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¡DILETANTE! POLÍTICO DIOS Impreso en Colombia - Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por unb sistema de recuperación de información o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. N R

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P R U D E N C I A

D I O S

P O L Í T I C O

¡ D I L E T A N T E !

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Imprimimos S.A.Cll 18 A # 1-61Teléfono: 3365704Bogotá D.C., Colombia

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por unb sistema de recuperación de información o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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NM

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PRUDENCIA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15DIOS. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23POLÍTICO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31¡DILETANTE! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

ANOTACIONES. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

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Un conocido de perfil un tanto ordinario (él no lo considera así, pero eventualmente lo hará) solía reiterar hasta el agotamiento estas ideas, que más por la insistencia que por su relevancia terminaron convirtiéndose en un móvil, en una filosofía. Una filosofía, declara-ba él, es lo básico si de tomarse en serio los asuntos ligeros del pensamiento se trata, y creer en ésta hasta sus últimas consecuencias es vital para sobrellevar los efectos de un auto de fe de tal magnitud; un auto de fe consistía en la quema pública de los herejes impenitentes, ofrenda que se vería recompen-sada con la salvación del alma. Por esto me permito asumir que para él, involucrarse en esa institución fue una experiencia cercana a un calvario.

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“Es una edificación imponente” me apresuré a decir, sin darme cuenta que las palabras que aca-baban de salir de mi boca eran una total pero-grullada. Sin embargo, tengo total excusa: crecí en otros tiempos y confíe, amigo mío, cuando le digo que las cosas solían ser muy diferentes, y lo que pasaba en ese entonces ahora nunca pasaría. Lo políticamente correcto era ya una realidad monolítica, así que es apenas normal que las ins-tituciones –muy protestantes, muy positivas- se preocuparan por inculcar valores virtuosos -muy protestantes, muy positivos-, y procuraban hacer-lo con una tenacidad goda, esa tenacidad que sólo puede justificarse bajo el pretexto de que todo, ¡todo!, es “por su propio bien”. Volviendo a la edificación, toda verde marcial, era inevitable no asumirla como símbolo de un triunfalismo enfer-

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mizo; verá, todo solía ser mas pequeño, más cá-lido, más… confiable. La paranoia es algo que se me da a la perfección, por eso la tragedia es algo muy presente y latente en mí, y siempre he creído que esta novedad del desplazamiento vertical es el asunto más cercano a la traición.

Sobre las cosas muy protestantes, muy positi-vas, tenga claro que todos, sin excepción alguna, veníamos de instituciones de esta naturaleza. Por esto la nueva academia se nos presentaba como la oportunidad de ponernos en juego como in-dividuos y desarrollar esas manías… usted sabe, seguro también usted las tiene y seguro también usted las exhibe como estandarte de su singula-ridad, de su “ser especial”; era la oportunidad de desarrollar un cuerpo de trabajo, de exponerlo ante fogueados maestros y de redimirse al esta-blecerlo como un asunto aprobado. El trámite de la validación y el hecho de que los instructores –todos de élite- habían recibido a su vez instruc-ción de élite, perpetuaban una ideología privada un tanto malsana, una ideología del éxito infalible; por esto no debe ser secreto para nadie que en ese entonces la popularidad de este tipo de insti-tuciones estaba en auge y que, naturalmente, esto generaba una “saludable diversidad” que sin duda convertía todo tipo de reuniones (las académicas en especial) en una experiencia estimulante.

Poco o nada pensamos todos que en ese mo-

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mento, cuando estábamos ya regateando la ma-durez, volveríamos a ser traicionados –por nues-tro propio bien–.

Es una escena que se reprodujo en mi cabeza por años, y aún hoy pienso que pude haber res-pondido de otra manera, haber sido un poco más voluntarioso.

Era una edificación imponente, esas que ge-neran en mí tanta desconfianza, pero era nues-tro primer encuentro, todos ansiábamos saber “la verdad”, y por eso, sólo por esta vez, decidí conspirar en contra de mi paranoia, disfrazarla de adulación melosa e ingresar en el aula. La dis-posición espacial fue la primera sorpresa que nos llevamos. Un par de sillas enfrentadas una con la otra. Aparte de eso nada, paredes blancas vacías.

-Bienvenidos -dijo ella-, esta será por los si-guientes años su academia, siéntanse como en casa.

A mis adentros me felicité por haberlo logra-do, creció en mi rostro una sonrisa. Soy muy fácil. Así de fácil traicioné mi paranoia.

- Procederé a hablar personalmente con cada uno de ustedes –dijo mientras tomaba asiento en una de las dos sillas-. Ruego entonces a los demás esperar afuera del aula su turno.

La metodología, a pesar de intrigante, nos re-sultó familiar a todos. Seguro la habíamos experi-mentado en alguna etapa temprana. Seguro antes

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ya nos habían intentado revelar “la verdad”.Recordé, mientras esperaba, un cuento corto

que había leído no hace mucho. En alguna época, cuando la idea de madurez no existía, se estable-cieron una serie de juzgados en los que, cuando los muchachos alcanzaban la mayoría de edad, se les iniciaba un proceso. Como parte de dicho pro-ceso se investigaban todo tipo de antecedentes: laborales, familiares, criminales y emocionales. La finalidad del proceso era determinar…

Sale desconcertado y es mi turno.- Bienvenido –crece de nuevo una sonrisa en

mi cara-, tu debes ser –pronuncia mi nombre y acto seguido lo anota en una libreta, que ya va por más de la mitad-. Toma asiento.

