisada, corregida y presentada por Éric Marty), París, Seuil, 2002. En todo caso, los números de página [entre corchetes] remiten a la versión de Monte Ávila.

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He aquí, para empezar, algunas imágenes: son la porción de placer que el autor se ofrece a sí mismo al terminar su libro. Es un placer de fascinación (y por ello mismo bastante egoísta). Sólo he conservado imágenes que me dejan perplejo, sin que sepa por qué (esta ignorancia es lo propio de la fascinación, y lo que diré de cada imagen no será sino imaginario). Pero, hay que reconocerlo, son solamente las imágenes de mi juventud las que me fascinan. Esa juventud no fue desdichada, gracias al afecto que me rodeaba; fue sin embargo bastante ingrata, por la soledad y los aprietos materiales. No es entonces la nostalgia de un tiempo feliz la que me tiene encantado ante estas fotografías, sino algo más turbio. Cuando la meditación (la perplejidad) constituye la imagen en ser desprendido, cuando ésta es objeto de un goce inmediato, ya no tiene nada que ver con la reflexión, aun si soñadora, de una identidad, se atormenta y se encanta de una visión que no es en absoluto morfológica (nunca me parezco), sino más bien orgánica. Al abarcar todo el campo parental, la imaginería actúa como un médium y me pone en relación con el “ello” de mi cuerpo; suscita en mi una suerte de sueño obtuso cuyas unidades son dientes, cabellos, una nariz, una flacura, piernas con medias largas, que no me pertenecen, sin por ello pertenecer a nadie más que a mí: heme aquí entonces en estado de inquietante extrañeza: veo la fisura del sujeto (precisamente eso de lo que no puede hablar). De ahí que la fotografía de juventud es a la vez muy indiscreta (es mi cuerpo de abajo que se da a leer) y muy discreta (no es de “mi” que habla). No se encontrarán aquí, por lo tanto, mezcladas con la novela familiar, sino las figuraciones de una prehistoria del cuerpo –de ese cuerpo que se encamina hacia el trabajo, el goce de la escritura. Pues éste es el sentido de esta limitación: manifestar que el tiempo del relato (de la imaginería) termina con la juventud del sujeto: sólo hay biografía de la vida improductiva. En cuanto produzco, en cuanto escribo, es el propio Texto el que me despoja (felizmente) de mi duración narrativa. El Texto no puede contar nada; lleva mi cuerpo a otro lugar, lejos de mi persona imaginaria, hacia una especie de lengua sin memoria, que es ya la del Pueblo, de la masa intersubjetiva (o del sujeto generalizado), incluso si todavía estoy separado de él por mi manera de escribir. El imaginario de las imágenes se detendrá entonces en la entrada de la vida productiva (que fue para mi la salida del sanatorio). Otro imaginario aparecerá entonces: el de la escritura. Y para que este imaginario pueda desplegarse (pues ésa es la intención de este libro) sin nunca ser retenido, asegurado, justificado por la representación de un individuo civil, para que esté libre de sus propios signos, nunca figurativos, el texto seguirá sin imágenes, salvo las de la mano que traza. [15-16]

La demanda de amor.

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El estadio del espejo:

“tú eres eso”. …

Del pasado, es mi infancia lo que más me fascina; sólo ella, al mirarla, no me da la nostalgia del tiempo abolido. Pues no es lo irreversible lo que descubro en ella, es lo irreductible: todo lo que todavía está en

mí, por accesos; en el niño, leo a cuerpo descubierto el reverso negro de mí mismo, el tedio, la vulnerabilidad, la aptitud para las desesperaciones (felizmente plurales), la emoción interna, cortada

para su desgracia de toda expresión. [35]

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Aburrimiento: la mesa redonda.

De niño, me aburría a menudo y mucho. Visiblemente eso ha comenzado muy temprano, eso ha seguido toda mi vida, a rachas (cada vez más raras, es cierto, gracias al trabajo y a los amigos), y siempre se ha visto. Es un aburrimiento pánico, que llega al desamparo: como el que siento en los coloquios, las conferencias, las veladas en el extranjero, las diversiones en grupo: donde quiera el aburrimiento pueda verse. ¿El aburrimiento sería entonces mi histeria?

La familia sin el familialismo.

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En ese tiempo, los colegiales eran señoritos

… La tuberculosis-retro.

