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Una Musica Constante - Vikram Seth

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Después de Un buen partido, su tancelebrado debut novelístico, VikramSeth confirma su extraordinariotalento narrativo con Una músicaconstante, donde de nuevoencontramos su pasión por lamúsica y la poesía, su sutilísimavisión de las relaciones personales,y el amor como esa única fuerzacapaz de llenar nuestras vidas desentido y sufrimiento. Michael Holmees un violinista de gran talento, aquien su maestro auguraba unaprometedora carrera comoconcertista, y que ha acabado como

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segundo violín en el CuartetoMaggiore, una posición tan cómoday sin expectativas como su propiavida, que transcurre gris ymelancólica en un Londres igual detriste y melancólico. Incompetentepara el mundo real, solo dospasiones le animan: Schubert y suviolín, un Tononi que le regaló suprimera amiga y mentora, Mrs.Formby, quien de niño le introdujo enlos placeres de la música y lapoesía. Pero el grueso caparazónque mantiene su fría y rutinariaexistencia se ve de pronto roto porel azar: una tarde, en medio delbullicio de la ciudad, cree ver a Julia,

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una pianista a la que amó y perdiódiez años atrás debido a sus dudasy a su incapacidad de enfrentarse ala realidad. A partir de ese momentoMichael dedica todas sus fuerzas areencontrarla, como si ese viajedesesperado al pasado fuera loúnico que pudiera dar sentido a suvida. Y al hallarla, Michaeldescubrirá que el pasado es otracaja de Pandora, y el abrirla lellevará a un viaje interior por loslaberintos de la memoria y a otroviaje físico por Venecia y Viena encompañía de Julia, quien le revelaráun terrible secreto que afecta a lomás íntimo de su ser y que es la

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cruel prueba de que nunca hay unasegunda oportunidad.

Escrita con un lenguaje transparentey evocador, en el que alternanpasajes de intensa poesía condiálogos rebosantes de viveza eingenio, y con el conocidovirtuosismo del autor a la hora deretratar a sus personajes, Unamúsica constante es probablementela obra más personal de VikramSeth hasta la fecha, una novela queno nos deja indiferentes pues noshabla de las armas que utilizamospara derrotar al tiempo, de laambigüedad del triunfo y del

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fracaso, de la dificultad de sernosotros mismos y entregar unaparcela de nuestro yo a los demás,de las renuncias que hemos dehacer para transcurrir por el mundosin sufrimientos, de este lastreineludible que es el pasado y de lanecesidad de soltarlo parasobrevivir. Es también una acerada ysarcástica visión del ambientemusical londinense, lleno de críticosfatuos, agentes histéricas,aficionados enloquecidos y luthierssabios. Y es, por fin, esa lúcida ydesencantada visión de la Europadel fin del milenio que solo unainteligencia afilada y no-europea

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podía llevar a cabo.

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Vikram Seth

Una músicaconstante

ePub r1.0Titivillus 31.03.15

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Título original: An Equal MusicVikram Seth, 1999Traducción: Damián AlouIlustración de cubierta: Canaletto,Estanque de San Marco

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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Para Philippe Honoré

Podría también nada de todo estohaberse dicho.Hubieran nuestras palabras a otrascosasido, en el parque gris —amainaba lalluvia—,la vida, entonces, otras cuerdas habríapulsado.Indico qué has aportado a estacreación:papel, pluma, tinta e inspiración,paz al corazón, de tacto y palabra;en el alma infundiste placidez connotas y acordes.¿Horas de invierno fueron las delpaseo queorigen dio a todo esto? No hubo rayo;no percibí tampoco, al tocarme la

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llama,otros poderes ajenos iluminar nuestrahistoria.Retoma a nosotros del ardor denuestros espíritus,en ascuas de palabras, ahora,convertida.

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Y por esa puerta entrarán, y enesa casa morarán, donde nohabrá ni nubes ni sol, nioscuridad ni deslumbramiento,sino una luz constante, ni ruido nisilencio, sino una músicaconstante, ni miedos niesperanzas, sino unaecuanimidad constante, niamigos ni enemigos, sino unasconstantes comunión e identidad,ni fin ni principio, sino unaconstante eternidad.

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JOHN DONNE

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Primera parte

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1.1

Las ramas están desnudas, el cielonocturno es de un violeta lechoso. Nohay mucho silencio, pero sí paz. Elviento riza las negras aguas en direccióna mí.

No hay nadie en las inmediaciones.Los pájaros callan. El tráfico atraviesaveloz Hyde Park. Me llega como unruido de fondo.

Examino el banco, pero no mesiento. Como ayer, como el día antes,permanezco en pie hasta quedar con lamente en blanco. Contemplo las aguasdel Serpentine.

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Ayer, mientras volvía a casa a través delparque, me detuve en una encrucijadadel sendero. Tuve la sensación de quealguien se había parado detrás de mí.Seguí andando y oyendo el sonido de laspisadas sobre la grava. No eran veloces;parecían llevar mi mismo ritmo. Depronto parecieron cambiar de idea,aceleraron y me adelantaron.Pertenecían a un hombre que llevaba ungrueso sobretodo negro, bastante alto —más o menos de mi estatura—, por suporte y actitud una persona joven,aunque no le vi la cara. Entonces quedóclaro que tenía prisa. Al cabo de un rato,como no deseaba cruzar tan pronto el

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frenético tráfico de Bayswater Road, medetuve de nuevo, esta vez junto alcamino de herradura. Entonces oí el levesonido de unas pezuñas. Esta vez, sinembargo, carecían de cuerpo. Miré a laderecha, luego a la izquierda. Pero nohabía nada.

Mientras me acerco a ArchangelCourt, me siento observado. Entro en elvestíbulo. Se ven flores, una mezcla degerberas y follaje variado. Una cámarade vídeo vigila. Un edificio vigilado esun edificio seguro, un edificio seguro esun edificio feliz.

Hace unos días, la joven que habíatras el mostrador de Etienne’s me dijoque yo era feliz. Pedí siete cruasanes.

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Cuando me daba el cambio me dijo:—Es usted un hombre feliz.La miré con tal incredulidad que

bajó la vista.—Siempre está canturreando —dijo

con una voz mucho más cauta, creyendoquizá que me debía una explicación.

—Es mi trabajo —dije, avergonzadode mi agria mirada. Entró otro cliente, yme marché.

Mientras ponía en el congeladortodos los cruasanes de la semana —menos uno—, me di cuenta de queestaba canturreando la misma melodíacasi sin melodía de una de las últimascanciones de Schubert:

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Veo un hombre que mira hacialo alto

y tanto dolor siente que seretuerce las manos.

Me estremezco al ver su cara.La luna me revela que soy yo.

Puse el agua para el café y miré porla ventana. Desde la octava planta lavista se extiende hasta St. Paul’s,Croydon, Highgate. A través de lasramas parduscas del parque alcanzo aver las agujas, las torres y las chimeneasque hay más allá. Londres siempre mecausa desazón: incluso desde esa altura,no se divisa ni rastro de campiña.

Pero esto no es Viena. No es

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Venecia. Y si a eso vamos, no es miciudad natal del Norte, desde donde sedistinguen claramente los páramos.

No era mi trabajo, sin embargo, lo queme hacía canturrear esa canción. No heinterpretado nada de Schubert desdehace más de un mes. Mi violín le echade menos más que yo. Lo afino, yentramos en mi celda insonorizada. Niluz ni sonido llegan del mundo exterior.Los electrones frotando el cobre, la crinfrotando el acrílico, crean todas misimpresiones sensoriales.

No toco ninguna obra de las que heinterpretado con mi cuarteto, nada que

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me recuerde lo que he tocadorecientemente con los demás sereshumanos. Tocaré sus canciones.

El Tononi parece ronronear ante esasugerencia. Algo alegre, algo alegre,claro que sí:

En un cristalino arroyocon dichosa celeridadla antojadiza truchame sobrepasó como una flecha.

Toco la línea melódica. Toco losbrincos y las zambullidas de la manoderecha del piano, yo soy la trucha, elpescador, el arroyo, el observador.Canto la letra, balanceando mi estrechabarbilla. El Tononi no pone ninguna

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objeción; resuena gozoso. La toco en si,en la, en re bemol. Schubert no poneninguna objeción. No estoytransportando sus cuartetos de cuerda.

Cuando una nota del piano esdemasiado baja para el violín, salta auna octava más alta. De hecho, es comointerpretar la línea melódica una octavapor encima de la partitura. Ahora, si setratara de una viola…, pero hace yaaños que no toco la viola.

La última vez fue hace diez años,cuando estudiaba en Viena. Vuelvo apensar una y otra vez en esa época y medigo: ¿Cometí un error? ¿Estaba ciego?¿Dónde está el equilibrio entre mi dolory el de ella? Lo que perdí allí jamás lo

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he recuperado, ni por asomo.¿Qué me ocurrió años atrás? Con

amor o sin amor, no podía seguir en esaciudad. Iba dando tumbos, tenía la mentebloqueada, sentía la presión de cadaaliento. Le dije que me marchaba, y mefui. Durante dos meses fui incapaz dehacer nada, ni siquiera de escribirle.Vine a Londres. Al cabo, la niebla sedispersó, pero ya era demasiado tarde.¿Dónde estás ahora, Julia? ¿No me hasperdonado?

1.2

Virginie no practica, pero exige susclases. Tengo peores alumnos —más

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vagos—, pero ninguno tan frustrante.Cruzo el parque rumbo a su

apartamento. Está demasiado caldeado,y hay mucho rosa. Esto antes no memolestaba, pero ahora, cada vez queentro en el baño, mi paso es vacilante.

El baño es rosa, y el lavabo, y lataza, y el bidé, y los azulejos, y el papelpintado, y la esterilla. Cepillos, jabón,cepillo de dientes, flores de papel,papel de váter: todo de color rosa.Incluso el cubo de desperdicios conpedal es de un rosa pálido. Conozcobien este cubo de desperdicios. Cadavez que duermo aquí me pregunto quéestoy haciendo con mi tiempo y con elsuyo. Ella es dieciséis años más joven

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que yo, y no es la mujer con quienquiero compartir mi vida. Pero lo quehay entre nosotros, ya que existe, sigueexistiendo. Es lo que ella quiere, y yo lesigo la corriente, en la soledad y en lalascivia, imagino; y en la indolencia, yen la falta de un propósito definido.

En nuestras clases, al menos, lascosas están claras. Hoy toca ensayar lapartita de Bach en mi mayor. Le digoque la toque toda seguida, pero despuésde la gavota le pido que pare.

—¿No quieres saber cómo acaba?—me pregunta, alegre.

—No has practicado mucho.Pone una expresión de culpa.—Volvamos al principio —sugiero.

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—¿De la gavota?—Del preludio.—¿Te refieres al compás diecisiete?

Lo sé, lo sé, debería utilizar siempre lamuñeca para la cuerda del mi.

—Me refería al primer compás.Virginie pone una expresión mohína.

Coloca el arco sobre un cojín de sedacolor rosa pálido.

—Virginie, no es que no seas capazde hacerlo, es simplemente que no loestás haciendo.

—¿Hacer qué?—Pensar en la música. Canta la

primera frase, solo cántala.Levanta el arco.—Quería decir con la voz.

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Virginie suspira. Sin desafinar, conexactitud, modula:

—Mi-re-mi si sol si mi-fa-mi-re-mi…

—¿Es que no sabes cantar sin todasesas absurdas sílabas?

—Así es como me enseñaron.Virginie nació en Nyons, y lo único

que sé de esa población es que estácerca de Aviñón. En dos ocasiones mepidió que la acompañara a su pueblo,más tarde dejó de pedírmelo.

—Virginie, no se trata de unacondenada nota detrás de otra. Elsegundo mi-re-mi debería evocar elprimero. Así. —Cojo mi violín y le hagouna demostración—. O así. O a tu

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manera.Vuelve a tocar la partita, y la toca

bien, y sigue. Cierro los ojos. Un granbol lleno de popurrí inunda missentidos. Oscurece. El invierno estácerca. Qué joven es, y qué poco trabaja.Solo tiene veintiún años. Mi mente setraslada a otra ciudad, al recuerdo deotra mujer, que por entonces era igual dejoven que ella.

—¿Sigo?—Sí.Le digo a Virginie que no tenga la

muñeca tensa, que vigile la entonaciónaquí, que no se olvide de la dinámicaallá, que mantenga el détaché…, peroella sabe todo esto. La semana que viene

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avanzaremos algo, muy poco. Ella tienetalento, sin embargo no se aplica.Aunque aparentemente solo se dedica aestudiar, para ella la música no es sinouna cosa más. Está preocupada por elconcurso universitario en el queinterpretará la partita. Está pensando envender su Miremont y conseguir que supadre —que la mantiene para que lleveun tren de vida muy por encima del decualquier otro estudiante— le comprealgo italiano y antiguo. En Londres tieneun gran círculo de conocidos, y docenasde amigos de toda Francia que vienen averla cada temporada, y un inmenso clande parientes, y tres exnovios con los quese lleva bien. Ella y yo llevamos juntos

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más de un año.En cuanto a la mujer que recuerdo,

la veo con los ojos cerrados,interpretando a Bach para sí misma: unade las suites inglesas. Sus dedosrecorren las teclas suavemente. Quizáhago un movimiento demasiado brusco.Los amados ojos se vuelven hacia mí.Hay tantos seres aquí, ocupados,ensimismados. Quiero creer que ellarespira, que aún existe, en algún lugar deesa azarosa esfera.

1.3

El Cuarteto Maggiore se reúne para unensayo en nuestro local habitual, el

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pequeño apartamento de Helen, situadoen unas antiguas caballerizas.

Helen está preparando café. Soloestamos ella y yo. El sol de la tardeentra al sesgo. Una mujer de vozaterciopelada canta una canción de ColePorter. Cuatro sillas azul oscuro y sinbrazos se disponen en arco tras unaestantería minimalista de pino. Unafunda de viola y un par de atriles demúsica reposan en el rincón de lacocina-comedor-salón sin tabiques.

—¿Uno? ¿Dos? —pregunta Helen—.Siempre se me olvida. Me pregunto porqué. No es una de esas cosas que unasuele olvidar cuando está, bueno,acostumbrada a los hábitos cafeteros de

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alguien. Pero tú no siempre tomasazúcar, ¿verdad? A veces lo tomasamargo. Oh, ayer me encontré conalguien que me preguntó por ti. NicholasSpare. Qué hombre tan horrible, perocuanto más venenoso, más gente le lee.Consigue que nos haga una reseña,Michael. Está chiflado por ti, estoysegura. Siempre que te menciono arrugala frente.

—Gracias, Helen. Eso es lo quenecesito.

—Y yo, desde luego.—Nada de amoríos con colegas.—No eres tan guapo.—¿Algo nuevo en el jardín?—Estamos en noviembre, Michael

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—dice Helen—. Además, ya no mededico al jardín. Aquí tienes el café.¿Qué te parece mi pelo?

Helen es pelirroja, y cada añocambia de peinado. Este año lo llevarizado con cuidadoso descuido. Hago ungesto de aprobación y me concentro enel café.

Suena el timbre. Es Piers, suhermano mayor, nuestro primer violín.

Entra y agacha ligeramente lacabeza. Besa a su hermana —que esunos pocos centímetros más baja—, medice «Hola», se quita su elegante y raídogabán, saca el violín y murmura:

—¿Podrías apagar eso? Estoyintentando afinar.

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—Oh, solo hasta que acabe estacanción —dice Helen.

Piers apaga el reproductor. Helen nodice nada. Piers siempre se sale con lasuya.

—¿Dónde coño está Billy? —pregunta—. Siempre llega tarde a losensayos. ¿No ha llamado?

Helen niega con la cabeza.—Es lo que ocurre, imagino, cuando

vives en Loughton, o Leyton, o dondesea.

—Leytonstone —digo.—Claro —dice Helen, fingiendo que

sabe dónde está ese lugar. Para ellaLondres acaba en la Zona 1. Todosnosotros, excepto Billy, vivimos en el

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centro, unos mejor instalados que otros,es cierto, en Bayswater o alrededores, ypodemos ir andando a Hyde Park y aKensington Gardens. Cada vez que Piersllega a casa de Helen suele pasarse unosminutos irritado, incluso ofendido. Viveen un estudio situado en un sótano.

Al poco Helen le pregunta, con todala calma, si se lo pasó bien la nocheanterior. Piers fue a escuchar al CuartetoSteif, al que ha admirado durante años;interpretaron solo piezas de Beethoven.

—Oh, estuvo muy bien —refunfuñaPiers—. Pero con el Steif nunca se sabe.Parecía que lo único que les preocupabaayer noche era la belleza del tono…,algo bastante narcisista. Y estoy

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empezando a cogerle manía a la cara delprimer violinista. Cada año se le ve máschupado. Y en cuanto acabaron de tocarla Grosse Fuge, se pusieron en pie de unsalto, a la espera de la ovación, como siacabaran de matar un león. Desde luego,el público enloqueció… ¿Ha llamadoErica?

—No… Así que no te gustó elconcierto.

—No he dicho que no me gustara —dice Piers—. ¿Dónde está el malditoBilly? Deberíamos multarle con unagalleta de chocolate por cada minuto quellega tarde. —Tras afinar, toca unarápida figura en un pizzicato de cuartosde tono.

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—¿Qué era eso? —pregunta Helen,a punto de derramar el café—. No, no,no, no vuelvas a tocarlo.

—Un intento de composición a laBilly.

—Eso no es justo —dice Helen.La cara de Piers dibuja una ambigua

sonrisa.—Billy no es más que un novato. Un

día, dentro de veinte años, se convertiráen todo un monstruo, escribirá algohorrible y chirriante para el CoventGarden, si es que todavía sigue en pie, yde la noche a la mañana se convertirá enSir William Cutler.

Helen se ríe, enseguida se reprime;luego dice:

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—Bueno, bueno, nada de hablar delos demás a sus espaldas.

—Estoy un poco preocupado —dicePiers—. Billy ha estado hablandodemasiado de la obra que estáescribiendo. —Se vuelve hacia mí paraver mi reacción.

—¿Ha sugerido que toquemos algunade sus obras? —pregunto.

—No. La verdad es que no. Todavíano. No es más que un presentimiento.

—¿Por qué no esperamos a ver si lohace? —sugiero.

—Ojalá que no —dice Helenlentamente—. Sería horrible si no nosgustara…, quiero decir, si realmentesonara como lo que acabas de tocar.

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Piers vuelve a sonreír, y no demanera agradable.

—Bueno, no veo qué hay de malo enleer una de sus partituras —digo.

—¿Y si a algunos nos gusta y a otrosno? —dice Helen—. Un cuarteto es uncuarteto. Esto podría llevar a todo tipode tensiones. Pero, desde luego, peorsería que Billy estuviera continuamentemalhumorado. Ese es el problema.

—La lógica de Helen —dice Piers.—Pero Billy me cae bien… —

comienza a decir Helen.—Y a todos —la interrumpe Piers

—. Todos nos queremos mucho, eso nohay ni que decirlo. Pero en esa cuestión,los tres deberíamos considerar nuestra

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posición, nuestra posición conjunta, conclaridad antes de que Billy se nospresente con otro cuarteto Rasumovsky.

Antes de que podamos seguirhablando, llega Billy. Arrastra suviolonchelo con aire exhausto, sedisculpa, se pone alegre cuando ve lasgalletas de chocolate que, como sabeHelen, son sus favoritas, engulle unascuantas, recibe su café conagradecimiento, vuelve a disculparse ycomienza a afinar.

—Lydia cogió el coche…, eldentista. He venido a toda prisa…, casime olvidé la música para el cuarteto deBrahms. Central Line…, un horror. —Elsudor le perla la frente y respira

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pesadamente—. Lo siento. Lo siento. Losiento. No volveré a llegar tarde. Jamásde los jamases.

—Toma otra galleta —dice Helen,afectuosa.

—Cómprate un móvil, Billy —dicePiers en un tono de ordeno y mando,entre indolente y perentorio.

—¿Por qué? —pregunta Billy—.¿Por qué tendría que comprarme unmóvil? No soy ni un macarra ni unfontanero.

Piers niega con la cabeza y noinsiste. Billy está demasiado gordo, ysiempre lo estará. Y siempre ledistraerán las preocupaciones familiaresy financieras, el seguro del coche y la

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composición de sus obras. A pesar detoda nuestra frustración y nuestrosreproches, jamás llegará a la hora. Peroen el momento en que el arco baja hacialas cuerdas sufre una transfiguración. Esun violonchelista maravilloso, ligero yprofundo: la base de nuestra armonía, laroca sobre la que descansamos.

1.4

Todos los ensayos del CuartetoMaggiore comienzan con una sencillaescala de tres octavas, muy lenta, de loscuatro instrumentos al unísono: a vecesmayor, como nuestro nombre, a vecesmenor, dependiendo de la tonalidad de

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la primera pieza que vayamos a tocar.Poco importa la angustia que puedahaber afectado a nuestras vidas en losúltimos días, poco importa que hayamosdiscutido agriamente de política o porculpa de alguien, ni lo viscerales quesean nuestras diferencias en relación aqué hemos de tocar y cómo tocarlo: esaescala nos recuerda que, en lo que serefiere a ella, somos uno. Procuramos nomirarnos el uno al otro al tocar esaescala; parece que nadie dirija. Piers nisiquiera mueve la cabeza para dar laprimera entrada, la leemos en surespiración. Cuando toco esa escala meentrego al espíritu del cuarteto. Meconvierto en la música de la escala.

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Hago enmudecer a mi voluntad, liberomi yo.

Cuando Alex Foley les abandonó,hace cinco años, y Piers, Helen y Billypensaron en mí como segundo violín,probamos a interpretar variosfragmentos, ensayamos juntos, y dehecho dimos varios conciertos juntos,pero nunca tocamos la escala. Yo nisiquiera sabía que existía. Acabábamosde dar un concierto en Sheffield. Amedianoche, dos horas después de queacabara, Piers me llamó por teléfono ami habitación del hotel para decirme quequerían que me uniera a ellos.

—Estuvo bien, Michael —dijo—.Helen insiste en que formas parte de

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nosotros. —A pesar de este comentariomalicioso, dirigido a su hermana, quesin duda estaba a su lado mientras mellamaba, parecía casi eufórico, algopoco frecuente en Piers. Dos díasdespués, de nuevo en Londres, nosreunimos para ensayar, y en esa ocasióncomenzamos con la escala. Mientrasascendía, serena y casi sin vibrato, sentíuna sensación de felicidad. Cuando, alacabar la ascendente, hicimos una pausaantes de iniciar la descendente, observéa mis nuevos colegas, de izquierda aderecha. Piers ocultaba ligeramente lacara, lo que me sorprendió mucho. Piersno es la clase de músico que llora ensilencio ante la belleza de las escalas.

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En aquel momento no tenía ni idea de loque le pasaba por la cabeza. Quizá, altocar la escala de nuevo, estaba, encierto sentido, despidiéndosedefinitivamente de Alex.

Hoy estamos ensayando un par decuartetos de Haydn y uno de Brahms.Los de Haydn son espléndidos, nosllenan de alegría. Allí donde surge unadificultad, podemos entenderla, y portanto llegar a un entendimiento entrenosotros. Amamos a Haydn, y este haceque nos amemos el uno al otro. Noocurre lo mismo con Brahms. Siempreha supuesto una cruz para nuestrocuarteto.

Yo no siento ninguna afinidad con

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Brahms, Piers no puede soportarlo,Helen lo adora, Billy lo encuentra«enormemente interesante», signifiqueeso lo que signifique. Nos han pedidoque incluyamos algo de Brahms en unprograma que vamos a interpretar enEdimburgo, y Piers, que es quien hacenuestros programas, lo aceptó como algoinevitable y escogió el primer cuarteto,en do menor.

Nos enfrentamos valerosos al primermovimiento y lo tocamos sin pausaalguna.

—Buen tempo —dice Helen concierta vacilación, mirando la partitura enlugar de a nosotros.

—A mí me ha parecido un poco

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ampuloso. No somos el Cuarteto Busch—digo.

—Más te vale no decir nada encontra del Busch —dice Helen.

—Y no digo nada contra ellos. Peroellos son ellos, y nosotros somosnosotros.

—Quieres decir que son arrogantes—dice Helen.

—Bueno, ¿seguimos o recogemos?—pregunto.

—Dejémoslo —espeta Piers—. Estoes un desastre.

—La clave es la precisión —diceBilly, más para sí que para nosotros—.Como con el de Schönberg.

Helen suspira. Comenzamos a tocar

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de nuevo. Piers nos interrumpe. Me miraa la cara.

—Eres tú, Michael. De pronto te haspuesto apasionado sin venir a cuento.No estás diciendo nada especial.

—Bueno, Brahms me dice que seaexpresivo.

—¿Dónde? —pregunta Piers, comosi le hablara a un niño idiota—. Dimeexactamente dónde.

—Compás quince.—En mi partitura no dice nada.—Mala suerte —digo, cortante.

Piers lee mi parte con incredulidad.—Rebecca va a casarse con Stuart

—dice Helen.—¿Qué? —dice Piers, perdiendo la

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concentración—. Estás bromeando.—No, no bromeo. Me lo dijo Sally.

Y a Sally se lo dijo la propia madre deRebecca.

—¡Con Stuart! —dice Piers—.¡Dios mío! Todos los niños les naceráncon muerte cerebral.

Billy y yo cambiamos una mirada.Muchas de las conversaciones queacompañan a nuestros ensayos son untanto estúpidas, agrias, irrelevantes, ycasan muy poco con la exactitud yexpresividad de lo que pretendemoscrear. Helen, por ejemplo, normalmentedice lo primero que le viene a la cabeza.A veces sus pensamientos se adelantan alas palabras, y a veces es todo lo

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contrario.—Sigamos —sugiere Billy.Tocamos unos minutos. Comenzamos

en falso un par de veces, la cosa no vafluida.

—No me sale —dice Billy—. Mepierdo cuatro compases antes del si.

—Y Piers entra glugluteando comoun pavo en el cuarenta y uno —diceHelen.

—No seas desagradable, Helen —dice su hermano.

Por fin llegamos al crescendo dePiers.

—¡Oh, no, no, no, no! —grita Billy,apartando la mano de las cuerdas ygesticulando.

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—Aquí todos hemos tocadodemasiado fuerte —dice Helen paraponer paz.

—Demasiado histérico —digo.—¿Quién está demasiado histérico?

—pregunta Piers.—Tú.Los demás asienten. Las enormes

orejas de Piers enrojecen.—Tu vibrato ha sido demasiado frío

—dice Billy—. Era como cuando oyesun jadeo intenso al teléfono.

—Muy bien —dice Piers,malhumorado—. ¿Y tú no podrías sonarun poco más oscuro en el uno-cero-ocho, Billy?

No siempre es así. Normalmente hay

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un ambiente más afable. Yo le echo laculpa a Brahms.

—En conjunto, no estamos llegandoa ninguna parte —dice Billy, con unainocente inquietud en los ojos—. Cadacual ha ido por su lado.

—¿Que cada cual ha ido por sulado? —repito.

—Sí. Tenemos que ir todos juntos.No se oía más que una especie de ruido.

—Eso es Brahms, Billy —dicePiers.

—Lo tuyo no es más que unprejuicio —dice Helen—. Llegará agustarte.

—Cuando sea viejo y chochee.—¿Por qué no elaboramos una

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estructura alrededor de las melodías? —sugiere Billy.

—Bueno, pues porque no haymelodías —digo—. No hay exactamentemelodía, sino melodicidad. ¿Es eso loque quiero decir? ¿Cuál es la palabracorrecta?

—Melodiosidad —dice Helen—. Y,por cierto, no carece de melodía.

—Pero ¿qué quieres decir con eso?—me dice Piers—. Es todo melodía. Noquiero decir que me guste, pero…

Con el arco señalo la partitura dePiers.

—¿Eso es melodía? No creo que nisiquiera Brahms se atreviera aafirmarlo.

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—Bueno, no es arpegio, no esescala, no es ornamento, de modoque…, bueno, no sé. No es más queespesor y caos. Maldito Edimburgo…

—Ya está bien de protestar, Piers —dice Helen—. Este último fragmento lohas tocado muy bien. Me encantó esedeslizamiento. Ha sido bastantesorprendente, pero es estupendo. Tienesque tocarlo en el concierto.

Piers se queda un tanto parado anteel elogio, pero enseguida se recupera.

—Pero ahora Billy ha tocadototalmente sin vibrato —dice.

—Intentaba darle un color másoscuro —replica Billy.

—Bueno, pues ha sonado como si

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pisaras grava.—¿He de comprarme un violonchelo

nuevo? —pregunta Billy—. ¿En cuantome haya comprado el teléfono móvil?

Piers gruñe.—¿Por qué no subes la cuerda del

do?—Porque entonces suena muy

apagada.—¿Una vez más, pues? ¿Desde el

noventa y dos? —sugiero.—No, desde la doble barra —dice

Helen.—No, desde el setenta y cinco —

dice Billy.—Muy bien —dice Piers.Al cabo de unos minutos, volvemos

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a parar.—Tocar esto es agotador —dice

Helen—. Para que suene cada una deestas notas hay que clavar los dedos enla cuerda. No es como el violín…

—Pobre Helen —digo, sonriéndole—. ¿Quieres cambiar de instrumentoconmigo?

—Aguanta, Helen —dice Piers—,Brahms es tu chiquitín.

Helen suspira.—Di algo amable, Billy.Pero Billy ahora está concentrado en

una pequeña partitura amarilla que hatraído consigo.

—Mi experimento con eldesodorante no ha tenido éxito —dice

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Helen de pronto, en otra de susincongruentes salidas, levantando uno desus pálidos brazos.

—Más vale que sigamos, de locontrario no acabaremos nunca —diceBilly.

Por fin, después de hora y media,llegamos al segundo movimiento. En lacalle ha oscurecido, y estamos hartos, dela música y del carácter de los demás.Pero el nuestro es un matrimoniocuatripartito de seis relaciones,cualquiera de las cuales, en un momentodado, puede ser cordial, o neutra o mala.El público que nos escucha no puedeimaginarse lo sincera, lo irritante, lotransigente, lo pertinaz que es nuestra

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búsqueda en pos de algo que está másallá de nosotros, que cada uno imaginacon su propio espíritu, pero a lo queestamos obligados a dar forma materialjuntos. ¿Dónde radica la armoníaespiritual en todo esto, por no hablar dela sublimidad? ¿Cómo es posible quetoda esta mecánica, todos estosarranques y paradas, toda estasuperficial irreverencia se transmute, apesar de nuestras personalidadessiempre enfrentadas, en oro musical? Y,sin embargo, ocurre a menudo que apartir de un inicio tan banal llegamos auna comprensión de la obra que nosparece fiel y original, y a una expresiónque desplaza de nuestras mentes —y

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quizá, al menos durante un rato, de lasmentes de aquellos que nos escuchan—cualquier otra versión, por fiel yoriginal que esta sea.

1.5

Mi piso es frío, debido a lospermanentes problemas con lacalefacción que hay en el último piso.Los viejos radiadores de ArchangelCourt, tibios ahora, quemarán enprimavera. Cada verano me prometocolocar cristal doble en las ventanas, ycada primavera, cuando están derebajas, decido no ponerlos. El añopasado, el dinero que había ahorrado

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tuve que gastarlo para arreglar unascañerías que se habían oxidado, casipodrido, dentro del hormigón, ygoteaban sobre la cabeza del vecino delséptimo. Pero este año tengo que ponercristal doble al menos en mi dormitorio.

Tumbado en la cama, pienso, meadormilo. Alguien levanta la tapa delatón de la puerta; caen unas cartas en elsuelo de madera. Oigo cerrarse la puertadel ascensor. Me levanto, me pongo elalbornoz y me dirijo a la puertadelantera: una factura del teléfono, unapostal de uno de mis alumnos, un folletode viaje, una carta.

Abro el correo con el abrecartas deplata que Julia me regaló para

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conmemorar que hacía un año que nosconocíamos. La factura va a parar almontón de la culpa, donde permaneceráuna o dos semanas. El folleto va a lapapelera. Entro en la cocina, con un levetemblor, lleno la tetera, enciendo elfuego y me llevo la carta a la cama.

Es de un antiguo profesor mío, CarlKäll (pronunciado, por puro espíritu decontradicción, «Shell»), Hace años queno nos vemos. El sello es sueco. La letradel profesor Käll, en el sobre, se ve untanto apretada. Es una breve misiva,asombrosamente cordial.

Ya no da clases en Viena. Se retiróel año pasado, y regresó a su pequeñaciudad natal en Suecia. Dice que estaba

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por casualidad en Estocolmo cuandotocamos allí. Vino a vernos, pero al finaldecidió no pasarse por el camerino trasel concierto. Tocamos bien. En concreto,esto es lo que dice: siempre me habíadicho que «sostuviera» las notas, y lassostuve. Últimamente no ha estado muybien de salud, y se ha puesto a pensar enalgunos de sus antiguos estudiantes.Quizá fue un poco desagradable conalgunos, pero lo pasado pasado está, ynada puede hacerse para remediarlo,aunque espera que de sus clasessacáramos más beneficios queperjuicios. (En el alemán del profesorKäll, esta última frase suena rara, comosi la tradujera del marciano.) De todos

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modos, me transmite sus mejoresdeseos, y espera que si alguna vez doyclases, haya aprendido de él cómo nohay que enseñar. No tiene planes devisitar Inglaterra.

La tetera se ha apagado hace unosminutos. Voy a la cocina y me doy cuentade que soy incapaz de recordar dóndeestán las bolsitas de té. Hay algoinquietante en la carta. Carl Käll se estámuriendo; estoy seguro.

Alguien golpea un tejado con unmartillo. Se oyen unos golpes secos, unapausa, unos golpes secos más. Abro laspersianas y la luz flota en la habitación.Es un día claro y frío, el cielo está azul.

En días así me acuerdo del profesor.

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Está de pie en un aula gris, y mira a suscinco nerviosos estudiantes. Acaba dealmorzar en Mnozil’s, y su sobretodocolor carbón exuda emanaciones de ajoy tabaco. «Und jetzt, meine Herren…»,dice, haciendo caso omiso de lapresencia de Yuko, «nuestra colega de latierra del sol naciente», como a veces lallama. Con el arco da un golpecito sobreel piano.

Cuando los demás alumnos se van,yo me quedo para mi primera claseparticular con él. Nada más quedarnossolos, me echa un rapapolvo.

—Si le he aceptado de Gasthorer esporque ciertas cosas se daban porsentadas.

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—Lo entiendo, profesor Käll.—Quería la Sonata Kreutzer, ¡y en

su lugar usted me prepara esto!—Es que llegó a mis manos un

facsímil de este manuscrito y,contrariamente a lo habitual, la letra deBeethoven era tan clara que me quedéasombrado. Pensé que no le importaríasi…

—Asombrado. Y tambiénentusiasmado, sin duda.

—Sí.—Asombrado y entusiasmado. —El

gran Carl Käll saborea las palabras,excrecencias abundantes y extrañas en elcorpus de la música. Sin embargo, nofue su fama, sino el entusiasmo de sus

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interpretaciones, lo que primero meatrajo de él, y estas siguen conservandosu entusiasmo, y lo transmiten a aquellosque tienen la dicha de oírle. Pero¿cuántos conciertos ha dadoúltimamente? ¿Cinco al año? ¿Seis?

—Me dije que otra sonata…, la queviene justo antes de la Kreutzer…

Carl Käll niega con la cabeza.—Ni lo piense, no se lo recomiendo.—Julia McNicholl y yo llevamos

dos semanas practicándola. Le hepedido que se una a nosotros dentro demedia hora…

—¿Qué día es hoy?—Viernes.El profesor Käll parece estar

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meditando algo.—Los viernes esa estúpida de Yoko

va al Zentralfriedhof a poner flores en latumba de Beethoven —dice.

A mi pesar, sonrío. No mesorprende, pues Yuko hace todo lo quese espera que hagan las jóvenesestudiantes japonesas: practicaobedientemente, sufre horrores, y visitatodas las casas de Beethoven y Schubertque es capaz de localizar. Pero tambiénes cierto que Yuko hace lo que yodebería hacer: lo que haría, de hecho, sisupiera cómo. Yuko pasa por alto elhecho de que Carl la desatienda, anulalos insultos del profesor no rebelándosecontra ellos, y hace caso a su manera de

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tocar, no a sus palabras.—Quiero la Kreutzer para el lunes

—añade Carl Käll.—Pero profesor… —protesto.—Para el lunes.—Profesor, es imposible que yo…,

y aunque pudiera, ningún pianista…—Estoy seguro de que Fraulein

McNicholl le ayudará.—Nuestro trío ha reservado este fin

de semana para ensayar. Pronto vamos adar un concierto.

—Al parecer su trío se las arreglasin practicar demasiado.

Durante unos segundos no digo nada.Carl Käll tose.

—¿Cuándo van a tocar?

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—Dentro de un par de semanas, enla Bösendorfer Saal.

—¿Y qué van a tocar?—Empezaremos con una de las

primeras obras de Beethoven…—¿Su falta de concreción es

deliberada?—No, profesor.—¿Qué obra?—El opus 1 número 3. En do menor.—Sí, sí, sí, sí —dice Carl Käll,

irritado ante mi mención del tono—.¿Por qué?

—¿Por qué?—Sí, ¿por qué?—Porque a nuestra violonchelista le

encanta.

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—¿Por qué? ¿Por qué? —Carlparece casi un demente.

—Porque esa obra la asombra y laentusiasma.

Carl Käll me escruta atentamente,como si se preguntara cuál de miscervicales le será más fácil partir. Damedia vuelta. Yo era uno de sus alumnosfavoritos. Nos conocimos en una clasemagistral, durante mi último año en elRoyal Northern College of Music deManchester, y fue él quien sugirió, antemi alegría e incredulidad, que fuera aestudiar con él a Viena como alumno deposgrado fuera del programa normal deestudios. Creía que yo sería capaz de —y que deseaba— emprender una carrera

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en solitario. Ahora quizá está tandesilusionado conmigo como yo con él.

—Pierde demasiado tiempo con lamúsica de cámara —dice—. Podríahaber tenido una carrera mejor.

—Me lo imagino —digo,preocupado por lo que él considera«mejor», pero no discuto.

—Debería dejarse guiar por mí.Para eso está aquí, ¿no es así? Es ustedmuy obstinado. Demasiado.

La voz de Carl es, por un momento,amable. Yo no digo nada. Canturrea unafrase de la Kreutzer, tiende la mano paracoger el facsímil, lo contemplafascinado durante unos minutos, pero nocede.

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—Hasta el lunes, entonces.

He dejado que el té se hicierademasiado: es amargo, pero se puedebeber. Enciendo la televisión y regresoal presente. Cuatro rollizas criaturashumanoides, rojas, amarillas, verdes ypúrpura, se divierten en una colinacubierta de hierba. Los conejosmordisquean la hierba. Las criaturas seabrazan la una a la otra. Un periscopioemerge de una loma y les dice que debendespedirse. Tras protestar un poco,obedecen, saltando una tras otra hacia unagujero que hay en el suelo.

No fue Carl Käll, ese viejo y terco

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mago, brutal y lleno de asfixianteenergía, quien me hizo irme de Viena.Fue mi yo juvenil, inflexible, reacio apermitir que su mentor se convirtiera endictador, incapaz de desviarse paraevitar una colisión.

De no haberle conocido, no habríanacido la voz que tenía en las manos. Nohabría ido a estudiar a laMusikhochschule. No habría conocido aJulia. No habría perdido a Julia. No iríaa la deriva. ¿Cómo puedo seguirodiando a Carl? Después de tantos años,no hay duda de que todo está sujeto a losagentes del cambio: lluvia, esporas,telarañas, oscuridad. Quizá habríaaprendido más de él si me hubiera

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tragado mi orgullo. Supongo que Juliatenía razón, ella tenía razón. Pero ahorapienso: que muera, su hora ha llegado,soy incapaz de contestar a su carta. ¿Porqué hace recaer sobre mí laresponsabilidad de su absolución?

No podía aprender más de él. Ellacreía que sí, o tenía la esperanza de quesí, o de que, al menos por ella, mequedara un tiempo más en Viena. Perodescubrí que no estaba aprendiendo,estaba desaprendiendo. Cuando mederrumbé en el concierto no fue porquehubiera estado enfermo, ni porque nohubiera preparado la pieza que estabatocando. Fue porque él había dicho quefracasaría, y lo vi entre el público, y

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sabía que él deseaba mi fracaso.

1.6

—Parece que esta noche no hacemosmás que irritarnos mutuamente —diceVirginie. Se vuelve hacia mí sin levantarla cabeza del almohadón.

Niego con la cabeza. Estaba mirandoal techo, pero ahora cierro los ojos.

—Voy a morderte el hombro.—No lo hagas —digo—. Yo te

morderé más fuerte, y la cosa acabarámal.

Virginie me muerde el hombro.—Basta, Virginie —digo—. Te he

dicho que basta, ¿entendido? Me has

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hecho daño, y no estoy de humor. No,tampoco me pellizques. Y no estoyirritado, solo cansado. En tu dormitoriohace demasiado calor. Hoy hemos tenidoun ensayo larguísimo, y no me apetecever por televisión una de esas películasfrancesas que ponen por la noche. ¿Porqué no la grabas?

Virginie suspira.—Eres tan aburrido. Si eres tan

aburrido los viernes por la noche, no meatrevo a imaginarme cómo debes de serlos lunes por la noche.

—Bueno, ni tendrás que saberlo. Ellunes nos vamos a Lewes, y luego aBrighton.

—El cuarteto. El cuarteto. Bah. —

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Virginie me da una patada.Al cabo de un rato dice, en tono

reflexivo:—No conozco a tu padre. Y tú nunca

quieres conocer al mío, ni siquieracuando viene a Londres.

—Oh, Virginie, por favor, tengosueño.

—¿Tu padre nunca viene a Londres?—No.—Entonces iré contigo a Rochdale.

Iremos en mi coche al norte deInglaterra.

Virginie tiene un pequeño Ford Kade un color metalizado que ella llama«pantera negra». Hemos hecho brevesexcursiones a Oxford y Aldeburgh.

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Cuando conduzco, dice continuamente:«Coge esa curva» cuando se refiere a«esta». Esto nos ha llevado a darmuchos rodeos y a tener no menosaltercados.

Virginie está inmensamenteorgullosa de su coche («chiquitín,rapidín, práctico», es como lo describe).Detesta los cuatro por cuatro con pasión,sobre todo desde que la rueda derecambio de uno, que llevan suspendida,produjo una pequeña abolladura en elcapó de su Ka mientras estaba aparcado.Conduce con una habilidad y unaimaginación que normalmente estánausentes en su manera de tocar.

—La verdad es que no te imagino en

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Rochdale —digo con cierta tristeza,probablemente porque apenas meimagino a mí mismo allí.

—Oh, ¿por qué? —quiere saber.—No hay tiendas elegantes,

Virginie. Ni bonitos pañuelos. Seríascomo una gacela en una fábrica decemento.

Virginie medio levanta la cabeza delalmohadón. Sus ojos color pantera negraechan chispas, y el pelo negro le caesobre los hombros hasta los pechos: estáencantadora. La abrazo.

—No —dice ella, resistiéndose—.No seas tan condescendiente. ¿Crees quesolo me interesa ir de compras?

—No, no solo ir de compras —digo.

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—Creía que tenías sueño —dice.—Yo sí, pero este no. De todos

modos, ¿qué más da diez minutos aquí oallí?

Abro el cajón de la mesilla.—Eres tan práctico, Michael.—Mm, sí…, no, no, basta Virginie.

No. Basta. He dicho que basta.—Relájate —dice, riendo—; si

estás tenso solo te hace cosquillas.—¿Cosquillas? ¿Cosquillas? Me

muerdes y crees que eso me hacecosquillas.

Virginie se parte de risa. Pero esto,en lugar de distraerme, me excita aúnmás.

Tras una ducha caliente en el cuarto

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de baño rosa, pongo el despertador.—¿Por qué lo pones? —dice

Virginie, medio dormida—. Mañana essábado. Nos podemos levantar amediodía. ¿O es que vas a practicar paradarme buen ejemplo?

—Las Serpientes de Agua.—¡Oh, no! —dice Virginie,

disgustada—. En esa agua helada yasquerosa. Los ingleses estáis locos.

1.7

Me visto a oscuras para no despertar aVirginie, y salgo. Vive en la parte sur deHyde Park, y yo en la parte norte. Fuemientras volvía de su casa, la gélida

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mañana de un viernes, cuando observéun par de cabezas balanceándose en elSerpentine. Le pregunté a la cabeza queestaba más cerca qué estaba haciendo.

—¿A usted qué le parece?—Que está nadando, pero ¿por qué?—¿Por qué no? Unase a nosotros.

Llevamos nadando aquí desde 1860.—En ese caso, no aparenta usted la

edad que tiene.El nadador se echó a reír, salió del

agua y se quedó de pie, temblando, en laorilla: tendría unos veinte años, más omenos mi estatura, pero era un poco másmusculoso. Llevaba un bañador negroSpeedo y un gorro amarillo.

—Por mí no pare —dije.

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—No, no, iba a salir de todosmodos. Con esta temperatura, tres ocuatro minutos son suficientes.

Se estaba frotando el cuerpo,totalmente rojo a causa del frío: rojolangosta, habría dicho Virginie. Mientrasse secaba, observé las aguas oscuras ypoco profundas del Serpentine.

—¿Supongo que el agua estátratada? —pregunté.

—¡Oh, no! —dijo el animoso joven—. La cloran en verano, pero eninvierno solo venimos las Serpientes deAgua, y tuvimos que pelearnos con lasautoridades del Departamento deSanidad y del Ayuntamiento y con Diossabe quién para conservar nuestro

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derecho a nadar aquí. Tiene que sermiembro del club y firmar un documentohaciéndose único responsable de susalud, a causa de los meados de rata yde excrementos de los gansos, y eso leda derecho a nadar cualquier día del añoentre las seis y las nueve de la mañana.

—Parece complicado. Ydesagradable. Y en estas aguasestancadas…

—¡Oh, no, no, no…! No son aguasestancadas. Corren subterráneas hasta elTámesis. Yo no me preocuparía. Todoshemos tragado un poco de agua de vezen cuando y nadie se ha muerto todavía.Los sábados hacemos carreras. Yo nadotambién los viernes y los domingos,

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pero es que soy un poco raro. Oh, porcierto, me llamo Andy.

—Yo soy Michael. —Nos dimos lamano.

Una pareja que hacía footing sequedó mirando incrédula a Andy ysiguió su camino.

—¿Eres nadador profesional? —pregunté—. Quiero decir, ¿son buenosnadadores todos los del club?

—¡Oh, no te preocupes por eso!Algunos hemos cruzado el Canal, perootros apenas son capaces de nadar hastaesa boya amarilla y volver. Yo no soymás que un estudiante. Estudio Derechoen la universidad. ¿Y tú qué haces?

—Soy músico.

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—¿De verdad? ¿Y qué tocas?—El violín.—Estupendo. Bueno, nadar es el

mejor ejercicio para los brazos. Te veomañana, entonces.

—No estoy seguro de que nosveamos mañana —dije.

—Inténtalo —dijo Andy—. Notengas miedo. Es una sensaciónestupenda.

Al día siguiente aparecí. Aunque nosoy una persona especialmente atlética,me tentaba el raro lujo de nadar al airelibre en pleno corazón de Londres. Eninvierno era un lujo masoquista, pero alcabo de un par de semanas comencé adisfrutar. El agua me arrancaba el sueño

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con contundencia y me daba fuerzas paratodo el día. El café y las galletas quetomaba luego en los locales del club, lacamaradería especialmente masculina,la discusión acerca de los caprichososhandicaps que nos concedía Giles en lascarreras, las remembranzas de losveteranos, el hablar de cosas de pocamonta en una increíble variedad deacentos, todo ello me acogió en unmundo que nada tenía que ver conArchangel Court, ni con el CuartetoMaggiore, ni con el piso de Virginie, nicon el pasado y el futuro, ni con laconstante presión de mis pensamientos.

1.8

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En cuanto a mi propio acento: ¿qué hasido de él? Así que llego a Rochdale,me doy cuenta de que dejo que se mecontagie, y a veces incluso lo finjo, yo,que antaño lo oculté. Desde el primermomento mi madre me imbuyó la ideade que debía «hablar correctamente». Sedaba cuenta de que aquella triste ycerrada población en la que vivíamos notenía nada que ofrecerme. La únicamanera de que su único hijo escaparaera estudiando el bachillerato en unaescuela decente —yo había hecho en laescuela la primaria y la secundaria—, yluego, si era posible, matriculándome enla universidad y cursando una carrera.Mi insistencia en seguir mi vocación

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topó con la incomprensión de mispadres, que me retiraron su apoyo y nodejaron de repetirme que habíatraicionado todo aquello por lo que sehabían sacrificado. Mi padre tenía unacarnicería en una calle de segundoorden. En mi familia nadie había soñadojamás con ir a la universidad. Y ahoraque había alguien que tenía laoportunidad de entrar, se negaba inclusoa intentarlo.

—Pero, papá, ¿qué sentido tienellenar los impresos? No quiero ir. Loque quiero es tocar música. Hay unconservatorio en Manchester…

—¿Quieres ser tocador de violín?—preguntó papá lentamente.

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—Violinista, Stanley —leinterrumpió mi madre.

Se puso furioso.—Es el maldito violín, eso es lo que

es, el maldito violín. —Se volvió haciamí de nuevo—. ¿Y cómo vas a mantenera tu madre con el violín cuando yo falte?

—¿Y qué te parece estudiarmusicología en la universidad? —sugirió mi madre.

—No puedo, mamá. Además, no hehecho el bachillerato artístico. De todosmodos, lo único que me interesa estocar.

—¿Y adónde va a llevarte eso? —me preguntó papá—. Tocando no te vasa asegurar una buena pensión. —Intentó

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hablar con más calma—. Tienes quepensar en el futuro. ¿Conseguirás unabeca para ir al conservatorio?

—Bueno, es posible.—¡Es posible! —gritó—. ¡Es

posible! Y si vas a la universidad te ladarán seguro. No creas que no lo sé.Estás mal de la cabeza. Mira lo que nosha pasado a nosotros y a la tienda esteúltimo año. ¿Crees que podremosmantenerte cuando estés por ahí tocandoel violín?

—Conseguiré un trabajo. Me pagarélos estudios —dije, sin mirar a ningunode los dos.

—Tendrás que devolver el violín ala escuela —dijo papá—. No cuentes

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con que te compremos otro.—Mrs Formby sabe de alguien que

puede prestarme uno…, al menos porunos meses.

Los ojos de mi padre echaban fuego,y se marchó con un par de furiosaszancadas. Cuando volvió, unas horasdespués, estaba menos furioso, pero másconfuso y ofendido.

—He ido hasta la escuela —dijolentamente, mirándonos a mí y a mimadre alternativamente—, y ese MrCobb me ha dicho: «Su Michael es unchico muy brillante, muy inteligente,podría dedicarse a los idiomas, alderecho o a la historia. Podría entrar enla universidad si quisiera.» ¿Qué me

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dices a eso? ¿Por qué no quiereshacerlo? Eso es lo que quiero saber. Tumadre y yo nos hemos deslomado atrabajar para que tú pudieras tener unfuturo mejor que el nuestro…, y ahoraacabarás tocando en algún pub o encualquier club nocturno. ¿Qué clase defuturo es ese?

Tardamos años en reconciliarnos, ysolo lo conseguimos gracias a laintercesión de otras personas. Una deestas fue la hermana de mi padre, tíaJoan, una especie de irritantepacificadora que nos calentó las orejashasta que ya no pudimos soportarlo más.

Estuvimos juntos un tiempo despuésde la muerte de mi madre, pero estaba

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claro que él pensaba que yo, al negarmea realizar los sueños de mi madre, lahabía privado de la felicidad que lecorrespondía.

Posteriormente asistió a mi primerrecital en Manchester, pero aregañadientes y con suspicacia. En elúltimo momento intentó resistirse, y unavecina, Mrs Formby, prácticamente tuvoque meterle en el coche. Esa noche oyócómo yo recibía el aplauso de un mundourbano que nada tenía que ver con lo queél conocía, y, hasta cierto punto, admitióque, después de todo, podía existir algomeritorio en la profesión que habíaelegido. Ahora está orgulloso de mí, y,curiosamente, se muestra muy poco

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crítico.Cuando me fui a Viena, papá no puso

ninguna objeción. Tía Joan tambiénsalvó mi conciencia insistiendo en queuna persona era más que suficiente paracuidar de él. Quizá los golpes de lavida, al quebrar su espíritu, le habíanvuelto más dócil. Y si hay algoinquietante en la manera en queconcentra sus atenciones en Zsa-Zsa,nuestra gata, al menos poco le queda deaquella antigua cólera que antaño meaterraba, y que a veces provocaba en míalgo parecido, una cólera que tardaba enavivarse y también en desaparecer.

1.9

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Cuando regreso de nadar, como cadasemana, canturreo algo de Schubertmientras entro en Archangel Court. Hesacado mi tarjeta electrónica, pero oigoel chasquido de la puerta de cristal sincerrojo antes de pasarla por el sensor.

—Gracias, Rob.—De nada, Mr Holme.Rob, nuestro así llamado portero

jefe —aunque en realidad el único—, aveces me llama por mi nombre de pila, ya veces por mi apellido, sin ningunalógica aparente.

—Un día de perros —dice concierto entusiasmo.

—Sí. —Aprieto el botón delascensor.

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—¿Hoy no habrá nadado, o sí? —pregunta, observando mi pelodesarreglado y mi toalla enrollada.

—Pues sí. Es una adicción. Yhablando de adicciones, ¿tiene ya subillete de lotería para hoy?

—No, siempre lo compramos por latarde. Mrs Owen y yo decidimos losnúmeros a la hora de comer.

—¿También participan los chicos?—¡Oh, sí! Por cierto, Mr Holme,

referente al ascensor, el martes por lamañana vendrán a revisarlo, pensé que alo mejor le interesaba saberlo.

Asiento. El ascensor baja emitiendoun gruñido y se para. Lo tomo hasta mipiso.

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A menudo me digo que soy muyafortunado al dedicarme a la música ytener lo que muchos músicos no tienen:un techo sobre mi cabeza del que puedodecir que es mío. Aun cuando lahipoteca sea una sangría económica, esmejor que pagar un alquiler. Tuve suerteal encontrar este piso en su momento, yen las espantosas condiciones en que loencontré. Sus tres pequeñas habitacionesde techos inclinados, a pesar de losproblemas con el agua y la calefacción,son un refugio de luz que, tal como estánlos precios hoy día, no podríapermitirme. Me encanta la vista. Novive nadie encima de mí, de manera queno oigo pisadas, y, a esta altura, incluso

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el ruido del tráfico llega amortiguado.El edificio, a pesar de su seria fachadade ladrillo rojo, es variado, incluso, encierto modo, curioso; creo que fueconstruido en los años treinta, y cadapiso fue hecho según las instruccionesdel comprador, y por ello contiene pisosde todos los tamaños, desde algunos deuna sola habitación a otros de cuatro, loque resulta en una gran diversidad deresidentes: jóvenes profesionales,madres solteras, jubilados, tenderos delbarrio, un par de médicos, turistas quelo subarriendan, gente que trabaja en laCity, donde se llega fácilmente en metrocon la Central Line. A veces oigo a losvecinos a través de las paredes: el llanto

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de un niño, un saxofón que destrozaStrangers in the Night, la vibración deun taladro; pero casi siempre, inclusofuera de mi celda insonorizada, estranquilo.

Un hombre que vino a reparar mitelevisor me dijo que algunos de losresidentes tienen sus receptoresconectados al sistema de seguridad, a finde poder observar las idas y venidas delos vecinos cuando entran y salen deledificio o cuando están en el vestíbuloesperando el ascensor. Pero casisiempre, si es que llego a encontrarmecon alguno, es en el vestíbulo esperandoel ascensor. Nos sonreímos, sujetamosla puerta amablemente para dejarnos

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entrar y nos saludamos. Sobre todosnosotros impera el benévolo Rob, que seda maña en alternar sus múltiplescometidos de jefe de estación,meteorólogo, hombre para todo yconsejero psiquiátrico.

Ya en mi piso, le echo un vistazo alperiódico que he comprado mientrasvolvía a casa, pero me es imposibleconcentrarme en las noticias. Tengo laextraña sensación de que debo haceralgo. Sé que hay algo que debo hacer,pero no estoy seguro de qué es. Intentorecordarlo. Sí, debo telefonear a papá.Ya hace casi un mes que no hablo con él.

El teléfono suena al menos unadocena de veces antes de que lo coja.

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—¿Hola? ¿Hola? ¿Eres Joan? —Parece enfadado.

—Papá, soy Michael.—¿Quién? ¿Michael? Ah, hola,

¿cómo estás Michael? ¿Ocurre algo? ¿Teencuentras bien? ¿Todo va bien?

—Sí, papá. Llamaba para sabercómo estás.

—Bien, bien, nunca he estado mejor.Gracias por llamar. Me alegra oír tuvoz.

—Debería llamar más a menudo,pero ya sabes lo que pasa, papá. Depronto me di cuenta de que había pasadoun mes desde la última vez quehablamos. ¿Cómo está tía Joan?

—No muy bien, sabes, no está nada

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bien. Entre tú y yo, creo que anda unpoco mal de la cabeza. Ayer tuvo quepagar un pastón en el aparcamientoporque no recordaba dónde habíadejado el coche. Si quieres que te digala verdad, creo que, con su artritis, nodebería conducir. Le sabrá mal no haberhablado contigo. Acaba de irse acomprar. Le diré que has preguntado porella.

—¿Y Zsa-Zsa?—Zsa-Zsa y yo estamos peleados.

—Suelta una risita ahogada.—Oh. ¿Por qué?—Me arañó hace dos semanas. En

las manos. Tardó bastante en curárseme.—¿La molestaste?

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—No. Joan había salido. Yo estabaviendo por la tele al Inspector Morse,con Zsa-Zsa en el regazo, y sonó elteléfono. Al principio pensé que era latele, pero luego me di cuenta de que no.De modo que me puse en pie de un saltopara contestar, y ella me arañó. Perocogí el teléfono antes de que colgaran.

—¿Ah sí?—Pues sí. Llegué antes de que

colgaran. Manché de sangre el auricular.El inspector le habría sacado punta a esapista. Cuando Joan volvió llamó almédico, que me puso un vendaje. Se mepodría haber infectado, ya sabes. Joanse puso de parte de Zsa-Zsa, desdeluego. Dijo que la he estado mimando

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demasiado.Sus palabras transmiten una

sensación de fragilidad.—Papá, procuraré ir dentro de un

par de semanas. Y si no puedo,apareceré sin falta por Navidad. No nosvamos de gira ni nada parecido.

—¿Oh? Ah, sí, bien, me alegrarámucho verte, Michael. Mucho, deverdad.

—Iremos a comer a Owd Betts.—Sí, estará bien. —Suspira—. Esta

noche he soñado con el aparcamiento.—Solo tuvo que pagar de más, papá.—No, el otro aparcamiento. Donde

estaba la tienda.—Oh.

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—Destrozaron mi vida. Ellosmataron a tu madre.

—Papá. Papá.—Es la verdad.—Lo sé, papá, pero ya está, es el

pasado.—Sí. Tienes razón. —Calla por unos

instantes, a continuación dice—:Deberías sentar la cabeza, hijo.

—Bueno, creo que ya la he sentado.—Hay muchas maneras de sentar la

cabeza, hijo. ¿Sales con alguna chicaúltimamente, o solo te dedicas al violín?

—Veo a una chica, papá, pero… —Soy incapaz de acabar la frase—. Esmejor que me vaya, tenemos ensayo estatarde, y todavía no me he estudiado la

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partitura. Te llamaré pronto. No dejesque Zsa-Zsa y tía Joan se unan contra ti.

Mi padre suelta otra risita.—La semana pasada dejó un

pescado en la puerta.—¿Quién?—Unos vecinos lo habían dejado en

el alféizar de la ventana para que sedescongelara. Zsa-Zsa lo olió y lo trajo,envuelto en plástico y todo.

Me echo a reír.—¿Qué edad tiene Zsa-Zsa?—En agosto cumplió dieciséis.—Ya es mayor.—Sí.—Bueno, adiós, papá.—Adiós, hijo.

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Por unos momentos me quedosentado sin moverme, pensando en mipadre. Cuando hace tres años vino aLondres, el ascensor estuvo estropeadoun par de días. Él insistió en subir, pocoa poco, hasta mi octavo piso. Al díasiguiente le reservé habitación en unhotel cercano. Pero puesto que su únicarazón para venir a Londres eravisitarme, eso, en cierto modo, frustrósus propósitos. Ahora rara vez sale deRochdale. Muy de vez en cuando va aManchester. Londres le pone muynervioso. Una de las muchas cosas quele desagradan de esta ciudad es que elagua hace poca espuma con el jabón.

Tras la muerte de mi madre, quedó

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muy abatido. Su hermana viuda creíaque no sobreviviría a la soledad, demodo que se mudó a vivir con él y pusosu casa en alquiler. Zsa-Zsa, la gata demis padres, famosa por su carácterhuraño, muy joven en esa época,enseguida se encariñó con tía Joan. Mipadre se lo tomó bien. Pero nunca hasuperado la muerte de mi madre.

En cuanto a la tienda y elaparcamiento, ese fue un trago muyamargo. El Ayuntamiento, que planeabaampliar una carretera principal, leexpropió la carnicería, que quedabajusto al lado, en una calle lateral. Eraalgo más que nuestra tienda; era nuestrohogar. El Ayuntamiento también

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expropió las casas de algunos vecinos.La compensación fue irrisoria. Mispadres se pasaron años pleiteando, perono consiguieron nada.

En esa época yo estaba enManchester, haciendo todo tipo detrabajos para intentar ganarme la vida yahorrar un poco de dinero que, másadelante, me permitiera matricularme enel conservatorio. Al principio no pudeayudarles, y luego, muy poco. Además,nuestras relaciones aún eran un pocotensas. Después de dos o tres años, máso menos en la época en que me matriculéen el Royal Northern College of Music,mi padre, sin trabajo y sin nada quehacer en la vida, enfermó de una serie

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de dolencias bronquiales. Mi madrequedó agotada de tanto cuidarle, altiempo que se ganaba la vida trabajandoen el comedor de una escuela y seguíacon el pleito contra el Ayuntamiento.Aunque era él quien estaba enfermo, fueella quien murió: de repente, de unaapoplejía.

Tras unos años de vacilación, elAyuntamiento decidió no ampliar lacarretera. Las tierras expropiadas sevendieron a unos constructores. Laspequeñas tiendas y las casas, ruinosas,fueron demolidas. Allí donde StanleyHolme, carnicero, antaño practicó suoficio, ahora solo hay asfalto. Es unaparcamiento.

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1.10

Siempre que digo que soy de Rochdale,los londinenses sonríen, como si ya elnombre fuera divertido. Es algo queahora no me causa resentimiento, nisiquiera me sorprende. De estarresentido, en todo caso, quizá deberíaestarlo con mi ciudad. Pero lo que nosha pasado a nosotros podría haberocurrido en cualquier otra parte,imagino.

Además, de pequeño fui muy feliz enRochdale. Nuestra casa no estaba lejosde la linde de la ciudad, y en cuanto tuvebicicleta me iba pedaleando a los

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páramos, a veces con algún compañerode la escuela, más a menudo solo. A lospocos minutos estaba en campo abierto.A veces caminaba por las cumbres delas colinas, a veces me tendía sobre lahierba de alguna hondonada, donde yano se oía ni el soplo del viento. Laprimera vez que lo hice, me quedésobrecogido: nunca antes había oído talsilencio. Y en la profundidad de esesilencio, al cabo de un par de minutos,oía el canto de una alondra.

Algunos días me quedaba allíechado durante horas, tras haber dejadola bicicleta en la aislada posada de OwdBetts, sin miedo a que me la robaran. Aveces solo cantaba una alondra; otras, a

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medida que la voz de una se ibaperdiendo, cada vez más alta en el cielo,comenzaba a oírse otra. Y en ocasiones,cuando el sol salía tras una llovizna,había toda una bandada de alondras.

En Londres, a pesar de lo alto quevivo, nunca hay silencio. Incluso enmitad de las doscientas cincuentahectáreas del parque oigo el tráfico a mialrededor, y a menudo sobre mi cabeza.Pero algunas mañanas cojo una silla detijera y voy al jardín que está por debajodel nivel del suelo, cerca de laOrangery. Me siento en uno de loshuecos que hay en el alto seto de tilos ycontemplo las hundidas vetas de colorque llegan hasta el sereno estanque

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oblongo. Entre los nenúfares juegan lossurtidores, apagando cualquier ruido queno haya quedado amortiguado por lossetos. Las ardillas corren atrevidas a mialrededor, y también, más tímidamente,pequeños ratones. Una paloma zureaindolente a mis pies. Y cuando llega laestación, en el mes del añocompletamente opuesto a este, cantan losmirlos.

Hoy, mientras paseo por ese jardín,me viene a la memoria una conversaciónque tuve con Julia. Nuestro tríointerpretó un concierto en algún lugarcerca de Linz, y después los dos nosfuimos a dar un paseo por el bosque quehabía detrás de la casa de nuestro

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anfitrión. Era una noche de luna llena, yun ruiseñor cantaba frenéticamente.

—Qué presuntuoso —dije—. ElDonizetti del mundo de los pájaros.

—Calla, Michael —dijo Julia,apoyándose en mí.

El ruiseñor hizo una pausa y Juliadijo:

—¿Es que no te gusta?—No es mi pájaro favorito. ¿El tuyo

sí?—Sí.—Debe de ser por tu sangre

austríaca.—Oh, no seas tonto. ¿Qué me dices

de un beso?Nos besamos, y seguimos andando.

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—Si de verdad es tu pájaro favorito,Julia, retiro lo que dije. —Gracias. ¿Ycuál es el tuyo?

—La alondra, por supuesto.—Ah, ya veo. ¿The Lark Ascending?—Oh, no… No tiene nada que ver

con eso.—No es un pájaro muy vistoso, ¿no

crees?—Bueno, tu ruiseñor tampoco es un

ave del paraíso.—Supongo que no hay muchos

compositores guapos —dijo Julia alcabo de un rato—. Schubert tenía unpoco cara de rana.

—¿Pero de una rana a la quehubieras besado?

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—Sí —dijo Julia sin vacilar.—¿Aunque eso le hubiese distraído

de su tarea de componer?—No —dijo Julia—. Entonces no.

Pero no creo que eso hubiera ocurrido.Le habría inspirado, y habría acabado laInacabada.

—Creo que lo habría hecho,querida. Por eso está bien que nunca lebesaras.

Comenzó a lloviznar ligeramente, yvolvimos a la casa.

1.11

En la época en que los del CuartetoMaggiore consideraban si me admitían

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como miembro, Helen me preguntócómo estaba Julia. Las dos se conocíanporque nuestro trío y su cuarteto —losdos de reciente formación— habíancoincidido en el programa de verano deBanff, en las Montañas Rocosascanadienses.

Le dije que no sabía nada de ella.—Oh, qué lástima —dijo Helen—.

¿Y cómo está Maria? ¡Unaviolonchelista maravillosa! Cuando osoí me dije que los tres tocabaistremendamente bien conjuntados. Eracomo si hubieras nacido para tocarjuntos.

—Maria está bien, creo. Todavíasigue en Viena.

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—Creo que es una lástima perder elcontacto con los amigos —dijo Helenhablando por hablar—. Una vez tuve unamigo en la escuela. Iba una clase pordelante de mí. Le adoraba. Él quería ser,por encima de todo, dentista… Oh, ¿noestaré tocando un tema delicado,verdad?

—No, en absoluto. Pero quizádeberíamos seguir con el ensayo. Tengouna cita a las cinco y media.

—Claro. Me dijiste que tenías prisa,y aquí estoy, charlando de tonterías.Tonta de mí.

Perdimos el contacto[1]; y el oído yel olfato y el gusto y la vista. No pasauna semana sin que piense en ella. Y eso

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que han pasado diez años: es una huellademasiado persistente en mi memoria.

Tras irme de Viena, le escribí, quizádemasiado tarde. Ella no me contestó.Volví a escribirle una y otra vez alvacío.

Le escribí a Maria Novotny, quienme contestó diciendo que Julia seguíamuy afectada y que debía darle tiempo.Estaba en su último año de estudios, ymis cartas no le hacían ningún bien.Quizá era mejor que dejara deescribirle. Maria, de todos modos, eramás amiga de Julia que mía. Se conocíanantes de que yo apareciera en escena, ysiguieron siendo amigas después de queyo desapareciera tan repentinamente. No

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me contó ningún secreto y no me dioesperanzas.

Cuando Julia acabó el curso,desapareció de la faz de la tierra.

Escribí a la Musikhochschule,pidiéndoles que le hicieran llegar micarta. Nunca tuve noticias de ella. Leescribí a casa de sus padres, que vivíancerca de Oxford, sin resultado. Leescribí a su tía de Klosterneuburg, y notuve respuesta. Le escribí a Maria.Maria me contestó diciendo quetampoco tenía noticias de Julia. Detodos modos, estaba segura de que no seencontraba en Viena.

Por fin, al cabo de más de un añodesde nuestra separación, y sin poder

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superar su pérdida, telefoneé a suspadres. Su padre, en una ocasión en quevisitó Viena para un congreso dehistoria, pasó un día con nosotros. Eraun entusiasta de Auden, y nos habíallevado de peregrinaje a Kirchstetten, elpequeño pueblo donde el poeta pasó susúltimos años. Por la noche, de nuevo enViena, fuimos a cenar y a un concierto.Nos caímos bien enseguida.

Una mujer cogió el teléfono.—Hola —dije—. ¿Es usted Mrs

McNicholl?—Sí. ¿Puedo saber con quién hablo?

—Detecté un acento austríaco sepultadoen alguna parte.

—Soy Michael Holme.

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—Ah, sí, ya veo. Por favor, nocuelgue. Llamaré a mi marido. —Algoparecido al pánico había reemplazadosu seguridad en sí misma.

A los pocos segundos se puso eldoctor McNicholl. Su tono no fue hostil,pero me dio la impresión de alguien quequiere salir a toda prisa de un ascensorabarrotado.

—Hola, Michael. Supongo quellamas por Julia. Le he ido enviando tuscartas, pero bueno, si te contesta o no escosa suya.

—¿Cómo le fueron los exámenes?—Maria ya me había dicho que lehabían ido bastante bien, pero la verdades que no sabía muy bien qué decirle.

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—Aprobó.—¿Se encuentra bien, verdad?—Sí, está bien —replicó con

decisión.—¿Le dirá que he llamado, por

favor?Hubo un silencio; luego, con reacia

mendacidad, dijo:—Sí.—¿Dónde vive ahora? ¿Está aquí…,

quiero decir, está con ustedes enOxford?

—Por amor de Dios, Michael. ¿Nole has hecho ya bastante daño? —Eldoctor McNicholl abandonó todacortesía y colgó.

Yo también colgué, temblando de

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tristeza, sabiendo que no había nada quehacer.

1.12

Mi primera tarea de hoy es entregarme auna sesión de tortura mutua con unchaval de doce años que preferiría tocarla guitarra. Cuando se va, intentopreparar las piezas del cuarteto. Echo unvistazo a las partituras de nuestropróximo ensayo, pero soy incapaz deconcentrarme. Al final pongo uncompact del trío para piano en do menorde Beethoven, aquel que hizo que, añosatrás, Carl Käll me sometiera a unasesión de interrogatorio.

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Qué maravilla son sus primerasobras, que él mismo numeró, un trío detríos que le dice al mundo, sí, admitoque me conozcan por estas obras. Deellos, esta es la gema: el opus 1, número3. Carl, desde luego, no estaba deacuerdo conmigo; a él le parecía el másflojo.

De entre todos los tríos deBeethoven, era el favorito de Julia. Enconcreto adoraba la variación en tonomenor del segundo movimiento, aunquefuera una parte en la que el violoncheloy el violín, en esa serena melancolía,parecen robarle protagonismo al piano.Siempre que lo oía, o lo interpretaba, osimplemente leía la partitura, movía

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lentamente la cabeza de un lado a otro.Y le encantaba el sobrio final de la obra.

Aunque lo he escuchado a menudo,no lo he tocado ni una vez en estos diezaños. Siempre que, esporádicamente,toco en algún trío, siempre que sesugiere esa posibilidad, convenzo a losdemás de que no lo incluyan en elprograma, a veces diciéndoles que nome gusta. En cuanto a las grabaciones,ninguna se parece a como lo tocaba ella,aunque más de una haya servido dealivio a mi corazón.

Pero ¿es que algo me ha recordado,alguna vez, la manera en que ellatocaba? A veces una frase o dos, en unconcierto, a veces un fragmento más

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largo, pero nada que perdure. Decir quehabía una gran naturalidad en su manerade tocar no es decir gran cosa: despuésde todo, todo el mundo toca según sunaturaleza. Genuina sorpresa,intensidad, profundidad: qué pocosentido tiene intentar transmitir lo queella transmitía. Del mismo modo que soyincapaz de explicar lo que sentí laprimera vez que la vi, tampoco puedoexplicar la belleza de susinterpretaciones. A veces, en estosúltimos años, he puesto la radio y heoído tocar a alguien que, estabaconvencido, era Julia. Pero algún giroen una frase pronto me ha sacado de mierror; y si aún tenía alguna esperanza o

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alguna duda, se disipa cuando al finaldicen quiénes era los intérpretes.

El año pasado oí un fragmento deBach, ni más ni menos que en un taxi.Casi nunca tomo un taxi, y casi nunca seoye música en los taxis, y si se oyemúsica casi nunca es clásica. Estaba apunto de llegar al estudio cuando eltaxista de pronto decidió sintonizarRadio 3. Era el final de un preludio y elinicio de una fuga: por curioso queparezca, en do menor. Es Julia, me dije.Es Julia. Todo me recordaba a ella.Llegamos; el taxista apagó la radio; lepagué y eché a correr. Llegaba tarde a lasesión, y, de todos modos, sabía que noera ella.

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1.13

Virginie me llama para cancelar laclase. Fijó la fecha sin consultar suagenda, y ahora acaba de darse cuentade que ya tenía un compromiso. Unaamiga suya acaba de llegar de París. Laamiga no entendería que cancelara sucita, pero yo seré más comprensivo, y,de todos modos, la otra cita era anterior,así que no me importa, ¿verdad?

—¿Quién es esa amiga? —pregunto.—Chantal. ¿Te he hablado de ella,

verdad? Es la hermana de Jean-Marie.Jean-Marie fue el penúltimo novio

de Virginie.

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—Muy bien, Virginie.—¿Cuándo quieres que hagamos la

clase?—Ahora no tengo tiempo para

discutirlo.—¿Por qué no?—Estoy ocupado. —La verdad es

que estoy molesto por cómo hace lascosas Virginie.

—¡Vale, vale! —dice Virginie entono de reproche.

—Vale, vale, tú.—Pareces malhumorado, Michael.

¿Hoy no has abierto las ventanas?—Hace frío. No siempre quiero aire

fresco.—Hay que ver, el gran nadador del

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Ártico tiene miedo del frío.—Virginie, no seas pesada.—¿Por qué la tomas conmigo?

¿Estás en mitad de algo?—No.—¿Acabas de terminar algo?—Sí.—¿Qué?—He estado oyendo música.—¿Qué música?—¡Virginie!—Bueno, me interesa.—Lo que quieres decir es que eres

curiosa…, que es algo completamentedistinto.

—No, es solo un poco distinto. ¿Ybien?

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—¿Y bien qué?—Bueno, ¿qué es esa misteriosa

música?—El trío de Beethoven en do menor,

lo siento, en ut menor, para pianoforte,violín y violonchelo, opus 1 número 3.

—Sé un poco amable, Michael.—Lo intento.—¿Por qué esa música hace que te

enfades conmigo?—No hace que me enfade contigo,

como tú dices. No estoy enfadadocontigo. Si estoy enfadado con alguien,es conmigo.

—Ese trío me gusta mucho —diceVirginie—. ¿Sabías que el propioBeethoven hizo un arreglo para quinteto

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de cuerda?—No digas tonterías, Virginie. Muy

bien, fijemos una fecha para la clase yacabemos de una vez.

—Pero es cierto. No se trata de unatransposición ni de nada parecido.

—Virginie, créeme, si existiera unquinteto de cuerda en do menor deBeethoven, habría oído hablar de él, escasi seguro que lo habría escuchado, ymuy probablemente lo habríainterpretado.

—Lo leí en mi Guide de la Musiquede Chambre.

—¡Pero es imposible!—Espera. Espera un momento. —A

los pocos segundos está de nuevo al

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teléfono. La oigo pasar las páginas dellibro—. Aquí está. Opus 104.

—¿Qué has dicho?—Opus 104.—Pero eso es ridículo. Era al final

de su vida. ¿Estás segura?—¿No estabas tan ocupado? ¿Ahora

quieres que hable? —pregunta Virginie;en su voz se percibe un enarcamiento decejas.

—Sí, sí. ¿Qué dice?—Veamos —dice Virginie,

traduciendo con gran fluidez laspalabras del libro—. Dice que en 1817transformó el tercer trío para piano opus1 en quinteto de cuerda… Un aficionadolo había hecho antes, y Beethoven anota

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una, cómo lo decís, apreciaciónhumorística en la que afirma que elhorroroso arreglo del aficionado era unquinteto a tres voces, y Beethoven lo hahecho a cinco, como es debido, y hatransformado ese desastre en algo digno.Y el arreglo a tres voces del aficionadoes ofrecido en solemne holocausto a losdioses del infierno. ¿Lo he explicadocon claridad?

—Sí, sí. ¡Pero eso es increíble!¿Dice algo más?

—No. A la hora de comentar laobra, te manda al comentario del trío.

—¿Siempre te lees los libros dereferencia, Virginie?

—No, simplemente lo había

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hojeado.Me echo a reír.—¿Ahora estás más contento?—Eso creo. Sí. Sí, soy feliz.

Gracias, Virginie. Gracias. Siento nohaber sido amable contigo antes.¿Cuándo quieres que hagamos la clase?

—El jueves de la semana que vienea las tres.

—¿No falta mucho para eso?—Oh, no. No tanto.—Bueno, sigue practicando.—Sí, claro —dice Virginie, alegre.—¿No te lo habrás inventado,

verdad? —pregunto—. Es que loencuentro tan increíble… —Pero esimposible que en un abrir y cerrar de

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ojos se haya inventado todos esosdetalles.

—No seas tonto, Michael.—Y son dos violines, dos violas y

un violonchelo… nada decombinaciones extrañas, ¿no?

—No. Eso es lo que dice.—¿Opus 104?—Opus 104.

1.14

—¿Opus 104?—Opus 104.—¡Qué raro! ¿En do menor? Bueno,

no está en el catálogo de compactos.Miraré en quintetos de cuerda de

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Beethoven.—Quizá, por alguna razón, figura

entre los tríos para piano.—Lo comprobaré… No, lo siento,

tampoco aparece. Déjeme mirar en elordenador. Teclearé «Quinteto de cuerdaen do menor» y veremos qué ocurre. No,tampoco es de gran ayuda. Dice:«Ninguna grabación corresponde a sudemanda»… Veremos qué pasa si tecleoopus 104… Lo siento, pero lo único quesale es Dvořák… No se refiere aDvořák, ¿verdad?

—No, no me refiero a Dvořák.—¿Quiere que le pida el trío?—No, gracias.

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La muchacha que me atiende en Chimesparece un tanto incrédula.

—Un quinteto de cuerda en domenor de Beethoven. ¿Usted ha oído esapieza, señor?

—No, pero una amiga me ha habladode ella. Su existencia está documentada.

—Bueno, señor, resulta que notenemos ninguna partitura con esadescripción. Quizá si nos deja sunúmero de teléfono…

—Mire, en alguna parte debe detener la lista de números de opus deBeethoven. Por favor, ¿podría mirar eluno cero cuatro?

Medio suspira, medio suelta un

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bufido.—Supongo que sí.Cuando regresa, su tono es de

perplejidad, de disculpa.—Bueno, señor, al parecer está en lo

cierto.—¿Al parecer estoy en lo cierto?—Quiero decir que está en lo cierto.

Bueno, no sé qué decir. Lo siento. No latenemos, y no está editada.

—Estamos hablando de Beethoven,no de Engelbert Humperdinck. ¿Estáabsolutamente segura de que no se puedepedir a ninguna parte?

Hay unos momentos de silencio. Acontinuación dice:

—Se me acaba de ocurrir algo.

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¿Puede esperar un momento?—Una semana, si es necesario.Vuelve y dice:—He estado buscando en las

microfichas. No sé qué le parecerá esto.Emerson Editions lo tiene en un arreglopara quinteto con clarinete. La partituray las partes de cada uno de losinstrumentos. Podemos pedírselo. Entotal son treinta y dos libras. Si lo tienenen el almacén, solo tardará un par desemanas. Pero eso es todo lo que hay.

—¿Un quinteto con clarinete? Eso estotalmente ridículo. Bueno, pídalo. No,no, no lo pida. Volveré a llamar.

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Por asombroso que parezca, la principalfonoteca pública de Londres abre a launa del mediodía, de modo que decidoprobar primero con la de Manchester.

Llamo por teléfono a la BibliotecaMusical Henry Watson, mi segundohogar cuando estudiaba en Manchester,y, más importante aún, durante los tresaños que transcurrieron desde que acabéel bachillerato hasta que me matriculé enel conservatorio, en los que tuve queganarme la vida como mejor pude. Enaquella época no podía permitirmecomprar partituras ni música. Si esabiblioteca no hubiera existido, no sé

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cómo habría podido cumplir mi sueñode hacerme músico. Le debo muchísimo;sin duda, me permitirá deberle un pocomás.

Una grave voz masculina se pone alteléfono. Le explico lo que quiero. Hayun tono de leve sorpresa en su respuesta.

—¿Seguro que ese arreglo lo hizoél? Sí, claro, claro, si tiene un númerode opus aparecerá, ¿no?… Un momento.