La privacidad de la escena generaba mucha confianza. El método parecía del todo coherente. Finalmente, si se me iba a revelar la verdad, yo quería ser el único en poseerla, porque las ideas son del que se le ocurren y de nadie más. Soy muy fácil.

- Cuéntame sobre ti –dijo ella en un tono casi maternal, mientras preparaba su bolígrafo con entusiasmo puro, como si fuera a escribir prosa relevante-.

- Supongo que hablar de mis antecedentes es algo trivial, ya ustedes los saben, los exigen para ingresar.

No anota nada y con la mirada fija repite:

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- Cuéntame sobre ti.- Me interesa la cultura –soy muy fácil-, es algo

que quiero tomarme muy en serio y es algo por lo que quiero que se me tome muy en serio.

Con un aire displicente toma algún vago apun-te.

- ¿Qué crees que te mueve a producir?- A mi me gustan los tonos planos y la línea

gruesa –afirmé con total autoridad-.- Todos tenemos móviles para producir. ¿Con-

sideras que tu infancia puede ser el tuyo?- A mi me gustan los tonos planos y la línea

gruesa –reiteré desconcertado, con total insegu-ridad-.

- ¿Y tu infancia?- Solía dibujar miembros gruesos en mis cua-

dernos –repliqué casi por reflejo-.- Línea gruesa y miembro grueso -susurra

mientras que, complacida, se toma unos dos mi-nutos con la libreta y el bolígrafo- ¿Te interesa la política?

- Es algo que nos afecta a todos –dije-.- ¿Te interesa?- No.Claramente ella quería saber algo de mi pasado.- Tu código de vestimenta –vuelve a su tono

maternal- refleja decisiones políticas, tus formas verbales reflejan decisiones políticas. Preferir este tipo de grafismo sobre otro es tu decisión política

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–ahora con empalagosa sobradez-, una decisión que claramente está relacionada con tus experien-cias como niño.

Me retiré aturdido, ¡asombrado!. Es un término que me perturbó y que aún lo

hace, aunque con resultados radicalmente distin-tos. Sí, hablo de un “término” porque la conjun-ción de esas dos palabras carece de coherencia: los objetos pueden tener consecuencias políticas, pero el individuo carece casi por completo de control sobre éstas.

Salí del aula sintiéndome desnudo, al parecer me habían descifrado. Sin embargo no me sentí traicionado en el momento, y luego, cuando la idea rondó en mi cabeza, llegué a la conciliado-ra conclusión de que me habían traicionado por mi propio bien. No fue evidente para mi en ese entonces, pero ahora lo es: justo en ese momento estábamos todos recibiendo una lección de vida.

Es una escena que aún se reproduce en mi ca-beza y todavía me reprocho por no haber sido un poco más astuto, un poco menos fácil. Ella lo sabia, ella lo había vivido. Lo hizo porque ella también es un peón en una partida de dos: lo que queremos ver y lo que queremos ver re-presentado; una partida que viene desde mucho antes de que ella o cualquiera entrara en escena. Sin embargo, estando ya en juego, uno no puede cuestionar su suerte. Recibe el respeto, avala sus

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manías y legitima su práctica. El único sacrificio era su silencio. Y su tarea no es para despreciar ni mucho menos, sobre sus hombros caía la enorme responsabilidad de encadenar intenciones con re-sultados, o lo que es lo mismo, generar la ilusión de que lo que vemos es exactamente lo que que-remos ver representado.

Pero mejor olvide, amigo mío, todo lo que le acabo de decir. Sólo quería calmarle porque lo veo demasiado angustiado por ese debate al que se enfrenta, y le digo, con plena honestidad, que está usted muy joven para andar litigando sobre “lo que es suyo” y “lo que lo suyo debería ser”. Yo sólo le digo que sigo aturdido, ¡asombrado!.

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El plan al exiliarme, en la medida que había un plan, consistía en abrir un espacio de exposición juntos, en el cual finalmente podríamos poner en marcha todo lo que habíamos hablado durante su corta estancia en mi país. Sería un fracaso total. No despertaría interés alguno. No pasaría nada. Alegres, nos rodearíamos de individuos lo sufi-cientemente tercos como para reconocer una vic-toria privada en tan grueso desacierto público, in-dividuos que, al igual que nosotros, continuarían gozando al producir sus objetos, incluso cuando estos resultaban en extremo silenciosos, inofensi-vos; el filtro perfecto.

Estoy sentado, mirando por la ventana, con entusiasmo y melancolía, de la misma manera que lo hacía él. Miro unos niños jugar, cosa que siempre hacía él. Decía que le recordaba en todo

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momento que él seguía siendo un niño, confun-dido y asustado, dudoso de su lugar; también le recordaba a su hija, de cuatro años. Recibo en este momento una llamada en la que se me informa de su muerte. En cualquier otro caso habría exigido prueba, o hubiese tratado de contactarle perso-nalmente, pero esta vez fue diferente, esta vez lo creí, con poco entusiasmo y mucha melancolía. Igual no tenían futuro nuestras ideas.