(Cada mes pegaban una nueva hoja sobre el borde de la vieja; al final, habían metros: una manera de escribir su cuerpo en el tiempo.) Enfermedad indolora, inconsistente, enfermedad limpia, sin olores, sin “ello”; no tenía más señales que su tiempo, interminable, y el tabú social del contagio; en cuanto a lo demás, uno estaba enfermo o curado, en abstracto, por puro decreto del médico; y mientras las otras enfermedades desocializan, la tuberculosis, en cambio, lo proyecta a Ud. en una pequeña sociedad etnográfica que tenía tanto de la comunidad, del convento y del falansterio: ritos; obligaciones, protecciones. [48]

¡Pero yo nunca me he parecido a eso! - ¿Cómo lo sabe? ¿Qué es ese “usted” al que usted se parecería o no? ¿Dónde tomarlo? ¿Con qué patrón morfológico o expresivo? ¿Dónde está su cuerpo de verdad? Usted es el único que nunca podrá verse sino en imagen; nunca ve sus propios ojos, salvo atontados por la mirada que posan en el espejo o en el objetivo (sólo me interesaría ver mis ojos cuando te miran): aun y sobre todo respecto a su propio cuerpo, usted está condenado a lo imaginario. [49]

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Activo / reactivo

En lo que escribe hay dos textos. El texto I es reactivo, movido por indignaciones, miedos,

réplicas interiores, pequeñas paranoias, defensas, escenas. El texto II es activo, movido por el

placer. Pero al escribirse, corregirse, al plegarse a la ficción del Estilo, el texto I se vuelve

activo; entonces pierde su piel reactiva, que ya no subsiste sino por placas (en menudos

paréntesis). [55]

El adjetivo

Soporta mal toda imagen de sí mismo, sufre al ser nombrado. Considera que la perfección de

una relación humana depende de esa vacancia de la imagen: abolir mutuamente, del uno al otro,

los adjetivos; una relación que se adjetiva está del lado de la imagen, del lado de la dominación,

de la muerte.

(En Marruecos, visiblemente no tenían ninguna imagen de mí; el esfuerzo que hacía, como buen

occidental, para ser esto o aquello, permanecía sin respuesta: ni esto ni aquello me era devuelto

en forma de un buen adjetivo; no les pasaba por la cabeza la idea de comentarme, se negaban, a

pesar suyo, de alimentar y de adular mi imaginario. En un primer momento, esa tenuidad de la

relación humana tenía algo de agobiante; pero poco a poco aparecía como un bien de

civilización o como la forma verdaderamente dialéctica del intercambio amoroso.) [55]

[…]

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El demonio de la analogía

La bestia negra de Saussure era lo arbitrario (del signo). La suya es la analogía. Las “artes

analógicas” (cine, fotografía), los métodos “analógicos” (la crítica universitaria, por ejemplo)

son desacreditados. ¿Por qué? Porque la analogía implica un efecto de Naturaleza: constituye lo

“natural” en fuente de verdad; y lo que añade a la maldición de la analogía es que es

irreprensible (Ré, 394, 394, IV): en cuanto una forma es vista, debe parecerse a algo: la

humanidad parece estar condenada a la Analogía, es decir finalmente a la Naturaleza. De ahí los

esfuerzos de pintores y escritores por escapársele. ¿Cómo? Mediante dos excesos contrarios o,

si se prefiere, dos ironías que ponen la Analogía en ridículo, ya sea fingiendo un respeto

absolutamente chato (es la Copia la que resulta salvada), ya sea deformando regularmente –

según ciertas reglas– el objeto imitado (es la Anamorfosis, CV, 792, II).

Fuera de estas dos transgresiones, lo que se opone benéficamente a la pérfida Analogía es la

simple correspondencia estructural: la Homología, que reduce el recuerdo del primer objeto a

una alusión proporcional (etimológicamente, es decir en los tiempos felices del lenguaje,

analogía quería decir proporción).

(El toro se enfurece cuando le ponen el señuelo rojo ante los ojos; los dos rojos coinciden, el de

la furia y el del señuelo: el toro está en plena analogía, es decir en pleno imaginario. Cuando

resisto a la analogía, de hecho, es a lo imaginario que resisto, a saber, a la concomitancia del

signo, a la similitud del significante y el significado, al homeomorfismo de las imágenes, al

Espejo, al señuelo cautivador. Todas las explicaciones científicas que recurren a la analogía –y

son legión– participan de la ilusión, forman lo imaginario de la Ciencia.) [56]

En el pizarrón

El Sr. B., profesor de la clase de Troisième A en el liceo Louis-le-Grand, era un viejito,

socialista y nacional. A comienzos de año, anotaba solemnemente en el pizarrón los parientes de

alumnos que “habían caído en el campo de honor”; tíos y primos abundaban, pero fui el único

que pudo anunciar un padre; me sentí incómodo, como ante una marca excesiva. Sin embargo,

una vez borrado el pizarrón, nada quedaba de ese duelo proclamado sino, en la vida real,

siempre silenciosa, la figura de un hogar sin anclaje social: sin padre que matar, sin familia que

odiar, sin medio que rechazar: ¡gran frustración edípica!

(Este mismo Sr. B., el sábado por la tarde, a manera de distracción pedía a un alumno que le

sugiriera un tema de reflexión, cualquiera, y por más descabellado que éste fuera no dejaba de

hacer un pequeño dictado que improvisaba paseándose por la clase, demostrando así su dominio

moral y su facilidad para la redacción).