Una larga espera. Dos, tres minutos.Por fin:

—Sí, tenemos el libro manual paracada instrumento de algunos quintetos deBeethoven: el que busca está entre ellos.Veamos: están el 4, el 29, el 104 y el137. Esta edición está publicada por

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Peters, pero debe de estar agotada. Latenemos hace siglos. Desde los añosveinte, si no antes. Y le complacerá oírque también tenemos una partitura enminiatura, de los Eulenburg. Tambiénmuy antigua. Esta lleva la fecha del «10de agosto de 1910». Bueno, a la cama note irás… Debo admitir que jamás habíaoído hablar del opus 104.

—No sabe cuánto se lo agradezco.El único problema es que estoy enLondres.

—Eso no debería suponer ningunadificultad. Tenemos un servicio depréstamo interbibliotecario, de modoque cualquier biblioteca acreditada noslo puede pedir.

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—¿La Biblioteca Musical deWestminster, por ejemplo?

—Sí, supongo que sí. Han tenidossus, bueno, tribulaciones, pero supongoque aún pueden distinguir un trío de unquinteto.

Sonrío.—Tiene razón. Ya no es lo que era

—digo—. Pero he oído que en estosúltimos años su biblioteca también hatenido problemas. Dimes y diretes conel Ayuntamiento, etcétera.

—Bueno, desde 1979 esto no hasido una balsa de aceite. No nos ha idodemasiado mal en comparación conotras. La cosa es ir tirando.

—Yo tengo mucho que agradecerle a

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su biblioteca —digo—. Pasé siete añosen Manchester.

—Ah.A medida que hablamos, me viene a

la memoria la curva de las paredes, laluz a través de las ventanas, los macizosestantes de caoba. Y los libros, lasmaravillosas partituras, que pudeempezar a pedir prestados incluso antesde matricularme en el conservatorio,cuando hacía lo que podía parasobrevivir y ahorrar, sin el apoyo deninguna institución académica nimusical.

—Por cierto —añado—, la últimavez que estuve en Manchester observéque habían instalado estanterías

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modernas y que se habían librado deaquellos viejos y encantadoresanaqueles de caoba.

—Sí. —Se pone un poco a ladefensiva—. Son unas estanteríasbuenas y sólidas, aunque un pocoresbaladizas. Pero una vez hayamossolucionado el problema, se acoplaránperfectamente a nuestras necesidades.

—¿Y cómo van a solucionarlo?—Con cinta adhesiva. O papel de

lija.—¿Papel de lija?—Sí, papel de lija… Va muy bien.

Sí, me declaro a favor del papel de lija.Ocurre algo curioso con el papel de lija:parece saber cómo convertir lo liso en

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rugoso y lo rugoso en liso… Bueno, porel momento no volveré a archivar estaspartituras. ¿Las dejo aparte, con una notadiciendo que esperamos una petición depréstamo de Londres?

—Si es tan amable. Gracias.Muchísimas gracias.

Casi no puedo creerlo. Interpretaré estequinteto en cuanto consiga la música. ElMaggiore puede conseguir una segundaviola. Sé que, al contrario que con eltrío, nada podrá agarrotar ni paralizarmi corazón ni mis brazos. Pero ahoraestoy ansioso por oírlo. En alguna partede Londres tiene que existir una

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grabación.Cojo el autobús y me siento en el

piso de arriba, delante del todo. Es undía claro y gélido. El viento se cuela porlos bordes del cristal que hay delante demí. Las hojas secas que ha arrancado seesparcen por el asfalto. A través de losplátanos desnudos veo el Serpentine.

No tardo en llegar a Oxford Street,la antítesis de la vegetación y el agua.Autobuses rojos y taxis negros, comodos especies hostiles de hormigasgigantes, se apoderan de los carriles deltráfico. Sobre las aceras abarrotadas,los compradores que se han adelantadoa la Navidad corretean como insectosenloquecidos.

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Voy a todas las tiendas que encuentro—Tower, HMV, Virgin, Music DiscountCentre, no me salto ni una— y hablo coninnumerables dependientes y me repasopáginas y páginas de la biblia delcompact disc antes de darme cuenta deque esa obra no está en compacto y que,casi seguro, nunca lo ha estado.

Frustrado, telefoneo a Piers y lepido consejo. Me dice que le parecehaber oído la pieza, pero que no tiene niidea de dónde conseguir una grabación.A continuación telefoneo a Billy, quien,por extraño que parezca en uncompositor moderno, es un gran devotode las virtudes del vinilo.

—Mm —dice Billy—, no es seguro,

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pero podrías probar en Harold Moore.Tienen un montón de discos viejos, y allípodría haber algo. De todos modos, nocae lejos de donde estás ahora. Nadapierdes con intentarlo.

Me da la dirección y añade:—Si existiera esa pieza, sería

maravilloso interpretarla.—Nada de si existiera, Billy. He

localizado la partitura y las partesinstrumentales.

—Oh, me encantaría echarle unvistazo a la partitura —dice Billy convehemencia, dejándose llevar por suespíritu de compositor—. Meencantaría. Quiero decir que es unapieza reciclada, pero, a la vez, no es

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solo reciclada. Seguro que Beethoventuvo que hacer muchos cambios…, merefiero a cambios de verdad. ¿Cómo esposible que un solo violonchelo sedoble? ¿Y qué me dices de los pasajesde acorde partido para piano? Eso no sepuede hacer con la cuerda. ¿O sí? Y…

—Billy, lo siento de verdad, perotengo que irme. De todos modos,muchísimas gracias. Te veré esta noche.

Prosigo mi búsqueda a toda prisa,con renovadas energías, y encuentro latienda. Después de haber visitado lostitanes de vidrio y cromo de OxfordStreet, donde abundan las escalerasmecánicas, los decibelios y los guardasde seguridad, Harold Moore es un

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reducto dickensiano, donde unas cuantaspersonas de aspecto ambiguo recorrencon aire adormilado las cajas de cartón.Me dirijo al sótano y miro todo lo quetienen. Hablo con un anciano, muyamable, pero incapaz de ayudarme.

—¿Seguro que no se refiere al opus29?

—No.—Bueno, anóteme su nombre y

dirección en esta tarjeta, y si aparecealgo me pondré en contacto con usted.

En el piso de arriba, veo a unhombre de aspecto ensimismado queestá de pie tras el mostrador, al fondo dela tienda. Estoy a punto de salir, y sé queno servirá de nada, pero siempre hay

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una posibilidad remota.El hombre cierra los ojos y se

golpea los labios con el índice.—¿Sabe que lo que dice me suena?

No quiero pecar de optimista, pero ¿leimporta volver abajo? Hay un montón degrabaciones de la Europa del Este quehace tiempo corren por aquí. Todavía noestán clasificadas por compositores,pero tengo la vaga intuición de que…Claro que podría equivocarme…, y,aunque esté en lo cierto, quizá ya sehaya vendido.

A los pocos minutos saca un disco,examina ambos lados de la funda, y melo entrega.

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1.15

En Regent Street cojo el autobús para ira casa. El asiento delantero estáocupado, por lo que me siento a lamitad, junto a la ventanilla. Detrás de míhay media docena de colegialasfrancesas que se ríen y parlotean ydiscuten.

Saboreo la preciada grabación. Lafotografía de la portada muestra unaenorme sala, majestuosa, de colorcastaño y oro; el suelo es reluciente, deprimorosa madera; aquí y allá se venjarrones y cuadros, aunque ladecoración no es recargada: una araña,

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una alfombra persa; una puerta con doselse abre a otra sala, y esta a otra, y todasse ven llenas de luz: un agradablepreludio a las delicias del vinilo quehay en el interior. Lo único que resultaun poco raro es un pie de madera quehay en mitad del suelo, de esos a los queimagino se enganchan los cordones deterciopelo rojo que se utilizan para queno pase el público. ¿Es que no podríanhaberlo quitado? ¿O está pegado alsuelo? ¿O es que forma parte delmobiliario: es una percha donde solocabe un sombrero?

Cuando el autobús enfila OxfordStreet, las colegialas francesascomienzan a aplaudir.

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En el elepé hay dos quintetos deBeethoven: el que yo buscaba tandesesperadamente, en do menor, y quehe encontrado de manera tan increíble; yuno en mí mayor, otra absoluta sorpresa,aunque recuerdo que el bibliotecariomencionó de pasada el opus número 4.Fueron grabados (con una violaañadida) por el Cuarteto Suk en 1977, ypublicados por el sello checoSupraphon. Según la nota de la funda,los miembros del cuarteto, al pertenecertodos ellos a orquestas, «solo gozan deescasas oportunidades para ofrecerconciertos, aunque las aprovechan almáximo. Se han propuesto interpretarobras poco conocidas que, en su

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opinión, han sido injustamenteignoradas, e invitan a instrumentistasajenos al cuarteto a interpretarconjuntamente obras de combinacionesinstrumentales poco habituales, que elpúblico, de otro modo, solo oye muyrara vez».

¡Bravo! ¡Bravo Suk! ¡BravoSupraphon! ¿Qué habría hecho de nohaber sido por vosotros? Dentro deveinte minutos estaré en mi piso, pero noos escucharé enseguida. Por la noche,después del ensayo, llegaré a casa,encenderé una vela, me echaré sobre miedredón y me sumergiré en el quinteto.

Mientras el autobús avanza a trancasy barrancas por Oxford Street,

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deteniéndose en cada parada, y tambiéna causa de los semáforos, la congestióny algún que otro enloquecido peatón quese aventura entre el tráfico, las escolaresfrancesas emprenden lo que creo es unaanimada discusión acerca de los méritosde productos cosméticos rivales. Meconcentro en la funda del disco.

El Cuarteto Suk, fundado en el 68, sellamaba originariamente Cuarteto 69, unnombre cuyas connotaciones, sin duda,no se pararon a pensar. Un año después,sin embargo, «adoptaron, de acuerdocon los albaceas de la herencia delcompositor Josef Suk, su nombreactual».

De modo que mi idea de que el

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nombre tenía algo que ver con elviolinista Josef Suk era totalmenteerrónea. O quizá no, pues comprueboque el texto alemán no menciona lapalabra «compositor», ni tampoco elfrancés. Pero, después de todo, elviolinista era bisnieto del compositor…,el cual, si la memoria no me falla, erayerno de Dvořák, quien, al igual que yo,era hijo de carnicero. En este punto mispensamientos se desbocan, y levanto lamirada de mi disco para ver por qué nonos movemos.

Estamos atascados detrás de unahilera de autobuses, justo después delsemáforo que hay enfrente de losgrandes almacenes Selfridges. Vuelvo

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ligeramente la cabeza para ver uno demis lugares favoritos, la grandiosaestatua de color lapislázuli del Angel deSelfridges, con sus tritones arrodilladosen homenaje. Ese ángel y el excéntricoedificio de los grandes almacenes son loúnico que hay en Oxford Street capaz dehacerme sonreír.

Pero mis ojos no llegan a posarse enel Ángel de Selfridges.

Julia está sentada a metro y mediode mí.

1.16

En el autobús que hay frente a mí, en laventanilla que hay frente a mí, está Julia.

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Su autobús está parado en el semáforo.Comienzo a golpear la ventanilla y

grito:—¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Julia!No puede oírme. Estamos en mundos

separados.Deja de leer, Julia. Mira. Mira por

la ventanilla. Mírame. ¡Por Dios!A mi alrededor los pasajeros dejan

de hablar. Las escolares se quedanboquiabiertas. En el autobús que hayfrente a mí nadie parece darse cuenta.

Dejo de golpear la ventanilla. Encualquier momento, mi autobús o el suyose pondrán en marcha.

Julia sonríe por algo que ha leído, ya mí se me encoge el corazón.

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Un hombre sentado detrás de ellaobserva mis aspavientos. Pareceperplejo, pero no alarmado. Gesticulo yseñalo desesperadamente, y él, trasmucha vacilación, da un golpecito en elhombro de Julia y me señala.

Julia me mira, con los ojos comoplatos de ¿asombro?, ¿consternación?,¿reconocimiento? Debo de parecer unloco: la cara roja, los ojos llenos delágrimas, los puños aún apretados. Soydiez años más viejo, y el semáforo sepondrá verde en cualquier momento.

Hurgo en mi mochila buscandorotulador y papel, anoto mi número deteléfono con grandes dígitos en un folioy lo aprieto contra el cristal.

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Julia lo mira, a continuación me miraa mí, con los ojos llenos de perplejidad.

Al mismo tiempo, los dos autobusescomienzan a moverse.

Mis ojos la siguen. Sus ojos mesiguen.

Busco el número que lleva colocadoel autobús en su parte trasera. Es el 94.

Agarro el disco y voy hacia lasescaleras. Todo el mundo se aparta a mipaso. Las escolares susurran en tono deasombro: «Fou.» «Soûl.» «Non. Fou.»«Non. Soûl.»

El cobrador está subiendo lasescaleras. No puedo sortearle. Tengoque hacerme a un lado. Estoy perdiendotiempo.

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Por fin consigo bajar, empujando aun par de pasajeros, y salto del autobúsen marcha.

Serpenteando entre el tráfico, llego ala otra acera. He perdido demasiadotiempo. El autobús ha recorrido un buentrecho. Está demasiado lejos, y meseparan de él taxis y autobuses. Intentoabrirme paso entre la multitud, pero esdemasiado tupida. Nunca alcanzaré elautobús.

De un taxi sale el pasajero. Unajoven, con las manos llenas de paquetes,está a punto de cogerlo cuando yo meinterpongo.

—Por favor —digo—. Por favor.Da un paso atrás y se me queda

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mirando.Me meto en el taxi. Le digo al

conductor:—Quiero alcanzar el 94 que va

delante.El conductor se vuelve a medias, a

continuación asiente. Avanzamos. Elsemáforo se pone en amarillo. El taxi separa.

—¿No podría seguir? —le suplico—. Aún no está rojo.

—Me quitarán la licencia —dice,enfadado—. ¿Para qué tanta prisa? Noganará mucho tiempo.

—No es eso —digo con brusquedad—. En ese autobús va una persona aquien no he visto hace años. Tengo que

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alcanzarlo. Ella podría apearse.—Tranquilo, amigo —dice el chófer.

Pero hace lo que puede. Allí dondenuestro único carril se ensancha en unaparada de autobús, adelanta a varios. Acontinuación el carril vuelve aestrecharse y no podemos hacer nada.De pronto el tráfico vuelve a frenarse.Solo los mensajeros que van en bicicletaserpentean veloces entre el tráfico.

—¿Podríamos salir de Oxford Streety alcanzarlo más adelante?

Niega con la cabeza.—Aquí es imposible.Después de lograr la proeza de otro

apurado adelantamiento, el chófer dice:—Mire, amigo, estamos más cerca,

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pero, para ser honesto, no creo que loalcancemos, no en Oxford Street.Generalmente se circula lento, pero notanto como hoy. Lo mejor que puedehacer es bajarse y correr.

—Tiene razón. Gracias.—Son dos libras sesenta.En la cartera solo tengo un billete de

cinco libras, y no puedo esperar que medevuelva el cambio. Le digo que ya estábien y agarro mi mochila.

—¡Eh, por esa puerta no! —gritamientras abro la de la derecha. Pero séque no conseguiré nada entre la multitudque inunda la acera. Mi únicaoportunidad es correr entre el tráficoque viene en dirección contraria.

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Sudando, asfixiado por los humos delos coches, sin poder ver con claridad acausa de las lágrimas, corro y jadeo ycorro. Al otro lado el tráfico se acelera,pero en el nuestro permanecebienaventuradamente lento.

Llego a la altura del autobús un pocoantes de Oxford Circus. Paso entre loscoches y me monto en el vehículo.Intento subir corriendo las escaleras,pero no es posible. Subo con lentitud,con esperanza y temor.

Julia no está. En el asiento que ellaocupaba hay un muchacho y su padre.Voy a la parte de delante y miro todaslas caras. Bajo y miro todas las caras.Julia no está.

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Me quedo de pie. La gente me lanzauna mirada y aparta la vista. Elcobrador, un negro de pelo gris, parecea punto de decirme algo, pero calla. Nome pide el importe del billete. Elautobús gira en Regent Street. EnPiccadilly Circus me bajo con todos losdemás. Cruzo algunas calles,moviéndome cuando se mueven los queme rodean. El viento esparce briznas dedesperdicios. Veo el cartel de TowerRecords delante de mí.

Cierro los ojos, consternado. Llevola mochila sobre los hombros, perotengo las manos vacías. Me he dejado eldisco en el taxi.

Bajo la flecha de Eros me siento y

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lloro.

1.17

Bajo la estatua de Eros, entre losturistas, los camellos y los chaperos, mesiento. Alguien me habla, pero noentiendo lo que dice.

Me levanto. Comienzo a bajar porPicadilly, cruzo un paso subterráneopoblado por gente con frío y sinpresente, atravieso Hyde Park hastallegar al Serpentine. No me quedaninguna moneda. La luz del sol, blanco ybajo, llega al sesgo. Graznan los gansos.Me siento en un banco y pongo la cabezaentre las manos. Al cabo de un rato sigo

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andando. Por fin llego a casa.Parpadea la luz de mi contestador y

rápidamente aprieto el botón. Pero nohay nada: un mensaje de Billy; unmensaje del instalador de cristalesdobles; un mensaje de alguien que creeque soy la Compañía de Cebos deLondres.

Es imposible. ¿Cómo puede alguien,en unos pocos segundos, memorizarsiete dígitos garabateados de manerailegible? Pero figuro en la guía. Seguroque, después de verme, sabrálocalizarme.

Era ella. Sé que era ella. Y, sinembargo, ¿no podrían haberme engañadomis ojos igual que me engañaron los

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oídos cuando alguien tocaba en la radioy todo me decía que era ella? Su pelocastaño claro, ahora más largo, sus ojosgris azules, sus cejas, sus labios, toda suamada cara: no puede haber otro rostroasí en el mundo. No estaba más lejosque el asiento que hay al otro lado delpasillo, pero fue igual que si estuvieraen Viena. Su expresión era la expresiónde Julia: incluso su manera de inclinarla cabeza mientras leía, la manera enque sonrió, su concentración en el libro.

Un abrigo negro, un pañuelo azuleléctrico en el cuello. ¿Qué estáhaciendo en Londres? ¿Adónde iba? ¿Sebajó para buscarme? ¿Nos cruzamos porel camino? ¿Estaba de pie, en la acera,

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escrutando la multitud y llorando?Las dos capas de cristal que había

entre nosotros eran como la visita enprisión de un ser amado después demuchos años.

Los autobuses son infames porquesiempre se desplazan en convoy. ¿Quizáhabía otro 94 un poco más adelante, enel que estaba ella, cuando yo ya habíaperdido toda esperanza? ¿Por quépensar en ello ahora, de qué sirve?

¿Ha pasado estos diez últimos añosen Londres? No, seguramente me habríaenterado. ¿Y en Inglaterra? ¿Qué estáhaciendo aquí ahora? ¿Dónde está?

Se me revuelve el estómago. Tengonáuseas. ¿Por qué? ¿Por haber caminado

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entre el frío estando sudado? No hecomido casi nada en todo el día.

¿Qué leí en sus ojos? ¿Sorpresa,alarma, lástima? ¿Quizá leí amor? ¿Pudeleer amor en los ojos de esa mujer?

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Segunda parte

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2.1

Voy al ensayo. Pasa un día, pasa otro.Compro pan y leche. Como, bebo, mebaño, me afeito. Agotado por elinsomnio, me duermo. Doy clases. Voy amás ensayos. Pongo las noticias y meconcentro en las palabras. Intercambiosaludos con nuestro portero y conalgunos de los demás habitantes denuestro edificio. Como ya me habíaocurrido anteriormente, después de irmede Viena, mi cerebro y mi cuerpo llevanuna existencia independiente el uno delotro.

Julia, si vive en Londres, no figura

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en la guía telefónica. Si no vive enLondres, podría estar en cualquier parte.

Tampoco puedo encontrar la pistadel disco perdido. Me dicen que elchófer podría haberlo llevado a lacomisaría, y que en tal caso la policía loenviaría a la Oficina de ObjetosPerdidos de Londres. Les llamo porteléfono. ¿Recuerdo el número del taxi?No. Me dicen que llame al cabo de unpar de días. Lo hago, sin resultado. Dosdías después vuelvo a llamar. No medan muchas esperanzas. Quizá lo cogióel siguiente pasajero que tomó el taxi.Estas cosas pasan siempre con losparaguas. Si se enteran de algo, sepondrán en contacto conmigo. Pero sé

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que no volveré a ver ese disco. No oirélo que estuve tan cerca de oír.

Hablo con Erica Cowan, nuestraagente. Se sorprende al oír mi voz.Normalmente es Piers quien trata conella. Le pido consejo para intentarlocalizar a Julia McNicholl.

Me hace un par de preguntas, anotaunos datos, a continuación dice:

—Pero ¿por qué tan de repente,Michael, después de tantos años?

—Porque la vi el otro día enLondres, en un autobús, y tengo queencontrarla. Tengo que encontrarla.

Erica calla, a continuación dice,seria y vacilante:

—Michael, ¿no podrías estar

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equivocado?—No.—¿Y estás seguro de que quieres

volver a verla después de, bueno, todoeste tiempo?

—Sí. Y Erica…, por favor, no digasnada de esto. No quiero que Piers,Helen y Billy empiecen a hacermepreguntas.

—Bien —dice Erica, a quienevidentemente le gusta esta complicidad—. Preguntaré a mis contactos de poraquí, y le preguntaré a Lothar, deSalzburgo, si puede ayudarme.

—¿Lo harás, Erica, de verdad?Muchísimas gracias. Sé que estás muyocupada. Pero, ya que mencionas

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Austria, hay una violonchelista, MariaNovotny, muy activa en el mundillomusical de Viena, que era…, es, creo,amiga de Julia. Los tres estudiábamos enla Musikhochschule, y formamos un trío.Quizá…, no sé, quizá eso sea una pista.

—Es posible —dice Erica—. ¿Perono preferirías seguir esa pista tú mismo?

—No estoy seguro —digo—. Meparece que si es un agente quienpregunta, un agente de la ciudad, comoLothar, será más fácil averiguar algo. —En un rincón de mi mente surge elpensamiento de que Maria podría saberdónde está Julia y no querer decírmelo.

—¿Y crees que tu amiga JuliaMcNicholl aún da conciertos? —

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pregunta Erica—. ¿No podría haberdejado la música?

—Eso es inimaginable.—¿Qué edad tiene,

aproximadamente?—Treinta. No, treinta y uno, creo.

No, treinta y dos.—¿Cuándo la viste por última vez?

Sin contar el otro día, claro.—Hace diez años.—Michael, ¿estás seguro de que

quieres volver a verla?—Sí.—Pero diez años… ¿no es

demasiado tiempo?—No.Hay un silencio, y Erica se pone

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práctica.—¿Hay una a en Mac? ¿Se escribe

con una ele o con dos?—No hay a. Se escribe con dos eles.

Ah, y con hache tras la ce.—¿Es escocesa? ¿O irlandesa?—Bueno, creo que su padre tiene un

abuelo escocés, pero a todos los efectosprácticos es inglesa. Bueno, inglesa yaustríaca, supongo.

—Haré lo que pueda, Michael.Quizá esto suponga el inicio de micarrera como detective. —Como casisiempre, Erica es enormementeoptimista.

Si Erica, nuestro Gran Jefe Blanco,con su mezcla de cualidades de matrona

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y tiburón, no puede encontrarla, no séquién podrá hacerlo. Pero de nuevopasan los días, y cada vez que Erica meinforma de sus fracasos, se agotan misreservas de esperanza.

Al final le digo que los padres deJulia viven en Oxford.

—¿Por qué diantres no me lo habíasdicho? —pregunta Erica, anotando losdatos, incapaz de reprimir cierto enfadoen la voz—. Me habrías ahorradotiempo.

—Tienes razón, Erica, pero me dijeque más valía probar antes entre los dela profesión. No quería hacerte perder eltiempo, pero no soportaba la idea demolestar a los padres.

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—Michael, voy a dejar que seas túquien hable con ellos.

—No puedo. De verdad que nopuedo. Lo intenté una vez, hace años, yme dieron con la puerta en las narices.Has sido tan amable que odio pedirteesto. Pero yo no puedo hacerlo.

Erica suspira.—No sé cómo decirlo. Me siento un

tanto incómoda con este, bueno,proyecto. Pero me caes bien, y haré unúltimo intento. Si la encuentro, todo loque podré hacer será asegurarme de queella sepa cómo localizarte.

—Sí. Me parece justo. Lo acepto.Erica me telefonea el fin de semana.—Adivina desde dónde llamo.

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—No tengo ni idea… No, me loimagino. Erica, no tenías que habertetomado tantas molestias.

—Bueno —dice Erica—, Oxford noestá más lejos que algunas zonas deLondres. Un detective de verdad va almeollo del asunto. Además, tenía quever a alguien aquí —añade enseguida.

—¿Y?—Michael, no he averiguado nada

nuevo —dice Erica con premura—. Enla conserjería de la facultad me handicho que el doctor McNicholl murióhace cinco o seis años. Creen que MrsMcNicholl volvió a Austria, pero notienen su dirección. En cuanto a Julia, nosaben nada de ella. El número de

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teléfono que me diste aún existe (porcierto, ahora hay que poner un cincodelante), pero pertenece a otro abonado.Y visité su casa en Banbury Road. Losactuales propietarios se la compraron aotra persona, de modo que ha cambiadode manos al menos dos veces.

No se me ocurre nada que decir.Erica añade:

—La pista acaba aquí. Lo sientomucho. Empezaba a pasarlo bien, y nosé por qué, esta mañana estaba segura deque tendría éxito. Bueno, esto es lo quehay. Pero me dije que te llamaría desdeOxford para contártelo, y parapreguntarte si sabes de alguien más poraquí que pueda sernos de ayuda.

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—Lo has intentado todo —digo,esperando ocultar mi decepción—. Hasestado maravillosa.

—Sabes, Michael —dice Erica,hablándome de pronto en confianza—,hubo una persona que de prontodesapareció por completo de mi vida.Simplemente se fue. Tardé años en…, noen comprenderlo, que nunca locomprendí, y supongo que todavía nocomprendo cómo sucedió de la noche ala mañana…, sino en hacerme a la idea.Pero ahora, cuando veo a mi marido y amis hijos, creo que doy gracias a Dios.

—Bueno…—Un día de estos tienes que venir a

cenar —dice Erica—. Tú solo. No, con

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los demás. No, tú solo. ¿Qué te pareceel jueves que viene?

—Erica…, ahora no me apetecemucho ver a nadie.

—Lo entiendo.—Eres muy amable.—En absoluto. Puro egoísmo. Tengo

que alimentar a mi rebaño. Cepillar amis caballos. Y, como ya te he dicho,tenía que ver a alguien en Oxford. Aquíhace una tarde preciosa, todo está tanreluciente después de la lluvia. Peroaparcar es una pesadilla. Como siempre.Adiós.

A continuación se oyen dos sonorosbesos, y Erica cuelga.

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2.2

Pasan los días. No puedo soportar estarcon nadie, pero cuando me quedo solo,me atormentan los recuerdos.

Me aferró a la rutina de una vidaque, por su naturaleza, está hecha —aparte de las clases, cuyos horarios yomismo dispongo— de fechas arbitrarias:para los conciertos con el cuarteto, paralos ensayos, para las sesiones degrabación, para tocar con la CamerataAnglica.

Doy la clase a Virginie, peroencuentro una excusa para no quedarmea dormir. Ella intuye que ocurre algo.

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¿Cómo no iba a darse cuenta? A vecesme mira con una expresión de dolormezclada con enojo y perplejidad.

La única cita inamovible de miagenda semanal es ir a nadar lossábados por la mañana. Si faltara a ella,mi vida perdería toda regularidad.

Hoy, sin embargo, hay una novedad.La televisión va a filmar a lasSerpientes de Agua. Todos hacemos loque podemos para parecer flemáticos.

Para ser noviembre, no hace muchofrío, aunque como el programa seemitirá más o menos por Navidad,parecerá que hace más. Las tres guapaschicas contratadas por el estudiopresentan la acción. Están sobre el largo

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trampolín, en bañador y temblando,chillando de manera exagerada. Phil yDave dejan escapar unos estridentessilbidos de lobo, y los cámaras lesmandan callar.

—Brrrr —dice una de las chicas—,ya volveremos después del descanso,hacer esto es una absoluta locura,pero…

El cámara toma una panorámica delos cisnes y gansos que flotan sobre ellago y se pasean por la orilla. Elpequeño Lido pareceextraordinariamente limpio. Al parecerPhil ha barrido las asquerosas heces, ylas hay a montones, y las ha tirado alagua.

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—¿Dónde, si no? —dice, y seencoge de hombros.

Aparece un perro de presa de colordorado y nada con su amo. La toma noes buena. El perro empapado y el amoaterido tienen que volver a meterse en elagua.

A continuación comienza nuestracarrera. Giles nos asigna un handicapbasado en nuestros resultadosanteriores. Nos dirigimos al trampolín ynos zambullimos, los más lentosprimero, y el resto, uno por uno, amedida que alguien en la orilla vagritando los segundos que transcurren.Andy, el joven estudiante de Derecho, sezambulle el último. Su handicap

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normalmente es tan grande que no tieneninguna opción.

Todo el mundo sale del aguatemblando y vigorizado. De nuevo en ellocal del club, los cámaras sonexpulsados.

—No pueden entrar aquí, esprivado.

—¿Qué pasa, Phil, tienes algo deque avergonzarte? —pregunta Dave—.Deja entrar a los chicos. Que entrentodos.

Andy, de pronto preocupado, sepone la camisa y se baja los faldonesantes de quitarse el bañador.

—¡Un chiste de monjas! ¡Un chistede monjas! —grita Gordon—. Silencio,

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que voy a contar un chiste de monjas.Son cuatro monjas que llegan a laspuertas del cielo…

—Basta, Gordon. Esto antes era unclub agradable —dice alguien, riendo.

—Antes de que yo llegara —diceGordon, orgulloso.

Silba la tetera. Mientras Philprepara el té, se me engancha el lúgubreBen. Antes de jubilarse, era inspector decarnicerías.

—Estoy a régimen. Solo como peras—dice con seriedad—. Peras y agua.

—Parece que ahora está muy demoda —digo.

—Dos kilos y medio de peras.—¿Por qué? —digo, preguntándome

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(aunque sin formular la cuestión) si setrata de una cuota diaria o semanal, y sies todo lo que le está permitido comer.

—Próstata.—Oh —digo en un tono solidario,

todavía en la inopia, y sin grandesdeseos de que me saque de ella—. Ah,el té. Deja que te traiga una taza.

El perro de presa de color doradoladra y pide. Phil moja su galleta deavena en el té y le da la mitad al perro.

Una vez vestido, me despido detodos. «Adiós, Mike.» «Te veré lasemana que viene.» «No te metas enlíos, colega.»

Tres cisnes vuelan bajos sobre elagua y la tierra. Por la otra orilla pasa

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un escuadrón de caballería, con loscascos y los petos destellando al sol.Sobre el puente de tres ojos que hay ami izquierda el tráfico avanza atrompicones. El equipo de televisión sehalla sobre el trampolín, pero no hayrastro de las tres preciosas muchachas.

Regreso por debajo del puente,siguiendo el lago. Me paro a beber untrago junto a Bayswater Road. Sobre lafuente hay una pequeña estatua debronce que representa a dos osos que seabrazan retozando cariñosos. Me doycuenta de que sonrío. Tras beber, les doyunos golpecitos en la cabeza comoagradecimiento y pongo rumbo a casa.

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2.3

Delante de Archangel Court hay unazona de césped circundada por un setobajo de boj. Hay algunos arriates, unpequeño estanque con peces de colores,un acebo bastante alto cubierto declemátide: nuestro jardinero a tiempoparcial, un primo de Rob, se encarga detodo ello. Es tan taciturno comocharlatán es su pariente.

Atravesaba esa pequeña zona devegetación cuando observé a una mujercon blazer y pantalones —demacrada,corpulenta, imagino que rondaba ya lossesenta— que caminaba a paso vivo por

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el sendero. Yo la miré y ella a mí,seguramente preguntándonos si, encalidad de desconocidos que seencaminan al mismo edificio,deberíamos intercambiar un amistososaludo.

Cuando llego al sendero, me mirafijamente.

—Me parece que no debería cruzarpor el césped —dice con un tonodesdeñosamente diptongado y apestosoque me resulta de lo más irritante.

Tardo unos segundos en reaccionar.—Bueno, generalmente no lo hago

—digo—, pero de vez en cuando meparece agradable. Gracias por darme suopinión.

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Callamos y seguimos andando el unojunto al otro. Le abro la puerta exteriorde cristal, pero —ya que nunca habíavisto a esa mujer y que, de todos modos,tampoco soy excesivamente galante—no la interior. Tengo la tarjeta negra enla mano, pero espero a que rebusque ensu bolso. Da la impresión de que nuestraproximidad la azora, emparedados comoestamos entre dos superficies de cristal.

—Por cierto —digo—, ¿por quédiantres le pareció necesario hablarmesi eso era todo lo que tenía quedecirme?

Con voz apagada pero firme, dice:—Solo pensaba en la hierba.Rob, en el mostrador del vestíbulo,

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levanta la cabeza del Daily Mail, nos vey abre la puerta. La mujer recorre elpasillo hasta el ascensor que queda máslejos. Yo espero el mío, el que está máscerca.

—¿Qué, entablando amistad conBee? —me pregunta Rob.

Le cuento nuestro curioso diálogo yse ríe.

—Ah sí. Bueno, Bee a veces es unpoco brusca… Son nuevos aquí…Vienen una vez a la semana de Sussex.Su marido no puede soportar que lagente pise el césped. Hará unos días medijo: «Rob, hay niños jugando en elcésped.» Y yo le contesté: «Pues québien. ¿Y para qué sirve el césped, si

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no?»Un mensajero vestido de cuero negro

toca el timbre, y Rob le abre.—Paquete para el número 26.

¿Quiere firmar? —le pregunta a Rob.Está claro que tiene prisa por seguir suronda.

—El número 26… es Mrs Goetz.Todavía está en el edificio. Mejor quese lo des tú mismo. El ascensor que haymás allá… Ah, Michael esto merecuerda que un taxista ha traído estopara ti. Estabas fuera, así que lo dejóaquí.

Alarga el brazo hacia el estante quehay debajo del mostrador y me entregauna bolsa de plástico blanca. Me la

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quedo mirando.—¿Te encuentras bien? —pregunta

Rob.—Sí…, sí —digo, sentándome en el

sofá.—Nada malo, espero, Michael —

dice Rob. Suena el teléfono. No lo coge.—Todo lo contrario —digo—. Lo

siento… Casi no puedo creer quealguien… ¿Dejó una nota o algo? ¿No tedijo nada?

—No, solo que te habías dejado estoen su taxi, y que le alegraba muchohaberte localizado.

—¿Qué aspecto tenía?—No le presté mucha atención. Era

blanco. Con gafas. Unos cuarenta años.

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Bajo. Bien afeitado. Si quieres ver cómoes debe de estar grabado en el vídeo deseguridad. No hace ni veinte minutosque vino.

—No, no… Creo que voy a subir acasa.

—Sí, sí, sube. ¿Este disco significamucho para ti? —dice Rob, un tantosorprendido.

Asiento y aprieto el botón delascensor.

2.4

Sin ducharme, pongo el quinteto decuerda. El sonido llena la habitación:me resulta tan familiar, tan querido, tan

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perturbadora y fascinantemente distinto.Desde el inicio, apenas diez compasesdonde no es el piano quien responde alviolín, sino el propio violín quien seresponde a sí mismo, hasta la últimanota del último movimiento, en el que elviolonchelo, en lugar de tocar la tercera,sostiene, con su nota más baja, másresonante, más abierta, el acorde en domayor, de hermosa sutileza, me hallo enun mundo donde parece que lo sé todo ynada al mismo tiempo.

Mis manos recorren las cuerdas deltrío en do menor mientras mis oídosoyen el quinteto. En un punto Beethovenme roba lo que es mío, entregándoseloal otro violín; en otro momento me

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entrega las notas más altas que Juliainterpretaba. Es una transformaciónllena de magia. Vuelvo a escucharlo deprincipio a fin. En el segundomovimiento es el primer violín —¿quién, si no?— el que toca lo que era eltema del piano, y las variacionesadquieren una distancia extraña,misteriosa, como si fueran, en ciertosentido, variaciones orquestales devariaciones, pero con cambios que vanmás allá de lo que la orquestación solapodría explicar. Debo tocarlo con elMaggiore. Debo hacerlo. Sisimplemente lo tocáramos añadiendouna viola, a Piers no le importaría quepor una vez yo fuera el primer violín.

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Todavía no sé cómo ese taxista haaveriguado mi dirección. Lo único quese me ocurre es que examinara la bolsao el recibo, que fuera a Harold Moore elmismo día que me olvidé el disco, quealguien lo reconociera, que el ancianode la planta inferior recordara que yoacababa de rellenar una tarjeta con midirección. Pero ¿tantos días ha estado eltaxista sin pasar por Bayswater? ¿Estabaquizá de vacaciones? ¿Y qué le haimpulsado a realizar ese esfuerzo, a sertan amable? No sé su nombre ni elnúmero de su taxi. Tampoco sé cómobuscarle para darle las gracias. Pero enalgún fragmento de esta música,entremezclada en mi mente con tantos

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recuerdos extramusicales, esta extrañaacción adquiere un cierto sentido.

2.5

Le escribo a Carl Käll: una carta unpoco para salir del paso, en la que ledeseo lo mejor en su retiro y le cuentopoco de mí. Le digo que me alegra quenos oyera en Estocolmo y que no seavergonzara de su alumno. Sé que micarrera no ha ido tal como él la habíaimaginado, pero toco la música que megusta. Cuando pienso en Viena, es de losprimeros meses que pasé allí de lo queme acuerdo. Esto no es cierto del todo,pero ¿por qué ensanchar la grieta

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existente entre dos personas que sedistanciaron? Añado que si soy exigenteconmigo, se lo debo a él y a lo muchoque le admiro. En gran medida es cierto.

Era un burlón: «¡Ah, los ingleses!¡Finzi! ¡Delius! Más vale estar en unatierra sin música que tener una músicaasí.» Y un seductor: una vez que Julia yyo tocamos para él, le prodigó muchoselogios, como quien no quiere la cosa,inteligentes, desmesurados. Julia jamáspudo comprender qué era lo que no megustaba de Carl, ni entonces ni mástarde. Ella me quería, sí, pero veía miactitud privada hacia Carl como unamota en mi ojo. Y, sin embargo, cuandole conocí en Manchester, ¿acaso no me

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sedujo también?¿Por qué le llamábamos Carl entre

nosotros? Porque era lo que él máshabría detestado. «Herr profesor.»«Herr profesor.» ¿Qué tenía que ver elnoble sonido que él creaba con tantazalema, con tanto servilismo espiritual?Pero ¿por qué preocuparme por elpasado si tengo que ocuparme delpresente?

Cada vez es más diciembre. Unamañana, temprano, camino solo por elsendero que hay justo delante deArchangel Court cuando de pronto meparo. Diez metros delante de mí hay unzorro. Mira fijamente una azalea. La luzes gris, y una farola produce nítidas

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sombras. Al principio he creído que eraun gato, pero ha sido solo un momento.Contengo el aliento. Durante mediominuto, ni él ni yo nos movemos. Acontinuación, por alguna razón —unsonido involuntario, un cambio en labrisa, precaución intuitiva—, el zorrovuelve la cabeza y me mira. Me aguantala mirada unos segundos. A continuaciónse aleja lentamente por la calle, endirección al parque, y se pierde en laniebla.

Virginie se va unas semanas a Nyonsa pasar las Navidades con su familia, yluego irá a visitar a antiguas compañerasde la escuela que viven en Montpellier,París y Saint-Malo. Descubro que eso

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me produce una sensación de alivio.La imagino recorriendo las

autopistas en su pequeño Ka negro. Yono tengo coche. Piers, Helen o Billy —mis amables compañeros del cuarteto—suelen llevarme cuando tocamos fuerade la ciudad. Me gusta conducir; quizádebería comprar un coche de segundamano. Pero no tengo mucho dineroahorrado, y se me acumulan los gastos:presentes, como la hipoteca, y futuros,como la próxima compra de un buenviolín. Mi Tononi es prestado: muygenerosamente, y lo tengo desde haceaños, pero no existe ningún papel quejustifique mi derecho a poseer elinstrumento. Me encanta, y me responde

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bien, pero pertenece a Mrs Formby, y siasí se le antojara podría reclamármelo,y quedaría encerrado en un armariodurante años sin que nadie lo tocara, loamara, mudo. Y si ella muriera, el violínpasaría a formar parte de su herencia.¿Qué ha sido de él durante losdoscientos sesenta años anteriores a queyo lo tocara? ¿En qué manos caerádespués de las mías?

Las campanas de la iglesia dan lasocho. Estoy tumbado en la cama. Lasparedes de mi dormitorio estándesnudas: no hay cuadros, ni nadacolgado, ni ningún papel estampado:solo pintura, blanca y de color magnolia,y una pequeña ventana desde la cual, así

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echado, solo se ve el cielo.

2.6

Una tolerable soledad se adueña de mivida. La devolución de ese disco hacambiado las cosas. Escucho sonatas ytríos que no había oído desde que estuveen Viena. Escucho las suites inglesas deBach. Duermo mejor.

Empieza a formarse hielo en elSerpentine, pero las Serpientes de Aguasiguen nadando. El verdadero problemano es el frío, que de todos modos nobajará de cero, sino las afiladas astillasy agujas de hielo flotante.

Nicholas Spare, el crítico musical,

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nos invita a Piers y a mí (pero no aHelen ni a Billy) a su fiesta de antes deNavidad: pasteles de carne, un ponchecargado y chismorreos virulentosentremezclados con villancicos que elpropio Nicholas aporrea en un piano decola desafinado.

Nicholas me irrita; ¿por qué,entonces, voy a su fiesta anual? ¿Porqué, si a eso vamos, me invita?

—Mi querido muchacho, estoyperdidamente loco por ti —me dice,aunque, al ser un par de años más jovenque yo, resulta difícil que yo sea su«querido muchacho». Además, Nicholasestá perdidamente loco por todo elmundo. Mira a Piers con una genuina (y

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apenas exagerada) lascivia—. Anocheme encontré con Erica Cowan en elBarbican —dice Nicholas—. Me dijoque tu cuarteto está en la cresta de laola, que dais conciertos por todaspartes: Leipzig, Viena, Chicago, menombró tantas ciudades que parecía unaagente de viajes. «Eso es tremendo», ledije, «¿y cómo consigues que toquen enlocales tan estupendos?» «Oh», me dijo,«en el mundo de la música hay dosmafias: la mafia judía y la mafia gay, yentre Piers y yo cubrimos las dos.»

Nicholas emite una especie debufido-risotada; a continuación, al verque Piers lo mira indignado, da unmordisco a su pastel de carne.

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—Erica exagera —digo—. Laverdad es que nuestro futuro es aúnbastante incierto… Bueno, como el de lamayoría de los cuartetos, imagino.

—Sí, sí, lo sé —dice Nicholas—.Todo el mundo lo está pasando fatal,excepto los Tres Tenores y NigelKennedy. No hace falta que me lo digas.Si vuelvo a oírlo, gritaré. —Recorre lasala con la mirada—. Tengo que volvera oíros un día de estos, de verdad. Esuna lástima que no hayáis grabadoningún disco. ¿Vais a tocar en elWigmore el mes que viene?

—¿Por qué no escribes algo sobrenosotros? —digo—. Estoy seguro deque Erica te lo ha insinuado. No sé

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cómo vamos a ser más conocidos. Nadienos ha hecho nunca una reseña.

—Es por culpa de los editores —dice Nicholas a modo de evasiva—. Loúnico que les interesa reseñar es laópera y la música moderna. Creen que lamúsica de cámara está estancada…, elrepertorio clásico, quiero decir.Deberíais encargarle una pieza a uncompositor que sea bueno de verdad.Esa es la manera de que os hagan algunareseña. Permitidme que os presente aZensyne Church. Es aquel de allí. Acabade escribir una pieza maravillosa parabarítono y aspirador.

—¿Los editores? —dice Piers entono despectivo—. No son los editores.

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Es la gente como tú, a la que solo lesinteresa lo que está a la última o lo quees sofisticado. Antes irías al estrenomundial de cualquier basura que a unconcierto estupendo, que encontraríasaburrido porque es bueno.

Nicholas Spare se regodea en elataque.

—Me encanta cuando te apasionas,Piers —dice provocativamente—. ¿Quédirías si viniera al concierto delWigmore y os hiciera una reseña? ¿Y loincluyera en mi recomendación de losmejores conciertos de la semana?

—Me quedaría sin habla —dicePiers.

—Bueno, pues lo prometo. Y va

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empeñada mi palabra de honor. ¿Quévais a tocar?

—Mozart, Haydn, Beethoven —dicePiers—. Y existe una relación temáticaentre las piezas que a lo mejor te pareceinteresante. Todos los cuartetos tienen unmovimiento fugado.

—¿Fugado? Maravilloso —diceNicholas, un tanto distraído—. ¿Y enViena?

—Todo Schubert: el Quartettsatz, elquinteto La Trucha, el quinteto decuerda.

—Oh, La Trucha —dice Nicholas,suspirando—. Qué bonito. Lleno detedio y encanto. Odio La Trucha. Es tande clase alta.

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—Que te den por el culo, Nicholas—dice Piers.

—¡Sí! —dice Nicholas, animándose—. Lo odio. Lo detesto. Me poneenfermo. Es tan kitsch. Se puede prevercada una de sus notas. Es ligero yademás trillado. Me asombra quealguien lo siga tocando. No, pensándolobien, no me asombra. Algunos deberíanir a que les revisaran el oído. De hecho,Piers, por si no lo sabías, tienes lasorejas demasiado grandes. Bueno, puescomo estaba diciendo, no soy un esnob,hay mucha música ligera que me gusta,pero…

Piers, lívido, derrama el vaso deponche templado sobre la cabeza de su

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anfitrión.

2.7

Al día siguiente tenemos ensayo en casade Helen. Hermano y hermana parecenun tanto apagados. Todo el mundo se haenterado de lo que hizo Piers. Helen leha reprendido por enemistarse conNicholas Spare, sobre todo después deque hubiera prometido hacernos unareseña. Pero, como dice Piers, Nicholasya ha hecho esa promesa en el pasado,siempre empeñando su sacrosantapalabra de honor, y luego ha evitado aPiers durante meses después delconcierto que no reseñó, hasta que ha

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vuelto a irle con lo de «mi queridomuchacho» como si nada hubieseocurrido.

—No sabía que te gustara tanto LaTrucha —le digo.

—Bueno, pues me gusta —dicePiers—. Todo el mundo se refiere a esequinteto como si fuera una especie dedivertimento… o algo peor.

—Yo creo que el primer movimientoes demasiado largo —digo.

—Helen, podrías darme una taza deté, por favor —murmura Piers—. Cuantomás caliente, mejor.

—Lo retiro —digo enseguida—.Parece que Billy llega tarde, comosiempre. ¿Qué hora es? ¿Qué será hoy,

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la mujer, los niños o la Central Line?—Ha llamado —dice Helen—. No

podía meter el cello en la funda. Se lehabía enganchado la pica. Pero ya estáen camino. Llegará de un momento aotro.

—Vaya, una excusa original —dicePiers.

Cuando llega Billy, se deshace enexcusas, a continuación anuncia quetiene hay algo importante que quierediscutir. Es una cuestión estructuralreferente a nuestro programa delWigmore Hall. Todo el día ha estadopensando en ello. Parece muypreocupado.

—Cuéntanos, Billy —dice Piers con

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tono paciente—. No hay nada que meguste más que una buena discusiónestructural.

—Bueno, Piers, ya veo que hasdecidido mostrarte escéptico.

—Vamos, Billy, no te dejes intimidarpor Piers —digo.

—Bueno —dice Billy—, puesresulta que si hacemos el de Haydn, elde Mozart y el de Beethoven por esteorden, las relaciones tonales son unauténtico lío. Una confusión total.Primero hay tres sostenidos, luego uno yluego cuatro. No hay sentido de laprogresión, ningún sentido de laprogresión, y es muy posible que elpúblico perciba la tensión estructural.

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—¡Oh, no! —dice Piers—. ¡Eso esterrible! Ahora, si pudiéramos conseguirque Mozart escribiera una pieza en tressostenidos y medio…

Helen y yo nos reímos, y Billytambién ríe un poco:

—¿Y bien? —dice Piers.—No hay más que cambiar de orden

el de Mozart y el de Haydn —dice Billy—. Con eso se soluciona el problema.Habrá un orden ascendente desostenidos, una idea de estructura,ningún problema.

—Pero Billy, el de Mozart fueescrito después del de Haydn —diceHelen.

—Sí —dice Piers—. ¿Qué me dices

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de la tensión cronológica que entoncespercibirá el público?

—Imaginé que dirías eso —diceBilly con una astuta expresión…, en lamedida en que eso le es posible—. Asíque tengo la solución. Cambiemos el deHaydn en la mayor. Hagamos un Haydnposterior, uno escrito después del deMozart.

—No —digo.—¿Cuál? —pregunta Helen—. Solo

por curiosidad.—El que pertenece al opus 50 en fa

sostenido menor —dice Billy—.También tiene tres sostenidos, por lo quenada cambia. Es tremendamenteinteresante. Tiene todo tipo de…, ah, sí,

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y su último movimiento también esfugado, de modo que no altera el temageneral del concierto.

—¡No, no, no! —digo—. De verdad,Billy, al público le importa un bledo elorden de los sostenidos.

—Pero a mí si me importa —diceBilly—. A todos debería importarnos.

—¿No hay un movimiento con seissostenidos? —pregunta Piers, que noestá del todo seguro—. Recuerdo que lotoqué una vez completo cuando eraestudiante. Fue una pesadilla.

—Y, en cualquier caso, estoy segurode que es demasiado tarde paraconseguir que el Wigmore cambie elprograma —digo enseguida—.

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Probablemente ya está impreso.—Bueno, vamos a llamar para

averiguarlo —dice Billy.—¡No y no! —digo—. Sigamos con

el ensayo. Todo esto es una completapérdida de tiempo.

Los otros tres integrantes delCuarteto Maggiore se me quedanmirando, sorprendidos.

—Me encanta el cuarteto en lamayor —digo—. No voy a ceder.

—Uh —dice Billy.—Oh —dice Piers.—Ah —dice Helen.—No, no voy a ceder. Por lo que a

mí se refiere, ese cuarteto de Haydn esel punto culminante del concierto. De

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hecho, es mi cuarteto favorito de todoslos que se han escrito.

—Muy bien, era solo una idea —dice Billy, volviendo grupas, como haríaante un lunático.

—¿De verdad, Michael? —diceHelen—. ¿De verdad?

—¿De todos los que se han escrito?—pregunta Piers—. ¿El cuarteto másgrande de todos los que se han escrito?

—No afirmo que sea el más grande—digo—. Sé que no es el más grande…,sea lo que sea lo que eso signifique,cosa que me importa bien poco. Es mifavorito, y eso es todo lo que meimporta. Así que podemos prescindirdel de Mozart y del de Beethoven si

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queréis, y tocar el de Haydn tres vecesseguidas. Así no habrá ninguna tensiónestructural ni cronológica… y tampocotendremos que hacer ningún bis.

Hay un silencio de unos segundos.—Oh —vuelve a decir Billy.—Bueno —dice Piers—. Entonces

lo tocaremos. No habrá ningún cambioen el programa: Michael lo ha vetado.Lo siento, Billy. Bueno, de hecho, no losiento nada.

—Hablando del bis —dice Helen—,¿nos atenemos a nuestro plan secreto? Elpúblico se quedará un poco patidifuso,pero, Billy, esa idea tuya es realmentebrillante.

—Sí, brillante, Billy —digo—.

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Después de un concierto como ese, ¿quéotra cosa podríamos tocar?

Ese comentario aplaca a Billy.—Bueno —dice Piers—, Michael es

el que tiene la papeleta más difícil en elbis, y si le gusta la idea, por míadelante. Pero no sé qué tal nos saldrá.Eso suponiendo que el público nos pidaun bis. —Hace una pausa de unossegundos—. Hoy podemos empezartrabajando eso. Todo excepto esa notaproblemática para Michael. Así nosharemos una idea de qué pretendemosantes de abrumarle con esaresponsabilidad.

Billy parece a punto de decir algo,pero se lo piensa mejor y asiente.

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Y así, después de afinar y tocarnuestra escala ritual, practicamos el bisde cuatro minutos durante más de unahora. Nos sumergimos en su bellezaextraña, compleja, etérea. A vecescontengo la respiración. No se parece anada de lo que hemos tocado antes comocuarteto.

2.8

Faltan tres días para Navidad. Me dirijoal norte.

El tren está abarrotado. Una averíacerca de la estación de Euston haprovocado un retraso de una hora. Lagente permanece pacientemente sentada,

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leyendo, hablando o mirando por laventanilla a la pared de enfrente.

El tren se mueve. Se van llenandolos espacios en blanco de loscrucigramas. Cucharillas de plástico semueven en el interior de tazas de té. Unniño comienza a llorar sonora yresueltamente. Suenan los móviles. Searrugan servilletas de papel. Fuera, eldía gris se convierte en noche.

Stoke-on-Trent, Macclesfield,Stockport; y, por fin, Manchester. Nohace viento, pero es un día gélido. Novoy a quedarme mucho tiempo en laciudad. Recojo el coche que healquilado para dirigirme a Rochdale. Esun despilfarro, pero me da la

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oportunidad de vagar por los páramossiempre que quiera, y de llevar a MrsFormby a dar una vuelta.

—Todos nuestros coches llevanalarma —dice la muchacha con un fuerteacento de Manchester. Mira midirección y me entrega las llaves. A mítambién se me comienza a contagiar elacento.

Paso ante el complejo escultórico detema heroico de Piccadilly Square, anteel edificio negro de abundante cristalque antaño albergó el Daily Express,ante el Habib Bank y el Allied Bank dePakistán, ante los almacenes de telas, unmuseo judío, una mezquita, una iglesia,un McDonalds, una sauna, despachos de

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abogados, un pub, videoclubs,panaderías, una cafetería, un chiringuitode pinchos morunos, ante una torre grisde telecomunicaciones con sustransmisores y receptores que parecenpústulas, ante matas de espuela decaballero. Prosigo hasta que la periferiade Manchester se convierte en manchasde verde, y contra el crepúsculo veo uncaballo en un campo, un par de granjas,castaños sin hojas y algunos plátanos, y,al poco, la oscura estribación de losmontes Peninos que sirve de abrigo a miciudad natal.

En Rochdale ya no vive ninguno demis compañeros de escuela. Aparte demi padre, tía Joan, Mrs Formby y un

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antiguo profesor de alemán, el doctorSpars, no conozco a nadie más en estaciudad. Sin embargo, lo que le haocurrido, el lento e implacable procesoque ha llevado a la deserción de sushabitantes y a su muerte como ciudad,me llena de tristeza.

Un viento de aguanieve deberíabarrer el cielo. Es un día demasiadocalmoso. Pero se anuncia nieve. Mañanalos tres iremos a almorzar a Owd Betts.En Nochebuena siempre vamos a laiglesia. El día de San Esteban, comosiempre, llevaré a Mrs Formby aBlackstone Edge. No deseo visitar elcementerio. Me pasaré un rato sentadoen el aparcamiento que antaño fue

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nuestro hogar, en el interior de esteToyota blanco con alarma y cierrecentralizado, y depositaré una rosablanca —la flor favorita de mi madre—en el lugar donde ella vivió, que esperoque mañana esté cubierto de nieve.

2.9

Mi padre dormita con Zsa-Zsa sentadaen su regazo. Estos últimos días no se haencontrado muy bien. Hubo queposponer nuestro plan de ir a Owd Bettshasta después de Navidad. Tampoco sesiente con ánimos para ir a la iglesiaesta noche. Tía Joan cree que es puravagancia.

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Acebo y muérdago decoran lapequeña salita, pero desde que mamámurió no hemos vuelto a poner árbol deNavidad. La casa está llena de postales:ya no cuelgan ensartadas, como antes,sino que se distribuyen por todas lassuperficies planas de la casa. Casi nohay ni sitio donde poner un vaso.

Vienen visitas: amigos de mis padreso de tía Joan, gentes que conocíamos decuando teníamos la tienda, vecinos.Tengo la cabeza en otra parte. Nuestrovecino de la casa de al lado ha muertode cáncer de hígado. Irene Jackson se hacasado con un canadiense, pero la cosano durará. La sobrina de Mrs Vaizeytuvo un aborto en el cuarto mes de

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gestación. Y Susie Prentice, por si notenía bastante con que un camión seempotrara en su tienda el mes pasado, havisto cómo su marido se escapaba consu mejor amiga, una mujertremendamente fea; los han visto en unhotel de Scunthorpe.

—¡Scunthorpe! —exclama tía Joan,horrorizada y encantada.

Para lo bueno y para lo malo, unniño nos ha nacido, cenizas a lascenizas.

Zsa-Zsa y yo estamos un pocoinquietos y salimos a dar un paseo. Unpetirrojo brinca sobre una franja degrava que hay al pie del muro deenlucido granuloso. El aire frío me

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despeja la cabeza. Zsa-Zsa mira alpetirrojo con gran atención.

Cuando estaba en la escuelaprimaria tuve esa fase en la que losniños se empeñan en tener un ratónblanco. Conseguí comprar dos. A mimadre la aterraban, y no los dejabaentrar en casa, así que vivían en unantiguo lavabo que estaba fuera, cercadel cubo de la basura. Una mañana meencontré con una escena horrorosa. Unohabía muerto. El otro se había comido sucabeza.

Zsa-Zsa baja el cuerpo y avanza casireptando. El gnomo de piedra del vecinosonríe impasible.

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2.10

Cuando teníamos la tienda, lasNavidades eran una época complicada yde mucho trabajo. Casi todo el mundoquería recoger su pavo en el últimominuto… o que se lo llevaran. Cuandoera adolescente ayudaba en el reparto.Conseguía llevar un par a la vez en mibici (siempre era más fácil mantener elequilibrio con dos que con uno solo), yaunque papá lo sugería a menudo,siempre me negué a llevar un cestometálico en la parte delantera. Pues unavez hecho el reparto, ¿por qué iba aechar a perder el aspecto de mi bici, la

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cual, junto a mi radio, era mi máspreciada posesión?

En diciembre, el enorme frigoríficode madera —más un guardarropa que unfrigorífico, que ocupaba toda una pareddel sótano— estaba abarrotado de avesmuertas de color rosa. Se cerraba conuna imponente cadencia mecánica. Ycuando el tremendo motor que había enla parte de abajo, a mano izquierda, consu volante y protección de metal, seponía en marcha, un fuerte traqueteohacía vibrar el salón, que quedaba justoencima.

El día que cumplí seis años,mientras jugaba al escondite con unosamigos, decidí que el frigorífico era un

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magnífico escondite. Me puse un par dejerséis, entré lentamente y, con ciertoesfuerzo, conseguí cerrar la puerta. Nollevaba ni unos segundos en aquel sitioestrecho, oscuro y gélido y ya teníaganas de salir. Pero no me había dadocuenta de que una vez la puerta se habíacerrado, no podía abrirla desde elinterior.

Mis golpes y chillidos quedabancasi ahogados por el gruñido del motory los gritos de los demás niños. Sinembargo, no debían de haber pasadomás que unos pocos minutos cuandoalguien que estaba en las habitacionesde arriba me oyó y vino al rescate. Mesacaron en un estado de asfixia y pánico,

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aún gritaba, pero era incapaz de hablar.Durante meses me asaltaron pesadillasrelacionadas con ese incidente, y medespertaba bañado en sudor, sin poderhablar, agobiado por la claustrofobia yel espanto.

El frigorífico también participó enmi primera rebelión importante contra lacomida. Cuando tenía más o menos diezaños, papá y yo fuimos en la camioneta arecoger unos pavos a una granja.Algunos estaban decapitados, a otros lesfaltaban las plumas, y algunos aúncorrían y glugluteaban. Tan desdichadome sentía al pensar que aquellas avesque ahora contemplaba acabarían siendolos cuerpos sin vida que poblaban

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nuestro frigorífico, que prometí que nocomería pavo por Navidad, ni entoncesni nunca. A pesar del tentador aroma delrelleno y del escarnio de mi padre paraque comiera, me atuve a mi decisióndurante una Navidad.

Bajo el gobierno de mi tía Joan, lasalsa de manzana de mi madre ha dadopaso a la salsa de arándanos, y papá sequeja invariablemente del cambio. Nohay Navidades de verdad sin salsa demanzana, la salsa de arándanos es algoimportado de los Estados Unidos, esdemasiado ácida y le produceindigestión.

Después de todo, este año no vamosa tener unas Navidades blancas, sino la

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habitual y anodina llovizna. Pero mesiento de buen humor después de lacomilona que culmina en el pudín deNavidad con crema de ron blanco. Elintento de tía Joan, hace un par de años,de reemplazar el ron por crema debrandy topó con una absoluta repulsa.Traje una botella de champán, y mipadre se ha tomado varias copas.

—Tomar un poco de lo que teapetece sienta muy bien —dice.

—Sí —dice tía Joan—, y supongoque tomar mucho de lo que te apeteceaún sienta mejor.

—Me va bien para el corazón —dice mi padre—. ¿No son esas tusSerpientes de Agua? —dice mi padre,

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señalando el televisor.No hay duda, las Serpientes de Agua

aparecen en las noticias, haciendo surecorrido de cien metros del día deNavidad. Casi la mitad de la pandillaestá allí, armando bulla, pero tambiénhay un grupo de antiguos miembros en eltrampolín. Les rodea una multitud queles lanza gritos de ánimo. Me siento muyfeliz de estar donde estoy, acariciandocómodamente a Zsa-Zsa detrás de lasorejas. Me pregunto cuándo emitirán elreportaje que nos hicieron. Quizá ya lohan dado.

—Nunca perdonaré a Maggy Rice—dice tía Joan, con los ojos puestos enel televisor.

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—¿Quién has dicho, tía Joan?—Maggie Rice. Nunca la perdonaré.—¿Y qué no le perdonarás?—Que me hiciera la zancadilla en la

carrera del viernes de Pentecostés.—¡No!—Su excusa fue que ya la había

ganado dos veces. Nunca volví ahablarle.

—¿Qué edad tenías? —pregunto.—Siete años.—Oh.—Nunca la perdoné y nunca la

perdonaré —dice tía Joan consatisfacción.

—¿Y qué fue de ella? —pregunto.—No lo sé. No lo sé. Puede que ya

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haya muerto. Era una buena chica, deveras.

—¿Ah, sí? —digo. Me caigo desueño.

Tía Joan se queda mirando a mipadre, que está dando una cabezada conuna expresión de felicidad.

—Su padre tenía una tienda enDrake Street —prosigue tía Joan—.Pero Drake Street está muerta…, la zonacomercial acabó con esa calle. Inclusohan vendido Champness Hall.

—Voy a dar un paseo —digo—. Esteaño puedo prescindir de la alocución dela reina.

—Oh, muy bien —dice tía Joan parami sorpresa.

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—A lo mejor me llego hasta casa deMrs Formby y le llevo un poco de tupudín de Navidad.

—Su marido estaba en elAyuntamiento —dice mi padre, con losojos aún cerrados.

—Volveré dentro de una o dos horas—digo.

2.11

Mrs Formby ríe encantada al verme enla puerta. Es una mujer bastante rica ymuy fea, lleva gafas de cristal de roca ytiene los dientes de conejo. Su marido,que murió hace algunos años, tambiénera bastante feo, aunque de niño le veía

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poco. Para mí era una parejaapasionante y exótica. Él había sido, nimás ni menos, campeón de patinajesobre ruedas en su juventud, y ellaviolinista en una orquesta, aunque se mehacía difícil imaginármelos de jóvenes,tan viejos me parecían entonces. Vivíanen una gran casa de piedra con unenorme jardín lleno de flores de todoslos colores, muy cerca de nuestro vulgarbarrio de calles adoquinadas, pequeñascasas adosadas y tiendas. Cómo seconocieron, de dónde procedía suriqueza o cuáles eran las relaciones desu marido con el Ayuntamiento son cosasque aún ignoro.

—Hola, Michael, me alegro mucho

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de verte. Creía que era mañana cuandotenías que venir a buscarme para ir a daruna vuelta.

—Hoy he salido a andar. A pasearun poco la comida.

—¿Qué es eso? ¿Es para mí?—Es un poco del pudín de Navidad

de mi tía. Se tarda semanas enprepararlo y segundos en consumirlo.Como la música.

Los Formby no tenían hijos. Yo, alser hijo único, no tenía a nadie conquien jugar en casa. Mrs Formby mecogió cariño e insistía en que laacompañara a hacer todo tipo de cosasque quedaban, y hubieran quedado, fuerade mi alcance. Fue ella, y no él, quien

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me enseñó a patinar sobre ruedas, yquien me llevó, cuando yo tenía solonueve años, a Belle Vue a oír el Mesías.

—¿Conoces a mi sobrino y a sufamilia? Acabamos de comer. Peronuestro pudín lo hemos comprado enM&S. ¿Por qué no tomas una copa connosotros?

—Creo que seguiré con mi paseo,Mrs Formby.

—¡Oh, no, no, no, Michael, nada deeso! ¡Ahora tienes que entrar!

El sobrino, un hombre calvo ycoloradote de unos cincuenta años, quetrabaja de tasador inmobiliario enCheshire, me reconoce diciendo: «Ah,sí, el violinista.» Me echa un repaso de

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arriba abajo y llega a un dictamen pocofavorable. Su esposa, mucho más joven,está muy ocupada con las tres niñas quese tiran del pelo mutuamente entregimoteantes recriminaciones mientras sepelean por el canal de televisión quequieren ver.

En cuanto tengo un vaso de vino enlas manos, Mrs Formby se acomoda enuna cómoda butaca y allí permanece,insensible al ruido. Me bebo el vino lomás rápida y educadamente que puedo, ya continuación me despido.

Ahora estoy cerca de mi antiguobarrio. Hay muy poco tráfico. Mis piesse encaminan hacia el aparcamiento,donde estaba nuestra tienda. Es probable

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que en un día como hoy esté vacío. Peroen el último momento algo me detiene, yme quedo inmóvil, sin saber qué hacer,temeroso de dejarme llevar porpensamientos taciturnos.

A mi mente llega un sonidoextraordinariamente hermoso. Tengonueve años. Estoy sentado entre Mr yMrs Formby en un estado deimpaciencia. Todos los asientos que nosrodean están llenos de gente que charla yhace susurrar los programas. A la pistadel circo no salen elefantes ni leones,sino un grupo de hombres y mujeres,muchos de los cuales llevaninstrumentos asombrosos, brillantes,relucientes. Llega un hombre menudo y

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frágil y el público aplaude como yojamás había oído, tras lo cual hay unextraño y absoluto silencio.

Baja un palito y un enorme ydelicioso ruido llena el mundo. Más quecualquier otra cosa, quiero formar partede ese ruido.

2.12

El día de San Esteban llevo a MrsFormby por la carretera que pasa junto aBlackstone Edge. Cuando me fui de casapara ir a vivir a Manchester, fue unaantigua amiga suya la que me prestó unviolín que le sobraba. Pero cuando seenteró de que me iba a Viena a estudiar

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con el mismísimo Carl Käll, MrsFormby insistió en que me llevara supropio Tononi. Desde entonces estáconmigo. A ella le hace feliz que alguienlo toque, y que ese alguien sea yo.Siempre que vengo a Rochdale lo traigoconmigo. Ella dice que esta vuelta anualen coche que damos es el precio dealquiler del violín.

El cielo está despejado, excepto porunas pocas nubes. Me encanta la luz quehay cerca de Blackstone Edge.Deberíamos poder ver en la lejanía, através de toda la llanura, más allá deRochdale y Middleton, hastaManchester, incluso debería divisarseCheshire.

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—¿Todo bien por casa? —mepregunta. Las relaciones de Mrs Formbycon nuestra familia han tenido susaltibajos. Ella siempre fue uno de losmejores clientes de la tienda, perodurante un tiempo la consideraron laprincipal culpable de que yo no fuera ala universidad y me inclinara por lamúsica.

—Sí —digo—. Todo va bien. Papáha estado un poco achacoso, pero,bueno, se está recuperando…

—¿Y en Londres?—Por ahí todo bien.—¿Todavía no te has comprado una

jardinera? —Mrs Formby a veces mereprende por mi existencia sin plantas.

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Como de niño pasaba mucho tiempo ensu jardín, aprendí de ella bastanteacerca de las plantas. Pero soydemasiado perezoso y viajo demasiado,y, en cualquier caso, vivo muy cerca delparque, y los estatutos de ArchangelCourt no ven con buenos ojos lasjardineras. Se lo digo, igual que se lo hedicho ya algunas veces.

—¿Viajas mucho?—Lo normal, más o menos. En mayo

tenemos un concierto en Viena. Legustaría. Solo Schubert.

—Sí —dice Mrs Formby mientras sele ilumina la cara—. ¡Schubert! Cuandoera joven solíamos interpretar aSchubert todas las veladas. Un amigo

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mío intentó infiltrar a Schumann. No lopermití. ¡Yo le llamaba el Schuimpostor! Eso me recuerda una cosa,Michael. Nuestra sociedad musical sepreguntaba si vuestro cuarteto querríatocar en Rochdale, en el Gracie FieldsTheatre. Les dije que me parecía que no,pero les prometí preguntártelo. Créeme,simplemente te transmito la petición, noquiero que te sientas presionado en unou otro sentido.

—¿Y por qué cree que no iba aquerer tocar, Mrs Formby?

—Me lo dice mi sexto sentido.Bueno, la sociedad musical aún esbastante activa. Culturalmente hablando,es lo más sobresaliente que hay, en mi

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opinión. Desde luego, es ridículo que eltransporte público no llegue al únicoauditorio decente que hay en la ciudad…Bueno, ¿qué te parece?

—No lo sé, Mrs Formby —digo porfin—. Me gustaría…, quiero decir quenos gustaría. Pero no creo que mesintiera cómodo tocando aquí. No creoque ni siquiera pueda explicarlo. Suenaestúpido, lo sé, e incluso un tantomezquino.

—No digas eso, Michael —diceMrs Formby—. Tocarás aquí cuandoestés preparado. Y te lo digo confranqueza, si no es en vida mía, no meimportará. Algunas cosas no hay queforzarlas. Y si se fuerzan, no se consigue

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nada bueno… Por cierto, dale lasgracias a tu tía. El pudín de Navidadestaba delicioso.

—¿Lo probó o se lo dio de comer alas hijas de su sobrino?

—Bueno —dice Mrs Formby, riendo—. Comí un poquito. ¿Cómo estánuestro violín?

—Suena de maravilla. A principiode año lo llevé a hacer unos ajustes.Emitía una especie de zumbido, peroahora canta como una alondra.

He parado el coche en el arcén ymiro por la ventanilla el verde intensode la ladera. De niño solía bajar estacarretera a toda mecha, con el vientorecorriéndome el pelo. ¿Dónde van las

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alondras en invierno?—Ya sabes que quiero que lo

toques, Michael —dice Mrs Formby enun tono un tanto preocupado.

—Lo sé. Y me encanta, Mrs Formby—digo con repentina inquietud—. ¿Nole he dicho que después de Viena vamosa Venecia? Lo llevaré a visitar su lugarde nacimiento. Eso debería hacerlofeliz. ¿No estará pensando enrecuperarlo, verdad?

—No, no, de verdad que no —diceMrs Formby—. Pero mi sobrino me haestado dando la tabarra para que abrauna cuenta de cara a la educación de lasniñas, para que haga testamento y todoeso. No sé qué hacer. Y ha estado

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haciendo averiguaciones, y no deja dedecirme que ahora es muy valioso…, elviolín.

—Supongo que así es —digo contristeza.

—Cuando lo compré, hace muchosaños, no me costó mucho —añade—. Locierto es que me preocupa que ahoratenga tanto valor. No siento muchasimpatía por mi sobrino, pero quiero alas niñas.

—Si no me lo hubiese prestado,jamás habría podido permitirmecomprarlo —digo—. Ha sido muygenerosa.

Como los dos sabemos, de no habersido por ella, probablemente jamás

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habría sido músico.—No creo que pudiera soportar que

lo tocara otro —dice Mrs Formby.Entonces regálemelo, Mrs Formby,

estoy a punto de decirle. Entre el violíny yo existe una relación de amor mutuo.Hemos aprendido a conocernos. ¿Cómopuede un desconocido tener entre lasmanos y tocar algo que ha estado entrelas mías durante tanto tiempo? Llevamosjuntos doce años. Su sonido es misonido. No puedo soportar separarme deél.

Pero no puedo decirlo. No digonada. La ayudo a salir del coche y nosquedamos unos minutos junto a lacarretera, contemplando los enormes

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bloques que les indican a lasdespobladas llanuras que allí empiezaRochdale.

2.13

Cuando yo tenía nueve años, llevaron anuestra estruendosa y parlanchína clase,siempre arrugando los envoltorios delos dulces y arrojando aviones de papel,a un concierto. Fue la primera vez que oímúsica en directo. Al día siguiente,cuando visité a Mrs Formby, se lo contétodo. Lo que más recordaba era unapieza sobre una alondra: La alondra quesurca el aire limpio, creo que sellamaba.

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Mrs Formby sonrió, fue algramófono y me puso otra pieza, segúnme dijo, inspirada por el mismo pájaro.The Lark Ascending me dejó fascinadodesde la primera nota. Entre las muchasmaravillas que había en aquella casahabía observado un par de violines, y yosabía que Mrs Formby sabía tocar elviolín, pero apenas fui capaz de creerlacuando me dijo que ella solía tocar esapieza. «Ahora no cojo mucho el violín»,dijo, «pero me gustaría leerte el poemaen el que se basa la pieza.» Y me leyólos versos de George Meredith queinspiraron a Vaughan Williams. Era unespectáculo curioso para un niño denueve años, más extraño aún al

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contemplar la cara de Mrs Formby, laextática expresión de sus ojos,aumentada por sus gruesos lentes.

Remonta el vuelo y da vueltas,deja caer la plateada cadena

de sonido,son muchos los eslabones sin

pausa,en gorjeos, silbidos, ligados y

trinos…

Pues aunque canta hastallenar el cielo,

es amor a la tierra lo queinspira,

y siempre aletea hacia lo alto,más alto;

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nuestro valle es su copadorada

y ella el vino que rebosapara elevarnos con ella

mientras se aleja…

Hasta que se pierde entre laluz con sus alas

aéreas, y entonces laimaginación canta.

Mrs Formby no se molestó enexplicarme el poema. En lugar de esome dijo que dentro de unas pocassemanas quería ir a escuchar el Mesíasde Händel —una sobrina suya deSheffield estaba en el coro—, y que, simis padres estaban de acuerdo, me

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llevaría. Y así fue como oí al pequeño yenfermo Barbirolli recrear, en el King’sHall de Belle Vue, aquel gloriososonido que no se me fue de la cabezadurante días, y que, junto con The LarkAscending, hizo que le suplicara a MrsFormby que me enseñara a tocar elviolín.

Al principio me enseñaba en elpequeño violín que había utilizado deniña. Mi principal obsesión dejó de serel patinaje sobre ruedas. Mientras aúnestaba en la escuela primaria, me buscóun buen profesor. Mis padres estabananonadados, pero les parecía que erauna gracia social que evitaría quehiciera travesuras durante unas cuantas

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horas a la semana. Ellos pagaban lasclases, igual que pagaban misexcursiones con la escuela, mis clasesparticulares, los libros que me parecíaque debía tener, todas las cosas que, ensu opinión, ensanchaban mi mente y mepodían ayudar a ir a la universidad. Lamúsica no les interesaba especialmente.Siempre había habido un piano en elsalón de mis padres, y todo elmobiliario se disponía a su alrededor,igual que ocurre hoy en día con eltelevisor, pero nadie lo tocaba, a no seralguna visita esporádica.

La escuela municipal a la que fuitenía una buena tradición musical, y lasautoridades educativas locales pagaban

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los servicios de los llamados profesoresde música itinerantes. Pero hoy en díatodo esto ha sufrido serios recortes, sino es que ha desaparecido por completo.Había un sistema de préstamo deinstrumentos gratuito o casi gratuito paraaquellos que no podían permitírselos,pero debido a los sucesivos ajustespresupuestarios en materia deeducación, todo esto ya es cosa delpasado. El centro musical donde losjóvenes músicos de la zona se reuníanpara tocar en una orquesta los sábadosestá ahora abandonado. Ayer pasé con elcoche: las ventanas estaban hechasañicos; hace años que es una ruina. Dehaber nacido en Rochdale cinco años

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después, teniendo en cuenta mis orígenesfamiliares —y eso que había muchosniños más pobres—, no sé cómo habríapodido mantener vivo mi amor por elviolín.

El hermoso Ayuntamiento gobiernaahora una ciudad muerta: es unapoblación a la que le han arrancado elcorazón. Por todas partes se ven señalesde decadencia. En el curso de un siglo,todas las industrias se han venido abajo,y ya no hay trabajo ni riqueza. Y elremate fue la plaga de la planificaciónurbana: los humanos suburbios fueronreemplazados por otros inhumanos, lasiglesias se convirtieron en isletaspeatonales, se construyeron zonas

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comerciales donde antes llevaban unavida mortecina. Por fin, tras dos décadasde estrangulamiento por parte delgobierno de Londres, todas lasinstituciones cívicas o sociales habíafallecido por falta de fondos: escuelas,bibliotecas, hospitales, transportes. Lapoblación que había sido el centro delmovimiento cooperativo había perdidotodo su sentido comunitario.

Los teatros cerraron. Los cinco cinescerraron. Las sociedades científicas oliterarias quedaron en nada odesaparecieron. Recuerdo midesesperación cuando me enteré de quenuestra librería iba a cerrar. Ahora hayunos cuantos estantes con libros en un

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rincón de W. H. Smiths’s.En los próximos años mi padre

morirá, tía Joan morirá, Mrs Formbymorirá. Cuando eso ocurra, dudo quevuelva a pisar Rochdale. Si yo mismoestoy decidido a cortar todo vínculo conmi ciudad, ¿con qué derecho me lamentoahora con tanto enojo?

2.14

De regreso a Londres, paso unas horasdeambulando por Manchester.

A mediodía me encuentro enBridgewater Hall. He venido a consultarla enorme piedra de toque, lisa y curva,que hay delante. Hoy, cuando paso las

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manos por ella, me provoca unasensación inicial de paz; pero desdealgún lugar de su frío núcleo emana unposterior impulso de peligro.

Echo un vistazo rápido por laBiblioteca Musical Henry Watson.Todavía no he pedido la partitura y laspartes para cada instrumento delcuarteto de cuerda de Beethoven. Estoyansioso por tocarlo, aunque lleno deincertidumbre. Aquí estoy, sin embargo,en el mismísimo lugar que alberga esamúsica. El bibliotecario, después decomprobar mis credenciales, me permiteutilizar mi viejo carnet.

Miro la partitura en el tren que melleva a Londres. Cuando, poco después

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de anochecer, llego a casa, telefoneo aPiers.

—Vaya —dice Piers—, ¿cómo hanido las Navidades?

—Muy bien. ¿Y las tuyas?—Espantosas, como siempre.

Charadas. Esa interminable alegría delos cojones. Lo pasé bastante bien, soloque mamá se ha convertido en unacompleta alcohólica. Finalmente mispadres me han dejado por imposible.Ahora es a Helen a quien bombardeancon lo de casarse y tener hijos. ¿A ti tepasa lo mismo?

—No, mi padre esta vez no me hadicho que a ver cuándo siento la cabeza.Pero suele hacerlo.

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—Bueno, ¿qué me cuentas? —pregunta Piers.

—¿Recuerdas aquel quinteto deBeethoven de que hablamos?

—Sí, ¿en do menor, verdad, basadoen su trío? Dijiste que habías encontradola partitura. ¿Conseguiste hacerte conuna grabación?

—Sí, y acabo de conseguir laspartes instrumentales en la bibliotecamusical de Manchester.

—¡Estupendo! Bueno, puesconsigamos a alguien que toque la violay hagámoslo. ¿A quién podríamosllamar? ¿A Emma?

—Claro…, ¿por qué no? Tú laconoces mejor que yo. ¿Le darás un

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toque?—Muy bien.—Hay otra cosa, Piers. ¿Te

importaría mucho que, solo por esta vez,yo tocara el primer violín?

Hay un instante de silencio.—No es una cuestión de que me

importe a mí —dice Piers.—Entonces, ¿debo preguntar a los

demás?—No, Michael —dice Piers, con

cierto enojo—. Digan lo que digan, nocreo que sea una buena idea. CuandoAlex y yo nos alternábamos en el primery segundo violín, no solo nos volvíamosnosotros locos, también Helen. Nodejaba de decir que era incapaz de

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acoplarse con los otros instrumentos, enespecial con el segundo violín. Y Billytambién decía que era como tocar en uncuarteto distinto cada vez.

—Pero solo será una vez. No vamosa tocar profesionalmente.

—¿Y si nos gusta como sale? ¿Y siqueremos tocarlo profesionalmente?Entonces tendríamos que ceñirnos a esaformación.

—Piers, esta pieza significa muchopara mí.

—Bueno, pues entonces ¿por qué noreúnes a unos cuantos colegas de laCamerata Anglica para ese propósito yla tocáis juntos?

—Para mí no funcionaría sin nuestro

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cuarteto.—Bueno, pues para mí no funcionará

con nuestro cuarteto.—Piénsatelo, Piers.—Michael, lo siento, ya lo he

pensado.—No lo has pensado en absoluto —

exclamo, furioso ante su actitud, que meparece más próxima al egoísmo que auna rígida neutralidad.