Recuerdo que siempre consideró que su vida carecía de proyecto o sentido -actitud que siempre achaqué a su formación cultural-, pero siempre cargó ese peso con cierta elegancia: él, siempre de vestido negro y monótono vivir, veía en sí mis-mo un reflejo de la vida que sus ídolos literarios llevaron alguna vez. Ahora que lo pienso, jamás pregunté la causa de su muerte. Espero no haya sido precipitada, nada muy elegante, muy oriental.

Sabía lo que yo pensaba. Yo no lograba enten-der su insistencia con el tema del honor, nunca me movió así que nunca puse mucho cuidado, siempre lo consideré un asunto cultural, nada muy relevante. Pero para él era vital. Tenía la es-peranza de que todos, en algún punto de nuestras vidas, daríamos un paso delante de la multitud y respaldaríamos con convicción ciega las ideas de los colegas que respetábamos. Por eso siempre me acolitó esas placenteras charlas de mediano-che en las que discutimos sobre culinaria, pintura

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y política –la de verdad-. En retribución, hice caso omiso a la sospecha que siempre tuve cuando él hablaba de las “cinco obras maestras que había escrito” hasta el momento, que, de la manera más adolescente, afirmaba haber decidido no publicar como símbolo de su inconformidad por como se estaban dando las cosas con los asuntos culturales de nuestra época.

Recordando todo, tengo ahora un enorme sinsabor. Ya sé como murió. Como lo sospeché, fue de una manera muy elegante, muy oriental.

Curioso asunto ese del honor. Resulta que, ac-cidentalmente, había dado de baja a su pequeña hija, de cuatro años. La pena moral lo abrumó y, al ser inefectiva la justicia ordinaria –no le levan-taron cargos-, decidió tomar el desenlace en sus propias manos. “La pena moral” es algo que tam-poco logro entender del todo. Supongo que de algún modo estaba ligado a su idea de “honor”. Pero ¿morir por un ideal?

Ahora empiezo a creerlo todo. Es más, no sólo lo creo, puedo visualizarlo en mi mente como si hubiese sido yo quien lo vivió. Segura-mente engañaba a todos usando su traje de tra-bajo todos los días. Presumía de lo exhaustivo de su trabajo. En realidad, vagaba por la ciudad, en los parques y en los cafés, plasmando destellos de prosa relevante en alguna desgastada libreta. Se-guramente fueron muchas, muchísimas tardes si

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de cinco obras maestras se trata. No. En realidad le abrumaba su trabajo. Usaba siempre el mismo traje negro, todos los días, con un desprecio con-tagioso. Mientras fingía con teatralidad admirable una concentración digna de elogio, maquinaba en su cabeza la forma de regatear las largas hora la-borales y su deseo incontrolable de escribir una novela. Pensó que podría dedicarse unos meses a trabajar, ahorrar algo de dinero, y luego dedicarse a escribir. No fue posible. Su salario era una mise-ria, a duras penas podía pagar el colegio de su hija. Tuvo que trabajar de día y escribir de noche. Sí. Trabajaba en un banco y escribía a la luz de una vela. Un perfecto reflejo de sus ídolos literarios.

Ahora, otra escena que viene a mi mente.Seguramente tenía un amigo, que a su vez te-

nia otro amigo. Este amigo de su amigo trabajaba en un periódico. No. En una casa editorial. Pro-bablemente habían forjado una fuerte amistad con este primer amigo. Desde la infancia segura-mente. Es más, me atrevo a asegurar que ambos comparten esa sensación, ambos se sienten aún niños, confundidos y asustados, dudosos de su lugar. Sólo así se atrevería a mostrarle sus manus-critos. Pero antes compartieron un par de cafés. No. Cervezas, un par de cervezas, dialogando de sinfín de acontecimientos, poniéndose al día. Pa-recían dos niños hablando picardías a espaldas de sus padres. Ahora sí, algo alicorado y entusiasma-

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do por el reencuentro, se anima a comentarle de sus manuscritos.

Fueron enviados y la expectación era incon-tenible.

Se citan en un café. La oficina del individuo está en remodelación, de hecho, toda la fachada del edificio, práctica muy coherente con el nuevo afán de modernización. Ahora, la reunión sería algo así:

- ¿Te gusta el lugar? Fui dueño de este café por muchos años –afirma como todo un dandi, mien-tras juega con los manuscritos en sus manos-.

- Sí. Se está muy bien acá –responde con una timidez que jamás le vi durante nuestras conver-saciones de media noche-.

- ¿Te dedicas a escribir?- Sí. No. En realidad no vivo de ello si es eso a

lo que usted se refiere.- ¿Vives cerca?- No. Vivo en los suburbios –dice-.- Muchos parques y cafés. Una zona interesan-

te para vivir. Debo confesar que tus textos tienen un tono atrapante.

- Gracias –dice mientras se encoje de hom-bros-.

- ¿En que trabajas? –pregunta como para ali-gerar el peso de su afirmación anterior-.

- No trabajo. No, sí. En un banco.