Afinidad carnavalesca del fragmento y del dictado: el dictado volverá a veces aquí como figura

forzosa de la escritura social, jirón de la redacción escolar. [57]

[…]

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La arrogancia

No le gustan para nada los discurso de victoria. Al no soportar la humillación de alguien, en

cuanto una victoria se perfila en algún lado, tiene ganas de irse a otro lado (si fuera dios, no

dejaría de revertir las victorias –¡lo que por lo demás hace Dios!). Llevada al plano del discurso,

la victoria más justa se convierte en un mal valor de lenguaje, una arrogancia: la palabra,

encontrada en Bataille, quien de algún modo habla de las arrogancias de la ciencia, ha sido

extendido a todos los discursos triunfantes. Sufro entonces tres arrogancias: la de la Ciencia, la

de la Doxa, la del Militante.

La Doxa (palabra que va a volver a menudo), es la Opinión pública, el Espíritu mayoritario, el

Consenso pequeñoburgués, la Voz de lo Natural, la Violencia del Prejuicio. Se puede llamar

doxología (fórmula de Leibniz) toda manera de hablar adaptada a la apariencia, a la opinión o a

la práctica.

A veces lamentaba haberse dejado intimidar por los lenguajes. Entonces alguien le decía: pero,

sin eso, ¡Ud. nunca hubiera podido escribir! La arrogancia circula, como vino fuerte entre los

comensales del texto. El intertexto no comprende solamente textos escogidos delicadamente,

secretamente amados, libres, discretos, generosos, sino también textos comunes, triunfantes.

Ud. también puede ser el texto arrogante de otro texto.

No es muy útil decir “ideología dominante”, pues es un pleonasmo: la ideología no es sino la

idea en cuanto domina (P/T, 238, IV). Pero puedo alzar la bara subjetivamente y decir:

ideología arrogante. [59]

[…]

Verdad y aserción

Su malestar, a veces muy vivo –que llega ciertas tardes, después de haber escrito todo el

día, a una especie de miedo–, era porque tenía el sentimiento de producir un discurso

doble, cuyo modo de algún modo excedía el blanco: pues el blanco de su discurso no es

la verdad, y no obstante ese discurso es asertivo.

(Es una molestia que tuvo desde muy temprano; trata de dominarla –caso contrario

debería dejar de escribir– diciéndose que es el lenguaje el que es asertivo, no él. ¡Qué

remedio ridículo, todo el mundo debería estaría de acuerdo, el añadir a cada frase una

cláusula de incertidumbre, como si lo que viniera del lenguaje pudiera hacer temblar el

lenguaje.)

(Por este mismo sentimiento, cada vez que escribe imagina que va a herir a uno de sus

amigos –nunca el mismo: da vueltas.) [61]

La atopía

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Fichado: estoy fichado, asignado a un lugar (intelectual), a una residencia de casta (si no de

clase). Contra esto, una sola doctrina interior: la de la atopía (del habitáculo a la deriva). La

atopía es superior a la utopía (la utopía es reactiva, táctica, literaria, procede del sentido y lo

hace andar). [61]

[…]

El amateur

El Amateur (el que se dedica a la pintura, la música, el deporte, la ciencia, sin espíritu de pericia

o competición), el Amateur reconduce su goce (amator: que ama y vuelve a amar); no es para

nada un héroe (de la creación, de la hazaña); se instala graciosamente (a cambio de nada) en el

significante: en la materia inmediatamente definitiva de la música, de la pintura; su práctica,

normalmente, no conlleva ningún rubato (ese robo del objeto en beneficio del atributo); es –será

quizá– el artista contra-burgués. [65] […]

La denotación como verdad del lenguaje

En casa del boticario de Falaise, Bouvard y Pécuchet someten la pasta de azufaifa a la prueba

del agua: “tomó la apariencia de una corteza de tocino, lo que denotaba gelatina”.

La denotación sería un mito científico: el de un estado “verdadero” del lenguaje, como si toda

frase llevase dentro un étimon (origen y verdad). Denotación / connotación: este doble concepto

sólo tiene valor en el campo de la verdad. Cada vez que necesito probar un mensaje

(desmitificarlo), lo someto a alguna instancia externa, lo reduzco a una suerte de corteza

desgraciada que forma su sustrato verdadero. La oposición sólo es usada en el marco de una

operación crítica análoga a un experimento de análisis químico: cada vez que creo en la verdad,

necesito la denotación. [79]

[…]

Doxa / Paradoja

Formaciones reactivas: una doxa (una opinión común) está sentada, insoportable; para

deshacerme de ella postulo una paradoja; luego esta paradoja cuaja, se convierte a su vez en una

nueva concreción, nueva doxa, me hace falta ir más lejos, hacia una nueva paradoja.

