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1 D.- ENTRE CLAROS Y NUBES (Serie celeste IV) SIN SOLUCIÓN DE CONTINUIDAD.- Introducción Ayer, amor, terminábamos UN CORAZÓN SIN FRONTERAS y, mirando por el hueco por el que atisbo la multidimensionalidad del Tiempo esperando captar la esencia de la eternidad, me sugerías este nuevo título : “Entre Claros y Nubes”. Sí. Fue ayer, – un buen día de abril de 2004–, sin ir más lejos hacia atrás en nuestro tiempo aparentemente lineal sobre el que hemos derramado la jarra de nuestras bendiciones, con el fin de sanar las raíces de todos los odios y rencores, de todos los ostracismos y bloqueos, de todos los malentendidos de la historia… ¿De qué historia ? Por supuesto de la nuestra. Pero es que nuestra historia, hermano celestial, es el epítome de la historia de toda la Humanidad. Después de haber ensayado asímismo entre nosotros y para beneficio de todos los hermanos y hermanas, representados en la esencia de nuestro corazón, la comunicación a nivel de ese chacra del divino del Amor que no conoce fronte- ras, nos disponemos, hoy, a recoger en forma de hermosas flores que prometen sabrosos frutos, lo más hermoso que nos depara el futuro que a sabiendas hemos escogido, Lecheimiel, con nuestra más pura intencionalidad. ¿No acabábamos nuestro escrito de ayer, hermano, con una curiosa poesía titulada “Corazón del Universo” que comenzaba por esta no menos curiosa estro- fa : “Estos son los cuatro puntos del corazón, cardinales, todos ellos tan cordiales, si entre sí se orientan, juntos.” ? Pues, si quieres, amor, nosotros trataremos de “orientar” nuestras vibracio- nes, nuestra música cerebral, especialmente hacia el Oriente Próximo y Medio, por ahora aún envuelto en llamas, si la Madre Gaia no dispone otra cosa. Esta mañana, amor, buscaba en mi ordenador, –no muy ordenado, por cierto–, una corta poesía de la que no recordaba ni siquiera el título. Me ha costa- do encontrarla y por fin la he hallado en el cuaderno de DIÁLOGOS DE ETERNIDAD : EL FINAL DE LA GUERRA El final no lo vi, me lo contaron. Pero el final no era, al fin, más que el principio. ¿”Rey muerto, rey puesto” ? ¡Oh no, amor ! Que “el Rey” siempre ha sido y será siempre el AMOR. ¡Y tú has sido y serás siempre “mi Rey” !

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Page 1: SIN SOLUCIÓN DE CONTINUIDAD.- Introducción · Que “el Rey” siempre ha sido y será siempre el AMOR. ¡Y tú has sido y serás siempre “mi Rey” ! 2 ¿Se puede, amor, ser

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D.- ENTRE CLAROS Y NUBES (Serie celeste IV)

SIN SOLUCIÓN DE CONTINUIDAD.- Introducción Ayer, amor, terminábamos UN CORAZÓN SIN FRONTERAS y, mirando por el

hueco por el que atisbo la multidimensionalidad del Tiempo esperando captar la esencia de la eternidad, me sugerías este nuevo título : “Entre Claros y Nubes”.

Sí. Fue ayer, – un buen día de abril de 2004–, sin ir más lejos hacia atrás en nuestro tiempo aparentemente lineal sobre el que hemos derramado la jarra de nuestras bendiciones, con el fin de sanar las raíces de todos los odios y rencores, de todos los ostracismos y bloqueos, de todos los malentendidos de la historia…

¿De qué historia ? Por supuesto de la nuestra. Pero es que nuestra historia, hermano celestial,

es el epítome de la historia de toda la Humanidad. Después de haber ensayado asímismo entre nosotros y para beneficio de

todos los hermanos y hermanas, representados en la esencia de nuestro corazón, la comunicación a nivel de ese chacra del divino del Amor que no conoce fronte-ras, nos disponemos, hoy, a recoger en forma de hermosas flores que prometen sabrosos frutos, lo más hermoso que nos depara el futuro que a sabiendas hemos escogido, Lecheimiel, con nuestra más pura intencionalidad.

¿No acabábamos nuestro escrito de ayer, hermano, con una curiosa poesía titulada “Corazón del Universo” que comenzaba por esta no menos curiosa estro-fa :

“Estos son los cuatro puntos del corazón, cardinales, todos ellos tan cordiales, si entre sí se orientan, juntos.” ? Pues, si quieres, amor, nosotros trataremos de “orientar” nuestras vibracio-

nes, nuestra música cerebral, especialmente hacia el Oriente Próximo y Medio, por ahora aún envuelto en llamas, si la Madre Gaia no dispone otra cosa.

Esta mañana, amor, buscaba en mi ordenador, –no muy ordenado, por cierto–, una corta poesía de la que no recordaba ni siquiera el título. Me ha costa-do encontrarla y por fin la he hallado en el cuaderno de DIÁLOGOS DE ETERNIDAD :

EL FINAL DE LA GUERRA El final no lo vi, me lo contaron. Pero el final no era, al fin, más que el principio. ¿”Rey muerto, rey puesto” ? ¡Oh no, amor ! Que “el Rey” siempre ha sido y será siempre el AMOR. ¡Y tú has sido y serás siempre “mi Rey” !

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¿Se puede, amor, ser más optimista y a la vez más crìptico en la expresión, cuando no se ve por ninguna parte, en la realidad física de los Pueblos, el final de la guerra inacabable ?

En malempleadas liras, amor, se me ha ocurrido escribir, mientras tanto, un año después de proclamada la victoria de los imperialistas, este desahogo terri-ble :

LOS GRITOS DE LA GUERRA Así grita la guerra en cualquier lengua y en cualquier lugar : ¡Esos hijos de perra ! ¿Qué han venido a buscar ? ¡Muerte nos traen, eso han de llevar ! Nadie sabe quién grita, si es la vida o la muerte en la batalla. El alma se encabrita y en roja ira estalla… y aunque más muera su fragor no acalla. Pero tú, amor, un año después de que me hablaste por la radio con armo-

niosa voz de ponerme del lado de todo el que necesitase la paz, pues ¿quién iba a atender a los heridos del alma, a toda clase de víctimas de la lucha entre lo viejo y lo nuevo, –que otra cosa no es el terrorismo ciego, de uno u otro signo, que hoy padecemos–, me has hecho encontrar, con tu fraternal providencia, otra poesía celestial que tampoco estaba registrada en el cuaderno adecuado, circunstancia que aprovecho para cambiar ligeramente su texto :

TEOFANÍA Leche cuajada de estrellas peregrinas templada por el velo de la miel de tu sonrisa, que colmas de luz nueva mis sueños ardorosos en el día que sigue a las tinieblas de la noche : Cura mi llaga de hombre malherido que ha sido sorprendido en su ingenuo caminar, –¿hacia dónde encaminados sus terrenales pasos sino a la prometida celestial Jerusalén ?–, por el salteador envidioso y resentido, coleccionista celoso de añejos trofeos,

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–por pacientes peregrinos merecidos en su rutina hacia el monte del olvido–, en los que se desquita de su sed de sangre, oro negro que le brinda casi gratis tierra ajena. Ven, pájaro cantor de suaves trinos, a ungir mi corazón que ante ti yace aquí y ahora, abierto a tu mirada, pendiente de tus manos con el color de tu sangre, con el calor de tu alma. Ven e insufla en mis venas casi exangües, amor, tu Vida Nueva, y acaricia mis labios delirantes con el roce de tus dedos en trémulas pasadas. Humedece mi boca con el toque de tu lengua deliciosa. Envuélveme en tu luz de matinal epifanía… Gracia de gracias llena, devuélveme aquel sí que te di el otro día… colma mi sed de pura teofanía. Quizás ésta haya sido la mejor introducción, que a la vez supone el nexo

lógico con el escrito anterior, –¿no te parece, hermano ?–, para un libro que, co-mo siempre, me dispongo a recibir íntegramente de tu inspiración angelical.