—Lo he pensado. Lo he pensadoantes de que me lo pidieras. Le he dadovueltas cientos de veces. Cuando Alexnos dejó —dice Piers con ciertavacilación—, me pregunté una y otra vezdónde nos habíamos equivocado.También había otras cosas, pero estoy

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seguro de que el meollo era ese.—Bueno, tú sabrás —digo,

demasiado enfadado para mostrarmecomprensivo. Y, de hecho, no me gustaesa compungida mención de Alex:después de todo, si él y Piers nohubieran roto, yo jamás habría estado eneste cuarteto.

—Michael —dice Piers—, pasé uninfierno cuando Alex nos dejó. Sé queno soy bueno como segundo violín, si esque alguna vez lo fui. —Calla, acontinuación añade—: Si volviera ahacer de segundo violín en nuestrocuarteto, me acordaría de aquella época,y eso afectaría a mi manera de tocar. Nosería bueno para ninguno de nosotros.

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No digo nada.—Bueno —dice—, pasado mañana

tenemos un ensayo en casa de Helen, alas cinco. ¿Te va bien? —Piers ha vueltoa subirse la visera.

—Sí. ¿Por qué no iba a irme bien?—Bueno, pues te veré allí.—Sí. Hasta entonces.

2.15

Nunca conocí muy bien a Alex, aunquedurante las semanas que pasamos enBanff nos vimos alguna vez. InclusoHelen, tan amante del cotilleo, no hablade él, ni de cómo les afectó su marcha; ysiempre me ha parecido que a mí no me

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corresponde preguntar qué ocurrióexactamente antes de mi entrada en elcuarteto. Al principio me parecía quelos otros tres evitaban deliberadamentereferirse a su antiguo miembro, yposteriormente, cuando ya nos tuvimosmás confianza, me pareció que no veníaal caso.

Rara vez se mencionaba su nombre.Cuando eso ocurría, Piers solíaabstraerse en sus pensamientos. A veces,si era Helen quien lo mencionaba, él serevolvía contra ella como un linceherido.

De haber sabido que seis años mástarde yo llenaría el hueco que él dejó,habría sentido más curiosidad por Alex

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cuando nos conocimos. A primera vistaera un hombre alegre, lleno de energía,fácil de trato, a quien le gustaba que leprestaran atención, siempre dispuesto acontar chistes o a recitar versoshumorísticos, muy galante con lasmujeres, que posiblemente también leatraían. A Julia le caía muy bien. Trasoírle tocar una veces el primer violín,otras el segundo (cosa que ocurrió enCanadá y posteriormente en el singularconcierto al que asistí en Londres), mepareció que era no solo un intérpreteexcelente, sino también muy flexible:más flexible que Piers, que siempreintentaba sobresalir cuando tocaba elsegundo violín. Quizá, como insinuó

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Piers, si Alex se hubiese conformadocon hacer de segundo violín habríanpermanecido juntos, y yo jamás habríaformado parte del Maggiore. Pero puedeque, al ser amantes y violinistas ambos,su relación estuviese condenada a echarchispas. Cuando surgía alguna tensión ensu relación profesional, sin duda debíade afectar a su relación de pareja, yviceversa. Y Piers ni en sus mejoresmomentos es una persona fácil de trato.

Alex dejó a Piers, el cuarteto, y, dehecho, también Londres, pues obtuvouna plaza en la Orquesta de CámaraEscocesa. Piers quedó desolado.Después de que yo ingresara en elcuarteto, pasó más de un año sin pareja.

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Y en estas apareció en escena Tobias, o,más exactamente, irrumpió a través deldecorado.

Tobias Kahn era un violinistapoderoso, concentrado, serio. La músicaera su vida —nada más le interesaba—y creía a pies juntillas que había unamanera correcta de hacer música y otraincorrecta. Era miembro de otro cuartetode cuerda. Piers se le entregó en cuerpoy alma.

Piers y Alex habían llevado unarelación de igualdad. Pero con Tobiasera como si Piers recibiera órdenes deun superior, una invisible quinta personasiempre presente entre nosotros. Fue unepisodio extraño y perturbador, y una de

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las cosas que me han hecho comprenderlo precarios que son, a pesar de sufuerza, los lazos que nos unen.

Piers tiene y ha tenido siempre undon natural para la música: es unapersona muy centrada, muy disciplinada,pero no rígida en su faceta comomúsico. Cuando toca algo, se deja llevarpor el momento y también por laestructura. Bajo la influencia de Tobiasse obsesionó con las sagradas escriturasde la teoría: qué es una pieza, quédebería ser, qué puede ser, qué no puedeser. Un compás o un pasaje poseían uncierto tempo; uno debía atenerse a él,aunque llovieran chuzos de punta.Nuestra labor era reproducir la

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partitura. Cualquier otra cosa —una ideaimaginativa, una fluctuación rítmica, uncapricho, cualquier cosa que se salierade la plantilla— era una abominación.Nuestra música había perdido todacapacidad de sorprender, de emocionar.Alcanzamos una lucidez cadavérica.

Piers tocaba totalmente en contra desu temperamento, y para los demás eraun infierno. Esa libertad que te hacetocar de manera desenvuelta, todo lo quehace que un movimiento funcione minutoa minuto, desapareció de nuestramúsica. Al principio fue como si nos lahubieran arrancado, luego como si jamáshubiera existido. En ocasiones era casiTobias, y no Piers, quien tocaba y

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discutía. Es difícil explicarlo conclaridad, ni siquiera después de tantotiempo. Era un poco como La invasiónde los ladrones de cuerpos.

Helen no comprendía qué le habíadado a su hermano. Tobias era un tipoextraño —casi no tenía personalidad,solo una mente que se agarraba a seriasy poderosas ideas—, y ella no entendíaqué podía ver Piers en él. Después detodo, era casi la antítesis de Alex.Incluso Billy, a quien le interesanbastante las cuestiones teóricas, sesentía profundamente desdichado.Consideraba que la actitud de Tobias eraun exceso de indulgencia en la lucha conla fuerza de voluntad. Los ensayos eran

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una tortura. Algunas veces nospasábamos horas hablando de cualquiercosa y sin tocar una nota. Todo esoreconcomía nuestras vidas. Casi hizoque nos separáramos, y así habría sidode haber durado un poco más aquellarelación. Helen quería abandonar elcuarteto antes de acabar perdiendo a unhermano. Una vez, cuando estábamos enel Japón, dijo que nos dejaba en cuantofinalizara la gira. Pero, más o menos alcabo de un año, la fiebre remitió. Dealguna manera, Piers exorcizó a Tobias,y no solo él, sino todos nosotros,volvimos a ser, poco a poco, los deantes.

Nunca mencionamos a Tobias si

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podemos evitarlo. Sorteamos el tema,pero no lo tocamos. La experiencia deaquel año, aquel sufrimiento que nospilló desprevenidos, es algo que,probablemente, ninguno de nosotrosllegará a olvidar.

Muchos músicos —ya toquen enorquestas o trabajen por su cuenta—consideran que los integrantes decuartetos son una raza extraña, obsesiva,introspectiva, elitista: gente que estánsiempre viajando a destinos exóticos ycosechan elogios como si lespertenecieran por derecho. Si supieranel coste de esa adulación demasiadoincierta, no nos tendrían tanto rencor.Dejando aparte nuestras inestables

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finanzas y nuestra constantepreocupación por conseguir que noscontraten, es esta estrecha relación quemantenemos entre nosotros y solo entrenosotros, más a menudo de lo quereconocemos, lo que constriñe nuestroespíritu y nos hacer ser más raros de loque somos en realidad. Quizá inclusonuestros estados de euforia se parezcana ese vértigo provocado por la falta deaire.

2.16

En mi contestador hay varios mensajesde Virginie. La llamo y me sale sucontestador. De noche, ya tarde, cuando

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estoy casi dormido, suena el teléfono.—¿Por qué no me llamaste por

Navidad? —pregunta Virginie.—Virginie, te dije que no te

llamaría. Estaba en el norte.—Y yo en el sur. Para eso están los

teléfonos.—Te dije que no te llamaría, que

quería estar solo.—Pero ¿cómo iba yo a creer que

serías tan horrible?—¿Lo has pasado bien en…, dónde

estabas exactamente por Navidad? ¿EnMontpellier? ¿Saint-Malo?

—En Nyons, desde luego, con mifamilia, como sabes perfectamente,Michael. Sí, lo he pasado bien. Muy

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bien. No me haces falta para pasármelobien.

—Sí, lo sé, Virginie.—Cada vez te entiendo menos.—Virginie, estaba medio dormido.—Oh, Michael, eres un peñazo —

dice Virginie—. Siempre estás mediodormido. Eres un tío de lo más rollo —añade orgullosa.

—Virginie, veo que cada vezdominas más el argot. Sí, bueno, heestado pensando en ello. Soy dieciséisaños mayor que tú.

—¿Y qué? ¿Por qué siempre meestás diciendo que no estás enamoradode mí?

—Yo no he dicho eso.

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—No, pero lo das a entender. ¿Tegusta darme clases?

—Bueno, cuando me haces caso.—¿Y te gusta hablar conmigo?—Bueno, sí, cuando no es muy tarde.—¿Y te gusta hacer el amor

conmigo?—¿Qué?… Sí.—Me conformo con eso. Mientras

estaba en Francia he practicado doshoras cada día.

—¿Haciendo el amor?Virginie suelta una risita.—No, tonto, con el violín.—Buena chica.—Mañana tenemos clase, y verás

los progresos que he hecho.

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—¿Mañana? Verás, Virginie,respecto a mañana… Me preguntaba sipodríamos aplazarlo un par de días.

—¿Por qué? —Un audible puchero.—¿Sabes ese quinteto de Beethoven

del que me hablaste? Tengo la partitura,y pasado mañana lo interpretaremos.Antes quiero estudiármelo bien.

—Oh, eso es maravilloso, Michael.¿Por qué no voy a tocar con vosotros?

—Mira, Virginie, espera unsegundo…

—No, escucha. Tú tocas la viola, yaque dices que nunca tienes oportunidadde tocarla, y yo seré el segundo violín.

—¡No, no, no, no! —grito,rechazando esa idea como si fuera un

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enjambre de abejas.—¿Por qué te pones tan violento,

Michael?—Es solo que… Piers ya se lo ha

pedido a otra persona.—Bueno, solo era una sugerencia.

—Virginie parece desconcertada.¡Qué cruel y estúpido soy! Pero no

lo empeoraré dándole explicaciones.—Michael —dice Virginie—. Te

amo. No te lo mereces, pero te amo. Yquiero verte mañana. No quiero verte nihablar contigo hasta que hayas tocadoesa estúpida música. Fui yo quien tehabló de ella. Tú ni siquiera creías queexistiera.

—Lo sé. Lo sé.

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Virginie cuelga el teléfono sin decirbuenas noches ni adiós.

2.17

Nos reunimos en casa de Helen paratocar el quinteto de Beethoven. Hepasado el día anterior estudiando miparte y la partitura.

Ni Piers ni yo nos referimos anuestra conversación. He aceptado elpapel de segundo violín, incluso en estapieza. Se han distribuido las partes delquinteto a los demás intérpretes y hemosafinado. Emma Marsh, a la que Piersconoce de cuando estudiaba en el RoyalCollege of Music, se nos ha unido como

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segunda viola. Es una muchacha bajita,gordita, bastante joven, que toca la violaen su propio cuarteto, de modo que seacoplará bien con nosotros. Billy yHelen se miran el uno al otro y hacenexagerados gestos de separación.

—¿Todo se repite? —preguntaHelen.

—Sí —contesto.Billy examina su parte con vivo

interés, y pide ver la partitura.En el quinteto tocará casi sin pausa,

contrariamente al trio que fue su avataroriginal, aunque algunas de sus líneasmás líricas han ido a parar a Helen.

Piers parece incómodo. Bien.Nunca anteriormente me había

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sentido desdichado haciendo de segundoviolín, aunque estoy de acuerdo con elque dijo que sería más propio llamarlo«el otro violinista». Su papel es distinto,no menor; más interesante porque es másversátil. A veces, al igual que la viola,se halla en el núcleo de la textura delcuarteto; en otras canta con un lirismoigual al del primer violín, pero en unregistro más grave y difícil.

Hoy, sin embargo, me sientodesdichado y agraviado. He tenido querenunciar a la esperanza de tocar laparte que había llegado a ver y oír comomía. Piers no se imagina con qué pocosescrúpulos le apuñalaría con la puntaenvenenada de mi arco. Jamás esperé

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que fuera tan inflexible.Pero ahora inhala en una breve y

veloz aspiración de negra para dar laentrada, y comenzamos a tocar, allegrocon mucho brío.

Al cabo de un momento ya heolvidado todo resentimiento, todos losderechos y satisfacciones que me deben.¡Qué poca importancia tiene todo ellouna vez inmersos en esa deliciosa yvigorosa música! Tocamos el primermovimiento sin parar, y no nos liamos niuna vez. Acaba con Piers tocando unaserie tremendamente enérgica de escalasascendentes y descendentes, seguidas deun amplio y resonante acorde en el queparticipamos los cinco, que se apaga

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rápidamente en otros tres acordes mássuaves.

Nos miramos mutuamente, radiantes.Helen menea la cabeza.—¿Cómo es que nunca había oído

esta música? ¿Cómo es que nadie laconoce?

—Es deliciosa —es lo único quepuede decir Emma.

—Gracias, Michael —dice Piers, sele ve ufano—. Es un auténtico hallazgo.Pero te hace sudar.

—Ya me lo seguiréis agradeciendodespués del segundo movimiento —digo—. Es una belleza.

—Pero debe de haber sido escritounos veinte años después del trío —dice

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Billy—. ¿Qué más estaba componiendoen esa época?

—No gran cosa —digo, pues lo heinvestigado—. Bueno, ¿qué os parece.Avanti?

—Avanti! —exclaman todos, y trasafinar de nuevo rápidamente nuestrosinstrumentos y volver a poner en marchanuestros corazones, entramos en el lentomovimiento de tema y variaciones.

¡Qué maravilla es tocar estequinteto; tocarlo, no trabajarlo; tocarlopara nuestro propio disfrute, sinnecesidad de transmitirle nada a nadiefuera de nuestro círculo de recreación,sin ninguna expectativa, sin lacompensación demasiado inmediata del

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aplauso! El quinteto existe sin nosotros,y, sin embargo, no puede existir sinnosotros. Nos canta, nosotros locantamos, y de algún modo, a través deestos insectos blancos y negros que searraciman a lo largo de esas cincodelgadas líneas, el hombre que, sordo,transfiguró lo que había compuestomuchos años antes, cuando oía, noshabla a través de la tierra y del agua yde diez generaciones, y en un momentonos llena de tristeza, y en otro deasombroso gozo.

Para mí hay otra presencia en estamúsica. Al igual que mi retina la intuyóa través de dos cristales en movimiento,a través de este laberinto de motas que

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nuestros brazos convierten en vibración—sensorial, sensual—, percibo denuevo su ser. El laberinto de mi oídoconmociona las espirales de mimemoria. Aquí está su fuerza en mibrazo, ahí su espíritu en mi pulso. Perodónde está ella ahora, no lo sé, ytampoco tengo esperanza de saberlo.

2.18

Conocí a Julia dos meses después de millegada a Viena, a principios deinvierno. Fue en un concierto deestudiantes. Ella interpretaba una sonatade Mozart. Después del concierto le dijelo mucho que me había fascinado su

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manera de tocar. Hablamos de nosotros,y descubrimos que los dos éramosingleses, aunque hubiéramos nacido enInglaterras muy distintas, pues su padreera profesor de historia en Oxford. Suspadres se habían conocido después de laguerra: en Viena, como nosotros. Trashaber pasado semanas esforzándome conmi alemán, era tal placer, tal alivio,volver a hablar inglés, que me sentí másparlanchín que nunca. Sonrió cuando ledije que había nacido en Rochdale,aunque luego, no sé cómo, hizo que lehablara de mi ciudad como nunca antesle había hablado a nadie. La invité acenar. Era una noche fría, en el suelo seveían retazos de nieve y fango, y Viena

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mostraba su cara más gris y triste.Fuimos andando al restaurante. Yoresbalé, y ella impidió que cayera. Labesé de manera instintiva —atónitoincluso mientras lo hacía—, y ella sequedó demasiado sorprendida paraponer ninguna objeción. Llevaba el pelorecogido con un pañuelo de seda gris:siempre le gustaron los pañuelos. Lamiré a los ojos, los desvié, y me dicuenta, como debía de haberse dadoella, de que había ido demasiado lejos.

Desde nuestro primer encuentro, nopude pensar sino en Julia. No sé quépudo ver ella en mí, aparte del deseocasi desesperado que me despertaba,pero al cabo de una semana de

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conocernos éramos amantes. Unamañana, después de una noche de amor,intentamos hacer música juntos. No fuemuy bien; los dos estábamos demasiadonerviosos. Esa misma semana volvimosa intentarlo, y nos quedamosestupefactos ante la naturalidad con quetocamos, la compenetración entre losdos. Junto con una violonchelista —Maria, amiga y compañera de clase deJulia—, montamos un trío, ycomenzamos a tocar allí dondepodíamos, dentro y fuera de Viena. Antela sugerencia de un amigo enviamos unacinta y una solicitud, y fuimos aceptadosen la escuela de verano de Banff. Eseinvierno, esa primavera, ese verano. Mi

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vida era un sueño hecho realidad.Era cinco años más joven que yo, y

era una estudiante normal; no como yo,que hacía un curso especial depostgrado con un profesor en concreto.En muchos aspectos, sin embargo,parecía mayor que yo. Se desenvolvíacon naturalidad en Viena, donde yallevaba tres años viviendo. Aunquehabía pasado toda la vida en Londresantes de ir a estudiar a Viena, habíacrecido hablando inglés y alemán. Sehabía educado en un mundo totalmentediferente del mío, inalcanzable para mí,donde el arte, la literatura y la música seasimilaban sin esfuerzo ni explicación: apartir de conversaciones y viajes, libros

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y discos, de las mismísimas paredes yestanterías. A pesar de todos misestudios en la escuela de música y demis lecturas autodidactas durante losaños que pasé en Manchester, a vecesazarosas, a veces obsesivas, ella fue mimejor profesor, y por eso y por todo lodemás le entregué mi corazón.

Me enseñó a disfrutar del arte,mejoró mi alemán enormemente, inclusome enseñó a jugar al bridge. Aprendímuchas cosas de música solo de oírlatocar; el placer que obtenía haciendomúsica con ella, a solas o con nuestrotrío, era tan grande como el goce que meha proporcionado el cuarteto.Posteriormente comprendí que había

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aprendido más música de ella que deninguna otra persona, pues lo queaprendí con ella nada tenía que ver conla enseñanza.

Julia a veces iba a la iglesia, nocada domingo, sino de vez en cuando,generalmente si quería dar gracias poralgo o si tenía alguna preocupación. Eseera un mundo impenetrable para mí,pues no había rezado desde mi épocaescolar. No cabe duda de que la religiónera uno de los pilares de su seguridad ensí misma, pero esa cuestión me hacíasentirme incómodo, y estaba claro queella tampoco quería hablar del asunto,aunque nunca lo dijera a las claras.Tenía una agudeza, una amabilidad, a las

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que yo no estaba acostumbrado. Quizáella vio en mí exactamente todo loopuesto: inconstancia, obstinación,escepticismo, tosquedad, impulsividad,a veces, incluso, una ciega sensación depánico, casi al límite de la locura. Pero¿cómo podía atraerle ninguna de estascualidades? Ella decía que como yohabía tenido que trabajar para ganarmela vida, era distinto a todos los demásestudiantes que conocía. Decía que leencantaba mi compañía, aunque nuncasupiera qué pensar de mis frecuentesarrebatos de mal humor. Debía de darsecuenta de lo mucho que la necesitabacada vez que me hundía en la depresión.Más que nada, debía de saber lo mucho

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que la amaba.Llegó un segundo invierno. A

principios de año, mi tercer dedocomenzó a darme problemas.Reaccionaba con lentitud, y solo merespondía tras un prolongadocalentamiento. Carl se lo tomó con furiae impaciencia: se tomaba como uninsulto personal la torpeza de mis trinos,y mis angustias reflejaban mi inutilidad.Era como si uno de los potencialesdiamantes de su corona resultara sersimple carbono, y solo pudiera alcanzarsu forma ideal bajo una intensa ycontinua presión. Él la aplicaba, y yo medesmoronaba.

Mientras el invierno se iba

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transformando en primavera, Juliaintentaba hablar conmigo, convencermede que tuviera valor, de que me quedarael resto del año, aunque solo fuera pormi amor por ella. Pero yo me sentíaincapaz de decirle que en mi mente solohabía desolación. Me dijo que no memarchara enemistado con mi profesor, yuna y otra vez me recordaba lo que yohabía visto en Carl la primera vez, loque ella aún veía en él: alguien cuyamanera de tocar estaba mucho más alládel virtuosismo, cuya música transmitíanobleza de espíritu en cada frase. Peromi conflicto con él era tan hondo einsalvable que el hecho de que ella ledefendiera me parecía una traición

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intolerable: en cierto sentido, peor quela de Carl, pues de él ya no esperabacomprensión.

Me fui. En Londres, de hecho, meconvertí en un fugitivo, pues tampocosoportaba la idea de volver a casa. AJulia ni le escribí ni la llamé porteléfono. Solo con el tiempo conseguíver las cosas con claridad, sin sentirmedolido, y comprender cuán honestamentehabía actuado ella, y con cuánto amor, ya darme cuenta de que quizá la habíaperdido marchándome tanrepentinamente y sin decir nada. Y asíera. Habían pasado dos meses. Cuandopor fin le escribí, probablemente yatanto le daba.

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Le telefoneé, pero siempre quealguien contestaba al teléfonocomunitario de la residencia deestudiantes acababa regresando, al cabode un par de minutos, para decirme queella no estaba. No contestó a mis cartas.En un par de ocasiones se me ocurrió ira Viena, pero tenía muy poco dinero, yaún me amedrentaba el recuerdo de miderrumbe, y la presencia de Carl Käll, ycómo recibiría Julia mis explicaciones.Además, habían llegado las vacacionesde verano, y ella podía estar encualquier parte. Pasaron los meses. Enoctubre volvieron a empezar las clases,y seguía sin tener noticias de ella.

La conciencia de haberla perdido

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dio paso, mientras estaba en Londres, aun anestésico instinto deautoconservación. Con el tiempo perdítoda esperanza, y al mismo tiempo fuemuriendo el dolor. Aún debía vivir dostercios de mi vida. Me apunté a unaagencia laboral que me consiguióalgunos trabajos. Al cabo de un año máso menos tuve una audición con laCamerata Anglica, y me aceptaron.Tocaba; sobrevivía; incluso ahorré unpoco, pues no tenía a nadie en quiengastar el dinero. Visitaba museos,galerías de arte, bibliotecas, ibaandando a todas partes. Me familiaricécon Londres y con todo lo que la ciudadtenía que ofrecerme, pero ni mucho

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menos me sentía un londinense. Mimente estaba en otra parte, al norte y alsur. Los cuadros que veía, los libros queleía, me recordaban a Julia, pues eraella la que, en muchos aspectos, mehabía hecho como era.

Cuando escuchaba música, casisiempre era Bach. Después de todo,gracias a ella, a través de susinterpretaciones, mi admiración porBach se había transformado endevoción. A veces ella y Maria tocabansus sonatas para viola de gamba, a vecesella y yo tocábamos su música paraviolín y piano, y en un par de ocasionesme hizo aporrear la parte de pedal deuna obra para órgano en el extremo

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izquierdo del piano. Había un preludiocoral, An Wasserflüssen Babylon, queme había emocionado muchísimomientras lo tocábamos. Pero era cuandoella tocaba sola, para sí —una suite, unainvención o una fuga—, cuando todo miser se entregaba completamente a Bach,a ella.

Antes de conocerla me habíaacostado con otras mujeres, y ella habíatenido un novio, pero yo fui su primeramor, y ella el mío. Desde entonces nohe vuelto a enamorarme. Pero tampocohe dejado de estar enamorado de ella,de la que ella era entonces, supongo, ode la que posteriormente comprendí oimaginé que había sido. ¿Qué es ella

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ahora, quién es? ¿Acaso le estoy siendoestúpidamente fiel a alguien que hacambiado completamente (si es que esoes posible)? ¿Puede haber cambiadotanto? Quizá llegó a odiarme por haberladejado, o me olvidó, o hizo todo loposible para borrarme de su mente.¿Cuántos segundos o semanas, despuésde verme en aquel autobús, hesobrevivido en sus pensamientos?

Pero ¿cómo habría podido ellaperdonarme, si yo mismo no me heperdonado? Siempre que oigo música deBach, pienso en ella. Cuando interpretoa Haydn, Mozart, Beethoven o Schubert,pienso en la ciudad de todos esoscompositores. Julia me la enseñó, y

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todas sus piedras y lugares me larecuerdan. Hace diez años que no hevuelto a Viena. Pero vamos a ir a tocarallí la próxima primavera, y nada, lo sé,puede animarme para afrontar semejantecircunstancia.

2.19

Durante los últimos tres meses, más omenos, un desconocido nos ha estadosiguiendo a todas partes: un fanpegajoso. Al principio le tomamos porun inofensivo entusiasta: corbata, gafascolgadas del cuello, el tipo de chaquetaque lleva un profesor de universidad.Nos seguía aquí y allá, nos saludaba en

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los camerinos, nos pagaba las copas, sepegaba a nosotros para monopolizarnos,hablaba con conocimiento de causa delas obras que tocábamos, insistía en quele permitiéramos invitarnos. Más omenos le toleramos. Helen era la que semostraba más cauta, y, contrariamente asu manera de ser, fue bastante bruscacon él en un par de ocasiones. A vecesese hombre semejaba presa de unadesaforada excitación, pero lo que decíaera tan sensato y fuera de lugar al mismotiempo, que no era fácil echarlecompletamente de nuestro lado. Cuandodijo que sabía por qué le habíamospuesto ese nombre al cuarteto, Pierspareció alterado y furioso: se suponía

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que era una especie de secreto.El mes pasado, en York, el fan

pegajoso secuestró una fiesta. Elanfitrión, que estaba relacionado con lasociedad musical de la ciudad, habíainvitado a unas cuantas personas a cenaren su casa después del concierto. Al fanpegajoso, que nos había seguido hasta elnorte, lo tomaron por un amigo nuestro.Nada más llegar se hizo el amo de lareunión. Ante el asombro del anfitrión yla anfitriona, de pronto aparecieron losempleados de una empresa de cateringcon comida y bebida paracomplementar, de manera innecesaria, laque ya había. En aquel momento yahabía quedado claro que aquel hombre

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no era alguien que nosotros hubiésemostraído de manera voluntaria, pero erademasiado tarde: se había atrincherado.Se convirtió en una especie de maestrode ceremonias: colocaba a la gente aquíy allá, llamaba a los camareros, pedíaque mitigaran un poco la luz. Hablaba,cantaba para ilustrar lo que decía,bailaba. Se levantó para componer unhimno al arte en general y a nuestro arteen particular. Se puso de rodillas. Enese momento nuestro anfitrión recordóque a primera hora de la mañanasiguiente debía coger un avión, y, trasmuchas disculpas por su falta dehospitalidad, sacó de su casa a todo elmundo. El fan se pasó un rato bailando

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por la calle, a continuación se sentó enla furgoneta de la empresa de catering yse puso a cantar. De vez en cuando ledaba un violento ataque de tos. Hastaentonces nunca se había portado tanestrafalariamente, y no sabíamos quéhacer.

—¿No deberíamos asegurarnos deque se encuentra bien? —preguntó Billy,poniendo en marcha el coche.

—No —dijo Piers—. No esresponsabilidad nuestra. Puede cuidarde sí mismo. Espero de todo corazónque no volvamos a ver nunca más a esecabrón.

—Oh, vamos, Piers, es inofensivo—dijo Billy—. Pero bueno, me ha

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sabido mal por nuestros anfitriones.—Pues guárdate un poco. Dudo que

vuelvan a invitarnos.—Oh, Piers —dijo Helen.—¿Qué sabes tú de todo esto? —

preguntó Piers, sentado en el asientodelantero, volviéndose para mirar a suhermana—. Soy yo el que tendrá quecontarle a Erica lo que ha pasado yhacer que repare este desaguisado. Y nocreo que eso le guste. ¿Y si aparece ennuestro próximo concierto?

La idea pareció incomodar a Helen.Le rodeé los hombros con un brazo paratranquilizarla. Por extraño que parezca,el ver que Helen estaba preocupadapareció aumentar la cólera de Piers.

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—Si en Leeds le veo entre elpúblico —dijo Helen—, dejaré de tocar.No, no quites el brazo de ahí, Michael.—Suspiró—. Estoy muy cansada. Unaadivinanza: ¿cómo alguien que toca enun cuarteto de cuerda puede acabarteniendo un millón de libras?

—Empezando con diez millones —dijo Billy.

—Billy, eres un tramposo, ya losabías —dijo Helen.

—Heredándolo de tu tía —murmuróPiers, esta vez sin volverse. Helen nodijo nada, pero sentí cómo sus hombrosse tensaban.

—Piers —dije—. Basta.—¿Puedo darte un consejo,

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Michael? —dijo Piers—. No te metas enasuntos familiares.

—Oh, Piers —dijo Helen.—¡Oh, Piers, oh, Piers, oh, Piers! —

dijo Piers—. Ya estoy harto. Déjamebajar. Iré andando al hotel.

—Pero si ya hemos llegado —dijoBilly—. Mira… está ahí.

Piers soltó un gruñido y no dijo nadamás.

2.20

Son las 7.30 de una tarde de febrero. Noentra luz por la claraboya que hay sobreel público. Mientras nos encaminamos anuestras sillas, mi mirada se dirige

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adonde Virginie está sentada. Detrás denosotros hay una pared curva de colorcrema, y sobre nuestras cabezas unamedia cúpula adornada con un curioso ybello relieve. Nos sentamos. Se apaganlos aplausos. Afinamos un poco yestamos listos para empezar. Pierslevanta el arco para tocar la primeranota. Entonces Billy estornuda, muyescandalosamente. A menudo estornudaantes de un concierto, nunca —gracias aDios— mientras tocamos. Eso parecedivertir al público, y despierta unacorriente de simpatía. Miramos a Billy,que está rojo como un tomate, y hurga ensu bolsillo buscando un pañuelo. Piersespera unos segundos, se asegura de que

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todos estamos preparados, baja el arco ycomenzamos a tocar.

Es una tarde de invierno en elWigmore Hall, la sagrada caja dezapatos de la música de cámara. Esteúltimo mes lo hemos pasado practicandointensamente para esta noche. Elprograma es sencillo: tres cuartetosclásicos: el opus 20 número 6 de Haydnen la mayor, mi cuarteto más querido; acontinuación, el primero de los seiscuartetos que Mozart le dedicó a Haydn,en sol mayor; y finalmente, tras elintermedio, esa maratoniana carrera deobstáculos, el etéreo, gracioso,milagroso, ininterrumpido y agotadorcuarteto en do sostenido menor de

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Beethoven, que compuso un año antes desu muerte, y que, al igual que la partituradel Mesías le había consolado ydeleitado en su lecho de muerte, iba adeleitar y consolar a Schubert mientrasagonizaba en la misma ciudad, un añodespués.

Mueren, resucitan, una caídaagónica, un remontar el vuelo: las ondasde sonido brotan a nuestro alrededormientras las generamos: Helen y yo en elcentro, y, flanqueándonos, Piers y Billy.Nuestros ojos son nuestra música;apenas nos miramos, pero entramos enel momento justo como si el propioHaydn nos dirigiera. Qué extrañocompuesto somos; no nosotros

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personalmente, sino el Maggiore,formado de partes inconexas: sillas,atriles, partituras, arcos, instrumentos,músicos, partes que están sentadas, depie, moviéndose, sonando; y todo elloproduce esas complejas vibraciones quesacuden el oído interno, y a través deellas la masa gris dice: alegría; amor;tristeza; belleza. Y sobre nuestrascabezas, en el ábside, la extraña figurade un hombre desnudo rodeado deespinas y ascendiendo hacia un grial deluz, delante de nosotros quinientascuarenta seres entrevistos concentradosen quinientas cuarenta marañas desensaciones, actividades mentales yemociones, y a través de nosotros el

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espíritu de alguien que escribió esasnotas en 1772 con la afilada pluma de unave.

Adoro todas las partes de estecuarteto. Es un cuarteto que puedoescuchar e interpretar sea cual sea miestado de ánimo. La impetuosa felicidaddel allegro; el encantador adagio en elque mis pequeñas figuras son como unacontramelodía a la canción de Piers; elminueto y el trío que sirven de contraste,cada uno un microcosmos, y que, sinembargo, consiguen parecer inacabados;y la melodiosa y variada fuga, carentede toda pomposidad: todo me encanta.Pero la parte que más me gusta escuando no toco. El trío realmente es un

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trío. Piers, Helen y Billy se deslizan y sedetienen en las cuerdas más bajas,mientras yo descanso: de maneraintensa, concentrada. Mi Tononi calla.Mi arco reposa sobre mi regazo. Misojos se cierran. Estoy aquí y no lo estoy.¿Duermo sin dormir? ¿Huyo al otroextremo de la galaxia y quizá a un par debillones de años luz más allá? ¿Unasvacaciones, por cortas que sean, de lapresencia de mis omnipresentescolegas? Sobria, profundamente, lamelodía se apaga, y ahora comienza denuevo el minueto. Pero debería estartocándolo, me digo lleno de ansiedad.Es el minueto. Debería haberme unido alos demás. Debería estar tocando otra

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vez. Y, por extraño que parezca, me oigotocar. Y sí, el violín está bajo mibarbilla, y el arco en mi mano, y toco.

2.21

Tocamos los dos últimos acordes de lafuga de Haydn a la perfección: sin eseimponente Dämmerung en el que luchanfuerzas sobrenaturales —este efecto loguardamos para los tres tremendosacordes de doce notas que hay al finaldel cuarteto de Beethoven—, sino conun jovial au revoir, ligero, pero no leve.

Nos aplauden al acabar, y salimos asaludar varias veces. Helen y yoponemos una sonrisa de oreja a oreja,

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Piers intenta mostrarse imperturbable, yBilly estornuda un par de veces.

Ahora viene el de Mozart. Hemossudado más ensayando este que el deHaydn, aunque está en una tonalidad másnatural para nuestros instrumentos. A losdemás les gusta, aunque Helen tiene susreservas. Billy lo encuentra fascinante;pero pocas piezas hay que Billy, desdeel punto de vista compositivo, noencuentre fascinantes.

A mí no me entusiasma. Piers, el sermás testarudo que conozco, afirmabaque yo me había puesto testarudo cuandolo comentamos en los ensayos. Intentéexplicarme. Dije que no me gustaba laepidemia de contrastes dinámicos: me

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parecían recargados. ¿Por qué nisiquiera nos dejaba elegir cómo tocarlos primeros compases? Tampoco megustaba el cromatismo excesivo. Meparecía que lo había trabajadodemasiado, de una manera nadamozartiana. Piers creía que yo estabaloco. De todos modos, aquí estamos,tocándolo bastante bien. Por fortuna, loque yo pienso de la pieza no ha caladoen los demás. Al igual que con el deHaydn, el trío es mi fragmento favorito,aunque esta vez, para mi deleite, yotambién tengo que tocar. En el últimomovimiento fugado —o mejor dicho, enforma de fuga—, son los fragmentos nofugados los que realmente cobran vida, y

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hace lo que debería hacer toda fuga —especialmente una rápida—: huir. Ah, seacabó. No sé si ha sido unainterpretación inspirada, pero aceptamoslos aplausos con alegría.

En el intermedio nos sentamos en elcamerino, aliviados y tensos. Doygolpecitos nerviosos a mi violín. Aveces es una bestia temperamental, ydurante cuarenta minutos no podrévolver a afinarlo: los siete movimientosdel cuarteto de Beethoven se suceden sinpausa.

Billy teclea el piano vertical, y estome pone aún más tenso. Toca algunoscompases del curioso bis que hemospreparado con tanta minuciosidad, y

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canturrea algunas partes para sí mismo,lo que me hace sufrir por anticipado.Siempre he odiado los intermedios.

—¡Por favor, Billy! —digo.—¿Qué? Oh…, oh, entiendo —dice

Billy, y para. Frunce el ceño—. Dimeuna cosa, ¿por qué la gente tiene quetoser inmediatamente después queacaba un movimiento? Si han aguantadodurante diez minutos, ¿por qué nopueden aguantar unos segundos más?

—¡El público! —dice Piers, como sieso lo explicara todo.

Helen me ofrece un trago de whiskyde una petaca plateada que guarda en elbolso.

—No le emborraches —gruñe Piers.

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—Es solo terapéutico —dice Helen—. Para los nervios. Mira al pobreMichael, está temblando.

—No estoy temblando. En todocaso, no más de lo normal.

—Está saliendo muy bien —diceHelen para calmarme—. Pero que muybien. A todo el mundo parece gustarle.

—Lo que de verdad les gusta —dicePiers— es tu vestido rojo y ese escoteque deja los hombros al descubierto.

Helen bosteza ostentosamente.—Billy, tócanos algo de Brahms —

dice.—No, no —grita Piers.—Bueno, ¿pues qué os parece si nos

estamos en silencio? —pregunta Helen

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—. Nada de comentarios desagradables,nada de riñas, solo amor y comprensión.

—Muy bien —dice Piers en tonoconciliador, acercándose a su hermana yacariciándole los hombros.

—La verdad es que tengo muchasganas de tocarlo —digo.

—Ese es el espíritu que necesitamos—dice Piers.

—La lenta fuga del inicio me haceestremecer —dice Billy para sí mismo.

—Qué tontos sois los chicos —diceHelen—. ¿No podríais ver la músicadesde una perspectiva menosinocentona? Creo que eso os ayudaría ano estar tan nerviosos.

Callamos durante un rato. Me

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levanto y miro por la ventana, apoyandolas manos en el radiador.

—Me preocupa que se me desafineel violín —digo en voz baja.

—Se portará bien —murmura Helen—. Ya lo verás.

2.22

Cuarenta minutos más tarde nos estánaplaudiendo. La camisa de Billy estáempapada en sudor. En una ocasión dijodel cuarteto en do sostenido menor:«Tienes que darlo todo en los cuatroprimeros compases, ¿y qué te quedapara después?», pero él, y nosotros,hemos contestado a esa pregunta a

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nuestra manera.Es una pieza después de la cual no

puede haber bis, y no debería tocarseninguno. La cuarta vez que salimos asaludar podríamos haberlo insinuadodejando nuestros instrumentos entrebastidores, pero los hemos traído connosotros, como antes, y esta vez nossentamos. Al momento se apagan losaplausos, como cuando se baja la batuta.Hay un murmullo de expectación,enseguida silencio. Nos miramos losunos a los otros, nos concentramoscompletamente los unos en los otros.Para lo que vamos a tocar nonecesitamos partitura. Está en nuestrascélulas.

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Cuando estaba entre bastidores le hehecho un pequeño ajuste al Tononi.Ahora lo compruebo casi en silencio, yle digo que no me falle.

En circunstancias normales Piershabría anunciado el bis. Ahora, por elcontrario, él y los demás me miran yasienten casi imperceptiblemente.Comienzo a tocar. Toco las dos primerasnotas con las cuerdas al aire, casi comosi fueran una transición de la afinación ala música.

Mientras toco las primeras lentasnotas oigo, procedente de distintospuntos de la sala a oscuras, la sonoraaspiración de la gente que, sorprendida,reconoce la pieza. Tras mis cuatro

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solitarios compases, Piers se me une,luego Billy y después Helen.

Estamos tocando el primercontrapunto de El arte de la fuga deBach.

Tocamos casi sin vibrato,manteniendo el arco sobre la cuerda,tocando con las cuerdas al aire siempreque ocurre de manera natural, auncuando eso signifique que nuestrasfrases no se repliquen exactamente.Tocamos con una intensidad, con unacalma, que jamás creí que pudiéramossentir ni crear. La fuga fluye, y nuestrosarcos siguen su curso, guiados yguiándonos.

Mientras me aproximo a la menuda

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corchea, la minúscula fracción de unanota que era la fuente de toda miansiedad, Helen, que en ese momentotiene un descanso, gira levemente lacabeza y me mira. Adivino que estásonriendo. Es el fa que hay debajo deldo medio. He tenido que afinar la cuerdainferior un tono más bajo a fin de podertocarla.

Tocamos en un trance enérgico.Estos cuatro minutos y medio podríanser horas o segundos. En el ojo de mimente veo las claves poco utilizadas dela partitura original, y el subir y bajar,rápida y lentamente, en paralelo y enoposición, de nuestras varias voces; y enel oído de mi mente oigo lo que ha

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sonado y lo que suena y lo que aún ha desonar. Solo tengo que verificar en lascuerdas lo que ya es real para mí; eigual les pasa a Billy, a Helen, a Piers.Nuestras visiones sincrónicas se funden,y somos uno: cada uno con los otrostres, con el mundo, y con ese serdesaparecido mucho tiempo atrás cuyafuerza recibimos a través de su visióntransformada en notas y de la única yfugaz sílaba de su nombre.

2.23

Piers y yo nos hemos quitado elesmoquin y puesto ropa más cómoda.Hemos tardado noventa segundos justos.

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La gente se agolpa a la puerta delcamerino y en las escaleras.

Abrimos la puerta y entra EricaCowan con los brazos abiertos y ungesto de éxtasis. La siguen veinte otreinta personas.

—¡Maravilloso, maravilloso,maravilloso, mua, mua, mua! —exclamaErica, dispensando besos laterales—.¿Dónde está Billy?

—En la ducha —dice Piers.Billy ha huido corriendo por el

pasillo ante la llegada del público.Volverá a estar con nosotros en unosminutos, limpio y presentable. Lydia, suesposa, habla con Virginie. Piers, conlos ojos medio cerrados, se apoya

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contra el perchero. Algunosespectadores que se deshacen en elogiosse arremolinan en torno a él.

—Gracias, sí, gracias, me encanta,me encanta que hayáis disfrutado… ¡Eh,Luis! —dice con repentino entusiasmo alreconocer a alguien.

Todos preferiríamos estar solos,pero el Maggiore debe sonreír paraseguir viviendo.

Una joven de aspecto serio leformula a Piers —que no ha podidodesembarazarse de los admiradores— lacuestión que más aborrece: el porqué denuestro nombre. Ve a sus padres al otrolado de la sala, les hace seña de que sele acerquen y se pone a hablar con ellos

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de asuntos familiares.El fan pegajoso está presente y se

pega a Helen, despampanante con suvestido. Por suerte, sin embargo, supresencia queda apagada por dos de losalumnos de Helen en el Guildhall.

No hay ni que decir que a NicholasSpare no se le ha visto el pelo, aunquedespués de lo que le hizo Piers, le haríafalta una nobleza de espíritu improbableen él para presentarse. Tampoco hacumplido su promesa de incluirnos ensus recomendaciones musicales de lasemana. De hecho, según un miembro dela dirección de la sala, no había ningúncrítico. Es tremendamente frustrante: unainterpretación maravillosa, y ni una mala

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gacetilla para que el mundo se entere.Tampoco creo que el mundo tengamuchas columnas en el periódico deluniverso.

—Oh, c’est la guerre —le diceErica a Piers cuando este se lamenta—.Los críticos no importan, de verdad.

—Eso es una tontería, Erica, y losabes —dice Piers secamente.

—Es una noche maravillosa y no hayque lamentarse —dice Erica—. Ah, esade ahí es Ysobel Shingle. Ysobel con igriega, increíble, ¿no? Trabaja enStratus Records… Ysobel, Ysobel —grita Erica, agitando la manoostentosamente.

Una joven alta, de aspecto tan

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grisáceo que parece que nunca hayavisto el sol y con la frente surcada detrincheras de preocupación, les dice aPiers y a Erica, con trémula vehemencia,cuánto le ha gustado el concierto.

—Ofrécenos un contrato —diceErica de manera desenfadada.

Ysobel Shingles sonríe con aireacorralado.

—Bueno, tengo una idea —dice—.Pero, sabes, no creo que este sea ellugar para… —No acaba la frase.

—Mañana por la mañana estaré entu oficina a las diez y media —diceErica.

—Bueno, sabes, Erica, yo, mm, dejaque sea yo quien te llame… Deja que lo

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piense. Solo quería decirte lo muchoque… —Se retuerce las palmas de lasmanos en un gesto torturado; acontinuación, como presa del pánico, damedia vuelta para irse.

—¡Qué mujer tan rara! —dice MrsTavistock, que, a juzgar por lo quecuentan sus hijos, Piers y Helen, estambién una mujer bastante rara.

—A ella se debe el éxito de lacompañía Stratus —dice Erica.

—¿De verdad? —dice Piers,impresionado a su pesar.

—Es fabuloso que esta nocheestuviera entre el público —dice Erica—. Le voy a ir detrás como un sabueso.

Diez minutos después, Helen y yo

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estamos charlando con una mujer de ladirección del local cuando oímos lasúltimas palabras de lo que Piers estádiciendo:

—Lo siento. Es un problema que hetenido desde que era niño… Nunca hepodido soportar las preguntas estúpidas.

—Más vale que vaya a amordazarlo—dice Helen.

El barullo inicial se ha apagado; yano hay tanta gente. Billy y Lydia se hanido a casa a relevar a los padres de él,que están de canguros de Jango, su hijode tres años. El fan pegajoso, no sécómo, se ha desvanecido. Pero aúnquedan unas cuantas personas.

Virginie también se ha marchado. Se

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ha ofrecido a llevarme a casa, pero le hedicho que voy a ir con Helen, puesquiero hacer una rápida autopsia delconcierto con ella y Piers en el coche.

Recorro el camerino con la mirada,cansado, pero, en cierto modo,satisfecho. Bach aún suena en mi cabeza.

—Michael —dice Julia cuando misojos se posan en ella.

2.24

—Julia. —El nombre se me formaen los labios, pero no hay sonido, ni unsusurro.

Ella me mira, yo a ella. A su derechahay una especie de azucena de pétalo

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oscuro, y ella va vestida de verde. Eraella; es ella.

—Hola —dice.—Hola.Me mira fijamente. La seda verde

flota entre las hojas verde intenso, elverde tornasolado del mantel, el verdeoliva de las sillas, el tupido verdeaterciopelado de las cortinas, el verdehierba de un cuadro rudimentario. Bajola mirada. La alfombra, de un vivo colorverde cromo, tiene un estampado depequeñas motas rojas.

—¿Hace mucho que estás aquí? —pregunto.

—Estaba esperando fuera. No sabíaqué hacer.

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Examino las motas. Son de formairregular, dispuesta en hileras regulares.

—Bueno, aquí estás —digo.—No sabía que tocabas en el

Maggiore —dice Julia—. Vi elprograma mensual, y me acordé deBanff, de que los conocimos allí.

—Hace unos años que entré en elcuarteto. —¿Es de esto de lo que vamosa hablar, después de todo? La miro—.¿Has venido al concierto sin saber queyo tocaba?

—Ha sido un concierto maravilloso—dice. Tiene los ojos húmedos.

Mis ojos van hacia la ventana.Fuera, en la calle del edificio, estálloviendo. Se ven un montón de bolsas

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de basura negras a la entrada de uncallejón sin salida. La farola se reflejaen el plástico lustroso.

—Eras tú a quien vi en el autobús.Sabía que no podía equivocarme.

—Sí.—¿Por qué esperaste tanto para

ponerte en contacto conmigo? ¿Por quéno me buscaste en la guía telefónica?

Hay un silencio. A nuestro alrededortodos hablan. Oigo a Piers sentarcátedra en una cuestión de teoría. Juliase me acerca un paso.

—No me atrevía a volver a verte.—¿Entonces por qué estás aquí?—Después de la pieza de Bach supe

que vendría al camerino. No sé por qué.

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Probablemente no ha sido una buenaidea. Todo este tiempo he estado en elpasillo. Pero me alegra volver a verte, yno solo oírte tocar.

No lleva anillo, pero en su muñecahay un pequeño reloj de oro con unacadena trenzada color dorado. Delcuello le cuelga un pequeño diamante.Sus ojos parecen más verdes que azules.Por su voz, por la manera en que agarrael bolso, sé que está a punto demarcharse.

—Por favor, no te vayas —digo,agarrándole la mano—. Tengo quevolver a verte. ¿Ahora vives enLondres? ¿Me llamarás? Mañana notengo gran cosa que hacer. —Me mira,

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perpleja—. ¿Y tú, tienes algo que hacerahora? ¿Has comido? ¿Tienes coche?No puedes salir con esta lluvia. Deverdad que no.

Julia esboza una sonrisa.—No, no te llamaré. Nunca me ha

gustado hablar por teléfono. Perovolveremos a vernos.

—¿Dónde? ¿Y cuándo?—Michael, suéltame la mano —

susurra.—¿Dónde?—Oh, en cualquier parte —dice

Julia, mirando a su alrededor—. ¿Quéme dices de la Colección Wallace? ¿Ala una?

—Sí.

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—Te veré en la entrada.—Julia, dame tu número de teléfono.Niega con la cabeza.—¿Y si no apareces? ¿Y si cambias

de opinión?Pero antes de que pueda contestar,

Helen está a nuestro lado.—¡Julia! —dice Helen—. ¡Julia,

cuánto tiempo! Fue en ¿Canadá, no escierto? En Banff. Qué bien lo pasamos.¿Qué tal te ha ido? ¿Te has escapado deViena para hacernos una visita? Michaeldijo que no sabía nada de ti, ¡y aquíestás!

—Sí —dice Julia, con su sutil yamable sonrisa—. Aquí estoy.

—¡Piers! —dice Helen—. ¡Mira

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quién está aquí: Julia!Piers, absorto en su conversación

con un joven, menea la cabeza con airedistraído. Julia se encamina hacia lapuerta.

—Deja que te acompañe al coche —digo.

Julia se pone el abrigo y abre lapuerta del pasillo.

—Estoy bien, Michael. Deberíasquedarte para comentar el concierto conlos demás… ¿Pero dónde está Billy?

—Se ha ido a casa. A relevar a loscanguros.

—¿Billy tiene niños? —dice Julia,casi asombrada.

—Un hijo.

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—Cuando os vi a los cuatro de pie,mientras os aplaudían, me acordé de laprimera frase de la Quinta de Beethoven—dice. Acompaña las notas con gestos:tres intérpretes altos y delgados, y unobajito y robusto.

No puedo evitar reírme ante laimagen. ¿Ha cambiado mucho? Lleva elpelo mucho más largo, la cara másmacilenta: aunque esto no parece lahuella de diez años, sino de dos.

—¿Tienes algo que comentar denuestra interpretación? —le pregunto, afin de que siga hablando.

—Bueno… Ojalá no viera el nombrede «Haydn» a través de vuestro atrilcuando estáis tocando Mozart.

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—¿Y?—Y… nada. Fue delicioso. Pero

debo irme. De verdad… ¿Cómo va tudedo?

—Bueno, últimamente no me hamolestado mucho. De hecho, casi nadaestos últimos cinco años, desde que meuní al cuarteto, de hecho… Es curioso,verdad, tu propio cuerpo se rebelacontra ti, y de pronto cesa en surebeldía.

Saco un rotulador del bolsillo y lecojo la mano. Le escribo mi número deteléfono en la palma. Ella se me quedamirando, atónita, pero no pone ningunaobjeción.

—Es teléfono, contestador y fax.

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Escríbelo en un papel antes de irte a lacama —digo. Me inclino para besarle lapalma de la mano, su línea de la vida, sulínea del amor. Mis labios van hacia susdedos.

—Michael, no, no, por favor. —Pronuncia las palabras que me detienencon un tono de desesperación—.Suéltame. Por favor, suéltame. Te verémañana.

—Buenas noches, pues, Julia,buenas noches. —Le suelto la mano.

—Buenas noches —dice sininmutarse, y da media vuelta.

Voy hasta la ventana. Al momentoJulia sale por la puerta trasera. Abre elparaguas, a continuación parece no

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saber qué dirección tomar. La lluviabarre la calle y las negras bolsas debasura. ¿Por qué precisamente laColección Wallace? me pregunto…,aunque no es que me importe mucho.¿Cómo voy a dormir esta noche, o acreer que todo esto ha ocurrido cuandoesté solo? Por unos instantes su caraqueda iluminada, pero la luz esdemasiado débil para que pueda leernada en sus facciones. Puede que tengadiez años más, pero está tan hermosacomo antes. ¿Cuánto he cambiado yo?Gira a la derecha, y la contemplomientras dobla la esquina de la calleprincipal hasta que no puedo verla.

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Tercera parte

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3.1

Julia llega un poco antes de la una. Melanza una mirada nerviosa, una sonrisafugaz, vacilante. No le cojo la mano, niella hace acción de coger la mía.

—Nunca había estado aquí —ledigo.

—¿Nunca?—No. Aunque a veces he pensado

venir.—Bueno, ¿echamos un vistazo? —

pregunta.—Sí. Aunque también podríamos ir

a tomar un café, si quieres. O a comeralgo.

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—Ya he comido —dice—. Pero si túno…

—No tengo hambre —digo.—La primera vez que entraste en una

galería de arte en Viena fue conmigo,¿verdad?

—Sí —contesto.—Entonces parece apropiado que

también aquí te sirva de guía.—Solo que Viena era tu ciudad, y

Londres es la mía.—¿Desde cuándo Londres es tu

ciudad? —Julia sonríe.—Bueno, no lo es realmente —digo,

y le devuelvo la sonrisa—. Pero me voya naturalizar.

—¿Contra tu voluntad?

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—No del todo.—Los demás son londinenses,

¿verdad? Me refiero a los del Maggiore.—Más o menos. Billy nació y se

crio en Londres. Tanto Piers como Helennacieron en el sudoeste, pero ahora sonbásicamente londinenses.

—A quien más recuerdo es a Alec.—Alex —digo.Julia parece un poco perpleja, a

continuación asiente.—Fue una sorpresa verte ocupar su

lugar.—Lo entiendo.—Recuerdo que se puso a recitar a

un poeta canadiense, para sorpresa denuestros anfitriones. ¿Era Service?

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—Sí. Una poesía muy alegre, lasuya.

—Y recuerdo que en Banff mepasaba la noche en vela escuchando lostrenes —dice Julia.

—Yo también.—¿Por qué dejó el cuarteto? ¿Él y

Piers no eran amantes? —Julia me lanzauna mirada muy directa, tierna y atenta.

—Eso creo —digo—. Pero al cabode unos años…, bueno, en cualquiercaso, a Piers no le gusta hablar de ello.La cosa acabó en ruptura musical ypersonal. Acuérdate de que alternaban elprimer violín y el segundo.

—La fórmula perfecta para eldesastre.

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—Sí. Desde que me uní a ellos nohemos vuelto a repetirlo… ¿Y tú…también eres una londinensenaturalizada? Oh, por cierto, lamento lode tu padre.

Julia parece atónita.—Julia, siento haberlo dicho así, tan

de pasada —me disculpo, sintiéndomede pronto culpable y consternado—. Noera esa mi intención. Después de verteel otro día intenté encontrarte. Pero elrastro se perdió en Oxford. Lo sientomucho. Le apreciaba. Y sé que tú leadorabas.

Julia baja la mirada a sus dedossuaves y ahusados, que enlaza yenseguida desenlaza lentamente, como

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para dejar que sus pensamientos escapenentre ellos.

—¿Echamos un vistazo? —digo.Calla; al fin, levanta la vista y dice:—Venga, ¿entramos?Asiento.Cuando nos conocimos, mi madre

había muerto, y ahora es su padre el queha muerto. Aunque me negó noticias deJulia cuando más las necesitaba, en elfondo era un hombre amable. Pacíficopor naturaleza, escribió con objetivaclaridad acerca de la historia de laguerra. Creo que el temperamento deJulia es parecido al suyo. Pero ¿cómopuedo sacar esta conclusión, si solopasé un día con él?

Page 379: Una Musica Constante - Vikram Seth

3.2

Recorremos la Colección Wallacedurante dos horas, yendo de sala en sala,casi sin hablar. No es este un terrenoneutral, sino que compite conmigo. AJulia se la ve absorta: a veces en uncuadro, a veces de manera inexplicable.Parece atender a la expresión de lascaras de los personajes de los retratos,sumergirse en ellas, no apercibirse demi presencia, insensible a miscomentarios. Se queda parada delante deLa dama del abanico de Velázquez.

—Lo siento, Michael…, pensaba enotra cosa.

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—No, no, está bien. —Mira a ladama, y yo a ella. Pero ¿por qué mesiento decepcionado? Siempre secomportaba así cuando estábamos enuna galería de arte. En una ocasión, enViena, se pasó media hora delante de unVermeer, hasta que le di un golpecito enel hombro y la saqué de su trance.

Sigo sus pasos y su mirada. Unarquero negro con la mirada opaca,vuelta hacia dentro; una joven frívola ytraviesa en un columpio que, de unapatada, le lanza la zapatilla rosada a suamante; Titus, el hijo de Rembrandt.¿Quiénes son estas personas, y quécadena de azares las ha llevado acompartir este techo? ¿Cuántas docenas

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de caras hemos añadido los dos anuestras vidas en estos últimos diezaños?

Entramos en una sala en la que elvigilante realiza discretos ejercicios degimnasia. Las paredes están cubiertas devistas de Venecia. No creo que este seael motivo por el que me ha traído a estasala.

Aparta la vista de los cuadros y lafija en el vigilante; a continuación sevuelve hacia mí:

—Bueno, ¿ya has estado en Venecia?—No, aún no.—Yo sí —dice.—Bueno, tenías tantas ganas de ir.—¿Yo? —pregunta con una sombra

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de tensión.—Nosotros.Se queda de pie delante de un

cuadro que muestra una iglesia concúpula y una torre a lo lejos, tras unaextensión de agua. Aunque nunca heestado en Venecia, me resulta familiar.

—Maria y yo fuimos después de losexámenes finales —dice—. Hubo unatormenta la primera noche que pasamosallí, con unos rayos que se dibujabansobre la laguna. Yo no podía dejar dellorar, lo que era una estupidez, pues, alfin y al cabo, era hermoso.

—No era una estupidez. —Quierotocarle el hombro, pero no lo hago.Percibo esta escena como si la

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interpretaran dos desconocidos.—Deberías ir —dice.—Voy a ir —contesto—. De hecho,

vamos allí esta primavera.—¿Tú y quién más?—El cuarteto.—¿Por qué vais?—Tenemos que dar un par de

conciertos… Y, bueno, Venecia esVenecia. Iremos allí desde Viena.

—¿Viena? —dice Julia—. ¿Viena?—Sí —digo. Puesto que calla,

añado—: Vamos a dar un conciertoexclusivamente dedicado a Schubert enel Musikverein.

Al cabo de un momento dice con vozimperturbable:

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—Le diré a mi madre que vaya averos. Ahora vive allí. Y también mi tía.

—¿Y tú? ¿No vendrás?—Ahora vivo en Londres.Se me ilumina la cara.—Así que vives en Londres. Lo

sabía.Una idea cruza repentinamente por

su cabeza, y se queda pálida de temor.—Michael, debo irme. Son más de

las tres. He perdido la noción deltiempo. Tengo que ir a… a recoger aalguien.

—Pero…—Ahora no puedo explicártelo.

Debo irme, de verdad, o llegaré tarde.Te veré mañana.

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—Pero ¿cuándo? ¿Dónde?—¿A la una?—Sí, pero ¿dónde? ¿Otra vez aquí?—No…, te dejaré un mensaje en el

contestador.—¿Por qué no me llamas más tarde?—No puedo. Estaré ocupada.

Cuando llegues a casa encontrarás mimensaje. —Da media vuelta para irse.Parece casi presa del pánico.

—¿Por qué no llamas y dices quellegarás un poco tarde?

Pero ni se vuelve ni se para aresponder.

3.3

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Ese fue el resumen de nuestro encuentro.Tampoco nos tocamos al despedirnos.No creo ni que habláramos cincominutos en total…, y lo que dijimos fueartificial, inconexo. No sé nada de loque ahora piensa o es. Me siento vacío.Queda en el aire un poco de su perfume,suave, con un toque de limón. Paseo porlas salas, mirando las armas: espadas,cimitarras, dagas, corazas, yelmos. Uncaballo con armadura de acero negraavanza hacia mí como un tanque. Unasala llena de niños pintados por Greuze,rebosantes de falsa inocencia, que mesonríen o miran tímidamente al cielo. Unreloj de esfera negra muestra dos figurasdoradas, una diosa y un joven: un rey o

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un príncipe. Ella le supera en estatura,pero sus menudos dedos descansanabsurdamente en la enorme mano de él.Voy arriba y abajo, inquieto, extasiado,viendo, sin ver: alegorías, mitos,paisajes, realeza, perros falderos, piezasde caza. El vigilante tiene las manosentrelazadas detrás de la cabeza, quemueve a derecha e izquierda. Flexionalos dedos. En esta sala oigo la voz de miviolín. Venecia me rodea: el serenoCanaletto de aguas turquesa, los cuadrosvisionarios y rococós de Guardi.

No compartimos esas horas.Permanecimos separados, cada uno ensu mundo. Esta es la única sala en la quehablamos. Sin embargo, qué difícil

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reanudar una relación como la nuestra.Ella no parecía guardarme rencor;incluso dijo que quería volver a verme.

Ahora me paro delante de todos losretratos ante los que se detuvo. La veo yla oigo: sus tensos hombros mientraspermanecía ante la dama con el abanico,su carcajada al contemplar a la coquetacon volantes rosa de Fragonardmeciéndose en el columpio.

Me paro ante el cuadro y oigo la risade Julia. ¿Es feliz? ¿Por qué quierevolver a verme? ¿Por qué, de entretodos los lugares, me pidió que nosencontráramos aquí? ¿Fue, simplemente,el primer lugar que le vino a la mentetras el concierto? No creo que fuera por

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Venecia.Había alegría en su risa. Y, sin

embargo, de pronto la vi triste einquieta.

La cara arrebolada mira con maliciala zapatilla que surca el aire sobre unaefervescencia de hojas. En su partesuperior, las cuerdas del columpiodesaparecen en un neblinoso tumulto deoscuridad. Tiene su encanto el cuadro.La retuvo aquí por unos momentos. ¿Porqué buscar otra razón?

3.4

El mundo entra en mi cabeza a través delcontestador. Hay siete mensajes: una

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cosecha abundante. El primero es deJulia. Sugiere que nos encontremosmañana a la una en la Orangery deKensington Gardens. Está a pocosminutos andando de donde yo vivo, perono puede saberlo.

Hay varias llamadas relacionadascon la Camerata Anglica y algunosensayos que, según su oficina, tengo que«anotar» o «tachar».

Erica Cowan llama para reincidir ensu entusiasmo por el concierto de ayernoche, y para decir que Helen le hacontado que luego Julia vino alcamerino. Es maravilloso. Se alegratanto por mí; todo le llega a aquel quesabe esperar. Y tiene noticias

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interesantes para el cuarteto, perotendrán que esperar a mañana.

Hay un mensaje de Piers. Le pareceque yo estaba un poco distraído mientrasdiscutíamos el concierto de vuelta acasa. Le gustaría que le diéramos unveloz repaso. Y Erica tiene algo quecontarnos. ¿Podríamos vernos en casade Helen mañana a las dos?

Llamo a Piers. ¿Le parece bien a lascinco en lugar de a las dos? Dice que leva bien; que preguntará a los demás. Lepregunto cuál es esa interesante noticiaque Erica tiene que comunicarnos. Piersse muestra reservado. Erica cree quedebe transmitírnosla cuando estemostodos juntos.

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El siguiente mensaje es de una vozfemenina, un tanto airada, que preguntapor qué la Compañía de Cebos deLondres no responde a sus llamadas enhoras de oficina de un día laborable.

Hay un mensaje de Virginie, yparece muy contenta. Le encantó elconcierto y ha hecho una pausa mientraspracticaba —sí, promete que estápracticando— para decirme loestupendamente que tocamos.

Suena el teléfono y el corazón mebrinca en el pecho. Pero es Erica. Por suvoz parece que acabe de zamparse unacomilona.

—Michael, querido, soy Erica.Tenía que llamarte, tenía que hacerlo, el

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concierto de ayer por la noche fueabsolutamente brillante.

—Gracias, Erica, he oído tumensaje.

—Pero no te llamo por eso. Es soloque, Michael, debes andarte con mucho,mucho cuidado. La vida nunca essencilla. Acabo de almorzar con unviejo amigo mío, y no puedo evitarpensar que las cosas ocurren cuandodeben ocurrir. ¿Entiendes a qué merefiero?

—La verdad es que no…—Desde luego podría ser físico o

espiritual, o, bueno, cualquier cosa.Helen me lo contó, desde luego.

—Pero, Erica…

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—Sabes, cuando llegas a loscuarenta te vuelves intensamente física.Ya no me interesan los hombres de miedad, solo me interesan los que son másjóvenes, que por lo general estánbuenísimos, pero son del todoinaccesibles. Yo antes era muy exigente,y tenía a mi alrededor hombres yhombres muertos de deseo, y yo decíano, no, no, pero ahora todo ha cambiado.Pero el problema es que aunque quierasser mala, todo lo que quieren esosjóvenes es que les presentes a gente queles pueda conseguir un trabajo.

—Bueno…—De modo que estás llena de deseo,

pero eres un vejestorio. A veces me

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miro en el espejo y no me reconozco.¿Quién es esa? ¿De dónde han salidotodas estas arrugas? Yo antes tenía lacara redondeada, tipo luna, y queríaestar delgada, y ahora estoy demacrada,terriblemente demacrada, y no tengoningunas ganas de ser un vejestorio. Meconformaría con tener aquella cara deluna.

—No estás demacrada, Erica. Eresatractiva y estás un poco borracha.

—No lo entiendes, todavía no hascumplido los cuarenta —dice Erica conun deje de rencor—. Y, además, eres unhombre.

—¿Dónde habéis ido a almorzar? —pregunto.

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—Oh, al Sugar Club, donde ponenen la comida todos esos ingredientesimpronunciables, como jicama ymetaxa… Es metaxa, ¿verdad?

—No estoy seguro.—Pero tienen una magnífica carta de

vinos.—Ya veo.—¡No seas malpensado! El año

pasado mi marido me llevó allí paranuestro aniversario, y fue todo undescubrimiento. Ahora llevo a todos misamigos. Tienes que probar el canguro.

—Lo haré. Erica, ¿cuáles son esasinteresantes noticias que tienes paranuestro cuarteto?

—Oh, ¿eso? Creo que Stratus va a

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proponernos grabar un disco.Apenas puedo creerlo. ¡Stratus!—Bromeas, Erica —digo—. No

hablas en serio.—Así me lo agradeces.—¡Pero eso es asombroso! ¿Cómo te

las has arreglado?—Esta mañana tuve una agradable

charla con Ysobel…, pero yahablaremos mañana a las dos.

—A las dos no. A las cinco.—¿A las cinco?—A las cinco. Apúntalo.—Oh, me acordaré.—Erica, ¡pero si nunca te acuerdas

de nada! Y menos después de almorzaren el Sugar Club.

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—Muy bien. Pero no se lo digas alos demás. Quiero que sea una sorpresa.Recuerda, punto en boca.

Pero estoy seguro de que Erica hallamado a los demás y les ha hecho jurarque lo guarden en secreto.

Antes de colgar le digo que bebamucha agua, se tome un Nurofen eintente pronunciar «Ysobel Shingle»diez veces muy rápidamente.

3.5

Como no dejo de pensar en Julia y nopuedo dormir, miro un confuso thrillerque ponen por la tele, ya tarde, yconsigo cerrar los ojos a las tres de la

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mañana.A las once el día está fresco y

despejado, pero luego se cubre denubes, y a mediodía cae un intenso ypersistente chaparrón. Pero Julia notelefonea para cambiar el lugar de lacita.

A la una menos cuarto, con paraguas,gorra y pertrechado para enfrentarme aeste tiempo inclemente, salgo a la calle.El viento hace girar las hojas secas,caídas semanas atrás. La lluvia caeinclinada y me empapa los pantalonespor debajo de la rodilla. El paraguas,con sus débiles varillas, se convierte enuna absurda vela negra. El parque estácasi vacío, ¿quién va a salir a pasear

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con este tiempo?En cada una de las grandes ramas de

un plátano hay posadas una docena depalomas, incluyendo algunas pardas;están de cara al viento, con las plumasempapadas, en silencio, como un frutomaduro. Un cuervo se pavonea debajode ellas, tranquilo, graznando como sifuera el amo del lugar. Pasan corriendoun par de desgraciados vestidos dechándal.

Llego a la Orangery. Algunaspersonas, presumiblemente atrapadaspor la tormenta, toman el té o leen elperiódico. Desde el interior es unhermoso edificio: un rectángulo blancomuy alto con vanos; la pared sur está

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hecha de altos pilares que alternan conenormes ventanas que dejan entrar la luzdel sol… cuando hay luz y cuando haysol. No veo a Julia.

Normalmente en el lugar solo se oyeel eco de los pasos, pero hoy el aullidodel viento, la lluvia que golpea las altasventanas en diagonal, el lamento de unbebé desdichado y los ruidos que llegande la cocina crean el tipo de efecto quesin duda haría las delicias de Billy.

Julia llega a los pocos minutos. Estátotalmente empapada. Tiene el rubiocabello revuelto y de un color casicastaño. Hay una mirada de angustia ensus ojos mientras recorren rápidamentela Orangery.

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Al cabo de un instante estoy junto ala puerta.

—Este paraguas… —dice,forcejeando con él.

Río y la abrazo, y la beso en la bocasin pensar, como la primera vez, hacemuchos años.

Me devuelve el beso a medias, acontinuación retrocede rápidamente.Aparta la mirada de mí durante unossegundos, procurando recobrar eldominio de sí misma.

—Menuda tormenta —dice, y sepasa una mano por la chorreantecabellera.

—¿Por qué no me telefoneaste paracambiar el lugar de la cita? Estás

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totalmente empapada.—Oh…, habría sido un lío.—Quédate junto al radiador.Se queda junto al radiador,

temblando, y mira la lluvia a través dela ventana. Me quedo detrás de ella,pongo las manos en sus hombros. Nohace ademán de apartarlas.

—Julia, todavía te amo.No dice nada. ¿Es mi imaginación, o

siento que se le tensan los hombros?Cuando da media vuelta es para

murmurar.—Vamos a tomar un café. ¿Hace

mucho que esperas?—¡Julia! —exclamo. Una cosa es

hacer caso omiso de mis palabras, pero

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¿por qué esta deliberada banalidad?En mis ojos lee el dolor que me ha

causado. Pero no dice nada. Nossentamos. Viene una camarera ypedimos: café y pastel de jengibre.

No decimos nada durante casi unminuto; a continuación Julia preguntacon vacilación:

—¿Has tenido noticias de Carl Käll?—Hace unos meses me llegó una

carta.—¿Te escribió?—Sí. Supongo que ya sabes que vive

en Suecia.Llega la camarera con lo pedido.

Julia mira su plato.—Corre el rumor de que está muy

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enfermo —dice.—Había algo en su carta que me lo

hizo pensar.Se da cuenta de que no quiero hablar

de él y pasa a otros temas, queabordamos con tacto, uno por uno, comosi pudieran rebelarse y atacar: algunosconocidos, la probabilidad de que latormenta pase pronto, el ambiente quenos rodea. Me entero de que Maria,después de una serie de noviosbohemios, se casó con un sólidoburgués.

Me toco la marca roja que hay en ellado izquierdo de mi barbilla: el callodel violinista. A pesar de lo espaciosodel lugar, me siento como si algo me

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aprisionara. Vuelvo a pensar en Carl. Suarco subía y bajaba como una agujamientras me decía lo que tenía quehacer. Para él una orquesta era lo mismoque un pub o un club nocturno para mipadre. Ni siquiera la música de cámaraera lo que él esperaba de mí. Cuando éltocaba yo oía un sonido tan noble —rotundo, cálido, sin afectación— quequería emularle, pero cuando probabacon sus técnicas violentaba mi propioestilo. ¿Por qué no me permitióformarme a mi manera, guiándome, sincoacción?

Julia me mira a la cara, casi concautela. A continuación dice algo que seme pierde a causa del ruido que nos

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rodea. Se oye un estruendo metálico enalguna parte, y el bebé que hay tresmesas más allá aúlla a pleno pulmón.

—Lo siento, Julia, este lugar esimposible. No he oído lo que has dicho.

—Por una vez… —dice, y en suexpresión leo tensión y una pizca deironía.

—Por una vez ¿qué?—Nada.—Pero ¿qué has dicho?—Tarde o temprano tendré que

decírtelo, Michael. Mejor que seacuanto antes.

—¿Sí?—Estoy casada. —Y lo repite en

voz baja, casi para sí—: Estoy casada.

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—¡No es posible!—Lo estoy.—¿Eres feliz? —Me esfuerzo para

que no se me note lo desdichado que mesiento.

—Eso creo. Sí. —Su dedo recorreun pequeño cuadrante en el borde de suplato azul y blanco—. ¿Y tú? —pregunta.

—No. No. No. Quiero decir que noestoy casado.

—¿No tienes a nadie?Suspiro y me encojo de hombros.—Sí.—¿Es guapa?—No es como tú.—Oh, Michael. —El dedo de Julia

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deja de moverse en el borde del plato—. No me hagas esto.

—¿Tienes niños? —digo,sosteniéndole la mirada.

—Uno. Un chico. Luke.—Y los tres vivís felices en

Londres.—¡Michael!—Y todavía te dedicas a la música,

claro.—Sí.—Eso es todo lo que necesitaba

saber. Solo que… ¿por qué no llevasanillo?

—No lo sé. Me distrae. Me distraecuando toco el piano. Lo miro y soyincapaz de concentrarme en la música.

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Michael, fuiste tú quien se fue de Viena.Es cierto. ¿Qué puedo decir? Solo

decirle la verdad, pura y simple.—No podía respirar con Carl. No

sabía que no podría vivir sin ti. Jamáspensé que te había perdido…, que teperdería.

—Podrías haberme escrito despuésde marcharte, habérmelo explicado todo.

—Te escribí.—Meses más tarde. Cuando ya

estaba destrozada. —Calla por unmomento, a continuación añade—:Cuando tus cartas comenzaron a llegarfui incapaz de abrirlas, había perdido laconfianza en mí. Solo pensaba en ti:cada hora, cada día, cuando dormía,

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cuando estaba despierta. No. —Hablacomo si lo contemplara todo en ladistancia, casi más allá del recuerdo deldolor o la cólera.

—Lo siento mucho, cariño.—Michael, no me llames así —dice

con tristeza.Por unos momentos no decimos

nada; luego Julia dice:—Bueno, las cosas no son como

eran.Ha dejado de llover. Se ve

perfectamente el jardín que hay fuera,con el seto cortado en forma de enormestorreones verdes. El cielo estádespejado.

—Escucha —digo—. Un petirrojo.

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Julia me mira y asiente.—Sabes una cosa —añado—, a

menudo vengo aquí…, no a la Orangery,sino al jardín que hay bajo el nivel delsuelo. A veces, en primavera, vengoaquí y escucho a los mirlos. ¿Y tú…todavía estás enamorada de losruiseñores?

Hay lágrimas en los ojos de Julia.Al cabo de un momento digo:—Salgamos y demos un paseo. Vivo

aquí al lado.Niega con la cabeza, como si

rechazara lo que acabo de proponerle.—Necesitas secarte esa ropa —

digo.Asiente.

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—Yo tampoco vivo lejos. Tengo elcoche aparcado cerca. Es mejor que mevaya.

—¿No quieres darme tu número deteléfono?

—No —dice secándose los ojos.—Bueno, aquí tienes mi dirección

—digo, sacando un papel del bolsillo yanotándola—. Y ahora escríbeme latuya. No pienso volver a perderte.

—Michael, no estoy aquí para queme consigas.

—Sabes que no es eso lo que queríadecir. No soy tan tonto.

—No sé lo que querías decir. Y nosé qué estoy haciendo aquí.

—Bueno, dame tu dirección.

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Julia vacila.—Por si quiero enviarte una

felicitación navideña. O, quién sabe,otra carta.

Niega con la cabeza y me anota sudirección. Está en Elgin Crescent,Notting Hill, relativamente cerca de micasa.

—¿Te sigues llamando McNicholl?¿Por motivos profesionales?

—No. Adopté el apellido de mimarido.

—¿Cuál es?—Hansen.—Oh, así que eres Julia Hansen. He

oído hablar de ti.Julia sonríe a su pesar. Pero,

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probablemente al ver la desdicha en misojos, borra la sonrisa. Cruzamos elparque sin decir gran cosa, yo hacia micasa, ella rumbo a su coche.

3.6

—No es cierto, Piers, cariño —diceErica, dejando su whisky sobre una delas mesitas cuadradas con taburetes deHelen—. Excéntrica, sí, neurótica, sí,pero no está loca.

—Pero Erica —dice Billy—, ¿nopodrías disuadirla? Quiero decir, ¿nopodrías decirle que no podemos hacerlo,que tenemos un larguísimo repertorioque nos gustaría interpretar? Larguísimo.

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Erica niega vigorosamente con lacabeza.

—Me pasé dos horas en su oficinadándole vueltas y vueltas a la cuestión,pero era eso o nada. No le interesaninguna otra cosa que podáis ofrecerle.Dice que ya hay demasiadas grabacionesdel repertorio para cuarteto, y que no vaa hacer otra.

—No lo entiendo —dice Helen—.Oye todo el concierto y lo que más legusta es el bis.

Erica sonríe con gesto maternal.—Le dije que no es el tipo de

música que tocáis normalmente. Medijo: «Tanto peor. Si les ofrezco grabareste disco tendrán que tocarla.» De

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verdad, Helen, pocas veces he visto aYsobel Shingle tan entusiasmada. QueStratus te haga una oferta no es moco depavo. Y no me refiero al dinero —añadeenseguida Erica—. No os pagaránmucho. Pero seréis alguien en el mundode la música.

—¿Y si nos sale mal? —dice Billy—. Por todas partes aparecerán reseñasde una grabación de El arte de la fugaen el sello Stratus… y si no le gusta a lagente acabaremos en el limbo.

—Sí —dice Erica—. Pero si lesgusta, estaréis en el candelero. Bueno,esto es lo que hay. Vosotros decidís.Pero estoy dispuesta a pasarme doshoras convenciéndoos, ya que no pude

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disuadir a Ysobel. Ni hacer que se lopensara.

—Es una locura —dice Piers—.Nos distraerá de nuestro repertoriohabitual.

—Es un reto —dice Erica.—Esto no es decir gran cosa —dice

Piers secamente.Erica se vuelve hacia mí, sin

desanimarse.—No has dicho gran cosa, Michael.—No ha dicho nada —dice Helen

—. ¿Qué diantres te pasa, Michael?Estás en babia. ¿Te encuentras bien?

Billy me lanza una mirada.—¿Qué te parece? —pregunta.—No lo sé —digo—. Aún no me he

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recuperado de la sorpresa. —Me vuelvohacia Erica, intentando concentrarme—.¿Por eso no quisiste decirnos porteléfono en qué consistía la oferta deYsobel?

—Puede —dice Erica—. Sí. Queríadisfrutar de vuestra reacción. Y noquería que ninguno influyera deantemano en la opinión de los demás.

Piers emite un gruñido.—¿Cuánto dura El arte de la fuga,

Billy? —pregunto.—Una hora y media…, dos cedés.—Y todo lo que hemos tocado son

cuatro minutos y medio —dice Piers.—Pero disfrutamos —digo.—Sí —dice Helen—, casi más que

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con ninguna de las otras cosas quehemos tocado.

—¡Tocasteis de manera soberbia,soberbia! —exclama Erica, rebosante deentusiasmo—. Y el público se quedómudo cinco segundos antes de empezar aaplaudir. ¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco!Nunca había visto nada parecido.

—No es una buena idea —dicePiers, sin dejarse impresionar—. Nosdesviará de lo que queremos hacer.Competirá con lo que interpretamos enlos conciertos en lugar decomplementarlo. Nunca podremos tocaresa obra entera en público, solograbarla. Los cuartetos no dan esa clasede conciertos. Además, Bach no la

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escribió para cuarteto de cuerda.Billy emite una de esas tosecillas

que preceden a sus disquisiciones.—Mm, pues yo creo que si en

aquella época hubieran existido loscuartetos de cuerda, lo habría escritopara cuarteto.

—Vamos, Billy, ¿es que tienes líneadirecta con Bach? —dice Piers.

—De hecho, no está del todo claropara qué tipo de formación lo escribió—prosigue Billy sin alterarse—. Estoycasi seguro de que lo escribió parateclado, ya que sus voces se adaptan alas dos manos de un intérprete deteclado, pero algunos creen que no fueescrito para ningún instrumento en

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concreto. Otros opinan que ni siquierafue escrito para ser interpretado, solocomo una especie de ofrenda a Dios o alespíritu de la música o a lo que sea…,pero creo que eso es una tontería, ytambién lo cree Jango. No, no nosperjudicará tocarlo.

—Y, para variar, la viola tiene unpapel igual de importante que los demásinstrumentos —dice Helen, trasreflexionarlo.

Piers levanta la mirada al techo.—Las dos violas, de hecho —le

dice Billy a Helen.—¿A qué te refieres? —pregunta

Helen.—Bueno —dice Billy con un aire

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como de Buda—, ¿recuerdas queMichael tuvo que afinar más baja sucuerda inferior en el concierto delWigmore? Si en lugar de tocarlo enpúblico lo hubiésemos grabado, podríahaber tocado toda esa fuga con la violaen lugar de hacerlo con el violín,evitando a sí el problema. Y hay otrasfugas en las que su parte es tan graveque tendrá que tocarlas con la viola.

Se me ilumina la cara ante la idea detener la oportunidad de volver a tocar laviola.

—¿Y bien? —dice Erica, trashaberse servido otro generoso vaso dewhisky—. ¿Qué decidís? ¿Qué le digo aYsobel?

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—¡Que sí! —dice Helen,adelantándose a todos los demás—. ¡Sí!¡Sí! ¡Sí!