Volvamos a hacer el recorrido. En el origen de la obra, la opacidad de las relaciones sociales, la

falsa Naturaleza; la primera sacudida consiste entonces en desmitificar (Mitologías); luego la

desmitificación se inmoviliza en una repetición, es a ella a quien hay que desplazar: la ciencia

semiológica (postulada entonces) intenta perturbar, vivificar, armar el gesto, la pose mitológica,

dándole un método; esta ciencia se carga a su vez de todo un imaginario: al deseo de la ciencia

semiológica sucede la ciencia (a menudo bien triste) de los semiólogos; entonces hay que cortar

con ella, introducir, en ese imaginario razonable, un grano de deseo, la reivindicación del

cuerpo: entonces es el Texto, la teoría del Texto. Pero de nuevo, el Texto corre el riesgo de

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fijarse: se repite, se regatea en textos mates, señas de una demanda de lectura, no de un deseo de

gustar: el Texto tiende a degenerar en Parloteo. ¿A dónde ir? Ahí estoy. [83]

[…]

El discurso estético

Intenta tener un discurso que no se enuncie en nombre de la Ley y/o de la Violencia, cuya

instancia no sea ni política, ni religiosa, ni científica; que de algún modo sea el resto y el

suplemento de todos esos enunciados. ¿Cómo llamaremos ese discurso? Erótico, sin duda, pues

tiene que ver con el goce; o quizás estético, si prevemos infringir a esta vieja categoría una leve

torsión que la aleje de su fondo regresivo, idealista, y la acerque al cuerpo, a la deriva. [95]

[…]

La exención del sentido

Visiblemente, piensa en un mundo que estaría exento de sentido (como se lo está del servicio

militar). Eso ha empezado con El Grado cero, donde es soñada la “ausencia de todo signo”;

luego, mil afirmaciones reincidentes de este sueño (a propósito del texto de vanguardia, del

Japón, de la música, del alejandrino, etc.).

Lo curioso es que en la opinión común, precisamente, existe una versión de este sueño; tampoco

a la Doxa le gusta el sentido que, a sus ojos, comete el error de traer a la vida una suerte de

inteligible infinito (que no se puede detener): a la invasión del sentido (de la que son

responsables los intelectuales) la Doxa opone lo concreto; lo concreto es lo que supuestamente

resiste al sentido.

Sin embargo, para él no se trata de volver a encontrar un antes del sentido, un origen del mundo,

de la vida, de los hechos, anterior al sentido, sino más bien de imaginar un después del sentido:

hace falta atravesar, como a lo largo de un camino iniciático, todo el sentido para poder

extenuarlo, eximirlo. De ahí una táctica doble: contra la Doxa, hay que reivindicar a favor del

sentido, pues el sentido es producto de la Historia, no de la Naturaleza; pero contra la Ciencia

(el discurso paranoico) hay que mantener la utopía del sentido abolido. [99]

[…]

El círculo de los fragmentos

Escribir por fragmentos: los fragmentos son entonces piedras sobre el borde del círculo: me

explayo en redondo: todo mi pequeño universo en migajas; en el centro, ¿qué?

Su primer texto, o casi (1942) está hecho de fragmentos; esta opción es entonces justificada a la

manera de Gide “porque la incoherencia es preferible al orden que deforma”. Desde entonces,

en los hechos no ha dejado de practicar la escritura corta: pequeños cuadros de Mitologías y El

imperio de los sentidos, artículos y prefacios de Ensayos críticos, lexías de S/Z, párrafos

titulados del Michelet, fragmentos del Sade II y del Placer del texto.

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El catch, ya lo veía como una serie de fragmentos, una suma de espectáculos, pues “en el catch,

cada momento es inteligible, no la duración” (Mit, 680 I); miraba con asombro y predilección

ese artificio deportivo, sometido en su propia estructura al asíndeton y al anacoluto, figuras de

la interrupción y del corto circuito.

El fragmento no sólo está separado de sus vecinos, al interior de cada fragmento reina la

parataxis. Esto se ve bien si Ud. hace el índice de estos pequeños trozos; para cada uno de ellos

el ensamblaje es heteróclito; es como un juego de cabos rimados: “Sean las palabras: fragmento,

círculo, Gide, catch, asíndeton, pintura, disertación, Zen, intermezzo; imagine un discurso que

pueda liarlos”. Pues será simplemente este fragmento. El índice de un texto no es entonces sólo

un instrumento de referencia; él mismo es un texto, un segundo texto que es el relieve (resto y

aspereza) del primero: lo que hay de delirante (de interrumpido) en la razón de las frases.

Al sólo haber practicado en pintura embadurnamientos tachistas, decido comenzar un

aprendizaje regular y paciente del dibujo; intento copiar una composición persa del siglo XVII

(“Señor en una cacería”); irresistiblemente, en lugar de buscar representar las proporciones, la

organización, la estructura, copio y articulo ingenuamente detalle tras detalle; de ahí los

“desenlaces” inesperados: la pierna del jinete se encuentra colgada en lo alto del pecho del

caballo, etc. En suma, procedo por adición, no por bosquejo: tengo el gusto previo (primero) del

detalle, del fragmento, del rush, y la inhabilidad de conducirlo hacia una “composición”: no sé

reproducir “las masas”.