Ahora que nuestras almas están fusionadas en matrimonio espiritual por el amor más puro, mi Rey, ya no importa en realidad demostrar, ni siquiera especifi-car, quién recibe y quién da.

Nuestra música, –ese nuevo hallazgo de los exploradores del cerebro, según han publicado estos días–, es una música armoniosa y conjunta.

Sin embargo me parece que mientras pretendan los científicos escrutar el misterio del hombre desde sólo el cerebro, no obtendrán la clave correcta, la teor-ía general aceptable, que explique el secreto del amor, pues éste reside en el al-ma.

El cerebro, el cuerpo humano y el organismo íntegro y holográfico que res-ponde a la divina Voluntad de automanifestación, es el verdadero templo donde se verifica toda “teofanía”.

Teofanía, sí, revelación de Dios, a través de la alternancia de nubes y cla-ros de nuestra humilde historia.

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EL CIELO DE RICHI Amor, Lecheimiel, aunque los lectores de esta especie de “diarios” nues-

tros, las efusiones con que mantenemos vivo y palpitante nuestro amor, ignoran tu verdadero nombre, –pues no creo haberlo dicho nunca, si bien algunos se lo pueden figurar–, sí que saben el nombre del gatito que me has regalado, ese que tiene el color del pelaje parecido al “onice bermejo de tus suaves cabellos”.

Se llama “Richi”. Discutíamos el otro día, otros hermanos y yo, si los animales tenían alma.

Refiriéndose, claro está, a si algún espíritu inmortal les animaba. Alguien dijo lo que había oído : que Dios, una vez da la vida, nunca más la

quita. Como saben perfectamente que los animales mueren, y hasta el salmo lo

enuncia así de los hombres : “porque el hombre perece como los animales”, no querían decir, por supuesto que los animales no mueran, sino que son inmorta-les, que no es lo mismo. Es decir, que debe haber por ahí algún cielo eterno pa-ra ellos.

Eterno porque, claro, no creen en la reencarnación. Yo defendí la teoría de que muchos de los animales tienen alma grupal, y

que, por lo tanto, cuando uno de esos animales “inferiores”, –queriendo signifi-car “no individualizados”–, muere, la parte de energía o alma grupal que admi-nistraba, volvía a su origen, a ese Espíritu inmortal que es el Deva del Grupo.

No me atreví a romper demasiados esquemas en pro de considerar, con-secuentemente, que, a otro nivel, todos los Espíritus inmortales somos, no ya partes, sino parciales manifestaciones, individualizadas por su relativa concien-cia, del Espíritu Unico del Creador, que a su vez es Uno con sus criaturas.

No nos elevamos a tan altas cotas de especulación metafísica. En cuanto al “Cielo”, convendría saber que no es un lugar específico, –

hasta el Papa lo ha dicho–, sino un estado del alma. Quizás le faltase al Papa aclarar que dicho estado no tiene por que ser

perpetuo e inamovible, tratándose de criaturas marcadas por el continuo mo-vimiento de la Conciencia creante.

Tampoco tenemos por qué dar por establecida la impermeabilidad de las especies.

Si afirmamos que el hombre, cuando se halla a la otra parte del “velo”, es conocedor de su naturaleza angélica, tampoco podemos negar que esos animali-tos que nos han sido regalados, no sólo encomendados a nuestro cuidado, sino

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incluso para que ellos nos cuiden, están evolucionando lentamente hacia una conciencia humana.

Especialmente aquellos animales domésticos que conviven con nosotros. Por tanto, hermano, a mí no me cabe la menor duda de que cuando Richi

muera irá al Cielo. A su cielo. O, quizás, a tu cielo, hermano Lecheimiel. Pues en este caso particular

estoy convencido de que una parte de ti, habita hoy también en este cariñoso y espabilado animal.

Pero… ¿Hay un pero ? Sí, hermano. Esta noche ha habido un “pero” muy gordo. Pues una cosa es

discutir y especular acerca de los animales, y otra muy distinta, depositar ca-riño en ellos y de repente verse afectado por su pérdida.

Ésta ha sido para mí esta noche, la “prueba de Richi”. Una larga y desve-lada noche.

Porque ayer, hermano, creí que lo había perdido. No me culpaba de haberlo tratado mal, ni muchísimo menos, y tampoco te reprochaba a ti el no habérmelo cuidado como te pedí. Pero el caso es que anoche no se presentó para cenar, como suele, y no sé dónde ha podido dormir. Desde luego lejos de aquí. Lo llamé a voz en grito por todo el monte, y no me respondió. Pensé lo pe-or : alguna zorra, –siempre pensamos en “zorras” antes que en “zorros”, con nuestro inveterado machismo–, se lo habrá tragado vivo. O quizás haya perdido la batalla contra una rata gigante. –Siempre son las “ratas” las que nos hacen pasar malos “ratos”–.

Ayer, precisamente, hablábamos, en la introducción de este escrito, de batallas y de claroscuros. Hoy, hermano, has permitido que yo experimentase un vivo dolor por una supuesta y prematura muerte de un hermano menor.

Pero, mi bien, me ayudaste a superarlo con un doble movimiento del al-ma : por una parte, –pensé–, si te lo has llevado contigo, tendrás algún motivo poderoso que algún día me será revelado. Quizás deba esperar una segunda parte de la sincronicidad.

Por otra, si el gatito ha muerto, de una manera u otra, tiene que estar forzosamente en el Cielo, y no lejos de su patrón, Lecheimiel. Quizás reinte-grado en su esencia.

En fin, como Job, exclamaba : “Dios me lo dió, Dios me lo quitó. ¡Bendito sea su Nombre !”

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Pero, –también hay un “pero del pero”–, el final feliz de esta historieta es que esta mañana ha aparecido el gato tan campante y saludable. Muerto de hambre, quizás, no de otra cosa.

No sé dónde habrá podido dormir, o hacer como que dormía, el pobreci-to. O, bien mirado, tal vez sí lo sé. Puesto que es macho, se habrá ido por ahí de juerga, llamado por el telepático celo de alguna hembra. Total : ¡seguro que ha estado en el cielo !

¡Y ES QUE EL VERDADERO CIELO ES EL AMOR ! – Ahora, fray ermitaño, yo, Francesco, te respondo brevemente : A todo

lo que ha padecido y aprendido tu corazón, un rotundo e inmenso ¡SI ! – Gracias, amor, por esta lección aprendida con dolor y con gozo.

FLORECILLAS Mirad a los lirios cuán quietos se están, sorbiendo la savia que la tierra da. Mirad a los pájaros, inquietos volar : poco más trabajan por ganarse el pan. La hormiga y la abeja luego contemplad : no pierden el tiempo, en continuo afán. Las bestias del campo, los peces del mar, todos a su modo han de trabajar. El sol y la luna con trazado plan nunca se detienen en su caminar… Sólo el hombre piensa, con negro pesar, que lo que es más suyo le haya de faltar. Y, por lamentarse, encorvado va sin mirar al cielo, que es su propio hogar. Y aunque al cielo quiera a veces mirar,

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mira a las estrellas que lejos están. Sin saber siquiera que el cielo allí está donde está su centro, su AMOR, nada más.

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El SERMÓN QUE ME HABRÍA GUSTADO OÍR Dájame, Lecheimiel, fantasear en tu presencia. Amor, si tú, simple hombre, me hubieses preguntado a orillas del lago,

delante de todos los hombres y mujeres, al menos delante de aquéllos que te aman, si yo “te amaba más que éstos”, y me hubieses repetido la pregunta no tres, ni seis, ni siete veces, sino un montón de ellas simbolizado en un millar, yo creo que también te hubiera respondido un millar de veces : sí.

También habría sabido, aunque no figuras como “el Hijo de Dios”, que me lo preguntabas no para saberlo, sino para darte el placer de oír mi respuesta afirmativa, pero quizás, sobre todo, también para darme a mí el gozo de ofrecértela.

