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UNA ESCUELA DE OBSCURIDAD
CAPÍTULO UNO
Nací al sur de Italia en una granja que había pertenecido a la familia de mi madre por
generaciones. Aunque en realidad, siempre fui una americana nacida en suelo italiano por
accidente. También fue un accidente el que me mantuvo en Italia hasta cumplir casi los
seis años de edad. Años más tarde me enteré que una de las razones por las que mi
madre me había dejado allá fue con la esperanza de convencer a su marido para que toda
la familia, que estaba en Nueva York, regresara a Italia. Para ella, esa granja cerca de
Potenza era su verdadero hogar. Pero nunca pudo convencerlos, pues estaban decididos
a quedarse en América.
Mi madre enviudó cuando el menor de sus nueve hijos, aún era un bebé. Con la ayuda de
los hijos mayores trabajó la granja y sin duda se habría quedado en ella por el resto de
sus días, si no fuese porque Rocco Visono llegó desde Lugano de Potenza.
Rocco se enamoró de Teresa Marsica, quien a pesar de haber dado a luz a nueve niños
seguía siendo atractiva, de grandes, vivarachos y brillantes ojos oscuros y tenía buenas
formas. Rocco había ido a visitar a su hermana menor, casada con un oficial del gobierno,
y conoció a Teresa en una villa cercana llamada Picerno.
Cantero de profesión, encontró trabajo en Potenza con la intención de persuadir a Teresa
de viajar a Nueva York. Tardó mucho en convencerla, pues ella sabía lo bien que se daban
las lechugas y los frijoles en aquel rico suelo. Este había sido la granja de su padre, de su
abuelo y del padre de su abuelo, ¿cómo podría abandonarlo para cruzar el Atlántico hacia
la incertidumbre y sin una tierra que trabajar?
Sin embargo, la tranquilidad de los ojos azules de su pretendiente fue más persuasiva,
además de contar con el apoyo de los niños, quienes debido a las historias relatadas por
Rocco sobre una vida esplendorosa de libertades y oportunidades para enriquecerse,
estaban deseosos de viajar a América. Así que rogaron hasta que consiguieron el sí. Los
tres varones mayores acompañarían al padre elegido, y mi madre y el resto de nosotros
los alcanzaríamos después. He dicho “elegido” a propósito, porque Teresa tenía sus
propias razones para no casarse hasta llegar a América. Pero al ver vencidas sus
objeciones tuvo también que renunciar a esta última y dejar a los cuatro en los Estados
Unidos.
Desde el Este de Harlem, enviaron entusiastas cartas: que allí vivían muchos italianos, que
era como una colonia de familiares, que debía ella apresurarse y unírseles
rápidamente. Así que Teresa aceptó lo inevitable. Se despidió de sus vecinos y de sus
amados campos, de la casa que la había abrigado durante toda su vida y en la que todos
sus hijos habían nacido. Le encargó la granja a un familiar, ya que no abrigaba la idea de
vender. Tal vez, algún día, pudiera regresar.
Rocco y los tres mayores, la llevaron en hombros al apartamento de cinco cuartos de la
Calle 108. Teresa estaba contenta de verlos de nuevo, pero se le notaba consternada
porque los departamentos parecían panales de abejas. Se consoló un poco, cuando su
hermana, María Antonia, que vivía en América desde hacía tiempo y fue a darle la
bienvenida.
En enero de 1904, Rocco Visono y Teresa Marsica se casaron en la iglesia de Santa Lucía,
al Este de Harlem. Este quizá, fue el día más nostálgico para ella. Acudieron a su mente
los recuerdos, traídos por una palabra del sacerdote, las imágenes de Fidelia, su madre, y
de Silverio, su padre, de los trabajadores de la granja, de ella y sus hermanos rezando
arrodillados en la amplia estancia de la granja en Picerno.
Varios meses más tarde, llegó una carta desde Italia, avisando a Teresa sobre un problema
con el manejo de su propiedad. Con estas noticias convenció a Rocco para que le
permitiera ir y arreglar los asuntos. Quizá podría rentar la propiedad a personas
responsables, o, a petición de él, venderla a final de cuentas.
No fue hasta que Teresa se encontraba en alta mar cuando se dio cuenta que estaba
embarazada porque se desmayó. El negocio en Italia podría tardar meses y nacer allá el
bebé. Los asuntos de la finca requirieron más tiempo de lo esperado.
En octubre de 1904 nací en Picerno y se me bautizó con el nombre de Isabel María de la
Asunción. Con la aprobación de mi padre, Teresa decidió regresar a los Estados Unidos y
dejarme a cargo de una madre adoptiva. Pensaba regresar en un año, pero pasaron cinco,
antes de volver a verme. Tenía casi seis años cuando vi a mi padre y hermanos por primera
vez.
Quien fuera mi nodriza y madre adoptiva, era enfermera y estaba casada con un pastor
y vivían en Avialano. Su bebé había muerto y estaba feliz de tenerme. Por cinco años viví
con estas sencillas personas. Aunque teníamos pocos lujos en la pequeña casa de piedra,
recibí de mis padres de crianza mucho cariño. Mis recuerdos se remontan a mi tercer año.
Sentía gran devoción por Mamarella y le estaba muy agradecida, pero fue por Taddeo,
su marido, en quien volqué un cariño más profundo. Al no haber otro niño en casa, me
prodigó todo su amor paternal. También recuerdo la chimenea de su casa, la mesa puesta
antes de la cena, me veo en los brazos de Tadeo, su gran abrigo de pastor cubriéndome.
Días después, cuando la vida se volvió difícil, desee volver a ser la niña que se sentaba
bajo el cariño protector.
Mi madre enviaba dinero con regularidad y así, daba a mis padres adoptivos más
comodidades de las que Taddeo con sus ingresos, pudiera obtener.
Constantemente, Mamarella intentaba convencer a Taddeo que se dedicara a algo más
que el pastoreo en las colinas. Le disgustaba estar lejos de casa los inviernos. Ya que en
la parte montañosa de Italia los inviernos son muy fríos y se debían trasladar las ovejas
hasta la cálida Apulia, donde se pastoreaba mejor. Incluso durante el verano Taddeo se
quedaba a menudo toda la noche en las colinas. Mamarella y yo le llevábamos mantas y
comida, para que pudiera dormir a la intemperie. Mientras marido y mujer hablaban, yo
vagaba entre las flores y las mariposas. Recuerdo correr de un cerro a otro. Mis dedos se
estiraban ansiosos hacia arriba, el cielo parecía tan cerca que pensaba que lo podía tocar.
Volvía agotada y encontraba a Mamarella tejiendo y a Taddeo tallando un par de zapatos
de madera para mí. No usé zapatos de piel hasta llegar a América.
Taddeo me ofrecía leche caliente de sus ovejas y trataba de explicarme lo del firmamento.
En una ocasión me dijo: “No te preocupes, pequeña. Quizás, un día puedas tocar el cielo.
¡Quizás!”
Luego, me contaba historias sobre las estrellas y yo casi creía que le pertenecían y que
podía moverlas en los cielos. Me quedaba dormida envuelta en una manta y al
despertarme, me encontraba de nuevo en mi cama de nuestra casa a las afueras de la
aldea. Tengo recuerdos vagos sobre la religión. Recuerdo que Taddeo me llevaba en
hombros durante las procesiones que se hacían internándonos en el bosque por varios
días con dirección al santuario. Debieron ser en primavera, ya que en el bosque se
extendía la alfombra de violetas. No he vuelto a ver violetas azules sin recordar el
murmullo de las oraciones de tantas personas
Cierta niña me habló de un lugar llamado purgatorio. Me dijo que si dejaba que el obispo
me pusiera sal en la boca y agua en la frente iría al cielo, de lo contrario iría al purgatorio
por años y años. Hablé de este asunto con Taddeo, y por primera vez, su respuesta no me
tranquilizó. El Purgatorio era un lugar gris, dijo, no hay árboles ni colinas, pero me dijo
que estaría ahí conmigo. Él habló con Mamarella y le dijo que si seguía con ellos me
tendrían que confirmar cuando el obispo acudiera al pueblo para la ceremonia. Esto
significaba grandes preparativos. Tendría un vestido rojo de cuello alto, tipo princesa y
mis primeros zapatos de cuero. Cuando el gran día llegó, estuve desde temprano en la
iglesia. El templo estaba casi vacío, de no ser por el pequeño grupo de niños que
aguardaban la confirmación. Unos cuantos asientos se colocaron en el amplio templo
cerca del altar, destinados para la clase acomodada del pueblo. Los demás nos
arrodillábamos en el piso de piedra. Así, de rodillas, me puse a observar todas las estatuas
alrededor. Mi favorita fue la de San Antonio, con su tierna sonrisa sosteniendo a Cristo
Niño en su brazo. Taddeo me decía que San Antonio me veía y que me preservaría del
mal; y que si perdía cualquier cosa, San Antonio me ayudaría a encontrarla.
Una noche durante la cena, escuchamos pasos apresurándose y una voz que exclamaba:
“Una lettera d’America!”
“Quizá es de mamá”, dije, “y debe traer dinero para Mamarella.”
Cuando abrió la carta vi que no tenía dinero. Nadie me comentó lo que decía la carta.
Semanas más tarde, estaba sola cerca del fuego. Ese año, febrero había sido muy frío.
Taddeo había ido a Apulia, donde permanecería por algún tiempo y Mamarella había ido
a buscar agua a la fuente de la aldea. Entonces, escuché pasos extraños sobre los
adoquines. La puerta se abrió y allí estaba una mujer alta, morena, envuelta en un grueso
abrigo que me miró y sin decir una palabra me abrazó. Luego, se quitó el velo y vi
que tenía el pelo negro y espeso, un poco gris, pero suave y ondulado.
La miré asombrada, "¿Quién eres?", pregunté. Ella me contestó en italiano, pero su voz
sonaba algo distinta a la de la gente de la villa.
"Soy amiga de las personas que viven aquí. ¿Dónde está el pastor? "
"No está aquí. Está en Apulia. "
" ¿Te agrada él? "
"Me encanta, no hay nadie mejor que él en el mundo. Lo quiero más que a nadie.
La miré fijamente y le dije que si me podía decir por qué me hacía esa clase de preguntas.
"Por supuesto que sí", dijo ella con dulzura. "Ven aquí y siéntate en mi regazo mientras
te cuento una historia. Pero dime primero, si ¿lo amas más que a tu propia madre? "
"Por supuesto que sí. No conozco a mi madre."
La extraña dama me sonrió.
"Escucha, querida, una vez tuve una niña."
A medida que escuchaba, comencé asentirme incómoda.
"Tuve que ir muy lejos a una tierra extraña donde no podía cuidar de ella, fue entonces
que me encontré un buen hombre que la cuidaría. Su nombre es Taddeo”.
“¿Taddeo?" De repente comprendí y me escabullí del regazo de la mujer. "Tú eres mi
verdadera madre."
Mientras me acariciaba el pelo dijo: "He viajado desde América por mi hija esperando
que ella me quisiese."
Algo en su voz me conquistó. Me acerqué a ella y puse mis brazos alrededor de su cuello
y así nos quedamos sentadas hasta que Mamarella entró. Solo recuerdo que adormilada
decía: “Esta es mi madre, mi verdadera madre. Tienes que amar a tu madre. "
Se retiró esa noche, pero dijo que regresaría dentro de una semana y que enviaría por mí.
Prometió llevarme con ella a los Estados Unidos.
Todo estaba listo para febrero. Se le mandó avisar a Taddeo, quien prometió estar de
regreso en casa antes de mi partida. En aquella última semana, triunfé sobre mis
compañeras de juegos, quienes me preguntaban: “¿Te ha traído regalos?”, ¿Irás en coche
a Potenza?, “Las casas en América están hechas de vidrio”, decía otra niña, “nadie es
pobre, allá todos son felices”. “Y comen macarrones todos los días”, añadía otra. Hasta
yo creía que comer macarrones todos los días era una cosa maravillosa, era la esencia de
la plutocracia entre niños cuya dieta la constituían los frijoles y la polenta.
“¿Regresarás algún día?”, alguien preguntó.
De alguna manera, era la primera vez que había realmente pensado en irme y me sentí
un poco agitada, pero le contesté resueltamente, "Por supuesto que sí, y algún día los
llevaré a todos conmigo a los Estados Unidos”.
La víspera de mi partida aún no habíamos recibido noticias de Taddeo. Mamarella preparó
una cena exquisita de pasta arricata y calamares rellenos de nueces y pasas. Hubo también
suave vino blanco. Era como el carnavale. Esperamos a Tadeo, pero no llegó, así que
comimos en silencio. Se recogió la mesa. Recargué la cabeza en el respaldo de la silla de
Mamarella. Estaba llorando, pero se contuvo al ver que yo también lloraba. Me tomó en
brazos y cantó para mí—una canción sobre los santos.
Pero Taddeo no llegó, y tuve miedo de no volverlo a ver. Traté de guardar su imagen tal
como era y así lo recordaría siempre. Cuando el fuego se consumió, y se apagaron las
brasas, Mamarella puso cenizas sobre ellas y nos fuimos a la cama, pero yo no podía
conciliar el sueño. Cuando de repente, oí lo que había esperado escuchar: pesados pasos
sobre los adoquines. Cuando se abrió la puerta ya estaba yo sobre sus brazos. Se quitó la
bufanda, mis pies estaban helados, los frotó y los envolvió con ella.
Mamarella atizó de nuevo el fuego y exclamó: “Non far mosso,” (“No te muevas”) y
comenzó a calentar la polenta. Estaba sentada en los brazos de Taddeo, cuando comenzó
a contarnos lo que le sucedió camino a casa.
“Viajé la mitad de la noche y no tenía idea si hacía frío en Avialano,” dijo. Debía regresar
de inmediato al prado donde había dejado el rebaño a cargo de Filippi. Solo podría
permanecer una hora con nosotras. “San Antonio me trajo” “Me ayudó a llegar a tiempo.
Nunca olvides que él te ayudará cuando lo necesites y que encontrará lo que pierdas”
Presté muy poca atención a sus palabras. Estaba contenta de estar sentada al lado de la
chimenea y verle comer polenta y verle mojar el pan en el vino tinto. Cuando se levantó,
se puso su manto, enrolló la bufanda en su cuello, y dijo: “Esta bufanda es muy delgada
y no servirá por más tiempo. Escucha hija, ¿me enviarás una bufanda nueva desde
América?”
Mis ojos se llenaron de agua. Él me besó. “No llores cariño, algún día volverás”. Dijo con
aire tranquilizador. “Por lo pronto, irás a una buena casa y te convertirás en una signorina,
tendrás vestidos de seda y tal vez, dos pares de zapatos de cuero.
“No quiero ir”, entré en pánico llorando, “No quiero ir, no quiero.”
Me sostuvo hasta que dejé de sollozar y me dijo: “Ahora debes partir. Addio, carina”
Me entregó a Mamarella y salió apresuradamente. Conseguí zafarme y corrí tras él.
No traía puesto mi chal y mi vestido se levantaba con el viento.
Seguí gritándole: “¡Taddeo, ¡Taddeo! Corrí calle abajo y llegué a la plaza. Pude ver a
Taddeo y a Filippi arriando el rebaño. Hacía mucho frío y el suelo estaba congelado. Llamé
a Taddeo una y otra vez. Me había calzado mis zapatos nuevos para enseñárselos, pero
los cordones se soltaron e hicieron que cayera. La dura piel de los zapatos, lastimaron mis
pies. Yacía en la nieve sollozando cuando Mamarella me encontró y llevó a casa. Me metió
en las sábanas calientes y se quedó conmigo hasta que me dormí.
Al día siguiente usé mi vestido rojo de confirmación que estaba destinado para usarse
en la fiesta de la Virgen y el carnevale.
Peinaron mi cabello cuidadosamente. Me ataron los zapatos de cuero alrededor de los
tobillos. Mamarella sacó su arcón de bodas y de ella un pañuelo de seda blanco. “Lo usé
cuando era niña”, dijo, lo dobló en triángulo y lo ató debajo de mi barbilla. Luego, nos
dirigimos al coche que me aguardaba. “Madonna, questa creatura e tutti occhi,” (“Señora,
esta criatura es todo ojos”) dijo el cochero, cuando vio a su pequeña pasajera.
Mamarella y yo nos sentamos en el coche en silencio y observamos el desolado paisaje
de las montañas y las ventiscas a lo largo de la carretera. Finalmente, y entumecidas por
el frío, llegamos a la estación de Potenza. Mamarella me subió al tren y me besó. Toda
clase se sentimientos se arremolinaron en mi interior al quedarme sola en el tren, rodeada
de extraños con destino a Nápoles donde me encontraría con mi madre, pero, no pude
llorar.
Aunque era mi primer viaje en tren, no me resultó extraño. Miré por la ventana los
cambios del paisaje. Después de un rato no se veían ni la nieve ni las montañas, solo el
vidrio y la planicie, con olivares en ella. Solo una vez vi un rebaño de ovejas blancas y a
su pastor, pensé en Taddeo. Pero Taddeo se encontraba muy lejos y yo estaba sola. Había
dejado atrás todo lo que me era familiar, lo que conocía, me aventuraba a lo desconocido.
El vagón en el que viajaba estaba casi vacío. El conductor le había prometido a Mamarella
que me cuidaría. Finalmente, gracias al extraño vaivén del tren me quedé dormida
sentada en el banco de madera con la cabeza apoyada en el bulto de mi ropa. Era de
noche cuando el tren arribó a Nápoles. El conductor entró y tomó mi paquete: “Viene
subito,” dijo. Y le seguí hasta la plataforma donde ansiosa me esperaba mi madre. La
encontré alta y tranquila. Me saludó con entusiasmo y me alegró ver su cálida sonrisa
mientras corría hacia mí.
Me asustó lo que vi en Napóles: gente mendigando, embaucadores usando el nombre de
San Roque. Había una multitud de niños sucios en las calles. Ruido y confusión. Deseaba
volar a nuestro tranquilo pueblo, allá donde la gente era pobre, pero limpia y espléndida.
Me alegró saber que al día siguiente zarparía hacia América.
CAPÍTULO DOS
La razón por la que mi madre no regresó por mí a Italia sino pasados cinco largos años,
me la explicó mi padre, se debió a la terrible depresión que se vivió en los Estados Unidos.
Por ello fue imposible reunir el dinero para que mi madre viajara, además que una niña
tan pequeña no podía viajar sola. Cuando conocí a mi padre fui huraña con él, pues era
todo lo contrario a mi madre. Era rubio, de ojos azules y reservado. Pero a pesar de ser
callado y de su impasividad para demostrar sus emociones, sentía que me quería a su
manera, era para él una especie de mascota.
En ese tiempo, en casa había solamente cuatro niños; los demás se habían casado y tenían
sus propias familias. Hubo un gran alboroto cuando vinieron a conocer a la nueva
hermana. Se mofaron de mi mejor atuendo- mi vestido rojo de confirmación, ese que
todos los niños de Aviano admiraban. Se rieron de mí y me insistieron para que comprara
uno en una tienda americana. Con gran renuencia dejé el hermoso vestido de princesa
color rojo y con él se fueron mis últimos años como italiana. Entonces me di a la tarea de
convertirme en la niña americana.
Los tres hermanos que quedaban en casa fueron muy amables conmigo, pero tenían sus
propios intereses, que no eran ciertamente, los mismos que los de una niña de seis años,
que además, no hablaba inglés. Pero Caterina, de diecisiete, a quien la llamábamos por
su nombre americano, Katie, me tomó en sus manos. Era alta, delgada, una hermosa chica
de ojos grises, tierna y cariñosa. No le agradaba mi nombre- María Assunta- así que
cuando supo que también me bautizaron con el nombre de Isabella, insistió en llamarme
Bella.
Katie me llevaba a la escuela. Estaba convencida de que yo era una pequeña genio, así
que decidió inscribirme un grado adelante asegurando que había nacido en 1902, y no
dos años después. En aquellos tiempos, en los inicios de la educación escolar, no hubo
dificultad para que cursara el segundo grado. Los primeros días, me gritaban “wop, wop”
(término que proviene del vocablo napolitano guappo), pero no les presté mucha
atención, en aquel entonces no sabía lo que significaba. Con el tiempo me convertí en la
líder mi clase.
Me gustaba ir a la escuela. De ida y de venida me quedaba viendo las carretillas apiladas
con diversas mercancías en plena calle. Se podía comprar dulces, pimientos y frutas, y
hasta sombreros y vestidos. Me gustaba ver a las palomas pavoneándose con sus abrigos
gris-rosados y sus alas plateadas.
Mi madre no compartía mi entusiasmo por la ciudad. A menudo comentaba, “Si
viviéramos en el campo”.
Posteriormente entendí lo mucho que le desagradaban las calles sucias, los chismes del
vecindario, las estrechas banquetas. Por supuesto que había parques, pero solo
conseguían aumentar su nostalgia por los espacios abiertos. Era también una mujer
eficiente. Realizaba una cantidad impresionante de trabajo, pero nunca se mostraba
cansada o desaliñada. Rápidamente estableció su rutina de trabajo y se daba tiempo para
jugar conmigo. Intentó ayudarme con el inglés pese a que el suyo siempre estuvo lejos
de ser bueno. Apuntaba al calendario y me hacía repetir los meses y días del año. Con la
escoba, me señalaba el antiguo reloj de la cocina, y de nuevo me hacía repetir sus palabras
que tenían un gracioso y suave acento.
Creo que la razón para estos esfuerzos educativos se debía a que mi madre quería
mantenerme ocupada después de las clases en la escuela ya que no me permitía jugar en
las calles. Me enseñó a coser y bordar; algunas veces tomaba la aguja de bordar, le ponía
hilo grueso para enseñarme las puntadas básicas, mientras me decía solemnemente:
“Algún día, tú misma bordarás tu vestido de novia”, y al notar que no me causaba mucho
entusiasmo esa idea, añadía: “De cualquier forma, es un pecado estar de ociosa”.
Apreciaba a todos los miembros de mi familia, pero la mejor sin duda, era Katie. La amaba
no solo porque era amable, sino porque era bonita, por su cabello que parecía una nube
sobre su rostro, por su fina cintura, por sus hermosos vestidos. Mi madre decía que se
parecía a su padre quien había sido un oficial de caballería. Pronto descubrí que Katie
estaba enamorada de Joe, un joven alto, de largos dedos y con el temperamento de una
estrella de ópera.
Gradualmente, mi nueva familia hizo que mi otra familia de Avialano fuera cosa del
pasado. Aunque entonces y ahora, cuando me sentía triste y pensaba en la frialdad de mi
padre o en las preocupaciones de mi madre, venía a mi mente la imagen de Taddeo.
Algunas veces también venía a mi memoria el vestido rojo de confirmación con el pañuelo
blanco que Mamarella había atado a mi barbilla. Me veía de regreso en Avialano.
En cuatro meses fui capaz de hablar suficientemente el inglés como para disfrutar las
clases de la escuela a la que asistía- La Escuela Pública Número Uno-. Esta escuela
conservaba las características de lo que anteriormente había sido una escuela de caridad
– conocidas como “escuelas-sopa”- Construida de piedra rojiza, estuvo a cargo de dos
señoras maduras, quienes comenzaban las clases con oraciones y el cántico “Columbia,
La Gema del Océano”.
Cuando estuve lista para cursar el tercer grado, nos mudamos del Este de Harlem, a una
casa ubicada en Westchester. Mi madre al fin, había convencido a mi padre, diciéndole
que no soportaría más vivir en aquel desorden de vecindario. Pero la nueva casa tampoco
la satisfacía. Nos mudamos varias veces. Finalmente, mi padre estableció una tienda de
comestibles y algunos años después, mi madre pudo atender una espaciosa casa, con
espacio para cultivar, cerca de Castle Hill. En esta casa pasé el resto de mi juventud.
Teníamos sesenta y cuatro hectáreas de terreno y una casona. Mi madre había codiciado
esta finca antes de vivir en ella. Había sido propiedad de Mattie y Sadie Munn, dos
señoritas que vivían cerca de nosotros. Eran ancianas y mi madre se encargaba de cuidar
a la señorita Sadie, que era inválida. También mi madre se hacía cargo de la casa. Las
ancianas dependían de ella. Cuando murieron nos fuimos a vivir a la casa. Los anteriores
dueños llamaban a la casona “La Quinta del Peregrino”. No contaba con luz eléctrica, pero
sí con lámparas de queroseno. El techo goteaba y teníamos únicamente un baño en el
exterior. Desde el principio me encantó esta casa, sobre todo mi habitación en el segundo
piso, a la que literalmente abrazaban las ramas de un enorme castaño de Indias. Lucía
preciosa todo el tiempo, pero especialmente en primavera cuando sus blancas flores
brillaban como candelas encendidas.
Nuestra casa estaba de continuo llena de niños. Mis hermanos menores, iban y venían. A
menudo, Katie llevaba a su bebé. Teníamos además, perros, gatos, gallinas, gansos, y de
vez en cuando una cabra o un cerdito. Todos muy bien alimentados por mi madre, quien
compraba mucho alimento para los pollos y las aves silvestres, aunque la bonanza para
los pájaros fue temporal, mi padre se quejó más de una vez porque se gastaba más en
alimento para las aves que la ganancia que se obtenía de los huevos. De esto, tuve serias
dudas, pues mi madre era una excelente administradora. Manejaba su granja sin la ayuda
de trabajadores, pues siempre se consideró la mejor de ellos. Obteníamos todo tipo de
productos, suficientes tanto para nuestro consumo como para su venta en la tienda de
papá, además de enviar algunos al Mercado Washington.
Contábamos con poco efectivo, pero teníamos una buena casa, un buen terreno y el mejor
recurso: una madre con gran inventiva. No pensábamos en la escasez ni en la inseguridad,
incluso cuando el dinero escaseó. Recuerdo en especial, un postre que nos preparaba a
base de nieve recién caída, azúcar y café. Nos encantaba la versión de mamá de “granita
de caffé.”
Entre nuestros vecinos cercanos se podían encontrar escoceses, irlandeses y alemanes.
Había dos iglesias católicas en los alrededores, La Sagrada Familia, a la que asistían en su
mayoría familias alemanas y la de San Raymundo frecuentada por los irlandeses.
Mis padres dejaron de recibir los sacramentos, pues sentían que no encajaban en ninguna
de las parroquias, así que decidieron dejar de ir. Aunque mi madre continuaba cantando
algunos himnos de los santos y nos contaba historias religiosas que atesoraba en sus
recuerdos. A nuestra familia se le consideraba católica, pero ya no éramos practicantes.
Mi madre invitaba a sus pequeños a asistir a la iglesia, sin embargo, en breve, seguimos
el ejemplo de nuestros padres. Creo que mi madre estaba consciente que, su pobre inglés
y la falta de buena ropa constituyeron un impedimento. Aunque el crucifijo permanecía
sobre nuestras cabeceras y las velas se encendían ante la imagen de Nuestra Señora,
nosotros, los niños teníamos la idea, que esas cosas pertenecían al pasado italiano, al fin
y al cabo queríamos ser americanos.
De buena gana, y sin saber lo que hacíamos en ese momento, cortamos las raíces de la
cultura de nuestro pueblo y nos pusimos a buscar algo nuevo.
La búsqueda para mí, comenzó en las escuelas públicas y en las librerías. Había una
escuela pública a media milla de casa – la Escuela Número Doce- El Director, el Dr.
Condon, era un hombre de gustos variados. Le gustaba que sus alumnos marcharan a la
escuela tocando el flautín y los tambores. Tendía a interrumpir las clases para estas
marchas. En esta escuela llevábamos lecciones de Biblia que nos impartía el propio Dr.
Condon. Me enseñó el gusto por los salmos que nos leía y su admiración por su lenguaje
poético.
Cercana a nuestra casa, en la Avenida Westchester se encontraba la Iglesia Episcopal de
San Pedro y en la calle Castle Hill estaba la rectoría. Por su arquitectura y paisaje, San
Pedro lucía como una de esas pinturas de iglesias inglesas. Su terreno se extendía media
milla o más. Durante los veranos recogíamos moras y en las primaveras recolectábamos
violetas y “estrellas de Belén”. San Pedro era una iglesia muy antigua. En su cementerio
había lápidas cuyos nombres el clima había atenuado. Algunos domingos por la tarde,
vagábamos por el cementerio intentando reconstruir el pueblo a base de esos nombres.
Gracias a mi constante lectura sobre la historia del pueblo estadounidense, imaginaba a
todos ellos como peregrinos y puritanos, o como héroes de la Guerra Civil. Con frecuencia,
juntaba algunas flores y con el mayor de los respetos, las colocaba en las tumbas de los
hombres y mujeres con un pasado americano. Deseaba apasionadamente ser parte de
América. Como una planta, quería echar raíces. Pero como habíamos cortado nuestro
propio pasado cultural, me resultaba sumamente difícil encontrar una nueva cultura en el
presente.
Al nuevo ministro de San Pedro, el Dr. Clendenning, se le consideraba como un caballero
solemne, pero amable. Saludaba mientras caminaba entraba a la rectoría de la iglesia. Al
otro lado de San Pedro, había un edificio dedicado a las actividades de la iglesia. Quedaba
camino a la escuela. También estaba cerca de la Biblioteca Huntington. Me hice amiga de
la bibliotecaria. Me sugería lecturas y me invitó a asistir a un curso de costura en la casa
parroquial de San Pedro. La encargada de este curso era hija del ministro, se llamaba
Gabrielle Clendenning. Nos veíamos una vez por semana. Cosíamos y cantábamos. Fue
ahí donde aprendí canciones tan sencillas como “Onward, Christian Soldiers” y “Rock of
Ages Cleft for Me.” (“Adelante soldados cristianos y “La Roca de los Tiempos, una herida
para mí”).
Los otros niños cruzaban la calle para ir a los servicios de la iglesia. Marqué distancia con
ellos, ya que me veía a mí misma como católica, a pesar de estar consciente de haber
cortado todo vínculo con mi propia Iglesia. Le expliqué a la señorita Grabrielle que a los
católicos se nos prohíbe asistir a cualquier otra iglesia. Ella pareció comprender y nunca
se discutió el tema. Cuando los niños regresaban de los servicios, tomábamos juntos el té
y comíamos galletas. Eran reuniones de lo más alegre.
Con frecuencia, Gabrielle Clendenning invitaba a los niños a subirse a su carreta tirada
por un pony. Era una gran aventura para mí, además que esto significaba que había sido
aceptada por la gente que quería.
La bibliotecaria y madre de Gabrielle, era hija de Horace Greeley. Yo no tenía idea quién
pudiera ser Horace Greely, pero ella me dijo que había sido un famoso escritor y un
patriota americano. Recuerdo que esta familia reconocida y tenía gran influencia en el
vecindario. Eran el modelo a seguir, lo que yo creía debía ser un americano con carácter.
La vida en aquella pequeña comunidad era tranquila. Todos los que vivían en nuestra
cuadra, a pesar de pertenecer a distintas razas y religiones, se llevaban bien. Dábamos
más importancia a la cordialidad que a nuestras diferencias. Todos, el señor Weisman, el
farmacéutico, la señora Fox, la dulcera, los McGrath, los Clendenning y los Visono,
aceptábamos nuestras diferencias respetando nuestras cualidades, sin el menor signo de
hostilidad. Era un buen sitio para criar una familia.
Algunos años antes de mi graduación de la Escuela Pública Número Doce, estalló la
Primera Guerra Mundial. Me convertí en una devoradora de periódicos. Leí la espantosa
propaganda sobre las atrocidades cometidas por los alemanes. Mi imaginación se agitaba
hasta el delirio. Desde entonces no he perdido el hábito diario de la lectura. Todo lo que
he leído ha dejado una huella permanente en mí.
En el otoño de 1916 estaba lista para entrar en la escuela secundaria Evander Childs High
School, pero tuve que esperar un año más. El año 1916 fue terrible para mí. Un caluroso
día de julio volvía a casa en tranvía, hice la señal al conductor para que hiciera la parada.
El tranvía se detuvo y no sé qué sucedió después, pero fui lanzada hacia la calle y mi pie
izquierdo quedó debajo de las ruedas. No perdí el conocimiento y estuve tendida en el
suelo hasta que mi padre me levantó en sus brazos y con lágrimas en el rostro me llevó
al médico. Cuando la ambulancia llegó tenía con un enorme dolor, pero el médico que se
sentó a mi lado fue tan amable que no quise quejarme y darle problemas. Así que
bromeamos juntos camino al hospital Fordham.
Me desmayé en la camilla llegando al hospital. Cuando recobré la conciencia, había un
insoportable y nauseabundo olor a éter, y el dolor me aguijoneaba sin piedad. Pude ver
en el rostro de mi madre, sentada a mi lado en la cama, que algo terrible había sucedido.
Me dijeron ese mismo día que mi pie izquierdo había sido amputado.
Todos los días, mi madre me visitaba en el hospital y me llevaba naranjas, flores y todo
aquello que ella pensaba que me gustaría. Aquel fue un caluroso y sofocante verano y
hubo una huelga general en el sistema de transporte, así que mi madre tenía que caminar
varias millas para llegar al hospital. Ni un solo día me faltó su compañía ese terrible año.
Fueron días muy amargos para mí. Por mi estatura fui ingresada en el pabellón de las
mujeres, porque para mi edad era alta. Vi padecer y morir a muchas mujeres.
Particularmente, me afectó la muerte de una anciana quien llegó al hospital con una
fractura de cadera y cuando le amputaron una pierna la gangrena se extendió. No pude
dormir aquella noche, ni muchas noches después.
Transcurrió casi un año, tratamiento tras tratamiento, operación tras operación, con
algunas mejorías, pero mi herida no había sanado por completo. En cinco ocasiones fui
llevada al quirófano, las mismas cinco veces que el nauseabundo olor a éter invadía la
sala. El día que iniciaron las clases, me sentí más desconsolada. Veía desde la ventana del
hospital a los niños cargando sus libros bajo el brazo. Mi tristeza fue mayor cuando el
doctor Conboy se detuvo para preguntarme, qué me sucedía. “Hoy hubiera sido mi primer
día en la secundaria”, le dije con lágrimas en los ojos. “Ahora, iré retrasada en las clases
de Latín”. El Latín era la materia en la que puse más empeño, pues era para mí, el símbolo
de la verdadera educación. Aquella misma tarde, el doctor Convoy me llevó el ejemplar
de gramática latina que él había usado en el colegio y prometió ayudarme con las
lecciones. De inmediato, me puse a trabajar en ellas.
Cuando ingresé en el hospital, me registraron como católica, pero durante mi estancia no
vi a nadie de mi Iglesia. Ocasionalmente, algún sacerdote llegaba al pabellón, pero me
daba pena hablarle. En cambio, el Dr. Clendenning and Gabrielle me visitaban y me
escribían cartas. Un día, el Doctor Clendenning me llevó un libro de oraciones y poemas
religiosos. Tenía una cubierta blanca con flores, en la portada una reproducción de “Las
Espìgdoras” y el título: Palette d’Or. Leí y releí este libro.
Cuando se hizo evidente que las operaciones solo traían consigo dolor sin alivio, mi madre
decidió llevarme a casa. Pasé los siguientes seis meses en la granja con mamá como
enfermera. Usé las muletas hasta que me adaptaron una prótesis en lugar de mi pie. Un
médico practicante iba a nuestra casa una vez por semana, para realizar un tratamiento a
la intervención mal hecha y con ello, las heridas comenzaron a sanar lentamente.
Pasaba los días leyendo y escribiendo poesía, además de que mi madre y yo nos hicimos
más cercanas. Me gustaba estar lejos del hospital, me sentía casi feliz.
Por aquellos días, la muerte causó algunas pérdidas en nuestra familia. Mi hermana Katie,
perdió a su segundo bebé y poco después ella contrajo influenza por la epidemia y murió.
Mi madre sufrió terriblemente, su cabello castaño se volvió blanco. Me dolía verla sufrir
tanto. Sus hijos varones se casaron y se fueron, una de sus hijas estaba muerta y la otra
inválida.
Esos días en casa, los pasaba leyendo. Mi madre me llevaba algunos libros de la biblioteca
local, y leí los que quedaban en casa y que habían pertenecido a las señoritas Munn. Como
ellas habían sido metodistas, su colección de libros incluía viejas Biblias, libros de himnos,
de comentarios y sermones de John Wesley, que disfrutaba y que aún me conmueven por
su solidez, tan firme como el roble inglés, que le cobijaba mientras hablaba a su
congregación.
Había también, una copia de In His Steps (“En Sus Pasos”) escrita por Sheldon, la cual me
impresionó fuertemente. Las viejas Biblias contenían ilustraciones fascinantes que
invitaban a la meditación.
En estos libros usados, por supuesto, pude leer sencillos tratados sobre los Evangelios y
de ahí mismo aprendí una sencilla oración de Jonh Wesley, que nunca he olvidado, que
dice: “Querido Dios, salva mi alma y perdona mis pecados, en nombre de Jesucristo.
Amén.”
CAPÍTULO TRES
A pesar de no haberme recuperado por completo, comencé mis estudios en la Secundaria
Evander Childs High School, en el otoño de 1917. Todavía usaba las muletas. Mi madre
me animaba contándome historias de los santos que habían sufrido alguna limitación
física. Me hacía sentir que podía realizar cualquier cosa, así que me llené de valor, a pesar
de mi discapacidad.
Inicié mis estudios secundarios con las muletas y con grandes esperanzas. Para ir a las
clases debía caminar diez cuadras. Desde el principio, decidí no pedir ayuda, y los
profesores y compañeros, pronto se dieron cuenta de cómo me sentía y respetaron mi
independencia.
En aquel invierno, obtuve mi primer aparato para caminar. No era muy bueno, pero sí
mejor que las muletas. A partir de entonces, estuve lista para todas las actividades
escolares. Intenté hacer todo lo que mis compañeros hacían, incluso ir de excursión. Me
inscribí en el Club de Naturalistas, fuimos a los Palisades (Zona montañosa localizada en
New Jersey), recogíamos flores y observábamos aves. Cuando me fatigaba, me sentaba y
esperaba que los demás regresaran.
Por entonces, me sentía una muchacha feliz a pesar de mis limitaciones. Amaba la vida y
encontraba la dicha en las pequeñas cosas. Algunas veces, cuando salía a campo abierto,
me detenía a escuchar, sentía que el mundo entero tenía algo que suspirarme al oído. Me
parecía que el viento de la primavera me hablaba de cosas lejanas y de la belleza. Algunas
noches, cuando la luz de la luna traspasaba el castaño al lado de mi ventana, y el olor de
las lilas y los lirios del valle llegaban hasta mí, sentía ganas de llorar sin saber por qué.
El alumnado del Evander Childs High School superaba el millar, entre niños y niñas. En su
mayoría eran hijos de escoceses, irlandeses o alemanes, pero también asistían hijos de
italianos, rusos y otros países europeos. Todos los credos podían encontrarse allí –
protestantes, católicos, judíos- Coincidíamos en ser de clase modesta, ni ricos, ni pobres.
Nadie se fijaba o acentuaba nuestras diferencias.
Cierto día, una chica proveniente del lado Este del Bronx, con la que había estado
conversando sobre política, tema que me interesaba desde hacía poco, me regaló un
ejemplar de una publicación socialista de la que nunca había oído hablar, se trataba de
“The Call” (“La Llamada”). Gracias a este periódico, mi pensamiento tomó una nueva
dirección. Busqué otros ejemplares. Sentía que el corazón latía aceleradamente al leer
aquellos artículos de justicia social. Incluso los poemas que hablaban de la extrema
pobreza y de la desigualdad social acaparaban mi atención. En efecto, fue la primera vez
que sentí una llamada, una especie de vocación. De manera inconsciente, aunque solo
emocionalmente, me había enrolado en el ejército de quienes afirmaban luchar por la
justicia social. Encontré embriagador aquel lenguaje rebelde y desarrollé una obcecación
a la hora de elaborar juicios.
Al no poder practicar deportes, se me permitió asistir a la clase de anatomía e higiene con
la señorita Genevieve O’Connell. Fue la única persona religiosa que encontré en la
secundaria. Cuando se enteró que era católica, me invitó a las reuniones de una asociación
femenina para jóvenes que se llevaban a cabo en el “Cenáculo de San Regis” en la ciudad
de Nueva York.
Los sábados por la tarde nos reuníamos un pequeño grupo de chicas e íbamos al convento
de la Calle 140, esquina con Riverside Drive. Cierta tarde, nos sentamos formando un
círculo, mientras una monja leía para nosotras que cosíamos ropa para los pobres. No me
interesé mucho por la lectura, pero llamaron mi atención, la simplicidad, la tranquilidad,
la aceptación de algo real e inmutable, que se sentí conmovida.
El Cenáculo no respondió directamente a las preguntas que comenzaba a plantearme,
quizá porque nunca las expresé en voz alta. Asistí a varios retiros los fines de semana y
como la atmósfera de la casa me atraía mucho, me atrevía a solicitar un retiro privado.
Esto fue un fracaso. Mi falta de preparación espiritual y mi ignorancia en cuestiones de
fe, impidieron que pudiera entender lo que querían decir las lecturas que la monja, bajo
cuya dirección estuve, me asignó.
A pesar de este tropiezo, sabía que los fines de semana en el Cenáculo, me daban algo
valioso y perdurable. Sentía que en la profundidad del silencio podría encontrar una vida
espiritual. Por primera vez, asistí a la exposición y bendición del Santísimo Sacramento.
Me sentí profundamente conmovida por el incienso y las oraciones del breviario. La
elevación de la Hostia, la música, constituían un verdadero poema para mí que amaba la
poesía. Muchas, muchas veces, en los desvaríos, de mis extravagancias posteriores, acudía
a mi mente el Tantum ergo cantado por las monjas en aquella primorosa capillita. Sin
embargo, aunque mi corazón se inclinaba a aceptar lo que nacía en mi interior, el
obstinado orgullo que se había aposentado en mi intelecto, rechazaba lo que consideraba
contrario a la ciencia. En esto, se vieron reflejadas las superfluas consignas, que
prevalecían en el campo educativo. Las que aseguran que la ciencia se opone a la religión.
Los cuatro años de mi estadía en la secundaria Evander Childs obtuve buenas notas en
Ciencias y en Historia. Hasta conseguí una beca para continuar mis estudios superiores.
El día de la graduación, me aferré fuertemente a mi diploma y a los ejemplares de las
obras de Shelley y Kates, que me dieron como reconocimiento por mi excelencia en la
clase de Literatura. Aunque estaba orgullosa de mis premios, mi mayor satisfacción fue
haber sido elegida la chica más popular de mi clase.
El siguiente otoño entré al Colegio Femenino Hunter, de la ciudad de Nueva York. Había
decidido estudiar para maestra. Comencé con la firme determinación de aprender. Había
mucho terreno por explorar. Todos los días emprendía el viaje de la casa al colegio, y del
colegio a la casa, en el nuevo subterráneo de Pelham Bay.
Mi primer guardarropa universitario consistía en dos vestidos, una pañoleta azul de
algodón barato, una falda negra, dos suéteres tejidos por mi madre, y una gran colección
de cuellos blancos, muy almidonados que colocaba sobre los suéteres.
Una de las características del Colegio Hunter, aún entre las chicas acomodadas, era dar
mayor importancia a las cosas de la mente. Por ello, nunca pasó por mi cabeza que mi
modesto atuendo fuera inadecuado. Todavía hoy, no se le da importancia al guardarropa
de una universitaria.
En el Colegio había un ambiente distinto al de la secundaria. Al principio me pareció algo
apagado. La secundaria, al ser mixta, había sido más difícil. El colegio Hunter fue para mí,
un estado de transición, el paso por una academia femenina hacia la verdadera formación
para el profesorado. Aunque el personal estaba calificado para impartir los cursos, éste
era tan apagado como la atmósfera del instituto, cuando por el contrario debía haber sido
cálido y afable en la formación de los futuros maestros. Debido a esta diferencia, existía
cierto alejamiento entre los alumnos y los profesores. Nos repetían constantemente que
la educación que recibíamos era gratuita y que debíamos estar agradecidos con la ciudad
por proveérnosla. Lo anterior fomentaba la animadversión de los alumnos, quienes
sentían que recibían sólo aquello a lo que tenían derecho. La Directora, Annie
Hickenbottom, una fina dama, de edad madura, graciosa y bien educada, se había
graduado en la Escuela Normal Hunter. Las alumnas la venerábamos, pero solo por sus
maneras maternales. A menudo, nos hablaba de la importancia de usar guantes y
sombreros, y que nuestra manera de hablar debía ser suave y refinada. La escuchábamos
más por amabilidad que por qué creyésemos que tenía razón.
Aunque el personal directivo estaba compuesto principalmente por protestantes anglo-
sajones; algunos escoceses e irlandeses americanos constituyeron las pocas excepciones.
En el Departamento de Educación laboraban varios católicos y había algunos profesores
judíos.
Entre ellos, la Dra. Adele Bildersee, catedrática de Gramática Inglesa. Tenía por costumbre,
hablar a sus alumnos de la belleza de las celebraciones judaicas y de leernos, en voz alta,
antiguas oraciones y escritos, que por su tono de voz, nos dábamos cuenta que ella estaba
realmente convencida de su autenticidad y belleza.
La Dra. Elizabeth Burlingame nos enseñó historia medieval. Los directivos la consideraban
una persona demasiado sentimental. Quizá lo fue. Por mi parte, aún siento por ella una
inmensa gratitud, por la apreciación sobre el Medioevo que me supo transmitir. Supo,
con su pasión, mostrarme la esencia de este incomprendido periodo de la Historia, no
con los fríos datos de los hechos, sino por la comprensión del papel fundamental de la
Iglesia Católica en el siglo XIII de aquella época. Desafortunadamente, sus enseñanzas,
eran un pasado que considerábamos muerto.
La persona que más influyó en mí, fue la maestra Sarah Parks, encargada de impartir
gramática inglesa en el primer año. Sus enseñanzas tenían un poco del pasado, del
presente y del futuro. Era diferente al resto de los bien educados profesores. Era menos
ortodoxa y atrevida que algunas de las alumnas. Llegaba a la escuela sin guantes ni
sombrero, con su rubia cabellera que volaba con el viento, igual que ella lo hacía montada
en su bicicleta cuando paseaba en la Avenida Park.
Evidentemente, la Directora Dean Annie Hickenbottom se guardaba de opinar sobre la
señorita Parks. Sin embargo, las alumnas bien sabíamos que se hubiera escandalizado de
haberle visto por la calle Sesenta y ocho en una bicicleta y ¡sin sombrero! Estoy segura,
que se habría escandalizado en mayor medida por las avanzadas teorías de la señorita
Parker en materia social. Pero, en aquel entonces, en el Hunter, el aula era como el castillo
del profesor que nadie se atrevía invadir. Esas teorías sociales de la señorita Park me
perturbaban al mismo tiempo que me apasionaban.
En aquel primer año en el Hunter, me uní al Club Newman, pero, perdí rápidamente el
interés, por un lado, porque en el ámbito social, sus actividades me parecían puras
formalidades y por el otro, porque en los pequeños debates que se hacían en materia de
Fe, no encontraba entusiasmo por parte de los católicos en los asuntos sociales. Por ser
una joven arrogante consideré aquella atmósfera, como anti-intelectual.
La consultora académica del Club, era una dama adorable de pequeña estatura. Me
parecía que estaba completamente alejada de la realidad y que era incapaz de abarcar la
amplia brecha entre el aislamiento de su autoimpuesta clausura y los problemas que
enfrentábamos los estudiantes.
Luego de un tiempo, dejé de hacer sugerencias sobre los tópicos a discutir y desistí de
buscar mi integración en aquel grupo, incluso cuando me pareció un buen sitio al cual
pertenecer. Me resultaba difícil determinar con lo que debía identificarme. Comencé a
sentirme incómoda.
Fui a parar a otro círculo de amigas. Eran jóvenes con un gran sentido de responsabilidad
que se habían impregnado de intelectualidad con el fin de llevar a cabo la llamada reforma
social. Mi mejor amiga era Ruth Goldstein. Iba con frecuencia a su casa, en la que su
madre, una sabia mujer, que parecía sacada del Antiguo Testamento, nos daba buenos
consejos y nos alimentaba con estupendas comidas.
Durante las festividades judías del Rosh Hashana y la Pascua, la señora Goldstein me
invitaba a los servicios y a las comidas familiares. Estas antiguas ceremonias me causaron
gran impresión. Era inspirador ver cómo aquella familia había permanecido fiel a la
historia de su pueblo. Y la manera en que habían reforzado, en esta nueva tierra, su
sentido de pertenencia a través del pasado, por medio de la oración. Mientras observaba
el resplandor de las velas y escuchaba las oraciones en hebreo, pensaba en el hecho de
que mi familia no estaba destinada a estrechar lazos y permanecer unida, me parecía, que
no pertenecíamos a nada en concreto. A pesar de tener unos padres devotos, sus hijos
estábamos a la deriva.
En el Colegio Hunter, también estudiaban muchas hijas de padres extranjeros. Entablé
amistad con varias chicas, cuyos padres habían participado en la Revolución Rusa de 1905.
Ellas habían crecido escuchando las conversaciones que sus padres sostenían sobre el
socialismo y las teorías marxistas. Y aunque alguna vez se rieron de sus padres, no
tardarían en estar en el centro de las actividades comunistas que estaban por venir.
Estaban inmersas en el idealismo frustrado de sus padres y convencidas de su mesiánica
misión.
Tenía en el Colegio Hunter toda clase de amistades. Con todas me llevaba bien, pero,
sentía que no pertenecía a ningún grupo en particular. Pasaba gran parte del día,
charlando y debatiendo con distintos grupos.
El sótano del edificio de la calle Sesenta y ocho, servía como escenario para obras
informales de teatro, y como sala de juntas. Ahí se desarrolló una especie de producción
intelectual. Se discutía sobre filosofía, religión, sexo, y revolución. Sin ninguna norma
que nos guiara, no distinguíamos lo bueno de lo malo. Hablábamos de un futuro “unido
por las fuerzas de la mente”; de una “nueva tradición”; de un “nuevo mundo”, que se
construiría con nuestra ayuda, partiendo de un presente egoísta.
Al carecer de las bases de una creencia en común, navegábamos a la deriva entre el
pensamiento laissez-faire (liberalismo- laicismo), el agnosticismo de nuestra religión y el
pragmatismo de nuestra filosofía. Por aquel entonces, en el Hunter College, convivían
diversas asociaciones religiosas, pero las considerábamos clubes sociales, cada una de
nosotras cambiaba de grupo a su antojo. Algunas compañeras afirmaban abiertamente:
“Dios no existe”, la mayoría de nosotras decíamos: “Tal vez sí, tal vez no.”
En el campus de aquella época, las comunistas eran pocas y no se les prestaba mucha
atención. Se vestían con chaquetas de cuero, se apartaban de las demás, mostraban poco
interés para que se les entendiera o en entender a las otras. Su discurso era dictatorial y
partía de la necesidad de acabar con la concentración de la riqueza en manos de unas
cuantas familias y de la glorificación de la Revolución rusa. Se interesaban también, por
la buena música y la Literatura europea. Leían revistas de “opinión”, como “The Nation” y
“The New Republic”.
Mi formación religiosa era superficial. De niña iba a la iglesia con Mamarella y se me
enseñaron las oraciones. En nuestra casa, teníamos varias imágenes de santos y el crucifijo
pendía de las cabeceras. Pero, no sabía nada de la doctrina de mi fe. Sabía mucho más
sobre los dogmas de la composición gramática inglesa. Si abracé alguna creencia, fue en
el entendido que debemos amar a nuestros semejantes.
Sarah Park nos introdujo en las novedades y en las hipótesis especulativas. Fue la primera
persona a la que escuché hablar a favor de la Revolución rusa. La comparaba con la
Revolución francesa, de la que aseguraba, había sido la gran causa que generó la
liberación de la cultura europea, que algo parecido sucedería el día en el que se
completara la Revolución rusa. Llevaba a la clase libros sobre el comunismo y permitía
leerlos a todo aquel que se interesara.
Durante mi primer año, con ella como maestra, escribí dos ensayos; el primero sobre el
cultivo de las rosas, y el otro, sobre el monacato. Concedió buenas notas a ambos, pero
al final del trabajo sobre el monacato, como una orden siniestra, escribió: “Ven a verme.”
Cuando llegué a verla, me pareció simpática y me preguntó, cómo fue que elegí aquel
tema. Traté de explicarle sobre lo que aprendí en la clase de Historia Medieval y de lo
mucho que me impresionó la generosidad de los hombres y mujeres de aquellos tiempos,
del gran servicio que habían prestado a la humanidad renunciando a todo egoísmo. “Y a
una chica de diecisiete años, ¿se le hace normal esa manera de vivir? Preguntó con desdén.
Fue una pregunta que no pude responder, en cambio, su astuto desprecio, sembró dudas
en mi mente.
Había decidido que al finalizar el primer año, debía ganar dinero para ayudar con los
gastos del siguiente periodo escolar. Así que conseguí un empleo vendiendo libros. Esta
elección fue un gran reto, ya que todavía no podía caminar distancias considerables sin
sentir mucho dolor. El libro que vendí aquel verano, se titulaba “Library”, se trataba de un
grueso tomo, muy completo, con todo tipo de artículos informativos para niños. El costo
variaba entre los nueve y quince dólares, dependiendo del encuadernado. Mi área de
venta era una sección del condado de Westchester, y al localizarse lejos de casa, tuve que
alquilar un cuarto en la granja de una familia en Mt. Kisko. Todo el verano vendí libros y
comprobé que era una buena agente de ventas. El trabajo fue agotador, pero gané lo
suficiente para comprarme ropa, un monedero y para los gastos del siguiente curso.
Regresé a Hunter en el otoño. En muchos sentidos era una persona diferente a la que
había entrado en el colegio. En tan solo un año, mi pensamiento se había transformado,
ahora hablaba sobre los cambios en la ciencia, sobre la evolución del Hombre y de la
sociedad, pero sobre todo, me había vuelto escéptica en materia religiosa. Había llegado
a tal punto, que aceptaba la idea, que aquellos que creían en un ser Creador eran anti-
intelectuales y que la creencia de una vida eterna era anti-científica. Era tolerante con
todas las religiones. Afirmaba que todas están bien, para aquellos que las necesitan, pero
para el ser humano que es capaz de pensar por sí mismo, no existe la necesidad de
apoyarse en algo que no sea él mismo. Esta nueva visión de la vida, es en realidad una
gran necedad, pero me atrapó y me dejé dominar por ella.
Sarah Park no fue mi maestra en el segundo año, pero, platicaba a menudo con ella. A
varias alumnas nos invitaba a su apartamento, la veíamos como una directora no oficial.
Nos encantaba el aire fresco que Sara Parker había llevado a aquella estéril atmósfera
intelectual, donde a veces, las alumnas parecían ir sin sentido, en aquella atmósfera donde
las Phi Beta Kappa guardaban sus claves (secretos) en un granero con grilletes.
Hablábamos con desprecio de los grados y los títulos. Recuerdo una discusión, en la que
se planteaba si el verdadero intelectual debiera aceptar todas las reglas establecidas, ya
que no son sino manipulaciones para despertar en las masas el espíritu competitivo y la
plebe no representa en absoluto, al verdadero intelectual. Concluimos que lo que nos
debería mover era el deseo por el aprendizaje y la cooperación entre estudiantes y no el
espíritu de competencia.