Como le gusta encontrar, escribir, comienzos, tiende a multiplicar este placer: es por esto que

escribe fragmentos: tantos fragmentos, tantos comienzos, tantos placeres (pero no le gustan los

finales: el riesgo de la cláusula retórica le parece demasiado grande: temor de no poder resistir a

la última palabra, a la última réplica).

El Zen pertenece al budismo torin, método de la apertura abrupta, separada, rota (el kien, al

contrario, es el método de acceso gradual). El fragmento (como el haiku) es torin: implica un

goce inmediato: es un fantasma de discurso, un bostezo de deseo. Bajo forma de pensamiento-

frase, el germen del fragmento viene en cualquier lugar: en el café, en el tren, hablando con un

amigo (eso surge al lado de lo que él dice o de lo que yo digo); entonces uno saca su libreta, no

para anotar un “pensamiento”, sino algo así como un golpe, lo que en otro tiempo se llamó un

“verso”.

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Pero, ¿cuando se pone fragmentos en serie, ninguna organización es posible? Sí: el fragmento es

como la idea musical de un ciclo (Bonne chanson, Dichterliebe): cada pieza se basta a sí misma,

y sin embargo no es nunca más que el intersticio de sus vecinas: la obra sólo está hecha de fuera

de texto. El hombre que mejor ha comprendido y practicado la estética del fragmento (antes de

Webern), es tal vez Schumann; llamaba al fragmento “intermezzo”; en sus obras ha multiplicado

intermezzi: todo lo que producía estaba finalmente intercalado: pero, ¿entre qué y qué? ¿Qué

quiere decir una pura serie de interrupciones?

El fragmento tiene su ideal: una alta condensación, no de pensamiento, o de sabiduría, o de

verdad (como en la Máxima), sino de música: al “desarrollo” se opondría el “tono”, algo

articulado y cantado, una dicción: allí debería reinar el timbre. Piezas breves de Webern: no hay

cadencia: ¡qué soberanía pone al quedarse corto! [105-106]

El fragmento como ilusión

Tengo la ilusión de creer que al romper mi discurso, dejo de discurrir imaginariamente sobre mí

mismo, atenúo el riesgo de trascendencia; pero como el fragmento (el haiku, la máxima, el

pensamiento, el retazo de periódico) es finalmente un género retórico, y la retórica es esa capa

del lenguaje que mejor se presta a la interpretación, al creer dispersarme, no hago sino volver

educadamente al lecho de lo imaginario. [106]

[…]

Errores de dedo

Escribir a máquina: nada se traza: eso no existe y luego, de golpe, resulta trazado: ninguna

producción: no hay aproximación; no hay nacimiento de la letra, sino expulsión de un pequeño

trozo de código. Los errores de dedo son muy particulares: son faltas de esencia:

equivocándome de tecla, golpeo en el corazón del sistema; el error de dedo no es nunca algo

borroso, algo indescifrable, sino una falta legible, un sentido. Sin embargo todo mi cuerpo pasa

por esos errores de código: esta mañana, habiéndome levantado por error muy temprano, no

dejo de equivocarme, de falsificar mi copia y escribo otro texto (esa droga, ¡el cansancio!);

normalmente hago siempre los mismos errores: desorganizando la estructura, por ejemplo, con

una metátesis obstinada, o substituyendo por una “z” (la mala letra) la “s” del plural (en la

escritura a mano no hago sino una sola falta, frecuente: escribo “n” en vez de “m”, me amputo

una patita, quiero letras de dos patitas, no de tres). Estas fallas mecánicas, pues no son deslices

sino substituciones, remiten a un trastorno distinto de los particularismos manuscritos; a

máquina, el inconsciente escribe con mucho más seguridad que en la escritura natural, y es

posible imaginar un grafoanálisis pertinente de un modo distinto al de la sosa grafología; es

cierto que una buena secre no se equivoca: ¡no tiene inconsciente! [108-109]

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El estremecimiento del sentido

Todo su trabajo, es evidente, tiene como objeto una moralidad del signo (moralidad no es lo

mismo que moral).

En esta moralidad, como tema frecuente, el estremecimiento del sentido tiene un doble lugar; es

ese primer estado según el cual lo “natural” comienza a agitarse, a significar (a volver a ser

relativo, histórico, idiomático); la ilusión (aborrecida) de lo que va de suyo se descascara, se

raja, la máquina de los lenguajes se pone en marcha, la “Naturaleza” se estremece por toda la

sociabilidad que lleva comprimida, dormida: me asombro ante lo “natural” de las frases como el

antiguo Griego de Hegel se asombra ante la Naturaleza y escucha en ella todo el

estremecimiento del sentido. Sin embargo, en ese estado inicial de la lectura semántica, donde

las cosas caminan hacia el sentido “verdadero” (el de la Historia), responde por otro lado y casi

contradictoriamente otro valor: el sentido, antes de abolirse en la in-significancia, vuele a

estremecerse: hay sentido, pero ese sentido no se deja “asir”; permanece fluido, estremecido en

una ligera ebullición. El estado ideal de la sociabilidad se declara así: un inmenso y perpetuo

susurro anima sentidos innumerables que estallan, crujen, fulguran sin nunca tomar la forma

definitiva de un signo tristemente abrumado por su significado: tema feliz e imposible, pues ese

sentido idealmente estremecedor se ve despiadadamente recuperado por un sentido sólido (el de

la Doxa) o por un sentido nulo (el de las místicas de la liberación).

