subsidio jornada mundial del enfermo 2013
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Presentación
La preocupación de la Iglesia por el mundo de los que sufren y sus familiares, por los agentes sanitarios, por los agentes pastorales así como por los voluntarios encuentra su expresión este año en el tema que ha elegido el Santo Padre Benedicto XVI: “Anda y haz tú lo mismo” (Lc. 10,37).
Palabras antiguas, pero siempre actuales, las que Jesús dirige a su interlocutor, el cual, insistiendo aún más, le apremia con dos preguntas incisivas: “Maestro, ¿qué debo hacer para obtener la vida eterna?” y acto seguido “¿Y quién es mi prójimo?”. (Lc. 10, 25,29).
La parábola evangélica no pierde nunca su comprometedora actualidad, sobre todo para quienes viven en su carne el misterio del dolor y de la soledad, y que encuentran en su camino personas que han respondido positivamente a la invitación de Jesús: “Anda y haz tú lo mismo”, haciéndose así continuadores y testigos de Aquel que en primer lugar y para todos es el Buen Samaritano, que venda las heridas del cuerpo y del espíritu con el consuelo que brota de la cercanía, de una con-‐‑participación atenta y presurosa, que infunden paz, serenidad y esperanza.
Aprovechando toda la riqueza de esta imagen evangélica, que siempre acucia a la Iglesia y a todos los creyentes, y que el Santo Padre ha elegido como tema para la Jornada Mundial del Enfermo del 2013, el Consejo Pontificio para los Agentes Sanitarios (para la Pastoral de la Salud) ha tenido a bien redactar el presente Soporte, traducido a diversas lenguas y válido para todo el Año Litúrgico, dividido en tres momentos fundamentales (Adviento-‐‑Navidad, Jornada Mundial del Enfermo en la Conmemoración Litúrgica de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, Cuaresma-‐‑Pascua), para ofrecer a los enfermos, a los agentes sanitarios, a los agentes pastorales, a las familias y a los voluntarios unos puntos de reflexión teológica, profundizaciones pastorales y formularios de oración, con el fin de que siga resonando el acuciante llamamiento que Jesús sigue dirigiendo, de manera específica, al mundo del sufrimiento y de la asistencia sanitaria en sus diversos componentes: “Anda y haz tú lo mismo”.
El propio Via Crucis que se incluye al final, retoma el mismo tema propuesto por el Santo Padre, haciéndolo motivo de contemplación y de oración en el itinerario que
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llevó a Jesús a ser en su Cruz Gloriosa el Buen Samaritano que se inclinó sobre los sufrimientos humanos hasta el tormento del máximo abandono y desgarro, para pasar de allí a la gloria de la Resurrección.
Al confiar a toda la Iglesia este Soporte, se pretende, en fin, crear esa comunión de gracia, de oración y de caridad recíproca que ve en el misterio del sufrimiento y en el mundo sanitario ese testimonio mutuamente reflejado, concreto y cotidiano, de los que hacen el bien al que sufre y de los que hacen el bien con su propio sufrimiento.
Al entrar, con este instrumento de reflexión y de oración, en vuestras casas, en los lugares y estructuras de los cuidados asistenciales, y haciéndome con vosotros y para vosotros testigo de la continuada atención amorosa de Jesucristo, os imparto mi Bendición.
†Zygmunt Zimowski Presidente del Consejo Pontificio para los Agentes Sanitarios (para la Pastoral de la Salud)
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En el tiempo de Adviento contemplamos el Misterio de la Virgen Inmaculada
Apuntes de reflexión teológica
“Anda y haz tú lo mismo” (Lc. 10,37)
“Anda”. Inmediatamente después del anuncio del Ángel y de la concepción del Hijo, María se encamina con presteza hacia la montaña para visitar a su prima, que de allí a tres meses iba a dar a luz un hijo. María va, va hacia su prima Isabel. Este ir tiene su motivo en el Misterio que se ha hecho presente en su vida y en la de Isabel, y que las ha unido de forma insospechada “desde arriba”. Pero en este ir, correlativo a este primer móvil, e inscrito en él, se da también el motivo de visitarla y de ayudar en sus últimas semanas de embarazo a su prima, que “era de edad avanzada”(Lc 1,18).
La de María es una “visitación”, y la visitación es un modelo de relación con el otro en cuanto tal. Visitar significa ante todo hacerse presente, hacer posible al otro el gozo por la presencia propia. El hombre, en efecto, en su condición de criatura espiritual, es un ser presente que vive y goza de la presencia de otro.
El meollo de la visitación de María, sin embargo, no se limita a este simple dato, por más que sea esencial. María, al dirigirse a casa de Isabel, al llevar su propia presencia, lleva la del Niño que porta en su seno. Y verdaderamente es el Niño quien está en el origen de toda la dinámica de la visitación y en definitiva del encuentro. Radica en la comunión que une a los dos niños donde se encuentran las dos madres.
Además de visitar, María se queda. Durante tres meses, María permanece con Isabel. La visitación, por un lado, se realiza al instante y todo está ya presente en un único momento; por otro lado, la verdad del encuentro pide un tiempo, que es el tiempo del otro. Los tres meses son el tiempo de Isabel, y María se queda tres meses.
El detenerse siguiendo la medida de la necesidad ajena es lo que hace verdadera a la visitación.
“Anda y haz tú lo mismo” (Lc. 10,37), Anda y “haz tú también misericordia”. ¿Pero de qué misericordia se trata? ¿Cuál es la misericordia que realiza María, haciéndola presente?
Ella misma la proclama en el cántico que entona en el encuentro: Dios, el Poderoso, “se acordó de su Misericordia” (Lc 1,54). La misericordia que está aquí en juego es la “Suya”, la misericordia del “Santo”, de Dios.
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Y es a esta misericordia a la que debemos dirigir la mirada si queremos empezar a comprender algo del misterio de ese ir de María.
El hacerse presente de “Su misericordia” en María se cumple en la concepción de Ella misma: la Inmaculada Concepción. María es la Inmaculada, la Toda Hermosa (tota pulchra), la Toda Santa (panagia). La misericordia de Dios, obrando en Ella, ha definido enteramente su ser reconstituyéndolo desde su origen.
La misericordia del Señor ha establecido en Ella un principio nuevo. Cuando Dios obra, lleva a cabo siempre algo nuevo: “Hé aquí que yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5), “hé aquí que yo hago ahora una cosa nueva” (Is 43, 19). Y el “inicio” es decisivo, porque todo lo que María hace, lo hace a partir de aquel inicio. Esto significa que la novedad de su obrar tiene su secreto en la novedad del inicio que está puesto en Ella y que, por lo tanto, ahora Ella misma es.
María con su misma presencia es misericordia, porque está la misericordia del “Santo” en su inicio.
“Anda y haz tú lo mismo” (Lc. 10,37), Ve y lleva tú también la misericordia que ha sido puesta en el inicio de quien eres y de tu propio existir.
El Apóstol Pablo explica esta admirable dinámica. La salvación, en ausencia de la cual todo se precipita en la nada y en el sinsentido, “no proviene de vosotros”, “ni proviene de las obras” (“haz tú también”), “sino que es don de Dios”: “Somos en efecto obra suya” (Ef 2,8-‐‑10). María lo es de manera típica, perfecta.
“Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos” (Ef 2,10).
Por tanto cuando “hacemos misericordia” llevamos a efecto y hacemos manifiesta, y por tanto visible y experimentable, la misericordia de la obra de Dios en nosotros mismos. Como dice el poeta: “Es un milagro. Un milagro perpetuo, un milagro anticipado, Dios se nos adelantó, misterio de todos los misterios, Dios comenzó”. “Todos los sentimientos, todos los impulsos que nosotros debemos tener para con Dios, Dios los tuvo para con nosotros, empezó teniéndolos por nosotros”. Aquí, en especial deberíamos decir que lo que el Hijo nos pide en relación a los otros, Él ya lo ha hecho por nosotros.
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Apuntes de reflexión para los enfermos, sus familias y para los agentes sanitarios
Cuando Jesús quiere explicar el mandamiento fundamental de su mensaje, que es el precepto de la caridad, presenta la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10,25-‐‑41), y cuando quiere presentar los criterios del juicio final, pondrá como motivo de bienaventuranza las obras de misericordia llevadas a cabo, y entre éstas el cuidado de los enfermos (cf. Mt 25,31-‐‑36), afirmando que cuanto se hizo en este ámbito se le hizo a él mismo.
Todavía más, particular importancia tiene la conclusión del Evangelio de Marcos, porque aquí se trata del encargo de cuidar y de curar que se exige a todos los creyentes (cf. Mc 16,17-‐‑18).
