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LA IMAGEN DE LAS MATEMÁTICAS JOSÉ JAVIER ETAYO MIQUEO Real Academia de Ciencias INTRODUCCIÓN La imagen de las matemáticas fue uno de los cuatro ob- jetivos fundamentales marcados por la Unión Interna- cional de Matemáticas cuando el 6 de mayo de 1992, y bajo el patrocinio de la UNESCO, declaró oficialmente en Río de Janeiro al año 2000 como Año Mundial de las Mate- máticas. He querido fijarme precisamente en él y tomarlo como tema de esta reflexión porque ante la presentación de las matemáticas a la sociedad, finalidad del curso que aquí se anuncia, encuentro deseable destacar, como sin duda lo harán mucho mejor los compañeros que van a ocuparse de las conferencias programadas, que la matemática no es algo aislado, inamovible, que vive en su propio mundo, in- diferente a cuanto ocurre a su alrededor, y que habla de cosas que sólo importan a los propios matemáticos, sino que constituye una de las facetas de la cultura, sometida como todas ellas a las características de los distintos ám- bitos espaciales y temporales en que se desenvuelve, a la evolución del pensamiento y aun a los vaivenes de las mo- das. Curiosamente, sus detractores condenan con la mayor virulencia que no haya quedado estancada en sus primeras concepciones en vez de mantener un permanente diálogo con las demás corrientes culturales. Por ello, me gustaría que la imagen que se tenga de las matemáticas fuera la de un movimiento cultural más, que se manifiesta según sus modos y estilo, lo mismo que hacen los restantes con los suyos, defi- niendo así el estado de la cultura vigente en cada mo- mento histórico. Naturalmente, lo que escribo a con- tinuación no es más que una pequeña sucesión de ráfagas en esa dirección, jamás un estudio completo. Y para demostrar que, en efecto, estamos en sintonía con lo que hoy se lleva, cuando tantas quejas hay sobre el sexismo en la Real Academia Española y en su diccio- nario, empezaré por ser políticamente correcto y pon- dré en femenino el título de aquella conocida pelícu- la de Sergio Leone: LA BUENA, LA FEA Y LA MALA La buena va a ser la cultura; nadie dudará de que la cultura es un bien. Al menos si nos ponemos de acuer- do acerca de qué cosa sea cultura, porque hace algún tiempo, un par de años quizá, leía en la prensa que, en- tre la concesión de subvenciones ministeriales, había una partida de trescientos cinco millones para publica- ciones de pensamiento y/o cultura, e ironizaba el suel- to periodístico: «es ya sorprendente, además de su cuan- tía, pues pareciera que para el Ministerio de Cultura el pensamiento no es cultura». Y precisamente ahora, digo yo, en que la palabra «cultura» se aplica a todo: cultu- ra del pacto, del consenso, la cultura de la hamburgue- sa, la de la violencia, y hasta la «cultura del pelotazo», que también son ganas de ponerse sublime. Como se decía en mis tiempos, a cualquier cosa le llaman cho- colate las patrañas. Si a estas cosas llamamos cultura, bien está que el pen- samiento no lo parezca. Pero si volvemos a nuestra cultura «de toda la vida», pienso que en el sentimiento de muchos la imagen que despierta es la de un cúmulo de ideas, de expresiones vitales, de manifestaciones populares, artísti- cas, plásticas, literarias, musicales y poéticas. La cultura ha ido siempre, en el sentir común, unida a las humani- dades, al arte -las bellas artes-, entre las que raramente se incluirían, salvo posterior y trabajoso razonamiento, las del pensamiento científico. Así disuenan tanto los títulos de unas piezas musicales que se inventa Julio Verne en dos de sus novelas (París en el siglo XX y Une ville idéale, respectivamente): «Gran fantasía sobre la licuefacción del ácido carbónico» y «Fantasía en la menor sobre el cua- drado de la hipotenusa». La ciencia se ve más bien como una herramienta prác- tica para hacer cosas materiales apreciables por su utilidad pero no porque contribuyan a la exaltación y elevación del espíritu. Como decía una vez uno de mis compañeros: «Se tacha de inculto a quien no sabe qué es un soneto pero no a quien no sabe nada del ácido sulfúrico o de qué cosa será eso de la topología». El auge de la literatura y el arte en el Renacimiento y la desvinculación de la ciencia

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LA IMAGEN DE LAS MATEMÁTICAS

JOSÉ JAVIER ETAYO MIQUEO

Real Academia de Ciencias

INTRODUCCIÓN

La imagen de las matemáticas fue uno de los cuatro ob-jetivos fundamentales marcados por la Unión Interna-cional de Matemáticas cuando el 6 de mayo de 1992, y bajoel patrocinio de la UNESCO, declaró oficialmente en Ríode Janeiro al año 2000 como Año Mundial de las Mate-máticas.

He querido fijarme precisamente en él y tomarlo comotema de esta reflexión porque ante la presentación de lasmatemáticas a la sociedad, finalidad del curso que aquíse anuncia, encuentro deseable destacar, como sin duda loharán mucho mejor los compañeros que van a ocuparsede las conferencias programadas, que la matemática no esalgo aislado, inamovible, que vive en su propio mundo, in-diferente a cuanto ocurre a su alrededor, y que habla decosas que sólo importan a los propios matemáticos, sinoque constituye una de las facetas de la cultura, sometidacomo todas ellas a las características de los distintos ám-bitos espaciales y temporales en que se desenvuelve, a laevolución del pensamiento y aun a los vaivenes de las mo-das. Curiosamente, sus detractores condenan con la mayorvirulencia que no haya quedado estancada en sus primerasconcepciones en vez de mantener un permanente diálogocon las demás corrientes culturales.

Por ello, me gustaría que la imagen que se tenga delas matemáticas fuera la de un movimiento culturalmás, que se manifiesta según sus modos y estilo, lomismo que hacen los restantes con los suyos, defi-niendo así el estado de la cultura vigente en cada mo-mento histórico. Naturalmente, lo que escribo a con-tinuación no es más que una pequeña sucesión deráfagas en esa dirección, jamás un estudio completo. Ypara demostrar que, en efecto, estamos en sintonía conlo que hoy se lleva, cuando tantas quejas hay sobre elsexismo en la Real Academia Española y en su diccio-nario, empezaré por ser políticamente correcto y pon-dré en femenino el título de aquella conocida pelícu-la de Sergio Leone:

LA BUENA, LA FEA Y LA MALA

La buena va a ser la cultura; nadie dudará de que lacultura es un bien. Al menos si nos ponemos de acuer-do acerca de qué cosa sea cultura, porque hace algúntiempo, un par de años quizá, leía en la prensa que, en-tre la concesión de subvenciones ministeriales, habíauna partida de trescientos cinco millones para publica-ciones de pensamiento y/o cultura, e ironizaba el suel-to periodístico: «es ya sorprendente, además de su cuan-tía, pues pareciera que para el Ministerio de Cultura elpensamiento no es cultura». Y precisamente ahora, digoyo, en que la palabra «cultura» se aplica a todo: cultu-ra del pacto, del consenso, la cultura de la hamburgue-sa, la de la violencia, y hasta la «cultura del pelotazo»,que también son ganas de ponerse sublime. Como sedecía en mis tiempos, a cualquier cosa le llaman cho-colate las patrañas.

Si a estas cosas llamamos cultura, bien está que el pen-samiento no lo parezca. Pero si volvemos a nuestra cultura«de toda la vida», pienso que en el sentimiento de muchosla imagen que despierta es la de un cúmulo de ideas, deexpresiones vitales, de manifestaciones populares, artísti-cas, plásticas, literarias, musicales y poéticas. La culturaha ido siempre, en el sentir común, unida a las humani-dades, al arte -las bellas artes-, entre las que raramente seincluirían, salvo posterior y trabajoso razonamiento, lasdel pensamiento científico. Así disuenan tanto los títulosde unas piezas musicales que se inventa Julio Verne endos de sus novelas (París en el siglo XX y Une ville idéale,respectivamente): «Gran fantasía sobre la licuefacción delácido carbónico» y «Fantasía en la menor sobre el cua-drado de la hipotenusa».

La ciencia se ve más bien como una herramienta prác-tica para hacer cosas materiales apreciables por su utilidadpero no porque contribuyan a la exaltación y elevacióndel espíritu. Como decía una vez uno de mis compañeros:«Se tacha de inculto a quien no sabe qué es un sonetopero no a quien no sabe nada del ácido sulfúrico o de quécosa será eso de la topología». El auge de la literatura y elarte en el Renacimiento y la desvinculación de la ciencia

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respecto de la filosofía dejan el campo libre al predominiode la cultura literaria, la cultura tenida por tradicional.

Nuestro presidente, profesor Martín Munido, en unenjundioso trabajo, «Ciencia y cultura», que sirve de pre-sentación al segundo curso de la proyección de la culturacientífica y tecnológica que la Academia desarrolla, invo-ca para la ciencia el reconocimiento de su contribución auna calidad de cultura más extensa y global, «que supon-ga la totalidad de las formas de la dedicación del hombre,con inclusión tanto de las ciencias y la tecnología como delas humanidades y sus partes». Porque, hasta ahora, o laciencia no era cultura o, si lo fuese, no entraría en el ca-tálogo de lo que se suele entender como tal y que se diri-ge siempre a la contemplación de algún género de belle-za. En todo caso, quedaría clasificada entre las artes liberales,no en las bellas artes; así, a la ciencia le habría correspon-dido el papel de la fea.