(Formas de este estremecimiento: el Texto, la significancia, y quizás lo Neutro.) [109-110]

[…]

Zurdo

Ser zurdo, ¿qué quiere decir eso? Se come a contrapelo del lugar asignado a los cubiertos; se

encuentra el mango del teléfono al revés, si un diestro lo ha utilizado antes; las tijeras no están

hechas para su pulgar. En clase, en otros tiempos, había que luchar para ser como los demás,

había que normalizar su cuerpo, ofrecer a la pequeña sociedad del liceo la oblación de su buena

mano (dibujaba, por obligación, con la mano derecha, pero coloreaba con la mano izquierda:

revancha de la pulsión); una exclusión modesta, poco consecuente, tolerada socialmente,

marcaba su vida de adolescente con un pliegue tenue y persistente: uno se acomodaba y

continuaba. [110]

Los gestos de la idea

El sujeto lacaniano (por ejemplo) para nada le hace pensar en la ciudad de Tokyo; pero Tokyo le

hace pensar en el sujeto lacaniano. Este procedimiento es constante: rara vez parte de la idea

para luego inventarle una imagen; parte de un objeto sensual, y entonces espera encontrar en su

trabajo la posibilidad de encontrarle una abstracción, tomada en la cultura intelectual del

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momento: la filosofía, entonces, ya no es más que una reserva de imágenes particulares, de

ficciones ideales (se presta objetos, no razonamientos). Mallarmé ha hablado de los “gestos de

la idea”: encuentra primero el gesto (expresión del cuerpo), luego la idea (expresión de la

cultura, del intertexto). [110-111]

Abgrund

¿Se puede –o al menos se podía, en otros tiempos− empezar a escribir sin tomarse por otro? La

historia de las fuentes tendría que substituirse por la historia de las figuras: el origen de la obra

no es la primera influencia, es la primera postura: se copia un rol, luego, por metonimia, un arte:

comienzo a producir reproduciendo al que quisiera ser. Ese primer anhelo (yo deseo y me

dedico) funda un sistema secreto de fantasmas que persisten de época en época, a menudo

independientemente de los escritos del autor deseado.

Uno de sus primeros artículos (1942) trataba del Journal de Gide; la escritura de otro (“En

Grecia”, 1944) imitaba visiblemente la de las Nourritures terrestres […] El Abgrund gidiano, lo

inalterable gidiano, aun forma en mi cabeza un hervor testarudo. Gide es mi lengua original, mi

Ursuppe, mi sopa literaria. [111]

[…]

Lo imaginario

Lo imaginario, asunción global de la imagen, existe entre los animales (pero no lo simbólico),

pues van directo al señuelo, sexual u hostil, que se les tiende. ¿Acaso este horizonte zoológico

no da a lo imaginario una primacía de interés? ¿No hay allí, epistemológicamente, una categoría

del futuro?

El esfuerzo vital de este libro es poner en escena un imaginario. “Poner en escena” quiere decir:

escalonar los soportes de la iluminación, dispersar roles, establecer niveles y, en el límite: hacer

de las tablas una barrera incierta. Importa entonces que lo imaginario sea tratado según sus

grados (lo imaginario es un asunto de consistencia, y la consistencia un asunto de grados), y

hay, al hilo de estos fragmentos, varios grados de imaginario. La dificultad, sin embargo, es que

no se pueden numerar esos grados como los grados de una bebida espirituosa o de una tortura.

Antiguos eruditos ponían a veces, sabiamente, luego de una proposición, el correctivo

“incertum”. Si lo imaginario constituyese un pedazo bien recortado, cuya molestia estaría

siempre asegurada, para exonerarse de haberlo escrito bastaría anunciar cada vez ese pedazo

mediante una operación metalingüística. Es lo que aquí se ha podido hacer con algunos

fragmentos (comillas, paréntesis, dictado, esconces, etc.): el sujeto, desdoblado (o

imaginándose tal) logra a veces firmar su imaginario. Pero esa no es una práctica segura;

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primero porque hay un imaginario de la lucidez y, al escindir lo que digo, a pesar de todo no

hago sino remitir la imagen más allá, producir una segunda mueca; luego y sobre todo porque,

muy a menudo, lo imaginario llega a paso de lobo, resbalando suavemente en un pretérito

perfecto, un pronombre, un recuerdo, en breve, todo lo que puede reunirse bajo la propia divisa

del Espejo y de su Imagen: A mi, yo.

El sueño sería entonces ni un texto de vanidad, ni un texto de lucidez, sino un texto con comillas

inciertas, con paréntesis flotantes (nunca cerrar el paréntesis es, exactamente, ir a la deriva).

