trazos de agua, dibujos de vida
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El secreto de nuestra existencia en una gota de agua.TRANSCRIPT
Elvia Cor
Trazos de agua, dibujos de vida
Mis manos de niña se abrazaban a una muñeca
rellena de algodones, mientras en el recodo
calmo del río se veía reflejado un cuerpo
menudo y triste. Era el mío.
Mi madre acababa de morir. Yo no sabía muy
bien el significado de aquello.
Preguntaba sin cesar en una oración qué era eso
de estar muerta, no entendía por qué mi muñeca
de trapo no atinaba en la respuesta, y mami no
estaba junto a mí.
Elevé mi mirada al cielo ¿Se encontraría ella
allí? Sin duda algo flotaba sobre mis trenzas,
pero se trataba de unas enormes nubes que
jugaban a esconderse unas tras otras, bajo
formas caprichosas, claramente preferían las de
animales y la presión de mis dedos sobre la
barriguita de la muñeca, les comunicaba que en
esos momentos yo no estaba para adivinanzas.
De pronto, en su algarabía las nubes chocaron
entre ellas y explotaron en miles de gotas
precipitándose, no al azar, sino escogiendo con
sumo cuidado el lugar donde se iban a posar.
Entonces la vi, una muy brillante buscándome a
lo lejos cayendo directamente sobre mi ojo
derecho.
Yo no me había dado cuenta de que estaba
llorando, quizás al llevarlo haciendo hacía días,
ya me había acostumbrado.
La gota, que al principio se confundió con una
lágrima e incluso comenzó a bailar con ella,
descendió acariciando mis mejillas, besando
mis labios, hasta agarrarme fuertemente de la
mano.
Y por increíble que parezca me susurró con voz
líquida: Sígueme.
Y yo la seguí.
De un salto con pirueta se sumergió en el
recodo calmo del río, yo agarrada a ella hice lo
mismo olvidando mi muñeca de trapo en la
orilla.
Aquello se descubría nuevo para mí. Ignoraba
qué debía hacer, pero la gota parecía estar muy
al tanto de todo.
Sabía exactamente cómo acercarse al contorno
del río sin salirse de su curso, dejarse llevar
plácidamente por la corriente sorteando con
pericia las piedras, unas veces con más éxito
que otras.
Avanzábamos alegres meciéndonos en hojas
secas o columpiándonos entre las ramas
frondosas que bebían del río.
Yo aprendía deprisa y aunque no imaginaba
donde me llevaba mi gota amiga, me
acompañaba envolviéndome de su amor y
cariño, haciéndome olvidar que estar mucho
tiempo dentro del agua, moja y da frío.
Así que decidí salir por un ratito del fluir del
río.
La gota brincando dichosa se posó en mi
hombro para observar conmigo las caprichosas
formas de su cauce.
Curiosamente de dónde veníamos, el curso
quedaba semi- oculto por las ramas de los
árboles y los montones de saltos de agua y de
zigzagueos, en los que nos habíamos bañado.
Hacía donde nos dirigíamos tampoco se
vislumbraba un trazado claro, pues la línea se
adivinaba cortada en un punto sin continuidad.
Entonces, de refilón, sin intención ninguna, vi
en el espejo del agua el reflejo de un cuerpo
espigado, bullicioso, pero un poco sorprendido,
pues aquella imagen ya no dibujaba a una niña,
sino a una jovencita. Era yo.
La gota me guiñó el ojo, y empeñada en no
permanecer ni un instante más fuera de su
elemento, con un leve empujoncito me lanzó al
agua de nuevo.
Al zambullirnos no logré ya asomar la cabeza,
un ruido ensordecedor me atrapó arrastrándome
sin reparos hacía el punto donde el río detenía
su trazo. Y sin poder hacer nada por evitarlo,
me vi cayendo por una monumental cascada
con la fuerza que la gravedad despliega, cuando
descubre algo alejado de su centro.
Y caí, caí dando volteretas sin fin. Al principio
no me enteraba de nada. Tan excitante se me
apetecía lo desconocido, tal estallido de energía
me poseía, la caída rompía tan intensa, que por
un momento creí que el río seguiría siempre
fluyendo de esa manera arrolladora.
La gota no me perdía de vista, a veces se
alejaba un poco empujada por tantas energías
encontradas, divirtiéndose de lo lindo, y eso me
abrigaba de una cierta calma ante el caos del
desnivel.
Cuando de pronto, sin previo aviso, sentí todo
el peso del agua sobre mi cabeza.
Mis trenzas se habían desatado para siempre y
sufría mi cuerpo magullado.
La gota me estiró de la mano y me salvó del
remolino formado cuando la cascada topó con
su límite.
Extenuada por ese tramo de viaje, dolorida,
necesitaba descansar, pero no encontré ningún
recodo en el qué detenerme y, continué el curso
del río, más sosegado ahora.
Y comencé a extasiarme en los paisajes que nos
acompañaban, en los pueblos que nos visitaban,
en las personas que nos contemplaban.
A veces sentía ganas verdaderas de salir del
agua. Mi cuerpo no estaba diseñado como el de
un pez. La humedad me iba penetrando, la piel
extrañamente se arrugaba igual que la uva
madura en su cepa, cuando se pasa si nadie va a
recogerla.
Llevaba tanto tiempo dentro del agua que fluir
en ella era lo mejor que sabía hacer, flotar,
dejarme llevar, sortear las rocas, descansar en
las orillas, regar las flores, los campos, sentirlos
crecer, y dormir con los ojos abiertos embobada
en la luna y las estrellas, sin dejar de imaginar
todo lo que existía más allá de la frontera de mi
mundo líquido.