Billy se encoge de hombros demanera un tanto curiosa: su partederecha parece decir: bueno, es unriego; pero la izquierda afirma: y qué esla vida sin riesgos, y Bach es tanfantástico, y Helen está tan animada que,bueno, sí, de acuerdo.

—Me pregunto a quién podríapedirle prestada una viola —digo.

Piers es normalmente quien decideel programa de nuestros conciertos, perosi ahora intenta imponer la ley, se toparácon una rebelión.

—Vamos a sugerirle grabar otras

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piezas y que enseñe sus cartas —dice.Erica niega con la cabeza.—Conozco a Ysobel —dice.—Bueno, ¿cuándo se espera que

grabemos? —pregunta Piers, irritado—.Si estamos de acuerdo, claro.

Erica esboza una sonrisa triunfal.—Sobre este punto Ysobel se

mostró sorprendentemente flexible,aunque quiere que le digamos lo antesposible si aceptamos la oferta. No legustaría tener un hueco en el catálogo, ysi nos demoramos o decimos que nopodría buscar a otro para llenarlo. Depronto comenzó a hablarme, o asusurrarme, tal como hace ella, sin queviniera a cuento, o quizá es que perdí el

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hilo, cosa que suele ocurrirme, acercade lo mucho que le gustaba el sonido delCuarteto Vellinger…

—No deberíamos precipitarnos —dice Piers para combatir la táctica deErica.

—No, pero tampoco hay que andarmareando la perdiz —dice Helen—. Nosomos el único cuarteto decente que hay.¿Te acuerdas de cuando estuvimospensando si volvíamos al Festival deRidgebrook y acabaron contratando alSkampa?

—Helen —dice Piers conhosquedad—, al principio siempre teentusiasmas con las novedades, pero…¿te acuerdas del torno de alfarero? Nos

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hiciste la vida imposible hasta que papáte compró uno, e hiciste una vasija, y noespecialmente bonita, si no recuerdomal, y luego ni volviste a mirarlo. Aúnestá en el garaje, muerto de risa.

—Tenía dieciséis años —diceHelen, dolida—. ¿Y qué tiene eso quever con esto? Si el Vellinger nos toma ladelantera, solo tú tendrás la culpa.

—Muy bien, muy bien —dice Piers—. De acuerdo, digámosle a esa loca deShingle que somos lo bastante tontospara considerarlo. Pero necesitamostiempo para pensarlo. No podemosdecidirlo ahora mismo. Me niego. Nosvamos a casa y nos lo pensamos. Unasemana. Al menos durante una semana.

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—Con calma —sugiere Helen.—Sí, claro, con calma —dice Piers

echando chispas.

3.7

La noche cierra este extraño día, tanlleno de cambios. Necesito dar un paseopor mi barrio. Nada más salir deArchangel Court, Mr Lawrence —Mr S.Q. Lawrence—, un misterioso einmaculado hombre de pelo plateado,me aborda.

—Mm, Mr Holme, ¿podría hablar unmomento con usted? Es sobre elascensor…, hemos hablado con laempresa de mantenimiento… y con

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Rob… ha habido algunas molestias…,pero todo ha acabado bien, ¿no cree?

Casi no oigo lo que dice. Frasessueltas, como estrellas fugaces en elhorizonte, penetran en mi mente. Perome pregunto qué significará la Q.

—Sí, sí, estoy completamente deacuerdo.

—Bueno, debo decirle —prosigueMr Lawrence, a quien ahora se vesorprendido y aliviado— que esperabaque dijera eso. Y, desde luego, hemos detener en cuenta a los otros inquilinos…,mal funcionamiento…, especialmenteincómodo para usted…, desde luego,podríamos pasarnos a Otis…, uncontrato de mantenimiento…, al fin y al

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cabo sería lo mismo…, bueno, ¿qué medice?

—Lo siento, Mr Lawrence, tengoprisa. Etienne’s va a cerrar. Cruasanes,¿sabe? —Abro la puerta y salgo a lanoche húmeda.

Me pregunto por qué he tenido queexplicarle que iba a comprar cruasanes.

¿Cuándo volveré a ver a Julia?En Etienne’s hay una dependienta

nueva; se la ve fresca de cara, aun a esahora del día, y tiene aspecto y acentopolacos. Paso junto a algunosrestaurantes griegos, un pub australiano,teléfonos públicos en los que se ventarjetas de prostitutas pegadas en elinterior con Blutack. Necesito calles

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más vacías. Me dirijo hacia las plazasblancas que hay al oeste.

En su centro, una abundancia deárboles inaccesibles. No hay casi nadie.Camino sin rumbo durante una hora. Haynubes en el cielo, un aire templado paraser invierno. Lejos, en alguna parte, sedispara una alarma de coche, suenamedio minuto, entonces se para.

Dije que la amaba y ella noreaccionó. Posé las manos en sushombros y los noté tensos. Ella tenía lamirada perdida en las enormes ventanas,más allá de las cuales se veían las ramasdesnudas de los castaños de Indias,azotadas por la lluvia.

Cuando nos fuimos cruzando el

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parque, apenas dijo nada. Había ramilladesperdigada por Broad Walk, lasgaviotas chillaban en el Round Pond.Nuestra conversación fue inconexa,como si ella no prestara atención a loque yo le decía.

Las cúpulas plateadas del HotelStakis; allí nos separamos.

Mr y Mrs Hansen y su hijo Luke. ¿Unperro? ¿Un gato? ¿Peces de colores? Nohay que permitir que el teléfono suene ensu casa, su refugio.

Si pudiera hablar con ella estanoche, mi corazón hallaría consuelo. Sipudiera abrazarla de nuevo, quedaríatranquilo.

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3.8

Me voy a la cama a medianoche,imaginando que estoy con ella. Duermosin sueños, quizá porque estoy muycansado.

A las diez de la mañana suena elinterfono. Miro la pequeña pantalla azuly veo la cara de Julia, un poco deforme.Un pañuelo le cubre el pelo.

Es increíble: como si solo porpensar en ella se hubiera materializado.

—Michael, soy Julia.—Hola. Sube. Me estaba afeitando.

Primer ascensor, octava planta —digo, yaprieto el timbre del portero automático.

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Parece un poco sorprendida por laceremonia de acceso. Empuja la puertainterior de cristal y sonríe. Después delo que parece una eternidad oigo elsonido del ascensor, el timbre de lapuerta. Abro.

—Oh, lo siento…, estás ocupado —dice mirándome. Llevo una toalla sobrelos hombros, espuma en la barbilla y enel cuello, y una estúpida sonrisa en lacara—. No me di cuenta de que teestabas afeitando.

—Es un milagro que no me hayacortado —digo—. ¿Qué te trae poraquí?

—No lo sé. Estaba por el barrio. —Calla—. ¡Menuda vista! Es maravilloso.

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Y cuánta luz.Avanzo hacia ella, pero enseguida

dice:—Por favor, Michael.—Muy bien, muy bien, no pasa

nada…, llevo la cara llena deespuma…, lo entiendo. ¿Quieres oír unpoco de música? Saldré en un momento.

Niega con la cabeza.—No desaparezcas —digo—. ¿No

serás una alucinación provocada por elafeitado?

—No.A los pocos minutos salgo del cuarto

de baño. Sigo el olor del café hasta elrincón de la sala de estar que hace lasveces de cocina. Julia mira por la

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ventana. Cuando llego detrás de ella, damedia vuelta, sobresaltada.

—Espero que no te importe —dice—. He hecho café.

—Gracias —digo—. Hacía muchotiempo que nadie me preparaba el café.

—Oh, pensaba que…—Bueno, sí…, pero nunca se queda

a dormir.—¿Por qué?—No vivimos juntos. A veces voy a

verla.—Háblame de ella.—Estudia violín. Francesa: de

Nyons. Se llama Virginie.—¿Me gustaría?—No lo sé. Probablemente no. No,

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no quiero decir eso…, no tedesagradaría, solo que no creo quetengáis demasiadas cosas en común. Detodos modos, a mí me gusta —añadorápidamente, sintiéndome desleal.

—No veo ninguna foto suya en lasala…, solo las de tu familia —diceJulia.

—La verdad es que no tengo ningunafoto de Virginie —digo enseguida—. Almenos a mano. Supongo que podríadescribírtela: pelo negro, ojos negros…,no, no puedo. No se me da biendescribir caras.

—Bueno, me gusta el aftershave quete ha regalado.

—Mmm.

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—¿Cómo se llama?—Habana.—¿Cómo la capital de Cuba?—¿Existe otra Habana?—Supongo que no.—Y a mí me gusta este perfume al

limón que te pones. ¿Cómo se llama?—Michael, no finjas que te interesa

el nombre de mi perfume.—¿Es un regalo de tu marido?—No. Yo misma lo compré. Hace

solo un mes. James te gustaría —dice.—Sin duda —digo por decir.—No sé por qué he venido. Ha sido

una estupidez. Sentía curiosidad por verdónde vivías —añade—. Ese día que tevi en Oxford Street supe que vivías

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cerca de mi casa.—¿Cómo pudiste saberlo?—Los primeros tres dígitos del

teléfono.—Ya.—De hecho, busqué tu número en la

guía. No recordaba todas las cifras.—Así que buscaste mi número.—Sí.—¿Y no me llamaste?—Recuerdo que, mientras miraba

todos esos nombres (Holland, Holliday,Hollis, Holt, etcétera) pensé: «No sonmás que nombres, nombres vulgares.» Y,por supuesto, en la guía de teléfonos deViena leía Kind, Klimt, Ohlmer,Peters… y mi cabeza quedaba en

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blanco, no me decían nada.—¿De qué estás hablando, Julia?—Beethoven, Haydn, Mozart,

Schubert… ¿No entiendes a qué merefiero? Son solo nombres…, nombresde una guía de teléfonos, me digo aveces. No, no lo entiendes, me doycuenta. Pero este piso es tan alto…,estás tan por encima de todo.

—Sí. Bueno —digo, aferrándome asus últimas palabras, a las que al menosencuentro sentido—. Hay mucha luz,como has dicho antes. Y a lo lejos se veSt. Paul, lo que compensa la pocapresión de agua que hay. —Me vuelvohacia un enchufe—. Si enchufas elaspirador aquí puedes pasarlo por todo

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el piso. Son solo tres pequeñashabitaciones… no es un palacio, pero esmás grande que el apartamento de Viena.¿Te gusta?

—Con leche y sin azúcar, supongo—pregunta Julia, esquivando lapregunta.

—Nada, gracias.—¿Perdona? —Parece un poco

nerviosa, como si le diera másimportancia que la que tiene a esecambio en mis gustos.

Sonrío ante su expresión confundida.—Ya no tomo leche.—Oh. ¿Por qué?—Nunca me acordaba de comprarla.

Lo que hay en el frigorífico está casi

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siempre caducado. De modo que enlugar de echar a perder el café, meacostumbré a tomarlo solo.

Llevamos nuestras tazas a la otrapunta de la habitación y nos sentamos.La miro, ella me mira. ¿A qué viene estacháchara, este silencio?

—¿Te alegra que haya venido? —pregunta.

—Sí, pero no puedo creerlo. Esincreíble.

—¿No te estoy molestando?—No. Y aunque me molestaras, ¿qué

importancia tendría? Pero esta mañanano he de dar ninguna clase. Aunquetengo ensayo dentro de una hora. Ayerme paso una cosa rarísima. Bueno, no

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tan rara como verte.—¿Qué fue?—Nos han pedido que grabemos El

arte de la fuga.—¿El arte de la fuga? ¿Completo?—Sí. Para Stratus.—Michael, eso es asombroso. —La

cara de Julia se ilumina de satisfacción,de felicidad ante esa idea… yseguramente también porque se alegrapor mí.

—Sí, ¿verdad? Tú solías tocaralgunos fragmentos. ¿Sigues tocándolos?

—A veces. No a menudo.—Tengo la partitura. Y hay un piano

vertical en la otra habitación.—Oh, no, no…, no puedo. —

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Protesta casi con vehemencia, como sirechazara la idea aterrorizada.

—¿Te encuentras bien? —Le toco elhombro, a continuación poso la palmade la mano.

—Sí. Sí —dice. Mi mano de deslizahacia el flanco de su cuello. Ella loaparta suavemente.

—Siento haberte molestado. Es soloque me encantaría oírte tocar otra vez.Me encantaría tocar algo contigo.

—¡Oh, no! —dice tristemente—.Sabía que querrías que tocáramos algojuntos. No debería haber venido. Sabíaque no debía venir. Y te he defraudado.

—Julia…, ¿qué dices? No me hadefraudado que vinieras. ¿Cómo puedes

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pensar eso?—La escuela de Luke está a la

vuelta de la esquina. Le dejé y luego mesenté en el coche preguntándome quéhacer. —Parece afligida—. Inclusodespués de decidir venir a verte mesentía incapaz, me parecía que erademasiado temprano. Así que me paséuna hora sentada en un café, cambiandode opinión cada diez minutos.

—¿Por qué no me llamaste? Llevodespierto desde las nueve.

—Necesitaba pensar. No es solo queestuviera en el barrio. Quería verte.Quiero verte. Fuiste una parte muyimportante de mi vida. Lo eres. Pero noquiero nada de ti…, no quiero

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complicaciones. Ninguna. Tampoco esque entonces fuera todo tan sencillo.

Siento como si ahora me tocara a míllevar el peso de la conversación.

—¿A qué se dedica James? —pregunto. Procuro pronunciar el nombrede la manera más natural posible, perotodo mi ser se rebela contra esa palabra.Preferiría llamarle «tu marido».

—Trabaja en un banco. Esamericano. De Boston, que es dondehemos vivido desde que nos casamos.Hasta que vinimos a Londres.

—¿Cuándo fue eso?—Hace más de un año… Luke echa

de menos Boston. A menudo me preguntacuándo volveremos. No es que aquí sea

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desdichado. Es un poco el líder de sugrupo.

—¿Cuántos años tiene?—Casi siete. Seis y diez doceavos,

según él. Está aprendiendo losquebrados…, pero no es un repipi, esencantador.

Siento un malestar físico en elcorazón.

—Julia, ¿cuándo te casaste? ¿Cuántotiempo después de que yo volviera aInglaterra?

—Un año, más o menos.—¡No! ¡No puedo creerlo! ¡No es

posible! Por esa época hablé con tupadre. No me dijo nada.

Julia calla.

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—¿Te veías con James cuando yoestaba en Viena?

—Claro que no. —Hay una sombracasi de desdén en su voz.

—No puedo soportarlo.—Michael, es mejor que me vaya.—No, no te vayas.—Tu ensayo.—Sí. Lo había olvidado… Sí,

supongo que es mejor que te vayas…Pero ¿no puedes volver mañana? Porfavor. Sobre las nueve ya estarélevantado. Antes, de hecho. ¿A qué horaempieza las clases Luke?

—A las ocho y media. Michael, nopuedo dejar a Luke en la escuela y luegovenir a verte. No puedo. Sería

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demasiado…, no sé…, demasiadosórdido.

—¿Por qué? ¿Qué hemos hecho?Julia niega con la cabeza.—Nada. Nada. Y no quiero nada. Y

tú tampoco. Envíame un fax dentro de unpar de días. Este es mi número.

—¿Un fax?—Sí. Y, Michael, ya sé que parece

una estupidez, pero escríbelo enalemán… Los dos usamos ese fax, y noquiero que James se preocupe…

—No. Por cierto, esta mañana tieneslos ojos muy azules.

—¿Qué? —Parece consternada—.No entiendo…

—Tus ojos. A veces son azul

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grisáceos, a veces azul verdosos, peroesta mañana son simplemente azules.

Julia se sonroja.—Por favor, basta, Michael. No me

digas estas cosas. Me molestan. No megusta, de verdad. Ya no tengo veintiúnaños.

Estoy de pie junto a ella, delante dela puerta del piso. Llega el ascensor.Julia entra. Su cara queda enmarcadapor los pequeños círculos y cruces de larejilla de cristal de la puerta exterior.Hay un chasquido, y la puerta interior,de terso acero, se desliza hasta ocultarsu atribulada sonrisa.

3.9

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Nos hemos reunido para ensayar unprograma de cuartetos del siglo XX —Bartók, Shostakovich, Britten—, pero noha habido manera. Hemos pasado laúltima media hora discutiendo entrenosotros si aceptar o no la proposiciónde Stratus.

Helen mira hecha una furia al pobreBilly, que se siente la mar de incómodo.

El problema que Billy ha señaladoes fácil de plantear y difícil desolucionar. Si un cuarteto de cuerdainterpreta El arte de la fuga en el tonode re menor en que fue escrito —y Billyno quiere ni oír hablar de ninguna otraposibilidad—, algunos de los pasajes dela segunda voz más aguda (la que me

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corresponde) quedan por debajo de laextensión del violín. Puedo tocarlas conuna viola normal, y eso no presentaninguna dificultad. Pero, además, hayciertos pasajes de la tercera voz másaguda (la que corresponde a Helen) quequedan una cuarta por debajo de laextensión de la viola. Y ahí radica ladificultad.

—No puedo afinar la viola unacuarta más bajo, Billy. No seas idiota.Si insistes en tocarlo en el mismo tono,simplemente transportaremos esosfragmentos una octava más alta —diceHelen.

—No —dice el tozudo Billy—. Yalo hemos discutido antes. Esa no es una

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opción. Tenemos que hacerlo bien.—Muy bien, ¿qué podemos hacer?

—pregunta Helen, desesperada.—Bueno —dice Billy, sin mirar a

nadie en concreto—, podemos pedirle aun violonchelista que toque esoscontrapuntos y tú haces los demás.

Los tres nos volvemos hacia Billy.—Ni hablar —digo.—¡Eso es ridículo! —dice Piers.—¿Qué? —dice Helen.Jango, el hijo de Billy, ha estado

jugando solo en la otra punta de la salade Helen. Intuye que todos nos hemospuesto en contra de su padre y se acerca.De vez en cuando, Lydia, la esposa deBilly, que es fotógrafa y trabaja por su

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cuenta, deja a Jango a su cargo, y si esdía de ensayo, Billy —y los demás—tenemos que arreglárnoslas comopodemos. Jango es un chico encantador,y le gusta muchísimo la música. Billydice que, cuando él practica, Jango sepasa horas escuchándole, y que a vecesse pone a bailar. Pero no suelemolestarnos cuando tocamos, a pesar delas disonancias de nuestro siglo.

Ahora Jango nos mira a todos,preocupado.

—Arriba, muchacho —dice Billy, yse lo pone en las rodillas.

Helen aún niega con la cabeza, y consus rizos rojos parece la cabeza deMedusa.

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—Ojalá Erica nunca hubiesemencionado esta desafortunada idea —dice Helen—. Ahora que me habíahecho a la idea…

—¿No podrías afinar la viola unacuarta más baja… al menos la cuerda deabajo? ¿O no estaría lo bastante tensapara poder tocar? —dice Billy.

La ingenua sugerencia de Billy topacon una expresión de disgusto.

—A veces, Billy —dice Helen—,creo que eres el más idiota de loscuatro. Acabo de decirte que no esposible.

—¡Oh! —es todo lo que es capaz deresponder Billy.

—¿Y bien? ¿Le decimos que no a

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Erica? —pregunta Piers con calma—.En primer lugar, nunca me pareció unagran idea.

—No, Piers, esperaremos otrasemana. Necesito tiempo para pensar —dice Helen.

—¿Pensar el qué?—Solo pensar —dice Helen,

cortante—. Esta es la oportunidad másincreíble que he tenido, y tú me la estásarrebatando. Y no te lo voy a permitir.Es muy propio de ti, Piers. Es obvio quedisfrutas con todo esto.

—Vamos, vamos —dice Piers—.¿Seguimos con el ensayo? Nos quedamucho por hacer.

—Me pregunto si no podríamos…

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—dice Billy, con cierta vacilación—.Antes del ensayo, quiero decir…

—Si no podríamos qué —preguntaPiers, exasperado.

—Le prometí a Jango quetocaríamos un poco de Bach si seportaba bien.

—¡Por el amor de Dios! —dicePiers. Incluso yo me quedo estupefactopor la falta de tacto de Billy.

—Bueno, ¿y por qué no? —diceHelen, para nuestra sorpresa—.Toquemos un poco de Bach.

De modo que yo afino el violín unpoco más bajo y tocamos el primercontrapunto de El arte de la fuga.¡Pobre Helen! Le lanzo una mirada, pero

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en este momento no parece nadaafectada. Observo que Piers también lamira, con cierto espíritu fraternal. Billycontempla a su hijo, sentado delante deél con la cabeza un poco ladeada. Noestá muy claro qué placer puedeproporcionarle a su edad la música queestamos tocando, pero por la expresiónde su cara diría que se lo está pasandobien.

Acabamos enseguida.—Esto no ha sido una despedida —

dice Helen con decisión—. Solo un aurevoir. No vamos a dejar escapar estaoportunidad.

3.10

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A la mañana siguiente el teléfono suenatemprano. Estoy en la cama, pensando enJulia, pero mi conjuro falla y no es suvoz la que me habla en el auricular.

—¿Michael?—Sí. Sí. ¿Helen?—Has tenido suerte de acertar.

Recuerda, cuando oigas una voz demujer, nunca digas ningún nombre. Si teequivocas, no le sentará nada bien a lamujer que llame.

—Helen, ¿sabes qué hora es?—Lo sé perfectamente. No he

pegado ojo. Tengo un aspecto horrible.—¿Para qué —bostezo— me

llamas?—¿Por qué Billy es así?

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—¿Cómo?—Tan distinto del chocolate. Blando

por fuera, pero duro por dentro.—Billy es Billy.—Habla con él. Por favor.—Respecto a eso no servirá de

nada.—¿Crees que endurecerá su

posición?—No, Helen, lo sabes tan bien como

yo. No endurecerá su posición,simplemente la mantendrá.

—Eso imagino. Y por eso tienes queayudarme.

—Helen, me encanta Bach, meencantaría volver a tocar la viola, y, poruna vez, los dos tocaríamos pasajes

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maravillosos, pero así son las cosas.¿Qué puedo hacer? Casi seguro que enestos momentos Piers ya ha hablado conErica, y esta se lo ha contado todo a laShingle.

—No, no ha hablado con ella. Lehice prometer al maldito Piers que no ledijera nada a la maldita Erica al menosen una semana.

—Bueno, ¿y dónde entro yo?—Vas a ayudarme a encontrar una

viola que pueda afinar una cuarta másbaja.

Respiro hondo un par de veces.—Helen, tú sabes, y yo sé, que la

viola, cualquier viola, es demasiadopequeña incluso para el sonido que

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emite. No puedes afinarla una cuartamás baja. No hay manera de afinarla unacuarta más baja.

—Lo haré. Tengo que hacerlo.Conseguiré una fabulosa Gasparo daSalò de cuarenta y tres centímetros, conunas cuerdas bien rollizas y…

—… y un osteópata y unfisioterapeuta y un neurólogo, e inclusoasí no funcionará. Helen, incluso a míme parece incómodo todo lo que midemás de cuarenta centímetros. Y te lodice alguien que ha tenido problemascon los dedos…

—Bueno, yo soy tan alta como tú —dice Helen, poniendo su obsesión pordelante de la vanidad—. Y tú estás

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acostumbrado al violín, por lo que esnatural que tengas problemas con unaviola grande. He hablado con EricSanderson. Y cree que es posible.

—¿De verdad?—Bueno, Eric…, dijo que le parecía

una proposición interesante. Vamos averle a las tres. No haces nada estatarde, ¿verdad? Pediré un préstamo si esnecesario y haré que me fabrique uninstrumento.

—¿Cuándo has hablado con EricSanderson?

—Justo antes de llamarte.—¡Helen! Eres una amenaza

pública.—Bueno, tiene dos críos, de modo

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que imaginé que la familia se levantaríaa las siete.

—¿Y nuestro maestro violero sepuso loco de contento con tu llamada?

—No, más bien se mostrósorprendido, y un poco soñoliento, comotú, pero perfectamente capaz demantener una conversación.

—¿Y por qué he de acompañarte?—Para darme apoyo moral. Te

necesito. Nosotros, las voces medias,hemos de hacer piña. Y porqueaprenderás mucho. Y porque es el mejorreparador y constructor de instrumentosde cuerda, y a ti te conviene saber porqué tu violín a veces emite ese zumbido.Y porque te prestaré mi preciosísima

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viola para que toques en los pasajes deEl arte de la fuga en que la necesites yen los que yo utilice la más grave.

—Eres más astuta de lo queimaginaba, Helen.

—Tal como dice Ricki Lake, soytodo eso.

—Me temo que no veo el programade Ricki.

—Entonces te estás perdiendo lomejor de la vida. Si siguiera el consejode Ricki, tendría un hombre en mi vida yuna canción en el corazón, y… oh, unagran autoestima. Y tú también.

—No quiero a un hombre en mivida.

—Te recogeré a las dos y cuarto. Su

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taller está en Kingston.—Oh, pero eso cae en las afueras.

Me asombra que te adentres tanto en lajungla.

—Pura desesperación —dice Helen—. Te veo después de las dos.

3.11

Cuelgo el teléfono y me echo en la camacon las manos detrás de la cabeza. Hacetres días que no tengo noticias de Julia.Me levanto y recorro el piso, subo laspersianas.

Pongo Radio 3. En mi caso, aunteniendo montones de cedés para elegir,y en una ciudad tan abundante en

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conciertos como Londres, se trata de unareacción instintiva, sea por la mañana opor la tarde. A menudo me deparaalegrías y sorpresas; pero cuando vivíaen Rochdale era mi cordón umbilical,prácticamente mi única fuente de músicaclásica. Una vez al año la OrquestaHalle tocaba en Champness Hall, y treso cuatro veces al año Mrs Formby mellevaba a un recital organizado por lasociedad de música local, o a algúnconcierto especial en Manchester, peroesos eran todos mis contactos con lamúsica en directo. Mi pequeña radio,que extraía música de las ondaspúblicas, lo era todo para mí; me pasabahoras escuchándola en mi habitación.

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Sin ella, y sin la biblioteca pública deManchester, difícilmente habría llegadoa ser músico.

En la incipiente claridad, buscoVenus. Rompe el alba: un derramehorizontal de rosa, con una efusión casivertical en forma de estela, como siLucifer se precipitara desde el cielo.Pongo a calentar agua para el té y tiro ala basura un vaso lleno de ramilla deacebo, cuyas bayas son ahora casinegras.

Por la radio suena una cantata deBach: «Wie schön leuchtet derMorgenstern…» Las palabras me traena la memoria a uno de los poetascómicos favoritos de Julia. Escribo una

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nota en alemán, imitando el estilo delque ella tanto se befaba, y la imprimo.

El no abajo firmante aportapruebas de su continuada existencia, ysolicita la presencia (no hace falta portriplicado) del destinatario en suhumilde aunque elevado domicilioentre las nueve y las diez de la mañanade mañana, o, si no fuese posible, depasado mañana. Si ella vinieraacompañada del espíritu de JohanSebastian Bach de venerado recuerdo,él manifestaría dicha y gratitud enigual y exorbitante medida.

Le presenta sus más elevadosrespetos y se considera su obedienteservidor de manera inquebrantable eirremediable.

Sobre el nombre de Otto Schnörkel

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dibujo un imponente y presuntuosogarabato. Cosas así antes la divertíanmucho, pero, como me dijo, ya no tieneveintiún años.

Consulto las instrucciones de mi fax,borro el nombre y el teléfono de lainformación que normalmente seimprimiría en la parte superior delmensaje al transmitirlo, y lo envío.

Estoy tejiendo una confusa maraña.Si he sobrevivido a diez años deausencia y dolor, ¿por qué tres días seme hacen tan insoportables?

3.12

Virginie llama a mediodía.

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—¿Por qué no me has llamado,Michael?

—He estado muy ocupado.—Tocaste tan bien. Te he dejado al

menos tres mensajes.—No me decías que te llamara.—Veo que aprecias muy poco mis

elogios.—Los aprecio, pero no me pareció

que quisieras hablarme de algo urgente.—Y no tengo nada urgente que

decirte —exclama Virginie, enojada.—Lo siento, Virginie, tienes razón,

debería haberte llamado, pero teníamuchas cosas en la cabeza.

—¿El qué?—Bueno, esto y aquello.

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—¿Y lo otro?—¿Lo otro?—Sí, Michael, siempre dices «esto,

aquello y lo otro» cuando me vienes conevasivas.

—No es ninguna evasiva —digo,irritado.

—¿Quién es ella?—¿Quién es quién?—¿Te ves con alguien?—¡No! No me veo con nadie —digo,

con una contundencia que me sorprendetanto como a Virginie.

—Oh —murmura con un punto decontrición que me hace sentir culpable.

—¿Por qué lo has dicho?—Oh, es que me pareció que…,

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pero… ¿no estarás…, de verdad que noestás… acostándote con otra mujer,Michael?

—No. Claro que no.—Entonces ¿por qué no te acuestas

conmigo?—No lo sé. De verdad que no lo sé.

A veces han pasado días sin que nosacostáramos juntos. Tengo muchas cosasen la cabeza. —Hago lo posible paramostrarme sereno, pero que me obliguena ir con subterfugios es algo que me sacade mis casillas.

—Sí, sí, Michael —dice Virginie,paciente—, eso ya me lo has dichoantes. ¿Y qué es todo eso que tienes enla cabeza?

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—Oh, Bach, El arte de la fuga,quizá lo grabemos.

Virginie casi no reacciona a lanoticia. Ni me felicita ni pareceasombrada, nada.

—¿De verdad? —pregunta—.Quiero verte esta tarde. Vamos a unamatinée.

—No puedo, Virginie.—¿Qué tienes que hacer?—¿Es que tienes que saberlo todo?

—pregunto.No hay respuesta.—Pues si quieres saberlo —agrego

—, tengo que ir a ver a Eric Sandersonpara que revise mi violín. A veces emiteun zumbido, y como sabes, eso me

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molesta.—¿Vas a ir solo?—Bueno, no. Helen me acompaña,

tiene que hablarle de una viola.—¿Helen? —dice Virginie, de modo

casi inaudible, como si se preguntaraquién es.

—Virginie, ya está bien. Me estásponiendo de los nervios.

—¿Por qué no me has dicho que ibascon Helen?

—Porque no me lo has preguntado.Porque no es importante. Porque notienes por qué conocer todos los detallesde mi vida.

—Vate faire foutre! —dice Virginie,y cuelga de golpe.

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3.13

En cuanto cruzamos el Támesis, a Helense la ve irremediablemente perdida. Yonavego con la ayuda de un callejero.Helen, algo insólito en ella, no dicenada. Atribuyo su tensión no solo aencontrarse en el lugar en el que lascartas de navegación están marcadas conballenas y elefantes, sino también a querealmente no cree que su problema conla viola tenga solución.

—¿Qué era esa historia del torno dealfarero? —le pregunto para distraerla.

—¡Oh, Piers, Piers, Piers! —dicecon impaciencia—. Cada vez que

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estamos en mi casa se pone de malhumor, y se mete conmigo a la primera.Cuando estamos en cualquier otra partees amable…, al menos conmigo. Bueno,casi siempre. La verdad es que la culpaes de mi tía.

—Procura colocarte en el carril dela izquierda, Helen. ¿Por qué es culpade tu tía?

—Bueno, resulta evidente, porqueme dejó la casa… No quería decirculpa, exactamente. Mi tía afirmaba, ycon razón, que las mujeres tienen unavida más difícil que los hombres, y quedeben ayudarse mutuamente, etcétera.Pero, de hecho, creo que el factordecisivo fue que no le gustaba Piers. O,

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mejor dicho, su manera de ser. Su estilode vida. La verdad es que era un encantode mujer. Yo la apreciaba, y Pierstambién. A lo mejor no deberíamosensayar en esa casa, pero ¿dónde, si no?En cuanto Piers pone un pie en ella,comienza a refunfuñar.

—Bueno, supongo que si vives en unestudio en un sótano…

Helen se pasa un semáforo en ámbary se vuelve hacia mí.

—Ojalá la casa fuese lo bastantegrande para los dos, pero no lo es. Ysupongo que Piers podría encontrar unsitio mejor para vivir. Pero estáahorrando todo lo que puede paracomprarse un violín mejor que el que

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tiene. Y no es de los que saben ahorrar.Es una lucha.

A los pocos segundos le pregunto:—¿Y tus padres no podrían

ayudarle?—Pueden, pero no lo harán. En

cuanto mi padre lo sugiere, mi madreempieza a soltar espumarajos por laboca.

—¡Oh!—Creo que en estos últimos diez

años se ha vuelto bastante loca. Con lospadres nunca se sabe. Las Navidadespasadas saqué a relucir el tema, y a mimadre le dio una rabieta histérica:empezó a decir que todos los violineseran igual de buenos, que cuando

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murieran ya haría Piers lo que quisieracon su parte del dinero, pero quemientras fuera suyo, etcétera, etcétera.

—Menudo trago para Piers.—La semana pasada estuvo en

Beare’s, pero todo lo que le gustabaestaba muy lejos de su presupuesto.¡Pobre Piers! La verdad es que me sabemuy mal por él. Espera tener suerte enlas subastas que se celebrarán este año.

—Bueno, tu viola es estupenda —digo.

Helen asiente.—También tu violín. Aunque le

tienes un amor desaforado.—La verdad es que no es mío.—Lo sé.

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—He pasado más tiempo con él quecon ningún ser vivo, pero bueno, siguesin ser mío. Y yo no soy suyo.

—Oh, por favor —dice Helen.—Por cierto, últimamente el

zumbido casi ha desaparecido.—Mmm —dice Helen.Durante unos momentos no decimos

nada.—¿Imaginabas lo que sería formar

parte de un cuarteto de cuerda? —pregunta Helen—. ¿Que pasaríamostanto tiempo juntos?

—No.—¿Demasiado?—A veces lo pienso, cuando

estamos de gira. Pero creo que es más

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duro para Billy. Después de todo, él estácomprometido. Doblementecomprometido.

—¿Y tú? —pregunta Helen un tantotensa.

—Yo solo estoy mediocomprometido. O mediodescomprometido, que viene a ser lomismo.

—El otro día, después del concierto,estuve hablando con Lydia. Dice que aveces Billy deja la bolsa sin deshacer enel vestíbulo hasta que llega el momentode volver a viajar. Tampoco creo quesea fácil para las esposas.

—Así pues, ¿cuál es la soluciónpara evitar los compromisos? ¿Ligues

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esporádicos? —pregunto un tantoincómodo.

—No lo sé —dice Helen—. ¿Teacuerdas de Kyoto?

—Desde luego, pero procuro noacordarme.

—Yo sí procuro acordarme —diceHelen—, de vez en cuando. —Sonríepara sí, no para mí.

—Helen, ocurrió por casualidad. Noes mi manera de ser. Y nunca lo será. Ylo prefiero.

—En el Cuarteto Italiano, la mujerse casó sucesivamente con los treshombres.

—En el Cuarteto Maggiore esoimplicaría bigamia e incesto.

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—Contigo no.—Yo, Helen, no soy bueno para

ninguna. Deberías comprender eso deuna vez por todas.

—Desde luego, no para Virginie.—Quizá me porto tan mal con ella

porque es mi alumna. No lo sé. Ojalápudiera evitarlo.

—¿Tampoco fuiste bueno para Julia?—Helen, al no obtener respuesta, apartala vista de la carretera y me miraatentamente—. Desde aquella noche enel Wig se te ha visto muy ensimismado.

—Helen, más vale que nosconcentremos. Estas calles son un lío.Toma la próxima a la derecha y cienmetros más adelante tuerce a la

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izquierda. Ya casi estamos.Helen asiente. Es demasiado lista

para insistir.

3.14

Eric Sanderson tiene unos cuarenta años,es un tipo grande, de barba tupida ygrandes gafas que le dan un aire comode búho.

El desván que le sirve de taller estálleno de madera: desde mudos leñoshasta violines, violas y violoncheloscompletamente acabados y afinados.Hay un par de chicas con mandil quegolpean y cincelan la madera. El olor esambrosíaco: la compleja fragancia de

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muchas maderas y aceites, resinas ybarnices.

—Ah, este es un fracaso —dice,mostrándonos un violín de magníficoaspecto aparcado junto a la puerta—. Unextraño fracaso, me apresuro a añadir.Pero tiene comprador. ¿Qué voy ahacer? Tengo que ganarme la vida. Y sialguien lo coge y dice: «Esto esexactamente lo que quiero», bueno, ¿quévoy a hacer? Me gustaría poder decir:no, no lo vendo. En cuanto a sonido, esun mal violín…, pero me llega una cartadel director del banco diciéndome queestoy en descubierto… Y, sin embargo,aunque lo venda, preferiría que elmundo no se enterara. Pero claro, al

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cabo de un año o dos un buen violínpuede sonar mal. O viceversa, ¿no osparece?

—Estoy segura de que sí —diceHelen, perpleja y desarmada.

—¿Es natural? —pregunta, mirandoel pelo de Helen.

—Sí —responde ella, sonrojándose.—Bien. Bien. Tiene señales de

henna recientes. Un pigmentointeresante. ¿Lo habría utilizado Stradde haberlo tenido? Rubia.

—¿Rubia?—Sí. Rubia. Fíjate en ese precioso

color rojo, ese barniz colorado intenso.Debió de ser algo espectacular despuésde esos amarillos pálidos. Stradivarius

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lo utiliza en Cremona, Gagliano enNápoles y Tononi en Bolonia, y… mehas traído un Tononi, ¿verdad? —pregunta, volviéndose hacia mí.

—Sí, pero el mío no es rojo.—¡Oh! —dice Eric Sanderson, un

tanto decepcionado—. Nunca loentenderé. El viejo Johannes tenía esehermoso rojo en Bolonia, pero el jovenCarlo se va a Venecia y vuelve alamarillo de antes. ¿Por qué? ¿Por qué?

Me mira fijamente a través de susgafas de búho. Las dos aprendizassiguen trabajando, sin inmutarse por losgritos de su maestro.

—Pues no lo sé —digo—. Perobueno, supongo que estoy acostumbrado,

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y lo cierto es que me gusta el color. Noes exactamente amarillo. Es una especiede ámbar miel. —Lo saco de la funda, yEric Sanderson lo examina.

—Sí —dice con aprobación—. Paraser un ámbar miel es un tipo de ámbarmiel bastante pasable. ¿Y dices que aveces emite un zumbido? Toca algo.

Toco medio minuto de una partita deBach.

Pone gesto dubitativo.—No zumba demasiado. Pero

imagino que es tímido con losdesconocidos. Déjalo aquí.

—No puedo —digo—. Esta semana,no.

—Bueno, entonces ¿cómo puedo

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ayudarte? En todo caso, dime cuándoempezó el problema.

—Zumbaba un poco en nuestra girapor Estados Unidos del año pasado. Lohabía hecho revisar unos meses antes,pero volvió a dar guerra una semanasdespués. Ahora va bien, pero me damiedo que vuelva a dar problemas.

—Podrían ser muchas cosas.¿Estuvisteis en Alaska y Hawai lamisma semana?

—La verdad es que no.—¿En Los Angeles y Chicago?—Eso sí.—La gente viaja demasiado hoy en

día —dice Eric Sanderson—. Ydemasiado deprisa. Si estuviésemos

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hechos de madera nos lo pensaríamosdos veces. Mmm, lo han cepillado unpoco —dice, examinando el interior conuna especie de espejo de dentista—. Noestá mal, de todos modos. No se veninguna grieta. Podría ser cualquiercosa. Hace poco hubo una exposición deinstrumentos venecianos. Una especie defiesta anual de antiguos alumnos.Intercambiaron muchos chismes. «Hacíasiglos que no te veía, querido. ¿Teenteraste de lo que pasó en el teatro dela Fenice? Yo estaba allí la primera vezque pasó, pero conseguí escapar. PobreSerenissima. Musicalmente ya no hayesperanza, desde luego, pero todo nacióallí: la ópera, la antífona… ¿Quién me

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discutía eso el otro día?»… ¿De dóndesacaste este instrumento?

—De Rochdale.—¿Has dicho Rochdale? —

Sanderson se mesa la barba, ceñudo.—Sí.—No hay poesía en este nombre.

No, carece de poesía. Ashby-de-la-Zouch: este nombre sí tiene algo.Escucha: sandáraca, damarina,almáciga, colofonia… —Salmodia losnombres con mística reverencia.

Helen suspira.—Para mí la poesía significa más

que la música —dice Eric Sanderson—.De todos modos, casi todos los músicostoman bloqueadores beta. Esto te costará

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un dineral —dice volviéndose haciaHelen, que parece un poco alarmada.

—¿Sí? —pregunta Helen,desoncertada por los súbitos cambios detema de nuestro anfitrión.

—Y no vale la pena. De tu llamadadeduje que querías que te fabricara uninstrumento para un propósito concreto.Scordatura…, scordatura…, he aquíuna palabra deliciosa. Pero ¿qué será deél el resto de su vida? Sin que nadie lotoque, ni lo honre, sin cuerdas.

—Bueno —dice Helen—, quizápodríamos afinarlo normal, y podríatocarlo como si fuera una viola normal.

Sus palabras provocan el silencio,seguido de unas meditaciones

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tangenciales.—Creo en el sicomoro y en las

maderas inglesas —dice Eric Sanderson—. ¿Por qué alguien iba a utilizar arceitaliano? ¿Acaso los italianos no habríanutilizado el sicomoro de haber vividoaquí y no allí?

—Estoy segura de que sí —diceHelen.

—Utilizaron haya, utilizaron álamo,utilizaron…, bueno, incluso marqueteríapara los filetes…, madera de peral aquí,ébano allá, lo que tuvieran a mano. Elotro día yo estaba admirando un diseño,y alguien dijo: «Pero si eso no es másque marquetería.» Y yo le dije: «Nuncamenosprecie la marquetería. No sabe lo

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importante que puede ser.» —Se vuelvehacia mí—. A mi parecer, esa podría serla causa de tu zumbido.

—Pero ¿puedes hacer algo? —pregunta Helen, quejumbrosa.

Sanderson da unos golpecitos en elmolde de yeso de una voluta deviolonchelo.

—He estado dándole vueltas —dice—. Mi primera reacción fue: es un reto.Pero, pensándolo mejor…, bueno,veréis. Afinarlo una segunda más bajono es problema. Probablemente podríashacerlo en tu propia viola. Una terceramenor, complicado. Una tercera mayor,imposible, diría yo. Aun cuandopudieras sacarle algún sonido, sería muy

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flojo. Una cuarta…, ¿por qué alguien ensu sano juicio iba a querer afinar unaviola una cuarta más baja? Ah sí, El artede la fuga, me dijiste. Mi mente noestaba muy receptiva a esa hora del día.Y mis hijas pedían el desayuno. Sabes,creo que deberías probar en laFraternidad de Música Antigua. Tedarán mejor consejo que yo. Tienen másexperiencia en afinar y reafinar. Te daréun par de números de teléfono.

—Entonces ¿tú no puedes hacerlo?Eric Sanderson frunce los labios.—¿De verdad quieres tirar

setecientas u ochocientas en uninstrumento para algo tan concreto?Bueno, supondría un interesante

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problema de diseño. Pero tendría queser muy grande.

—Una vez toqué una viola decuarenta y tres centímetros —dice Helen—. Al poco ya se me hizo manejable.

—¿Era un buen instrumento?—Maravilloso.—Si yo fuera tú —dice Eric

Sanderson—, y digo esto en contra demis propios intereses, me haría de nuevocon esa viola, y hablaría con los de laFraternidad de Música Antigua. Son ungrupo curioso, pero saben retorcer unacuerda.

De nuevo en el coche, Helenpermanece en silencio. Luego, justocuando cruzamos Albert Bridge, dice:

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—No me ha dicho nada que no mehubiese podido decir por teléfono.

—Bueno, ya me lo imagino, perosiempre es bueno…

—Voy a decirle a Piers que todo vabien. Tenemos que seguir adelante conlo del disco. Le diré que tengo la violaque quiero.

—Pero Helen, eso es una mentiradescarada. No la tienes.

—La tengo —dice Helen—. La veoen mi mente. La oigo en mis oídos.Existe.

Helen conduce por Chelsea sinprestar atención al tráfico.

—¿Me acompañarás a ver a los dela música antigua, verdad? —pregunta.

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—No, no te acompañaré.—Oh, Michael, sé razonable.

Siempre me has ayudado. ¿Cómo habríacolocado mis estanterías sin ti?

—No, no, Helen, no intentes liarme.Y tampoco voy a ayudarte a convencer aPiers de que has solucionado elproblema. ¿No te das cuenta de quesería muchísimo peor para todos tenerque abandonar el proyecto másadelante?

—Pero eso no ocurrirá —diceHelen, muy tranquila—. Vamos a parar atomar un café. Es un alivio estar denuevo en Londres.

3.15

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Una noche agitada, seguida de unamañana agitada. A las once —cuando yano la esperaba, y sin haber llamado alportero automático—, Julia toca eltimbre de la puerta. Mi satisfaccióndebe de ser evidente. Y también misorpresa. El motivo es que va de puntoen blanco: un abrigo largo de cachemirnegro, un vestido de seda gris,pendientes de ópalo. Lleva el pelo enuna especie de moño. Me tiende lamano, para prevenir, supongo, cualquierintento de besarla.

—El portero me ha dejado entrar.Debe de haberse acordado de lo muchoque me costó abrir la última vez quevine.

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—No me sorprende.—Pero esta vez no me ha dado

conversación.—Eso tampoco me sorprende.

Pareces salida de un sueño.—Lo siento…, llego tarde.—Oh, no te preocupes por eso —

digo, ayudándole a quitarse el abrigo—.Pero ¿por qué vas tan elegante a lasonce de la mañana?

Julia no dice nada, pero se acerca alenorme ventanal. Yo no insisto.

—Qué tranquilo y hermoso parecetodo desde aquí —dice—. El parque, ellago, las colinas a ambos lados. Y elvalle que queda en medio, lleno degente. Esta mañana, mientras me vestía,

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me pregunté: ¿Qué es un londinense? Túno lo eres, yo tampoco, ni James, y Lukeno quiere serlo. Hoy se celebra unalmuerzo en la City, y por alguna razónJames quiere que vaya. Por eso voyvestida así.

—¿A qué hora es la comida?—A las doce y media. Antes tengo

que hacer algunos recados, así que tengoprisa. No puedo quedarme mucho rato.No he traído a Bach, pero he traído aotro compositor. ¿Te parece bien?

—¡Claro que sí! Desde luego.Entramos en la insonorizada sala de

música. Ajusto la lámpara para que laluz caiga sobre el atril del piano.

—Oh, está bien, no he traído la

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partitura. Es solo un movimiento, y loconozco bastante bien. Tú también lorecordarás.

Me siento a su lado.Julia comienza a tocar sin ni siquiera

comprobar el sonido del piano. Nadamás oír las primeras cuatro notas, evocoel concierto estudiantil de Viena en elque nos conocimos. Se trata delmovimiento lento de la sonata en domayor de Mozart, K 330.

Hay algo tierno e indefiniblementeextraño y profundo en su manera detocar, como si atendiera a algo que esinaccesible a mi oído. No sé qué es,pero me deja exánime. Me siento con lacabeza entre las manos, mientras Mozart

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deja caer nota tras nota en mi mente.Cuando acaba se vuelva hacia mí,

mirándome fijamente.—No me esperaba esto —digo.—¿Ha estado bien? —pregunta.Niego con la cabeza.—No, no ha estado bien. Ha estado

mejor que bien, insuperable… En estosúltimos años, a veces he llegado apensar que habías muerto.

Julia frunce el ceño, como siintentara comprender por qué he dichoesta última frase, y a continuaciónmurmura:

—Debo irme.—No te vayas aún. ¿Quieres un café

rápido? —digo mientras entramos en el

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pasillo—. O un té. ¿He dicho algoinconveniente?

—No puedo, de verdad. —Mira sureloj.

—Me gustaría que escucharas unmovimiento de otra pieza —digo paraganar tiempo.

—¿Qué es?—Otro viaje por la memoria.—Déjate de bromas, Michael. ¿Qué

es?—No lo sabrás si no lo escuchas.

Olvida tus recados. Te lo pondré. Es unviejo amigo transfigurado. Pero no te lodiré antes de que lo oigas.

—¿Lo tienes en cedé? —preguntaJulia, sorprendida—. ¿Puedes

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prestármelo? De verdad, ahora no tengotiempo para oírlo. Y no quiero…, laverdad es que no quiero ponerme allorar delante de ti.

—Lo tengo en disco.—Muy bien. Tengo tocadiscos.Le quito la portada al quinteto de

cuerda de Beethoven y se lo doy soloprotegido con la funda blanca.

—No debes mirar lo que pone eldisco —le digo—. Mejor dicho,devuélvemelo un momento. A veces esdifícil resistirse a leer. Voy a cubrir laetiqueta con un adhesivo amarillo.

—¿A qué tanto misterio?—Para que no sepas lo que es hasta

que no hayas oído las primeras notas.

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—¿También tienes la partitura?—Bueno, de hecho, sí.—Dámela en un sobre. No la abriré

hasta haber oído el disco.Mientras la ayudo a ponerse el

abrigo, siento un impulso casiirresistible de abrazarla, de besarla.Pero me doy cuenta de que eso es lo quele da miedo. Debo atenerme a lasinocentes reglas de estas visitas, quetanto la llenan de ansiedad. Incluso en laintimidad de la música hay ciertosentimiento de culpa. El disco que tieneen la mano me recuerda nuestro trío, yella está tan cerca que la oigo respirar.

Espero a que llegue el ascensor, másfeliz y más desasosegado a causa de

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estos minutos que hemos pasado juntos.Esta vez, cuando está dentro, aprieto

la nariz contra el cristal, y mientras secierran las puertas interiores la veo —yla oigo— reír.

3.16

Por la noche, ya tarde, recibo un fax eninglés de Julia:

Queridísimo Michael:No podía creerlo. Nunca lo había

oído. Ni siquiera había oído hablar deél. Ya sabes lo que ese trío significabapara mí.

¿Podría verte mañana por lamañana a eso de las nueve? Deduzco

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de tu fax anterior que no tienes ningúncompromiso. Si lo tienes, por favor,envíame un fax.

Julia

Leo y releo la nota. Las primeras ylas últimas palabras, en esa letra que noha cambiado, contraen los añostranscurridos. No ha escrito: «Conamor», pero no puedes ser«queridísimo» sin amor.

A las nueve, de nuevo sin llamar alportero automático, Julia hace sonar eltimbre de la puerta. Debe de tener a Roben el bote, aunque esta mañana va entejanos.

—¿Qué te sabes de memoria deMozart? —pregunta sin más preámbulos,

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llevándome hasta la sala insonorizada.—¿De sus sonatas para violín?—Sí.—¿Por qué?—No quiero que estés detrás de mí,

mirando por encima del hombro.La observo asombrado.—Puedo tener mi parte por separado

en el atril —digo.—Bueno, contesta a mi pregunta —

exige Julia, casi con brusquedad.—¿Quieres decir una sonata entera?

Creo que ninguna. No en este momento.—Con un movimiento bastará —

dice—. Sí, de hecho, un movimientosería mejor. ¿El segundo movimiento dela sonata en mi menor? —Canturrea una

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frase, en el tono justo.—¡Sí! —digo, aún un poco aturdido

por el entusiasmo—. Creo que es una delas pocas que me sé de memoria… ocasi. La he escuchado hace poco, perono creo haberla tocado en años. Tendréque mirar la partitura… Aquí está.Tendré mi parte abierta en el atril, perosolo la miraré si me quedo atascado. Mequedaré aquí, si quieres. Pero ¿por quéno quieres que mire por encima de tuhombro?

—Considéralo un capricho.—Muy bien. Déjame afinar primero.

Dame un la.Durante unos segundos les echo un

vistazo a las dos páginas que tengo

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delante y le digo que ya estoy listo.Todos los alegres recuerdos de Vienaacuden en tropel a mi memoria.

Tocamos todo el movimiento. Tengola sensación de que es Julia quien medirige. Su parte es seguida: no hayningún momento en que yo tenga quedarle la entrada. Se equivoca —¿o soyyo quien me equivoco?— en unmomento en que los dos entramos almismo tiempo tras un silencio. Me miraa menudo. Pero de nuevo, al igual queayer, su música está imbuida de unaintensidad, de una interioridad que no lehabía oído cuando estábamos en Viena,posee una frescura, una sutilezadeliciosas; y, por contagio, también la

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mía.En una línea que desciende en zigzag

toco un la natural en lugar de un lasostenido, un error espantoso, pero ellano dice nada, ni entonces ni después.Quizá, por primera vez, ha decidido noser demasiado exigente conmigo. Oquizá ve las cosas de manera másglobal, y le parece una nimiedad ponerreparos a una sola nota en unmovimiento tocado con tanta intensidad.

—¿Hacemos también el otromovimiento? —le digo al acabar.

—Dejémoslo así —dice. Nosmiramos.

—Te quiero, Julia. Quizá no tengaobjeto decirlo, pero te quiero… todavía.

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Suspira, y no de felicidad. Sus dedospalpan un anillo imaginario. Volver aenamorarme de ella, a la que nunca heolvidado, es algo que no me cuesta nada.Pero ella, que ha conseguido apartarmede sus pensamientos, que ahora lleva elapellido de otro hombre, quizá tendríaque pagar un precio altísimo.

—Y yo —dice por fin con una voztan llena de pesar que igual podría haberdicho lo contrario.

No nos tocamos para confirmar loque hemos dicho. A continuación, suave,levemente, la beso a un lado del cuello.Ella respira lentamente, pero no dicenada.

—¿Y bien? —pregunto.

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Sonríe con cierta tristeza.—Tocar juntos y hacer el amor: una

ecuación demasiado fácil.—¿Le has hablado de mí? —

pregunto.—No —dice—. No sé qué voy a

hacer con todos estos subterfugios: faxesen alemán, venir a verte…, pero es aLuke a quien me parece que estoy…

—¿Traicionando?—Todas estas palabras me dan

miedo. Son tan brutales y contundentes.—¿También te da miedo la música?

—pregunto.—Sí, la música también, en cierto

modo. Pero al menos puedo hablar deella contigo. Tenía tantas ganas de

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hablar de música… y de tocar conalguien que me entendiera tal como yoera antes…, antes de todos estoscambios en mi vida.

Le cojo la mano. Ella niega con lacabeza, pero no la aparta.

—¿Qué puedo decir, Julia? ¿Quéquieres que te diga? Para mí es fácildecir amor, amor, amor. No estoycasado.

—¿Y lo sabe tu amiga de Lyon? —pregunta.

—De Nyons. No. No lo sabe… ¿Quéestabas leyendo el día que te vi en elautobús?

—No me acuerdo. Curioso,¿verdad? Lo he olvidado por completo.

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Y es una de esas cosas que no seolvidan.

—Nunca superé el haberte perdido.Tienes que saberlo. Pero ahora me datanto miedo hablar contigo…, meter lapata y no volver a verte nunca. ¿Tantohan cambiado las cosas entre nosotros?

—No lo sé. Acabo de dejar a Lukeen la escuela. La música no le interesamucho, ¿sabes? Michael, esto esterrible. No podemos hacerlo, deverdad.

Cierra los ojos. Se los abro de unbeso.

—¿Y bien?—Te veo un par de canas —dice.—No me las he ganado —digo.

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—Lo dudo.Me besa. La abrazo en esa

habitación sin ruido, lejos de la luz deldía y del tráfico de Bayswater y detodas las trampas del mundo. Me abrazacomo si no pudiese soportar la idea deque vuelva a abandonarla.

3.17

El sol cae sobre nuestros cuerpos. Noquiere que baje las persianas. Paso losdedos por su pelo, mucho más largo quecuando la conocí. No hacemos el amorcon ternura, sino con un éxtasis que nacede la avidez, aunque percibo en ella unatensión que disminuye gradualmente. No

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quiere que hable, y ella tampoco quierehablar, pero no aparta los ojos de micara, pendiente de cada una de misexpresiones. El aroma de su cuerpo,mezclado con su tenue perfume, me ponefrenético.

Después, cuando vuelvo a la cama,apoya la cabeza sobre mi hombro y seadormila. Soy incapaz de mirarla a lacara. Suavemente coloco la palma de lamano que tengo libre primero sobre unpárpado, luego sobre el otro. Se hallaperdida en las profundidades de otromundo, muy distante del mío. En algúnlugar, a lo lejos, se oye el ruido de unhelicóptero, pero no la despierta. Alcabo de un rato vuelvo a levantarme,

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quitando con suavidad el brazo dedebajo de su cabeza. Me la quedomirando no sé cuánto tiempo…, nopuede ser más de medio minuto. Quizáse da cuenta de todo esto. Abre los ojos;me mira como si leyera mispensamientos. En su cara, dondeprimero se dibuja pasión, luego paz,vuelvo a ver ambivalencia.

—Es mejor que me vaya, ¿verdad,Michael?

Asiento, aun sin estar de acuerdo.Intento poner una sonrisatranquilizadora. Años atrás, cuandoestábamos juntos, casi nunca hacíamosel amor a la luz del día, y no sé por qué.Muchas cosas aturden mis pensamientos:

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todo se despliega ante ellos, desde laprimera vez que la vi siendo estudiantehasta cuanto hemos hecho —hablar,música, el amor— en estos últimos días.Sé que hay cosas que me incomodan, alas que no puedo resignarme, pero soyincapaz de señalarlas. Pero elpensamiento de lo que ha ocurrido ardea través de esas nieblas ligeras,indecisas.

3.18

Aunque ya hace horas que se ha ido, lahabitación conserva su olor. Pasa un día;dos. No tengo noticias de ella: nillamadas telefónicas, ni faxes, ni visitas.

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De día, de noche, hundo la cara enlas sábanas. Revivo todas las horas quehemos pasado juntos. Revivo todas lashabitaciones en que hemos estado.

3.19

Han pasado tres días. No puedosoportarlo más. Paseo por el parquepara aquietar mis pensamientos.

Los plátanos están sin hojas, pero sucorteza escamosa se ve iluminada poruna luz al sesgo. Las fuentes que hay alextremo de Long Water, secas yrodeadas de barro desde hace unassemanas, vuelven a manar. Haycampanillas de invierno, algún que otro

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raro azafrán. Los sauces llorones hanvuelto a la vida, todos de un color verdelima, junto al Serpentine.

Son casi las tres de la tarde. Prontosaldrán los niños del colegio. ¿Irá Juliaa buscar a Luke? Mis pasos me llevanhasta una esquina de la plaza. Miro lacalle, sin propósito alguno, pero alerta.¿Ha sido para buscarla por lo que hesalido de casa?

Julia aparece andando a paso vivo.Sube la escalera de la entrada principaly se queda en la cola, con las demásmujeres. A los pocos minutos losmuchachos, todos con una gorrita verde,salen de la escuela, y sus madres losbesan, los abrazan y se los llevan.

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Julia y Luke cruzan la plaza de lamano, y a continuación toman una calleque hay delante. Se paran junto a unRange Rover y dejan salir un enormeperro castaño de cara negra, que está tanencantado de verles que resulta difícilponerle la correa.

Ahora están en mi calle. Losobservo como si no los conociera: unchaval con una gorra; una mujer bienvestida, aunque de sport, de estaturamedia y que anda con paso elegante, sinprisa; tiene el pelo más rubio quecastaño, aunque es difícil verle la caradesde donde estoy, varios metros detrásde ellos, siguiéndoles casi sin querer; yun enorme perro de pelo dorado castaño

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que camina de manera curiosa,arrastrando los pies, y cuya presenciahace inviolable a la familia.

Ahora veo la expresión de la cara deJulia, pues acaba de pasar junto a miedificio. Mira hacia arriba, a la derecha,escrutando, preocupada. Siguen andandoen dirección al parque.

Se detienen en un paso de cebra. Elperro tira de la correa. El chaval apoyala cara en la mano de su madre.

Y ahora vuelvo a estar donde antes:en el parque. Les sigo a cierta distanciamientras se adentran en la avenida dejóvenes tilos; el niño y el perro de vezen cuando se internan en el césped. Unpar de minutos después, el perro, cuya

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cara se parece a la de un oso pardo,brinca hacia mí, ladrando, acontinuación da media vuelta y vuelvecon su propietario.

—¡Buzby! ¡Buzby! Vuelve aquí.¡Buen chico! —le grita la débil voz deLuke.

Julia se vuelve; se queda inmóvil; yalgo en su actitud me dice que me havisto. Vacilo, ella vacila, y echamos aandar el uno en dirección al otro. Elniño y el perro giran alrededor de ella,como planetas que van a colisionar.

—Hola —digo.—Hola.—¿Así que este es Luke?El niño le lanza una mirada

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inquisitiva a su madre.—Sí. Luke, este es Michael.—Hola —digo.—Hola —dice Luke, estrechándome

la mano.—¿Vienes aquí a menudo? —le

pregunto.—A veces…, cuando salgo de la

escuela.—A nuestro perro le gusta —explica

Julia—. Detrás de nuestra casa hay unjardín comunitario bastante grande, peroél prefiere el parque.

—¡Buzby! —digo, dándole unosgolpecitos al perro en la cabeza—.Bonito perro, bonito nombre.

Julia me mira asombrada.

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—Oí cómo Luke lo llamaba así —leexplico.

—Sí, claro —dice Julia.Buzby se aleja corriendo en

dirección a un árbol. Y Luke lo sigue.—Han pasado tres días —digo.—Sí —dice Julia, sonriéndome.—He sido tan feliz. Soy tan feliz.

¿Por qué has desaparecido?—No he desaparecido. Estoy aquí.—¿Eres feliz?—Yo… ¿cómo voy a responder a

eso? Pero me hace feliz verte.—¿De verdad venís aquí a menudo?

¿Quieres decir que podría habermeencontrado contigo por casualidad eneste último año?

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—Bueno, no tan a menudo. Una vezcada dos semanas, más o menos. Eninvierno, menos. Y…, bueno…, noshemos encontrado por casualidad, ¿no escierto?

Me echo a reír. Ella también. Lukeregresa. Nos mira muy tranquilo, unpoco ceñudo, hasta que dejamos de reír.

—Mamá, vamos a llevar a Buzby alRound Pound —sugiere Luke,pronunciando con claridad, y con unresiduo de lo que debe de ser el acentode Boston. Me mira con interés. Y yo lemiro. Es un chico guapo, con el pelomás oscuro que el de Julia…, como lohubiera tenido de haber sido nuestrohijo.

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—Creo que es mejor que volvamos—dice Julia—. Pronto oscurecerá.

—Era una ardilla —me dice Lukepara despistar—. A Buzby le vuelvenloco las ardillas. No estaremos ni cincominutos. Te lo prometo, mamá.

—Luke, he dicho que no —replicaJulia con firmeza—. Y ya estoy cansadade andar.

—Pues que nos lleve Michael —dice Luke, cogiéndome la mano—. ABuzby le cae bien. —Y, como paraconfirmar sus palabras, Buzby regresa yse queda delante de nosotros, atento.

Julia me mira, yo a ella, Luke a losdos, Buzby a los tres.

—Si no has vuelto en diez minutos,

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Luke, mañana te pondré una manzana enla bolsa del almuerzo.

—¡Uf, qué miedo! —dice Luke,sonriendo—. ¿Qué hay peor queencontrar un gusano en una manzana? —me pregunta.

—Venga, Luke —dice Julia.—Bueno, ¿qué? —digo.—Encontrar solo medio gusano —

dice Luke, y le da un ataque de risa.Su madre, que probablemente ya ha

oído este chiste cientos de veces, tuerceel gesto. Su madre…, su madre… ¿Quéestá pensando mientras me hago cargode su hijo?

Cuando Luke y yo llegamos al RoundPound, dice:

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—No lo rodeemos en el sentido delas agujas del reloj, sino en el contrario.A Buzby le gusta más. ¿De qué conocesa mamá?

—La conocí en Viena.—Eso fue antes de que yo naciera.—Exacto.Luke parece absorto en sus

pensamientos. Buzby se alejacorreteando, a continuación regresa paraladrarles a los cisnes, aunque con mássimpatía que hostilidad.

—De hecho mi nombre es Lucius —me informa Luke—, Lucius Hansen. Miabuelo también se llama Lucius.

—Pero todo el mundo te llama Luke.—Eso es. ¿En qué se diferencian una

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bailarina y un pato?—¿Has dicho un pato? ¿O un

zapato? —Luke ha empezado amascullar.

—Un pato, estúpido. ¡Glups! Losiento. Un pato.

—Oh, no lo sé. Uno es gordo y sumujer es la pata, la otra es flaca y estirala pata.

—Las bailarinas no estiran la pata.—En El lago de los cisnes sí.—¿Qué lago es ese?—Es un ballet: ya sabes, gente que

baila en un escenario. No es muyinteresante, pero la música es bonita.

—De todos modos, la respuesta noes esa —dice Luke, sin dejarse

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impresionar.—Entonces, ¿cuál es?—La diferencia es que la bailarina

baila con gracia, y el pato andando esuna desgracia.

Los dos nos reímos. Buzby se nosacerca corriendo y meneando la cola.

—¿Te lo has inventado tú? —pregunto—. Es bueno.

—No, lo leí en un libro de acertijos.Papá me lo regaló por Navidad. Meregaló tres libros: uno de acertijos, unode aviones y uno de sellos.

—¿Ninguno de dinosaurios?—Los dinosaurios están muertos —

afirma Luke.—¿Qué clase de perro es? —

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pregunto—. ¿Una especie de labradorgigante?

—¿Un labrador? —exclama Lukecon cierto desdén—. No, es unleonberger. Y no es más que uncachorro. Solo tiene once meses.

—¿Un cachorro? —exclamo—.¡Pero si parece un león!

—Es bastante tonto —me confiesaLuke—. El mes pasado se tragó uncaracol mientras comía hierba, y tuvodispepsia o algo así. —Luke tiene unvocabulario más amplio que los niñosde su edad.

—¿Qué quería decir tu madre coneso de que te pondrá una manzana en labolsa del almuerzo? —le pregunto.

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Hace una mueca.—No me gustan las manzanas.—A todos los niños les gustan las

manzanas.—A mí no. Prefiero los

melocotones. O las naranjas. Ocualquier otra cosa.

Cuando estamos a mitad de camino,Luke dice:

—¿Conociste a mamá antes de queella conociera a papá? —No parece muycomplacido.

—¿Qué? ¡Oh, sí! Estudiamos juntos.Soy músico.

Luke calla mientras pondera lo queacabo de decirle.

—Mamá me hace tocar el piano —

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dice por fin—. Yo le digo que voy a serpiloto y que es una pérdida de tiempo,pero no me hace caso. Ningún caso.

—¿Te gusta el piano?—No está mal —dice Luke mirando

el agua, a continuación añade algoinaudible acerca de las escalas.

—No te he entendido. Lo has dichomascullando.

—Es que yo hablo así —dice Lukecon repentino malhumor.

—Pero antes hablabas con claridad.—Era porque a mamá le cuesta

oírme. Está sorda… ¡Glups! —Se llevala palma de la mano a la boca.

Me río.—¿Por qué? ¿Porque te hace

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practicar las escalas?Pero Luke, con los ojos como platos,

parece muy compungido por lo queacaba de decir.

—No se lo digas… —exclama depronto.

—Decirle el qué.Se ha puesto blanco. Se le ve

horrorizado.—Lo que te he dicho. ¡No es cierto!

¡No es cierto!—Muy bien, Luke, muy bien.

Tranquilo.Pasan minutos sin que diga nada.

Parece sentirse culpable y alarmado,casi temeroso. Le pongo la mano en lacabeza sin que él haga gesto de

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oponerse. Pero me siento incómodo,preocupado, y no se me ocurre nada quedecir.

3.20

Volvemos al punto de partida. Buzbycorretea hasta donde está Julia, ladrandocon energía, y describe unos cuantoscírculos a su alrededor. Luke parece denuevo afectado.

Tal vez sea cierto, pero me pareceincreíble. Oscurece. Recuerdo que, en laOrangery, cuando estábamos junto alradiador, le hablé y ella no merespondió, y empiezo a encontrar unaexplicación para todas las veces que no

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me ha respondido —las que me vienen ala memoria—. Cuando creía que Juliaevitaba algunos temas que surgían alhilo de la conversación, ¿no sería quemi cara —o la suya— estaba colocadade tal modo que no me podía ver laboca? ¿Estoy sacando demasiadasconclusiones de lo que Luke ha dicho, yde unos minutos de consternación?

Ella es la misma de antes. Ríe, nosdice que llegamos un minuto tarde.Buzby, tras trazar dos órbitas alrededorde ella, abandona el sistema solar yLuke se pone a perseguirlo.

—Espero que no te haya molestadomucho —dice Julia—. A veces es unpoco temperamental. Ahora le veo un

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poco apagado, como si creyera que tevas a quejar de su comportamiento. ¿Seha portado bien?

—Como un santo. Pero no sabe loque es El lago de los cisnes.

Julia frunce el ceño.—Pues claro, Michael, aún no tiene

siete años. ¿De qué habéis hablado?—Sobre todo de libros. Y de

acertijos.Se le ilumina la cara.—Sí, últimamente le encantan. ¿Te

contó el de la bailarina y el pato?—Sí. La gracia y la desgracia.A lo lejos se oye el sonido de una

bocina, los cisnes remontando el vuelo.—¿Te ocurre algo? ¿Qué es? —

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pregunta Julia—. ¿Qué es lo que tepreocupa?

—Nada.—¿Nada?—Nada, de verdad. Son solo los

cisnes. ¿Te veré mañana? —Le cojo lamano.

—No hagas eso.—Lo siento. Lo olvidé.—Creo que es mejor que no nos

veamos por un tiempo. De verdad.—He de verte. Tengo que hablar

contigo.—¿De qué, Michael? ¿Te encuentras

bien? —pregunta alarmada.—Sí, estoy bien. Dime que nos

veremos.

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—Muy bien, pero…—¿Mañana por la mañana?Asiente con cierta prevención.Ya es casi de noche. El niño y el

perro regresan. Si es cierto, prontoestará tan oscuro que no podrá leermelos labios. Digo que quiero seguirpaseando, y los tres se despiden.

Luke coge la mano de Julia. Ella seinclina y le besa en la cara. Los ruidosque hay a mi alrededor son ahoraconfusos. Las tres figuras se alejan en elcrepúsculo, confundiéndose con otrasque deambulan a esta hora. No tardan endesaparecer, y yo doy media vuelta.

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Cuarta parte

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4.1

El día siguiente trae un amanecerresplandeciente y despejado. Sobre elRound Pond, que está más allá de losárboles, hay un brillo dorado. Meencantan los árboles en esta época: lasramas ascienden en un árbol encontrapunto con las que cuelgan de otro.Los mostellares parecen alambradas encontraste con la hierba verde y fresca.

Un castaño sin hojas, viejo yenorme, una anomalía en comparacióncon la avenida de jóvenes tilosplateados, ofrece sus ramas que cuelganbajas, aunque en esta época no tengan

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nada que ofrecer. Pero entre sus ramillassuperiores canta un pájaro; por el sonidodiría que es un petirrojo, aunque está tanalto que incluso la maraña de ramasdesnudas es suficiente para apagar elcanto del pequeño pájaro.

Retrocedo unos pasos, intentandodiscernirlo. Una rolliza paloma vuelahacia las ramas altas, y ahora es casicomo si ese absurdo pájaro emitiera esehermoso canto, complacido de que leatribuyan la voz de su vecino invisible.

Cuando mencioné al ruiseñor, losojos de Julia, de manera sorprendente,pero no inexplicable —me dije entonces—, se llenaron de lágrimas. Ahora medoy cuenta de que me equivoqué al

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interpretarlas.En el jardín que hay bajo el nivel del

suelo, unas prímulas amarillas son losúnicos indicios de vida; y en el seto detilos que hay alrededor, el doble de altosque yo y muchísimos años más viejos,hay un tenue arrebol de capullos y ramasrojizas. Esto podríamos compartirlo,pero, ¿y el estruendoso coro del albaque se oye a nuestro alrededor? ¿Y elavión que, al oeste, desciende haciaHeathrow?

Me acerco hasta el lugar por el queLuke y yo paseamos ayer. A esa hora dela mañana callan las gaviotas. Cuentolos cisnes: cuarenta y uno, incluyendo acinco crías. Un pollo de cisne, sucio y

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con las patas negras, me lanza una astutay sesgada mirada. Cinco cisnes adultosechan a volar al otro extremo delestanque. Las alas de esas enormes ydesgarbadas aves producen un lento ysonoro estruendo al pasar sobre micabeza. Vuelan y graznan los gansos.

¿Qué podría oír Julia de todo esto?¿Hasta qué punto me imagino lo quepuede y no puede oír?

El graznido de un cuervo, el canto deuna urraca en un plátano, cerca deBayswater, los autobuses que rugen yestornudan… ¿Qué puede oír Julia?

4.2

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No aparece, como prometió, y no sé quéhacer. Podría enviarle otro fax, peropienso que, de haberlo querido, ella mehabría mandado uno. Ahora comprendoperfectamente por qué no quierellamarme por teléfono. La única vez quelo hizo debía de saber que le saldría elcontestador. Es posible que oyera elpitido. ¿O simplemente esperó unossegundos antes de hablar? ¿Llevaaudífono? No lo noté cuando le toqué elpelo, la cara.

Pero hemos tocado juntos, el violín yel piano, sin desafinar, sin perder elcompás, en esta habitación, y ella tocabacon una conciencia tan simple y claraque debía oír la música.

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Sin desafinar, he dicho, pero claro,el piano, si está afinado, no desafina. Yaunque ella respondiera a miinterpretación, era casi como si tocarasola. Me pidió que me quedara, dondepudiera verme. Y ahora me pregunto:¿era para ver cómo se movían mis dedosy el arco?

Cantó una frase, en el tono justo,antes de ponerse al piano.

Cuando la conocí podía dar el tonoexacto. ¿Será capaz todavía de hacerlo,sin ayuda del sonido exterior?

Algunas cosas se me aclaran, otrasse me hacen más confusas. Los hechosno son concluyentes. Lyon en lugar deNyons: ¿un error al pronunciar? ¿Un

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fallo de memoria? ¿Una consonante queno oyó? Yo mismo he cometido muchoserrores así.

¿Cómo se las apaña tan bien? ¿Porqué no lo compartió conmigo? ¿Cómopuede soportar interpretar música,pensar en la música? Cuando vino aoírnos tocar en el Wigmore, ¿qué oyó?El bis no estaba anunciado en elprograma.

Pasa un día, y me sientodesquiciado, angustiado, lleno deincertidumbre. No hay ensayos, por loque no tengo que tocar. Ni siquieraescucho música. Leo algunos poemas deuna vieja antología. Pero me llena dehorror la idea de que pueda ser cierto, y

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siento un irresistible y desesperadodeseo de protegerla. ¿Qué otra cosapuedo hacer?

Al día siguiente decido escribirle.Pero ¿qué puedo decirle, aparte de quequiero volver a verla? ¿Quiere que losepa? ¿Luke le ha comentado algo?¿Estoy haciendo una montaña de ungrano de arena? ¿Y si no es cierto?

4.3

Cuando más perplejo estoy, llega unacarta: un sobre azul, un vulgar sellodorado, matasellos de ayer, su letrainclinada. Utilizo de nuevo el abrecartasque me regaló para abrir un sobre que

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ella ha cerrado.La luz de la mañana cae sobre varios

pliegos de papel azul en los que, continta azul oscura, leo la carta más largaque me ha escrito nunca.

Queridísimo Michael:Sí, es cierto. Lo habrías averiguado

tarde o temprano, y, por culpa denuestro encuentro en el parque, haresultado ser más temprano que tarde.Luke estaba muy alterado, y parecíaclaro que a ti también te preocupabaalgo. Cuando llegamos a casa me dijoque te lo había contado. Se le escapósin querer. ¡Pobre Luke!: se pasó unahora abatido. Creía habermetraicionado, cuando, en realidad, me halibrado de tener que decírtelo yo.Suele ser muy protector conmigo, y

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cuando sus amigos vienen a casaprocura que todo parezca natural entrenosotros. No quiere que nadie, ymucho menos sus amigos, tenga lamenor sospecha de lo que me ocurre.Pero me afecta mucho, esa es laverdad, y me daba miedo decírtelo, medaba miedo que eso lo estropearatodo, que influyera en nuestrarelación. Cuando decidí volver a vertey revivir todos aquellos recuerdos queestaban en letargo, quería que fuese enun plano de igual a igual. Desde luego,no deseaba ver lo que vi en tus ojoshace dos días. Y también por eso tehablo de ello por carta, y no enpersona.

Pero mi situación no es tan dignade lástima. El hecho es que, a medidaque mi sordera progresa, al menos meda tiempo a hacerme a la idea. Ha sido

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cuestión de meses, no de minutos, yno ha tenido ningún efecto secundarioterrible.

No es que intente quitarleimportancia. Al principio pensé que nopodría superarlo. La música es lo másimportante de mi vida. Y que metraicionara el oído me resultaba másinsoportable que a cualquier otrapersona.

¿Cómo empezó todo? No seríacapaz de afrontar que me lopreguntaras cara a cara y en detalle,por lo que más vale que me ponga a lalabor y te lo cuente todo. Comenzóhace tres años. Al principio no noténada raro, aunque me parecía que lagente murmuraba en lugar de hablar,sobre todo por teléfono, y comencé aobservar que cuando tocaba el piano logolpeaba más fuerte. En un par de

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ocasiones me pregunté por qué no oíacantar a los pájaros tan a menudo, perome dije que aquel año en NuevaInglaterra la primavera era mássilenciosa que de costumbre. Enaquella época no tocaba con otrosmúsicos, de modo que no teníaproblemas de sincronización. Ycuando oía música simplemente subíael volumen. Un par de veces James medijo que estaba demasiado alto, perono le di mucha importancia.

Probablemente se me hacía másdifícil oír el piano, pero, en cualquiercaso, gran parte de lo que uno oye estáen la mente y en los dedos. Lo ciertoes que me parece que no entendía loque me estaba pasando. ¡Cómo iba aimaginar que me estaba volviendosorda antes de cumplir los treinta!

Pero ocurrió algo que me alarmó.

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Una noche que James estaba fuera,Luke tuvo una pesadilla. Lloraba en suhabitación y no le oí hasta que entróen mi dormitorio. Dos días después,en una revisión periódica, le mencionéal médico lo que había pasado; se lotomó en serio y me envió alespecialista, quien me dijo que teníauna pérdida auditiva de cincuentadecibelios en los dos oídos, y mepreguntó por qué diantres no me habíavisitado antes.

A la semana siguiente la pérdidaauditiva era ya de sesenta decibelios, ylos médicos parecieron preocupados ysorprendidos. En mi familia no habíaantecedentes de que eso le hubieraocurrido a ninguna persona joven. TíaKaterina, que vive en Klosterneuburg,es bastante dura de oído, pero tienemás de setenta años. Es cierto que

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tuve una infección en los dos oídos —creo que la cogí al nadar— cuandotenía ocho años, y que me duró casi unaño. Pero en ese caso el diagnósticohabía sido claro, mientras que lossíntomas actuales no tenían causaaparente. Nada supo encontrarme elprimer especialista al que acudí, ysolo un mes más tarde un segundoespecialista, mucho más joven, medijo que el probable diagnóstico era«una enfermedad autoinmuneauditiva», algo que jamás había oídoantes. Le ensalzó a James el valor del«alto índice de sospecha» a la hora dedetectar enfermedades relativamentepoco corrientes que siempre habíaposeído: una especie de donhitchcockiano, me pareció, aunquesospecho que es la jerga habitual delos médicos.

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El tratamiento consistía en fuertesdosis de una mezcla de esteroides einmunosupresores. Si me hubiesesvisto en la parte de arriba de unautobús de dos pisos (aunque eso noera posible, pues estaba en Boston),dudo que me hubieses reconocido. Erahorrible. Me miraba en el espejo yveía a una mujer hinchada por losmedicamentos y muerta de miedo.

Durante una temporada el oído seme estabilizó, incluso mejoró. Perocuando intentaron disminuir la dosisdel medicamento, no solo recaí, sinoque me puse peor que antes.Finalmente consiguieron quitarme losesteroides, pero ya tenía el oídodestrozado… y sigue destrozado. Mesiento como si estuviese rodeada dealgodones, y sin el audífono casi nooigo nada. Pero, de pronto, oigo un

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golpe tremendo, o un silbidohorriblemente agudo. Llevo así losdos últimos años. Paso días buenos ydías malos, y a veces tengo un oídomejor, y a veces el otro, pero ya heperdido las esperanzas derecuperarme.

Los médicos me han explicado quelos sistemas protectores de mi propiocuerpo se comportan con algunaspartes de mi oído interno —nadie sabepor qué ni cómo— igual que si fueranalgo hostil o peligroso, y lasdestruyen. Sin embargo, no quieras vernada simbólico en todo ello. Yo lohice, y fue peor. Me parecía que iba avolverme loca. Pero se acabó.Simplemente, es otra cosa: un extrañofenómeno fisiológico que, sin duda,tendrá cura dentro de un par degeneraciones, pero no ahora.

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Qué extraña fue la transición delmundo del sonido al mundo de lasordera…, que no hay que confundircon el del silencio, pues oigo todotipo de ruidos, solo que, normalmente,los que no debería oír. ¡Me daba tantomiedo tener que abandonar la música,estaba tan asustada por Luke, a vecessolo con una madre que ni siquiera leoía llorar! De no haber sido por él, nosé si habría tenido voluntad paraenfrentarme a ello. ¡Pobre niño, en esaépoca solo tenía cuatro años! James seportaba maravillosamente… cuandoestaba en casa. ¡Hasta se afeitó elbigote para que pudiera leerle mejorlos labios! Su trabajo en el banco leobligaba a viajar constantemente, peroal fin les dijo que quería un puestomás estable. Entonces vinimos aLondres.

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James, muy sensatamente, dijo queyo no debía renunciar a la vida, ni a élni a Luke. Podíamos permitirnos teneruna niñera: me quitaría mucho trabajoy estaría con Luke cuando yo nopudiera. Yo debía concentrarme en lamúsica y en intentar acostumbrarme ami, bueno, nueva situación.