La pastoral de la salud por tanto representa la actividad desarrollada por la Iglesia en el sector de la sanidad, es expresión específica de su misión y manifestación de esta ternura de Dios para con la humanidad doliente. Un testimonio de un servicio que debe animar a la Iglesia en la perspectiva de una visión de la salud, que no es la simple ausencia de enfermedad, sino un modelo de salud que se inspira en la “salvación saludable” ofrecida por Cristo: una oferta de salud “global” e “integral”, que sana al enfermo en su totalidad.
En esta perspectiva, la Iglesia se acerca a quien está en el dolor con compasión y solidaridad, haciendo suyos los sentimientos de la misericordia divina. Este servicio al hombre probado por la enfermedad reclama la estrecha colaboración entre profesionales sanitarios y agentes pastorales, asistentes espirituales y voluntariado sanitario.
De aquí el deber de todo cristiano de ser un Buen Samaritano que –como afirma la Carta Apostólica Salvifici doloris– es todo hombre que se detiene junto al sufrimiento de otro hombre, es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, que se conmueve ante la desgracia del prójimo” (cf. Nº 28); es todo hombre que trata de ser y que quiere ser “las manos de Dios”.
Se trata de un encuentro asistencial socio-‐‑sanitario y pastoral que podemos representar a modo de ejemplo así: dos caminantes se encuentran por el camino de la vida. Uno lleva sus necesidades, sus carencias, sus dolores a otro que ha estudiado para ayudar, que declara estar capacitado para ayudar, y está autorizado a dar esta ayuda.
En la realidad este encuentro está motivado por una petición de ayuda con vistas a la recuperación de la salud, pero constituye también el lugar de expresión de una exigencia de relación humana; primero la del agente sanitario, como exigencia de darse; segundo, la de la persona enferma, de confiarse. Una relación asistencial a la luz de la Palabra de Dios, que significa ponerse junto al que sufre, en el camino de compartir, en el que el testimonio de solidaridad del agente sanitario puede
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contribuir a que el que sufre encuentre en sí mismo el valor necesario para elaborar soluciones adecuadas, nuevas adaptaciones psicológicas, así como para dar un “sentido” a su mismo sufrimiento, para que se convierta en crecimiento personal y espiritual.
En este encuentro podemos ser solo portadores de una solidaridad humana, pero como cristianos, estamos llamado a ser agentes de cuidado y de curación en el sentido más amplio (cf. Mc 16,17-‐‑18), puesto que el primer acto terapéutico es llevar el testimonio del amor de Dios a los que sufren.
En el ámbito de esta relación humana es donde el profesional y el agente pastoral, naturalmente dentro de los límites de sus respectivas competencias, facilitan y promueven los diversos itinerarios que llevan a los que sufren y a sus familiares, a entrar en contacto con sus propios recursos interiores y, si es el caso, con el Dios en quien creen, ayudándoles a dar un sentido a la propia situación de vida.
Una búsqueda de sentido que comienza con la aceptación de la propia situación. Es necesario un camino interior para aceptar que se está enfermo, que se es dependiente, que no se es ya autosuficiente. En este encuentro se experimentan los límites humanos, como la relatividad de toda ayuda humana, porque no siempre se puede curar; o la distancia insalvable entre un agente “sano” y una persona “que sufre”, aun cuando esta presunta salud hay que considerarla en sentido relativo.
En efecto, la pertenencia a una común naturaleza humana del profesional y del agente de pastoral, con sus consiguientes limitaciones, hace que esta relación asistencial deba ser comprendida correctamente como un encuentro entre “personas que sufren” que tratan de ayudarse recíprocamente. Como cualquier persona humana, el agente no puede sustraerse al sufrimiento que va unido a la soledad, al crecimiento, a las separaciones, a las pérdidas físicas y afectivas, a los vacíos existenciales, a la inmadurez, a los incumplimientos, al pecado. Junto a estas heridas pueden darse otras ligadas al tipo de trabajo, que conlleva el vivir en continuo contacto con situaciones de sufrimiento y de luto.
Si la persona que sufre tiene que tratar de dar un sentido a su propia situación vital, también el profesional tendrá que dar un sentido al sufrimiento con el que se encuentra: de la respuesta personal se seguirá la actitud hacia el otro.
De hecho existe el peligro de permanecer atrapados en la seguridad de la competencia adquirida y utilizar la profesionalidad para evitar el deber, mucho más difícil, de ser “compasivo”. Pero es precisamente esto lo que distingue al Buen Samaritano de los otros que pasaban en la Parábola, en los que este sentimiento era tan débil, que no era suficiente para sacarles de sus ocupaciones, aun siendo plenamente legítimas.
La asistencia, por tanto, incluida la pastoral, debe ser interpretada de un modo más realista como un encuentro entre dos personas que recorren juntos un trecho de vida
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ayudándose recíprocamente, e interpretando las situaciones a la luz de la Palabra de Dios.
En conclusión, estas consideraciones ponen en evidencia, por un lado, la pobreza y los límites de la ayuda humana y, por otro, la pobreza del sufrimiento; pero es precisamente esta “humanidad herida” el lugar de encuentro.
En su historia terrena, Jesús pone de relieve también el estado de ánimo de la situación de una persona que sufre, cuando en la noche de la pasión suplica ser liberado del cáliz del sufrimiento (cf. Mc 24,36) y confiesa tener “el alma triste hasta la muerte” (Mc 14,36), descubriendo luego con amargura que no puede contar con la solidaridad de sus discípulos, hasta el punto de decir: “no habéis sido capaces de velar ni una sola hora conmigo” (Mt 26,40).
La enfermedad es una experiencia traumática que atenta contra la integridad física y psíquica del hombre, comporta una brusca ruptura de la cotidianeidad y hace percibir inmediatamente la fragilidad de la naturaleza humana; además determina una imagen diferente de sí mismos y del mundo que le rodea. Más aún, la persona enferma está sujeta fácilmente a sentimientos de temor, de dependencia y de desánimo. Debido a la enfermedad y al sufrimiento pueden verse sometidas a una dura prueba incluso su misma fe en Dios y en su amor de Padre.
Por tanto, se puede entender la pastoral de la salud, como una ayuda a la “reconstrucción” o a la “reparación” de la capacidad de escuchar a Dios, capacidad debilitada o anulada por la enfermedad, señalando como modelo a María que experimentó personalmente el sufrimiento: la huída a Egipto, la preofecía de Simeón, el drama de la pasión y muerte de su Hijo, su presencia al pie de la cruz. Es a María, la Salus Infirmorum, a la que durante siglos se han dirigido y todavía hoy se dirigen, como intercesora del Hijo, las oraciones y las peticiones de curación, en el sentido más amplio de la palabra.
Pero la persona enferma tiene aún un deber eclesial. En la Exhortación Apostólica Christifideles laici el Beato Juan Pablo II, cuando habla de la misión de los enfermos, afirma que “a todos y cada uno se dirige la llamada del Señor: también los enfermos son enviados como obreros a su viña. El peso que oprime los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas” (nº 53).
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Apuntes para la oración
El proyecto de Dios comienza a revelarse: el fiat de la Virgen María es el comienzo y ella rápidamente va a visitar a su prima Isabel y le lleva el gozo de la presencia de Jesús en su seno. De este modo Isabel fue colmada de Espíritu Santo.
“María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró. En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo ” (Lc 1, 38-42)
Reflexión
En ningún lugar del Evangelio encontramos que nos enseñe a quedarnos indiferentes frente a los hermanos. La indiferencia evangélica (no preocuparse del alimento, del vestido, del mañana) manifiesta ante todo lo que cada alma debe sentir frente al mundo, a sus bienes y a sus lisonjas. En cambio, cuando se trata del prójimo, el Evangelio no quiere ni siquiera oír hablar de indiferencia, sino que impone amor y piedad. Además, el Evangelio considera como absolutamente inseparables las necesidades espirituales y temporales de los hermanos.
La de María es una “visitación”, y la visitación en cuanto tal es un modelo de relación con el otro. Además de visitar, María se queda. Durante tres meses permanece con Isabel. Por un lado, la visitación se realiza en el instante y ya está todo presente en un solo momento; por otro, la verdad del encuentro requiere un tiempo, que es tiempo del otro. El quedarse según la medida del otro hace verdadera la visitación.
Meditemos y recemos el Salmo 34
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a quienes lo temen y los protege.