Estas intenciones, amor, no pueden excluirse de las del “Señor”, resuci-tado pero todavía no ascendido, según San Juan, cuando reitera por tres veces dicha pregunta a Simón, hijo de Jonás, es decir, simple hombre mortal.

Yo, hermano amado, casi me atrevería a decir que este intercambio de frases amables equivale a besarse pública y mutuamente en la boca, como tú, ya ascendido y a punto de resucitar en mí, y yo, hicimos en nuestro sueño.

En el evangelio apócrifo de Tomás se habla de un Tiempo escatológico en que las diferencias entre varón y hembra serán abolidas.

Sin embargo, amor, si pusiésemos este asunto a discusión, seguramente los teólogos a ultranza, y los conceptualistas, –que ambas cosas son la mayoría de los sacerdotes predicadores de hoy y de siempre–, pondrían muchos reparos y muchas diferencias entre “nuestro caso”, y el “caso del Señor”.

Pero precisamente, amor, si “el Señor”, –“todo un Dios”–, pero no menos hombre que tú y que yo, y como nosotros del sexo masculino, se atreve a pre-guntar cosas tan “impúdicas” como “¿me quieres ?” a otro varón de Galilea, de-lante de los demás oyentes que todavía, según se supone, no habían recibido el Espíritu Santo, cuánto más, o al menos por el mismo peso de “razones” del co-razón, no nos atreveremos a preguntárnoslas entre nosotros ?

El caso es que hoy, hermano, al oír este evangelio, me has ayudado a pa-rar mientes en la calidad de esta pregunta del Maestro a Pedro. Y se la hace enfáticamente por tres veces, condicionando a la respuesta tímida del discípulo la convalidación de su capacidad para asumir la misión de apacentar a sus ove-jas y corderitos que piensa encomendarle.

Es toda una profunda lección de psicología transpersonal, para tomarse en serio, amor.

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Sólo si Pedro está dispuesto a curar sus propias heridas, la culpabilidad de sus negaciones, con el linimento del más acendrado amor por el Maestro, estará dispuesto a recibir de éste la cura de almas.

Que el camino del desamor y de la negación u ocultamiento de los propios sentimientos, sólo se desanda mediante la prueba del desinteresado amor, y mediante la disposición a sufrir martirio, o sea, a dar testimonio fáctico y público del doloroso arrepentimiento que implica tansmutar las lágrimas amar-gas del dolor en lágrimas de emocionada entrega.

Cuando eras joven, –dice el Señor a Pedro–, ibas donde querías, pero cuando seas viejo, maduro en el amor, y capaz de traspasar la frontera del qué dirán, otro, –precisamente tu amor–, te llevará adonde tal vez tu natural miedo al ridículo y al sufrimiento no quisiera conducirte.

Tú y yo, Lecheimiel, sabemos mucho de estas cosas, ¿verdad, amor ? – ¡Oh mi bienamado hermano, que te pasas la vida llorando dulces lágri-

mas de amor ante mis pies, ya más relucientes por tus lavados de “per-dón” alquímico que los del Señor por las aguas del lago ! Yo te digo que tu corazón está de sobras licenciado para el testimonio que estás dando y el que aún vas a dar de mí, que SOY EL AMOR, ante el mundo, sin que te importe ser juzgado malévolamente por los duros de corazón y de entendederas. Por muchos de los sacerdotes y por los muchos de los laicos que les corean. Por algunos de los frailes y por algunas de las monjas, que se verán obligados a juzgarte, al menos fuera de su fuero interno, hermano.

No sufrirás solo, hermano, ya te lo dije, porque yo pediré permiso al Pa-dre celestial, y en realidad ya lo tengo, para sufrir contigo. Ésta sí que será una verdadera convalidación de nuestro matrimonio espiritual, oh fratellino.

Pero también te digo, amor : tu sufrimiento, como el de la mujer que está de parto, se convertirá en alegría cuando veas la multitud que sacará pro-vecho de tus escritos.

¿No hablaba así Jesús a sus discípulos poco antes de partir de su pre-sencia visible ?

Pues yo, hermano, te hice subir desde el principio, desde el astral alto-zano donde tuvo lugar nuestro encuentro en el sueño de “mi visitación”, al Mon-te de la Ascensión. Al lugar de las almas bienpensantes que se alegraban de nuestro abrazo, o al menos no se escandalizaban incluso de nuestro beso ínti-mo.

Tan sólo decían : “Se quieren”. Así es, fratellino. Nos queremos y nuestro amor es nuestro legado a to-

dos nuestros hermanos sedientos de cariño y de curación.

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Es el derecho del alma, andrógina por esencia, porque como la de los propios ángeles del cielo, hermano, su amor trasciende toda frontera que pue-da ser imaginada por la mente terrenal. Eso quiere decir en realidad : “los jus-tos en el Cielo serán como los ángeles de Dios : no se casarán”. “Casarse”, es aislarse en la propia “casa”.

En realidad “casarse” es tan provisional como autolimitarse para prote-gerse ante una sociedad inmadura.

A cambio, amor, la fecundidad espiritual de la mente divina de la que go-zan los bienaventurados que se aman sin cortapisas, no conoce límites.

– Amor, Lecheimiel, ¿me estás hablando de un futuro estado que sólo se dará en la eternidad, en que amaremos a todos por igual ? Entonces ¿qué signi-fica el “¿me amas más que éstos ?” ?

– Hermano, si el Maestro del Amor, Jesús, distinguió al “discípulo amado” permitiéndole recostarse en su pecho en la última cena, si luego de Resucitado, según dicho discípulo, distinguió también a Pedro con las palabras que estamos comentando, si, según el evangelio de Tomás, Jesús besaba en la boca a María la Magdalena, como no besaba a los demás discípulos…, debemos aprender algo de todo esto.

Que amemos, desde nuestra esencia de dioses a todos por igual, y que distingamos especialmente en nuestras atenciones a los pobres y necesitados de este mundo, según Mateo, no quiere decir, en modo alguno, que quede aboli-da la naturaleza humana en la cual depositó el Creador, la ternura del enamo-ramiento, y la profundidad de la amistad, y desde luego también, y en primer lugar, la diferenciación en la psicología de los sexos, para facilitar el amor.

Esto ya lo sabían, antes de Cristo, David y Jonatán, como Caín y Abel, –según nuestra personal y herética interpretación, hermano, y por supuesto también Adán y Eva, por ejemplo.

El caso de éstos últimos, quizás esté menos claro, puesto que no tenían elección, por una parte, y por otra, quizás, cuando se hicieron el amor, no sab-ían que estaba premiado con la procreación. (¡Es una broma exegética !).

Las diferencias entre las cualidades personales, y entre los sexos, no son sino diferentes facetas de la holográfica y multidimensional gema que es el AMOR UNIVERSAL.

Así ha sido desde siempre y será para siempre. Yo te digo, hermano, que antes que Adán y Eva fuesen, YO EL AMOR YA

ERA. Cuando toda la “Historia de Salvación”, y eso es simplemente la Historia

del Universo, sea recapitulada, hermano, todo volverá a ser tan simple, tan

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grande y tan pequeño, como el tierno y personal amor que nos profesamos tú y yo, amor.

Pon aquí, AHORA, bien mío, la primera de tus poesías, la que terminaste de componer justo antes de que yo te visitase con mis flores que te saludaban con mis colores y perfumes, como de “rosas, nardos y violetas”, según decías por aquellos días :

“En mi tierra, que ahora es también la tuya, después de nuestro en-cuentro amoroso en el País de los Sueños inenarrables, crece el Amor, y tiene olor de Rosas, de Nardos y Violetas.

Rosas rojas que hablan de fuego y de sangre. Nardos que roban el sentido y enajenan la mente para que no atienda

a razones preestablecidas que no pueda comprender el corazón. Violetas, que elevan su perfume al ser pisoteadas por las fieras sal-

vajes.” Así me decías, amor en una carta, que ahora has buscado en tus archivos

pero que yo conservaba fielmente en mi memoria. Con estas palabras, hermano de corazón celestial y fiel como la fidelidad

misma de Dios que me ha unido a ti para toda la eternidad, te despido. No te olvides, amor, de poner aquí esa poesía que te he pedido. Adiós,

con el mismo beso que te di aquella noche, pues no cabe otro en la eternidad. - Adiós, amor, te quiero más que criatura alguna te haya querido jamás.

