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edebé
Volumen VI de la serie DREAMHOUSE
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Título original: Frenzy
© Robert Liparulo, 2010
All Rights Reserved. This licensed work Publisher under license.
First Published in Nashville, Tennessee by Thomas Nelson
© Edición en español: Edebé, 2012
Paseo de San Juan Bosco 62 (08017 Barcelona)
www.edebe.com
Dirección de la edición: Reina Duarte
© Traducción al español: Raquel Solà
Diseño: Mandi Cofer (adaptación de F. Sala)
Mapa: Doug Cordes
ISBN 978-84-683-0398-7
Depósito Legal: B.32177-2011
Impreso en España
Printed in Spain
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transforma-ción de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Repro-gráfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicen-cia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
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A Jodi,
mi amor y mi inspiración.
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¡STOP!Lee LA CASA DE LAS SOMBRAS,
EL VIGILANTE DEL BOSQUE,
GUARDIANES DE LAS PUERTAS, REGRESIÓN
y TORBELLINO
antes de continuar
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SEGUNDA PLANTA
DORMITORIO
AR
MA
RIO
RO
PE
RO
AR
MA
RIO
RO
PE
RO
BAÑO
AR
MA
RIO
RO
PE
RO
DORMITORIO
DE TORIA
AR
MA
RIO
DE
LA
R
OPA
BLA
NC
A
DORMITORIO
PRINCIPAL
BAÑO
HABITACIÓN
DE LOS CHICOSDORMITORIO DORMITORIO
AR
MA
RIO
RO
PE
RO
AR
MA
RIO
RO
PE
RO BAÑO
ARMARIO ROPERO
VESTÍBULO
BAJAR
PRIMERA PLANTA
«DEPENDENCIAS DEL SERVICIO»
SALA DE ESTAR ESTUDIO
LAVADERO
SALÓN
ZONA DE DESAYUNO
COCINA
ISLA
FREGADERO
BAÑO
BIBLIOTECA VESTÍBULO
ESCALERAS PARA BAJAR AL SÓTANO
PORCHE CUBIERTO
PORCHE DELANTERO
DESPENSA
OFFICE
SOLARIO
COMEDOR
SUBIR
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«No estamos en la tierra para cambiar nuestro destino,
sino para hacerlo realidad».
GUY FINLEY
«¿De qué serviría el presente si no podemos
cambiar el futuro?».
EDWARD KING
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,prologo
EN ALGÚN LUGAR EN UN FUTURO PRÓXIMO...
Xander salió como una bala del portal, como si le hubiesen dis-
parado desde un cañón, pataleando y agitando los brazos como
aspas. Sus pies tocaron el suelo, se enredaron y fi nalmente cayó
rodando sobre un suelo de agujas de pino. Su hombro chocó
contra el tronco de un árbol. Clavó los dedos en la corteza y
gateó con difi cultad intentando incorporarse.
Una fría humedad chocó contra su rostro, contrastando
con la calidez de sus lágrimas y de la sangre que ya cubría
sus mejillas.
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Apoyado en el árbol, alzó la vista al cielo. Más allá de
las ramas y las agujas de pino, unas nubes de color ceniza
se removían como si las agitasen unas manos furiosas. La
lluvia caía de ellas estallando en ráfagas, salpicando todo el
bosque con grandes gotas de agua. Durante un brevísimo
instante pensó: «¡Por supuesto, normal que hasta el cielo
esté llorando!».
Seguidamente, se apartó del árbol y echó a correr. Al ha-
cerlo sus zapatillas resbalaron y patinaron por la capa húme-
da del suelo. Cayó, y su pierna quedó embarrada, mojado
hasta la cadera. Se levantó y corrió. Sentía que iba en la di-
rección correcta, pero no estaba seguro del todo. Subió una
pequeña pendiente y bajó por el otro lado.
Se detuvo para recuperar el aliento. Parpadeó para expul-
sar la lluvia de sus ojos, aunque sólo fuera para reemplazarla
por lágrimas. Se las enjuagó frotándose los ojos con la palma
de la mano, sacudió la cabeza e intentó controlarse.
A su derecha reconoció un pequeño desnivel de tierra,
con las raíces de los árboles sobresaliendo como venas. Xan-
der sabía dónde estaba.
Se abalanzó hacia allí, alzó de nuevo su rostro al cielo y
gritó. De su interior brotó un rugido de rabia, pena, dolor...
