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UNO La primera persona en el mundo que me vio fuera del claustro materno fue Urbano Barnés, un afamado mé- dico procedente del exilio español republicano, quien atendió el undécimo parto de mi madre. El doctor Barnés se había erigido en el ginecólogo por antonomasia de las mujeres españolas que habían llegado a México al término de la Guerra Civil y de las mexicanas con quienes se habían casado aquí muchos refugiados. Se dice que a aquellas que no tenían recur- sos para pagar la consulta, el médico las atendía sin cobrarles más honorarios que su gratitud. Mis abuelos paterno y materno habían nacido en España pero habían emigrado al Nuevo Continente en tiempos muy anteriores a la guerra. Mi padre nació en la Ciudad de México; mi madre, en Las Palmas de Gran Canaria, pero vivió su niñez y su primera juventud en La Habana, donde papá la conoció y se casó con ella. Mis padres no eran españoles, pues, sino descendientes de españoles por línea paterna, y no se identificaban necesariamente con el ideario de la República. Antes bien, su catolicismo a ultranza, que los había llevado a adoptar el precepto evangélico de que hay que tener los hijos que Dios nos mande (para mi fortuna, porque, como dije, soy el número once en la sucesión de her- manos), podría haberlos prevenido de los “rojos”, que habían abjurado de las instituciones conservadoras de España; entre otras, de la Iglesia. Y sin embargo, se be- neficiaron, ellos y toda la familia, con la presencia del exilio español. Y es que mi tía Luisa, hermana de mi papá, se había casado con Francisco Barnés —hermano de Ur- bano y, como él, médico de profesión— poco tiempo después de que llegó a tierras mexicanas en condición de refugiado. Ésta es la historia: mi abuelo paterno quedó viudo por segunda ocasión cuando las fiebres puerperales se- garon la vida de su mujer, que había dado a luz a una frágil y macilenta niña, a la que bautizaron con el nom- bre de Luisa. Incompetente para asumir por sí solo la responsabilidad que una recién nacida implicaba y abru- mado por las atenciones que le demandaban los hijos de su primer matrimonio y las primeras hijas del se- gundo, acabó por ceder a la insistente solicitud de su mejor amigo: don Ricardo del Río había venido de As- turias con mi abuelo a “hacer la América” muchos años atrás, cuando ambos apenas eran unos mozalbetes, y estaba más que dispuesto a adoptar a la niña como hija propia. Y contaba con todos los recursos para hacerlo. Si mi abuelo se había dedicado al negocio del pulque y había podido amasar una considerable fortuna, que a su muerte mis tíos dilapidaron vergonzosamente en un abrir y cerrar de ojos, Ricardo del Río, por su parte, ha- bía alcanzado una notable prosperidad en el ramo de la industria textil y había contraído matrimonio con una dama de la alta sociedad porfiriana, cuyo apellido rima- ba bucólicamente con el suyo: Laurita del Valle. La pa- reja no podía tener hijos, así que cuando mi abuelo en- viudó vieron la oportunidad providencial de adoptar a la criatura recién nacida que tan tempranamente había REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 45 Un río español de sangre roja Gonzalo Celorio A Rosa Seco

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UNO

La primera persona en el mundo que me vio fuera delclaustro materno fue Urbano Barnés, un afamado mé-dico procedente del exilio español republicano, quienatendió el undécimo parto de mi madre.

El doctor Barnés se había erigido en el ginecólogopor antonomasia de las mujeres españolas que habíanllegado a México al término de la Guerra Civil y de lasmexicanas con quienes se habían casado aquí muchosrefugiados. Se dice que a aquellas que no tenían recur-sos para pagar la consulta, el médico las atendía sincobrarles más honorarios que su gratitud.

Mis abuelos paterno y materno habían nacido enEspaña pero habían emigrado al Nuevo Continente entiempos muy anteriores a la guerra. Mi padre nació enla Ciudad de México; mi madre, en Las Palmas de GranCanaria, pero vivió su niñez y su primera juventud enLa Habana, donde papá la conoció y se casó con ella.Mis padres no eran españoles, pues, sino descendientesde españoles por línea paterna, y no se identificabannecesariamente con el ideario de la República. Antesbien, su catolicismo a ultranza, que los había llevado aadoptar el precepto evangélico de que hay que tener loshijos que Dios nos mande (para mi fortuna, porque,como dije, soy el número once en la sucesión de her-manos), podría haberlos prevenido de los “rojos”, quehabían abjurado de las instituciones conservadoras deEspaña; entre otras, de la Iglesia. Y sin embargo, se be-neficiaron, ellos y toda la familia, con la presencia del

exilio español. Y es que mi tía Luisa, hermana de mi papá,se había casado con Francisco Barnés —hermano de Ur-bano y, como él, médico de profesión— poco tiempodespués de que llegó a tierras mexicanas en condiciónde refugiado.

Ésta es la historia: mi abuelo paterno quedó viudopor segunda ocasión cuando las fiebres puerperales se-garon la vida de su mujer, que había dado a luz a unafrágil y macilenta niña, a la que bautizaron con el nom-bre de Luisa. Incompetente para asumir por sí solo laresponsabilidad que una recién nacida implicaba y abru-mado por las atenciones que le demandaban los hijosde su primer matrimonio y las primeras hijas del se-gundo, acabó por ceder a la insistente solicitud de sumejor amigo: don Ricardo del Río había venido de As-turias con mi abuelo a “hacer la América” muchos añosatrás, cuando ambos apenas eran unos mozalbetes, yestaba más que dispuesto a adoptar a la niña como hijapropia. Y contaba con todos los recursos para hacerlo.Si mi abuelo se había dedicado al negocio del pulque yhabía podido amasar una considerable fortuna, que asu muerte mis tíos dilapidaron vergonzosamente en unabrir y cerrar de ojos, Ricardo del Río, por su parte, ha-bía alcanzado una notable prosperidad en el ramo de laindustria textil y había contraído matrimonio con unadama de la alta sociedad porfiriana, cuyo apellido rima-ba bucólicamente con el suyo: Laurita del Valle. La pa-reja no podía tener hijos, así que cuando mi abuelo en-viudó vieron la oportunidad providencial de adoptar ala criatura recién nacida que tan tempranamente había