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Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él. Todos sus santos, temed al Señor, porque nada les falta a los que lo temen;
Pidamos al Señor la fuerza para vivir la dimensión de la “visitación” y el gozo de acoger y regalar misericordia.
Oremos y digamos: Escúchanos, Señor.
Cuando nos “visita” la prueba del dolor, ayúdanos a acogerlo como un signo de particular intimidad con tu amor y haz que digamos “aquí estoy” como la Virgen María; oremos.
R/ Escúchanos, Señor.
Cuando encontramos hermanos que escatiman el tiempo para visitar nuestro sufrimiento, haz que les dirijamos una sonrisa de misericordia; oremos.
R/ Escúchanos, Señor.
Cuando nos parece tener prisa por las muchas cosas que nos oprimen, modera nuestro paso, Señor, y ayúdanos a valorar el tiempo como un don de amor; oremos.
R/ Escúchanos, Señor.
Cuando deseamos encontrar la fuente de tu misericordia, recuérdanos el anuncio del Ángel a María, allí está el principio de la vida nueva que todo hombre lleva en sí mismo; oremos.
R/ Escúchanos, Señor.
El rostro de la misericordia
Señor Jesús, a través del humilde “sí” de la Virgen de Nazareth has dejado los cielos y has descendido a la tierra para revelarnos el amor.
De la cuna de Belén hasta el Monte de las Bienaventuranzas has dado al que cree en ti el secreto del gozo. ¡Bienaventurados vosotros! ¡Bienaventurados vosotros! Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestra riqueza es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados vosotros, los misericordiosos, porque encontraréis misericordia.
La misericordia, Señor, deja en nosotros la impronta del rostro del Padre. Sed misericordiosos, como lo es vuestro Padre que está en los cielos.
En la misericordia cielos y tierra se encuentran, y Tú, Señor, te alegras al reencontrarnos en Ti en el maravilloso arco iris del amor.
Colores que funden dolor y consuelo, piedad y voluntad de compartir, paz y esperanza. Amén.
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XXI Jornada mundial del Enfermo Conmemoración Litúrgica de la Bienaventurada Virgen de Lourdes
Apuntes de reflexión teológica
“Anda y haz tú lo mismo” (Lc. 10,37)
Algunas veces Jesús dice: “Permaneced” (cf. Jn 15,4.7.9), otras dice: “Id” (cf. Mt 28,19). Son dos movimientos que se reclaman mutuamente, pero no de la misma manera: el primero es fundamento y premisa necesaria del segundo.
Aquí Jesús dice: “Anda”. En efecto, para encontrarse con el otro en la “visitación” o en la oferta del propio sufrimiento «en favor de la Iglesia» y de la humanidad entera, hay que “salir de la propia tierra”, es necesario andar, hay que desplazarse.
Andar es ir hacia el otro, en la dirección del otro. Y para ir ante todo hay que dirigir la mirada. Si no se acepta mirar al otro tal como es, en la condición en que se encuentra, la relación no se inicia y no se convierte nunca en comunicación e intercambio. Por eso dice el Señor: “No apartes del indigente tu mirada…” (Tb 4,7; Sir 4,4).
Una vez que se acepta dirigir la mirada, el otro se hace presente y adquiere consistencia en nosotros. Es un primer paso hacia una comunión más plena.
Con la aceptación del mirar al otro comienza la superación del “extraño” y el otro pasa a ocupar un sitio en nosotros y, entonces empezamos a entender “dónde está” el otro y, por tanto podemos llevar a cabo el siguiente acto de libertad, de ir en dirección hacia él.
En el caso de que se reprima la primera mirada, no habrá ya nada a continuación, no habrá seguimiento.
“Y haz tú lo mismo” .
Jesús emplea el “tú” con el doctor de la Ley porque es precisamente su “yo” el que está en entredicho, no es meramente un principio teórico general. Está en entredicho su persona, su subjetividad personal, y está comprometida esa manera particular que es el obrar: “haz tú también”.
En cada “hacer”, pero de manera particular en este, está en cuestión la identidad personal, la verdad del ser persona. La de quien cree que se puede ser uno mismo independientemente de la comunión con el otro y con los demás, es mera ilusión: es jugar consigo mismo antes incluso que con el otro.
Una traducción del mandamiento del Antiguo Testamento dice así: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (cf. Lv 19,18).
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Por tanto, en virtud de la común pertenencia original de los hombres, de todos los hombres, el actuar según el verdadero bien (eleos) para con el otro, contribuye a reconstituir la propia identidad.
Al aproximarse al otro mi “yo” se vuelve un “tú” para el otro, y de este modo viene a ser con más verdad “yo”. Porque se trata de la verdad de mi ser y del otro.
“Anda y haz tú también”. ¿Pero cuál es el contenido de este actuar? El relato que precede nos lo ilustra.
Ante todo “se le acercó” porque es a partir del acto de aproximarse por lo que el otro se convierte en prójimo. Después echa aceite para aliviar sus heridas, el vino para purificarlas, y las venda. El aliviar, el curar y el vendar indican que la medida del actuar sew define por la necesidad del otro, y resulta adecuada en la medida en que se ajusta a lo que el otro necesita.
Pero el actuar está entremezclado, como entremezclada está la indigencia del otro, por lo que se hace necesario levantarlo, luego llevar no solamente sus bultos, sino también cargar con su peso, conducirlo a una posada y gastar, lo primero tiempo y luego dinero, estando dispuestos a gastar aún más. “Haz tú lo mismo”.
El término que resume todo esto y que está vinculado al “hacer” es el término “misericordia” (eleos): “haz también tú misericordia”, en la doble adecuación a la misericordia que ya ha sido puesta en práctica, y a la misericordia que el otro, en su situación concreta, requiere ahora.
Este poner en práctica la proximidad, que quiere decir hacer presente y operativa la misericordia, no es el origen, no está aquí el origen de la misericordia, no se trata de una gratuidad absoluta. Encontramos expresada esta verdad en el Diálogo de la Divina Providencia de Santa Catalina de Siena, cuando el Señor dice: el hombre no puede amarme con un amor gratuito, porque todo lo que él es lo ha recibido de Mí. Podría decirse: ya se ha empleado en él misericordia, esto es amor. Entonces yo, dice el Señor, considero como un amor gratuito empleado en Mí, el que lleváis a vuestro prójimo.
La pregunta de la que todo había partido, termina en la invitación de Jesús: “Anda y haz tú lo mismo”, era una pregunta sobre la vida (Lc 10,25): «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?», esto es, la vida verdadera. Y Jesús le dice: “Haz esto y vivirás”.
En el “hacer” al que Jesús invita al doctor de la Ley está implicada la vida de varias maneras. El dar espacio al otro en sí mismo es introducirlo en un espacio de comunión, y el espacio de comunión es un espacio de vida. El dedicar tiempo, cuidado, fuerza y dinero, es dar vida, hacer de manera que la propia fuerza de vida del otro sea motivo de vida para aquel que en esa circunstancia carece de ella. Por
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tanto la invitación de Jesús a que nos acerquemos y a la misericordia es una invitación a dar, a donar vida.
La misericordia y la vida se reclaman la una a la otra. La misericordia es una cuestión de vida. De hecho, no hay amor más grande que “dar la vida” (Jn 15,13). También desde el punto de vista de quien yace en la necesidad y en el sufrimiento, el convertir en ofrenda el dolor es una ofrenda de vida.
Desde este punto de vista, se debe revisar también el significado de acompañar al sufrimiento del otro como un hacerse prójimos en la ocasión más grande que hay de cercanía, de tal manera que la ofrenda de la vida del otro sea posible en virtud de nuestra ofrenda a él. De este modo la vida incrementa la vida.
El amor, de por sí, requiere la vida: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma”, es decir, con toda tu vida.
Apuntes de reflexión para los enfermos, sus familias y para los agentes sanitarios
Con la Carta Apostólica Salvifici doloris, publicada el 11 de febrero de 1984, Conmemoración Litúrgica de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, el Beato Juan Pablo II se propuso iluminar la dura realidad del sufrimiento con la luz del Evangelio, para ayudar a descubrir su sentido salvífico. Pero, como afirma decididamente el Papa, “para poder percibir la verdadera respuesta al «por qué» del sufrimiento, tenemos que dirigir nuestra mirada a la Revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo que existe” (nº 13).
¿Cuál es, entonces, el camino espiritual de la persona cristiana enferma en el que puede ser ayudado por una cercanía humana? La actitud frente a la enfermedad y el sufrimiento se caracteriza por dos momentos: la lucha contra sus causas y consecuencias físicas y, al mismo tiempo, un camino de aceptación de la situación.