¿Cuál sería, entonces, la mala de la película? Ya se lopueden suponer: la matemática. Ella ha sido siempre el te-rror del estudiante, la asignatura más denostada, el pen-samiento más hermético, sólo asequible a los iniciados,impermeable a cualquier tendencia, moda o costumbre;monolítica e inmutable, espera agazapada la llegada de lainfeliz víctima que, tras ese enfrentamiento, mantendráhacia ella toda su vida una invencible aversión. Ya puedenalzarse voces defendiendo la necesidad de los conoci-mientos y de la formación matemática, incluso con el ar-gumento parcial de que también las demás ciencias la re-quieren como herramienta; que si ellas lo eran para eldescubrimiento y la obtención de leyes y de objetos úti-les, aplicables al progreso y al bienestar —y son mucho másque eso—, la matemática es la herramienta de la herra-mienta. Vano esfuerzo propagandístico, porque siempre serámirada por el común de los mortales como ese monstruocon el que no hay más remedio que convivir y al que sólounos pocos elegidos -favor que nos hacen- pueden acer-carse sin temor. Sí, ciertamente, a las matemáticas se lasve muy malas.

PERO NO SIEMPRE HA SIDO ASÍ

No ha sido así, en efecto, sino mucho peor. Entre otrascosas, porque durante siglos se llamaba matemáticos, ade-más de a cosmógrafos, navegantes, artilleros y construc-tores, también a los astrólogos, bien que entonces este tér-mino era considerado sinónimo de lo que hoy conocemoscomo astrónomo. En cualquier libro antiguo abundan ti-tulaciones del autor como las que leo, por ejemplo, enuno editado en 1576: «Astrólogo y Mathematico, y Ca-thedratico de Cosmographia por su Magestad en la Casade Contratación de Seuilla». Y hay que remontarse mu-cho más para encontrarlos —a los matemáticos— persegui-dos en tiempos de Diocleciano, junto con los de otras sec-tas, como la cristiana, lo que no impide que san Agustínprevenga después a los fieles contra ellos. Durante la EdadMedia se sigue aplicando el «Código de matemáticas y es-

critos nocivos», cuyo solo título haría las delicias de mu-chos estudiantes de hoy, y en el Renacimiento se reproduceesa ligazón de las matemáticas con los saberes ocultos y pe-ligrosos. En 1614, el dominico Tommaso Caccini arre-mete contra «el arte diabólico de las matemáticas» y con-tra los matemáticos instigadores de herejías que deberíanhaber sido expulsados de cualquier estado cristiano. Has-ta Quevedo, en uno de sus Sueños, mete a Cardano en elinfierno, aunque pienso que más por astrólogo de verdadque por matemático de verdad, más por mentiroso y «porhechizos de viejas» recogidos en sus libros De subtilitate Re-rum. El mismo Cardano se jacta de ser astrólogo, entreotras muchas cosas malas y buenas.

Y nada digamos del Gran Piscator de Salamanca, cate-drático allí de Astrología y Matemáticas, amén de otrascosas más o menos estrafalarias en que se ejercitaba, comolas que enumera Alejo Carpentier: «... doctor en Criso-peya, Mágica, Filosofía Natural y Transmutatoria». Tí-tulos, dice él, de que se adorna para una mejor venta desus almanaques. Se refiere, naturalmente, al famoso Die-go de Torres Villarroel, a quien los sinuosos caminos dela picaresca le conducen «a ser lazarillo de ermitaños, es-tudiante y torero, curandero y bailarín, albacea y mate-mático, soldado en Oporto y catedrático universitario,antes de dar con los huesos en el descanso de un hábitoreligioso». A pesar de todo eso, el mismo Villarroel sequeja, muy pundonoroso, del nulo interés y del rechazoque su ciencia despierta: «Muchos sostienen que las Ma-temáticas son enredo y cosas de diablos y de brujas y si-guen creyendo los otros catedráticos que esta ciencia tie-ne sabor a encantamientos y farándulas». No parece raro,con el ejemplo que daba.

Bien, pues no confundamos, que los matemáticos nodebemos de ser tan malos como pregona la fama, sólo porun cambio de nombre; aunque lo seamos por otras cosas.Si se llamaban matemáticos los astrólogos, y también losque practicaban ciertas suertes de esgrima, no es algo di-ferente de que al médico se le llamase físico y algebrista alcirujano de huesos. Todavía Valle-Inclán alude a ello en Eltrueno dorado, cuando dice de un herido: «Tiene abiertala cabeza de un tolondro, que se le ven los sesos (...) Elmaestro que trabaja en el patio sabe de algebrista, y ha di-cho que no la cuenta». Lo malo es que esa interpretacióndel algebrista como componedor —de huesos en este casó-se ha trasladado a otros ámbitos, incluso al de compone-dor de voluntades o, por mal nombre, alcahuete. No se afli-jan nuestros algebristas actuales, que en su defensa salenada menos que don Quijote; bien oiréis lo que dirá: «Noes así como se quiera el oficio de alcahuete, que es oficiode discreto y necesarísimo en la república bien ordenada,y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida, y aunhabía de haber veedor y examinador de los tales». ¡Pues tam-poco, que ya sólo faltaba que hubiera oposiciones a al-cahuete en nuestros departamentos de Álgebra!

Entonces, ¿qué nombre elegiríamos para designar enaquellos tiempos a los que hoy llamamos «matemáticos»?Seguramente, el de geómetras. Cuando se hablaba de un

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LA IMAGEN DE LAS MATEMÁTICAS

geómetra era para señalar simplemente a un matemático;reminiscencia quizá del ideal geométrico griego. No esraro ver llamar geómetra a Lagrange, que fundamental-mente se dedicó al análisis y a la mecánica y es, acaso conMonge, una de las primeras figuras de matemática espe-cializada. Pero no estaban todavía los tiempos, y menos aúnlos anteriores, para semejantes disquisiciones: no habíaespecialización, los grandes autores tocaban todos los temasy en todos destacaban.

Ya que hemos nombrado a la geometría, nos quedare-mos de momento con este término, que tal vez pueda sal-var a la matemática no sólo de ser la mala, sino de ser fea.O, por lo menos:

UNA MALA NO TAN FEA

La geometría —la clásica, por supuesto— se apartaría unpoco del esquema desolador antes descrito, acaso por suaplicación en algunas formas artísticas, arquitectónicas opictóricas, acaso también por la propaganda que le hizo Pla-tón al fijar a la puerta de los mismos jardines de Akade-mos su famoso veto: «Nadie entre aquí que no sea geó-metra». O dicho por Juan de Herrera en aquella fabladeliciosa del siglo XVI: «Platón hechaba de su Academia atodos los que en la geometría no viniesen principiados».

El caso es que muchos han «gustado» de aquella geo-metría. Lean ustedes, por poner sólo un ejemplo, algu-nos párrafos entresacados de La tía Tula:

Y de entre las cosas que aprendió con su sobrino y paraenseñárselas, pocas le interesaron más que la geometría.¡Nunca lo hubiese ella creído! Y es que en aquellas demos-traciones de la geometría, ciencia árida y fría al sentir de losmás, encontraba Gertrudis un no sabía qué de luminosidady de pureza. Un día de radiante primavera le explicaba cómono puede haber más que cinco y sólo cinco poliedros regu-lares. «Pero ¿no ves que claro?, ¿no lo ves?, sólo cinco y nomás, ¡qué bonito! Y no puede ser de otro modo, tiene queser así». Para ella la geometría era luz y pureza. En cambiohuyó de enseñarle anatomía y fisiología. «Ésas son porque-rías —decía— y en que nada se sabe de cierto ni de claro».

No puedo por menos que recordar, al leer esto, a unentrañable compañero de la universidad y de la Acade-mia, Enrique Linés; para él también esa limitación a cin-co poliedros regulares, justamente los sólidos platónicos,era uno de los teoremas bellos de las matemáticas. Y seve, por sus palabras anteriores, que también Unamunoapreciaba las construcciones de la geometría euclídea y talvez por eso se aficionó a la papiroflexia.

Ahora bien, ¿hablamos sólo de este tipo de cosas cuan-do nos referimos a la geometría? ¿Cuenta solamente esa geo-metría que heredamos de los griegos? ¿Y hasta qué puntonos refleja precisamente las características de aquella ysólo de aquella cultura? Porque es una idea común que lageometría, y las matemáticas en general, operan sobre he-chos incuestionables, sus resultados son verdades absolu-

tas, vigentes en todo tiempo y lugar y eternamente váli-das, independientes del momento y del entorno culturalen que se produjeron. A quien se le dijera que cada pue-blo o cada etapa histórica pueden tener concepciones pro-pias del hecho geométrico o matemático que cabe dife-renciar de las de otro, nos miraría, si no con incredulidad,al menos con extrañeza. La geometría, se piensa, ya estáhecha: estudia el espacio y los cuerpos en él situados, y¿qué otra cosa le queda por hacer? Todo lo más perfec-cionar algunos cálculos y acaso proyectar trayectorias paravehículos espaciales. (Cuando empezaron a ponerse enboga me preguntaron, dando por supuesta la respuestaafirmativa, si Von Braun era el mejor matemático del mo-mento). ¿Cómo pensar que hoy y aquí pueda haber lamenor diferencia, salvo en la cantidad de sus resultados,entre nuestra geometría y la que el pueblo A producía enel siglo B? Como me decía una vez un compañero de Hu-manidades: «Ya sabemos que no va a haber una matemá-tica riojana». Cierto, pero ¿y si en vez de La Rioja elegimos,por ejemplo, la China?