La señorita Park llevaba una vida bastante ocupada, éramos demasiados los que
queríamos consultarla. Era un factor clave en la preparación de la filosofía materialista, su
trabajo consistía en que aceptáramos el cambio. Se burlaba sin piedad, de lo que ella
misma llamó “raíces secas” de la sociedad existente. En realidad, nos encaminaba hacia la
gran desilusión de nuestro tiempo, hacia la filosofía social-comunista de Karl Marx.
Estoy segura que ayudó a algunas estudiantes, pero hizo muy poco por aquellas que no
tenían convicciones, aquellas que estaban vacías por no creer en nada.
Park cuestionaba los modelos existentes en el comportamiento moral y a algunas de
nosotras, nos condujo a un callejón sin salida, por su enfoque pragmático en la solución
de los problemas morales. En ese periodo, saturado por el sexo de los años veinte, los
jóvenes intelectuales estaban más interesados en la vida del exterior que en las promesas
del espíritu. Eran los días del pelo corto, de las faldas con flecos, de los vestidos sin forma,
del “flapper”, de la enfermedad espiritual y de la dominación física. Nosotras, que nos
considerábamos intelectuales, habíamos desarrollado nuestro propio código moral.
Como despreciábamos el pasado y nos repugnaba la crudeza y la fealdad de aquellos
años, nos sentíamos la avant-garde (la vanguardia) de una nueva cultura.
De nuevo me eligieron presidente de la clase. Varias de mis amigas y yo nos involucramos
en el movimiento estudiantil de auto-gobierno. Fue otra oportunidad para destacar, para
expresar nuestra rebeldía y la incomprensión de los mayores, y al mismo tiempo,
sentíamos que estábamos haciendo algo en beneficio de nuestras compañeras de escuela
al exhibir el sentido de nuestra misión social.
El Consejo Estudiantil contaba con las propuestas de jóvenes brillantes. En las reuniones,
escuchaba atentamente toda clase de deslumbrantes ideas, dispuesta a apoyar las
innovaciones. Nuestro pequeño grupo se indignó airadamente cuando nos enteramos de
las enormes fortunas que amasaban ciertas personas, cuyo único trabajo consistía en
levantar un auricular en la oficina de Wall Street. Este fue en la ciudad, un periodo de
vulgaridad ostentosa y por ello nuestro grupo se convirtió en cuasi-ascético al burlarnos
de las cosas materiales.
Miro hacia atrás y veo aquel inquieto grupo, ansioso por ayudar al mundo, en búsqueda
de algo por lo cual entregarse. Aquel celo nuestro, aparece a la distancia, patético. Todas
nosotras teníamos una verdadera disposición a la bondad. Veíamos un presente sombrío
e intentábamos convertirlo en un espléndido futuro, para los pobres y los desvalidos, pero
no contábamos con fundamentos sólidos o con acciones efectivas. En realidad, tampoco
teníamos objetivos, porque no poseíamos una clara visión de la naturaleza humana y del
rumbo que debe seguir. Teníamos sentimientos y emociones, pero al carecer de normas
era imposible trazar en el mapa el camino para llegar a nuestro destino.
Asistí con Mina Rees, la presidenta del Consejo Estudiantil, a una conferencia intercolegial
en el Colegio Vassar. En Vassar nos sentimos como en casa, los cinco días que estuvimos
ahí. En los dormitorios donde estuvimos, los días y las tardes, las pasábamos en charlas y
en un estimulante intercambio de ideas.
Se trataron varios asuntos en la conferencia, como el de las hermandades, tanto
femeninas, como masculinas, y su posible abolición. Como no había pertenecido a
ninguna hermandad, el problema, no me interesaba. Pero al escuchar las duras críticas,
por parte de algunos delegados, sentí que no había estado lo suficientemente alerta ante
este problema. Las había considerado hasta aquel entonces, como un grupo infantil, mas,
en la conferencia, me percaté que debía tratarse como un verdadero problema social. Se
discutió sobre la importancia de tener un código de honor supervisado por los
estudiantes. En torno a este tema, se habló del castigo que debía imponerse a las
infracciones: ¿se debería considerar como pena o como advertencia? El grupo dominante
sostenía que únicamente se debería aplicar a manera disuasoria, pero me levanté y dije
que se deberían tomar en consideración ambos.
Fui elegida presidente del Consejo Estudiantil durante mi último año. Encabecé el
movimiento para establecer un código de honor en Hunter. También durante aquel año,
implanté la política de un autogobierno mediante la votación en las elecciones
presidenciales. Un poco más tarde, la directora Hickenbottom, insistió en realizar una serie
de conferencias sobre higiene mental. Me apoyaba el grupo político de la escuela y
aprendí sobre la importancia de tener un grupo bien organizado. Me emocioné al saber,
todo el poder que se puede obtener.
Un año antes, la profesora Hannah Egan, que enseñaba en el Departamento de Educación,
me detuvo en el pasillo y me preguntó: “¿Por qué ya no asistes a las reuniones del Club
Newman? Intenté encontrar una buena excusa, pero notando mi desconcierto, me dijo
seriamente: “Bella Visono, desde que te integraste al Consejo Estudiantil y te convertirte
en una chica popular, vas caminando derecho al infierno”. Me quedé pasmada, todas sus
palabras se me hacían pasadas de moda, aunque al mismo tiempo me afligían. Me
consolé repitiéndome una frase de Abu Ben Adhem:”Escríbeme como uno que ama a su
prójimo”. Esta idea me alentaba considerablemente. Así eliminé toda responsabilidad que
la señorita Egan trataba de darme. Lo importante, pensaba, es el amor que siento por mis
semejantes.
Este era un nuevo credo, el credo de la camaradería, estaba claro que el mundo lo
necesitaba con urgencia. Era una buena frase y guardaba cierta semejanza con el
significado de la Cruz, sobre todo desde que se había negado la divinidad del Crucificado.
Era un credo en el que se aceptaba el sufrimiento y el sacrificio; pero se dudaba de la
promesa de Redención. Por mi parte, continuaba tranquilizándome, diciéndome que no
era necesario tener un credo pasado de moda. Era una chica moderna. Era adepta a la
ciencia y estaba dispuesta a pasar mi vida en el servicio de los demás.
En junio de 1925, me gradué con honores. El día de la entrega de diplomas me hizo pensar
en mi futuro inmediato. Como había estudiado en dos escuelas reconocidas de la ciudad
de Nueva York y debido a la escasez de maestros, tenía asegurado un puesto.
Al día siguiente, fui a la casa de Ruth Goldstein. Ambas nos habíamos inscrito en la
Universidad de Columbia. Nuestra intención era conseguir el grado de maestría, pero su
hermana Gertrude nos abordó preguntándonos el por qué ir a Columbia. “Los tiempos
del colegio han acabado, ahora muchachas deben obtener un empleo- y también un
hombre.” Dijo. Ruth y yo nos sonreímos al oírla. Sin embargo, sus palabras me hicieron
reflexionar. En mis años de escuela, había sido estudiante, política, reformadora. Me di
cuenta que mi educación había hecho muy poco por mí en cuanto a un entrenamiento
como mujer.
Debía someterme a otra cirugía en mi pie y ahora que estaba libre de la escuela, tomé
una repentina decisión. Me dirigí al Hospital de San Francisco, en el Bronx. La razón por
la que escogí ese hospital, no la sé. Le pregunté a la monja el nombre del mejor cirujano
que operaba ahí. Me respondió que era el Dr. Edgerton y que su consultorio se encontraba
en Park Avenue. Inmediatamente fui a verlo.
El Dr. Edgerton era un hombre que sobrepasaba el metro noventa, se veía tan grande y
capaz que de inmediato le hice una confidencia. Le mostré mi pie y pregunté: “¿Cómo lo
ve?” Su respuesta fue directa, pero amable: “Es una necrosis por una mala amputación“.
¿Puede hacer algo por mí?” pregunté tímidamente. “Por supuesto que puedo”.
“Limpiaremos el tejido muerto y será capaz de caminar con facilidad. Le prometo, que
dentro de seis semanas, estará caminando y hasta podrá patinar.” Era inevitable hacer la
siguiente pregunta: “¿Cuánto costará?”
La suma que mencionó por sus honorarios, era sin duda, modesta, y llena de una gran
confianza le dije: “Por ahora doctor, no tengo dinero. Acabo de salir del colegio, pero
conseguiré un trabajo lo más pronto posible y le pagaré a la brevedad”.
“Tomaré ese riesgo”, dijo mientras sonreía.
El Dr. Edgerton se encargó de los arreglos necesarios para que ingresara al hospital San
Francisco la mañana siguiente. Me encontré en excelentes manos. Las enfermeras
franciscanas eran profesionales competentes, también había algunas seglares que
trabajaban como asistentes de enfermería. Al ingresar al hospital se me preguntó por mi
religión; respondí que había sido católica, pero que ahora era una libre-pensadora.
Obviamente esta declaración surgía de mi rebeldía juvenil.
Cuando recuerdo aquellos días, pienso que fue una lástima que nadie prestara atención
a mi respuesta sobre religión. Las enfermeras entraban y salían de la habitación, eran
amigables y eficientes. En una o dos ocasiones, vi pasar un sacerdote, pero nadie se me
acercó. Nadie habló de cuestiones religiosas mientras estuve ahí. De haberlo hecho,
podría haber respondido.
Seis semanas después del alta, tal como el doctor lo había prometido, caminaba bien.
Conseguí rápidamente un puesto como maestra suplente en el Departamento de Historia
de la Preparatoria Park High. Se le consideraba una escuela difícil, era famosa por su
indisciplina. Tuve que impartir seis semanas de historia europea medieval.
Cuando aparecí en escena, los estudiantes habían estado cuatro semanas sin maestro, con
el gis y el borrador abandonados. Con la determinación de mantener mis ideales y con
gran reverencia tomé el cargo como docente, pero como todos los maestros novatos tuve
que aprender que hay una gran brecha entre la teoría y la práctica. Es en el salón de clases
donde el maestro aprende a serlo. Todas las asignaturas se basaban en métodos
didácticos, pero sólo como una guía para conseguir el objetivo.
Los chicos obviamente habían decido ponerme a prueba. El segundo día de clases me
encontré con una fogata en una esquina del aula. Atravesé el denso humo, apagué el
fuego y culpé a los cuatro alumnos que estaban más cerca. ¿Quién encendió el fuego?
Pregunté. Negaron tener algo que ver. No había nada más que hacer en ese momento. El
fuego se había apagado, así que la clase de historia de la Edad Media en Europa continuó.
Decidí resolver el problema sin consultar al jefe del departamento o al secretario del
director. Y pedí ayuda a uno de los alumnos mayores.
“Evans, le dije, “eres mayor que los demás, ayúdame con este problema”. Evans se rascó
la cabeza y dijo muy seriamente: “Mire señorita Visono, lo que usted tiene que hacer es
enseñarles quien tiene el control y luego se calmarán.” Fue un buen consejo. El resto del
curso transcurrió sin incidentes violentos.
Intenté, de acuerdo a mis intereses en política, atraer a mis jóvenes estudiantes. Le llevaba
periódicos a la clase y mantuvimos acalorados debates. La mayoría de los muchachos
llevaban sus tabloides y cuando hablé sobre sus preferencias, uno de los estudiantes, el
joven Morris Levine, me dijo: “ah, señorita Visono, ¿qué quiere que yo lea, El Times? Sino
tengo acciones en la bolsa”.
El curso en Seward Park terminaba a principios de febrero. Un poco después de que
comenzara año nuevo de 1926, el Dr. Dawson, el gerente del Departamento de Ciencias
Políticas del Hunter College, me llamó para ofrecerme un puesto en el colegio. Comencé
las clases en febrero de 1926.
CAPÍTULO CUATRO
Aquella primavera de 1926 di clases a tiempo completo, quince horas a la semana, a
los primeros grados de ciencias políticas. Las clases eran largas y los salones estaban
abarrotados.
El Dr. Dawson, originario de Virginia y director del departamento, había sido mi
maestro en todas las asignaturas de ciencia política. Yo conocía bien su
temperamento y sus métodos. Era un caballero de finos modales y sus técnicas
pedagógicas eran inusuales, simplemente nos llevaba a la biblioteca y nos pedía que
leyéramos. Cuando en la clase había discusiones acaloradas nunca se apasionaba o
se exaltaba. También había sido profesor en Princeton, al mismo tiempo que
Woodrow Wilson era el presidente estudiantil en esa universidad. Era un demócrata
wilsoniano, también apoyaba incondicionalmente a la Liga de Naciones y creía que
el Tribunal Internacional de la Haya constituía el principio de la estabilidad
internacional. Era un activista convencido de las reformas como la del sistema
administrativo de la ciudad, de las elecciones primarias y la del presupuesto para el
poder ejecutivo. Fue fácil aceptar sus ideas y hacerlas mías. Ni una sola vez nos
preguntamos sobre las cuestiones fundamentales en el gobierno. Nuestras
conversaciones eran solamente formalidades superficiales.
Fui una de sus alumnas predilectas, ya que ponía alma y corazón durante las eternas
horas en la biblioteca, especialmente en los trabajos sobre De Tocqueville, Lord Bryce
y Charles A. Bear, mientras que otras compañeras ponían poco empeño cuando no
se les presionaba. Comencé a interesarme en temas como el gobierno americano y la
interpretación de los fundamentos de la Constitución. Quizá porque el Dr. Dawson
provenía de Virginia, compartíamos de cierta manera, nuestros puntos de vista sobre
los derechos de los Estados.
Pero ahora que era maestra, no tenía una perspectiva clara, ni objetivos académicos.
No sabía qué esperar de mis alumnos. En lugar de esto, traté de estimularlos, hacer
que pensaran y que discutieran sobre los asuntos públicos, esperaba que estuvieran
preparados para la acción. Quería que aprendieran tanto de las experiencias prácticas
como de los libros de texto.
Ruth Goldstein, Margaret Gustaferro y yo nos convertimos en las asistentes del Dr.
Dawson. En la avalancha de 1926, los estudiantes de nuevo ingreso encontraron un
colegio deficiente. Las instalaciones eran inadecuadas. Nosotras tres, impartíamos
las clases, al mismo tiempo, en diferentes secciones del auditorio, que anteriormente
se había utilizado como capilla. Tres jóvenes maestras y amigas desde el colegio,
ahora trabajábamos juntas, desarrollábamos programas, bibliografías y nuevas
técnicas. Nos inscribimos en la Universidad de Columbia para graduarnos en ciencias
políticas.
Por aquellos tiempos, muchos profesores se inclinaban por lo que se conoce como
periodismo de investigación. Algunos sostenían públicamente que la guerra no se
había hecho para asegurar la democracia y que Alemania había sido humillada por
el Tratado de Versalles. También en ese entonces, Columbia había recibido a varios
profesores de la Escuela de Economía de Londres y del Instituto Brookings, quienes
habían descubierto la importancia de la militancia partidista y el activismo político.
Algunos comenzaron a enrolarse en las contiendas electorales locales. Enviando a
sus alumnos a recorrer la ciudad, tocar puertas, subir y bajar escaleras, les mostraban
el proceso democrático con la nueva investigación. Entramos en esta nueva especie
de laboratorio trabajando con entusiasmo. Diseccionábamos y analizábamos a los
jefes políticos locales, como si fuésemos expertos. Logramos penetrar en los clubes
políticos con el fin de aprender más de esta fascinante profesión.
Uno de mis cursos en Columbia versaba sobre un estudio del Senado de los Estados
Unidos y su poder en la elaboración de leyes. Algunos profesores se cuestionaron
cuál era la importancia del caso Lindsey Rogers y porqué se daba todo un curso en
tratarlo. Habían pasado solo seis años desde el caso Missouri contra Holland, el
veredicto se basó en un estudio relativo a las aves migratorias- y el antecedente de
ley no convenció a muchos. Me fascinaba la materia y sus implicaciones.
Tuvimos nuevos profesores que nos impartían clases interesantes. Uno de ellos fue
Raymond Moley, quien no estaba muy convencido de la genialidad de Roosvelt.
Tuvimos también clases sobre medios y opinión pública. Nosotros los jóvenes nos
sentimos atraídos ante la posibilidad de participar en el gobierno y utilizar los medios
de comunicación para acceder a él. Transmitimos nuestro entusiasmo a las alumnas
del Hunter y transformamos la mentalidad con la que habían entrado. Enviamos a las
chicas a los clubes políticos. Enseguida recibimos llamadas de los líderes políticos
preguntándonos por qué enviábamos a las “niñas” del Hunter a sus asociaciones.
Esto no nos detuvo, sino al contrario, comenzamos a enviarlas en parejas a visitar las
cárceles y las cortes, las secciones legislativas y los institutos. Un día, una alumna
socialista preguntó si los grupos podían asistir también a los clubes socialistas,
aceptamos la propuesta. Las animamos a que se mezclaran en todos los grupos. En
poco tiempo nos decían – sin darse cuenta que no era más que un cliché- que los
liberales de hoy, serían los conservadores del mañana, que no podría existir progreso
si no fuera por los radicales.
Han pasado muchos días desde que se comenzó a catalogar de “derecha” o
“izquierda” al sistema político y con toda seguridad puedo decir que ningún otro
falso concepto ha traído más confusión a la vida de los norteamericanos. Parece algo
sencillo y bueno a la vez. Mediante este esquema se coloca a los comunistas a la
izquierda para que se les considere audaces y liberales, como el catalizador necesario
para el progreso.
Los comunistas usurpan la postura de izquierda, pero si se les examina a la luz de lo
que realmente representan, se les ve claramente como los reaccionarios que son,
tanto a los comunistas como a sus versiones anteriores de reaccionarios de los
movimientos sociales a lo largo de la historia. Esto es lo que se busca obtener en la
oleada revolucionaria en dos mil años de progreso humano.
Durante mis trece años como profesora en el Hunter repetí esta falsedad muchas
veces. No me daba cuenta que las personas no nacen en la “derecha” o en la
“izquierda”, ni se vuelven de “derecha” ni de “izquierda” a menos que se les eduque
en los fundamentos de cierta filosofía, cuidadosamente organizada, que conocemos
como comunismo.
Fui la primera en conformar un nuevo grupo de profesores que tenía como encargo
entrar en la mayoría de las universidades de la ciudad. Representábamos toda una
generación, éramos sofisticados, intelectualmente modernos, “snobs”, pero sobre
todo, éramos los “ídolos de la democracia” para nuestros alumnos. Ciertamente,
parte de nuestro encanto era que los entendíamos mejor que los viejos profesores.
Por las tardes continuaba los estudios en Columbia. Me formé con “El Desarrollo del
Nacionalismo” de Carlton J.H. Hayes, con A.A. Berle y Gardier Means, quienes
escribieron sobre las doscientas corporaciones que controlaban a los Estados Unidos
después de la Primera Guerra Mundial.
Leí abundantemente sobre el imperialismo y comencé a criticar el papel que mi país
desempeñaba. Descubrí la Sociedad John Dewey y la Asociación de Educación
Progresista. También me encontré con el concepto de frontera social y repetí con
ligereza que por fin habíamos alcanzado nuestra última frontera natural y por lo
tanto, la siguiente sería la social. Se nos dijo, que en un futuro próximo habría en
todo el mundo una sociedad colectiva, especialmente en nuestro país, que debíamos
hablarles en clase de ello a los alumnos, para prepararlos para cuando ese día llegara.
Gracias a los estudios sobre Historia Americana, de Política Nacional, y a mi trabajo
en la política local, logré que mis alumnos abandonaran todo sentimiento de respeto
y admiración por las instituciones públicas (de caridad, iglesias y otros grupos), que
intentaban mejorar las condiciones sociales a la manera antigua.
Ahora sé que esta clase de discurso tuvo en mí un efecto destructivo, pero fue peor
para mis alumnas más sensibles. Ya que por seguir la ruta que les había trazado se
quedaron sin nada en qué creer. Traté de eliminar sus principios, pero no sustituí con
algún modelo el vacío que les dejaba. La razón de ello fue muy sencilla: yo misma no
tenía ninguno, no sabía en realidad hacia dónde me dirigía.
Tiempo después, cuando en el Partido Comunista, me encontré con algunas de mis
alumnas; tuve la sensación de ser la responsable de su estilo de vida; había sido por
mi causa que ahora tenían esa penosa y fría fe.
Para 1926 ya sabía algo sobre los comunistas, los veía como la solución a los
problemas sociales, e incité a las alumnas a trabajar para que las cosas del mundo
mejoraran. Mis discursos se volvieron elocuentes porque yo misma estaba enojada
con aquellos que sin trabajar tenían dinero y con los que no hacían nada por
disminuir la creciente miseria en la clase trabajadora.
Como es de esperar, había días en que las cosas se hacían más llevaderas. Íbamos de
fiesta, sosteníamos amenas charlas y algunas veces íbamos a alguna taberna en
aquella época de la prohibición. Un día, llevé a una profesora del Hunter a un bar
clandestino, en parte como broma, en parte como un acto de cordialidad, pensando
que así le enseñaría lo que es vida. Pero Bessie Dean Cooper tomó las riendas esa
noche. Era una señora de edad madura, robusta, enseñaba Historia y le daba un
toque especial al departamento. Sus once gatos eran toda una leyenda. Aquella
noche me preguntó si podía encargarme uno de ellos cuando viajara a Europa, sus
amigos cuidarían del resto. Como se lo prometí, llevé al gato con mi madre, junto
con comida, medicamentos, una cobija, un cojín y con las instrucciones para su
cuidado. Mi madre echó una ojeada a toda la parafernalia y me dijo brevemente:
“Alimento a los gatos como gatos”, y así lo hizo hasta que su ama regresó. Algunos
años más tarde, la señorita Cooper se jubiló del Hunter y se llevó a sus once gatos a
la Riviera francesa.
Durante este periodo visitaba con frecuencia el Colegio de Profesores en Columbia.
Me impresionaba la enorme cantidad de maestros que acudían de todos los estados
de la nación. Los observaba mientras se reunían alrededor de los árboles mostrando
los escudos de sus estados. Me di cuenta también de la gran influencia que el Colegio
de Profesores podía ejercer en la educación americana, con miles de maestros
actuando en la política nacional con repercusión en la sociedad.
Me enteré que George Counts, filósofo, uno de los principales ideólogos de la
educación y colaborador de Jonh Dewy, se había ido a Rusia. Por supuesto que había
estado con anterioridad en aquel país. De hecho, él había diseñado el sistema
educativo del gobierno ruso en la época revolucionaria. Había traducido al inglés los
libros de texto rusos y estaba ansioso por que los maestros americanos lo estudiaran
cuidadosamente. Prometió que a su regreso traería consigo un reporte de las
escuelas rusas.
Varios organismos cercanos al campus de Columbia, tuvieron gran influencia en mí,
por ejemplo, la Casa Internacional, a la que fue invitada por primera vez por un
estudiante de economía que provenía de las Filipinas.
Ahí conocí a varias personalidades, como Albert Bachman del Departamento Francés
quien daba clases en la escuela Tagore en la India y quien me presentó a los guapos
estudiantes del Punjab, que como yo, eran jóvenes y se entusiasmaban por aquellas
ideas. Compartíamos la esperanza de que el mundo podía ser transformado por
hombres y mujeres de todas las naciones en condiciones de igualdad y tolerancia.
No estábamos conscientes de la poderosa red que se tejía para moldear nuestras
opiniones. Durante aquel verano tuve la oportunidad de conversar con personas de
otros países y aprender de ellos. Creció entonces, el deseo por convertirme en
ciudadana del mundo. Por ese deseo se me hizo natural y fácil aceptar el comunismo
y sentir afinidad por el internacionalismo.
Respecto al pasado, sentía un punzante remordimiento por lo que dejaba atrás, pero
lo ignoré. Acepté el presente con todos sus egoísmos que no tenían rumbo fijo, y
aunque no me convencía del todo fue imposible negarme. Deseaba más y más,
hablar y actuar conforme al futuro, un futuro en el que no habría la corrupción del
presente. Me desalentaba pensar que las personas cercanas a mí se conformaran con
tal presente. Solo las personas que no conocía, la gran masa desconocida de seres
humanos, despertaban en mí un sentimiento conmovedor de familiaridad. De hecho,
comencé a transferir mi sentir personal a esta desconocida masa. Así fue
como empecé a buscar mi hogar espiritual entre los desposeídos de la tierra.
Un maestro no puede evitar transmitir lo que es y aquello en lo que cree. Soy
consciente que causé mucho daño. Pero lo que me salvó en la época de mis
devastadoras enseñanzas, fue que en mis relaciones personales con mis alumnas,
había conservado dentro de mí, la esencia de lo que Dios había querido que fuera –
una mujer, una madre-. Amaba a mis alumnas, a todas ellas, amaba a la aburrida, a
la débil, a la fuerte, a la oportunista, a la extraviada. Las amaba porque eran jóvenes
y porque estaban llenas de vida, porque estaban en el proceso de formación y aún
no habían sido vaciadas en un molde de la cínica sociedad o porque aún no eran
cómplices de los poderosos.
Disfrutaba enseñar, ya que en la enseñanza, continuamente uno se renueva y en esa
renovación se encuentra siempre la promesa de la frescura que nos acerca a la
perfección. Para mí fue un placer dar clases a las alumnas de primer grado. Llegaban
al colegio, resueltas a aprender, muchas de ellas quedaban atrapadas en la
dedicación por los estudios, no se daban cuenta de las razones prácticas de un
trabajo o de una carrera, aún no estaban presionadas por obtener un status quo.
Eran como los acólitos que están aprendiendo el ritual. Me hubiera gustado (en
aquellos años), haber podido rezar ardorosamente para que mis alumnas
conservaran esa llama encendida. Y aunque la llama siempre está ahí, latente,
depende en gran medida de los maestros, de las normas y de los objetivos que se
establezcan, para que esa chispa estalle en un incendio destructor o que solo
parpadeé y se extinga.
Durante los dos primeros como docente, pasé interminables horas entre la Biblioteca
de Columbia y la sala número 300 de la Biblioteca Pública de Nueva York. El tema
que elegí para mi maestría fue: “¿Es el Congreso un espejo de la Nación?” Pero mi
escrito no llegó a ninguna conclusión. De hecho, mientras más leía mi propuesta, más
me desilusionaba, sentía que el Congreso era algo así como esos espejos de Coney
Island, que ahora exageran, que ahora minimizan el objeto real.
En la elaboración de este trabajo tuve que leer un centenar de biografías, que
recopilé en el Directorio del Congreso. Desde la fundación de la República hasta la
actualidad, encontré un patrón que se repetía constantemente: hombres de humildes
orígenes que se habían superado gracias a la educación. Me impresionó la cantidad
de profesores que habían terminado estudiando Leyes y que posteriormente habían
entrado en la política.
Comenzaba impacientarme con el sistema escolar; las becas que se ofrecían y al
parecer nunca se concretaban; odiaba el énfasis que se daba a la obtención de grados
y títulos, por ejemplo, para conseguir un incremento en el salario, habría que tener
una maestría y para escalar puestos era esencial el doctorado. Entonces, puse en
duda el valor de algunas tesis registradas. Los temas que abordaban eran cada vez
más intrascendentes. Mi juventud estaba ávida de significados, de sentido y por
supuesto, de acción.
En aquel entonces no me di cuenta, lo descubrí después y ahora lo entiendo con
claridad: Toda la razón de nuestra existencia radica en el orden. El desasosiego de mi
alma se debía a que no había orden en mi vida. No tenía un modelo a seguir. Me
movía entre los sentimientos y las emociones, en realidad, el acumular conocimientos
solo sirvió para llevar una vida sin esperanza ni consuelo.
Después de entregar mi tesis y recibir el título de la Maestría en Artes, el verano de
1927, Ruth Goldstein, Beatriz Feldman (compañera del Hunter) y yo decidimos
alquilar una casa en la campiña para descansar. Así que rentamos una cabaña junto
al Lago Schroon, en los Adirondacks. Estaba feliz de haber regresado al campo. No
me había dado cuenta de lo mucho que extrañaba la tierra hasta que regresé a ella.
Unos años atrás habíamos perdido la casa en la que crecí, se la había llevado la
marcha del progreso. La comunidad que rodeaba la Posada del Peregrino había
cambiado mucho. Era ahora un bullicioso vecindario en el que se habían construido
varios edificios de apartamentos y una estación del subterráneo. Tuvimos que
renunciar a nuestra propiedad, la casa estaba en mal estado y no valía la pena
repararla. Así que fue vendida y dividida en varios lotes.
En el Lago Schroon, nuestra soledad fue parcial. Los primeros días, algunos amigos
iban los fines de semana, pero poco a poco, nuestra cabaña siempre estaba llena.
Teníamos libros pero no leíamos mucho.
Pasábamos las horas a la orilla del lago, y a veces, Ruth y Beatriz jugaban al tenis,
mientras yo las observaba sentada sobre el césped. Realizábamos paseos nocturnos
y discutíamos sobre diversos temas. Hablábamos sobre las teorías de John Dewey y
de Justice Holmes, de filosofía, de educación. También de las cuestiones prácticas
como el amor y el matrimonio. Debatíamos sobre las cosas que nuestros padres
habían aceptado sin cuestionarlas.
Cuando un grupo de jóvenes se reúne solamente buscando compañía es muy
romántico creer que tenemos una nueva familia social en este grupo de amistades,
sobre todo si se proviene de hogares desintegrados como lo era el mío y
lamentablemente no era la única.
En aquella época, las grandes ciudades sufrieron transformaciones estructurales, las
casas como viviendas fueron desapareciendo para dar paso a los apartamentos de
un solo cuarto. Antes de esto, no importaba cuan pobre fuera una familia, contaba
por lo menos con tres o más habitaciones. Ahora la cocina se colocaba en una
diminuta alcoba, la cama se escondía en un armario. Se vivía en una habitación
moderna. A veces elegante y especiosa, pero de una sola recámara. El matrimonio,
para el proletariado intelectual, se convirtió en un contrato de convivencia con un
hombre o una mujer en cuartos tan pequeños que la liberación y satisfacción
debían buscarla fuera de casa, sino querían ser sofocados por las paredes.
Uno de los eventos más agradables de aquel verano en los Adirondacks, fue el
conocer a los Finkelstein. Louis, Carmel y sus dos hijos; la adorable Hadassah y un
bebé de nombre Ezra. Carmel pertenecía a una distinguida familia británica y tenía
un acento fascinante. Por su apariencia pensaba que ella y su hija eran personajes
bíblicos. El doctor Louis era un rabino nacido en el Bronx, su rostro era el de un
apóstol. Sus hermanos, Hinky y Maurice, le visitaban con frecuencia. Me encantaba
escucharlos conversar. Los encontraba encantadores, no solo porque eran grandes
lectores, ni por su afición al arte y a la filosofía, sino porque entendían de política. Mi
amistad con los Finkelstein duró varios años. Veía en ellos, el ideal familiar, eran muy
unidos y estaban determinados a permanecer juntos, inmunes a las influencias
corrosivas de las grandes ciudades industriales. Me preguntaba, por qué las otras
familias que conocía no tenían esa habilidad de seguir unidos. Sentía que la
estabilidad de esta familia se debía, en gran parte a la devoción por sus tradiciones,
al continuo revivir las historias de un pasado, en el que se incluía su amistad con Dios
y una lealtad incondicional entre sí.
Una tarde de aquel verano, me quedé en casa con los niños. Después de un rato, vi
que Hadassah había comenzado a llorar sin ninguna razón aparente. Era de esas niñas
que se apartaban y pensé que yo no le agradaba. Pero en ese momento, dejó que le
tomara de la mano y la consolara. Era evidente que ella no sabía por qué lloraba,
pero cuando alzó sus oscuros ojos llenos de lágrimas para mirarme, me pareció ver
a una persona mucho mayor en ella.
Por la forma en que se me acercó, pude percibir un extraño miedo que la hacía
sollozar. Cuando finalmente se durmió sosteniendo mi mano, una extraña sensación
me invadió, como si ella hubiese llorado durante mucho tiempo, como si hubiesen
transcurrido dos mil años en una sola noche.
Mi carrera dio un giro al llegar el otoño. Cansada de la esterilidad de mi tesis, Ruth
Goldstein y yo, decidimos matricularnos en la Escuela de Leyes de la Universidad de
Nueva York. Por las mañanas enseñaba en el Hunter y asistía por las noches a las
clases de Derecho.
Las clases en la escuela de leyes eran largas y algunas veces se impartían a cientos de
estudiantes. El sistema legal, que en aquel entonces era casi universal no despertó en
mí interés alguno. El método me pareció monótono. A pesar de ello, me gustaba el
estudio de la ley, fue el dominio de esta disciplina lo que me atrajo. También encontré
a sus estudiantes con cierto atractivo. En una de las clases me sentaba al lado de un
joven llamado Samuel Di Falco, que actualmente es juez del Supremo Tribunal, quien
acostumbraba molestarme escribiendo garabatos en mi cuaderno de poesía, cuando
debía estar trabajando en los casos. Ruth me criticaba porque ponía más atención a
otras cosas que al Derecho. Ciertamente la esencia del derecho me apasionaba, ya
que es el reflejo del pasado en la sociedad y me ayudaba a entender el presente, pero
no estaba interesada en los procedimientos legales, que solo son un intento por
conservar un obsoleto status quo. Mi constante preocupación por cambiar ese status
quo, llegó a angustiarme, sobre todo durante el último año en la escuela de leyes.
Aunque nunca aspiré a practicar la abogacía. Siempre me vi como maestra.
CAPÍTULO CINCO
Desde el otoño de 1927 a junio de 1930 asistí a la Escuela de leyes en la Universidad
de Nueva York, mientras continuaba mi labor docente en el Colegio Hunter. Fue un
periodo de mucha actividad con los estudiantes de nivel superior, no solamente
fungía como profesora sino también como consejera de muchos de ellos, de manera
individual y colectiva.
Como era una profesora joven e inexperta, y me preocupaban los conflictos entre
los académicos, recurrí a Sarah Parks en busca de consejo y ayuda. Pero aquella
maestra a la que había admirado cuando yo era estudiante se encontraba envuelta
en las discusiones sobre los salarios y las políticas de promoción dentro del instituto.
En aquel tiempo no me interesaban estas cuestiones, me encantaba enseñar y el
asunto del sueldo era secundario para mí. Pero Sarah estaba encendida sobre los
asuntos de desigualdad en rangos y salarios, así que por ella me adentré algo en
estos temas.
Ya para entonces había conocido hombres y mujeres que hablaban de ideas y formas
de vida nada ortodoxas. El amor a la literatura, las artes, el interés por saber de la
revolución rusa, se habían convertido en los pretextos para abandonar nuestros
hogares y vivir en los pequeños apartamentos de Greenwich Village. Pasábamos
largas horas, noche tras noche sentados frente la chimenea de alguna buhardilla del
pueblo, hablando sin cesar.
Sarah, quien había sido parte de esto, ahora estaba tan involucrada con las políticas
del instituto que había caído en una especie de desesperación. Yo sentía que la
situación no ameritaba tanto esfuerzo y entrega, no sabía que pronto seguiría sus
pasos. Por entonces sólo percibí cierto un vacío en su vida que la iba catapultando
violentamente en todo lo que hacía. Así que me incliné por alejarme de ella y cultivar
nuevas amistades.
En enero de 1928 Sarah se suicidó y yo entré en una vertiginosa crisis emocional. Me
sentía culpable por no haber pasado más tiempo con ella. Pensé que le había fallado.
Su muerte nos afectó profundamente y me molesté con aquellos a quienes ella les
había mostrado su afecto y ahora le daban la espalda.
En quienes había influido, sentíamos que ella había tenido el valor intelectual para
creer en una nueva sociedad colectiva, pero que careció de la audacia práctica que
se requiere para ser un miembro disciplinado. Creímos que su pensamiento era
efectivamente de comunidad, pero que vivió y luchó como individualista y, en
nuestra errónea manera de considerar la vida sentimos que ese fue su fracaso. No
reconocimos que en realidad la vida para Parker se había vuelto insoportable debido
al desorden de su pensamiento, el cual irremediablemente la llevaría a su auto
destrucción.
Por no tomar la vía que la condujo al suicidio, tomé un camino más largo, más
decepcionante, aunque paralelo a la aniquilación. Me reusé volver sobre mis pasos
hasta el punto donde me había extraviado en el equívoco modo de pensar. No sabía
que esto sólo podía traerme el desequilibrio, la confusión y la derrota.
1928 y 1929 fueron años horribles y confusos. Me volqué desesperadamente en la
literatura, traté de escribir, pero mi confusión interna se veía reflejada en mis
trabajos. Por primera vez me preocupé por mi futuro. Hacía las cosas con desgano,
me entusiasmaba poco y mi desempeño en la escuela de leyes era mediocre. Las
clases en el Hunter se me hacían larguísimas, además que los estudiantes de nuevo
ingreso entraban cada vez peor preparados. Mi gusto por el aprendizaje se iba
desvaneciendo.
Muchos padres por una moderna aspiración (ya que ellos carecieron de
oportunidades para prepararse académicamente) presionaban a sus hijos para que
obtuvieran un título universitario. Así que los jóvenes entraban en la Universidad con
el fin de complacerlos.
Estaba consciente de que la masa de jóvenes tenía acceso a los grados superiores casi
en automático después de haber cursado la secundaria y el bachillerato. Sabía que
los estándares estaban por los suelos. Casi nadie se preguntaba el propósito y el
significado de la educación técnica o universitaria y prácticamente nadie se
cuestionaba el papel de las universidades públicas municipales.
Durante la primavera de 1930 tomé clases de apoyo en Medina para prepararme y
presentar el examen de admisión a la barra de abogados de Nueva York. Cuando
terminó el examen pedí una licencia para ausentarme de las clases en el Hunter. Y
me fui a Europa con mi amiga Beatriz. De manera ilusa esperaba encontrar allí las
respuestas que no había adquirido en el hogar. Cansada y agitada deseaba escapar
de toda responsabilidad. Era joven y quería disfrutar de la vida.
Gracias a mi capacidad para hacer amigos conocí a mucha gente y me encontré con
toda clase de personas. En este viaje conocería a John Dodd, mi futuro marido.
Aterrizamos en Hamburgo, una ciudad glamorosa, llena de comerciantes, soldados,
marinos y nuevos ricos con los bolsillos rebosantes con las riquezas del país. Había
comunistas por todos lados, caminando, cantando, reuniéndose. Allí estaban
también los lugares más decadentes anunciándose con luces de neón. Podíamos
encontrar elegantes restaurantes antiguos, caserones e iglesias. Era una ciudad de
contrastes.
Con frecuencia nos reuníamos con los alemanes de clase media, de rostros tensos,
que en la primera oportunidad hablarían de sus problemas.
Lo que más me llamó la atención fue su desconcierto. Tampoco ellos entendían la
causa por la que luchaban ni hacia dónde se dirigían. Estaban en una encrucijada.
Nos limitamos a observarlos y escucharlos, pues éramos estadounidenses con dólares
en los bolsillos que habían viajado para pasarla bien.
En Berlín me encontré con más rostros tensos y una fastuosidad más fragante. Nos
alarmó la evidente degradación moral y sexual en ciertos lugares turísticos durante
la noche. La atmósfera de la ciudad estaba cargada como lo está el aire antes de una
tormenta eléctrica.
Me encontré con varios amigos del Hunter en la Universidad de Berlín y tuvimos la
oportunidad de ver la sede del aprendizaje. Conversamos con maestros y estudiantes.
La universidad se rasgó en un pleito. La batalla era entre socialistas, comunistas y
nacionalsocialistas que peleaban entre sí poniéndose zancadillas o haciendo alianzas
para derrotar a quienes ellos llamaban conservadores que atentaban contra su país,
movidos por el amor natural a la patria. Los actos de violencia eran frecuentes tanto
en la ciudad como en los alrededores de la universidad.
Me di cuenta que aquí la política se había convertido en cuestión de vida o muerte,
también me di cuenta que los intelectuales, los maestros, profesores y científicos eran
muy arrogantes pero carecían de la fortaleza interna necesaria para ayudar a su país
en la hora decisiva. Los que apoyaban con mayor determinación a las fuerzas
violentas era la élite intelectual. Ahora sé que durante casi cien años, la vida
académica en Alemania fue sistemáticamente atacada y llevada hacia la
desespiritualización, actualmente se puede ver la consecuencia: la deshumanización.
Esta desespiritualización solamente fue posible gracias a que los hombres que
primero sirvieron al partido nazi y luego al comunista lo hicieron con la
impresionante fuerza de la lealtad y la eficiencia.
En Alemania discutíamos sobre la creciente marea en el conflicto estudiantil, pero en
algo siempre estuvieron de acuerdo profesores y estudiantes, fue que nunca
triunfaría el fascismo en Alemania, quizá se establecería en Italia, por su falta de
educación general, decían. Pero una cosa así nunca pasaría en Alemania. Dos
instituciones impedirían su establecimiento: Las grandiosas universidades alemanas
y el Servicio Público Alemán.
Contrario a sus declaraciones, lo primero que colapsó fueron precisamente las
universidades y el servicio público alemán. Y ellos fueron los primeros en servir al
Führer. Y fue de ellos de quienes obtuvimos una valiosa lección: que la educación en
sí y por sí misma no constituye un obstáculo en la destrucción de una nación. Las
preguntas correctas son: ¿qué clase de educación?, ¿con cuál propósito?, ¿con cuál
finalidad?, ¿bajo cuáles estándares?
Me alegre de dejar Berlín. Insistí en hacer un viaje que no estaba programado y
aunque me había reusado a pasar mucho tiempo en museos e iglesias, quería visitar
Dresden y ver la Madonna Sixtina. Fue un largo viaje para mirar a la hermosa Virgen
y al Niño con los querubines que parecían alegres erizos a sus pies. El día que
estuvimos en Dresden fue el mejor de mi estancia en Alemania.
Yo quería ir a Viena, fue una suerte que Beatriz tuviera parientes en la fabulosa capital
de los Habsburgo. De nuevo nos topamos con los blancos y tensos rostros de los
austriacos. Vestíamos ropas sencillas para no ofender a la gente que conocíamos.
Queríamos ir a la ópera, pero renunciamos a hacerlo ya que nos dimos cuenta que
los lugareños esperaban de pie a fuera del teatro mientras los turistas acaparaban los
asientos.
El tío de Beatriz que había sido asesor durante el régimen de Francisco José nos
entretenía llevándonos de paseo a las cafeterías más famosas. A medida que hablaba
de la historia de Viena supe que él sentía un gran cariño por la ciudad y que se estaba
muriendo. Nos dijo que estaba arreglando todo para llevar a su familia a Uruguay.
Una vez más, me llamó la atención saber que quienes sentían más frustrados era
porque no sabían hacia dónde se dirigían. Estaban asustados. Se sentía un ambiente
de “desengaño de la vida”, un deseo por regresar al pasado, pero sin sentido, sin
saber el porqué.
De Austria fuimos a Italia. Intenté en vano disimular la emoción que me invadía por
regresar a la tierra que me vio nacer. Creí que la sensación de no pertenecer a ningún
lugar desaparecería de repente. Esperaba una transformación mística. Cruzamos la
frontera, el inspector de aduanas revisó nuestro equipaje y llegamos a Venecia, nos
hospedamos en un hotel con un nombre alemán. Inútilmente traté de encontrar la
Italia que había atesorado en mi memoria y que mi imaginación había embellecido.
Venecia era una ciudad sofisticada, alegre, brillante y materialista. Se veían por
doquier hombres uniformados. Prácticamente uno de cada tres, era soldado. Fui a la
catedral pero no se podía entrar por estar llena de gente bien vestida de todas las
naciones. Afuera, los mercaderes dirigían sus góndolas hacia aquellos que parecían
tener dinero.
La cualidad italiana en la que había meditado y atesorado, la espiritualidad, parecía
estar ausente, me di cuenta que no pertenecía al país que había dejado en mi niñez.
Ahora se podía palpar la plaga de la filosofía fascista.
En la década de los veinte, cuando no estaba de moda ser anti fascista y yo era
estudiante en el Hunter, me había declarado anti fascista, pero lo había hecho por la
emoción en ir contra de una sociedad de petulantes, que hablaban de las maravillas
que el fascismo traería a Italia. Sentí que estaban más preocupados por los horarios
de los trenes y la cuestión sanitaria que por la belleza de su cultura y el alma de su
pueblo.
Sin embargo, al llegar a Florencia descubrí que ni siquiera el fascismo fue capaz de
destruir los increíbles símbolos del pasado. Me encantó haber estado en Florencia.
La delicada estructura de su paisaje y su arquitectura parecían reflejar el carácter de
su gente. Estuve en las plazas, observé los rostros de los que iban y venían, me
impresionó ver en las muchachas comunes los modelos de Rafael.
Me sorprendió ver la diversidad y la belleza de la pasada cultura en las ciudades de Italia.
Venecia, que a diferencia de Florencia. Verona y Bolonia eran un mundo aparte de Roma.
Hoy día cuando se habla tanto de la cultura de masas y de la variedad de cultos, o se teme
a la idea de un gobierno mundial, miro hacia atrás y veo la alegría que la cultura del
pasado tenía en sus pequeñas ciudades -Estados y me pregunto si el arte y la arquitectura
de nuestros días alcanzará la belleza como lo hicieron aquellos tiempos anteriores.
Al llegar a Roma, estaba más interesada en las ruinas de la antigüedad que en los
monumentos que son el espíritu viviente del alma del cristianismo. Era evidente hasta qué
punto y debido al se había pervertido mi mente a través de mi educación, había pasado
por alto la historia de mi pueblo, la sabiduría acumulada y la seguridad que dos mil años
de cristianismo podrían proporcionar a los niños modernos del mundo occidental.
Conduje miles de millas bajo el sol abrasador para visitar la tumba del poeta Horacio y
pasé varias horas en los Baños de Caracalla y otras ruinas antiguas. En una noche
iluminada por la luna miré con asombro las gradas del Coliseo y tuve la sensación de
cómo corría su pasado. Visité también el Vaticano y algunas otras iglesias, pero la verdad
es que mi visita solo se limitaba al valor de sus tesoros artísticos, por mi ceguera no pude
apreciar su significado real.
El poder fascista en Roma se hacía notar por todas partes, especialmente por la gran
cantidad de uniformados. De repente, pensé en mi madre que había crecido en una granja
y sentía cierto desdén por los militares: “todos ellos viven a nuestras espaldas”, solía decir.
Ahora pienso en Italia como un intenso dolor de espalda por llevar sobre sí el peso de los
funcionarios y militares.
En mis planes estaba visitar mi pueblo natal para ver a mis padres adoptivos, con los que
había perdido todo contacto con el paso de los años. Sin embargo, cuando llegué a
Nápoles se nos informó que había ocurrido un terremoto, así que regresé por Florencia.
De ahí regresamos al sur de Alemania. Beatriz y yo fuimos a París donde recogí mi
correspondencia en la oficina de American Express. Ruth nos telegrafió: “Ambas han
aprobado sus exámenes en la Barra”. Mis padres me escribieron: “Regresa a casa, te
extrañamos”.
En el barco de vuelta a casa me encontré con un grupo de profesores de Nueva York, me
dijeron que pertenecían al Sindicato de Maestros. Hablaron de la importancia de contar
con maestros que organizaran el movimiento obrero y nos invitaron a participar en el
Sindicato.
Cuando me señalaron que a su gremio pertenecían un buen número de maestros de
escuelas públicas, pensé que los profesores universitarios no tendrían cabida en él. Los
reclutadores insistieron asegurándome que los fundadores y cerebros de la Federación
Americana de Maestros eran profesores universitarios. Prometí unirme a ellos como
prueba de mi disposición de luchar por la clase obrera, a pesar de que no creía que unirme
al Sindicato me ayudaría en lo personal.
Al regresar a Nueva York asistí a las reuniones del Sindicato de Maestros. Las encontré
desconcertantes por las peleas entre los grupos que buscan el control. Entonces no
entendí por qué los adultos inteligentes debían luchar tan duro para controlar una
organización tan pequeña e insignificante.
Me quedé estupefacta al encontrar los nombres de distinguidos profesores como John
Dewey y George Counts involucrados en la controversia. Con el tiempo, cuando entendí
mejor la política de izquierda, supe que la importancia del control radica en esta cabeza
de playa.
CAPÍTULO SEIS
El colapso de la bolsa de valores no afectó inmediatamente a mi familia que no tenía
dinero invertido en acciones o bonos. Por lo tanto, no me resultó difícil abandonar mi
empleo en el Hunter College en 1930 y solicitar el puesto de secretaria en el Colegio de
Abogados de Nueva York. Trabajé por un salario nominal en el despacho de Howard
Hilton Spellman, un excelente abogado quien entonces estaba escribiendo varios libros
de texto sobre derecho laboral.
Aquel año, traté a John Dodd, a quien había conocido en mi viaje por Europa, me pareció
un gran sujeto. Al principio, pensé que teníamos poco en común, ya que John tenía
mentalidad de ingeniero y a mí la mecánica no me atraía, la veía como cosa de magia.
Pero muy pronto descubrimos que éramos afines en varias cosas, como nuestro amor por
este país y el interés por resolver los problemas.
La familia de John vivía en el condado de Floyd, Georgia. Antes de visitar su casa, me
había contado la historia de cómo su gente se había adentrado en territorio indio y se
habían establecido a sesenta millas de Atlanta, en dirección al Paso de Sherman. Me dijo
que su abuelo había perdido un brazo en la Batalla de Shiloh y que su abuela se había
burlado de los hombres de Sherman cuando éstos llegaron a su granja. De cómo su padre
había transformado la granja en un huerto de duraznos que se arruinó cuando la ruta del
ferrocarril esquivó Georgia dejando que se pudrieran los melocotones y favoreciendo el
comercio de frutas de California.
Cuando John me pidió que me casara con él. Dudé. Había pensado muy poco en el
matrimonio. Pensaba más en hacer una carrera; eran los días en los que una mujer debía
elegir entre el matrimonio o tener una profesión. Sin embargo, la depresión económica
había empujado a las mujeres a la industria y a abandonar, y hasta cierto punto, sus
actividades en el hogar. Las mujeres con quienes trataba, hablaban mucho más de sus
tesis e investigaciones que de la casa. De cualquier manera, dejé a un lado mis dudas y
decidí casarme.
Como John era furiosamente anticlerical no planeamos que la boda fuera en una iglesia.
Por mi parte y contrario a los pensamientos de John, el matrimonio civil, no era
importante, pues me consideraba una libre pensadora. Así que una mañana de
septiembre, un funcionario de la oficina central del condado de Nueva York, nos
casó. John, rubio, alto, permaneció de pie erguido. Yo a su lado, pequeña,
morena. Nuestros testigos fueron mis amigos, Beatrice Feldman y el Dr. Louis Finkelstein.
Cuando el funcionario nos declaró marido y mujer, surgió repentinamente en mi corazón,
un sentimiento que me derrumbó. ¿Por qué? ¿Me había precipitado al matrimonio sin
estar preparada? ¿Era esta ceremonia válida para el matrimonio? No lo sé. Lo que sí sé,
es que en los siguientes meses mi amor por John creció más de lo que pudiera imaginar.
Me di cuenta de lo que John amaba el Sur y a su gente, cuando después de casarnos
fuimos a visitar a su familia. Nunca antes había estado en el Sur, entonces comprendí el
por qué tantos de sus hijos emigran al Norte para ganarse la vida.
La familia de John no eran terratenientes ni poseían plantaciones. Con gran esfuerzo
habían conseguido comprar las tierras que ellos mismos trabajaban. Las mujeres
trabajaban al parejo que los hombres. Conocí algunos de los niños de la familia Dodd en
la escuela de Martha Berry, que se encontraba al lado de la casa de John, y me quedé
sorprendida por la independencia y la tenacidad de esta gente. Después de aquella
primera visita, no pude leer más la mórbida literatura sureña sin resentimiento, por la
retorcida imagen con la que pintan a este sector que en realidad tiene una gran fortaleza,
no fundada en la riqueza material, sino en la integridad de su gente.
John era diez años mayor que yo. Tenía mucha más experiencia, había trabajado en
centros industriales como Detroit y Akron, y había servido como piloto primero, en la Real
Fuerza Aérea de Canadá (RAF) y luego, en la Fuerza Aérea Americana.
En aquellos tiempos, los de la Primera Guerra Mundial, servir en aquella área, era tanto
como unirse a un escuadrón suicida.
Como soldado joven vio morir a muchos de sus compañeros. Él mismo había sufrido una
lesión en la espina dorsal cuando el avión que pilotaba se estrelló en el Campo Kelly. Este
accidente lo marcó, dejándole los nervios destrozados.
Hacia 1932 mi familia resintió los efectos de la depresión económica. El negocio de mi
padre se fue a la quiebra. John pasaba también por problemas financieros, así que decidí
regresar a mi puesto en el Hunter College.
Me quedé atónita al ver la furia del impacto que tuvo la depresión en mi familia y en
aquellos que me rodeaban. Vi las filas de gente con el rostro desencajado a las puertas
del Banco de Ahorros de Bowery de la calle Cuarenta y cuatro. Esas mismas caras de
ansiedad las había observado algunos años antes en Hamburgo y Berlín. También vi a
varios hombres que evidentemente habían tenido buena posición económica, formados
para recibir su ración de sopa y café en los comedores de caridad y cómo recogían
furtivamente del suelo las colillas recién apagadas.
Apenas regresé a Hunter cuando me vi envuelta en una serie de discusiones sobre los
problemas económicos del personal. Decían que los salarios estaban por debajo del rango
profesional. Varios instructores y otros miembros del equipo se consideraban
subempleados, sin prestaciones laborales básicas y sin esperanza de ascender. Fundamos
entonces la Asociación de Instructores del Colegio Hunter y llegué a ser una líder de
opinión. Obtuvimos beneficios y prerrogativas y fui electa representante ante el Consejo
Consultivo
La Asociación de Instructores del Colegio Hunter tenía dos representantes en el consejo
con el fin de indicar a los profesores por cuáles asuntos habrían de votar. Esta era una
nueva manera de organizarse—una estructura de base con el fin de controlar la reacción
inmediata para privilegiar o inhabilitar asuntos importantes por medio de la discusión.
Algunos de los miembros con mayor antigüedad se alegraron secretamente al ver que el
grupo de instructores rebeldes ponía en “jaque” al presidente. No sólo había cambiado
aquella oficina, sino también ahora teníamos un nuevo tipo de presidencia.
Cuando por primera vez llegué al Colegio, el titular de la presidencia era el señor Davis.
Un caballero protestante, de gran eminencia, modales correctos y tolerante con todo, sin
tomar partido por algo. Prácticamente se le permitía hacer lo que quisiera, tanto en lo
personal como al homogéneo grupo al que pertenecía. Era un sistema liberal en el que el
presidente seleccionaba a los jefes de cada departamento y estos a su vez elegían a sus
profesores. Estaba permitida toda clase de métodos en la enseñanza y no había restricción
alguna en la moralidad (vida personal) de los profesores. Se le reconocía como el colegio
modelo de las artes liberales.
El presidente Davis murió a finales de los años veinte y el Dr. John Kieran, quien fuera
jefe de la secretaría académica del Hunter fue el elegido. El Dr. Kieran era católico, y para
algunos miembros de la facultad su elección como presidente fue considerada muy
desafortunada. Sin embargo, el Dr. Kieran contaba con ponderosas amistades en City Hall
y los administradores veían en él una fortaleza en las finanzas a la hora de buscar
patrocinadores gubernamentales.