Dejó caer la cabeza y sollozó.
—No, no, no... Esto no puede estar pasando. No puede ser.
Entonces miró sus antebrazos y supo que sí estaba suce-
diendo..., que había sucedido ya. La sangre aún estaba allí. Su
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brillo era más oscuro que el que había visto en las películas, era
más espesa. Cubría sus brazos como si alguien hubiera echado
pintura abundantemente sobre ellos con gruesos brochazos.
—¡Dios mío, haz que sea pintura! ¡Que sea un error, que
no sea sangre, cualquier cosa menos sangre! —rezó.
Pero él sabía que aquello no era posible.
Las gotas de lluvia caían sobre sus brazos, arrastrando el
líquido rojo, formando pequeñas estrellas y largas vetas. De
pronto, no quiso que desaparecieran, que la lluvia las borra-
se, pues eso le imprimía un carácter defi nitivo que no podía
soportar. Cruzó los brazos sobre su pecho, protegiéndolos
de la lluvia.
Bajó la cabeza y se abrió paso entre los arbustos. Las
ramas arañaron su rostro, sus brazos, se enredaban en sus
ropas. Tiró bruscamente para desengancharse y salió impul-
sado al otro lado dando tumbos; fi nalmente aterrizó en la
alta hierba de una pradera. Se levantó e identifi có el tronco
donde él y David habían visto por primera vez al joven Jesse,
el chico que más adelante se convertiría en su tío-abuelo,
sentado allí, tallando un trozo de madera.
Cruzó corriendo la pradera hacia otro grupo de altos ar-
bustos y pasó de largo. La lluvia aminoró su intensidad y fi -
nalmente dejó de llover. El agua goteaba de los árboles como
fantasmas de un ejército antaño poderoso. Siguió avanzando,
subió una colina y contempló una suave ladera allí donde se
alzaba la casa.
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En realidad, no podía decirse que aquello fuese una casa.
Sólo estaba hecha la estructura de tablones que se alzaban
dando forma a la casa en la que Xander y su familia habían
estado viviendo no hacía ni dos semanas completas.
¿Cómo era posible que su vida hubiese cambiado tanto
en poco más de ocho días?
De repente Xander vio a Jesse debajo de un tejado go-
teante sobre el porche aún sin barandilla; al menos aquella
parte de la casa estaba terminada. Hablaba con un hombre
que debía de ser su padre. Parecía fuerte y rudo: lucía una
descuidada barba incipiente sobre una mandíbula cuadra-
da, tenía las mejillas hundidas, llevaba el pelo muy corto y
sus músculos abultaban apretados en una camiseta de color
blanco sucio.
El hombre descubrió a Xander y frunció el ceño. Exten-
dió la mano hacia un banco de trabajo, agarró un martillo y
se dirigió hacia el muchacho.
Cuando Jesse también vio a Xander, puso una mano en
el pecho de su padre para detenerle. Una amplia sonrisa se
dibujó en el rostro del chico:
—¡Xander! —gritó, y se giró hacia su padre para expli-
carle—: Es Xander, uno de los chicos de los que te hablé.
Tu… tataranieto o algo así.
El hombre suavizó la expresión de su rostro. Enseguida
se dio cuenta del estado en que se encontraba el joven y su
imagen de preocupación y desconcierto.
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Mientras, Jesse ya corría hacia Xander.
—¡Habéis vuelto! ¡Dijisteis que lo haríais, pero...! —em-
pezó a decir, pero se calló de golpe.
Miró a Xander de arriba abajo. Se fi jó en la sangre, en su
expresión de tristeza, sus ojos húmedos y enrojecidos.
—¿Qué..., qué...? —buscó alrededor de Xander—. ¿Dón-
de está tu hermano David?
Xander cayó de rodillas. Se cubrió el rostro con las manos
y le llegó el olor de la sangre que las cubría. Alzó la vista y
dijo:
—Dae está... muerto. Taksidian le ha matado.
* * *
La imagen de Jesse se emborronó cuando las lágrimas lle-
naron los ojos de Xander. El muchacho se echó a llorar, con
grandes y ruidosos sollozos. Ahora que lo había dicho, nada
podía contener el torrente de sus emociones.
Alguien se dejó caer junto a él y le rodeó con sus fuertes
brazos.