EL REPOSO Y EL MOVIMIENTO

Casi todos admitirán que hubo una cultura china dis-tinta de la cultura griega de la que en gran medida pro-cede la nuestra, pero no siempre se para mientes en queesas u otras diferentes culturas pudieron tener también unadiferente traducción en algunas manifestaciones de lasmatemáticas. Leía hace algún tiempo un interesante en-sayo del profesor Lizcano en el que, entre otras muchascosas, establecía las diferencias entre la matemática grie-ga clásica y la china, y lo hacía a través de un problemahoy para nosotros elemental: la consideración del cero yde los números negativos, inexistentes para los griegosy de tácita aceptación para los chinos, cuya cultura con-templaba con naturalidad la idea de elementos enfrenta-dos y, en algún sentido, pues, opuestos y, por consiguiente,cierta noción de negatividad. Para los griegos, en cambio,no había otra oposición que la de ser o no ser, como enHamlet, y, por tanto, lo que «no era», la nada o menos quenada, el cero y los negativos, carecía de sentido. El mis-mo «yin-yang» de los chinos, que hoy parece estar demoda, representa una alternancia de estados y situacio-nes, una contraposición alrededor de su centro, sin nin-guna significación en Grecia: allí todo permanece fijo aun mismo lado del origen.

Se lee en aquel ensayo:

La preeminencia en Grecia de lo estático o permanentefrente a lo móvil o mudable no encuentra eco en el imagi-nario cultural chino. El hombre chino cree en el movimientotanto como el griego en el reposo. La naturalidad delmovimiento es tan evidente en China como penoso fue elproceso para su formalización por la física de tradición grie-ga; así como las curvas cuya definición exige el recuerdo aconsideraciones dinámicas son de difícil aceptación en lacomunidad matemática griega.

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Detengámonos aquí un momento, como si fuéramosgriegos, y pensemos en esa difícil aceptación que para ellostuvo, en efecto, la idea de curva entendida, tal como se diceahí, como trayectoria de un punto. Sí que construían cur-vas, desde luego, y las cónicas forman uno de sus capítu-los más espléndidos, pero esas cónicas eran cortes en uncono, algo totalmente estático. Las intersecciones de las có-nicas les servían para la construcción de cúbicas y cuárti-cas, a su vez utilizables para resolución de ecuaciones demás alto grado. Y esto llega hasta Descartes, que llama aesas curvas, es decir a las representadas para él por unaecuación algebraica, «curvas geométricas». Las otras, las«curvas mecánicas», obtenidas por otros procedimientos,no merecen estar en el catálogo de la herencia griega. Sólocuando Leibniz, más tarde, llama curvas algebraicas ytranscendentes a las anteriormente denominadas geomé-tricas y mecánicas, respectivamente, da a estas últimas ca-rácter geométrico, aunque no respondan a una ecuaciónalgebraica; y eso ocurre cuando la consideración del mo-vimiento está ya en plena vigencia.

Veamos otro ejemplo. Es bien conocida la estrecha re-lación entre la proporción áurea y la sucesión de Fibo-nacci. Ahora bien, la primera, la media y extrema razónde los griegos, está ya en Euclides y se establece entre me-didas de ciertos segmentos, todo muy estático, mientrasque la sucesión, que es siempre la expresión de algo di-námico, de algo que va avanzando, no parece que pudie-ra ser para los griegos algo interesante: es a principios delsiglo XIII cuando Leonardo Fibonacci le da entrada. Esdecir, aparece cuando puede, cuando cae dentro de la com-prensión de un determinado ámbito cultural.

Quizá donde mejor podamos ver esto es en el Barroco.Alguna vez me he detenido, y por eso sólo voy a repetir-lo aquí de forma resumida, en la comparación entre la es-tatuaria de aquel tiempo y la de los griegos. Es esta últi-ma de una gran belleza formal pero estática: incluso unafigura, como el Discóbolo, que va a entrar en movimien-to, está en perfecto equilibrio. (Yo no sé si es esto lo quequieren decir algunos alumnos cuyas respuestas nutrenlas páginas de la conocida y divertida Antología del dispa-rate, como aquel que define así la escultura griega: «Las ca-ras de las estatuas eran siempre las mismas y las figurasno eran móviles»; algo parecido a lo que dice otro de la es-cultura egipcia: «En ella los faraones permanecen siem-pre inmóviles»). El caso es que en la escultura griega, comoen cualquiera de sus manifestaciones culturales, dominanlas mismas notas de unidad, orden, armonía, proporcióny simetría que descubrimos en la geometría de Euclides.Una geometría acorde, pues, con el pensamiento, el artey la cultura, en general, de su lugar y de su tiempo.

¿Qué aspectos, en cambio, destacaríamos en el Barroco?Entre los muchos posibles me fijaré en uno: el movi-miento, que se hace presente en tantas cuestiones suscitadaspor las luchas, crisis, descubrimientos, problemas de na-vegación y de balística, ansias de mudanza y novedad rei-nantes en aquel tiempo. Lo que se traduce igualmente enel arte: los pintores y escultores buscan la representación

de la vida en el movimiento. Y, en efecto, al contrario queen el caso griego, ahora las representaciones de hombres enreposo parecen tener dentro de sí, en sus violentos escor-zos y torsiones, el germen del movimiento; lo mismo querevolotean los paños y vestiduras en esculturas y pinturas.

LAS VERÓNICAS Y EL ANÁLISIS

A propósito de esto último, voy a poner un ejemploque seguramente no pega de ninguna manera en tan se-ria publicación, pero que es la primera vez que lo cuento;ustedes sabrán disculparme si les parece una frivolidad.Me refiero a la verónica. Siempre me había extrañado quetal lance torero se llamase así porque, decían, recordaba lafigura de la Verónica exhibiendo el lienzo con la SantaFaz impresa. Todas las imágenes que yo había visto larepresentaban sosteniéndolo ante sí en una actitud pasi-va, sin la menor intención no de dar una verónica sino nisiquiera de citar al toro; y aunque así hubiera sido, cual-quier pase de capa habría debido llamarse entonces veró-nica. En fin, que aquello no me sugería ninguna relacióncon el toreo; por el contrario, desde el punto de vista tau-rino, la figura resultaba más bien sosita.

El Greco sí que pinta algo distinto: la Verónica levantael paño con las dos manos hacia su izquierda y, con mu-cha imaginación, podría decirse que inicia un cite que,aun en ese caso, lo mismo podría ser para una verónica quepara un farol. Más bien, con los debidos respetos, da la im-presión de ser una señora que está tendiendo la ropa. Enéstas andaba yo -¡fíjense qué preocupación!- cuando porfin un día el cielo se me abrió... en un lugar bastante opor-tuno, por cierto: en el Vaticano.

Veamos: usted se adentra en la basílica de San Pedropor la gran nave central hasta llegar al crucero, junto al,para mi gusto, descomunal baldaquino de Bernini, soste-nido por aquellas cuatro gruesas columnas salomónicas.Frente a cada una de ellas, en las «cuatro esquinitas» de larotonda, hay una figura alusiva a la Pasión y a la Cruz.Ha dejado usted a izquierda y derecha a san Andrés y aLonginos y tiene enfrente a santa Elena a la derecha; ¿y ala izquierda?: pues sí, a la izquierda, en versión de F. Mo-chi, la Verónica. ¡Pero, amigo, qué Verónica! Eso sí que estorear: echa a volar la tela por su lado izquierdo, inician-do un movimiento del cuerpo y marcando una postura queme reconcilia con el nombre que se dio a ese lance con elcapote. Es verdad que da un pase por alto, seguramentemuy rápido, más parecido a como serían las verónicas pri-meras del tiempo de Pepe Hillo hasta que, más moderna-mente, se empezaron a dar con suavidad, con las manosbajas, para que humille el toro. (Déjenme añadir, porqueno resisto la tentación, que la más bella suerte que yohe visto en una lidia fue una tanda de verónicas llenas detemple y de sabor que, cuando todavía era novillero, dioel no hace mucho desaparecido maestro Antonio Ordó-ñez). Pues bien, aun siendo la del Vaticano de distinto es-tilo, puedo asegurar que, de todas las que yo recuerdo,

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LA IMAGEN DE LAS MATEMÁTICAS

Dos Verónicas: la de El Greco, en el Museo de Santa Cruz (Toledo), y la de F. Mochl, en la basílica de Sai i rcdiu vRoma).

aquélla es la única Verónica que está dando una verónica.O, si me apuran, una chicuelina.

¿Y qué tiene que ver toda esta larga digresión con loque estábamos diciendo? Pues eso, que en aquellos tiem-pos, el de Bernini por ejemplo, la cultura, las distintasmanifestaciones culturales, estudiaban, representaban,consideraban entre sus temas vigentes el del movimiento.Y si la matemática es una forma de cultura, ¿cuál es surespuesta y su reacción ante estas propuestas? Ahí la te-nemos, en uno de sus hitos estelares: la invención delcálculo infinitesimal. Hasta entonces, y desde Descartes,un punto quedaba fijado por unas coordenadas pero nohabía una geometría del punto en movimiento. Esto lo pro-porciona la derivada. Dar una derivada en un punto escomo fotografiar un instante de su movimiento. «Admi-ra que también el tema de las matemáticas sea lo variable,sujetar lo variable sin que lo variable pierda su condición.Newton y Leibniz tratan de estudiar el proceso variable enun instante o lugar determinado, sin interrumpirlo, sin pa-sar a una situación estática». También estas palabras sonde Linés. En lo lineal, como en la matemática griega, noveía sorpresas: «Los grandes teoremas de las matemáticas-decía- tienen una componente de sorpresa, a la maneradel Barroco».