De cualquier manera no vivió lo suficiente para hacer cambios en la administración. El
Dr. Eugene Colligan lo sucedió en el cargo. Joven, fuerte, católico e irlandés, traído
directamente del sistema de escuelas públicas, fue para la vieja guardia causa de
consternación. Se encendieron los ánimos anticatólicos por el solo hecho de provenir de
la administración de escuelas públicas de nivel medio-superior. El Dr. Colligan
malinterpretó la reacción hacia él. Él estaba feliz de haber obtenido el puesto, tenía
nuevas ideas y energía realizadora gracias a su juventud. Pronto estableció directivas
pero se topó con una barrera de piedra. Sus problemas surgieron no solamente por parte
de la vieja guardia de la facultad, sino también por los estudiantes, además de que la
elección de Fiorello LaGuardia, en 1932, como alcalde de Nueva York trajo consigo nuevas
políticas, lo mismo que sucedió en la administración de Roosevelt a nivel nacional.
El reconocimiento en 1932 de la URSS por parte de Washington trajo un tremendo cambio
en las actividades de los comunistas en el campus universitario.
Gracias a este reconocimiento, a los grupos como Amigos de la Unión Soviética, dirigido
por ingenieros y trabajadores sociales, se les vio con respeto. Muy pronto esta simpatía
se extendió al mundo del arte, la ciencia y de la educación en general.
En el Hunter la situación entre estudiantes, profesores y la administración cambió por
completo. En nuestro instituto, la iniciativa no tuvo impacto pues el staff no contaba con
miembros del Partido Comunista entre nosotros los profesores, pero los estudiantes
comunistas entraron en acción y esto repercutió rápidamente en los profesores jóvenes.
Es común escuchar sobre la influencia que tienen los maestros sobre sus alumnos, sin
embargo, durante los inicios de la ideología comunista, la influencia en los campus de
Hunter y de City provenía de los estudiantes hacia los profesores y tuvo impacto.
De la noche a la mañana y aparentemente de la nada surgió la organización. Los grupos
como la Liga de Jóvenes Comunistas (YCL) y de la Liga de la Democracia Industrial (LID)
— una organización originada en Inglaterra por los fabianos, (Nota del editor: La Sociedad
Fabiana fundada el 4 de enero de 1884 en Londres, es un movimiento
socialista británico cuyo propósito es avanzar en la aplicación de los principios
del socialismo mediante reformas graduales. Es también conocida por formar los
cimientos de lo que más tarde sería el Partido Laborista británico) aparecieron pequeños
clanes de jóvenes, que originaron grupos de estudiantes masificados que exigían su
derecho a concentrarse en el campus; si el permiso les era denegado, se juntaban afuera
y protestaban ruidosamente.
Si algo tenía yo muy claro: es que esas organizaciones no nacen de la nada; algún grupo
estaba detrás de ellas. Lo que sí es cierto es que la respuesta de los estudiantes era
espontánea e inmediata. De repente un grupo estudiantil hacía su aparición en un
campus, este grupo parecía preocuparse, tener ideales, la voluntad para trabajar, ser
sacrificado. Y muy pronto se había contagiado a todo el cuerpo estudiantil.
Sentí una gran afinidad con estos estudiantes, pero en aquel momento estaba inmersa en
lograr una mejor seguridad social para los trabajadores del instituto. Los nacidos durante
la depresión económica estaban decididos a tomar el asunto en sus propias manos.
Despreciaban a la anterior generación por el legado de miseria y un incierto porvenir.
Ellos mismos construirían sus esperanzas desde el campus.
El proletariado intelectual que sería en los próximos años la columna vertebral de cientos
de organizaciones comunistas - y que era, de hecho, proporcionar a los hombres y
mujeres activos para los movimientos de masas de los próximos veinte años, nació de la
siguiente manera: muy lentamente los estudiantes se fueron asociando con el
proletariado, trabajadores y obreros.
La fama de la asociación de instructores creció rápidamente y las otras instituciones se
acercaron para implementar las mejoras. El resultado de esto fue el nacimiento de un
comité que unificara los esfuerzos de los instructores en todos los institutos que
pertenecieran al municipio de Nueva York.
Casi de inmediato este grupo municipal se unió a los colegios privados. El acercamiento
se hizo a través de Margaret Schlauch de la Universidad de Nueva York, quien concertó
las reuniones que incluían a los representantes de las Universidades de Columbia y Long
Island y otros colegios de la ciudad. Se llevaron a cabo muchas reuniones para tratar la
difícil situación de los intelectuales. A estas juntas asistieron algunos jóvenes destacados
como: Howard Selsam, ahora jefe de la Escuela de Ciencia Social; Margaret Schlauch,
actual profesora en la Universidad de Cracovia; su hermana menor Helen Infels,
(colaboradora de Albert Einstein) quien impartía clases en Polonia. Sidney Hook estuvo
un periodo muy corto. Juntos planearon conformar la Asociación Americana de
Profesores Universitarios para luchar por las cuestiones primordiales de los maestros y
del personal de los institutos.
Por alguna razón desconocida, esta organización vivió poco. Para sustituirla, Margaret
Schauch convocó a los que permanecieron y propuso un nuevo tipo de organización. En
aquel entonces no me di cuenta de cómo se movían las ruedas, pero sentí que algo nuevo
entraba en escena. Gente extraña fue llegando a las pequeñas reuniones en casa de
Margaret y el resto éramos todos profesores y empleados escolares, las nuevas figuras
nada tenían que ver con los colegios. Comenzaron a introducirnos en la lucha contra el
fascismo.
A una de las reuniones asistió una mujer demacrada que habló sobre un movimiento
clandestino antifascista. Habló con aire de autoridad. Era de esa clase de personas que yo
había conocido en las juntas de trabajo. Habló de quien ella llamaba su marido, de
nombre Engfahl, quien se encontraba por entonces haciendo propaganda en Scottsboro
Case y al igual que ella (como supe después) era agente del movimiento comunista
Internacional.
Harriet me eligió desde el principio y ante su invitación prometí visitarla en su casa.
Cuando se levantó para retirarse, no pude evitar ver su abrigo raído y su sombrero sin
forma, lo que me atrajo de ella sin duda fue su evidente sentido de entrega y dedicación.
Ella era el modelo ascético de nuestro tiempo, un tipo de persona que prevalecía dentro
del Partido Comunista. Vivía en un pequeño apartamento remodelado en el lado Este.
Para llegar a él debíamos subir cuatro niveles de empinados escalones. El cuarto tenía una
atmósfera de clausura; en los estantes de la librería me di cuenta de las obras completas
de Lenin, Karl Marx, Stalin, Historia del Movimiento Obrero de Bimba y otros libros sobre
sociología y trabajo social. No había nada trivial ahí. Tampoco encontré poesía. En una de
las paredes estaba colgado un gran retrato de Lenin, enmarcado con las banderas rojas
del martillo y la hoz.
Harriet se encontraba enferma la noche que la visité. Vestía una vieja bata de baño y
hablaba desde su sillón con intensidad sobre los planes para cambiar el mundo. Me
impresionó el hecho que no se preocupara por su propia pobreza sino por trabajar por
las personas de todo el mundo.
De pronto, sentí que mis esfuerzos para que se incrementaran los salarios de unos cuantos
colegas eran insignificantes. Me hacía sentir avergonzada por tener un buen empleo y un
apartamento confortable. Todo aquello me movió para que le entregara el dinero que
traía conmigo.
Harriet sugirió que el grupo que se reunía en casa de Margaret debía organizar un comité
de literatura antifascista con el propósito de hacer investigaciones, escribir panfletos y
recaudar fondos.
Me dijo francamente que era comunista. “No temo a las etiquetas” añadió. “Con gusto
me uniría al mismísimo demonio para luchar contra el fascismo.”
Cuando le pregunté cómo se hacía llegar el dinero para contribuir a la causa antifascista,
me respondió que a través del Partido y de sus contactos”.
Quizá en mi rostro se mostró la sorpresa o incredulidad cuando de pronto me preguntó
si me gustaría conocer a Earl Browder. A lo que respondí con una afirmación. Así que
acordamos la cita para la siguiente semana en los cuarteles generales comunistas de la
Calle Doce.
Harriet y yo fuimos conducidas al noveno piso en un ascensor que más que de pasajeros
era de carga. Todo el edificio estaba en mal estado y tuve la misma sensación que cuando
vi la vivienda y ropa de Harriet: la monotonía. Sin duda es del pueblo y para el pueblo,
pensé.
Earl Browder no lucía como lo había imaginado, como se esperaba de un líder del Partido
Comunista. Tenía una cara tranquila, reflexiva, el cabello gris abultado, justo como
cualquier profesor de una pequeña universidad del Medio Oeste.
Hablamos de varias cosas—de nuestro comité antifascista, de las tácticas para luchar
contra la tiranía, de la necesidad de entablar aliados con todas las naciones opuestas al
fascismo. Fue una charla placentera y amistosa. Cuando terminamos, Earl Browder nos
acompañó hasta el elevador y nos despidió con una cálida sonrisa.
Sabíamos que había comunistas entre nosotros en el Comité de Literatura Antifascista,
pero se decidió no utilizar una pantalla de partidismo, tal vez para protegernos al resto.
En el Comité se redactaron varios folletos, pero lo más importante era la recaudación de
miles de dólares para propagar y difundir la causa.
Poco a poco, los maestros que iban llegando aumentaron su interés en las reuniones y se
acordó una mayor dedicación. Era un llamado a la acción por los inocentes—hoy en día
no tengo claro quiénes entre ellos eran inocentes.
A veces, cuando nos ganaba la emoción, o cuando nos asaltaba la duda, Margaret
levantaba su voz fresca, tan formal y tan correcta como su formación en D.A.R. (Nota del
editor Daughters of the American Revolution, Hijas de la Revolución Americana, un
movimiento feminista de finales del siglo XIX). Con su tono educado y con una simple
precisión, ella resolvía cualquier duda y nos tranquilizaba.
Para poder llevar a cabo la encomienda del Comité de Literatura Antifascista me
embarqué en una campaña de recaudación de fondos supervisada por Harriet Silverman.
En mi casa se organizaron reuniones sociales en las que repartíamos refrescos y
propaganda a cambio de dinero. A estos encuentros, llegaba vestida sofisticadamente al
más puro estilo comunista. Entre nuestros invitados se encontraban médicos, abogados,
hombres de negocios, no podían faltar algunos funcionarios del Partido, que al igual que
Harriet traían las ropas raídas y tenían ese aire ascético, de dedicación que nos hacía sentir
a la pequeña burguesía lo mucho que daban por los demás. También nos visitaban
hombres y mujeres del mundo del arte—músicos, cantantes bailarines, gente de clubes
nocturnos y el teatro—para darle un toque de glamour.
Mezclado con estos elementos burgueses había otro grupo de comunistas que le
daba una clase diferente de glamour a las asambleas. Eran los verdaderos
proletarios—pintores, plomeros, carteros, oficinistas, estibadores y marineros. Los
profesores jóvenes eran los patrocinadores de estas reuniones y eran quienes daban
realmente vida y fuerza. Este roce de codos entre los doctores y los ayudantes de
plomería nivelaba las diferencias. Las bases antiguas en las que se había desarrollado
la sociedad eran malas, el presente corrupto y el futuro sólo valdría la pena si se
volviese colectivo.
Por todo el país se estaban fundando consejos de desempleados. En Nueva York, la
Liga de exmilitares, que había organizado una gran marcha en Washington, era
especialmente activa. Trabajé con este grupo en un programa para mejorar los
beneficios de la seguridad social y allí conocí personajes muy interesantes.
Quizá el que mejor representó a estos elementos de aquella época comunista fue el
pintoresco Paddy Whalen. Era un irlandés bajito y penetrantes ojos negros, a quien
llamaban el alcalde de Hooversville, por el pueblo de las planicies de Jersey. Bebía
mucho y comía poco. Muy a su manera se dedicaba al movimiento obrero. (Nota del
editor: Industrial Workers of the World —Trabajadores Industriales del Mundo—
(IWW o los Wobblies) es un sindicato seguidor de la teoría sindicalista
revolucionaria (democracia laboral y autogestión obrera), que tiene su origen en
Estados Unidos) que en apariencia era contrario a los intereses comunistas.
Pero a principios de los años treinta, todo aquel que perteneciera a los movimientos
heterodoxos o que hubiera perdido lazos con la sociedad, como anarquistas,
socialistas, librepensadores, muckrakers (periodistas organizados quienes
denunciaban la corrupción) fueron integrados en el movimiento comunista.
Sin un proyecto propio, la inercia los llevó a una bien integrada y financiada
asociación que se legalizó al mismo tiempo que el reconocimiento de la Unión
Soviética.
Paddy Whalen provenía del Medio Oeste. Alguna vez fue católico y argumentaba,
con la ayuda de sacerdotes progresistas, que se debía ayudar a las personas de todos
los credos. Como alcalde de los pepenadores, portaba con gran dignidad una capa
que le llegaba a los tobillos. La prensa acudió a sus oficinas y se le hizo ver como
Robin Hood y su banda y no como un montón de fracasados rebeldes.
En el proceso de preparar al país para la revolución, el Partido Comunista enrolaba a
las masas. Buscaba enlistar a la gente marginada, aquellos que tuvieran poco que
perder y que fueran los primeros encabezar las revueltas organizadas. Mas, para
Paddy, la libertad tenía un gran significado y estaba dispuesto a defenderla a golpes.
Dudo que haya servido por mucho tiempo al comunismo en su plan para esclavizar
al mundo.
Una vez escuché lo que dijo un líder del partido sobre él: “Es un excelente camarada
para iniciar la revolución, pero después del triunfo lo tendremos que matar (aniquilar)
porque él inmediatamente procedería a deshacerla”. No tuvieron que matarlo,
alguna otra fuerza lo hizo. Cuando inició la Segunda Guerra Mundial, Paddy no buscó
“la inmunidad de la unión”; se enroló mucho antes que los barcos cargueros o los
convoys tuviesen armas defensivas antiaéreas. Su barco se hundió y Paddy con él. ¡Lo
que se habría reído de ver al Gobierno ante la insistencia de su sindicato y de la
prensa comunista, nombrar aquel buque “libertad” después de su muerte! Así el
Partido aprovechó su memoria para atrapar a otros.
Fueron muchos, además de Paddy, los que cayeron en las garras del Partido ya fuera
por necesidad o voluntariamente. Los sindicatos o asociaciones de desempleados, los
antifascistas, los migrantes y las minorías raciales o religiosas fueron seducidos.
Incluso hoy día, puedo entender el atractivo que tiene sobre el proletariado. Fue
como una gran familia que los acogiera gustosamente.
No dejaba de maravillarme los sacrificios de los miembros de este Partido Comunista.
En mis clases en Hunter, los jóvenes de las ligas Comunistas iban con el estómago
vacío a comprar papel y tinta para imprimir los proyectos de propaganda. Sus rostros
demacrados rompían mi corazón. Con frecuencia se salían de clase, participaban a
medias, sacrificaban sus estudios en aras del cumplimiento de las tareas asignadas,
era penoso ver esto. Vi también muchachas explotadas por despiadados agentes del
partido. Se les consideraba como seres remplazables, podían prescindir de ellos y
colocar en su lugar a cualquier otro joven con los ojos vendados dispuesto al
sacrificio.
En especial recuerdo a una muchacha irlandesa “católica”, líder de una organización
de desempleados y agitadora de masas. Helen Lynch era tuberculosa, trabajó para
Partido hasta el día de su muerte. Los comunistas la aclamaron como mártir.
La camaradería debía ser algo que se trasmitiese y para ello, se requerían organismos
como las Rentas del Partido donde se reunían los fondos para pagar el alquiler
algunos camaradas. Este tipo de ayuda personal le quitó aridez al adoctrinamiento y
a las órdenes de los “funcionarios”, como se les llamó a los burócratas, la estructura
administrativa que se establecería cuando pasara la Revolución.
Yo seguía trabajando en el Hunter para mejorar las condiciones económicas de los
profesores del Instituto. Enseguida fui invitada a participar en las reuniones de la
Quinta Avenida donde conocí a los ejecutivos de alto nivel de la llamada Asociación
de Profesores del Aula de Clases. Ostensiblemente esta asociación era la base del
movimiento magisterial. El propósito era enseñarles las técnicas para la conducción
de las masas y estaban organizados en las bases de la filosofía de lucha de clases.
Constituían un grupo altamente disciplinado y secretamente estaban vinculados con
la Unión de Cámaras de Comercio dirigida por William Z. Foster.
La Asociación de Profesores del Aula de Clases tenía dos objetivos: convertir a un
número considerable de profesores al enfoque revolucionario de solución de
problemas y reclutar todos los miembros posibles en el Partido Comunista. Algunos
de estos profesores eran miembros del Sindicato Local número 5 de la Federación
Americana de Maestros quienes formaron al interior una célula minoritaria que se
opusiera al comunismo ante los líderes no comunistas que eran mayoría.
Como todos los sindicatos rojos de principios de los años treinta, la Asociación de
Profesores del Aula de Clases ayudaba a publicitar los problemas cotidianos del
momento. En la ciudad había muchos profesores sin empleo y un gran número de
maestros interinos fueron contratados por la Junta de Educación otorgándoles un
bajo salario, además de renovar cada año el convenio. La organización roja
capitalizaba todas estas cuestiones, mientras que las organizaciones conservadoras
eran demasiado ineficientes para tomar cartas en el asunto
Los Profesores del Aula de Clases enviaron delegaciones masivas a la Junta de
Educación. Dirigieron ataques contra los oficiales de la ciudad burlándose del
entonces— respetable sindicato magisterial presidido por Lefkowitz y Linville.
Maestros como Celia Lewis, Clara Richer, y Max Diamond emergieron como los
líderes de la minoría roja dentro de la A.F. L. Al organizar a los profesores
desempleados y luchar por incluirlos en el Sindicato quedó de manifiesto que desde
mucho tiempo antes el Sindicato Magisterial era controlado por los rojos.
No me convertí en comunista de la noche a la mañana. Requirió algo de tiempo.
Había sido condicionada por mi educación y asociación para aceptar la filosofía
materialista. Ahora tenía nuevas razones para aceptarla. Estaba agradecida con la
Asociación de instructores por el apoyo comunista en los conflictos. Admiraba el
desinterés de muchos miembros del Partido. Me introdujeron en su círculo fraternal
y me hicieron sentir en casa. No estaba interesada en ningún objetivo a largo plazo,
pero acepté la ayuda en cuestiones inmediatas y los admiraba por su valentía. Más
que nada respetaba la manera en que luchaban por la clase olvidada de la ciudad.
Así que cuando me hablaron sobre la “dictadura del proletariado” o de sus
implicaciones, no puse ninguna objeción.
Como era de esperarse algunos de mis amigos no estaban conformes con el nuevo
curso que estaba tomando mi vida. Un día, mientras Ruth Goldstein y yo
caminábamos por la Calle Sesenta y ocho, dijo con disgusto:
“Bella, te estás involucrando demasiado, podrías resultar lastimada. ¡Mejor, espera y
observa!”.
Me reí de ella. “Oh Ruth, te preocupas demasiado por el estancamiento y los
ascensos. Hay otras cosas en la vida”
Entonces preguntó: “¿De qué trata ese sistema unipartidista, qué es lo que busca?
“Bueno, de hecho, como sabes, actualmente el sistema en Estados Unidos es
unipartidista”. Repliqué. “Recuerda lo que decía aquel profesor de Harvard sobre que
dos partidos políticos son como dos botellas vacías con etiquetas distintas”
Ruth continuó argumentando y finalmente dije: “Oh, Ruth, a mí solamente me
importa el presente. Lo que diga el Partido Comunista sobre el futuro no me
interesa. La cordura del pueblo americano se impondrá. Sin embargo, esta gente es
la única que hace algo por cambiar las actuales condiciones. Es por eso que estoy con
ellos, y concluí cruelmente: Y con ellos me quedaré”.
Claro está que no era la única estadounidense que pensaba que se podía quedar uno
con lo bueno del comunismo y luego desechar sus objetivos. Era una idea por demás
ingenua, y muchos de nosotros ingenuos éramos. Me llevó mucho tiempo descubrir
que una vez que te unes a sus filas no es fácil regresar. Aprendí con los años que si
alguno de nosotros gracias al cansancio desfallecía, nadie se detendría a levantarlo.
Simple y llanamente pasarían sobre él.
La situación más penosa que vi en el Partido fue el ansia de cientos de jóvenes por
ser utilizados. El Partido utilizaba esta masa anónima para sus propósitos inmediatos.
Estos jóvenes se consumieron antes de alcanzar la madurez. También observé con
tristeza que el suministro de seres humanos dispuestos a ir al matadero era
inagotable. Gran parte de la fuerza de Partido se debía a la crueldad con la que
trataba a estas personas.
En varias ocasiones se me instó a acercarme al Partido como miembro regular.
Cuando acepté hacerlo, me sorprendió que Harriet Silverman fuera la primera en
ponerme un alto. Como era yo su contacto, me dijo que debía tomar una postura “de
centro”, así que decidí no participar. Mi consternación se debió a lo que vi en las
reuniones secretas. Harriet me había dado literatura marxista e instrucciones, a pesar
de no ser reconocida como comunista.
Nunca me permití actuar con doble jugada o a medias. Me parecía que si me unía al
Partido debía hacerlo ser con todo. Sin embargo acaté a regañadientes la disciplina.
Y como ya estaba enterada de cómo se estaba dando la lucha del movimiento en los
Estados Unidos, el Partido pensó en mí como representante de los trabajadores
quienes de otra manera (sin nuestra ayuda) serían oprimidos por tiranos ricos y
poderosos.
Por entonces, no sabía que los ricos eran quienes usaban al movimiento comunista
para que los obreros hicieran su voluntad. Por lo tanto, con gustó adopté el cliché de
ocultar si fuese necesario, la brutalidad y el salvajismo con que los enemigos trataban
a las clases trabajadoras. Pronto aprendí que quienes daban la cara, los que aparecían
en público, no eran comunistas importantes.
Harriet me consolaba sobre mi estatus en el Partido diciéndome que debía
salvaguardar los verdaderos objetivos y no exponerme. Así que por lo pronto estaba
orgullosa de no trabajar al grupo ideológico, sino de pertenecer a una potencia bien
organizada en el secretismo. Harriet me consiguió literatura, se llevó las
contribuciones financieras que yo había recolectado y me dio órdenes.
Cierto día, me reencontré con Christopher McGrath, uno de mis vecinos y a quien
recordaba de niño por haberme jalado el cabello, ahora era el alcalde sustituto por
el Condado del Bronx. Tuve la oportunidad de acordar una reunión con él cuando era
el secretario de la Asamblea del Comité de Educación.
Charlamos de los viejos tiempos y le pedí apoyo para nuestros profesores. El aceptó
ayudar. Por supuesto nada sabía de mi simpatía por el comunismo. Al día siguiente
elaboramos un proyecto de ley para apoyar a los profesores universitarios. Prometió
introducirlo por la noche del siguiente lunes.
Me sorprendió la velocidad del trámite, pero más me sorprendió el impacto que tuvo
esta iniciativa en todo el campus del Hunter. Rápidamente el presidente Colligan me
llamó a su oficina y entendí que nuestra propuesta había sido aceptada por todos
menos por el presidente. Redactamos de nuevo el documento hasta que el
presidente Colligan estuvo satisfecho, este incluía no solo a los profesores,
instructores sino también al personal administrativo. Lo más interesante fue es la
manera como se me veía en el campus.
Los maestros ya no serían removidos de sus cargos gracias al proceso legislativo y
como tenían pocos conocimientos en materia legal, lo veían como una especie de
conjuro mágico.
La lucha por aprobar esta iniciativa dio nuevos bríos a las organizaciones de
profesores universitarios en toda la ciudad. En mi casa se daban cita los
representantes comunistas de los tres colegios de la ciudad para atender sesiones
tormentosas. Discutíamos hasta bien entrada la noche hasta que los acuerdos se
completaban.
Esto de discutir los asuntos con personas quisquillosas y perfeccionistas era de lo más
común en la vida comunista. Los reportes y las resoluciones eran preparados siempre
por un grupo, y los compañeros peleaban porque cada palabra correspondiera con
exactitud a lo que se quisiera imponer en la política.
El resultado de los esfuerzos combinados, la aceptación del proyecto y la unión de
las asociaciones magisteriales se celebró como una victoria con una cena en el Hotel
de la Quinta Avenida. El proyecto había sido firmado por el gobernador Lehman.
Ahora me veía como una legisladora experta. Mi éxito me catapultaba a una nueva
posición, como representante legislativa del Sindicato Local de Maestros Número 5.
Y como oficial de la Unión de Sindicatos de la educación era más importante para el
Partido
CAPÍTULO SIETE
En la primavera de 1936 me dieron licencia para ausentarse seis meses de la universidad
para fungir como representante legislativo en el Sindicato de Maestros. Gran parte de ese
tiempo lo pasé en Albany, Washington, y en el City Hall de Nueva York. Tuve éxito al ser
aprobadas dos de mis propuestas en el Sindicato y ellos se dieron por satisfechos con mi
trabajo.
Ahora representaba al grupo en crecimiento que presionaba el sector educativo. Con
los comunistas de control, el Sindicato de Maestros de Nueva York amplió sus listas de
miembros mediante la integración de maestros desempleados, los maestros sustitutos, y
los profesores de WPA. Estos hicieron un gran bloque de presión política. Agregamos más
fuerza al incluir a la sección comunista de la PTA y otras organizaciones estudiantiles.
Mi actividad en la política se incrementó en gran medida al apoyar a estas campañas.
Organicé un bloque igual que como lo hacía la asamblea de distrito, con un capitán que
perteneciera al sindicato, es decir, un maestro por cada distrito. Cuando una propuesta
de ley estaba pendiente, llamaba a mis propios capitanes para que presionaran a
representantes recalcitrantes.
El Partido Comunista se mostró satisfecho con este sistema, y posteriormente lo adaptó
a otras instituciones importantes como el Partido Americano del Trabajo, que controlaba.
Muchos de los profesores participaron por primera vez en la política práctica gracias a los
clubes de distrito del magisterio.
Entonces me nombraron delegada de Operaciones Centrales del sindicato de maestros
por la A. F. de L. y por Consejo Laboral de Nueva York. La primera vez que estuve en la
Sala Beethoven de la calle Quinta Este, Joseph Ryan presidió la asamblea y George Meany
fue representante legislativo.
Me sentía muy orgullosa con el nombramiento, pues era joven e idealista y con ganas de
servir a los obreros. Me había convertido en un miembro "fracción" del Partido Comunista
de la AFL y esto significaba que me reuniría con regularidad con los miembros y líderes
del Partido Comunista de la AFL para presionar a la AFL para cambiar sus políticas hacia
la línea comunista.
El partido mantuvo la fracción activa en los grupos de trabajo, incluyendo el de la A. F. L.
En 1934 los sindicatos rojos bajo el título de la TUUL (Trade Union Unity League- Liga de
Comercio para la unión de Sindicatos), que era dirigida por William Z. Foster, y había
recibido la orden de desaparecerla por parte de la Internacional Comunista. El núcleo
radical de obreros formados por Foster, volcó sus energías a los sindicatos de la AFL
(American Federation of Labor- Federación Americana Obrera). Gracias al apoyo recibido
por los militantes a favor de la legislación para los desempleados pronto atrajeron nuevos
seguidores.
Esta lucha por una misma causa permitió al Partido construir lazos emocionales y
organizativos con los trabajadores que pertenecían a muchos sindicatos.
A través del Partido, en 1936 conocí los comités de marineros en paro que, bajo la
dirección del Partido Comunista, se habían unido en la lucha.Desde los propietarios de
las embarcaciones hasta los líderes corruptos de la antigua ISU (International Seamen’s
Union), filial de la AFL – contra la vieja dirección de la ISU. Estos insurgentes fueron
dirigidos por Joseph Curran y Blackie Myers, quienes inmediatamente comenzaron una
huelga no autorizada por el sindicato en contra de los propietarios de buques. Con el fin
de ganar el apoyo de los sindicatos solicitaron ayuda a las Cámaras de Comercio y a la
Central del Trabajo. Querían presentar sus quejas ante los delegados de la central de
trabajadores de la ciudad.
El Partido Comunista me convocó para que presentara ante la Cámara de Comercio las
demandas de los marineros en huelga que pedían reorganizarse con el modelo
democrático. Estuve de acuerdo en cooperar a pesar de no entender por completo las
implicaciones. Me entreviste con Joseph Curran y algunos marineros del comité marítimo
fuera del Beethoven Hall. Me dieron la lista de peticiones y me informaron lo que debía
hacer.
La sala estaba repleta y la dirección esperaba problemas. Cuando la agenda de la reunión
había sido cubierta, pedí la palabra a Joe Ryan. Para desarmar a la oposición hablé
primero sobre la democracia en los sindicatos y luego anuncié sin aliento:
"Por la presente expongo la petición de los marineros en huelga. En aras de la democracia
sindical tienen derecho a una audiencia".
Se desató el pandemonio. El presidente golpeó su mazo una y otra vez, con tal fuerza que
finalmente salió volando de sus manos. Esa noche me acompañaron a casa un grupo de
delegados comunistas que temían fuera agredida físicamente. Pero la prensa tenía la
historia de las demandas de los marineros y la publicó. Habíamos cumplido nuestra
misión.
Aquella noche aprendí una gran lección: Los actos audaces con la apariencia de
moralidad, tienen un impacto tremendo para la fundación de un movimiento,
independientemente de si gana o no. Este es un hecho que los comunistas bien saben
usar.
Por supuesto, que se me dificultaba representar a los maestros al involucrarme en
asuntos que no concernían a mi sindicato, pero había aprendido que servir al Partido
Comunista era el primer requisito para continuar al frente.
De mis mentores comunistas recibí muchas lecciones. Aprendí que Lenin despreciaba los
intereses de los sindicatos a no ser por el desarrollo económico de los propios
trabajadores, porque él sostenía que la liberación de la clase trabajadora no se obtendría
con las reformas.
También aprendí que los sindicatos que seguían la política reformista eran culpables del
crimen marxista que llamaban “economismo”. Aprendí que las cámaras de comercio son
útiles en la medida en que se puedan utilizar políticamente para ganar la aceptación del
trabajador a partir de la teoría de la lucha de clases, y con ello convencerlos que la única
esperanza de mejorar sus condiciones era a través de la revolución.
Una y otra vez escuché a Jack Stachel, a Foster y a los líderes obreros de menor rango
decir que los trabajadores necesitan ser “politizados” y “proletarizados”. Decían que el
obrero americano no estaba consciente de su rol como clase trabajadora porque vivía
cómodamente. Por esto, fui testigo de que se convocara a huelgas interminables o que
se prolongaran demasiado. Al principio no comprendí el lema que proclamaban estos
hombres: “Cada derrota es una victoria”. La pérdida del empleo, o del salario, incluso de
la vida no era tan importante como hacer que el trabajador aceptara la lucha de clases.
Aquel año me eligieron delegada en la Convención de Siracusa de la Federación Estatal
del Trabajo. Los comunistas y algunos sindicatos liberales decidieron aprobar una
resolución para la formación del Partido del trabajo. Asistí a la reunión del Partido
Comunista en Nueva York para la preparación de esta convención. Revisamos los
objetivos y las resoluciones y se nombraron delegados
El Partido Comunista introdujo sus fracciones entre los grupos no comunistas. Éstos se
habían organizado, preparado los trabajos a detalle, entrenado, pero antes que pudieran
pensarlo, los comunistas habían tomado la ventaja. En cada convención los bloques
trabajaron organizados. En otros bloques, los comunistas tenían “durmientes” asignados
para proteger los intereses del Partido. Estos “durmientes” eran miembros activos de los
bloques no comunistas cuyo propósito era paralizar y destruir el poder de la oposición.
Aquel año, el bloque "progresista" en la convención de la Federación Estatal decidió
postularme para obtener una posición en la Federación Estatal del Trabajo. Ahora me
parece ridículo que un recién llegado al movimiento obrero fuera impulsado contra la
maquinaria establecida. Pero esto, era también, una táctica comunista. Ya que los
comunistas no vacilan en promover a desconocidos con tal que sean líderes natos. Por lo
tanto, el miembro más inexperto o el mal preparado, será guiado por el Partido. Cuanto
más débil sea, más fácil será llevar a cabo las aspiraciones del Partido. De repente y de
forma dramática el Partido Comunista convierte al “don nadie” en “alguien”. Si las
circunstancias cambian, de nuevo y con la misma rapidez el alguien será don nadie.
Para 1936 las principales fuerzas en Washington habían puesto en marcha los planes para
lanzar al Partido Americano Obrero, presumiblemente como método para consolidar el
voto obrero en Nueva York por el presidente Roosevelt. Los comunistas habían prometido
total apoyo. Por supuesto, nadie en su sano juicio esperaba que la A. F. L. se moviera como
bloque en el partido obrero independiente. El propósito era radicalizar a los trabajadores
de Nueva York y paralizar a los dos grandes partidos. Vi como la convención de la
Federación Estatal luchaba desde abajo por era poner en marcha el Partido del trabajo y
por "politizar" los sindicatos obreros atándolos al partido, de igual manera que el Partido
Laborista Británico.
Mi candidatura para el cargo en la agitada L. A. F. me dio la oportunidad de hacer una
súplica apasionada para la acción política independiente por parte de la organización de
trabajadores. Aunque fue bien recibida me derrotaron en las votaciones, cosa que el
Partido esperaba.
No importaba que hubiera dirigido la actividad desde el hotel al centro de convenciones,
mi temor crecía porque mi actuación podría haber creado represalias en contra del
sindicato de maestros. El nuestro, era una organización sin un control de trabajos y
nuestras actividades estaban limitadas a mejorar los salarios y las condiciones generales
de los maestros ante los organismos legislativos, tanto municipales como estatales.
Necesitábamos del apoyo de los grandes sindicatos obreros para concluir nuestro
proyecto.
Para 1936 las filas de la Federación Americana Obrera en Nueva York se habían
adelgazado considerablemente. El Partido no quería exponer a los camaradas con buenos
puestos en los organismos de la Federación, reservándose los puestos clave para las
estrategias a largo plazo. Debo añadir, que había comunistas ocupando altos puestos en
los sindicatos que se negaban a dejarlos, incluso aunque se los ordenara el partido. Ellos
argumentaban que era más importante conservar las posiciones conquistadas que ser
utilizados para fingir oposición. Estas prácticas eran muy comunes tanto en el Sindicato
de Maestros, como en la Federación de obreros, lo que traía consigo represalias por parte
de los líderes. Por ello se volvieron reacios a dar asistencia al Sindicato Magisterial.
Descubrí entonces que se avecinaban tiempos difíciles.
El Dr. Lefkowitz, había representado al Sindicato por muchos años, fue muy triste para él
que una neófita lo sustituyera, solo porque el partido la promovía. Supuse que para mi
llegada anunciaría a todos que yo era un comunista, advirtiendo a los legisladores para
que se aliaran en mi contra. Me dirigí a la oficina legislativa de la A.F. L. ubicada en la calle
Hawk Sur para hablar con el señor Hanley, pero el Dr. Lefkowitz se me había adelantado.
Hanley me recibió a penas cortésmente. Yo me seguí preguntando por qué había tanta
aspereza cuando se trataba del control de una organización relativamente pequeña. El
total de sus miembros para 1938 no sobrepasaba los tres mil.
Con el tiempo aprendí, que los que intentan influir en la opinión pública ponen el mismo
empeño sin importar si la organización es pequeña o grande, y que es mucho más fácil
controlar una de menor tamaño.
Abrí la brecha para dirigir la junta del Comité de Organizaciones Magisteriales
(Committee of Teachers Organizations), la asociación conservadora de maestros de la
ciudad de Nueva York. Tal vez A. Healey conocía bien las escuelas de Nueva York y su
escenario político. Ella estaba dotada de astucia diplomática. Cuando fui a visitarla me
habló claramente sobre el sindicato de maestros, pero dijo que no creía en la unión de
los profesores. Fue penoso saber que estaba en mi contra ya que ella no era parte de la
A.F. L. mas, tenía excelentes contactos en la ciudad y en todo el Estado.
Debido a que el Sindicato de Maestros en América fue básicamente pro-socialista y
apoyaba un sistema educativo basado en el nuevo sistema colectivista económico que
debía enseñarse a los niños, no recibimos el apoyo que esperábamos de la A. F. L. En
aquellos días esto era demasiado moderno.
A pesar de estar en desventaja por el episodio en Albany, no me desanimé. Tenía un
"buen" programa legislativo y los camaradas me aseguraron que no me pasarían factura
y continuarían patrocinándome. Su verdadero propósito era tener el programa popular y
utilizarlo como un medio para la contratación de más maestros por el sindicato.
Me puse a trabajar con entusiasmo. Cultivé amistades con los asambleístas y senadores.
Estudié sus distritos y conocí los problemas que enfrentan en las elecciones. Sostuve
reuniones con los votantes en sus distritos. Hice muchos amigos entre los legisladores.
En el otoño de ese año volví a mis clases en el Hunter. En la primavera pedí otra licencia
para ausentarme, pero esta vez tuve que recurrir al alcalde Fiorello La Guardia para que
intercediera por mí ante la Junta de Síndicos para obtenerlo. El alcalde era un amigo mío
y en aquel momento me pudo ayudar.
En el desfile del Primero de Mayo de 1936 más de quinientos maestros marcharon con
los comunistas. Entre ellos iban muchos profesores universitarios. Yo había sido
seleccionada para dirigir el contingente magisterial. Me sentí emocionada al marchar con
las organizaciones de obreros Era para mí un gesto de desafío contra la ambición y la
corrupción. Con esto también reafirmaba mi convicción de poder mejorar el mundo como
nunca antes se había visto.
Atrás había quedado el dolor de los primeros años de la década de los treinta, los de
haber visto los rostros pálidos, las caras largas desencajadas de los que hacían largas filas
delante de las puertas del Banco de Ahorros Bowery. Atrás quedó también la vergüenza
que sentí cuando vi a los hombres de buena crianza recoger furtivamente las colillas de
calles de la ciudad o cuando vi filas esperando por un poco de sopa a las puertas de la
misión de caridad.
En 1936 la gente tenía un poco más de dinero que en los trágicos años de 1932 a 1934.
En general, las cosas para Estados Unidos habían cambiado tremendamente. Millones de
personas que anteriormente pertenecían a la clase media escalaron, habían sido
contratados por la WPA (Works Progress Administration) o se habían fusionado con los
camaradas. Para estas personas el Partido Comunista fue su tabla de salvación, les dio
apoyo psicológico. Salvó su orgullo al culpar al sistema económico de sus problemas: les
dio algo que odiar, a la vez que daba salida a ese odio mediante la rebeldía.
Muchos de estos nuevos proletarios marcharon ese día de mayo por la Octava Avenida,
cantando mientras recorrían calles de los barrios marginales: "¡Arriba, parias de la Tierra!
¡En pie, famélica legión!, terminando con la promesa: "Los nada de hoy todo han de ser."
Estos hombres y mujeres los unía el sentimiento de pérdida y el miedo a un futuro incierto.
Cuando terminó el desfile, los profesores universitarios llenos de alegría por haber
compartido con sus camaradas proletarios nos reunimos en un bar a beber cerveza y a
cantar una y otra vez himnos obreros. Nos sentíamos parte de algo nuevo, algo
revitalizador.
Aquella noche fuimos de bar en bar. Por la madrugada estuvimos en la intimidad de un
club nocturno financiado por el Partido Comunista y donde los miembros de éste
difícilmente se hubieran congregado. Estábamos agotados y solo queríamos disfrutar de
las variedades del club.
Cuando los dueños del club se hubieron retirado, nosotros continuamos divirtiéndonos.
Nos habíamos mezclado intelectuales, obreros, profesores, etc., los hombres y mujeres de
clase media habían empezado a identificarse con el proletariado. Solo esta emoción pudo
haber reunido a los trabajadores con chiflados, psicópatas e inadaptados sociales.
A principios de 1936 el Partido realizó un prodigioso apoyo a la guerra civil española, y
esto continuó hasta 1939. Tal vez ninguna otra actividad despertó mayor devoción entre
los intelectuales norteamericanos.
Desde 1932, el Partido Comunista se había proclamado el principal opositor del fascismo.
Había utilizado el atractivo emocional del antifascismo para llevar a muchas personas a la
aceptación del comunismo, pretendían hacer creer que el comunismo y el fascismo eran
las únicas alternativas. Los recursos para la propaganda eran casi ilimitados, utilizaron un
fin de palabras, imágenes y dibujos animados. Se jugó con las sensibilidades intelectuales,
los sentimientos humanitarios, raciales, religiosos, a tal grado de manipulación que en los
Estados Unidos era casi imposible usar la palabra fascista, incluso cuando la gente
desconociera su significado.
Me maravilla que el movimiento comunista internacional fuera capaz de batir los
tambores contra Alemania sin haber traicionado al grupo interno que conocía bien:
algunas de las fuerzas que apoyaron a Hitler en sus inicios fueron las mismas que
impulsaron a Lenin y a su ejército revolucionario de Suiza a San Petersburgo para que
comenzara la revolución que terminaría en el estado totalitario soviético.
A pesar de la propaganda de odio hacia Alemania e Italia no existió indicio alguno de que
los representantes comunistas se reunieran tras bambalinas con los fascistas alemanes e
italianos para hacer negocios, no hay pruebas de quién les vendía armamento y petróleo.
No hay una sola prueba que los sinvergüenzas soviéticos se entrevistaban para rediseñar
el mapa europeo. Nadie dijo nada de estos hechos, hasta que un día, ante todo el mundo
se firmó el acuerdo del nuevo mapa de Europa, un contrato hecho por Molotov y Von
Ribbentrop.
Durante la Guerra Civil Española, el partido llamó a sus muchos miembros al campo de
las relaciones públicas, varios agentes se ganaban la vida escribiendo copias para las
empresas estadounidenses, para la venta de jabón, whisky y cigarrillos. Colaboraron
intensamente en el adiestramiento de los norteamericanos. Toda clase de personas se
unieron a la campaña de los republicanos: pacifistas, humanitarios, aventureros políticos,
artistas, actores, cantantes, maestros y predicadores. Todos ellos y otros dieron su mejor
esfuerzo en esta campaña.
En la guerra española el Partido Comunista tuvo la capacidad de utilizar algunos de los
mejores talentos del país en contra de la Iglesia Católica. Mediante la repetición de frases
dirigidas a los antiguos prejuicios, insinuando que la Iglesia era indiferente a los pobres y
que estaba en contra de aquellos que luchaban por su libertad.
Los publicistas comunistas tomaron palabra “Lealtad”, dándole un sentido agradable para
ellos, y a todo el que se opusiera a ellos le llamaban "Franco-fascista". Este fue un golpe
lingüístico que confundió a muchos hombres y mujeres. A los republicanos, en E.U. se les
conoció como “leales”. Continuamente en la violenta literatura comunista se agrupaba a
toda la jerarquía de la Iglesia en el lado de los "fascistas", con esta técnica, se trató de
destruir la Iglesia atacando sus sacerdotes. Esta, por supuesto no era una táctica nueva.
He visto utilizarla en nuestro país una y otra vez. Cuando los comunistas organizaron en
sindicatos a los trabajadores católicos, irlandeses, polacos e italianos, abrieron una
brecha entre los seglares y los sacerdotes, halagando los laicos y atacando a los
sacerdotes.
Para la campaña en España, los comunistas de Estados Unidos siguieron las directrices de
Moscú. Constituían la avanzada a distancia del reino soviético y estaban en coordinación
con la Internacional Comunista en todos los detalles. Cuando llegó la hora de integrar a
los americanos en el contingente de la Brigada Internacional, los agentes portuarios
comunistas del Sindicato de Marinos (de la Costa Este) los proveyeron de pasaportes
falsos con el fin de acelerar el proceso de embarque de esta armada secreta hacia un país
amigo.
Varios sindicatos invitaron a sus miembros a unirse a la Brigada Abraham Lincoln, que era
la división norteamericana de la Brigada Internacional. Los comunistas usaron el prestigio
del nombre de Lincoln y de otros patriotas con fines propagandísticos.
Yo misma me tragué las mentiras del partido sobre la Guerra Civil Española. Este fraude
fue poco difundido por los líderes americanos. Con el fin de confundir, de vez en cuando,
el partido, producía unos pocos sacerdotes pobres, se nos dijo que eran Leales y se les
promocionó como los “sacerdotes del pueblo” que por supuesto estaban contra los
sacerdotes fascistas. Viéndolo en retrospectiva es fácil comprender cómo tergiversaron
por completo el amor que el americano siente por la libertad y la justicia para ganar la
simpatía por el apoyo brindado a España de parte de los soviéticos.
A través de numerosos comités se recaudaron miles de dólares para la campaña
comunista en España. Pero la formidable campaña publicitaria no pudo haber sido
financiada por los congresos masivos y otro tipo de reuniones, aunque las sumas eran
considerables. Recuerdo una del Sindicato de Maestros, en la que participé como
conferencista, en ella se logró reunir más de doce mil dólares.
Con el paso del tiempo, fue evidente, al menos para mí, que la Unión Soviética utilizó
todo su poder para que la política estadounidense se adecuara a sus sinuosos planes, sin
dudar en utilizar el engaño para imponer el socialismo. En aquel momento no lo advertí,
después se unieron en mis recuerdos antes inconexos, las piezas de información de los
acontecimientos hasta que finalmente se conformaron para darme un ejemplo de
rompecabezas armado fue la historia del Erica Reed, una imagen con sentido.
Un buque de ayuda que llevaría alimentos, leche y medicina a Barcelona públicamente
fue cargado por el Comité de América del Norte para la España “leal” (republicana). En
realidad fue financiado por agentes soviéticos.
Originalmente el Erica Reed habría de zarpar de Nueva Orleans. Su tripulación era
anticomunista o neutral, además, en aquel momento los anticomunistas tenían el control
del Sindicato Marítimo Nacional del Golfo, y como esto no entraba en los planes de los
soviéticos y de los comunistas americanos, se decidió llevar al Erica Reed a Nueva York y
sustituir a la tripulación por hombres de confianza del Partido.
Un hombrecillo vestido con un traje arrugado estaba sentado en el lobby de un hotel de
Nueva York, le acompañaban varios comunistas del Sindicato Marítimo Nacional y Roy
Hudson, luego a una señal, el agente soviético entusiasmado sacó un enorme fajo de
billetes de cien dólares e insistió que equipo de confianza tripulara al Érica Reed: la vieja
tripulación debía ser retirada a la fuerza o incluso enviarla al hospital.
Tiempo después hablé con uno de los encargados de cambiar la tripulación. Se dio la
orden para que un comando lo abordara por la noche. Armados con tubos y cachiporras
comenzaron su trabajo. Algunos tripulantes sufrieron heridas en los brazos y piernas,
hubo algunas mandíbulas rotas también… el plan del hombrecillo soviético se había
cumplido al pie de la letra. Algunos tuvieron que ser hospitalizados. Además, una multitud
de jóvenes del mercado de pieles se congregó cerca del muelle del Lado Este, donde
estaba atracado el buque. Se les había dicho que había que luchar contra el fascismo.
Éstos esperaron a los que pudieron huir del ataque y pelearon con ellos sin saber que eran
sus compatriotas. No tenían idea que los habían engañado.
De la tripulación original sólo quedó el capitán, un escandinavo. El nuevo equipo estaba
conformado por miembros del sindicato marítimo de Nueva York, casi todos ellos
comunistas en busca de aventuras y de una rebelión violenta.
Cuando el Erica Reed estaba a punto de dejar el Sandy Hook, los inspectores de aduanas
se abalanzaron sobre el buque. Pero no encontraron armas ni municiones, y salieron de
la nave con un contrabando menor: una comunista rubia había decidido ir a España
escondida en la cabina del jefe de máquinas.
Cuando desde el Erica Reed se divisó Gibraltar, y a punto de alcanzar su destino, los barcos
de guerra de Franco le ordenaron que se detuviera. El capitán, preocupado por la
seguridad de su buque, se dispuso a hacerlo. Cuando dio la orden, un miembro de la
tripulación comunista puso en la cabeza del capitán una pistola y ordenó: "Diríjase a
Barcelona."
Los del buque de la armada española, reacios a apoderarse de una nave que enarbolaba
la bandera de Estados Unidos, regresó a la sede para obtener más instrucciones. El "buque
de socorro", llegó a Barcelona con sus suministros. De inmediato se le mandó ir a Odessa.
Y así fue cómo el Erica Reed, aparentemente fletado por el Comité de América del Norte
para ayudar a la España republicana, fue llevado a Odessa por su verdadero fletador, la
Unión Soviética. Los españoles fueron solo un pretexto, para los soviéticos eran
prescindibles.
Durante esos años, los miembros de nuestro sindicato organizaron fiestas para recaudar
dinero para la España republicana. Fueron invitados a ellas tanto maestros sindicalizados
como los no sindicalizados. Comunistas y no comunistas se codeaban y bebían cócteles
juntos. A los invitados se les humedecieron los ojos cuando se les habló de las bombas
lanzadas contra niños pequeños en Bilbao.
La Brigada Internacional gozó de buena fama entre muchos americanos. No se dieron
cuenta que el primer ejército internacional había nacido bajo el mando soviético; que a
pesar de que todas las subdivisiones nacionales tenían comisarios nacionales, las
primeras, ¡obedecían directamente a los comisarios soviéticos! Allí estaba la Brigada
Lincoln y la Brigada Garibaldi.
Había surgido en España un mundo dirigido militarmente por los comunistas. Allí estaba
un Thompson para los Estados Unidos, un Tito para Yugoslavia, un André Marty para
Francia, y allí estaban otros para actuar como los nuevos líderes de otros países.
Nosotros los maestros, fuimos reclutados como soldados para la Brigada Lincoln. Supe
que Sid Babsky, un maestro de quinto grado de la Escuela Pública Número 6 en el Bronx,
y quien había sido mi compañero en la escuela de derecho, fue de los primeros en irse.
Nunca volvió. Ralph J. Wardlaw, hijo de un ministro de Georgia, de repente dejó sus clases
en el City College para ir a España, y, sin llevar siquiera una maleta con su ropa
desapareció. Seis semanas más tarde recibimos la noticia de su muerte. Algunos de
nuestros maestros sustitutos se alistaron y fueron sacados del país, con o sin pasaportes,
por agentes soviéticos. Se les vio en París en cierto domicilio con dirección a la frontera.
Abraham Lincoln vive de nuevo.
Abraham Lincoln marcha otra vez.
Levanta hasta lo alto su mano grande
Empuñando con ella el arma
para libertar la España
Con su Batallón Lincoln tras él.
Y en otras ocasiones cantábamos "no pasaron"; y otras con los puños levantados
gritábamos la canción de la brigada internacional alemana: "Freiheit".
CAPÍTULO OCHO
De 1936 a 1938 me había involucrado en tantas actividades que tenía poco tiempo para
mi familia y los viejos amigos. Me dediqué cada vez más a mis nuevas amistades con las
que compartía un extraño sentimiento fanático de dedicación. Leía solamente literatura
del partido. Esto era necesario para mantener el liderazgo en una Unión donde muchos
de sus líderes habían sido formados y entrenados comunistas.
El Sindicato de Maestros fue creciendo rápidamente en número e influencia. El número
de profesores universitarios aumentó en tal grado que se preparó para ellos un local
independiente el 537 con oficina propia. Junto con el Local 453 de la WPA, nuestra
membresía creció hasta casi alcanzar los nueve mil y amplió el control de muchos vecinos
del norte del estado. En su apogeo la Unión se había jactado de contar con diez mil
miembros, y en ella el Partido Comunista tenía una fracción cercana al millar. Entre ellos
se encontraban los profesores y los hombres y las mujeres que habían participado en el
Sexto Congreso Mundial de la Internacional Comunista y que habían sido entrenados en
Moscú.
El presidente de la Unión, Charles J. Hendley, un profesor de Historia de la Preparatoria
George Washington no era comunista. Era un militante socialista y no se unió al Partido
Comunista hasta que se retiró del sistema escolar. Después fue socio del Daily Worker.
Sin embargo, estuvo muchas veces dispuesto a unirse a los comunistas en las muchas y
variadas campañas del Sindicato de Maestros y del movimiento obrero en general. Creció
al igual que muchos de los líderes del Partido Comunista de la Unión, tendía a reducir al
mínimo las diferencias políticas. Era un hombre solitario; la Unión y sus dirigentes
constituían su familia y su vida social.
El partido no dejaba nada al azar. Cuando en 1936 Lefkowitz y Linville abandonaron el
Sindicato de Maestros porque los comunistas ya se habían asegurado el control, el Partido
sugirió inmediatamente un candidato para dirigir la oficina, y Dorothy Wallas, una
descarada y agradable rubia, fue colocada allí para asegurar el control del partido,
especialmente para controlar al presidente .
El Sr. Hendley tenía su agenda de trabajo como maestro, saturada, a tiempo completo y
se le dificultaba llenar el papeleo administrativo, pero la eficiente señorita Wallas estaba
siempre a la mano. Creció su afición por a ella y poco a poco se apoyó cada vez más en
su juicio, sin saber, por supuesto, que ella era miembro del partido. Por su parte, la
señorita Wallas utilizó su posición de favorita para en el momento que creyó oportuno
adueñarse de la oficina, y como el señor Hendley estaba todo el día en la escuela ella
comenzó a tomar decisiones importantes.
Por mi parte, cuando no estaba en Albany, o fuera de la ciudad organizando algo, en el
Ayuntamiento, o en la Junta de Educación, rara vez iba a la oficina de la Unión, pero para
hacer eficaz el trabajo en la Unión pronto entendí debía prestar más atención a la política
interna de la oficina y hacer que la señorita Wallas trabajara sin ocasionar problemas. Ella
y yo nunca nos confrontamos ya que no quería que mi carrera fuera bloqueada por
diferencias con el Sr. Hendley. Como a menudo la escuchaba criticar a los comunistas,
estaba convencida de que ella no era uno.
En la oficina había otro grupo comunista, un grupo puritano y del ala más dura,
constituido por los líderes de antaño de la fracción. Los mismos que habían logrado el
renombre por más de tres décadas. Ellos habían encabezado la lucha contra Linville y
Lefkowitz. Algunos contaban con la venia de Moscú y eran una especie de cuerpo de élite,
disciplinado e inflexible, excepto cuando el Partido hablaba.
Hubo una lucha sutil para conseguir el liderazgo entre este núcleo interno y yo. Mi fuerza
en cualquier controversia radicaba en el hecho de que el Partido me estaba utilizando en
las campañas legislativas, laborales y pacíficas y que me utilizó para obtener posiciones
clave en la política laboral. Este prestigio lo utilicé para mantener a la Unión con vida,
lejos del congelamiento de un patrón comunista rígido. De cualquier manera, con
frecuencia me aplazaban, y yo permanecía firme sólo cuando se trataba de políticas de la
Unión en cuanto a los intereses económicos de los profesores y la necesidad de ganarse
el respeto político de la Unión.
La literatura partidista de aquel período estaba haciendo hincapié en la importancia de
incrementar los frentes unificados por la paz, contra el fascismo, contra la discriminación,
contra la inseguridad económica. Earl Browder y otros líderes del partido proponían a los
líderes de la Unión a no considerar el marxismo como dogma, sino a ser flexibles para
resolver las nuevas situaciones. De hecho, esta literatura a veces parecía como un
obstáculo desordenado como lo fue con doble discurso utilizado deliberadamente por
Marx y Lenin. Browder hizo hincapié en la importancia de contar con Stalin que estaba
construyendo el socialismo en Rusia, y sólo a la astucia de Stalin se debía el poder tratar
con todos, incluso con los enemigos de la clase obrera, como los capitalistas ingleses y
norteamericanos.