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Un ríoespañol desangre roja

Gonzalo Celorio

A Rosa Seco

quedado huérfana de madre. Recibieron a Luisa converdadera devoción. La llenaron de mimos y cuidadosa lo largo de su infancia, y apenas pudieron contrarres-tar los efectos negativos que sus muchos miramientosengendraron en el carácter de suyo arrebatado de la niñacon una rigurosa educación francesa que mucho se amol-daba a las convenciones ilustradas de la época. Cuando,décadas después, sobrevino el exilio español, la tía Luisaera una solterona culta, sofisticada, mórbida e insopor-table. Su hipocondria, consentida y hasta estimulada in-voluntariamente por sus padres putativos, había con-gregado a los más conspicuos médicos de entonces yacabó por convocar al recién llegado Francisco Barnés,cuyo prestigio no habían podido doblegar ni el fracasode la República ni los campos de concentración ni laspenas del destierro. Prueba irrefutable de que don Ri-cardo y doña Laurita siempre habían tratado a Luisacomo a una niña mimada, aun cuando ya era una mujermadura, es que vieron con muy buenos ojos que la es-pecialidad del médico recién desembarcado en Méxicofuera la pediatría. Tantas y tan frecuentes eran las debi-lidades de la paciente, que las visitas del doctor se hi-cieron consuetudinarias, y al cabo de varios meses deminuciosas auscultaciones el médico descubrió que laverdadera enfermedad de la tía Luisa era el amor y queno había otro remedio que el matrimonio para curarsemejante padecimiento. Al poco tiempo se casaron.El exilio español, pues, le dio a mi tía Luisa una salida,por demás afortunada, a su ya inquietante soltería, y ami familia, la asistencia desinteresada y constante de doseminentes médicos: Urbano, que atendió los últimostres partos de mi madre, y Francisco, que se convirtió deun solo golpe en el tío Paco, en nuestro médico de cabe-cera y en una suerte de guía espiritual laico, que mo-rigeró la religiosidad de la vida cotidiana de mi casa eintrodujo cierto aire de modernidad en nuestras cos-tumbres medievales.

El tío Paco trató los sarampiones y las paperas de loschicos, atendió los trastornos femeninos de mis herma-nas adolescentes, operó a mi hermano Ricardo de unaperitonitis fulminante, al lado de otro insigne cirujano

refugiado, don Jacinto Segovia Caballero,que había sido médico en jefe de la plazade toros de Madrid, y nos aplicó las másdiversas medidas de la medicina pre-ventiva: todas las mañanas teníamosque tragarnos en ayunas las abomi-

nables píldoras de aceite dehígado de bacalao que

nos recetaba y unatarde memorable erra-dicó de tajo la causa denuestros males esto-macales: se presentó

en casa desprovisto de su habitual maletín de médico,pero armado de un gigantesco serrucho, y sin decir pa-labra cortó el tronco de la añosa higuera cuyos frutossolíamos devorar antes de que hubieran madurado.

Si mi nacimiento estuvo presidido por la figura em-blemática de Urbano Barnés, mi infancia estuvo prote-gida por la figura robusta y abierta de mi tío Paco. Unonos ayudó a nacer; otro nos ayudó a crecer.

Labios delgados, casi inexistentes. Barba cerrada. En-trecejo severo, contrarrestado por una sonrisa blanca ygenerosa, proclive a la carcajada. Manos velludas, quetomaban el pulso, manipulaban el estetoscopio, colo-caban el termómetro en la boca, aplicaban inyecciones.Un traje color café, ligeramente jaspeado, cuya vejez ibaen relación directa con su dignidad. Una corbata de co-lores pardos y un pisacorbata colocado muy arriba, a laaltura del pecho. Así recuerdo a mi tío Paco. De la tíaLuisa tengo una imagen estática y posterior a la muertede quien fue su condescendiente marido: de visita enmi casa, sentada en el sofá principal de la sala con unapierna oculta bajo el cuerpo, cual flamenco. En la boca,pintada de un rojo subido, una boquilla de carey con unhumeante y delgadísimo cigarrillo mentolado. Una vozronca de fumadora empedernida, que pide un vermouthcon hielo frappé. Sí; un vermouth rosso con hielo frappéen mi casa, donde nuestro único lujo era tomar, en díasespeciales, agua de jamaica. Me veo a mí mismo, demuchacho, recibiendo de manos de mi padre la botellade Cinzano que guardaba a muy buen recaudo para oca-siones especiales (como la visita de su hermana) y apo-rreando unos trozos de hielo envueltos en un trapo decocina para lograr la consistencia frappé que mi tíasolicitaba.

No recuerdo haber visto juntos al tío Paco y a la tíaLuisa. El matrimonio no funcionó y terminaron divor-ciándose. Lo supe mucho después, porque en mi casa lapalabra divorcio era más fuerte que la frase guerra civil.El temperamento caprichoso y las actitudes sofisticadasde la tía han de haber chocado frontalmente con la ge-nerosidad y la franqueza del tío, que, al igual que suhermano, daba a los refugiados consultas gratuitas, quedespués la tía Luisa se encargaba de cobrar a sus espaldas.

Tío Paco murió cuando yo era niño; tía Luisa, mu-chos años después, en condiciones terriblemente pre-carias. Acabó sus días en Torreón, Coahuila, adonde fuea enseñar la lengua de Victor Hugo en la Alianza Fran-cesa de la zona lagunera. Murió sola. Deliberadamentesola. Cuando las camareras del hotel en el que se hos-pedaba descubrieron el cuerpo por un hilo de sangreque corría bajo la puerta del baño de su cuarto, nadiesupo a quién darle la noticia de su muerte.

Defender a mi familia de las asechanzas de la enfer-medad no fue la misión más importante de mi tío Paco.Fue otra, igualmente saludable pero de distinta natura-

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Indalecio Prieto (Oviedo, 1883-México,1963)

leza: ablandó la férrea disciplina que regía la vida familiar,liberó hasta donde pudo a mis hermanas mayores de sucondición de madres reemplazantes, solapó sus noviaz-gos clandestinos, y abrió la puerta a esos conceptos en-tonces carentes de nombre que con el tiempo reconocícon las palabras tolerancia y libertad y que siempre aso-ciaré con el exilio español republicano.

DOS

Yolanda, la novia de mi juventud, con quien acabaríapor casarme y fundar mi propia familia, era hija deMiguel Morayta, también médico y también exiliadoespañol republicano.