Era el padre de Jesse, abrazándole. No dijo ni una pa-
labra, sólo le abrazó, como si supiera que era lo único que
podía hacer.
—¿Estás... seguro? —la voz de Jesse sonaba aguda, como
la de un niño pequeño, y temblaba; las lágrimas resbalaban
por sus mejillas.
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Xander asintió con la cabeza.
—Lo he visto. Le ha apuñalado. Taksidian... ha escapa-
do. Keal..., nuestro amigo..., es enfermero... Le ha atendido...
pero… no había..., no... —no podía decirlo—: No tenía pul-
so, no le latía el corazón.
Era demasiado grave decir que no tenía vida..., que David
ya no existía. Que era demasiado tarde.
Se apartó del padre de Jesse.
—No la construyáis. No construyáis la casa —miró la
alta estructura que se alzaba tras Jesse—. ¡Quemadla! ¡Te-
néis que hacerlo!
El padre de Jesse negó con la cabeza.
—Eso no ayudará, hijo.
—Pero si Dreamhouse no existe, entonces no nos mu-
daremos. Taksidian no intentará apoderarse de ella. David y
Taksidian nunca se encontrarán ¡y Taksidian no le matará!
—Tú estás aquí. Si no la construimos, alguien lo hará. El
hecho de que tú estés aquí lo demuestra. No podemos cam-
biar eso. Lo siento mucho —explicó el padre de Jesse.
—Pero..., pero... —Xander miró al padre y luego a Jesse y
de nuevo al padre; bajó la cabeza.
El padre de Jesse tocó su rostro.
—Estás herido, tienes un feo corte en la barbilla.
Xander apartó la mano del hombre de un manotazo.
—¡No se trata de mí, sino de David! —exclamó, y luego
susurró suplicando—: ¡Tiene que haber algo que podamos
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hacer! Lo que sea. ¿Y por qué no nos previnisteis? —gritó,
y su angustia se transformó en furia contra Jesse—. Ahora
me ves aquí, contándote lo que ha pasado. Tienes catorce
años. ¡Vuelves a la casa para ayudarnos cuando tienes unos
noventa! Tendrías que haberlo sabido. ¡Nunca nos avisaste!
¿Por qué?
Los labios de Jesse temblaban.
—Yo... —cerró con fuerza los ojos, intentando librarse de
las gruesas lágrimas—. ¡No lo sé!
Se abalanzó sobre Xander y se arrodilló delante de él. Su-
jetó a Xander por los hombros.
—¡Lo haré! ¡Te prometo que lo haré!
—No, no lo harás, es tan simple como eso —dijo Xander.
Se quedó mirando fi jamente a Jesse a los ojos. Eran tan
azules como los del anciano Jesse. Por un momento sintió
que era él, el Jesse anciano, no el muchacho de catorce años,
quien hacía aquella promesa. Hubiese querido darle un pu-
ñetazo, golpearle y no dejar de hacerlo.
—No olvidaré esto. No lo haré, jamás —aseguró Jesse.
—Tal vez, tal vez —repuso Xander; luego se dirigió al
padre de Jesse—. Necesito escribir todo esto, lo que ha suce-
dido. Necesito papel, papel y un lápiz.
—Hijo, ya es demasiado tarde.
—¡Necesito papel y lápiz! —gritó Xander—. Por favor.
El padre de Jesse se dirigió pesadamente hacia la casa,
cabizbajo.
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—¿En qué estás pensando? —dijo Jesse, sorbiéndose la
nariz.
—Guarda mi carta, léela cada día. Tal vez así no lo olvi-
darás y nos avises —suplicó Xander.
—Lo haré, te lo prometo.
Jesse bajó la vista hasta los brazos de Xander. Tocó la san-
gre con los dedos y se miró las yemas manchadas de rojo. Su
rostro se contrajo en una mueca de dolor y tristeza.
El padre de Jesse regresó arrastrando los pies por el barro
con un trozo de papel y un lápiz. Xander se echó hacia atrás
para sentarse sobre sus talones. Extendió el papel sobre su
muslo y garabateó una palabra. Le temblaban tanto las manos
que apenas podía leer lo que él mismo escribía. Dejó escapar
un gruñido y lo intentó de nuevo. Nada. Entonces hizo un
dibujo. Lo miró y supo que era inútil. David estaba muerto.
Jesse nunca les avisaría. Arrugó el papel en su puño.