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Ante la inminente amenaza de un silencio in-comodo, el editor dice apresuradamente:

-Vas a ser grande.- Gracias –se encoje de hombros otro poco-.- Hay algunas partes en las que el ritmo es un

poco difícil de llevar, pero en general está muy bien. Escribes sobre tu juventud –vuelve, poco a poco, a su tono de dandi- y la gente va a admirarte si sigues haciéndolo.

Hace una breve pausa, toma un poco de su café -que sigue caliente ya que la conversación no ha sido muy extensa-. Procede a decir:

- Ahora, van a amarte si después escribes so-bre tu infancia. Pero te van a pagar si escribes sobre violencia y pobreza. Te admiraran por cris-talizar tu pasado en páginas llenas de prosa con ritmo, pero te van a pagar si explotas sus necesi-dades, si los tocas donde más nos duele a todos.

¿Cómo evitar explotar? ¿Cómo reaccionar ante tan despreocupado descaro? Asumo que empacó maletas, procurando seleccionar una es-pecifica para sus manuscritos, y emprendió su via-je. Huyó porque su maldita ideología del “honor” así se lo dictaba. Ahora recuerdo otra cosa que él decía: “Escribir, y en general producir, es un acto de fe, es como si yo creyera en el dios de la prosa; es una práctica inoficiosa y lo sé. Cada cosa que escribo me permito hacerla como quiero, porque disfruto haciéndolo de esa manera. No digo que

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sea fácil. Nunca lo ha sido. Pero si empiezas a es-cribir para los demás las decisiones dejan de ser tuyas, y eventualmente dejarás de disfrutarlo. Yo solo escribo y ruego porque el dios de la prosa mantenga en mí las ganas de hacerlo. El resto no tiene que interesarme”. Y así, por una ideología a la que le fue fiel hasta la muerte, fue que em-prendió su exilio. Asumo que así fue como llegó a mi país.

Y en realidad no fue así. Creo que vino a mi país a resolver algunos negocios. Creo que vino a dictar un par de conferencias. No lo sé. Solo sé que lo conocí en un café de una zona en re-modelación. Al parecer acá también les gusta lo moderno.

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- ¡Reducirnos a nuestros desechos básicos –al orín y la mierda se refiere él- es la única manera de democratizarnos!

Mis padres lo comentaban en voz baja. Me de-cían que yo estaba destinado a grandes cosas. Les preocupaba mi desmotivación. En mi infancia yo lo tenía todo planeado. Cuando entraran al aula con una lista corta y mencionaran mi nombre, iba a recoger mis cosas, sin protesta alguna saldría del salón, al principio de manera lenta –para no levantar sospecha alguna- y luego, cuando nadie estuviera mirando, huiría. De ninguna manera podían obligarme a hacer “grandes cosas”. Prefe-riría orinarme y cagarme antes de verme obligado a cumplir con sus expectativas.

Luego, unos años más tarde, sucedió algo inesperado. Dos eventos coincidieron. Primero,

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después de la crisis, tuve que cambiar de institu-ción. Pasé de ser el niño pedante que compartía un banana split con sus camaradas, a ser el pedazo andrajoso que miraba hambriento por la ventana. Segundo, tenía por ese entonces yo una manía un tanto bizarra: disfrutaba, en exceso, dibujando generosos e imponentes miembros en todos mis libros.

Por supuesto los libros no eran míos, eran de todos. Esa era la regla por la difícil situación. Un día se acercó a mi una niña. Hasta ese momento la única niña con la que alguna vez había intercam-biado palabras había sido la hija de la criada que solía barrer y limpiar la casa a cambio de techo y alimentación. Por supuesto después de la crisis dejamos de tener criada, así que mis habilidades con las niñas estaban en ese momento algo oxi-dadas.

- ¿Esto es tuyo?- Sí –respondí con indiferencia, como si por

un momento todo fuese como antes-.- Me gusta. Mi papá tiene uno igual.Bajando la guardia, respondí de una manera

mas tierna:- El mío también. Se lo vi una vez después

de la guerra, aunque por accidente. Estábamos de vacaciones y nos bañábamos en un lago.

- Yo lo he visto muchas veces.El romance no era lo mío. Dios no. Me estre-

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mecía cada vez que iba al cine y veía a un hombre y una mujer dándose besos. Juré que jamás iba a ser así.

Sus palabras me fueron imposibles de olvidar y a partir de ese momento decidí lo que quería ha-cer, iba a dedicarme a hacer “cosas grandes”. Ese era el tipo de atención que yo quería. Ese era el tipo de comentarios que yo quería. Empecé a es-forzarme tanto por lograrlo, por complacer a los demás que nadie, ni siquiera mis propios padres, volvieron a pronunciar esas palabras. Me desani-mé y dejé de intentarlo.

A día de hoy todavía me corroe un asunto. ¿Llegará la mujer que libere en mi eso que se me daba con tanta naturalidad y que parece estar aho-ra extraviado? O, por el contrario ¿tendré que li-berarme primero para así ser digno de conquistar su amor? Soy muy cobarde y facilista como para indagar en la segunda. Temo mucho emprender esa travesía. Sería una inútil carrera contra el tiem-po para sólo descubrir lo que siempre sospeché, lo que siempre me llevó a negarme a hacer “co-sas grandes”; una carrera contra el tiempo para darme cuenta que en realidad soy un bueno para nada. Por eso siempre asisto a este tipo de even-tos. Suelen congregarse mujeres que cumplen mi perfil a la perfección, mujeres que sólo necesitan que les dé un poco de confianza en sí mismas para que luego se den cuenta que pueden con-

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seguir algo mejor. Todavía tengo la esperanza de que me liberen y poder volver a dedicarme a eso que me propuse cuando niño.