El primer momento puede caracterizarse por el dolor físico de la enfermedad, al que se pueden añadir el dolor físico del tratamiento y los sufrimientos que pueden derivarse del proceso asistencial (espera de los resultados de las pruebas y de eventuales terapias, retrasos, etc.) Pero también el segundo momento puede ser igualmente doloroso, marcado por la sensación de no haber merecido tal situación y por la dificultad de ver, al menos en un primer momento, la bondad del Señor. Es un camino que se basa no sólo en las fuerzas humanas, porque Cristo viene al encuentro del hombre enfermo: «A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la Cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento» (Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, nº 26).
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La asistencia cobra entonces una dimensión mucho más amplia: se trata, a nivel psicológico, de instaurar una relación interpersonal con una persona que atraviesa un momento difícil en su vida; a nivel espiritual, de realizar un encuentro profundo con una persona, y es preciso crecer en la propia “humanidad” para encontrarse con la “humanidad” del otro; a nivel asistencial, de ofrecer al enfermo un servicio, como testimonio de ese amor de Dios del cual el agente sanitario, si es creyente, quiere ser un instrumento; a nivel religioso, de una relación de comunión de fe con la cercanía del agente pastoral.
La ayuda más valiosa que se puede dar a los otros es “estar”. Sin la capacidad de estar presente ante quien sufre, ninguna de las otras formas de apoyo puede realizarse. Cuando realmente uno está presente ante alguien que sufre, se participa de su dolor. La persona amiga, que es capaz de permanecer en silencio, juntos en un momento de confusión o de desesperación, en una hora de luto o de pesar, sin pretender saber, cuidar, curar, sino viviendo la cercanía como testimonio del amor de Dios, es quien de verdad está cuidando.
Esta capacidad de cuidar, propia también del agente pastoral, del familiar y del voluntario, fue expresada ya por San Agustín: “Yo no sé cómo sucede que cuando un miembro sufre, su dolor se vulve más ligero si los demás miembros sufren con él. Y el alivio de este dolor no se deriva de una distribución común de los mismos males, sino del consuelo que se experimenta en la caridad de los otros” (Cartas 99,2).
Ésta es la actitud fundamental. No se trata, por tanto, de la abundancia de palabras y consejos, sino de la disponibilidad para la escucha. Si el hecho de oír se desarrolla y se acaba a nivel fisiológico de la función auditiva, el escuchar es el acto espiritual que hace percibir no sólo las palabras sino también los pensamientos, el estado de ánimo, el significado personal y más escondido del mensaje que se transmite. Al silencio interior, necesario para escuchar, debe unirse también un lenguaje verbal que debe limitarse a acompañar al relato. Una relación de comunicación que está hecha también de silencio; es más, las pausas de silencio caracterizan los encuentros entre personas que se comunican a nivel profundo. Y Dios habla precisamente en el silencio, es su pastoral divina.
En fin, el objetivo de la curación física del paciente no puede ser la única finalidad de la actividad asistencial, porque ésta con frecuencia es inalcanzable: baste pensar en las personas discapacitadas, en las personas ancianas con patologías crónicas, en las personas en la fase terminal de la enfermedad.
Si además no queda ninguna posibilidad de que el cuerpo vuelva a estar mejor, o incluso si se está frente a la muerte, se puede tener confianza en una curación. Es necesario, claro está, postular un concepto más realista de curación que, además, ofrece siempre la posibilidad de tener un objetivo terapéutico. Objetivo siempre posible, si se entiende la curación como la capacidad de una persona para no dejarse aplastar por la situación vital, de modo que tenga el valor, la fe, la fuerza de
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permanecer “dueña” de la situación y de saberla gestionar, en lo humanamente posible.
Si el cuerpo puede ir en declive, el espíritu puede crecer. En efecto, por curación se debe entender más correctamente la posibilidad de ayudar a un enfermo crónico, a una persona afectada por una discapacidad, a un moribundo, a tratar de aceptar su situación vital, y a trascender la enfermedad y la salud, y afirmar en actitud de ofrecimiento: “Por esto estoy contento de los sufrimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Una persona que ya no es sólo objeto de una preocupación pastoral, sino sujeto de ella. Por otra parte, “en el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del Reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor hacia el prójimo, para transformar toda la civilización en la “civilización del amor”. En este amor el significado salvífico del sufrimiento se realiza totalmente y alcanza su dimensión definitiva” (Carta Ap. Salvifici doloris, nº 30), de modo que el Beato Juan Pablo II podía concluír afirmando que «Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer el bien a quien sufre».
Apuntes para la oración
Jesús nos invita en su Evangelio a dos movimientos que parecen contradecirse, pero que en realidad responden al núcleo más profundo del ser creyentes: “Permaneced en mí” y “Anda y haz tú lo mismo”.
“Permanecer” en su amor responde a la exigencia de detenerse, de contemplar, de absorber el amor; “Anda” pon en juego todas las energías reforzadas en la fuente. Sin el permanecer, el “Anda” puede derivar en eficientismo, en activismo no alumbrado por el fuego de la caridad. “La fe que actúa por el amor se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción, que cambia toda la vida del hombre” (Benedicto XVI, Carta Ap. Porta fidei, nº 5)
“Permaneced en mí y yo en vosotros. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará.” (Jn 15,4.7.9.).
Reflexión
«Es hermoso permanecer unos momentos con Él y, recostados sobre su pecho como el discípulo amado, ser tocados por el amor infinito de su corazón.
Permaneced en mí como yo en vosotros. Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, a través de Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre». (Beato Juan Pablo II).
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Meditemos y recemos el Salmo 136
Dad gracias al Señor porque es bueno: porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios de los dioses: porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Señor de los señores: porque es eterna su misericordia.
Sólo él hizo grandes maravillas: porque es eterna su misericordia.
Él hizo sabiamente los pueblos: porque es eterna su misericordia.
Él hizo sabiamente los cielos: porque es eterna su misericordia.
Haz tú lo mismo. En todo “hacer”, pero particularmente en éste, está en juego la identidad personal y la verdad del ser persona. Cuando me aproximo al otro, mi propio “yo” resulta un “tú” para el otro; y de este modo es con más verdad “yo”. Así es como surge la verdad de mi ser y la del otro.
¿Qué hace? Se le acerca. ¿Qué hace? Empieza una nueva manera de obtener la vida eterna. ¿Qué debo hacer para obtener la vida eterna, es decir, la vida verdadera?, y Jesús responde: “Haz esto y vivirás”.
Oremos y digamos: Haznos fuertes, Señor.
Señor, en la escuela del Buen Samaritano, enséñanos a aliviar, a vendar y a cuidar las heridas del cuerpo y del espíritu, y que nuestra cercanía respete siempre a quien sufre, respete siempre la dignidad del otro; oremos.
R/. Haznos fuertes, Señor.
Señor, me siento abandonado y solo en el camino, envíame buenos samaritanos que sean un apoyo en mi dolor, para que descubramos juntos el valor de la vida, oremos.
R/. Haznos fuertes, Señor.
Señor, danos unos ojos atentos y un corazón sensible, para que nos demos cuenta de las verdaderas necesidades de los hermanos, y que en ese mutuo mirarnos percibamos que el yo y el tú se funden en un “nosotros”, rico en promesas de vida, oremos.
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R/. Haznos fuertes, Señor.
Señor Jesús, que nos has dicho que no hay amor más grande que el de dar la propia vida, nosotros sufrimos y hacemos ofrendas por nuestros hermanos, ayúdanos a intercambiarnos la vida, en una donación recíproca que tiene en ti la fuente, oremos.
R/. Haznos fuertes, Señor.
Hacerse prójimo
Señor, aumenta en nosotros la fe como raíz de todo amor verdadero al hombre. ¿Cómo podemos dar testimonio de tu amor? Tú nos has hablado de un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y que fue asaltado por unos malhechores. Señor, ese hombre nos está llamando. Ayúdanos a no quedarnos entre las paredes del Cenáculo. Jerusalén es la ciudad de la Cena, de la Pascua, de Pentecostés. Por eso nos empuja hacia fuera para ser el prójimo de cada hombre en el camino de Jericó.
(Carlo Maria Martini)
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En el Misterio Pascual Dios en su Hijo se hizo nuestro prójimo
Apuntes de reflexión teológica
“Anda, y haz tú lo mismo” (Lc. 10,37)
Lo que Jesús pide que hagamos a los hombres es únicamente lo que Él ya ha hecho con ellos. Por eso el “hacer” del cristiano es, un restituir, un “volver a dar”.