De modo que me sumergí en elignoto mundo de los sordos: clases deterapia preventiva del habla, clases delectura de los labios con horas depráctica delante de un espejo; inclusoaprendí un poco el lenguaje de lossignos, aunque nunca lo he utilizado.Aprender todas estas cosas requieremucho tiempo, mucho esfuerzo, peroes lo que necesitas para que tu vidasiga siendo igual —o más o menosigual— que antes. ¡Cuánto me costóreunir la voluntad necesaria para

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conseguirlo! Pero, como me decía, lamúsica es un lenguaje, el alemán y elinglés son lenguajes, leer las manos ylos labios no son sino lenguajes, y unomejora su capacidad lingüística contiempo y esfuerzo. Podía serinteresante. Era, es, agotador, pero seme da mucho mejor de lo que creía.(El que tuviera esa infección de oído alos ocho años puede que ayudara, puesen aquella época debí de aprender aleer los labios.) En todo caso, me lotomé como algo natural. Pero, comoseñaló uno de mis profesores en ciertaocasión, nunca podrás saber solo porlos labios si alguien ha perdido unguante o un amante.

Uso un audífono, pero no tan amenudo como tal vez imaginas. Escomplicado: a veces me impide oír eltono correcto. Cuando he estado

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contigo, nunca lo he utilizado, exceptoel día del concierto. En el WigmoreHall hay una especie de circuitoeléctrico que resulta de gran ayudacuando coloco el audífono en unaposición determinada. Es bastantefastidioso, pero llega un momento enque se convierte en algoimportantísimo.

En cuanto a la interpretaciónmusical, puesto que aún toco músicade cámara, he aprendido a juzgar —apartir del arco, los dedos, el cambiode posición, la visible anacrusa de larespiración, a partir de todo y nada—cuándo tocar y a qué tempo. El otrodía, con Mozart, ya oíste mi triste ynuevo virtuosismo. Pero funcionóporque conocía bien la sonata, y sabíacómo leer tus manos, tus ojos y tucuerpo. No pude oír gran cosa de lo

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que tocaste, y, sin embargo, puedodecir que tocaste bien…, aunque nosería capaz de decirte cómo lo sé. Ycuando me prestaste el quinteto deBeethoven basado en «nuestro» trío,no lo escuché como habría hecho enel pasado. Puse los bajos deltocadiscos a tope, y medio lo oí ymedio lo percibí por medio de lavibración, mientras leía la partitura. Laverdad es que me llegó bastante. Perosé que nunca oiré realmente lo que nohaya oído antes con mi oído físico, loque no pueda, de algún modo, reviviren tono y textura a partir de mimemoria.

Pero no hablemos de Beethoven.¿Recuerdas nuestros paseos porHeiligenstadt?… Pero basta de eso.No, pero bueno, ¿recuerdas dondedice: «Aber welche Demütigung,

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wenn jemand neben mir stand undvon weitem eine Flöte hörte und ichnichts hörte, oder jemand den Hirtensingen hörte, und ich auch nichtshörte[2]…»? Bueno, pues cuando elotro día, en la Orangery, oíste cantar alpetirrojo, eso fue lo que sentí, pero nofue solo humillación, fue unasensación de amarga injusticia, depérdida, de dolor y autocompasión,todo mezclado en un repugnantegrumo. Y luego te pusiste a hablar demirlos y ruiseñores. De verdad,Michael, ahora que sabes que estoysorda, más vale que vigiles tuscomentarios si no quieresdesgarrarme el corazón.

Te escribo estas líneas en unasoleada mañana. La casa está vacía.Luke está en la escuela, James en eltrabajo, y la asistenta ha ido a su clase

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de francés en algún lugar de SouthKensington. Desde donde estoysentada, en el primer piso, veo, através de un mirador, el jardíncomunitario con sus primerosazafranes, blancos, rojizos, púrpuras,amarillos. Una mujer de noventa añosestá sentada en un banco, leyendo, conun pequeño perro blanco —unaespecie de terrier de pelo corto— a sulado. Justo debajo de la ventana estánuestra pequeña parcela, donde estatarde, tras haber practicado al piano,trabajaré un poco.

Yo sé dónde y cómo vives, pero túnada sabes de la geografía de mis días,de la forma y el color de mishabitaciones, de la curva del jardín enmedia luna, de mis ciclámenes, deltono y el tacto del piano, de la luzsobre la mesa del comedor, de puro

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roble. Le he dicho a James que noshemos visto un par de veces…, esdecir, profesionalmente. Luke y élhacen puzzles juntos, de modo quetarde o temprano Luke iba amencionar nuestro encuentro. Jamesno pareció molesto; de hecho, sugirióque te invitáramos a cenar. (La verdades que creo que os llevaríais bien.)

En cierto modo, quiero compartirmi vida y mi música contigo. Pero,Michael, no veo cómo nuestro amorpuede alcanzar su plena expresión.Años atrás quizá hubiese sido posible,pero ¿lo será ahora? No puedo vivirdos vidas. Me da miedo hacerle daño aalguien, a todos nosotros. No sé quéhacer…, ni siquiera qué no hacer.Quizá, si intento que los dos osconozcáis, tampoco integre nada, puesno es posible integrar nada.

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A través de ti me relaciono con laépoca más feliz —y más desdichada—de mi vida. Quizá por eso te evitaba.(Además, ¿cómo iba a telefonearteaunque hubiera encontrado tunúmero?) Y quizá por eso mismo dejéde evitarte, y fui a verte aquella nochelluviosa en la que tu cabeza —y la mía— estaban inundadas de fugas.

Escríbeme pronto. ¿Todo estocambiará algo entre nosotros? Sinduda que sí, pero ¿qué? Podría haberteenviado esta carta por fax, supongo,pero no me pareció apropiado.

Esto es todo lo que tengo quedecirte, Michael. Probablemente hedicho demasiado y demasiado poco.

Con amor,Julia

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4.4

Queridísima Julia:Te contesto enseguida. Tú me lo

has pedido, y asumo que las cartasdirigidas a ti solo las lees tú. ¿Por quéno me lo dijiste antes? Qué duro se tehabrá hecho saber que yo acabaríasabiéndolo y no saber cuándo ni cómodecírmelo. ¿Qué puedo decir? Si digoque es algo horrendo —que lo es—,temo desanimarte. Más vale que nodiga nada, pues todo se parecerádemasiado a la compasión. Pero si mehubiera ocurrido a mí, y tú te hubierasenterado, ¿no me compadecerías?«Ella me amó por los peligros quepasé…» Y, sin embargo, cuando aqueldía tocaste sola Mozart, o cuandovolviste a interpretarlo el otro día

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conmigo, nada de esto habría tenidosentido. Me pareció, bueno, unabendición hallarme en la periferia deese sonido.

¿Qué puedes oír? ¿Puedes oírtecuando hablas? Tu voz no ha cambiado.¿Realmente no se puede hacer nada?Como dijiste una vez, soy incapaz dever las cosas a través de los ojos delos demás.

No fue culpa de Luke. Si, demanera irremediable, yo tenía queacabar sabiéndolo, su comentario y tucarta han sido, como bien dices, lamanera más simple. El ver de nuevo tuletra en una carta —con tu grafíasuelta e inclinada, y con tan pocastachaduras en cinco páginas— me haservido un poco de compensación portu silencio de todos estos años.

No, nada sé de tu vida a excepción

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de esos fragmentos que pasasconmigo o me cuentas. Te veo en lapequeña habitación de tu residenciaestudiantil, o en mis habitaciones,debajo del hueco de la escalera deFrau Meissl. No puedo ir a verte adonde vives…, no creo que en estosmomentos pudiera afrontarlo. Pero hede verte pronto. No puedo vivir sin ti;es así de simple. Y, Julia, ¿no menecesitas tú también? ¿Y no solocomo amigo, sino también comomúsico?

Tengo que hablar contigo. Si tú meechas de menos, muchísimo más teañoro yo. Ven a verme, no mañana —probablemente la carta no te llegaráhasta pasado mañana— sino el viernes.¿Podrás? Si no, mándame un fax. Odéjame un mensaje en el contestador.Y si cojo el teléfono, sigue hablando

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como si nada. Al menos tendré elplacer de oír tu voz.

He abierto tu carta con elabrecartas que me regalaste. Ahoratodo está más claro: tus silencios, losrepentinos cambios de tema denuestras conversaciones. Pero todoesto sigue llenándome de perplejidad,y, bueno, también de temor. ¿No haynada que pueda hacer para ayudarte?Debemos vernos el viernes. Esto nopuede, no debe cambiar nada entrenosotros.

Con amor,Michael

4.5

Después de ensayar con el cuarteto, me

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dirijo a una librería bastante grande quehay cerca de la universidad, y en lasección médica compro un libro sobre lasordera. Me siento obligado a saberalgo del tema. Está escrito con claridad,aunque con abundantes términostécnicos, y, de hecho, es tan interesanteque, por la noche, mientras permanezcoincorporado en la cama con el librosobre las rodillas, por unos minutospierdo de vista el hecho de que es laafección de Julia lo que me haimpulsado a leerlo. Tengo puesto undisco del quinteto de cuerda deSchubert, y a los compases de esamúsica trabo conocimiento con elcomplejo caos que hay tras la delgada

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piel del tímpano de mi oído externo.Los nuevos términos se me graban

uno por uno: paradoja de Willis,tinnitus, estereocilios, órgano de Corti,membrana basilar, timpanometría,degeneración de las estrías vasculares,rupturas de membrana,neurofibromatosis… Acaba la música.Sigo leyendo sin salir de la cama paracambiar el disco. Estructuras, síntomas,causas, curas… No dice gran cosa de laautoinmunidad…, habla algo de losestados idiopáticos, que, por definición,no tienen causa.

Julia me ha mandado un fax paradecirme que va a venir mañana por lamañana. Temo y deseo ese encuentro.

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Quiero que sea ella la que hable; pero ¿ysi ella quiere que sea yo?

Hay tantas cuestiones concretas…,pero aparte de todo eso, y antes de todoeso, hay una cuestión temible y de la quenada puedo conjeturar: ¿qué significa lasordera para ella? Y otra más egoísta:¿qué significo yo para ella? ¿Por qué,ahora que la música se le hace esquiva,ha decidido volver a relacionar su vidacon la mía? ¿Soy para ella un punto dereferencia, un retorno a los días en quela música era para ella algo real, y nosolo una belleza imaginada?

4.6

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Julia ríe. Lleva aquí menos de cincominutos. No es así como yo me loesperaba.

—¿Qué te parece tan divertido?—Michael, mostrarte considerado

no es lo tuyo. Te cambia la cara.—¿Qué quieres decir? —digo con

bastante brusquedad.—Eso está mejor.—¿El qué?—Lo que acabas de decir.—La verdad es que no te entiendo.—Ahora me has hablado de manera

natural… porque se te ha olvidado serconsiderado. Para mí es mucho más fácilleer tus labios cuando hablas de maneranatural, así que no hables exagerando la

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pronunciación. ¡Por favor! A no ser quequieras hacerme reír. Y ahora se me haolvidado lo que me habías preguntado.

—Te he preguntado cómo te iba lamúsica —digo.

—Ah, sí —dice Julia—. Sí, losiento. —Me coge la mano, como sifuera yo el que necesitara comprensión—. Te he dicho que dejé de tocardespués de examinarme en Viena, y,bueno, después de casarnos, James meconvenció de que volviera a empezar, deque tocara para mí, no para el público.Cuando él se iba a trabajar, yo me poníaal piano. Me sentía tan nerviosa queapenas podía rozar las teclas. Estabaembarazada de dos o tres meses, y todo

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el rato me venían náuseas, y me sentíamuy débil, y casi no podía con acordesde más de dos notas. De hecho, comencécon las Invenciones. No me traíanningún recuerdo tuyo, eran lo que tocabacuando mis primeras lecciones de pianocon Mrs Shipster. Hacía un año y medioque no tocaba…, sí, un año y medio…

—Bien por Mrs Shipster —observo—. Y bien por tus padres. Y bien porJames. Al menos no tenías que ganarte lavida con las teclas.

Julia no dice nada. Observo cuánatentamente me mira la cara, los labios.¿Qué me hace contenerme? ¿Es que nopuedo decirle simplemente lo mucho quela quiero, lo mucho que deseo ayudarla?

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—¿Llevas el pelo largo por elaudífono?

—Sí.—Te sienta bien.—Gracias. Ya me lo has dicho antes,

Michael. No tienes que repetirlo otravez, solo porque…

—Pero es que es verdad… ¿Lollevas puesto ahora? —pregunto.

—No, no lo llevo puesto. Lo pensé.Pero ¿por qué cambiar las cosas?

—¿Cómo puedes tomártelo con tantafilosofía? —digo—. No lo entiendo.

—Bueno, Michael, para ti todo esteextraño mundo es algo nuevo.

—¿Y cada vez va a peor?—Un poco.

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—¿Cada día?—Bueno, cada mes. No sé hasta

cuándo podré tocar con otros músicos.Por fortuna, el piano te permite ser másde un intérprete a la vez, y la sensaciónde soledad es menor. Tengo contratadosunos cuantos conciertos para piano solo,entre ellos uno en el Wigmore, endiciembre. Schumann y Chopin. Puedessorprenderme y venir al camerino tras elconcierto.

—Oh, no…, no pienso ir a oírtetocar a Schumann —digo, procurando nodarle importancia—. El Schu impostor.—En ese momento no recuerdo dónde heoído esa frase.

Julia se ríe.

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—Eres tan estrecho de miras,Michael.

—Los desfiladeros estrechos son losmás profundos.

Por un momento parece perpleja,pero enseguida se recupera.

—Los desfiladeros estrechos sonsimplemente estrechos —dice.

—Muy bien, muy bien. Pero no mehas dicho nada de tu carrera. ¿Cuándovolviste a empezar a tocar en público?

—Cuando Luke tenía unos pocosmeses. Cuando era un bebé le encantabaoírme tocar, y cuando no le amamantabale tocaba un rato. A veces le daba demamar sentada al piano, y con la manolibre tocaba… una especie de invención.

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—Sonríe ante esa visión ligeramenteridícula.

—¿Y tocabas así en público?—Muy gracioso. Ahora me has

hecho perder… Ah, sí, un día James mepidió que tocara para algunas personasla noche siguiente. Rara vez me pide quehaga nada si sospecha que puededisgustarme, así que le dije que sí sinpensar. Cuando vinieron me enteré deque entre los invitados se encontraban elcrítico musical del Boston Globe y unpar de figurones de la escena musical.Esa pequeña encerrona no me hizo muyfeliz, pero lo había prometido, así quetoqué, y les gustó, y así empecé otra vez.Al principio tocaba en el salón, pero al

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cabo de un año más o menos James y losdemás sugirieron que tocara enpúblico… Yo me sentía preparada, asíque acepté. Pero en la zona de NuevaInglaterra casi todo el mundo meconocía como Julia Hansen, así que mequedé con ese nombre.

—Un nuevo nombre, un nuevocomienzo, ¿ninguna relación con elpasado?

—Exacto. Era Julia McNicholl laque había dejado de tocar.

—Cuando yo te dejé, seguistetocando durante meses.

—Tenía mis estudios. Seguí conellos.

No digo nada.

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—A pesar de todo, tuve muchasuerte —dice Julia. Al cabo de unosmomentos añade—: Nadie sabe cómome empezó la sordera. Me agota tantotener que leer los labios. El oído es algomuy extraño. No podemos oír lossilbatos para perros. ¿Sabías que elsonido que emiten los murciélagos estámás allá de Bach?

—No te entiendo —digo.—Su campo auditivo queda fuera de

las cuatro octavas de Bach.—Bueno —digo—, supongo que

podríamos subirlo todo cuatro octavaspara que puedan oírlo los murciélagos.

—Michael, has girado la cara. No tehe oído.

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—Oh, no vale la pena repetirlo.—Repítelo —dice Julia sin

alterarse.—Ha sido un chiste patético.—Deja que sea yo quien lo decida

—dice Julia, picada.—Dije que quizá podríamos

transponer la música de Bach cuatrooctavas más alta para provecho de losmurciélagos barrocos.

Julia se me queda mirando, acontinuación se echa a reír. Pronto lasmejillas se le llenan de lágrimas: lasúnicas lágrimas que ha derramado hastael momento, y, desde luego, no las queyo esperaba.

—Sí, tienes razón, Michael —dice,

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abrazándome por primera vez en unasemana—. Tienes razón. Ha sido muypatético.

4.7

Helen me telefonea muy excitada.—Vamos a comer. Sí. Hoy. No,

Michael, nada de excusas. Yo pago. Espor la viola. ¡La tengo!

Nos encontramos en la TavernaSantorini. Helen, que no está dispuesta aperder el tiempo con minucias, pide porlos dos.

—Ayer fui a la inauguración de unamaravillosa exposición de cerámica —dice—. Todo muy chino, muy raro, muy

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profundo. Pero algún repugnantecoleccionista se adelantó antes de quelos demás pudiéramos ver nada, y todaslas piezas tenían su puntito rojo. Todoslos asistentes estaban totalmentedesconsolados, mirando los puntitos concara de pocos amigos.

—¿Por qué no me has dejadoecharle un vistazo a la carta?

—¿Y para qué querías echarle unvistazo?

—Solo por si había algo que megustara más que lo que has pedido.

—Oh, no seas tonto, Michael, elkleftikon es absolutamente delicioso.¿Te gusta el cordero, verdad? Nunca meacuerdo. Y tomaremos una botella del

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tinto de la casa. Quiero celebrarlo.—Dentro de hora y media tenemos

ensayo.—¡Venga! —Helen hace un gesto

con la mano—. No seas aguafiestas.—Eres tú la que se pondrá piripi, no

yo. O te entrará sueño. O las dos cosas.En el almuerzo las mujeres o seachispan o se aplatanan.

—¿Es eso cierto, Michael?—Créeme. Y quiero espinacas.—¿Por qué espinacas?—Me gustan las espinacas.—Las espinacas no te convienen. Se

te hinchan los ojos.—¡Qué tontería, Helen!—Nunca me han gustado las

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espinacas —dice Helen—. Ni tampocoa Piers. Al menos en eso estamos deacuerdo. A veces me pregunto por quéme pidió que me uniera al cuarteto. Ytambién por qué acepté. Estoy segura deque nos llevaríamos mejor si noacarreáramos ese yugo. O si nofuésemos músicos. O si él no hubiesepillado primero el violín. No es que meimporte…, todos los compositoresdecentes preferían tocar la viola… Ah,bien. —Acaba de darse cuenta de que elcamarero está a su lado—. Tomaremosuna botella del tinto de la casa. Y miamigo quiere un plato de sus horrorosasespinacas —dice Helen.

—Solo servimos unas espinacas

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excelentes, señora.—Bueno, pues entonces tráiganos de

esas.El camarero hace una inclinación de

cabeza y desaparece. No hay duda deque Helen es una cliente muy apreciada.

Después de beber un vasorápidamente, Helen me dice que haencontrado a un experto en músicaantigua que le ha solucionado elproblema.

—Lo difícil no era conseguir una deesas enormes violas, pues corren unascuantas por ahí, sino el cordaje. ¿Cómolo bajas una cuarta? Hugo…, que es ungenio, no había conocido a nadie comoél, parece una especie de embrión

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peludo, pero es absolutamenteencantador… Pues como te decía, Hugo,para las cuerdas de abajo, eligió dosgruesas de tripa cubiertas de plata, y lasdos de arriba de tripa normal, y nosfuimos corriendo a una tienda deviolines, en Stoke Newington, ¿te lopuedes creer?, para comprobar latensión. Está delante de un bar musical,y Hugo quiere llevarme, pero no mehace tilín aquí…

Helen se da un golpe en el pechoizquierdo y apura el vaso con unentusiasmo digno del Capitán Haddock.

Yo me sirvo otro vaso. Si no laayudo con la botella, Helen no se tendráen pie a la hora de tocar nuestra escala.

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—Bueno —prosigue Helen—, elprimer intento de bajar el cordaje unacuarta fue un absoluto fracaso. Lascuerdas necesitan mucha tensión, y lasplanchas de madera ya no vibraban.Estaban mudas… Y entonces él… Deverdad, no sé cómo puedes comerte eso,Michael. Las detesto con toda mi alma.Cuando tenía seis años me pasé una horade cara a la pared por negarme acomérmelas. Nunca las quise probar. Ytampoco lo lamenté.

—Qué más, Helen. Las planchasestaba mudas. ¿Y luego?

—Estábamos hablando de lasespinacas…

—Estábamos hablando de tu viola.

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—Pues eso. Que las planchasestaban mudas. Etcétera, etcétera. Yluego… ¿Por dónde iba?

—Muy bien, Helen. Basta de vinohasta que acabes de contármelo todo.

—Y entonces…, entonces… ¡Ah, sí!Él fue a Birmingham o a Manchester o ano sé dónde, a ver a un hombre que es elzar de las cuerdas. Compra la tripadirectamente en el matadero y la pone enunas tinas humeantes; la casa está llena.Al parecer, su casa huele igual que unacarnicería. —Helen aparta el kleftikoncon el tenedor—. Sabes, si me gustara laverdura, me haría vegetariana.

—¿Todo bien, señora? —pregunta elcamarero.

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—Oh, sí, perfecto —dice Helen untanto ausente—. Bueno, pues Hugoescogió un montón de cuerdashediondas, unas cuerdas enormes yrollizas, y probamos unas cuantas.Conseguimos la afinación deseada sinutilizar mucha tensión, pero claro,cuando las frotamos con el arco, estabantan flojas que, literalmente, las podíasver vibrar de una punta a otra.

Helen ondula la mano a modo deilustración, y vuelca el vaso, que, porsuerte, está vacío. Cuando lo ponevertical, yo lo coloco en un lugar másseguro.

—Procuro no pensar en las pobresvacas. ¿O son de cordero? —pregunta

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Helen.—Las cuerdas… —digo.—Sí. Sonaban raro, y había que

tratarlas con mucho mimo para quesonaran. Ponías el arco en movimiento ytardabas una eternidad en oír una nota.

—De todos modos, con la viola esoes siempre un problema, ¿no? —digo,mientras me vienen a la mente varioschistes sobre violas.

—Esto era cien veces peor —diceHelen—. Pero íbamos probando, yponíamos otras cuerdas de esa tripa delnorte, y Hugo empezaba a conseguiralgo. Utilizaba un arco muy muy muypesado que le había pedido prestado aun amigo, y aún es un poco lento, pero

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suena maravillosamente. Solo tengo quepracticar para acostumbrarme alintervalo. No sé cómo darle las gracias.Sugiere que…

—Eso es maravilloso, Helen —digo—. Y ahora come. Eso merece que locelebremos con un vaso de aguamineral.

—¿Agua? —dice Helen,parpadeando—. ¿Agua? ¿Ese es todo tuentusiasmo?

—Agua —digo con firmeza, mirandomi reloj—. Y a lo mejor un café, sitenemos tiempo.

—¡Vino! —exclamo Helen—. ¡Vino!Sin vida, el vino no merece vivirse.

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4.8

Billy tiene la costumbre de hacer gestosexpansivos al herir una cuerda al aire:una enfermedad corriente entre losviolonchelistas. Cuando la pulsa, sobretodo al final de una frase, levanta lamano izquierda del mástil delviolonchelo en un gesto de ostentosorelajamiento… Mira, mamá, sin manos.Cuando ello ocurre con la cuerda del do,es casi un gesto de despedida.

Es un hábito que yo no he adquirido.Es un poco como esos pianistas quedescriben grandes parábolas con lamano, o esos cantantes cuyas cabezas se

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mecen como narcisos en el tallo de sucuello.

En los ojos de Helen hay una miradaintensa y bastante peligrosa.Considerando lo mucho que ha bebidoen el almuerzo, toca sorprendentementebien. De todos modos, lo que es raro eslo que hace siempre que surge una fraseimitativa: responde con una frase que escasi un calco de la anterior. Al principioesto se limitaba al sonido, lo cual ya esbastante molesto: Piers comete un erroral tocar un arpegio de tresillos enstacatto, y Helen comete el mismo erroren la misma nota, como si un duendesaltara de Piers a Helen. Deberíahaberla ayudado un poco más con la

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botella.Tocamos uno de los cuartetos de

Haydn del opus 64, y lo tocamos con laalegría de siempre, a pesar de losmuchos detalles que distraen nuestraatención: los gestos de Billy, que contanto do con la cuerda al aire son cadavez más ostentosos, y la imitación deHelen, que ahora se extiende también alas expresiones faciales. Pero me doycuenta de que hace algo aún más raro.Siempre que ha de tocar una cuerda alaire seguida de una pausa, quita la manode la viola.

Tanto me fascina, que me doy cuentade que he empezado a hacer lo mismo.Pero me quedo casi aterrado cuando veo

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que Piers nos mira fijamente a Helen y amí, y, con una amplia sonrisa, empiezatambién a levantar la mano del diapasón.Todos nosotros tocamos con elabandono de Billy en nuestrosviolonchelos en miniatura, haciendoextravagantes gestos siempre que nuestramano izquierda no tiene nada mejor quehacer.

Billy se va sonrojando cada vezmás, y sus gestos se vuelven menosampulosos. Y cada vez toca másagarrotado, hasta que, en mitad de unafrase, estornuda dos veces y, de repente,deja de tocar. Se pone en pie, apoya elviolonchelo contra la silla y comienza aaflojar las cerdas del arco.

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—¿Qué ocurre, Billy? —preguntaHelen.

—Ya estoy harto —dice Billy. Nosmira airado.

Piers y yo ponemos una expresióncontrita, pero Helen simplemente pareceperpleja.

—¿Harto de qué? —pregunta.—Ya lo sabes —dice Billy—. De

todos vosotros. ¿Cuándo habéisplaneado todo esto?

—No hemos planeado nada, Billy —dice Piers.

—Ha sido algo espontáneo —digo.—¿El qué ha sido espontáneo? —

pregunta Helen. Le sonríe a Billy entreuna neblina de benevolencia.

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—Tú has empezado —dice Billy entono acusador—. Tú…, tú hasempezado. No te hagas la inocente.

Helen mira las galletas de chocolate,pero decide que, en lugar de aplacarle,podrían enfurecerle aún más.

—Lo siento, Billy —murmuro—. Nocreo que Helen se haya dado cuenta.Piers y yo no deberíamos haberlaimitado.

—Sí no os gusta lo que hago con lacuerda al aire, hay maneras menosdesagradables de decirlo.

Helen, que empieza a comprender loocurrido, se mira la mano izquierda.

—Oh, Billy, Billy —dice,poniéndose en pie y besándole la mejilla

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—, siéntate, siéntate, no tenía ni idea delo que estaba haciendo. ¿Por qué depronto te pones tan susceptible?

Billy, que parece un oso con unapata lastimada, consiente en sentarse, ytensa el arco.

—Detesto que todos os pongáiscontra mí —dice con expresión dolida—. Lo detesto.

—Pero, Billy, te equivocas —dicePiers.

Billy nos mira con gesto sombrío.—No, no me equivoco. Sé que no

queréis tocar el quinteto que he escrito.Piers y yo intercambiamos una

mirada, pero antes de que podamoshablar es Helen quien le suelta:

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—Pero si queremos tocarlo, Billy,claro que queremos, nos encantaríatocarlo.

—Tocarlo entero —añadoenseguida.

—Una vez —añade Piers.—Solo por gusto, un día de estos —

digo entre dientes, lleno de culpa.—Bueno, aún no está acabado —

dice Billy.—Ah —dice Piers con evidente

alivio.—Quizá deberíamos esperar a

volver de Viena —sugiero.—Y antes hemos de preparar lo de

Bach —añade Piers.Helen le lanza a Piers una mirada

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llena de curiosidad, pero no dicepalabra. Billy, una vez confirmados sustemores, no nos dirige la mirada. Yodespisto examinando la partitura delsiguiente movimiento. La nevera deHelen se pone a zumbar, y emite unanota bastante irritante situada entre elsol y el sol sostenido.

4.9

A pesar de las espinacas, y las cuerdasal aire, y todo lo demás, no dejo depensar en Julia casi ni un momento, demodo que cuando me llama Virginie noestoy de humor para hablar con ella.

—Michael, soy Virginie. Si estás en

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casa, por favor, coge el teléfono y no teescondas detrás del contestador.Michael, sé que puedes oírme, porfavor, coge el teléfono, por favor,Michael, deja de jugar conmigo, no voya…

—Hola.—¿Por qué no lo cogías?—Virginie, ¿sabes qué hora es?—Las once y media. ¿Y qué? Hace

dos semanas que no hablamos. ¿Creesque puedo dormir tranquila?

—Virginie, ahora no puedo hablar.—¿Por qué no? ¿Has tenido un mal

día?—Bueno, sí, más o menos.—Pobre Michael, y ahora tienes

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ganas de meterte en la cama.—Muchísimas ganas.—Oh, quest-ce que tu m’énerves!

De todos modos vamos a hablar. ¿Conquién te acuestas? ¿Quién es ella?

—Basta, Virginie.—No vuelvas a mentirme. Lo sé. Lo

sé. ¿Te acuestas con otra mujer?—Sí.—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —exclama

Virginie—. Y me has mentido. Mentías ymentías cuando decías que no te veíascon nadie. Y yo te creí. Eres repugnante,Michael. Déjame hablar con ella.

—Virginie, cálmate… Sé razonable.—Oh, cómo odio a los ingleses. Sé

razonable, sé razonable. Tenéis el

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corazón de cemento.—Virginie, escucha. Te aprecio,

pero…—Que me aprecias, que me

aprecias. Que se ponga al teléfono. Lediré lo mucho que me aprecias.

—No está aquí.—No soy idiota, Michael.—No está aquí, Virginie, te digo que

no está aquí, ¿entendido? No te pongasdesagradable. Todo esto hace que mesienta muy mal. Pero no sé qué hacer.¿Qué harías tú en mi lugar?

—¿Cómo te atreves? —preguntaVirginie—. ¿Cómo te atreves apreguntarme algo así? ¿La amas?

—Sí —digo al cabo de unos

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segundos, sin inmutarme—. Sí, la amo.—No quiero volver a verte, Michael

—dice Virginie, en un tono que oscilaentre el llanto y la cólera—. No quierovolver a verte nunca. Ni como profesorni como nada. Soy joven, y piensopasármelo bien. Ya verás. Tearrepentirás. Lamentarás lo que hashecho. Espero que te haga muydesgraciado. Espero que no puedasdormir. Nunca me has tomado en serioporque te quería.

—Buenas noches, Virginie. No séqué decirte. Lo siento. De verdad.Buenas noches.

Cuelgo antes de que pueda decirnada. No vuelve a llamar.

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Me estoy comportando como uncerdo y lo sé. Pero no tengo capacidadde maniobra. Cuando estaba con ellajamás pensé que me estabaaprovechando. Yo pensaba que seconformaba con el tipo de relación quellevábamos. Pero ahora me doy cuentade que no tenemos nada que decirnos, yque a medida que pasan las semanaspensamos cada vez menos el uno en elotro, hasta que con el tiempo nuestrasvidas acabarán discurriendo porcaminos separados. Pobre Virginie, medigo, y al pensarlo me siento un pocoavergonzado. Espero que encuentre aalguien completamente distinto a mí: unhombre que no sea exigente, de espíritu

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alegre y, sobre todo, que no lleveirremediablemente grabada en el alma laesencia de otra persona.

4.10

Un sábado por la mañana, poco antes delas ocho, Julia, para mi sorpresa,aparece en el Serpentine. Normalmenteno nos vemos durante el fin de semana,pero James está fuera, y Luke se haquedado a dormir en casa de un amigo.Observa atónita los preparativos de lacarrera. No se creía que yo viniera anadar, y ahora que lo ve con sus propiosojos no entiende por qué lo hago.Después de todo, nunca he sido muy

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deportista. Le digo que lo que ha dehacer no es ponerse a reflexionar, sinodarme gritos de ánimo. Sin embargo, supresencia me hace nadar en diagonal, yllego el último. Los más rijosos hacenalgunos comentarios obscenos y mepreguntan quién es. Les digo que miasistenta.

Al llegar a mi piso hacemos el amor.Su tensión desaparece, y también suatormentada ambivalencia. Cierra losojos. Suspira, me dice qué hacer. No oyelo que le digo.

—Me siento como un mantenido —le digo más tarde—. Me visitas; nuncasé exactamente cuándo. Tampoco sé siquerrás hacer el amor conmigo. Cuando

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estás aquí me siento en éxtasis, y el restodel tiempo vago por ahí preguntándomecuándo volverás. Y me traes regalos,que me gustan, pero ¿cuándo voy aponerme estos gemelos, si no es enalguna actuación?

—Y Virginie, ¿te paga… o tepagaba?

—Estás cambiando de tema.—No es cierto. ¿Te pagaba?—Me pagaba las clases, por

supuesto.—¿Y dejó de pagarte cuando

empezasteis a hacer el amor?Miro a Julia sorprendido. Es una

pregunta muy directa, viniendo de ella.—No —contesto—. Una vez se lo

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sugerí, pero dijo que eso significaríaque, de hecho, le estaba pagando.

—Parece una chica formidable.Creo que no la valoras lo suficiente.

—¿De verdad? —digo, besándola—. ¿Por qué no vamos a ducharnosjuntos?

—Cielo santo, Michael, ¿qué te hapasado en estos últimos diez años?

—Vamos. Te limpiaré la mugre delSerpentine.

Pero la cosa sale mal, porque amitad de la ducha la errática presión deagua de Archangel Court ataca de nuevo,y Julia queda enjabonada bajo un tibiochorrillo.

—Que no cunda el pánico —digo—.

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Traeré agua de la cocina. Por lo generalfunciona.

Entrecierra los ojos para leerme loslabios a través del jabón.

—Date prisa, Michael —dice.—Estás preciosa. Voy a ver si tengo

carrete en la máquina. —Hago el gestode sacarle una foto.

—No es divertido. —Pareceenfadada.

Llaman al interfono. El joven JamiePowell, uno de mis alumnos, aparece enla pantallita azul. Le digo que dé unavuelta a la manzana y vuelva dentro dediez minutos. Es el más reacio de misalumnos, por lo que se muestra máscontento que sorprendido.

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Cuando entra en casa Julia ya estávestida. Jamie es un adolescentebastante inútil, un niñato con dotesmusicales, obsesionado con la guitarra,pero un negado con el violín. Ignoro porqué sus padres insisten en que prosigacon las clases, pero para mí supone undinero. Nos mira a los dos con un gestodivertido de complicidad. Les presentorápidamente: «Jessica, este es Jamie;Jamie, esta es Jessica», antes de queJulia se vaya sin besos. Pero Jamieapenas puede reprimir sus risitasdurante toda la clase.

Aunque nos hayan interrumpido,aunque ella se haya ido y quizá novuelva a verla en un tiempo, su visita me

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ha hecho feliz para el resto del día. Nome planteo el futuro de nuestra relación,tan extasiado estoy por el hecho de quese haya reanudado. Cuando estamosjuntos hablamos de casi todo: de laépoca en Viena, cuando fuimos tanfelices, y de música, y de los años quehemos pasado separados, años noperdidos, solo extraviados. Pero aunquele hable de lo que ha sido mi vidadurante este periodo, jamás menciono laofuscación, todavía casi inexplicablepara mí, que me sobrevino, y queprovocó o forzó nuestra ruptura.

Le hablé de aquella vez en que, aloír la radio en un taxi, tuve la certeza deque la había oído tocar. Mi espíritu, le

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dije, intuía que era ella, que no podíaestar equivocado. Julia lo pensó unmomento, y me dijo que era imposible.Ni estaba en Inglaterra en esa época niha tocado jamás nada de Bach enpúblico. No pudo haber sido ella, dijo,sino alguna otra mujer.

—¿Una mujer? —pregunté.—Sí —dijo—, puesto que la

confundiste conmigo.

4.11

Aunque habla de su familia, nuncamenciona cómo ni dónde conoció aJames, ni cómo la cortejó y la conquistó.Ni quiero saberlo.

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Los apelativos cariñosos que nosdirigimos no son los mismos. Desde queme regañó no he vuelto a usar los queantes eran tan naturales. Solo hay lugarpara un «cariño», y no deseo, auncuando eso no la molestara, recordarlesu jardín en media luna, su mesa decomedor, su hijo, su esposo. Pero sientoque la conozco de un modo único —deun modo como nunca podrá conocerlaese hombre que vive con ella— porqueconozco el núcleo de su ser: esepoderoso y deshilachado cordón que laune con su música. La conocí cuandoestuvo enamorada por primera y —pero¿qué sé yo de eso?— quizá única vez.

Las cosas van bien entre nosotros, y

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mis horas, incluso cuando estoy solo,giran alrededor de esa variableclaridad. Pero ella habita mundos dualese incompatibles. Tiene una vida en laque yo no participo, con gentes y lugaresque me están vedados. En Viena, misamigos —como Wolf— y los suyos —como Maria— enriquecían nuestra vidaen común, e incluso se hicieron amigos asu vez. Ahora nos hallamos en unaburbuja, y los demás solo existen ennuestras conversaciones. Estamoslimitados por nuestra condición deamantes. Pero, de todos modos, con losaños nos hemos vuelto menos sociables:ella no soporta las aglomeraciones, y yosimplemente he vuelto a la soledad de

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mi vida anterior.Incluso cuando dan un concierto que

nos gustaría a los dos, en una salaequipada con bucle de inducción, novamos. Cualquiera sabe a quiénpodríamos encontrarnos, o quién podríavernos. Además, su audífono, auncuando lo ajuste al bucle, a veces leimpide oír el tono adecuado. Nunca loha llevado estando conmigo.

Yo había esperado más reparos, másdesesperación, más rabia. Cuando se lodigo, Julia me habla de la gente que haconocido en sus clases de lectura de loslabios. Uno padece una enfermedad quele provoca terribles vértigosacompañados de náuseas que

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progresivamente le van dejando sordo.Otro perdió el oído tras una graveapoplejía; tropieza con la gente por lacalle, y le apartan a empujones como sifuera un borracho. Una mujer de unoscincuenta años se quedó sorda de lanoche a la mañana como resultado deuna operación que fue una chapuza.

—Ellos van tirando —dice Julia—.Mi situación económica es mucho mejorque la suya.

—Pero tú eres músico. Y por esodebe resultarte más difícil.

—Bueno…, ahora te tengo a ti paracompartirlo.

—Te lo tomas demasiado a la ligera.—Michael, eso es cosa mía. De

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haberte ocurrido a ti, también hubiesesencontrado la manera de superarlo. A lomejor crees que no, pero así habría sido.

—Lo dudo, Julia. No sé qué habríahecho… yo…, tú tienes más agallas queyo.

—No es cierto. Simplemente, nodejo de recordarme que es mejor teneruna madre sorda que no tener ninguna.

No sé qué decir.—Al menos —añade un momento

después— no soy sorda de nacimiento.Al menos, mi memoria me recuerdacómo suena el quinteto de cuerda deSchubert. Tengo más suerte que Mozart,que jamás oyó una nota de Schubert, oque Bach, que jamás oyó una nota de

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Mozart…A veces se le cae la máscara y

percibo lo desdichada que es.Le pregunto cómo sus manos todavía

consiguen interpretar la música, cómotoca tan bien, con tanto sentimiento. Esalgo que escapa a mi comprensión. Ella,siempre tan dispuesta a hablar demúsica, me responde lacónica. Todo loque me dice es que se trata de algosemejante a cuando oye una frase, y acontinuación deja que su cuerpo larepresente. Para mí, su sordera ha rotouna especie de ideal soñado, pero no meatrevo a interrogarla más a fondo. ¿Quéquiere decir con «represente»? ¿Quésonido le devuelven sus oídos? ¿Cómo

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se las apaña para utilizar el pedalsostenuto?

Todavía disfruta de los pequeñosplaceres de la vida. Uno de ellos esmirar por la ventanilla del autobús, y aveces cogemos alguno y nos sentamos enlados opuestos del pasillo. Ello debe derecordarle, al igual que a mí, la vez quenos vimos en el autobús.

—No me gustan estas citasclandestinas —me dice hoy—. Si otrapersona hiciera esto que yo hago, nosabría qué pensar de ella.

—Lo dices como si fuera algosórdido. No puedes hablar en serio.¿Eres infeliz conmigo?

—No, ¿cómo iba a ser infeliz? —

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dice, alargando la mano para coger lamía; pero entonces ve al cobrador y selo piensa mejor.

¿Qué piensa en el fondo de estarelación? ¿Cómo puede venir avisitarme y al mismo tiempo ser madre yesposa? Cree en la fidelidad, y puedover su dolor, y, sin embargo, no meatrevo a mencionarlo por temor a queese mundo se derrame en el nuestro. Nole pregunto, y ella tampoco me lo dice,si ha ido a la iglesia estas dos últimassemanas, y, si es así, cuáles han sido suspensamientos.

Adulterio y pecado: es ridículo,pero no hay palabras más suaves. Sinembargo, Julia no puede aceptar el fuego

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del infierno: es una buena persona, ycree en un Dios comprensivo. Todo estome resulta ajeno, inclusoincomprensible. Pero ¿acaso la heobligado a hacer algo que ella noquisiera? ¿Deberíamos haber seguidotocando música juntos, y nada más, pararecrear los vínculos de estímulo ycamaradería perdidos tiempo atrás?¿Acaso entonces no habría habidoculpa? ¿Podría haberse resignado atener dos maridos, cada uno en unmundo distinto? ¿Podría haberlosoportado sin consumirme lentamente?

Ahora es absurdo pensarlo, pues yahemos dado el gran paso. ¿Y si no lohubiésemos dado? ¿Y si no hiciésemos

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el amor, nosotros, cuya sangre estámovida por el mismo pulso? ¡Quéconmovedor sería, qué casto, qué triste,qué doloroso, qué bello, y quésatisfechos estaríamos de nosotrosmismos en esa falsedad, en esetormento, en esa insatisfacción!

4.12

Erica y nosotros cuatro estamossentados en un taxi negro, de camino aStratus Records. Erica acaba dedecirnos que la chica nueva que trabajaen su oficina nos ha reservado cuatrobilletes, en lugar de cinco, para Viena yVenecia. No sabía que el violonchelo de

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Billy siempre viaja en asiento propio.—Esto es absurdo, Erica —dice

Piers—. Despídela.—Bueno, es nueva, y joven, y acaba

de salir de la universidad. No lo sabía.—¿Qué vamos a hacer ahora…, ir en

vuelos separados?—La agencia de viajes ha dicho que

nos llamaría a final de semana. Soybastante optimista.

—¿Y cuándo no eres optimista? —exclama Piers.

—En cualquier caso —dice Billy,mirando taciturno por la ventanilla deltaxi—, lo de Viena no me entusiasma.

—¿A qué viene eso ahora, Billy? —dice Piers, impaciente—. Nunca te

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habías quejado de Schubert.—Bueno, para empezar, creo que el

programa está desequilibrado —diceBilly—. No podemos tocar el quintetode cuerda y La Trucha juntos.

—¿Qué pasa esta vez, Billy?¿Tensión cronológica? ¿Que uno esdemasiado primerizo y el otrodemasiado tardío?

—Bueno, sí, los dos son quintetos ylos dos son realmente muy largos.

—Vamos a tocarlos —dice Piers—.Todas las obras de Schubert se avienensin problemas. Y, en cualquier caso, sihubiera vivido hasta los setenta años,las dos serían obras primerizas. Sitenías alguna objeción, ¿por qué no la

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planteaste antes?—Y preferiría, con mucho, ser el

segundo violonchelo en el quinteto decuerda —añade Billy.

—¿Pero por qué? —pregunto—. Elprimer violonchelo tiene las melodíasmás bonitas.

—Ya tengo bastante con las bonitasmelodías de La Trucha —dice Billy,recalcitrante—. Y me gustan más esosviolentos fragmentos del quinteto decuerda: ¡Du-du-du Du-du-du Du-du-duDum! Debería ser yo quien los tocara.Soy el ancla del cuarteto. ¿Por qué elviolonchelista ajeno al cuarteto ha detocar siempre el segundo violonchelo?

Helen, que nos ha puesto los brazos

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a la espalda a mí y a Billy, le aprieta elhombro, y, de paso, el mío.

—Algún día serás el segundoviolonchelo con cualquier otro cuarteto—dice.

—No sé —dice Billy al cabo deunos momentos—. De todos modos, noes lo mismo.

—Pero bueno, ¿qué os pasa hoy atodos? —pregunta Helen, exasperada—.¿Por qué estáis tan tensos?

—Yo no estoy tenso —digo.—Sí lo estás. Y llevas así desde

Dios sabe cuándo.—¿Y tú no lo estás? —le pregunta

Piers.—No. ¿Por qué iba a estarlo? —

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dice Helen—. ¡Mirad! —Señala untrozo del parque de St James—. Esprimavera.

—Helen está enamorada de un tipejohorrible que se llama Hugo —nosinforma Piers—. Forma parte de ungrupo que se llama no sé qué Antiqua,toca el violín barroco, lleva sandalias ybarba: supongo que os lo imagináis.

—No estoy enamorada —dice Helen—. Y no es horrible.

—Desde luego que lo es —dicePiers—. Debes de estar ciega.

—No es nada horrible, Piers. Haceun momento estaba de un humorexcelente.

—Parece una babosa peluda —dice

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Piers.—No consentiré que hables así de

mis amigos —dice Helen, acalorada—.Solo lo has visto una vez, o sea que nosabes lo encantador que es. Y gracias aél he conseguido una viola más grave, ytambién gracias a él podemos grabareste disco. Que no se te olvide.

—Como si eso fuera posible —dicePiers.

—¿Es que no queréis grabar estedisco? —pregunta Helen—. Creíahaberos convencido hace tiempo.

—Bueno, la cosa está tres a uno —dice Piers, casi para sí.

—Piers —dice Helen—, lasensación de estar solo contra los otros

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tres la hemos tenido todos en uno u otromomento. Y nadie te obliga a hacernada. Cuando Tobias…

Su hermano la taladra con la mirada,y Helen no termina la frase.

—Muy bien, muy bien —dice Helen—. Lo siento. Lo siento. No queríasacarlo a relucir. Pero es absurdo. Nopodemos hablar de Alex. Ni de Tobias.No podemos hablar de nadie.

Piers, con la mandíbula apretada, nodice nada y rehúye nuestras miradas.

—Negativo, negativo, negativo, hoytodo el mundo está muy negativo —diceHelen en tono alegre—. Esta mañana,mientras preparaba el café, me di cuentade lo aburridos que son los músicos.

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Todos nuestros amigos son músicos, y loúnico que nos interesa es la música.Estamos atrofiados. Totalmenteatrofiados. Como los atletas.

—Muy bien, chicos —dice Erica—.Ya hemos llegado. Y ahora recordad.Necesitamos un frente unido.

4.13

Ysobel Shingle nos colma deencendidos elogios, y no se muestranada rígida en relación a la fecha degrabación, el estilo interpretativo, elordenamiento de las partes de El arte dela fuga allí donde se pueden ordenar demaneras distintas. Está encantada con la

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idea de que, gracias a la insistencia deBilly y a los esfuerzos de Helen,podamos tocar toda la obra sin tener quehacer ninguna transposición.

Nos pregunta si preferiríamos grabaren un estudio normal o en un lugar dondereine una atmósfera más natural:menciona una iglesia que a veces utiliza.Erica le dice que aún es pronto para quelo decidamos, lo que, al igual que todolo demás, parece no preocuparla.

Se muestra extremadamentevehemente y nerviosa a lo largo de todala discusión, y acabamos en la incómodaposición de tener que intentartranquilizarla. Su trémula palidez poseeuna cualidad espectral, como si acabara

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de aterrizar de otro planeta e intentaraacostumbrarse al nuevo mundo y llevar acabo su misión intergaláctica al mismotiempo.

Da la impresión de que Erica leinfunde temor, y el teléfono, e incluso susecretaria, pero Erica ya nos hainformado de que, en realidad, a YsobelShingle nadie le infunde temor, nisiquiera los mandamases que controlanStratus Records. Ella va a sus reuniones,y siempre que ellos le critican ocuestionan algo, baja la voz hasta que essolo un susurro, y masculla con tantavehemencia que los mandamases retirantodas las objeciones. Todos ellos temenperderla, pues es la fuerza que sustenta

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lo que Erica llama su «A y R», laabreviatura de «Artistas y Repertorio».

De vez en cuando, incluso durantenuestra reunión, su voz casi se extingue,y parece que solo se muevan sus labios.Aunque es algo que nos deja bastanteperplejos, reflexiono que Julia seencontraría a sus anchas en una situaciónasí. Y me sorprende bastante pensar eso.Pero, de repente, Ysobel Shingle poneuna sonrisa glacial, y parece ganar ciertaconfianza, y su voz emerge del túnelpara decir: «Así que, ya sabéis,podemos seguir adelante con esto…, sios parece aceptable, claro. EnPublicidad y Promoción medespellejarán viva si no estáis de

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acuerdo, pero es cosa vuestra.» Susonrisa se torna más débil ante la ideade ese inminente martirio, y asentimosrápidamente a todo lo que nos hapedido.

Piers se guarda sus reservas y porfuera asiente a todo, casi entusiasmadocon el proyecto. Helen intenta ocultar susorpresa y su gratitud. Cuando todo haacabado, Erica, encantada por cómo hanido las cosas, descubre que llega conretraso a su reunión con una divaespañola, nos da un par de sonorosbesos a cada uno, abraza a Piers,todavía un tanto reacio, y cruzacorriendo la calle para coger un taxi quese acaba de parar en un semáforo.

Page 642: Una Musica Constante - Vikram Seth

4.14

—Michael, ¿eres tú, Michael?—Sí, hola, papá. ¿Qué hay?—Oh, no gran cosa. Zsa-Zsa está

enferma. Mañana la llevamos alveterinario.

—Nada serio, espero.—Ha estado vomitando por toda la

casa, y parece haberse quedado sin, yasabes, sin…

—¿Energía?—Energía. —Mi padre parece

aliviado.Pero no consigo preocuparme por

Zsa-Zsa, que una vez al año nos da un

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susto para, al poco, mostrarse mássaludable que antes. Lleva vividas másde siete vidas, y no parece serconsciente de ello ni estar agradecida.

—¿Te encuentras bien, papá?—Sí, sí, muy bien… Hace tiempo

que no sé nada de ti.—Oh, he estado muy liado.—Me lo imagino. ¿Viena, verdad?—No, papá, aún no hemos ido.—No sé cómo lo haces.—¿El qué?—Ya sabes, salir adelante, que todo

te vaya tan bien. El otro día Joan y yodecíamos que estábamos muy orgullososde ti. Quién iba a decir que harías todasestas cosas… Ah, ya me acuerdo de lo

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que quería decirte. ¿Te ha llamado MrsFormby?

—No, no ha llamado.—Oh. Bueno, me pidió tu número de

teléfono, y no encontré motivo para nodárselo.

—Hiciste bien, papá.—No quiero darle tu número a

cualquiera. No quiero que nadie temoleste si quieres estar tranquilo.

—Decide tú mismo, papá. Si le dasmi número a alguien, por mí está bien.¿Qué quería? ¿Te lo dijo?

—No, no me lo dijo. ¿Deberíahabérselo preguntado?

—No. Solo es curiosidad.—Ah, dijo que le encantó el pudín

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de Navidad que le llevaste. Es unamujer encantadora. Siempre lo ha sido.

—¿Se encuentra bien tía Joan?—Sí, está bien. Bueno, tiene eso, ya

sabes, lo de las manos…—Artritis.—Eso.—Dale recuerdos.—Se los daré.—Bueno, adiós, papá. Hasta pronto.Reproduzco la conversación en mi

mente. Supongo que pronto llamará MrsFormby. Me voy a mi pequeña sala demúsica —más celda que sala— y abrola funda del violín. Levanto la cubiertade terciopelo verde oliva y saco elTononi. Suave, muy suavemente, con el

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dorso de la mano toco la tapa, el fondo.Cuánto hemos pasado juntos, él y yo: miépoca en Viena, los solitarios añosposteriores, estos años con el Maggiore.Entró en mi vida el mismo año que entróJulia. Cuánto hemos cantado con unasola voz. ¡Hasta qué punto formamosparte el uno del otro! ¿Cómo vamos asepararnos?

4.15

Me da miedo el teléfono. Nada buenopuede traerme. No hablaré con Julia através de él. Todo lo que puedeofrecerme son los reproches de unamuchacha que cree que me he portado

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mal con ella, o la petición de una mujermayor que, aunque jamás se ha portadomal conmigo, tiene el poder deapartarme de algo que amo.

Virginie no llama. Mrs Formby nollama. A menudo no hay ningún mensajeen el contestador, y doy gracias. A veceshay varios. De vez en cuando meimportunan los clientes de la Compañíade Cebos de Londres. Supongo quedebería hacer algo para remediarlo.

Me miro al espejo. A principios deabril cumpliré treinta y ocho años. Menacen canas en las sienes, cerca delborde de las orejas. ¿Adónde hellegado, ahora que ha transcurrido lamitad de mi vida? ¿Adónde habré

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llegado cuando tenga la edad de mipadre?

¿Quién ha visto alguna vez a unempleado de banca con bigote? ¿Quétenía de extraordinario que se loafeitara?

Julia y yo no podemos pasar muchotiempo juntos. Siempre nos vemos dedía, cuando ello es posible. Nunca, aexcepción de aquel primer encuentro,nos vemos de noche, ni tampoco hayesperanza de que ello ocurra. De modosque mis noches son siempre solitarias:trabajo, leo, camino sin rumbo por elbarrio. Un día paso por su calle. Haylíneas de luz en los bordes de laspersianas bajadas. ¿Están ahora en esas

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habitaciones o en las que dan al jardínen forma de media luna?

Julia me ha hablado de cómo pasalas veladas. Transcurren dentro de lamás estricta rutina hogareña: Luke,James, el piano, libros, programas detelevisión subtitulados para sordos,Buzby. No salen mucho.

Aunque estoy al corriente de lo quehace, desconozco las circunstancias, elritmo de esa rutina. Es algo que quedafuera de mi alcance. Sin embargo, de díacompartimos mucho más de lo que podíallegar a imaginarme durante el largoinvierno de soledad.

Magnolias, forsyhtias; clemátides.Es como si, durante estos últimos años,

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las estaciones se hubieran vuelto locas,y todo se mezclara y confundiera.

Me digo que quizá debería llamar aMrs Formby, pero no lo hago. Nuestrosinstrumentos son el otro cuarteto; cadauno lleva una vida paralela a la nuestra.Helen se está acostumbrando a la violaque ha pedido prestada y a las nuevascuerdas. Con ella recorre los registrosmás bajos de la voz tenor de El arte dela fuga, y el resto de la obra lo toca consu propia viola. ¿Quizá ese enormeinstrumento se rebela ante su nuevaafinación? ¿Qué piensa de los tonosbajos de su voz reconvertida?¿Contempla a su colega más pequeña,que Helen toca a menudo, con envidia a

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causa de su repertorio o la despreciapor su menudencia?

El violín de Piers, supongo, se sienteinseguro. Sabe que está buscando otro,que planea vendérselo.

El violonchelo de Billy, tan querido,posee una existencia interesante. Apartede interpretar sus creaciones inéditas,sirve a experimentos estilísticos ytécnicos. Últimamente, Billy es capaz deuna mayor flexibilidad en el tempo. Sinincrementar el volumen de su sonido nidisminuir el acento que marca el ritmo,su nueva voz aporta un efecto más sutil yle da vivacidad a lo que tocamos. Suviolonchelo, resuelta la confusión, haconseguido un asiento propio para el

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vuelo a Viena.Pienso en mi antigua vida en esa

ciudad, cuando no podía imaginar lo quesería de mí en el futuro. Percibo enJulia, ahora que nada tiene que ocultar,una tranquilidad a la que casi no puedodar crédito ni comprender. Cuando todolo que está ocurriendo haya acabado,¿quedará en su memoria todo lo queoye?

Tocamos juntos dos de las SonatasManchester de Vivaldi. Mi Tononi lascanta en éxtasis, como si las recordaraperfectamente de la época en que tocabaen los conciertos del propio Vivaldi. Lainterpretación de Julia al piano es claray exquisita. Me doy cuenta de que muy

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rara vez, al final del arco de una frase,su dedo toca una tecla de maneravisible, pero su toque es tan tenue queno puedo oír el sonido que, sin duda,ella oye.

La luz del día que ahoracompartimos se mezcla con las nochesque compartimos en aquella ciudad,medio temida, medio amada. Prontoestaré allí: lilas en flor, las rumorosashojas de los castaños. ¡Qué extraño espensar que su madre vive allí ahora, yque Julia está en Londres!

El Maggiore ensaya el quinteto decuerda de Schubert sin el quintointérprete: los ensayos con el quinteto alcompleto tendrán que esperar hasta que

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en Viena conozcamos al segundoviolonchelista. Es un ejercicio curioso,pero necesario; a menudo tenemos queensayar con un compañero imaginado. ABilly al principio se le ve un pocoalicaído, pero enseguida toca el primerviolonchelo con su habitual maestría. Encierto momento nos hace reír al tocar demanera exagerada una melodíaparticularmente florida parademostrarnos que no está enfadado.

El pianista austríaco que tocará connosotros el piano en La Trucha tenía quevenir a Londres la semana pasada paradar un concierto. Debíamosencontrarnos para hacer un ensayoprevio antes de ir a Viena, pero, por

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alguna razón, su concierto se hacancelado y no ha venido a Londres.

Yo imaginaba que ir a Viena paraeste inminente concierto se me haría muycuesta arriba. Me veía encerrado en elhotel, con la mente vagando por laciudad: los parques, los cafés, elDanubio, las colinas de los barrios delnorte. Ahora que he vuelto a ver a Julia,no temo volver a esa ciudad del pasado.

Las lilas de mayo, sin duda. Y esaflor blanca que solo he visto en Viena,en esos árboles que parecen acacias.

4.16

Suena el timbre. Me pongo el albornoz y

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voy a la puerta.—¿Quién es?Silencio.Llevo el ojo a la mirilla. Es Julia,

que pone una expresión divertida.Supongo que Rob la ha dejado entrar.Seguro que solo ha tenido que sonreírle.

—¡Qué ambiente más lúgubre! —dice Julia al entrar—. Qué oscuro estátodo. Sube las persianas. No veo nada.Y no oigo nada. No es que haga un díamaravilloso, Michael, pero son más delas nueve. ¿Cómo es que estabas en lacama? Vamos de compras.

—No me des órdenes —protesto—.Ayer por la noche volvimos muy tardede Norwich.

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Pero Julia está subiendo laspersianas y no me contesta.

—Ah, esto está mejor —dice.—Vamos a la cama —digo.—No hay tiempo. No te molestes en

afeitarte. Date una ducha. Yo haré café.Deja de bostezar. Carpe diem.

Sin dejar de bostezar, procuroobedecerla. Mientras estoy en la duchauna pregunta me viene a la cabeza, ygrito: «¿Por qué de compras?», pero alpronunciarla me doy cuenta de que elcorrer del agua apagará su respuesta. Yentonces me digo que no habrárespuesta. Pero ¿por qué de compras?Preferiría quedarme en casa con ella.

—Porque dentro de una semana es tu

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cumpleaños —dice Julia mientrastomamos el café.

—Oh —digo, complacido.—O sea, que estás en mis manos.—Sí, ya me doy cuenta.—Llevas unos jerséis horribles y

zarrapastrosos, Michael.—Pero estamos casi en abril, no

necesito ningún jersey.—Necesitas un suéter ligero para el

verano. Veamos lo que tienes… ¿Quéhiciste ayer noche? Se te ve cansado.

—Fui a Norwich. Tenía un conciertocon la Camerata Anglica y llegué a casaa las tres.

—¿A las tres?—Me trajeron en coche… Y al

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dueño del vehículo se le partió la llavedel coche y tuvimos que llamar alServicio de Ayuda en Carretera… Noquerrás saber los detalles, ¿verdad? Mealegra verte.

—Lo mismo digo… Venga, Michael.No tenemos todo el día.

—¡Y menudo día! Lo único quequiero es quedarme en la cama con miosito de peluche y leer una novela deintriga.

Julia mira por la ventana. Llovizna.Las nubes cubren todo el cielo, y soncomo de un algodón negruzco, y losedificios grises dibujan el perfil de laciudad. Incluso las gotas de lluviaresbalan perezosas por el cristal de la

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ventana.—Parece un día vienés —dice Julia

—. Me gusta.—¿Adónde vamos?—A Harvey Nichols.—No es mi estilo.—Ni tampoco el mío. Pero ahí es

adonde vamos.—¿Por qué?—El otro día, el marido de una

amiga llevaba un jersey que me gustó, yquiero comprarte uno igual. Y ahí esdonde lo compró.

Media hora después estamos en lasección de hombres, en el sótano,mirando no solo jerséis, sino tambiéncorbatas y camisas. Una dependienta nos

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sonríe: una pareja que ha salido decompras. Por un momento me sientoexultante, pero enseguida me invade eltemor.

—Nos tropezaremos con alguno delos colegas de tu marido —le digo aJulia.

—Claro que no, Michael, todosellos están ahora en Canary Wharf,asesorando al mundo acerca de lasfusiones de las industrias farmacéuticas.¿Qué te parece este?

—Es precioso.Me extiende sobre el pecho un

jersey color castaño y me mira muyseria.

—No. Necesitas algo verde o azul.

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Los rojos, rojizos y rosas nunca te hansentado bien.

Saca un polo verde oscuro.—No sé —digo—. Me recuerda la

alfombra del camerino del WigmoreHall.

Julia se ríe.—A mí también. Y tampoco es tan

veraniego. Pero me gusta el tacto. Esfelpilla.

—No me queda más remedio quecreerte.

—¡Eres imposible!—La verdad es que me siento un

poco raro, Julia, un poco mareado.—No me extraña. Nunca te gustó ir a

comprar ropa.

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—Te lo digo en serio, Julia.Me siento incómodo, agobiado,

mareado: las luces brillantes, tanta gentealrededor, el calor, los colores, lasensación de estar bajo tierra, quizá lafalta de sueño… No sé qué es, peroquiero sentarme. Me siento como siestuviera en dos mundos. Esto es elcolmo de la intimidad: ir de comprasjuntos, que nos sonrían las dependientas.

Me siento apoyándome en la pared yme tapo los ojos con las manos.

—Michael… Michael… ¿qué teocurre?

En alguna parte oigo una puerta quese cierra contra mí y me oprime. Lossonidos se entremezclan: clientes que

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hablan diversos idiomas, pavoscongelados en el depósito de cadáveres,el zumbido del motor del frigorífico, unadesesperada necesidad de huir de todolo que me rodea.

—Julia…—¿Te encuentras bien? —susurra.—Sí, sí… Ayúdame a levantarme.—Michael, quítate las manos de la

cara…, no leo lo que dices.—Julia, ayúdame a levantarme.Deja el bolso en el suelo, y con su

ayuda consigo ponerme de pie. Meapoyo contra la pared.

—Estaré bien enseguida. Tengo quesalir de aquí.

—Buscaré a alguien que nos ayude.

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—No, no, solo salgamos de aquí.Vamos hasta las escaleras mecánicas

y a continuación hacia la puerta.—Oh, no —dice Julia—, el bolso.

Michael, apóyate aquí. Volveré en unmomento.

Al cabo de medio minuto vuelve aestar junto a mí, con el bolso. Pero susojos me dicen que no debo de tener muybuen aspecto. El sudor me resbala por lafrente. Alguien de la tienda se meacerca.

—Estaré bien en un momento. —Consigo sonreír—. Espero que estélloviendo. Necesito algo de aire fresco.Necesito un café.

—Hay un bar en la planta superior

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—dice Julia.—No, por favor. Vamos a otro sitio.—Sí, pobrecillo, claro. Vamos a otra

parte.Asiento y me apoyo en ella.—Lo siento mucho…—¡Chist! —dice Julia, y al momento

estamos bajo la lluvia. No puede abrirel paraguas, y la lluvia le empapa elpelo y las gotas se le marcan en elvestido.

4.17

Estamos sentados en el piso superior deun café, en un estrecho pasaje a cienmetros de Harvey Nichols. Hemos

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pedido café. Miro por la ventana, sindecir nada durante unos minutos.

—Hacía años que no me pasaba —digo.

—¿Cómo te sientes ahora?—Me sentía como encerrado —

digo, y bajo la cabeza.Julia alarga el brazo y me acaricia

suavemente.Permanezco unos minutos sin decir

nada. Julia deja que recobre el aliento.—Por eso vivo en un octavo piso —

digo—, en mi nido de águilas.¿Recuerdas que siempre que salía de laciudad me relajaba?

—Sí. Lo recuerdo.Tal como lo dice, adivino qué

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recuerda: la escena de nuestraseparación. También tuvo lugar en lasafueras de la ciudad. Fue en Lier’s: unajarra de vino blanco en una mesa bajolos castaños, y mucha amargura. Ella sefue colina abajo. Yo no la seguí.

—Nunca has venido al norteconmigo…, a Rochdale. Te prometíllevarte a oír las alondras en el páramo,¿verdad?

—Sí —dice Julia mirándose lasmanos. Sus dedos finos descansan sobreel mantel manchado de ketchup, cercade su rechoncha taza de café. Hoytampoco lleva anillo de boda.

—¡Qué estupidez acabo de decir! —exclamo.

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—Bueno, podría verlas —dice.—Las alondras no son muy vistosas.—No puedo ir al norte contigo —

dice Julia. Esboza una sonrisa—. Perovoy a ir a Viena contigo —añade comoquien no quiere la cosa.

Todo lo que puedo hacer esquedármela mirando.

—Creía que era yo la que teníaproblemas de oído —murmura.

—Me tomas el pelo. No esposible…, no hablas en serio.

Hace un momento yo no sabía nada.¿A qué viene este drástico cambio?

—Pregúntale a Piers —dice.—¿A Piers?—Y a tu agente, Alicia Cowan.

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—Erica. ¡No! Me habría enterado.—Todo ocurrió ayer. Voy a tocar La

Trucha contigo.Siento que la sangre me abandona la

cara.—No es posible.—Bueno, ¿qué es más improbable:

que sea cierto o que me haya inventadoalgo tan inverosímil y espere que te locreas?

Julia mantiene una intolerablefrialdad: clara señal de que disfruta.

—Quédate aquí un momento —digo—. No te muevas.

—¿Adónde vas?—Al lavabo.—Bueno, ¿no te alegras?

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—Estoy un tanto estupefacto.Bajo y me encamino al teléfono

público. Estoy convencido de que Piersno estará en casa, pero sí está.

—¿Qué demonios pasa, Piers?—Ey, ey, tranquilo, ¿qué te ha dado,

Michael?—¿Qué es todo eso de Viena y La

Trucha y Julia? ¿Es cierto?—Oh, sí, desde luego. Todo se coció

ayer. Te llamé, pero no estabas. ¿Dóndeestabas?

—En Norwich.—Ah, bien. Me gusta esa parte del

mundo. ¿Fuiste por Newmarket o porIpswich?… Ah, ya sé qué quería decirte.No sé por qué tuviste tantas dificultades

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para conseguir la partitura del quintetoen do menor que tocamos. Hay unaedición de Henle estupenda. Ayer estuveen Chappell’s, y…

—Piers —digo amenazador—. Teestoy hablando de Viena, no deChappell’s…

—¿Oíste mi mensaje? —pregunta.—Aún no he oído los mensajes.

Llegamos a las tres de la mañana. ¿Quédecía?

—Que tenía que hablar contigourgentemente. Eso es todo. En cualquiercaso, no pasa nada. Tú no vas a tocar enLa Trucha.

Eso, me digo, es totalmente cierto.Es una pieza para piano y cuatro

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instrumentos de cuerda, pero el segundoviolín no figura entre ellos.

—¿Conoces a Julia Hansen?—¿Que si la conozco?—Bueno, la has llamado Julia, así

que deduzco que la conoces. ¿Tocabien?

—¿Estás loco, Piers?—Mira, Michael, si no puedes ser

educado… —dice Piers, y suena máscansado que agresivo.

—Muy bien, muy bien —digo—. Losiento. Ponme al corriente de los hechos.

—Hubo una crisis. Otto Prachnertuvo un ataque al corazón, no muy fuerte,pero no podrá tocar en un par de meses.Por eso no pudo venir a Londres al

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concierto. Y, por alguna razóninexplicable, su agente no contactó conLothar hasta anteayer. Y Lothar deinmediato se puso en contacto con Ericay con la dirección del Musikverein, ytambién, lo que fue un detalle amablepor su parte, aunque imagino que lo hizopara ahorrar tiempo, directamenteconmigo, el primarius del cuarteto,como suele llamarme. Sugirió el nombrede Julia Hansen, a la que representa. Alparecer, es buena, tiene algo que ver conViena, igual que el pobre Otto, y esagradable. Ayer hubo un profusointercambio de faxes. ¿Todavía estásahí, Michael?

—Sí, estoy aquí.

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—Bueno, pues me puse en contactocon los demás antes de decir que sí,pues ellos tocan en La Trucha. E intentéponerme en contacto contigo. Pero yaque no estás directamente implicado enla cuestión, no entiendo por qué te lotomas así. ¿La conoces personalmente?Le pido a Dios que sea buena. En fin, nocreo que a Lothar se le ocurrieracontratar a un músico de medio pelopara tocar a Schubert delante de losvieneses.

Todo esto se me hace muy difícil dedigerir.

—¿Están impresos los programas?—digo bruscamente—. Solo faltan unassemanas para el concierto.

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—Oh, no —dice Piers con una vozmás relajada—. Al parecer, el programadefinitivo no se imprime hasta un par dedías antes. En cualquier caso, ¿qué sepuede hacer si alguien se pone enfermo?Pero no has respondido a mi pregunta.

—Sí, al parecer ese es hoy miproblema. No respondo a preguntasestúpidas.

—¿Perdona?—Sabes perfectamente, Piers, que

conozco a Julia.—¿Y cómo iba a saberlo? —replica

airado Piers.—Y tú también conoces a Julia. ¿No

te acuerdas de Banff? ¿Del WigmoreHall? ¿De mi trío de Viena? ¡Diantre,

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Piers!—¡Oh! —dice Piers—. No me digas

que es ella.—¿Quién, si no?—¿Pero no se llamaba Julia

Mackenzie o algo así?—¿De verdad quieres decir que no

lo sabías?—¡Pero si hace rato que te lo estoy

diciendo!Me echo a reír, casi como un loco,

supongo.—¿Michael? —dice Piers un poco

asustado.—No puedo creerlo.—Bueno, si es esa Julia, creo

recordar que es bastante buena.

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—Sí, es buena —contesto.—O sea, que te parece bien.—¡Más que eso!—Entonces ¿por qué estás tan

enfadado?—Es solo que pensaba que sabías

quién era, y que no te habías molestadoen comentarlo conmigo.

—Ah, entiendo. Bien. Bien. Mehabías preocupado.

—¿Lothar os dijo algo más a ti y aErica? —pregunto.

—¿A qué te refieres?—Bueno, últimamente casi siempre

toca sola.—Oh, ¿por qué?—No estoy seguro…, creo que

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prefiere el repertorio para piano solo.—Oh, bueno, eso no tiene mucha

importancia… Por cierto, creo queLothar dijo que vive en Londres.Deberíamos hacer un par de ensayosantes de ir a Viena.

—Sí…, sí.—Y, Michael, ya que hablamos de

ensayos, Helen dice que quizá elmiércoles que viene tendremos quehacerlo en otra parte. Va a hacer obrasen su casa, y…

—Lo siento, Piers. Se me hanacabado las monedas. Te llamaré mástarde.

Salgo de la cabina. Me quedo bajola lluvia, riendo. El agua me enreda el

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pelo y me refresca la cabeza.

4.18

Julia ha pedido otro café, y se lo tomacon expresión preocupada. Una mujerjoven, provista de un par de bolsas de lacompra de Harrods, está de pie junto aella, parloteando. Julia le responde conmonosílabos.

La cara de Julia se ilumina al verme.No hace el menor intento de ocultarlo.

—Sonia, Michael —dice Julia sinmucho entusiasmo—. Lo siento, Sonia,tenemos asuntos musicales que tratar,que creo encontrarías muy aburridos.

La mujer capta la indirecta y se

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despide efusivamente.—Bueno, de todos modos tengo que

irme, Julia, querida. Me ha encantadoencontrarme contigo, y en un lugar comoeste. La lluvia te obliga a refugiarte enel primer sitio que tienes a mano. Jamesy tú debéis venir a visitarnos un día deestos. —Me sonríe, más con la boca quecon los ojos, y baja las escaleras.

—¿Quién era?—La madre de un amigo de Luke —

dice Julia—. Una paliza de mujer. Delas que persiguen a los profesores paraque les den a su hijo un buen papel en lafunción de Navidad. Tienes el pelomojado. ¿Dónde has estado?

—Es asombroso —digo,

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apretándole la mano con fuerza—. Nome lo puedo creer.

—Mohnstrudel! Gugelhupf!Palatschinken! Mmm —dice Julia. Se leilumina la cara al pensar en sus dulcesfavoritos—, ¡Michael! Suéltame lamano.

—He estado hablando con Piers.—Ah —dice Julia, enarcando las

cejas.—No puedo creerlo. Es que no

puedo creerlo.—Esa fue mi reacción cuando ayer

vi el fax de mi agente.—¿Cómo supiste que yo no lo sabía?—Era evidente. Si lo hubieras

sabido, no te habrías mostrado tan

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sereno —dice riendo.—¿Y tú sí?—Bueno, ya lo has visto, ¿no? —

dice Julia, radiante.Estoy a punto de besarla, pero me lo

pienso mejor. ¿Quién sabe si hay otraSonia rondando por aquí?

—Ya no necesito ningún regalo decumpleaños —le digo.

—En fin, ya veo que tendré queelegirlo sola.

—Julia, Piers no sabe nada de tuproblema de oído.

—No —dice Julia; su cara seensombrece—. Claro que no.

—¿Y tu agente?—Sí. Pero considera que sería

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realmente desastroso que llegara asaberse en los círculos musicales. Siconsigo tocar lo bastante bien, ¿qué másda?

—Es cierto —digo—. Pero ¿cuántotiempo puede mantenerse en secreto algoasí?

—No lo sé —dice Julia.—¿Cómo lo has conseguido?—Es un esfuerzo tremendo —dice

—. No sé si lo he conseguido del todo.Pero si alguien lo sospecha, hasta elmomento no me ha perseguido para queconfiese.

Asiento, distraído. Mi desazónanterior es ahora una neblina lejana.Siento una alegría extraña y discordante,

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la sensación de que mis dos mundos seunen: los ensayos en Londres, y, mástarde, Viena una década después. Julia ymis colegas tocarán juntos, y yo solo lesobservaré, les escucharé. Pero he deasistir a esos ensayos. Para ella estaránllenos de peligros. Dejando eso aparte,¿qué no daría yo por oír cómo Julia leda vida a La Trucha?

4.19

Pero, mientras tanto, Julia me hainvitado a salir una noche, por primeravez desde que nos separamos.

Es mi cumpleaños. James no está enla ciudad. Nos encontraremos en un

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restaurante, no lejos de donde ella vive.Es espacioso y está bien iluminado; nohay música. Las paredes son blancas,con vanos de diversos tamaños, de colorverde intenso y añil. Aquí y allá se venjarrones color verdeceladón quecontienen orquídeas blancas. Ha sidoella quien ha hecho la reserva, aunque ami nombre. Llego un poco pronto, ellaun poco tarde. Me ve, sonríe yrápidamente recorre el restaurante conla mirada antes de sentarnos.

—¿Prefieres sentarte aquí? —pregunto—. Por la luz, más que nada.

—Estoy bien —dice.—No hay nadie que conozcas,

¿verdad? —pregunto.

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—No. Y si lo hay, simplemente estoycenando con un amigo.

—¿Me dejarás que te lleve a cenarpara tu cumpleaños?

—Bueno…—No tiene por qué ser justo el día

de tu cumpleaños, pero por esas fechas.—Puede —dice Julia, sonriendo—,

pero si volvemos a salir tendrás quevestirte un poco mejor. Eres guapo,Michael… ¿Cómo consigues vestir tanmal? ¿No tienes un traje decente?

—Yo creo que visto bien —protesto—. Y llevo los gemelos que meregalaste.

—El problema es la camisa…—Bueno, en estos años no te he

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tenido conmigo para que me dierasclases de buen gusto. De todos modos,¿para qué voy a vestir bien? Cuando hede ir a alguna fiesta mientras estamos degira, esta suele ser justo antes o despuésdel concierto, de modo que llevo midisfraz de pingüino.

—Michael —dice Julia, de prontomuy seria—, háblame de los demásmiembros del cuarteto.

—¡Pero si ya los conoces!—Muy poco. ¿Cómo son los ensayos

con ellos? Empieza a preocuparme.Hazme un resumen de lo que me espera.

—Bueno, no sé por dónde empezar.Los ensayos son bastante intensos. Piersintenta llevar el timón. Billy tiene ideas

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propias sobre todo. Una vez se le metealgo en la cabeza, no hay quien se losaque. Y Helen toca maravillosamente,pero se despista enseguida. Por cierto,te alegrará saber que Billy siempre llegatarde, así que no serás la única. Oh, yBilly también prefiere ensayar que tocaren público, o eso dice. Los ensayos lepermiten investigar, los conciertossimplemente le ponen nervioso.

—Pero ¿reina un ambiente decordialidad? —pregunta Julia.

—Básicamente sí…, por elmomento.

—Es un alivio. Ya será algo de porsí complicado.

El camarero ronda a nuestro

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alrededor; pedimos.—¿Verdura? —pregunta el

camarero.—¿Cuáles tiene? —pregunta Julia.El camarero lanza un hondo suspiro.

Está claro que no hemos estudiado lacarta con el debido respeto.

—Coliflor, calabacines, judías,puerros, espinacas —dice.

—Tomaré guisantes[3] —dice Julia.El camarero se la queda mirando

con evidente asombro. Julia, al darsecuenta, pone cara de preocupación.

—Me temo, señora —dice elcamarero—, que no tenemos guisantesen la carta.

Un fugaz gesto de frustración

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aparece en la cara de Julia.—Quería decir judías…, judías

verdes —dice enseguida.El camarero asiente.—¿Qué van a beber? ¿Han visto la

carta de vinos? ¿O preferirían hablarcon el sommelier?

Rápidamente elijo un vino de lacarta al azar.

A Julia se la ve afectada por sudesliz.

—No tenemos por qué comer aquí,sabes —digo cuando el camarero hadesaparecido.

—Oh, olvidémoslo —dice ella—.Al final de la jornada a veces ya no mequedan energías. De hecho, prefiero las

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judías verdes. ¿Qué te ocurre?—Bueno, no me gusta ese tipo que

nos atiende. Parece un actor sin empleoque se está desquitando con nosotros.

Julia no dice nada por unosmomentos. Yo tampoco.

—¿En qué piensas? —me preguntaal fin—. Tienes una expresión distante.

—En nada… En que ojalá yo tocaraLa Trucha contigo.

—Es increíble, verdad —dice—,que Schubert no esté entre loscompositores del friso del AlbertMemorial. Lo leí el otro día. Me danganar de coger un cincel y grabar yomisma su nombre junto al de los demás.

Me río.

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—Hagámoslo esta noche.—¿Te pueden arrestar por algo así?—Sí. James puede sacarnos bajo

fianza.Me arrepiento de mis palabras nada

más decirlas. Pero, para mi sorpresa, elcomentario no afecta a su buen humor.Tampoco menciona que deberíaconocerlo. Menuda ocurrencia… ¿Cómose le pudo ocurrir la idea de que nosconociéramos? ¿Con qué frecuenciahacen el amor? ¿Se conocían ya cuandoella se fue a Venecia con Maria? ¿Porqué se ha decidido ahora a tocar con elMaggiore? ¿Por Viena? ¿Por laoportunidad de tocar el glorioso quintetoLa Trucha? ¿Por mí? ¿Qué le ocurre a

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mi conciencia, que hace que mepreocupe por ella, pero no que me sientaculpable?

Quizá James ha tenido que cuidarlatanto estos tres últimos años que todo loque queda entre ellos es ternura. Quizáel romanticismo, si es que existió algunavez, se ha desvanecido. ¿Es de su vidaen común de lo que estoy celoso? Juliadebe de preguntarse si he salido conotras mujeres, pero nunca me hapreguntado si, estos años, ha habidoalguna otra aparte de Virginie. ¿Leparece que eso es coto vedado, igualque el que yo le pregunte por qué secasó con James: algo que podría romperesa mutua discreción que mantenemos?

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Sí, puede leer mis labios, pero no,todavía no, mis pensamientos. Hablamosde esto y lo otro. Traen el vino, luego lacomida. Nos rodea el rumor de lasconversaciones ajenas. Julia no me miraa la cara. Parece preocupada.

—Hay gente que no sabe apreciar elsentido del oído —dice de pronto, conuna afilada punta de amargura—. Haceunos días estaba hablando con unviolonchelista bastante bruto de laOrquesta Filarmonía, y era obvio queestaba harto de su trabajo y aburrido dela música… Casi parecía detestarla. Y,según creo, debe de haber sido un buenmúsico. Quizá aún lo es.

—Bueno, hay mucha gente así —

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digo.—Puedo entender que un camarero o

un empleado de banca detesten sutrabajo, pero no un músico.

—Oh, vamos, Julia. Años deestudio, interminables horas de práctica,un sueldo patético… y no sirves paraotra cosa… y ni siquiera puedes elegirlo que tocas. No es difícil acabarsintiéndote atrapado, aun cuando antañoamaras la música. Cuando trabajaba pormi cuenta en Londres me sentía un pocoasí. Incluso ahora, las cosas no son tanfáciles. Y, después de todo, también túdejaste de tocar una temporada. Supongoque la única diferencia es que tú te lopudiste permitir.

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Frunce el entrecejo, pero enseguidasuaviza el gesto. No dice nada; bebevino con decidida serenidad. Mis ojosvan de su cara a su pequeño reloj deoro, y vuelta a su cara.

—Esa no fue la única diferencia —dice por fin.