Adivino el estupor de muchos de ustedes: ¿y para de-cirnos esto nos has colocado una especie de tratado detauromaquia? Hombre, también era para mostrar cómo elmatemático ve un fenómeno cualquiera con su óptica par-ticular, lo mismo que hace el pintor, el músico o el poe-ta, o cualquier hombre culto en definitiva. Un artista ve

con unos cienos ojos los motivos ornamentales de la Al-hambra mientras que un geómetra desentraña con los su-yos los diecisiete grupos cristalográficos del plano. Unavez escribí una nota explicando cómo, en un par al cuar-teo, el toro recorre aproximadamente la evoluta de la cur-va que describe el banderillero. Esta vez fue un aficiona-do —a los toros, naturalmente— quien soltó una carcajada:«¡Te creerás tú que el banderillero va a estar calculando latrayectoria para saber por dónde tiene que ir!». Pero esque, si vamos a eso, también la Tierra recorre aproxima-damente una elipse sin darse cuenta de ello. Y para que veanlo que son las cosas: aquel artículo no era más que el de-sarrollo de una idea que había visto atribuida a don AmosSalvador, que no era un cualquiera: ingeniero, senador,riojano, autor de distintas publicaciones científicas y edu-cativas, que ocupó importantes cargos, desde gobernadordel Banco de España a titular de varios ministerios, y nu-merario de varias Academias, entre ellas la nuestra, encuya presidencia sucedió a Echegaray. Así que el tema,pienso, no desmerece tanto. (Podría decir también, enplan enredador, que en el siglo XIX hubo un notable ma-temático alemán que se ocupó del problema de las parale-las y que se llamaba Taurinus; pero esto no tiene nadaque ver).

D E LO VIVO A LO PINTADO

Hemos emparentado, de un modo que algunos enten-derán forzado, la escultura con el análisis. Mejor dicho, he-

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La perspectiva: El dibujante de un hombre sentado. Grabado deDurero.

mos sumergido a ambos en el magma cultural del Barro-co en el que van a ir acompañados de las demás expre-siones del pensamiento y del arte. No es un caso singularsino que, como estamos viendo desde el principio, ocu-rre cada vez que se produce un cambio histórico relevan-te. Busquemos algún otro ejemplo, como este que igual-mente he comentado en otra ocasión: el Renacimiento. Elemparejamiento va a ser ahora el de la geometría con la pin-tura, cosa que parece bastante natural ya que, desde siem-pre, la geometría construía, estudiaba, dibujaba y medíalas figuras. Pero ¿qué ocurre cuando nos situamos en esemomento? Un momento cuyos límites temporales quie-ro dejar un tanto difusos, pues no todas las componentesde la cultura evolucionan y discurren con exacta sincronía.

Se dice que el hombre renacentista ya no mira al mun-do desde fuera, como espectador, sino que se adentra enél y, más aún, se pone en su centro; él va a ser la medidade todas las cosas, el autor de su propio destino. La filo-sofía, las actitudes religiosas, el arte, la literatura reflejanesta nueva postura. Así, un artista ya no va a pintar lascosas tal como son sino como él las ve. De sobra sabe queun camino tiene paralelos sus bordes, pero él los pintaconvergentes porque así aparecen en su retina; dos obje-tos pueden ser iguales en la realidad, pero en su cuadro apa-rece uno de ellos mayor que el otro por el simple hechode estar más próximo a él. En pocas palabras, surge unanueva forma pictórica: la perspectiva. En ella ya no medice nada la idea de paralelismo ni la de longitud o me-dida. La vieja geometría, que hasta en su mismo nombreostentaba la vocación de medir, se ve, rebasada por estoshechos, en la necesidad de reaccionar del mismo modoque lo hacen las demás corrientes culturales, creando unanueva imagen geométrica: así nace la geometría proyecti-va, «la geometría que nació del arte».

En la primera mitad del siglo XVII, la geometría pro-yectiva da sus primeros vagidos en una obra de Desar-gues, de tan difícil lectura, con una nomenclatura de re-

sonancias botánicas y proponiendo unas ideas tan poco or-todoxas para la geometría vigente, que se perdió todo ras-tro de ella. Resucitó en el siglo XIX, que pasó a ser su épo-ca dorada. Téngase en cuenta que la geometría queentonces contaba era la recién estrenada geometría analí-tica o cartesiana y el que no escribiese en ese lenguaje que-daba proscrito; el mismo Descartes, que apreciaba since-ramente el saber de Desargues, quedó defraudado por latécnica utilizada, tan impropia de aquel momento. Di-ríamos que no era «moderno», aunque su falta de mo-dernidad no consistía en ser antiguo o anticuado sino todolo contrario: en haberse anticipado a su tiempo, habersido un precursor. Cuando nace de verdad la geometría pro-yectiva, lo hace porque ha llegado su momento en el con-cierto de las ideas, no por la influencia de la obra de De-sargues, que está totalmente olvidado y sólo a posterioripudo ser comprendido y reivindicado. Es decir, la geo-metría proyectiva no apareció en el momento precisoporque en él regía otra geometría también «actual», laque conjugaba la euclídea con el álgebra y pronto con elanálisis recién inventado.

Creo que se puede personalizar en la figura de Mongela confluencia de los dos caminos. Por una parte crea unarama particular a la que llamó «geometría descriptiva»; enella establece el sistema diédrico de representación, comoa Desargues puede atribuírsele el central o cónico, y allíestá el embrión de lo que hoy llamamos geometría pro-yectiva, la que desarrolló Poncelet y que siguió llamán-dose durante casi todo el XIX geometría descriptiva, aun-que hoy reservemos este nombre para el tratado de lossistemas de representación. Pero Monge exhibe tambiénla otra cara: la de una geometría apoyada en técnicas delálgebra y del análisis. Desde la geometría euclídea, que seocupaba de las propiedades de las figuras en cuanto tales,se pasa tras Descartes y Fermat a una metodología queimplicaba para su estudio la utilización de números, ecua-ciones y funciones. Más tarde, la invención del cálculoinfinitesimal, que buscaba estudiar las funciones en lasproximidades de un valor de la variable, trae como con-secuencia la aplicación de las técnicas del cálculo a cues-tiones geométricas consideradas, pues, desde un punto devista local. He aquí que de este maridaje de la geometríay el análisis nacía una rama particular de las matemáticasque acabaría llamándose geometría, como su madre, yapellidándose diferencial, como su padre el cálculo.

Pero aún no; todavía Euler, omnipresente en cualquiermanifestación matemática, representaría una primera eta-pa de esto que aún no era más que análisis; su relevo, enesa ancha y difusa banda de paso del XVIII al XIX, es Mon-ge, cabeza de la escuela francesa, cuya contribución parecedecisiva a la hora de tomar conciencia de que se estabaedificando una nueva disciplina. Aún seguía llamándose-le «aplicaciones del álgebra (o del análisis) a la geometría»y hoy la conocemos como «geometría diferencial clásica»,es decir, la teoría local de curvas y superficies del espacioeuclídeo representadas por ecuaciones analíticas.

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Y EL MUNDO SIGUE ANDANDO

El paso decisivo para que esta geometría deje de ser unsimple capítulo del análisis y se constituya en disciplina in-dependiente lo propicia una pequeña obra de una granfigura de su tiempo y aun de todos los tiempos: Gauss. Conél se pasa de la consideración de las superficies sumergi-das en el espacio euclídeo a mirarlas en sí mismas, intrín-secamente, sin relación con su situación en el espacio.Y este punto quería yo recogerlo dentro de los presu-puestos de nuestro tema.

Además de ocupar una cátedra en Góttingen, Gauss eradirector del Observatorio de esa ciudad. Bien pudo seresta dedicación parcial a trabajos de astronomía, comodespués a los de cartografía y geodesia, lo que orientó suteoría en una forma eminentemente distinta de la de Mon-ge. Monge era ingeniero y veía la superficie como la fron-tera de un cuerpo sólido, así que hacía hincapié en laspropiedades de la superficie relacionadas con el espaciocircundante. Pero Gauss trabaja, como geodesta, sobre lasuperficie de la Tierra que localmente, en cartografía, serepresenta sobre un plano; las coordenadas del plano nosproporcionan las coordenadas geográficas de cada puntode la Tierra y a ellas nos referimos siempre: sería impen-sable determinar el punto por sus coordenadas en un hi-potético sistema de referencia del espacio. De ahí a con-siderar en una superficie cualquiera unas coordenadascurvilíneas, trasladadas de las cartesianas del plano, y es-tudiarla, igual que hacemos con éste, respecto de esascoordenadas y desentendiéndonos del espacio ambiente,no hay más que un paso. Y he ahí cómo dos diversas orien-taciones de una misma teoría han podido ser debidas nosólo a distintas concepciones culturales del medio en quenacen, sino incluso a las diferentes actividades profesionalesde quienes las patrocinan.

Cuando hoy vemos a las matemáticas como un todo, pa-samos de largo por los altibajos que algunos de sus pro-blemas han sufrido al cambiar de lugar o de tiempo. Losgriegos podían estar interesados en construir sólo con re-gla y compás un cubo de doble volumen que otro, pro-blema que para nosotros ha perdido interés, pero nuncahabrían entendido que otro problema también nacido dela geometría, como el de los puentes de Kónisberg, podríaser efectivamente un problema: más les parecería un pa-satiempo de «tebeo», si ellos hubieran tenido tebeos. Es de-cir, los griegos no habrían inventado la topología; y nopor falta de ingenio, que lo tenían sobrado, sino porqueentre sus presupuestos mentales jamás habría sido consi-derada como ciencia estudiable.