En la casa del Pedregal de San Ángel, donde Yolan-da vivía de soltera, pasé muchas tardes de lecturas com-partidas, conversaciones amorosas y besos furtivos. Losdomingos, el doctor Morayta solía preparar una gigan-tesca paella. Él mismo iba al mercado de San Juan acomprar el arroz, las judías verdes, las cebollas, los pi-mientos, los ajos, las alcachofas, las gambas, las almejas,las costillas de cerdo y de conejo, las alas y los muslos depollo. De regreso, a la voz de “yo os dirijo”, todos losmiembros de la familia y de la servidumbre acataban susinstrucciones con incontestable obediencia y desempe-ñaban las tareas específicas que les eran adjudicadas:unos lavaban los mariscos y otros picaban la cebolla y

cortaban en tiras el pimiento; unos troceaban la carney la doraban y otros freían el arroz en el aceite de oliva.Él no movía un dedo, a no ser para determinar la can-tidad exacta de azafrán —una “trisca”— que habría deutilizarse en la elaboración del platillo, pero indicabacon rigurosa puntualidad el momento preciso de ter-minar el sofrito de las carnes, de poner el arroz al fuego,de echarle un poco de agua, de añadir las almejas y lasgambas. No se ensuciaba las manos, ciertamente, perosin su dirección la paella simplemente no salía. Un do-mingo en que él no estaba en casa, la familia trató deprepararla tal y como lo hacían cada fin de semana. Elresultado fue un desastre: las carnes se doraron de más,los camarones se endurecieron y el arroz se volvió unbodoque apelmazado e incomible. Lo que más recuerdoera la abundancia de las raciones y la consigna tácita deno dejar en el plato ni un solo grano de arroz azafranado.Las penas de la posguerra —el hambre, sobre todo— sehabían resuelto en el aprovechamiento absoluto y totalde los privilegios que la vida posterior les deparaba aquienes las habían sufrido. Y sin necesidad de decirlode manera explícita, cada ala de pollo, cada cigala, cadahoja de alcachofa implicaban el agradecimiento emble-mático al país que los había acogido.

En esa casa oí por primera vez a León Felipe. El doc-tor Morayta puso el disco que el poeta zamorano habíagrabado para la colección “Voz Viva de México” de laUniversidad Nacional. Con su adolorida pero potente

LXV AÑOS DEL EXILIO ESPAÑOL

Y sin necesidad de decirlo de manera explícita, cada ala de pollo, cada cigala, cada hoja de alcachofa

implicaban el agradecimiento emblemático al país que los había acogido.

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Álvaro de Albornoz (Luarca, 1879-México, 1954)

José Giral Pereira (Santiago de Cuba, 1880-México, 1962)

General José Miaja(Oviedo, 1878-México, 1958)

Diego Martínez Barrio (Sevilla, 1883-París, 1962)

voz, el autor de Versos y oraciones de caminante explica-ba por qué hablaba tan alto el español:

Hablamos a grito herido y estamos desentonados para

siempre porque tres veces, tres veces, tres veces tuvimos

que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la

laringe. La primera fue cuando descubrimos este con-

tinente y fue necesario que gritásemos sin ninguna me-

dida: ¡Tierra!... La segunda fue cuando salió por el mundo

grotescamente vestido, con una lanza rota y una visera de

papel, aquel estrafalario fantasma de la Mancha, lanzan-

do al viento desaforadamente esta palabra olvidada por

los hombres: ¡Justicia!... El otro grito es más reciente. Yo

estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera.

Fue el que dimos sobre la colina de Madrid, el año 1936,

para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros,

para despertar al mundo: ¡Eh! ¡Que viene el lobo! ¡Que

viene el lobo! ¡Que viene el lobo!

El doctor Morayta también había estado en ese coroy también tenía la laringe desgarrada. De su propia voz,recibí mis primeras lecciones de la historia contempo-ránea de España. La palabra refugiado, que yo había oídocon todas sus connotaciones de pesadumbre y des-tierro, cobró de pronto una dignidad heroica en la per-sona de quien había peleado en el frente de Madrid afavor de la democracia y de la libertad. Y aquellos prin-cipios de su juventud habían persistido a lo largo de suvida. Recuerdo vivamente su repudio al autoritarismode Díaz Ordaz y su solidaridad con el Movimiento Es-tudiantil de 1968, que estremeció a mi generación. Undomingo, por cierto, antes de sentarnos a comer la paella

que se había cocinado bajo su estricta vigilancia, me re-galó un ejemplar de la revista Life en el que aparecía unartículo dedicado a Julio Cortázar, que ya desde esosaños había transformado la vida de quienes entoncessufríamos el estigma de nuestra elemental condiciónde estudiantes.

Mi orgullo es el que sienten mis hijos por la figura desu abuelo materno, a quien apenas conocieron porque,como una terrible metáfora de aquel desgarramiento de lalaringe del que hablaba León Felipe, un cáncer fulminan-te en la lengua acabó con sus días cuando ellos aún eranmuy pequeños. Creo que de él heredaron, sin saberlo, eseraro equilibrio entre la intransigencia y la tolerancia.

TRES

Con su proverbial pronunciación castellana, que noperdió nunca a pesar de que había llegado a Méxicocuando apenas era un muchacho de nueve años de edad,Luis Rius me dio la bienvenida a la Facultad de Filoso-fía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma deMéxico. Fue en el año 1967, cuando inicié mis estudiosuniversitarios de Letras Hispánicas. Rius, que a la sazóntenía la responsabilidad de autorizar las asignaturas quelos alumnos de nuevo ingreso elegían para cursar elprimer semestre de su carrera, aprobó la lista que yo lepresenté: Historia de la cultura hispánica, Historia dela lengua en España y América, Introducción a la litera-tura española, Metodología de la literatura y composi-ción, Español superior, Fonética y fonología, Latín. Nohabía mucho que examinar en esa relación de materiasintroductorias; sin embargo, Rius la estudió con aten-ción, hizo dos o tres comentarios aquiescentes y final-mente la suscribió. Más que su necesaria aprobación,me importó la inesperada amabilidad con la que merecibía en esa casa cuyo magisterio, sin que yo lo supierade antemano, provenía en alta medida del exilio españolrepublicano.

Yo no puedo decir que soy egresado de la Universi-dad Nacional. Nunca he salido de ella desde que em-pecé, en 1964, mis estudios preparatorianos en una es-cuela incorporada a la UNAM. Nunca he dejado depertenecerle. No había terminado de ser alumno de lafacultad, en el posgrado, cuando empecé a ser profesoren la licenciatura, y en la actividad docente he prose-guido a lo largo de toda mi vida. Ocasionalmente hedesempeñado algunas tareas que la jerga universitariacalifica como académico-administrativas: fui coordi-nador de Difusión Cultural y director de la propia fa-cultad. A veces, he estado de prestado en otras institu-ciones hermanas, como el Instituto Nacional de BellasArtes, El Colegio de México o el Fondo de Cultura Eco-nómica. Pero aun en esas circunstancias he perseverado

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León Felipe (Tábara, Zamora, 1884-México, 1968)

en mis quehaceres académicos. Pues bien: tras esos cua-renta años de pertenencia a la universidad, puedo ase-gurar sin riesgo que una de las mayores riquezas de lainstitución ha sido la comparecencia cotidiana de losrefugiados españoles.