Se inclinó hacia delante, lo único que deseaba hacer era
desaparecer, escapar del dolor que sentía y de aquel día.
David. David.
La cara de su hermano llenaba su mente: el pelo largo
y lacio, sus pecas, los mismos ojos que su padre, más ver-
des que marrones. Aquellos ojos que siempre parecían chis-
pear... hasta que se apagaron. Había sostenido a David en
sus brazos, pidiendo ayuda a gritos. Había demasiada sangre.
David se había quedado mirando la cara de su hermano. No
parecía asustado, casi parecía estar en paz. Después su res-
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piración se había detenido y aquellos ojos dejaron de deste-
llar; se centraron en algún punto lejano y permanecieron de
aquella manera.
La frente de Xander tocó el barro, entre las rodillas de
Jesse. Sintió las manos del chico en su espalda, confortándo-
le. Sin embargo, ya nada podía consolarle. Dejó escapar un
prolongado aullido. Las lágrimas aparecieron de nuevo, los
sollozos llenos de dolor, y supo que nunca se detendrían...
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CAPÍTULO
uno
ATLÁNTIDA, 9552 A. C.
Esta vez David se había metido en un buen lío. Él y Xander
habían seguido a Femo, el hombre gigantesco que había se-
cuestrado a su madre de su propia casa y se la había llevado
hasta aquel horrible lugar. Taksidian y Femo los habían cap-
turado en la plaza de la ciudad y, mientras unos soldados los
encadenaban a una hilera de niños que eran enviados a la
guerra, David había escapado. Había salido disparado por un
callejón y, al oír que se acercaban los soldados, se había ocul-
tado en una especie de taller. Pero cuando se separó de la
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puerta, un grupo de brutales niños de la Atlántida le estaba
esperando. Habían entrado por la puerta trasera del taller.
Sabiendo lo que le esperaba, David había dado media vuel-
ta corriendo hacia la puerta que acababa de dejar tras él.
Ahora los seis niños corrían tras David con la intención,
estaba seguro, de matarle.
Sus gritos hicieron que se le helase el corazón, pero aga-
rró el trozo de madera que atrancaba la puerta.
Las sombras de sus atacantes cayeron sobre él. David gri-
tó, un gemido animal de esfuerzo y frustración, se dio me-
dia vuelta, blandiendo la barra de madera como si fuese un
bate de béisbol y golpeó al primer atacante en la cabeza. La
energía del impacto vibró por el brazo de David y el niño se
vino abajo delante de él. Los demás frenaron en seco, retro-
cediendo cuando David balanceó el madero otra vez, a pocos
centímetros por delante de sus narices.
Un niño dio un puntapié al niño caído y dijo:
—¿Theseus?
Theseus dejó escapar un lamento y los demás, cinco
ahora que uno había caído, volvieron sus rostros burlones
hacia David. Llevaban diversas armas: un palo, una cadena,
un martillo… Y todos mostraban signos de la dura vida que
habían llevado hasta entonces, desde un ojo morado, car-
denales en las costillas, dientes arrancados o cortes recién
hechos, aún sangrando.
—¡Fuera! —gritó David, blandiendo el trozo de madera
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hacia la puerta que estaba tras los niños, en el otro extremo
de la estancia; estaba abierta y la luz del sol entraba a rauda-
les, convirtiendo a los atacantes en fi guras a contraluz.
El lugar era tan grande como un granero, con tablones de
madera amontonados en pilas más altas que David. La única
zona despejada estaba entre las dos puertas, donde él y los
niños se encontraban ahora.
—¡Fuera! —repitió David.
En lugar de marcharse, uno de los niños se aproximó
más, dando latigazos con una cadena delante de él. David
golpeó con el madero la mano del niño y la cadena salió
despedida volando. El chaval gritó y se alejó, sujetándose
la mano.
Antes de que David pudiera invertir el ángulo del ba-
lanceo del trozo de madera que sujetaba, un niño de unos
diez años se abalanzó hacia él con un trozo de metal pun-
tiagudo. David se retorció apartándose y el arma se clavó
en la túnica que vestía a guisa de camisa. El niño intentó
retirarlo de un tirón, pero David fue más rápido y se volvió
para balancear el trozo de madera. Cerró los ojos mientras
la madera viajaba hacia la cabeza de su contrincante.