Me encantaría que estos eventos se desvane-cieran silenciosamente en el tiempo. Pero trágica-mente dependo de ellos si quiero encontrar a la mujer. En la entrada nos entregan un cronogra-ma de actividades. Esa es la magnitud del even-to, hacen cronograma. Poco de ahí me interesa. Deambulo en diagonales. Ocasionalmente me tomo algunos minutos para observar. En los que conozco me tomo unos quince minutos, les doy la oportunidad de que me penetren, intentando aparentar algo de criterio –sólo por si hay alguna observando-. En este pabellón no hay nada rele-vante, está casi vacío.

Procedo al siguiente. Detrás del tumulto alcan-zo a leer un letrero que dice “Político”. La gente, toda de muy buen vestir, se toma unos quince minutos en cada pieza. Alcanzo a notar que los penetran, que tienen criterio. En sus rostros noto dolor, pero no ese dolor que lo curte a uno. En sus rostros noto dolor, el dolor que lo desnuda a uno, que lo deja débil y blando. Al parecer los habían tocado donde más les duele.

Sigo en mi recorrido aplicando el mismo mé-todo. Noto con el rabillo del ojo que una me está mirando. Frunzo el ceño y cruzo mis brazos para agregarle dramatismo a la experiencia. Procedo

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a acercarme y alejarme a un ritmo pausado, me tomo un tiempo para estudiar las texturas, los co-lores, incluso los olores. Hago un gesto de com-placencia mientras decido voltear para hablarle. Ya no está mirando. Está de espaldas. Está de espaldas y se dirige a una esquina del salón. To-dos se congregan en esa esquina del salón. Miro en el cronograma para saber que está pasando. Lo miro también con la esperanza de encontrar alguna educativa reseña que me permita lanzarle algún erudito comentario. Sí, aún no me he dado por vencido.

Mientras me acerco vuelvo a ver el letrero. Vuelvo a leerlo. “Político”. Escucho una voz gruesa que dice algo que no logro entender. Me acerco un poco más hasta lograr verlo. Un indi-viduo de mediana edad, algo pálido, miraba con algo de desprecio a la multitud, su multitud. Se enfrentaba al público. Los impregnó de heces y orín. Mientras unos huían –al principio de mane-ra lenta, para no levantar sospecha alguna- otros permanecían atónitos, enmudecidos y en asom-bro. A medida que los fluidos se desvanecían, el tiempo con ellos, y todo se resumía a una ovación por la mitad de espectadores. La otra mitad huyó sin que nadie se diera cuenta.

- ¡Reducirnos a nuestros desechos básicos es la única manera de democratizarnos! –grita con desenfrenada excitación-.

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Ella se voltea de nuevo, y con un gesto de complacencia procede a preguntarme:

- ¿Qué te pareció?- Se trata de un artista cuyo arte es tan banal

como críptico –respondo aliviado, satisfecho con la eficacia de mi memoria-. Seguro debe sentir tanto repudio por tan tercermundista público… ¡es que no entienden su misión! ¡no entienden su reputación!

- ¡Totalmente! –replicó con emoción, como si le acabara de leer la mente-. El arte político es algo que me interesa mucho.

- A mi también. Considero que revalúa nues-tra condición como individuos de la sociedad.

- Tu bien sabrás que somos pocos los que en-tendemos este tipo de manifestaciones –afirma, como con ánimo de indagar un poco más-.

Habiéndoseme acabado el educativo material de la reseña, tengo que esforzarme par recordar sus palabras –y las mías también-. Espero no per-derla. Es lo único que pienso en este momento.

Puedo notar como lentamente el gesto de su rostro se disminuye. Transita diferentes estados cada vez más rápido. Es angustiante. De interés a expectación a indiferencia… de repente…

- Yo creo, al igual que tu, que estas manifes-taciones son importantes por su efectividad –dije de manera atropellada-. ¿Qué importa que

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la relación con el espectador sea diagonal y no horizontal? ¡Nada! ¿Qué importa que se dependa del escándalo o el sufrimiento para potenciar el mensaje? ¡Nada! Acá lo que importa es que lle-vamos lo político como una bandera, y ésta de-muestra que nuestra práctica tiene influencia más no consecuencia. ¡Acá lo que importa es que estas manifestaciones, por absurdas que sean, son el perfecto móvil para liberar nuestra furia política!

Así de fácil soy. Pero no puedo quejarme, me la quedé, y al parecer, de golpe, recuperé aquello que había perdido tiempo atrás. Es momento de hacer “cosas grandes”.

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Al menos el episodio ha terminado, está cerrado, pertenece al pasado, sellado en la memoria. Pero eso no es del todo cierto. Recibo una carta. Era La Institución. Me aclaraban que durante todo este proceso mediático se me iba a retirar el apo-yo. Argumentaban que este tipo de situaciones no favorecen a su imagen. La razón por la que se me inició el proceso es conocida por todos. Amo es-cribir, es mi religión. Por eso escribo reseñas, me gusta escribir prosa.