Fui alumno de Arturo Souto Alabarce, que transitabapor los intrincados vericuetos de la literatura españolade los Siglos de Oro como si fueran campo abierto, y deGloria Caballero, que era capaz de meter en dos semes-tres la historia general de las literaturas hispánicas. Toméun curso de estética marxista, al que había que presentarun examen de admisión particular, con Adolfo SánchezVázquez y escuché en numerosas conferencias, mesasredondas, exámenes de grado la palabra prismática deRamón Xirau. Horacio López Suárez y Federico Patánme admitieron como compañero en algunas comi-siones académicas. Trabajé al lado de Federico Álvarezen la redacción de una revista literaria de periodicidadmensual diseñada por Vicente Rojo. Compartí convarios de mis mejores alumnos la devoción que le pro-fesaban a César Rodríguez Chicharro. Y aunque todosestos maestros llegaron niños o muy jóvenes a Méxicoy aquí iniciaron o prosiguieron su formación académi-ca, traían en el alma la experiencia cismática de laGuerra Civil y una voluntad, heredada de sus mayores,de corresponder a la hospitalidad mexicana con entregaejemplar. Algunos de los profesores más notables delexilio no me dieron clase pero los veía caminar por lospasillos de la facultad, modestos y desembarazados,como si no pesara el enorme prestigio que llevaban acuestas: Eduardo Nicol, Wenceslao Roces, José IgnacioMantecón, Juan Rejano, Carlos Bosch García, Anto-nio Ortega y Medina, Carlos Sáenz de la Calzada. Mu-chas veces escuché pronunciar los nombres de otrostantos maestros exiliados a quienes no alcancé a cono-cer, como Joaquín Xirau, Pedro Bosch Gimpera, JoséM. Gallegos Rocafull, que habitaron la vieja casa de losMascarones en la Ribera de San Cosme —antes deque la facultad se trasladara a sus modernas instala-ciones de Ciudad Universitaria—, y que forman partede nuestro más rico patrimonio intelectual.

Luis Rius fue mi profesor de literatura castellanamedieval. Años después trabé con él una amistad en elespeso ámbito del tablao flamenco, al que el maestroacudía con devoción de poeta y entendimiento de cono-cedor y yo sólo como aficionado, víctima de una bellí-sima bailaora que me echó a perder la vida. Pero el re-cuerdo más vívido que tengo de él es el de su magisterioy, el más íntimo, el de su poesía —feliz y amarga a untiempo. Como maestro, Rius nos enseñó a disfrutar,gajo a gajo, la lírica tradicional castellana, que leía congracia insuperable. Todos quedábamos embelesados antela lectura de un poema de Sem Tob o de Gil Vicente, deunas canciones de amigo o de un romance fronterizo,

particularmente sus alumnas, que no podían contenerel suspiro ni evitar la interjección y que, al final de laclase, rodeaban al profesor en su escritorio y lo encar-celaban con sus preguntas pretextuales y sus devaneosfebriles. Como poeta, él, que había definido el exiliocomo “una sierpe herida / que se arrastra en la nochecongelada / de un invierno sin tierra”, dio cuenta detodos los desarraigos de su corazón:

Ay, mi corazón, tan triste,tan dulce tu desvarío.Corazón desarraigado,sol a la tarde nacidopara correr horizonteslargos de ausencia y olvido.

No puedo imaginarme la Facultad de Filosofía yLetras sin la pronunciación delicada de Luis Rius, quesigue resonando en el alma de quienes tuvimos la for-tuna de escucharlo; sin las disquisiciones metafísicas deEduardo Nicol; sin las traducciones de Wenceslao Roces,que vertió a nuestra lengua las obras capitales de Dilthey,Hegel, Marx, Engels; sin la Introducción a la Filosofíade Ramón Xirau; sin la pedagogía de la devastación deCésar Rodríguez Chicharro, autor de uno de los versosmás desolados de la poesía del exilio: “Donde fijo losojos la voz se vuelve espanto”; sin la discreción de ArturoSouto; sin la persistencia de Adolfo Sánchez Vázquez...Estos maestros nos formaron: nos enseñaron a estudiar,a pensar, a ser nosotros mismos. Nos dieron rigor, pa-sión por el estudio, amor a la palabra, apertura de pen-samiento, capacidad crítica, tolerancia. Si alguien me

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LXV AÑOS DEL EXILIO ESPAÑOL

Luis Rius (Tarancón, 1930-México, 1984)

preguntara quién fue mi maestro, respondería sin titu-beos que el exilio español republicano.

CUATRO

Al tiempo que realizaba mis estudios de licenciatura,me incorporé, como ayudante de investigador, al Cen-tro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegiode México. De nueva cuenta el exilio español se pre-sentaba en mi vida como un ascendiente inexorable.Fundado por Alfonso Reyes como La Casa de Españaen México para dar cobijo académico a los españolestransterrados, como los llamó José Gaos, El Colegiomantenía ese equilibrio entre la apertura y el rigor, lalibertad y la excelencia que lo había definido desde lostiempos de su fundación. No creo que haya un mejorejemplo de tal espíritu que la figura emblemática delpropio José Gaos. Acogido por El Colegio de Méxicocuando renunció a la Universidad Nacional tras la ig-nominiosa caída del rector Ignacio Chávez, dictó ahísus lecciones de filosofía. No voy a referir la labor deldoctor Gaos en El Colegio, que tan minuciosamente haencomiado su discípulo Andrés Lira; sólo recordaré losúltimos minutos de su existencia: al término del examende doctorado, cuyo jurado presidía, del historiador JoséMaría Muriá, José Gaos murió. Murió en el mismo

salón de actos. Murió en el ejercicio de la inteligencia.Murió en el cumplimiento de sus deberes académicos.Es difícil sustraerse a la emoción que suscita la ejem-plaridad de su muerte, digna de una litografía.

En El Colegio de México conocí a Tomás Segovia,que había salido de España al término de la guerra,cuando apenas cumplía los doce años de edad. Con suindumentaria informal —pantalones de pana, zapatosde gamuza, morral colgado al hombro, en vez de traje,corbata y portafolios—, llegaba todas las mañanas a sucubículo del tercer piso en aquel edificio de la calle deGuanajuato número 125 en la colonia Roma que el tem-blor del 85 acabó por derrumbar. Poeta de los mayores,ensayista, traductor, Tomás no era un académico orto-doxo. Exento de títulos y grados, su sola presencia re-cordaba el espíritu originario de la que fue La Casa deEspaña en México: el asilo a la discrepancia. Yo estabaadscrito a un proyecto de castellanización de niños in-dígenas pero lo único que me interesaba en la vida erala literatura. Preparaba entonces mi tesis sobre los pos-tulados teóricos de Alejo Carpentier acerca de “lo real-maravilloso americano” en contraposición a las prácti-cas del movimiento surrealista, y encontré en TomásSegovia la más generosa asesoría. Con su voz modu-lada, de timbre metálico y asordinado, y su perfectapronunciación francesa, me dio a leer aquellos librosque nadie dudaría en reconocer como clásicos: Amor y