En el último instante David procuró disminuir el impul-
so, porque no quería matar al niño, ni aunque aquellos ca-
nallas sí quisieran matarle a él. No había odio en su corazón,
solamente pánico y un intenso deseo de escapar. Aun así, el
impacto hizo un clonc nauseabundo y el niño soltó su arma,
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liberó su mano y retrocedió tambaleándose. Tropezó con el
que ya estaba en el suelo, Theseus, y aterrizó junto a él.
Inmediatamente, un tercero saltó hacia él, con un marti-
llo alzado sobre su cabeza. David le pinchó en el estómago.
El niño se inclinó hacia delante y cayó a un lado.
Entonces David sintió el primer porrazo en el estómago y
el aire que tenía dentro de su cuerpo salió expulsado por la
boca. Se dobló, intentando que entrara oxígeno en sus pul-
mones. El niño que le había golpeado lo hizo de nuevo, esta
vez en un lado de la cara. David fue a dar contra la puerta.
Sabía que al otro lado los soldados estaban recorriendo el
callejón, buscándole. Alguien le dio un puntapié en la zona
lumbar y gritó.
«Date la vuelta. ¡Lucha! ¡Si no lo haces estás muerto!»,
se dijo.
Pero necesitaba desesperadamente inspirar un aire que
no llegaba a sus pulmones..., la espalda le latía de dolor y el
puñetazo en la cara le había hecho ver las estrellas; literal-
mente unas estrellitas oscuras destellaron delante de sus ojos
mientras intentaba recuperar el sentido.
Sabía lo que vendría a continuación: un palo estrellán-
dose en su cráneo o un trozo de metal cortando su piel, sus
músculos y sus entrañas.
«¡No!»
Se apartó de la puerta y empezó a girarse. Unas manos
le sujetaron. Atraparon sus brazos, su camisa; otra se agarró
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a su pelo. Tiraban de él intentando llevarlo al centro de la
habitación, donde todos pudieran sacudirle desde todos los
ángulos.
Vio que el tal Theseus ya se estaba incorporando y, a ga-
tas, gritaba furiosas órdenes:
—Ton arpakste! Ton kratiste! Thelo to proto htypina!
Theseus se frotó la cabeza y la oreja, allí donde David
le había aporreado. Mientras se alzaba, recogió el palo que
había soltado. Se cuadró delante de David con una perversa
sonrisa en su rostro.
David se movía agitadamente, pataleaba, tiraba de ellos.
Un chico retorció su brazo izquierdo, el que tenía roto, y Da-
vid gritó de dolor. Se le doblaron las rodillas y la oscuridad
nubló su visión, pero por suerte no se desmayó.
Theseus se quedó mirando el brazo de David. Lo señaló
con la mano y dijo:
—Laby ayto ekso!
El chico que lo sujetaba se lo puso recto. El chico del otro
lado tiró de su brazo derecho, obligándole a formar la letra
T con su cuerpo.
—No, por favor..., no —suplicó David.
Pero Theseus simplemente miró a David mientras alzaba
el garrote sobre su cabeza con ambas manos.
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CAPÍTULO
dos
—¡David!
El grito de Xander abandonó su boca y fue engullido por
el caos que se alzaba en la plaza de la ciudad: hombres lu-
chando, soldados ladrando órdenes, esclavos acorralados
chillando. Xander tiró cuanto pudo de sus cadenas para in-
tentar ver el lugar por donde había huido David, corriendo
entre los tenderetes de los mercaderes. Gritó el nombre de
su hermano de nuevo, aunque sabía que no debía llamarle.
Quería que David corriese, que llegase a casa, aunque él no
pudiese hacerlo.
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Pero no podía evitarlo. Estaba tan preocupado por su
hermano pequeño que le daban calambres en el estómago.
Ya habían pasado cinco minutos y los guardias que perse-
guían a David aún no habían regresado. ¿Qué le harían si le
capturaban? No quería siquiera pensar en ello.
Aquella horrible sociedad no tenía ningún respeto por la
vida humana, especialmente por la vida de los niños. El gru-
po de la quincena de niños a los que estaba encadenado era
una prueba de ello. Taksidian les había dicho que los embar-
carían en un navío para trabajar hasta que llegasen a Grecia.
Entonces los enviarían al frente de batalla como avanzadilla
de los soldados, para confundir al enemigo y obligarles a
gastar sus fl echas. Era maldad, simple y llanamente.
Volvió a tirar de las cadenas y gritó otra vez.