Otro tanto podríamos decir de otras cuestiones como,por ejemplo, las apuestas y los juegos, a los que llegó unmomento en que fueron tomados como material suscep-tible de «matematización», cosa que antes habría pareci-do inconcebible. Pero así nació el cálculo de probabilida-des, como después han ido apareciendo ramas nuevas alsocaire de los movimientos, ocupaciones y tendencias decada tiempo. Cabría por ello preguntarse cómo se mani-

fiestan en el nuestro esas directrices de las matemáticas. Nosería yo quien se atreviera a contestar, como tampoco lohace la mayor parte de los autores por falta de perspecti-va, habida cuenta de que los desarrollos de las matemáti-cas en el siglo XX están todavía demasiado cercanos parapoder evaluarlos correctamente. De entre todas las direc-ciones que han proliferado, algunas hasta hacerse autó-nomas con terminología y metodología propias, ¿cuáles lle-garán a cuajar como aportaciones decisivas a la historiade las matemáticas? Cuando muchas áreas que se anun-ciaron esenciales para ellas resultaron poco más que mo-das pasajeras y, en cambio, temas que prácticamentedesaparecieron, a veces por entender que no respondíanal rigor que el momento reclamaba, resucitaron despuéssorprendentemente y escalaron altos niveles, debemos serprecavidos a la hora de juzgar orientaciones demasiadopróximas.

PERO LANCÉMONOS AL RUEDO

Vamos a ensayar alguna interpretación y espero que,como a cualquier espontáneo, me echen el guante antesde que me exponga demasiado al peligro. No hace mucholeí un comentario sobre una conferencia que en 1977 dioC. Levi-Strauss en Canadá y que trataba de los mitos y susignificado. En ella estudiaba la estructura subyacente enlos mitos, cuentos y leyendas de los nativos de aquel paísdonde la tradición oral había contribuido a estructurarpensamientos cotidianos. Pero si algo hay que caracterizaa las matemáticas del siglo XX, y seguramente a toda ac-tividad intelectual en él desarrollada, es la búsqueda delas estructuras que están en la base de los distintos fenó-menos; de este modo, aquella postura ante los mitos, parala que su expositor recabó la ayuda de un matemático detan altos vuelos como André Weil, no es más que la ver-sión actual, tan cara a las matemáticas, de considerar queel pensamiento, no sólo el propio de ellas, que ya lo es, sinotodo pensamiento puede ser estructural. Esta podría ser latraducción que hacen las matemáticas del clima cultural,o al menos de alguno de sus aspectos, en los momentos ac-tuales.

Otra nota distintiva nos asalta si nos centramos una vezmás en el caso de la geometría (disculpen, pero uno es unpoco geómetra y ya saben que la cabra siempre tira almonte): observamos en ella una creciente invasión de lastécnicas —analíticas, topológicas, algebraicas, incluso yainformáticas—, antes empleadas en atacar simplemente losproblemas que las ideas de la geometría generaban. Hoyse estudian las técnicas pero la geometría como tal ha de-saparecido prácticamente de los estudios elementales ymedios. Todo ello la ha llevado a campos de una elevadaabstracción: algunos suelen extrañarse de encontrar librosde geometría sin una sola figura, cuando pensaban que lageometría era el estudio de ellas.

Pero ¿no es acaso eso, la abstracción, una de las carac-terísticas de la cultura de nuestro tiempo? ¿No ha sido el

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arte abstracto una de sus manifestaciones más dominan-tes? También la pintura, y aun la escultura, ha prescindi-do de la representación e interpretación del universovisible y, en cuanto a la música, ha abandonado todaapelación al sentimiento, al menos en alguna de susescuelas, para descomponerse en una sucesión de sonidosdesarticulados. Por lo menos así aparece a los ojos, a losoídos, de quienes, gustando de ella, no se consideranexpertos. Escuchen ustedes -por tomar un nombre denuestras filas- la Fibonacciana de Halffter y tantas piezasde música sintética, dodecafónica y hasta música estocásticadicen que hay.

Reconozco que yo de esto no entiendo pero, según di-cen algunos especialistas, parece que se está volviendo unpoco de algunas de estas producciones vanguardistas, aca-so escarmentados por los abusos que han llegado a co-meterse. Aunque no podamos hablar de abusos, ¿sucede-rá algo de esto con la geometría? No se trata de volver ala geometría euclídea, como tampoco de volver a la es-cultura griega, sino a una geometría que, siendo actual,preste más atención a las ideas que engendra que a losmétodos que las desarrollan. ¿Volveremos a lo que podría-mos llamar una «geometría figurativa»? Naturalmente,distinta de la anterior, como en las obras artísticas, perosuperadora del enfoque de la pura abstracción. Me dicenque en el bachillerato empieza a notarse una cierta recu-peración y, en otros niveles, ¿apuntará en esa dirección, porejemplo, la geometría fractal, o se trata simplemente de unamoda con un reducido tiempo de validez? Ni lo sé ni hevenido a jugar a las adivinanzas y menos a las profecías.

De hecho, sólo he querido presentar como simples fo-gonazos, tal como dije al principio, unos cuantos ejemplosque puedan hacernos percibir cómo se enraizan las mate-máticas en los distintos ambientes culturales. Es ciertoque lo que en ellas se demuestra una vez será siempreverdad, pero también que sus teorías evolucionan al com-pás de los distintos sustratos culturales, y en ese sentido nose diferencian de lo que ocurre con otras manifestacionesy actividades, como la literatura, el arte, la música, lapoesía y hasta la misma moda, que no deja de ser un valoraunque por lo general más efímero.

HABLAR POR HABLAR

Ahora bien, esta imagen de la matemática que me ha-bía propuesto dibujar me temo que no tenga nada que vercon la que habitualmente se prodiga. La antipatía quedespierta la despega totalmente, creo yo, de cualquier otrarepresentación cultural y humana. Estas pueden gustarmás o menos, pero aparecen abordables para el común delas gentes, quizá porque tocan fibras de la imaginación ydel sentimiento. Incluso algunas ciencias que inciden enel tratamiento y en la solución de necesidades e interesesdel hombre, llegan a alcanzar cotas apreciables de popu-laridad; aunque también habría algo que decir sobre ello.Pero las matemáticas no, las matemáticas es que ni si-

quiera se entienden. Peor aún, el mismo matemático sesiente náufrago en cuanto se asoma a un campo que no esexactamente el que él cultiva; me refiero, claro está, a losaltos niveles de especialización.

Ello se debe fundamentalmente a que los sucesivos pro-cesos de abstracción han ido separando los conceptos delos modelos iniciales más o menos observables en la na-turaleza y obligan a un esfuerzo mental no exigible enotros campos. Paralelamente a ello ha sido necesario crearuna nomenclatura específica. Se acusa al lenguaje cientí-fico de inventar palabras, palabras que el lector no sabe quésignifican. ¿Acaso no hay ya bastantes en nuestra lengua?Algún autor ha dicho que los poetas no necesitan máspara expresar los sentimientos más hondos del alma hu-mana. Pero tal vez no sea esto evitable. «No es ningún mi-lagro -dice el profesor hamburgués H. Noak- que lasciencias, si quieren ser precisas, posean lenguajes especia-lizados, terminologías lo más claras que sea posible, y queprecisen de una semántica específica». Y sin duda el pro-blema se agrava en el caso del lenguaje matemático.

Otras veces se achaca la incomprensión que este len-guaje acarrea no sólo a la dificultad de la materia, sino adeficiencias de comunicación de los mismos matemáti-cos. «La escritura de los matemáticos profesionales -diceM. Kline- tiene un estilo propio. Es sucinta, monótona,simbólica y dispersa. La preocupación principal es lacorrección. Pero los buenos textos deben tener un estilovivo, atraer el interés, decir a los estudiantes dónde van ypor qué. El escribir es un arte y los matemáticos no locultivan». Posiblemente, muchos de nosotros suscribiría-mos estas palabras que, al fin y al cabo, están proferidaspor un matemático; no quiero ni pensar qué diría quienno lo fuese.

De todos modos, parece bastante fuerte exigir a losmatemáticos que cuenten sus problemas como lo haríaun medio de comunicación con los que habitualmentedifunden; entre otras cosas, porque los problemas mis-mos no se dejan. Las reglas de funcionamiento de unos yotros responden a objetivos y necesidades polarmenteopuestos; y en esto las matemáticas no difieren, salvo quizáen intensidad, de las restantes ciencias. «En el planosemántico y retórico -leo en una revista científica,repitiendo casi las palabras de antes-, el lenguaje de lasciencias, cada vez más especializado y hermético para loslegos, es sistemático, biunívoco, abstracto, despersonali-zado y a menudo antiintuitivo. El lenguaje de los mediosde comunicación, por su parte, fuertemente normalizadoy ritual, posee rasgos virtualmente simétricos. Utiliza unvocabulario limitado, cuya precisión depende del con-texto y no de una definición estándar de sus términos.Prioriza lo concreto y sensorial, procura humanizar todaslas informaciones, y no elude la toma de posición y losjuicios de valor, que a menudo expresa enfáticamente».