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“¡De aquí, mientras yo esté... a Ud. no lo saca nadie!” de Ernest Guasp

Occidente de Denis de Rougemont, cuya traducción alespañol, por cierto, hizo muy tempranamente RamónXirau bajo la supervisión de su padre, Joaquín Xirau;El alma romántica y el sueño de Albert Beguin y todoslos libros de análisis poético de Gaston Bachelard: Elaire y los sueños, El agua y los sueños, La tierra o la volun-tad de reposo, Psicoanálisis del fuego, La poética del espa-cio, La llama de una vela, Lautreamont, La poética de laensoñación... —la mayor parte de ellos traducidos alespañol para el Fondo de Cultura Económica por lapoeta exiliada Ernestina de Champourcin—, que fue-ron escritos antes de que las metodologías literarias pre-suntamente científicas se pusieran en boga y trataran,como preconizaba el propio Bachelard, de “explicar laflor por el fertilizante”. Lo que más me gustaba de Tomásera su pasión por la literatura, particularmente por lapoesía; su menosprecio a las exacerbaciones académi-cas; la exaltación de la lectura personal y su absoluta li-bertad para hablar de lo que se le pegara la gana y comose le pegara la gana, tanto que un curso informal queimpartía en la cafetería de El Colegio y al que acudíansus discípulos, que eran más poetas que estudiosos dela literatura, había sido bautizado por él mismo con lafrase De mi ronco pecho.

A pesar de mi vocación literaria, en El Colegio forma-ba parte, como ayudante de investigador, de un grupode lingüistas, pedagogos y antropólogos que trabajabaen la elaboración de un método para la enseñanza delespañol a hablantes de lenguas indígenas del Estado deOaxaca. Mi trabajo consistía en redactar unos diálogosque debían sujetarse, según la metodología contrastivade la lingüística aplicada a la enseñanza de segundas len-guas, a las estructuras gramaticales y el léxico que loslingüistas del equipo habían asignado a cada lección.No era precisamente un trabajo de dramaturgia perono dejaba de ser un reto literario escribir parlamentosverosímiles en los que sólo se podían utilizar determi-nadas palabras y formas sintácticas del español. Norelataría aquí esta experiencia si no fuera porque, unavez concluida la obra, me adjudicaron la responsabili-dad de su edición, lo que me puso nuevamente en con-tacto con el exilio español. Tal tarea habría de llevarse acabo en los talleres de la Comisión Nacional de losLibros de Texto Gratuitos, que entonces se encontra-

ban en la avenida Doctor Río de la Loza y dejaban ver,por el ventanal que daba a la calle, una gigantesca rota-tiva que parecía un animal prehistórico. Pues bien: enesa venerable institución que cada año tira millones deejemplares y los distribuye a lo largo y a lo ancho detoda la República, conocí a Genaro de la Colina.

Como tantos otros exiliados que se incorporaron alas grandes empresas editoriales del país o que fundaronlas suyas propias para enorme beneficio de la culturamexicana, Genaro de la Colina era un hombre celosode su oficio. Lo acompañé durante largas jornadas allado de su alta mesa de trabajo, frente a la cual, siemprede pie, formaba las páginas del libro sobre un machoteen el que pegaba con engrudo los pedazos de las galerasque iba recortando con sus grandes y precisas tijeras.Era una suerte de caballero andante de la corrección deestilo que despotricaba contra los barbarismos que pre-tendían pasar como inmigrantes del original a una ga-lera y de ahí saltar ilegalmente a una impresión defini-tiva. Don Genaro tenía la admirable capacidad dedetectar a primera vista y desde lejos los errores de unaprueba, digamos el bajo porcentaje del amarillo o delazul en la selección de color de una lámina impresa acuatro tintas. Sobre él, creo que sólo tenía ascendenciaquien por esos años presidía la Comisión Nacional delos Libros de Texto Gratuitos con un rigor muy pareci-do al de la admirable prosa de sus libros, Martín LuisGuzmán. A Genaro de la Colina le debo mi gusto porlas tareas editoriales, desde los signos de corrección ti-pográfica hasta el olor a tinta de los pliegos recién im-presos, que se huele con el alma.

Con el tiempo he advertido que son pocas las casaseditoriales respetables en México en las que no hayatenido una participación determinante el exilio españolrepublicano. Desde las más modestas hasta las más en-jundiosas. Recuerdo al señor Oliver, que estaba al fren-te de una compañía editora de libros de contabilidad yde administración, en la que yo trabajé durante un par deperiodos vacacionales cuando cursaba la secundaria:dirigía el taller como si fuera una orquesta filarmónica,y desde su oficina, que era una suerte de podio de cristal,sabía, sin levantar los ojos, “de oído”, cuál máquina ha-bía sufrido algún percance o cuál otra había suspendidosu trabajo, igual que si hubieran fallado los metales o no

LXV AÑOS DEL EXILIO ESPAÑOL

Era una suerte de caballero andante de la corrección de estilo que despotricaba

contra los barbarismos que pretendían pasar como inmigrantes del original a una galera y de ahí

saltar ilegalmente a una impresión definitiva.

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hubieran entrado las percusiones en un concierto sin-fónico. O al señor José Virgili, de la Editorial Oasis, quemedía el espacio sideral en cuadratines y para quien unaerrata era una cuestión de honor que podía llevarlo atirar de nueva cuenta el pliego del libro que se le habíaencomendado. Y qué decir de las editoriales del exilio,como Séneca o EDIAPSA, creadas por José Bergamín yRafael Giménez Siles respectivamente; Grijalbo, Costa-Amic y Finesterre, que recibieron el nombre de sus fun-dadores; ERA, que escribo con mayúsculas compactas pararecordar a sus tres socios primigenios, Neus Espresate,Vicente Rojo y José Azorín, o Joaquín Mortiz, establecidapor Joaquín Díez-Canedo cuando se separó del Fondo deCultura Económica donde trabajó por espacio de veinteaños. Y cómo no encomiar la presencia determinante delos exiliados españoles en una institución como el Fondo.Gracias a ellos, esta casa, dedicada en un principio, comosu nombre lo indica, a la edición de obras de economía,abrió enormemente el espectro de su catálogo y los librospublicados con su sello trascendieron a todo el orbe dela lengua española, incluida la España franquista: el re-torno de las carabelas.