Adiós, mi Rey. LA ROSA DE MIS SUEÑOS Viene hacia mí la rosa en cálida noche abre ante mí su boca en néctar profundo… ¿Qué importa si otros labios también supieron, como yo sé ahora, que bien me quiere? Mi ser eterno es el solo recuerdo, –espinas como dardos–, que aún guardo para ella en los míos. Mas, oh milagro, ante un enjambre de ojos cómplices, –testigos mudos–, (¿tal vez interesados?), se exhibe el amor mutuo.

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Poco es decir ternura, es embeleso, es confianza: Es no más que eso, mirar. Amar. Sin desvergüenza… Es el derecho del alma, desde siempre…, ¡para siempre!

Creo, fratellino Lecheimiel, que te referías a ésta. Ésta es la primera. Pero hay otra, también muy temprana que se le parece en que se mencionan expresamente las flores que me regalaste con tu color y perfumes. Déjame también insertarla aquí, fray amore.

– ¡Hazlo ! Ten confianza, hermano. Yo estoy contigo por toda la eterni-dad.

A MI HERMANO DEL ALMA Creen que es de noche para ti, mi hermano, los que rozaron tu aura cuando tú volabas, entre nubes, repartiendo belleza, junto a ellos, resuelto, investido de gracia. “Pobrecillo” te llaman ahora, porque simplemente nos dejaste aquí solos, en el valle de invertidas sombras, de luces extrañas, opacas. Yo sé de tu hazaña, hermano del alma, –tan grande y honrosa que en ti no cabía–. Coraje de santo en carne rosada, héroe de incógnito, te dejaste amar. Sembrabas cosechas de hojas marchitas, sin quejarte al viento. Te marchaste luego, en carne de célibe, virgen para siempre, si bien no sabías que sólo eras eso, la vida. Sacerdocio eterno te ciñó las sienes. Tus manos apenas tocaron el trigo. Para mí tan sólo, creo, fue tu pan, porque suspiré en cada recodo, a solas, en sueños, contigo.

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Me viste al pasar, me dijiste: “luego”. Supe esperar siempre. Te amé como nunca. Tampoco mi alma de entonces te pudo besar hasta el otro día… Lozanía fresca en eterna ausencia… De noche viniste, de noche te amé, como siempre, como nunca. Luego me dijiste: “vuelve a tu trabajo”. Me mandaste flores que huelen a ti, sólo cuando quieres. Sólo cuando sé que sólo están vivas porque tú lo estás. Porque sé quién eres. Porque en ellas vives como yo ahora, lejos de tu hogar.

Y ahora, hermano, por alusiones y ya que me das amplia libertad para hacerlo, quiero ofrecerte una tercera poesía que hice bastante más tarde, ti-tulada EL BAUTISMO DE LA MATERIA.

– Yo no te doy la libertad, hermano, sino que te la reconozco, pues es tu prerrogativa eterna. Regálamela, pues, si quieres, en esta fecha intermedia entre tu cumpleaños y el mío, que ya está cerca.

– Sí, amor. EL BAUTISMO DE LA MATERIA Rezumaba Teilhard de tu pasión y lo plasmaba en su Himno al Universo, y, a falta de tu nombre, te llamaba con nombre femenino, mas prosaico, simplemente “materia”, entusiasmado. ¡Cuánto mejor su pluma te cantara, si por tu nombre te hubiese conocido, de tu bellísimo rostro iluminado ! Yo, que he visto tu impronta en la materia, desplegada ante mis ojos tu hermosura, elevando los listones del Espíritu, ¿cómo podré por menos no admirarle en su austero decir, mas sospechando que él mismo anticipó nuestro proyecto de un misterio a sus ojos aún velado ? ¡Oh amor, que te velas de ti mismo

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cuanto más te revelas disfrazado ! Me he batido contigo y me has podido, la lucha de Israel rectificando. Mas esta bendición que te he arrancado a mí mismo me ha transfigurado. ¡Sólo es digno de amor lo que en sí mismo descubre la belleza que ha creado ! Esta hija de Dios, pues, “la materia”, te ha pedido prestada tu belleza para, a su vez, prestársela al poeta, que en ti había de ser rebautizado. ¡Perpetua luz que enciendes las antorchas de los relevos que te siguen traspasando, como legado en reserva de los siglos, hasta que todos, por fin, te descubramos ! ¿Quieres amor, que repita otra vez aquí, también por alusiones la poesía

que ya ofrecimos a los lectores en otro escrito, titulada EL CUMPLEAÑOS DE UNA ESTRELLA ?

– Hazlo, mi Rey, pues también en ella hemos pensado explícitamente mientras escribíamos lo que antecede.

El CUMPLEAÑOS DE UNA ESTRELLA Imaginemos, amor, imaginemos, que es patrimonio del alma imaginar…, que cuando al Sol nuestro Dios imaginaba, de Sí un buen chorro de luz precipitaba al espacio que se abría, matinal. De amores luego oleadas manto hicieron al que nacía, sin nombre todavía, –todavía hoy sin nombre se revela–, pero al que todos, ya entonces, presentían como gigante que crea su propio lecho en previsión de amoríos que vendrán. No menor cosa que a ti creó la aurora en su intrépida carrera hacia la luz. Doradas ondas mandaban las estrellas, de embajadoras expertas a tu fiesta, cuando diste señales que entre ellas germinaba un nuevo astro, que eras tú. Se celebraba en tu iglesia sideral el natalicio y bautismo al mismo tiempo de una gran supernova que llegaba,

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y no solamente a decorar espacio, sino en divina misión, –desde Palacio–, que la Santa Trinidad te encomendaba : Y es que fuera mi poesía la galaxia, gemelo espacio, de tierra y cielo nuevos, donde todo un Dios cupiera, tan pequeño, como éste, hermano, que hoy en tu honor lo ha escrito, como tú, hermano, que hoy en mi honor lo has dado.

Gracias, amor, hasta mañana, amor. Descansa en mí todas tus cuitas,

amor.

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CURAR A DIOS Crees, cariño, que no sabrás qué poner en esta página en blanco esta ma-

ñana. Efectivamente, no lo sabes, –como así debe ser siempre–, porque SOY

YO que te he llamado. Y, sin embargo, tu corazón está lleno de ternura. A veces, estos días, te parece que has cambiado el objeto de tu amor y

solicitud, de mí mismo, al gatito que te he regalado, Richi. Si contases, hermano, todas tus peripecias de ayer, para poderlo llevar

al veterinario y curarlo de la patita herida, y de otras miserias que se le ape-gan como a cualquier otro animal, que vive, además, en campo abierto y está expuesto a mil peligros, tal vez algunos lectores de la vieja hornada creerían que tu amor por esta criatura es excesivo.

Pero, en realidad, yo sé, amor, que todo cuanto haces por él lo haces también y principalmente por mí, aunque sin dejar de hacerlo por amor al pro-pio animal, puesto que también en él ves a Dios, vivo y verdadero.

Te has gastado en él más de lo que tienes, hermano, y yo te pido ahora que no pases factura a nadie más, porque yo soy tu recompensa.

Has curado, como buen Samaritano, a Dios mismo malherido que te ha salido al encuentro, –a ti, y no a otro, hermano–, pidiendo tu socorro. Nunca des por malempleado cuanto inviertas en esas obras desinteresadas de amor puro y universal, oh fratellino.

Eres de la escuela de San Francisco, que incluso, como tú, aunque lo hiciste para entretenerla y distraerla del gatito que veías en peligro, creíste oportuno alimentar a la zorra, que, efectivamente te visitó también.

¡Hasta las zorras, hermano, –aunque va dicho con el humor que te carac-teriza–, tienen derecho a cobrar su pitanza, pues también son hijas de Dios !