A nosotros, los líderes del frente unificado de la época se nos utilizó para sacudirles la
cabeza a la vieja guardia de la Unión y con desprecio a llamarlos los Diecinueve cero
cinco, en referencia a la revolución rusa de 1905. Sin embargo, ahora veo que esta vieja
guardia con su interminable disputa dio estabilidad al control del Partido de nuestra
Unión. Era toda su vida; Varios de ellos recibieron nada por sus interminables horas de
trabajo, salvo el derecho de controlar. Eran personas adustas, y algunos de ellos, como
Celia Lewis y Clara Rieber, se presentaban como intolerantes a las opiniones de nadie,
excepto a las de bando. Nunca las vi reír y dudo mucho que supieran hacerlo.
En la Unión contamos con un hombre talentoso en la manipulación quien fue considerado
como el Stalin de la Unión - Dale Zysman, también conocido como Jack Hardy. Él había
estado en Moscú. Había escrito la primera revolución americana, lo que implicaba que
una mayor que estaba por venir. Profesor de la escuela secundaria, era un joven alto y
agradable con un gran interés en el béisbol y llevaba en la boca una pipa en el mismo
ángulo que Stalin llevaba la suya. La fracción comunista le había instalado oficialmente
como vicepresidente del Sindicato de Maestros y también extraoficialmente como el
árbitro en todas las disputas entre los miembros y grupos del partido. También estableció
contactos con personalidades que no eran del Partido con el fin de facilitar el trabajo en
la Unión. Fue él quien trató de dar al Consejo Ejecutivo de la Unión una apariencia
equilibrada ya que persuadió a los profesores protestantes y católicos para aceptar cargos
en el Consejo donde la mayoría de los miembros eran ateos comunistas.
Dale también mantuvo un sistema de espionaje con el que reunió información sobre lo
que estaba ocurriendo en la Unión, así como en los círculos internos de las otras
organizaciones de maestros. Los que trabajaban en este sistema de espionaje,
especialmente en otros grupos de izquierda, llegaron a tener personalidades retorcidas.
Supe con el tiempo que Dale, se reportaba directamente con "Chester", un hombre que
estaba a punto de conocer como el jefe del servicio de inteligencia del Partido.
Más tarde tuve un serio problema con Dale y nuestra oficinista rubia. Dorothy estaba
dificultando mi posición con el Sr. Hendley contándole falsas historias sobre mí. No podía
pasar horas en la oficina sólo para contrarrestar las intrigas. El asunto con Dale no
conducía a ninguna parte. Pero un día, dos contadores me trajeron pruebas de
irregularidades financieras. No querían mostrárselas al señor Hendley porque la señorita
Wallas estaba involucrada. Hablé del tema con Dale y la echaron.
Entonces un día el misterio se aclaró. Supimos que la señorita Wallas no era solamente
una buena comunista, sino que también ¡era la hermana de Dale! Esto explicaba mucho,
y pensé que los líderes de la fracción debían ser enterados. Pero cuando compartí mi
descubrimiento con Celia y Clara y observé sus rostros para conocer su reacción me di
cuenta que lo habían sabido todo el tiempo. Yo era la única que no lo sabía. Poco después,
la señorita Wallas fue enviada a otra parte y por fin fui libre para continuar mi trabajo;
pero por un tiempo estuve intranquila debido a esta duplicidad.
La asistencia a las convenciones ocupaba gran parte de mi tiempo. Ninguna convención
de maestros en los Estados Unidos pasó desapercibida para el Partido Comunista. La
oficina nacional llamaría a los líderes de los maestros comunistas y discutiría con nosotros
la naturaleza de la organización y nos preguntaría si teníamos miembros del partido
dentro de ella. Si así fuera, tendríamos decidir qué resoluciones se iban a introducir y a
cuáles debíamos oponernos. Si no tuviéramos miembros, nos enviarían observadores para
hacer contactos. En estas convenciones se prestó atención especial para impulsar las
ayudas federales en los programas de educación pública y presionar sobre la cuestión de
la separación de iglesia y estado.
También nos preparamos cuidadosamente para reuniones de sociedades académicas,
como las matemáticas, las asociaciones de lengua moderna y las integradas por
profesores de física, historia y ciencias sociales. Se hizo una investigación metódica de los
militantes y amigos del Partido, tanto de los liberales como de los grupos de intereses
especiales. Esto fue hecho con muchos meses de antelación. A continuación, se inició una
campaña para seleccionar a ciertas personas de élite o tenerlos como voluntarios para ir
a una convención para que pudiéramos tener un núcleo de personas de confianza. Por fin
habíamos elaborado un plan de acción para poner ciertas medidas y tratar de derrotar a
los demás.
Nos pareció que era importante mantener estas reuniones de sociedades científicas para
derrotar a todo lo que no se ajustara a la ideología marxista.
El resultado fue que la ideología de muchas de nuestras sociedades académicas de los
últimos treinta años se vio profundamente afectada. Los comunistas establecieron una
fracción en tales sociedades y siempre dirigiéndolas con un enfoque materialista,
colectivista, internacional y de lucha de clases.
Las convenciones fueron de gran valor para reunir el grupo creciente de investigadores,
que no eran miembros del Partido, pero que seguían la ideología marxista idealista. La
fuerza del partido fue en aumento y alcanzó posiciones elevadas; la obtención de
empleos y los ascensos en el trabajo son una condición sine qua non de encuentros
académicos. Los hombres se sienten atraídos donde está el poder, y estos hombres
académicos no eran diferentes en ese aspecto a los vendedores ambulantes. El partido y
sus amigos eran asiduos a las sesiones donde se desarrollaban las fases de trabajo
dedicadas a la obtención de empleos.
Al finalizar cada convención, nuestros aliados regresaban con las listas de nuevas
conquistas. Estos nombres se distribuían a los organizadores de cada distrito del Partido
en la localidad donde vivía cada profesor.
El organizador visitaría y trataría de profundizar en la conquista ideológica, halagando a
su víctima, revelándole nuevas perspectivas de utilidad, e introduciéndole a una vida
social interesante. Los métodos eran variados; el fin solo uno: tender un lazo para
acercarlo al partido.
En poco tiempo se convertiría en un profesor involucrado en la lucha de clases del
proletariado. Entonces su nombre se utilizaría para apoyar las declaraciones públicas
comunistas, ya en políticas nacionales o internacionales. Pronto, el profesor se
identificaría con un "lado", y todas las personas buenas serían las que estuvieran de su
parte y vería a todos los codiciosos, los degenerados y los estúpidos si estaban del otro.
Pronto comenzaría a hablar de "nuestra gente" y pensando en sí mismo como parte de
un innumerable ejército que marchaba en pos de la justicia de un nuevo mundo, o, como
un comunista intelectual francés, que perdió la vida en la Resistencia, y posicionó los
"mañanas que cantan. "
Las convenciones de la Federación Americana de Maestros se llevaron a cabo durante los
meses de verano, para que los delegados pudieran asistir a los maestros sin tener que
ausentarse de sus clases y pedir una licencia especial.
Esta Federación fue única en su especie, en la educación estadounidense. Fue la única
asociación de docentes organizada sobre una base sindical.
La historia de la planificación para afiliar maestros laboralmente es interesante. Se intentó
por primera vez en 1902 en San Antonio, donde una carta fue emitida directamente por
la AFL, más tarde ese mismo año, la Federación de Maestros de Chicago, organizada en
1897, se afilió a la Federación del Trabajo de Chicago para obtener apoyo de los
trabajadores para una lucha salarial con los "intereses creados". Muchos hombres y
mujeres prominentes de Chicago, entre ellos Jane Addams, instaron a los maestros para
afiliarse al campo laboral.
Las revistas pedagógicas publicaron un debate encendido en el que se podía leer sobre
la conveniencia de pertenecer a un sindicato, un debate que no ha cesado desde entonces.
Para 1916 veinte organizaciones magisteriales de diez estados distintos se habían afiliado
al campo laboral. Algunos habían durado poco tiempo, ya fuera por la supresión local o
por la pérdida de interés, después de que el objetivo inmediato fue ganado.
En 1916 la Unión de Maestros de Chicago hizo un llamamiento a todos los obreros
afiliados locales. Se realizó una reunión y se fundó una organización nacional: la
Federación Americana de Maestros. Para el siguiente mes se habían afiliado a la A. F. de
L., ocho locales de alquiler en Chicago, Gary, la ciudad de Nueva York, Scranton, y
Washington, DC, con una membresía combinada de dos mil ochocientos.
“El Maestro de América”, una revista publicada por un grupo de individuos del sindicato
de Nueva York, la ratificó oficialmente. Al principio, las juntas de educación presionaron
con hostilidad a la nueva organización de maestros, pero para 1920 contaba con ciento
cuarenta locales y una membresía de doce mil.
La Federación Americana de Maestros fue iniciada por los socialistas. Su crecimiento se
debió a los principios contra la guerra de los socialistas americanos, porque no había
necesidad de una organización para ayudar a los profesores que participan en la lucha
contra la guerra. Incluso entonces la mayoría de los miembros no eran socialistas, pero
fueron atraídos por el programa de la Federación de ayuda económica y social. En 1927
la Federación se había reducido número de miembros y prestigio a causa de los ataques
contra los trabajadores organizados. Con la llegada de la depresión de nuevo comenzó a
crecer y para 1934 había setenta y cinco locales en buen estado con una membresía activa
de casi diez mil.
En ese momento los comunistas fueron desplazando a los socialistas de los puestos de
liderazgo en los sindicatos radicales. La marcha constante de los comunistas en la
Federación en este periodo fue planeada y no accidental. Los locales se podían formar a
partir de veinticinco profesores y éstos a su vez enviaban delegados a la convención
nacional. Los organizadores del distrito comunistas comenzaron a promover la
organización de los maestros, y éstos comenzaron a enviar delegados, casi siempre a los
más encantadores y persuasivos.
Muchos de los profesores no estaban interesados en la lucha política en la Federación y
no les importaba ir como delegados. Incluso en el local de Nueva York en mis tiempos,
era difícil conseguir que la gente que no pertenecía al partido fuera como delegados ya
que la Federación no corría con los gastos. Pero la competencia más aguda existía entre
los miembros del partido. La fracción comunista dentro de la Federación elaboró su lista
cuidadosamente y se considera como una marca de honor para los miembros del grupo
o compañeros de viaje para ser seleccionados.
Por supuesto, que de 1936 a 1938 nuestra delegación del local 5 para las convenciones
de la Federación tuvo que ser dividida entre el grupo comunista, que estaba en el control
y la oposición, que consistía en grupos escindidos de socialistas. La lucha entre estos
grupos se realizó durante las convenciones nacionales, a menudo ante la consternación
de los políticos ingenuos que todavía creían que toda la política estadounidense era
gobernada por los republicanos y los partidos democráticos. No podían entender la
amargura, el vituperio, y a veces hasta el terror que sus colegas mostraban. Pero un hecho
estaba claro para los demás: las convenciones de la Federación se convirtieron en campos
de batallas por la captura de las mentes y los votos de los delegados independientes.
La primera convención de la federación a la que asistí se llevó a cabo en 1936 en la ciudad
de Filadelfia. Como estaba cerca de la ciudad de Nueva York, enviamos un contingente
completo de los delegados, mientras que muchos de los locales fuera de la ciudad se
vieron obligados a enviar sólo una representación simbólica. Para empeorar las cosas,
impresionamos tanto los miembros de la fracción de Nueva York, que aunque muchos no
eran delegados eran necesarios para entretener y cabildear con delegados de otras
secciones. Estábamos tan bien organizados que teníamos el control casi completo. Los
arreglos estaban en manos de los locales de Filadelfia, en sí dirigidos y controlados por
comunistas. El partido asignó los trabajos del sindicato a los más capaces, su función era
realizar sesiones secretas en una habitación contigua en el hotel de convenciones para
ayudar a los camaradas en todas las cuestiones.
Y si aún no estaba completamente convencida de que la única vía hacia el progreso era
la señalada por los comunistas, sí estaba abrumada por la sensación de poder que se
manifestó esta convención. A ésta asistieron profesores cuyos nombres había leído en la
literatura académica y en la prensa. Hubo una amplia gama de delegados, universitarios
y distinguidas mujeres y de la clase de los viejos tiempos maestros serios con tal dignidad
que parecía ser la profesión más importante en los Estados Unidos, sobre todo para el
joven sustituto y los maestros en paro quienes contemplaban con miedo su situación
económica y el desafío político y filosófico. También estaba la tropa WPA, un surtido de
hombres y mujeres a los que se les llamaba maestros, sino muchos de los cuales habían
sido desplazado en esta categoría, ya que estaban en relieve, o tenían una educación
universitaria, o poseían algún talento que les permitió ser llamados maestros, como
enseñar el baile, fontanería o peluquería.
Un buen proceso de nivelación estaba en el trabajo en la vida americana y en ese
momento me pareció una cosa buena. Al parecer también el Partido Comunista lo vio
bien, aunque por distinta razón. Esta nivelación profesional haría que los mejores
maestros se adhirieran a su filosofía de lucha de clases y así llevarlos a identificarse con
el proletariado.
En la convención se encontraban diferentes personalidades interesantes: ordenado,
tranquilo Albert Blumberg de la Universidad Johns Hopkins, el agente comunista más
astuto en la Federación; Jerome Davis, recién despedido de la Yale Divinity School, se nos
dijo que le habían echado, porque se había atrevido promover una huelga de trabajadores
en la cafetería de los estudiantes; María Foley Crossman, mujer fina y capaz y presidente
del local de Filadelfia; la señorita Allie Mann, encantadora mujer quien además pertenecía
al parlamentario del local más grande del sur de Atlanta, y una de las líderes no
comunistas.
La convención fue tragada completamente por los comunistas. Se aprobaron cuanta
resolución quisieron y comencé a sentir que teníamos suficientes votos para aprobar una
resolución para una América Soviética.
Jerome Davis fue elegido presidente de la Federación. El año siguiente nuestros esfuerzos
fueron en torno a su causa: su reincorporación a Yale. Ésta también se convirtió en una
de las causas del Sindicato de Maestros.
La división de la universidad de la Federación votó para que se efectuaran manifestaciones
en Yale y se eligió una comisión para negociar con el Consejo de Yale para su
reincorporación. El nuestro era un grupo poco común de manifestantes, llevamos gorras
y batas y desfilamos con dignidad en el hermoso campus, pero llevamos pancartas para
demostrar que éramos los hermanos intelectuales de todos los trabajadores en huelga.
Después de algunas horas, el Consejo de Yale acordó entrevistarse con un comité de tres
elegidos por la delegación. Yo era uno de ellos. En un frío salón de altos techos que nos
sentamos en sillas de grandes respaldos - mis pies apenas tocaban el suelo – frente a los
cuatro miembros del Consejo, los hombres estuvieron callados, excepto cuando se nos
dijo que estaban allí sólo para escuchar. En vano hicimos preguntas. La respuesta era
siempre la misma: que estaban allí para escuchar, no para discutir.
Explicamos nuestras demandas. Hicimos discursos propagandísticos sobre el papel de los
educadores americanos y sobre el derecho de un profesor para participar en problemas
de la comunidad. A continuación, se informó a los manifestantes académicos que el poder
financiero representado en el Consejo de Yale ya había escuchado nuestras observaciones
y se había comprometido a considerarlas.
Como resultado de nuestros esfuerzos el Consejo acordó otorgar al profesor Davis un año
de salario, pero se negó a reintegrarlo. Quedamos satisfechos. Se había conseguido algo
gracias a nuestros esfuerzos y la Federación tenía como presidente un profesor
universitario.
La siguiente convención se llevó a cabo en Madison, Wisconsin, los dos años que le
siguieron continué siendo delegada. A nuestro Sindicato de Maestros de Nueva York le
había ido bien ese año, habíamos crecido enormemente en los cifras, en prestigio y en
victorias.
En la primavera de aquel año de nuevo había pedido licencia para ausentarse de Hunter
para representar al Sindicato en la legislatura. Los fideicomisarios de la universidad habían
sido reacios a concederme esta licencia, pero gracias al Alcalde La Guardia, con quien
todavía estaba en términos amistosos, de nuevo aseguré mi permiso.
La organización del CIO de los sindicatos masivos y el rápido aumento en la afiliación
sindical habían traído gran prestigio y un poder tremendo al movimiento obrero.
Nosotros los maestros, montamos las bases y estábamos muy agradecidos con el Partido
por darnos la oportunidad de ayudar de cerca al proletariado.
En 1937 las huelgas de brazos caídos en las grandes instalaciones y en las oficinas de la
WPA y de bienestar en Nueva York dispararon la imaginación de los jóvenes intelectuales
del Sindicato de Maestros. Estaban dispuestos a probar suerte con el CIO. Dondequiera
que un grupo de maestros tenía influencia, nos uníamos encabezando las
manifestaciones. En Nueva York nos unimos a los periodistas del Brooklyn Eagle y del
NewarkLedger; a los oficinistas de telégrafos se unieron los trabajadores de la
comunicación. Al frente marino se le apoyó con tiempo y dinero, incluso se repartieron
recursos para los hogares de los marineros en huelga. En los desfiles del Primero de Mayo
marchamos con gorra y bata.
Aquel año fuimos a la convención con la esperanza de tomar la Federación del CIO, para
John L. Lewis. Estábamos fascinados con él, por su melena, por tener unas cejas increíbles,
por sus alusiones bíblicas, y por su forma de actuar al estilo de Shakespeare. Ahora veo
que éramos un grupo raro, intelectuales delirantes que se escapaban de sus aulas, para
dar clases de marxismo y leninismo a los obreros trabajadores en nuestras horas libres.
Algunos de los más astutos, ponían su labia al servicio de esta actividad, con la esperanza
de capturar los mejores puestos en los círculos académicos, donde podían servir mejor a
la causa. Pero la mayoría de los profesores que participaban en este tiovivo se
convirtieron en mejores políticos que educadores.
La Convención en Madison tuvo un enorme contingente de profesores universitarios,
especialmente de las escuelas que se dedicaban al entrenamiento de profesores.
Comenzaron a dominar la Federación. Entre ellos estaban John de Boer y Dorothy
Douglas, además de gente brillante de la llamada ala izquierda, incluido el atractivo Hugh
de Lacy de la Costa Oeste. Hasta entonces, De Lacy estaba encargado de dividir al Partido
Demócrata a través de la creación de la Federación Democrática, lo que derivó en su
elección en el Congreso. Él fue una gran adquisición para la causa comunista.
El Partido Comunista nos había dicho que no quería que los maestros que entran en el
CIO. Sentía que tenía el suficiente poder dentro del CIO mientras que en la A. F. L. fuerzas
del partido estaban disminuyendo. Yo estaba muy decepcionada porque creía que con las
fuerzas liberales del CIO y sus fondos, el movimiento del Sindicato de Maestros se podría
ampliar enormemente. A la AFL no le gustaba gastar dinero en la organización de los
maestros.
El Partido no estaba dispuesto a correr riesgos y en cualquier momento podía dar la
instrucción de abortar las misiones. Rose Wortis y Roy Hudson, del Comité Central,
estaban en el hotel de convenciones para dirigir a los camaradas correctamente. Roy era
un ex marino alto y especialista en la política obrera de Browder. Era de los que daban un
golpe en la mesa y todo estaba dicho. Le hablé francamente y le dije que pensaba que
deberíamos entrar al CIO. Jerome Davis y los profesores estuvieron de acuerdo. Sin
embargo, nos informaron que no era lo que el Partido. La disciplina imperaba entre los
jefes de piso, así que se sometió a votación y optamos por seguir la línea del Partido. Los
comunistas se unieron a algunos miembros conservadores de la Federación derrotaron la
propuesta de entrar al CIO.
En todas las elecciones de 1937 de la ciudad de Nueva York, el Partido había fundado el
año anterior el Partido Obrero Americano y había conquistado importantes plazas para
él. La política de la ciudad había trabajado constantemente en eliminar las diferencias
entre los partidos principales, y los liderazgos a cargo de ambas partes fueron
desapareciendo. Esto llevó inevitablemente al control de todas las partes por un pequeño
grupo en torno a Fiorello La Guardia, cuya heredera política era Vito Marcantonio. Se
trataba de dictadura personal. Las nominaciones se negociaron en la lucha por el poder,
y el Partido Comunista se apresuró en integrarse a esta lucha.
Los que afirman que La Guardia fue un gran alcalde, olvidan que él fue quien derribó los
principales partidos políticos y quitó toda responsabilidad de los partidos en el estado de
Nueva York. Es cierto que limpió las calles, bajó los impuestos, y aunque menos notable
injertó la corrupción. Bajo el gobierno de La Guardia el poder político se transfirió de las
personas organizadas a los partidos políticos, los cuales estaban en manos de grupos que
ejercían el poder personal. El verdadero poder político pasó a los sindicatos bien
financiados y bien organizados del CIO y de la izquierda de la AFL a los grupos
minoritarios nacionales organizados: los negros, italianos, judíos, etc. Estos grupos se
utilizaron en política como máquinas para obtener votos y sus autoproclamados líderes
fueron recompensados con los despojos de las oficinas. Vi como este nuevo patrón se
repetía una y otra vez, y se vertía hacia los partidos tanto republicanos como demócratas.
Vi a LaGuardia reunirse con los comunistas. Lo vi cuando aceptó las renuncias por escrito
a la alcaldía por parte de Si Gerson y de Israel Amter y recibió un certificado de sustitución
para su nominación a alcalde. Una media hora más tarde le escuché dirigirse al grupo del
ala socialdemócrata del Partido Obrero Americano en el Hotel Claridge, y lo primero que
hizo fue exhortar a los comunistas. Los comunistas estaban entre el público y al parecer
ninguno de ellos pareció darse cuenta de sus patrañas. Por lo tanto LaGuardia jugó con
ambas alas del Partido Obrero para su propio beneficio. Tales eran las políticas a las que
los idealistas se habían entregado. La campaña electoral de 1937 fue importante para que
la banda izquierda pudiera hacer ofertas por el poder, con los socialdemócratas del
Partido Obrero Americano, con los demócratas, con los republicanos, y con los adinerados
que querían cargos públicos y botines públicos.
Ese mismo año, el Partido Obrero Americano apoyó el proyecto de La Guardia, que incluía
a Thomas Dewey para fiscal de distrito. Me sorprendió cuando Abe Unger, un abogado
del partido al que conocía bien, me pidió que ayudara a organizar el comité femenino
para la elección de Thomas Dewey. ¿Cómo se introdujo Abe en aquella campaña? No lo
sé, pero lo que sí sé es que él organizó para Dewey los grupos de trabajo que se le habían
opuesto anteriormente debido a sus investigaciones y el procesamiento contra muchos
sindicatos.
Recuerdo especialmente una reunión hilarante del Sindicato de Maestros de aquel año
anterior a las elecciones. Se celebró en el hotel Diplomat y mientras se animaba al público
para aclamar a los candidatos del Partido Obrero Americano y a sus aliados, Thomas
Dewey, acompañado por sus directores de campaña, pasó como una bala en medio de
los reunidos, y de nuevo pasó como una bala para hacer un breve discurso. Y pensé, con
diversión satírica, que la política en efecto, se trataba de convertir a los extraños en
compañeros de cama.
Como en 1938 mi trabajo para el Sindicato y para las escuelas interfería con mi labor
como profesora, decidí renunciar al Hunter y trabajar a tiempo completo en el Sindicato.
Muchos de mis amigos se sorprendieron al escuchar mi decisión. Les impresionaba que
estuviera dispuesta a salirme de la universidad, dejar mi puesto de mando, renunciar a mi
pensión y otros derechos para irme a un trabajo sindical incierto con un salario reducido,
y lo peor de todo: para un trabajo que dependía de las elecciones anuales.
El presidente Colligan estaba profundamente conmocionado cuando se lo dije y me pidió
que lo reconsiderara. “Esta gente, Bella, te utilizará”, me advirtió, “y luego se desharán de
ti”. Le miré y pude ver que su preocupación por mí era sincera, lo cual aprecié, pero pensé
que era un hombre chapado a la antigua que temía considerar nuevos puntos de vista.
Además, sabía que él era católico y que se oponía a las fuerzas con las que estaba yo
asociada.
Sacudí mi cabeza. “Está decidido”, le dije. “En este país existen ciento cuarenta millones
de Americanos que no tienen posesiones ni seguridad social. Me la jugaré con ellos”. Y
entregué mi renuncia del Instituto Hunter.
CAPÍTULO NUEVE.
Renuncié a mi trabajo en el Hunter College principalmente porque sentí que no podía
servir a dos amos. Si decidía permanecer como maestro, toda la atención debía dársela a
mis alumnos y no compartirla con organizaciones externas. Temía también que si
continuaba dando clases, como muchos otros maestros que incursionaron en la política,
habría un conflicto entre mi deseo de servir a los intereses de la universidad y mis
aspiraciones por servir a los “oprimidos”.
Así que sin pensar en el futuro, me decidí por pertenecer a la clase trabajadora confiando
que ahí encontraría seguridad y satisfacción. Como se aproximaban las elecciones para
los legisladores, me convertí en empleada de tiempo completo del Sindicato de Maestros
por sesenta dólares a la semana. Éste fue el salario que recibí durante los años que trabajé
para la Unión. No pedí entonces ni después un aumento, ya que era consciente de la
situación monetaria de los trabajadores. Había escuchado hablar sobre los llamados
"artistas de la tarjeta de pastel" que eran oportunistas y arribistas de los movimientos
sindicales, nunca me deje tentar por estas “concesiones”, así que trabajé durante ocho
años con el mismo salario.
Aquel primer año me dediqué especialmente a presionar a la Junta de Educación de
Nueva York para que cumpliera con su obligación moral de atender a los miles de
maestros sustitutos que habían estado como empleados con gastos de viáticos durante
la depresión. En un principio se les mostraba un programa completo a la par con los
maestros regulares, con la excepción de recibir la prima vacacional y una compensación
anual, y se les descontaban lo días de ausencia por enfermedad. Estos maestros odiaban
las vacaciones, ya que en esos días no se les pagaban ni tenían derecho a pensión. Se les
llamó irónicamente maestros "sustitutos", cuando en realidad no sustituyeron a otro
maestro.
El resultado fue una jungla educativa en la que se podían escuchar sólo las voces más
estridentes. De hecho, a veces se siguió la ley de la selva misma. Los maestros de la WPA,
los sustitutos, las asociaciones de los instructores en los colegios, fueron incitados por un
sentido de la injusticia y el temor al fracaso. En este terreno fue donde la fracción de
profesores comunistas echó raíces.
El hecho de que la educación pública fuese gratuita por parte de la ciudad de Nueva York
desde los grados básicos hasta la universidad, incluso con los libros de texto gratuito,
creó un proletariado intelectual. Estos hombres y mujeres necesitan puestos de trabajo
acordes con su educación, y la enseñanza en ese momento era el trabajo más solicitados
por ellos. Cuando estos aspirantes a maestros comenzaron a incursionar en la política y
se toparon con la ineptitud e insensibilidad de las autoridades educativas se desataron
los conflictos.
La campaña de los maestros “sustitutos” atrajo a miles de maestros no sindicalizados.
Sentí que debía hallar la manera de ayudarlos. Así que pacíficamente comenzaron a estar
agradecidos con los comunistas
Existían algunos puntos oscuros en esta lucha. Los profesores más jóvenes que habían
sido forzados a pertenecer a la WPA y los maestros con categoría de sustituto eran por lo
general hijos de los recientes inmigrantes, los italianos, los griegos, los judíos de Rusia, y
los eslavos, que se fueron fusionando con los hijos de la población negra que se expandía
rápidamente en la ciudad y a los que se les vio, desde un punto de vista educativo para
obtener trabajos profesionales. Sin embargo, los puestos de poder y la supervisión
educativa estaban a cargo de ingleses, escoceses e irlandeses.
Los comunistas, que son infalibles en adherirse a una situación explosiva, tenían las
respuestas para las problemáticas de estos jóvenes profesores jóvenes. Su respuesta clave
fue que habíamos llegado a la "ruptura del sistema capitalista." Para aquellos que estaban
auto-conscientes de su raza o religión les dijeron que "la discriminación religiosa o racial"
era la causa. Cuando algunos casos particulares de intolerancia o discriminación se
levantaron, los comunistas se apresuraron a señalarlos y exagerarlos. Así se estableció una
división entre los docentes de mayor edad, que eran en su mayoría protestantes, católicos,
judíos conservadores, y los nuevos maestros; librepensadores, ateos o agnósticos, que a
veces se hacían llamar “humanistas”
El Sindicato de Maestros se encontraba en un dilema sobre la cuestión de los maestros
sustitutos. Por un lado, se quiso atender a los maestros con mayor antigüedad, quienes
andaban diciendo que el Sindicato solo defendía las apariencias, etiquetas y el estatus de
la profesión. Y por otra parte sabía que los sustitutos de hoy serían los habituales del
futuro, y que además más comunistas podían ser reclutados de los amolados
económicamente.
Los líderes de las fracciones del Sindicato se dividieron. Algunos estaban dispuestos a
dejarlo caer porque querían mantener una posición de autoridad entre los maestros
regulares, de modo que pudieran influir en las políticas educativas y en el cambio
curricular.
A veces viajaba desde Albany para reunirme con la vieja guardia y me encontraba con sus
caras sombrías. Sabía que habían estado discutiendo la negativa para la campaña para los
maestros sustitutos. Se convirtió en una causa para mí. Apelé al Partido y recibí una
resolución favorable.
Comencé por construir un nuevo tipo liderazgo dentro del Sindicato. Me rodeé de los
miembros más jóvenes del partido que estaban más atentos a las nuevas situaciones y
que no creían en los rígidos patrones marxistas.
No tuvimos éxito para que se aprobara la ley por la que habíamos luchado en Albany: la
de los maestros sustitutos. Pero al menos hicimos que fuera la propuesta más
controvertida en las sesiones de 1938. Más tarde, cuando fue aprobada por la Legislatura,
el gobernador Lehman la vetó a regañadientes ante todo el Consejo de Educación que
había usado todo su poder para que no pasara. Sin embargo, al vetarla instó a la ciudad
de Nueva York para que se hiciera algo para arreglar la situación. Añadió que si la ciudad
no tomaba cartas en el asunto, él actuaría en favor de dicha legislación en un futuro.
El Sindicato y los grupos comunistas crecieron enormemente en estatura y prestigio entre
la nueva cosecha de profesores y entre otros empleados de la administración pública.
Incluso a los políticos y funcionarios públicos se nos respetaba por nuestra campaña
implacable
Al final del período de sesiones me encontraba muy cansada. Sin embargo, me quedé en
Albany para asistir a la Convención Constituyente del Estado, estaba determinada a
escribir sobre las nuevas garantías que la Constitución otorgaba al sistema de escuelas
públicas en expansión. Charles Poletti, ex vicegobernador y juez del Supremo Tribunal,
era el secretario de la Convención, y quien, junto con Edward Weinfeld, ahora un juez
federal, fue de gran ayuda para lograr el éxito del programa en las escuelas públicas.
En el otoño de 1938, el Partido Americano Laboral me nombró candidata a la Asamblea
por el Décimo distrito, que incluía la zona de Greenwich Village. Este distrito fue muy
famoso y fue representado en varias ocasiones por Herbert Brownell y MacNeil Mitchell.
Ya con el billete comprado y corriendo la candidatura al Congreso de la misma área que
George Backer, en ese momento casado con Dorothy Schiff, y propietario del diario New
York Post. Fue el período en el que la banda Alex Rose-David Dubinsky del Partido del
Trabajo y el ala comunista todavía estaban en coalición - una difícil alianza nacida de la
conveniencia. Ambos buscaban el control político del Estado de Nueva York.
El Sindicato de Maestros organizó mi comité de campaña. Escribimos canciones políticas,
hicimos grabaciones, y organizamos una gran cantidad de diѕcurѕoѕ callejeros. Por
entonces ya había participado en tantas campañas electorales en zonas difíciles y había
desarrollado facilidad para la oratoria. Una de mis cargos preferidos era vincular a los
abogados de los candidatos del Partido Republicano con los del Partido Demócrata a la
misma ley de asociación, una firma que representaba los intereses de utilidad para el
público en general. Para ampliar en este hecho, y concluyó con "Tweedledum y
Tweedledee – mejor vota por la APL”
Una noche, cuando estaba concluir una reunión en la esquina de la calle Séptima y la
Catorce, vi a David Dubinsky, que vivía en el barrio, y George Meany pasar. Se detuvieron
para escuchar durante unos momentos, luego sonrieron entre sí y se retiraron. De
repente, y por primera vez, me sobrevino una sensación de inutilidad de esta actividad
sin fin en la que los comunistas me habían involucrado.
Aquel año John y yo estábamos viviendo en una pequeña y encantadora casa al oeste en
la calle Once. Mis padres ocuparon una planta, John y yo la siguiente, y el dúplex encima
de la nuestra lo alquilamos a Susan Woodruff y a su marido. Susan era una anciana
adorable cuyo marido republicano se había graduado en Princeton. Susan, por el
contrario, era una comunista confesa y admiradora de la Unión Soviética, aunque al igual
que su marido mientras su genealogía ascendendía a los primeros pobladores de Estados
Unidos de América. Más tarde se convirtió en una de las tres mujeres de edad quienes
supuestamente poseían el Daily Worker.
Susan me encantaba y la respetaba porque abiertamente se proclamaba afecta a la Unión
Soviética. Ella había ido a Rusia en los años treinta y que había tomado fotografías de
escenas soviéticas. Las había organizado en diapositivas las mostraba gratuitamente,
además de dar conferencias en diversas iglesias y en la “Y”. Ella realmente creía que la
Unión Soviética significaba un avance para la humanidad y estaba ansiosa por colaborar
en el fortalecimiento de la misma.
El partido estaba siempre dispuesto a utilizar estas propagandistas voluntarias. Incluso
los anticomunistas nunca mostraban a la gente como Susan como comunistas y sin
proponérselo estaban ayudando a socavar la clase capitalista generosa, el verdadero
sostén de su propio grupo.
Suѕan estaba rodeada de gente semejante, María van Kleek de la Fundación Russell Sage,
Josephine Truslow Adams, Annie Pennypacker, y Ferdinanda Reed. Ver a Susan y otros de
viejas familias estadounidenses dedicados al de servicio a la humanidad, las dudas que
pudiera haber tenido se disiparon.
A finales de 1938 nos mudamos a Poughkeepsie porque mis padres querían estar en el
área rural. La salud de mi padre estaba fallando. Mi madre ѕe alegró de poder regresar de
nuevo al campo. Yo alquilé un piso en la ciudad e iba a casa de mis padres los fines de
semana. John viajaba a menudo por negocios y prefería estar en Poughkeepsie.
Los efectos de la depresión se vieron reflejados en la sesión legislativa de 1939. Las
audiencias públicas sobre el presupuesto del Estado que tuvieron lugar en el cumpleaños
de Lincoln y las demandas trajeron consigo un recorte en las ayudas estatales en materia
educativa. Fue una lucha ahora entre el grupo de contribuyentes organizado con el lema,
"Hacha a la tasa", y el Sindicato de Maestros que condujo a un ejército de profesores y
padres con el lema mostrador, "No al hacha en la infancia." Pero se consiguió que pasara
un diez por ciento menos a la ayuda estatal – este recorte nos pareció que ponía en
peligro el programa educativo y que significaba una pérdida en las posiciones laborales
de los profesores.
Al final la legislatura aprobó una resolución pidiendo una investigación legislativa para
los costos de educación y de los procedimientos administrativos educativos. Hubo
también un proyecto piloto pidiendo una investigación sobre las actividades subversivas
de los maestros de la ciudad de Nueva York.
De inmediato me llamó la atención el hecho de que el estudio de los costos de la
educación fue utilizado para investigar las actividades subversivas. Llegué a la conclusión
de que los líderes legislativos querían reducir costos, pero que para ello sería necesario
para manchar los maestros. Estaban usando una técnica de Red-cebo para socavar la
educación.
Ni el alcalde LaGuardia ni los funcionarios del Partido Americano del Trabajo se moverían
para protegerse de este ataque. Fue nombrado un comité legislativo encabezado por el
senador Federico Coudert, un republicano de la ciudad de Nueva York, y Herbert Rapp,
un republicano del norte del estado. Otras organizaciones de docentes descontaron que
se tratara de un ataque al presupuesto educativo, consideraron que simplemente se
trataba de un ataque contra el Sindicato de Maestros, y sin duda se complacían en secreto.
En abril de 1939 John me llamó a Albany y me instó a volver a casa inmediatamente. Mi
padre se estaba muriendo en el Hospital St. Francis en Poughkeepsie.
Estaba muy agradecida con John porque a pesar de su hostilidad hacia el catolicismo
había respetado los deseos de mi padre para que llamase a un médico católico y lo
llevasen luego a un hospital católico. Ruth Jenkins, mi secretaria, me llevó a una velocidad
furiosa a través de una noche de lluvia de aguanieve. Al llegar al hospital, mi padre estaba
solo detrás de las pantallas con un tanque de oxígeno junto a él, inconsciente o dormido.
Una monja que le atendía me dijo que había recibido los últimos sacramentos. Me sentí
agradecida a pesar de que había dejado de creer en esas cosas hacía mucho tiempo. Tuve
la sensación de que se necesitaba algo para disminuir el dolor de la muerte y para dar
sentido a mi vida.
Me puse de pie al lado de la cama de mi padre y le miré. Puse mi mano sobre la suya, y
abrió los ojos, todavía tenían ese azul tan brillante, y, aunque no podía hablar, me miró
de manera constante, y luego una sola lágrima cayó de su ojo. Esto me pesó mucho y
varios años más tarde seguía preocupándome, era como si de aquella manera
representara su preocupación por mí. Pensé, con remordimiento, en estos años
desordenados, en los que, le había fallado como hija y lo había abandonado
Fue enterrado en el cementerio de San Pedro en Poughkeepsie. No fueron muchos al
funeral, pero los oficiales del pueblo le escoltaron en motocicletas al cementerio, como
prueba de su afecto por él como un amigo y buen ciudadano. Después del funeral volví a
Albany con el corazón oprimido para enfrentarme a mi trabajo por las multitudes.
El Partido Comunista se había dado cuenta rápidamente de que para evitar el ataque a
los profesores comunistas, una cosa que podría herir al corazón mismo del Partido, se
debía ayudar a la campaña contra la investigación Rapp-Coudert, la cual estaba
pendiente.
Entonces creamos un movimiento llamado "Amigos de las Escuelas Públicas Gratuitas",
con el fin de preservar a la cepa del Sindicato de todo esto y también para incluir en la
lucha a aquellas personas que no fueran maestros. El comité se organizó bajo sus
auspicios que recogimos y los fondos recolectados el primer año superaron los $ 150,000.
Publicamos atractivos folletos que remitimos a las organizaciones de docentes, a los
sindicatos, a los clubes de mujeres, y a los funcionarios públicos.
Se me ocurrió la idea de crear un stand que fuera exhibido en la Feria del Estado de Nueva
York en Syracuse y con ello se cubrieron numerosas ferias en el condado. Haciendo una
súplica estridente para el apoyo a las escuelas públicas. Teníamos también muchos
minutos de tiempo gratuitito en docenas de programas de radio. Hacíamos uso de este
espacio en los programas de mayor interés en la estación de radio en Nueva York.
En las escuelas comunitarias organizamos los clubes "Save Our Schools" (“Salvemos
nuestras escuelas). Éstos estaban formados por profesores, padres, sindicalistas,
estudiantes y gente joven. Éramos un ejército bien entrenado y gracias a nuestro
activismo dábamos a la gente la sensación que conseguiríamos la victoria.
Ese verano el Sindicato de Maestros de Nueva York sufrió un nuevo ataque. Los Amigos
del Dr. Lefkowitz, un grupo formado en su mayoría por profesores, algunos de la vieja
guardia y anticomunistas, y con una larga trayectoria en la Federación Americana de
Maestros, junto con un bloque socialista, se organizaron. Estaban bajo el liderazgo del Dr.
George Counts y el profesor John Childs del Colegio de Maestros, el Profesor George
Axtelle de Chicago, el bloque de los maestros socialistas de Detroit, el Sindicato de
Maestros de Atlanta, Selma Borchard de Washington, y el representante de la Convención
por la AFL, George Googe. Estos, junto con los grupos minoritarios de la Ciudad de Nueva
York, el principal los Lovestonites dirigidos por Ben Davidson (más tarde secretario del
partido liberal de la ciudad de Nueva York) y por su esposa Eva, forman un grupo mixto,
pero, irónicamente unidos por un mismo objetivo.
Se tenía previsto que los comunistas tomaran el liderazgo de la Federación. Pero el Partido
trajo sus fuerzas de reserva, por la parte noroeste, California, desde el Sur, además de sus
fuerzas del Medio Oeste y Nueva Inglaterra. No habíamos tenido demasiado éxito en el
Medio Oeste, donde el Sindicato de Maestros de Chicago era conservador y los profesores
de St. Paul y Minneapolis estaban inundados de pequeños locales de profesores
universitarios y maestros privados que habíamos sido capaces de establecer. Los
comunistas se enfrentaban a la pérdida de control.
Para empeorar las cosas, la noticia de que el pacto nazi-soviético se rompió durante la
semana de la convención, y como consecuencia nos habíamos convertido en minoría. A
pesar de que algunos cripto-comunistas mantuvieron sus cargos, fuimos incapaces de
utilizar a la Federación Americana de Maestros para ayudar a los angustiados locales de
Nueva York. Temíamos que los funcionarios recién elegidos harían su propia investigación
de la situación de Nueva York, y tal vez descubrir nuestro juego de cartas.
La colaboración soviético-nazi llegó en un momento en que el mundo civilizado ya no
podía permanecer en silencio ante las atrocidades nazis contra los judíos y otras minorías.
El gran número de miembros judíos de los sindicatos bajo la dirección de David Dubinsky
y Alex Rose tenía sus propias razones para odiar a los comunistas, motivos que se
derivaban de los antiguos feudos y la lucha por el control de los sindicatos, y debido a la
desconfianza de los comunistas por las empresas conjuntas. Ahora bien, estas personas
estaban realmente indignadas cuando vieron a Molotov dando la mano a Von Ribbentrop.
El pueblo judío dentro del partido también se encontraba desconcertado y no pocos
abandonaron filas. Los que se quedaron, afirmaban que los belicistas de Occidente
querían destruir la patria soviética, y que por eso a manera de autodefensa, los "belicistas"
occidentales habían hecho una alianza con su enemigo. Por mi parte, estaba demasiado
ocupada con el problema de los maestros para prestar mucha atención a este ultraje
aunque sí me preocupaba.
Aunque los comunistas apoyaron al alcalde LaGuardia en las campañas electorales, me
impacientó su actitud hacia los problemas de los maestros. Finalmente, para ejercer
presión, lanzamos un piquete alrededor del Ayuntamiento. Nos apostamos en línea
cantando las veinticuatro horas como estrategia publicitaria, y anuncié a la prensa que al
amanecer se haría una oración. Intenté conseguir un cura católico para que dirigiera las
oraciones del amanecer para nosotros, pero incluso los sacerdotes de las parroquias
pobres de todo el Ayuntamiento me miraron extrañamente y me dijeron que no podían
hacerlo sin permiso de la cancillería. Ofrecí pagarles como contribución a sus obras de
caridad, pero sólo conseguí que me miraran con más extrañeza más extraña y se negaran
agradecidos. Al fin un ministro liberal aceptó venir y dirigir a nuestros piquetes en la
oración.
El Partido no contribuyó para ese evento, pero me alegré cuando la noticia llegó a las
primeras planas de los periódicos con las imágenes de los manifestantes rezando por la
mañana. Por extraño que parezca, creo que realmente esa mañana rezamos.
Este episodio terminó mi amistad con La Guardia, pues estaba furioso por la publicidad
adversa. Contribuimos a que se hiciera algo. La Junta de Educación recibió la orden de
investigar la situación de los maestros sustitutos.
Para el otoño de 1939 el Comité Rapp-Coudert había establecido trabajar con
investigadores. El comité estaba integrado por hombres sin oposición, hombres justos,
leves, tales como Robert Morris, Philip Haberman de la Liga Anti-Difamación, y Charles S.
Whitman, hijo de un exgobernador de Nueva York.
El asambleísta Rapp, un dirigente de alto rango, se encargó del financiamiento y
administración de la educación. Así que su papel en la investigación fue insignificante.
Esto dejó a una persona en quien recayó toda nuestra furia combinada. El senador
Coudert era un republicano, de apariencia fría y patricia. Tenía un bufete internacional de
abogados con una oficina en París y se relacionó con muchos rusos blancos. Lo veíamos
como un agente del imperialismo. El Partido Comunista y los hombres que representaban
los intereses soviéticos en este país dieron luz verde para hacer de él nuestro objetivo. El
Partido colocó sus fuerzas a disposición de los profesores, ya que los maestros estaban
ahora al frente para mantener la línea defensiva del propio Partido.
Yo sabía que la lucha iba a ser amarga, pero, no estaba preparada para su violencia. El
primer ataque fue en las listas de miembros del sindicato de maestros. Dentro del
Sindicato aún estaban los que pertenecían a los grupos escindidos, los Lovestonites,
trotskistas, socialistas, pero en el curso de la lucha de 1940 estos grupos escindidos
dejaron el Sindicato y se unieron a otras organizaciones. El Local Cinco fue notificado
sobre una demanda, una citación duces tecum, interpuesta por el Comité de Rapp-
Coudert para tener acceso a todos nuestros registros, listas de miembros e informes
financieros.
Entonces se realizó una consulta general. El Partido estableció un grupo conjunto, un
gabinete compuesto por varios miembros de la fracción magisterial. Entre los líderes se
encontraban personalidades tales como Israel Amter, Jack Stackel, Charles Krumbein,
todos ellos pertenecientes a la cúpula del partido, y algunos de los abogados del Partido.
Eran los comandantes para las operaciones directas. La estrategia fue decidida en defensa
de los maestros por la defensa del Partido. Respecto a las tácticas, éstas comenzarían a
aplicarse día a día.
Para el "Comité para la Defensa de las Escuelas Públicas" contratamos una batería de
abogados, ya que era imposible que un abogado atendiese a las muchas demandas.
Decidimos luchar contra la incautación de los documentos sobre nuestra pertenencia en
el terreno de la Corte de Apelaciones. Esto serviría para ganar tiempo y nos permitiría
continuar con la organización de las campañas masivas contra la comisión legislativa.
También serviría para llevar a cabo la comisión investigadora.
Para proteger nuestras listas de miembros se pidió apoyo a la Unión de sindicatos.
Enviamos oradores a las reuniones de los sindicatos de la bahía, trabajadores de hoteles
y restaurantes, carniceros, trabajadores estatales, condales y municipales, tanto de la A.
F. L. como de la CIO. Capacitamos conferencistas, preparamos resoluciones de forma
mimeografiada, y enviamos cientos de mensajes telegráficos del formulario al
gobernador y a los líderes de minorías y mayorías.
Tratamos incluso lo imposible. Recuerdo una reunión de la A. F. L. en Albany presidida
por Tom Lyons, entonces su presidente. Pedí la palabra para convocar a la solidaridad,
recordando a cada uno de los delegados que la lucha por la organización sindical había
sido una larga y dura, y que en algún momento los miembros del sindicato redactaron
sus cartas en las suelas de sus zapatos. Señalé que aunque era nuestro Sindicato el que
estaba bajo el ataque, mañana podría tratarse del suyo. Y luego solicité su ayuda.
Me la negaron por completo. Los delegados comunistas en esa audiencia tenían miedo
de hablar. Entonces observé que en el rostro de Tom Lyons había más compasión, (él que
se había opuesto a todo lo que yo defendía) que en las caras de los compañeros que solo
intentaban salvar el pellejo.
Nuestra decisión fue que las listas de los miembros no debían ser puestas a disposición
del Comité, aunque hubiéramos perdido en los tribunales. Se me entregaron los archivos
de los miembros y se me ordenó negar la existencia de las listas, incluso preferir ir a la
cárcel si era necesario. Sucedió que estando yo fuera de la oficina llegó el Comité con la
solicitud y la señorita Wallas, en cuya custodia estaban las listas de los maestros de las
escuelas públicas, les entregó los documentos a los representantes de la Comisión,
presumiblemente bajo la dirección del Sr. Hendley.
Por mi parte, quemé las listas de los profesores del Sindicato Magisterial que estaban en
mi poder. Teníamos miedo de que a través de ellos el Comité pudiera trazar un patrón de
pertenencia, ya que en nuestras tarjetas se mostraban los patrocinadores de cada
individuo y las fechas en las que se incorporaron.
Una vez que el Comité tuvo en su poder las tarjetas comenzó a emitir citaciones.
Instruimos a aquellos profesores que no eran miembros del partido a presentarse ante el
Comité y para decir la verdad. Pero había cientos para los cuales la verdad podría significar
el despido, y fue a éstos últimos que se decidió proteger
Para entonces, el Partido había puesto a nuestro servicio su aparato de inteligencia, ya
que el Partido Comunista cuenta con sus propios agentes de inteligencia, en grupos
separados, en los sindicatos, en las principales divisiones de nuestro cuerpo político, en
los departamentos de policía y en las divisiones de inteligencia del Gobierno. Estaba por
constatar su eficacia. Tan pronto como el Comité Rapp-Coudert comenzó a emitir las
citaciones, recibí un mensaje de Chester, que estaba a cargo de la Inteligencia del partido,
asegurándome que había previsto que un enlace que se reuniera conmigo
periódicamente para entregarme la información sobre lo que estaba pasando en el
Comité de Rapp-Coudert
Me veía con mi contacto diariamente, en cafeterías, restaurantes y edificios públicos. Ella
era una atractiva rubia, aristocrática, bien vestida y encantadora. Ella me entregaba en
pedazos de papel los nombres de los testigos que el Comité estaba usando para obtener
información y una lista de los que iban a ser citados.
Armados con esta información, iríamos con los miembros del sindicato que iban a ser
llamados y los advertiríamos. Si queríamos ganar tiempo, pedíamos a la persona citada
que se reportara enferma, incluso la registrábamos en un hospital si era necesario. Si era
posible, debía moverse, de lo contrario se le asignaba un abogado o un representante del
Sindicato para ir con la persona a la audiencia. La mayoría de los maestros recibieron
instrucciones de no responder a las preguntas y tener un posible requerimiento por
desacato. Algunos fueron instruidos para renunciar a sus puestos de trabajo, porque
temíamos que el Comité estuviera dispuesto a publicar los datos sobre sus conexiones
internacionales. Si los maestros decían la verdad, muy seguramente involucrarían a otros
contactos del partido.
El Comité Coudert emitió más de seiscientas citaciones. Los maestros controlados por el
Partido siguieron nuestras indicaciones e instrucciones. Con nuestra ayuda y gracias a
nuestras advertencias, fueron capaces de preparar historias de defensa para el Comité.
Después de que cada persona había comparecido ante el Comité se le ordenó escribir un
informe exacto de lo que había ocurrido con todas las preguntas y respuestas, y éstos
fueron entregados a nuestro Comité de Defensa. Estudiamos estas hojas para poder tener
evidencias de la tendencia de la investigación del Comité y pudiéramos armar mejor al
siguiente lote de maestros que convocasen.
Mientras estudiaba estas historias que me di cuenta por primera vez, de la importancia
que tenía el sector y movimiento magisterial en los Estados Unidos para el Partido
comunista. Prácticamente abordaba todas las fases de trabajo del partido. Y no sólo
fueron utilizados como maestros en la educación del partido, donde dieron sus servicios
de forma gratuita, si no que en el verano viajaron y visitaron figuras del partido en otros
países. La mayoría de ellos eran un montón de idealistas, personas desinteresadas que
tripulaban los comités de frente y fueron la columna vertebral de la fuerza del Partido del
Trabajo y más tarde en el Partido Progresista. Incluso, en el aparato interno del Partido
realizaron servicios de valor incalculable. Ellos abastecieron al partido con miles de
contactos entre los jóvenes, las organizaciones de mujeres y grupos profesionales. Fueron
generosos con la ayuda financiera en las actividades del Partido. Algunos maridos
apoyaron como organizadores o en las asignaciones especiales.
No hay duda de que la investigación Rapp-Coudert de las escuelas de la ciudad de Nueva
York proveyó a la legislatura una gran cantidad de información sobre el funcionamiento
de los comunistas. También proporcionó un buen ejemplo de cómo se defienden, en
varias ocasiones esta lucha defensiva era contra quienes realizaban la investigación y de
todas las armas a disposición del Partido, recurriendo a la calumnia, el desprestigio, los
insultos, la incriminación, una cuidadosa tergiversación de la historia y de los
antecedentes de cada investigador. Si no se encontraba nada con qué atacar, a
continuación, se esparcían algunas murmuraciones que, a base de repetición se volvieron
bolas de nieve y la voz pública, repetía: "Donde hay humo, ha de haber fuego”.
En ocasiones, la campaña pasaba a la ofensiva. Se trató de encontrar un punto para
explicar la maldad de los investigadores, un resquicio donde ocultaban sus verdaderos
motivos: privar a las personas de ciertos derechos. El campo docente sostuvimos
firmemente, ante la opinión pública, la idea de que la investigación pretendía robar a las
escuelas públicas el apoyo financiero y para promover la intolerancia religiosa y racial.
Poco a poco ganamos la campaña, al menos en opinión de muchas personas; y distrajimos
la atención del público con acciones determinadas desde el Comité. El apoyo a los
maestros, que en un principio había venido sólo desde el Partido Comunista, aumentó
gracias a la inclusión primeramente de liberales, sindicatos de izquierda, organizaciones
nacionales y religiosas, y luego, de partidos políticos de izquierda, después, de los
demócratas, a continuación, los llamados progresivos republicanos. Todo el apoyo, sin
embargo, fue por cuestiones secundarias y no estaban dirigidas a combatir el problema
principal. A nosotros no nos importaba siempre y cuando marchasen a nuestro lado.
Veíamos sus razones como algo trivial.
Los Estados Unidos se encontraban en proceso de ser persuadidos a establecer una
alianza con Inglaterra y Francia en este momento. Al principio, el Partido Comunista
estaba en aparente oposición por el pacto nazi-soviético, y porque los miembros del
Partido Unificado se habían vuelto antibelicistas. Los grupos de los partidos comenzaron
a hacer alianzas con los grupos pro-Hitler, más violentos de E.U. Estas maniobras de los
comunistas por debajo de la mesa siempre irritaron a quienes como idealistas más o
menos sinceros pero equivocados, seguían ciegamente al partido. Los editorialistas de
The Daily Worker atacaron continuamente al Comité Rapp-Coudert como estrategia para
instigar a la guerra.
Por aquellos días, los comunistas estadounidenses se volvieron casi pacifistas. Esta fase
no duró mucho, ya que en el transcurso de la misma el Comité de Defensa de Profesores
publicó un libro llamado “Los Soldados de Invierno”. Se imprimieron unos diez
ejemplares. Estaba muy bien ilustrado. Obtuvimos la colaboración de artistas famosos
quienes realizaron las viñetas, porque las ganancias eran para ir a la Comisión de Defensa.