Esto también depende del lector, que produce el escalonamiento de las lecturas.

(En su grado pleno, lo Imaginario se pone a prueba así: todo lo que tengo ganas de escribir de

mí y que finalmente me molesta escribir. O también: lo que no puede escribirse sin la

complacencia del lector. Pero a cada lector su propia complacencia; de ahí, por poco que pueda

clasificarse las complacencias, resulta posible clasificar los fragmentos: cada uno recibe su sello

de imaginario de ese mismo horizonte donde se cree amado, impune, sustraído de la molestia de

ser leído por un sujeto sin complacencia, o simplemente: que mirase.) [116-117]

[…]

Me gusta, no me gusta

Me gusta: la lechuga, la canela, el queso, los pimientos, la pasta de almendras, el olor del heno

segado (me gustaría que un “narices” fabricase un perfume así), las rosas, las peonías, la

lavanda, la champaña, la posiciones ligeras en política, Glenn Gould, la cerveza excesivamente

helada, las almohadas chatas, el pan tostado, los cigarros de Habana, Haendel, los paseos

mesurados, las peras, los duraznos blancos o de huerta, las cerezas, los colores, los relojes, las

estilográficas, las pluma-fuentes, los entremeses, la sal cruda, las novelas realistas, el piano, el

café, Pollock, Twombly, toda la música romántica, Sartre, Brecht, Verne, Fourrier, Eisenstein,

los trenes, el médoc, el buzy, tener suelto, Bouvard y Pécuchet, caminar con sandalias de tarde

por los pequeños caminos del Sud Oeste, el recodo que forma el Adour visto desde la casa del

doctor L., los Marx Brothers, el serrano a las siete de la mañana al salir de Salamanca, etc.

No me gusta: los perros falderos blancos, las mujeres en pantalones, los geranios, las fresas, el

clavecín, Miró, las tautologías, los dibujos animados, Arthur Rubisntein, las casa-quintas, las

tardes, Satie, Bartok, Vivaldi, llamar por teléfono, los coros de niños, los conciertos de Chopin,

los bransles de Borgoña, los bailecitos del Renacimiento, el órgano, M.-A. Charpentier, sus

trompetas y sus timbales, lo político-sexual, las escenas, las iniciativas, la fidelidad, la

espontaneidad, las veladas con gentes que no conozco, etc.

Me gusta, no me gusta: esto no tiene ninguna importancia para nadie; aparentemente, no tiene

sentido. Y, sin embargo, todo esto quiere decir: mi cuerpo no es igual al tuyo. Así, en esta

espuma anárquica de gustos y disgustos, suerte de sombreado distraído, se dibuja poco a poco la

figura de un enigma corporal que llama a la complicidad o a la irritación. Aquí comienza la

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intimidad del cuerpo, que obliga al otro a soportarme liberalmente, a permanecer silencioso y

cortés ante goces o rechazos que no comparte.

(Una mosca me molesta, la mato: uno mata lo que le molesta. Si no hubiese matado la mosca

hubiera sido por puro liberalismo: soy liberal para no ser un asesino.) [127-128]

[…]

Un recuerdo de infancia

Cuando era niño, vivíamos en un barrio llamado Marrac: ese barrio estaba lleno de casa en

construcción, en cuyas obras jugaban los niños; grandes huecos eran cavados en la tierra

arcillosa, para los cimientos de las casas, y un día que habíamos jugado en uno de esos huecos,

todos los chicos subieron, menos yo, que no pudo hacerlo; desde el suelo, desde arriba, me

provocaban: ¡perdido! ¡solo! ¡mirado!, ¡excluido! (estar excluido no es estar fuera, es estar solo

en el hueco, encerrado a cielo abierto: forcluído); vi entonces a mi madre acudir a toda prisa; me

sacó de allí y me llevó lejos de los niños, contra ellos. [133]

[…]

El numen

Predilección por la fórmula de Baudelaire, citada varias veces (sobre todo a propósito del

catch): “la verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida”. Él llamó a este

exceso de pose el numen (que es el gesto silencioso de los dioses al pronunciar el destino

humano). El numen es la histeria fijada, eternizada, entrampada, pues al fin se la tiene inmóvil,

encadenada bajo una larga mirada. De ahí mi interés por las poses (a condición de que estén

enmarcadas), las pinturas nobles, los cuadros patéticos, los ojos alzados hacia el cielo, etc. [145]

[…]

Fases

Intertexto

Género Obras

(Gide)

(las ganas de escribir) -

Sartre Marx

Brecht

Mitología Social

El Grado cero Escritos sobre teatro

Mitologías Saussure Semiología Elementos de Semiología

Sistema de la moda Sollers

Julia Kristeva Derrida, Lacan

Textualidad S/Z Sade, Fourier, Loyola

El imperio de los signos (Nietzche) Moralidad El Placer del texto

R.B. por él mismo

Observaciones: 1. el intertexto no es necesariamente un campo de influencias; es más bien una

música de figuras, de metáforas, de pensamientos-palabras, es el significante como sirena; 2.