Todo esto me hace pensar, volviendo a las matemáti-cas, que tal vez no esté fuera de lugar aventurarnos a re-flexionar sobre este nuestro denostado lenguaje, el de ese«estilo matemático», el modo como hablamos y escribimos

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nuestras matemáticas, que tiene por lo visto algunascaracterísticas peculiares, independientemente del «estiloliterario» de cada autor. Éste podrá ser mejor o peor odistinto, pero hay siempre unas notas y unas preocupa-ciones comunes cuya ausencia le despojaría de toda validezcientífica. No me refiero, claro está, al lenguaje matemá-tico mismo y a su gramática, que dispone de sustantivos,como son los objetos de una teoría, de verbos, o relacio-nes entre ellos, y por consiguiente de una sintaxis queconstruye las oraciones mediante operaciones, transfor-maciones y morfismos; y hasta de formas más elaboradasy literarias, como las metáforas, que podrían ser nuestrosrumores: recuérdese la gran metáfora de la geometría ana-lítica que ya Puig Adam mostraba. Pero algo parecido ocu-rre, por ejemplo, con el lenguaje químico, que parte de ele-mentos y enlaces y cuyas proposiciones y frases son loscompuestos y las reacciones, según una sintaxis tambiénmuy determinada.

No, si se me permite, trataremos de explorar el estiloliterario de las matemáticas en el sentido que antes he di-cho. Todas aquellas notas negativas denunciadas por Kli-ne, ¿son forzosamente inherentes a nuestro modo de ex-presarnos? ¿Es, en nuestro decir, opuesto el arte a laprecisión y a la claridad? Quizá no sea superfluo un estu-dio, por pobre que yo pueda hacerlo, sobre cuestiones queafectan directamente al cuidado de nuestra lengua, hoyque se habla y se escribe tan mal incluso por los que hanhecho de estas actividades su quehacer profesional.

Un modo muy gráfico de analizar el lenguaje matemá-tico podría ser el de compararlo y contraponerlo con otrodiametralmente opuesto a él en el espectro de los lengua-jes: el lenguaje poético. Es curioso que para Stendhal estántambién las matemáticas en un extremo, el contrario a lamúsica, en el abanico de las artes; quizá porque en uno yotro caso pocos considerarían a las matemáticas ni comoliteratura ni como arte. Se me dirá que bien podía probarcon un lenguaje intermedio, el que permitiera exponerun texto matemático, si no poéticamente, sí con ciertabelleza literaria. En general, caso perdido: en cierta oca-sión transcribí una definición así expresada del número eque resultaba poéticamente vulgar y matemáticamenteinservible. Ya lo dice Vallejo-Nágera, comentando un es-tudio sobre Van Gogh, que «elementos literarios inade-cuados pueden mermar, sin añadir nada, una obra cien-tífica», y continúa: «la misión de la ciencia es aclarar lasideas, no ornamentarlas».

MATEMÁTICA Y POESÍA

He aquí, pues, siguiendo el esquema trazado, una defi-nición matemática a la que todavía voy a endulzar susti-tuyendo por letras las expresiones y fórmulas más complejasque en ella aparecen y que oralmente la harían ininteligi-ble. Con todo, queda así: «Se dice que A es localmenteestructuralmente estable en B si para todo entorno Cexis-te un entorno D tal que para todo E existe i7 tal que Ges

equivalente a H, es decir, existen dos difeomorfismos lo-cales, Ky L, tales que M= Ny P= Q».

Desde luego, la belleza literaria no es su fuerte: esosdos adverbios seguidos en «mente», ese encadenamien-to «para todo ... existe ... tal que», repetido hasta tres ve-ces... Debo apresurarme a decir que no todos nuestrosescritos están obligados a exhibir tal fealdad: ya he di-cho que he elegido un ejemplo extremado, casi una agre-sión al idioma. Hasta es posible que no quepa decir esode modo más agradable, no lo sé: al fin y al cabo tam-bién en otros idiomas se escribe así. Pero, entre tantamiseria, alguna virtud habrá: seguramente la definición,como tal, será buena porque designe de modo unívocoel concepto a definir y permita reconocerlo sin dejar lu-gar a la ambigüedad; aunque trabajosa, lo importante esque sea certera. Si como literatura parece manifiesta-mente mejorable, es imprescindible que matemática-

mente sea correcta.La univocidad y la ambigüedad: ya hablaremos de ellas,

porque la primera es fundamental en el lenguaje mate-mático, que rechaza frontalmente la segunda, mientrasque en el poético no sólo se da ésta sino que hay una fi-gura retórica, el oxímoron, un género de contradiccionesque pondría los pelos de punta al matemático que se vie-ra obligado a contar así su ciencia. Es lo que hace Quevedoen un bellísimo soneto cuando dice que el amor, «el niñoAmor», es el que «en todo es contrario de sí mismo». Y asílo va describiendo: «Es hielo abrasador, es fuego helado...es un breve descanso muy cansado; es un descuido quenos da cuidado, un cobarde con nombre de valiente... esuna libertad encadenada... enfermedad que crece si es cu-rada». No anda muy lejos de cómo La Celestina nos defi-ne igualmente el amor en la paradoja de los contrarios:«Es vn fuego escondido, vna agradable llaga, vn sabrosoveneno, vna dulce amargura, vna deleytable dolencia,vn alegre tormento, vna dulce y fiera ferida, vna blandamuerte».

Acaso el amor sea así por las transformaciones que obrasobre quien lo siente, como dice nuestro Arcipreste, queda la impresión de que sabía mucho de esto:

El amor faz sotil al orne que es rudo,fázele fablar fermoso al que antes es mudo,al ome que es covarde fázele atrevudo,al perezoso faze ser presto e agudo.

El caso es que hasta nuestras coplas populares suelenpredicar emociones opuestas asociadas al sentimiento amo-roso. Pero ustedes están esperando que les traiga aquí el oxí-moron por antonomasia, el soneto con que Lope de Vegaquiere definir el amor, «Varios efectos del amor». Puesaquí va:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,áspero, tierno, liberal, esquivo,alentado, mortal, difunto, vivo,leal, traidor, cobarde, animoso.

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no hallar, fuera del bien, centro y reposo,mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,enojado, valiente, fugitivo,satisfecho, ofendido, receloso.

Ya en estos dos cuartetos puede verse lo mal definido queestá el amor; no sólo porque se dan de él caracteres a ve-ces contradictorios —difunto/vivo, leal/traidor, alegre/tris-te, etc.—, sino porque tampoco estamos seguros de queseñalen exclusivamente tal concepto. Bien mirado, igualservirían también para definir la bebida: «Varios efectos delvino», podría ser su título, remedo del original. Y, en efec-to, la misma Celestina, por ejemplo, canta las virtudes deun par de jarrillos de vino: «... da esfuerco al moco y al vie-jo fuerza; pone color al descolorido, coraje al couarde, alfloxo diligencia...».

Personalmente, y haciendo un frivolo inciso, les confe-saré que casi siempre me asalta la tentación de interpre-tar el soneto de Lope en clave taurina. (No, si se ve quehoy me ha dado por los toros). Es que parece como si elpoeta, el diestro, intentase fijar al toro -o al amor-, ahor-marlo con unos pases de castigo, trasteando por bajo conla muleta, alternativamente a la derecha y a la izquierda—como antes, cobarde/animoso, humilde/altivo—, do-blándolo y cercándolo con unos trincherazos para poner-lo en suerte, templar la embestida y poder así hacerle unafaena ligada. Faena que desarrolla en los tercetos finales;un tanto deslucida, por cierto, al tener que repetir ese «de-sengaño» para lograr que cuadre: el toro y el verso. Veá-moslo:

Huir el rostro al claro desengaño,beber veneno por licor suave,olvidar el provecho, amar el daño;creer que un cielo en un infierno cabe,dar la vida y el alma a un desengaño;

Y para rematar, en todo lo alto, la estocada:

esto es amor. Quien lo probó lo sabe.

Estocada que bien pudo ser, por ejemplo, una medialagartijera (que no «media lagarterana», como se le esca-pó una vez a un compañero). Excusen ustedes estas ve-leidades, pero fíjense que ya Alberti nos previno de la as-tronómica distancia entre un hombre sentado ante unsoneto -y no me consta que el soneto sea éste- y otro depie y a cuerpo limpio delante de un toro salido del chi-quero. Y comentemos brevemente este texto para ver desacar algunas conclusiones y notas que conciernan a nues-tro argumento.

LOS DOS LENGUAJES

Vemos ahí cómo Lope pretende definir el amor dandode él una serie de rasgos descriptivos, acercándose al ob-jeto sin terminar de individualizarlo. Al final ha de cortar

bruscamente para reconocer que el amor no es más que loque sabe que es el que lo sabe. El poeta se encuentra anteel término que ha de definir en parecida situación a la delmatemático con la definición de punto, el físico con lade tiempo o el biólogo con la de vida: sabemos lo que sonpero ¿cómo dar de ello una definición que satisfaga a unconsultante ajeno al tema? Dice uno de nuestros poetas,José Hierro: «Todo lo fundamental —vida, muerte, amor,Dios— es indefinible. Y precisamente por ello contamos contantas definiciones como definidores». O, por eso tal vez,con ninguna.

Mejor sería, pues, ante tal tesitura, atajar: ya saben ustedeslo que eso es. Así lo hace la última frase del soneto y, des-de nuestro punto de vista, sobraría todo lo anterior. Peroes que no se trataba de una obra científica sino poética y,al contrario que en aquélla, brilla en ella la belleza de lacomposición. Bienvenida sea tal belleza aunque se resien-ta la exactitud que el lenguaje científico reclama: que siprescinde éste del adorno en pro de la precisión, busca elpoético la belleza aun a riesgo de actuar por aproximación.