Por un par de años me dediqué a otro tipo de oficios. La idea era trabajar benévolamente, aho-rrar algo de dinero y exiliarme para poder escri-bir. Sólo el desenlace hacía soportable el proceso. Trabajé un tiempo en un banco, transcribiendo documentos. Trabajé un tiempo con un político, redactando sus discursos. Trabajé un tiempo con

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una señora ciega –que por cierto gustaba mucho del arte-; mi función era leerle revistas viejas para mantenerla entretenida. Trabajé incluso formu-lando tarjetas para momentos especiales. Tanto me dejé llevar por el leve sufrimiento que el día a día infringía en mi –en eso, le aseguro, soy el mejor-, que me tomó mucho, demasiado tiempo darme cuenta que en ninguno de estos trabajos pagaban bien, y que apenas me daban para pagar un arriendo y costear alguno que otro capricho.

El problema persistía. Pasaron dos veranos y otros tantos inviernos deambulando de oficio en oficio. Era hora de hacer algo. Por eso decidí tomar este trabajo. Simplemente se me señalaba un objeto y yo tenia que hacer lo que amaba. No podía quejarme. La reputación de la publicación era envidiable.

Luego pasó lo que todos saben, lo que ha oca-sionado que yo reciba esta carta. Tuve que dis-culparme públicamente. En ese mismo circuito cometí mi error. Cometí el error de públicamente llamarle “diletante”. Pero soy inocente. Créame. Sólo me deje llevar por el placer culposo que esa palabra me generó. Suena muy bien. Suena sofisticada. Suena como una bofetada de guan-te blanco. Supongo que el resultado hubiese sido totalmente distinto si le hubiese llamado “hijue-puta”. Pero yo no tengo la culpa. Me traicionó mi memoria. En algún punto entre el banco, el

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político, la ciega y las tarjetas olvidé que ella era un estandarte del circuito, un tótem. ¿Cómo pude atreverme? ¡Diletante!.

Triste pero aliviado recuperé mi autonomía. Mi silencio fue el único precio. Es vital para mi el pretexto de que “no había otra salida”, y ante todos mi detractores procuré justificar mi política de prudencia. El asunto fue aún más traumático. En mi cabeza la experiencia se convirtió en un asunto pedagógico: se fijaron delgadísimos lími-tes entre posiciones virtuosas y opiniones perver-sas, y se estableció una parábola del hijo infame. Sacrificar el status diplomático nunca fue una opción. Fui ejemplificado en el circuito, como un maldito diletante. Todo parece indicar que la opinión pública debe ser una herramienta de con-ciliamiento social.

Leí y releí cada articulo impreso. Aumentaba el dolor y eso de alguna manera me agradaba, creo que nací para sufrir. Todos tenemos un lími-te. Yo tardé una semana y tres días en dar con el mío. De repente le grité a mi inquilino:

- ¡A la mierda! Voy a renunciar. Acto seguido asoma su cabeza fuera de la

cocina –es cocinero por cierto, también trabajé transcribiendo recetas para él- y con un gesto de complacencia sonríe y dice:

- Está bien. Ya era hora. Me tenías preocupado.También llamé a mi amigo el oriental y le co-

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menté. Estaba encantado. El creía que yo había estado viviendo bajo la ideología equivocada, y le alegraba en exceso esta nueva oportunidad que la tragedia me había brindado. Estaba decidido, me iba a dedicar a vender arte.

En una semana y tres días estaba todo arre-glado. Pedí un préstamo en un banco, alquilé un sótano que quedaba debajo de la oficina de un político y pedí asesoría a mi vieja empleadora, la señora ciega. Pinté las paredes, puse un escrito-rio, traje algo de arte y ya estaba. Es lo más fácil que había hecho en mi vida. Las paredes blancas, el escritorio y las pinturas me legitimaban como vendedor de arte. Yo no sabia mucho del negocio del arte. Sólo sabia que me gustaba.

Cuando llegó la primera exhibición yo no sa-bía a quien llamar. Invité a un amigo que era pin-tor y que tenía mi misma edad. Yo creía que fun-cionaba así, exponías un pintor de tu misma edad, que atraía compradores de tu misma edad. Luego venían más pintores de tu misma edad buscando que los exhibieras. Y así. Pero en realidad sólo asistieron un banquero, un político y una señora ciega. Buena suerte tuve al haber comprado can-tidades obscenas de vino barato.

La velada fue agradable. Fue bueno volver a verlos. Ninguno de los tres se había enterado del incidente en el periódico. El banquero y el po-lítico poco a nada les interesaban estos asuntos.

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La señora se había quedado sin quién le leyera. Por eso estaban los tres impresionados de que haya decidido yo tomar un riesgo. Ignoraban que fue una decisión esporádica fruto de una crisis mental. Por eso estaban impresionados y complacidos. Para mi no fue tal la felicidad. No por la inasistencia al evento. Es más, no estaba infeliz. Estaba indignado. ¿Tendré que soportar todos los días la vergüenza de tener que vender-le arte a gente que no sabe absolutamente nada de arte? No me malinterprete. No quiero ser un “hijueputa”. Ahora sé que existen varios indivi-duos en este juego. Hay mercaderes que procuran exponer lo que ellos creen que la gente quiere, y hay curadores que procuran exponer lo que ellos creen que la gente necesita. Para mi era algo más romántico. Yo tenía la esperanza de que la gente pudiera entregarse a un placer culposo, admitir que algo les gustaba y por eso querían comprarlo. Nada más. Tenía yo la esperanza de que la gente pudiera entregarse al placer culposo de necesitar exactamente lo que quieren.