“Anda, y haz tú lo mismo” al fin y al cabo significa: vete y haz tú también lo que yo he hecho contigo. La expresión exacta la encontramos en el Evangelio de Juan después del lavatorio de los pies: “para que también vosotros hagáis lo mismo que yo he hecho con vosotros” (Jn 13,15).
Para entender un poco más de cerca nuestro obrar «en Cristo», es bueno detenerse un momento en el misterio del obrar del propio Cristo.
Jesús es el Hijo. Él recibe todo lo que Él es del Padre, y cuando el Padre le dice: “Vete”, le envía a cumplir su misión de salvación y redención de toda la humanidad herida y casi moribunda. El Hijo obra siempre en el perímetro marcado por la voluntad del Padre (Jn 4,34), lleva las palabras que el Padre le ha dado (Jn 17,8) y realiza las “obras del Padre” (Jn 10,25.32.37). La comunión tan estrecha del Hijo con el Padre hace que en cualquiera de sus expresiones, en cualquier comunicación y acción Jesús haga presente el amor (eleos, agape) del Padre. Es como si el amor más grande consistiese en llevar el amor de Otro, aun cuando se está llevando el amor de uno mismo. Y no sólo esto, sino que de esta manera, los que entran en el radio de acción de Cristo quedan con ello introducidos en la irradiación de la paternidad del Padre. Todo lo que Jesucristo es y todo lo que él testifica, viene a ser “Camino” hacia el Padre, “rico en misericordia”. (Ef 2,4; Sant 5,11). El amor del que Él hace partícipes a los hombres es el amor del cual Él mismo vive.
“Anda, y haz tú lo mismo”
Los que pertenecen a Cristo y viven “en Cristo” con su actuar derriban las barreras de lo extraño, crean proximidad, no tanto por el hecho de que se acercan al otro, sino por cuanto aportan una misericordia que no es principalmente la suya propia, sino aquella en la que ellos mismos vieron que alguien se les acercaba y venía a su encuentro, y por la que ahora se ven completamente abrazados.
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De esta manera, actuar en favor del otro “en Cristo” le permite al otro abrirse tanto al amor fraterno como al paterno, que es aquel del que el fraterno procede. El obrar “en Cristo”, poniendo en práctica la misericordia, abre el camino de la comunión del Padre y del Hijo.
Se podría afirmar que es en la comunión, de la que llegamos a ser portadores, donde se manifiesta la verdad del amor. En efecto, el dolor y el sufrimiento tienden a aislar, en un amago de hacer saltar los vínculos, las relaciones e incluso, si fuera posible, la fuente de todo verdadero vínculo, que es la comunión que radica en Dios mismo y de la que nosotros estamos llamados a participar (cf. 1Jn 1,3).
La invitación para hacer actual y activa la misericordia (“Anda” y pon en práctica tú también la misma misericordia”) es a la vez una invitación a reforzar el vínculo volviendo a crear comunión, reconociendo la necesidad en la que el otro está metido y haciéndose cargo de ella.
Aquí se manifiesta también el carácter providencial del estado de sufrimiento, que nos hace a todos necesitados de los demás. Desde este punto de vista, el sufrimiento es el punto en el que se puede reconocer con más facilidad la comunión en la que estamos amasados desde nuestro origen.
Quien vive “en Cristo” su propio sufrimiento, puede cambiar el signo, por lo que una fuerza de separación (nadie sabe lo que yo estoy sufriendo; nadie puede sufrir en mi lugar), llega a transformarse en la más poderosa fuerza de comunión (lo que estoy sufriendo, lo sufro “en Cristo”; lo que estoy sufriendo, lo ofrezco por todos).
“En Cristo” el sufrimiento, mediante la misericordia que comporta, se transforma en una expansión de la comunión.
Y de la misma manera que no se puede disociar el misterio del Hijo del de su comunión con el Padre, tampoco se puede separar ya el misterio de Jesucristo de su ser el “varón de dolores que conoce muy bien el sufrimiento” (Is 53,3) y que ha “sido hecho perfecto por sus padecimientos” (Heb 2,10). Cargando sobre sus hombros toda la capacidad de ser compartido que tiene el sufrimiento, el Hijo hace posible, y para nosotros real, su transfiguración.
Apuntes de reflexión para los enfermos, sus familias y para los agentes sanitarios
En el itinerario espiritual del papa Benedicto XVI, el misterio de la Cruz de Cristo le da sentido y dignidad a la experiencia del dolor. El que sufre, sufre con Cristo y, unido a su pasión. En el otro lado de la Cruz, en la que está crucificado, todo enfermo descubre que Jesús le acompaña, que está con él, para hacerle compañía, para tomarle de la mano en un itinerario que va más allá de la eventualidad de la
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enfermedad y que se funde con el amor redentor, y se convierte en fuerza contra el mal que hay en el mundo. Es el valor salvífico del sufrimiento lo que el Papa reitera en sus discursos y recuerda, a un mundo que no conoce ya el significado del sufrimiento redentor y que ha perdido el sentido de la enfermedad como fuerza para la purificación del mundo.
Por eso, afirma una vez más Benedicto XVI, “en nuestra generación, en nuestra cultura, debemos redescubrir el valor del sufrimiento, aprender que el sufrimiento puede ser una realidad muy positiva, que nos ayuda a madurar, a ser más nosotros mismos, más cercanos al Señor, que sufrió por y con nosotros” (Discurso, 24 de julio de 2007).
La experiencia de la enfermedad es ciertamente “una tierra extranjera”, como la del pueblo hebreo en el exilio, y puede plantear a quien sufre un interrogante similar: “¡Cómo cantar un cántico del Señor | en tierra extranjera!” (Sal 136,4).
El sufrimiento no niega el amor de Dios, sino que revela sus misteriosos arcanos: se trata de una situación que hay que descifrar, que puede permitirnos purificar el propio conocimiento que tenemos de Dios, al igual que Job pudo decir: “Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5). Si se acepta el camino salvífico de Dios, la enfermedad y la muerte se convierten en tiempo de gracia.
Elaborar una situación de vida marcada por la enfermedad o por el pensamiento de una muerte cercana, para convertirla en un momento importante, significativo y decisivo de la propia vida, va más allá de la lucha contra ella, y es quizá la labor de creatividad más personal que un hombre y una mujer pueden hacer en el retazo de historia que están llamados a vivir.
Ciertamente es un camino que incluso para la fe puede no ser fácil, puede ser largo, no se puede dar por descontado, y quizá se alcance sólo parcialmente, pero será aún más difícil si el enfermo no recibe el amor y el servicio de la Iglesia.
Solamente partiendo de actitudes positivas y altruistas la persona enferma puede abrirse a una actitud positiva hacia el sufrimiento, al igual que Jesús en la Cruz asume un sufrimiento que no se ha merecido, pero que hace de él un instrumento de redención y de amor al hombre.
Este amor encuentra uno de sus puntos de apoyo fundamentales en el encuentro de los enfermos con Cristo a través del encuentro con el asistente religioso, de la celebración de los sacramentos y de la oración y que, en la medida que lo permita la persona enferma, también los profesionales y los familiares deben facilitar. Su papel puede ser descrito simbólicamente como aquellos que “como no podían presentárselo por el gentío, levantaron la techumbre encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico” (Mc 2,4).
La oración pone remedio a la soledad del enfermo ofreciéndole una intimidad con Dios incluso antes del sacramento de la reconciliación. La oración, además, puede ayudar a superar esa sensación de impotencia humana que se experimenta frente a la
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enfermedad y a la muerte, si la persona logra poner ante Dios su resentimiento, su rebeldía, su desesperación, los motivos de su opresión.
La oración transmite esperanza: la esperanza y la convicción de que Dios está disponible y es accesible, la esperanza en un mundo nuevo en el que Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor». (Ap 21,4).
La oración de los Salmos, además, puede aportar la conciencia del sentido de comunión con otras personas que sufren, que han experimentado los mismos sentimientos de angustia y de abandono. Una comunión que le hace consciente de la certeza de formar parte de un único “pueblo” que ante las numerosas dificultades de la vida, no solamente ante la enfermedad y la muerte, ha encontrado siempre en Dios su último consuelo. Tal certeza es, de manera especial, confirmada por la gracia del sacramento de la Reconciliación, de la Unción de los enfermos y de la Eucaristía, donde del encuentro con Cristo brota el apoyo que proporciona alivio y salvación.