CINCO

De lunes a sábado, pasaba por don Isidoro EnríquezCalleja antes de las seis de la mañana. Todavía no sehabían establecido en México husos horarios diferen-tes según las épocas del año, y por largas temporadas a

esas horas aún no amanecía. Iluminado por la luz delsol o por los faroles de la calle, invariablemente me loencontraba afuera de su casa, en cualquier punto de sucaminata por la cuadra, que recorría jugueteando consu paraguas y silbando mientras esperaba el Opel rojomodelo 64 en que yo lo recogía. Vivíamos en la mismacolonia: la Romero de Terreros, en Coyoacán. Él en lacalle Cerro del Vigilante; yo, quién lo diría, en la es-quina de Alfa y Omega —el onfalos del universo. Dá-bamos clase en el mismo plantel, una escuela vocacio-nal del Instituto Politécnico Nacional llamada “LuisEnrique Erro”. Teníamos el mismo horario: de siete aocho la primera clase y de nueve a diez la segunda, esdecir que ambos descansábamos al mismo tiempo, deocho a nueve de la mañana. Y, como si no fueran sufi-cientes coincidencias, impartíamos nuestra clase en elmismo salón y ante los mismos alumnos. Sí; se tratabade la misma clase. Esa escuela contaba, por razones osinrazones burocráticas, con un número de plazasacadémicas superior al que la matrícula del alumnadorequería. La maestra Bueno, directora del plantel, noquiso desaprovechar tan excepcional canonjía e incor-poró a la plantilla a jóvenes profesores para que impar-tieran su clase junto a los viejos docentes. Al lado suyo,éstos recuperarían la jovialidad perdida en la tarima alo largo de los años, y aquéllos aprenderían de sus ma-yores la experimentada práctica de la docencia. Yo fuiuno de esos jóvenes y tuve el privilegio de que el maes-tro a quien acompañé y del que aprendí cuanto pude delo mucho que me enseñó, fue Isidoro Enríquez Calleja:pedagogo, literato, maestro de corazón, llegado a Méxi-co en el Sinaia, el barco que en el año de 1939 trajo a lascostas de Veracruz al primer grupo multitudinario derefugiados españoles. Yo sabía de él porque era el autordel Tercer curso de lengua y literatura, que fue mi libro detexto en la secundaria. No era poca cosa tener al ladomío —vivo, tangible, amigo— al autor del libro dondeme topé por primera vez con El Cid Campeador yGonzalo de Berceo, Alfonso X El Sabio y el Arciprestede Hita, Fernando de Rojas y los místicos carmelitasSan Juan y Santa Teresa, y gracias al cual se afianzó mivocación literaria.

Don Isidoro me dejaba impartir a mí la clase. Él oíasonriente. E interesado, al menos en apariencia. Sólode vez en cuando hacía algún comentario que ilumina-ba el salón entero y de tarde en tarde asumía la respon-sabilidad total de la sesión. Con la elegancia y la fluidezde su discurso, sus referencias clásicas, los versos que leasaltaban la memoria, su simpatía y sus ademanes noexentos de pedagógica teatralidad, nos dejaba con laboca abierta a todos los que lo escuchábamos. Era ungran maestro en el aula. Y fuera de ella también. Acasodonde más aprendí de su sabiduría fue en el desayuno.Todos los días, de ocho a nueve, acudíamos a una fonda

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Joaquín Xirau (Figueras, 1895-México, 1946)

cercana a la escuela, en la que, además de enseñarme lamuy española costumbre de sopear el pan de dulce enel chocolate caliente y espumoso, me hablaba de laGuerra Civil y de su literatura. Con la familiaridad queda la cercanía vivida y a veces la causa compartida, donIsidoro le llamaba, para mi asombro, Federico a GarcíaLorca y Ramón a Gómez de la Serna. Simplemente.

De él heredé el gusto, convertido en vicio con losaños, de leer todos los suplementos culturales de los pe-riódicos. Una mañana de domingo que lo visité en sucasa, lo encontré sentado en el luminoso vestíbulo desu biblioteca, hojeando un suplemento cultural. A sulado reposaban todos los diarios que sus ojos ávidos ha-brían de expurgar para extraer de ellos las secciones do-minicales que hablaban de literatura.

Sentí su muerte, ocurrida el 21 de noviembre de 1971,como si hubiera sido la de mi padre, quien había muertocuando yo era niño. En el sepelio conocí a su hijo JoséRamón, con quien me ha unido una amistad fraterna.Años después, cuando se cumplieron cincuenta años dela llegada del Sinaia al puerto de Veracruz, la UniversidadNacional Autónoma de México quiso rendir homenaje alexilio español. Yo era coordinador de Difusión Culturalde nuestra casa de estudios y participé en el comité or-ganizador de la celebración. José Ramón me ofreció en-tonces el periódico que se editaba diariamente a bordode esa embarcación y cuyos números completos poseía:los había encontrado en un viejo maletín de su padre,quien, desde aquellos lejanos tiempos, ya tenía la aficiónpor las publicaciones periódicas. Hicimos una ediciónfacsimilar del diario de abordo.

SEIS

La lectura del Sinaia. Diario de la primera expedición derepublicanos españoles a México es interesante, dramática,conmovedora. A lo largo de sus dieciocho números, pu-blicados en mimeógrafo entre el 26 de mayo y el 12 dejunio de 1939, mantiene informados a los “expedicio-narios” de los acontecimientos del mundo, de Méxicoy del propio barco. Se dan a conocer las noticias inter-nacionales del momento, entre las que destaca el pro-ceso de negociación que desembocaría en la alianza deInglaterra, Francia y la Unión Soviética contra el fas-cismo. Se proporcionan informaciones diversas sobrela historia, la cultura, la geografía y el arte mexicanos. Seexponen, número a número, las ideas de Lázaro Cár-denas, extraídas de sus propios discursos políticos, apropósito del trabajo, la reforma agraria, la economía,la educación, las razas indígenas, las mujeres en Méxicoy se exalta su figura abierta y generosa en un artículofirmado con las siglas A. S. V., que deben de corresponderal joven Adolfo Sánchez Vázquez. Se publican artículos

sobre la Revolución Mexicana y el problema del petró-leo, apenas expropiado entonces. Se invita a las activi-dades académicas, artísticas y de entretenimiento quese organizan a bordo, como conferencias sobre la geo-grafía, la historia, la economía, el arte, la literatura deMéxico; conciertos, recitales de poesía, fiestas, verbenas,exposiciones de dibujos; concursos de poesía, de cari-catura y hasta de chotís. Se informa de la localizacióndel barco en la travesía y del estado del tiempo. Se con-voca a reuniones de carácter gremial o profesional (mé-dicos, agricultores, ingenieros, arquitectos, maestros,periodistas, escritores, artistas, obreros y técnicos de laconstrucción, militares profesionales, funcionarios pú-blicos, de banca y de empresa privada). Se publicanpequeñas semblanzas de exiliados anónimos —mineros,labradores, zapateros— que participaron heroicamenteen la lucha. Se dan las noticias de lo que sucede en eltrayecto, como el nacimiento de una niña a quien se lepone por segundo nombre Sinaia o el reencuentro amo-roso de una pareja, que, después de tres meses de separa-ción, tiene que aplazar su más íntima anagnórisis hasta

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Dibujo de Elvira Gascón (Almenar, 1911-México, 2000)

llegar a México porque él y ella viajan en camarotesdiferentes. Se hacen recomendaciones prácticas, comoahorrar agua o mantener limpios los cuartos de aseo, yse reprueban ciertas actitudes irresponsables de algunospasajeros, como llevarse los enseres de los comedores alos camarotes, armar en las colas tertulias y discusionesque interrumpen la circulación, ocupar un sitio en lapista sin bailar o llevar niños pequeños a los conciertos.