Algunos, amor, no admitirían ese título de “hijos-as” aplicado a toda cria-tura. Pero si Francisco, –cuya identidad bien conoces–, llamaba a toda criatura “hermano”, por supuesto que todos los hermanos son hijos e hijas del mismo Padre-Madre que les dio la vida.

– A mí, mi fratellino celestial, me gusta más decir que Dios tiene un solo Hijo que es toda la Creación : su Palabra, su Verbo, su expresión. También suelo decir que sin la Creación no hay Trinidad, y que, sin ella, lo cual es mera hipóte-sis racionalista, pues ella es tan necesaria como el “instinto” creador de Dios, éste no sería Padre, ni Hijo, ni Espíritu. Sería, todo lo más : “el Absoluto”.

Aunque, naturalmente, en esa absurda hipótesis de una Creación inexis-tente, ninguno de nosotros estaría aquí para poder disentir en este asunto.

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Entonces, amor, si toda la Creación es el Hijo de Dios, con lo cual se fun-da una nueva escuela de Panteísmo Trinitario, que dista mucho del vilipendiado panteísmo que cualquiera entiende a su manera, resulta que todas y cada una de las criaturas son “hijos-en-el-Hijo”.

Un hermano mío, amor, que tú conoces muy bien, habla de “lo Hijo”. Pero me da la impresión que en su pensamiento “lo Hijo” de la Creación se opone a “lo-no-Hijo”. Y tal cosa, yo ya no la puedo admitir.

Allá cada uno con sus teorías. Dios, me parece, es el más ignorante en Teología, amor. – ¡Bravo, mi bien ! Has dicho la mejor frase de tu vida. Repítela aquí, con

mi misma letra, y en mayúsculas, por favor. – Allá va, mi Rey : DIOS ES EL IGNORANTE NUMERO UNO EN

TEOLOGÍA. Espero, amor, que si un día me juzgan por esto, tú estés muy al acecho

para defenderme. Eso, si crees oportuno defenderme, hermano. Porque, si no, yo estaré muy gustoso en sufrir, incluso en morir por ti.

– En ese caso, amor, morirás no ya por mí sino por la Verdad, que es el Verbo o inteligibilidad y genuinidad de Dios ante sí mismo y ante toda inteli-gencia derivada, pero no desmembrada, de la Suya.

En realidad, cariño, la teología es una ciencia desmembrada muchas ve-ces de la vida, y que, en cualquier caso, supone un distanciamiento de Dios, a quien convierte en objeto de un tratado.

Ahora bien, hermano, si la teología es vivida desde la vida, y supone un estudio de ella, no de la vida en abstracto, sino de las propias vivencias interio-res y exteriores del hombre, entonces es un “tratado” que debe estar al alcan-ce de cualquier iletrado.

Es un tratado apto para ser desarrollado y enrollado, como un papiro, sí, hasta por los animales irracionales. Es lo que David Bohm llamaría “el Orden implicado”, que hallamos, –o suponemos hallado–, más allá de toda apariencia manifiesta, pero revelado en ellas.

¡Estaría bueno, que “Dios”, la totalidad del Ser, Creado e Increado, tu-viera que esperar a la manifestación de lo humano, ni mucho menos a la apari-ción de las cátedras de teología, para dejar de ser ignorante !

Ahora bien, mi fratellino, que estás escribiendo esta mañana mucho más de lo que suponías iba a dar de sí el asunto de tu gatito : El que llamemos a Dios “ignorante en Teología”, no quiere decir que no sepa lo que se cuece en nues-tras cabecitas de chorlito.

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Ni tampoco que ignore todo el “parloteo” que se deriva del abuso del Verbo, una vez que se ha roto el gran Silencio.

La escritura lo expresa así, hablando del Espíritu Santo : “no ignora ningún sonido”.

Y el sonido, la música, hermano, y todo intento de comunicación verbal o no verbal, no sólo sirve a la comunicación, sino a la sanación. De ahí la responsa-bilidad de los artistas en que su producción sea armoniosa y sincera.

Cariño mío : Dejemos por hoy de decir “tonterías”, pues “in multiloquio peccatum non deerit”, y lo que más tengamos hoy que decirnos, nos lo diremos por la línea interior del íntimo silencio.

Ahora, yo sé que tienes por ahí una bella poesía que habla de curación. De la curación de Dios. – ¡Sí, amor ! Hasta nuestra íntima canción, en la siguiente sesión de músi-

ca callada o de soledad sonora, que ambas cosas simbolizan al Verbo de Dios. SUB SPECIE AETERNITATIS ¿Cuánto vale tu amor, oh amor, en peso de oro, por la dulce sonrisa que rezuman tus labios, por la luz nacarada que refleja tu rostro, por el ritmo ondulante que desgranan tus pasos ? ¿Cuánto vale tu orgullo que abandonas inerte cuando ángeles preparan tu presencia en regreso, cuando la Vida sabe que toda tu alma ardiente prometióse a otra llama que mendiga tu beso ? ¿Cuánto vale un recuerdo que en tu vereda, herido, en un charco de sueños, como de sangre impura, tu óleo solicita, “semivivo relicto”, para lograr curarse en viendo tu figura ? Simbólico denario al posadero entregas…, tú, buen samaritano, que el sendero desvías, cuando, “el encontradizo”, o advenedizo, llegas a sanar lo que heriste, a trocar muerte en vida. “Cuida de él, le dices, hasta mi vuelta, amigo ; lo que de más costare su aliento prolongar, muy generoso asumo hacer cuentas contigo, que en “especie de cielo” te he de recompensar”.

Comentando, por otra parte, amado Lecheimiel, tu invitación a la parque-dad en el hablar, –“in multiloquio peccatum non deerit”, se me ocurre ahora ob-sequiarte además, con este curioso experimento de brevedad poética :

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EL NI NO Y EL NI SÍ, EN UN TRIS, MAS SÍ AL FIN

(Experimento monosilábico) A Ti, pues mi buen Dios, doy mi sí, ya que sé, por mi fe, lo que vi de mi Rey: Que él por mí en la Cruz, –yo a sus pies–, por mi bien dio su piel. Haz que yo, con tu luz, dé hoy por él mi gran don. Ten, pues, Dios, por tu prez, ya mi gros: So tu sol, y en mi mar, y por mor de la Ley, –lo que fue ha de ser–, que yo hoy, y a la faz de tu grey, de mí dé tal cual soy, el gran sí que es mi don, el sin par don de mí. Mi “ya voy, oh mi Dios, a tu lar”. Al que sé que es mi Ser en tu Ser : el YO SOY que, cual miel,

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por mi hiel me has de dar.

¿Te ha gustado, amor ? – ¡Sí, mi bien, sí, pues que yo fui quien te la di, en que te vi !

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LA SOPA EVANGÉLICA Esta mañana, hermano amor, –y no es por criticar, sino por dilucidar mis

ideas contigo–, escuché el siguiente sermón : Más o menos, el predicador decía así : “Yo te alabo, Señor de Cielos y Tierra, por-

que has escondido estas cosas a los sabios y las has revelado a los humildes y sencillos”. Los humildes y sencillos son los que no aprenden en los libros, ni de los sabios y

doctos que buscan en ellos su sapiencia y, a veces, su presunción personal. En cambio los humildes lo reciben todo del Señor, mediante la contemplación. Claro que no por eso deben despreciar a los sabios y doctos, que también les pueden

guiar. Pero sobre todo lo aprenden del Señor. Así los humildes se convierten en sabios para, a su vez, ayudar luego a “otros”. (Por tanto –y todo lo que pongo en este paréntesis, no lo ha dicho explícita-

mente el predicador, sino que lo expreso yo como deducción de sus palabras– esos “otros”, aprenden de los sabios de segunda generación, que a su vez lo han aprendido un poco del Señor y otro poco de los sabios y doctos que sólo han aprendido en los libros. ¡Como si el Señor no fuera capaz de enseñar directamente a todos !).