—No debería haber mencionado esetema.

—No puedo imaginarte a ti odiandola música.

—No, supongo que no —replico—.De hecho, Helen se mete conmigoporque me exalto al hablar de música. Ytambién cree que mi relación con miviolín es un tanto enfermiza.

—Yo también le tengo mucho

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aprecio a mi piano.—Pero no puedes llevártelo de gira.—¿Y?—Bueno, no creo que la relación sea

la misma si practicas con un instrumentoen casa y luego tocas en público conotro.

Julia frunce el ceño.—Tampoco es que Helen sea una

persona tan pragmática —añadoenseguida—. La semana pasada quedómuy afectada por un programa que vioacerca del universo, y de cómo seextinguirá dentro de Dios sabe cuántosbillones de años. ¿Por qué preocuparsepor el destino del universo?

—¿Cuando hay otras cosas más

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cercanas de que preocuparse? —pregunta Julia, de nuevo con unaexpresión divertida.

—Bueno, las hay, ¿o no?—Por cierto, ¿qué ha pasado con

Mrs Formby? —pregunta Julia sin venira cuento.

—¿Mrs Formby? ¿Por qué lamencionas así, de pronto?

—No sé —contesta.—Pero tú no la conoces, Julia.—No sé por qué te he preguntado

por ella. Pensaba en Carl…, o quizápensaba en tu violín…, y me ha venido ala mente. Por alguna razón, en estosúltimos años he pensado mucho en MrsFormby.

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—Más de lo que has pensado en mí,estoy seguro —observo un tantoimpertinente.

—Michael, pensaba en ti como si tehubieses suicidado… sin dejar una nota.

Baja la vista a su plato. No se mepermite responder. Por unos momentosme quedo inmóvil, demasiado aturdidopara hacer nada. Aprieto mi pie contrael suyo, y levanta la mirada.

—Mrs Formby está bien —digo—.¿Cómo está tu pato?

—Delicioso —dice Julia, que llevarato sin tocar la comida—. ¿De verdadno te importa el universo… y todo eso?

—¡Oh, no, quieres llevarme a unadiscusión religiosa! —digo cauteloso.

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—Pero te gusta leer a Donne.«Donne el apóstata», solían llamarlonuestras monjas.

—Eso no significa nada, Julia. Megusta leerlo precisamente porque no meinteresa el trasfondo. Me resultarelajante cuando me voy a la cama.

—¡Relajante! —dice Julia,escandalizada.

—Me gusta su lenguaje. Rumio susideas. No me interesan sus discusionessobre las Sagradas Escrituras… Nuncahe entendido por qué la gente arma tantolío con Dios —añado brutalmente.

—Lo que te ocurre es que nosoportas la autoridad, Michael, bajoninguna forma —dice Julia—. Adoras a

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los héroes, pero no soportas laautoridad. Y que Dios proteja a tushéroes si resultan tener los pies debarro.

—¡Por el amor de Dios! —digo,enfadado por este análisis de mipersonalidad, algo a lo que Juliasiempre ha sido propensa.

—Hacia el final, mi padre ya noestaba en sus cabales —dice—.Recuerdo que rezaba para tener unamuerte rápida. Cada vez que le visitabase mostraba más hostil, tenía la mentemenos clara. Al final ni siquiera seinteresaba por Luke. Al menos murióantes de que yo perdiera el oído. Habríasido una situación bastante cómica: no

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me habrá entendido, ni yo a él.Mi mano cruza la mesa y se apoya en

su muñeca. Parece complacida, peroenseguida la retira.

—Quizá deberíamos haber cenadoen otra parte, más lejos de casa —digo—. No volveré a tocarte.

Mientras nos retiran los platos,cambio de tema.

—No te preocupes por el ensayo —digo.

—¿Estarás allí, verdad?—Claro.—Tampoco es que sea necesario.—Estaré allí porque quiero oírte

tocar.—La parte del piano es tan

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increíble…—Y la del violín —digo pesaroso.—Y la del violonchelo —añade.

Canturrea una de las variaciones de laparte del violonchelo.

El camarero nos pregunta siqueremos café o postre, pero ella siguecanturreando. El camarero está detrás deella, y hasta que lo miro Julia no se dacuenta de que nos está hablando. Sevuelve hacia él, le ve en pose de tomarnota, y dice rápidamente:

—Sí, muy bien. Eso es lo quetomaré.

—Espresso, cappuccino, con leche,americano; descafeinado o normal —dice, exagerando las pausas entre las

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palabras.Julia se sonroja, pero no dice nada.—¿Y bien, señora?—Nada, gracias.—¿Y postre? Tenemos…—No, gracias. Si pudiera traer la

cuenta. —Nerviosa, empuja la sillaligeramente hacia atrás.

—Lo siento —digo—. Lo siento deverdad. Debería haberle dicho algo. Hasido grosero.

Niega con la cabeza.—No podía saber lo que ocurría —

dice—. Debería haberle dicho que soydura de oído y pedirle que lo repitiera.Es lo primero que nos enseñan: a noavergonzarnos. ¿Y por qué me parece

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imposible? ¿Es porque no puedopermitirme que la gente se entere? ¿Essolo que soy cobarde?

El camarero trae la cuenta. Juliapaga; me doy cuenta de que deja unagenerosa propina. Salimos, pero Juliaparece sentirse aún incómoda.

La velada no acaba bien. Le pidoque venga a mi casa, sabiendo, antes deque me conteste, que me dirá que tieneque volver a casa con Luke. Peroconsiente, al menos, en ir al Julie’s Bar,que no queda lejos. Es una noche clara ycálida, y nos sentamos fuera y dejamosque nos recorra la felicidad de estar eluno en compañía del otro. Nosdemoramos en el café y en los licores,

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compartimos un postre. Después le doylas gracias, pero no la beso. Laacompaño hasta la manzana donde vive,pero, a petición suya, no hasta la puerta.

4.20

—No me avisó nadie —dice Julia—de que ensayaríamos sin contrabajo.

Piers, Helen, Billy y Julia se hanreunido para el primer ensayo delquinteto La Trucha de Schubert. Hemosconseguido una sala de ensayos en elRoyal College of Music, con un pianoque no está mal. En esa pieza soy soloun mirón, pero luego habrá un breveensayo del cuarteto.

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De haberlo pensado, habríacomprendido cómo podría afectar aJulia la ausencia de contrabajo: su gravepulso rítmico a lo largo de la pieza lahabría ayudado enormemente. Ojalá lahubiera advertido, o hubiese hecho algo.

—Bueno, el problema es que lacontrabajista está en Viena —dice Helen—. No se puede hacer nada. Tendremosun par de ensayos con ella cuandolleguemos.

—¿Con ella? —dice Julia, un pocosorprendida.

—Sí. Petra Daut —dice Piers.—Lo siento, no he entendido bien el

apellido. ¿Cómo se deletrea?No digo nada, y dejo que sea Piers

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quien conteste. Cuantas menos carastenga que mirar, mejor.

—De, a, u, te. ¿La conoces? Quierodecir, como has vivido en Viena…

—La verdad es que no —dice Julia—. Pero yo no frecuento el mundo de lasorquestas, por lo que no tengo muchocontacto con contrabajistas.

—¿Empezamos? —pregunta Piers.—Piers —dice Julia—. Antes de

empezar, un par de cosas…—¿Sí?—Antes de ir a Viena tenemos otro

ensayo, ¿verdad? —pregunta en un tonoestudiadamente relajado—. Megustaría…, me gustaría que tuviésemosun contrabajista. Sin él no creo que le

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cojamos el tranquillo a la pieza.—¿Te gustaría que el contrabajista

fuera una mujer? —pregunta Helen.Billy levanta la mirada de suviolonchelo.

Julia responde lacónica:—No especialmente.Billy dice con su voz chillona:—Yo también creo que deberíamos

ensayar con un contrabajista. Es una delas pocas piezas en las que tengo elapoyo de un instrumento más grave, yeso me gusta. Puedo pedirle a Ben Flathque ensaye con nosotros.

—¿No le importará ensayar si no vaa tocar en el concierto? —preguntaPiers.

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—Es un colega —dice Billy—. Lohará por ayudar, y porque disfrutará, y acondición de que no haga más ruido queél en el scherzo, y de que luego le invitea un par de copas. Un par de pares —añade Billy.

—Sí, me parece una buena idea,Billy —dice Julia—. Gracias a todos.

—Mañana por la noche toco con laFilarmonía, de modo que le veré —añade Billy—. ¿Le pregunto si estádispuesto a venir y cuándo le va bien?

Todos asienten.—¿Te giro las páginas?—Gracias, Michael, pero no miro la

partitura, y me distraerá tenerte de pie allado. Pero ¿te importaría tener mi

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partitura en el regazo, y seguirla, paraque si nos paramos a mitad de unmovimiento puedas señalarme dóndevamos al empezar de nuevo?

—¿Estás segura de que no quieres lapartitura? —pregunto.

—Segurísima. Conozco muy bien lapieza. Espero que la primera vez latoquemos sin interrupciones. ¿Osimporta que lo hagamos así?

Piers enarca las cejas. Sus palabrasson más que una petición. Losintérpretes de cuerda solemoscomunicarnos entre nosotros mientrastocamos, nos encanta darnos la entrada yhacernos gestos… y dejar que los demásse las apañen solos, sobre todo si, como

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ocurre en esta pieza, los tres intérpretesde cuerda se disponen en arco y elpianista queda detrás, casi invisible.

—Muy bien, de acuerdo, paranosotros está bien —dice Piers,condescendiente, aunque sé que no legusta aceptar indicaciones de unextraño.

Miro la partitura. Veo muchosdescansos en la parte del piano, y mepreocupan las entradas de Julia. Al tocarsin interrupción, al menos la primeravez, quizá perciba mejor el ritmo.

—¿Os parece bien así? —preguntaPiers, marcando el tempo—. ¿TUM-mmm-umtata-tatata-TUM?

—A mí me parece un poco lento —

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dice Billy—. ¿Qué dices, Julia? Es tufrase.

—Es allegro vivace…, así que,¿quizá un poco más vivace? —diceJulia, demostrando el tempo que quiereal piano.

Piers asiente.—Muy bien. Yo daré la entrada.

¿Listos?Miro a Julia con el corazón

latiéndome con fuerza. Parece relajada,atenta, con la mirada fija en los demásintérpretes, no en el teclado ni en lapartitura. Ahora entiendo por qué es tanimportante para ella saberse la pieza —y no solo su parte— de memoria.

Mientras sus dedos extraen música

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de las teclas, su mirada va de Piers aBilly con la atención del que lee lapartitura. Sus dedos, sus arcos, susrespiraciones, le dan la entrada. Alprincipio de la pieza habría tenido quehacerlo de todos modos, pues en esoscompases el contrabajo solo emite unsonido continuo e ininterrumpido. Pero amedida que avanza la pieza me doycuenta de lo mucho que tiene queesforzarse en su ausencia. Y las entradasvisuales que le darían los dedos delcontrabajista… Pero no tiene objetoespecular sobre todo eso, pues ahoratengo la sensación de hallarme en unacuerda floja situada sobre un abismo,mientras escucho a un pájaro que

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remonta el vuelo desde debajo de mí ycanta muy por encima de mí, cada vezmás alto: una extraña imagen para unapieza que tiene nombre de pez.

Julia, en el solo en que interpreta eltema, toca con puntillo un par decorcheas que normalmente se tocan sinél. Imagino que es una lectura diferente,pero Helen levanta la mirada conbastante brusquedad.

—¿Repetimos? —pregunta Juliacuando se acerca el primer punto sobreel que han de decidir.

—¡Sigamos! —dice Piers, exultante.Liquidan el primer movimiento.

Bueno, lo de «liquidan» es bastanteinjusto: lo tocan maravillosamente. Pero

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estoy tan tenso que casi no lo disfruto. Yen algunos momentos en los que no melo espero, es Julia quien dirige, a fin deno verse obligada a seguir intrincadasindicaciones; en otras, clava la miradaen sus manos, y no entiendo cómoconsigue ir sincronizada con los demás.Cuando llegan al acorde final de docenotas —once sin contrabajo—, que hacede espejo del acorde de doce notas quehay al principio del movimiento, notoque mi mano izquierda, posada sobre lapartitura, tiembla.

—¿Nos saltamos todas lasrepeticiones? —pregunta Piers.

—Excepto las del scherzo —diceBilly.

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Después de decidir el tempo, tocanel andante; hay algunos problemas, perono los suficientes para hacer que sedetengan. A continuación viene el tercermovimiento, el scherzo, y se llega a unatolladero.

El problema reside en la primerafrase. Piers y Helen tienen tres corcheasmuy rápidas seguidas de una negraacentuada, en la que todo el mundo seestrella.

Lo intentan una y otra vez, pero noacaban de coordinarse con exactitud. Notiene sentido pasar por alto el problema:hay que resolverlo. Me doy cuenta deque Julia está cada vez más turbada, ylos otros más y más perplejos. Ya que

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ella ha tocado hasta ahora tan bien, nopuede tratarse de un problema decompetencia musical.

—Siempre es difícil tocar porprimera vez con un grupo nuevo —diceBilly.

—Hagamos una pausa de cincominutos —sugiere Piers—. Necesito uncigarrillo.

—¿Se puede fumar aquí dentro? —pregunta Billy.

—¿Por qué no? Oh, bueno, quizás esmejor que vaya fuera.

—Me voy a estirar las piernas —dice Helen con cierta preocupación—.¿Venís?

—Claro —dice Billy—. Buena idea.

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—Yo me quedo por aquí —digo.Julia no dice nada. Parece inmersa

en su propio mundo, muy lejos de mí, detodos nosotros.

Los temores que me embargan sedisipan. Cuando estamos solos, le digo:

—¿Llevas el audífono?—Sí, en un oído. Al principio me

ayudaba, pero la manera en quedistorsiona el tono ha empezado amolestarme. No podía ajustarlo sindelatarme, así que lo apagué después delprimer movimiento. Pero en el segundomovimiento me di cuenta de que no melas apañaba muy bien, así que cuandotuve una pausa volví a conectarlo. Yahora me tiene completamente

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confundida. Estoy segura de que situviésemos un contrabajo…

—Eso no solucionaría el problemaque hay al inicio del scherzo —digo concalma—. O allí donde vuelva a apareceresa frase.

—Eso es cierto. Quizá deberíaconfesar la verdad…

—No lo hagas, de momento. Ni lopienses. No ayudará a solucionar esteproblema, y abrirá la caja de lostruenos. Simplemente, relájate.

Julia sonríe con tristeza.—Eso es como decir: «No pienses

en jirafas.» Seguro que tiene el efectoopuesto.

—Y no te preocupes por Helen.

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—No lo hago.—Mira, Julia, si para entrar te fijas

en el tempo, en el ritmo y en el gesto, esdecir, en las señales visuales, quizásimplemente deberías quitarte elaudífono. De todos modos, no veo cómovas a tener tiempo de reaccionar alsonido, sobre todo si te llegadistorsionado.

—Es posible. —El consejo noparece convencer a Julia, pues procedede alguien que no entiende lo que ellaoye y lo que no.

La beso.—Mira. Prueba conmigo. No tienes

nada que perder. —Saco el violín, tensoel arco rápidamente, y, sin molestarme

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en afinar, le marco el ritmo, asiento conla cabeza un par de veces y toco laprimera frase.

Al cabo de un par de intentos, lacosa funciona… o, al menos, funcionamucho mejor que hasta ahora.

Julia no sonríe. Simplemente dice:—¿Alguna otra sugerencia?—Sí. En el andante, cuando todos

tocan seis notas por compás y tú tocastres por cada una de las suyas, haces quetodo vaya un poco más lento. Todosintentaban darte un empujoncito, pero,por una vez, no les seguías con los ojos.

—Bueno, yo dirigía —dice Julia.—Desde detrás —digo riendo, y ella

también se ríe—. Mira, prueba conmigo

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—sugiero, volviendo a levantar el arco;y lo tocamos.

—Eso está bien —dice Piers.Doy un respingo, y Julia también se

sobresalta. No le he visto entrar.—Seguid, seguid —dice Piers.—¿Te has dejado el mechero? —

pregunto, enfadado.—Algo así —dice Piers sin

inmutarse mientras sale.El ensayo prosigue cuando todos

vuelven. Tocan entero el scherzo sinninguna crisis, y luego continúan con elcuarto y el quinto movimientos.

Al final, Piers dice:—Ha estado bien, muy bien. Pero,

¿sabéis?, creo que es mejor que

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trabajemos los detalles cuando tengamosal contrabajista. O sea, que ya lededicaremos un día a La Trucha. Esperoque no te importe, Julia. Ahora elcuarteto tiene que ensayar un par depiezas, y vamos un poco justos detiempo. Cuando Billy quede con BenFlath, suponiendo que esté dispuesto avenir, me pondré en contacto con losdemás para el siguiente ensayo. Creoque no tengo tu número de teléfono —dice, volviéndose hacia Julia.

—¿Podrías mandarme un fax? —dice Julia—. El teléfono medesconcentra cuando estoypracticando… y estos últimos días casino hago otra cosa.

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—¿No tienes contestador? —pregunta Piers.

—Mejor un fax —dice Julia,asintiendo sin perder la calma, y le da elnúmero.

4.21

Piers vive en Westbourne Park Road, enlos límites de los barrios remozados[4],en un sótano que consta de una solahabitación.

El techo es alto para ser un sótano,lo cual está bien, dada la estatura dePiers. En el piso de arriba hay unaagencia de viajes que prácticamente

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todo lo que anuncia son viajes baratos aPortugal; a un lado de la agencia deviajes hay una pizzería de entrega adomicilio, y al otro, un puesto deperiódicos y revistas. Delante hay uninmenso bloque, y al lado un complejoresidencial de ladrillo marrón.

Me ha pedido que vaya a tomar unacopa, y ahora abre una botella de vinotinto. Se muestra hospitalario, peroparece preocupado. Es el día despuésdel ensayo.

—En verano, a última hora, llega unpoco de luz a esa pared —dice.

—¿No estamos orientados al norte?—pregunto.

—Más o menos —dice Piers, con

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aire ausente—. Se lo compré a un pintor.—A continuación, volviendo a mipregunta, añade—: Tienes razón, es unpoco raro. Durante unos minutos llegade esa dirección al atardecer, cuandoestamos en pleno verano. Quizá serefleja en alguna parte. Es un hermosoretazo rojizo. El año pasado el de latienda de periódicos encadenó unaenorme caja de metal a la barandilla, yel retazo ahora es más pequeño. Unfastidio.

—¿Por qué no hablas con él?—Ya lo he hecho. Dice que le

robaban los periódicos y revistas quetenía fuera, y que no tuvo otra opción.Podría insistirle, pedirle que al menos

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lo apartara de mi línea de luz, pero… —Piers se encoge de hombros—. ¿Yasabes de qué quiero hablarte?

—No, pensaba que solo íbamos atomar una copa… Sí, lo sé. Estoy casiseguro de saberlo.

Piers asiente.—Dímelo tú, porque yo no lo

entiendo. ¿Qué pasa exactamente conJulia? Toca maravillosamente, de unamanera tan, bueno, musical; ya sabes aqué me refiero. Es un verdadero placertocar con ella, pero todos nos quedamosperplejos… No flipamos ni nadaparecido, pero, bueno, ¿puedesexplicarme el problema con el inicio delscherzo? ¿Es solo un tic que a veces

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ocurre?Bebo un sorbo de vino.—¿Se solucionó, verdad?—Sí —dice Piers con cierta

reserva.—Te garantizo que cuando toquemos

con Ben Flath, casi todos los demásproblemas desaparecerán.

—¿Toquemos? —dice Piers con unasonrisa.

—Toquéis, para ser exactos.Quizá Piers percibe un matiz de

pesar. En cualquier caso, sus siguientespalabras me desconciertan.

—Quiero que toques el violín en LaTrucha.

—¡No!

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La palabra se me escapainvoluntariamente, pero está claro quesignifica «¡Sí!».

Con el índice de la mano derecha,Piers le da unos golpecitos a un finoencendedor de plata.

—Lo he dicho en serio —dice.—¡Pero a ti te encanta esa pieza! —

exclamo, recordando lo que ocurriócuando Nicholas Spare despreció LaTrucha.

—¿Qué sucedió exactamente durantela pausa? —pregunta Piers, evitando asíresponder a mis palabras.

—¿Durante la pausa?—Bueno, ya sabes, cuando salimos

de la sala de ensayos.

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Me encojo de hombros.—Oh, solo tocamos un poco.

Volvimos a ensayar algunos de lostrozos más difíciles con un enfoque unpoco diferente…

—Hubo algo más —dice Piers, muytranquilo. Y al cabo de unos instantes,añade—: Mira, no te molestes si te hagoesta pregunta, pero…

—Dispara.—¿Te preocupa no ser capaz de

tocar La Trucha? No me interpretes mal.Lo que quiero decir es que, tocando enel registro que normalmente utilizas…

—¿Quieres decir si podréarreglármelas con las chillonasvariaciones del cuarto movimiento?

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Piers asiente, un poco azorado.—Sí, eso y algún otro fragmento. Es

bastante arriesgado.—Me las arreglaré —digo, sin

ofenderme—. Ya lo he tocado antes…,cuando era estudiante. Hace años deeso, pero debería acordarme. Pero mira,Piers, sé que te encantaría tocar LaTrucha. ¿Estás seguro de que quieres sertan generoso?

—No soy generoso —dice Piers, untanto quisquilloso—. Es una pieza que ose ejecuta con brillantez o resulta untotal fracaso. Y el auténtico diálogotiene lugar entre el violín y el piano. Eneste momento, no te lo oculto, para mísería un alivio no tener que tocarla. Ya

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estoy muy liado…, demasiado. Eimagino que si el Musikverein puedeaceptar un cambio de intérprete, tambiénpodrá aceptar dos.

—¿Y con qué estás tan liado? —pregunto con una sonrisa.

—Oh —dice Piers de manera vaga—, con esto y aquello.

—¿Y lo otro? —digo sin pensar.—¿Qué?—Lo siento…, lo siento…, es solo

algo que he recordado. Una respuestaautomática. Olvídalo.

—Eres un tipo raro, Michael.—¿Y bien?—¿Y bien, qué?—¿Con qué más estás liado?

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—Voy a tocar la SinfoníaConcertante con St Martin-in-the-Fields,y tengo un concierto como solista justodespués de lo de Viena, y está lo deBach, que parecéis tan decididos ahacer.

—¿Tú no?Piers extiende las manos.—Ahora empiezo a tener la

sensación de que no me lo habéisimpuesto. Ayer por la noche, no sé porqué, estaba practicando a las dos de lamañana. Es una pieza especialmenteadictiva.

—Tus vecinos seguramente lacalificarían de otro modo.

—¿Qué vecinos? —dice Piers, con

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una sonrisa un tanto torcida—. No tengovecinos en esta madriguera. Arriba hayuna agencia de viajes.

—Sí, claro.—En cualquier caso —dice Piers—,

no es la primera vez, como sabes, quetengo algún roce con mis colegas, osocios, o compañeros o lo que sean.Debe de haber alguna palabra que losdefina.

—¿Cocuarteteros?Piers hace caso omiso de mi salida

jocosa; no es que no le haya hechogracia, es que parece no haberla oído.

—Un cuarteto es lo más raro quehay. No sé a qué compararlo. ¿A unmatrimonio? ¿Una empresa? ¿Un pelotón

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bajo fuego enemigo? ¿Un sacerdocioegoísta y destructivo? Da muchassatisfacciones, pero también hay muchastensiones.

Nos sirvo un poco más de vino.—Me parece que no sabía lo

doloroso que era todo esto —dice, casipara sí—. Primero Alex; luego lo quepasó con Tobias. Cada par de añosocurre algo que me deja destrozado…, yahora está a punto de ocurrir.

—Lo de Alex fue antes de millegada —digo; no quiero entrar adiscutir cómo nos afectó el que Tobiasse hiciera cargo del alma de Piers.

—Lo único bueno de ese monstruosobloque de ahí delante es que la luz de la

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mañana se refleja a partir de las once —dice Piers—. De lo contrario, este pisosería aún más sórdido.

Asiento sin decir nada.—Fue la luz de Venecia, sabes —

dice Piers, casi para sí—. Pasamos unmes allí. Al principio le provocaba unosterribles dolores de cabeza, hasta que,de pronto, se le pasaron y comenzó aadorar la ciudad. Fue unos pocos díasdespués de que se nos ocurriera lafabulosa idea de formar el cuarteto. Fueidea de Alex, de hecho. —Vuelve abajar la vista hacia el mechero, y acontinuación, como molesto consigo,dice—: ¿Por qué sigo con eso?

—Me pregunto si el Maggiore

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continuará cuando todos hayamosdesaparecido uno tras otro —digo—.Después que seamos famosos ypeinemos canas, quiero decir.

—Eso espero —dice Piers—.Supongo que doce años es poco tiempoen la vida de un cuarteto, aunque a vecesse me hace un siglo. Bueno, el Takácstiene dos miembros nuevos, del Borodinoriginal solo queda el violonchelista, yen el Julliard ya no queda ni uno de losque lo fundaron. Pero siguen siendo loque eran.

—¿Igual que el hacha de GeorgeWashington? —sugiero.

Piers frunce el ceño, esperando unaexplicación.

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—Le han cambiado la pala dosveces, y tres el mango, pero todavía essu hacha.

—Ah, sí, entiendo… Ah, y otracosa: ¿recuerdas el quinteto deBeethoven, en el que querías tocar elprimer violín?

—No es probable que lo hayaolvidado, ¿no crees? —digo a ladefensiva.

—Supongo que no. Bueno, lo heestado pensando. O, mejor dicho, lo hereconsiderado. No quiero que vuelvan asurgir las tensiones que aparecieroncuando Alex y yo alternábamos elprimer y segundo violín.

—No. Estoy acuerdo.

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—Pero ser siempre el segundoviolín debe de parecerte un pocoagobiante. O frustrante. —Piers da unsorbo y se me queda mirando,convirtiendo su frase en una pregunta.

—No, la verdad es que no —digo,aunque no puedo evitar preguntarme silo creo de verdad—. Es, bueno, uninstrumento distinto del primero. Es unaespecie de camaleón, que pasa de lamelodía al acompañamiento, yviceversa. Es más…, bueno, yo loencuentro interesante. —Supongo que,después de todo, en buena parte estoyconvencido de lo que he dicho.

—Pero querías tocar el primerviolín en ese quinteto de cuerda —

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insiste Piers.—Eso era por una razón concreta,

Piers, y ya te lo expliqué. Ese quintetosignifica algo muy especial para mí.

—Bueno —dice Piers—, mipregunta es esta: ¿considerarías,querrías, te importaría tocar el primerviolín o el único violín cuando notoquemos estrictamente como cuarteto?—Al ver mi expresión de sorpresa,añade—: Por ejemplo, en un sexteto decuerda o en un cuarteto con flauta o enun quinteto con clarinete o algoparecido.

—Piers —digo asombrado—, creoque el vino se te ha subido a la cabeza.¿O has estado yendo al psiquiatra?

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—¡Nada de eso, te lo aseguro! —dice Piers con frialdad.

—Bueno, ciertamente no meimportaría, y podría considerarlo, perono estoy seguro de querer.

—Me parece una respuesta un tantocomplicada, y un poco contradictoria.

—No lo dudo. Lo que quiero decires que se trata de algo que se te haocurrido a ti, y no podemos decidirlosolo nosotros dos. A Billy y a Helen noles gustaría. Ya les causaba un trastornocuando os alternabais tú y Alex. Y en unquinteto o un sexteto de cuerda esprobable que les cause el mismo efecto.

—¿Y en un quinteto con flauta? ¿Oen un quinteto con piano, como La

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Trucha?—Eso sería un poco distinto, tienes

razón. Bueno, lo consideraré… Pero no,la verdad es que no lo consideraré. Meconformo con ser el segundo violín.

—¿Así que no tocarás La Trucha?—¡Eso sí! —digo enseguida.—¿Por qué? ¿Por otra razón

concreta?—No, más que eso. Quiero tocar con

Julia. Puede que sea una de las últimasveces que ella…

—¿Qué ella qué?—Que toque con otros músicos.—¿Qué quieres decir con eso? —

Piers me mira fijamente, desplegandosus dotes de discutidor para tirarme de

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la lengua—. ¿Es que tiene algúnproblema a la hora de tocar con losdemás?

—No, desde luego que no.—Michael, me parece que no eres

del todo sincero conmigo.—Lo soy. Lo único que te estoy

diciendo es que quiere dar un impulso asu carrera como concertista en solitario.Y eso implica tocar cada vez menos conotros conjuntos. Pero no sé exactamentecuándo va a dejarlo del todo. Nisiquiera sé si realmente va a hacerlo.

—¿Así que no disfruta con la músicade cámara? —dice Piers.

—No he querido decir eso —digocon vehemencia.

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—Bueno, pues ¿qué quieres decir?¿Qué le ocurre exactamente? ¿Qué lesucedió en el ensayo? Quiero decir, ¿esque de pronto pierde la concentración?¿Tiene un problema con esa pieza enconcreto? ¿O es por culpa de, bueno, tuamistad? Debes saberlo. O, al menos,debes tener una idea.

Intento esquivar esa salva nerviosa yagresiva.

—No lo sé, Piers —digo—. En todocaso, no habrá más problemas en elfuturo.

—Pero es un problema —dice Piers—. Empiezo a pensar que tenía quehaber hablado contigo antes de consentirque ella tocara con nosotros. Es obvio

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que sabes algo que los demás nosabemos. Somos un cuarteto, y uncuarteto se basa en la confianza mutua.Bueno, ¿qué es? Suéltalo de una vez.

Estoy acorralado. He mentidoporque me he visto obligado a hacerlo,pero he mentido, y Piers lo sabe.

—No puedo decírtelo hasta que lohaya consultado con Julia —digo porfin.

Piers me lanza una miradainquisitorial.

—Michael, no tengo ni puta idea dequé es, pero sí sé que me preocupa. Y esobvio que a ti también. Pero, sea lo quesea, tienes que decírmelo… y tiene queser ahora.

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—Tiene un problema de oído —digoen un tono casi inaudible, mirando alsuelo.

—¿Un problema de oído? ¿Qué tipode problema?

No digo nada. Estoy abrumado porlo que me he visto forzado a divulgar.Pero ¿no he sido yo quien ha abierto lagrieta que le ha permitido entrever laverdad?

—¿Y bien? —dice Piers—. Dímelo,Michael, o llamo a Lothar ahora mismoy lo averiguo. Hablo en serio. Voy allamarle ahora mismo.

—Se está quedando sorda, Piers —digo sin poder evitarlo—. ¡Pero, por elamor de Dios, no se lo digas a nadie!

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—Oh, ¿eso es todo? —dice Piers.Se ha quedado blanco.

—Sí, eso es todo. —Meneo lacabeza.

Es posible que Piers se hayaquedado perplejo, pero sé que me cree.

—Es la verdad, ¿no? Sí o no. Dimeuna sola palabra.

—Sí.—Es mejor que llamemos a Lothar

—dice sin perder la calma—. Esto es undesastre.

Se incorpora a medias. Le agarro delbrazo y casi le obligo a sentarse.

—No lo hagas —digo mirándole alos ojos—. Ni se te ocurra. No es undesastre.

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—¿Lo sabe Billy? ¿Y Helen?—Claro que no. No se lo he dicho.

Y nunca debería habértelo dicho.—Deberías habérnoslo contado

antes —dice Piers con una nota dedesdén en la voz—. ¿Cómo has podidoocultárnoslo? Nos lo debes… y a titambién.

—No me digas lo que te debo —lerespondo furioso—. He traicionado laconfianza de Julia al contártelo. Diossabe que quizá nunca me perdone porello. Nunca tuve intención de contártelo.Solo espero que eso la ayude de algúnmodo…, quiero decir, si todos nosotrosnos damos cuenta de cuándo debemosdarle la entrada, y dónde hemos de dejar

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que ella dirija…—O sea, que vamos a tocar a

trompicones, ¿no es eso?—Ella tocará maravillosamente. Os

dejará atónitos, a ti y a los buenosburgueses de Viena, y Billy invocará elespíritu de Schubert para que nosbendiga, a todos nosotros.

—¿Incluyéndome a mí, elobservador silencioso?

—Incluyéndote a ti, pues sabrá loque has sacrificado.

—En estos momentos no me pareceun gran sacrificio —dice Piers conironía.

—Ya verás cómo te lo parece —digo con ardor.

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Estoy esperando que haga algúncomentario mordaz referente a Julia,pero me sorprende con estas palabras:

—Bueno, yo también lo deseo. Pornosotros y por el espíritu de Schubert.—Reflexiona unos segundos, con unacalma casi desasosegante—. Quizá meenfadé con Nicholas porque La Truchame provoca sentimientos encontrados.Es una pieza tan curiosa… Tiene tantasparadas y arranques, y tantasrepeticiones…, pero me gusta deverdad. Parece absurdo que Schuberttuviera veintidós años cuando lacompuso.

—También podríamos dejarlo —digo.

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Después de un silencio más o menoslargo, Piers dice:

—Bueno, sí, eso es lo que pensédurante mucho tiempo. Pero ahora hedejado de pensar que todo lo que no seacrear una obra maestra es absurdo. Essolo que cuando me paro a pensar quéhago en este rincón de la galaxiasiempre me hago dos preguntas: ¿vale lapena hacerlo o no? Y: ¿vale la penahacer esto o es mejor que haga otracosa? —Calla un instante, y acontinuación dice—: Y supongo queacabo de añadir otra: ¿vale la pena quelo haga otro antes que yo?

—Te entiendo, Piers. Gracias portodo. Desde el fondo de mi corazón.

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Piers levanta su vaso con unaexpresión seria.

—¿Y desde el fondo de tu vaso?Asiento, y brindo con él gravemente.—Imagino que te sorprende que no

haya dicho que lo siento por Julia.—No, no me sorprende —respondo,

tras considerar la cuestión unosmomentos.

Lo que me sorprende es habertraicionado tan de repente la confianzade Julia, el que, de manera nopremeditada, casi haya maquinado misrespuestas para librarme —y a ella, nodejo de decirme, esperando que seacierto— del peso de ese secreto. Perosin permiso, sin licencia, ¿cómo he

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podido hacerlo? Le he hecho prometer aPiers que no se lo contará a Helen ni aBilly… a condición de que yo se locuente mañana.

4.22

Le mando un fax a Julia nada más llegara casa. Esta vez me ahorro la chistosaparodia del estilo burocrático, y leremito la frase desnuda de que hemos devernos urgentemente mañana por lamañana. Aun cuando solo tenga diezminutos, ha de venir a casa.

Julia aparece. Intuyo que acaba dedejar a Luke en la escuela. Esta vez,cuando nos besamos, sabe que algo va

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mal, pues se aparta de pronto parapreguntarme qué me preocupa. Tiene unahora libre, pero sugiere que dediquemosenseguida los diez minutos de urgencia aese asunto.

—Lo sabe, Julia. Tuve quedecírselo.

Me mira con una expresión casi deterror.

—Se lo dije ayer por la noche…, nopude evitarlo. Lo siento.

—Pero yo estuve con él ayer por lanoche —dice Julia.

—¿Con quién?—Con James.—No, no… Me refería a Piers.

Intuyó que pasaba algo raro.

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—Pero… ¿de qué me hablas,Michael? Si Piers lo sabe, ¿qué más da?¿A qué tanta urgencia? —Comienza arelajarse, aunque aún se la ve perpleja.

—Hoy tengo que decírselo a Billy ya Helen. Por eso quería hablar primerocontigo.

—Pero, Michael…, no loentiendo…, ¿qué fue lo que le dijiste,exactamente?

—Bueno, lo de tu problema de oído.Cierra los ojos, consternada.—Julia, no sé qué decir…Pero aún tiene los ojos cerrados. Le

cojo la mano y me la pongo en la frente.Al poco abre los ojos…, pero ahora nome mira a mí, sino a algo que hay detrás

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de mí, perdido a lo lejos. Espero a quehable.

—¿No podías haberlo habladoconmigo antes? —dice por fin.

—No pude. Me lo preguntó aquemarropa. Era una cuestión deconfianza.

—¿De confianza? ¿De confianza?—No podía mirarle a la cara y

seguir mintiendo.—¿Y qué te crees que hago yo

respecto a lo nuestro? No me resultafácil. Solo que la alternativa es peor.

Le explico qué ocurrió y cómoocurrió. Le digo que posiblemente lesirva de ayuda: si como resultado deello le marcan las entradas, le ofrecen

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comprensión y ayuda. Sé que todo lo quedigo es una patética manera deexculparme.

—Es posible —dice Julia, máscalmada—. Pero, a la larga, ¿crees quelos que lo sepan querrán tocar conmigo?¿Qué puedo responder?

—Te he perjudicado —digo—. Losé. Lo siento.

—No soy estúpida, Michael —diceal cabo de unos momentos—. Tarde otemprano tenía que saberse. Mi padresolía contarme que en el mundoacadémico no había manera de guardarun secreto, pero el mundo musical espeor. Puede que, aparte de Lothar, yahaya alguien que lo sepa o lo sospeche.

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He procurado crearme una reputación deexcéntrica a fin de ocultar las cosas.Pero todo esto ya no tiene objeto.

—Les haré jurar que mantendrán elsecreto.

—Sí —dice en un tono agotado—.Hazlo. Ahora debo irme.

Si nadie quiere tocar con ella, habréprecipitado lo que yo más temía. ¿Cómovoy a decirle ahora que tocaré con ellaen La Trucha? Este no es el momento.Pero si no es ahora, ¿cuándo?

—Quédate un poco más. Déjamehablar contigo, Julia.

—¿Y el contrabajista? ¿El amigo deBilly? —dice.

—No sé.

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—Debo irme.—¿Qué vas a hacer?—No lo sé. Dar un paseo.—¿Por el parque?—Supongo.—¿No quieres que te acompañe?Niega con la cabeza. Esta vez ni

siquiera espera el ascensor, sino queempieza a bajar los numerosos tramosde escalera.

4.23

Helen, Billy y yo nos encontramos en uncafé que hay cerca de mi casa. Helentiene obras en su piso, y yo no sugieroque nos veamos en el mío, que, por el

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momento, aún está habitado por elfantasma de ese último encuentro. Hedecidido contárselo a los dos juntos. Medisculpo con Billy por el lugar y lorepentino del encuentro, pero dice quede todos modos tenía que bajar alcentro. Decírselo por separado habríasido insoportable: quiero pasar el maltrago cuanto antes.

En cuanto nos traen el café les digolo que tengo que decirles. Al principio,ninguno de los dos se lo cree. Helen casiparece sentirse culpable. Billy meinterroga exhaustivamente acerca decómo influirá eso en su interpretación.Les digo que se lo he contado a Piers,pero que nadie debe saberlo. Helen

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asiente. Es obvio que está consternada,que siente compasión por Julia. Billydice que se lo dirá a Lydia, pero a nadiemás.

—Por favor, Billy —digo—. Nisiquiera a Lydia.

—Pero no hay secretos entrenosotros —dice, y añade, sin irritarse—: Eso es el matrimonio.

—Diantre, Billy, no me interesasaber qué es el matrimonio. Este no esun secreto que afecte a vuestromatrimonio. Os estoy confiando sufuturo en la música. ¿No te parece queLydia lo entendería?

Billy no dice nada, pero parecepasmado.

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—¿Y el contrabajista, tu amigo Ben?—Será imposible ocultárselo —dice

Billy, reponiéndose de su pasmo paratratar el asunto que tenemos entre manos—. Es listo. Y no es tanto la manera detocar de Julia, sino nuestra probableactitud hacia ella. Déjamelo a mí. Y no,no se lo diré a Lydia. En cualquier caso,procuraré evitarlo.

—De todos los conciertos, tenía queser este —dice Helen—. Y de entretodos los lugares, el Musikverein. ¿Quévamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?No es que no lo lamente muchísimo porella.

Billy dice:—Bueno, tenemos cuatro opciones:

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podemos anular el concierto. Podemosintentar encontrar a otra personainmediatamente. Podemos seguiradelante y no decírselo a nadie. Opodemos eliminar La Trucha y tocarotra pieza con la autorización de ladirección del auditorio. Personalmente,creo que deberíamos hacer otro ensayo yver cómo va. La última vez fue todobastante bien, a excepción del curiosofallo del scherzo. Sin embargo, es unmisterio que ya se ha aclarado. ¿Quédice Piers?

—Piers no va a tocar La Trucha —digo—. Tocaré yo.

Helen y Billy me miran atónitos.—Y yo digo que sigamos adelante

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—añado—. De hecho, debemos seguiradelante. Tengo el presentimiento de queva a ser un concierto extraordinario.Creedme, asombraremos a los vieneses.Sé que esa noche nada puede salir mal.

4.24

Le mando un fax a Julia con noticiasreferentes a La Trucha. Es la únicamanera de decírselo antes del ensayo.No hay tiempo de concertar una cita, niaun cuando ella quisiera verme. Norecibo contestación.

Nos vemos en el ensayo. Llevo díaspracticando, y poseo esa serenidadexterior de alguien agarrotado por el

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nerviosismo. Ella me saluda con lacabeza, sin especial afecto. Quizáintenta mantener una distancia igual yequilibrada entre ella y cada uno denosotros. Ben Flath —presumiblementepor consejo de Billy— ha vuelto sucontrabajo ligeramente hacia el piano,para que ella pueda ver mejor elmovimiento de sus manos. La hondavibración del contrabajo le es de granayuda. Y también los exageradosmovimientos de la cabeza de Billy, y susgestos con las cuerdas al aire, que ahorale parecen totalmente justificados. Todaesta representación visual habrá quemitigarla un poco cuando ensayemos enViena, pero aquí resulta de ayuda.

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Tocar con ella, de hecho, al igualque tocar La Trucha, que solo heinterpretado una vez —y eso fue enManchester, hace años—, es como unsueño hecho realidad. Sin embargo, apesar de toda la felicidad que transmitela pieza, hay algo tenso y extraño ennuestra manera de tocar. Cuandoejecutamos largos intervalos, hay pocosproblemas. Pero cuando ejecutamos lapieza casi compás a compás, Piers,como espectador, con tacto y capacidadde análisis, y casi sin exagerar supronunciación ni sus gestos, ayuda aexplicar lo que quizá ella no ha captadoa través de ese residuo de sonido queaún alcanza sus nervios.

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Al principio me sorprende que Piersasista a todo el ensayo. Después detodo, ha renunciado a tocar su parte.Pero no intenta ejercer un controlabusivo, sino que actúa como consejeroexterno, en una situación sin precedentespara nuestro cuarteto y para Julia: unasituación en la que hay un conocimientomutuo de su déficit físico.

A pesar de la frialdad que Juliamuestra hacia mí, al final del ensayotengo la sensación de que nos hemosapartado de un precipicio.

Pero cuando Piers dice: «Creo quedeberíamos ensayar otra vez antes de ira Viena», todo el mundo asiente,incluido el servicial Ben.

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4.25

Ensayamos una vez más. En esta ocasióntodo va bien. La monótona vibración delcontrabajo va sincronizada con el pulsode Julia. Pero en cuanto hemos tocado,se marcha después de dirigirme apenasun par de palabras: las mismas que a losdemás.

No sé qué me da miedo de todo esto.¿Ha disminuido su confianza en mí, onecesita tiempo para estar sola y hacersecon la pieza? Hace días que no sé nadade ella. El timbre no suena; no meescribe. Todo esto corroe la serenidadque había alcanzado. Pienso en ella

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constantemente.Las noches son frescas, los días

soleados y primaverales. El verde quehabía en la parte inferior de los árbolesse ha extendido hacia las copas, y, en elparque, la amplia y clara vista que tantome gustaba del lago y de la parteinferior de la loma, a través de retículasde ramillas desnudas, ahora la enturbianhojas recientes. El mundo está en flor, ysi me siento irritado o triste se debe a lasensación, más tensa cada día que pasa,de que no puedo compartirlo. Pero casiestamos en mayo, y subiremos a eseavión.

Por fin me manda una nota: ¿puedo ira comer pasado mañana? A James le va

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bien: es domingo, el día de descanso,las acciones y el mercado tambiénnecesitan reposar. Pero también dice queme ha echado de menos. Es mejor quevaya a almorzar, pues Luke no se habráido a la cama, y a él también le gustaríaverme. Todos me envían sus saludos.

Estas son sus primeras palabrasauténticas, pero ¿qué significan? ¿Porqué he de conocerle ahora? ¿Por quécorrer ese riesgo? ¿Es lo que ellaquiere? ¿Han de atarme y azotarme porlo que he hecho? No conozco a James;sin embargo, todos me envían sussaludos. ¿Qué puedo decir?

Todos ellos: marido, esposa, niño,perro. Desde mi elevada guarida,

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contemplo el mundo. Diré que sí, claro;y procuraré fingir, lo mejor que sepa, lacalma que no siento. No hay que herir aaquellos que Julia ama. Pero sé queestas cosas no se me dan bien: si por mífuera, no iría. Encontraría alguna excusa,aduciría un compromiso anterior, quetengo trabajo, para evitar ese encuentro.Pero hace mucho que no la veo. Si es unriesgo, es mi riesgo, y, me guste o no, meaferró a esa oportunidad. Lleno dedesasosiego, le mando una notadiciéndole que estaré encantado de ir.

4.26

Tengo un dolor que me palpita tras el

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ojo izquierdo. Las campanas de laiglesia que hay cerca de mi casa tañenen sol. Es el día de mi almuerzo en casade Julia. Me afeito con cuidado. ¡Cuántaduda hay en estos ojos!

¿Qué sabe James Hansen? ¿Cuántole habrá contado Julia, por ella, por él?Nuestra separación en Viena, hacemuchos años, fue un trago amargo paraella. De no haber podido superar todo loque sufrió su corazón, ¿se lo habríacontado? ¿Y qué habrá sentido él, alsaber que no fue el primer elegido, laprimera opción?

Pero ¿por qué iba él a saber nada denuestro pasado? Yo soy uno de susamigos del mundo de la música; un

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colega de hace muchos años, de laciudad donde él la conoció. Ella no meha hablado de su noviazgo, de si ibanjuntos a Mnozil’s, a Lier’s, o al CaféMuseum, si esas zonas, tan íntimas paranosotros, admitieron a un intruso, o sievitó especialmente esos lugares. ¿Porqué iba a hablarle de mí, de nuestrosencuentros en habitaciones grises, denuestra despedida en una mesa bajo loscastaños?

¿Qué secretos se mantienen trasnueve años de matrimonio?

¿Y si James y yo no nos caemosbien? ¿Y si él me cae bien?

Fue él quien la convenció de volvera tocar, algo que cualquiera que la haya

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oído le tiene que agradecer. ¿Cómopuedo desear conocerle? ¿Es que ella nose da cuenta del peligro?

¿Por qué quiere que nos conozcamosen su casa? Su primera y larga cartahablaba de ventanas, pianos, jardines:ella conoce mi estilo de vida y miespacio; ¿no debería yo conocer lossuyos? ¿Pero por qué unificarexistencias dispares: su vida conmigo,su vida con él? ¿O es que mi visitamitigará nuestra culpa? ¿O disipará lassospechas que pueden haber surgidocuando Luke habla de mí? ¿O acaso ellasabe que lo nuestro no puede funcionar?¿Soy yo mismo una de esas cartas que sedejan a la vista de manera

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intencionadamente no intencionada, paraque las cosas, aun cuando no se digancon claridad, queden sobrentendidas?

¿No podría ponerme enfermo? Peroentonces no la vería: oler el suaveperfume que lleva, o dragar la memoriaen busca de ese almizcle más secreto.Dice que me echa de menos. Debe deser cierto. Recorro las plazas de casasblancas y las calles que me llevan a sucasa.

4.27

Él abre la puerta, no ella.—Hola, soy James. ¿Tú eres

Michael? —Me estrecha la mano, sonríe

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afable.Asiento.—Sí. Encantado de conocerte.Es más bajo que yo, y más recio.

Bien afeitado, ojos azules, como los deella, pelo claro. El pelo negro de Lukedebe de ser un residuo de sus ancestros.Tiene acento de Boston, y no se molestaen sonar más inglés.

—Entra. Julia está en la cocina.Luke está fuera, en el jardín. Me hadicho que os conocéis.

—Sí.—Bueno, quiere proponerte unos

cuanto acertijos… ¿Te encuentras bien?—Me duele un poco la cabeza. Se

me pasará.

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—¿Tylenol? ¿Nurofen?¿Paracetamol?

—No, gracias. —Le sigo hasta lasala de estar.

—Bueno, ¿qué quieres beber? Nome digas que vas a tomar zumo denaranja. ¿Un vaso de vino? ¿Un martini?Te prepararé uno que hará que se te paseel dolor de cabeza en un santiamén.

—Bueno, pues un martini.—Bien. A mí me gusta el martini,

pero a Julia no. Ni a ninguno de susamigos. Ni a nadie, en este país.

—Entonces, ¿por qué me hasofrecido uno?

—No desespero de encontrar aalguien que le guste. ¿Has estado en los

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Estados Unidos?—Sí. De gira.—Y te llevas a Julia a Viena dentro

de una semana.—Eso es. Me la… Nos vamos.—Eso está bien. Necesita un

descanso.—No es exactamente un descanso —

digo, sintiéndome (y esforzándome porno expresarlo) extrañamente ofendidopor ese comentario—. Es mucho trabajopara ella. Lo sería para cualquiera. Perocon su sordera…

—Sí —es todo lo que contesta. Sepone a prepararme el martini. Al cabode unos momentos me dice—: Julia esincreíble.

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—Es algo en lo que todos estamosde acuerdo.

—¿Cómo está tocando?—Mejor incluso que entonces.—¿Qué entonces? ¿A cuándo te

refieres?—A cuando estábamos en Viena —

digo, contemplando, a través delmirador del salón, el plátano sin hojasque no parece haberse enterado de queestamos en abril.

—Desde luego —dice James Hansen—. Aquí tienes, agitado, pero no batido.Me temo que no soy demasiado exigentecon los martinis.

—Yo tampoco —digo tomando lacopa—. Es la ventaja de no ser un

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experto. Lo que siempre me ha intrigadoes la aceituna. —¿Qué tonterías estoydiciendo? Veo una fotografía de boda,una foto del padre de Julia con un niño(supongo que es Luke) en brazos.Fotografías, cuadros, libros, alfombras,cortinas, cojines: una habitaciónbastante poblada de objetos, una vidasólida como una roca.

James Hansen se ríe.—Bueno, es interesante lo que dices

—afirma—. En el mundo de la bancavale la pena ser un experto. Pero en elmundo de las artes puede ser unadesventaja. Si no distingues lo bueno delo malo, disfrutas de muchas más cosas.

—No hablas en serio —digo.

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—No, la verdad es que no —diceimperturbable.

¿Es este el hombre que se ha casadocon Julia? ¿Es este el hombre queduerme con ella cada noche? ¿Por quéestoy intercambiando chanzas con él?

—Bueno —dice—, ¿esperamos aque Julia salga o vamos a ver qué hace?Caroline, nuestra asistenta, tiene el díalibre, y Julia ha decidido preparar unaespecie de estofado, que es lo que sueleguisar cuando no quiere pasarse muchorato en la cocina. Quizá no ha oído eltimbre.

La cocina está en el sótano, que da aun jardín. Luke corretea por él, y Juliaestá girando uno de los botones del

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horno cuando, vasos en mano, llegamosal pie de las escaleras.

—¡Luke!—¡Papá! Buzby ha estado

persiguiendo al gato de Mrs Newton, yella… ¡Ah, hola!

—Hola, Luke… Hola, Julia —digo,pues Julia se ha vuelto y nos sonríe.

Nunca había visto a Julia ejerciendode ama de casa. Hijo, marido, unaenorme y sólida cocina, se ven lascamelias color crema del jardín,cacerolas de cobre que cuelgan deltecho, delantal, cucharón. Todo eselustre me turba.

—¿Dónde está Buzby? —le preguntoa Luke, sintiendo un repentino vacío en

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la mente.—En el jardín, por supuesto —dice

Luke.—Bueno, todo está a punto —dice

Julia—. Pero, antes de comer, deja quele enseñe el jardín a Michael. ¿Teimporta poner la mesa, cariño?

Se quita el delantal, abre la puerta yme lleva a su parcela privada, tras lacual está el jardín comunitario en medialuna. Estamos solos.

Durante unos minutos habla de susplantas: tulipanes, rojos y dorados,algunos ya abiertos; profusos alhelíespardos y amarillos; algunospensamientos, castaños y púrpura, queaún resisten; y, oh, por supuesto, unas

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increíbles camelias tardías.Él, por tanto, es su «cariño». Yo soy

un invitado: tolerado o bien recibido,poco importa. Mi anfitrión es laexquisita Julia…, Julia y James, unadeliciosa pareja…, hechos el uno parael otro, sí, incluso sus monogramashacen juego…, una deliciosa aportacióna nuestra pequeña comunidad, aunque éles americano, como probablementesabéis.

Julia sigue mi mirada hasta la viejaglicina que hay en la pared, cuyosracimos de flores abarcan todas lasfases de la vida, desde el nacimientohasta la marchitez; las abejas zumban asu alrededor. ¿Hasta qué punto un jardín

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es su sonido, inaudible para los sordos:nuestros pasos en la gravilla, el ruidodel agua en la pequeña fuente, el cantode los pájaros, el zumbido de lasabejas? ¿Hasta qué punto unaconversación puede leerse en los ojos?

—Yo no les conocí —está diciendoJulia—. James vino y se encargó detodo; yo estaba pasando por un malmomento. Era de una familia que habíavivido aquí veinte años.

Asiento. Callo porque no me fío demí mismo. Me siento medio ido. Veinteaños. Midámoslos en pilas de fotos, engestos escolares, en comidascompartidas, en las suaves delicias dellecho compartido, en las épocas

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difíciles compartidas, en los nudos de laglicina. Midámoslo según el patrón de laconfianza, demasiado pesada para pesaruna onza.

—Esa fragancia de limón y jazmíntan fuerte viene de esas pequeñas floresblancas de ahí. Quién lo diría, ¿verdad?

—Oh, creía que eras tú.Julia se sonroja.—¿No son preciosas? —pregunta,

señalando ahora las camelias colorcrema—. Se llaman Jury’s Yellow.

—Sí —digo—. Deliciosas.Frunce el ceño.—Lo curioso de las camelias es que,

cuando están a punto de morir, no teavisan con tiempo. Si les falta agua, no

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se pasan unos días languideciendo, paraque veas que sufren; simplemente, semueren.

—¿Por qué me has hecho venir?¿Por qué?

—Pero, Michael…—Me estoy volviendo loco. ¿Por

qué tenía que conocerle? ¿No te dabascuenta de lo que ocurriría?

—¿Por qué has aceptado, si es asícomo te sientes?

—¿De qué otra manera podía verte?—Michael, por favor…, por favor,

no hagas una escena. No vuelvas afallarme.

—¿Qué no vuelva a fallarte?—James viene hacia nosotros… Por

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favor, Michael.—La comida está en la mesa, cariño

—dice James Hansen mientras se acerca—. Siento interrumpir vuestro paseo,pero me muero de hambre.

La comida pasa casi sin darmecuenta. ¿De qué hablamos? De quenormalmente no invitan a más de dospersonas a la vez, pues a Julia se le hacedifícil seguir la conversación. De quehan suprimido el apio de las comidasporque Julia no podía oír a nadie cuandoella o ellos lo masticaban. Del granizode hace dos semanas. De las clases demúsica de Luke. De la asignatura quemenos le gusta en la escuela. De lasituación en Inglaterra y los Estados

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Unidos. De la diferencia entre losStenways alemanes y los americanos.De algo relacionado con las actividadesbancarias. Ni siquiera recuerdo cuál fuemi pregunta, ni por qué, interesándometan poco por el tema, la formulé. Sí,estofado de cordero. Sí, delicioso. Oh,¿financiáis proyectos? Cuscús…, meencanta, sí.

Su marido es un hombre perspicaz,un hombre inteligente, con carácter, noes la imagen que yo tenía de un banquerode la Costa Este. No entiendo cómo nose da cuenta; pero, si lo supiera, ¿semostraría tan sereno y cordial? Pudín dearroz con pasas. Mamá oso, papá oso yel pequeño osito toman su comidita.

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Siento un odio que me embota por esehombre tan decente.

—La abuela vendrá dentro de unasemana. Prepara un pudín de arroz aúnmejor que este —dice Luke—. Pone máspasas.

—¿Ah sí? —dice Julia.—Pensé que estaría en Viena para

nuestro concierto —digo.Luke se echa a reír.—Esa es la otra abuela —dice.¿Qué estoy haciendo aquí? ¿No es

una temeridad? ¿O la verdaderatemeridad fue que ella viniera a vermeal camerino del Wigmore? ¿Soy unaespecie de alga en esta roca?

—Supongo que volaréis juntos —

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dice James.—Bueno, en el mismo vuelo —

contesto—. Nuestra agente consiguió unsexto billete porque hubo unacancelación.

—¿Os acompaña en vuestra gira?—No, no nos acompaña.—Vais a tocar en un gran auditorio,

¿no? —dice James—. Según Julia, tienela mejor acústica del mundo. Hemosestado varias veces. El sonido mepareció muy bueno.

No digo nada.—Tocaremos en la sala pequeña,

cariño, la Brahms-Saal —le dice Julia asu marido—. No creo que hayamosestado nunca en esa sala.

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—¿Y para quién es el sexto billete?—pregunta James.

—Para el violonchelo de Billy —digo. Es admirable lo bien que controlomi voz.

—¿Quieres decir que ocupa unasiento con los pasajeros?

—Sí.—¿Y le dan caviar?Julia se ríe. Luke la imita un tanto

indeciso.—No en clase turista —digo.No, Julia, no he hecho una escena.

Pero ¿por qué estoy aquí? ¿Pretendeshervir mi corazón por lo que hice? Nome falta mucho para odiarte.

—¿También se pone el cinturón de

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seguridad a la hora de despegar? —pregunta Luke.

—Sí, creo que sí… Bueno, lo siento,pero debo irme.

—Pero si aún no has visto el restode la casa —dice Julia—. No has vistomi sala de música.

—Y no te he dicho mis acertijos.—Lo siento, Luke, de verdad que lo

siento. La próxima vez. Ha sido unacomida maravillosa. Muchísimasgracias por haberme invitado.

—Al menos, acábate el café —diceJames con una sonrisa.

Me lo acabo. Aunque podríanhaberme dado lejía y no me habríaenterado.

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—Bueno, ha sido un placer —diceJames. Le da la espalda a Julia paraañadir—: No siempre me ocurre con losamigos de Julia. Supongo que es un pocogrosero por mi parte decirlo. Bueno,espero que nos veamos pronto.

—Sí…, sí…Mientras nos acercamos a la puerta,

suena el timbre, un zumbido largo einsistente: un acorde de dos notas, unagrave, otra aguda. Julia parece darsecuenta.

—¿No esperamos a nadie, verdad?—pregunta James.

Una mujer muy bien vestida y unniño están en la puerta.

—… pasábamos por aquí en el

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coche y él insistió, y claro, estábamostan cerca que me pareció absurdollamarte por el móvil, y además, dicenque es tan peligroso utilizarlo mientrasconduces… Ah, hola —dice,mirándome.

—Hola —digo. Me resulta familiar,pero con ese latido que tengo detrás delos ojos me resulta imposibleconcentrarme.

El jardín en media luna da a unacalle con bastante tráfico.

¿Quién puede viajar en los dossentidos a la vez? Las cosas son muysencillas: todo florece demasiado tardeo demasiado pronto, y el banco haintervenido y se ha quedado con todo.

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Luke contará veinte, cuarenta, sesentaaños en las pasas del pudín de arroz. ¿Aquién pertenecen estas prerrogativas, lashistorias secretas de esta camaleónicapalabra: amor? ¿Qué tiene que ver esehombre con Viena? Ahí, el menos,nosotros también tenemos un pasado.Allí ningún extraño nos puede ponerlímites. Él pasaba por allí, eso fue todo,pero la ciudad nos pertenece.

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Quinta parte

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5.1

Billy y su violonchelo ocupan asientoscontiguos en el vuelo de última hora dela tarde. A su lado se sientan Piers yHelen. Cuatro filas más atrás estamosJulia y yo; ella junto a la ventanilla, yojunto al pasillo. Hace un rato estabaleyendo. Ahora se ha adormilado.

Una azafata de las Líneas AéreasAustríacas pasa junto a nosotros con unabandeja de bocadillos envueltos enservilletas de papel de color.

—Los de color crema son de queso,los demás de salmón —diceofreciéndomelos.

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—¿Perdón? —digo; me cuesta oírlaa causa del ruido del avión. No veonada ni remotamente parecido al colorcrema.

—Los de color crema son de queso,los demás de salmón —repite con unavoz de Dios-me-libre-de-este-idiota.

—No soy estúpido, ¿sabe? —le digo—. Hablo inglés. ¿Cuáles son los decolor crema?

—Estos —dice, con una expresióndesconcertada, pero señalando labandeja.

—¿Y qué es lo que tienen de colorcrema? ¿El relleno?

Me mira incrédula.—El papel, por supuesto… Oh, lo

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siento, señor, no me he dado cuenta deque era daltónico.

—Yo no lo soy. Usted debe de serlo.Estos que me señala son verdes.

Abre los ojos atónita, y, una vez hecogido un par de bocadillos, sigueofreciendo la bandeja a otros pasajeros.De pronto, se aleja corriendo pasilloabajo sin servir a nadie más.

—Todo el rato decía «verde» —diceJulia, que debía de estar despiertamientras manteníamos ese diálogo.

—En ese caso, ¿por qué no hasimpedido que me pusiera en ridículo?

—Creía que era yo la que teníaproblemas de oído. «Verde» y«crema[5]» no se parecen nada. En

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cualquier caso, ¿por qué has sido tangrosero con ella?

—¿Que he sido grosero?—Siempre que ves a alguien que

ejerce alguna autoridad te pones hechouna fiera. Con que lleve uniforme, essuficiente.

—¿Desde cuándo las azafatasejercen alguna autoridad?

—¿Has dicho las patatas?Me echo a reír.—Bueno, ríete si quieres —dice

Julia—. Pero es difícil leer los labios eneste ángulo y a esta distancia. Resultamás fácil en primera clase.

—Estoy seguro —digo—. No hacefalta que me lo digas.

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No nos hemos visto desde la comidaen su casa. Julia casi pierde el vuelo,pues ha recogido la tarjeta de embarquecuando ya subíamos al avión. Cuando seha apagado la señal de ABRÓCHENSELOS CINTURONES, la he visto sentadajunto a un hombre de pelo gris queestaba concentrado en los misterios delduty-free que aparecen en la revista quehay en la bolsa del asiento de delante.Le he preguntado si le importaríacambiarme el asiento. Mi esposa y yohemos sacado la tarjeta de embarquedemasiado tarde y nos han dado asientosseparados. Llamo a Julia «cariño» unpar de veces. El hombre es muy amable,y, cuando se ha marchado, Julia me ha

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dado a entender que estaba enfadada.Pero he decidido que el pasado

pasado está. Ahora vamos rumbo aViena. No pensaré en la noche en que lavi por primera vez, ni en las tristescircunstancias que me llevaron asepararme de ella. La tranquilidad delos cafés nos ayudará a recuperar lo queperdimos. Pero hemos emprendido esteviaje como músicos, no como amantes.

No hablamos de la comida en sucasa, a la que me obligó a asistir. Medice que se quedará en Viena unasemana o más, en casa de su madre,cuando los del cuarteto nos marchemos.Su suegra está en Londres, y ella cuidaráde Luke. Me dice que Maria nos ha

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invitado a comer mañana.—¿Nerviosa? —pregunto.—Sí.—¿Curioso, verdad? —digo—. ¿Te

acuerdas de que estuvimos a punto deconseguir una viola y un contrabajo paratocar La Trucha con nuestro trío?

—Maria quiere que vaya a Carintiacon ella.

—¿Puedes?—La verdad es que no.—¿No puedes decirle a tu madre que

te alojarás con nosotros en el hoteldurante estos cuatro días? Después detodo, tendrás más de una semana paraestar con ella.

Niega con la cabeza. Vuelve a cerrar

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los ojos. Parece cansada.¿Podríamos haber recuperado en

Londres lo que perdimos en Viena?¿Podremos recuperar en Viena lo quehemos perdido en Londres? Mispensamientos se diluyen en el tenuerugido del motor, y, más allá de la carade Julia, contemplo el cielo delatardecer.

5.2

Las nubes han desaparecido; llega lapuesta de sol, luego la noche. La nochees negra. Abrazada por una zona debosque negra como un lago, Vienaaparece ante nosotros: la enorme noria,

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una torre, cuadrículas doradas, aquí unaestribación plateada, allí una zona sinluz que no puedo identificar. Al fin,aterrizamos.

Julia y yo charlamos un rato mientrasel equipaje da vueltas y vueltas en lacinta transportadora. Todo resultademasiado extraño y familiar al mismotiempo. Hablo con Billy sin perder devista a Julia. Sus maletas lleganenseguida.

Mrs McNicholl ha venido a recogera su hija para llevársela aKlosterneuburg. Al cabo de unosminutos aparece Lothar para recibirnosy llevarnos al Hotel am Schubertring.Habla de cientos de cosas, pero no se

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me queda ninguna.Estoy demasiado inquieto para

dormir. A medianoche salto de la cama yme pongo algo de ropa. Cruzo los railesde los tranvías y entro en el centro de laciudad. Camino durante horas, de aquípara allá: aquí, donde sucedió tal cosa;allá, donde se dijo tal otra.

Soy incapaz de ver la ciudad comola vi antaño: con inocencia, conregocijada sorpresa. Para mí, sus formasson estados de ánimo. Alta, fría, depiedra maciza, espectral, pero tambiéngemütlich, amable, un corazóndesmesurado en un cuerpo truncado,Viena ahora está tranquila.

Still ist die Nacht, es ruhen die

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Gassen. Sí, tranquila está la noche, ysilenciosas las calles. Mis pasosrecorren las calles despobladas. Mispensamientos se extinguen uno a uno. Aeso de las tres vuelvo a la cama yduermo sin sueños… o, al menos, norecuerdo ninguno. Gute Ruh, gute Ruh,tu die Augen zu. Descansa, descansa,cierra los ojos y descansa.

5.3

A la mañana siguiente Julia viene alhotel después del desayuno, y los cinco,además de Lothar, vamos en coche hastael largo edificio del distrito cuarto quealberga la vieja fábrica de pianos

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Bösendorfer, además de sus oficinas,una pequeña sala de conciertos yalgunas salas de ensayo, de las queutilizaremos una. Normalmente, esteedificio está cerrado en domingo, peroLothar ha pulsado algunas teclas. Elconcierto es el martes, de modo que notenemos mucho tiempo para ensayar.

Petra Daut y Kurt Weigl, que van atocar con nosotros, ya están allí cuandollegamos. Ninguno de nosotros losconoce, solo su reputación, de modo queel rechoncho y simpático Lothar hace laspresentaciones.

Petra, la contrabajista de La Trucha,tiene la cara redonda, el pelo oscuro yrizado, y una fácil sonrisa que hace que

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sus rasgos, bastante vulgares, resultensorprendentemente atractivos. Demadrugada desaparece en el triángulo delas Bermudas, ya que como se gana lavida en realidad es tocando jazz en unclub nocturno. Lothar nos ha dicho que,sin embargo, goza de una excelentereputación como intérprete de músicaclásica, y que ya ha interpretado LaTrucha en un par de ocasiones.

Kurt, el segundo violonchelista en elquinteto de cuerda, es un hombre pálido,alto, educado, tímido y considerado ensus opiniones. Luce un pequeño bigoterubio. Su inglés es excelente, conesporádicos arcaísmos, como cuandoafirma que disiente firmemente de los

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críticos que consideran La Trucha unapieza merecedora de «prescindencia».Es muy amable por su parte, ya que él nova a interpretarla. Sabía que íbamos aensayarla primero, pero ha decididovenir a primera hora para acostumbrarsea nuestro estilo. Como resultado, sinembargo, Lothar ha tenido que contarlelo del problema de oído de Julia.

Petra hace semanas que lo sabe.Piers y Erica insistieron en que debíaenterarse lo antes posible. Según Lothar,se quedó callada un momento alteléfono, y a continuación dijo: «Tantomejor. Así no se enterará de lo mal quetoco.» Pero Julia está diciendo ahoraque el contrabajo es lo que oirá con más

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claridad. Los tres estamos de pie a unlado y comentamos cómo situarnos paraque Julia nos vea y nos oiga lo mejorposible. Me doy cuenta de que estaconversación supone un gran esfuerzopara Julia, que en estos últimos mesesha tenido muy pocas oportunidades deleer los labios en alemán. El problemaes que Petra, aunque hablamos en inglés,se pasa al alemán siempre que teme noexpresar bien algún matiz.

El lugar es espacioso y está desierto.Cuando entramos en nuestra sala deensayos, nos encontramos con quecontiene un enorme piano de cola rojo,decorado con unos dibujos abstractos depan de oro. Incluso el borde de la tapa y

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las alas tienen como adorno una línearoja, y las patas de latón están diseñadaspara que parezcan los pedales. Julia selo queda mirando con fascinadarepulsión.

—¡Qué elegante! —dice Petra.—No pienso tocar esta cosa —dice

Julia, lo que me causa verdaderasorpresa.

—¿Cómo lo sabes? Todavía no lohas oído —dice Petra.

Julia se echa a reír, y Petra parecedesconcertada.

—Bueno —dice Julia—, es como simi anciana tía decidiera ponerse unaminifalda roja y dorada para ir a su caféfavorito. Sería difícil mantener una

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conversación con ella mientras vavestida de esa manera.

—Creo que no te gusta el rojo —dice Petra.

—Queda bien en la máquinaexpendedora de refrescos que hay juntoal ascensor —dice Julia, señalando elvestíbulo.

—Sí —dice Helen de pronto—.Busquemos otra cosa. No he visto trastomás horroroso. Yo tampoco tocaría aSchubert en una viola decorada conlunares.

Por suerte, encontramos una sala deensayo vacía, de moqueta gris, en la quehay un clásico piano negro. Petra se hatraído su taburete plegable, que ahora

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abre y ajusta para que Julia pueda verlalo mejor posible. Comienza el ensayo.Tocamos la pieza entera casi sininterrupción.

Petra, inclinada hacia delante, conlos ojos cerrados, da un enorme énfasisa las síncopas del último movimiento, ya continuación toca con gran estridencialas corcheas retardadas.

Helen, sentada justo delante dePetra, deja de tocar y sé vuelve haciaella.

—Petra, creo que aquí habría quetocar más suave.

—¡Pero si es lo que he hecho! —dice Petra—. Se supone que hay quetocarlo suave. Así está en el original.

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—Me gusta el jazz —dice Helen—.Y estoy segura de que a Schuberttambién le habría gustado. Pero lo queescribió no era jazz.

—Oh —dice Petra—. Ojalátocáramos en el Konzerthaus. El públicodel Musikverein es tan burgués…Necesita que lo despierten un poco.

—Por favor, Petra —dice Helen—.No tocamos para aficionados al jazz. Essolo La Trucha.

Petra suspira; todos nos ponemos deacuerdo en que intente algo menos«innovador», y el movimiento continúa.

A pesar del nerviosismo de Julia ydel mío, la primera interpretación ha idobien. Lo que más me asombra es la

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manera como sigue el ritmo de Petra,que no lo marca, ni mucho menos de unmodo estrictamente mecánico. Sobretodo en el último movimiento, donde lostresillos del contrabajo crean un sonidogutural grave, fluido y poco claro, elpiano no pierde el compás, sino que sedesliza con exactitud y facilidad porencima de sus notas.

Le lanzo una mirada fugaz a Julia ycasi deja de tocar. ¡Qué bien toca! ¡Québien toca con nosotros! ¿Qué extrañaconjunción de destinos nos ha traídoaquí? La Trucha y Viena: ¿no son doscosas que tenemos pendientes? De vezen cuando se disipan mis dudas, y tengola impresión de observar la escena

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desde una perspectiva en la que elpasado, en contra de su costumbre, no esun tormento, sino una bendición, y dondetodo lo imposible parece posible denuevo.

5.4

Tocamos una vez más La Trucha ypasamos al quinteto de cuerda. Luego,tras devolver las llaves del edificio,salimos a la luz del sol.

En la tranquila y casi desierta calleque hay justo delante del edificio de lafábrica Bösendorfer hay un descampadovacío, cubierto de hierba y de dientes deleón, con sus cabezuelas de flores con

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vilanos. En medio, bajo una acacia llenade flores blancas, se yergue lainverosímil estatua blanca de un oso. Esde tamaño natural y está a cuatro patas,con la espalda un poco levantada y lacabeza gacha, por lo que parece másbien un perro grande y cariñoso.

Nuestros compañeros se marchan,pero Julia y yo nos quedamos. Cada unose agarra a una oreja del oso y hablamosde cómo ha ido todo.

—Sé que todo esto te ha costado ungran esfuerzo —digo—. Pero has tocadomuy bien.

—Ha sido uno de mis días malos —dice.

—Jamás lo habría imaginado.

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—El contrabajo ayuda.—Petra es una buena intérprete.

Aunque estoy de acuerdo con Helen enque…

—No me refería a eso —dice Julia—. Quiero decir que no creo quepudiera arreglármelas sin el contrabajo.Las cosas van a peor. ¿En cuántas piezasde cámara con piano hay un contrabajo?

Callo; a continuación digo:—Bueno, hay una de Dvořák… No,

estaba pensando en su quinteto decuerda.

Julia gira la cara. Sin mirarme, dice:—Esta será la última vez que toque

con otros músicos.—¡No puedes hablar en serio!

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No responde, pues ha decidido nover mi réplica.

Le cojo la mano, y ella se vuelvehacia mí.

—No puedes hablar en serio —digo—. No es posible.

—Sabes que sí, Michael. Tengo eloído destrozado. Si sigo con esto mevolveré loca.

—¡No, no! —No soporto oírle deciresto. Empiezo a dar golpes con lacabeza contra la corcova del oso depiedra.

—Michael, ¿has perdido la cabeza?¡Basta!

Paro de dar cabezadas. Me pone lamano en la frente.

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—No le he dado con fuerza. Loúnico que quería es que dejaras de decireso. No puedo soportarlo.

—¿Qué tú no puedes soportarlo? —dice Julia, con una nota de desprecio.

—Yo… no puedo.—Es mejor que vayamos a casa de

Maria o llegaremos tarde —dice Julia.Elude mi mirada hasta que subimos

al coche. Mientras conduce, no le dirijola palabra.

5.5

En la puerta de casa de Maria, nuestrotrío, de nuevo reunido, al principio nosabe qué decir. A continuación vienen

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los abrazos, los «cuánto tiempo», los«no has cambiado nada». Pero debajode todo ello están las veloces órbitas dela tierra, esa incómoda certeza de que enrealidad todo es muy diferente.

Aunque Julia y ella se han vistoalguna vez en estos últimos diez años,yo no he visto a Maria desde que me fuide Viena.

Un niño de pelo rizado castaño tirade ella para que vuelva a entrar.

—Mutti —grita—, Pitou hat michgebissen.

—Bess ihn —dice Maria secamente.Pero el pequeño Peter no tiene la menorintención de devolverle el mordisco alminino, de modo que su madre le

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examina la mano, declara que es muyvaliente, y le dice que no moleste al gatoo se convertirá en un tigre.

La cara de Peter muestraescepticismo. A continuación, al ver quele miramos, se esconde detrás de sumadre y luego entra corriendo.

Maria se disculpa por el hecho deque Markus, su marido, esté fuera de laciudad, pero dice que tiene una sorpresapara mí. Entramos en la cocina y nosencontramos a Wolf, mi colega el primeraño que pasé en Viena, que estápreparando una enorme ensalada. Sonríey nos abrazamos. Durante unos añosseguimos en contacto —se fue antes queyo—, pero no hemos sabido nada el uno

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del otro en los últimos cuatro años.También entró a formar parte de uncuarteto, aunque en su caso Carl Käll nopuso ninguna objeción a que renunciaraa su carrera de solista.

—¿Y qué haces aquí? —le pregunto—. ¿Acaso has venido a oírnos tocar?

—Tienes una marca roja en la frente—dice Wolf.

—Sí —dice Julia—. Un oso le haatacado. O mejor dicho, él ha atacado aun oso.

—Me di con una puerta —digo—. Omejor dicho, una puerta dio conmigo. Enuna hora se me habrá ido.

—Espero que no lo digas porexperiencia —dice Julia antes de irse a

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hablar a solas con Maria.—No puedo asistir a vuestro

concierto —dice Wolf—. Vuelvo aMunich mañana.

—¡Qué lástima! —digo—. Entonces,¿qué haces aquí? ¿Tocas con tu cuarteto?

—La verdad es que ellos no sabenque estoy aquí, pero pronto loaveriguarán —dice Wolf—. Por elmomento es más o menos un secreto.Estoy de prueba con el Traun comosegundo violín.

—¡Eso es increíble! —exclamo.El Traun es uno de los cuartetos más

famosos del mundo; todos sus miembrostienen más de cincuenta años, y ya teníanuna sólida reputación en Viena cuando

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éramos estudiantes. Casi no me imaginoa mi buen amigo Wolf entre ellos.Recuerdo a su violonchelista, unmagnífico intérprete, aunque detemperamento peculiar, pues era tantímido que nunca miraba a nadie a lacara. Cuando nos conocimos, tras unconcierto, se comportó como si temieraque yo, un humilde estudiante, fuera ahacer una crítica despiadada de suinterpretación, algo tan increíble que alprincipio pensé que me estaba tomandoel pelo.

—Ha sido de lo más curioso —diceWolf—. Nuestro cuarteto está a punto desepararse. Dos de nosotros no podemossoportar a los otros dos, algo

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irremediable. Me enteré de que el Traunbuscaba a un segundo violín, puesGünther Hassler había decididoretirarse, así que les escribí. Mehicieron una prueba, y me tuvieron unpar de horas tocando diferentesfragmentos y piezas, y aquí estoy.Quieren que dé un par de conciertos conellos, de prueba, dentro de un par desemanas. No tengo muchas esperanzas,todos ellos me infunden un respetotremendo, y sé que han probado a otrosmúsicos, pero, bueno, nunca se sabe…Maria me dijo que vais a tocar LaTrucha. ¿Y qué más?

—Empezaremos con elQuartettsatz, y luego tocaremos el

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quinteto de cuerda.—Todo Schubert, ¿eh? Menudo

programa.—¿Crees que es demasiado?—No, no, no, en absoluto. ¿Cómo es

que eres tú el que toca en La Trucha?Le cuento que fue idea de Piers.—¡Qué distinto de nuestro primer

violinista! —dice Wolf, impresionado—. Un gesto muy noble. De verdad.¿Sabes qué deberías haber hecho paracorresponderle?

—¿Qué?—Sugerirle que sustituyerais el

Quartettsatz por el más extenso de losdos tríos de cuerda. Tiene más o menosla misma duración, y tu primer violinista

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habría aparecido sin ti. Eso os hubieradado el mismo protagonismo.

Me lo pienso unos segundos.—Ojalá se me hubiera ocurrido —

digo—. Pero él, probablemente, habríarespondido que debíamos tocar, almenos, una pieza como cuarteto.

—Un tipo simpático.—Bueno, no exactamente simpático

—digo— pero quizá un buen tipo.—¿Y qué es lo que me han contado

de Julia? —pregunta Wolf bajando lavoz.

—¿Qué te han contado?—Maria ha sido muy discreta, me ha

dado muchas evasivas, o sea que algoocurre.

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—¿Quieres decir entre Julia y yo?—Oh, ¿eso es todo? —pregunta

Wolf, decepcionado—. Cualquiera sedaría cuenta. Bueno, ¿hay algo más?Quiero decir, ¿algún misterio?

—No…, no, que yo sepa.—Julia tiene una gran reputación en

Alemania, ya sabes, aunque no seprodiga, esa es la verdad. Tocó enMunich hará un par de años. Alguien mellevó a verla, y descubrí que era ella…¿Es la primera vez que tocas en elMusikverein?

—Sí.—¿Nervioso?—Bueno…—No lo estés. Ya no se puede hacer

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nada. ¿Por qué preocuparse entonces?¿Vas a tocar todas las corcheas de laprimera variación? —Wolf, chillandolas notas, hace una imitaciónridículamente exagerada de undesesperado violinista subiendo ybajando por la cuerda del mi y fallandocasi todas las notas agudas.

—¿Qué quieres decir con si voy ahacerlas? ¿Tengo elección?

—Claro. En una de las fuentes noaparecen esas corcheas. En todo caso,son bastante absurdas.

—Demasiado tarde: las tengo en lacabeza y en las manos.

—Una vez la oí tocar así —diceWolf—. Sonaba mucho mejor…, pero,

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claro, todos pensarán que el violinistase ha rajado… ¿Cómo va tu sostenuto?Sostener, sostener, sostener —dice Wolf—. ¿Sabes que está enfermo, verdad?¿Has hecho las paces con él? Noesperes a que se muera.

—Anoche di un paseo por la ciudady pensé en él.

—De bar en bar.—No iba contigo.—Bueno, ¿y?—Y nada. Simplemente pensaba en

él. Y en cientos de otras cosas.—Hace unos meses tocamos en

Estocolmo, y Carl vino al camerinodespués del concierto —dice Wolf—.Tenía muy mal aspecto… Fuiste

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demasiado intolerante con él.—¡Que yo fui intolerante con él!—Exacto —dice Wolf, que nunca

acabó de tener claro si Carl era unpayaso o un sabio.

No explica por qué lo ha dicho, y yono le pregunto. Años atrás, Julia me dioa entender algo parecido. Pero ¿cómo sepuede luchar contra los impulsos denuestra mente? Ya no podía seguirtocando el violín bajo la mirada de CarlKäll: me resultaba tan imposible comosi me hubiesen aplastado los dedos. Enaquella época me sentía desvalido…,como debe de sentirse Julia ahora. Pero,al menos, mi malestar se alivió, eincluso se curó con el tiempo.