Los 1,800 refugiados del Sinaia no fueron, en rigor,los primeros españoles republicanos que llegaron a Mé-xico, pues antes que ellos habían desembarcado en Ve-racruz 327 intelectuales —entre los que figuraban lospoetas Juan José Domenchina y su esposa, Ernestina deChampourcin—, que habían viajado a bordo del Flan-dre. Fueron, sin embargo, los más representativos de laacusada heterogeneidad republicana. En el Sinaia via-jaban labriegos, artesanos, mineros, militares de todas lasjerarquías, ingenieros, músicos como el maestro RafaelOropesa —director de la Banda Madrid, fundada en el36 en el Quinto Regimiento, que amenizaba las nochesde la travesía—, escritores como Antonio Sosaya, Benja-mín Jarnés, Pedro Garfias, Juan Rejano, filósofos comoAdolfo Sánchez Vázquez, pintores como Ramón Gaya,profesores de primera enseñanza como mi querido maes-tro Isidoro Enríquez Calleja.

De la lectura del Diario se infiere la vida que lleva abordo esta suerte de república trashumante. Desdeluego, se trata de una vida pasajera, como pasajeros sonquienes la viven durante la veintena de días que lleva latravesía, pero en ella se reproduce virtualmente, a lamanera del cuento “Autopista del sur” de Julio Cor-tázar, la vida “sedentaria”: en el Sinaia cobra realidad ytriunfa, aunque sea provisionalmente, la República. Alos pasajeros los unen ciertamente el dolor de la derrota,el ánimo antifascista, la voluntad del regreso victorioso,pero también los separan sus diferencias políticas, susluchas partidistas internas y por supuesto las clases so-ciales que se establecen o se restablecen a bordo. En elbarco hay camarotes y comedores de primera, de segun-da y de tercera, y si a sus “plazas” y “calles” se les nombracon la nomenclatura urbana de Madrid —La Gran Vía,la Calle de Alcalá—, a la zona de primera clase se le co-noce con el elitista nombre de Barrio de Salamanca. Hayde todo en el barco: quienes pasean en pijama de babora estribor y quienes construyen “chabolas” para prote-gerse del sol en la cubierta; quienes dedican su tiempoa la educación de los niños o arreglan la ropa de los re-fugiados y quienes se la pasan escupiendo en la cubiertao echando cáscaras de fruta o cascos de botellas de cer-veza por la borda; quienes, sumergidos en sus camarotes,pergeñan poemas o preparan la conferencia que habránde dictar al día siguiente y quienes se hacen acreedoresa la exhortación publicada en el periódico, que dice: “Nodiscutir, razonar. No vociferar, aconsejar”.

Como suele suceder, lo más significativo del Diarioson sus páginas editoriales, en las que se fortalece el espí-ritu de la causa: “¡Que los españoles que van a Méxicono olviden nunca que en España quedan centenas demillares de hermanos en las cárceles, millones de espa-ñoles oprimidos y una patria entera que reconquistar!”;se manifiesta la gratitud a México y a su Primer Man-datario: “En México nos aguardan un régimen progre-sivo, unas instituciones populares que garantizan a losrepublicanos españoles, desde el mismo momento de sullegada, un trato de ciudadanos libres. ¡Seamos dignosde esta ayuda generosa de México, apoyando la políticademocrática del Presidente Cárdenas!”; se establecendiferencias enfáticas entre los republicanos y los gachu-pines: “Nuestra guerra consiguió borrar en el ánimo delpueblo mexicano el odio engendrado por los explota-dores de la conquista y que abarcaba, como regla general,a los españoles residentes después en aquellas tierras,en buena parte de los casos, aventureros desaprensivos,sedientos de plata ensangrentada”, y, finalmente, se ex-horta a la unidad por encima de las diferencias: “Nopodemos de ninguna manera llevar a México nuestrasantiguas luchas políticas o sindicales. Lo que haya que-dado sin aclarar lo esclareceremos en España en el mo-mento oportuno. En la república hermana, no. Allí todossomos de una sola condición: antifascistas”.

En el Sinaia. Diario de la primera expedición de repu-blicanos españoles a México nace la literatura del exilio,que habrá de prolongarse por muchas décadas entoncesimprevistas y habrá de trascender las generaciones. Enel último número, la víspera del desembarco en el puer-to de Veracruz, el poeta Pedro Garfias publica su poema“Entre España y México”, en el que se truecan los pa-peles históricos del conquistador y el conquistado, ycuyos últimos versos, dedicados a México, dicen:

como otro tiempo por la mar saladate va un río español de sangre roja,de generosa sangre desbordada.Pero eres tú esta vez quien nos conquistas,y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!

SIETE

Al cumplirse los cincuenta años del desembarco entierras mexicanas del Sinaia, la Universidad NacionalAutónoma de México, por iniciativa de José Sarukhán,organizó un magno homenaje al exilio español que tan-tos talentos sumó a la institución. No se trató de quelos exiliados de la primera o la segunda generación sereunieran entre sí, como lo habían hecho en ocasionesanteriores, para relatar sus propias historias y agradecera la Universidad la cálida acogida que les había prodi-

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gado. No; ellos deberían ser el objeto y no el sujeto delhomenaje. Quienes integramos la comisión organiza-dora de la conmemoración nos dimos a la tarea de hacerun registro de los más conspicuos profesores, investiga-dores, artistas, difusores de la cultura provenientes delexilio que habían desarrollado su actividad académicaen la Universidad. De ahí, rastreamos a sus discípulossobresalientes para que fueran ellos quienes les tribu-taran, a nombre de la institución, su reconocimiento.Para nuestro asombro, no hubo área de la Universidaden que no hubiera habido un exiliado prominente queejerciera su magisterio con la trascendencia que implicaser reconocido por sus alumnos como el maestro deci-sivo en su propia formación: la filosofía, la historia, lapedagogía, la literatura, la geografía, la lingüística, la bi-bliotecología, la antropología, el derecho, las cienciassociales, la economía, la medicina, la biología, la quími-ca, las neurociencias, la física, las matemáticas, la inge-niería, la arquitectura, la música, la pintura, la radiodi-fusión, el diseño gráfico, la cinematografía... rindieronhomenaje a sus maestros refugiados. Creo que hastaentonces la Universidad no se había percatado de la im-pronta que en su conjunto habían dejado los académi-cos del exilio español republicano. Sin ellos, la Univer-sidad no sería lo que es.