Y aunque convencida de que el agua era mi
hogar, me cogió frío, un frío paralizante,
decidido a recordarme desde el más tierno de
mis recuerdos al más incumplido de mis
anhelos, haciendo tiritar las emociones que
lograban cabalgar en mi corazón.
Y mi gota de agua sabia, me señaló a lo lejos
una orilla tranquila en la que reposar.
Me costó salir del agua. Tan hecha a la
flotabilidad, los pasos me pesaban como si unas
botas de plomo intentaran pisar la luna para no
perderme en los brazos del espacio sideral.
Cuando logré situarme dignamente de pie al
lado de mi gota translúcida, miré hacia atrás.
Abandonados los requiebros vigorosos del
inicio del río, ahora se veía claramente el dibujo
de un paso largo, cuajado de tramos superados
al ritmo de la mirada que enfoca, imitando el
péndulo, en busca del equilibrio, avanzando en
su sedoso zig-zag.
Y me giré para mirar la senda acuosa que nos
quedaba por recorrer, y vi de nuevo en el agua
clara el reflejo de un cuerpo. Resultó una
sorpresa comprobar cuanto había menguado en
altura, tal vez porque el porte curvado mostraba
esa curiosa cualidad intrínseca al agua, de
encoger las fibras naturales. El cabello
dimensionado sin fin repartía brillos canos,
ocultando, según los caprichos de la brisa, unos
ojos brillantes sembrados en un campo arado.
Nítidamente el cuerpo de una anciana aparecía
en el chapoteo de una rana. Era yo.
Me sentí un tanto extraña, si jamás me hubiese
visto reflejada creería ser la niña que olvidó su
muñeca y perdió sus trenzas por jugar un rato
con el agua.
Elevé mi mirada de nuevo intentando averiguar
cómo continuaba el dibujo del agua, cuando mis
ojos, sin poderlo remediar, se inundaron de
lágrimas. El río se acababa.
El río desaparecía al entregar su cauce al mar,
convirtiéndose en una mano que lo acariciaba
hasta hundirse en él.
Ese mar se abría frente a mí, en una inmensidad
tan exultante de belleza que intimidaba.
Y el miedo me tomó. Mi cuerpo comenzó a
tiritar de arriba abajo, amarrándome a todas mis
vivencias ocurridas o deseadas.
Y sentí pavor ante lo desconocido.
Acostumbrada ya al río, a su vaivén sonoro
pero contenido, ahora me enfrentaba a algo que
por su infinitud, no acababa de comprender si
se trataba de algo sólido, cálido, acogedor,
vacío, o yermo.
Miré de nuevo al cauce y entendí que si me
sumergía iría a parar al mar. La idea de cruzar
el umbral silenciaba mi intención, deteniendo el
latir de mi corazón.
Mi gota compasiva, con un beso me acompañó
de nuevo al agua. Y lo irremediable sucedió.
Dejé de ser río para ser mar.
Apreté mis ojos con fuerza y al abrirlos no daba
crédito a lo que se mostraba ante mí.
Miles de gotas, millones hablaban sin parar
unas con otras, danzando, cantando se
explicaban cómo les había ido en sus ríos, los
parajes, las personas, los días y las noches que
les habían regalado.
Y entre aquellas gotas felices con cara, la vi.
Era mi madre.
El espacio que nos separaba desapareció, y en
ausencia de tiempo y lugar, nos fundimos en un
abrazo sin fin. Las dudas quedaron disueltas en
aquel mar de oro.
Sin lograr reaccionar, mis ojos se encontraron a
la vez con las sonrisas de amigos que conocí a
la vera del río, con los olores de las flores y
campos que sembré, con las gentes a las que di
de beber. Mis ojos, mis labios, mis oídos,
dejaron de ser necesarios cuando me hallé,
junto a los hijos que no recordaba haber
acunado, cuando me refugié en el tacto del
hombre al cual olvidé haber amado.
La felicidad se descolgaba por toda mi
anatomía, al abarcar en un abrazo sin límites a
todos los seres que amaba.
Entonces dejé de tener frío y comprendí el por
qué, al ver mi piel desgastada e insuficiente
para contenerme, abandonada al vaivén de las
olas, alimentar a los peces plateados. Yo
también era agua. Comencé a salpicar y a
explicar a mis gotas amigas como me había ido
el río.
En ese instante, una sensación jamás
experimentada me acogió entre sus dedos,
elevándome por los aires, haciéndome vibrar
más leve que las plumas del colibrí o las
pompas de jabón buscando colores en los rayos
de sol.
Y suavemente me evaporé hacía la luz. Me dejé
llevar acunada por su calidez y me entregué.
Allí fui aire, fui todo, fui luz, fui siempre.
Explicar esa emoción me resulta imposible.
Quizás por ello tenga que llover.
Iluminada me cobijé en una nube y comprendí,
lo comprendí sin más. Bordeando la cumbre de
la montaña ya solo me faltaba llover.
Una masa de aire frío me condensó dulcemente
y al precipitarme, pensé en reencontrarme con
el agua y vivir en el río de otra manera. Quién
sabe si reconocería a alguna gota querida, si
recordaría vagamente haber sido agua, aun
menos río, impensable mar.
Pero sentí como una certeza, que en un recodo
calmo, hallaría una muñeca de trapo, la
abrazaría aunque no supiera porqué, y luego,
seguiría los trazos de agua que dibuja el río para
abrazar de nuevo al mar.