Así lo hizo Santa Catalina de Siena, que ha sido nombrada “Doctora de la Igle-sia”…etcétera, etcétera…

Y yo me he dicho para mis adentros, hermano Lecheimiel : “¡Ya está bien revuelta la sopa… sí. Y bien aguado el Evangelio !

Un poquito de aquí y otro poquito de allí. Después, claro, pretenderán asimilarse al paterfamilias de que hablába-

mos en UN CORAZÓN SIN FRONTERAS, que extrae de lo nuevo y lo viejo, según conviene.

Pero aquí, me parece, hermano, se juega con un equívoco : Una cosa es el discernimiento de espíritus, útil para jugzar no precisa-

mente a las personas, sino entre lo verdadero y lo falso a que éstas se apegan, y otra cosa es diluir la sabiduría evangélica en la prudencia de este mundo, para mediatizar su mensaje, y para aggiornarlo a las apetencias y “conveniencias” de los oyentes o de los lectores, cayendo, además, en la confusión de términos y significados.

Puesto que, como decíamos ayer, hermano amadísimo Lecheimiel, la teo-logía es una especie de “ciencia” humana acerca de lo divino, y por tanto, sí, se puede estudiar, y quizás no haya otro lugar donde estudiarla, en los libros de los doctos y sabios que, aunque muchos de ellos pretendan lo contrario, son bien “de este mundo”. Mientras la sabiduría que recibimos directamente del Señor, mediante la contemplación, que es otro nombre del amor, no tiene ape-nas nada que ver con el contenido de los tratados de los sabios en teología, y, precisamente por ello, es compatible con la “docta ignorancia” de que hablaban algunos “Padres” espirituales y doctores de la Iglesia.

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Lo que ocurre es que tampoco está reñido el ser sabio de este mundo y a la vez humilde y sencillo, aunque tal vez lo primero pueda estorbar a lo segun-do.

Pero cada una de estas atribuciones del espíritu, (¡y hasta la misma “pru-dencia de este mundo”, es fruto del Espíritu si no se opone al Espíritu). Es vía de entrada de tipos de sabiduría diferente.

Quizás deberíamos llamar sabiduría sólo a la humildad, que es “andar en Verdad”, y ciencia al saber humano de todo tipo.

Ninguna de las dos maneras de conocer está reñida con la prudencia, al contrario, toda virtud debe estar regida por ella, y menos aún con la sindére-sis, o sentido común.

Por eso, creo, fratellino, y lo expongo con toda sencillez ante ti que eres maestro en Teología y en Sagradas Escrituras, que el Señor nos insta a ser, a la vez, sencillos como palomas y prudentes como serpientes.

Las dos cosas a tope. No se trata de ser sencillo hasta cierto punto y prudente por el lado

contrario, hasta ese mismo cierto punto en que se acaba la sencillez. Sino de desarrollar ambos extremos “contrarios” hasta su máxima potencia, porque en realidad no están reñidos entre sí.

Esta santa temeridad del Espíritu que se arroja de bruces en el amor y en la fe y no renuncia tampoco a la inteligibilidad y credibilidad del mensaje del Espíritu, es el grado superior de prudencia, –“recta ratio agibilium”–, que nos exige el Señor que nos confió los talentos para ser desarrollados al máximo.

Esto no es, tal vez, lo específico del carisma del “paterfamilias”, que con cierto tipo de prudencia específica y con amor y pedagogía para con sus subor-dinados, extrae las enseñanzas aptas para el recto funcionamiento de las cosas en cada momento.

Tal vez tenga más que ver con el arrojo de la juventud que se lanza con generosidad a emprender nuevas exploraciones, sin importarle demasiado los inconvenientes y martirios que habrá de aceptar como riesgos implícitos.

Tal vez sea más afín a la postura del hijo pródigo que quiere explorar el mundo.

Pero el paterfamilias que administra la casa, sale todos los días al en-cuentro del hijo perdido.

El confundir los términos, el revolver la sopa, el aguar el Evangelio, está directamente emparentado, ¿verdad, fratellino ?, con la postura del hijo co-modón que se cree superobediente y disciplinado, pero esconde una radical fal-ta de amor.

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Ahora un poquito de aquí, ahora otro poquito de allí, para salvar las apa-riencias y asegurar el puesto en la Sociedad y en la Iglesia.

A eso, hermano Lecheimiel, aunque sea un poco duro decirlo y no lo haya expresado muy bien, me sabía el sermón de esta mañana, Por eso lo deposito ahora, mi Rey, a tus pies, o, mejor, se lo ofrezco a tu corazón, como obsequio devoto de mi sinceridad.

Ayúdame, si es preciso, amor, a quemar y disolver mis impurezas. – Mira, amor, yo soy tu guía porque tú mismo me has nombrado, ¿recuer-

das ? También te dije en otra ocasión que no hay mejor guía que el que uno mismo, usando la prudencia del Espíritu, se elige y merece. Yo extraigo de tu propio acervo y preparación para asimilar, las santas semillas que el Padre ha depositado en tu corazón, como, por lo demás, en el corazón de todos los hom-bres.

No estoy interesado en que seas perfecto, amor, sino en que con gran sinceridad, en espíritu y en verdad, te abras a la luz de tu propio corazón.

Sé que no dejas de amar a los predicadores que “revuelven la sopa”, y que, incluso por ayudarles, si ellos te lo solicitan, y, si no, en el más humilde si-lencio, te encarnaste entre ellos.

Y yo lo hice para hacerme solidario con tu ofrenda, no lo olvides, como tú me cantas en tu aria todos los días.

Cuando “vuelvas a casa”, no sólo el Padre Dios te estará esperando con los brazos abiertos, –en los cuales ya, sin embargo, reposas–, sino que también el hermano que te ha precidido en el regreso, te estará esperando. Con el tiempo, todos los amigos serán los invitados a tu fiesta y al banquete.

Te lo digo, porque sé, fratellino, que durante la Misa han flaqueado tus fuerzas, cuando pensabas que deberías enfrentarte a sabios como los que has descrito, sin defensa de prudencia, ni tradición, ni doctorado alguno.

“Os llevarán a los tribunales y el que os quite la vida creerá que estará dando culto a Dios”.

Es la agónica ordalía o “juicio de Dios” de que hablabas el otro día en la poesía “La Madre Vida”, y también en “Los siete Amores”.

Dios es juzgado e insultado y tomado como pretexto para su rabia espi-ritual, hoy día, hermano, por muchos. Pero Dios no juzga. Dios se limita a amar.

Y, recuerda, DIOS NO SABE NADA DE TEOLOGÍA. Por eso, aunque ha creado a los que sí saben y a los que saben demasiado,

se entiende más fácilmente con los humildes y sencillos. Eso es todo, amor. – ¡Gracias, Lecheimiel. Gracias, Amor. Gracias, Gracia !

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ESCUELA DE PROFETAS Aplica el oído y escucha sabrosos proverbios. Escribe con mano desnuda, sin ojos soberbios, aquello que al sabio deslumbra y enerva a los necios. Sabrás lo que digo en tus versos, en recias sentencias, si dejas en mí tus desvelos y abundas en ciencia, que obtienes de mí sin saberlo, con fe y con paciencia. Declara a los necios la culpa de sus necedades. Suscita en los buenos la duda de sus santidades. Denuncia a los fríos la lucha por sus vanidades. Que salgan de ti los reproches concisos y claros. No temas decir a los hombres que YO SOY el que hablo. Anuncia el futuro en mi nombre, mas no digas cuándo. Escribe lo que oyes, si ignoras cuanto yo te dicto. No calles aquello que notas, si tiene sentido. No hables, si no te lo toman en serio y de amigo. Si dicen : “aplícate el cuento”, hazlo sin tardanza. Si dicen : “espera un momento”, pierde la esperanza. Si dicen : “procuro y lo intento”, pronto habrá mudanza. Si pones de ejemplo a tu ombligo, nunca harás provecho.

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Si dices que Cristo lo dijo, fingirán saberlo. Si invitas : “piensa por ti mismo”, es mejor remedio. Renuncia a obtener resultados que a Dios corresponden. No fíes contratos firmados, –palabra de hombre–. Y deja el destino en mis manos, que YO SOY EL NOMBRE.