Pero nos vimos obligados a desistir de su posterior distribución cuando supimos que la
línea de la Internacional Comunista había cambiado una vez más y ahora el partido estaba
a favor de la guerra, como la Internacional Comunista siempre tuvo la intención de que
Estados Unidos debía ser.
La Internacional había asustado al mundo occidental por su alianza con Hitler; ahora la
campaña para involucrar a Estados Unidos en la guerra mundial estaba en su apogeo.
Aunque ahora el partido tenía ciertas dificultades debido a que muchos nuevos amigos
del Partido veían un conflicto entre cambiar de pacifistas a belicistas con la mayor
tranquilidad. Miles de estudiantes comunistas habían pronunciado con ímpetu el
juramento anti militar de Oxford. Muchos de ellos habían leído con alegría los poemas
contra la guerra de Mike Quinn, que también había proporcionado el CIO con su lema,
"Los Yankees no están llegando."
Miles de mujeres habían trabajado con el partido en sus comités de masas, como la Liga
contra la guerra y el fascismo - un título que fue cambiado posteriormente a Comité
americano para la Paz y la Democracia, y luego a la Comisión de Movilización de América.
En 1940, el Partido me había seleccionado para dirigir el Comité Sindical de Mujeres por
la Paz. Habíamos multiplicado el dinero, se contrató a un joven para las relaciones
públicas, y se organizó una delegación multitudinaria para ir a Washington, donde
cabildeamos con los representantes y senadores. Estuvimos plantados frente a la Casa
Blanca con los megáfonos gritando consignas pro-alemanas.
Justo en aquel momento, había llegado la ruptura final entre mi marido y yo. Desde hace
algún tiempo John estaba molesto con el aumento de mis actividades con los comunistas.
Él era pro-británico y había servido en las fuerzas aéreas canadienses durante la Primera
Guerra Mundial hasta la entrada de Estados Unidos a ella. Despreciaba las campañas de
"falsa paz", como él mismo las llamaba. Hubo otras razones personales por las que
nuestro matrimonio fracasó, pero el punto culminante llegó en ese momento. Me dijo
que se iba a la Florida para obtener el divorcio.
Me quedé en nuestro apartamento en la calle Perry. Mi madre había venido a vivir con
nosotros algunos meses antes. Yo me la pasaba yendo y viniendo de Albany a Nueva York
aquella primavera, dedicando todo mi tiempo al Sindicato y a la causa del Partido, estaba
agradecida por el apoyo otorgado a los maestros.
Todavía no veía el comunismo como una conspiración. Lo consideraba una filosofía de la
vida que glorificaba a la "gente pequeña". Estaba rodeada de personas que se llamaban
a sí mismas comunistas y que estaban llenas de pasión como yo. En el mundo exterior
había inmoralidad, decadencia e injusticia; no había un modelo real a imitar en la vida.
Pero entre los comunistas sabía que había una conducta moral de acuerdo con normas
bien definidas y había apariencia de orden y certeza.
El resto del mundo se había convertido en un lugar frío y caótico para mí. Había oído
hablar de hermandad, pero no vi ninguna evidencia de ello. En el grupo de comunistas
con quienes trabajé encontré una comunidad interesante.
Además del trabajo en el Sindicato de Maestros, continué como líder activa del Partido
Laborista Estadounidense. Me asignaron a trabajar con un comité para liberar a los líderes
del Sindicato de Peleteros, que habían sido enviados a prisión por sabotaje industrial.
Organicé una comisión de mujeres, incluidas las esposas de los presos, para visitar a los
congresistas y al Departamento de Justicia.
Hablamos con la señora Eleanor Roosevelt en su apartamento de la calle Once. Ella
amablemente accedió a hacer todo lo que estaba a su alcance para hacer llegar nuestra
agenda a manos de los funcionarios apropiados. Fue muy atenta con las esposas de los
presos que habían ido conmigo.
Sólo me molestó un detalle durante la entrevista: la cuestión sobre los derechos de los
comunistas de liderar los sindicatos que surgió en la plática en general. La Sra. Roosevelt
dijo que creía que los comunistas deberían ser miembros, pero no dirigir los sindicatos.
Su posición me pareció ilógica y se lo hice saber. El comunismo no puede estar en lo
correcto para los pequeños, para los obreros, y equivocado para los líderes. Sólo puede
haber un código moral para todos. Tal vez la señora Roosevelt, como yo y muchas otras
personas bien intencionadas en E.U., había aprendido por entonces, que en el comunismo
no se pueden encontrar puntos intermedios. La coexistencia es imposible en todos los
niveles.
En el verano de 1940 asistimos a la convención de la Federación Americana de Maestros
en Buffalo, temerosos de cómo seríamos recibidos. Fue casi irónico que una vez más,
estuviéramos en una convención en el preciso momento la escena comunista
internacional se agitaba por un acontecimiento dramático. El año anterior habíamos oído
hablar de la firma del pacto soviético-nazi; entonces llegaron noticias del asesinato de
León Trotsky en México. Los socialistas en conjunto, trotskistas, por un lado y el grupo
Lovestone por el otro prácticamente nos responsabilizaron de aquel evento. Pero el
desenlace de la convención de 1940 fue que el grupo de George Counts tomara el control
de la Federación Americana de Maestros y que poco después en Nueva York y Filadelfia,
otros dirigentes comunistas tuvieran sus levantadas sus cartas. En Nueva York, el
codiciado estatuto de la Federación Americana de Maestros fue para el Dr. Lefkowitz ya
él había fundado una nueva organización: el Gremio de Maestros.
Esto terminó automáticamente nuestras relaciones formales con la A.F. de L. El Sindicato
de Maestros de Nueva York era ahora un sindicato independiente no afiliado a ninguno
de los grandes movimientos obreros. Recordé con tristeza la convención en Madison
cuando habríamos sido aceptados en el CIO, pero que el Partido prohibió. Perdimos
aquella oportunidad principalmente como resultado de la publicidad en nuestra contra
durante la investigación de Rapp-Coudert y por eventos extranjeros.
Volví a Nueva York para enterarme de más malas noticias. Casi cincuenta de nuestros
maestros habían sido suspendidos de sus empleos. Pero quizá el mayor golpe fue a uno
de nuestros maestros, Morris U. Schappes, se le acusó de perjurio. Era profesor de inglés
en City College, ardiente comunista, graduado también del mismo instituto. Vivía cerca
de sus padres que Lower East Side. Con su esposa, Sonia, una devota comunista, de las
más dedicadas que conocí. Él fue la chispa que desencadenó el despido de los estudiantes
y maestros del City College cuando su entrega revolucionaria disminuyó. Bajo el nombre
de "Horton" él fue el director de la educación del partido de Nueva York al mismo tiempo
que enseñaba en la universidad. Ejerció una tremenda influencia tanto clase tras clase
como en la organización de los profesores universitarios del Sindicato trabajando
infatigablemente.
Cuando fue citado por el Comité, se decidió que no respondería ciertas preguntas y optar
por tomar un apercibimiento por desacato con la casi segura pérdida de su empleo, o
renunciar a la plaza de maestro. Cuando volví de Albany, me enteré de que los altos
mandos del comité habían cambiado de nuevo la decisión: iba a admitir su filiación
comunista y aceptar que entre él y otras tres personas publicaron el periódico comunista,
The Pen and Hammer, (“La Pluma y el Martillo”) que circulaba de manera anónima en City
College.
El problema era que los tres comunistas que nombró estaban muertos o se habían ido
de la universidad y el Comité Coudert pudo demostrar que su declaración era falsa. Morris
Schappes fue procesado y juzgado ante el juez Jonah Goldstein y reenviado a los viejos
calabozos con una fianza de diez mil dólares.
Cuando las puertas de las viejas mazmorras, sucias e infestadas de ratas se cerraron detrás
de él, odié el mundo en que vivía. No me parecía posible que hombres tan ordinarios
pudieran encarcelar a otro por el deseo de mejorar la condición de los pobres además de
que nunca se benefició personalmente con sus actividades. Odié a Tom Dewey, el fiscal
del distrito, a quien yo culpaba por la catástrofe. Odié al "sistema" porque lo creía
causante de la tragedia. Fui con Sonia e hice lo que pude para ayudarla
Organizamos un comité para la defensa de Schappes. Convocamos a una reunión masiva
frente al Supremo Tribunal de Nueva York en Foley Square y colocamos una corona en
los escalones del palacio de justicia "en memoria de la libertad académica", porque este
fue el lema que utilizamos en el caso Schappes para obtener apoyo público. Mientras
tanto, recibí diez mil dólares en efectivo de uno de los amigos del Partido para que Morris
estuviera fuera de la cárcel en espera de las apelaciones.
Sobre este caso todavía hay cierta ironía. El abogado defensor de Schappes, Edmund
Kuntz, fue uno de los abogados en el caso del espía de átomo de Rosenberg. Es
igualmente irónico que Morris Schappes fue uno de los maestros que inspiraron a Julius
Rosenberg en City College mientras éste último cursaba sus estudios allí. Al final del juicio,
Morris Schappes fue condenado y condenado de dos a cuatro años en una prisión estatal.
El nuevo período estaba a la vista, un período de extremos, cuando el frente único de los
comunistas y las fuerzas de la unidad nacional en los Estados Unidos debían trabajar
juntos para ganar la guerra. Morris Schappes fue olvidado excepto por su esposa y
algunos amigos leales. El Partido Comunista estaba ahora en coalición con las fuerzas que
habían procesado a Morris.
Los días finales de 1940 y los primeros de 1941 se habían ido en preparar las defensas de
los individuos que las juntas escolares habían traído a colación para los despidos basados
en los hallazgos del Comité Rapp-Coudert. Cuando desapareció el humo, descubrimos
que había habido una pérdida de entre cuarenta y cincuenta puestos en los colegios de
la ciudad y en las escuelas públicas.
El Sindicato de Maestros, en general, resistió el ataque. Hubo cierta pérdida de
membresía, pero todavía teníamos cerca de mil miembros del Partido en un sindicato de
alrededor de cuatro mil.
En febrero de 1941 mi querida madre había enfermado. El diagnóstico fue neumonía. Yo
estaba en Albany cuando llegó la noticia. Me apresuré a regresar para encontrarme con
la angustia de que los agentes de la Comisión Rapp-Coudert y algunos periodistas con
exceso de celo habían entrado en mi apartamento en busca de las listas de los profesores.
Mi madre, en su inglés entrecortado, les había informado que yo estaba ausente y que
me alegraría verlos a mi regreso. Se negó a dejar que miraran a cualquiera de mis papeles,
pero la habían empujado a un lado intentando hacerse cargo. Cuando me enteré me puse
furiosa por la invasión ilegal de mi casa. Pero todos rechazaron su responsabilidad, pero
en aquel momento mi principal preocupación era mi madre
Tenía setenta y seis años. Siempre había tenido gran fortaleza corporal y un buen ánimo.
Nunca la había visto aburrida. Su única preocupación era que yo trabajaba demasiado, y
a menudo me suplicaba que me relajara, pero a mí me impulsaban furias interiores. No
descansé. No tomé vacaciones. Me gustaba decir que no había vacaciones en la lucha de
clases.
Durante mucho tiempo mis actividades no tenían sentido para mi madre. Lo único que
sabía era que trabajaba demasiado. Pero debió de saber algo en sus últimos días, porque
una vez sacudió la cabeza y me miró con tristeza y dijo: “Los Estados Unidos hacen cosas
extrañas a los niños.” Murió en mis brazos varias semanas después. En el reposo de la
muerte, su rostro era encantador, y mientras yo estaba junto a su cuerpo, de repente vi a
mi madre con su gran suéter blanco con panes en las manos, cruzando los campos en
Pilgrim's Rest. A su alrededor estaban las aves salvajes que sabían que había venido a
alimentarlas. Ella ayudó a los pájaros y los animales y los niños y los adultos. La iba a
extrañar mucho.
Los funerales se celebraron en la Iglesia de Nuestra Señora de Pompeya en la calle
Bleecker. No había mucha gente en la iglesia conmigo, pero habían venido Beatrice y
algunos de los maestros del Partido, personas ajenas a esta casa de Dios. Vinieron a
consolarme por mi pérdida. Yo estaba profundamente conmovida.
Mi madre fue enterrada junto a mi padre en el cementerio de San Pedro en Poughkeepsie.
Regresé a Nueva York y ahora estaba completamente sola. Mi vida personal parecía que
se había acabado pues hasta entonces solo había pertenecido a la causa que servía.
Me mudé de apartamento porque no podía soportar su soledad. Conseguí uno pequeño
y barato en la calle Horacio, era el último piso de una vieja casa cerca del río Hudson.
Había una ventana al lado de mi cama y desde ella podía ver el cielo por la mañana al
despertar. Algunos días me llegué a preguntar desde cuándo realmente estaba tan sola.
Cuán lejos estaba aquel departamento del castaño que abarcaba con su sombra la casa
de mi madre, mi padre y todos sus hijos, aquella casa desde donde había planeado mi
futuro.
Aunque todavía tenía una habitación y aún tenía una familia. La habitación era muy
diferente de la de Pilgrim's Rest y mi familia que era muy grande no tenía ningún lazo ya.
En mi cuarto de manera confusa lograba olvidarla, sobre todo cuando mi cuerpo y mi
mente estaban completamente agotados.
CAPÍTULO DIEZ
Era el verano de 1941. El sindicato de maestros esperaba que en la convención de la
Federación de Maestros de E.U.A. se otorgara la readmisión a nuestra sección. Por lo
tanto, elegimos una delegación completa y la enviamos a Detroit, ciudad sede de la
convención. Pero aquellos que ahora controlaban la Federación de Maestros de E.U.A.
difícilmente conocían que hubiera algún cambio en la situación. El año anterior habían
expulsado a los comunistas y no estaban listos para sentarse pacíficamente a conversar
con ellos ese año. Por lo tanto se negaron a aceptar a los delegados de las secciones
expulsadas.
Llevamos a cabo una convención de grupos opositores al otro lado de la calle. Dimos
discursos, y muchos delegados de la convención regular vinieron a escucharnos. Pero
volvimos a Nueva York sin haber cumplido con nuestro objetivo.
En el camino de regreso a Nueva York, varios delegados, entre ellos Dale Zysman y yo,
íbamos en el mismo tren que el Dr. Counts y el Profesor Childs, los líderes máximos de la
Federación de Maestros de E.U.A. Dale, siempre muy sociable, se fue a sentar junto con
ellos y hablaron de una posible readmisión en el futuro. Ambos profesores creyeron
apropiado que los Estados Unidos se convirtieran en aliado de la URSS pero que el Partido
Comunista norteamericano debía ser disuelto. Ésta era la filosofía política que en ese
entonces yo no entendía. A finales de ese año, ambos hombres publicaron un libro que
se titulaba America, Russia and the Communist Party in the Post-War World (Estados
Unidos, Rusia y el Partido Comunista en el Mundo de la Posguerra), un elogio excesivo a
la Unión Soviética con un llamamiento de cooperación en la guerra y en la paz entre los
Estados Unidos y la URSS, pero al mismo tiempo, una invitación a disolver el Partido
Comunista.
Ese otoño yo todavía estaba tratando de encontrar trabajo para maestros que habían
perdido sus puestos en la disputa Rapp-Coudert. Algunos de los suspendidos todavía
estaban esperando juicio departamental. El partido había perdido interés en ellos. Su
nueva línea era un frente unido con todas las "fuerzas democráticas" — es decir todas las
fuerzas pro guerra.
Antes de Junio de 1941 se había presentado ante la opinión pública como una "guerra
imperialista", y esta sólo podría tener resultados reaccionarios. Pero cuando la Unión
Soviética fue atacada, la guerra se transformó en una “guerra del pueblo,” una “guerra de
liberación.”
El Partido Comunista de E.U.A. abandonó todas sus campañas de oposición. De nuevo,
sus amigos pacifistas eran "fascistas reaccionarios" y el partido dedicó todas sus energías
a elogiar a Francia y a Inglaterra como las grandes democracias. La lucha contra la Junta
de Educación Superior tuvo que finalizar, ya que el partido consideraba al alcalde La
Guardia como una fuerza en el campo de guerra pro-democrático.
A través de un intermediario nos ofrecimos para hacer un acuerdo total en los casos que
quedaban sin procesar ante la Junta de Educación Superior. No lo logramos y tuvimos
que tratar los casos uno por uno.
En el programa legislativo del Sindicato de Maestros de 1941 incluí una propuesta para
establecer guarderías públicas. El programa de guarderías WPA, a cargo del
Departamento de Educación del Estado, estaba llegando a su fin. El proyecto de ley que
introduje para el Sindicato era moderado. Estaba concebido principalmente como
programa de empleos para maestros y en parte como un programa social para ayudar a
mujeres trabajadoras con hijos pequeños. La polvareda que levantó en los grupos
opositores conservadores me asustó. Evidentemente había tropezado con un tema
controversial, algo que ponía sobre el tapete el rol de la mujer en la educación.
Para entonces no había prestado mucha atención a las políticas educativas. Los cursos de
educación en el colegio Hunter, incluían muy pocos temas polémicos y en los estudios de
posgrado, había evitado tales cursos pensando que debía dedicarme principalmente a las
asignaturas sobre el tema. Tenía la anticuada teoría de que si un maestro sabía su materia,
había hecho algunos cursos en psicología y le gustaba la gente joven, era capaz de
enseñar. Me horrorizaba ver a los maestros que enseñarían matemáticas, historia, o inglés,
y dedicaban todo el posgrado a cursos de métodos de enseñanza.
El 7 de diciembre de 1941 reuní a algunos ciudadanos sobresalientes a fin de discutir el
programa de expansión de escuelas, solicitar apoyo para las guarderías y para una mejor
educación de los adultos. La reunión se llevó a cabo en la casa de la señora Elinor Gimbel,
una mujer con espíritu colectivo y que estaba involucrada en muchas causas.
Con nosotros estaba Stanley Isaacs, un republicano liberal que provenía del barrio de
venta de la seda en Manhattan encabezado por el senador Coudert.
También estaba presente la jueza Anna Kross, inspectora de enmiendas de la ciudad de
Nueva York; Kenneth Leslie, ex editor de la revista The Protestant; y Elizabeth Hawes, una
elegante modista y autora del libro Fashion Is Spinach.
Disfrutamos de la hospitalidad de la señora Gimbel y hablamos sobre discriminación,
acerca de las nuevas oleadas de migrantes en Nueva York, de los conflictos con los
católicos en la ayuda federal, los presupuestos, edificios de las escuelas y los salarios de
los maestros.
Mientras repasaba las conferencias a las que había asistido sobre políticas educativas, los
métodos y avances, me di cuenta de que nunca habíamos debatido o pensado sobre de
qué tipo de hombres y mujeres esperábamos formar con nuestro sistema educativo.
¿Cuáles eran los objetivos de la educación? ¿Cómo los íbamos a alcanzar? Pocos se hacían
estas preguntas. ¿Son éstas las preguntas que se plantean en las escuelas públicas de nivel
superior?, y ¿cuáles son nuestras conclusiones?
Recientemente escuché al jefe de las escuelas públicas de Nueva York hablar en televisión
sobre la delincuencia juvenil. Fue poco después de los destrozos en una escuela
ocasionados por jóvenes vándalos. Dijo que lo que se necesitaba eran más edificios, más
maestros y mejores patios de recreo.
Aquellos dedicados a la educación progresista y a preparar a la juventud para vivir en el
"nuevo mundo socialista" están seguros de lo que quieren de manera abstracta, pero
parecen ignorar que trabajan con seres humanos. Aparte de enseñar a los niños que
deben aprender a llevarse bien con otros niños, no se establecen estándares de moral o
ley natural. No saben nada acerca de cómo nuestros hijos van a encontrar el orden
correcto de una vida armoniosa.
Yo también tuve que aprender por medio de una dura experiencia que no se puede curar
un alma enferma con más edificios o más patios de recreo. Estas cosas son importantes,
pero no suficientes. Abraham Lincoln, educado en una cabaña de una sola habitación,
recibió de la educación todo lo que los campos de atletismo y los laboratorios no pueden
dar. Todos sus discursos reflejaban su amor por su Creador. Sabía que Dios es la cura para
el ateísmo.
En esa tarde del domingo 7 de diciembre de 1941, hablamos mucho y fervientemente
sobre educación. También hablamos del excelente trabajo realizado por las mujeres de
Inglaterra para la seguridad de sus hijos preparándolos para los bombardeos. La señora
Gimbel encendió la radio para escuchar las noticias. Mientras llegaban los primeros
sonidos oímos una voz agitada anunciando que Pearl Harbor había sido bombardeado
por aviones japoneses. El desastre lejano en Europa, del cual habíamos estado discutiendo
en esta placentera habitación, ahora era nuestro. Escuchamos consternados mientras la
voz nos contaba todo el horror de lo que había sucedido.
Cuando terminaron las noticias nos miramos en silencio durante unos minutos. Éramos
personas de razas, religiones y partidos políticos distintos, pero todos pensábamos en
nuestro país. De modo que lo natural era que empezáramos a trabajar para hacer planes,
y que estos planes incluyeran a los niños. Luego allí constituimos una Comisión de
Emergencia para el Cuidado de Niños con la señora Gimbel como presidente, y prometí
sacar mis apuntes de enfermería y dar todo mi apoyo a esta comisión.
En el partido hacía mucho que esperábamos que la guerra involucrara a los Estados
Unidos. En realidad, a comienzos del verano el partido había convertido repulsivamente
la Comisión de Paz en una comisión de movilización bélica estadounidense, y en
septiembre habíamos llevado a cabo una gran reunión al aire libre en el velódromo de
Brooklyn. Yo fui una de los oradores. El tema principal de la reunión fue la guerra que se
avecinaba y cómo enfrentarla.
Ahora, las fuerzas del partido se centraban en establecer las comisiones para ganar la
guerra. Las antiguas disputas entre los maestros del sindicato y del CIO (Congreso de
Organizaciones Industriales) y AF of L (Federación estadounidense del Trabajo) quedaron
aparte y las pequeñas y grandes discusiones olvidadas. Ahora los comunistas eran los
pacificadores entre las facciones discordantes en todos lados. Con alegría y alivio vi al
partido funcionar como una agencia para unir las fuerzas de la comunidad para ganar la
guerra.
Por supuesto, el partido comunista estaba encantado con lo que estaba sucediendo. Se
movió enérgicamente para poner la enorme fuerza de Estados Unidos a disposición de la
Unión Soviética. Además, los comunistas de la tropa estaban saboreando nuevamente
haber sido aceptados por todos los grupos. Durante este período, el partido dio
lineamientos para que los miembros ordinarios fueran tratados como seres humanos y se
actuara con naturalidad, con el fin de que no se les viera como una amenaza y hasta los
escuchaban cuando trataban de explicar que ellos estaban del lado del pueblo
estadounidense. Ahora todos los grupos norteamericanos trabajaban juntos en las
comisiones de la Cruz Roja, en reuniones de venta de bonos, en campañas de bancos de
sangre. Éramos un pueblo unido en una causa común.
Es triste haberme dado cuenta que los líderes del partido comunista consideraban a este
frente unido sólo como una táctica para perjudicar a este país, y que estaban usando la
buena fe de sus propios miembros para terminar destruyéndolos. Cubiertos por una falsa
unidad se movían como ladrones en la noche, robando materiales y secretos. Cada
miembro del partido comunista era usado como parte de la conspiración, pero la mayoría
no se daba cuenta. Sólo aquellos que conocían la modalidad sabían cómo cada uno de
ellos encajaba en la situación.
Estuve cerca del partido durante los peores días entre 1939 y 1941, los días del pacto nazi-
soviético, sobre todo porque amaba profundamente el sindicato de maestros que
representaba. Mi amor no era una emoción abstracta. Sentía cariño por todos sus
miembros, los fuertes, los débiles; los arrogantes, los humildes. Me identificaba con todo
ellos. Ese sentimiento que algunos tienen por su iglesia o su nación, yo la tenía por el
Sindicato. Me acerqué al partido porque éste se preocupaba por los problemas de los
maestros, nos daba buena publicidad y apoyaba nuestras campañas.
La segunda razón fue por la campaña antibélica del partido. Ahora sé que esta política
anti-guerra era solamente una táctica para satisfacer las condiciones cambiantes. En aquel
entonces no podía creer que las directrices comunistas constituían un proyecto para
colocar a los comunistas un paso más cerca de la guerra total para el control absoluto del
mundo. Lentamente empecé a creer en la infalibilidad del "socialismo científico" y en el
inevitable milenio socialista. De ninguna manera estaba ajena a los muchos signos de
brutalidad, corrupción y egoísmo dentro del partido, pero pensaba que el movimiento
era algo más grande.
Yo, y cientos como yo, creíamos en Stachel y Foster, en Browder y Stalin, en el Politburó,
el gran partido de la Unión Soviética. Sentíamos que eran incorruptibles. La Fe ciega en
la Unión Soviética, la tierra del verdadero socialismo, fue el último hechizo en romperse
para mí. Había sido un hechizo entretejido de palabras hiladas inteligentemente por los
intelectuales del partido que mintieron, y mi deseo de ver perfección humana en este
mundo imperfecto hizo que esas palabras fueran creíbles.
En este período, Rose Wortis, una mujer más bien ascética, como Harriet Silverman,
modesta, dedicada, incansable en su trabajo, una pieza bien dispuesta en el engranaje de
revolucionarios profesionales, me supervisaba mientras yo preparaba un panfleto para la
comisión de paz del sindicato de mujeres. Había incluido una declaración en contra de los
nazis, que Rose tachó mientras lo corregía, diciendo:
“¿Por qué escribes esto? "Por el momento no es prioridad darle importancia a eso”. Quedé
espantada, pero me negué a creer en las implicaciones, la excusé basándome en que ella
era sólo una funcionaria insignificante. Estaba segura de que en un nivel más alto, nadie
cometería un error de tal magnitud. Más tarde tuve oportunidad de ver el nivel más alto.
Ahora estaba tan involucrada con el partido que le dedicaba todo mi tiempo libre. No
tenía más amigos que mis compañeros.
A esto se agregó otro factor, no menos importante: en este extraño mundo, mi
importancia crecía. Me había unido como una idealista. Ahora comenzaba a experimentar
una sensación de poder al ver la oportunidad de participar en eventos significativos.
Al igual que otros conocidos, estaba exhausta por tanto trabajo y horas de dedicación.
Comencé a criticar a aquellos que no se involucraban completamente en el partido.
Todavía basaba mis actividades en mis estándares de bondad, honestidad y lealtad. No
entendía que, al momento de hacer alianzas, el partido no tenía nada que ver con estas
cualidades, que no estaba allí para reformar el mundo sino que estaban empeñados en
hacer una revolución para controlar al mundo. No sabía en ese entonces que para hacer
eso podían usar degolladores, mentirosos y ladrones tanto como santos y ascéticos. Sin
embargo, lo habría sabido si hubiera reflexionado sobre las repercusiones del discurso de
Lenin pronunciado en el Tercer Congreso Ruso de la Liga Comunista de Jóvenes Rusos el
2 de octubre de 1920: “ . . . "...toda nuestra moralidad está enteramente subordinada a
los intereses de la lucha de clases del proletariado".
Si ocasionalmente veía cosas que me hacían sentir incómoda, pensaba que los tiempos
demandaban dichas acciones. En cierta ocasión, esta supuesta calma hizo que me
sobresaltara. Un grupo del Partido y líderes del sindicado se reunieron en una casa privada
en Greenwich Village para hablar con Earl Browder, quien después fuera líder del partido
comunista, con respecto a Vito Marcantonio y su trabajo en el Partido y en particular con
respecto a las próximas elecciones. Estaban presentes varios miembros del Politburó y
una veintena de líderes de la unión comunista de la A.F. L. y del CIO.
Marcantonio tenía una relación muy especial con el Partido Comunista. Como vocero en
el congreso, era indispensable. Ya que era amigo cercano del alcalde LaGuardia, fortaleció
al partido. Al mismo tiempo apoyaba al alcalde porque era el representante personal de
este último en el Este de Harlem. A través de él, LaGuardia mantenía conexiones con una
sección de las políticas de la ciudad, las cuales ningún alcalde puede ignorar. Pero
Marcantonio no hubiera podido mantener su distrito en el congreso sin el Partido
Comunista.
En la reunión discutimos sobre los nombramientos para representantes por toda Nueva
York. Algunos de nosotros había recomendado el respaldo de un republicano quien había
servido en el senado del estado en las ternas o listas de los republicanos y de los
trabajadores, un hombre que había representado bien al área del Este de Harlem. En ese
entonces Marcantonio estaba aliado con Tammany Hall, e insistió en el respaldo del
candidato que tenía un mal récord de votación y estaba más ausente que presente en su
escritorio en el Congreso.
En mi ingenuidad creí que todo lo que teníamos que hacer era mostrarle su récord de
votos a la dirección del Partido, y éste apoyaría al candidato mejor calificado. Pero la
respuesta a nuestro pedido fue un simple "no" por parte de Browder. Nos ordenaron no
interferir con las decisiones de Marcantonio. Totalmente sorprendida acaté su orden, ya
que estaba convencida de que las decisiones del Partido se tomaban democráticamente.
Lo que ocurrió después fue que los líderes más importantes del sindicato comenzaron a
quejarse acerca de lo que ellos denominaban demandas desmedidas de las alianzas por
parte de Marcantonio. Cuando terminaron, Browder les dijo directamente que todo el que
se opusiera a Marcantonio era prescindible. Observé a los líderes de la unión escuchando
al líder del Partido mientras pronunciaba su edicto. Parecían perros apaleados. Cuando
Browder terminó, hubo un breve silencio y pude ver a estos jefes de sindicatos tratando
de explicar su oposición, riéndose nerviosamente de nada, por haber aceptado una
decisión que antes habían jurado jamás aceptar.
Con el corazón abatido también lo acepté, y enseguida empecé a racionalizar: Sin duda
todo se debía a alguna exigencia de las políticas prácticas acerca de las cuales yo no sabía
nada. Sin embargo, el incidente me dejó con un duradero resentimiento.
En 1942, fui lanzada al corazón mismo de la violencia de las políticas de izquierda. En los
días del pacto Nazi-Soviético, la peor lucha fue entre los Demócratas sociales y los
comunistas por el control del Partido Laborista norteamericano, que había llegado a ser
el equilibrio de poder en el estado de Nueva York.
El Partido Demócrata no podía llevar adelante el estado sin el apoyo del Partido Laborista.
Los republicanos no podían conducir el estado sin separar esta nueva fuerza política.
Aquellos formados en las escuelas de políticas de izquierda mostraban aptitudes para las
políticas prácticas, lo que dejaba la vieja maquinaria de políticos fuera de funcionamiento.
Los demócratas sociales bajo el liderazgo de Alex Rose de la Unión Millinery y de David
Dubinsky de la Unión de trabajadores de prendas femeninas, en un principio habían
colaborado en la construcción del Partido Laborista estadounidense. Al competir entre sí
al momento de hacer alianzas con los demócratas y republicanos para las elecciones
sucesivas cada grupo obtuvo para sus seguidores algunos puestos en la votación que
asegurarían la elección si la lista de candidatos conjunta era exitosa
En 1937 y 1939 las fuerzas conjuntas del partido laborista estadounidense habían
conseguido puestos en las elecciones de la ciudad y del estado. Con la llegada del pacto
Nazi-Soviético, los demócratas sociales comenzaron una campaña en contra de los
comunistas tanto en los sindicatos como en el Partido Laborista.
Ya porque los comunistas habían competido con los intelectuales y liberales que estaban
en el Partido laborista; ya porque el partido se había aliado con la maquinaria del Este de
Harlem de Marcantonio (una maquinaria personal); ya por la fuerza del Partido en las
nuevas uniones CIO, los candidatos apoyados por el Partido salieron victoriosos en varias
luchas primarias. Para el año 1942 habían expulsado a los demócratas sociales del control
del Partido laborista en todos los distritos excepto en Brooklyn.
Las primarias de primavera de aquel año vieron una lucha dura entre estas dos facciones
por el control de Brooklyn. El Partido me colocó en la sede del Hotel Piccadilly como
secretaria del comité, conocido como Comité del Sindicato para elegir a los candidatos
para ganar la guerra. El trabajo que me asignaron fue aplicar la consigna del partido a
varias uniones de izquierda para recaudar dinero y fortalecer las elecciones.
El comité dedicaba su energía a dos campañas: Vencer a las fuerzas de Dubinsky en
Brooklyn, y ganar la nominación para Marcantonio en los tres partidos políticos de su
distrito del congreso. Se postulaba en las primarias del partido republicano, demócrata y
laborista.
El ala comunista del partido laborista ganó las elecciones primarias en Brooklyn y tras una
reñida lucha que incluyó una apelación ante los tribunales, Marcantonio ganó la primaria
en los tres partidos luego de haber gastado increíbles sumas de dinero y de haber
utilizado un sin número de miembros de la unión movilizados por el Partido como
solicitantes de votos en su distrito.
Todas las noches, miles de hombres y mujeres iban casa por casa en el distrito del Este de
Harlem. Hacían visitas continuas a los votantes. En la primera visita les pedían que
firmaran una promesa de votar a Marcantonio en una lista ticket particular del partido.
Luego, mediante un llamado, les recordaban el día de la primaria. Y en el mismo día de
las primarias los visitaban cada hora hasta que acudieran a las urnas. Escuadrones de
autos los esperaban para llevarlos. Los maestros hacían de niñeros. Personas que habrían
menospreciado trabajar para un líder republicano o demócrata, por voluntad propia y sin
recompensa, hicieron las tareas más serviles porque el Partido les había dicho que ésta
era la forma de vencer a los “fascistas.”
Llámenlo hipnosis general si quieren, pero lo importante es reconocer esta apelación a la
bondad en los seres humanos y darse cuenta cómo se puede usar.
Cientos de miembros del Sindicato de maestros fueron asignados a distritos de negros y
puertorriqueños donde les ayudaban a realizar las pruebas de alfabetización.
Manipularon las urnas. Hablaron en las esquinas durante la campaña y escucharon en
éxtasis a Marcantonio, que terminaba cada discurso con un "larga vida a Puerto Rico
libre”, grito de batalla que nada tenía que ver con las elecciones primarias.
Al finalizar la campaña, estaba agotada. Aun así volví a la oficina del Sindicato de maestros
y durante los calurosos días de verano colaboré ayudando al esquema de fuerza que
trabaja allí. Creo que éramos la única organización de maestros que mantuvo alguna
actividad durante todo el verano. Asignamos los asuntos sociales a los maestros que
estaban fuera de la ciudad en la universidad de Columbia y New York. Prestamos servicio
a los maestros y suplentes y nos preparamos para el siguiente período escolar.
En ese año el partido laborista estadounidense decidió apoyar para el senado del estado
al candidato demócrata, Jerry Finkelstein, en contra de Frederic Coudert. El sindicato de
maestros respondió al llamado de ayuda. El distrito senatorial era particular, consistía en
tres distritos de asamblea, el famoso Greenwich Village Tenth, el silk-stocking Fifteenth,
y el Puerto Rican East Harlem Seventeenth.
Estos distritos comprendían extremos de riqueza y pobreza, desde casas estupendas en
Park Avenue hasta viviendas infestadas de ratas y alimañas. El partido comunista liberó a
todos los camaradas maestros de otras tareas para dejarlos trabajar en esta campaña.
Me trasladaron a una suite de oficinas en el Hotel Murray Hill en Park Avenue y
establecimos un comité constituido por ciudadanos destacados. "Los votantes aliados en
contra de Coudert" estaba oficialmente bajo la presidencia de una mujer fina e inteligente,
la señora Arthur Garfield Hayes. Incluía personas como Louis Bromfield, Samuel Barlow,
y la ayuda de otras personas respetables.
Uno de los abogados de Amtorg, la organización de negocios soviética, aportó dinero y
también información útil para la campaña en contra de Coudert. En el distrito silk-
stocking casi no había una organización democrática, y la que había en la villa se la
consideraba tan relacionada con los republicanos que tuvimos que establecer la nuestra
propia. Esto dejó la organización democrática en el Este de Harlem, que estaba cada vez
más bajo el control de Marcantonio, como clave para la elección. En ese distrito se ganaría
o perdería la pugna.
Pronto me di cuenta de que Marcantonio, que había ganado la primaria en los tres
partidos, no estaba peleando lo suficiente por llevar el distrito del partido laborista en
contra de Coudert. No le importaba qué partido ganara, dado que él era candidato en los
tres que había. Además el alcalde LaGuardia se había comprometido a hacer todo lo
posible para el senador Coudert, y Marcantonio respondía a los pedidos del alcalde. Pero
Marcantonio había prometido ayudar, y pusimos algo de dinero a disposición de los
líderes de esta maquinaria.
Mis peores temores se confirmaron cuando escuché los resultados de las elecciones y
supe que habíamos perdido. No me importó que perdiéramos el distrito silk stocking.
Pero perder el distrito de Marcantonio fue un golpe a mi confianza en las personas de
este extraño mundo de izquierda.
Esa noche Harry, uno de los viejos capitanes de Marc, me llevó a casa. Estaba deprimida,
no sólo porque se había perdido la elección, sino por la lección que había aprendido.
Paramos en el Village Vanguard y allí nos encontramos con Tom O’Connor, editor de
trabajo de P.M, un buen amigo mío, y uno de los más humanos del partido. Me miró, pero
no dije nada. Él sabía lo que había pasado.
Cuando el Vanguard cerró, Tom y yo caminamos rumbo al ayuntamiento por las calles
desiertas. Hablamos acerca del "movimiento" y de los extraños callejones sin salida a los
que a menudo conducía. Hablamos de los oportunistas que llenaron la calle hasta esa
Meca de perfección en la que todavía fijamos la vista.
Caminamos por el puente de Brooklyn mientras amanecía. Tom me subió a un taxi.
Cuando llegué a casa, me fui a la cama y dormí dos días seguidos.
CAPÍTULO ONCE
LOS AÑOS DE LA GUERRA hicieron que todo pareciera irreal, incluso el partido. Sin
embargo, no faltaban actividades, en las que el partido jugaba un papel importante.
Los líderes del sindicato de maestros, no estaban satisfechos porque no tenían afiliaciones
con las uniones de obreros, por eso negocié una afiliación con otros sindicatos dirigidos
por comunistas. Los del Condado Estatal y los trabajadores municipales pasamos de
pertenecer de la sección 5 de la A.F. L.; a la sección 555 del CIO.
El sindicato estableció sus nuevos cuarteles en el número trece de la Plaza Astor, en el
edificio Tom Mooney Hall que había sido propiedad del Instituto Alexander Hamilton y
luego perteneció a la sección 65 del sindicato de Warehousemen, una corporación
controlada por comunistas ricos. La sección 65 alquilaba pisos para los sindicatos y
organizaciones de izquierda. Los sindicatos State County y Municipal Workers (del
Condado Estatal y los trabajadores municipales) estaban en el séptimo piso. El sindicato
de maestros se apoderó del quinto. Contábamos con suficiente espacio para nuestras
actividades profesionales y sociales.
El sindicato se había comprometido a ayudar a los profesores que fueron despedidos por
el comité Rapp-Coudert, pero la situación se complicaba. Finalmente, luego de meditar
sobre este problema, decidimos fundar una escuela liberal para adultos; y de esta forma
creamos empleos y expandimos la educación.
La Escuela para la Democracia (The School for Democracy) fue fundada por el Dr.Howard
Selsam, ex –director de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Brooklyn, y por David
Goldway, también ex director del colegio Townsend Harris High School y ex secretario
estatal de educación del Partido Comunista en Nueva York. Trabajé arduamente para
organizar las juntas del sindicato de maestros en el número 13 de la Plaza Astor.
La escuela fue un éxito. Casi de inmediato los maestros de ciencias consiguieron empleos
bien pagados en laboratorios experimentales. Pero el partido observó nuestra incursión
en el ámbito educativo y preparó todo para que ésta les sirviera para lograr sus objetivos.
Ligada al partido desde tiempo atrás, la escuela de los trabajadores (Workers School),
ubicada en la sede del partido, daba cursos de Marxismo-Leninismo, de historia del
sindicato, y de divulgación de la línea del partido actual. Aunque su verdadero propósito
era el adoctrinamiento de comunistas que no comprometiera el concepto de educación
burguesa. Había un ambiente extranjero en todo esto. La escuela fue dirigida por viejos
comunistas, que algunos por simpatía y otros a manera despectiva llamaron “Nineteen
Fivers.”(" los de 1905")
Earl Browder y los dirigentes nacionales estaban entusiasmados con la Escuela para la
Democracia. Por su parte pretendían dar la imagen entre los estadounidenses de ser una
organización nacida en América para así prepararlos para su participación durante la
guerra y la posguerra.
A Brower le impacientaba que la mayoría de los dirigentes del partido fueran extranjeros.
Tal vez su niñez y juventud en Kansas tuvieron algo que ver con esto. Su lema, "El
Comunismo es el americanismo del siglo veinte" había molestado tanto a los comunistas
extranjeros como a los activistas estadounidenses ya que lo vieron como un intento para
venderles un artículo falso. Pero con la guerra, Browder trabajó impunemente y convertió
al partido en una organización política y socialmente aceptable en los Estados Unidos.
De acuerdo con esto, se decidió asumir el control de la Escuela para la Democracia y unir
a sus más distinguidos profesores, graduados de las universidades burguesas al ala más
dura, la de los maestros comunistas de la Escuela de Trabajadores. Alexander
Trachtenberg fue designado por el comité para fusionar las Escuelas de los Trabajadores
y de la Democracia.
Comunista astuto, socio fundador del partido y ex socialista revolucionario, Trachtenberg
era y es uno de los cabecillas financieros del movimiento. También fue jefe de la firma de
editores internacionales, y tenía el monopolio de la publicación y distribución de libros y
panfletos comunistas. La suya fue una empresa altamente rentable.
Con el fin de albergar una escuela marxista, Trachtenberg compró un hermoso edificio en
la esquina de la calle Dieciséis y la Sexta Avenida, a tiro de piedra del Colegio San
Francisco Xavier.
Los planes para echar a andar escuelas marxistas para la educación de adultos bajo
aspecto patriótico, estaban listos. A los héroes de la Independencia y de la Guerra Civil
estadounidense se les daría un estatus marxista. A escuela nueva en Nueva York se le
llamó Escuela Jefferson de Investigación Social. En Chicago, Abraham Lincoln; en Boston,
John Adams, y en New Rochelle, Thomas Paine. Estas escuelas tendrían un papel de
"tercera revolución" que sería el de destrucción de la nación.
Una vez Trachtenberg me dijo que cuando el comunismo llegara a los Estados Unidos lo
haría bajo el nombre de “democracia progresista”. “Vendrá”, agregó, “bajo etiquetas que
el pueblo estadounidense acepte”.
Irónicamente los fondos iniciales para la creación de las escuelas marxistas fueron
donados por el sector más adinerado, eran industriales a quienes se les invitaba a las
cenas organizadas por personas también adineradas. Venían a escuchar a Earl Browder
hablar de los eventos actuales y predecir el futuro haciendo énfasis en la importancia del
partido en los acontecimientos venideros.
No hay duda que Earl Browder, como jefe del partido comunista, y cercano a los centros
de poder mundial, conocía mejor que la mayoría de los estadounidenses lo que estaba
sucediendo, salvo que veía los hechos bajo su distorsionada ideología marxista.
A los hombres que pagaban su admisión de cien dólares y contribuían de esa forma a los
fondos de la escuela, Earl Browder les nombraría " hombres de negocios progresistas", es
decir aquellos que estaban dispuestos a seguir un programa de comunismo internacional.
El señuelo fue muy atractivo: grandes beneficios a través del comercio con los soviéticos.
El precio a pagar no era de gran importancia para estos hombres bien alimentados de la
alta sociedad, que sentían que el mundo estaba a su servicio. El precio significaba respetar
a los comunistas de casa y someterse a los soviéticos como extranjeros.
Yo no formé parte de este grupo que planeaba un nuevo imperio de educación marxista,
aunque había sido el espíritu inspirador para la fundación de la Escuela para la
Democracia. Los administradores de la escuela Jefferson no eran educadores, eran
comunistas y figuras clave para la dirección del naciente partido comunista en E.U. Entre
los dirigentes se podía encontrar gente con antecedentes increíbles, algunos entrenados
en Moscú, todos en apariencia respetables, aunque a veces esa apariencia se hacía
borrosa.
Viéndolo en retrospectiva, puedo darme cuenta que conservé un pequeño espacio en
donde mi podía escapar. Sin embargo, en algunas etapas de mi vida me hallé
completamente dispuesta a que se me controlara, incluso que se me esclavizara. Estaba
condicionada para aceptar que el sistema capitalista era ineficiente, ambicioso, inmoral y
decadente. Mis estudios, lecturas y la depresión hicieron que coincidiera con el presidente
Roosevelt en querer sacar a los mercaderes del templo.
También estaba dispuesta a seguir al partido en la aplicación de programas afines a sus
políticas, ya en este punto, el ataque se dirigió hacia la grosera estupidez de aquellos
gobernantes que no tenían planes para el futuro.
Así mismo, por voluntad propia, ayudé al partido a ganar poder en el ámbito educativo
a través de mi trabajo con el sindicato de maestros. Siempre estaba lista para ayudar a
incluir al mundo académico de los intelectuales a nuestra población inmigrante, los cuales
se sentían discriminados.
Pero ante el aparato educativo interno del partido actué con cautela. No me dejé llevar
por las pedanterías dogmáticas de las escuelas comunistas. De forma inconsciente supe
que aquello no era educación sino que se trataba de propaganda, y mi corazón seguía
siendo de una estudiante y maestra. Quería leer a Marx, Engels y Lenin, pero no bajo la
tutela de esas grises figuras monótonas que llenaban la sede educativa del partido.
Los líderes del partido hicieron varios intentos para llevarme a las escuelas de formación,
ya fueran del estado o nacionales. Se me acercaron en repetidas ocasiones para
proponerme que fuera a estudiar a Moscú, pero yo siempre alegué que por lo inestable
del trabajo en el sindicato me era imposible, que no creía tener tiempo para tal cosa.
"Quizás algún día" les dije.
Vi cómo ingresaban maestros, marineros, peleteros, choferes, amas de casa, la mayoría
con una educación básica, hasta tercer grado, mezclarse en estas escuelas públicas,
estatales o nacionales, con los que acumulaban títulos universitarios y los he visto salir
con el mismo sello de uniformidad. Este proceso de nivelación les daba un extraño sentido
de superioridad, como si al graduarse se sintiesen sacerdotes de una nueva cultura.
El desarrollo de las nuevas escuelas marxistas me alejó del trabajo como maestra. Di una
clase en la escuela Jefferson, pero no la disfruté. Cuando me ofrecieron la dirección de la
escuela para obreros en California la rechacé sin dudarlo. Temía que si me dejaba llevar
por este tipo de adoctrinamiento, ese último lugar donde mi mente encontraba libertad
dejaría de existir.
Los años de guerra produjeron fenómenos interesantes entre los círculos de izquierda
dirigidos por comunistas. No menos importante fue la renuncia pública a la lucha de
clases. El partido anunció que todas las secciones de la clase capitalista se habían unido
al "frente democrático", llamado "el campo Roosevelt del progreso".
El periódico The Dairy Worker no se cansaba de nombrar a todos aquellos que
estrechaban las manos en con un mismo objetivo: comunistas, sindicatos, secciones del
partido democrático y capitalistas progresistas. Se concretó la coalición cuando el partido
declaró que ganaría la guerra y con ello la paz.
El partido comunista se había comprometido a establecer en la clase obrera una disciplina
rígida. Algunos patrones estaban encantados por el apoyo recibido, pues disminuyeron
las quejas respecto a la desigualdad en los salarios, las huelgas eran controladas con
eficacia y en general, las condiciones de los obreros habían mejorado. Lo asombroso fue
que mientras los salarios aumentaban un poco durante esos años, no lo hicieron a la par
que los ingresos y el control de los monopolios empresariales.
En otras circunstancias, los comunistas hubieran explotado el hecho de que la producción
de la guerra estaba en manos de diez grandes corporaciones y que el 80 por ciento de la
producción de la guerra la acaparaban unas cien firmas. Ahora los comunistas silenciaban
cuidadosamente esa información. En cambio, jugaban con los sentimientos de
patriotismo de los trabajadores.
Fue triste ver cómo el partido renunció a luchar a favor de los verdaderos intereses de los
trabajadores, por ejemplo cuando los trabajadores negros protestaron por adquirir
mejores condiciones en las fábricas, los comunistas se opusieron violentamente a sus
demandas. En realidad, ya estaba en marcha una campaña para denigrarlos. Se acusó a
los líderes de este movimiento negro de ser agentes japoneses.
El partido puso todo su esfuerzo para inducir a las mujeres para que entraran en la
industria. Los diseñadores de moda crearon estilos especiales para ellas y los
compositores escribieron canciones para incentivarlas. Usar el poder de la mujer en la
industria bélica era imprescindible. Aunque en realidad el programa comunista iba más
allá. La estrategia consistía en que las situaciones que se viven durante la guerra llegaran
a ser parte permanente en los programas educativos, además, que el modelo de familia
burguesa como núcleo de la sociedad se viera como una estructura obsoleta.
Después de la Conferencia de Teherán, el partido decidió aplazar las huelgas, es decir, se
proyectó una política sin huelgas permanentes. Cada vez que los líderes políticos
estadounidenses salían de una conferencia internacional, ya fuera la de Crimea, de
Teherán o de Yalta, el partido volvía a anunciar su dedicación al plan para ganar la guerra.
Sus líderes dirigían una intensa guerra para lograr y mantener la paz entre los Estados
Unidos y la Unión Soviética. En todas partes se comenzaba a ubicar al partido en
posiciones clave para conseguir la coalición del frente interno. Los gobernantes
consultaban a los directores comunistas.
Con la campaña para el segundo frente Earl Browder alcanzó prominencia nacional, vimos
cómo era consultado por líderes nacionales como Sumner Wells. Funcionarios del
gobierno estaban utilizando a los comunistas para unir a grupos divergentes
Al crearse el Comité de Asistencia para la Guerra en Rusia, una variedad deslumbrante de
ciudadanos destacados adornaron con elegancia los encabezados. El lanzamiento del
Comité de Asistencia para la Guerra en Rusia fue un asunto lleno de esplendor para las
personas del gobierno y de la alta sociedad.
El partido comunista se aprovechó al máximo. De éste surgió el Instituto Ruso con su
imponente sede en Park Avenue.
Era una agencia de propaganda sofisticada, que atrajo a este mundo de izquierda a
educadores estadounidenses, funcionarios públicos, artistas, a algunos jóvenes de
familias adineradas. Algunos nombres famosos como Vanderbilt, Lamont, Whitney,
Morgan se mezclaron con los de los líderes comunistas. El Instituto Ruso era tan respetado
que le permitieron impartir cursos de carácter técnico a los maestros de una escuela de
la ciudad de Nueva York para que obtuvieran títulos de capacitación.
En Albany y Washington, una nueva generación de jóvenes comunistas nacidos en
norteamerica irrumpió en las cámaras legislativas como publirrelacionistas, como
representantes legislativos y como asesores de investigación de los legisladores. Debido
a que poseían información clasificada y sabían perfectamente lo que estaba sucediendo,
fueron capaces de guiar a los legisladores en dirección a la fusión estadounidense-
soviética. Ademas, ayudaron a crear decenas de importantes figuras públicas salidas de
las manifestaciones de Madison Square Garden, organizadas, claro está, bajo distintas
etiquetas, pero llenas de tropas de los más dedicados miembros del partido. Estaba
surgiendo una sociedad brillante, compuesta por diplomáticos y agentes de negocios
rusos, de estadounidenses con trajes de noche, y de bohemios artísticos con sus overoles
descuidados, todos ellos vitoreando las muestras de amistad con la madre patria
soviética.
En 1943 Stalin anunció la disolución de la Internacional Comunista, lo que dio un gran
impulso a la construcción del partido comunista estadounidense. En realidad esta
disolución fue una táctica para disminuir el miedo de aquellos norteamericanos que no
creían en la unidad soviético-estadounidense sin que se dañara la soberanía del país.
Cuando llegué a Albany para la sesión legislativa de 1943 me bombardearon a preguntas.
En todos lados expliqué la nueva política de paz, una nueva era que venía al mundo
basada en la amistad entre los comunistas. Unos días más tarde, cuando hablé ante una
audiencia sobre el presupuesto en una sala repleta, supuestamente para mi sindicato, en
realidad estaba comprometiendo la línea de unidad del partido en términos del problema
de impuestos. Me felicitaron republicanos, demócratas, y representantes de la
organización de contribuyentes.
Después Gil Green, presidente del partido comunista del estado en Nueva York, y Si
Gerson, su representante legislativo, me felicitaron por mi discurso. Luego Gil me dijo
efusivamente: “El momento ha llegado Bella, deberías presentante abiertamente como
líder del partido.” Gerson añadió que se iría pronto a la armada e iba a hacer falta un
nuevo representante legislativo para el partido: “y te queremos a ti”.
Cenamos en el Witt Clinton Hotel, estuvieron presentes también hombres del CIO,
abogados sindicales locales, y un representante del sindicato agrario. Un miembro del
partido, mi mesero preferido, nos tomó la orden. Escuchaba a medias lo que la gente
hablaba alrededor de nuestra mesa, ya que Gil Green me había sorprendido con su brusca
sugerencia, y sabía que era casi una orden. Me agradaba Gil. Usaba trajes de mal aspecto,
y gastados y me recordaba a Harriet Silverman y Rose Wortis y las otras personas
abnegadas y dedicadas.
Comencé a ver en el partido mucha gente de diferentes bandos. Durante la guerra vi
como el oportunismo y el egoísmo atrapó a muchos compañeros. Usaban ropas caras,
vivían en departamentos elegantes, se tomaban largas vacaciones en lugares provistos
por hombres adinerados. Había uno en particular, William Wiener, ex tesorero del partido,
quien manipulaba una veintena de empresas comerciales, acostumbraba vestir trajes
Brools Brothers, fumaba cigarrillos caros y sólo almorzaba en los mejores lugares.
Estaban también los comunistas del sindicato que se codeaban con un submundo de
personajes en los clubes nocturnos financiados con fondos comunistas, y abogados del
sindicato a los que les fue otorgado el patrocinio de los sindicatos dirigidos por
comunistas. Por el momento nos encontrábamos estables y cómodos.
Aunque la verdad no era así, podía ver en el rostro serio del mal vestido de Gil Green que
el partido comunista todavía era lo que yo siempre había pensado que era. Su propuesta
llegó en el momento en que ya me estaba cansando de la variación en las órdenes que el
partido daba a sus miembros; estaba cansada de ver cómo algunos vivían con toda clase
de comodidades, de los que conseguían puestos importantes en el poder porque el
partido los sostenía y no sufrían ninguna desventaja de pertenecer al mismo.
Antes de irme, le prometí a Gil pensar seriamente en su propuesta. Tenía problemas
personales y debía considerarla detenidamente, pues era un paso que no tenía marcha
atrás.
Por un lado, dejaría cierta libertad que me daba mi entorno laboral ya que algunos
campos estaban cerrados para un comunista declarado.