En dicho contexto, en un mundo secularizado y del que la institución asistencial puede ser espejo fiel, los mismos profesionales pueden ser el testimonio de ese amor de Dios que da respuesta a los interrogantes que nacen del trabajo en el mundo del sufrimiento humano. Un actuar que pretende ser exclusivamente tecnológico y científico pero que, al mismo tiempo, pone en evidencia los límites humanos de una actuación, y que suscita preguntas a veces inconscientes, sobre el verdadero sentido de la vida.
Apuntes para la oración En este tiempo de muerte y de resurrección, alcancemos a comprender por la vida misma de Jesús la profundidad del “Anda” que Él nos dirige. Jesús es el Hijo. Él recibe todo lo que es del Padre, y cuando el Padre le dice “Anda”, lo envía para cumplir su misión de redención y de salvación en relación con la humanidad herida. Jesús actúa siempre según la voluntad del Padre y lleva a cabo sus obras. Al “Anda” del Padre, Jesús se asocia y nos dice a cada uno de nosotros “Anda, y haz tú lo mismo”
“Jesús les respondió: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí” (Jn 10,25).
“Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; 26 y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11,25).
Reflexión
“Al unirse a Cristo, el Pueblo de la nueva Alianza, lejos de encerrarse en sí mismo, se convierte en “sacramento” para la humanidad, signo e instrumento de la salvación obrada por Cristo, que es luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-‐‑16) para la redención de todos. La misión de la Iglesia está en continuidad con la de Cristo: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21) (Beato Juan Pablo II).
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Meditemos y recemos el Salmo 61
Escucha, oh Dios, mi clamor, atiende a mi súplica.
Te invoco desde el confín de la tierra con el corazón abatido: llévame a una roca inaccesible. Porque tú eres mi refugio y mi bastión contra el enemigo. Habitaré siempre en tu morada, refugiado al amparo de tus alas. Porque tú, oh Dios, escucharás mis votos y me darás la heredad de los que temen tu nombre. Añade días a los días del rey, que sus años alcancen varias generaciones; reine siempre en presencia de Dios: tu gracia y tu lealtad le hagan guardia. Yo cantaré salmos a tu nombre, e iré cumpliendo mis votos día tras día.
Oremos: Jesús, enviado del Padre, escúchanos
Señor, ayúdanos a llevar al mundo la misericordia recibida de ti y que cada uno de nosotros pueda reconocerse en ella como hermano, abrirse, abrazarse; oremos:
R/. Jesús, enviado del Padre, escúchanos.
Señor, el dolor y el sufrimiento tienden a aislar, a romper vínculos; ayúdanos a encontrar en ti la vía de la comunión contigo y con el Padre, en el gozo del Espíritu Santo; oremos.
R/. Jesús, enviado del Padre, escúchanos.
Señor, que cuantos participan de tu sufrimiento puedan transformarlo en expansión de comunión de tu Iglesia santa; oremos.
R/. Jesús, enviado del Padre, escúchanos.
Señor, en tu santa resurrección, danos la fuerza de compartir contigo, como los Apóstoles, el “pescado asado”, esdecir, el pan de la vida que nos abre a la eternidad; oremos.
R/. Jesús, enviado del Padre, escúchanos.
Atraídos por la sonrisa de Cristo en la Cruz
Estaba oscuro alrededor y el cuerpo del Señor, todo claridad, casi a la muerte, jadeaba dolorido.
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Un débil suspiro salió de él: “Señor, Padre mío, ¿por qué me has abandonado?”
Un rayo invisible traspasó aquellas tinieblas hasta el corazón de Cristo: la respuesta del amor del Padre.
En el rostro del Señor brilló una sonrisa mientras a su alrededor echaba raíces la vida: los enfermos con la salud recibían el don de la sonrisa; la Madre le sonríe y Él sonríe a la Madre. María estaba junto a él…
Después la mirada se le iluminó intensamente, dio un potente grito, innumerables hombres aparecieron a su alrededor. Alentó sobre ellos el Espíritu de amor.
Sonrió una vez más… Reclinó la cabeza. Había muerto…
(Siervo de Dios Guillermo Giaquinta)
Amados por aquel que es la vida
“Viviréis, porque yo sigo viviendo”, dice Jesús en el Evangelio de Juan (14,19) a sus discípulos, esto es a nosotros. Nosotros viviremos mediante la comunión existencial con Él, mediante el estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad bienaventurada, no la tenemos por nosotros mismos ni la tenemos en nosotros mismos, antes al contrario mediante una relación –mediante la comunión existencial con Aquel que es la Verdad y el Amor y que es eterno– que es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un sentido a una vida eterna, no podría convertirla en una vida verdadera. La vida nos viene dada por el hecho de ser amados por Aquel que es la Vida; nos viene dada por vivir-‐‑con Él y por amar-‐‑con Él. Yo, pero ya no más yo: ésta es la vía de la cruz, la vía que “cruza” una existencia encerrada solamente en el yo, abriendo de esta forma el camino al gozo verdadero y duradero.
De este modo, llenos de gozo, podemos cantar junto con la Iglesia en el Exultet: “Que salte de alegría el coro de los ángeles… Que goce la Tierra”. La resurrección es un acontecimiento cósmico, que abarca cielo y tierra y los asocia el uno con la otra. Y nuevamente con el Exultet podemos proclamar: “Cristo, tu hijo resucitado… brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina por los siglos de los siglos”. Amen.
(Benedicto XVI)
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V I A C R U C I S
Recorramos el camino de la cruz de Cristo: la cruz es el gran “sí” del amor de Dios por el hombre. Que nuestra oración sea contemplación, partici-‐‑pación, expresión de amor, súplica y agradecimiento. La contemplación de Cristo en nuestra vida no nos aleja de la realidad, más bien nos hace aún más partícipes de los acontecimientos humanos, porque el Señor, atrayén-‐‑donos hacia sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a todo hermano en su amor.
Cel. Hermanos, estamos aquí reunidos para recordar, meditar y contemplar el momento culminante de la vida terrena de Jesús: los sufrimientos de su pasión y de su muerte en la cruz. Es el momento propicio para adentrarnos en el infinito amor de Dios, que envió a su Hijo Jesús para la salvación y la santi-‐‑
ficación de los hombres y de cada uno de nosotros. Confiados en el Padre, que ofreció a su Hijo por nosotros, y sostenidos por el Espíritu Santo, damos comienzo a nuestra oración.
A. Padre nuestro…
C. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
A. Amén
C. Oh Cristo crucificado, danos el verdadero conocimiento de Ti, el gozo que anhelamos, el amor que colme nuestro corazón sediento de infinito.
(Benedicto XVI)
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I Estación: Jesús ora en el huerto de Getsemaní
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según San Mateo 26, 37-‐‑39 “Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo». Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú».”
Meditación Es hacia ese cáliz hacia el que Cristo siente un rechazo total: si es posible, Padre, pase de mí este cáliz. Es la sensibilidad humana la que se rebela, pero su voluntad está firme: no se haga mi voluntad, sino la tuya. También en el momento crucial del rechazo, cuando humanamente implora para que el cáliz se aleje, repite: “no se haga mi voluntad sino la tuya”, consciente de que el plan del Padre es un designio de amor y de redención a través de la cruz. M. Estamos ante ti, Jesús, frágiles y asombrados porque aceptaste la voluntad de Dios y te ofreciste al dolor. Repitamos juntos: Señor, ten piedad de nosotros. Cuando no acatamos tu voluntad,
R. Señor, ten piedad de nosotros. Cuando no logramos compartir el sufrimiento ajeno,
R. Señor, ten piedad de nosotros. Cuando pensamos demasiado en nuestras exigencias,
R. Señor, ten piedad de nosotros.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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II Estación: Jesús es flagelado y condenado a muerte, toma tu cruz
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según San Mateo 27, 24-‐‑26 “Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». 25 Todo el pueblo contestó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran”. .
Meditación En el fondo de todo está el amor hacia el Padre y hacia los hermanos. Cristo sabe que a los hermanos debe darles semejante precio de salvación y de ejemplo; si Él no hubiese vivido su espiritualidad de la cruz, después de Él los hombres no habrían tenido el valor ni la fuerza para hacerlo. Por los hermanos Él acepta este plan de salvación. M. Estamos ante ti, Señor, asustados y humillados. Respondamos a cada invocación: Quédate junto a nosotros, Señor.
Por quien es perseguido a causa de su fe. R. Quédate junto a nosotros, Señor.
Por el enfermo incurable. R. Quédate junto a nosotros, Señor.