Igual la voz se regó. Yo no cobraba por de-jarlos exponer, así que el asunto se esparció a una velocidad milagrosa. Ahora sí empezaron a venir pintores de mi misma edad. A sus expo-siciones empezaron a venir compradores de mi misma edad, y ocasionalmente alguno que otro mayor, más fogueado. El resultado seguía siendo

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el mismo. Desconcertado me acerqué a hablarle a uno de los ocasionales compradores mayores. Les digo compradores porque a pesar de que no compran no tengo otra forma de referirme a ellos ¿cómo les digo? ¿snobs? ¿dandis?

- ¿Ve algo que le guste? –pregunté en un tono extremadamente meloso-.

- No logro entender –responde mientras cru-za los brazos y lleva una de sus manos a su bar-billa-. No logro entender la intención del artista.

Esa afirmación fue en igual proporción ate-morizante y reveladora. Pude haber cedido. Pude haberle dicho algo así:

- Lo motiva la política. La violencia de su pin-celada puede igualarse con los violentas temas que trata en su pintura. Pero no se deje engañar. Su ánimo de no figuración es sólo un mecanis-mo para dejar respirar la inteligencia de sus ideas. Existe como artificio, pero no niega lo orgánico del medio y del tema, se empapa y nos deja en evi-dencia: todos, sin importar nuestro status, pode-mos vernos reflejados en su pintura, porque apela a lo que más nos mueve, a lo que más nos duele…

Es más, pude haberlo escrito en la pared de la entrada, así me ahorraría la labor de hablar con cada uno de ellos, no saben de arte, ¡pero al me-nos sabrán leer!

Cuando vuelvo a la escena me doy cuenta que mi querido comprador se había ya retirado.

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Seguro ahora piensa que soy un burlón, o que simplemente no sé nada de arte. Espero que esto no ponga en peligro mi nueva carrera, espero de todo corazón que no vuelva a pasar.

Después de un buen tiempo en el negocio –digo negocio porque debería mover dinero, pero hasta ese momento no había visto mucho- empe-cé a sacar mis propias conclusiones. Quizá todos los que visitaban mi galería eran como yo antes, y estaban apenas dándose cuenta que sus trabajos no pagan bien, o por lo menos no lo suficien-te como para exiliarse y comprar algo de arte. O quizá es que no logran entender la libertad y per-misividad que trae consigo el arte. No se trata de física avanzada, todos pueden participar.

Ahora entiendo todo el episodio del periódico. La razón por la que fui condenado y expulsado es la misma por la que mis queridos visitantes nunca se animan a comprar. ¡Cómo me atreví a hacerlo! ¡A difamarle en un medio público! Son sus pala-bras las que redirigen el gusto de nuestro pueblo. Y el pueblo la necesita. Sí, la necesita intacta, llena de poder. El pueblo no ha entendido qué quiere y qué necesita. El pueblo no ha entendido.

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A N O T A C I O N E S

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A continuación una serie de anotaciones que acompañaban los textos acá publicados. Son importantes. Algunos pueden funcionar como pies de página. Otros, un tanto más complejos, pueden ser autosuficientes. Error garrafal seria subestimarlos por su forma moderada o lenguaje informal. Tampoco lo juzgue por su ubicación al final de esta publicación. Debe uno tomarse su tiempo, ser atento y egoísta, más no excesivamente preciso.

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Existen varias razones por las cuales hacer-lo, sin embargo creo que sólo una es rele-vante: todos tememos no ser tomados en serio. Aceptar lo superfluo e inofensivo de la práctica pone en peligro nuestro status, tememos que se nos deje de ver como ge-neradores de cultura. Como resultado ter-mina siendo demasiado fácil ceder ante la tentación de tejer complejas redes alrededor de los objetos; al final, nadie quiere ser visto como alguien que se toma muy en serio los asuntos ligeros del pensamiento.

En el aula. No se preocupen por compla-cerme a mí. Noto que es ahora muy usual usar la adulación para lograr empatía y no-toriedad. No funciono así. No entiendo por qué se desgastan y desperdician su vida aca-démica tratando de conquistar a sus maes-tros ¿Buscan favores? No se preocupen, cuando necesiten esos favores su maestros ya estarán muertos.

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Genera angustia y desconcierto. Es una fi-gura que, a pesar que en la práctica en muy contados y triviales casos se convierte en un factor decisivo del juego, simbólicamente siempre representa una amenaza, en espe-cial para los noveles practicantes. Para éstos parece un asunto indescifrable, y su educa-ción superior sólo hace más complicado el asunto: su academia no se basa en una libre formación de pensamiento, sino en una vo-luntariosa tarea de establecer límites para determinar contenidos aceptables dentro del gremio.