En todo, salvo en el nombre yo era comunista. Aceptaba la disciplina y asistía a las
reuniones. Dediqué mis trabajos al partido, y sentía un gran apego y lealtad hacia las
personas en sus rangos. Me consideraba como parte de un grupo que perseguía el día en
el que el socialismo triunfara. Lo más significativo es que había hecho míos sus odios. Esto
era lo que me hacía ser una comunista con pleno derecho.
Por mucho tiempo, no fui capaz de odiar a nadie, sufría desesperadamente cuando
alguien era maltratado; me consideraban una pacificadora. Ahora, poco a poco, había
acumulado una gran cantidad de odio contra muchas personas: los grupos e individuos
que luchaban en contra del partido.
Cómo surgió esto no lo puedo explicar. Lo único que puedo decir es que cuando miro
hacia ese momento es que mi mente había respondido al condicionamiento marxista. Ya
que es un hecho, verdadero y terrible, que el partido establece dicha autoridad por encima
de sus miembros y es capaz de cambiar sus emociones ahora y en contra de la misma
persona o asunto. Reclama su soberanía incluso por encima de la propia conciencia, el
partido dicta cómo y cuándo odiar.
Antes de 1935, por ejemplo, el partido predicaba el odio hacia la persona de John L. Lewis.
Se dijo que era un explotador de los trabajadores. Ninguna de las historias que se
contaban sobre él parecían lo suficientemente viles. Fue acusado de asesinato y saqueo
en su marcha por el poder en el sindicato de mineros. De repente, en 1936, Lewis se
convirtió en un héroe del partido comunista. De nuevo en 1940, cuando el partido decidió
apoyar a Roosevelt en contra de Willkie, y John L. Lewis arriesgó su liderazgo en el CIO al
llamar a los sindicatos a votar por Willkie, los comunistas gritaron improperios, y en
reuniones privadas entre Roy Hudson y William Z. Foster, (encargado de los trabajos para
el Politburó), se vilipendió a Lewis. Cuando los comunistas cambiaron su apoyo, Lewis
perdió su cargo como presidente del CIO y Philip Murray fue electo en su lugar.
Paulatinamente me acostumbré a estas expresiones de odio. Y puesto que el odio
engendra más odio, aquellos que sufrían ataques respondían con odio. Al escucharlos,
empecé a tomar partido y finalmente acepté como míos los odios del partido.
En 1938 durante la Convención Nacional de la Federación Estadounidense de Maestros,
se me comisionó atacar una resolución introducida por los socialistas en apoyo de Fred
Beals, ex comunista, acusado de asesinato en la huelga textil de Gastonia. Pagó la fianza
y huyó a Rusia, pero no le gustó la vida en la Unión Soviética e insistió en volver a Estados
Unidos aunque eso significara ir a juicio. Los socialistas lo defendieron pidiendo a los
sindicatos su apoyo argumentando que la acusación era una cuestión laboral.
No conocía a Fred Beals, y desde un punto de vista meramente laboral debería haber sido
comprensiva. En cambio, acepté la tarea de hablar en contra de la resolución para
ayudarlo. Había empezado a adoptar los odios de un grupo.
Ésta es la peculiar paradoja del totalitarismo moderno. Ésta es la clave para esclavizar
mentalmente a la humanidad: que el individuo se convierta en nada, que opere como una
parte física de lo que es considerado una inteligencia grupal elevada y actúe según la
voluntad de esa inteligencia superior, que no tenga conciencia de los planes que esa
inteligencia superior tiene para utilizarlo. Cuando una persona está condicionada por un
grupo totalitario y habla acerca del derecho de no incriminarse a sí mismo, en realidad
quiere decir el derecho a no incriminar al grupo comunista del cual él es sólo un nervio
terminal. Cuando habla de libertad de discurso, quiere decir libertad para el grupo
comunista para hablar como un grupo a través de un individuo que ha sido seleccionado
por una inteligencia superior.
La Carta de los Derechos de la Constitución Estadounidense fue escrita para proteger al
individuo en contra de un poder centralizado. Los comunistas tergiversan este primer
resguardo al esclavizar al individuo para que se convierta en una marioneta del poder
centralizado.
Este tipo de condicionamiento tuvo algo que ver con mi decisión de convertirme en
comunista partidaria. En Marzo de 1943, di mi consentimiento a la propuesta de Gil Green
para ser abiertamente una líder del partido. Ocupé el puesto de Si Gerson como
representante legislativa para el distrito de Nueva York. Gil estaba satisfecho e insistió en
que comenzara inmediatamente la transición, por lo que pasé algún tiempo en las sedes
del partido y asistí a todas las reuniones.
Ahora tenía que enfrentar dos tareas: prepararme para mi nueva vida, y organizar mi
salida del sindicato de maestros.
Por varios años ayudé acercando gente nueva al partido. Para la dirección del sindicato
de maestros, mi propuesta fue Rose Russel, profesora de francés en el Colegio Thomas
Jefferson. Rose era inteligente y había tenido experiencia en un periódico.
Tenía la capacidad para acercarse a la gente y un trato afable con quienes se encontraban
en problemas. Aún no había sido marcada por el sello del partido comunista. Era muy
agradable y querida, y yo sabía que la vieja guardia en la fracción del partido en el
sindicato no se atrevería a oponerse a ella abiertamente. Elegí a mi sucesora en el puesto
que tanto había amado, y con la aprobación de Gil y Rose Wortis obtuvimos la
autorización necesaria de la dirección comunista de los maestros. De esta manera fue fácil
presentarla como candidata para las elecciones del sindicato de 1944.
Técnicamente, yo me quedaría como representante legislativa del sindicato de maestros
hasta que se llevaran a cabo las elecciones y hasta que Russel se instalara públicamente.
El sindicato realizó un evento de despedida en mi honor en junio de 1944. Era una clara
demostración del tipo de unidad que este sindicato, ahora un brazo sólido del partido
comunista, era capaz de fundar.
La fiesta de despedida se llamó "Un tributo a nuestra querida Bella". Hoy, al leer la
propaganda del programa sólo me queda sacudir la cabeza con tristeza. Allí se leía: "el
inspirador e incansable liderazgo en defensa de todos los niños — todos los maestros —
el avance en la educación pública — la lucha en contra de la intolerancia racial". La
presidente era una vieja amiga, la profesora Margaret Schlauch de la Universidad de
Nueva York.
Recibí decenas de telegramas por parte de los asambleístas y senadores nacionales, de
los líderes de sindicatos, comunistas y no comunistas, congresistas y jueces. Varios líderes
destacados acudieron en mi honor, ya que había logrado que muchas de estas personas
aceptaran al sindicato gracias a un sincero respaldo a las necesidades de las escuelas.
Entre los que me saludaron estaban Charles Hendley, el honorable Hulan Jack, y la juez
Anna Kross a la que aprendí a respetar y querer.
Rose Russell me presentó un obsequio de parte del sindicato, un acuarela modernista que
todavía cuelga en la pared de mi despacho. Es un buen recordatorio, la plena confusión
de la materia, la distorsión de lo real, la confusión y el sin sentido de este periodo de mi
vida.
CAPÍTULO DOCE
Ahora, era toda una estadista del Sindicato de Maestros. Continué como miembro
honorario y en la dirección del partido permanecí en el comité de altos mandos. Ayudé a
Rose Russell a establecer su liderazgo y traté de transmitirle lo que había aprendido a lo
largo de estos años. Le presenté a los funcionarios públicos con los que había trabajado.
Ella no tuvo que enfrentar la hostilidad con la que yo me encontré cuando fui a Albany
por primera vez, ya que el partido había crecido en poder, y la organización que
controlaba estaba enviando muchos representantes a Albany. Ahora el partido tenía
aliados entre los grupos de presión, legisladores, y corresponsales de prensa. Con
frecuencia iba a Albany como representante del partido comunista y tenía la oportunidad
de pasar mucho tiempo con Rose.
El año anterior mi marido había conseguido el divorcio en el sur. Y al poco tiempo me
enteré que se había vuelto a casar. Eso, y la muerte de mi madre hicieron que me
sumergiera más que nunca en mi trabajo para el sindicato y para el partido. Sin embargo,
extrañaba la vida familiar y a menudo hablaba de adoptar niños. Pero mis compañeros
me convencieron de que no lo hiciera. Me recordaron que no podría superar los
obstáculos legales de adopción para una mujer que vivía sola, y además, sabía que mis
horarios irregulares e ingresos limitados lo dificultarían aún más. En cambio, me seguí
moviendo en un mundo de hombres decididos a crear una nueva clase de seres humanos
dispuesta a ajustarse al proyecto de mundo que con seguridad esperaban controlar. Vivía
sólo como parte de un grupo ideológico. Fui aceptada por ellos y los trataba de manera
directa e impersonal que había cultivado durante largo tiempo.
En marzo de 1943 empecé a pasar gran parte del día en la sede del partido en el número
35 de la calle Doce Este. Este edificio, que iba desde la calle Doce a la Trece, era propiedad
del partido. En el primer piso estaba la biblioteca de los trabajadores y la entrada a las
mercancías y los ascensores que atendían todo el edificio. El tercero, albergaba al equipo
del condado de Nueva York. El cuarto, se usaba para almacenar los libros de la Compañía
Editora Internacional. En el quinto se encontraba la dirección del estado de Nueva York.
En el sexto estaban las oficinas de publicación del periódico Yiddish, el Freiheit, y la
Comisión Judía. El séptimo y octavo, eran utilizados por el periódico Daily Worker. En el
noveno, funcionaba la sede de la dirección nacional del partido.
A pesar de que hubo una campaña para limpiar el edificio, éste se mantuvo
increíblemente sombrío. Los comunistas se resistían a cualquier intento de embellecer el
lugar porque consideraban eso una pretensión burguesa. Los únicos cuadros en las
paredes eran los de Lenin, Marx y Stalin, y las únicas decoraciones, banderas rojas.
Comenzaron los trabajos de limpieza gracias al ímpetu de Browder por hacer del partido
comunista la versión norteamericana.
Se pintaron las paredes. Aparecieron nuevas fotografías de las autoridades
estadounidenses. Fui justo cuando se acababa de pintar — un color crema espantoso con
un borde marrón. Lenin y Stalin tenían el mismo espacio en las paredes lo mismo que las
fotografías de los miembros del Politburó, cada una de igual tamaño y tipo de marco,
ubicadas en las mismas posiciones, ninguna más abajo o más arriba que la otra. Estaban
distribuidas bien alto a lo largo de las paredes del noveno piso. Al mirarlos, tenía la
sensación de que estaba entrando a la morada de algún extraño culto secreto y me sentía
tanto atraída como repelida.
Diariamente cuando entraba a mi oficina en el quinto piso, mujeres y hombres extraños
abrían y cerraban silenciosamente las puertas. Al principio me sorprendió la excesiva
precaución, pero después aprendí que muchas de las personas que entraban en ese centro
de intriga necesitaban protección.
Fui a varias reuniones del Politburó con Gil Green. Allí me encontré con Earl Browder,
William Z. Foster, Bob Minor, Jim Ford, Jack Stachel, John Williamson, and Elizabeth Gurly
Flynn. Browder parecía ser el indiscutible líder, pero los otros no parecían forzados o
intimidados, como más tarde testificaron que lo estaban. Las reuniones eran como las de
una junta de directores, en las que todos acordaban por voluntad propia.
Mientras me preparaba para realizar el trabajo que me asignaron, me sorprendí por la
falta de archivos de material sobre temas sociales tales como vivienda y bienestar. Cuando
me quejé, Gil me dijo: “Bella, somos un partido revolucionario, no un grupo de reforma.
No estamos tratando de arreglar esta estructura burguesa.”
Empecé a darme cuenta porqué el partido ya no tenía un programa de largo alcance para
asistencia social, hospitales, escuelas, o cuidado infantil. Copiaron programas de servicios
públicos de diferentes sindicatos. Tales reformas, si encajaban, podían ser adaptadas al
gusto del momento. Pero las reformas eran un anatema para la estrategia comunista de
largo alcance, que en cambio ponía su acento en la revolución y dictadura del
proletariado.
El partido quería que yo mantuviera mis contactos con el mundo no comunista, lo que
había sido fácil mientras representaba al sindicato de maestros, pero sabía que sería difícil
como comunista declarada. Gil estaba encantado cuando le hablé de la posibilidad de
establecer un despacho jurídico en Midtown en el cual podría reunirme con simpatizantes
comunistas que no tendrían que ir a la sede del partido por miedo a la vigilancia de la
policía. Empecé a trabajar con dos jóvenes abogados que querían ejercer en el campo
laboral. Pensaban que mi creciente poder en la política de izquierda los ayudaría.
De modo que Philip Jones, Allen Goodwin, y yo encontramos las oficinas adecuadas en el
número 25 de la Calle Cuarenta y tres Oeste. Establecimos la firma que tuvo un buen
comienzo. Pero yo no tenía mucho tiempo para ejercer como abogada. Mi oficina se
convirtió en un lugar donde me reunía con personas pertenecientes o no al partido,
involucradas en iniciativas comunes.
Earl Browder se estaba preparando para la convención del partido de 1944. En esta
convención se anunciaría públicamente mi afiliación al partido. Gil me dijo que estaban
preparando una lista de cerca de cien sindicalistas que también se unirían al partido
abiertamente.
Como muchos de los agentes de enlace del partido, empecé a pasar horas en restaurantes
y cafeterías reuniéndome con gente del partido de todos los grupos sociales, explicando,
instando, insistiendo y diciéndoles lo que debían hacer y lo que se esperaba de ellos.
Esa primavera de 1943 fue inolvidable por los nuevos amigos que encontré. Me había
mudado a un departamento en la Séptima Avenida cerca de la calle Catorce. El alquiler
era bajo pues estaba arriba de un restaurante. No obstante era un departamento
agradable que podría compartir fácilmente ya que tenía dos habitaciones en el frente, dos
atrás y una cocina y un baño en medio.
Al poco tiempo conseguí una compañera. Por medio de Blackie Myers, vice presidente
del sindicato nacional marítimo y su esposa Beth McHenry, escritora del Daily Worker,
conocí a Nancy Reed, quien hacía poco había sido despedida, en medio de gran
publicidad, de su trabajo en el departamento del trabajo del estado de Nueva York por
haber manifestado su actividad comunista. La despidió Godfrey P. Schmidt, quien
posteriormente sería miembro de la comisión industrial. Como resultado de las
investigaciones de Stephen Birmingham, la prensa acarreó historias escabrosas de cómo
ella había enterrado en la playa de la casa de verano de su madre en Cape Cod, archivos
del partido comunista. Al saber que estaba sin empleo le ofrecí compartir mi
departamento, y luego convencí al sindicato de maestros para que fundara una bolsa de
trabajo para que ella lo dirigiera.
Nancy venía de una buena familia de Boston. Conocí a su madre, Ferdinanda Reed, una
de las tres mujeres maduras que técnicamente eran las propietarias del Daily Worker, las
otras dos eran Anita Whitney y mi anterior inquilina en Village, Susan Woodruff.
Ferdinanda había llegado al comunismo intelectualmente y se quedó porque, al igual que
Susan, nunca vio su lado despiadado. Sus dos hijas la siguieron en el partido y Mary, la
hermana de Nancy, escritora de renombre, había dejado a su marido estadounidense y se
había ido a vivir a Rusia llevándose a su pequeño niño. Nancy la visitó allá.
Nancy tenía muchos amigos entre los obreros que había ayudado a encontrar empleo
cuando trabajaba para el departamento de empleo del estado. Poseía gran vitalidad y
amor por la vida social. Cuando llegaba a casa por la noche encontraba el departamento
repleto de gente. Algunos pertenecían a los sindicatos de servicios sociales. Muchos de
ellos eran hombres de mar, ya que entre sus amigos más cercanos estaban Ted Lewis, vice
presidente del sindicato nacional marítimo, Joseph Curran, Ferdinand Smith y otros de la
dirección del sindicato. Durante aquellos días de guerra los marineros ganaban buenos
salarios, pues había bonificaciones por horas extras y asignaciones especiales por riesgo
de guerra.
Antes de que me diera cuenta mi casa se había convertido en un centro para los líderes
del sindicato nacional marítimo y marineros de todos los rangos. Entre ellos estaban el
capitán Mulzac, el primer negro en convertirse en capitán, y una veintena de ingenieros,
contramaestres y marineros comunes. Algunos sólo venían por una noche, pero otros
eran asiduos visitantes.
Una noche John Rogan del sindicato nacional marítimo trajo a un marinero alto, delgado,
pelirrojo con camisa y pantalón caqui que había sido amigo de Paddy Whalen. “Red,”
como sus amigos lo llamaban, resultó ser una excelente adquisición para el partido ya
que hablaba bien y tenía muchas historias para contar. Venía de Minnesota. Contó que su
abuela había sido la primera mujer blanca en ese estado. Cuando hablaba de su gente se
notaba que estaba orgulloso de su herencia. Su madre era franco-canadiense, educada
en un convento, y dijo que él también había sido criado como católico. Su abuelo de
Wisconsin había muerto en la batalla de Shiloh y fue enterrado en Springfield, Illinois.
Le conté sobre el abuelo de mi ex marido que peleó con el Sur y perdió un brazo en
aquella batalla. Nos quedamos hablando hasta tarde y me enteré de que había dejado el
catolicismo y se había convertido en un IWW (Industrial Workers of the World-
(Trabajadores industriales del Mundo) y algunas veces había trabajado con el partido
comunista. Con mucho orgullo le conté acerca de mi reciente decisión de trabajar
abiertamente en el partido. Dudó al preguntar: “¿estás segura de que eso es lo que
quieres?” y como yo parecí sorprendida, continuó:
“Mira, yo no creo que ellos tengan la respuesta. Simplemente no me convence eso de
que sólo somos pedazos de tierra y que cuando nos morimos, nos morimos y eso es todo.
He visto malas condiciones en muchos lugares; en barcos, en cárceles y en puertos
extranjeros en China, India, África y Sudamérica. He peleado contra eso.
No hay duda de que toda la revolución puede salir de ahí — de la forma que los
comunistas lo quieren — pero ¿qué vendrá después de eso? ¿Qué hará toda esa gente
cuando tengan su revolución? Odio pensar en eso. Pero estoy bastante seguro de que no
han encontrado la respuesta”.
Me sorprendió escuchar esto de un hombre que estaba obsesionado con el trabajo y que
había luchado incansablemente, a menudo arriesgando su vida. Él no era un "enemigo de
clase". Mientras hablaba, sentí esa sensación incómoda que a veces me venía pese a que
trataba de ignorarla. Era como si las palabras de este hombre fuesen el eco de mis propios
miedos
Pero eso no cambió mi decisión de incorporarme formalmente a la dirección del partido.
Por años había trabajado con el partido sin tener ningún carnet o alguna otra indicación
formal de adhesión. Ahora Gil Green me había dado mi primer carnet, y cuando me
preguntó a cuál de las filiales quería ir, le dije que a la sección del Este de Harlem. Para
empezar a trabajar en esa área me mudé a una casa en la Avenida Lexington. A un barrio
que en algún momento había sido irlandés y donde todavía quedaban familias irlandesas
e italianas desparramadas, pero en el cual cada vez había más familias portorriqueñas,
antillanas, y negras. Yo llamaba a nuestra manzana, la calle de todas las naciones.
En la esquina de la Calle 102, había una iglesia Episcopal para negros y me hice buena
amiga del ministro y de su familia. Al lado de la iglesia había una casa de huéspedes
portorriqueña a cargo de una soltera italiana. Cerca de ahí había un almacén cuyo
propietario era un auténtico irlandés que venía de la isla esmeralda y que conservaba el
acento. Vivíamos todos juntos en paz, como buenos vecinos.
Cedí un piso en mi casa a Clotilda McClure y a su esposo Jim. La señora McClure había
trabajado para mí cuando recién me casé y vivía en la casa de la calle Once. Estaba
contenta de tenerlos conmigo porque éramos buenos amigos y además porque Clotilda
me ayudaba con la casa.
Me había mudado a este barrio en particular ya que como funcionaria del partido quería
trabajar en esta comunidad y estudiar sus problemas específicos. Me asignaron la filial
del partido de Garibaldi ubicado en la Calle 116, un club del partido que se concentraba
en reclutar italianos. El club era ineficaz y el ambiente monótono, en parte, debido a que
los italianos en Estados Unidos se resistían a unirse al partido comunista y en parte
también por Vito Marcantonio, que representaba al partido laborista estadounidense y
trabajaba activamente por el partido comunista, pero al que no le entusiasmaba tener un
partido comunista fuerte en su distrito, quizás porque pensaba que podría interponerse
en su camino cuando realizara rápidas negociaciones con las distintas fuerzas.
Su centro de actividades políticas era una sede de un club en la 116 cerca de la Segunda
Avenida. Allí se congregaban una mezcla rara de chicos y chicas comunistas sofisticados
y agradables, que iban y venían en el juego de la intriga política, miembros de una pandilla
local, mafiosos reconocidos, abogados ambiciosos, y oportunistas políticos que buscaban
las migajas de su acción política.
También había gente del barrio que necesitaba un amigo. Marc escuchaba sus historias,
asignaba tenientes a sus casos, o pedía ayuda a los sindicatos dirigidos por comunistas.
Desde Washington escribió muchas cartas con su membrete representando a su gente.
Nada los hacía más felices que recibir una de sus cartas desde la capital, las llevaban en
sus bolsillos y las mostraban con orgullo. No importaba si la carta no decía nada, el hecho
de conocer a un congresista que les escribiera era suficiente. Podría haber sido electo por
un ticket indio de madera ya que esta gente no pertenecía a ningún partido. Seguían a
Marc por su persona.
La sección Garibaldi del partido comunista estaba a sólo una cuadra de este club. Esta
sección de cincuenta o sesenta miembros estaba compuesta principalmente por italianos,
judíos, negros y finlandeses. Algunos de los italianos eran viejos anarquistas. Se sentían
como en casa con los comunistas aunque sólo fuera por su ateísmo y creencia en la
violencia. En el Este de Harlem había muchísimo trabajo por hacer, pero pronto me di
cuenta que al partido laborista y a sus activistas, los comunistas, lo único que les
preocupaba era obtener votos. El bienestar de la gente no les importaba. Este era un
nuevo tipo de maquinaria política, atraía no solo a los votantes sino también a los
trabajadores del recinto con promesas vagas de un mejoramiento social en el futuro.
Para enero de 1944 estaba bien establecida en la sede del partido en la Calle Doce. Desde
allí organicé el programa legislativo del partido, pero lo más importante fue que supervisé
el trabajo legislativo de los sindicatos, principalmente los de los trabajadores del gobierno
a nivel del estado, local y nacional, de las organizaciones masivas de mujeres y de las
organizaciones juveniles.
En todo el edificio había un notable sentimiento de emoción y optimismo. El libro de
Browder, Victory and After, (Y después de la Victoria) posicionó la participación comunista
en el centro de la vida estadounidense, y entre nosotros había cada vez menos charlas y
actividades de izquierda. En una junta de estado, Gil dio una charla sobre la nueva era
que estaba en camino y nos sorprendió con perspectivas que eran nuevas para aquellos
que habían sido educados con la tesis de Lenin de que el imperialismo es la última etapa
del capitalismo. Gil dijo que la era del imperialismo había llegado a un fin, que Teherán
había cancelado Múnich, y que la unidad soviético-norteamericana continuaría
indefinidamente después de la guerra.
Y agregó que, juntos, Estados Unidos y los soviéticos resolverían los problemas coloniales
del mundo y de hecho todos los demás problemas del mismo.
Durante diciembre de 1943, en la sede no escuchamos otra cosa que Teherán. Lo que
había pasado en esa conferencia era muy confuso para nosotros. Sabíamos que Browder
estaba escribiendo otro libro sobre el tema. También sabíamos que Teherán ahora era la
contraseña, que significaba cooperación máxima de los comunistas con todos los grupos
y todas las clases. La línea política que durante dos años se había llamado "Frente
Democrático" ahora se llamaba "Frente Nacional". En esa Navidad, entre nosotros
Teherán remplazó a Belén.
Los artistas y escritores que seguían a los comunistas empezaron a interpretar Teherán en
sus trabajos. Para cada actividad la clave era Teherán. Lo conmemoraron con gigantescos
murales y también con canciones en cafés sociales y sketches políticos. Durante algún
tiempo esta línea trajo una sensación de seguridad placentera, pero en enero surgieron
rumores de que en el noveno piso habían comenzado los problemas durante los
preparativos para la siguiente convención del partido.
El desacuerdo entre los líderes había aumentado. Sam Darcy, el organizador del partido
en California, no estaba de acuerdo con el cambio propuesto por la línea del partido y en
la reunión de la junta del estado en Nueva York, Gil anunció la decisión del Politburó de
expulsar a Darcy, decisión con la cual él obviamente estaba de acuerdo. En fuerte apoyo
a Browder por parte de Gil no sorprendió a nadie, ya que todos mirábamos a Gil como el
secuaz de Browder y el elegido para sucederlo
Se hizo una votación apoyando la acción del Politburó nacional de expulsar a Darcy. Como
todas las votaciones en el partido comunista, ésta fue unánime. Estaba sorprendida por
el enojo que se manifestaba en contra de este hombre que, como dijo Gil, se había
rehusado a dejar de lado el "dogma revolucionario" para hacer frente a la nueva situación.
Tan sólo unos cuantos días antes todos lo llamaban "camarada".
Con la expulsión del disidente Darcy, la paz reinó otra vez. Escuchamos que William Z.
Foster también había criticado el cambio propuesto. No obstante él se había inclinado
por la mayoría. Fuimos juntos a la convención de 1944 con una creciente membrecía del
partido y el creciente prestigio de Browder en la política nacional. Estábamos convencidos
de la importancia del partido en la actual escena norteamericana. Sabíamos que Browder
tenía información confidencial de la guerra tanto del exterior como desde Washington.
La convención ese año se llevó a cabo en el Riverside Plaza, un hotel de la Calle Setenta
y dos Oeste. Hubo buena participación. Además de los delegados, muchos líderes de los
sindicatos y hombres de reputación nacional se hicieron presentes.
La Internacional Comunista había sido, por insistencia de Roosevelt, técnicamente
disuelta el año anterior, pero varios de sus miembros estaban de nuevo en Nueva York y
vinieron a nuestra convención. Desde Francia, Lucien Midol trajo una carta del comité
central del partido comunista francés, que aprobaba la nueva línea estadounidense. Había
algunos viejos sindicalistas quejosos a quienes no les gustaba la nueva tendencia, uno de
ellos dijo en tono sarcástico: “En esta la convención los obreros y patrones se han
convertido en pareja.”
Como dije antes, el papel que se me había asignado era anunciar públicamente mi
adhesión al partido. Cerca de cien sindicalistas me acompañarían en esto. Cuando llegó
el momento, casi todos los candidatos elegidos habían encontrado razones urgentes para
no hacer una declaración pública. Al final sólo dos, y éstos eran de sindicatos
insignificantes, se unieron para ser abiertamente miembros del partido.
La primera noche de la convención trajo noticias trágicas: Anna Damon había muerto al
saltar desde una ventana de un hotel cercano. Anna, importante miembro auxiliar del
Politburó, pertenecía a una familia adinerada de Chicago y se le había asignado fungir
como auxiliar de Charles Ruthenberg, primer secretario del partido comunista
estadounidense, quien había venido al este luego de su muerte cuando el partido mudó
su sede a Nueva York. La influencia de Anna había ido en aumento, tenía reputación de
haber desarrollado para el partido figuras como la de Earl Browder, Roy Hudson, Charles
Krumbein, y otros del Politburó.
La vi por primera vez en los años 30 cuando era secretaria ejecutiva de la poderosa
organización para la Protección del Trabajo Internacional, una organización masiva con
grandes recursos financieros y extensos contactos con la profesión legal. Este era el
comité que organizaba la participación comunista en los casos Scottsboro y Herndon, y
en las huelgas Gastonia y otras huelgas obreras.
Una amiga me llevó una noche a su casa en la Calle Dieciséis Este y recuerdo mi asombro
al ver que un miembro del partido comunista vivía en un departamento tan lujoso, con
finos cuadros y una terraza con vista a la ciudad y al East River. Marcantonio, sobre quien
ella ejercía una gran influencia y a quien había entrenado en las políticas de izquierda,
estaba allí esa noche, al igual que Robert Minor y su esposa. Todos salvo Marc iban bien
vestidos. Cuando nos fuimos, pensativamente le dije a la amiga que me había llevado:
“Esta podría ser la nueva aristocracia de nuestro país”.
Nunca supe por qué se mató Anna Damon. Se decía que había roto con Browder por la
nueva política. El partido cuidadosamente difundió el rumor de que tenía cáncer y que
esta había sido su escapatoria al dolor.
Pero el comienzo de una convención de un partido en el cual ella había tenido gran poder
era un extraño momento para elegir quitarse la vida — si es que en realidad se había
quitado la vida.
En esta convención el discurso de Earl Browder que llamaba a la disolución del partido
comunista era, al lado del suicidio de Anna, el hecho más sorpresivo. Algunos viejos
funcionarios no lo podían entender, pretendían ver en esto un intento de anular las
enseñanzas de Lenin.
Pero la maquinaria del partido trabajó con una precisión premeditada. El partido
comunista norteamericano se disolvió y luego por otra resolución, los delegados lo
restablecieron bajo el nombre de Asociación Política Comunista, con los mismos líderes,
la misma organización y los mismos amigos.
Fui electa como miembro del Comité Nacional de esta Asociación Política Comunista, lo
que me llevó a las autoridades más altas. Ahora, supuestamente era parte del círculo
interno.
El nuevo cambio de nombre desorientó a muchos que entraron y salieron del partido.
Había escuchado atentamente durante la convención y no resultaba claro para mí. Sabía
por supuesto, que la razón inmediata era sentar las bases para la dirección de comunistas
de la reelección de Roosevelt, puesto que Earl Browder fue el primero en proclamar
públicamente su reelección para un cuarto período. También sabía que el nuevo nombre
sonaba menos ominoso para los oídos estadounidenses. Aun así, había sido un cambio
drástico.
Aquellos que pensaban que conocían la razón me lo explicaron de esta forma: La línea
actual del comunismo mundial se basaba ahora en el compromiso de Roosevelt con la
Unión Soviética de coexistencia mutua y continua unidad soviético-americana de
postguerra. Si se mantenía ese compromiso y la marcha hacia el control mundial
comunista pudiera alcanzarse por la unidad diplomática fuera de las relaciones soviético-
americanas oficiales, no habría necesidad de un partido de lucha de clases militante. En
ese caso la Asociación Política Comunista se convertiría en un tipo de Sociedad Fabiana,
realizando investigaciones e involucrándose en promocionar ideas sociales económicas y
políticas para dirigir el desarrollo de Estados Unidos hacia una nación totalmente
socialista.
Terminada la convención pasamos al tema más importante en la agenda del partido: la
reelección del presidente Roosevelt por un cuarto período. Con este fin el comité nacional
se reunió inmediatamente después de la convención. Browder propuso que el partido
contribuyera con cinco mil dólares para ayudar a desarrollar el Willkie Memorial, sin duda
como gesto de amistad para con los social demócratas que también estaban
concentrados en esta elección. Sin embargo, David Dubinsky y otros a cargo del proyecto,
rechazaron públicamente la oferta. Después de eso, la Asociación Política Comunista se
movió independientemente en su autoproclamada tarea de promover la victoria de
Roosevelt.
Antes que nada era necesario atraer a los distintos distritos y subdivisiones de la
organización a la rápida aceptación de la decisión de la convención. En el comité nacional,
cada uno de nosotros asistió a pequeñas reuniones secretas, habló con compañeros,
explicó las nuevas perspectivas, los hicimos sentir que estaban justo en medio de las cosas
importantes que estaban sucediendo.
Enfatizamos la astucia de Browder y nuestra confianza en él y les dijimos cuánta gente
importante fuera del partido estaba de acuerdo con nosotros. Lo cual era cierto, ya que
su perspicacia había sido elogiada por Walter Lippman y otros publicistas. También fue
elogiado por la nueva constitución de la Asociación Política Comunista, escrito en
conformidad con el tipo de organizaciones americanas, y por el cambio de terminología
comunista extranjera como por ejemplo "Politburó,” a expresiones norteamericanas
como “junta nacional.”
Sin embargo, algunos de nosotros sabíamos que a pesar de que Browder estaba
americanizando la apariencia de la organización, tenía dificultades con numerosos
revolucionarios profesionales que no podían cambiar tan rápidamente su discurso y su
forma de pensar.
Mis tareas eran varias. Seguí ejerciendo el control sobre los maestros comunistas. Antes
de dejar el sindicato pude sentar las bases para la afiliación de los maestros del sindicato
con la NEA. (National Education Association, Asociación Nacional Educativa)
En junio de 1944 me asignaron para hablar en una reunión frente a más de quinientos
maestros comunistas y de sus simpatizantes en la escuela Jefferson sobre las nuevas
perspectivas comunistas aplicadas a la educación. Ofrecí la posibilidad de un nuevo
enfoque de la educación que pronto sería revelado por los líderes norteamericanos que
controlaban los hilos de la economía de la nación. Impulsé a los maestros comunistas a
ejercer su influencia en pos de la unidad de todos los grupos de maestros y ciudadanos.
Señalé que el NAM (New Age Movement) había establecido una unión con la NEA y se
había comprometido a ayudar a fortalecer la educación y a respaldar un programa
nacional de construcción de escuelas; que esto se convertiría en un programa de
cooperación constante en todos los temas educacionales. A aquellos que cuestionaban
esta perspectiva les dije que los empresarios progresistas jugaban un papel
revolucionario. Repetí las explicaciones que habían dado Gil y otros líderes de la nueva
Junta Nacional.
Como miembro oficial de la Junta del partido del estado de Nueva York y del comité de
estado, era la segunda de Gil Green a cargo de las campañas políticas. Me asignaron dos
tareas inmediatas: la derrota de Hamilton Fish en el Distrito del Congreso Vigésimo
noveno y la creación de una división en Nueva York de agricultores progresistas y
empresarios para la reelección de Roosevelt.
La historia de la manipulación comunista para la derrota de Hamilton Fish es demasiado
larga para contarla aquí. En la otra tarea iba a ver por primera vez cómo una pequeña
minoría, bien organizada, con miembros en ambos partidos mayoritarios, y dentro de los
sindicatos, y con control de pequeños partidos laboristas podían servir como cerebros
para hacer lo que los grandes grupos de ciudadanos sin coordinación no podían hacer.
En esta elección los comunistas sirvieron como factor de coordinación importante.
En el pequeño pueblo de Catskill, un soleado domingo de junio de 1944, un puñado de
criadores de pollos de Sullivan, Columbia, y de los condados de Orange se reunió con un
comité organizador para el sindicato de agricultores, compuesto por Charles Coe, un
hombre gordito medio callado que había acudido a la convocatoria de los agricultores,
Gil y yo.
Juntos planeamos un comité progresista de campesinos para apoyar la reelección de
Roosevelt. Algunos meses más tarde, cuando la campaña estaba en plena marcha, eran
pocos los que sabían que los trabajos en gran escala de los agricultores habían surgido
de humildes comienzos.
En Nueva York el comité de Acción Política CIO contaba con personal comunista muy
sofisticado, con años de experiencia en la capital de la nación. El comité independiente
de artistas, científicos y profesionales, bajo la presidencia de Jo Davidson, el escultor,
estaba bajo la fuerte dirección del partido.
Estos comités electorales, compuestos por comunistas y no comunistas, estaban bajo el
control comunista. Si el presidente del comité no era comunista, su secretario ejecutivo
estaba inevitablemente bajo dominación comunista.
Nueva York, por su gran poder electoral, era el centro directivo de la campaña. Los
comunicados de prensa de Nueva York, ampliados por los principales diarios
neoyorquinos, establecieron la línea para los cientos de periódicos y estaciones de radio
en el interior.
Para el éxito de esta elección el partido laborista norteamericano aceleró la marcha. El
nuevo partido Liberal, organizado por Alex Rose y David Dubinsky, junto con George
Counts y John Childs, también jugó un papel importante. Este último grupo se
diferenciaba de los comunistas y a menudo los atacaban. Como respuesta los comunistas
se pusieron en acción. Querían llevarse todo el mérito por lograr la victoria electoral, así
que se tomaron el tiempo para atacar a Dubinsky y al partido liberal recientemente
formado, a pesar de que estaban del mismo lado en la campaña electoral. En esa campaña
los comunistas estaban por todos lados. No confiábamos en los líderes de distrito del
partido demócrata para entregar los votos, por lo que enviamos jóvenes inteligentes de
izquierda a los clubes democráticos para convencer a los viejos compañeros de entrar en
acción, fue divertido verlos en ese ambiente tan agitado.
Para reunir los votos que el partido laborista no pudo ganar y que las organizaciones
democráticas quizás no lograrían, establecimos un Comité de Acción Política de
Ciudadanos Nacionales. Esta organización independiente llevó a cabo reuniones locales y
recaudó fondos. Su comité ejecutivo estaba compuesto por notables personalidades. El
verdadero trabajo lo hicieron las mismas pocas y dedicadas personas, los que no
buscaban una recompensa personal ganaban el derecho de participar en la construcción
del nuevo mundo.
Era fascinante ver como el personal del partido se aclimataba tan fácilmente a su nuevo
rol de reunir todas las fuerzas. Se codeaban con líderes de distritos, con un submundo de
personajes, y con una antigua línea política de jefes a los cuales realmente consideraban
como guardianes de un aparato en proceso de desintegración.
Mientras estaba trabajando activamente era bastante feliz, pero cuando la campaña
terminó y Roosevelt fue reelecto me deprimí. Una de las razones era la peculiar lucha de
poder que veía emerger. Durante la elección había visto el trabajo eficaz realizado
miembros ocultos comunistas. Empezaron a surgir disputas entre los funcionarios
comunistas públicos y estos comunistas ocultos que estaban bien instalados en puestos
bien pagados en organizaciones poderosas. De ser necesario el mismo Browder resolvía
estas disputas, siempre a favor de los miembros ocultos. Sentí una gran competencia
entre estos grupos, y quería zafarme de eso. Un día se lo comenté a Elizabeth Gurly Flynn
que estaba conmigo en el Comité Nacional y en el comité de Estado. Me dijo que sólo en
Nueva York los compañeros actuaban de esa manera. Me explicó que a menudo era a
causa del machismo en las sedes.
“Anda y visita el resto del país”, me aconsejó. "Eso te va hacer sentir mejor”. De modo que
en 1945 la reemplacé en las reuniones comunistas en el Medio Oeste.
Desde la primera charla pude deducir que entre los trabajadores había resistencia hacia
la nueva línea de cooperación y unidad. A muchos no les gustaba el "compromiso de no
huelga" de postguerra, o la adopción de un estatuto de gestión de trabajo propuesto por
la Cámara de Comercio y respaldado por los comunistas. La nueva línea era inaceptable
para los trabajadores escépticos que habían sido educados con la filosofía de lucha de
clases y que en ese momento notaban los efectos de la avaricia de los monopolios
poderosos: reducir salarios, y despedir trabajadores a pesar del creciente costo de vida.
Hablé en Cleveland, Toledo, Gary, y Chicago. Al volver no me sentí más feliz que cuando
me fui. Tampoco la siguiente tarea me hizo sentir mejor. Trabajé por un tiempo con
jóvenes comunistas que estaban iniciando una campaña a favor de la instrucción militar
universal. Esta campaña me preocupaba ya que no parecía encajar con la perspectiva de
Teherán de una paz a largo plazo, ni tampoco con el optimismo que se promocionaba
cuando el ejército nazi se desmoronaba y la paz parecía estar cerca.
La campaña para la instrucción militar universal, el compromiso a la no huelga de la
postguerra que los comunistas estaban anunciando con bombo y platillo, y el estatuto de
gestión de trabajo eran todos signos que apuntaban a una cosa: máximo control de la
gente por el Estado.
Cuando la conferencia de Yalta hubo terminado, los comunistas se prepararon para
apoyar el estatuto de Naciones Unidas que iba a ser adoptado en la conferencia de San
Francisco que se celebraría en mayo y junio de 1945.
Para esto organicé un grupo de oradores y fuimos a las esquinas llevando altavoces y
realizamos reuniones al aire libre en las secciones de sombrerería y prendas de vestir para
damas en Nueva York, donde miles de personas se congregaban a la hora del almuerzo.
Hablamos de la necesidad de la unidad mundial y en apoyo a las decisiones de Yalta. Pero
al mismo tiempo la división juvenil comunista hacía circular peticiones para la instrucción
militar universal.
Las dos cosas parecían contradictorias. Pero los comunistas no cruzaban mensajes en
forma descuidada. La verdad era que las dos campañas estaban orientadas hacia objetivos
distintos: la necesidad de controlar a la gente en el período de postguerra, y la de
construir una maquinaria a nivel mundial para preservar la paz. Ya que los líderes
comunistas evidentemente no concebían un mecanismo de paz sin ejércitos, la pregunta
obvia era entonces la siguiente: ¿para quién y con qué fin los comunistas estaban
impulsando la construcción de un ejército permanente? ¿No confiaban en su propia
propaganda de paz?
CAPÍTULO TRECE
PARA ABRIL DE 1945, había indicios de problemas en el partido comunista. La inquietud
entre sus funcionarios había crecido. Me di cuenta gracias a mi trabajo en la Comisión
Italiana del partido comunista estadounidense.
Un día aparecieron dos extranjeros recién llegados de Italia, Berti y Donnini. Juntos hacían
una dupla agradable y atractiva. Se hacían llamar profesores y se habían convertido en
líderes de la comisión italiana. Inmediatamente iniciaron una controversia sobre la
cuestión laboral de las comunidades minoritarias en la nación.
Durante la Convención de 1944, Earl Browder había insistido en eliminar las diferencias
de los nacidos en el extranjero para que fueran tratados como parte del movimiento
obrero norteamericano. Los profesores Berti y Donnini presentaron vigorosas objeciones.
Señalaron la importancia de las organizaciones nacionales independientes, del fomento a
que el nacido en el extranjero usara su idioma, y de la circulación de periódicos en idiomas
extranjeros. Estimularon la organización de diferentes grupos nacionales casi como si
estos fueran colonias extranjeras. Afirmaron que esto fortalecería entre ellos el sentido
de nacionalismo, algo necesario para la construcción del comunismo mundial.
Debido a sus inoportunas opiniones, estos dos funcionarios quedaron por los suelos. Se
había puesto en marcha el plan para expulsarlos. Luego, repentinamente, llegaron las
increíbles noticias de que ¡eran miembros de un partido comunista italiano! Hasta este
momento, tal como otros, yo los había considerado honestos, aunque me parecieron unos
torpes extranjeros con tendencia a las disputas.
Ahora me daba cuenta de que nada de lo que habían dicho era casual, y de que no
hablaban por ellos mismos. Representaban al movimiento comunista internacional y
estaba claro que la propuesta de Browder para el problema nacional no gozaba del favor
de algunas secciones del comunismo mundial.
Durante una amarga reunión comprendí que estos dos hombres eran los responsables de
la traducción y de haber dado a la prensa Scripps-Howard, la carta de Jaques Duclos,
publicada anteriormente en Francia, en una revista comunista, Cahiers du communisme.
(Apuntes del comunismo). Esa carta iba a cambiar todo el curso del movimiento
comunista de este país.
La carta, que apareció en el World Telegram en mayo de 1945, ridiculizaba la línea de
unidad de Browder y su política Teherán, y acusaba a los comunistas norteamericanos de
haber traicionado los principios de Marx y Lenin. Los exhortaba a poner la casa en orden,
y literalmente demandaban que volvieran a la tarea de hacer la revolución.
Estigmatizaban a Browder como un craso de “revisionismo” del Marxismo-Leninismo, y
proponían su remoción del cargo.
El partido se vio inmediatamente invadido por la confusión y la histeria. El noventa por
ciento de los miembros no sabía quién era Jacques Duclos, ni entendían que significaba
“revisionismo”. No se intentó aclararles nada. Estaban sucediendo cosas más importantes.
En la Calle Doce había estallado una gran revolución, con William Z. Foster liderando las
fuerzas del fundamentalismo marxista. A la confusión se sumó el gran cuerpo de
trabajadores del partido, que como caballos en un establo en llamas, habían perdido todo
sentido de discreción. Aún sin saber lo que significaba, los atemorizaba ser atrapados en
estado de "revisionismo" y al sentir que desde el extranjero las voces presagiaban un
cambio en la línea del comunismo mundial, intentaban desesperadamente purgarse del
error que, aunque no entendían, evidentemente habían cometido. Confesaban en
reuniones públicas y privadas que habían sido negligentes en su deber y que habían
traicionado a los trabajadores por apoyar un programa de colaboración de clases. Hubo
algunas manifestaciones de auto flagelación pública que provocaban sentimientos que
oscilaban entre el asco y la lástima.
Fue un tiempo de desconcierto. Para mi nada tenía sentido. Una y otra vez escuchaba a la
gente decir que ellos habían traicionado a los trabajadores. Vi a los desamparados
miembros de la Junta Nacional negar su responsabilidad, alegando que no sabían lo que
estaba sucediendo, o que cuando vieron los errores tuvieron miedo de hablar. Alegaban
que Browder los había confundido y aterrorizado. Era lamentable ver a estos líderes, que
en el mejor de los casos desconocían lo que había sucedido o, en el peor, eran cobardes.
Gil Green estaba lívido y había caído en la desesperación porque había sido
estrechamente identificado con el jefe — en realidad se lo conocía como el chico de
Browder. También él negó todo lo que había dicho sobre que el imperialismo había
llegado a su fin. En realidad, estaba claro que ahora nuevamente había que creer en que
el imperialismo era la última etapa del capitalismo, que inevitablemente llevaría a la
guerra y a la revolución comunista, y que Estados Unidos era el peor contraventor. Otra
vez íbamos a despreciar a nuestro propio país como explotador de los trabajadores.
Gil e Israel Amter me pidieron que escribiera un comunicado para ser publicado en el
Daily Worker en el cual yo repudiaría la reciente política y confesaría mis errores. Lo
Intenté, pero a mi bolígrafo no le salían las palabras. Me excusé diciendo " No entiendo
lo que ha sucedido. Parece ser que no contamos con todos los elementos". Recordé cómo
recientemente, en mayo, miembros de la Internacional Comunista habían estado
presentes en la convención del partido y habían aprobado la línea. También recordé que
fue William Z. Foster quien nominó a Browder como presidente de la Asociación Política
Comunista. Fue Foster quien apoyó la moción de disolver el partido en 1944.
Verdaderamente, esto fue un cambio de ciento ochenta grados, un repudio absoluto a la
política que no solo tenía el apoyo unánime de la dirección comunista en Estados Unidos,
sino también el apoyo público de la Unión Soviética. Incluso nos habían dicho que la
política Teherán había sido preparada con la asistencia del representante autorizado de
la USSR para Estados Unidos, el embajador Oumansky.
Hoy, es obvio que luego de que Stalin ganara las concesiones diplomáticas en Yalta, y
luego de que en las conferencias de Bretton Woods y Dumbarton Oaks se ubicara a los
comunistas norteamericanos ocultos en puestos de poder, el comunismo mundial no
quería los esfuerzos patrióticos de Earl Browder y su banda de comunistas públicos que
anhelaban tener participación en los asuntos estadounidenses. Más tarde me enteré de
que la oposición tardía, amable y moderada de Foster que hacia la línea Teherán el año
anterior había sido sugerida por medio de los canales privados del extranjero como
preparación para el levantamiento de 1945.
Obviamente Browder estaba desprevenido y le tomó por sorpresa este giro. Ahora estaba
oficialmente obligado a presentar a los miembros la carta de Duclos para su “discusión”
a través de las columnas del Daily Worker. En las reuniones del partido había una ola de
confusa discusión, y la conclusión fue el llamado a una convención de emergencia en
junio de 1945.
Iban a suceder muchas cosas antes de que la convención tuviese lugar.
Para prepararse para la misma, el Comité Nacional, de casi sesenta miembros, fue
convocado a sesión en la Twelfth Street. Al principio, ocupó la presidencia Irving Potash
del sindicato Furriers. Más tarde fue Foster quien la ocupó.
Browder estaba en la sala. Había estado enfermo y su apariencia era la de un hombre
dolorido.
Todos evitaban cuidadosamente hablar con él, y cuando se sentó, quedó completamente
aislado. Cientos de veces yo había visto a estas mismas personas saltar cuando él llegaba
a la sala y entonar "Browder es nuestro líder. No nos moverán". Ahora, cuando lo miraban,
sus caras se veían sombrías de odio, o quizás de temor.
Siendo uno de los miembros más nuevos del Comité Nacional, yo no conocía bien a
Browder, pero de repente, no lo pude soportar más. Me levanté del asiento en el otro
extremo de la sala, caminé hacia la silla de Browder y le estreché la mano. Luego me senté
en la silla vacía a su lado, aunque era consciente de que mi acto no iba a pasar inadvertido.
Le insistí para que me diera alguna explicación o al menos para que no se fuera y esperase
los cargos que se iban a presentar. Pero dijo que no se podía quedar para la reunión.
“No me defenderé”, dijo firmemente. “Esta es un secta absurdo secta de la izquierda.
Volverán”.
Poco sabía yo de las políticas de alto nivel dentro del aparato comunista, y no podía
entender su remoción ni por qué se había rendido tan fácilmente. Incluso entonces no
creía, como claramente él sí, que habría algún retorno. Tiempo después cuando fue a la
Unión Soviética, me di cuenta de que había ido a Moscú con la esperanza de revertir la
decisión. El viejo Comité Nacional se reunió durante tres días. Las reuniones empezaban
temprano y terminaban tarde. Busqué signos de comprensión, amabilidad y compasión.
Esperaba encontrarlos al menos entre las mujeres, pero tampoco estaban allí. Pensé que
al menos Mother Bloor, también llamada "sweetheart" (" la novia") del movimiento,
aconsejaría moderación, ya que había estado cerca de Browder. En cambio, esta mujer
hablaba enfadadamente acerca de lo obstinado que era y de su "arrogancia".
Elizabeth Curly Flynn, anteriormente de IWW, a quien Browder había llevado al partido
en 1938 y elevado al Comité Nacional, no se alejaba mucho de los comentarios de Mother
Bloor. Apenas podía creerlo cuando la escuché decir fríamente que había sido intimidada
por Browder, que no había sido consciente del hecho de que él estaba "liquidando” el
partido, que ella estaba tanto afuera de la sede, que no sabía lo que estaba sucediendo.
Escuché a Ann Burlak, una vez conocida como la "Llama roja de Nueva Inglaterra", quien
tras años de ser organizadora del partido se había convertido en una criatura pálida, de
labios finos, y silenciosa, hablar y unirse al grupo acusador.
Yo misma no estaba ni a favor ni en contra de Browder. Casi me meto en problemas por
responderle a Ben Davis cuando dio un discurso particularmente cruel. Ben Davis era
negro, miembro del concejo de la ciudad de Nueva York, y el año anterior se había unido
al club democrático Tammany Hall con el fin de, según dijo él, obtener apoyo para su
próxima campaña en el Concejo de la Ciudad. Ahora él fustigaba a Browder por su
“traición” al pueblo negro al disolver el partido comunista en el sur. Browder había
exhortado a que el partido trabajase en el sur a través de comités visibles, tales como el
Comité del sur por los Derechos Humanos, porque sentía allí, que el nombre “Comunista”
cerraba todas las puertas.
Había visto al mismo Ben Davis usar la línea de colaboración del frente unido en la forma
más cruda posible para promover sus propias ambiciones políticas y de repente supe lo
que tenía que decir. Tomé la palabra y pregunté dónde había estado Ben Davis en el
momento en que se estaba haciendo todo esto. Dije que seguramente alguien tan
sensible como él a la traición a los negros, tendría que haber hablado en ese entonces y
no haber esperado hasta ahora.
Ben Davis rápidamente se volvió violento conmigo: insinuó que yo era culpable de
chovinismo, ya que como negro, él espera que yo fuera sensible al problema de los
negros. Esta situación extraña e ilógica me dejó sin palabras.
Ese mismo día varios de los miembros negros del Comité Nacional me llevaron a almorzar.
Pettis Perry y William Patterson, que me agradaban, trataron de justificar los ataques
inmoderados y dijeron que yo no entendía bien el problema de la minoría nacional. Todo
lo que podía pensar mientras escuchaba era: “¿Todos se volvieron locos?”.
Esa tarde escuchamos más lamentos y vimos a más gente golpeándose el pecho. Cuando
Pat Tuohy, un organizador activo del partido, anteriormente minero de Pennsylvania
asociado con los Molly Maguires, se levantó para hablar, pensé que ahora se iba a
escuchar algo razonable. Por el contrario, Pat estalló llorando y dijo que nunca había
estado de acuerdo con la línea Teherán, pero que Browder lo había intimidado diciendo
"Pat, te estás poniendo viejo. Podemos prescindir de tus servicios si estás en desacuerdo".
¿Eran estos los hombres que yo creía valientes luchadores por justicia?
Justo antes de que el Comité Nacional cerrara su reunión, se establecieron comités para
prepararse para la convención de emergencia. Me sorprendí al escuchar mi nombre para
integrar un comité temporal de trece miembros, cuya misión era entrevistar a todos los
miembros de la Junta Nacional y del Comité Nacional, para estimar la magnitud de sus
errores revisionistas, y recomendar a la Convención Nacional quiénes deberían
permanecer como líderes y quiénes no.
Mi trabajo en ese comité de trece miembros fue una experiencia que nunca olvidaré.
Técnicamente Bill Foster era el presidente. Su acompañante permanente era Robert
Thompson. Davis de la A.F. of L. del sindicato de trabajadores de la alimentación de
Filadelfia y Ben Gold de los Furriers del CIO eran los miembros de alto grado. El
procedimiento era fascinante y fantástico, lo más cercano a juicios de depuración que
jamás haya visto.
Uno por uno comparecieron los líderes ante este comité. En silencio, esperábamos que
hablaran. Los hombres mostraban remordimiento por haber ofendido o traicionado a la
clase trabajadora. Desesperadamente intentaban demostrar que ellos mismos eran de la
clase trabajadora, que no tenían un pasado burgués y que no habían sido contaminados
por la educación burguesa. Hablaban de Browder como si fuese una especie de Satanás
burgués que los había llevado al error por incomprensión debido a su educación
comunista deficiente. Ahora lamentaban su equivocación y prometían untuosamente que
estudiarían lealmente a Marx-Lenin-Stalin, y que no volverían a traicionar a la clase
trabajadora. Uno por uno fueron compareciendo ante el comité y comencé a sentirme
como si integrara uno de los comités de Robespierre en la Revolución Francesa.
Fue extraño ver al alto y escuálido Roy Hudson escoger sus palabras con patético cuidado,
oírlo alegar, como alardeando, que todo lo que él tenía era una educación de tercer grado
y que venía de un origen muy pobre. También lo fue escuchar a Thompson hablar de su
padre y madre proletarios. Raro oír a Elizabeth Gurly Flynn pedir perdón y ofrecer como
atenuante que era de linaje revolucionario, ya que su padre había pertenecido a la R.A.
de Irlanda, y luego prometer estudiar a Marx y Lenin y convertirse en una verdadera hija
de la venidera revolución estadounidense.
A veces era de gran alivio oír una declaración honesta. Una fue cuando Pettis Perry dijo
que él había sido un aparcero analfabeto del sur, que el partido lo había ayudado a
aprender a leer y a escribir y que le había dado la oportunidad de descubrir lo que él
podía hacer.