El aguijón de un látigo restalló en su hombro antes de
que el chasquido alcanzase sus oídos. Contuvo el aliento y
cayó de rodillas. Estiró el cuello mirando a su alrededor y vio
que el hombre que había estado siguiendo al grupo encade-
nado alzaba el látigo otra vez para asestar otro golpe.
—¡Alto! —gritó Xander, pero el látigo restalló contra su
espalda.
Apretando los dientes, intentó darse la vuelta contra su
atacante; sin embargo, las cadenas que sujetaban sus muñe-
cas le detuvieron. Xander sintió lágrimas en los ojos y par-
padeó para expulsarlas. Levantó la mano para limpiárselas,
pero las cadenas le impedían incluso hacer este gesto.
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El hombre del látigo escupió algunas palabras e hizo ges-
tos para que Xander siguiese adelante.
La rabia tensaba todos y cada uno de los músculos de
su cuerpo. Quería librarse de las cadenas, azotar al hombre
que tenía tras él con las cadenas y correr para encontrar a
David.
Otro hombre que estaba cerca de ellos gritó algo. Las ca-
denas restallaron en la parte delantera de la hilera de niños
amarrados, y el niño que estaba delante de Xander empezó a
avanzar arrastrando los pies. Las cadenas empezaron a ten-
sarse y tiraron de Xander.
Se los estaban llevando al barco, ¡iba a partir sin David! ¡Sí!
Por muy horrible que fuese la Atlántida, era mejor que su her-
mano se quedase allí. Una vez que hubiesen embarcado, no ha-
bría escapatoria, excepto en las profundidades del océano o en
las fl echas de sus enemigos. En la Atlántida por lo menos había
un portal a casa, el portal por donde habían llegado siguiendo
a Femo desde su casa en Pinedale, en California. Como míni-
mo en este lugar David tenía una oportunidad.
Una voz familiar resonó a la izquierda de Xander: era
Taksidian, que permanecía en la plaza junto a aquella mole
humana, Femo. Habló en la lengua nativa de los atlantes y el
grupo se detuvo.
Taksidian paseó lentamente junto a Xander.
—No puedes irte sin tu hermano. Seguro que volverá en-
seguida.
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Xander se concentró en controlar su furia, como si fuese
un perro intentando romper su correa; sin éxito: se abalanzó
sobre Taksidian, frenándose bruscamente con un chasquido
en el extremo de sus cortas cadenas.
—Espera todo lo que te dé la gana. David ha escapado, se
ha ido. Entérate —dijo con los dientes apretados.
Taksidian sonrió. Se apartó unos mechones de pelo ne-
gro de la cara y miró fi jamente a Xander con sus fríos ojos
verdes.
—¿Aún no te has dado cuenta, verdad? He ganado. Siem-
pre gano. Tú y tu familia tan sólo habéis sido un insignifi -
cante tropiezo en la autopista a mi destino —dijo.
Inspiró profundamente el sucio aire que llenaba la plaza
como si fuese aire tan puro como la brisa marina.
—Vosotros sois un pequeño incordio que la vida me ha
proporcionado para hacerme las cosas más... interesantes. Me
estaba volviendo perezoso. Algo no muy difícil en aquella
casa.
Alzó la mano como si estuviese levantando algo pesado.
—Como si tuviese el poder de Dios en mi mano.
Xander se inclinó hacia él y le dijo:
—¡Yo te diré lo que tienes en la mano, y no es precisa-
mente el poder de Dios!
Escupió y un salivazo espumoso aterrizó en la palma de
la mano de Taksidian. El hombre parpadeó y tranquilamente
alargó la mano y se la limpió en el pelo de Xander.
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RO B E R T L I P A R U L O
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Xander hizo un gesto para apartarse, aunque encadenado
como estaba no podía hacer nada. Gruñó y se retorció, frus-
trado y desesperado. Volvió su rostro violentamente hacia
Taksidian, que había retrocedido y estaba mirando con mala
cara la palma de su mano.
—Ni siquiera sabes, sea lo que sea lo que pretendas, que
al usar nuestra casa para viajar al pasado y alterar la historia,
no conseguirás nada bueno ni para ti ni nadie más. Nosotros
hemos visto el futuro. Todo está destruido. ¡Todo!
—¿Lo ves? —dijo Taksidian, limpiándose la mano en su
gabardina negra—. Yo gano.
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