La Filmoteca de la UNAM, que custodia el mayor acer-vo cinematográfico de América Latina, transfiere cotidia-namente en sus laboratorios, por razones de preserva-ción, los negativos de nitrato de plata a materiales de altaseguridad, los cuales, al ser revelados, permiten la recu-peración del metal argentino original. En ocasión del ho-menaje al exilio español, con la plata extraída de variaspelículas de la época de oro del cine nacional, entre lasque hay que contar los filmes mexicanos de Luis Buñuel,Carlos Velo y Jomí García Ascot, se acuñó una medallaconmemorativa, cuya inscripción dice: NOSTRIS MAGISTRIS

HISPANIS EX EXSILIO PROVENIENTIBVS. A qué explicar sucarga simbólica si la medalla brilla por sí misma con lafelicidad y el resplandor propios de la imagen poética.

OCHO

A finales del año 2000, la Universidad me concedióuna comisión temporal para hacerme cargo del Fondode Cultura Económica. De esta importante editorial,fundada en 1934 por Daniel Cosío Villegas, nació pocotiempo después La Casa de España en México, que en1940 habría de cambiar su nombre por el de El Cole-gio de México. Presidida por Alfonso Reyes, esta insti-tución acogió a los ilustres académicos provenientes delexilio español republicano, que le dieron fundamentoy consistencia. El Fondo de Cultura Económica, por suparte, también se benefició de esta presencia. Había sido

creado con el inicial propósito de ofrecer a los estudian-tes universitarios de la Escuela Nacional de Economía,surgida de la Facultad de Derecho de la UNAM en 1933,los textos más relevantes de la disciplina, a la sazón inexis-tentes en nuestra lengua. Con la llegada de los intelec-tuales españoles a partir de 1939, entre los que destacanlos nombres de Enrique Díez-Canedo, Wenceslao Roces,Joaquín Xirau, Agustín Millares Carlo, el Fondo fueabriendo su catálogo a otras áreas del conocimiento ycon el tiempo se convirtió en la editorial más impor-tante de lengua española en el campo de las humanida-des y de las ciencias sociales. En alta medida gracias a lacolaboración de estos notables exiliados, se tradujerony vieron la luz obras de antropología, ciencia política,sociología, historia, filosofía, lingüística, literatura, psi-cología y se impulsaron las grandes colecciones quetodavía siguen vivas en nuestros días, como BibliotecaAmericana, Breviarios, Tierra Firme. Para cada área ycolección se contó con la participación de los más des-tacados eruditos nacidos o avecindados en México: SilvioZavala, Eduardo García Máynez, Alfonso Caso, ErichFromm, Raimundo Lida, Pedro Henríquez Ureña. Aesta lista hay que añadir los ilustres nombres de los trans-terrados españoles José Gaos y Francisco Giner de losRíos Morales.

Amén de la publicación de muchísimas obras escritaspor los refugiados, que sería prolijo enumerar, al Fondo—y a la Editorial Salvat— se debe la edición del libroEl exilio español en México. 1939-1982, que da cuenta delas incontables aportaciones que este transtierro hizo aldesarrollo de la ciencia, el arte, el derecho, la educación,las comunicaciones en nuestro país.

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Ramón Gaya, Ventana

No deja de ser interesante que el logotipo del Fondode Cultura Económica, que no ha perdido su moder-nidad a lo largo de las décadas, haya sido diseñado porel exiliado español José Moreno Villa, pintor, poeta,crítico e historiador del arte, quien, por cierto, supodescribir de manera luminosa y admirable fenómenosprimordiales de la cultura mexicana.

En ese logotipo, las generaciones de estudiantes deAmérica Latina de la segunda mitad del siglo XX reco-nocen con gratitud la casa editorial en la que se for-maron. Yo agregaría que una de las pocas ventanas queEspaña tuvo abierta durante los largos años del fran-quismo fue precisamente la del Fondo de Cultura Eco-nómica, que permitió que los cada vez más delgados hi-los que la unían con el exilio no acabaran de romperse.

CODA

Desde mi nacimiento hasta ahora, el exilio español re-publicano ha estado presente en mi vida y en buena me-dida la ha modelado, definido e impulsado. Pero mi gra-titud no se agota en el reconocimiento a su constante einexorable presencia en mi vida familiar, académica o la-boral, sino que trasciende al ámbito de la formación másíntima —la que tiene que ver con los afectos y con losvalores. No puedo bendecir de la maldita Guerra Civil

sino la amistad entrañable de Vicente Rojo y nuestraañorada Albita, las temerarias aventuras de SantiagoGenovés, la generosidad quijotesca de Eulalio Ferrer, elpoema Lázaro de Luis Cernuda, las levitaciones de Re-medios Varo, los barroquismos de Gerardo Deniz, losdibujos eróticos de Elvira Gascón, la abnegación cine-matográfica de Prudencia Grifell, la Bernarda Alba deOfelia Guilmain, las traducciones impecables de AgustíBartra, la perfección literaria de Max Aub y la bellezade su hija Elena, la voz de Augusto Benedico, la prosa deAngelina Muñiz, la entereza y la solidaridad implacablesde Adelaida Catsamijana de Sarukhán, la libérrima fide-lidad de Mercedes de Oteyza, la bonhomía de FernandoSerrano Migallón, la amistad de Tere Miaja, el sonrojo deHada Williams, la fuerza y la delicadeza de María LuisaCapella, la mirada dulce y confiable de Cecilia Elío deNoriega, la finura de Anamari Gomís, el tesón de JosuLanda, la belleza digna y perenne de Águeda Mata Torres,la inteligencia y las lágrimas desgobernadas de Rosa Seco,a quien dedico estas páginas.

¿Cómo habrá vivido la España franquista sin ellos? Nome lo puedo imaginar siquiera. Tal vez no pudo vivir.

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Marco Chilet, Éxodo, 1939

Las ilustraciones que acompañan este texto fueron tomadas de los librosHomenaje a México, editado por el Ateneo Español de México en 1979, y Elexilio español en México, catálogo de la exposición organizada de diciembrede 1983 a febrero de 1984 en el Palacio de Velázquez de Madrid.