Lenguaje científico: austero y preciso, que nada deja ala interpretación personal, designa de modo inequívococada cosa y dice estrictamente lo que quiere decir y sóloquiere decir lo que dice. Para ello sacrifica —en palabras deMarañón- todas las convenciones retóricas, siendo la cla-ridad la única estética permitida. El lenguaje poético, encambio, introduce elementos «páticos» y emocionales, uti-liza analogías e imágenes y sus palabras significan distin-tas cosas según la ocasión; no separa, como el otro, cadacosa de las demás, aislándola por su definición, sino quese aproxima a ella con semejanzas y contrastes, con apa-riencias y veladuras. Tal vez por eso se ha dicho, con fra-se que de siempre se me ha antojado brillante hallazgo, queel lenguaje matemático —el científico, en general— es al-gebraico y discreto, mientras que el lenguaje poético estopológico y continuo. (Mucho menos clara me resultauna conocida versión de Pitigrilli: «La risa es la aritmé-tica elemental; el humorismo es el álgebra; la ironía es elcálculo infinitesimal»).

En conclusión, si algún mentor literario hubiéramos debuscar, nadie mejor que Baroja, cuyo ideal en el estilo noera el casticismo, el adorno ni la elocuencia sino la clari-dad: «Lo que se necesita es exactitud y claridad; después,si se puede, elegancia, pero lo primero es exactitud». Y noes el único. Ahí está Hemingway, al parecer admiradorsuyo y posiblemente menos vario, rico y flexible que él. Co-mentando su primera novela, The sim abo rise, malamentellamada después Fiesta, acaso la propaganda universal máseficaz de los sanfermines —y no sé si decir que tambiéndesgraciadamente, por lo que haya contribuido a desvir-tuarlos-, alude el profesor E Ynduráin a esa su expresión«sin la menor concesión retórica, con una prosa escueta,directa, como sin esfuerzo artístico, que da los toques consobria economía...».

Pues bien, voy a intentar destacar, dentro de este mar-co, algunas particularidades de nuestro lenguaje mate-mático, de las que hace algún tiempo me ocupé con ma-

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yor extensión con ocasión de la apertura de curso en laReal Academia de Ciencias. No oculto que lo hago conla mayor prevención, al irrumpir en un campo que no mees propio; no vaya a caer en la acusación que, según citael profesor J. A. Pascual, blande Luis Michelena: «... de lalengua se atreve todo el mundo a pontificar, mientras queeso no ocurre con las ecuaciones diferenciales». Lo que nopasa de ser una adaptación de aquella sentencia de Ho-racio que se quejaba de que todos, seamos doctos o no, es-cribimos poemas: «Scribimus indocti doctique poematapassim» (Ep. 2, 1, 117). Mucho más modestamente, y sinpretensiones, me ceñiré a analizar dos de las operacionesen que consiste fundamentalmente la literatura matemá-tica: la definición y la demostración. Porque, como sabe-mos todos, cualquier libro o artículo propiamente mate-mático puede reducirse a una sucesión de definiciones y

teoremas.

QUOD ERAT DEMONSTRANDUM

Demostrar -digámoslo con lenguaje muy poco mate-mático- no es más que relatar un cierto argumento. Unoplantea un teorema cuyo enunciado suele constar esen-cialmente de dos términos, el de partida y el de llegada;todo el proceso que nos lleva del uno al otro es la de-mostración. Naturalmente, puede haber distintos caminosentre aquella hipótesis y aquella conclusión y, por tanto,distintas demostraciones de un mismo teorema, comohay distintos modos de narrar un hecho; y así, puede unademostración ser muy farragosa o, por el contrario, muyelegante.

Por primera vez, quizá, aparece esta palabra, elegante, quepara muchos resultará extraña aplicada a un texto mate-mático. Y sin embargo hay autores, incluso no matemá-ticos, que aluden a ella, a las buenas demostraciones ma-temáticas. Sirvan de ejemplo Laín Entralgo, hablando dela novela policíaca, o Julián Marías en sus comentarios ci-nematográficos. Decía en uno de ellos: «Tiene lo que losmatemáticos llaman elegancia en el planteamiento de unproblema y la busca de solución. Cuando se utilizan po-cos recursos, las ecuaciones necesarias y no más, se dice quese ha logrado una solución elegante. Esto se puede apli-car a casi todas las formas de la actividad humana». Ele-gancia viene de elegir, escribía en otra ocasión.

Hay, pues, mucho de subjetivo en la confección de untexto, aunque sea matemático: autores que hablan conelegancia frente a otros más torpes y aburridos, cada unosegún su estilo personal, no sólo de escribir sino de pen-sar. Más todavía: para muchos es más fácil inventarse supropia demostración que seguir pesadamente la que otrocolega ha elaborado, porque su técnica o enfoque suelenser distintos; lo mismo que un narrador prefiere describirun hecho o un paisaje con sus propias palabras y no conlas de otro. «Lo que se sabe sentir se sabe decir», afirma Cer-vantes, y no todos parecen sentir del mismo modo, in-cluso en matemáticas.

Digamos en seguida que esta elegancia se refiere a la es-tructura misma del proceso demostrativo, no a la posiblebelleza literaria de su exposición. Una demostración, enefecto, puede sustancialmente ser mirada como un enca-denamiento de silogismos, lo que difícilmente la conver-tirá en un modelo de elegante prosa. Cuando hablamos dela mayor o menor belleza de un texto, nos referimos no ala que habla a los sentidos o a los sentimientos, sino a larazón, a la belleza estructural y lógica, no a la ornamen-tal y mágica.

Mágica y lógica: he aquí seguramente la más expresivaforma de establecer la distinción entre la poética y las ma-temáticas. Y dicen los que saben que en todas las artes haycomponentes de ambos tipos, con predominio de uno deellos según se acerque a uno u otro extremo de la escalaque las ordena. En palabras de Cristóbal Halffter, y ex-tendiendo un poco la cita, se puede escuchar: «La tradi-ción romántica nos ha jugado una mala pasada, separan-do arte y ciencia. La música, quizá más que ningún otroarte, se sitúa por su propia naturaleza en el justo medioentre el pensamiento lógico científico y el pensamientomágico y debe participar, creo, de ambas cosas. Porquesi detraemos de la música el pensamiento mágico, laconvertimos en algo trivial, pero si detraemos a ese mun-do lógico, matemático, su parte sensible, la habremos con-vertido en un hecho que nada tiene que ver con lo que yoentiendo como música». Y pone un claro ejemplo, el co-mienzo del último tiempo de la cuarta sinfonía de Brahms,ocho compases que se repiten 32 veces y que, además depenetrar en nuestra sensibilidad (tanto que yo siempre hesido incapaz de contar las 32), resulta tan científico que,si se quitase una de sus partes, tal tiempo no podría exis-tir: «Y esto sólo lo puede realizar una mentalidad que tu-viera esa capacidad de crear un sistema mágico, pero tam-bién un sistema profundamente científico».

Y puesto que lo lógico es lo nuestro, no es de extrañarque pongamos los matemáticos un empeño especial, irre-nunciable, en que cuanto digamos sea incompatible concualquier duda, tenga una única interpretación, aunque seresienta la calidad literaria del escrito. Repetiremos fea-mente una palabra todas las veces que haga falta si susupresión o su sustitución por otra puede hacer peligrarel buen entendimiento del texto. Tampoco alteraremos elorden de las palabras o de las frases, para armonizar me-jor la exposición, si ello introduce una posible nueva ver-sión de lo que se quiere decir; y no faltan ejemplos deesto. Nunca deberemos dar lugar, ante una pregunta sobreel alcance de lo que, quizá imprecisamente, hemos expli-cado, a tener que contestar: «Bueno, pero ya se entiendelo que he querido decir». Se entenderá sólo si se dice.

Y no creo que deba ser sólo cosa nuestra. Recientementese refería el portavoz del Vaticano aludiendo a la modifi-cación de un párrafo que había sido redactado con una granambigüedad: «El deseo de la Santa Sede es que el lengua-je sea preciso y exacto; que los conceptos no signifiquensiete cosas, sino una sola». Pues nosotros no digamos: asíque las precauciones que tomamos siempre y que estropean

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JOSÉ JAVIER ETAYO MIQUEO

a veces la agilidad y limpieza de nuestro discurso no soninútiles estorbos sino necesaria vigilancia para no perderlo único que en rigor ha de exigirse a nuestra literaturamatemática: la claridad, la precisión. Eso hace que nues-tro modo de relatar, que es la demostración, esté situadoen el extremo opuesto al de la literatura artística, cuya mi-sión es narrar, y narrar bellamente. Lo dice muy bienQuintiliano, y ustedes perdonen una cita más, y no metomen por cursi: «Scribimur ad narrandum, non ad pro-bandum» (Inst. 10, 1, 131).

Que es lo que queríamos demostrar.