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5.6

En el almuerzo, Maria habla más —y demanera más nerviosa— de lo que yorecordaba, pero no sé si lo hace paraevitar que Julia diga nada que la delateante Wolf, o si es que el matrimonio, lavida familiar y el tiempo la hancambiado. Ella, al igual que Julia, se hacasado con un hombre ajeno al mundode la música, pero sigue utilizando elnombre profesional de Maria Novotny.Pasa velozmente de un tema a otro: eltristísimo y gris invierno de este año, sinpizca de sol; la repentina y precozllegada del verano, casi sin darle opción

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a la primavera; los inmensos arbustos delilas que hay en el enorme jardín de laparte de atrás, que hemos de ver despuésdel almuerzo; sus planes de ir con sufamilia a Carintia, al pueblo natal de sumarido, por Pentecostés —estáconvencida de que Julia les acompañará—; la relación de Peter con su gatoPitou, que solo tiene un año y ha tomadola costumbre de dormir en la funda delviolonchelo cuando Maria practica, supesar por no tocar con nosotros comosegundo violonchelo en el quinteto decuerda…

Wolf tiene que marcharse, y leacompañamos a la puerta.

—Por Pentecostés tenemos que

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escaparnos de Viena —dice Mariamientras tomamos el café—. Haytrescientos autobuses aparcados en elStadtpark, y miles de italianos, felices ycontentos. Y japoneses, serios yeducados.

—¿Y por qué los japoneses celebranel Pentecostés?

Maria me mira durante un instante, ya continuación se vuelve hacia Julia ydice:

—¿Ya has decidido lo que harásdespués del concierto? ¿Vendrás connosotros a Carintia o te quedarás enViena con tu madre? Desde que se vinoa vivir a Viena, tú y yo pasamos muypoco tiempo juntas.

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Julia vacila.—Aún no estoy segura, Maria. Es

una mujer muy posesiva. Y mi tía llegahoy, así que no sé cómo voy a encontrartiempo para practicar.

—¿Y Carintia?—No lo sé, aún no lo sé. Vamos a

ver las lilas. Hace un tiempo tanmaravilloso…

—Primero iré a despertar a Peter —dice Maria.

Peter se despierta de la siesta unpoco enfurruñado, pero se pone demejor humor al ver al gatito acurrucadobajo un arbusto de lilas. Corre hacia él,tropieza y cae. Tras evaluar el gesto depreocupación de su madre, se echa a

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llorar. Maria lo lleva dentro, y Julia y yonos quedamos solos.

Un delicioso aroma inunda el jardín.—¿Maria sabe lo nuestro?—Bueno, quizá no se habría dado

cuenta si no te hubieses pasado elalmuerzo mirándome.

—Estaba guardando tu imagen en lamemoria, para poder consultarlaluego… ¿Así que hoy vas a pasar lavelada en casa de tu madre?

—Sí.—Entonces ven al hotel ahora.

Podemos pasar un par de horas juntos.Julia niega con la cabeza.—Son las tres. Tengo que ir a casa a

practicar antes de que aparezca mi tía.

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Además, bueno, aún no he tenido tiempode ir a misa.

Me toca la frente, donde se haformado un pequeño chichón.

—Ha pasado tanto tiempo… —digo.—Es cierto —dice,

malinterpretándome—. Es tan raro estarde nuevo los tres juntos. Casi me danganas de decir: «Maria, saca el trío deBeethoven en do menor…» He estado apunto de proponer que mañana fuésemosa comer a Mnozil’s…, pero Mnozil’s yano existe.

—¿Que no existe? —digo. Es comosi Schonbrunn se hubiera evaporado.Meneo la cabeza en un gesto deincredulidad… Más que incredulidad:

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consternación. Es extraño que mis pasosno me llevaran allí ayer por la noche.

—No —dice Julia—. Ya no existe.Ahora hay otra cosa…, uno de esoslocales impersonales y sin alma, conmuchas luces, y tristes.

—¿Y cómo es que no me lo habíasmencionado antes? Cuando estábamosen Londres, quiero decir. ¿Qué haocurrido? ¿Se ha muerto el dueño?

—Creo que no. Sencillamente,vendió el local.

Vuelvo a menear la cabeza.—Bueno, ¿todavía existe el Asia?

—Cuando, los fines de semana, el centrode la ciudad estaba muerto, eserestaurante chino era casi el único donde

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los estudiantes podían tomar un bocadodecente.

—Sí —dice—. Al menos, hace unaño.

—Julia, ¿hablabas en serio…, deverdad hablabas en serio…, cuandodijiste que no pensabas volver a tocarcon otros músicos?

—Mi oído va a peor, Michael. Nocreo que pueda. —Una expresión dedolor asoma a sus ojos.

Maria ha vuelto con nosotros. Nosmira sin saber qué pensar, y, por lo quepuedo ver, con evidente gesto dereproche, dirigido sobre todo a mí.

—Debemos irnos —dice Julia.—Muy bien —dice Maria, sin hacer

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ninguna pregunta—. Sé que estospróximos días estaréis ocupados. Peroel día después del concierto hemos depasar la tarde junto al Danubio, igualque en los viejos tiempos. Markus haestado trabajando hasta tarde, e inclusodurante los fines de semana, por lo quecreo que se podrá tomar un par de horaslibres para venir con nosotros. Unaagradable excursión familiar. ¿Deacuerdo?

—Estupendo —dice Julia enseguida—. ¿No te parece?

—Excelente idea —digo,procurando borrar de mi voz todo elpesar que siento.

El día después del concierto el

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Maggiore se lo tomará libre, y el díadespués volaremos a Venecia. Es untiempo precioso, que Julia y yopodríamos haber pasado solos.

5.7

Practico en la habitación de mi hotel,utilizando la sordina. Al principioinexplicablemente rebeldes, hastapasada más o menos una hora mis dedosy mi cerebro no adquieren un ritmosereno.

Mi habitación está en el último piso.Es tranquila. Hay una ventana, bastantealta, desde la que se ve la torre de lacatedral de San Esteban.

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Helen me telefonea parapreguntarme si cenaré con ellos: no mehan visto mucho; y, como soy el únicomiembro del cuarteto que habla alemány conoce la ciudad, les podría hacer deguía. Pongo cualquier excusa, y lesaseguro que con el inglés se lasarreglarán perfectamente. Por la noche,en esta ciudad, la algarabía de ir engrupo me volvería loco.

A las ocho se me ocurre pedir unacena ligera y acostarme temprano; pero,en cuanto se hace de noche, salgo de lahabitación, recorro el laberinto depasillos que conduce al ascensor y bajohasta el vestíbulo. Lilas, helechos, unaaraña, espejos, paragüeros; los ojos de

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Schubert me observan desde elmostrador de recepción. El conserje estárompiendo unos formularios.

Me apoyo en el mostrador y cierrolos ojos. El mundo es una confusión desonidos: papeles desgarrados, tranvíasque pasan y hacen vibrar el suelo, eltintineo de tazas de café, y, por encimadel murmullo que llega del bar, oigo elruido peristáltico de… ¿Es un fax o unteletipo? ¿Qué le parecerían a Schuberttodos estos ruidos?

—¿Qué puedo hacer por usted,señor? —No, no es un vienés. ¿Quéacento tiene? ¿Serbio? ¿Esloveno?

—Nada, nada. Solo estoy esperandoa alguien.

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—¿Está satisfecho con lahabitación? —pregunta, cogiendo elteléfono, que se ha puesto a sonar.

—Sí, es perfecta… Quizá tomaréuna copa en el bar. ¿O podría tomarla enel vestíbulo?

—Desde luego. Se lo diré alcamarero. Por favor, siéntese dondequiera… Halo? Hotelam Schubertring.

En un rincón del vestíbulo, lejos delhumo del bar, bebo un vaso de vino deKremser frío. Veo pasar a Helen, Billy yPiers por delante de mí. Bajo la miradaal centro de peonías y rosas que haysobre la mesa.

—… y no se te ocurra coger tu guíaSpartacus y desaparecer en el triángulo

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de las Bermudas —dice Helen.—Conservaré mis energías hasta la

noche del concierto —dice Piers, concalma.

—¿De qué estáis hablando? —diceBilly. Se alejan y ya no puedo oírlos.

Un segundo vaso de vino; ahora yaes de noche. Hora de dar un paseo; peroes tres horas más temprano que la horaen que salí ayer noche, y la ciudad estámás bulliciosa. Los recuerdos y ladesesperación se apoderan de mí:pulsaciones de una presión intolerable,seguidas de relajación, casi de euforia.Cuando llego a la Musikhochschuletengo la sensación de que puedo recrearel pasado, enderezar todo lo que se

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torció, entrar en Mnozil’s y ver al viejopropietario, como un anciano César,siempre con la vista al frente,respondiendo con frases breves yevasivas, sin mirarlo jamás a los ojos, alas preguntas de algún cliente habitualque está sentado en un rincón invisible:preocupaciones familiares, le hanechado del trabajo, problemasfinancieros. Las preguntas y lasconfesiones más extrañas: pero ¿por quéiba nadie a desnudar su corazón ante elviejo Mnozil, que de la brusquedad hizoun arte?

No recuerdo haber mantenido jamásuna conversación propiamente dicha conél; un año y medio de frecuentar su

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establecimiento, primero solo y luegocon Julia, tal vez no era tiemposuficiente, aunque cerca del día deNavidad de mi primer feliz y grisinvierno en Viena en nuestra mesa habíauna botella de vino bajo un festivoenvoltorio. Frau Mnozil rara vez salíade la cocina, pero su presenciabohemio-vienesa estaba ampliamenterepresentada en el menú: Knödelsuppe oKrenfleisch o Schokonuss-Palatschinken… —, una letanía dedelicias culinarias. No es que entoncespudiésemos permitírnoslas.Normalmente, cuando no podíamossoportar la comida que nos daban en elcomedor de estudiantes, tomábamos una

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sopa de verduras con patatas quecostaba cuarenta schillings, y podíaspasarte el tiempo que quisieras en mediode aquella atmósfera llena de humo yperfumada de ajo y café sin que nadie temirara mal.

Él nunca se dignaba servir lasmesas. El camarero iba al mostrador, yHerr Mnozil, que siempre había oído yael pedido, le entregaba las bebidas. Notoleraba los gustos modernos. Cuandoalgún desdichado turista entraba y pedíaun agua mineral, Herr Monozil lepreguntaba indignado, con su fuerteacento vienés, si pretendía lavarse lospies: «Wüsta die Füss bod’n?» Y a lamedrosa pregunta: «¿Qué me

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recomienda, pues?», la réplica delpropietario era contundente: «¡A AndresLokal!» ¡Con la música a otra parte!

Hubo una época en que fui feliz enViena. Pero ¿qué clase de vida hubierapodido ofrecerle a Julia? ¿Y cómohubiera podido someterme más tiempo ala férula de mi mentor? Él también iba aMnozil’s, pero ocupábamos mesas muydistantes. Y al final apenasintercambiábamos palabra. Ahora pasopor delante; todo ha cambiadocompletamente: mesas lustrosas yhostiles, iguales a las de cientos de otroslugares. Así pues, mis recuerdos yaforman parte de la historia.

Pegada al mostrador había una

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vitrina que contenía verduras —rábanos,pimientos, etcétera— y salchichas yquesos envueltos. Lo curioso del casoera que nadie pedía nunca nada de loque había dentro. Julia y yo habíamoshecho una apuesta: aquel que viera aalguien pedir algo de la vitrina, seríainvitado a comer por el otro. Pasó másde un año entre el día que hicimos laapuesta y nuestra separación, peroninguno de los dos la ganó.

5.8

Por la noche, ya tarde, empieza a llover.Fuertes rachas de lluvia golpean miventana y me mantienen en vela, y,

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cuando me quedo dormido deagotamiento, me despiertan.

Mientras me afeito observo que casime ha desaparecido el chichón de lafrente.

Esta mañana tenemos ensayo en elMusikverein. No pueden prestarnos laBrahms-Saal, donde tocaremos mañana,así que practicamos en una sala larga,estrecha y muy bonita con vistas a laKarlskirche. El ensayo va bastante bien,pero cuando acaba me sobreviene unpresentimiento.

Contemplo la extraña y majestuosaiglesia que hay detrás de los tilosrebosantes de hojas: veo su cúpula azul,y uno de sus dos campanarios que

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parecen alminares y le dan ciertoaspecto de mezquita. Me recuerdan, porlo que tienen de habitual y por lo quetienen de raro, las torres de la sinagogade Bayswater, no lejos de mi piso.Londres y Viena se superponen. Algo vaa salir mal mañana, muy mal. Temo pormí, y temo por Julia.

En el Asia, donde Julia y yocomemos solos, apenas digo nada.Después sugiero que vayamos al hotel.

—Michael, he de irme a casa.—¡Oh, no!… ¡Otra vez, no!—No puedo. He de practicar.

Quiero trabajar un par de problemas queme han surgido esta mañana.

—¿Cómo puedes ser tan práctica?

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Se echa a reír y me coge la manoencima de la mesa. Me tiembla y ella nopuede menos que notarlo.

—¿Qué te ocurre? —me preguntacasi en un susurro.

—Estoy preocupado por mañana. Escomo si viera a Carl entre el público,juzgándome, desaprobándome,señalándome como víctima de susdicterios… Estoy preocupado, Julia…No debería decirte esto.

—Pues no me lo digas.—Ven a Venecia conmigo.—Michael… —Me suelta la mano.—No sé cómo he podido vivir sin ti

todos estos años.Qué trilladas y poco convincentes

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me resultan mis palabras, como si lashubiera arrancado de la imaginación deun ama de casa.

—No puedo —dice ella—.Sencillamente, no puedo.

—Ni tu madre ni Maria saben concerteza si te vas a quedar con ellas. ¿Porqué te tienes que quedar con alguna delas dos, entonces?

—No puedo… Michael, ¿cómopuedo irme a Venecia contigo? Piensa loque me estás pidiendo… Por favor, nopongas esa cara de pena. Si quieres,podemos ir los dos a practicar a casa demi madre. Y luego salimos a cenar.

—No tengo ningún interés especialen conocer a tu madre.

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—Michael, deja de doblar esetenedor.

Lo pongo en la mesa.—¿Qué piano tiene? —Digo lo

primero que se me pasa por la cabeza.—Un Blüthner. Hace cien años que

pertenece a la familia. ¿Por qué? Hasdicho «piano», ¿verdad?

—Sí. ¿Todavía tiene aquel pequeñoperro salchicha?

—¡Michael!—¿Tomamos un café en Wolfbauer?—Más vale que vuelva. No me

presiones más. Por favor, basta.—Muy bien. Iré a casa de tu madre

—digo.Compartir mi tiempo con ella es

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mejor que nada. ¿Por qué manchar unafelicidad tan esporádica pensando en elfuturo y en el pasado? Vamos rumbo alnorte. Su madre, cuando me la presenta,queda visiblemente sobresaltada.Aunque no nos vimos en el aeropuerto,probablemente ha visto alguna foto míay me reconoce. Durante años me la heimaginado como una mujer grandearrastrada por un perro pequeño. A Juliase la ve tranquila; se niega a ratificarnuestra antipatía.

Yo practico en el desván, ella en lasala de música, que da al jardín. A lascuatro me trae el té y me dice que nopodremos salir a cenar. Nos reunimoslos tres a las siete y comemos en

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silencio, bajo la vigilancia de su madre,y solo nos interrumpen unos nerviososladridos procedentes de una lejanahabitación. Una de las principalesrazones por las que Mrs McNicholl noquiso quedarse en Inglaterra fue loabsurdo de las leyes que regulan elhorario de los bares. La otra, segúnJulia, fue su deseo de volver a vivir enun país católico. Después de la cena ledigo a Julia que ya he tenido bastante yque me voy.

—No voy a practicar más —diceJulia enseguida—. Por hoy ya hemoscumplido. Vamos a dar una vuelta encoche.

Mis frías palabras de

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agradecimiento a Frau McNicholl seven recompensadas con frías frasessobre lo encantada que ha estado deconocerme. Se queda bajo un haya dehojas cobrizas, y le dice a Julia queconduzca con cuidado y que tengacuidado.

En el coche le pregunto a Julia:—¿Tenías que decirle a Maria que

pasarías nuestro último día con ella?—En ese momento no se me ocurrió.

Ojalá no se lo hubiera dicho.A lo largo del Danubio se ven altos

álamos que discurren en paralelo a lasvías del tren, y una deliciosa luz toca lascopas de largas hileras de castaños. Alotro lado de la carretera, la luz se

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demora en los muros de las casas y elmonasterio de Klosterneuburg.

—¿Por qué aquí le dan tantaimportancia a la festividad dePentecostés? —me pregunto en voz alta,aún enfadado con Maria.

—¿Qué has dicho? —dice Julia,dirigiéndome la mirada.

—Que por qué aquí le dan tantaimportancia a la festividad dePentecostés.

—No lo sé. Quizá porque el ImperioAustro-húngaro era tan políglota.

—¿Qué quieres decir con eso?—Michael, más vale que no hables

conmigo mientras conduzco a no ser quesea absolutamente necesario. Necesito

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tener la vista en la carretera.Gira en Nussdorf y enfila la sinuosa

carretera de Kahlenberg.—¡Pero… Julia!Se mete en el arcén y para.—¿Adónde vas? —pregunto.—Exactamente adonde tú crees que

voy.—¡Julia, no! De entre todos los

lugares, ¿por qué ese?—De entre todos los lugares, ¿por

qué ese no?Nos dirigimos a la escena de nuestra

separación, hace años; aunque enaquella ocasión fuimos en tranvía yluego anduvimos un trecho.

Viena se extiende ante nosotros más

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allá de las laderas cubiertas de viñas: unmapa de recuerdos en relieve. Seguimosun poco más; paramos; aparcamos acierta distancia; caminamos hasta laposada. Quizá, al igual que Mnozil’s,también haya desaparecido o cambiado.Pero no.

Junto a la casa hay dos grandescastaños, con profusas ramas cubiertasde hojas. Hojas más pequeñas searraciman alrededor de los troncos.Junto a la bomba de agua hay geraniosen flor. En las mesas alargadas que hayfuera, parejas jóvenes, amigos, gruposde estudiantes beben, comen y charlanaprovechando las últimas horas de luz.

Una jarra de vino de la viña que hay

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un poco más allá. La caída de la noche.Bebemos en silencio, pero resultaagradable, no hay resentimiento. Miviolín, cuyo seguro no cubre que loroben en un coche, está a mi lado, en lafunda. De nuevo Julia me toca la frente,donde está el chichón.

Las venas de las translúcidas hojasse destacan contra la luz de laslámparas. Una ramilla iluminada brillablanca contra el cielo. Más allá, lanoche es negra.

Hablamos poco, quizá porque lavela de la mesa distorsiona mispalabras.

Mientras le sirvo un vaso, dice:—Iré contigo a Venecia.

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No digo nada. No me lo esperaba.En algún lugar de la oscuridad, doygracias, pero no digo nada. No derramoni una gota.

No me tiembla la mano. Ahora llenomi vaso, y lo levanto, sin hablar: ¿porella? ¿Por nosotros? ¿Por el espíritu delamor fugitivo? Sea lo que sea, ellaasiente como para expresar que loentiende.

5.9

La mañana del concierto es azul ycálida.

Envío el fax que Julia le escribióayer por la noche a una amiga suya de

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Venecia —en el envés de una hojapautada que llevaba en la funda de miviolín— y espero a que el recepcionistadel hotel me lo devuelva.

El Maggiore se reúne en elvestíbulo. Todos estamos tensos yexpectantes, pero el presentimiento quetuve ayer ha desaparecido. Vamosandando al Musikverein, que está a unpar de minutos. El ensayo definitivo deesta mañana es en la sala del concierto:la Brahms-Saal.

El piano se halla en el escenarioentre dos columnas de un rojo apagado.Ayer Julia probó varios, y decidió queel mecanismo de este era el que más legustaba. En cuanto al sonido, en todos

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ellos es perfecto, y Julia opina que sialguien como Claudio Arrau podía saliral escenario sin haber tocado ni una notaen el piano que le habían asignado, estáen buena compañía.

Le ha pedido a Piers que, comoespectador, haga dos cosas: primero,que la advierta del equilibrio de susonido en la sala, tanto por lo que serefiere al piano en sí como en relacióncon el resto de los instrumentos.Segundo, que siga la partituraatentamente cuando ella toque piano opianissimo, para asegurarse de no estartocando notas que solo ella, en teoría,puede oír.

La sala ha cambiado desde la última

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vez que la vi, hace años, sentado entre elpúblico. Los colores son distintos: loque entonces era blanco y dorado, ahoraes rojo oscuro y verde jaspeado. Pero elbusto blanco del viejo Brahms siguepresidiendo la sala donde antaño reinó,y me alegra no poder verlo, al contrarioque a Helen y Billy, desde donde metoca sentarme.

El empleado gruñón que ayer nosllevó a la sala de ensayos hoy estámenos gruñón porque le di propina.Recuerdo que, cuando éramosestudiantes, Julia y yo a veces noscolábamos en la sala principal, laGrosser Hall, dándoles propina a losvendedores de programas que

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conocíamos. Además, en un edificiodonde hay tanta profusión de pasillos yescaleras era fácil encontrar alguno sinvigilancia. En el intermedio —y Julia, apesar de su timidez, era la más osada—nos sentábamos en las filas delanterascuando veíamos que había asientosvacíos, y saludábamos con la cabeza anuestros vecinos como si tal cosa. Ellase justificaba diciendo que los artistasestán más contentos si al menos lasprimeras filas están completamentellenas.

Julia y Petra comentan qué sepondrán esta noche para evitar llevarcolores que desentonen. Julia se pondráun vestido de seda verde, y Petra uno

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azul oscuro. De lo mismo hablan Piers yKurt: ¿llevaremos esmoquin o frac?Piers le dice que no tenemos frac. ¿Yfaja?, pregunta Kurt, ¿la consideramos,literalmente, «algo imperioso»? No,dice Piers, no nos parece «algoimperioso».

Helen permanece aparte, con lacabeza apoyada primero en un hombro,luego en el otro, a continuación estiradahacia arriba. Le preocupa, siempre le hapreocupado, el quinteto de cuerda. Suviola es tornadiza en sus alianzas: untrío con los dos violines, con las otrasdos voces medias, con los dosviolonchelos… En toda esta belleza ellano tiene un papel estable, sino que se

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mueve en arenas movedizas de placer.Billy y yo hojeamos el fino

programa de color dorado para estanoche, disfrutamos de su elegancia y nosdivierte la inefable presunción delMusikverein. Bajo el epígrafe «FranzSchubert» y antes de las fechas de sumuerte y su nacimiento y de las obrasque vamos a tocar, se lee: «Mitglied desReprdsentantenkdrpers derGesellschaft der Musikfreunde inWien.» Está claro que la única razón porla que Schubert pudo ser miembro delMusikverein fue porque, en sentidoestricto, era un aficionado y, comomúsico, no ocupaba ningún cargo oficialen la ciudad de Viena.

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Nada excesivamente sorprendenteocurre en el ensayo, solo que en ciertomomento, a propósito de no sé qué,Petra, de pronto, dice de nuestrocompositor: «¡Este hombre es unpsicoterrorista!» Helen, Billy y yointercambiamos una mirada y seguimostocando. Es una música alegre, y latocamos con alegría. De vez en cuandopienso en lo que Julia dijo ayer de queno podría volver a tocar en un conjunto.¿Cómo puede ser cierto, cuando hoy misoídos me dicen todo lo contrario?

Una pequeña nube debe de habercubierto el sol. Por unos minutos elresplandor que entra por la claraboyapalidece, la sala se torna oscura. Pero al

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cabo de un rato el sol vuelve aderramarse, y el insignificante y sombríointerludio queda engullido en laintensidad de este ensayo final.

En el último movimiento de LaTrucha algo raro sucede, algo que nohabía surgido en anteriores ensayos.Helen y yo hemos tocado el primermotivo en dos frases de dos compasescada una, pero Julia, para nuestroasombro, replica como si fuera una solafrase de cuatro compases con uncontinuo diminuendo. ¿Se lo ha pensadomejor, o ha sido un impulsomomentáneo? En cualquier caso, nosponemos a debatir la cuestión, ydecidimos que la primera vez que

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introducimos el motivo probablementefuncionará mejor tal como lo ha tocadoella. Así, cuando irrumpan los acentos—y, un poco más tarde, las síncopas—,el contraste será todavía más eficaz.

Si Julia hubiera podido oírexactamente lo que hemos tocado,¿habría tocado de ese modo? ¿Ynosotros lo habríamos enmendadoretrospectivamente? Pero todo ha sidopara bien. Aunque de nuevo siento unadesazón, por temor a que algo semejantesuceda en el escenario dentro de un parde horas, algo imprevisto, que nohayamos solucionado de antemano.

5.10

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La estatua de Beethoven que hay en lafachada del edificio del Musikvereinparece temblar de frío en esta nochecálida.

Un joven empleado con aire deintelectual, que se encarga de laorganización, nos dice que, puesto quenuestro concierto forma parte de unciclo de música de cámara cuyasentradas son mayoritariamente de abono,podemos esperar un numeroso público.Nos lleva a los camerinos. El dehombres es claro, aunque resulta untanto tristón: paredes rojas con listas decolor caramelo, suelo gris, espejo yfacsímiles de partituras amarillentasenmarcados. Julia, Petra y Helen están

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en el de al lado, que contiene un piano,un retrato de Fritz Kreisler de coloreschillones, en el que aparece con loslabios muy rojos, y un enorme percherobajo el cual, en la alfombra, hay unamancha de agua. Las tres salen comomariposas de vivos colores, verde, azuly oro: Petra de azul, con los hombrosdescubiertos, sonriendo; Helen vestidade pálido dorado, apretando una manocontra un lado del cuello, como sipadeciera un dolor nervioso; y Julialleva el mismo vestido verde quellevaba aquella noche en Wigmore Hall,y me mira con un gesto que me parece depreocupación: un gesto leve, apenasinsinuado. Pero ¿acaso no me siento

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completamente tranquilo ahora? Todoirá bien, aunque es como unaseparación.

Sobre la mesa hay agua mineral;bebo. Piers echa un trago de whisky dela pequeña petaca de Helen. Billy estáinmerso en un ataque de estornudos.Todos somos conscientes de que losexigentes vieneses deben de sabersecada nota de su Schubert. Ahora Helenafina tranquilamente con el piano. Verde,dorado, azul. ¡Qué formales parecemosBilly y yo entre unos seres tan elegantes!

Al otro lado del pasillo esperan losoídos para quienes tocaremos. Pierspone el ojo en la mirilla de lasimponentes puertas.

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—Está lleno.—Son las siete y veintiocho. —Esto

lo dice Billy.—La escala —dice Piers llevándose

el violín a la barbilla—. Do menor. —Y,lentamente, hacemos la escalaascendente y a continuación, no menoslentamente, volvemos a nuestra tónica.Tengo los ojos cerrados, pero meimagino a Julia, a Petra y a Kurt, unpoco sobrecogidos ante nuestro ritual,mirándose el uno al otro.

El joven que se encarga de laorganización hace un gesto, y elMaggiore se congrega junto a laspuertas. A medida que entramos ysubimos los suaves peldaños de madera

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que conducen al estrado, el murmullo devoces se transforma en aplausos. Através de ellos oigo el crujido de lavieja madera bajo mis pies. Mirodelante de mí: a la derecha, unascortinas de brillo aterciopelado nosprotegen de la última luz del día, y unaaraña ilumina el busto de Brahms, quenos queda justo debajo; un poco máslejos, al final de la sala rectangular,altas cariátides vestidas de oro, y carasimprecisas en el anfiteatro; y a amboslados de mí, en ambas paredes, largas yestrechas galerías, todas llenas aexcepción de unos cuantos asientos en elpalco del director. La oscura platea estácasi totalmente llena, y en la segunda

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fila veo a la madre y la tía de Julia; hayun asiento vacío a su lado. Ahora meveo obligado a ver a parte del público,pero no ocurrirá lo mismo cuandotoquemos La Trucha.

Se hace el silencio. También aquíuna abertura en el techo deja pasar la luzdel sol, y, a esta hora, llega tanta luz delcielo como de las lámparas. Saludamos;nos sentamos; afinamos otra vez duranteunos segundos; y Piers, antes incluso deque tenga tiempo de darme cuenta, depronto empieza; y ahora yo; y ahoraHelen; y ahora Billy: zumbamos comoabejas enloquecidas al inicio delQuartettsatz.

Un rápido y completo acorde; y

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ahora, durante casi toda la pieza, Heleny yo estamos tranquilos, mientras Piers yBilly chisporrotean y gruñen arriba yabajo. El autor de obras maestrasperfectamente inacabadas nos ofreceesto, un primer movimiento tan simétricoy completo que no anhela unirse conningún otro. ¿Y qué más nos espera estanoche? Una pieza casi demasiadoacabada a petición de un mecenas. Y acontinuación, la obra que marcó elcierre de su propia vida inacabada.¡Ojalá hubiera vivido, el generosoSchubert, al menos hasta la edad deMozart!

Las abejas regresan, zumbandofuriosamente, y, con tres fuertes y dulces

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picotazos, todo acaba. ¡Primorosaconcisión! Nos ponemos en pie,saludamos agradecidos a losagradecidos aplausos. Salimos,entramos, salimos, entramos, y cuandoBilly aún cruza la puerta del escenariorumbo al pasillo, se apaga el últimoaplauso.

—Tu madre está en la segunda fila—le digo a Julia—. Y tu tía.

—Después del intermedio mesentaré con ellas.

—Pero en la sala no hay bucle deinducción. ¿Cómo te las arreglarás paraoír?

—Miraré.—¿Piers? —digo, dándole la

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espalda a Julia.—¿Sí? —contesta él.Le doy un golpecito en el hombro

con el arco, manchándole la chaquetacon dos listas de colofonia. No semolesta en limpiárselas, sino que mededica su habitual media sonrisa.

—Buena suerte, Michael —dice—.Ha ido bien; e irá bien.

Pero siento que me vibran losnervios, ahora que vamos a atacar LaTrucha. Percibo un ligero hormigueo enlas puntas de los dedos de la manoizquierda, como si estuviera tocando uncable de baja tensión.

La sensación desaparece. Recuperotodo mi aplomo. Piers da un paso atrás.

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Julia y Petra se nos unen. Entramos,saludamos, nos colocamos en elescenario, y el primer y glorioso acordede La Trucha resuena por toda la sala.

5.11

Todavía entra luz por la claraboya;alguien se abanica con el programadorado delante de mí; nuestros sonidosse hacen uno, y también las caras quehay en la sala; Helen dirige ahora, apesar de que no puede estirar el cuellohacia atrás para ver lo que hace Julia;pero los sonidos se funden y avanzan. Elcontrabajo es el motor. ¿De quién es esetoque ligero y encantador? Del

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violonchelista; ha cerrado los ojos. Losoídos me abandonan, no oigo nada, perosé que unos ágiles dedos son dueños dela pieza. La entonación es perfecta. Losdedos son míos, la tabla sobre la quebailan es de ébano. El silencio que oigo,¿es el mismo al que está confinadaJulia? Los fantasmas se arremolinan ami alrededor: a mi derecha, en algunaparte, está la estatua de Carl Käll, queantaño reinó sobre mi vida; y en lagalería está Mrs Formby, sentada junto ami antigua profesora de alemán.Schubert está aquí, y la madre de Julia.Han venido por la belleza de lo queestamos recreando.

El suelo en espinapez de la sala se

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convierte en alquitrán: ébano negro,marfil blanco; es un aparcamientocubierto de nieve, que se funde y va aparar al Serpentine. Un pequeño pez deescamas plateadas salta de sus oscurasprofundidades. Cada vez que emergetiene un color distinto: oro, cobre, grisacero, azul plateado, esmeralda.

Y ahora este último movimiento, delque Billy dice que para que funcione hayque tocarlo frenéticamente. Nunca meentusiasmó, pero si es la última piezaque Julia va a tocar con otros músicos,unos pocos minutos más lo son todo; unarepetición lo es todo; la última frasedebe quedar impresa para siempre, asícomo la última nota. Es una muerte, un

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tránsito; pues ¿volverá Julia a tocar conalguien? No, nunca más tocará connadie. Miro a Julia: una resplandecientevisión en verde. No soy un agente, sinoun medio, perecedero como el oro desus cabellos, el azul de sus ojos, losimpulsos eléctricos que antañoalcanzaron su caracol, donde su cuerpose ha atacado a sí mismo. ¿Nuncavolverá a tocar acompañada por otrasmanos?

El Miembro de la Junta deRepresentantes de la Sociedad deAmigos de la Música de Viena pasófrío, y hambre, y enfermedades; y,aunque ansiaba la felicidad, le acosaronlos pesares y las prisas. Gracias, pues,

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conciudadanos míos por escuchar estasnotas, por su atenta escucha de lo que noes sino una mera elaboración de unacanción; mi único concierto se celebróbajo tan felices auspicios como este, yestoy seguro de que hubiera habido otrosde no habérseme acabado el tiempo.Pero no se vayan, mis buenos burgueses,aplaudan a estos intérpretes, luegobébanse su champán, y vuelvan, puesdespués del intermedio oirán lo que a míme habría gustado oír tocado con buenatripa, buenas cerdas y buena madera, yno solo en mi mente. Pero fue el año enque visité la tumba de Haydn; fue el añoque morí; y la tierra se tragó mi carnecorroída por la sífilis, mis intestinos

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destrozados por el tifus, mi corazónlleno de amor en vano, y dio muchísimasvueltas alrededor del sol antes de quemi quinteto de cuerda fuera oído poroídos humanos.

Resuenan los aplausos para LaTrucha. Aplausos e incluso vítores. ¡Yen la circunspecta Viena! ¿Quizá sonunos estudiantes? Pero ¿dónde estoyahora?

—¡Michael!Me sobresalta la voz de Julia,

preocupada, imperiosa. Están de pie,llevan de pie unos momentos. Yo aúnestoy sentado. Me levanto.

Ahora estamos en el pasillo. Soyincapaz de volver a salir.

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La voz de Julia:—Piers, ¿te importaría sujetarle el

violín? Michael, cógete a mi brazo.Tenemos que saludar otra vez.

El suelo cruje bajo mis pasos, oigolos aplausos. Todos sonríen. Soyincapaz de mirar al frente. Me giro y meencamino al pasillo, solo. Julia merodea el hombro con el brazo. Piers,cuya voz suena asustada, se ocupa de mí.

—Creo que ya basta. Está enfermo.Dejad que se siente. No saludéis más.Que aplaudan, no importa… ¿Qué hapasado, Michael? ¿Qué tienes, por elamor de Dios? Helen, dale un vaso deagua. Petra, has estado magnífica.¡Bravo! Haced que venga alguien de la

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dirección. ¿Adónde ha ido Wilder?¿Cuánto dura este condenadointermedio?

5.12

Apenas soy capaz de susurrar:—El cuarto de baño… Piers…

Billy.—Yo te llevaré —dice Billy—.

Vamos, Michael, cógete a mí.—Estaré bien en un par de minutos.

Lo siento, Billy.—No lo sientas. Respira hondo.

Relájate. Aún tenemos un rato. Helentiene un poco de whisky.

—No puedo seguir.

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—Sí que puedes. Tocarás. No tengasmiedo.

—No puedo.Las paredes grises; los azulejos

grises; en el suelo, pequeños azulejosgrises y mates. Un cuadrado de metalgris en la pared: me agacho para ver micara. Es como la muerte.

Oigo, fuera, la voz de Billy.—Michael, no tenemos mucho

tiempo. Más vale que salgas.—Billy…, por favor.—Nadie te obligará a hacer nada.Le dejo que me lleve al vestuario.Piers y Kurt hablan con alguien de la

dirección, que sostiene un enorme libroencuadernado en piel abierto para que

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firmemos.También lleva algunos sobres en la

mano.—Was ist denn los, Herr Weigl, was

ist denn los, Herr Tavistock? ¿Quéocurre, Herr Weigl, qué ocurre, HerrTavistock?

—Si no le importa, Herr Wilder,¿esto no podría esperar hasta despuésdel concierto? Uno de nuestros colegas,Michael Holme, sí, nuestro segundoviolín… toca en el quinteto… No, nuncale había pasado antes…

Pero ha ocurrido, está ocurriendo,ocurrirá.

Un vocerío: una docena de personas.Una desconocida, una mujer mayor,

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amable, acostumbrada a las crisis, queocupa un puesto superior en la jerarquía.Cuánta gente. Repiten mi nombre.

Estoy en una silla. Tengo la cabezaentre las manos. Julia me habla:palabras de consuelo, lo sé, pero que meresultan incomprensibles. Levanto lavista y la miro a la cara.

Herr Wilder mira su reloj.—Wenn ich die Herrschaften bitten

darf… Cuando los señores gusten…Kurt parece presa del pánico. Apoya

la cabeza en el mástil de su chelo. Billy,Piers, Helen…

—Bitte, meine Herren… —diceHerr Wilder—. Caballeros, por favor, sifueran tan amables… Mr Holme…

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vamos con un poco de retraso…Me ponen el violín en la mano. ¿Qué

debo hacer con él?Julia está mirando uno de los

manuscritos enmarcados que cuelgan dela pared.

—Mira esto, Michael.Lo miro. Es una canción de

Schubert: Die Liebe.—Toquémosla —digo.—Michael, este no es momento… —

comienza a decir Julia.—Hazlo —dice Billy, quitando el

facsímil de la pared y colocándolo en elatril del piano.

Julia comienza a tocar sus doslíneas, a continuación solo el bajo y la

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línea vocal. Es breve, nada melodiosa:apremiante, nada poética, turbulenta,incierta.

—Afina, Michael, deprisa; ponteaquí; está dentro de tu extensión —diceBilly.

Afino rápidamente el violín; toco lalínea vocal. Nadie nos interrumpe.

—Creía que nunca volverías a tocarcon nadie —le digo.

—Y ahora ve al escenario —diceJulia, y me aprieta la mano.

En el pasillo me he unido a losdemás. Antes de disiparse la niebla, seadensa en un momento de terror.

—Mi partitura…, mi partitura…, notengo mi partitura.

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—Ya está en el atril —dice Helen,con voz débil, exangüe.

Se abren las puertas.Tranquilamente, sin prisas, avanzamoshacia el semicírculo de cinco sillas quehay en el estrado, hacia los aplausos quenos dan la bienvenida.

5.13

Durante el quinteto oscurece sobrenuestras cabezas, como si murieran lascélulas de la vida. En la claraboya elgris se vuelve más oscuro, apagado. Elúltimo resplandor del día se extinguecon el lento y grave trío. Noble,melancólico, lastimero, ayuda a soportar

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el mundo y a mitigar cualquier temor delo que podría traernos el cielo sin sol.

Estas manos se mueven igual queaquellas manos se movieron sobre elpapel. Este corazón late y reposa comoaquel corazón latió y reposó. Y estosoídos… Pero él nunca oyó tocar estamúsica: ni una vez, ¿verdad?

Amado Schubert, en tu ciudad soy unnáufrago. Me consume un antiguo amor;sus gérmenes, tanto tiempo latentes enmi interior, se han vuelto de nuevovirulentos. No tengo esperanza. Le volvíla espalda hace cuatro mil noches, hanborrado el sendero árboles y zarzas.

Me corroe una inútil piedad. Me lotomo todo demasiado en serio.

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De una ciudad que ha perdido supoderío y cuya música ha quedadoanticuada voy a viajar a otra tambiénvenida a menos. ¡Ojalá ocurra algúncambio en mi situación! ¡Ojalá puedavivir en un lugar donde la esperanza nosea solo una palabra! ¿Por qué ansíoaquello que no puedo poseer?

5.14

A las ocho de la mañana veo un fax quehan deslizado bajo mi puerta. Es de laamiga de Julia que vive en Venecia. Enlugar de pedirnos que nos alojemos ensu casa, ha puesto a nuestra disposiciónun pequeño apartamento de su

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propiedad. Voy a la estación y comprodos billetes. Cuando vuelvo, voy a lahabitación de Piers, pero no está. Sí estáHelen. Antes de que ella pueda decirnada acerca de lo ocurrido la nochepasada, le digo que no iré con ellos aVenecia en avión, sino en tren.

No quiero hablar de la nochepasada, ni pensar en ella. Para elpúblico, para cualquiera que estuviera aese lado del escenario, fue un éxito; másque un éxito. Por mi parte, sobreviví aello: no fue lo mismo que me pasó hacediez…, once años. Pero sin Die Liebe,sin la ayuda de mis amigos, ¿cómo lohabría superado? Durante el quinteto decuerda, mientras sentía cómo me agotaba

Page 904: Una Musica Constante - Vikram Seth

la tormenta del segundo movimiento, mequedé mirando el asiento entre elpúblico donde ella hubiera debido estarsentada, y aquel vértigo casi volvió aapoderarse de mí.

¿Qué pensaron de mí? ¿Qué diráJulia cuando nos veamos?

Ayer por la noche, antes de quenadie viniera a felicitarnos al camerino,hui. Primero al hotel, y luego, temiendoque me buscaran, me fui a dar vueltaspor la calle.

—¿Quieres estar solo? —mepregunta ahora Helen.

—Simplemente, quiero ir en tren.—Pero tu billete de avión ya está

pagado. Y no te devolverán el dinero.

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Ven con nosotros, Michael. Me sentaré atu lado.

—Los dos billetes de tren no lospagaré con los fondos del cuarteto.

—¿Dos billetes?—Julia también viene.—¿Y se alojará en el palazzo con

nosotros?—No, en Sant’Elena.—Pero eso está…, eso no está…

¡Eso está en el quinto pino!—Tiene una amiga que le presta un

apartamento; ahí es donde nosalojaremos.

—Michael, no puedes quedarte enese apartamento. Deberíamos estarjuntos, los cuatro. Siempre nos alojamos

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juntos. Y…, bueno…, no podemosdespreciar la hospitalidad que hemosaceptado. Estoy segura de que losTradonico aceptarían alojar a otrapersona.

—Helen, no es eso lo que mepropongo hacer.

Helen se sonroja. Está a punto dedecir algo, pero calla. Se mira en elespejo, lo que parece aumentar suenfado.

—Desde que ella ha vuelto aaparecer en tu vida, estás peor —dicesin mirarme.

Lo pienso un momento.—No es cierto.—Bueno, será mejor que se lo diga a

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los demás. Se preguntaban adondehabías ido. Esta mañana hemos llamadoa la puerta de tu habitación, pero noestabas.

Asiento.—Gracias, Helen. No sé qué me

pasó. Ni siquiera yo puedo entenderlotodavía. No quiero que penséis que tieneque ver con el cuarteto.

Este último comentario, bastanteestúpido, sin duda, provoca una miradaairada de Helen.

—¿Y el almuerzo de hoy? —diceHelen—. ¿Y la cena? ¿Hace falta que lopregunte?

—No. Estaré fuera.Respira hondo.

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—Te apuntaste el número deteléfono y la dirección del palazzo,¿verdad?

—Sí. Por la noche os llamaré. Yaquí están la dirección y el teléfono delapartamento.

—¡El nombre de una calle y elnúmero de una calle! Realmente está alfinal del universo conocido.

—Sí, lejos de los turistas comovosotros —digo, con la esperanza dealiviar la tensión con una broma.

—¿Turistas? —dice Helen—. Vamosa trabajar a Venecia, no lo olvides. Lavida no se acaba en el Musikverein.

A pesar de lo que pienso, no lacontradigo en voz alta.

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5.15

Me dirijo al ala administrativa delMusikverein para disculparme por lo deayer por la noche y firmar en la páginadel gran libro de invitados, que contienelas firmas de todos los intérpretes quehan pasado por allí, excepto la mía.Cuando me ve el educado y afablesecretario general, vestido con un trajecolor gamuza, me lleva a su oficina y medice que tome asiento. Me tranquilizadiciéndome que esas cosas les pasan«incluso a los artistas más grandes»; queespera que no fuera culpa de laorganización; que el concierto fue un

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gran éxito y que el «Londoner Klang»,el «sonido londinense» del que nosotrossomos un ejemplo, pronto será tanmundialmente famoso como el vienés.

Un retrato de Monteverdi nos miracon gesto escéptico.

—Así es Viena —murmuran susancianos labios—. Ya ves, aquí estoyyo, entre estos encantadoresgermanohablantes, y a veces pasanmeses sin que oiga hablar una palabrade italiano. Al menos tu Tononi puederegresar a Venecia. Espero que disfrutesde tu viaje.

Considerando el desastroso viajeque tuvo él cuando por fin fue a Venecia,no me parece un comentario muy

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amable.—Oh, eso —dice el signor

Monteverdi, leyendo mis pensamientos—. No, no fue muy agradable. Pero tú noviajas con todos tus bienes terrenales. Yyo…, bueno, lo que más deseaba eraalejarme de Mantua a toda costa.

El monitor de vídeo que hay en elescritorio del secretario general distraesu atención. Me estrecha la mano y medesea buena suerte.

—Naturalmente, Tononi es muyposterior a mí —murmura Monteverdi—. ¿De dónde era? ¿De Brescia? ¿DeBolonia? Lo he olvidado.

—De Bolonia —digo.—Bitte? —dice el secretario

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general, apartando los ojos de lapantalla.

—Oh, nada, nada. Muchísimasgracias. Me alegra que disfrutara delconcierto. Y gracias por su amabilidad.

Me voy sin enfrentarme a la miradade Monteverdi.

5.16

Tras tomar un bocado rápido en unpuesto de salchichas cercano, merecogen en el hotel Maria, Markus, sumarido, y Peter, su hijo, que hoy está unpoco rebelde. Ponemos rumbo al norte,hacia Klosterneuburg, para recoger aJulia. Por suerte, Mrs McNicholl está

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fuera. Julia sale de casa vestida contejanos y llevando una cesta en la mano.Sin decir una palabra le entrego el faxde su amiga y un billete. Abre la boca,pero no dice nada.

—Lo he leído…, espero que no teimporte —digo.

—No, claro que no.—Y decidí obrar en consecuencia

inmediatamente.—Ya veo. Y, como resultado, tendré

que dar explicaciones.—Bueno, mejor eso que seguir

dudando. El tren sale a las siete y mediade la mañana.

—¿De qué tren habláis? —preguntaMaria, que ha oído las últimas palabras.

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Cuando Julia se lo cuenta, se la vebastante disgustada, pero todo lo quedice es:

—Esto es absurdo.Julia permanece un rato callada.

Probablemente está de acuerdo conMaria, y lamenta haber aceptado. Luegodice:

—Maria, si tú y Markus no tenéisinconveniente, esta noche me quedaré envuestra casa y mañana por la mañanacogeré un taxi a primera hora. Tendréque decirle a mi madre que me quedo unpar de días en tu casa. Pero te daré minúmero de teléfono de Venecia, ytambién el número de mi amiga Jenny, encaso de que haya alguna emergencia.

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—¿Y de qué servirá? ¿Cómo voy ahablar contigo por teléfono? —diceMaria con brusquedad.

—Si Michael se pone en unsupletorio, puede repetirme tus palabrasmoviendo los labios, y así me enteraréde lo que dices; al menos, lo suficientepara responderte.

—Me alegra no estar sorda —diceMaria, y vuelve instintivamente la carapara que Julia no pueda leer sus brutalespalabras.

Al principio me quedo tansorprendido que soy incapaz de hablar.Entonces, justo cuando estoy a punto dedecirle algo a Maria, me lo piensomejor. Si Julia no sabe lo que ha dicho,

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¿por qué voy a contestar a esecomentario y hacer que se entere?

—He traído un par de barajas —dice Julia, entrando en el coche—.¿Adónde vamos?

—¿Qué te parece Kritzendorf? —dice Markus.

—¿Qué has dicho?—Kritzendorf —repito.—Ah, muy bien —dice Julia,

metiendo la mano en la cesta y sacandouna chocolatina que le entrega a Peter.

—Das Weinen hat geholfen. El queno llora no mama —dice Peter, un tantovacilante, como si valorara las técnicasde negociación internacional.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

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—Ha sido muy malo —dice Maria—. Íbamos a dejarlo en casa de unamigo, pero ha insistido en venir, y hallorado y llorado hasta que nos hemoshartado y hemos cedido. Está malcriado.No sabes lo agotadores que son losniños…, muy, muy agotadores. Encualquier caso, cuando juguemos albridge, el muerto tendrá que encargarsede él.

Peter mira por la ventana y se pone acanturrear.

—Ha aprendido una lección útil, sinduda —dice Markus.

—¿Útil para quién? —respondeMaria.

Hace un día precioso, y se siente un

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fresco vivificante, por lo que notardamos en animarnos.

Por todas partes hay castaños y lilas,y aquí y allá se ve alguna acacia con susflores blancas, y tilos, y plátanos, eincluso sauces. Julia y yo nos cogemosde la mano. Si estuviésemos solos, mehabría preguntado por lo de ayer por lanoche, es evidente que se habría sentidoobligada a preguntármelo, de modo queen cierto modo me resulta un alivio quetengamos compañía, sobre todo ahoraque ya no es nuestro último día juntos,sino el primero de varios.

¡Cuántos temores disipa la luz delsol! El coche está aparcado, le hancomprado un polo a Peter, hemos

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andado hasta el domesticado y rectoDanubio; la hierba llega hasta sumismísima ribera. Extendemos el mantely nos ponemos el bañador: Julia se hapuesto uno rojo vivo que le ha dejadoMaria, y yo unos holgados pantalones dedeporte caquis. Cartas, comida, cámarafotográfica, servilletas de papel,protección solar y un periódico; no seoye música por ninguna parte, ni rastro.Un gran vapor blanco toca la sirena alpasar. Yo ya estoy en el río. Un perro,desobedeciendo las normas, corre por laorilla, ladrando. Un gorrión se acurrucaen una depresión de fina arena. Peter,con un flotador hinchable en cada brazo,baja hasta la pedregosa orilla.

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—Michael, vigílale, que solo semoje los pies —grita Maria.

Peter amenaza con aventurarse másallá de lo que parece prudente en mediode la fuerte corriente, y yo le arrastro devuelta mientras llora y protesta.

—Esta vez llorar no te ha servido denada —digo sin poder evitarlo. Peter dauna patada en el suelo.

—Mira. Fukik! —dice Markus, paradistraerle, señalando hacia arriba.

—Flugzeug! —dice Peter,disgustado, rechazando que le hablen delavión como si aún fuera un niño, aunquepara de llorar.

—Mira qué pájaro más gracioso —dice Maria—. Pajarillo, pajarillo. Y

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ahora nosotros jugaremos al bridge, y túserás muy bueno y vas a estar muycallado mientras hablamos. Y luego,cuando paremos de hablar, uno denosotros jugará contigo hasta quehayamos vuelto a repartir cartas,¿entendido? Mira, un mirlo.

—Amsel, Drossel, Fink und Star.Mirlo, tordo, pinzón y estornino —canturrea feliz Peter.

Julia le mira, y al mirlo, y alDanubio, y se reclina hacia atrás, sobrelos codos, y está irresistible, y, por unmomento, feliz con su mundo.

5.17

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A las 7.27 de la mañana siguiente, Juliaaparece corriendo en el andén de laestación. Lleva una maleta y unapequeña bolsa de viaje. Agito la manofrenéticamente en dirección a ella. A las7.30 sale el tren.

Estamos solos en nuestrocompartimiento.

—Buenos días —digo de maneraformal.

—Buenos días.—¿Siempre llegas en el último

momento?—Me desperté tarde… —dice sin

aliento—. Mira, estamos solos. Porfuera, el tren está cubierto de pintadas,igual que el metro de Nueva York. —

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Julia examina los interruptores de la luzy los mandos de la calefacción y delaltavoz—. Por dentro es bonito.

—Me he permitido el lujo decomprar primera clase. Espero quevalga la pena haber esperado unadécada para hacer este viaje.

—Michael, no te enfades, pero…—No.—Por favor.—No.—Al menos, deja que pague mi

billete. No te lo puedes permitir.—Yo invito, Julia —digo—. Me van

a devolver el dinero del billete deavión. Y, además, tú te has encargadodel alojamiento.

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Se sienta junto a la ventanilla,delante de mí, vacila un momento, y acontinuación dice:

—Esta noche he tenido un sueño muydesagradable. Estaba en el Danubio,nadando, y mi padre iba en una balsacon un montón de viejos librosencuadernados en piel. Uno a uno ibancayendo al agua, y él luchabadenodadamente para salvarlos. Yointentaba nadar hasta él, pero estabacada vez más lejos. Quería gritar parapedir ayuda, pero no podía. Erarealmente horrible. Sabía que era unsueño, y, sin embargo… Pero bueno,probablemente no significa nada. Detodos modos, aquí estamos. Procuremos

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pasar el día lo mejor posible. —Da dospalmadas secas junto al oído izquierdo,y repite la misma operación junto alderecho.

—¿Qué haces?—Es una prueba…, una especie de

prueba auditiva. Sí, hoy será un díamejor de lo normal, creo. Esta mañanaiba con tantas prisas que se me olvidóhacerla. Pero claro, el sonido del trenpodría engañarme.

—Tengo mucho sueño —digo—. Latensión del concierto, y ese día al airelibre…

—Puedes tumbarte. ¿Vamos a irsolos todo el viaje?

—No. Solo hasta Villach. Está

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escrito en el tablón de avisos. Allísubirán cuatro personas. Completo.

—Aún falta mucho para eso.—Cuatro horas. Justo antes de la

frontera. ¿Cómo está tu italiano?—Pasable, y ahora que no oigo

nada, probablemente patético.—Bueno, el mío es inexistente. ¿Qué

haremos?—Sobreviviremos. —Sonríe.¿Qué debe de estar pensando? Sus

sufrimientos le habrá costado decidirsea acompañarme, pero no parece infeliz.No debería estar conmigo, pero lo está.No debería ser feliz, pero lo es…

—Más vale que le eche un vistazo ami guía de conversación italiana —digo

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—… «Conozco una buena discoteca.»«¿Le importaría comprobar la presiónde las ruedas?» «¿Puedo ir en coche alcentro de la ciudad?»

—¿Qué has dicho? —pregunta Julia.—«¿Puedo ir en coche al centro de

la ciudad?» ¿Cómo lo dirías en italiano?—Cuando cambias de tema tan de

repente, Michael, me pierdo. En todocaso, esa frase no la necesitaremos enVenecia.

—Solo era una prueba. ¿Y bien?—No sé qué no sé qué nel centro

citth. Hablemos de algo serio.—Bueno, ¿de qué quieres hablar?—Michael, ¿qué sucedió?—Julia, por favor…

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—¿Por qué?—Es solo que no quiero…—Te estás portando igual que la

última vez. Nunca hablabas, nuncaexplicabas…

—¡Oh, Julia!—Me sentí fatal por ti —dice—.

Naturalmente, me acordé de tu crisisnerviosa de hace diez años. ¿Qué iba apensar?

—Eso no fue una crisis nerviosa —insisto.

—¿Es que no puedes llamar a lascosas por su nombre? —grita Julia.Luego, en voz más baja, añade—: Loque más me sorprende es cómo terecuperaste. Todo el mundo dijo que el

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quinteto de cuerda fue realmentemaravilloso… Incluso mi madre. Ojaláhubiera podido oírlo.

Durante unos segundos no decimosnada.

—Lo que tocaste me salvó —digo.—¿De verdad, Michael?—Quiero darte las gracias por Die

Liebe —digo—. Nunca la había oídoantes.

—Yo tampoco. Ni siquiera me gustómucho, por lo poco que pude oír. Unremedio bastante desesperado.

—Funcionó. —Le cojo la mano—.¿Se molestó tu madre porque no tesentaste con ella en el intermedio?

—Bueno, sencillamente, no pudo

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ser. Lo que sí la ha molestado de verdades que no pase estos días con ella.

—Vamos a olvidarnos de Viena —digo—. A olvidarnos del todo.

—Lo dices como si fuese culpa de laciudad —dice Julia, apartando su manode la mía—. Como si la odiaras.

Por encima de la tremendaelectricidad estática del altavoz nos danla bienvenida en alemán, y, en inglés,«notzz detzzean un vuen viaque».

Julia no parece oírlo. Pienso en elcomentario de Maria.

—Julia, nunca te lo he preguntado…,pero ¿a veces no es una ventaja sersordo? Supongo que puedes evitar tenerque hablar de trivialidades.

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—Oh, pero no puedo evitarlo…, almenos con las personas que no sabenque soy sorda. Y eso es casi todo elmundo.

—Qué tonto soy —digo.—¿Que eres qué? —dice Julia,

divertida.—Un estúpido. —Sonríe—. ¿Sabes?

—prosigo—, cuando afiné el violín untono más bajo para tocar la fuga deBach, hasta que me acostumbré a leerlas notas de cierta manera, mis oídos serebelaban. Tenía que ponerme tapones…para no oír nada. Pero esa es unacircunstancia muy excepcional.

—Hay un par de ventajas —dice—.En los hoteles puedo disfrutar de las

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habitaciones con vistas a la calle sin queel ruido me moleste para dormir. Ycuando toco no oigo toser al público, nicuando quitan el papel crujiente de suspastillas para la tos.

—Eso es cierto. —Sonrío.—Tampoco oigo el pitido de los

teléfonos móviles. Ni cuando la gentepliega las gafas tras haber mirado lasnotas del programa. Ah, sí, y tampoco teoigo canturrear, gracias a Dios.

—Me has convencido —digoriendo.

—Pero no puedo oír el ruido de lalluvia sobre una claraboya.

Si no la conociera, no habríapercibido en su voz cuánto parece

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afectarla esa pérdida trivial. Lo ha dichosin darle importancia.

—Es triste —digo—. Pero cuandotocamos en la Brahms-Saal no llovíasobre la claraboya… ¿Te molestó latormenta de hace un par de noches? A míno me dejó dormir.

—No —dice Julia con cierto pesar—. De hecho, si eres músico ser sordotiene una importante ventaja, pero me lareservo para otra ocasión.

—¿Por qué no me la dices ahora? —le pregunto. Pero Julia no responde,pues ha desviado la vista hacia laventana.

El tren discurre entre viñedos, y lasamapolas que cubren un erial centellean

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a nuestro paso. Un hombre gruesoataviado con una camiseta recorre unsendero boscoso que hay junto a lasvías. Un espino rosado hace que meacuerde de Londres y del parque.

—¿Has tenido algún problema conel resto del cuarteto? —dice.

—No lo sé. Quizá deberíamoshabernos alojado con ellos en el PalazzoTradonico…

—Es mejor así —dice.—Mucho mejor… Lo que quería

decir es que, después de lo ocurrido enViena…, me sentía en la obligaciónde…, pero prefiero estar solo contigo.

—¿Tendrás que ensayar mucho? —pregunta.

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—No…, no mucho. Es todorepertorio antiguo. El primer conciertoes una especie de fiesta de cumpleañosque da una americana que tienealquilada la segunda planta del palazzo.Mrs Wessen. Se ha apoderado delprimer piso… Piers lo llama piano nosé qué…

—Piano nobile.—Sí, bueno, pues lo ha tomado

prestado para el concierto, e intentaatraer a toda la sociedad de Venecia…Helen dice que a los venecianos lesgustan más las cosas gratuitas inclusoque a los londinenses.

—¿Qué me has dicho que hace? Nolo he entendido.

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—Invitar a todo el que es alguien enVenecia.

—¿Y cómo diantres os habéismetido en esto?

—Erica conoce a esa mujer. Íbamosa tocar en la Scuola Grande di SanRocco, como te expliqué en su momento,y también en otro lugar en las afueras deVenecia. Erica la convenció de que ungrupo con un nombre como el deMaggiore era lo que necesitaba para darla campanada en Venecia, y, además,Mrs Wessen solo tiene que pagarnuestros honorarios; se ahorra los gastosde desplazamiento y alojamiento porqueíbamos a ir a Venecia de todos modos. Ya nosotros también nos conviene. Viena,

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a pesar de todo su esplendor, ha sido undesastre financiero.

A nuestra derecha hay una cadena decolinas azuladas sobre las que se elevael cielo azul. Lentamente avanzamoshacia ellas, hasta que corremos entre lasempinadas y verdes laderas de un valledonde todo destaca claramente entre laconfusión: chalés, campos, colinas,nubes, caballos, vacas, lilas y codesos.Todo muy austríaco, muy bonito. Igualque el tren que me lleva con diez añosde retraso.

Julia echa una cabezada. La mirodurante unos minutos, feliz de verlasentada aquí, y a continuación melevanto y me dirijo al pasillo. Un jovial

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americano y su mujer, los dossesentones, están de pie junto a unaventanilla, hablando. Ella lleva unvestido amarillo y un bolso estampadocon adornos en forma de bayas; él llevauna pajarita verde y unos pantalonescaquis arrugados, y tiene voz de fumadorde puros.

—Elizabeth, mira qué organizadoestá todo esto. ¡Fíjate qué organizado!

—Tengo el estómago fatal —diceella.

—¿Estás mareada? —pregunta él—.¿Por qué no entras y descansas,Elizabeth?

La mujer se va; el marido mira a sualrededor, decide que hablo inglés y

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dice:—Ay, muchacho, muchacho, qué

hermoso es esto. Y aquí la gente vive.Me encanta el país. Para mí es…, medoy cuenta de que esta gente…, esnacionalismo…, todo lo que tienen lotienen ordenado. Mira Nueva York, encambio, o Nueva Jersey: neveras viejas,coches viejos… ¿Has visto alguna latade cerveza tirada por aquí? ¿Ves algunapintada con espray?

—Bueno, hay algunas en el exteriordel tren —digo.

Hace un tolerante gesto de rechazo.—Yo tenía una granja —me informa

—, pero la vendí. Ahora puedo sentarmeen el porche con una cerveza y nada de

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televisión, solo miro la puesta de sol,pero ¿dónde están las tiendas de platospreparados? ¿Dónde los estancos? Esees el problema.

—Cierto —digo, de pronto lleno dealegría sin razón aparente.

Los raíles giran y se escoran, y eltren retumba al entrar en un túnel.

El valle se ensancha; las nubesdesaparecen. Todo florece: castaños dehojas translúcidas, amapolas solitariasen los campos, y más adelante lomasenteras de amapolas que tiñen de un rojovivo cientos y cientos de metros,altramuces púrpura, umbelíferas blancasde todo tipo, y lilas de todos los tonos,de blanco a púrpura oscuro. De vez en

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cuando, alguna conífera exótica, unposte de alta tensión; algunos terneros,cuya piel tiene el brillo sedoso delterciopelo, beben en la orilla de unancho riachuelo.

Vuelvo al compartimiento. Julia estádespierta. No hablamos mucho, pero devez en cuando le señalo por la ventanillalas cosas que quiero compartir.

—Julia, ¿cuál es la gran ventaja deno poder oír? —le pregunto al cabo deun rato.

—¿Así que eso te preocupa?—Un poco.—Bueno, ya debes de haberte hecho

una idea por la manera en que toqué LaTrucha.

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—El problema es que no sé en quéestás pensando.

—Bueno, pues se trata de losiguiente —dice—: Cuando voy a unconcierto o escucho un disco, todo loque consigo es hacerme una idea generalde lo que suena. Todas las sutilezas dela manera de tocar de los demás se meescapan. De modo que cuando tengo quetocar algo, sobre todo si es algo quenunca he oído, me veo totalmenteobligada a ser original… Y no es que laoriginalidad en sí misma sea suficiente.No digo eso. Pero, al menos, es algo pordónde empezar. La Trucha, por ejemplo,la había oído bastante antes de perder eloído… y la había tocado. Pero a medida

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que dejas de oírla se te va olvidando.Hay muchísimos músicos que, cuandoles piden que toquen algo, van y secompran el cede casi antes de mirar lapartitura. Yo no tengo esa opción. O,mejor dicho, no me sirve de gran cosa.

Asiento. De nuevo quedamosabsortos en nuestros pensamientos, y lavista que hay fuera de algún modo sefiltra en ellos. Pensaba que iba a deciralgo así como que el sufrimiento teobliga a comprender el mundo. Pero, deuna manera extraña, me alegro de quehaya dicho lo que ha dicho.

Klagenfurt. Un gran lago. Villach.Pero nadie sube al tren. Seguimosteniendo el compartimiento para

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nosotros. La frontera. Un hombreabotargado e insatisfecho vestido de grismuestra una insignia y nos dice con unbramido: Passaporto! Le miro. Acontinuación me doy cuenta de que Juliame mira como si hubiera adivinado mirespuesta.

—Será un placer, signor —murmuromansamente.

Aparecen riscos cretáceos y altosdespeñaderos con ampliasacumulaciones de piedras en la parteinferior de las laderas; y las trenzas deagua azul lechosa del amplio lecho de unrío, casi seco, en cuya orilla hay unafábrica de cemento.

Aunque estamos solos, no nos

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besamos; nos lo impide una especie detimidez. El viaje es tal como lo habíaimaginado. Cada vez hace más calor, yyo soy como una abeja aletargada.

Pronto estamos en el Veneto:paredes de terracota y ocre, una ciudadde techos rojizos a la sombra de unavoluminosa montaña; saúcos siguiendolas vías; jardines de lirios y rosas colorrosa; los depósitos de chatarra y las víasmuertas de Mestre.

Mientras avanzamos rápidamentepor el puente elevado que hay sobre lasaguas verde grisáceas de la laguna, lahermosa ciudad surge ante nuestros ojos:torres, cúpulas, fachadas. Aunque seacon años de retraso, aquí estamos por

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fin. Los dos estamos de pie en el pasillo,con el equipaje preparado, mirando lasaguas. Pronuncio el nombre de Juliapara mí, en voz baja, y ella, quizápercibiéndolo —¿o es casualidad?—,pronuncia el mío.

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Sexta parte

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6.1

Las cuatro y media de la tarde de un díalaborable no es ninguna hora mágica.Pero estoy de pie en la escalera de laestación, casi apoyado sobre Julia, ysucumbo al olor y al sonido de Venecia,y a la deslumbrante vista.

La terminal nos ha escupido juntocon cientos de viajeros. No estamos enplena temporada turística, pero somosbastantes, y yo estoy boquiabierto, y conrazón, pues todo es de una belleza queno decepciona.

—Así que esto es el Gran Canal.—Esto es —dice Julia con una

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sonrisa.—¿Deberíamos haber venido por

mar?—¿Por mar?—¿Por mar al atardecer?—No.—¿No?—No.Permanezco callado. Estamos

sentados en la proa del vaporettomientras este avanza con aire práctico,indolente, rebotando contra losdesembarcaderos, soltando y recibiendopasajeros. A nuestro alrededor hay unsonido lleno de vida, rítmico, sin cochesni ajetreo.

Una brisa mitiga el calor del día.

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Una gaviota baja volando hasta lasoscuras aguas color turquesa, quereflejan fugaces partículas de luz.

Sólidos, fabulosos, los palacios eiglesias que bordean el canal noscontemplan a nuestro paso. Mis ojos seposan en un casino, en una señal queindica el camino al Gueto, en unprecioso jardín con una glicina enredadaen una espaldera. Una pequeña barca,con dos jóvenes vestidos con camisasnaranjas, se cruza con el vaporetto. Unaelegante anciana, con gruesas perlas y unbroche, se sube en Ca’d’Oro, seguida deuna mujer que empuja el carrito con sucompra. La espuma verde del borde delagua lame los peldaños de piedra y los

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palos de amarre listados.—¿Qué sería de Venecia sin los

geranios? —dice Julia, levantando lamirada.

Me inclino hacia ella y la beso, yella me devuelve el beso, no de unamanera apasionada, pero sí libre. Mesiento eufórico, e inmediatamente mepongo a parlotear.

—¿Dónde te alojaste la última vezque viniste?

—Oh, en un albergue juvenil. Vinecon Maria, y no teníamos mucho dinero.

—Espero que la portera de casa detu amiga me entendiera. Cuando cogió elteléfono, simplemente le leí lo quehabías escrito. Pero si nadie viene a

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recogernos a la parada de Sant’Elena…—Deja de preocuparte por lo que

pueda ocurrir.—¿Está seguro nuestro equipaje allí

detrás? —pregunto. La funda de miviolín está bajo nuestros asientos, y lacorrea alrededor de mi pierna.

—¿Dónde podría huir alguien si locogiera?

—¡Mira…, otra góndola! —digo.—Sí —dice Julia, paciente,

cogiéndome la mano—. Ya hemos vistodocenas.

—Hemos de dar un paseo engóndola.

—Michael, no puedo oír mispensamientos.

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—Bueno, entonces no hace falta queme mires —digo, inmerso en la guía dela ciudad.

El puente de piedra del Rialto, elpuente de madera de la Accademia, lagran cúpula gris de la Salute, lascolumnas y el campanario de SanMarcos, el Palacio Ducal, que parece unpastel rosa y blanco, pasan ante nosotrosuno tras otro, y todo es tanesplendoroso, tan lánguido, tan rápido ytan asombroso, y se corresponde tantocon lo que esperaba ver, que despiertaen mí una especie de glotonería un tantoturbadora por no perderme detalle. Esun alivio hallarse de nuevo en las aguasdespejadas de la laguna, a salvo de tanta

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belleza.A nuestra derecha está la iglesia

aislada de San Giorgio Maggiore. Alreconocerla me quedo atónito.

—Pero ¿dónde está Sant’Elena? —pregunto.

—Aún faltan un par de paradas.—Cuando se lo conté a Helen, se

quedó de piedra, como si me hubieraexiliado a Clapham.

—Exiliado a Santa Elena.—Exacto.—Me gusta Sant’Elena —dice Julia

—. Una vez aparecí allí andando porerror. Es verde, y suburbano, y estálleno de familias y perros. No haycoches, desde luego…, y tampoco

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turistas, excepto los que tienenproblemas cartográficos, como Maria yyo. Pero está muy cerca de algo quequiero enseñarte.

—¿Qué es?—Ya lo verás.—¿Qué es: animal, vegetal o

mineral?Julia tarda un segundo en

comprenderme; entonces dice:—Animal, pero probablemente

hecho de vegetal y mineral.—Bueno, como todos nosotros.—Como todos nosotros, es cierto.—A lo mejor hubiera sido bonito

alojarse en el palazzo, ¿no crees? Loque quiero decir es, ¿cuándo

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volveremos a tener la oportunidad dealojarnos en un palazzo? Si no fuera porti, ahí es donde estaría: echado en labañera mientras me servían champán.

—Es más probable que fuera vinode Prosecco.

—Tanto da.—Por cierto, ¿dónde está tu

palazzo?—¿Cómo voy a saberlo? No

conozco Venecia.Julia emite un sonido de impaciencia

y coge la guía.—Ah, sí. Palazzo Tradonico. Está

cerca de San Polo.—No sé lo que es eso.—Es la explanada más grande de

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Venecia, aparte de San Marcos…, quees la única explanada que se llamaplaza.

—Te explicas con tanta claridad queno te entiendo.

—Estás dormido. Todo el día hasestado dormido.

—Tú has sido la que se ha pasadodurmiendo la mayor parte del viaje máshermoso del mundo.

—Solo he echado una cabezada.Veinte minutos.

—Creo que no iré a ninguna partesin ti. Venecia es demasiado confusa.

—Oh, ya lo creo que sí. No voy aacompañarte a todos los ensayos. Tedaré un consejo, Michael. Tienes que

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llamar a un lado del Gran Canal Marco,y al otro Polo. Y luego recordar si algoestá en el lado Marco o en el Polo, y asísabrás si tienes que cruzar el canal parallegar.

—Pero ¿por qué no vienes a losensayos? Solo haremos un par…, bueno,tres o cuatro.

—Después de lo de Viena, tesentirás mejor tocando sin mí. Y sin queyo te mire.

Niego con la cabeza.—¿Sabes qué edificio es ese? —

pregunta Julia, señalando con el dedo—.El de la fachada blanca…

—No ni me importa —digo casi conviolencia.

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—Es la iglesia de Vivaldi —dice.—Oh —digo, lamentando mis

hoscas palabras.—No debería haber mencionado

Viena —dice—. Procuraré que no serepita.

—Tú eres la que tiene un problemade verdad, y yo el que se pasa el díagimoteando.

—Lo que te ocurrió fue del todo real—dice Julia.

—¿Te sientes infeliz porque te hetraído? —pregunto.

—Me gusta estar contigo —dice—.Y no me has traído, he venido porque hequerido. —Me mira a los ojos y, depronto, me siento tan dichoso que podría

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ponerme a cantar a grito pelado. ¡Diezdías con ella, diez, en esta ciudad!

—Verdi. Wagner —dice al cabo deunos momentos. A nuestro alrededortodo se ha vuelto azul y anchuroso, yverde en la orilla. Sigo sus ojos,posados en los bustos de los dosmúsicos rivales, que están sobrecolumnas, en el parque. Un árbol lossepara; los dos miran al agua.

—Es la próxima parada.Estamos de pie junto al pasamanos,

mirando el bosquecillo de pinos quebordea el muelle, y me pregunto qué nosdeparará Sant’Elena.

6.2

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La signora Mariani nos recibe sinaliento, como si acabara de atisbar elvaporetto y se hubiera interrumpido enmitad de una frase para acudir corriendohacia la balsa metálica que hace lasveces de parada. Tiene el pelo gris, y esmenuda y muy cordial. Pienso que sepondría a contarnos chismes si algunode nosotros dos fuera capaz dechismorrear con ella. A medida queatravesamos el bosquecillo de pinospara entrar en lo que es propiamenteSant’Elena, la signora Mariani saluda avarias personas que nos miran concuriosidad con un torrente de palabras,de las cuales solo consigo identificar«amici di signora Fortichiari». Saluda

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con la cabeza a la tendera, me haceesquivar un excremento de perro, y, demanera periódica y poco convincente, seofrece a llevarnos las maletas. Subimosuna calle bastante ancha hasta llegar a unpequeño jardín en el que una glicinatrepa por la verja de hierro forjado.Saca un complicado manojo de llaves, ynos enseña cómo utilizarlas para entraren el jardín, en el edificio y (tras subirtres pisos de empinados escalones) en elapartamento.

Es un bonito y sencillo apartamentode suelo de madera, con vistas a la calley al jardín, sobre el cual, por encima deun pequeño magnolio, cuelgantendederos a rebosar de ropa, interior y

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exterior, de muchos colores, entre la quefigura una prenda interior marrón convolantes, que debe de pertenecer, ajuzgar por el origen del tendedero, a lavecina que queda en diagonal delante denosotros un piso más abajo. Julia y yonos miramos encantados. La signoraMariani nos mira y lanza una risitacómplice, y, de repente, cierra laspersianas. Señala el dormitorio, con sussábanas limpias y blancas, el teléfono yel contestador, la lavadora, el extintor,el jarrón de flores amarillas, y junto a élla carta en papel amarillo de la signoraFortichiari. De pronto, antes de que nosdemos cuenta, ha desaparecido. Pocodespués oímos cerrarse con estruendo la

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puerta de la calle, y una voz indignadaque procede del hueco de la escalera.

—Basta, Michael —dice Julia,riendo, mientras la empujo hacia eldormitorio.

Le mordisqueo la oreja.—Mmm. Tienes pelusa.—¡Basta, Michael! ¡Déjame leer la

nota de Jenny!—Luego.Estamos echados en la cama, el uno

al lado del otro, casi totalmentevestidos. Todo lo que ella me pide a lahora de hacer el amor me parece bien.Hoy quiere que vayamos despacio, queno nos precipitemos aunque haya pasadotanto tiempo desde la última vez.

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Muchas cosas han ocurrido desdeentonces, tantas tensiones y esperanzasimprevistas, que volver a tenerla entremis brazos es algo que no quiero que seacabe.

Me siento tentado de abrir lospostigos, pero ella niega con la cabezacuando lo sugiero. Nos apañamos con laluz que se filtra desde las otrashabitaciones. Le quito la blusa y aprietomi cara contra ella. No he tenido tiempode afeitarme esta mañana, y Julia sequeja un poco.

—Tus labios podrían ser un pocomás suaves —dice.

Nuestra conversación es, enrealidad, un monólogo, pues ella no

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puede leer mis palabras. Intuye misintenciones por el tacto, pero puededecir en voz alta lo que siente, lo quequiere hacer y lo que quiere que yohaga. Al principio de reanudar nuestrarelación parecía cohibida, pero ahora esmucho más atrevida que en cualquierotro momento anterior, como si estaexcursión por los canales y estahabitación desconocida la hubieranliberado de sus prejuicios.

En medio de todo ello, tengo quelevantarme para hurgar en mi bolsa, aúnpor deshacer, pero eso no rompe el flujode nuestra excitación. Apoya la cabezaen su brazo y me mira, y cuando regresoes como si ninguna duda ni pensamiento

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hubiera intervenido para refrenarnuestro éxtasis.

Luego, le entrego la nota. Se sienta aun lado de la cama; enciendo la luz.Julia pone un gesto serio. Al parecer, suamiga no puede salir de casa, pues sushijos tienen el sarampión. No quiere quenadie la visite, pero se pregunta si Juliapodría comer con ella pasado mañana enCipriani… y yo, si quieroacompañarlas. Le han asegurado que nohay posibilidad de que ella lo transmita.

—Bueno, Michael, ¿querrás venir?—pregunta Julia, un poco preocupada.

—No, prefiero no ir —replico—. Ytú también debes preferir que no vaya.

Aún estoy pensando en cómo

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consumábamos el amor hace unosminutos, y el sarampión resulta unindeseable intruso.

Julia asiente.—Somos muy buenas amigas… de

cuando íbamos al colegio. Se casó conun veneciano hará unos cinco años, yahora tiene dos niños, chica y chico.

—¿Jenny, la del pelo negro ygrasiento?

—Sí, la que se transformó en unabelleza.

—Entonces más vale que no la vea—digo, acariciándole el cuello con unamano y bajando suavemente los dedoshacia la espalda—. Me pregunto si losdemás habrán llegado. Su vuelo

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aterrizaba a las seis. ¿Cómo irán alpalazzo desde el aeropuerto?

—En barco, seguro. Espero,Michael, que no tengas que verte conellos esta noche.

—No. Pero dije que les llamaría.Mañana por la tarde hay ensayo.

—¿Qué hacemos?—Estoy en tus manos.—En mis brazos.—Sí, eso es más exacto. Estás para

comerte. —Julia parece molesta—. ¿Porqué pones esa cara? ¿Qué crees que hedicho?

—Estás para joderte.—Comerte, comerte… Bueno, ¿qué

hacemos esta noche?

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—Podríamos ir a dar una vuelta —dice Julia—. Me encantaría. Y tenemostanto tiempo.

—No tanto. No el suficiente.Estira la cabeza y me besa la frente.—Sabes —dice—, nunca hemos

bailado juntos. ¿Buscamos un lugardonde podamos bailar?

—¡Oh, no! —digo—. Ya sabes queno sé bailar. Carezco por completo decoordinación. Yo bailaré como un pato,tú bailarás como una pata, y echaremosa perder nuestra primera noche. Vamos adar un paseo, como sugeriste.

Nos duchamos, nos vestimos ysalimos. El crepúsculo es luminosodesde el Lido, lejos de donde estamos,

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un enorme neón de Campari nos envía suresplandor. Las boyas que hay en el aguarelucen temblorosas como velas. Amedida que oscurece nos quedamoscallados. Durante un rato paseamos porel muelle, luego esperamos a que llegueel vaporetto para que nos lleve a dondese le antoje.

6.3

Nos bajamos un par de paradas antes deSan Marcos, y contemplamos durante unrato la Pietà, la iglesia de Vivaldi, o,mejor dicho, la iglesia que ahora ocupael lugar donde estaba la suya. ¡Cuántasveces debe de haber tocado mi violín en

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este lugar! Delante, sobre las aguasnegras, brilla la fachada de San GiorgioMaggiore, iluminada por focos blancos.Aquí fue concebido nuestro cuarteto.

Acordamos volver mañana, con laesperanza de que la Pietà esté abierta.Mientras tanto, caminamos hacia laenorme plaza de San Marcos, y luegodeambulamos por los estrechoscallejones que parten de ella. Julia medice que la última vez que estuvo aquíno se fijó en que, por la noche, en todoslos callejones hay algo de luz. Se refierea que, si tengo algo que decir, puedodecirlo. Pero no necesita hablar.

Regresamos a la amplia riva quelinda con la dársena. Nos rodean —o,

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mejor dicho, me rodean— voces endocenas de idiomas distintos. De noche,cuando la visión disminuye, el sonidodebería predominar. Pero de todo esto:el agua remansándose contra la piedra,un niño pellizcando un globo, ruedasgolpeando contra los peldaños de unpuente, al aleteo de una paloma, taconesaltos contra el suelo de la columnata:¿qué puede oír Julia? Quizá el grave yreiterado sonido del motor delvaporetto; quizá ni siquiera eso.

Y, sin embargo, paseamos en mediode todo ello como dos seres anónimos,de la mano. El aroma de cidra se fundecon el olor fresco y salobre de laciudad. Le pregunto a Julia si tiene

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hambre, y me dice que no. ¿Una copa?Sí. Un vaso de prosecco en un bar. Esincansable, y sugiere un lugar en laGiudecca. ¡Qué feliz me hace que melleven de aquí para allá por tierra, y aúnmás feliz si es por agua!

Es un bar con mucha luz. La mesaque hay junto a la nuestra la ocupan dosjóvenes hombres de negocios francesescon un cochecito en el que hay un bebé,un teléfono móvil, un paquete decigarrillos y varias revistas. Una parejade americanos, ya mayores, los mira concuriosidad, y a continuación pide dosexpresos descafeinados. El encargado,con traje gris, va zumbando de un lado aotro, supervisando, ayudando,

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limpiándose las gafas de vez en cuando,desembarazándose de un cesto debastones de pan que le ofende la vista.Nos traen el prosecco, bebemos y nohablamos de nada en particular, de si vaa llover o no, y de qué haremos sillueve. Mi cuarteto y su familia nuncahan existido.