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moralidad debe entenderse como lo contrario de la moral (es el pensamiento del cuerpo en

estado de lenguaje); 3. primero intervenciones (mitológicas), luego ficciones (semiológicas),

luego estallidos, fragmentos, frases; 4. entre los periodos hay, evidentemente,

encabalgamientos, retornos, afinidades, sobrevivencias; son por lo general los artículos (de

revista) los que desempeñan este papel conjuntivo; 5. cada frase es reactiva: el actor reacciona

tanto al discurso que lo rodea como a su propio discurso, si uno u otro empiezan a consistir

demasiado; 6. como un clavo que saca a otro, dicen, una perversión ahuyenta una neurosis: a la

obsesión política y moral, sucede un pequeño delirio científico que viene a su vez viene a soltar

el goce perverso (con fondo de fetichismo); 7. el recorte de una época, de una obra, en fases de

evolución –aunque se trate de una operación imaginaria– permite entrar en el juego de la

comunicación intelectual: uno se hace inteligible.

La moda estructuralista.

La moda afecta al cuerpo. A través de la moda, regreso en mi texto como farsa, como caricatura. Una suerte de “ello” colectivo sustituye la imagen que creía tener de mí, y “ello”,

soy yo. [154-156] […]

El lenguaje sacerdote

En lo que concierne a los ritos, ¿será tan desagradable ser sacerdote? En cuanto a la fe, ¿qué

sujeto humano puede predecir que un día “creer” –en esto o en aquello– no estará conforme a su

economía? Es con el lenguaje que esto no podría funcionar: ¿el lenguaje sacerdote? Imposible.

[159]

[…]

El teatro

En la encrucijada de toda la obra, quizás el Teatro: de hecho, ninguno de sus textos no trata de

algún teatro; y el espectáculo es la categoría universal en cuyas especies el mundo es visto. El

teatro cabe en todos los temas aparentemente especiales que pasan y vuelven en lo que escribe:

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la connotación, la histeria, la ficción, lo imaginario, la escena, la venustez, el cuadro, Oriente, la

Violencia, la ideología (que Bacon llamaba un “fantasma de teatro”). Lo que lo atrajo es menos

el signo que la señal, que el cartel: la ciencia que deseaba no era una semiología, era una

señaléctica.

Al no creer en la separación del afecto y del signo, de la emoción y su teatro, no podía expresar

una admiración, una indignación, un amor, por temor de significarlo mal. Así, mientras más

emocionado estaba, más apagado parecía. Su “serenidad” no era más que la constricción de un

actor que no se atreve a entrar en escena por miedo de actuar demasiado mal.

Incapaz de volverse convincente, es sin embargo la convicción misma del otro la que lo

convierte en un ser de teatro y lo fascina. Exige al actor que le muestre un cuerpo convencido,

antes que una pasión verdadera. He aquí, quizás, la mejor escena de teatro que haya visto: en el

coche-comedor belga, unos empleados (de aduana, de policía) se han puesto a la mesa en un

rincón; comen con tanto apetito, comodidad y cuidado (escogiendo las especias, los retazos, los

cubiertos apropiados, prefiriendo de un vistazo certero el asado al viejo pollo rancio), con

modales tan bien aplicados a la comida (limpiando cuidadosamente su pescado de la dudosa

salsa, toqueteando su yogurt para quitarle la tapa, raspando su queso en lugar de pelarlo,

sirviéndose de su cuchillo de pelar manzanas como de un escalpelo), que todo el servicio Cook

se ha visto subvertido: han comido lo mismo que nosotros, pero no era el mismo menú. Todo

había cambiado entonces, de punta a cabo en el vagón, gracias al mero efecto de una convicción

(relación del cuerpo no con la pasión ni con el alma, sino con el goce). [187-188]

[…]

El monstruo de la totalidad

“Que se imagine (si es posible) a una mujer cubierta con un vestido sin fin, urdido con todo lo

que dice la revista de Moda…” (SM, 943, II). Esta imaginación, aparentemente metódica, pues

no hace sino poner en obra una noción operatoria del análisis semántico (el “texto sin fin”),

busca discretamente denunciar el monstruo de la Totalidad (la Totalidad como monstruo). La

Totalidad, a la vez hace reír y da miedo: como la violencia, ¿no sería siempre grotesca (y por lo

tanto sólo recuperable en una estética del Carnaval)?

Otro discurso: este 6 de agosto, en el campo, es la mañana de un día espléndido: sol, calor,

flores, silencio, calma, resplandor. Nada merodea, ni el deseo, ni la agresión; sólo está ahí el

trabajo, delante de mí, como una especie de ser universal: todo está pleno. ¿Sería entonces eso,

la Naturaleza? ¿Una ausencia… de lo demás? ¿La Totalidad?

6 de agosto de 1973 – 3 de septiembre de 1974