LA DEFINICIÓN

Éste es el segundo de nuestros ejercicios fundamentales.Si alguna actuación matemática requiere cualidades comolas esbozadas es, por antonomasia, la de definir. Definir noes más que proclamar qué cosa vamos a conocer por de-terminado nombre. Y esa asignación del nombre ha de serde tal modo precisa que, siempre que lo citemos, sepamosinequívocamente qué concepto estamos utilizando. En mu-chas ciencias, la definición de lo que una palabra significapuede ser hecha mediante una descripción, puesto que setrata de seres u objetos materiales. Mas como los objetos delas matemáticas han ido respondiendo a generalizacionescada vez más abstractas, no hay posibilidad de darlos a co-nocer descriptivamente. Y aun cuando a veces se hiciera enlos primeros estadios -incluso en Euclides aparece alguna-,tales descripciones no han resistido la crítica.

Henos, pues, ante una definición, definición de unanoción abstracta. ¡Con qué cuidado tendremos que pro-ceder para que nuestras palabras señalen un objeto inma-terial, y tan sólo uno, del que no tenemos en general re-presentación ni modelo, y que pueda ser reconocido conabsoluta certeza por todo el que lo lea! Ante semejanteimposición, ¿qué puede importar que esas palabras se re-pitan, formen frases inelegantes y desdichadas o que-branten las normas más elementales de cualquier precep-tiva literaria? Ojalá pudiese el definidor acertar ademásen la belleza de la expresión, pero, a la hora de la verdad,lo único que ha de moverle es lograr que la flecha vaya aclavarse indubitablemente en el centro de la diana.

Ello obliga a que una definición recoja implícitamenteen su propuesta toda una serie de propiedades y de co-nocimientos previos al nuevo concepto que intenta fijar.Cada definición arrastra un pequeño capítulo de cosasque van a dar nacimiento al nuevo nombre. Saber —esdecir, entender— una definición no es repetir un conjuntode palabras en un cierto orden, sino tener ante sí un resu-men de hechos dados precedentemente por otras defini-ciones o por teoremas antes ya demostrados. Por eso dijealguna vez que yo me contentaría con que los alumnossupieran, pero de verdad, bien las definiciones, porque enellas está encerrada toda la doctrina. Comentario que aúnsigue provocando el escándalo de algunos de mis colegascientíficos.

Y es que esto posiblemente ocurra sólo en las matemá-ticas, y aun así la afirmación requiere cierta dosis de fle-xibilidad interpretativa. En otros contextos puede que no:me gustó mucho, por ejemplo, oír una vez que los mate-máticos hacen definiciones y los físicos, teoremas. Y elconde de Buffon, en el primer discurso de su Historia na-tural, puntualiza: «En las ciencias abstractas se va dedefinición en definición; en las ciencias reales se caminade observación en observación. En las primeras se llega ala evidencia; en las últimas, a la certeza». (Y dejo aquí sim-plemente apuntada esa distinción entre evidencia y certezaporque a mí se me antoja que es al revés: evidencia en loobservable y certeza en lo abstracto. Pero no es cosa dejugar a las palabras).

Ya se puede entender de lo dicho que esta operación dedefinir es algo más, y algo distinto, del mero acto adáni-co de nombrar a las cosas existentes, aunque también estohacemos. Decía Sylvester: «Quizá pueda, sin inmodestia,reclamar para mí mismo la denominación de Adán Ma-temático, porque creo haber dado a criaturas de la razónmatemática más nombres -que han pasado a ser de uso ge-neral- que todos los restantes matemáticos de la épocajuntos». Y es que lo que Adán hacía era ir poniendo nom-bres a los animales que desfilaban ante él; también lo hacecuando se le manifiesta la mujer, hueso de sus huesos y car-ne de su carne: «Haec vocabitur virago quem de viro as-sumpta est» (Gn. 2, 23). Es decir, da incluso la razón dela elección del nombre, cosa que los matemáticos hacemosunas veces y otras no.

Pero nuestro caso no es sólo señalar con el dedo cada ob-jeto y decidir cómo vamos a llamarlo. Por el contrario,hemos elaborado un concepto o descubierto una propiedady le ponemos un nombre: el problema es ahora comuni-car a los demás cuál es la cosa, única, a la que vamos a lla-mar así. No vale señalarla, porque no está, ni describirla,como hacen algunos diccionarios en los pocos casos enque pueda existir un modelo, porque las descripcionesmás logran a veces confundir que aclarar. Descríbase -porponer un ejemplo conocido y sencillo- la elipse, quizácomo una circunferencia achatada, y en seguida encon-traremos otras figuras, cualesquiera otros óvalos, sin irmás lejos, que no siendo elipses responden a esa descrip-ción. Naturalmente, la definición matemática de elipse-cualquiera que elijamos- aparece menos clara e intuiti-va a los ojos del lector profano que su descripción apro-ximada; para el científico, en cambio, la que no es claraes la descripción, puesto que puede convenir a más de unobjeto. La definición correcta puede ser para él tan intui-tiva y clara como la gráfica para el profano; y, desde lue-go, la única válida.

Creo que este ejemplo, deliberadamente simple, poneen evidencia la distinta idea que de la claridad puede te-ner el lenguaje matemático frente al lenguaje coloquial: paranosotros, lo claro no es lo que parece fácil de entender, sinolo que no se puede entender de otra manera. Claridad es,una vez más, rigor, precisión, exactitud. Cuando un ma-temático toma una definición al uso y la modifica para

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LA IMAGEN DE LAS MATEMÁTICAS

darle esas notas de exclusividad que debe tener, la con-vierte en algo que suele resultar irreconocible e ininteligiblepara quien creía saber lo que el término significaba. En-tonces, cuando la puede entender él, es cuando los demásya no la entienden. «Todo el mundo cree saber perfecta-mente -escribe un matemático, Félix Klein- lo que es unacurva hasta que estudia suficientes matemáticas para quesus ideas naturales se extravíen y confundan entre el cúmulode enormidades que allí se ofrecen». Y, para no ser menos,él la define como el conjunto de puntos cuyas coordena-das son funciones continuas y derivables, cuantas vecessea preciso, de un parámetro. Díganselo a un taxista, porejemplo.

Este es el drama de la literatura matemática, lo que lahace casi siempre hermética. Si me preguntan qué son losfractales puedo intentar una explicación superficial quedé una idea vaga, suficiente acaso para quien pregunta, elcual nunca sabrá así lo que son e incluso sacará unas con-clusiones rarísimas; o puedo definirlos de verdad y en-tonces aún quedará el otro menos enterado que Lorcacuando del verso de Rubén, «que púberes canéforas teofrenden el acanto», decía que únicamente había enten-dido la palabra que. Querría reivindicar la necesidad y laobligación del matemático de hablar y escribir como lohace, aun a costa de parodias que ridiculicen su lenguaje.Si demostrar es relatar, definir es retratar, y ese retrato hade ser radicalmente personal e intransferible.

LAS PALABRAS

Véase, pues, cómo definir es algo más que poner nombrea una cosa: es, sobre todo, hacer comprender a los demásqué cosa es la que responde a un determinado nombre. Nose apunta el matemático a la máxima nietzscheana: «Laoriginalidad estriba únicamente en dar el nombre. Creadel nombre y la cosa será creada». Más próximo le encuentroa nuestro Juan Ramón cuando dice (y hoy se repite mu-cho): «¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas;que por mí vayan todos los que las conocen, a las cosas;que por mí vayan todos los que ya las olvidan, a las cosas;que por mí vayan todos los mismos que las aman, a las co-

sas!». El nombre exacto de las cosas...: «Que mi palabra sea/ la cosa misma».

No es menos expresivo Cela, que parece escribir paranosotros: «La literatura es la palabra y debajo de cada pa-labra subyace sutil y armoniosamente una idea y no nin-guna otra; por eso es necesario adivinar la palabra, acer-tar con la palabra que sirva para decir lo que queramos yque no se nos resista a brotar de los puntos de la pluma».Con lo que al final va a resultar que, en nuestro intentode entroncar las matemáticas con las restantes manifesta-ciones del pensamiento y de la cultura, nos vemos asisti-dos por una corriente recíproca. Oigamos lo que dice Gui-llen comentando a Paul Valéry: «Hay una disciplina de laimaginación. Hay una matemática de la imagen y el rit-mo. Hay, en suma, la medida y el número, que no entor-pecen el fuego, antes lo avivan». Y yo lo completaría conuna cita, también muy conocida, de un tratado sobre laspalabras y los nombres, precisamente De los nombres deCristo, según nos lo recita el maestro fray Luis: «El bien ha-blar no es común, sino negocio de particular juizio, ansíen lo que se dize como en la manera como se dize, y ne-gocio que, de las palabras que todos hablan, elige las queconvienen y mira el sonido dellas, y aun cuenta a veces lasletras, y las pesa y las mide y las compara, para que no so-lamente digan con claridad lo que se pretende dezir, sinotambién con armonía y dulzura».

Qué bien encajaría ahora aquella cita bíblica de que laciencia queda embellecida por la palabra del sabio: «Lin-gua sapientum ornat scientiam» (Prov. 15, 2). Por des-gracia, su continuación, «os stultorum ebullit stultitia»,acaso pueda convenir mejor al triste matemático, horro desaberes filológicos y lingüísticos, pero también de las de-más especies humanísticas, que se ha atrevido a reflexio-nar aquí un poco sobre las relaciones entre las distintasfacetas de la cultura, puesto que el deseo de calidad en eluso del idioma y de su literatura -incluida, claro está, laliteratura matemática- de ningún modo debería estar ale-jado de nuestras ocupaciones habituales. Ojalá este empeñole haya hecho aspirar, siquiera en algún grado, a las cua-lidades que Francis Bacon enuncia en su sentencia: «Lalectura hace al hombre completo, la conversación lo haceexpedito y la costumbre de escribir, exacto».

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