“Nosotros que entendemos la importancia de estos temas”, ese era siempre para él una línea recurrente y delimitadora que, predeci-blemente, usaba sin falta en ese tipo de situa-ciones, esas que me resultan tan extrañas. Su presencia siempre me incomodó y en espe-cial el hecho que, por encima de todas las cosas, su habilidad social era infinitamente superior a la mía; eso me lleva a pensar que a

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veces no es la calidad, sino el momento en el que uno hace las cosas lo que importa. En varias ocasiones trató de hacerme pro-bar algo de la buena vida, y me gustó, pero el hecho de que nunca se atreviera a desa-rrollar sus juicios de erudición me generaba una enorme desconfianza: parece en reali-dad que lo importante para él era ponerse un peldaño arriba del resto.

El talento innato no existe. No se debe creer en él. Por mucho tiempo me refugié teme-roso en la no-práctica de mis ideas, parecían muy complejas, necesitaban de mucho tra-bajo. Siempre estaba esta idea del talento. Que todo debe fluir. Que todo es un don. No lo es. El talento es sólo un mecanismo más para perpetuar esa idea del aura en el arte. ¿Qué seria de nosotros si de repente se revela que todos pueden hacerlo? ¿Qué seria de nosotros si se de repente se revela que no hay nada que entender?

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Todos lo odian por descarado. Personalmen-te lo encuentro fascinante. Me encanta que se ofendan cuando el los engaña y les reve-la que en realidad esto nace de los impulsos más banales, como escuchar un himno de discoteca.

Es muy sencillo entrar a una sala, ver algo del agrado de uno y casarse con ello. Es muy sencillo volver al taller e intentar replicarlo. Copiarlo. Pero uno sólo puede mantener esa apariencia hasta cierto punto. Detrás de todo gesto hay una ideología, un cuerpo de traba-jo, una serie de intereses. Saltarse estos tres pasos y llegar directo al resultado es un ejer-cicio que en principio resulta atractivo –por su facilidad-, pero termina volviéndose una repetición vacua. Imitar genera seguridad, es emular un acto legitimado; a nadie le gusta que lo rechacen.

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Debe ser uno muy cuidadoso cuando se aproxima al gusto de aquellos que dicen manejar maneras “críticas”. Si la copia es una fórmula reprochable, descifrar un gus-to y replicarlo lo es en mayor medida. Si la función de estos individuos es establecer lí-mites dentro del gremio, intentar replicar su gusto sería establecer una fórmula para estar siempre dentro de esos límites.

Art is cheap but priceless. No encontré ma-nera satisfactoria de traducir “priceless”. “No tiene precio” está lejos de ser una tra-ducción satisfactoria.

¿Porqué todos ven en esto un asunto posi-tivo? Todo es una burocracia de apoyo mu-tuo. Los objetos sacan los mejor de noso-tros o nos hacen reflexionar sobre lo peor. En cualquier caso el resultado es siempre positivo. Nunca hay comentarios negativos.

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¡Que alguien juegue a la ofensiva! Todo es muy seguro, muy conciliador.

En el aula. Ninguno en realidad, ni siquiera a estas alturas, sabemos lo que estamos ha-ciendo. Nos esforzamos mucho por desci-frarlo, pero no lo sabemos. Se nos exige que podamos sintetizarlo todo en unas palabras. Por eso nos esforzamos mucho tratando de descifrarlo. Algunos son muy cobardes, pero no los culpo. Se escudan en discursos en-redados para que así no se haga efectivo el “cualquiera puede hacer eso”. A mi no me importa. Cualquiera puede pararse enfrente de ustedes y decirles exactamente lo que yo les estoy diciendo. La única diferencia es que yo me estoy quedando calvo y ustedes no. La calvicie me legitima como “persona más sabia”.

Hay una alarmante preocupación por la “formación de públicos”. En pro de ésta,

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se diseñan educativos páneles informativos en los que se les dice al espectador qué ver. Debe uno ser terco. Ignorar estos artefactos y ser lo más egoísta posible.

Sí críticos, teóricos y conocedores no logran llegar a un acuerdo sobre los valores de una obra (monetarios, simbólicos), no es de ex-trañar que un coleccionista no sea capaz de confiar en su propio criterio.

La educación en estos campos es un mito. Es un placebo que quiere quitarnos el mie-do de realizar el acto de fe que es produ-cir objetos inútiles. La profesionalización se asume como una inversión segura. En ese proceso hay un intercambio moral. A cambio de legitimidad, se permite que ideas como la normalización (criterios estableci-dos, prácticas aprobadas) entren en juego.

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El arte y el dinero jamás se tocan. El arte traduce el dinero. El dinero facilita la disemi-nación del arte.

El arte ha pasado de ser extremadamente académico a ser extremadamente comercial, y en ninguno de los dos casos la crítica ha desempeñado un papel relevante.

Las ideologías están bien, te ayudan a supe-rar muchos obstáculos, pero no están bien cuando se establecen. Ahora vivimos en una ideología en la que si algo se ve bonito es malo, si algo le gusta a la gente es malo, si es atractivo es reaccionario. Y eso es terri-ble. Hay una manada de individuos haciendo objetos que premeditadamente, para cumplir alguno de estos requisitos.

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Se terminó de imprimir el día 30 de noviembre de 2010.Se imprimieron 500 ejemplares.Se usaron tipos Garamond en el diseño.

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