Mientras escuchaba esta insistencia sobre la pobreza y la falta de una educación formal
como los requisitos para la admisión a este partido, me empecé a sentir incómoda, y
recurrí a Alexander Trachtenberg, uno de los trece del comité.
“Creo que no pertenezco aquí,” le dije. “Es cierto que mis padres trabajaron duro, pero
mi padre se convirtió en un exitoso hombre de negocios, teníamos una casa propia y yo
fui a la universidad.”
Trachtenberg, un hombre muy culto, captó la ironía en mi afirmación. Se acarició el bigote
de morsa y dijo de modo tranquilizador: “No te preocupes por eso. Recuerda que Stalin
estudió para ser sacerdote y Lenin venía de una familia adinerada y estudió para ser
abogado. Debes ser proletario o identificarte con el proletariado. Eso es todo”.
Mientras los camaradas seguían compareciendo ante el comité examinador, me asaltó la
idea de que entre ellos no había ningún verdadero trabajador. Foster, a pesar de que
usaba la camisa caqui de trabador, no había movido un dedo en mucho tiempo. Durante
veinticinco años había estado sentado en pequeñas salas, planeando revoluciones y
conspirando por poder. Thompson y Gil Green ingresaron a la Liga comunista juvenil justo
después de haberse graduado. Thompson había ido a España como comisario de la
Brigada Lincoln y cuando regresó había trabajado para el partido, y Gil se había
convertido en funcionario del partido a edad temprana.
Esa era la modalidad de estos revolucionarios norteamericanos, y mientras los miraba
sentí que realmente debían saber muy poco acerca del trabajador común.
A fines de junio se reunió la convención de emergencia. Debido a las restricciones de viaje
por la guerra, Foster anunció que solo un número reducido vendría del resto del país.
Vinieron unos cincuenta delegados. Los delegados de New York llenaron la convención.
Los que venían de afuera estaban de adorno. Cuando Foster entró caminando con pasos
largos junto a Thompson y Ben Davis, ante sus taconeos, solo podía pensar en el
victorioso Führer y sus gauleiters.
El debate y la discusión que se mantuvieron en esa convención solo los puedo comparar
con una conversación de pesadilla. En la actividad frenética, se percibía un peligro
amenazador, pero había cierta imprecisión en cuanto a de qué se trataba todo esto, y en
cuanto hacia dónde estábamos yendo. La confusión y la sospecha universal reinaban en
el Club fraternal de la Calle Cuarenta y ocho, que era el escenario de la convención.
Los íntimos amigos de muchos años se convirtieron, de la noche a la mañana en enemigos
mortales. Basadas en el principio de progreso y protección mutua, surgieron por todos
lados pequeñas camarillas. Algunos gritaban eslóganes de Jacques Duclos. Otros
abucheaban a cualquiera que insinuara la discusión lógica de problemas. El humor, las
emociones, eran histéricamente izquierdistas, con la conversación racista más violenta
que yo jamás haya escuchado.
Bill Lawrence, secretario del estado de Nueva York, que había combatido en España, fue
atacado a causa del Browderismo. Él lo rechazó afirmando su lealtad para con el partido.
Luego alguien lo acusó de haber sido un cobarde en España, y vi como las lágrimas caían
por sus mejillas mientras trataba de dar explicaciones a un grupo que sólo quería
ejecuciones, no explicaciones. Ben Davis atacó a Jim Ford, un miembro negro de la Junta
Nacional, y lo llamó "chupamedias”, porque se había refrenado en su ataque a Browder.
El Comité Nacional recientemente electo, mantuvo su primera reunión a las 4:00 am.
Todavía faltaba elegir un nuevo presidente y secretario. Browder apareció brevemente en
la convención para dirigirla. Cuando se sugirió esto por primera vez hubo llamados desde
el hall para su ahorcamiento inmediato y ante la sugerencia, se escucharon los gritos y
aplausos. Sin embargo, le permitieron hablar, y fue más conciliador, diciendo que él había
aprobado el proyecto de resolución y la creación de una nueva línea. Prometió cooperar.
Cuando terminó, me uní a algunos aplausos dispersos. Estaba sentada en la mesa con
Israel Amter y capté sus negros y redondos ojos que se fijaban en mí. Meses más tarde
me acusó por haber aplaudido a Browder.
La convención llevó a cabo diversas medidas. Se votó por disolver la Asociación Política
Comunista y por restablecer el partido. Se votó para que volviera a dedicarse a su tarea
revolucionaria de establecer un Estados Unidos Soviético. Se votó por intensificar la
educación Marxista-Leninista desde los líderes hacia los miembros más bajos. Se votó por
expulsar a Browder como líder. Se votó por volver a usar la palabra “camarada”.
Por mi parte, desde ese entonces me hice alérgica al uso de esa palabra, ya que en la
Convención de Emergencia en el Club Fraternal había visto actos que no eran
precisamente camaraderías.
CAPÍTULO CATORCE
LA NUEVA LÍNEA que se estableció en la Convención de Emergencia significaba que todas
las cosas estaban destinadas para todas las personas. Pretendía ser lo suficientemente de
izquierda como para aplacar a aquellos que tenían sentimientos de culpa acerca de la
traición de la clase trabajadora, pero exigieron suficiente unidad con las llamadas fuerzas
democráticas para permitir la continua colaboración con las fuerzas del "imperialismo".
No obstante había elementos insatisfechos tanto de derecha como de izquierda.
En las convenciones de distrito, la nueva línea fue adoptada con la histeria que ha
caracterizado a la Convención Nacional. El terror mismo se hizo presente.
Como representante legislativa, me encontraba en una difícil posición, tenía que
presentar la propuesta para la selección de candidatos de toda la ciudad para las
elecciones de noviembre a la Convención de Distrito de Nueva York. La decisión de apoyar
a William O’Dwyer para la alcaldía por parte de la junta nacional había sido tomada antes
del sensacional acontecimiento de Duclos. Ahora, en vista de la línea modificada, nadie
quería asumir la responsabilidad de apoyarlo.
Era obvio que la nueva línea de izquierda interrumpiría el poder comunista en el campo
de las políticas prácticas, y aún así el partido quería seguir controlando el equilibrio de
poder en las políticas del estado de Nueva York. Me asignaron para informar a la
Convención y obtener un voto de aprobación para O’Dwyer.
Por años, los sindicatos de servicios públicos de Nueva York y los trabajadores del
transporte habían estado agitando en contra de LaGuardia. Él les había hablado bonito,
pero, les había aumentado muy poco o casi nada el salario. En 1941 el partido había
considerado apoyar a O’Dwyer pero a último momento cambió de parecer y se sumó a
Hillman y Dubinsky en apoyo a LaGuardia.
Ahora la suerte estaba echada y seguimos las decisiones sobre las elecciones como se
habían tomado previamente. Con la elección de O’Dwyer, los comunistas ubicaron a uno
de sus hombres más capaces en la municipalidad como secretario confidencial del nuevo
alcalde.
La nueva Junta Nacional había reorganizado los cargos del partido. Gil Green fue enviado
a Chicago para hacerse cargo de los estados industrializados de Illinois e Indiana. Robert
Thompson fue nombrado por Eugene Dennis como líder del distrito de Nueva York.
Cuanto me enteré de eso se me fue el corazón al piso. En una acción sin precedentes me
opuse a su elección sobre la base de que él tenía poca experiencia en llevar adelante la
gestión de un distrito tan grande y complejo. Nunca me perdonó por este desaire a su
orgullo.
Traté de dejar mi cargo como empleada del partido pero Thompson insistió en
mantenerme cerca. Yo no podía callarme y chocábamos a menudo. Me sentía incómoda
y con miedo, pero trataba de creer que esta locura que teníamos era sólo temporal.
Cuando Browder se fue a Moscú con una visa soviética, yo esperaba que a su regreso
hubiese un cambio, de modo que aguanté porque sentí la obligación de hacer todo lo
que estaba a mi alcance para lograr que los demás vieran lo terrible que eran las cosas
que planeábamos hacer. Ya que, por extraño que ahora me parezca, la última ilusión que
murió en mí, fue la de la Unión Soviética. No sabía en ese entonces que la nueva línea
había sido diseñada desde Moscú.
La dirección del partido en Estados Unidos podía estar equivocada; las direcciones del
partido francés o la del partido italiano podían estar equivocadas; pero la fe en la madre
tierra socialista, en la Unión Soviética estaba profundamente arraigada en nuestro ser. La
preparación había sido profunda.
Tenía conflicto tras conflicto con Thompson. Había sido entrenado en Moscú y era
malhumorado e inestable. Se rodeaba de hombres de mano dura y llenaba las reuniones
de junta de estado con aquellos que lo halagaban y votaban a su favor. Se movía
rápidamente para destruir a cualquiera que lo frustrara. Él y Ben Davis intentaron hacerme
formular cargos en contra de Eugene Cannolly, un concejal de la ciudad y secretario del
partido laborista estadounidense, por razones de "chovinismo blanco". Cuando me quejé
diciendo que nunca había visto la menor evidencia de "chovinismo blanco", me miraron
con desprecio.
Intentaron ir en contra de Michael Quill porque había votado a favor de la resolución del
consejo de la ciudad para saludar al arzobispo Spellman por su regreso de Roma como
cardenal. En una tensa reunión de la junta de estado me quejé sobre este intento contra
Quill y le recordé a Thompson que los líderes de masa efectivos que trabajen con el
partido son muy difíciles de encontrar.
“La camarada Dodd se olvida”, dijo Thompson, “que la dirección comunista es superior a
la dirección de masa. Cualquiera que se oponga a nosotros deberá ser eliminado del
movimiento laborista”.
Apelé esas decisiones ante Eugene Dennis, pero él sólo se encogió de hombros y me
sugirió que viera al “viejo". Una charla con William Z. Foster me hizo decidir que nunca
más lo buscaría, su respuesta fue totalmente cínica.
A medida que el año 1945 se fue arrastrado hacia la primavera de 1946 era claro que
Foster y Dennis habían recibido la orden de tomar el mando del partido, pero también
era claro que no sabían qué hacer con eso. La depresión predicha por un grupo de
investigadores soviéticos para Estados Unidos no se había materializado y Foster y sus
asistentes, que estaban preparados para el momento revolucionario, no se podían poner
de acuerdo en cuanto a qué hacer. Era evidente que no habría convención del partido en
1946.
En enero de 1946 la Junta Nacional decidió expulsar del partido a Earl Browder, fue
acusado bajo cargos por la pequeña rama del comunismo de Yonkers donde residía. Los
cargos eran que había avanzado en las ideas Keynesianas, las cuales mantenía
obstinadamente, que había estado políticamente pasivo, y que no había asistido a las
reuniones locales del club.
Fue juzgado por un puñado de comunistas de Yonkers, pero su expulsión fue aprobada
por el Comité Nacional. La crueldad de ese trato para con un líder anterior sólo puede
ser posible en este extraño movimiento, donde no hay caridad ni compasión, y se llega a
la total eliminación de aquellos que le han servido.
Más tarde en 1945 llegó el mensaje de Jessica Smith, esposa de John Abt, quien estaba
en Moscú, decía que era importante que las mujeres estadounidenses se organizaran en
un movimiento internacional, aparentemente pacífico. Se iba a establecer una federación
internacional con mujeres del partido ruso y francés como líderes. De modo que durante
los próximos meses ayudé a organizar la sección de Estados Unidos. Una combinación de
mujeres adineradas y miembros del partido establecieron y mantuvieron lo que se llamó
el Congreso de Mujeres Estadounidenses.
Puesto que era supuestamente un movimiento por la paz, atrajo a muchas mujeres. Pero
en realidad solo era una renovada ofensiva por controlar a las mujeres estadounidenses,
un tema sumamente importante para el movimiento comunista, ya que las mujeres
realizan el 80 por ciento del gasto familiar. En los escalones más altos, poseen un
predominio de capital de acciones y bonos. Son importantes en la toma de decisiones
políticas.
Junto con los grupos juveniles y de minorías, se las considera una fuerza de reserva de la
revolución ya que son más fáciles de persuadir por medio de recursos emocionales. De
modo que la campaña por la paz estaba especialmente orientada a ganar el apoyo de la
mujer.
Desde el día de la Convención de Emergencia se hicieron esfuerzos para hacer que todos
los miembros del partido apoyaran esta nueva iniciativa. A algunos los convencieron
ofreciéndoles puestos de trabajo. Otros fueron sometidos a la humillación pública; a
algunos les permitieron quedarse sin asignación hasta que su descontento hubiera
pasado; y otros fueron expulsados.
De 1945 hasta 1947 fueron expulsados algunos millares, en cada expulsión y por
separado se utilizaron técnicas de purga de refinadas. Dos eran las razones principales de
expulsión: ser culpable ya sea de izquierdismo o de derechismo. Ruth McKenney, famosa
por escribir “My Sister Eileen”, y su esposo Bruce Minton, estuvieron entre los primeros
expulsados, su delito fue ser izquierdistas.
Comenzó un reinado de terror en el cual los pocos que se habían unido por nociones
idealistas tenían miedo de que la más mínima crítica al partido trajera la acusación de
desviación. Algunas de estas personas solicitaron mi ayuda, ya que la acción del partido
ponía en peligro su reputación y sus empleos. Traté de ayudar. Les recomendé
moderación pero solía ser ineficaz debido a que yo misma estaba en una posición
equivocada, algo de lo que el partido estaba bien al tanto. Me había escapado del castigo
por mi independencia en 1945, posiblemente porque no soy muy fácil de tratar, puesto
que había ganado una posición de respeto con los miembros y siempre me había
mantenido cerca de mi sindicato.
Pero había comenzado una campaña sigilosa en mi contra. Ese año, enfrenté cargos dos
veces. Mi casa y mi despacho fueron invadidos por investigadores del partido que
supuestamente venían a charlar y visitarme, y pero luego informaban a la sede de
cualquier comentario poco ortodoxo. Mi secretaria había recibido instrucciones de
informar quienes iban a mi oficina, sobre mis relaciones con los miembros y no miembros
del partido, y sobre la naturaleza de mi correspondencia. Un pobre viejo pescador, a quien
yo había alojado y dado de comer mientras esperaba conseguir trabajo, fue lo
suficientemente ingenuo como para contarme que le habían hecho muchas preguntas
acerca de qué se decía y qué se hacía en mi casa. Empecé a sentir que si le fruncía el ceño
a la editorial del Daily Worker alguno seguramente lo anunciaría.
Dos veces inventaron cargos de chovinismo blanco en mi contra. Una vez comparecí ante
Ray Hausborough, un Negro de Chicago, a quien apreciaba y respetaba, escuchó las
acusaciones y las desestimó. En otra ocasión me encontré ante una comisión de mujeres
encabezada por Betty Gannet, de nuevo se trataba de un cargo inventado de chovinismo.
Me reí de todas las mujeres blancas presentes, yo era la única que vivía en Harlem y que
tenía amistad con mis vecinos de todas las razas.
Todas estas acusaciones eran muy débiles para ser sostenidas, pero inventaron otras. Una
acusación surgió del hecho de que yo había bloqueado la jugada del partido para apoyar
a uno de sus líderes favoritos del sindicato, quien enfrentaba cargos de hurto de fondos
del sindicato. Esta acusación era verdadera, y yo estaba escandalizada por el apoyo del
partido a un personaje tan desagradable. Esta vez recibí un trato tan duro por parte de
los compañeros que cuando Thompson, que estaba a cargo, se inclinó sobre el escritorio
y empezó a gritarme, me paré, volteé la silla en la que estaba sentada y les dije fríamente:
“Ustedes piensan como cerdos”, y salí dando un portazo. Pero en mi corazón estaba
aterrada por mi propia audacia.
Al día siguiente Bill Norman, el secretario de estado, que servía como contrapeso del
explosivo e impredecible Thompson, me llamó a su oficina. Me habló a su manera
tranquila y moderada y le dije francamente que quería salirme del partido. Su expresión
cambió. Fijó sus ojos en mí y me dijo, casi con severidad, "Dodd, nadie se sale del partido.
Te mueres o te echan. Pero nadie se sale". Luego volvió a ser suave de nuevo.
Finalmente le pedí que Gerson tomara mi puesto como representante legislativo y ser
asignada a la campaña de Marcantonio aquel otoño.
Para las elecciones estatales de 1946, el partido había decidido ubicar un ticket comunista
en el campo para obtener una posición negociadora en el aparato del partido laborista
estadounidense el cual ahora tenía como líderes a los miembros del sindicato
Amalgamated Clothing Workers, a Vito Marcantonio y su equipo, y a los comunistas. Se
confeccionó una lista completa de candidatos; yo figuraba en ella como candidata para
fiscal general; por supuesto que no lo tomé seriamente ya que sabía que más tarde el
partido haría negociaciones con el partido laborista estadounidense y uno de los dos
partidos más importantes, y luego retiraría sus propios candidatos.
El trabajo de las elecciones de 1946 fue tan artificial que los comunistas, a través del
partido laborista estadounidense y los sindicatos que controlaban, lograron derrotar a
todos los que parecía que apoyaban. Sin embargo, había una excepción a este fraude y
era la campaña para la elección de representante de Vito Marcantonio. Por una vez el
partido republicano había resuelto realizar una fuerte campaña en su contra. Marc era
uno de los hombres más capaces en el congreso, pero también era la voz reconocida de
los comunistas. Había otros en el congreso que servían de manera eficaz. Ninguno era tan
capaz o tan audaz al promocionar los objetivos del partido. Estaba contenta por haber
sido asignada para trabajar en la campaña de las primarias y la elección en el distrito de
Marcantonio ya que me dio un respiro de las complicaciones de la Calle Doce.
Estaba a cargo de un distrito difícil, el Décimo superior, el cual abarcaba desde la Calle
Noventa y seis hasta la Ciento Seis, y desde East River hasta la Quinta Avenida. Era un área
increíblemente abatida, la población en su gran mayoría eran negros recientemente
llegados del sur, portorriqueños en gran medida provenientes de su isla, y el resto
irlandeses, italianos, griegos y judíos, que vivían en uno de los peores barrios de Nueva
York.
Había un solo oasis en el distrito, el nuevo proyecto de viviendas en el East River. En este
proyecto vivía un capitán republicano llamado Scottoriggio que era opositor declarado
del partido laborista. Esto era inusual en esta zona ya que ese partido por lo general tenía
la cooperación de los líderes tanto democráticos como republicanos.
Mi sede se ubicaba entre la Segunda Avenue y la Calle Noventa y nueve. Mis capitanes
eran un grupo de maestros, amigos míos, y miembros italianos y portorriqueños del
equipo de Marcantonio, uno de ellos Tony Lagana, era un joven italiano desocupado con
un profundo apego a Marcantonio.
En la campaña de empadronamiento, los maestros ayudaron a cientos de personas a
aprobar los exámenes de alfabetización. Se dedicaron muchas horas a ayudar a estos
adultos a calificar para el derecho a voto. Prácticamente duplicamos las cifras de
empadronamiento. Fue una campaña electoral encarnizada, olas de violencia surgieron
por todas partes. Entre nuestros principales opositores estaba Scottoriggio, quien
interfirió con nuestros trabajadores de la campaña y cuestionó su eficacia en la
prospección del proyecto de viviendas. La noche anterior a las elecciones el odio había
alcanzado su punto más álgido.
El día de las elecciones abrí la sede a las cinco en punto de la mañana, serví café y
panecillos a mis capitanes y proseguí con mis tareas. Mientras tomábamos café y
escuchábamos la radio en mi escritorio, oímos la noticia de que Scottoriggio, en su
camino a las urnas, había sido atacado por cuatro hombres y estaba en un hospital con
una fractura de cráneo.
Ganamos las elecciones. Cuando Scottoriggio falleció como consecuencia de sus heridas,
el distrito se vio inmerso en el escándalo. El líder republicano y la policía que había
cooperado con Marcantonio por años estaban bajo fuego. Todos mis capitanes fueron
llamados a interrogatorios, entre ellos el pequeño Tony Lagana. Fue llevado a la estación
de la Calle 104 y retenido por muchas horas. Lo que sucedió allí no lo sé ni a quién implicó,
o la rapidez con la que la información llegó a aquellos a quien él implicó. Finalmente lo
dejaron ir. Esa noche él desapareció, y después de varios meses su cuerpo fue hallado en
el East River.
Fui citada por el gran jurado del condado de Nueva York e interrogada en la oficina del
fiscal de distrito. En medio del interrogatorio uno de los dos asistentes me preguntó por
qué me había convertido en comunista.
“Porque sólo a los comunistas pareció importarles lo que le sucedía a la gente en 1932 y
1933”, contesté. “En ese entonces luchaban contra el hambre, la miseria y el fascismo, y a
ninguno de los partidos políticos más importantes ni a las iglesias pareció importarles. Es
por eso que soy comunista”.
Hablé intensamente, más por costumbre y práctica de tanto tiempo que por tener fe en
la causa, ya que no tenía la misma convicción profunda acerca de la defensa de los pobres
y desposeídos del partido. Ahora sabía que sus actividades se concebían en duplicidad y
terminaban en traición.
Las sesiones del Comité Nacional de diciembre fueron notables por su interminable y
fantástica justificación de la línea de “autodeterminación del Negro en franja negra”. Solo
la inteligencia y paciencia de los líderes Negros en Estados Unidos hicieron posible la
resistencia a esta teoría maliciosa planificada por Stalin y que ahora era desencadenada
por Foster. La teoría consiste, en pocas palabras, en que los Negros en el sur forman una
nación subyugada que desea convertirse en una nación libre, y que los comunistas deben
prestarle toda su asistencia. El partido propuso impulsar las aspiraciones nacionales del
pueblo Negro para que se levantaran y se establecieran como una nación con derecho de
separarse de Estados Unidos. No era una teoría elaborada para beneficiar a los Negros
sino para incitar al conflicto, y para usar al Negro estadounidense en la propaganda
comunista mundial, para ganarse a la gente de color del mundo. En última instancia, los
comunistas propusieron usarlos como instrumentos en la venidera revolución de Estados
Unidos.
Durante aquellos días me enfermé del cuerpo y el alma. Sobre todo me mantuve alejada
de la Calle Doce y sus reuniones. Y cuando llegaba a ir estaba consciente de la extrema
agitación entre los burócratas del partido. Las facciones estaban creciendo en un
ambiente de mayor incertidumbre y miedo.
En la primavera de 1947 Foster fue a Europa, era evidente que para recibir instrucciones
de cómo actuar, y volvió orgulloso con la noticia de que había conocido a Gottwald de
Czechoslovakia, Dimitroff de Bulgaria, Togliatti de Italia, y Duclos de Francia. También
informó que había estado en Inglaterra para las reuniones del Imperio, que llevó a los
representantes comunistas de las diferentes mancomunidades a Londres.
Tan pronto como hubo regresado desaparecieron los signos de enfrentamiento. Se llamó
a una reunión del Comité Nacional para el 27 de junio de 1947. Se prolongó por varios
días, cada uno de ellos lleno de dramatismo. Para todos los que estábamos allí reunidos,
era claro que se acercaba una reorganización de la dirección.
En primer lugar, Morris Childs, editor del Daily Worker, fue removido de su cargo. Morris,
que había vuelto de Moscú hacía poco, evidentemente había hecho algo que había
disgustado o a Moscú o al partido en Nueva York. Él no lo ignoraba ya que ni bien regresó
pidió una licencia por seis meses, explicando que tenía un problema de corazón.
Eugene Dennis, secretario nacional del partido, al hacer el informe organizativo, anunció
la licencia indefinida de Childs, y luego propuso a un joven hombre como nuevo editor
con el nombre artístico de John Gates. La cara de Childs se puso blanca como un papel,
porque ni él, ni la junta editorial del Daily Worker habían sido consultados acerca de este
nuevo editor.
Fue una elección extraña. John Gates, un joven veterano recientemente llegado de su
servicio en el extranjero, no tenía experiencia de trabajo en periódico, pero yo no sabía
que él había hecho contactos con figuras poderosas en el extranjero, y a su regreso fue
ubicado a cargo del trabajo de los veteranos para el partido. Hubo una revuelta entre los
miembros por esta selección. Foster puso fin al disentimiento al decir rotundamente, “Un
líder comunista no necesita tener experiencia en un periódico para ser editor. Es más
importante que sea profundamente marxista”.
Tras estas declaraciones, se procedió a votar. El resultado fue unánime a favor de Gates.
Hubo dos abstenciones de aprobación — Morris Childs y yo. Mi voto fue un acto de
sublevación manifiesta en contra de los métodos que se estaban utilizando en el Comité
Nacional. Sabía que esta reunión marcaba el fin de mi estadía en la administración del
partido, de modo que decidí sacarle provecho. Sabía que había otros en el comité que
sentían lo mismo que yo, pero el miedo no les permitía realizar la ruptura que yo acaba
de hacer.
Sabía que en el partido, nadie ataca jamás a personas en el poder elegidas para entregar
informes. Ellos deben ser elogiados y el informe debe ser magistral y más claro que el
agua. Sabía, finalmente, que todos iban a votarlo.
Decidí romper con esta tradición, primero absteniéndome de votar por Gates, y luego
atacando la siguiente propuesta de Foster: posponer la convención del partido hasta
1948. La constitución del partido, la cual se mostraba con orgullo cada vez que el partido
era atacado como antidemocrático, estipula una convención regular cada dos años. La
última se había llevado a cabo en 1944; la de 1945 había sido sólo de emergencia. Estaba
prevista una convención para 1947. Me levanté y dije que no teníamos otra opción que
cumplir con la constitución.
Algunos de los otros miembros también hablaron y vi la posibilidad de obtener una
pequeña victoria en contra de la corriente. Foster también lo vio, y dijo con voz autoritaria
que puesto que todos los otros partidos políticos iban a tener convenciones en 1948 para
la nominación de candidatos para presidente, los comunistas debían tener la suya al
mismo tiempo. Me lanzó una mirada fulminante y dijo, “el argumento de la camarada
Dodd es legalista”, un comentario que puso fin a la discusión.
Se votó el informe y fue aprobado.
El siguiente asunto en la agenda era el informe político de las elecciones de 1948 y la
posibilidad de un tercer partido. Este informe fue dado por John Gates, y el hecho de que
él hubiera sido elegido para darlo mostró que lo estaban preparando como futuro líder
del partido. No sólo no sabía nada de cómo llevar adelante un periódico, sino que
desconocía, hasta cierto punto, las políticas estadounidenses.
El reporte evidentemente no era suyo. En realidad, pude reconocer con facilidad que era
el trabajo conjunto de Eugene Dennis y esos miembros del partido con los que tenía un
contacto cercano a través del partido laborista, el Comité Independiente de artistas,
Científicos y Profesionales, y las fuerzas comunistas en Capitol Hill, especialmente el
brillante Albert Blumberg, que alguna vez formó parte del equipo Johns Hopkins, a quien
había conocido en las convenciones de la Federación estadounidense de Maestros. Lo
conocía como mensajero común entre Dennis y el equipo de comunistas de Washington.
Escuché con atención el confuso y contradictorio informe, lleno de palabras, que repetía
las viejas frases sobre la necesidad de un partido laborista en Estados Unidos. No decía
cuándo se iba a construir ni cuáles eran las condiciones especiales que lo hacían tan
necesario en aquel momento en particular. El punto llegó a término, cuando Gates leyó
que un tercer partido sería muy efectivo en 1948, pero sólo si podíamos conseguir a Henry
Wallace como candidato.
Ahí estaba, claramente dicho. Los comunistas estaban proponiendo un tercer partido, un
partido agrícola- laborista, como una maniobra política para las elecciones de 1948.
Incluso estaban eligiendo a su candidato.
Cuando Gates terminó yo tomé la palabra. Dije que aunque no descartaría la posibilidad
de crear un partido agrícola-laborista, la decisión de ubicar un tercer partido en 1948 sin
duda no se debería basar en si Henry Wallace podía ser candidato, sino si un tercer partido
podía ayudar a satisfacer las necesidades de los trabajadores y agricultores de Estados
Unidos. Y si un tercer partido iba a participar en las elecciones de 1948, la decisión debería
ser tomada inmediatamente por grupos de agrícolas y laboristas de buena fe, y no
retrasarlo hasta que algún grupo secreto y desconocido de personas tomaran la decisión.
Mis comentarios se escucharon en un profundo silencio. Cuando terminé, sin respuesta a
mi objeción, el comité pasó a otra tarea.
Sin embargo, era cada vez más evidente que la pandilla superior estaba teniendo
problemas con esta propuesta. También era claro que Dennis y su equipo de chicos
inteligentes se estaban reservando el derecho de tomar la decisión final, y que mantenían
al partido en general en la oscuridad.
Cuando finalmente el partido progresista fue lanzado, no representaba a los granjeros ni
trabajadores de Estados Unidos sino al mismo tipo de coalición sintética que se había
convertido en una modalidad de participación comunista en las políticas nacionales. En
el partido había un gran número de profesionales de clase media desilusionados, había
mujeres adineradas, conmovidas por motivos humanitarios; y había comunistas y
compañeros de viaje. Todos estos elementos estaban aunados por agentes pretensiosos
de publicidad profesional, de lábia y bolígrafos ligeros.
La actitud cínica de los más altos comunistas con respecto al partido Progresista se puede
ilustrar mejor con sus resultados. A principios de enero de 1948 y antes de que Henry
Wallace hubiera hecho alguna declaración pública, de hecho, incluso antes de que el
partido progresista hubiera sido formalmente organizado, Foster anunció a través de la
Prensa Asociada que se iba a formar y que Henry Wallace sería su abanderado.
Antes del día de las elecciones estaba claro que los comunistas habían cometido un fraude
contra aquellos que estaban buscando un partido bien definido. Ya que el partido
progresista, anunciado como un partido agrícola laborista, no tenía el apoyo del sindicato
ni de ninguna organización agrícola básica. Aparte de unos pocos sindicatos de izquierda,
el apoyo del partido laborista era artificial.
La tarde de la elección escuché a Henry Wallace cuando cerraba su campaña en la Calle
116 y la Avenida Lexington, en el distrito de Marcantonio. Él solo había sido orador
suplente del congreso, y parecía estar fuera de lugar, lejos de los maizales de Iowa. Él era
el candidato de un partido agrícola-laborista, y aun así realmente no tenía el apoyo de
ninguno de los dos. Como la voz de protesta, él estaba completamente controlado por
los comunistas que los estadounidense rechazaron y los resultados de la elección
mostraron que él solo había recibido un poco más de 900.000 votos de los cuales 600.000
eran del estado de Nueva York. No afectó al cuadro nacional, aunque sí hizo una
diferencia en el estado de Nueva York donde se aseguró la victoria de Thomas E. Dewey.
Proporcionalmente él recibió menos votos que Eugene Debs cuando se presentó con la
lista socialista después de la Primera Guerra Mundial mientras se encontraba encarcelado.
La Follette en 1924 recibió cuatro veces más votos.
Los comunistas pusieron inteligentemente a Wallace al frente como un líder inspirador y
como un idealista más que como un organizador práctico. Lo habían rodeado con los
muchachos de Foster y el resultado era inevitable. Foster y Dennis se convirtieron en los
líderes del partido progresista, Wallace era solo su portavoz.
No había entendido por qué Foster debía estar dictando este tipo de políticas
aparentemente contraproducentes para el partido progresista. Ahora era evidente que la
razón por la cual querían un partido progresista reducido era porque era el único tipo que
podían controlar. Querían controlarlo porque querían un sustituto político para el Partido
Comunista, el cual esperaban que pronto sería ilegal. Un partido progresista controlado
y limitado sería una organización pantalla y un sustituto para el partido comunista si el
último fuera prohibido.
También era claro por qué en la reunión del Comité Nacional de junio de 1947, Foster dio
un informe sobre organizaciones clandestinas en Europa, en países donde el partido
comunista enfrentaba la ilegalidad. Dijo que solo el núcleo permanecería organizado y
todos los demás serían localizados a través de sus sindicatos y otras organizaciones
masivas.
Alrededor del diez por ciento del partido sería organizado en pequeños grupos de tres —
representantes sindicales, representantes políticos y representantes desorganizados. Este
iba a ser el partido clandestino de la ilegalidad.
Al final, uno podía ver que la reestructuración del personal en la reunión había sido
planeada cuidadosamente. Había expulsado a todos aquellos que estaban de adorno en
la convención de Duclos de 1945. Ahora los incondicionales y profesionales de la
revolución tomaron sus lugares designados y estaban listos para atacar.
CAPÍTULO QUINCE
A finales de 1947, todas las cosas a mi alrededor habían cambiado. La certeza que por
mucho tiempo tuve sobre el Partido Comunista se había desvanecido.
Me sentía mal mental y corporalmente, pues tenía un miedo constante y terrible, porque
sabía que estaban haciendo todo lo posible para destruirme. Conocía muy bien los
despiadados y métodos que habían utilizado para acabar con otras personas y no tuve el
valor suficiente para advertir y defender a los inocentes.
En aquel periodo se habían formado pequeños grupos disidentes que criticaban al
Partido, algunos de derecha y otros de izquierda. Cada uno contaba con su propio líder y
cada uno juraba fidelidad al Partido o acusaba a los dirigentes del Partido estadounidense
de haber seguido los pasos marxista-leninistas. Ya antes había observado lo inútiles que
eran tales intentos y sabía bien que ningún grupo podía organizarse sin la supervisión de
Chester, el suave y pulcro director del servicio secreto del Partido, cuyos hombres estaban
por todos lados.
Regresé a la práctica de la abogacía y traté de olvidar mis miedos concentrándome en el
trabajo, pero por dentro estaba tan perturbada que lo reflejaba en mis actividades. No
sabía cuándo ni cómo caería el hacha. Sabía que mi oficina seguía bajo constante
vigilancia y que no había manera de detenerla. Ciertos agentes comunistas de las oficinas
centrales tenían la costumbre de visitarme en intervalos regulares intentando
convencerme de tomar parte en alguna actividad insignificante, pero yo sabía bien que
esa no era la verdadera razón por la cual venían.
Recuerdo, en particular, a un comunista italiano que me envió Foster para discutir la
recaudación de fondos para las elecciones italianas de 1948. Sentí que el propósito era
involucrarme y eso le dije al joven italiano. También aseguré que la recaudación de dinero
no era mi especialidad y que la oficina nacional solo tenía que levantar el teléfono para
recolectar los cincuenta mil dólares que me pedían recaudar.
Pero como estaba acostumbrada a obedecer las órdenes del Noveno Piso, en vez de
desembarazarme de mi visitante, me vi en posesión de una lista de personas a las que
tenía que llamar, y, junto a él, visitamos varios hombres acaudalados que trabajaron
anteriormente para el Partido.
Había prestado poca atención a esta fase de la actividad comunista mientras me dedicaba
al sindicato y al trabajo político. Las finanzas del Partido nunca se discutían en las
asambleas del comité nacional ni del estatal y nunca se entregaban informes financieros.
De manera periódica, planeábamos campañas de recaudación de fondos en las que, por
lo general se pedía una semana o un día del salario de los trabajadores.
Desde luego, yo sabía que el partido tenía otras fuentes de ingresos pero nunca lo discutí
con ellos. Sabía que recaudaban fondos por medio de los campamentos, sabía de esto
gracias a un divertido incidente después de la guerra en el cual Chester asistió a una
asamblea del Consejo de la Secretaría para decirnos que tenía la oportunidad de comprar
un automóvil último modelo para uso del Partido a precio del mercado negro. El consejo
lo aprobó y luego Chester dijo que el vehículo debía estar a su disposición por haber sido
él quien dio las rondas semanales en los campamentos para recolectar el dinero.
Fui la única que presenció un pequeño pleito que se originó entonces. Thompson, cuya
familia estaba pasando el verano en Cape Cod, creyó tener derecho a hacer uso del auto
nuevo por ser el presidente estatal. Bill Norman, siempre conciliador, propuso que fuera
para Thompson y que el auto de Thompson se le quedara a él, Bill, que era secretario, y
que el auto de Bill pasara a Chester. Aunque no me acuerdo quién se quedó con el
automóvil, lo que sí recuerdo es que Chester recaudó una cantidad considerable de dinero
en los campamentos de verano, tanto de los jóvenes como de los adultos.
Durante la guerra me di cuenta que el Partido tuvo participación en cierta planta mecánica
con contratos bélicos y que también sacaba fondos de ésta. Por mucho tiempo supe que
el Partido obtenía beneficios de equipos de impresión y litografía, así como de los
proveedores de material de oficina y papelería, tiendas en las que todos los sindicatos y
organizaciones masivas dirigían sus negocios mediante administradores que eran
miembros del Partido.
Diversos clubes nocturnos se inauguraron con la ayuda de figuras políticas acaudaladas
quienes reclutaron a algunos de los "pastelitos" comunistas más atractivos del Partido.
Concordaba con estas lindas comunistas cuando algunas de ellas se rebelaron alegando
que no habían recibido suficiente educación marxista. En cambio, llegó un momento en
que solo se dedicaban a visitar a hombres y mujeres de dinero para que les abrieran sus
bolsillos. Estas chicas, casi todas con carreras universitarias, y algunas de ellas escritoras
de ingeniosas revistas, provenían de otros pueblos y conservaban aún un aire fresco y un
encanto inocente. Me di cuenta que no tardarían en olvidar sus ansias de tener mayor
educación marxista y se engarzaron en una reñida competencia para conseguir listas
telefónicas privadas de los ingenuos. Estas jovencitas eran capaces de recaudar sumas
fabulosas, fueron ellas quienes recolectaron los primeros fondos para los clubes
nocturnos que llamaban: Bill Browder’s Folly, Bill being Earl’s brother, los cuales gozaron
de prestigio político y compensaban con buenas cantidades de dinero.
Las chicas también fueron un medio para atraer montones de jóvenes talentosos que
recibieron su primera oportunidad de presentarse en público, y que al mismo tiempo se
sintieron atraídos por saberse parte de un movimiento secreto subversivo.
Los chicos del Partido que habían trabajado en comités electorales, como el comité
Truman que investigaba los estados financieros de los pequeños empresarios, habían
logrado valiosos convenios para que el Partido participara en el mundo de los negocios.
Fueron ellos quienes organizaron el Comité Progresivo de Hombres de Negocios para la
elección de Roosevelt. A través de ellos, el partido tuvo contacto con las Cámaras de
Comercio locales y las organizaciones de negocios conservadoras tales como el Comité
para el Desarrollo Económico, en el que la esposa de Ruy Hudson tenía un importante
trabajo de investigación. Los investigadores económicos, contadores y abogados del
Partido conseguían trabajos con varios grupos conservadores de planeación en
organizaciones de los Partidos Demócrata y Republicano y en las organizaciones
independientes.
El director de muchas de estas actividades fue William Wiener, dirigente de Century
Publishers, conocido como el inversionista número uno del movimiento comunista,
además de operar un gran imperio financiero. Era un hombrecillo regordete y afable que
usaba trajes Brooks Brothers, fumaba cigarros caros y frecuentaba restaurantes caros
también. Los miembros promedio del Partido no tenían contacto con hombres como él,
ya que estos funcionarios ganaban un promedio de cincuenta dólares a la semana, y rara
vez veían este lado del Partido.
Wiener tenía diversas fuentes financieras que operaban para reunir capital de gente
acaudalada y de la clase media del Partido. Ellos mantenían oficinas con montones de
contadores y abogados de quienes sacaba reservas el movimiento comunista. Había
fábricas de muñecas, diversas empresas de pintura y plástico, empresas químicas,
agencias de viajes y turismo, compañías de importación y exportación, textiles y
cosméticos, discos para jóvenes y agencias teatrales. En 1945, se fundaron varias
empresas y corporaciones para comerciar con China, en una de las cuales estaba Frederick
V. Field. Bajo la dirección de Wiener y otros, tales corporaciones contrataron y
mantuvieron a otro tipo de comunistas, mejor vestidos, mejor alimentados, más
sofisticados y mucho más venenosos.
El grupo de exportación-importación era especialmente interesante. Recuerdo un grupo
de agentes comunistas que compró a Suiza partes para relojes, se ensamblaron aquí y se
envió el producto terminado a Argentina. Conocí también a un sujeto que viajaba con
regularidad a Checoslovaquia y que se dedicaba al terrible negocio de vender armas y
municiones, ya que en la actualidad es mucho más efectivo el agente comunista dedicado
al comercio internacional que el anticuado agitador político.
Como en ese momento recorría toda la ciudad tratando de recaudar dinero para las
elecciones italianas, me di cuenta más que nunca, de cuántas operaciones financieras
importantes tenían relación con el Partido. En una oficina, visitamos un negocio del
Partido que compraba hierro en Minnesota y lo embarcaba al norte de Italia, donde, con
la ayuda de los dirigentes del Partido Comunista Italiano, se destinaba a las plantas de
acero comunistas y ahí se procesaba para convertirlo en acero y luego se enviaba a
Argentina. En otra oficina había abogados muy metidos en el negocio de hacer dinero
como custodios de propiedades en el extranjero, los bienes de los ciudadanos italianos
que se habían confiscado durante la guerra. Tareas como esta no eran fáciles de obtener,
pero ellos las habían conseguido.
Luego de haber presentado a mi joven socio italiano a varias personas que decían estar
dispuestas a ayudar, él decidió establecer un comité permanente en los Estados Unidos
para fomentar vínculos culturales con Italia. Fue así que nació el Comité Estadounidense
para Relaciones Culturales con Italia. John Crane, cuya fortuna familiar se hizo con el
negocio de instalaciones para baños, fue asignado como su director.
No es que yo no supiera que el Partido Comunista usaba a los ricos tanto como a los
obreros, pero nunca antes lo había visto con tanta claridad.
Aquel verano me dediqué a la abogacía y traté de reconstruir mi vida privada. Me libré
de más de un plan que habían diseñado para hacerme daño. Durante esos meses, me di
cuenta que varios de los agentes del movimiento Comunista Internacional no se
diferenciaban en su manera de vestir o de hablar de cualquier vecino. A pesar de que
todavía veía a muchos comunistas de a pie, evité contacto con el resto siempre que pude.
Cada mañana, al levantarme y saber que debía enfrentar otro día difícil, me decía: "¿Cómo
me metí en este callejón sin salida?"
No perdía la esperanza de que algún día se me permitiera zafarme del Partido. Después
de todo, más de un millón de estadounidenses habían entrado y salido de él. Pero estaba
segura que no se lo permitirían a nadie que hubiera alcanzado una posición importante.
Me había retirado de todas las actividades que tenían que ver con ellos, excepto porque
continuaba como contacto del Partido para los grupos de maestros. Incluso ahí me habían
remplazado por un individuo que no sabía nada sobre la educación. Dejé de asistir a las
reuniones del Partido. Sin embargo, cuando recibí la notificación para la convención
estatal decidí ir al Webster Hall donde se celebró aquel año.
Ahí me enteré que estaba señalada. La gente tenía miedo de ser vista a mi lado. Después
de dudar un poco, terminé sentada en una mesa a lado de David Goldway. Él y yo siempre
habíamos sido amigos y sabía que él estaba teniendo problemas como secretario de la
Jefferson School. Me saludo sólo con la mirada y con una especie de cabeceo. Sus labios
eran una línea delgada. No sonrió ni habló.
Escuché gritos en la puerta de entrada. Entraron Thompson y Ben Davis pavoneándose,
detrás de ellos, una tropa de jóvenes. De repente me acordé de mi visita a Alemania en
los años treinta, cuando vi en Múnich aquellas intensas miradas en rostros jóvenes
devotos a Hitler, su líder.
Cuando el presídium nominó una delegación estatal para la próxima Convención
Nacional, me sorprendió escuchar que algún alma valiente se atrevió a nominarme a mí
desde el público. Lo reconocí, era un hombre de la Comisión Italiana. No tenía sentido
que me rehusara, dado que yo sabía que mi nombre no se presentaría para ser votado y
estaba en lo cierto. El presídium tachó mi nombre sin dar mayor explicación.
Cuando se cerró la convención, levantaron las sillas para instalar mesas para la cena. Me
retiré porque sabía que no podía compartir el pan con ellos.
Como miembro del Comité Nacional, tenía la obligación de asistir a la Convención
Nacional del 1948, pero decidí que ya me había castigado suficiente. No tenía motivos
para ir, no había nada que pudiera hacer. Quizá cuando todo terminara, cuando ya no
fuera miembro del Comité Nacional, quizá entonces me dejarían ir.
Como es evidente, algunos de los dirigentes pensaron que iría a la convención y planearon
medios para hacerme callar. Justo antes de la convención, el comité disciplinario me
ordenó comparecer ante él en el noveno piso.
Sabía perfectamente que no tenía que obedecer esta orden. Era una ciudadana
estadounidense con pleno a la libertad. No tenía que ir a la Calle Doce ni subirme al
lúgubre ascensor para llegar al noveno puso; tampoco tenía que enfrentar los herméticos
rostros de los hombres y mujeres que mantenían las puertas y las rejas cerradas a prueba
de intrusos, no tenía que cruzar la mirada con ellos, esa mirada desdeñosa por saberme
persona non grata. No tenía que ir, pero fui como un autómata.
Cuando salí del elevador tomé el largo y oscuro corredor que lleva a un cuarto
desordenado. De pronto casi río de alivio al ver a tres ancianos a quienes conocía muy
bien. Alexander Trachtenberg, con su bigotito de morsa y su manera de mirar bajo su
nariz, no dijo nada cuando entré. Pop Mindel, el héroe de las escuelas de adiestramiento
comunista, cuyos ojos cafés solían ser alegres, no tuvo sonrisas para mí. El tercero era Jim
Ford, líder Negro, quien me dirigió una mirada distante y taciturna.
Los saludé y tomé asiento. “Al menos”, me dije, “se trata de hombres que conocen la
situación”. Mi relación con todos ellos había sido cordial y nunca habíamos estado en
desacuerdo. Ahora esperaba que hablaran, pero ellos estuvieron ahí sentados en silencio
hasta que empecé a sentirme incómoda. “¿Tardaremos mucho?”, pregunté a
Trachtenberg, aclaró la garganta y comenzó a hablar. Apenas podía creer lo que estaba
oyendo:
“¿Cómo se siente?”, preguntó sin el menor interés en su voz.
Intenté salir por la tangente. “Me he sentido un poco enferma, Comrade Trachtenberg”
“Pero, ¿está bien ahora?”
“Sí,” afirmé. “Supongo que ahora estoy bien”.
Cuando volvió a hablar, su acento alemán se notaba más fuerte que de costumbre.
“Queremos hacerle algunas preguntas”.
“Aquí viene”, pensé y me preparé para luego encontrarme diciendo para mí mismo, “Dios
Santo, Dios Santo”, con tal intensidad que parecía que lo estaba diciendo en voz alta.
“Supimos que atacaste el Kominform”, dijo Trachtenberg, mitad preguntando, mitad
acusándome; acto seguido, mencionó la hora y el lugar donde lo había hecho.
* Kominform (acrónimo en ruso de Oficina de Información de los Partidos Comunistas y Obreros)
era una organización para el intercambio de información y experiencias entre los partidos
comunistas. Nota del Editor
Pude contestar; expliqué cuidadosamente que había criticado la declaración del Daily
Worker en la que se afirmaba que la razón por la que el Partido Comunista en Estados
Unidos no debía unirse al Kominform fue porque hacerlo hubiera sido peligroso. Señalé
que tal declaración era falsa y que nadie lo hubiera creído.
Escucharon mi breve explicación pero no se mostraron ni a favor ni en contra. Los ojos de
Pop Mindel se tornaron aún más pequeños y sus labios se comprimieron aún más. Hubo
otro intervalo de silencio después del cual Trachtenberg dijo, “Sabemos que no te agrada
Thompson”.
“Honestamente, Comrade Trachtenberg, el hecho de que me simpatice o no Thompson
no tiene nada qué ver con el caso”, dije. No obstante, expuse la impresión que tenía de
él: que era una amenaza para los obreros estadounidenses y que ponía en peligro la
seguridad de nuestros miembros.
La siguiente pregunta fue inesperada. “¿Naciste de familia católica?”
Me repuse. “Sí”, contesté preguntándome por qué se me hacía esa pegunta. La única
razón que se me ocurría era que mi discusión con Thompson sobre la resolución Sharkey
en relación con el saludo del cardenal Spellman años atrás. Miré a los tres hombres
sagaces, tan doctos en las maneras de planeación comunista, y no logré encontrar una
sola pista sobre la verdadera razón. Ellos sabían que yo provenía de una familia católica;
también sabían que por muchos años no había seguido ninguna religión. ¿A qué venía
esa pregunta?
De repente Trachtenberg me preguntó por qué ya no estaba activa en la membrecía, por
qué mi actividad se había paralizado. Yo cabeceé. “Todavía no me encuentro muy bien,
Comrade Trachtenberg; he tenido problemas personales. Déjenme tranquila hasta que
pueda encontrarme de nuevo”.
De nuevo hubo un largo silencio. “¿Debo irme?”, pregunté por fin sin recibir una respuesta
directa.
“Volverá a tener noticias nuestras”, dijo Trachtenberg.
Me dejaron ir y yo salí de la habitación preguntándome sobre este extraño interrogatorio
sin principio ni fin. No me cabía duda de que era para evitar que fuera a la convención,
porque temían que hiciera declaraciones embarazosas que pudieran filtrarse hacia la
prensa. Pero no tenían por qué temer, ya que yo no estaba en posición de tomar la
iniciativa en algo tan complicado.
En las siguientes semanas se desarrolló un nuevo plan en mi contra, una estrategia de
injurias, difamaciones y hostigamiento. Por supuesto, aún había mucha gente en el
movimiento sindical y en especial en el de maestros que no eran parte del círculo
comunista interno que recordaban los días de mi campaña. Ahora, el Partido había
decidido ensuciar mi figura públicamente para que los obreros sencillos del partido, que
simpatizaban conmigo, dejaran de confiar en mí.
El incidente que se usó como excusa para mi expulsión formal del Partido no tenía
importancia para mí. La manera en la que se manejó dejaba ver los métodos del Partido.
En Lexington Avenue, a unos pasos de mi casa, vivía una mujer checoslovaca con la que
llegué a platicar algunas veces. Ella vivía en un edificio de tres pisos donde trabajó como
conserje de 1941 a 1947. Su marido era inválido y ella era el único sustento de la familia.
A pesar de que trabajaba de conserje y de sirvienta algunos días a la semana, se las
ingeniaba para mantener unida a la familia.
En 1947, el propietario del edificio decidió venderlo. La mujer, temerosa de perder tanto
su casa como su trabajo, decidió comprarlo y pidió prestado el dinero para ese fin. Así,
llegó a ser la casera, técnicamente, pero su vida diaria siguió siendo la misma: seguía
siendo conserje. No obstante, como dueña de la casa, pidió prestado a algunos de los
inquilinos y tuvo tres juicios seguidos en su contra. Su marido discutió con ella y la dejó.
El abogado de los demandantes, ansioso de cobrar sus honorarios, pidió garantías por su
arresto. Fue entonces cuando ella me buscó para que la ayudara y acepté representarla.
Al final la corte cedió a mi petición y como resultado los inquilinos recibieron su pago y
la mujer no tuvo que ir a la cárcel.
Una cosa estaba clara: sólo se le podía llamar casera técnicamente, pero los dirigentes
comunistas escucharon con placer que Bella Dodd había trabajado como “abogado para
un arrendador”. Al final tuvieron la excusa para atraparme políticamente, la excusa que
habían estado buscando. Claro está que podían haberse limitado a expulsarme pero
hacerlo así habría implicado discutir las políticas. Ellos buscaban una excusa para
expulsarme con cargos que ensuciaran mi nombre, alejaran a mis amigos y pondrían fin
a la discusión. ¿Qué mejor excusa que la de expulsarme por el crimen de convertirme en
“asalariado de arrendatarios”?
Debían haberse dado cuenta de que un argumento así sería poco convincente para
personas externas, incluso para muchos del Partido era una excusa débil; por ende, tenían
que agregar algo que fuera de verdad imperdonable para convertirme en una marginada
ante los ojos de la gente común del Partido. Hicieron esto esparciendo la historia de que
en mis comparecencias en la corte había hecho comentarios contra inquilinos
puertorriqueños, que los había calumniado y que me había mostrado racista, casi fascista.
Y al final de todo lanzaron varios medida cargos por ser antinegro, antisemita, y
antiproletariado.
El 6 de mayo, un joven líder del Partido Comunista, de cara regordeta y formal para su
edad vino a mi casa; le pedí que pasara y le ofrecí una taza de café, misma que él rechazó.
En cambio, me entregó una copia de los cargos por escrito. Cuando hice referencia a su
falsedad, después de examinarlos, adoptó un aire de desprecio y se limitó a darme
instrucciones para comparecer al juicio el siguiente día en la comisión de sección local, a
una cuadra de mi casa.
Subí las interminables escaleras para llegar a la sucia y sosa sala de juntas con olor a
cigarro viejo. Un grupo me esperaba y observé que se trataba casi en su totalidad de
empleados sin importancia del Partido, aquéllos que pertenecían a los rangos más bajos
de la burocracia. Las tres mujeres entre ellos tenían caras duras y llenas de odio. “Las Caras
del Partido”, pensé, “sin gracia y rígidas”. Se sentaron ahí como Parcas listas para pasar
sobre los destinos de los seres humanos,
No discutí con estas personas; de hecho, conforme miraba al grupo tenía la sensación de
ser un maestro de escuela cuando los niños desafían la autoridad de modo inesperado.
Una mujer, la presidente, era finesa; otra, una puertorriqueña, empezó a gritarme cuánto
me odiaba. Al menos odio parecía a juzgar por su expresión, puesto que su inglés era
demasiado histérico para poder entenderlo. De las otras tres personas, reconocí a un
mesero y a un músico que tocaba el flautín con quienes había hecho migas.
Mi juicio fue un juicio fuera de lo normal. La Comisión ante la cual comparecí había ya
tomado una determinación. Pregunté si podía traer testigos y la respuesta fue no.
Pregunté si podía llamar a declarar a la mujer involucrada en el caso y la respuesta fue
no. Pregunté si la Comisión podía venir conmigo a casa de la mujer para hablar con ella y
con sus inquilinos y la respuesta fue no. Entonces pregunté si podía traer a un abogado
comunista que entendiera al menos los tecnicismos legales a los que me enfrentaba en
este sencillo caso y la respuesta fue no.
Traté de explicar los hechos en los términos más simples que pude. Desde el inicio me di
cuenta de que estaba hablando con gente que había recibido órdenes, que eran hostiles
y que continuarían siéndolo a pesar de los argumentos o incluso de las pruebas. La mujer
finesa que era la presidente dijo que se me informaría el resultado. Me dieron permiso
para retirarme. Mientras bajaba las escaleras mi corazón se sentía apesadumbrado. La
inutilidad de mi vida me abrumaba. Por veinte años, había trabajado en este Partido, y
ahora, al final, me encontraba con solo algunos hombres y mujeres de poca categoría,
insignificantes funcionarios del Partido, carentes de toda piedad, sin humanidad en sus
ojos, sin la buena voluntad que obra la justicia. De haber estado armados, sé que me
habrían disparado sin pensarlo.
Pensé en las otras personas que habían tenido que pasar por esto y en aquéllos que
todavía estaban por cometer el mismo error. Me estremecí ante el pensamiento de
personas duras y deshumanizadas como estas, llenas de odio, robots de un sistema que
se erigía como un nuevo mundo, y me entristecí por aquéllos que tomarían ese largo
camino, cuyo fin, alcanzaba ahora a vislumbrar, era un callejón sin salida.