Por quien acepta compartir el dolor ajeno. R. Quédate junto a nosotros, Señor.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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III Estación: Jesús cae por primera vez
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según San Lucas 9,23 “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”. Meditación Has caído en el polvo por nosotros, Señor, y nosotros al caminar no nos damos cuenta de
los numerosos tropiezos que encontramos: superficialidad, egoísmos, resistencia a confiar en Ti hasta el fondo. Pero Tú sigues hablando de amor, de verdadero amor, perenne, amor que proviene de un Dios hecho hombre y que no abandonará nunca a sus hijos. M. Estamos ante Ti, Señor, y Te contemplamos, humillados, mientras desde el suelo nos miras misericordioso. Respondamos a cada invocación: Ayúdanos, Señor.
R. Ayúdanos, Señor. Para que podamos tener tus mismos sentimientos de bondad y misericordia.
R. Ayúdanos, Señor. Para que podamos evitar todos nuestros tropiezos.
R. Ayúdanos, Señor. Para que ayudemos a levantarse al hermano que ha caído.
R. Ayúdanos, Señor.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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IV Estación: Jesús se encuentra con su madre
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según San Lucas 2, 34-‐‑35 “Simeón los bendijo y dijo a María,
su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—”. Meditación Miradas intensas, rápidas como el latido del corazón, miradas como relámpagos de un amor
que hiere y une. En el camino de la cruz, Madre e Hijo repiten su fiat… Es una oferta única, lágrimas y sangre surcan el cuerpo de la Madre y del Hijo. En una única mirada se condensa todo el dolor y el amor del mundo. M. Estamos ante Ti, Jesús, conmovidos y humillados, por un amor que no conoce límites y que pone en comunión todo dolor materno. Repitamos juntos: Escúchanos, Señor. Por todas las madres que han visto morir a sus hijos, y su corazón ha sido atravesado por la espada del dolor, oremos.
R. Escúchanos, Señor. Por todas las madres que han asistido al extravío moral de sus hijos por la droga, o que han despedazado su vida en el asfalto de las carreteras, para que encuentren la esperanza de un encuentro con ellos en la eternidad, oremos.
R. Escúchanos, Señor. Por todas las mujeres a las que la enfermedad ha quitado belleza, para que encuentren una nueva luz en el fiat de María, oremos.
R. Escúchanos, Señor.
A. Ave María…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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V Estación: Jesús es ayudado por el Cirineo
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según San Lucas 23,26 “Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús”. Meditación El verbo llevar es empleado con sorprendente frecuencia en las Escrituras, que saben expresar
con esta palabra toda la obra de Jesucristo. En realidad Él llevaba a cuestas nuestras flaquezas, había cargado con nuestros dolores… El castigo que nos procuró la paz cayó sobre Él (Is 53, 4-‐‑5). Por tanto la Biblia puede definir también toda la vida del cristiano como un llevar la cruz. Aquí se realiza la comunidad del cuerpo de Cristo, la comunidad de la cruz, en la que debemos experimentar las cargas los unos de los otros. Si no lo hiciésemos, no seríamos una comunidad cristiana. Negándonos a llevarlas, renegaríamos de la ley de Cristo. M. Estamos delante de Ti, Señor, humillados pero también deseosos de llevar contigo la cruz, instrumento de salvación. Repitamos juntos: Mantennos firmes, Señor. En ayudar a los hermanos que sufren a descubrir que la cruz que llevan durante un trecho del camino es la misma de la que Cristo es el primer portador.
R. Mantennos firmes, Señor. En vivir cotidianamente nuestra porción de cruz.
R. Mantennos firmes, Señor. En ofrecer nuestros pequeños sufrimientos para que enriquezcan la santidad de la Iglesia.
R. Mantennos firmes, Señor.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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VI Estación: La Verónica limpia el rostro de Jesús
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del libro del profeta Isaías 53, 2-‐‑3 “Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin
aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado”. Meditación El Señor ha premiado a la mujer
bondadosa que salió de entre la multitud que le seguía en el camino hacia el Gólgota: ha dejado la huella de su rostro en ese lienzo que le ofreció para enjugar las lágrimas, la sangre, el sudor. Para dar dignidad a un rostro desfigurado por la enfermedad, para recordar a todos que un gesto de piedad nos pone en comunión con tantos hermanos y hermanas a los que el dolor ha arrebatado la frescura. Jesús, devuelve a todos un rostro sereno, consuela a los que están enfermos, concédenos la piedad. M. Señor, nos postramos ante Ti, heridos y solidarios, y te decimos: Escúchanos, Señor.
R. Escúchanos, Señor. Señor Jesús, imprime en nuestro corazón el sello de tu rostro.
R. Escúchanos, Señor. Señor Jesús, danos ojos compasivos para mirar a los hermanos que sufren.
R. Escúchanos, Señor. Señor Jesús, haz que veamos en cada hombre y mujer la imagen de Tu rostro.
R. Escúchanos, Señor.
A. Ave María…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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VII Estación: Jesús cae por segunda vez
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. De la primera Carta de San Pablo a los Corintios 1,22.25 “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; … Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”. Meditación ¡Caes una vez más, Señor!
Sentimos contigo el peso de una cruz cada vez más pesada: el camino es fatigoso. No logramos captar ya tu mirada, está llena de polvo y de sangre, como ocurre a veces en nuestras jornadas, cuando el dolor ofusca los ojos y el polvo del sufrimiento deja sin fuerzas. Has compartido, Señor; sólo ésta es la fuente para volver a ser compañeros de camino. M. Señor Jesús, nos postramos ante Ti humillados y consolados, y decimos: Danos tu apoyo, Señor. Para que nuestra vida esté siempre orientada hacia algo o alguien que le dé sentido.
R. Danos tu apoyo, Señor. Para que logremos comprender que el bienestar interior proviene de una vida rica en valores, capaz de dar apoyo y de aceptar el dolor.
R. Danos tu apoyo, Señor. Para que sepamos transformar los momentos de sufrimiento y de desconfianza en ocasiones de crecimiento.
R. Danos tu apoyo, Señor.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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VIII Estación: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según San Lucas 23, 27-‐‑28, 31 “Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos»… Porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?” Meditación Las palabras de Jesús son más bien
duras: el leño seco al que se le arrima el fuego es el símbolo del pecado, que será reducido a cenizas por el juicio de Dios, mientras que el leño verde es el signo del hombre, Cristo mismo, al que ahora se intenta eliminar con el juicio humano. Las mujeres son las típicas plañideras profesionales que se golpeaban el pecho y se lamentaban con ocasión de los ritos funerarios. Cristo no necesita condolencias ni piadosos consuelos y, aunque no rechaza ese gesto de solidaridad, les lanza un mensaje de penitencia. M. Nos ponemos ante Jesús, pobres y humillados, y decimos: Ten piedad de nosotros. Cuando nos falta el valor para proteger a los débiles y a los enfermos.
R. Ten piedad de nosotros. Cuando no reconocemos que algunas injusticias proceden de nuestra cerrazón e indiferencia por lo que sucede alrededor.
R. Ten piedad de nosotros. Cuando no colaboramos para crear realidades que nos proponen la justicia y la solidaridad.
R. Ten piedad de nosotros.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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IX Estación: Jesús cae por tercera vez
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Salmo 40,2 “Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito”. Meditación
El paso cansado, interrumpido de golpe. ¡Y de esta forma besaste la tierra! Tu boca ha sentido su sabor, tu cuerpo ha sabido cómo es de dura. Estás por el suelo, Señor, y ya no puedes levantarte solo: también nosotros te seguiremos, ya confortados.
M. Estamos ante Ti, Señor, cansados y humillados, y decimos: Escúchanos, Señor.
Señor, haz que comprender que la comunidad cristiana está viva sólo cuando se abre y se pone al servicio de todos los hombres.
R. Escúchanos, Señor.
Señor, levanta a las familias que han caido en la pobreza y en la desconfianza en el mañana.
R. Escúchanos, Señor.
Señor, te encomendamos a los hombres y mujeres alejados de la fe, atrapados por la enfermedad, a veces incapaces de aceptarla; haz que puedan encontrarte.
R. Escúchanos, Señor.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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X Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. De la Carta de San Pablo a los Filipenses 2, 6-‐‑7 “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres”. Meditación Es demasiado doloroso, Señor, mirar los cuerpos desnudados por
la crueldad humana. Hombres y cuerpos a los que no se les reconoce la belleza de ser criaturas que llevan el sello de tu mano divina. Demasiado triste ver cuerpos vendidos, no respetados; cuerpos abandonados en el duro sufrimiento de la enfermedad. A tu cuerpo despojado dirigimos nuestra mirada para pedirte perdón.