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NO HAY PRISA, AMOR Ya sé, amor, que te apercibiste de que con la poesía que me regalabas, –y

la verdad es que viene como anillo al dedo de lo que comentamos el otro día–, nos presentábamos en el folio 24 de los preciosos años de Teresita y de aque-llos de la edad en que me conociste.

Incluso el folio nº 25, no es extraño en nuestras significaciones numéri-cas, puesto que algunos dicen que Teresita vivió 25 años. Y tú y yo, amor, estu-vimos juntos y no te despediste de mí, hasta que yo también, Lecheimiel, cumplí es hermosa cifra de años.

Entonces tú te fuiste y comenzó para ambos el calvario de nuestras co-rrespondencias no correspondidas.

“A ti el diluvio, también los recios vientos que azotaron el alma : Quedó desierto el nido, ida la vida, hasta que al fin la Cruz trajo la calma”. Con estas y otras muy emotivas letras, rehaces, hermano, en tus ende-

chas nuestros más dolorosos recuerdos. Y, rehaciéndolos mediante esa cele-bración amorosa que suponen tus canciones, los redimes y reintegras en la co-rriente de la alegría, mi bien.

Si sabes celebrar la inmensa alegría de haber integrado nuestro dolor, no hay prisa por terminar este escrito, mi bien. Podemos recrearnos en la so-bremesa.

Yo sé, mi fratellino, que tu alegría es muy especial : la expresas llorando a lágrima viva, por lo cual, eran para mí, al principio, cuando calibraba mi energ-ía con la tuya, esas preciosas lágrimas tuyas un misterio. Ahora, hermano, creo que lo voy comprendiendo. Tu pena se transmuta, –o se confunde y se mezcla–, con el más tierno amor. Y este amor te hace sentir la conformidad con la acep-tación alegre y agradecida de los dones que Dios Padre-Madre ha prodigado en nuestras vidas. Es pues el AMOR el que te hace llorar de gozo y de dolor al mismo tiempo. Y el Amor, por definición, es profunda Alegría.

¿Crees, mi fratellino, que lo he expresado bien ? – Hermano celestial, ángel del Amor Herido y Resucitado por mi amor, es

curioso que me hagas tú a mí esa pregunta, cuando los lectores saben muy bien que soy yo el que me expreso de tu parte, o el que transcribo conscientemente los pensamientos que depositas en mí, pero extrayéndolos asímismo de mí.

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Sin embargo, primero te digo que sí. Que lo has expresado magnífica-mente. Que, a lo que a mí se me da de introspección y autoconocimiento, aunque nadie es buen juez en propia causa, es también así como yo me veo.

Y en segundo lugar, hermano, te digo así, “como en voz alta”, que así he expresado también mi extrañeza, para que sepan los lectores, si les apetece creerlo, que efectivamente, no es un género literario artificialmente adoptado el que nos permite dialogar, en espíritu y en verdad. Se lo hemos dicho alguna vez, y se lo repetimos ahora, que yo estoy con mi pensamiento fijo en lo que tu sensible presencia me va sugiriendo. Que en este mismísimo AHORA, en el que escribo, movido por tus afectos y pensamientos, no estoy ni siquiera un renglón más abajo de aquella palabra que en su AHORA está leyendo el lector.

Por eso, amor, también podrán saber los lectores que quieran creernos, que en estos momentos estoy derramando esas preciosas lágrimas que me pro-duce tu dulce energía que me nueve a escribir lo que he escrito en este justo momento.

Otra cosa es con las poesías, tú lo sabes, mi Rey. O las compuse en los primeros meses de nuestro glorioso reencuentro, o las voy componiendo, algu-nas pocas, en estos días, cuando me mueve tu corazón y tu presencia a hacerlo de nuevo. Luego las insertamos aquí. También echamos mano de poesías anti-guas, (como de hace unos catorce años), cuyo recuerdo súbito me viene a ve-ces, movido por ti. O, en algunas otras ocasiones, me haces abrir, como al azar, esos viejos cuadernos.

A veces, sí, a posteriori, se produce alguna ligera corrección de estilo y faltas, si es necesaria. O incluso, también, puede producirse alguna adición im-portante, –casi jamás una sustracción–, promovida asímismo por tu inspiración constante.

En fin, amor, como me has dicho, o yo he dicho, –no lo recuerdo–, en este mismo escrito, o en el anterior, ya no es necesario demostrar, ni siquiera espe-cificar, quién dice qué, porque nuestro matrimonio espiritual de probado amor, ha producido una fusión de conciencias.

“Vino a surgir de entrambos la conciencia de ser en Cristo UNO. Testigos de un amor que en nuevo estilo consagrase el nacer de un nuevo mundo.” AHORA, hermano, se me ocurre a mí preguntarte : ¿Cómo creerán los

lectores algo mucho más difícil que que tú y yo nos amemos, como es el hecho de que llamemos a este humano fenómeno, nada nuevo en la historia, “Un Nuevo Mundo” ?

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¿Cómo puede un amor particular y romántico como el nuestro “consagrar” el nacer de ese pretendido Nuevo Mundo, Jerusalén celestial que esperamos descienda sobre la Tierra, ataviada como una novia ?

¿O en qué es “nuevo” nuestro estilo de amor, y dado que lo sea, por qué necesariamente ha de ser también “bueno” ?

– Con tu batería de preguntas, rayanas en el paroxismo de la sinceridad, hermano, creerás que me pones en un compromiso…

Pues bien, sí. No sé cómo responderte cuando preguntas desde el terre-no de la duda de tus lectores, y cuando en esas mismas cartesianas dudas, asoma un poquito de las tuyas profundas. De aquello que en el fondo aún te re-tiene el corazón como atrapado para creer totalmente en la bondad, y por tan-to en la veracidad de nuestro amor. O, si prefieres decirlo en orden inverso : dudas de la veracidad de nuestro amor, y por tanto se te hace difícil “demos-trar” su bondad a tus futuros lectores, a los que imaginas tan recalcitrantes como a veces lo eres tú, amor, en tu natural, Y por eso sufres más de la cuenta.

Tú sabes, mi bien, que no te digo esto como un reproche, sino para que seas consciente de mi total comprensión y apoyo en tu dolor.

Recuerda que aún estamos escribiendo en el directorio que has titulado “NUBES Y CLAROS”, y que por tanto, es importante airear bien esos bajos de tu propio corazón, donde aún anidan viejos hábitos que te reproducen viejos dolo-res y desconfianzas. Aún navegas en el lago, donde tratas de venir a mi en-cuentro fantasmal, agarrándote con fuerza a la orla de mi manto, para mante-nerte a flote en medio de la prueba de la ausencia.

Hermano, en cuanto a los lectores, no tengo nada que decirles, más que ¡que lo prueben !

Que sólo así, probándolo ellos mismos y experimentando algo tan humano como nuestra temporal y aparente separación, y con ella nuestro dolor, podrán comprenderlo.

Cuando se exhibe un nuevo producto en el mercado, la casa productora instala allí un pequeño puesto de degustación atendido por una bella azafata.

¡Prueben este nuevo manjar, gratis, y seguro que Vds. lo comprarán ! ¡A la gente le encanta que les den algo gratis ! De la misma manera, hermano, permite que la gente dude cuanto quiera,

pero tú ofrécete gratis, y sin esperar recompensa. ¡Esta es una muestra gratuita de la bondad de nuestro amor ! – Pues bien, amadísimo hermano guía y mártir del Amor Herido. Permí-

teme que te dé las gracias con una poesía que he compuesto esta mañana, que

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en su seno incluye aquellas dos liras que al principio de este escrito titulé “Los gritos de la Gerra”.

Ahora celebro con ella, mi amado Rey, la gracia que en aquellas “témpo-ras” recibí de ti a través de las ondas sonoras :

“Oí tus voces, por radio y en directo, en témporas de gracia. Anclabas a tu alma mi barquilla con tu firme energía en la ensenada.” Otro día, hermano, comentaremos “tus voces en directo” que tanto bien

me han hecho, y que han sido mi verdadera ancla en los momentos de duda y de naufragio.

