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¿Somos más cultos ahora?La progresiva disminución de asignaturas de humanidades en la educación primaria y secundaria es
un ataque frontal al conocimiento. No dejemos de lado el estudio de lo que es substancial para vivir
de manera decente, no aburrirse y ser felizFRANCESC DE CARRERAS 30 AGO 2015 - 00:00 CEST
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RAQUEL MARIN
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¿Somos hoy más cultos que ayer? Esta pregunta me resulta inquietante. Me refiero a la
concepción clásica de cultura, a la idea de cultura que engloba al mundo del pensamiento, a los
conocimientos filosóficos, literarios y artísticos. Pues bien, la pregunta me inquieta porque no
tengo clara la respuesta.
Hay indicios contradictorios. La universidad pasó, alrededor de los años 70, de ser un centro de
aprendizaje de las clases altas y medias, a incluir entre su alumnado a hijos de las clases
trabajadoras que nunca hasta entonces habían podido acceder a ella: en principio, por lo menos, la
cultura se ha extendido Aunque uno tiene la sensación de que nadie dispone de tiempo para leer
libros de literatura o de pensamiento, y ni siquiera tiene afición a leer, si entras en una librería de
una cierta calidad compruebas enseguida que la oferta de libros es impresionante, sin comparación
mejor que nunca: alguien los compra. El cine, a mi modo de ver, ha empeorado bastante, cada vez
las películas se parecen más unas a otras, cortadas todas por el mismo patrón de telefilm
televisivo, pero esta es una opinión muy subjetiva que no comparten la mayoría de mis amigos
cinéfilos, no me atrevería a hacerla pública, menos a escribirla en El País, denla pues por no leída.
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Ciertos indicios son, pues, aparentemente positivos. Pero otros no lo son tanto o, para decirlo
claro, son francamente negativos. Una cierta pasión por el fútbol, aunque no la comparta, la puedo
entender, así es la condición humana. Pero tantas y tan desaforadas discusiones sobre los detalles
más nimios de cualquier partido, la intolerancia que el fútbol fomenta y que suele trasladarse a
disputas en otros ámbitos, entre ellos el de la política; los desenfrenados gastos en fichajes y los
fabulosos sueldos de los jugadores, sin que nadie se escandalice por ello cuando en otros casos se
pone el grito en el cielo por remuneraciones infinitamente menores a ciertos profesionales - o
cargos públicos – de mucha mayor responsabilidad y trascendencia social. ¿Cultura futbolística?
¡Por favor! Fanatismo y mercado.
Otro tanto sucede con la gastronomía. ¿Es la gastronomía una forma de cultura? Entendida la
palabra cultura en sentido amplio muy probablemente lo es, hoy este término lo abarca casi todo.
Pero la sobrestimación de la gastronomía entre ciertas capas intelectuales me parece una manera
de sustituir su vacío en ideas y conocimientos, cuando no su coartada moral para una conciencia
culpable. A veces pienso que una cierta izquierda entró en decadencia al empezar a pensar que
eran compatibles sus posiciones políticas y una desmesurada afición a la gastronomía y al fútbol.
Quizás entre la obsesión sartreana por el compromiso - el engagèment, ¿recuerdan? - y la
frivolidad de instalarse en la “nada” creyendo que se trataba del “ser”, hubieran podido encontrar
sensatas actitudes intermedias que no les indujeran a su cómodo y adormecedor engaño.
Así podría seguir divagando sin llegar a conclusión alguna, sólo apuntando dudas. Pero estas
dudas decididamente me abandonan en algunos asuntos concretos sobre los que tengo certezas,
quizás equivocadas, pero que me atrevería a defender con argumentos a mi parecer convincentes.
Se trata de ciertas cuestiones concretas relacionadas con la enseñanza, la televisión y las llamadas
redes sociales. De la televisión me preocupa no ya su calidad general, que por supuesto, sino,
especialmente, sus repercusiones que en la cultura política tienen los programas de debate, cada
vez más parecidos a un match de boxeo que a una argumentada deliberación. De las redes
sociales, admitiendo por supuesto sus inmensas ventajas, me preocupan el anonimato y los tuits,
ese mensaje asertivo sin espacio para razonamiento alguno. Pero dejaremos sólo apuntados estos
problemas y nos centraremos sólo en un aspecto puntual de la enseñanza.
La sobrestimación de la gastronomía entre ciertas capas intelectuales expresa un vacío de ideas
La progresiva disminución de asignaturas de humanidades –literatura, filosofía, historia, geografía
– en la educación primaria y secundaria, pérdida que hoy ya contagia a la universidad, es un
ataque frontal a la cultura. En la última reforma de la ley de Educación, la historia de la filosofía
pasa a ser optativa y las horas de literatura disminuyen. Sólo con este mero hecho, a los
estudiantes – y a la sociedad en general – se les trasmite la idea que estas materias no son
importantes porque no sirven para abrirse paso en el mercado de trabajo.
Este giro no es nuevo. Desde los años ochenta ya había desaparecido la vieja asignatura sobre
literatura universal, sólo permanecieron literatura española y, en su caso, de la comunidad
autónoma con lengua distinta al castellano. En definitiva, la literatura considerada como simple
lenguaje, no como hecho cultural substantivo del que el lenguaje es mero trasmisor. Goethe,
Voltaire, Dostoyevsky, Tolstoi, Stendhal, Baudelaire, Mann, Kafka, Proust, Faulkner, Camus y
tantos otros, son por lo visto prescindibles. Hoy los menores de cincuenta años no saben ni
siquiera en qué época situarlos.
Los debates televisivos se parecen más a un match de boxeo que a una argumentada deliberación
Esto sucederá ahora con la filosofía, el núcleo del pensamiento, al pasar a optativa la asignatura
sobre su historia. ¿Se puede comprender lo que hoy nos pasa sin estudiar a aquellos que
reflexionaron sobre lo que pasaba en su tiempo? ¿Pueden entenderse cabalmente las cuestiones de
método en cualquier ciencia, es más, pueden entenderse los fundamentos de la cultura occidental,
sin estudiar el decisivo paso que dieron los filósofos presocráticos?
El formidable éxito de la excelente colección de libros sobre los grandes filósofos, dirigida por el
profesor Manuel Cruz, que se reparte semanalmente con El País, es reconfortante e indica la sed
de conocimiento de unos ciudadanos que, además de ser competentes en su trabajo, quieren saber
más, están preocupados por las eternas cuestiones que el hombre se ha ido planteando a lo largo
de la historia. ¿Podrán unos estudiantes que no tienen ni idea de estos hitos del pensamiento
recurrir a ellos si no sabrán ni siquiera en qué siglo han vivido?
Están bien la informática, el inglés y otras asignaturas instrumentales, pero no dejemos de lado el
estudio de aquello que quizás no sirve como medio para ganarse la vida pero que es substancial
para vivirla de manera decente, incluso para no aburrirse y ser feliz. Quizás el mercado soluciona
mejor que nadie la producción de bienes pero, como dijo Octavio Paz, “no es una respuesta a las
necesidades más profundas del hombre. En nuestros espíritus y en nuestros corazones hay un
hueco, una sed que no pueden satisfacer las democracias capitalistas ni la técnica”.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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