M. Estamos ante Ti, Señor, humillados y desnudos, conscientes de nuestros pecados y de nuestra fragilidad. Te pedimos perdón por la falta de pudor y de dignidad a la hora de custodiar y respetar el cuerpo de nuestros hermanos enfermos y su corazón.
Piedad de mí, oh Dios, según tu misericordia; por tu gran bondad borra mi pecado.
Lávame de todas mis culpas, límpiame de mi pecado.
Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí.
Contra ti, contra ti solo he pecado, lo que está mal ante tus ojos, yo lo he hecho; por eso eres justo cuando hablas, eres recto en tu juicio.
He aquí que fui concebido en la culpa, en el pecado me concibió mi madre.
Pero tú amas la sinceridad del corazón y en lo más íntimo me enseñas la sabiduría.
Rocíame con hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. (Salmo 50,1-‐‑9)
A. Gloria al Padre…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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XI Estación: Jesús es clavado en la cruz
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo.
Del Evangelio según S. Juan 19, 25-‐‑27
“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio”. Meditación
En el Calvario no están ni Pedro, ni Santiago, ni los otros Apóstoles; está solamente Juan, y también la Virgen: donde está Cristo sufriendo, no deja de estar su madre. María estaba en el Calvario porque allí tenía que convertirse en nuestra Madre. La Pasión de Cristo ocupa un puesto esencial en el Evangelio. Se ha difundido una tendencia a mantener cerradas las páginas del Evangelio que documentan el trágico epílogo de la breve vida temporal de Jesús; son páginas turbadoras. Se quisiera un Evangelio más sereno, más fácil, más cómodo, más conforme a nuestro fuerte instinto y a nuestra gran habilidad para intentar quitar de la vida el dolor, y el primero de todos el dolor voluntario, el del sacrificio. ¿Qué sería un Evangelio, es decir un cristianismo, sin la cruz, sin el dolor, sin el sacrificio de Jesús? Sería un Evangelio, un cristianismo sin la Redención, sin la salvación, de la cual –debemos reconocerlo aquí con despiadada sinceridad– tenemos absoluta necesidad. El Señor nos salvó con la cruz; nos devolvió la esperanza y el derecho a la vida con su muerte: no podemos honrar a Cristo si no le reconocemos como nuestro Salvador; y no podemos reconocer a nuestro Salvador, si no honramos el misterio de su Cruz. (Pablo VI).
M. Repitamos juntos: Intercede, oh María.
• Cuando el dolor nos aparece sin esperanza. R. Intercede, oh María. • Cuando desearíamos un cristianismo sin la cruz. R. Intercede, oh María. • Cuando desesperamos de la salvación eterna R. Intercede, oh María.
A. Ave María…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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XII Estación: Jesús muere en la cruz C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo.
Del Evangelio según San Mateo 27,45-‐‑46.50
Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: Elí, Elí, lemá sabaqtaní (es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»)... Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu.
Meditación
En el amor redentor que le unía siempre al Padre, Jesús nos ha asumido desde el alejamiento de Dios por el pecado, hasta el punto de decir en nuestro nombre en la Cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El suyo es un sufrir con nosotros y por nosotros, que procede del amor y lleva ya en sí mismo la redención, la victoria del amor. En el último momento, Jesús deja que su corazón exprese el dolor, pero, al mismo tiempo, deja que emerja el sentido de la presencia del Padre y el consentimiento a su designio divino de salvación de la humanidad. (Benedicto XVI).
M. Estamos ante Ti, Señor, colmados de amor por Tu amor, y Te decimos: Dale tu luz, Señor.
A quien se siente incapaz de cultivar una vida naciente. R. Dale tu luz, Señor.
A quien no tiene ningún motivo para seguir viviendo y busca la muerte. R. Dale tu luz, Señor.
A quien no cultiva, es más, destruye las esperanzas sencillas y cotidianas. R. Dale tu luz, Señor.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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XIII Estación: Jesús es bajado de la cruz C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelios según San Juan 19,38 “Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo”. Meditación
Una espada te atravesará el alma. María estaba al pie de la cruz, después recibió el cuerpo exánime de Jesús y lo abrazó en una soledad inmensa. La unión íntima entre amor y dolor, que se formó mientras ella tenía entre los brazos a su divino Hijo, continúa hoy en todos aquellos que eligen vivir cerca del corazón de Dios.
M. Estamos ante ti, Señor, y participamos en tu descendimiento con la certeza de que ninguno de nosotros vive por sí mismo ni nadie muere por sí mismo. Tu muerte nos da el sentido de la vida que no muere. Con la Virgen María y todos los santos te rogamos: Escúchanos, Señor.
Para que frente a la muerte podamos reelaborar el proyecto de nuestra vida. R. Escúchanos, Señor.
Para que quien está de luto encuentre la fuerza para superar la separación, y en Ti, Jesús, esté seguro de reencontrarse con sus seres queridos en la comunión eterna.
R. Escúchanos, Señor.
Para que quien está desesperado pueda encontrar consuelo en la fe y fuerza en la esperanza.
R. Escúchanos, Señor.
A. Ave María…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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XIV Estación: Jesús es colocado en el sepulcro
C. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. A. Porque con Tu santa cruz redimiste al mundo. Del Evangelio según San Juan 12, 24 “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Meditación Gracias a la cruz ya no andamos errantes por el desierto, porque conocemos el verdadero camino; no
quedamos ya fuera del palacio del rey, porque hemos encontrado la puerta; no tememos más las flechas incendiarias del demonio, porque hemos descubierto un manantial de agua. Por su medio ya no estamos más en la soledad, porque hemos encontrado al esposo; ya no tenemos miedo al lobo, porque tenemos al buen pastor. Él mismo nos dice: Yo soy el buen pastor (Jn 10,11). Gracias a la cruz, ya no nos asusta más. (San Juan Crisóstomo)
M. Oremos juntos: Escúchanos, Señor, fuente de la vida.
Para que tengamos el valor de tomar sobre nosotros nuestra cruz y la cruz ajena, para la construcción del Reino de Dios.
R. Escúchanos, Señor, fuente de la vida.
Para que ningún sufrimiento pueda matar la vida que Cristo ha infundido en nosotros mediante la acción del Espíritu Santo.
R. Escúchanos, Señor, fuente de la vida.
Para que comprendamos que la vida la poseemos en plenitud sólo cuando se hace donación de ella.
R. Escúchanos, Señor, fuente de la vida.
A. Padre nuestro…
Santa Madre, haced que las llagas del Señor queden impresas en mi corazón.
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Oremos En las aflicciones y en las dificultades no estamos solos; la familia no está sola; Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la energía para seguir adelante. Y es a este amor al que tenemos que dirigirnos cuando los bandazos humanos y las dificultades corren el riesgo de herir la unidad de nuestra vida y de la familia. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo anima a caminar con esperanza: la fase del dolor y de la prueba, si se la vive con Cristo, con fe en Él, lleva ya en sí la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de todo hombre que cree en su Palabra. En aquel Hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la misma muerte adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y vencida, es el paso hacia la nueva vida: “si el grano de trigo, caído en la tierra, no muere, permanece solo; si en cambio muere, produce abundante fruto” (Jn 12, 24). Encomendémonos a la Madre de Cristo. Ella, que acompañó a su Hijo en la vía dolorosa, Ella, que estaba al pie de la Cruz en la hora de su muerte, Ella, que animó a la Iglesia en sus comienzos para que viviera en la presencia del Señor, conduzca nuestros corazones y los corazones de todas las familias a través del vasto mysterium passionis hacia el mysterium paschale, hacia esa luz que prorrumpe de la Resurrección de Cristo y que muestra la definitiva victoria del amor, del gozo y de la vida, sobre el mal, sobre el sufrimiento, sobre la muerte. Amén. (Benedicto XVI).
Comentario Teológico a cargo del padre Massimo Serretti (Profesor de Cristología en la Pontificia Universidad Lateranense -‐‑ Roma) Comentario Pastoral a cargo del Prof. Massimo Petrini (Director del Instituto Internacional de Teología Pastoral Sanitaria “Camillianum” -‐‑ Roma) Subsidio Litúrgico y Via Crucis a cargo de la Srta. Maria Mazzei (Movimiento “Pro Sanctitate”) En la cubierta: Mosaico El Buen Samaritano del P. Marko Ivan Rupnik, S.I. (Iglesia Parroquial de San Eusebio en Cinisello Balsamo [MI]) Crucifijo, Mosaicos de la Via Crucis y de la Virgen María son obra de Elena Mazzari -‐‑ 1964 (Capilla de los Religiosos Camilos -‐‑ San Giuliano in Verona)
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CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL
DEPARTAMENTO DE PASTORAL DE LA SALUD