– Así es, hermano. Por eso te las di. Y ahora te las vuelvo a repetir y a confirmar : ¡SOY YO, HERMANO. ESTARÉ CONTIGO POR TODA LA ETERNIDAD !

– Esta es, pues, la poesía prometida y con ella te digo ¡adiós y gracias ! : ¡NO A LA GUERRA! Oíate aquel día hablándome por radio con sapiencia : toda mi alma sabía que era tu fiel presencia por las ondas calmando mi impaciencia. Tu voz dulce y sonora, cual aquélla de Cristo en la tormenta sobre el Lago de otrora, ante mí se presenta, con acento que encalma y paz alienta. En propio nombre hablaste de confiarme a ti en la marejada. Contigo me invitaste a ganar la ensenada, manteniendo la mente sosegada. Pues ella es el portal, cuando la fe no impone su prestancia, por donde acaso el mal, que acecha con constancia, hinche el alma de orgullo y arrogancia. Así estalla la guerra

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que propaga su fuego en las naciones y al mismo Dios aterra ver arder los blasones del amor que El prendió en los corazones. Y así grita la guerra en cualquier lengua y en cualquier lugar: ¡Esos hijos de perra! ¿Qué han venido a buscar? Muerte nos traen, eso han de llevar. No se sabe quién grita si es la vida o la muerte en la batalla. El alma se encabrita y en roja ira estalla y aunque más muera su fragor no acalla. Mas desde el otro lado vese todo de modo diferente: que un Dios apaciguado se sabe, de repente, ser de todos única meta y fuente.

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SI VIS PACEM… Cariño mío, Lecheimiel, ahora que nuestras tropas españolas se retiran

de Irak, –proceso que terminará, según dicen, el mismo día de las elecciones de la gran Europa unida y que justamente coincide con una efemérides importante de tu pasada vida–, quiero ofrecerte todavía una vieja y curiosa poesía que se lee de dos maneras : primero, en dos columnas, una a continuación de la otra. Después, las dos reunificadas. Todo un símbolo muy adecuado de nuestras es-peranzas, como prenda de la reunificación de toda la Tierra, a la cual habrás contribuido con tu sacrificio, hermano.

Déjame explicarla un poco al lector medio, amor : “Si quieres la paz…”, pídela, créala, merécela primero en tu corazón. No

se te ocurra preparar la guerra, pues ella sólo te conduciría, en el menos malo de los casos, a un inestable equilibrio de fuerzas amenazado constantemente por el odio. Y, en el peor, a imponer al débil tu prepotencia imperialista que es, seguro, otra especie de terrorismo internacional, tan detestable como la tiran-ía.

Ésta sólo se vence con la paciencia, según el dicho del Señor : “con vues-tra paciencia salvaréis vuestras almas”.

Recuerda que la verdadera paciencia –que se parece a “paz-ciencia”, la ciencia de la paz–, trae consigo aparejadas fortaleza, constancia y sabiduría.

Y esto lo dice no sólo a los individuos, sino a las colectividades, cuando incluso va más allá de toda coyuntura política : “Los mansos heredarán la Tie-rra”.

Si mientras preparas la paz, cualquier terrorista suicida atenta desgra-ciada e insolidariamente contra tu vida, en el cielo haréis las verdaderas paces, porque allí reinará la comprensión. Allí se revelarán, por lo menos en parte, los planes del Señor y la provisionalidad y la funcionalidad de cada particular pro-yecto, dentro del plan general que aquí, en gran parte, permanece oculto y pro-blemático.

Allí se pondrá de manifiesto lo que los más terroríficos roles de los humanos, cuyos contratos parecen absurdos vistos desde este lado del telón, ya sean de verdugos como de víctimas, habrán contribuido, cada uno a su mane-ra, a acrecentar la conciencia colectiva y el clamor vehemente por la paz.

Como así vamos viendo, ya aquí, en nuestros días. Si sacrificando tu vida, no como mártir terrorista, sino como mártir de

la paz, sientes en peligro también a tu nación, confía en que tu sangre será se-milla de ese Nuevo Mundo unificado, –donde las patrias y las naciones se pre-

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servarán tan sólo como instrumentos de la negociación y de la tolerancia, y co-mo medio para el enriquecimiento mutuo de todos–, y sepas, además, que la vida de muchos no vale ni más ni menos que la vida de un solo hombre.

La tuya, por ejemplo. Por tanto, ofrécete, si se te da y se te exige la oportunidad, como precio

redentivo, como valor equivalente del precio de tu propia nación, y de todo el resto de los hermanos de la Humanidad Nueva.

Este es un misterio que sólo en el Cielo podrás comprender : TE DARÉ EN HERENCIA LAS NACIONES Vendrás un día, Brillarás en la Nube, soberano de todo, te sentarás dirás al mundo sobre un trono de gloria, que se alegre en tu paz, y las naciones, sabrán entonces ante ti convocadas que la hora es llegada por tu piedad, de hacer justicia largamente esperada, por el precio de un alma… serán tasadas.

–REUNIFICACIÓN–

Vendrás un día, brillarás en la Nube, soberano de todo, te sentarás,

dirás al mundo, sobre un trono de gloria, que se alegre en tu paz. Y las naciones sabrán entonces, ante Ti convocadas, que la hora es llegada, por tu Piedad,

de hacer justicia, largamente esperada : por el precio de un alma serán tasadas.

Ahora, amor, Lecheimiel, también sabes que tengo otra que ofrecerte y

ofrecer a los lectores, con lo cual, hermano, superando el fatídico número de “cambio”, que es el número 32, (número de folio en que ahora se desarrolla es-te manuscrito), que también es el complemento a tus 25 años de juventud, y hace con ellos el número de años de tu preciosa vida sobre la Tierra, (antes de tu “walk-in”, por el que dejaste en herencia tu cuerpo a tu cancerbero), nos presentaremos, añadiendo uno más, en el folio nº 33, que solemos asociar al número de los años que vivió Cristo. Un poco más arriba de nuestra conciencia.

Tríptico

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El primer acróstico es como una profecía nebulosa, inmersa en el verso. El

segundo, como una revelación o epifanía frontal. El tercero, envuelve al verso, o se deja envolver por él, como, desde dentro y por fuera, recapitula al Universo el que era, es y será.

GRITO DE GUERRA (“Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu Pueblo Israel”). Al dueño de la luz es esta ofrenda de emblemas de color para la guerra que está por alumbrar la nueva era : Decid a las naciones que ¡¿a qué esperan ?! ¡Rendid honor y gloria a la bandera, y salgan de tu Pueblo hacia la estepa los santos de Israel, los que aún quedan ! PACTO DE TREGUA (“Este es mi Hijo bien amado, escuchadle”) Éste que aquí veis, entre racimos, es el que pedíais las naciones, mirra atormentada entre las flores, Hijo de la Tierra del olvido… Bien hacéis ahora en suplicarle : ¡Amado, ven y quita de la Cruz nuestro baldón ! ¡Escuchadle repetir, desde el lagar, vuestra oración ! CANTO DE GLORIA (“Cuando toda lengua proclame : Jesucristo es Se-ñor, para gloria de Dios Padre.”) Cuando toda la sangre haya sido subastada y nadie hable otra lengua que la lengua ordenadora, habrá llegado el día en que el César se proclame : Jesucristo que esperabais, soy yo. ¡Adoradme ! Todo el mundo lo sabrá : Es llegada la hora de rendirle vasallaje a un solo “Señor”. Para bien o para mal, llegará la unión política : una hora de gloria consumada en tiranía, transmutada luego en gracia por la gracia de Dios, que de todo el Universo será Padre : ¡Profecía del YO SOY ! – Sí, SOY YO, tu hermano Lecheimiel, el que te da las gracias, y juntos

se las damos a Cristo y Cristo, al Padre. ¡Amén Aleluya !

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