Cuando llegué a mi casa y entré, las habitaciones estaban frías y silenciosas. Estaba
cansada y sin fuerzas, como si acabara de regresar de un largo viaje de pesadilla.
Desde luego, estaba segura de que aún había más problemas esperándome. Este paso
había sido una mera publicidad preliminar en mi contra, una publicidad muy inteligente,
puesto que esta expulsión no se había originado en las sucias salas de la Comisión de
Harlem, sino en las oficinas principales de la Calle Doce, y quizá en oficinas de un nivel
más alto.
Me aterrorizaba la publicidad que estaba por venir y decidí ponerme en contacto con el
único grupo que había considerado amigo. Llamé al Sindicato de Maestros para decir a
los dirigentes del Partido sobre lo que estaba por venir. Pensé que entenderían y
descartarían cualquier acusación falsa.
No tenía que haberme molestado. A partir del testimonio que rindió John Lautner meses
después frente al Comité de Seguridad Interna del Senado, supe que Rose Russell y
Abraham Lederman, dirigentes del Sindicato de Maestros, habían estado presentes en la
junta del Partido Estatal en la que se diseñó y confirmó mi expulsión y habían entregado
la resolución a la prensa. El voto había sido unánime.
El 17 de junio de 1949, sonó mi teléfono. “Habla la Associated Press”, dijo la voz.
“Recibimos una declaración del Partido Comunista en la que se anuncia su expulsión. Se
dice que usted es una racista que odia a los negros, a los puertorriqueños, a los semitas,
al proletariado y que es abogado defensor de un arrendatario. ¿Tiene alguna declaración
que hacer?”.
¿Qué declaración podía hacer? “Sin comentarios”, fue todo lo que pude decir.
Los periódicos de Nueva York sacaron la historia el día siguiente y tres días más tarde, el
Daily Worker reimprimió la larga resolución de expulsión, firmada por Robert Thompson.
CAPÍTULO DIECISÉIS
Para los periódicos de Nueva York la historia de la expulsión de una mujer que había sido
comunista era simplemente una historia más. Se manejó de una manera rutinaria. Sin
embargo, hice una mueca, cuando los periódicos con buena reputación en sus titulares
publicaron los cargos del Partido Comunista y utilizaron la palabra "fascismo" y "racismo",
aunque sabía que estas palabras solamente fueron citadas por resolución del partido.
Me preparé para los nuevos ataques del Partido, que pronto llegaron en términos de
amenazas económicas. Algunos, los que se referían a mi práctica como abogado
procedían de sindicatos y miembros del partido, y aquí la acción fue rápida. Los
comunistas del sindicato me dijeron que no habría más referencias sobre mí. Los
miembros del partido que eran mis clientes vinieron a mi oficina, algunos de ellos con sus
nuevos abogados, a retirar sus asuntos pendientes.
Las represalias llegaron, también, en forma de llamadas telefónicas, cartas y telegramas
de odio y vituperios, muchos de ellos de personas que no conocía. Lo que me hizo sentir
desolada eran las represalias de mis conocidos y allegados, aquellos profesores a quien
había considerado mis amigos. Mientras estaba ocupada con el trabajo del partido a veces
me sentía orgullosa de tener cientos de amigos y de la firmeza de los lazos que nos unían.
Ahora, esos lazos no eran más que cuerdas de arena.
Me había equivocado al creer que la seguridad que sentía en el partido era la de un grupo
y que el afecto en ese extraño mundo comunista nunca es una emoción personal. El amor
o el odio que se siente por la persona estaba basado en la aceptación del grupo, y las
emociones se agitan o entorpecen por la propaganda. Aquella propaganda había sido
diseñada por gente poderosa de alto nivel. Es por eso que los comunistas ordinarios se
llevan bien con sus grupos: piensan, sienten y trabajaban juntos por un objetivo común.
Incluso perdí a los amigos personales, algunos del partido, y entre ellos había muchos de
mis antiguos alumnos y compañeros maestros. Nuestros psiquiatras indican que el
rechazo de un individuo puede causar su destrucción emocional, no se puede, en cierto
modo, comparar con la devastación producida por el rechazo de un grupo. Aprendí que
a esto se le llama: aniquilar.
En vano me dije que el mundo era muy amplio y que había muchas más personas en él
que no eran comunistas, pero esto no logró consolarme. Porque el mundo era una jungla
en la que me había perdido, en la que me sentía perseguida. Lo peor de todo, sentía una
constante compulsión por explicarme por qué mis conocidos permanecían todavía en los
círculos comunistas. Lo intenté sobre todo al principio, pero pronto me di por vencida.
Siempre había sido una persona independiente y rara vez daba explicaciones sobre lo que
hacía, pero después de esto escribí cartas a algunas personas; los que habían vivido en mi
casa o la habían frecuentado, y en cuyas casas había sido bienvenida.
Los que respondieron fueron injustos o se notaba claramente que no querían tener nada
que los asociara conmigo. Dos de mis amigos respondieron con una frase en la parte
posterior de la carta que les había enviado: "Favor de no involucrarnos." La mayoría no
respondió.
En poco tiempo se vació mi oficina, a excepción de los fisgones y acreedores. Me mudé
de casa y renté una sucia habitación cerca de mi oficina. Quería llegar temprano a la
oficina, leer el Times y la Revista de Derecho, y luego sentarme y mirar hacia el Parque
Bryant, donde se encontraba la biblioteca pública con su arquitectura de líneas clásicas.
Había pasado muchas horas en esa biblioteca como alumna y como profesora, con
hambre de conocimiento. Desafortunadamente nunca satisfice realmente aquella
hambre, mi lectura en los últimos años había sido sólo la literatura comunista y material
técnico. No existe un control más estrecho y minucioso como el del partido en relación
con la lectura. Muchas veces vi a los líderes arrojar de las estanterías de libros en los
hogares y amenazar a sus miembros para que los destruyeran.
Por ahora no tenía ganas de leer. El único libro que abrí fue el Nuevo Testamento que
nunca había dejado de leer incluso en mis días más delirantes mientras pertenecí al
partido.
Me quedaba hasta tarde en mi oficina, porque no tenía otro lugar a donde ir aparte de
mi habitación, que era desagradablemente oscura, con olor de un hotel de segunda clase.
Todavía recuerdo la miseria y la oscuridad de la primera Navidad que pasé sola. Me quedé
en mi habitación todo el día. Recuerdo el Año Nuevo que le siguió, cuando escuché con
desesperación la alegría y el ruido del Times Square y el sonido de campanas de las
iglesias. Más de una vez pensé abandonar Nueva York y perderme en el anonimato de
una ciudad extraña. Pero no lo hice. Algo en mí me hacía creer que nada tenía sentido,
me envolvía una especie de desesperación, pero, dentro de mí pensé que debía dejar
pasar ese sentimiento.
El New York Post me pidió escribir una serie de artículos sobre por qué había roto con el
Partido Comunista, y me hizo una generosa oferta. Estuve de acuerdo. Pero cuando
terminé y los leí, no quise verlos publicados y encontré una excusa para rechazar la oferta.
Otra revista semanal aumentó la oferta, también me negué. Había varias razones para
ello, ahora me doy cuenta de que: uno; no confiaba en mis propias conclusiones, y dos
que no soportaba la idea de lastimar a las personas que había conocido en el Partido y
por los que todavía sentía afecto, sabía con seguridad que algunos estaban atrapados del
mismo modo que yo estuve.
Fue un extraño y doloroso año. El proceso para liberarme emocionalmente por completo
por haber sido comunista es algo que ningún extraño puede entender. El pensamiento en
grupo, la planificación en grupo y la vida en grupo del Partido habían sido una parte de
mí durante tanto tiempo que era desesperadamente difícil ser una nueva persona.
Por eso perdí la cuenta de los días y de semanas enteras durante aquel periodo.
Fue entonces cuando comenzó el proceso en contra de la "incapaz" comunista. Fue un
proceso largo y doloroso, muy parecido al de una víctima de polio que tiene que aprender
a caminar de nuevo. Tuve que aprender a pensar. Tuve que aprender a amar. Tuve que
vaciar de mi sistema el odio y el frenesí. Tenía que deshacerme del egoísmo y del orgullo
que me habían hecho arrogante, el que me había hecho creer que yo tenía todas las
respuestas. Tenía que aprender que no sabía nada. Hubo muchos obstáculos en esta
transformación.
Una tarde, en marzo de ese año, un viejo conocido, Wellington Roe, entró en mi oficina.
El muy campante con una amplia sonrisa dijo que sólo estaba de paso y había decidido
decirme hola. Y no pensé nada más de su visita. "Duke", como todos le llamamos, había
sido uno de los candidatos al frente del Partido Obrero Americano. Fue el líder de las
fuerzas de Staten Island y había sido candidato por cuenta propia. Había ayudado en la
lucha contra Dubinsky cuando el partido estaba peleando por conseguir el control total
del Partido del Trabajo. No lo había conocido como un miembro del partido, sino como
un liberal y un amigo del partido, alguien a quien no le importa ser utilizado para las
campañas.
Fue razonablemente tranquilizador poder hablar del Partido en términos de un periodista
promedio, y reírse de sus extrañas ocurrencias que él había satirizado. Le hablé de mis
artículos y me dijo que quería verlos e incluso habló de un posible contrato para un libro.
Luego habló de los acontecimientos en Washington. Le dije que estaba tan inmersa en
mis propios problemas que había prestado poca atención a los acontecimientos actuales.
Si tuviera cualquier opinión sobre el senador McCarthy, de los cuales hablaba, y de los
cuales el país se acababa de dar cuenta, era que pensaba en él como el arma de apertura
en la campaña republicana.
Me preguntó si alguna vez había conocido a Owen Lattimore. Le respondí que no. Me
preguntó si lo había conocido como miembro del Partido y de nuevo mi respuesta fue
no. Había escuchado algunas cosas vagas sobre su persona, dije, que había sido un agente
británico en el Lejano Oriente.
Unas cuantas semanas más tarde, Duke volvió y en esta ocasión preguntó si estaba
dispuesta a ayudar al profesor Lattimore. Le respondí que no sabría cómo, ya que no lo
conocía. Me habló de la importancia de unificar a los liberales en la lucha cuando se
exteriorizase la reacción. Sus palabras no me convencían, tenía mis propios problemas y
que por esta ocasión no deseaba involucrarme en los problemas de otros. Pero, al día
siguiente regresó. Esta vez acompañado de un hombre al que me presentó como Abe
Fortas, abogado de Lattimore. No lo conocía, pero había oído hablar de él a través de
amigos en común, como un hombre que a menudo se encargaba por vía civil de la defensa
de los empleados que habían tenido problemas en las pruebas de lealtad.
Después de una breve charla, el abogado me dijo que había pensado en conseguir un
apercibimiento para la defensa de Lattimore. Al ver mi renuencia me preguntó si podría
al menos, darle una declaración jurada diciendo que mientras había sido un miembro
importante del Partido Comunista no había escuchado acerca de Lattimore. Así que firmé
dicha declaración jurada para tal efecto pensando que ahí terminaría esto.
Fui una ingenua al pensar de ese modo. Días después recibí un citatorio del Comité de
Relaciones Exteriores del Senado. Extrañada, llamé a Duke. Me dijo que para él no era
sorpresa. Aprovechando que él iría a Washington, gustoso haría una reservación para mí.
Incluso alquilaría una máquina de escribir para poder preparar una declaración.
Vi por primera vez a Lattimore en las audiencias. También Duke estuvo ahí. En una mesa
se sentaron el senador Tydings, el senador Green de Rhode Island, el senador McMahon
de Connecticut, el senador Lodge de Massachusetts y el senador Hickenlooper de Indiana.
En otra mesa de atrás se sentaron el senador McCarthy, y a su lado Robert Morris, a quien
había conocido como uno de los abogados del Comité Rapp-Coudert.
Puse atención a los senadores que estaban frente a mí. El senador Tydings estaba
relacionado de alguna manera con Joseph Davies, antiguo embajador de Rusia, quién
además había escrito el libro “Mission to Moscow”, que había sido un miembro activo en
las negociaciones con la Unión Soviética por lo cual recibió un premio del Centro de
Propaganda del Instituto Ruso en los Estados Unidos. Sabía que McMahon había
propuesto que Estados Unidos compartiera los conocimientos de materia nuclear con la
Unión Soviética.
Sentí que aquellos hombres con altos cargos en el poder sabrían hechos que no estaban
al alcance del resto de nosotros y que tenían una perspectiva de la postguerra en la
coexistencia con la Unión Soviética, una postura que yo había aceptado cuando comencé
a participar en el Partido Comunista. Cuando el senador Hickenlooper empezó a hacerme
preguntas agresivas, reaccioné con la hostilidad del comunista, y le di respuestas
superficiales y llanas, porque no quería que me involucrara en lo que consideraba una
lucha demócrata-republicana.
Tengo la completa seguridad que cuando se trató de hechos que conocía, declaré la
verdad. Pero, cuando llegaron las preguntas en las que tenía que dar mi opinión no me
cabe la menor duda que ante el Comité Tydings reaccioné emocionalmente como
comunista y como comunista respondí. Había roto con la estructura del partido, pero
seguía estando condicionada por ciertos patrones de pensamiento, que te confrontan con
sus oponentes.
Sin embargo, algo me sucedió en aquella audiencia. Me estaba dando cuenta que me
había convertido en una ignorante, y cada vez lo era más porque solo había leído
literatura comunista.
Recordé nuestras estanterías vaciadas de libros cuestionados por el partido, en cómo
cuando un escritor era expulsado, sus libros corrían la misma suerte. Pensé en la
sistemática reescritura de la historia soviética, en la revaluación y, en algunos casos, la
prohibición de mencionar a personas como Trotsky. Pensé cuando se desencadenaron las
purgas. De repente, yo también quería las respuestas a las preguntas que el Senador
Hickenlooper estaba pidiendo. Quería la verdad. Me encontré golpeando al Partido
Comunista por su hipocresía.
Sola, de regreso a Nueva York, cuando el tren iba a toda velocidad miré en la oscuridad
la tenue silueta de las casas de las ciudades pequeñas y en mi corazón venía a la memoria
de mi misma caminando sobre el pequeño cementerio episcopal como un niño y
poniendo flores en el tumbas de los héroes americanos. Y de repente me di cuenta de la
realidad con la que se enfrentaba el país, un temor aleccionador de las fuerzas que
planean en contra de su forma de vida. Tenía un abrumador deseo de ayudar a mantener
a salvo de todo peligro a todas las personas que vivían en esos pequeños pueblos.
Mi comparecencia ante la Comisión Tydings había servido a un buen propósito: se había
renovado mi interés en los acontecimientos políticos, además de haber roto el hechizo
que me aprisionaba. Yo había hablado del pasado de manera abierta criticando al Partido
Comunista.
Para quienes les resulta difícil entender cómo una mente puede estar aprisionada, mi
acusación endeble sobre el movimiento comunista ante el Comité Tydings pudo haber
parecido ligera, porque de hecho, di algo de comodidad al Partido al no querer abrirme.
Pero, para un ex-comunista se necesita tiempo.
De cualquier manera, el evento había sido importante para mí. Ahora podía respirar de
nuevo. Podía leer críticamente, y vivir de nuevo tantas cosas de las que me había perdido.
Leí el informe de las audiencias en el Congreso sobre el Instituto de Asuntos por la Paz.
Me di cuenta que de nuevo era capaz de interpretar los acontecimientos. Mientras
pertenecí al partido acumulé un gran acervo de información sobre personas y
acontecimientos, y con frecuencia estos encajaban con los cuadros presentados por los
miembros del partido. Era como si yo sostuviese un millar de piezas de un rompecabezas
y no pudiera encajarlas. Todo esto me irritó. Pero cuando pensé en los testimonios ante
el Comité del Congreso, algunos de los cuales había conocido como comunistas, gran
parte de la verdadera imagen de repente apareció ante mi vista. Mi almacén de piezas
sueltas estaba empezando a convertirse en una imagen reconocible.
Había muchas cosas que no entendía. Consideré que el Partido Comunista era de los
pobres, y pensé que la presencia de ciertos hombres adinerados dentro de él, era
accidental. Ahora veo que no es un accidente. Veía al Partido como una organización
monolítica que seguía órdenes del Comité Nacional y el Consejo Nacional. Ahora sé que
esto era sólo una fachada colocada allí por el movimiento para crear la ilusión de un
partido de los pobres; era en realidad un mecanismo para controlar al "hombre común"
a quien pregonaban defender.
Había muchas piezas del rompecabezas que no encajaban con la estructura del partido.
Organizaciones paralelas que antes visualizaba borrosamente ahora sé claramente de sus
conexiones con el aparato y que cada vez se hacían más evidentes. A medida que la Guerra
de Corea se desarrollaba, lo pude entender mejor.
A los comunistas se nos dijo en 1945, después de la publicación de la carta de Duclos, que
el Partido en los Estados Unidos enfrentaría una situación difícil. Nuestro país, nos dijeron,
sería el último en ser tomado por los comunistas; en los Estados Unidos, el Partido a
menudo se enfrentaba con la oposición, no sólo por estar en contra de los intereses de
nuestro gobierno, sino, incluso en contra de nuestros propios trabajadores.
Ahora me doy cuenta que, las mejores intenciones y los deseos por servir a los
trabajadores de mi nación, los míos y de miles como yo, habían sido traicionados por
estas personas. Ahora veo que estuve del lado de los que buscaban la destrucción de mi
propio país.
Pensé en la respuesta que Pop Mindel me dio en la Oficina de Educación del Partido,
cuando le pregunté si el partido se opondría a que nuestros muchachos entraran en el
ejército. Le había planteado esa cuestión en un momento en que los comunistas estaban
llevando a cabo una violenta campaña por la paz, y me pareció razonable sacar
conclusiones pacifistas. Pop Mindel chupó su pipa y con una mirada de complicidad en
los ojos, dijo:
“Bueno, si mantenemos a nuestros miembros en el ejército, entonces, nuestros
muchachos aprenderán a utilizar las armas para asegurar el poder”
Entendí que los soviéticos habían utilizado a España como un avance de la revolución
venidera. Ahora otros pueblos se habían convertido en prescindibles - los coreanos del
Norte y del Sur, los soldados chinos, y los soldados estadounidenses. Me encontré orando,
"Dios, ayúdanos a todos".
Lo que ahora me queda claro fue el pacto entre estas dos fuerzas: los comunistas con su
agenda para controlar al mundo, y ciertas fuerzas mercenarias del mundo libre para
obtener beneficios a partir del derramamiento de sangre. Ahora estaba sola con estos
pensamientos y sin poder hablar de mis conclusiones con los amigos.
Al año siguió su curso. La primavera cambió al verano y el verano al otoño, los días y los
problemas se repitieron en una cansada monotonía. Las pocas personas con las que tuve
contacto estaban tan desubicadas como yo. Hubo varios, fuera del partido, que al igual
que yo estaban luchando por encontrar su camino de vuelta al mundo real. Uno estaba
siendo psicoanalizado y otros se estaban consumiendo a sí mismos en la desesperanza
adormecida.
Más de una vez me pregunté si debía seguir viviendo. No tenía manera de ganarme el
sustento. Cuando lograba tener un poco de dinero, pagaba a los acreedores o lo regalaba.
Les pagué a las personas que más me presionaban. Algunas veces iba a visitar a mis
familiares, a mis hermanos y a sus hijos. Pero cada vez que lo hacía regresaba más
desolada. Había perdido a mi familia; no había manera de recuperarla.
Todas las mañanas y todas las tardes, caminaba por la Sexta Avenida y la calle Cuarenta
y dos. Conocía a los personajes que allí se congregaban: ladrones, carteristas, prostitutas,
apostadores, y hombrecillos de cara afilada. También yo era una marginal más.
A principios del otoño de 1950 fui a Washington para arreglar un asunto de inmigración.
Tenía planeado regresar a Nueva York inmediatamente después. Era un día claro y nítido.
Caminaba por la Avenida Pennsylvania hacia el Capitolio. Cerca del edificio de las oficinas
me encontré con un viejo amigo, Christopher McGrath, el representante del Congreso del
vigésimo séptimo distrito, la antigua zona del este del Bronx de mi infancia. No lo había
visto desde hacía más de un año. La última vez que lo vi, me había llevado a comer y me
había dado consejos. Me saludó calurosamente y me invitó a su oficina. Estaba feliz de
estar con él. Ahí me encontré con Rose, su secretaria, a quien ya conocía. Cuando
estábamos en su despacho, dijo bruscamente: "Bella, te ves hastiada y molesta ¿Hay algo
que pueda hacer por ti?”
Me hizo un nudo en la garganta. Le dije lo mucho que me había ayudado el día en que
me había llevado a comer, y lo bien que me sentí al poder hablar de mi madre con alguien
que la había conocido.
Recordé que aquel almuerzo había sido fuera de lo común. Por primera vez en muchos
años, y en un ruidoso restaurante de Manhattan alguien me había hablado acerca de Dios
con reverencia. La gente que había conocido en mi vida de adulta, se burlaba del nombre
de Dios o contaban sofisticados chistes sobre religión, pero ninguno hablaba de Dios
como una persona Real y viva.
Me preguntó si quería la protección del FBI, debí haber temblado notablemente, pero a
pesar de sentir miedo, no quería llevar ese tipo de vida. Él no insistió más en el tema.
Luego, dijo: "Sé que te estás enfrentando al peligro, y si no deseas protección, sólo me
queda rogar por tu seguridad."
Me miró un momento, como si quisiera decir algo más y luego preguntó: "Bella, ¿te
gustaría ver a un sacerdote?"
Más sorprendida por la pregunta, me quedé atónita por la intensidad de mi respuesta:
"Sí, me gustaría."
"Tal vez podamos ver a Monseñor Sheen en la Universidad Católica," dijo. Rose hizo
algunas llamadas y concertó una cita para mí por la noche en la casa de Monseñor.
Permanecí en silencio todo el trayecto a Chevy Chase. Todas las amenazas en contra de
la Iglesia católica que había oído y tolerado, incluso las que por mi silencio había
aprobado, habían conseguido apagar la pequeña llama del anhelo de fe que había dentro
de mí. Pensé en muchas cosas durante el camino. Pensé en la palabra "fascista", utilizada
una y otra vez por la prensa comunista al describir el papel de la Iglesia durante la Guerra
Civil española. También pensé en la palabra "Inquisición" que habían utilizado hábilmente
en muchas ocasiones. Otros términos vinieron a mí – “reaccionaria”, “totalitaria”,
“dogmática”, “pasada de moda”. Durante años las habían utilizado para generar miedo y
odio en personas como yo.
Un millar de temores me asaltaron. ¿Insistiría en que debía hablar con el FBI? ¿Insistiría
en que testificara? ¿Me haría escribir artículos? ¿Me vería involucrada en todo aquello? Y
luego, en mi mente, una imagen visual me recordó la portada de un panfleto comunista
en la que un comunista le extiende la mano a un obrero católico. El folleto era la
reimpresión de un discurso pronunciado por el líder comunista francés Thorez que
halagaba a los trabajadores por no atacar a su religión. La jerarquía rompió hábilmente
con el modelo del comunista ordinario para abrir una brecha entre el católico y su
sacerdote.
Y pensé, ¿con qué derecho, iba en busca de ayuda de alguien a quien había ayudado a
denostar, aunque fuera sólo con mi silencio? ¿Cómo me atrevía a acudir a un
representante de aquella jerarquía?
El chirrido de los frenos me hizo volver a la realidad. Habíamos llegado, y mi amigo me
deseó suerte cuando bajé del automóvil. Toqué el timbre y me condujeron a una pequeña
habitación. Mientras esperaba, comenzó de nuevo la lucha interior. Si hubiera tenido a la
mano una salida habría escapado corriendo, pero cuando estaba sumergida en estos
pensamientos, Monseñor Fulton Sheen entró en la habitación con una cálida sonrisa en
sus ojos. Su cruz de plata relucía.
Me extendió la mano mientras cruzaba la puerta. "Doctora, me alegro de que haya
venido", dijo. Su voz y sus ojos tenían una bienvenida que yo no esperaba, y me cogieron
por sorpresa. Comencé por darle las gracias por permitirme venir, pero me di cuenta de
que las palabras que salían por mi boca no tenían sentido. Empecé a llorar, y oí mi propia
voz repitiendo una y otra y con agonía, "Dicen que estoy en contra de los negros." Aquella
acusación en la resolución del Partido era la difamación que más me había hecho sufrir, a
mí, a quien todos me tenían por una dura comunista, y lloré al sentir el aguijón clavarse
de nuevo.
Monseñor Sheen puso su mano en mi hombro para consolarme. "No se preocupe", dijo.
"Esto va a pasar", y él me llevó suavemente a una pequeña capilla. Los dos nos
arrodillamos ante una imagen de la Virgen. No recuerdo la oración, pero sí recuerdo que
la batalla dentro de mí cesó, se secaron mis lágrimas, y por fin fui consciente de la
tranquilidad y de la paz
Cuando salimos de la capilla, Monseñor Sheen me dio un rosario. “Iré a Nueva York en el
invierno”. Dijo. “Ve a verme y te instruiré en la Fe”.
En mi camino al aeropuerto pensé en cuánto me había entendido. Él sabía que a un
cristiano sólo de nombre, los hombres que se hacen pasar por sus salvadores le pueden
desviar con facilidad hacia los propósitos del mal. Pensé en cómo los líderes comunistas
utilizan su enorme poder y sus trampas ingeniosas con fin de ganar la buena voluntad de
sus miembros. Les mueven las emociones con frases que solamente son una imagen
borrosa de las verdades eternas.
Al rechazar la sabiduría y la verdad que la Iglesia ha conservado, y que ha utilizado para
mantener la armonía y el orden establecido por Cristo, que me había puesto a la deriva
en un mar desconocido sin dirección alguna. Yo y otros como yo, nos habíamos aferrado
con alivio a una falsa certeza ofrecida por los materialistas y aceptamos este programa
que se nos había ofrecido más atractivo, al pedirnos: "sacrificio por nuestros hermanos."
Aprendí entonces, lo vacías y sin sentido que son las frases como "la hermandad de los
hombres "a menos que tengan la sólida base de la creencia en la paternidad de Dios.
Cuando dejé a Monseñor Sheen me sentí llena de una paz y también de una emoción
interior que perduró por varios días. Volé de regreso a Nueva York aquella noche, una
hermosa y alumbrada noche. El avión voló sobre una sábana de nubes y sobre mí brillaban
las estrellas. Dentro del bolsillo de mi abrigo de lana azul, mi mano guardaba un puñado
de cuentas, con una cruz al extremo. Todo el camino hacia Nueva York me aferré al rosario
que Monseñor Sheen me había dado.
El resto de aquel año me quedé sola en Nueva York, limitada en los contactos de mis
pocos clientes y de algún amigo ocasional que pasaba. De vez en cuando entraba en una
iglesia para sentarme y descansar, y sólo así, la agitación que llevaba por dentro se
calmaba por algún tiempo y sólo entonces pude librarme del miedo.
Se aproximaba la Navidad de 1950, una vez más se intensificó mi soledad. Ahora habitaba
en un departamento amueblado en Broadway, en la calle Setenta y cinco y todos los días
eran iguales, el trasladarme de mi casa a la oficina y de la oficina a mi casa.
En la víspera de Navidad, Clotilda y Jim McClure, que habían vivido en mi casa en
Lexington Avenue y que continuaban en contacto conmigo, preocupados, me llamaron y
me instaron a pasar la noche con ellos. Después de vender mi casa, la habían pasado
terrible tratando de encontrar alojamiento. Harlem y su indescriptible situación en las
viviendas era un lugar donde la pobreza engañaba al paciente y al poco exigente. Los
McClures se habían trasladado a un apartamento de una habitación en la calle Ciento
dieciocho, donde el alquiler por el destartalado apartamento era fantástico para lo que
ofrecía. Jim y Clo no se disculparon por su casa, sabían cómo me afligía su situación.
Hacía mucho frío cuando llegué, pero lo olvidé por el caluroso recibimiento. Me frotaron
mis heladas manos y me sentaron en su sillón. A continuación, Clo sirvió una sencilla sopa
y Jim dio las gracias como acostumbraba hacerlo cuando vivimos juntos. Hablamos sobre
la Navidad, y al escucharlos supe por qué la amargura no los había alcanzado. Habían
hecho lo que estaba en sus manos hacer. Eran alegres y llenos de vida, estaban tocados
por una profunda espiritualidad que hacía de su destartalada habitación una isla de
armonía. Allí, en aquel sórdido edificio de una vil calle con la parte trasera llena de basura
y de vidrios rotos ellos habían encontrado consuelo espiritual.
Después de que hubimos cenado, Jim abrió su gastada Biblia, leyó algunos salmos y Clo,
otros. Mientras escuchaba sus cálidas y ricas voces de aquellas grandes frases,
derramaban en ellas sus propios anhelos, presentes en estos cánticos de David, y me di
cuenta de por qué las oraciones de los negros no son no demasiado empalagosas ni
amargas. Jim me entregó el libro y me dijo: "Aquí, mujer, ahora nos lees algo."
Hojeé las páginas hasta encontrar la que quería. Comencé a leer las maravillosas frases
del Salmo Octavo:
“Al ver el cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el hombre
para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los
ángeles, lo coronaste de gloria y esplendor; le diste dominio sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies: todos los rebaños y ganados, y hasta los animales salvajes;
las aves del cielo, los peces del mar y cuanto surca los senderos de las aguas.
¡Señor, nuestro Dios qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!”
Unos momentos después de la lectura nadie habló. Devolví a Jim la Biblia. Clo sirvió otra
taza de café. Luego dije que me sentía cansada y que debía irme a casa ya que eran casi
las once. Prometí regresar pronto. Jim me encaminó hasta la parada del bus en Madison
Avenue y me deseó una “Feliz Navidad”.
El bus estaba repleto de gente feliz y parlanchina. Me senté en medio de ellos apoyando
mi cara a la ventana y observé pasar las monótonas calles. En muchas de esas esquinas
había trabajado en las campañas, las había recorrido durante meses por mis actividades
sin ningún sentido, un despilfarro de mis años dedicados a una falsa batalla. ¡Tantos años
perdidos! Pensé. ¡Tan monótonos como las calles!
Estaba tan inmersa en mis pensamientos que olvidé bajarme del autobús cuando llegó a
la calle Setenta y dos y dio vuelta hacia el lado oeste. Me di cuenta de que había ido
demasiado lejos, pero realmente no quería bajar del autobús, y vi Madison Avenue, sus
almacenes, sus hoteles, sus tiendas y edificios. Cuando cruzamos la Calle Cuarenta y dos
aún no había salido del autobús.
No me acuerdo de haber si dejé el autobús en la Calle Treinta y Cuatro o si caminé por
ella hasta el lado oeste. Mi siguiente recuerdo es encontrarme en una iglesia. La iglesia
de San Francisco de Asís, como supe después.
Estaba llenísima. Cada asiento estaba ocupado. Apenas había espacio para ponerse de
pie, porque la gente llenaba los pasillos. Me encontré atrapada entre la multitud, a medio
camino entre el altar y la parte trasera de la iglesia.
Los servicios habían comenzado. Del coro llegaron los himnos navideños. Tres sacerdotes
de vestiduras blancas tomaron parte en el antiguo ritual. La campana sonó tres notas
profundas; la gente se arrodilló en adoración. Miré los rostros grabados en la suave luz,
rostros reverentes y agradecidos.
Ahí entendí que en aquel lugar estaban las personas que por tantos años había buscado,
las personas a las que amaba y quería servir. Ahí estaba lo que en vano había buscado en
el Partido Comunista, la verdadera hermandad entre los hombres. Ahí estaban hombres
y mujeres de todas las razas y edades, de todas las condiciones sociales cimentadas en el
amor de Dios.
Entonces recé: “Dios mío, ayúdame, Dios, ayúdame”. Lo repetí una y otra vez.
Aquella noche, después de la misa de medianoche, caminé cuatro horas antes de regresar
a la casa de huéspedes. No me di cuenta que alguien pasara a mi lado. Estaba tan sola
como lo había estado por mucho tiempo, pero ahora, había dentro de mí un cálido
resplandor de esperanza. Supe que me acercaba cada vez más a mi hogar, guiada por la
Estrella.
CAPÍTULO DIECISIETE
Recién entrado el año nuevo, me dirigí a la oficina de la Junta de Educación para ver
al Dr. Jacob Greenberg, el superintendente a cargo del personal, en relación con un
profesor. En su oficina conocí a Mary Riley, su asistente. Como el Dr. Greenberg no
pudo atenderme, lo hizo la señorita Riley
Ella había sido profesora de secundaria por muchos años. Respetada y querida por
todos. Era un tipo de maestro que para entonces era difícil encontrar, ya que habían
sido eliminados sistemáticamente de nuestras escuelas. Era una mujer digna y
equilibrada, de aquellas personas que aman a Dios y ese amor se ve reflejado en sus
relaciones.
Desde que tomé asiento y comenzamos a platicar me sentí relajada. Verla, escucharla,
mirar aquellos ojos azules tan cálidos, su buen gusto en el vestir me tranquilizaba.
Me sorprendió un poco que me hablara pues sabía de mis actividades y que mi
doctrina era contraria a su ideología. Mas, ella sonreía mientras me decía lo mucho
que sentía el no haberme visto antes en la junta. Le expliqué que últimamente había
tenido varios problemas.
Ella lo sabía. “Eso es decir poco”, dijo. “No deje que eso la detenga Bella. Aún tiene
muchos amigos. Nosotros no estamos de acuerdo con el comunismo pero
admiramos a aquellos que buscan ayudar a su prójimo, como usted lo ha hecho
siempre”.
Sus palabras me sacudieron, hacía mucho tiempo que no sostenía una conversación
de aquel tipo. Habló entonces del Concilio Interracial que ella había fundado en
Brooklyn y al que aún apoyaba. Tuve la sensación de que las cosas estaban a punto
de cambiar, una nueva etapa, la de un mundo en donde los actos de bondad serían
anónimos y en el que no se usara la propaganda para conseguir el poder. Unos días
más tarde recibí un paquete con libros y revistas que trataban sobre el catolicismo,
como las misiones médicas en África, el Concilio Interracial, los refugios para jóvenes.
Me lo había enviado Mary Riley. Contenía el paquete, también un libro del Padre
James Keller, Tú puedes cambiar al mundo.
Al leer el título recordé a Sarah Parks, mi maestra en el Hunter, y los libros que me
obsequió para que me interesara en el Comunismo. Aquellos libros solo trataban de
elogios a los cambios que traería consigo la revolución rusa al mundo y en aquel
tiempo fueron considerados indispensablemente necesarios para el mejoramiento de
las condiciones sociales de la gente rusa. Ahora sabía que esa glorificación de la
revolución y tantas vidas destrozadas con la esperanza de un mundo mejor era una
equivocación fatal. Pensaba con tristeza en Sarah Parks—su brillante inteligencia
desperdiciada por no tener un porqué para vivir, de cómo al final ella se quitara la
vida por no poder ver más que el vacío.
Hojeé el libro del padre Keller. Era casi primitivo por su simplicidad y yo estaba atrapada
por su invitación personal al dirigirse a cada lector - una llamada hacia la auto
regeneración. Parecía que me hablaba personalmente. Esta fue una nueva llamada a la
acción social. No se trataba de agitación basada en el odio y llevar a cabo la reforma
social, sino de la agitación de la llama del amor.
No podía dejar de leer el libro. Me senté en la tranquilidad de mi oficina y sentí como la
verdad que decía el padre Keller recorría todo mi ser: " No puede haber una regeneración
social y sin una regeneración personal. " A medida que leía sentí que la vida fluía de nuevo
en mí, la vida como una persona. Dentro del Partido esa persona había sido borrada
excepto cuando se trataba de ser parte del grupo. Ahora, como un Rip Van Winkle,
despertaba de un largo sueño.
El Padre Keller no me dejó con la sensación de soledad o de futilidad. "Es mejor encender
una vela que maldecir la oscuridad", había escrito. Ya había empezado a sentir que el mal
estaba listo para envolver el mundo, por el contrario, aquellas líneas eran la vida misma.
Estaba muy agradecida con Mary Riley y con el sacerdote por sus edificantes palabras.
Poco tiempo después estaba yo en el Edificio de los Juzgados defendiendo a un
delincuente juvenil y me encontré con el juez Pagnucco, ex miembro de la oficina del
fiscal de distrito, quien me había interrogado durante la investigación Scottoriggio.
Hablamos de la responsabilidad social de cada quien cuando se comete un crimen.
Mencionó las palabras del padre Keller sobre ese tema, le dije que había oído hablar de
él y que admiraba su trabajo. El juez me preguntó si me gustaría conocer el sacerdote
Maryknoll.
La tarde siguiente me reuní con el juez en la oficina de Godfrey Schmidt, un abogado
católico militante, profesor en la Escuela de Leyes de Fordham. Lo recordaba vívidamente
como funcionario del Departamento del Trabajo del Estado de Nueva York y por haber
preparado el caso en contra de Nancy Reed, la chica que había vivido en mi apartamento
por un tiempo y cuya madre era una de las propietarias del Daily Worker. Pensé en la
violenta campaña que el Partido había organizado en su contra, las espantosas caricaturas
de él en los periódicos controlados por el Partido, y la forma en que lo llamaron "Herr
Doktor Schmidt."
Ahora conversábamos sinceramente Godfrey Schmidt y yo sobre América y su gente, y
me avergonzaba haber participado en la campaña para desprestigiarlo.
El señor Schmidt me invitó a comer junto con el padre Keller y otro amigo. Se palpaba
la franqueza con la que hablaba y me interesó la armonía, la paz de su rostro y su
conocimiento sobre los problemas actuales. El padre y la otra persona discutieron
sobre diversos temas y me di cuenta por qué estos tres hombres eran tan distintos
de los pequeños grupos comunistas con quienes había estado. En ellos no había odio
ni miedo. Hablaban de lecturas, televisión, incluso de comunismo. Posteriormente el
padre Keller se refirió a éste como “la última etapa de un horrible periodo”
Acepté regresar a su oficina para aprender algo sobre los “Cristóforos”. Volvía una y
otra vez a su despacho impresionada por la espiritualidad que había en el lugar.
Recuerdo la primera ocasión que estuve en la sede de los Cristóforos con media
docena de personas que al sonar de las campanas de la catedral a la hora nona,
dejaban de hacer su trabajo para rezar el Ángelus. Trataba de retener cada palabra
que escuchaba y me di cuenta que las mismas las había escuchado hace mucho,
mucho tiempo atrás. “…he aquí la esclava de Señor….” “Y el Verbo se hizo carne y
habitó entre NOSOTROS”.
Al unirme a los Cristóforos tomé consciencia de lo poco que conocía de mi Fe y de
continuar así sería como una llama apagada. Tenía mucho que aprender. Volvió ese
deseo de mi juventud, ayudar a los que están en problemas, se despertó en mí ese
aborrecimiento ante las injusticias. Sonreí con tristeza por haber creído que los
comunistas eran el prototipo de los primeros cristianos, que eran quienes iban a
erradicar el egoísmo y la avaricia del mundo. Los comunistas habían prometido
también restablecer el orden y la armonía de la vida. Supe entonces, que sus
promesas eran un fraude, que la armonía que prometían solo traía consigo caos y
muerte. Supe también, que debía tener muy claras las diferencias en mi mente entre
las dos doctrinas antes de dar el siguiente paso. Tenía que descubrirlo por mí misma.
Todos los días rezaba. Me levantaba temprano y asistía a Misa en la Iglesia de Nuestra
Señora de Guadalupe, cerca de donde vivo en la Avenida Diecisiete Oeste. Me
emocionaba escuchar a los Hermanos cantar maitines antes de la misa. Veía los
rostros de los que iban a comulgar, deseaba estar con ellos en el comulgatorio.
Cuando regresaban desde el altar sentía un cálido resplandor al estar cerca de ellos.
Meditaba sobre el sacrificio perpetuo y continuo en millares de iglesias en todo el
mundo, en cualquier lugar donde el sacerdote celebrase la Misa.
El anticlericalismo que había formado parte de mi pensamiento por años, se fue
apagando cuando miraba que se encendían las velas del altar de Nuestra Señora de
Guadalupe y al ver al sacerdote ofreciendo el Sacrificio, ya con las llamas encendidas.
Me sentía irremediablemente atraída a acercarme al altar, pero permanecía en las
bancas traseras como espectador. No estaba lista, me dije. Tenía pavor de dramatizar,
pero a medida que transcurrían los días sentía como esa sensación se apartaba de mí
e iba sintiendo una tranquilidad interior.
Como quien está hambriento, comencé a devorar libros. Libros que los comunistas
y el mundo secular sofisticado desprecian o etiquetan como tabú. Encontré a San
Agustín y La Ciudad de Dios. Eran infinitamente más vivificantes que las desafiantes
obras modernas escritas por profesores como “La Ciudad del Hombre”. Me encontré
también con Santo Tomás de Aquino, y reí al recordar que todo lo que habíamos
aprendido sobre él fue que era un filósofo escolástico que creía en el método
deductivo como pensamiento. Ahora, sé que ese gran edificio de su sabiduría estaba
abierto para mí, y sentía la riqueza de cada una de sus palabras.
Durante una comida con Godfrey Schmidt le expliqué que necesitaba conocer más
acerca de la Fe. Así que caminamos por la Avenida del Parque, entramos en una
librería y me compró un devocionario. Al día siguiente me llamó para decirme que el
obispo Sheen estaba en la ciudad y que había concertado una cita para que nos
entrevistáramos. Esto fue como la llamada jubilosa de un viejo amigo.
El Sr. Schmidt me acompañó por la Calle Treinta y ocho Este, hacia las oficinas de la
Sociedad para la Propagación de la Fe y tocamos el timbre. El obispo Sheen abrió la
puerta y vi la cruz plateada que portaba sobre su pecho, sus ojos sonrientes, al mismo
tiempo escuché una bienvenida en su saludo.
Y así empecé a recibir instrucciones en la Fe. Comencé a notar algo extraño en mi
comportamiento - que por lo general me había sido escéptica y argumentativa ahora
sólo hice unas cuantas preguntas. No quería desperdiciar ese precioso momento. Semana
tras semana escuché el relato de la historia del paciente amor de Dios por el hombre, y
de anhelo del hombre por Dios. Vi como con lógica y utilizando el razonamiento
adecuado iban desapareciendo mis dudas y se iluminaban las mentes de mis compañeros
que habíamos perdido el arte de pensar. Ahora en lugar de oscuridad entendíamos,
éramos asertivos gracias a la casuística. Vi cómo la historia, los hechos y la lógica eran
inherentes a los fundamentos de la fe cristiana.
Escuché al Obispo explicar las palabras de Jesucristo al fundar Su Iglesia, el Cuerpo
Místico. Ahora me sentía cercana a todos aquellos que recibían la Comunión en todas las
iglesias del mundo. Y sentí la verdadera igualdad, la que existe entre las personas de
diferentes razas y naciones cuando se arrodillan en la barandilla frente el altar, iguales
ante Dios. Y comencé a amar esta Iglesia que nos hace uno.
Leí hasta tarde por las noches. Había muchas cosas que tenía que saber. Había
desperdiciado muchos años preciosos.
Se acercaba el verano de 1952 cuando el obispo Sheen dijo que estaba lista. Como no
tenía el acta de bautismo ni un certificado que el pueblo italiano donde nací pudiera
expedir e hiciera constar con certeza que había sido bautizada, se decidió que recibiría el
bautismo bajo condición.
Fui bautizada por el obispo Sheen en la pila bautismal de la Catedral de San Patricio el 7
de abril, aniversario del nacimiento de mi madre. Mary Riley y Louis Pagnucco estuvieron
de pie a mi lado. Godfrey y unos cuantos amigos más me acompañaron también.
Más adelante el obispo Sheen escuchó mi primera confesión. Notó que estaba angustiada
y nerviosa al hacer mi preparación, pues había pasado muchos años negando la verdad.
Medité sobre la burla que había hecho de mi matrimonio; de cómo había desperdiciado
mi privilegio de haber nacido mujer; mis desviadas relaciones con mis padres; la soberbia
desmedida de mi mente y la tolerancia hacia el error. Al darse cuenta de mi desesperación
me dijo con reconfortante voz: “Nosotros los sacerdotes, hemos escuchado los pecados
de muchos hombres, los tuyos no son más grandes que los de los demás. Ten confianza
en la misericordia de Dios.” Después de oír mi confesión me otorgó la absolución. Su Pax
vobiscum hizo eco y resonaba en mi corazón.
Recibí la Comunión a la mañana siguiente de sus manos. Recé mientras observaba la flama
de la lámpara del tabernáculo, aquella Luz que me había recuperado podía alcanzar a los
que amaba y que permanecían aún en la oscuridad.
Es como si hubiera estado enferma por mucho tiempo y haberme despertado sin fiebre.
Fui al trabajo con una calma que me sorprendió. Parecía que había adquirido un nuevo
corazón y una nueva consciencia.
En el exterior, mi vida no cambió en nada. Seguía viviendo en un vecindario muy
poblado, en un apartamento sin agua caliente, pero ahora podía saludar a mis
vecinos sin sentimientos de desconfianza o temor. Nunca más estaría sola. Cuando
rezaba, lo hacía frente a la Presencia de Aquel al que oraba.
A medida que la paz y el orden regresaban a mi vida, fui capaz de enfrentar con
inteligencia la difícil reaparición ante los organismos gubernamentales y las
comisiones de investigación. Temía herir a las personas que quizá estaban más ciegos
de lo que yo lo estuve, y eran utilizados todavía por los conspiradores. Me aterraba
también la campaña que se levantaría de nuevo en mi contra.
Para ello formulé y traté de responder a tres cuestiones fundamentales:
¿Realmente mi país necesitaba la información que yo podría brindar? ¿Debía tener
escrúpulos al decir la verdad? ¿Estaría actuando con malicia?
Sabía que la información que yo poseía podría ayudar a proteger a nuestra gente.
Sabía también que los ciudadanos honestos estaban mal informados acerca de la
naturaleza del marxismo, además, ahora reconocía que el verdadero significado de
informar es educar. Las vías de la educación estaban bloqueadas y desviadas por la
propaganda por los agentes de esta conspiración, mi pueblo necesitaba información
y yo la tenía.
Me aterraba tener que testificar, llegarían cartas, llamadas telefónicas y tarjetas
postales amenazadoras, tal como ocurriera la primera vez que comparecí ante el
Comité de Seguridad Interna del Senado.
Hubo un interesante cambio en el sentido del término abuso: estaba construido en
términos bíblicos— “Judas Iscariote”, “treinta monedas de plata” “¿por qué me
traicionan?”, fueron las expresiones más utilizadas. Demasiadas citas del Evangelio
de san Mateo, diciendo cómo Judas Iscariote se ahorcó. Los escritores finalizaban la
exhortación: “Ve y haz lo mismo”
Ahora puedo ver una nueva perspectiva de los profesores y las escuelas para
contribuir realmente en el progreso de Estados Unidos. De la misma manera en que
me entristeció darme cuenta de la oscura imagen de algunos educadores y
educandos que se había formado entre nosotros. Justice Jackson ha dicho que esto
es la paradoja de nuestros días, dice que la sociedad moderna debe temer al hombre
educado. Ciertamente que el conocimiento hace al hombre lo que es, en cierto
sentido, se justifica o hace lo que le dicta su educación. Si echamos un vistazo a las
mentes brillantes que sirvieron al régimen de Hitler y a los investigadores que
sirvieron al Kremlin, vemos a los hombres acusados de subversivos en nuestro país.
Todo esto nos debe llevar a replantearnos el papel de la educación.
Se nos ha dicho que todos los problemas serán resueltos con educación Mas, ha
llegado el momento de preguntarnos: ¿Qué clase de educación? ¿Educación, para
qué? Hay una cosa clara para mí: la educación integral incluye el entrenamiento de
la voluntad tanto como el entrenamiento de la mente; la mera acumulación de
información, sin un sentido filosófico no es educación.
Vi mi propia educación sin sentido como una cafetería del conocimiento, sin
propósito, sin equilibrio. Me movía la emoción y mi educación fracasó en el intento
al tomar decisiones privadas y públicas. Hasta que conocí a los comunistas mi vida
cobró sentido, pero me llevó años darme cuenta que era un sentido falso.
Ahora sé que un movimiento o filosofía que se contempla a sí mismo no puede tener
éxito al querer mejorar las condiciones de las masas de nuestra sociedad industrial si
se pretende introducir al hombre en el molde del materialismo y lo desespiritualiza
ya que solo atiende a una parte de éste que es la terrenal. No importa cuántas veces
ser humano niegue su alma espiritual, de manera inexplicable su espíritu tiende a lo
Eterno. El anhelo de Dios es una herencia tan natural como el latido del corazón lo
es para el cuerpo. Cuando el hombre trata de reprimirlo, su pensamiento colapsa en
el caos.
Sé que el hombre solo no puede establecer el cielo en la tierra. Sin embargo aún sigo
preocupándome por mi prójimo y siento la obligación de luchar contra las injusticias
que atentan contra su ser y su seguridad. Estoy consciente que si los hombres se
amasen entre sí se terminarían de un golpe los desórdenes sociales. Debemos estar
preparados para ver a los conspiradores revolucionarios tomar el poder usando como
pretexto la desestabilización social.
Creo que el primer requisito para hacer frente al actual desafío que representa el
comunismo es entender claramente lo que es. Pero no podemos pelear de manera
negativa. El hombre debe estar dispuesto a combatir las falsas doctrinas con LA
VERDAD, y ser capaz de organizar la acción con acción. Sobre todo, debe haber un
resurgimiento de aquellos valores morales que durante dos mil años han fortalecido
a nuestra civilización.
Hoy en día, podemos hablar de que hay signos inequívocos de que la marea está
cambiando, a pesar del hecho ser estar fuertemente condicionados por el
materialismo. El cambio es tan evidente, que en lo personal, me siento llena de
esperanza cuando antes desesperé. Muchos de los líderes de opinión de nuestro país
siguen comprometidos y dirigiendo la capitulación, pero entre el pueblo el cambio
es claro.
Al haber viajado por todo el país he podido constatarlo. He visto hombres y mujeres
determinados anteponer los principios a sus intereses personales. He visto a los
padres de familia estudiando el problema de la educación en las escuelas,
constituyendo la quinta columna para el enemigo. En Texas, he visto amas de casa
sentarse a estudiar la Constitución de los Estados Unidos y las he escuchado explicarla
a sus hijos, determinadas a que nadie les robe su herencia.
Hemos visto cada vez más en nuestro país el aumento de la armonía social y ciudadana
en las comunidades pobladas con los de distintos orígenes nacionales, raciales y
religiosos. Los hombres y mujeres de estas comunidades han puesto su corazón y
voluntad contra la obra insidiosa de los comunistas que tratan de enfrentar a uno contra
el otro para provocar conflictos raciales y religiosos.
También a los grupos de trabajadores unidos en los sindicatos reunirse y rezar juntos
para lograr la seguridad de su nación. Están decididos a unirse en la lucha por
conseguir el pan de cada día y no usar esa unión como mecanismo para la toma del
poder.
Es entre los jóvenes en donde el cambio es más notorio. A pesar de que las revistas
y los periódicos exhiben hacia ese sector páginas repletas de horribles historias de la
decadencia, una crueldad inverosímil y los crímenes de algunos de nuestros jóvenes.
He hablado con los jóvenes que volvieron de la Segunda Guerra Mundial y de Corea
que al regresar a sus pequeños pueblos por toda América decidieron hacer de sus
hogares, casas de fortaleza moral para hacer frente a los que promueven la
desintegración familiar. Me he encontrado con personas inteligentes, bien educadas
que se trasladaron de las grandes ciudades industriales a los suburbios y dedicarse a
encender esa llama de amor entre los vecinos y amigos menos afortunados.
Una noche fui invitada a la cena que se ofrecía en La Casa de la Amistad en Harlem,
Nueva York. En el exterior no se diferenciaba de aquellas que conocí en el
movimiento comunista. La diferencia radicaba en que se dedicaban los trabajos por
amor a Dios y por lo mismo, no podrían ser utilizados como marionetas por hombres
hambrientos de poder. Otra diferencia es el trato hacia el prójimo y trataban de
ayudar. Cuando pertenecía al movimiento comunista, estaba consciente que había
prometido un milenio material a quienes se nos unieran a la causa. Aquí en la Casa
de la Amistad se mantiene la primordialidad del espíritu, y para aquellos que acudían
por ayuda obtuvieron mayores beneficios a causa de ello.
Se nota un nuevo tipo de estudiantes en las universidades. Hemos notado un cambio
en las sociedades religiosas de universitarios, que en mi época eran solo una cuestión
social y de formalidad con un gesto de reconocimiento de Dios.
Ahora emerge un nuevo fenómeno. Los estudiantes están empezado a darse cuenta
que el entrenamiento de la mente tiene un valor pequeño para el hombre en sí mismo
y para la sociedad, a menos que se encuentre en el marco de las verdades eternas.
Una vez más somos testigos e insistimos en la unión del conocimiento de las cosas
del espíritu con aquellas del mundo. Hay una creciente demanda en el interés sobre
las cosas inmateriales.
Una noche el año pasado hablé en la Universidad de Connecticut ante el Club Newman.
El club, se encuentra en el sótano de la capilla y el lugar era muy activo. Tenía una
biblioteca y un centro social, y contaba con la dirección de dos sacerdotes capacitados
para comprender los peligros que enfrenta el joven intelectual en una sociedad inmersa
en el paganismo.
Esa noche me había quedado muy tarde para responder a las preguntas y el P. O'Brien
pidió a tres jóvenes que me llevasen al tren en New London. En nuestro camino a través
de las colinas de Connecticut empezó a nevar. Le pregunté al joven que iba manejando a
qué se iba a dedicar después de la graduación. "Supongo que servir al Tío Sam",
respondió. En su voz había amargura y resentimiento - y repentinamente pensé con
tristeza en su posible futuro y el de todos nuestros jóvenes. A continuación, uno de los
muchachos dijo en voz baja: "¿Por qué no rezamos el rosario por la paz?" Él comenzó por
el Credo y en la oscuridad de ese paisaje por carretera, con la caída de nieve blanda,
rezamos el rosario por la paz.
Mientras iba camino a casa esa noche, pensé en que hombres como estos pueden mejorar
el mundo, porque estaban ellos llenos de amor, y su celo era desinteresado. Sé bien que
aun si los comunistas fueran sinceros con las maravillosas promesas que hacen, serían
incapaces de cumplirlas porque ellos no pueden crear la clase de hombres necesarios para
esa gran tarea. Cualquier bien aparente que los comunistas han logrado, ha sido a través
de las personas quienes a pesar de una enseñanza en el crudo materialismo, conservan
en su memoria una idea de Dios e incluso inconscientemente, se basaron en las normas
eternas de la verdad y la justicia. Sin embargo, las reservas de dichos hombres se están
agotando, y a pesar de sus aparentes victorias sus hombres formados en la oscuridad
están irremediablemente condenados a la derrota.
Están aumentando nuevos ejércitos conformados por verdaderos hombres, no están
sostenidos por el credo comunista sino por el credo del cristianismo. Estoy consciente que
sólo la generación de hombres dedicados a Dios quienes obedecen sus mandamientos:
"Amaos los unos a los otros como yo os he amado," puede traer la paz y el orden en
nuestro mundo.