thanatopia, de rubén darío

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Incursión el el terror del maestro nicaragüense Rubén Darío. El terror es más intenso cuanto más próximo es quien lo provoca.

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Page 1: Thanatopia, de Rubén Darío

Thanatopia, de Rubén Darío (1867-1916)

—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real

Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en

el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre

Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga

en gloria.

(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó):

—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y

ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no sospecháis ninguna de

las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra,

como dice nuestro maravilloso William. No sabéis que he sufrido

mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de

vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar

la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en

horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada

ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad,

los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos

macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

Tengo horror de... ¡oh Dios! de la muerte. Jamás me harían permanecer

en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado

amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en

cualquier idioma: cadáver. Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero

permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la

República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años

preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual,

si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya

fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que

algún día me revelase lo que él pretendía tener oculto. Lo que vais a

saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.

Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.

(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento,

levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que,

rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en

Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en

cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los

más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre

de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos

jóvenes de los famosos cinderella’s dance. Así prosiguió esa noche su

extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie1, dado

el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los

hechos.)

—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a

un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso

conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento

de educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin

halagos. Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre,

según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba

mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.

Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una

reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo

solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros

negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna. ¡Oh, cómo

aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto,

bañados de una pálida y maléfica luz lunar, los álamos, los cipreses

—¿por qué había cipreses en el colegio?— y a lo largo del parque,

viejos términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar

las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector

—¿para qué criaba lechuzas el rector?— Y oigo, en lo más silencioso de

1 Camelo.

Page 2: Thanatopia, de Rubén Darío

la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas

y una media noche, os lo juro, una voz: James. ¡Oh voz!

Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre.

Me alegré, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él: me

alegré, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con

alguien, aunque fuese con él. Llegó más amable que otras veces, y

aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta

amabilidad. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que

había concluido mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella

casa, me moriría de tristeza. Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo:

—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha

comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que

comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos.

Además, quería decirte, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi

edad necesita un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien

he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.

¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca

y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto,

abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su

horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía.

¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa

del doctor Leen, quizá una espantable bluestocking2, o una cruel

sabihonda, o una bruja. Perdonad las palabras. A veces no sé

ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado.

No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su

disposición, tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.

2 Mujer intelectual.

Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la

que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí

desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes.

Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se

inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardías, mudos.

Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes

estaban substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente

quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.

Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su

laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, le

pregunté por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando

las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:

—La verás luego. Que la has de ver es seguro, James. Adiós.

—Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros? Y tú,

madre, madrecita mía, my sweet Lily3, ¿por qué no me llevaste contigo

en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o

pulverizado por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un

relámpago.

Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu,

me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como

en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los

viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome

vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un

mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera.

Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación.

Me lavé. Me mudé. Luego sentí pasos, apareció mi padre. Por primera

vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en los míos. Unos

indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto

jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de

3 Mi dulce Lily.

Page 3: Thanatopia, de Rubén Darío

conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que

miraban.

—Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.

Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.

Ella...

Y mi padre:

—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!

Me acerqué maquinalmente.

La mujer me tendía la

mano. Oí entonces, como si

viniese del gran retrato, del

gran retrato envuelto en

crespón, aquella voz del

colegio de Oxford, pero

muy triste, mucho más triste: ¡James!

Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó.

Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría. Y la mujer no

me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento. Y mi padre:

—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.

—Y me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó

el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó,

enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De

pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor —no

os lo quiero decir— porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún;

me eriza los cabellos.

Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida,

pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:

—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...

No pude más. Grité:

—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes,

todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen de aquí!

Oí la voz de mi padre:

—¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.

—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre—.

Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel

asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!

Rubén Darío (1867-1916)