Una mujer de aspecto apacible,inglesa por su acento, sentada a la mesadetrás de nosotros, habla con una amiga:«Es la gente del Tradonico, yasabes…», empieza a decir, y, atraídopor el nombre, escucho: «No esperaríasotra cosa de ellos. Se sirven de lasmujeres para endilgarles sus productos,las ropas que diseñan, las joyas que

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venden, las utilizan como música defondo… Y en cuanto al libro, te diré loque creo: es un artículo de periódico,pero no literatura… A mí no meinvitaron, pero tampoco habría ido…Tiran un cacahuete y los monos bailan…Los desprecio.»

Julia me mira con curiosidad, perono se vuelve para leerle los labios a lamujer.

—No vale la pena —digo en vozbaja, sorprendido por esos venenososcomentarios—. Dicen algo acerca de lagente del Tradonico. Supongo que serefieren a los del palazzo. ¿Por quéhemos venido aquí, con tantos barescomo hay?

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—Maria y yo vinimos una vez. Loencontré lleno de encanto, y mepreguntaba si habría cambiado.

Pedimos la cuenta y pagamos; omejor dicho, ella se me adelanta.

—Estás bostezando, Michael —diceJulia mientras esperamos el vaporetto.

—Debo de estar más cansado de loque suponía. La verdad es que tengohambre.

El resto de la velada pasa feliz, sinnada que reseñar: comemos en unatrattoria, paseamos por estrechascalles, tomamos una copa en un bar. Ellaes la mujer que amo y estamos enVenecia, de modo que imagino que estoes la dicha. Lo es. Cogemos un

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vaporetto para volver al apartamento, ynos quedamos dormidos castamente eluno en brazos del otro.

6.4

Anoche se me olvidó cerrar laspostigos, y la luz inunda la habitación.Julia abre los ojos, como si intuyera quela observo, enseguida vuelve acerrarlos, y murmura: «Déjame dormir.»

Hacía muchos años que no medespertaba junto a ella. Incluso cuandoéramos estudiantes en Viena, solodurante nuestras excursiones al campopasábamos toda la noche juntos.

Cuando vuelvo del cuarto de baño,

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se ha puesto una bata blanca.—¿Por qué siempre llevas seda?—¿Seda? ¿Yo? —exclama. Da un

par de palmadas junto a cada uno de susoídos.

—¿Un buen día? —pregunto.—Así así. —Sonríe, se encoge de

hombros.Exploro la cocina buscando algo

para desayunar, y le digo que solo haycafé. ¿Voy a comprar algo? Julia sugiereque me lleve mi guía de la conversaciónitaliana y señale las palabras másimportantes. Bajo a la tienda y vuelvocon pan, mermelada y leche. La cafeteraes de filtro, y nos sentamos y tomamosun poco de café, con cierto embarazo.

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Compartir la mañana parece más íntimo,más deliciosamente embarazoso quecompartir la noche.

No, en Banff también estuvimosjuntos, día tras día durante variassemanas seguidas. Me contó querecordaba los prolongados silbidos delos trenes a lo lejos. ¿Y ahora, puede oírlas bocinas procedentes de la laguna?

—Esta mañana, algodón —diceJulia al disponernos para salir.

—¡Si ni siquiera te has puestocarmín!

—Estoy de vacaciones.—¿Has traído cámara fotográfica?—Oh, no necesitamos fotos —dice

Julia con vehemencia—. En cualquier

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caso, Maria tomó algunas del picnic…¿No deberías llamar a los demás? Ayernoche no los llamaste.

Telefoneo al Palazzo Tradonico y sepone Piers. Me dice que hemos devernos a las once. De su tono deduzcoque algo le desagrada, pero no puedodecir si es su actual alojamiento, o elque yo me olvidara de llamarles ayer, olo ocurrido en el concierto de Viena, osus ambivalentes recuerdos de Alex yVenecia.

Naturalmente, los tres han estadohablando de mí, y me pregunto si, dealgún modo, van a hacer causa común.Julia me dice que no me preocupe, y queesté tranquilo cuando les vea.

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Recorremos la vegetación de nuestraisla —una pequeña ciudad sin tráfico,que huele a hierba recién cortada—hasta uno de los puentes que llevan a laVenecia de verdad. A nuestra izquierdahay un remanso, casi pastoril; a nuestraizquierda un canal en el que de unagabarra descargan relucientes tubos deventilación, y tres hombres se chillanmutuamente a medio metro uno de otro,intercambiando información, pero nopalabras coléricas. La colada seextiende a lo largo de la calle por la quecaminamos, y vemos los inevitablesgeranios en sus macetas de plástico.

Paseamos por un camino de gravablanca flanqueado de altos tilos de

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oscuro tronco y hojas recientes llenas deluz. A ambos lados se ven jardinesdescuidados. Al extremo del camino hayuna estatua: Garibaldi y un leónrodeados de palomas, peces de colores,tortugas, perros, niños, bebés encochecito y madres parlanchinas: almenos un centenar de vidasindependientes. Nos quedamos un ratopor allí antes de seguir.

—Hemos de ir por los Schiavoni —dice Julia—. Ahí es donde está lo quequiero enseñarte.

Sin embargo, cuando llegamos elmuseo está cerrado.

—¡Pero si no es lunes! —dice Julia.Golpea la puerta principal. Nadie

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contesta. En las inmediaciones se venturistas que se encogen de hombros,parlamentan, miran la puerta cerrada conenojo o indiferencia, y luego dan mediavuelta. Julia vuelve a golpear la puerta.

—Julia, déjalo.—No quiero. —Parece muy

decidida, incluso furiosa.—¿Qué tiene de especial este lugar?—Todo. Oh, esto es frustrante.

Ningún cartel, ninguna explicación, nohay nadie. Y ni siquiera conseguí ver miVermeer en Viena. ¿Tienes papel?

Saco lápiz y papel de la funda de miviolín, y Julia garabatea algo queincluye las palabras «telefonaré» y«pronto» en letras mayúsculas, antes de

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meterlo por el buzón.—Sería horrible que estuviera

cerrado porque lo están restaurando —dice.

—Pero ¿qué les has pedido?—Que me telefoneen o se enfrenten

a mi cólera.—Eres incapaz de sentir cólera.—¿Eso crees? —dice Julia, casi

para sí.—Aunque nos telefonearan, yo no

les entendería, y tú no podrías oírlos.—Llegaremos a ese puente cuando

crucemos.—¿Qué? —digo.—Quiero decir que cruzaremos ese

puente cuando lleguemos —dice Julia,

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que frunce el ceño y mira una pequeñabarca azul que surca el Rio della Pietà—. Y ahora vamos a ver tu iglesia…,quiero decir la de Vivaldi.

6.5

Pero también está cerrada, o como si loestuviera. Entro por la puerta exterior,pero una enorme cortina escarlata y uncartel en varios idiomas me impidenacceder a la iglesia propiamente dicha.Percibo el abatimiento de mi Tononi.Esto es demasiado.

Una chica de cara oronda estásentada tras un mostrador, a la derechade la entrada. Está leyendo lo que, a

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juzgar por la cubierta, parece un relatode terror.

—¿Podemos entrar? —pregunto eninglés.

—No. No posible. —Sonríe.—¿Por qué?—Cerrado. Chiuso. Muchos meses.

Solo rezar a Dios.—Queremos rezar.—Domingo.—¡Pero el domingo vamos a

Torcello!Se encoge de hombros.—Esta noche hay un concierto.

¿Quiere entradas?—¿Qué tocan? —pregunto.—¿Tocan?

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—¿Bach? ¿Mozart?—Oh. —Nos enseña el programa: es

un concierto de un grupo local. En laprimera parte interpretan obras deMonteverdi y Vivaldi, y en la segundamúsica contemporánea, incluida unapieza de título inglés perteneciente a uncompositor actual italiano: Things arewhat they eat. Aun cuando no estuvieracon Julia, no sería un programa muy demi gusto.

—¿Cuánto?—Treinta y cinco mil liras —dice la

chica.—¡Uau! —digo, haciendo un poco

de cuento, aunque procurando que Juliano me vea—. Demasiado caro. Molto

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caro —añado, recordando la frase.La chica sonríe.—Soy músico —digo, mostrándole

la funda de mi violín—. ¡Violinista!¡Vivaldi! Esta es su iglesia. —Levantolas manos en un gesto de adoración. Lachica sonríe, divertida—. ¡Por favor!

Pone el libro sobre el mostrador, selevanta, se me acerca, mira a sualrededor para asegurarse de que nadienos ve, y aparta la cortina escarlatadurante un momento para dejarnosentrar.

—Ya ves —le digo a Julia—. Puedela amabilidad lo que no pueden lasamenazas.

—Dilo otra vez.

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—Puede la amabilidad lo que nopueden las amenazas.

—En los Schiavoni no había nadiecon quien intentar ser amable —dicesecamente.

Por encima de nosotros, el grandiosotecho es un estallido de espacio y luz,con ángeles y músicos en los bordes y,en el centro, una espléndida efusión deazul pálido, ocre rosáceo y blanco. ElPadre, el Hijo y el Espíritu Santo, enforma de paloma, coronan a la Virgen.

Mientras observamos esas figurasllenos de pasmo, una delirante cacofoníaestalla cerca del altar. Un piano, queestá instalado sobre una tarima de pocaaltura y conectado a un amplificador, es

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asaltado por un orate. Primero, toda laladera de una montaña vuela en pedazos,a continuación, un chillido de ratonesdementes baja desde las octavassuperiores hasta transmutarse engruñidos de osos que hielan la sangre alllegar a las notas más bajas. ¿Será estoThings are what they eat?

Julia también está turbada, peroprincipalmente por mi turbación.

De pronto, la música para, y elpianista y el ingeniero de sonido hacenalgunos ajustes antes de iniciar otroensayo. A continuación, todo vuelve aquedar en silencio, cierran la tapa, y,gracias a Dios, los dos se van tanrepentinamente como llegaron.

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—¿Ha sido realmente tan horrible?—pregunta Julia.

—¡Oh, sí! Créeme. Por un momentote he envidiado.

—Toca tu Tononi, pues, y exorciza laiglesia.

—Nos echarán. Ni siquiera podemosestar aquí.

—Michael, si no tocas aquí tuviolín, lo lamentarás el resto de tu vida.

—Y supongo que mi violín nunca meperdonará.

—Tú lo has dicho.—Pero Julia…—Pero Julia, ¿qué?—Entonces, ayúdame —digo, y la

conduzco hasta el piano.

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—¡Oh, no, Michael! ¡Oh, no! Noconseguirás hacerme tocar. Sabes que nolo haré.

—Esto ya lo has tocado antes.De la funda de mi violín saco la

partitura del largo de la primera SonataManchester de Vivaldi —fotocopiada enpapel A3 hermosamente ancho—.Despliego la hoja y la coloco en el atrildel piano.

Julia se sienta. Mira la partituradurante un segundo, moviendoligeramente la cabeza de un lado a otromientras tanto. Yo afino el violín.

—Eres un abusón, Michael —diceJulia con una voz dulce y seria.

Por toda respuesta toco la primera

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nota, y ella, sin más resistencia, entra enla siguiente.

Es un éxtasis, y acaba pronto. Nadamás hermoso se ha escrito para eseinstrumento, y mi violín percibe conclaridad que ha sido escritopersonalmente para él, para que lo toqueaquí. ¿Dónde, si no, debería tocarse estamúsica? Fue en este mismo lugar dondeVivaldi dio clases a las jóvenes delorfanato, y las convirtió en las mejoresintérpretes de Europa. Y puesto que elmanuscrito de la pieza se descubrió hacepocos años en la misma biblioteca deManchester donde yo aprendí gran partede mi oficio, me parece que también hasido escrita para mí.

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Nadie nos interrumpe. No hay nadiemás en la iglesia. Solo nos escuchan losmúsicos que hay en el techo, con susviolas, sus trompetas y sus largoslaúdes.

—Ha salido perfecto —digo nadamás acabar—. Toquémoslo otra vez.

—No, Michael —dice Julia,cerrando la tapa del piano—. Si ha sidoperfecto, y creo que lo ha sido, deninguna manera hemos de repetirlo.

6.6

Mientras recorremos las estrechascallejas y cruzamos los pequeñospuentes que nos conducen al Palazzo

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Tradonico, oigo unos extraños golpes,como de algo que botara. Descubro queprocede de unos niños que dan patadas aunos balones. Se puede acceder alpalazzo por el agua, pero el portón da aun canal muy estrecho. Su fachadaprincipal, gris y con desconchones, da auna pequeña plaza irregular, elcampiello Tradonico, que no figura enninguna de las principales rutasturísticas, y que, por tanto, es el refugioideal para jugar a lo que parece unaespecie de fútbol-squash. Varios balonesblancos y negros están empalados en lospuntiagudos barrotes de la verja, que sealzan hasta el nivel del primer piso. Allíestán, deshinchándose día tras día,

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aunque nunca completamentedeshinchados, delimitando y adornandoel palazzo a modo de piñas o gárgolas uotra excrecencia arquitectónica mástradicional.

Toco el timbre. Una voz femeninadice algo en italiano, a lo que yorespondo: «Signor Holme, QuartettoMaggiore», lo que tiene como resultadoun click de bienvenida. Abro la granpuerta y nos adentramos en un inmenso,oscuro y vacío vestíbulo de piedra, conun tramo de escalones que ascienden alo largo de una pared. No se enciendeninguna luz, así que subimos a tientashasta el primer piso, donde se abre unapuerta en cuanto llegamos.

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La hija adolescente del conde deTradonico nos da la bienvenida; nosdice que se llama Teresa, y que losdemás miembros del cuarteto estánreunidos en la sala de música. Nosconduce hasta allí, sonríe y desaparece.

El suelo ocre y negro del pasilloprincipal, reluciente y agrietado, vadesde la fachada hasta la parte de atrás,y la luz se derrama por ambos lados.Después del destartalado exterior y lasombría entrada, no me esperaba algoasí.

Cada sala que atravesamos es másfantástica que la anterior, y todas estánllenas de variadas antiguallas: tapices,sofás dorados con respaldos decorados

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con brocados, sillas de terciopelo,puertas pintadas con camellos yleopardos, una mesa de mármol verdecon las patas labradas que no conoce lalínea recta, candelabros de cristal queforman alas y flores, relojes que seapoyan en osos que bostezan, unaabsurda mezcla de jarrones chinos,estatuillas que nos observan y nos hacenseñas desde hornacinas, y cuadros, entrelos que se ven retratos de familia,pequeños bocetos a lápiz firmados,lechosas madonas y la sanguinaria Judity Holofernes, que miran desde la pared,sobre la mesa del comedor.

Billy surge de una habitacióninterior y nos saluda con calor.

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—¿Todo va bien?—Sí —replico.—¿Seguro?—Por supuesto —digo.—Tenemos todo el palazzo para

nosotros —murmura Billy.—¡Es increíble! —dice Julia.—Nos alojamos en el segundo piso,

que es el de Mrs Wessen, pero es en estaplanta donde tendrá lugar el concierto.Incluso hay un jardín privado —dice,señalando un pequeño puente que cruzael canal—. Es más pequeño que mijardín de Leytonstone, pero Piers diceque en Venecia equivale a un campo degolf.

La cara de Julia se ilumina ante la

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idea de dirigirse al jardín para huir detanta suntuosidad.

—Echemos un vistazo rápido —sugiere—. ¿O los demás estánesperando a Michael? ¿No pasa nada sivoy sola?

—Oh —dice Billy—, solotardaremos un minuto. Vamos juntos.

Cruzamos el puente y, de pronto, nosencontramos en un mundo distinto, mássencillo y refrescante, un refugioformado por árboles de pequeñas hojasy fragantes flores blancas, hiedra,adelfas y cipreses. Unas cuantas hojasflotan en una pila para pájaros. Un leóndeslucido y aburrido, con las patasdelanteras apoyadas sobre un escudo,

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toma el sol delante de una fuente.No hay tráfico en el pequeño canal.

Nada se oye, a excepción del leve cantode un pájaro y la distante campana de laiglesia; ni siquiera se oyen los balones.Aplasto una hoja de laurel, y Julia lahuele en mi mano.

—Bueno —dice Helen, que haaparecido de repente detrás de nosotros,sin hacer ruido—. Todo esto es muybonito, pero quizá va siendo hora de queensayemos un poco. —No se dirigedirectamente a ninguno de nosotros.Mientras regresamos por el puente, dejacaer unas hojas en el agua.

La sala de música contiene un pianoy un clavicordio.

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—Sabes, Julia, deberíamos tocar lode Vivaldi con esto —sugiero—. Seríamucho más apropiado y…

—No —dice Julia, brusca,repentinamente, levantando la vista. Misojos siguen los suyos y veo una masa deestuco en la que hay esculpidos unosquerubines grises y dorados que seretuercen; sus pequeños brazos, piernasy nalgas sobresalen del techo.

—Bueno —dice Piers, que nos haestado esperando en la sala de música—. ¿Qué os parece si empezamos? —Suvoz es fría, y no hace ademán desaludarnos.

—Lo siento —dice Julia—. Solo hevenido a saludaros, y también vendré al

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concierto, pero ahora debo irme.—Pero Julia… —protesto.—Tengo que hacer algunas compras

—dice—. Tengo las llaves.—¿Y el almuerzo?—Come con tus amigos. Has pasado

muy poco tiempo con ellos. Daré unavuelta y te veré a las seis en elapartamento. ¿Las seis es una buenahora?

—Bueno, sí, pero…—A las seis, pues. Adiós.—En una hora o dos habremos

acabado —digo—. ¿Por qué no vas aleer al jardín?

Pero Julia ya ha dado media vuelta.Me levanto, temiendo que pueda caerse

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por las escaleras sin luz, y la alcanzocuando está en la puerta.

—Michael, vuelve dentro.—Voy a acompañarte abajo.—No.—¿Qué diantres te pasa?—Nada.Hemos llegado a las escaleras, y

está demasiado oscuro para que ellapueda ver mis labios.

—¿Encontrarás el camino de vuelta?—digo preocupado, mientras le abro lapuerta principal.

Pero Julia, tras asentir rápidamentecon la cabeza, ya cruza el campiello, sinhacer ninguna concesión a la presencia ola táctica de los asombrados futbolistas.

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6.7

Billy teclea nervioso el piano cuandovuelvo.

—No pasa nada, espero —dicePiers, con cierta indiferencia.

—No —digo, un poco molesto porla frialdad con que ha tratado a Julia,aunque me ha molestado más la actitudde Helen.

—No hemos tenido tiempo decomentar nada —dice—. Tuve unapequeña pelotera con Lothar el díadespués del concierto. Nos llamó para,bueno, para felicitarnos. Desde luego, elconcierto fue un gran éxito.

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Asiento, un tanto a la defensiva.—Le dije que debería haber estado

con nosotros. Él también representa aJulia, y debería haberse dado cuenta deque, dadas las circunstancias, podíansurgir dificultades.

Sus palabras inusualmente formalesme irritan.

—Supongo que tenía otrocompromiso —digo.

—Sí, eso es lo que dijo.—Bueno, me parece razonable,

Piers. Él se encargó de todo. Inclusovino a recogernos al aeropuerto y nosllevó al primer ensayo. Por otra parte,sus oficinas están en Salzburgo, ¿no? Noentiendo adonde quieres llegar. Yo no

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sabía que iba a pasarme aquello. ¿Cómoiba a saberlo él? Ni siquiera sabe queconozco a Julia desde hace años.

—Ni que sois tan íntimos —diceHelen—. Billy, ¿te importa?

Billy deja de aporrear las teclas.—Creo que Lothar debería habernos

hablado del problema de Julia —diceHelen—. ¿No crees? La cosa casi acabaen desastre.

—¿Cómo puedes decir eso? —exclamo.

—¿Cómo puedes negarlo?—Helen, no tergiverses las cosas —

digo, lejos de mantener la calma, comoJulia me recomendó—. No fue ellaquien causó problemas, sino yo. Y, en

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cualquier caso, yo te dije que está sorda,¿qué más da, pues, que Lothar te lodijera o no?

—Hizo que todos nosotrostocáramos con una gran tensión —dicePiers.

—¿Habéis planeado estaconversación? —pregunto.

—Claro que no —dice Piers conbrusquedad—. Es solo que estamos muypreocupados por lo que pasó. InclusoBilly, por mucho que se esfuerce por nodecir nada.

—¿Qué ensayamos primero? —digo,mirando a mi alrededor—.Mendelssohn, ¿no?

—Primero discutamos esto —dice

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Piers, colocando una mano en mihombro, como para obligarme—. Si hahabido un concierto que exigiera unanálisis completo, ha sido ese.

Aparto su mano.—No hay nada que discutir —digo,

luchando por controlarme—, Julia nuncavolverá a tocar con nadie. ¿De acuerdo?Esa parte de su vida ha acabado. Novolveremos a tocar con ella, ¿por quéeso va a afectarme, entonces? —Respiroprofundamente, a continuación digo—:Siento mucho, muchísimo, lo que pasóen Viena. De verdad. Fue horrible paramí, fue horrible para ella, y sé que fuehorrible para vosotros. No tengo ningunaexcusa. No debería haber ocurrido. Os

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decepcioné. Pero ¿creéis posible quealgo así vuelva a ocurrirme? ¿Y cómopodéis ser tan poco comprensivos conella? Entiendo que me culpéis a mí, pero¿a ella?

Hay unos segundos de silencio. NiHelen ni Piers parecen muyconvencidos.

—Tienes razón —dice Piers depronto—. Dejémoslo.

—Muy bien. Mendelssohn —diceBilly, aliviado.

Helen no dice nada, pero hace ungesto casi imperceptible deasentimiento.

—¿La escala, pues? —dice Piers.La tocamos muy lentamente, y de

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manera gradual, casi dolorosa,desaparece gran parte de la acrimoniaque había entre nosotros. Levanto lamirada y veo la extraña confusión debebés que hay en el cielo. Bajo lamirada al suelo y vuelvo a sumergirmeen los lentos intervalos, primeroascendentes, luego descendentes, de laescala.

—Otra vez —dice Billy cuandollegamos a la última nota, y los cuatrocumplimos sin vacilar esta petición sinprecedentes. Helen y Billy tocan concalma, con fluidez, pero Piers pareceensimismado en su propio mundo, talcomo le recuerdo cuando me uní alcuarteto.

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Cuando acaba el ensayo decidimosque no hace falta repetirlo antes delconcierto.

—¿Por qué mañana no vamos todosa San Giorgio Maggiore? —sugiereHelen, que ya vuelve a ser la de siempre—. En este viaje no hemos hecho nadajuntos. Podemos pedirle a alguien quenos saque una foto delante de suscolumnas: sería una buena fotopublicitaria. No me digas que tienesalgo que hacer mañana, Michael.

—Creo que puedo arreglarlo…¿Quizá a la hora de comer?

—¿A esa hora no estará cerrada laiglesia? —dice Billy.

—Bueno, pues, ¿qué tal mañana por

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la mañana? —sugiere Helen—. ¿O estatarde?

—Ahora quiero dar un paseo —digo—. Pero puedo encontrarme allí convosotros a eso de las tres.

—¿Piers? —pregunta Helen.—No, tengo que hacer.—¿Hoy, quieres decir?—Sí.—¿Y mañana?—Sí —dice Piers, más apagado que

exasperado.—¿Mañana por la mañana,

entonces? —insiste Helen.Piers niega con la cabeza y suspira.—Mañana también estoy ocupado.—¿Qué? ¿Todo el día? —dice Helen

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—. ¿Y qué diantres tienes que hacer? Dique vendrás, Piers. Será divertido. Ydesde la torre la vista es increíble.

—No quiero ir a esa isla —dicePiers, colocando su violín en la funda—.Conozco bien la vista que hay desde latorre. La tengo grabada en la cabeza.¡Por el amor de Dios, Helen, no te hagasla tonta! No volveré a esa isla: ni hoy, nimañana, ni nunca. Odio Venecia. Aveces me digo que ojalá nunca se lehubiera ocurrido la idea de formar uncuarteto.

Piers sale de la habitación. Los tresnos miramos, estupefactos ante suvehemencia, sin saber qué decir.

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6.8

Julia y yo cenamos en el apartamento ala luz de las velas. Ella ha cocinado y yohe puesto la mesa. Después de contarlelo del arrebato de Piers, le pregunto porqué estuvo tan rara por la mañana en elpalazzo.

—¿Fue por Helen? —pregunto.—Estoy demasiado tensa.—Lo siento.—¿Sabes una cosa? Todo esto es

muy bonito, Michael, de verdad, pero nopuedo leer los labios a la luz de lasvelas. ¿Qué me decías de las arañas?

—¿Las arañas?

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—Oh, no importa. Por cierto, la luzdel contestador ha estado parpadeando,o sea que tenemos un mensaje. Mepregunto si será de Jenny.

—Podría ser alguien de losSchiavoni que llamara para disculparsey darte explicaciones.

—Es verdad.—En tal caso el mensaje estará en

italiano. ¿Cómo lo haremos? —pregunto.

—Después de cenar lo escuchas yanotas más o menos lo que dice, y yointentaré descifrarlo.

Me levanto y enciendo la luz.—Ya está…, pero ¿de verdad estás

tan tensa? Quiero decir, por estar aquí

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conmigo.—Soy feliz aquí contigo.—Lo que quiero decir es… ¿porque

no estás…, porque no estás en Londres?—Les echo de menos —dice Julia

—. Aunque igual les echaría de menos sime hubiese quedado en Viena. Pero noes solo eso. Hoy he sacado dinero con latarjeta de crédito, y se me ocurrió quecuando llegue el estado de cuentas delbanco con los gastos de la tarjeta, en élaparecerá claramente que he estado enVenecia. No estoy acostumbrada apensar en esas cosas. Es horrible tenerque andarse con tantos subterfugios.

Calla por unos momentos.—¿James alguna vez…?

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—¿Si se lo imagina?—No. ¿Se ha acostado con otra?Julia pondera cómo responder a esa

pregunta… o quizá si ha de responderla.¿Le parece, tal vez, una falta dedelicadeza por mi parte que le haga unapregunta así? Pero no queríaplanteársela en términos de fidelidad oinfidelidad.

—Que yo sepa, solo una vez —dicepor fin—. Hace varios años. Y fuecuando nos llevábamos mejor que nunca.Pero eso fue otra cosa. Estaba deviaje…, iba solo…, y solo fue unanoche. No creo que se haya acostadocon otra mujer después de eso.

—¿Y cómo lo averiguaste?

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—Él me lo contó. En aquel momentome pareció extraño. Aún me lo parece…Pero eso no me sirve de excusa. Lo míoes mucho peor, porque te quiero; ¿cómopodría decirle algo así? En cuanto meparo a pensar la cabeza me da vueltas.Llevo todo el día oyendo un campanilleoen los oídos… Te he comprado unregalo de cumpleaños. Tarde, lo sé.

—¿De verdad? Déjame verlo.—Te lo daré enseguida. Pero antes

debo hacer algo.Vuelvo a llenar nuestros vasos de

vino.—Me parece un poco injusto que tú

puedas cambiar repentinamente de temay yo no —digo.

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—Es una pequeña compensación —dice Julia—. Yo antes era tímida, comoprobablemente recuerdas, pero cuandoeres sorda no puedes ser tímida. Ahora,cuando no entiendo algo, o no quieroentenderlo, cambio de tema, y todos losdemás tienen que seguirme la corriente.

—¡Nunca fuiste tímida!—¿Ah, no?… Sabes, quizá debería

enviarle un fax a James desde aquí.Jenny tiene fax, y mañana comeré conella.

—¿Por qué no le dices,sencillamente, que estás en Venecia?Sobre todo, porque parece que acabaráaveriguándolo.

—Sí, tienes razón. ¿Por qué no?

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—A no ser, claro, que Maria hayahablado con él y le haya dicho que estáscon ella.

—Creo que han sido los querubinesque he visto en el techo de la sala dondeensayabais lo que me ha afectado —diceJulia.

—¿A qué te refieres?—Ya hace más de una semana que

no le veo —dice.—¿No tiene a su abuela que se

desvive por él? —pregunto.—Sí. Estoy segura de que no me

echa de menos. No puedo soportarlo.¡Mi pobre pequeño…!

Siento una repentina oleada derencor contra ese pobre pequeño.

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¿Cómo puedo competir con él? ¿Qué mehace pensar que podría separarlos?

6.9

Después de cenar salimos a tomar café,aunque solo a una plaza cercana,arbolada con ginkgos, nísperos delJapón y tilos; luego volvemos a casabajo la glicina, procurando no dar unportazo al entrar.

Pasa la noche abrazada a mí, y devez en cuando dice mi nombre. Me haenseñado el alfabeto del tacto, parapoder leer, en la oscuridad, algunapalabra de amor en mis dedos, mientrasse ríe de mis faltas de ortografía. Se me

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hace difícil dormir abrazado a ella. Alfinal nos colocamos en una posición enla que su cabeza descansa sobre mihombro y mi brazo, y duermo bien.

Por la mañana contemplo indolentecómo se maquilla, con la barbillaapoyada en la mano. En esta ciudad,bajo esta luz, está muy hermosa, más quenunca. Me pregunta, un poco enfadada,si no tengo nada mejor que hacer. ¿Porqué no leo algo sobre Venecia? ¿Por quéno estudio El arte de la fuga, cuyapartitura he traído conmigo? ¿Por qué nome afeito? ¿Por qué lo único que hago esmirarla mientras se arregla? Ella nuncame mira cuando me afeito, y no entiendemi fascinación.

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Pero ¿cómo no estar fascinado?Hacemos el amor con tanta naturalidadaquí, en esta isla donde acaba Venecia.Paseamos cogidos de la mano: aquí,allá, por todas partes. Somos una pareja:la pareja inglesa, los amigos de lasignora Fortichiari. Venecia no tieneninguna historia para mí, excepto la deuna promesa que ahora he cumplido.Para Julia tiene el recuerdo de una visitasin mí, pero Sant’Elena, donde no haypreocupaciones, ni el lastre del pasado,ni casi turistas, es un territorio virgenpara los dos.

El mensaje del contestador era, enefecto, de la Scuola di San Giorgio degliSchiavoni. El encargado estaba enfermo

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y no habían tenido tiempo de encontrarleun sustituto, por eso no pudimos entrar;pero ahora tienen a alguien, el edificioabrirá mañana a partir de las nueve ymedia.

Vamos hasta la Scuola. No haymucha gente. Julia me dice el nombredel artista cuya obra quiere que vea:Carpaccio. Mis ojos se acostumbran a lapenumbra, y, al mismo tiempo, mi bocase abre de asombro. Los cuadros quecuelgan en la madera oscura de la paredson los más increíbles que he vistonunca. Nos quedamos mirando elprimero: un repelente dragón, atacadopor San Jorge, se retuerce de dolormientras la punta de la lanza le atraviesa

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la boca y el cráneo. A su alrededor, unyermo que encoge el corazón. Está llenode objetos repugnantes: serpientes,sapos, lagartos, cabezas, miembros,huesos, cráneos, cadáveres. El torso enescorzo de un hombre, cuya cabeza depelo rizado recuerda la de San Jorge sihubiera sido víctima del dragón, nosmira desde el cuadro, con un brazo y unapierna devorados. Una doncella, a laque le falta la parte inferior del cuerpo,consigue seguir teniendo un aspectovirtuoso. Todo es pálido y grotesco; sinembargo, más allá del árbol seco y elominoso desierto hay una zona de serenabelleza: una escena con barcos y agua,altos árboles, opulentos edificios.

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Vamos de una escena a otra, sinhablar, separados por un cuadro dedistancia. Yo me quedo atrás, mirando laguía. El dragón, derrotado yacobardado, espera el golpe final de laespada vencedora; monarcas paganos seconvierten de manera espectacular,mientras un pequeño loro rojo miradesde el cuadro con una expresióncínica y reflexiva al tiempo quemordisquea la hoja de una planta; unniño es exorcizado para librarlo de ungrotesco basilisco; en la pared opuesta,al otro lado del altar, el manso SanJerónimo viaja con su aún más mansoleón, y los timoratos monjes huyen comomurciélagos clónicos; el pequeño loro

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rojo vuelve a aparecer cuando SanJerónimo muere devotamente; y, acontinuación, lo más asombroso de todo:la noticia de su muerte le llega a SanAgustín en su rico y sereno estudio,cubierto de libros, adornado conpartituras abiertas, donde se le vesentado, sin más compañía que suhermoso, impecable, educado, fiel perroblanco de pelo rizado, y no hay nadamás perfecto ni más necesario en estasala, ni en Venecia, ni en el mundo.

Un pequeño rollo que hay a su lado,que no destaca más que las partiturasabiertas, afirma que Vittore Carpacciolo pintó. Pero ¿es posible? ¿El que hizoal dragón te hizo a ti? La pluma está en

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la mano de tu dueño, la luz del saberprecíente ilumina su cara, y las largassombras de la tarde recorren el suelodesnudo, donde solo estás tú, ¡oh,glorioso chucho! ¡Qué húmeda tienes lanariz, qué atentos y brillantes se ven tusojos! El cuadro es inimaginable sin ti.En cambio, Cristo podría desaparecerde su nicho y no se le echaría de menos.

Entra de repente una pequeña hordade colegiales franceses que llevangorras amarillas y comentan los cuadrosbajo la supervisión de un socráticoprofesor. Se sientan en los bancos, mirana su alrededor, se agolpan delante dealguna pintura. «Chrétien…, une bêteferoce…, jeune filie…» En el oído de

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mi mente oigo una salmodia: «Fou.»«Non, soûl.» «Non, fou.» «Non, soûl.»Me agito, enseguida me calmo. Noscolocamos a la derecha, sin molestar.Julia me coge la mano. Un muchacho, enrespuesta a una pregunta, dice contimidez: «Le chien sait.» Y tiene razón,el perro sabe, aunque no es tan sabiocomo el loro rojo, que no me inspiraconfianza. El perro es sereno en susaber. Tiene fe en cómo son las cosas, ydignidad, y devoción.

Subimos al piso de arriba y nosquedamos solos. La beso. Ella me besacon ternura y abandono. Hay un bancojunto a la ventana. Zurea una paloma, labrisa ondula la cortina, y del otro lado

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del canal llega el sonido de una obra:están dejando a la vista los ladrillos deuna pared enlucida. Nosotros, o yo,mejor dicho, oiría a cualquiera quesubiera las escaleras. Nos besamoslargamente. Me siento en el banco, ellase coloca a horcajadas sobre mí, mismanos la recorren, van bajo su vestido.

Le susurro al oído lo que me gustaríahacer, sabiendo que no puede oírme.

—¡Oh, Dios mío! —dice—. ¡Para deuna vez! ¡Para!

Oigo a alguien en las escaleras. Nosseparamos y nos ponemos a mirar laguía y los artesonados del techo, dondevarias figuras sacras se dedican a sussacras tareas.

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Un anciano sube rígida y lentamentelas escaleras, nos observa con frialdad,a continuación vuelve a bajar sin decirpalabra. Aun cuando es imposible quesupiera lo que estábamos haciendo, essuficiente para que nos reprimamos.

En el piso de abajo, echamos unúltimo vistazo a los cuadros. Los bancosestá llenos, y hay al menos un centenarde colegiales que parlotean de maneraincontrolable.

Entramos en una sala lateral, unaespecie de sacristía donde hay cálices,vestiduras, tres Vírgenes con el niño, yun circuito cerrado de televisión enblanco y azul… que está enfocado en elbanco de arriba donde estábamos

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sentados hace un momento.—Salgamos de aquí —dice Julia

con un gesto de horror, roja devergüenza. Al anciano no se le ve porninguna parte.

Nos alejamos rápidamente,cruzamos el puente y, cuando Juliahabla, nos hallamos en un laberinto decallejuelas:

—Es horrible, horrible —dice.—Vamos, Julia…—Qué vergüenza…—Solo era un anciano haciendo su

trabajo.—Estoy harta de esto… —Se echa a

llorar.—Julia, por favor, no llores.

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—Oh, Michael…La abrazo: ella, contrariamente a lo

que me temía, no opone resistencia.—¿Por qué me dejaste? Esto no

puede seguir así…, lo odio…, y ahora elCirpiani… James se alojó allí hacetiempo… —Sus palabras me lleganincoherentes, y yo le digo palabrasincoherentes, pero procuro hablar lomenos posible, a la espera de que seapaguen sus sollozos.

Paseamos por la riva.—¿Qué aspecto tengo? —dice antes

de subirse a la lancha que la llevará alapartamento.

—Horrible.—Ya me lo parecía.

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—No es cierto. Estás tanencantadora como siempre —digo,colocándole unos pelos rebeldes detrásde la oreja—. Estaré aquí a las tres ymedia, esperándote. No estés triste.Estamos un poco tensos, eso es todo.

Pero esto es un patético eufemismo.Sé que hay algo más. Algo se ha echadoa perder. La pequeña barca marrón sealeja aguas abajo. Un enorme barcoblanco surge ante mis ojos. El cielo esazul y despejado, las embarcacionessurcan la azul laguna: para apartar de mimente lo ocurrido, intento grabar todoslos detalles de la escena en mi memoriacomo si fuera uno de los últimoscuadros de Canaletto: el crucero, el

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transbordador, el taxi acuático, la lanchade la policía, la góndola, un par devaporetti, una especie de gabarra. Peroes inútil: no hay manera de esquivaresos pensamientos. Intento imaginarmesin ella. Doy media vuelta y me dirijo ala plaza; luego paseo por las estrechas ytortuosas calles.

De pie en un pequeño puente que daa un canal lateral, contemplo unembarcadero de postes azules de puntadorada. Veo el portón lateral de laópera: en él hay fragmentos de metalretorcido, un trinquete de madera,puertas chamuscadas, un pájaro oxidado.En las negras paredes negras un grafitoproclama: «Ti amo. Patrizia.» Este es el

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fénix que se quemó, y que esta vez no haresurgido de sus cenizas. No hay dudade que lo que se perdió de manera tanestúpida, tan rápidamente y en tan pocotiempo puede recuperarse, rehacerse,devolverse a la vida una vez más.

6.10

Veo una pequeña rana de porcelana azuly se la compro a Julia. A las tres ymedia nos encontramos en el mismolugar donde nos separamos. Julia parecemás calmada. Vamos a la isla deMurano, donde tomamos un repugnantehelado de albaricoque y visitamos unatienda llena de espeluznante cristalería.

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Me dice que en italiano sarampión esmorbillo: un dato fascinante. Le sugieroque compre una mochila para Luke.Entonces, sin venir a cuento, me diceque su amiga le ha dicho que me puedoquedar en el apartamento aunque ella sevaya…, cosa que tiene la intención dehacer el martes.

—¿El martes? —digo mientras lasangre me huye de la cara—. ¿Por quétan pronto?

Nada de lo que digo la disuade. Yahora dice que tampoco puede venir alconcierto de esta noche. ¿Por qué no?,pregunto. ¿Es por el palazzo en sí? ¿Porlos querubines del techo? ¿Por miscolegas del cuarteto? Niega con la

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cabeza… Es difícil obtener unarespuesta. Tiene que enviar un fax, y lohará de camino del apartamento. Se irá ala cama temprano.

Con crueldad, le hablo de lossonidos de Venecia, y su cara palidece,aunque no dice nada. Se los describo demanera cariñosa. ¿Cómo puede dejarmeel martes? ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Solohabremos pasado cuatro días juntos? Yhoy es el segundo.

Durante el concierto, mi mano semueve competente sobre el mástil.Haydn y Mendelssohn son debidamenteevocados. El público aplaude; como bisinterpretamos un movimiento delcuarteto de Verdi, que antes nos ha

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solicitado Mrs Wessen. El conde deTradonico y la condesa actúan decoanfitriones, exquisitos en susatenciones a todo el mundo, conocidos ydesconocidos por igual; su encanto essereno, profesional. Un agrio hermanodel conde, escultor, se paseaenfurruñado entre los invitados. Lo queveo aquí no se parece, ni mucho menos,a los chismorreos que oí en el bar de laGiudecca; no entiendo nada.

Teresa, la hija de quince años de loscondes, nos sonríe, sobre todo a Billy,su favorito. Llovizna, por lo que nadiese atreve a cruzar el puentecillo quelleva al jardín. Ingerimos prosecco ycanapés en la sala donde flotan los

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querubines grises y dorados; se vagenerando un vocerío. Mrs Wessenderrama sus efusiones en voz bien alta.¡Qué alivio no conocer a nadie, nopertenecer a la crema de la sociedadveneciana! No hablo gran cosa con miscolegas del Maggiore, como no sea parafijar la fecha de ensayo de los otros dosconciertos de Venecia. Me voy aSant’Elena.

He bebido demasiado prosecco; ellame lo olerá en la piel. De camino alvaporetto me paro en un bar paradespejarme, y bebo un poco más: estavez una fuerte grappa. Me vuelvofraternal, locuaz más allá de los límitesdel idioma. Es más de medianoche.

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Por la noche los vaporetti se teacercan sigilosos sobre las aguasnegras; no hay que dejar que pasen delargo.

No se ve luz detrás de los postigos.En el apartamento puedo hacer el ruidoque quiera, pero no encender ningunaluz, pues está dormida, y podríainterrumpir sus sueños. Me desnudo yme tiendo a su lado. A medida queavanza la noche, a pesar de todas lasrupturas del día, acabamos el uno enbrazos del otro. O eso deduzco, pues asíes como nos despertamos.

6.11

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Suena el despertador. Tengo laimpresión de que apenas he dormido.

Miro los dígitos luminosos del reloj,que marca las cinco.

Julia, por supuesto, todavía duerme.Pero si ha puesto el despertador a estahora absurda, será que quiere que ladespierten.

La despierto suavemente, besándolelos párpados. Se queja un poco. Le hagocosquillitas en los pies.

—Déjame dormir —dice.Enciendo la luz. Julia abre los ojos.—¿Sabes qué hora es? —pregunto.—No… Tengo mucho sueño.—¿Por qué has puesto el

despertador a las cinco?

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—Ah, sí —dice entre bostezo ybostezo—. No quería perderme elamanecer.

—¿El amanecer? —digoestúpidamente—. Creo que tengo resaca.

—Ponte ropa de abrigo, Michael.—¿Por qué?—Vaporetto a San Marcos, por

tierra hasta los Fondamenta Nuove, y elbarco de las seis a Torcello.

—¡Oh, no!—¡Oh, sí!—¿El barco de las seis?—De las seis en punto.—Entonces primero tomaremos café.

Yo lo preparo. No podría moverme sincafé.

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—Podríamos perdernos el amanecer.—¿A qué hora amanece?—No estoy segura.—Bueno, pues entonces vayamos

primero a lo seguro y tomemos una tazade café.

Pero parece tan decepcionada quecapitulo.

Susurran los pinos. El cielo estáencapotado, con algún toque de oro. Lospájaros arman una gran algarabía en eldesembarcadero, que cruje y sebalancea mientras contemplamos elLido. Oímos algo que se aproxima; unbarco, casi vacío, pues es domingo yapenas las cinco y media de la mañana.

Luces doradas brillan al otro lado de

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la ancha laguna; el ruido del motor subey baja de tono. Enseguida llegamos aSan Marcos.

—¿Y ahora? —pregunto.—Ahora cruzamos la plaza y

saboreamos esta sensación de soledad.—Cruzamos la plaza. Saboreamos la

soledad. Entendido.A esta hora, los únicos habitantes de

la plaza son una multitud de palomas yun hombre con una escoba. Los saboreolo mejor que puedo.

Un gato gris se une a las palomas; nohace ademán de atacarlas, y ellas no danmuestras de alarma.

—¿Qué es este perfume de limónque te pones? Es increíble.

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—No es de limón, Michael —diceJulia con irritación—. Es de flores. Y noes perfume. Es solo agua de colonia.

—Lo siento, lo siento, lo siento. Detodos modos, es maravilloso. Casi tanmaravilloso como tú.

—Oh, cállate, Michael, o empezaréa decirte que eres maravilloso.

—¿Delante de las palomas? Bueno,¿es que no lo soy?

—Sí. Cuando quieres.—Lo que quieres decirme es que me

calle.—Sí.—¿Puedo canturrear?—Sí.Una pareja de japoneses, que deben

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de estar tan locos como nosotros, estándando un paseo. Salen de la columnata,y la mujer le pide al barrendero que lepreste la escoba para hacerse una foto.Se la deja. Y ella se hace una foto con laescoba en la mano, San Marcos al fondoy las palomas en primer plano.

—¿Por dónde amanece? —pregunto.Comienza a haber luz en el cielo.

Aún estoy adormilado. Caminamossin rumbo, y en un par de ocasionesacabamos en callejones que mueren encanales. Un panadero sale de algunaparte con una bandeja, un hombreempuja un tenderete de periódicos, laspalomas aterrizan sobre la inmensaplaza cuadrada. Un jinete de bronce nos

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escruta desde su altura sin sueño.Llegamos a los Fondamenta Nuove justoa tiempo para ver cómo se aleja nuestrobarco.

—Demasiado tarde —digo—. ¿Yahora?

—Ahora saboreemos el cielo —sugiere Julia.

—Muy bien.Vamos hacia un puente y nos

quedamos de pie en él, mirando endirección al norte, hacia la isla que senos ha hecho memorable por su heladode albaricoque. Nuestro barco avanza enesa dirección.

—Si no hubieras ido tan lento… —comienza a decir Julia.

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—Si no te hubieras equivocadotantas veces de camino… —replico.

—Se supone que eres tú el que sabeleer los planos.

—Y tú la que decía haber hecho estecamino y recordarlo bien.

—Bueno, debes admitir que esbonito.

Lo admito. El cielo se ha abierto enun estallido de oro pálido sobre la isladel cementerio y un tenue resplandorrosa sobre Murano. Pero el próximobarco no llegará hasta dentro de más deuna hora. Hace demasiado frío paraestarse en el puente, y la parada paraTorcello es un lugar muy pocoresguardado para sentarse, de modo que

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vamos a otra parada cercana, donde, almenos, hay algo de movimiento. Lasplanchas gimen cada vez que se acercaun vaporetto. Un fraile con hábitomarrón se apea, y suben unos obreroscon camisa azul. Abren una tienda quehay enfrente, y lo aprovechamos paracomprar café. A continuación vamos aun bar que hay al lado y que acaba deabrir, y, desafiante, me bebo una grappa.

Julia se guarda sus comentarios. Dosminutos antes de la hora de salida delpróximo vaporetto, pido otra grappa.

—Es para la resaca —digo.—Estás insoportable —dice.—Déjame saborearla. Últimamente

he estado saboreando mucha cosas.

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—Michael, me iré sin ti.—¿Te acuerdas del tren? ¿Y del

avión? Los cogiste en el últimomomento.

Me fulmina con la mirada, coge elvaso de grappa, lo apura de un trago yme arrastra hacia el vaporetto.

6.12

En la laguna los canales están señaladoscon haces de troncos que parecenmanojos de espárragos. Los cipresesabundan en la isla de los muertos, tanpoblada de personajes ilustres como elgran cementerio de Viena. Una espumaestática motea las aguas grises. Me

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vuelvo hacia la periferia verdinegra deVenecia. Demasiado temprano,demasiado temprano: ya es domingo.

La visión de la torre de un faro, altay blanca, queda mitigada por un friso dela Pietà. Pasamos bajo las ventanasrotas de una fábrica, de nuevo salimos ala laguna, casi sin ningún rasgo digno demención.

El aeropuerto queda a mi izquierda.¡Qué pequeño es ese avión! Y ella se iráen él dentro de dos días, mucho máspequeña en el aire; y allí sus labios, susojos, sus brazos, sus piernas, suspechos, su alma, sus hombros, su pelo,sus pies, su voz, todo se alejarárápidamente; y en la bodega de

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equipajes irá la rana de porcelana azulque aún tengo que darle.

¿Está baja la marea? Las gaviotas seposan sobre las marismas de la lagunapalúdica, delimitada con torresinclinadas. Mirad: hay un ser humanohaciendo algo agotador con una pértiga ycon algo blanco en la marisma de laizquierda. ¿Qué hace con tanto esfuerzo?¿Deberíamos preocuparnos? Ahorasuena la sirena y surcamos un paso quehay entre dos islas. Ya hemos llegado.

Todos los demás pasajeros se hanapeado en Mazzorbo. Así pues, ¿quéestamos haciendo a las ocho de lamañana en Torcello? Sobre dos bancosrojos se sientan dos gatos grises,

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atigrados.El canal por cuya orilla avanzamos

es de un gris agua de fregar. Sopla unafresca brisa. Cantan los pájaros y losgallos a lo lejos, se oye un motor.Pasamos junto a una pared de ladrillosen espinapez. Uiiiii-uiiiii-uiiiii-uiiiii-uiiiii-chuc-chuc-chuc-chuc. Julia nopuede oír nada. Pero puede ver las videsy las higueras, las amapolas, las rosasoscuras que hay delante de una posada;puede ver a un perro que ladra, con lacola rígida y los ojos llenos de furia.Rollizo y bien alimentado perro de trespatas, ¿por qué tienes que gruñir?Olfateas, meas, corres junto a nosotros,das unos torpes saltos hasta el puente

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del Diablo. Déjanos pasar, déjanosadmirar estos árboles con sus hojasplateadas, déjanos gozar de esta pazmatutina. No te inquietes; no turbaremosla quietud. Chuc-chuc-chuc. Uiiiii.

Hay paz en la pequeña iglesia deSanta Fosca. Julia se arrodilla ensilencio, yo me siento rodeado desonidos. Un sacerdote bajo y orondo,vestido de negro, se enjuga la frentebajo un cerco blanco de pelo. Un viejomonaguillo le entrega con desgana unabolsa naranja. Procedentes de loscepillos, los ingresos de la semana sevierten en la bolsa. Dinero, dinero,apetitosas liras: monedas que sederraman, y el claro sonido de los

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billetes que hay entre ellas, el cerrarsede los cepillos, alguien caminaarrastrando los pies; y entre todo esto seoyen el nítido canto del pájaro y ellejano motor cuyo retumbo penetra porla puerta abierta.

El sacerdote tose y, de espaldas aCristo, se arrodilla en el pasillo anteMammón. Es un cepillo de madera sobreun pedestal. Inquieto, me levanto; a laizquierda del altar, María, cuya coronade estrellas son doce bombillas enminiatura, lleva al niño en brazos. Es unbuen chico, no sonríe afectadamente,como otros que saben que son la luz delmundo. A la derecha, un hombre searrodilla ante el Dios benevolente en el

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que confía; deja en el suelo el martillo ylas otras herramientas de trabajo, y solosu barbilla queda visible cuando levantala cabeza y las manos en oración.

Julia enciende dos velas y me mira.Yo vacilo unos segundos, a continuacióntambién enciendo una.

Salimos a la luz del sol y, al cabo deun rato, entramos en la catedral.

6.13

En el enorme granero de Dios las almasson pesadas en la balanza. En el regazodel demonio se sienta el falso Cristo,insolente y manso. Grandes vigasempujan la pared y apuntalan el techo.

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La reina de la gracia, vestida de azul,lleva en brazos a su niño de rostrosabio.

El día del Juicio Final está envueltoen oro. Las bestias salvajes oyen elsonido de la última trompeta y vomitan aaquellos que han engullido. Los muertosse quitan los sudarios. Los serenoscondenados, envueltos en llamas rojas,no dan muestras de dolor. En lugaresoscuros los gusanos reptan por lascuencas vacías de las calaveras.

Los bienaventurados están de pie yalaban a Dios. Ese es su destino para laeternidad.

Julia vuelve a arrodillarse. Repicanlas campanas. El sacerdote y su escasa

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grey, no hay más de diez personas en lainmensa nave, entonan un cántico. Cesaen tus lamentos, orondo sacerdote, nocantes más: no tienes ritmo, desafinas,me destrozas los oídos.

Estoy aburrido, irritado. Hagoademán de marcharme. Ella no lopermitirá. Me quedo hasta el final de lamisa, que dura una hora, pero estoy enotra parte.

Bendicen el pan y el vino. Vacilanteal principio, Julia va a recibir la hostia.Y luego, ¡alabado sea Dios!, todotermina y ya podemos marcharnos.

Entonces la miro y veo que está enéxtasis. ¡Oh, poderse conmover de estemodo, quedar en este arrobo, sentir que

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todo tiene sentido, que al final triunfa elbien! Yo también me arrodillo, pero noante Esto o Aquello. Yo no he quedadoconmovido. ¿Qué le diré, o qué me dirá,cuando salgamos de este lugar?

6.14

Al salir nos mezclamos con lamuchedumbre: bebidas frías, mantelesde encaje, chucherías, cristal deMurano. El desierto de hace una hora seha convertido en un mercadillo. Comproalgunas postales. A papá y a tía Joan lesgusta recibir por separado las postalesprocedentes del extranjero. Con ciertosentimiento de culpa, me doy cuenta de

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que no les he enviado ninguna de Viena.Nos escapamos hacia las zonas

pantanosas, con sus canales de aguasoscuras y su aire salobre. Un cuco canta,bajando una tercera, una y otra vez.Debe de haber llovido mientras elsacerdote murmuraba, pues los camposestán mojados. A lo largo del senderocrecen la avena loca y la cebada, y, allídonde desemboca en el pantano verdelimón, botellas de plástico, bidones degasolina oxidados y bandejas rotas depoliexpán se amontonan junto con otrosdesperdicios.

Pasan más de cinco minutos sin queJulia diga nada.

De mi mochila saco la rana de

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porcelana y se la entrego. Su azul es eldel lapislázuli del manto de la Virgendel mosaico.

—¡Es preciosa!—¿De veras?—Gracias por tener tanta paciencia

en la iglesia.—De nada —digo, un tanto

avergonzado—. ¿Y dónde está miregalo?

—Me lo he dejado en casa…, quierodecir en el apartamento. Ya está listo.Ayer por la noche estuve trabajando enél. De todos modos, si hubierasintentado desenvolverlo aquí, la lluvialo habría mojado.

—¿Por qué te vas de Venecia tan

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pronto?—Tengo que irme. No me lo hagas

más difícil. Por favor, deja depreguntarme por qué.

—Mañana he de practicar al menosuna hora. Y luego hay ensayo. El tiempopasa demasiado deprisa.

—Ojalá pudiera ser dos personas —dice.

—¿Irás a Londres o a Viena?—A Londres.—¿Y todo esto acabará?—Michael, soy feliz aquí contigo.

Tú eres feliz aquí conmigo. ¿No escierto? Es un milagro que estemos aquí.¿No te parece bastante?

Callo durante unos momentos e

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intento pensar en lo que ha dicho. Sí, escierto, pero no, no es bastante.

6.15

Estamos sentados en el jardín delPalazzo Tradonico, en un banco depiedra que hay cerca de la fuente. Eslunes, casi mediodía. El sol pica. Unárbol cuyo nombre ignoro nos dasombra; tiene hojas lustrosas ypequeñas, y unas flores blancas muyaromáticas. Tengo un libro en el regazo.Se ha caído la tarjeta del encuadernador.La recojo: en ella figuran un nombre, unnúmero de teléfono, un código postal,que corresponde al barrio de San

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Marcos, el nombre de la calle: calledella Mandola.

—¿Qué significa Mandola? —pregunto, mirando la tarjeta.

—Mandolina —dice Julia—. ¿O esalmendra? No, no, es mandolina.

—Oh, ¿de verdad?—Oh, ¿de verdad? —dice con una

sonrisa—. ¿Eso es todo lo que se teocurre?

—No sé qué decir —contesto—. Deverdad que no. Nadie me había regaladonada tan bonito. Ni siquiera tú.

Es un libro hecho a mano en unpequeño taller de encuadernación pordelante del cual pasamos el primer díaque estuvimos aquí. Es, como los

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antiguos libros de música, más anchoque alto. La tapa es de un gris jaspeadoclaro, y contiene más de cien páginas degrueso papel. En cada página hay ochopentagramas en blanco. En las primeraspáginas, de su propia mano, con tintamarrón oscura, distinta de la azul quesuele utilizar, ha copiado de mi partituralos ocho primeros compases de El artede la fuga; de hecho, la totalidad de laprimera fuga.

Por lo que puedo apreciar, no hay niuna nota tachada ni borrada con líquidocorrector. Debe de haberle costadohoras tomarse tantas molestias con esasclaves poco frecuentes, y, sin embargo,las páginas parecen escritas con fluidez,

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sin esfuerzo.En el lomo, repujadas en pequeñas

letras mayúsculas de tipo palo seco, seleen las palabras: Das GrosseNotenbuch des Michael Holme.

En la primera página ha escrito:«Querido Michael: Gracias porconvencerme de venir aquí, y por estosdías. Te quiere, Julia.»

Apoyo mi cabeza en su hombro. Ellame pasa la mano por la frente, por elpelo:

—Deberías entrar. Son casi lasonce.

—¿Lo tocarás para mí? Todavíafaltan cinco minutos para el ensayo.

—No. ¿Cómo voy a tocarlo?

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—Recuerdo que, hace años, tocasteun fragmento en Viena.

—Lo toqué para mí. ¡Te acercastesin que yo me diera cuenta! —dice.

—¿Y bien?—No puedo leer estas claves con

fluidez, Michael. Y no te has traído tupartitura, ¿verdad? Porque en ella hayuna transcripción para piano.

—No. Está en el apartamento. Dehaberlo sabido…

—Bueno, esa es mi excusa.—Quizá tus dedos aún recuerdan

algún fragmento.Julia suspira y consiente.Cruzamos el puente y vamos a la

sala de música. Coloco mi regalo sobre

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el piano y me quedo de pie a su ladopara pasar las páginas. Ella se sienta,toca un par de compases de la línea debajo, y luego pasa a la parte más aguda.Cierra los ojos, y deja que sus manos ysu oído interior recuerden. De vez encuando sus dedos se paran; abre losojos, recuerda un poco más y continúa.Lo que toca es celestial: un cielointerrumpido. Finalmente, más o menosa la mitad, levanta las manos y dice:

—La tengo en algún lugar de lamemoria, ¿pero dónde?

—Lo estás haciendo muy bien.—¡Oh, no, oh, no! ¡Y lo sé!—Pues yo no lo sé.—Toqué entera esta fuga la noche

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después de oírosla tocar a vosotros en elWigmore Hall. Debería recordarlamejor.

—Bueno, ¿entonces en Londres?Vacila. ¿Simboliza esa palabra su

vida demasiado estable, y, a la vez, tanllena de inestabilidad? En voz baja dice:

—No lo sé, Michael.—¿Quizá?—Bueno, quizá.—Prométemelo, Julia. La segunda

parte de mi regalo.—No puedo prometértelo. Es una

situación tan… diferente. Ni siquiera sési en Londres querré tocar esta pieza.

—Te has llevado cinco días de mivida. ¿No puedes darme esto?

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—Muy bien —dice por fin—. Perono volveré a tocarla si no es para ti.

6.16

Quita mi libro del piano y vuelve aljardín.

A los pocos minutos entran Helen,Piers y Billy; afinamos. Ensayamos parael concierto de mañana en la ScuolaGrande di San Rocco. El avión de Juliasale a las 6.30 de la tarde. Ni siquierapodré ir a despedirla al aeropuerto.

Una de las piezas que tocamos es elcuarteto en do menor de Brahms, queinterpretamos hace unos meses. Lo tocomejor que antes porque me importa bien

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poco. No me siento agarrotado comootras veces. En todo caso, casi todo miser se halla en el jardín que hay al otrolado del puente. Si los demás percibenmi ausencia, no lo dicen.

Hacemos una pausa mucho antes delo esperado. Voy al jardín. Julia debe dehaber entrado. El libro está en el banco,debajo del árbol. Su bolso está en elsuelo, al lado.

Una hoja de papel asoma entre laspáginas, y la cojo. Es un fax dirigido asu marido, escrito con su letra suelta einclinada. Es una misiva privada, peromis ojos desvergonzados, avaros detodo lo que pueda saber de ella, meinstan a leerla.

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Queridísimo Jimbo:Te echo muchísimo de menos…, a

los dos. Tengo muchas ganas de veros.Jenny os manda sus saludos. Tiene quequedarse en casa casi todo el día, porlo que no nos hemos visto tanto comome hubiera gustado. Es duro para ella;creo que te mencioné que sus hijostienen el sarampión. Y aunque tiene aalguien que la ayuda, los niños noquieren que los deje solos. Según medice, pasan casi todo el tiemporiñendo… de manera fraternal, perofuribunda. Pero ahora están demasiadoalicaídos y llenos de manchas inclusopara eso. Por cierto, ya han pasado lafase contagiosa, de modo que mis dosHansen no corren ningún peligro. Asíque no tendré que estar en cuarentena,como les pasó a los caniches ypequineses de mamá.

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Lo he pasado estupendamente enVenecia. Me alegra mucho volver.Viena resultó muy estresante, y si mehubiera ido con Maria a Carintia, consu marido y su hijito, solo me habríasentido más desgraciada.

Necesitaba este descanso. Ahorame siento con nuevas fuerzas. Andomuchísimo cada día. Pero os echo demenos, y no soporto la idea de pasarotra semana lejos de vosotros; por esoregreso antes de lo previsto. El otrodía Jenny y yo comimos en elCipriani, y me acordé de ti, alojadoallí sin mí y pensando en mí. Dile aLuke que si me perdona por haberestado fuera tanto tiempo le llevarédos sorpresas, una grande y otrapequeña, de Venecia, además de unregalo de su abuela. Un gran abrazo ami pequeño oso de Benetton. Seguro

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que ahora que tiene a su abuela todo eldía pendiente de él y malcriándolo, yano se acordará de mí cuando regrese.

Volveré mañana (martes) en elvuelo de Alitalia que llega a Heathrowa las 7.25 de la tarde. Miraré si estás,pero, por favor, cariño, no te molestesen ir al aeropuerto si tienes trabajo uotra cosa que hacer. Sé que no te heavisado con mucha antelación. Cogeréun taxi. No llevo mucho equipaje.

Te quiero mucho y pienso en ticonstantemente. Espero que no hayastrabajado demasiado. Es duro no poderhablar contigo por teléfono. Uno demis peores miedos es que me quedarésin el sonido de tu voz.

Muchísimos besos de,Julia

Arranco un manojo de esas flores

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blancas y aromáticas. Me siento mal. Mesiento como un ladrón que entra en unacasa y encuentra en ella cosas que hanrobado en la suya.

El león deslucido y aburrido bostezacomo si dijera: «Bueno, ¿qué pasa?¿Qué esperabas?»

Una carpa negra aparta a otra decolor naranja y sigue describiendocírculos sin objeto alrededor de lafuente.

Cruzo el puente. Procedente delinterior del palazzo oigo el veloz yjovial italiano de Teresa, seguido de lavoz de Julia, más titubeante. Entiendolas palabras «Wessen», «Billy»,«Londra». Siento un dolor infinito.

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Seguimos con el ensayo. Todo vacomo debe ir. Nuestro concierto demañana debería ser otro éxito.

6.17

—¿Qué te pasa? —dice Julia. Haencendido la lámpara de la mesilla denoche y me mira sobresaltada.

La he mordido en otras ocasiones,suavemente, a un lado del cuello, en loshombros, en los brazos, leves mordiscosque, no sé muy bien cómo, han hechoaflorar el enloquecedor aroma de sucuerpo —quizá se trata de un extrañocomportamiento que Virginie mecontagió—, pero esta noche, en la

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virulencia de mi pasión, no sé qué hapasado. No me parecía que lo queestaba haciendo con ella fuera amor.Estaba fuera de mí.

—¡Estás loco! —dice—. ¡Mira estasmarcas!

—Pobre Jimbo: me pregunto quépensará al verlas cuando te vaya arecoger a Heathrow. ¿Crees que llevaráconsigo al osito de Benetton, o ya estaráen la cama?

Mi lengua es tan brutal como misdientes. Julia se me queda mirando ylanza un grito, un horrible sonido derabia y dolor e incredulidad y ultraje. Acontinuación se cubre la cara con lasmanos y el pelo. Intento tocarla. Aparta

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mi mano de un golpe.Se echa a llorar casi con furia.

Intento abrazarla, pero me aparta losbrazos. Intento decir algo, pero no puedever mis palabras.

De pronto, apaga la luz, y se echa enla oscuridad, sin hablar. Intento cogerlela mano; retira la suya. Beso su mejilla,el borde de los labios. Le lamo laslágrimas. Lentamente se calma. Denuevo le cojo la mano, para deletrearuna palabra de disculpa. Entiende dosletras y retira la mano una vez más. ¿Quépuede excusar mis hirientes palabras?

Curiosamente, se duerme pronto, yyo me quedo despierto, resentido conella y con el mundo en el que está

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atrapada, y avergonzado y arrepentidopor lo que he hecho.

Cuando me despierto, me rodean susbrazos, dormidos, pero no tengo lasensación de que me haya perdonado.Aún tiene los cardenales en el hombro.Se volverán amarillos y durarán unosdías. ¿Cómo podrá explicarlos?

6.18

Un paseo por el fin del mundo, por laplaca sísmica, solo; por las marismasdejadas por la retirada de las aguaspluviales, y por la ermita del queencontró la verdadera cruz. Luego, en laciudad, el día del seísmo, nació el débil

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sacerdote cuyos textos quedarondispersos y pasaron por muchas manoshasta llegar a la biblioteca de la paredcurva. Allí permanecieron hasta que eléxtasis ascendió, inaudible, hasta losángeles supremos y la paloma. Sifuésemos delfines, ¿qué tocaríamos? Situviésemos cuatro manos, ¿se habríaramificado aún más la mente de Bach?Que nuestros pulgares se puedan oponeral extremo opuesto. Que nos arranquenlos dientes, que tengamos barbas comolas ballenas, que nos guste cada vez másel plancton, que podamos chapotear yjugar sin rechinar los dientes.

Pena y arrepentimiento, pena yarrepentimiento, partid en dos el

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corazón que yerra. Avisan de la salidadel vuelo, ella ocupa el asiento 6D, sinpoder ver por la ventanilla y surcandolos vientos. ¿Aterrizará, ha aterrizado,puede aterrizar, le han mirado todos lospapeles, le han puesto el sello? ¿Es estasu estatura, son estas sus señaspersonales? ¿Son sus ojos rubios, supelo azul? Ha hecho que el apartamentopareciera empapelado de un grisjaspeado. Ha escrito die Liebe, amormío, en mi cuaderno. Campari haceseñales desde el Lido, y yo le canto a latrucha al verlo. El cielo se oscurecesobre las columnas rojas, del color delas algas, y la música flota sobre losbajíos y las restingas sin arena.

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La signora Mariani puede hacer loque quiera con las sábanas. El conde deTradonico puede cuidar de subosquecillo de nísperos del Japón yponer un espantapájaros contra losaludes. Que el ahumado Käll se sostengaa sí mismo en Marte, y que Yukodeposite ruda sobre la tumba deBeethoven. Que el señor de la mansiónde Rochdale coloque su ataúd en unacanoa y se deje llevar por las aguas.Que Zsa-Zsa duerma sobre unalmohadón de abadejo en la funda delviolonchelo de Maria. Que Mrs Wessenviva para ver su milésima luna. QueYsobel desarrugue la frente. Que nollore la pobre Virginie. Que todo y nada

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pase, pues ¿cómo voy a pasar yo estosdías?

Un huevo no puede volver a estarcrudo después de hervido, ni laconfianza volver a sellarse cuando se haperdido. Tocamos aquí, en la oscura yominosa escuela donde la cruz se inclinaen exceso hacia delante, y, sin embargo,la gente aplaude. Tocamos aquí, en unavilla, en la sólida Italia, cuyas rosasarden acariciadas por el sol y cuyos irisse marchitan en un jardín cercado en unode los barrios de Venecia. Hay dosgrandes perros blancos que retozancomo osos polares. Las cerezas estánmaduras, y yo paseo por la arboleda,besándolas y arrancándolas a mordiscos

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de los árboles.He agotado mis recursos. He visto

un perro en una barcaza, que era el deCarpaccio encarnado. Lo vi, erapequeño, blanco y fiel, y no se perdíadetalle. Se fijó en el valor de las perlasde una mujer, sopesó la tristeza de unadolescente que llevaba una mochila. Enlenta dislexia bajo los puentes tejió unaese la vulgar barcaza que lotransportaba, y el alegre perro era unajoya en su proa. Sus patas delanterasestaban muy quietas. Entonces se detuvomi mano, ¿o fue después? Todos losanimales están tristes luego, y, sinembargo, qué pocos sientenarrepentimiento.

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Ved el resplandor de un rayo, cómocruza la laguna negra hasta la iglesiailuminada de blanco, con su fachadabifronte, a la vez mayor y menor. Hayuna pila en la que nuestro amnios comúnse sumergió y fue bautizado, aunquenosotros hemos hecho una reverencia yhuido. Piers, Helen, Billy, Alex,Michael, Jane, John, Cedric, Peregrine,Anne, Bud, Tod, Chad, James, Serguei,Yuko, Wolf, Rebecca, Pierre: ¿quécatálogo de navíos y progenie llenaráeste regimiento, esta empresa, esta pielde salchicha? Estas islas están agitadasy llenas de ruido. Se oye el ruido de uncabrestante tras una pared de un blancorosado. Suena la sirena de un crucero y

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chilla un jilguero. El chapoteo de lasaguas verdosas, el globo de un niño,campanas de bronce. Ella lee todo estoen mis labios: los suyos están cada vezmás pálidos.

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Séptima parte

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7.1

—¡Bienvenidos a Londres,bienvenidos, bienvenidos! He oído quehabéis tenido un enorme éxito —diceErica—. ¡Enhorabuena, enhorabuena!¡Bravo! Lothar estaba exultante.

—Lothar no estuvo en el concierto—contesto, apartándome un poco elauricular de la oreja.

—Lo sé —dice Erica, moderándoseun poco—. Estaba en Estrasburgo…,perdón, en Salzburgo… ¡Qué tonta soy!

—¿Has comido en el Sugar Club,Erica?

—No, no, no, solo ha sido un lapsus.

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Espero que a Piers no le importara. Aveces es tan quisquilloso con esascosas… Y se pone a decir que deberíahaber habido alguien que estuvierapendiente de todo el mundo y les dieracoba a la prensa y a las autoridades.Pero hubo muchas reseñas, y buenas, ytiene que estar contento. Ojalá hubieraestado yo allí para daros la mano atodos, sobre todo durante el intermedio,pero así son las cosas. ¡La próxima vez!

—¿Quién te lo contó?—¿Me contó el qué?—Lo que pasó en el intermedio.—Nadie, nadie, simplemente lo oí

aquí y allá. Un pajarito, rumores…Terrible, terrible, debo decir. A veces

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eso da pie a fabulosas interpretaciones,toda esa adrenalina flotando…,fluyendo, quiero decir.

—¿Lo sabe mucha gente?—No mucha. De hecho, en

confianza, me lo contó Lothar, y a él selo dijo la dirección del Musikverein.Les pareció que debían contárselo; yLothar es la discreción en persona…, loque, desde luego, le creó un conflictocon Piers. De hecho, entre nous, meestoy hartando de Piers… y he oído queél se está hartando de mí. ¿Es verdad?—De pronto, Erica parece toda oídos.

—¿A qué te refieres? —pregunto.—Bueno, tu Julia, ya sabes. Contarlo

o no contarlo. Lothar no dijo nada, o no

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podía, y a Piers le pareció una falta deconfianza. La pobre chica está sordacomo una tapia, y yo creo que teníamosderecho a saber algo así. Ya sabes cómoes Piers. ¿Crees que quiere librarse demí?

—No, no lo creo, Erica. Eres unaapoderada maravillosa. ¿De dónde hassacado esa idea?

—Agente. Solo soy una agente. Nadamás. Bueno, hay algunas cosas. Laúltima de ellas es El arte de la fuga.Oh, bueno, estoy tanteando a todos —dice Erica con ingenuidad… ¿o conpicardía?—. Piers no es un hombrefeliz. Nunca lo ha sido, ¿verdad?Aunque he oído que en la noche vienesa

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hizo de las suyas. Y tú, ¿has sido bueno?—¿Qué quieres decir con si he sido

bueno?—Bueno, primero defínelo tú, rey de

las evasivas, y luego contesta a lapregunta.

—No, defínelo tú… Por cierto, Juliano está sorda como una tapia.

—No, no, claro que no, claro queno, pero sería una fabulosa promoción.Lothar no debería callárselo. ¿Qué seesconde tras esa triste sonrisa? Juliatoca como los ángeles, pero es incapazde oír una nota… Con una buenapropaganda se podría llenar el AlbertHall.

—¡Por el amor de Dios, Erica! ¿Qué

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es esto, un circo?Pero Erica ya está lanzada.—Esto es lo más difícil con

vosotros cuatro: ¿cómo se promociona aun cuarteto? ¿Quién es un cuarteto?¿Cuál es su verdadera personalidad?Cuatro caras sin cara. Bueno, si pudieradividir vuestras personalidades, comolas Spice Girls, se abrirían fantásticasposibilidades de cruzamiento…

—¡Vamos, Erica!—Oh, Michael, no seas tan

remilgado. ¡Solo pensaba en llevar unpoco más de pasta a casa, por asídecirlo! Ysobel es un as en estas cosas.Pero es tan exigente en las cuestionesmusicales que siempre se sale con la

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suya. Bueno, debo irme enseguida.—¿Una siesta para dormir la mona?—¡Ja! Y tú, ¿qué estás haciendo?—Practicando con la viola.

Acostumbrando los dedos después detanto tiempo. Hay que desplazar más elarco. Y claro, luego está el vibrato…

—Oh, chico listo…, espero vertepronto…, sé bueno… y defiéndeme siPiers dice cosas desagradables…,muchos besos…, adioooós —diceErica, y cuelga rápidamente.

7.2

Evoco nuestro último día en Venecia, elmío y el de Julia.

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Tengo ensayo, ella coge un avión.Estamos acorralados y, sin embargo,tememos la confrontación. Nossumergimos en una oscuridad como laanterior, solo que peor. Ella hace lasmaletas, evita mis ojos.

Lo que hice fue imperdonable…,pero yo tampoco estoy para perdones.La noche antes ella me dio el libro,hicimos el amor, más por deseo suyoque mío. Sin embargo, solo unas horasdespués, esa carta a su otro hombre…Sí, sí, su marido, sí.

—¿Cómo has podido leer esa carta?¿Cómo has podido mencionar a Luke?Creía que operábamos a un niveldiferente.

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¿Por qué dice esto? ¿Es que soy unacarretilla elevadora?

—No le odio. No te odio. Lamentolo que hice.

Me mira como si no me creyera.—Tendré que esconderme en alguna

parte y seguir mintiéndole a James.Tendré que decirle que estoy visitando aalguien o haciendo algo. Ya no teentiendo…, si es que alguna vez teentendí. ¿Qué significan tus disculpas?Ni siquiera podré ver a Luke.

—Yo tampoco te entiendo…, si esque te he entendido alguna vez. ¿Por quéjuegas conmigo? ¿Por qué me pedisteque fuera a tu casa a conocer a tumarido? Aún no me lo puedo creer. ¿Por

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qué has venido aquí a Venecia si entrenosotros todo es una farsa?

El análisis se confunde con otroanterior. ¿Había tres personasimplicadas en aquella crisis, entonces?¿No se trataba solo de una guerra devoluntades entre un alumno y unprofesor? Pero ¿no habíamos llegado yahasta el fondo de este asunto? Ladepresión me hizo ser brutal. Meparecía que todos me daban la espalda,incluso ella. Mi vínculo con Carltambién empezó siendo casi amor. «Enestos momentos no puedo estar connadie», dije entonces, según ella… Pero¿cómo pude haber dicho eso y nadamás? ¿Me sentí menospreciado por

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aquella joven, un poco desdeñosa antemi ignorancia? «Creía que operábamosa un nivel diferente.» Nunca fui lo queella daba —da— por sentado.

Y ahora me habla de lo que no haleído:

—Tus cartas estaban en Viena, en unbaúl. La semana pasada las encontré. Yel verlas me causó una gran impresión.Le había pedido a mi padre que no melas enviara. No sabía que las habíaguardado… Sea como sea, allí estaban,con sus otros papeles. Hacían compañíaa viejas muñecas y otras cosas que mimadre no había ordenado o tirado. Nolas leí… ¿Cómo iba a leerlas? Y no erasolo porque tú formaras parte de ellas.

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Me daban miedo los recuerdos de Vienaque pudieran evocar, pensamientos dediez años atrás, y que para nosotros yasolo eran verdades a medias.

—¿Fue eso lo que te decidió a venira Venecia conmigo?

—No lo sé… Tantas cosas… Sí, esposible… En parte.

—Así que las leíste.—No, no las leí. Empecé a leer una.

Al azar. No pude seguir. No pude.Pero no hay nadie más en este

apartamento donde hemos sido felices.Deja que mis manos permanezcan unossegundos en sus hombros. Mis palmas seapoyan en ellos, mis dedos no osan tocarlas marcas. Ella leyó, pues, mi

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remordimiento y mi pena. Es algo que noha envejecido.

—Michael, no me escribas —dice.—¿Me llamarás… o me enviarás un

fax… o te pasarás por casa?—No lo sé. Quizá. Sí, ya me pasaré.

Ahora, déjame. —Pero detecto en suspalabras la voz de su padre: unamentirijilla para que la deje irse.

Sale a enviar un fax. Regresa alcabo de una hora. Le llevo las maletas alembarcadero. Me dice que vuelva alapartamento. Me niego. Nos quedamosallí, callados, hasta que llega elvaporetto que la llevará al Lido, desdedonde irá directamente al aeropuerto.Sube al vaporetto sin más preámbulos.

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No me besa, ni siquiera para evitar unaescena.

Voy al ensayo. Sigo viviendo en elapartamento de Sant’Elena. Leo y paseoy hago lo de siempre. ¿Es eso lo queocurre cuando tu vida no está en tusmanos?

Sí, las circunstancias me han llevadoa la situación en que estoy. Yo tambiénestoy sujeto a instancias superiores: lamúsica, mis compañeros de cuarteto, lavida de alguien que está mejor sin mí.Incluso por lo que respecta a la música,¿puedo serle útil ahora a Julia? A vecesmis dedos se mueven a través de sulibro como si leyeran una formadesconocida de braille. También aquí,

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en Londres, es un talismán que me calmaen estas semanas que paso esperándola.

7.3

Mirando el libro que Julia me regaló,con su tapa gris jaspeado, abierto sobreel atril, toco el primer contrapunto, peroesta vez con una viola. Resulta estarescrita en la clave de contralto, por loque es fácil de leer.

Nos hemos dado cuenta de que paratrabajar en El arte de la fuga nonecesitamos dos violas, sino tres: elinstrumento que normalmente tocaHelen; la viola especial grande, afinadamás baja, y otra para que yo toque las

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partes que quedan por debajo de laextensión del violín. Para ello no puedopedirle prestada la viola a Helen, puestambién necesito practicar en casa.

La viola que toco la he pedidoprestada a una tienda de música. Es uninusual placer tocar este instrumentomás grande después de tantos años. Yahabía olvidado —más que olvidarlo, mefaltaba práctica— que hay que estirar elbrazo mucho más.

Comenzamos —y eso nos causacierta conmoción— a asumir lacomplejidad del proyecto. ¿Qué vamos aincluir exactamente en nuestragrabación? ¿En qué orden vamos a tocarlas diversas fugas y cánones? En las

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partes que solo tocan tres instrumentos,¿seré yo o Piers el que toque la voz másaguda? ¿Qué fugas exactamente exigenque Helen afine más bajo o que yocambie el violín por la viola? ¿A quéritmo hay que tocar estas piezas, ya queBach no asignó tempo a ninguna?

En principio, hemos decididodejarle a Billy estas cuestiones. Él es elque investiga, reflexiona y dirige. Si nosdice que toquemos algo con unacadencia fúnebre, así lo tocamos; si nosdice que toquemos con ímpetu, pues conímpetu tocamos. Una vez lo hemosprobado a su manera, le damos nuestraaprobación, hacemos algún ajuste o lorechazamos. Es posible que solo alguien

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con instinto de compositor puedaguiarnos por estos vericuetos musicales.Piers lo sabe y lo acepta. No sabía quele había vuelto a expresar sus dudas aErica acerca de El arte de la fuga.

En un tiempo asombrosamente breve—sospecho que comenzó a trabajar enello durante nuestra estancia en Venecia— Billy ha elaborado un documento deunas doce páginas en el que ha abordadocasi todas las cuestiones posibles:exclusiones, ordenación, tempo,sustituciones, reafinaciones, intérpretes,variantes de lectura. Comenta elmanuscrito de Bach y la edición impresaen 1751, y publicada un año después desu muerte; la espinosa cuestión de si el

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preludio coral que dictó cuando estabaciego y agonizando debía formar partede la obra; el lugar de la incompleta«fuga triple», que, de haber sidocompletada, casi con toda certeza habríaincluido como cuarto sujeto el temaprincipal de la obra; las investigacionesacerca del orden que Bach pretendíaestablecer, partiendo de principiosgenerales y del examen de los númerosborrados de las páginas de las copiasexistentes de la primera ediciónimpresa; e incluso algunas arcanascuestiones de numerología relacionadascon las letras del nombre de Bach.

El bueno de Billy también hautilizado su programa de ordenador para

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que elabore las partes instrumentalespara Piers, Helen y yo en las claves másadecuadas para los instrumentos quetocaremos. ¡Lo que debe de habertardado en introducir esos datos!

No ensayamos nada sin haberloleído todos juntos de cabo a rabo, yhasta ahora todo lo que hemos tocadojuntos es el primer contrapunto. Helen,sobre todo, y yo, en menor medida,necesitaremos una gran preparación paratocar esta obra con fluidez. Así que, trashaber tocado la primera pieza a partirdel libro que me regaló Julia, y habervuelto sus páginas una por una,proyectando en ellas el agua, el cielo ylas piedras de Venecia, estudio las

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partes instrumentales generadas por elordenador de Billy.

Las leo detenidamente durante horaspara prepararme para el primer ensayo,pensando en ellas y tocándolas hasta quela mente y los dedos se me estiran paraadaptarse a lo que suena ante mis ojos ymis oídos.

7.4

Escríbeme unas palabras de amor yconsuelo. O déjame un mensaje en elcontestador. O aparece por la puerta, oen la pequeña pantalla azul. Te heescrito; sé que el fax te llegó.

Estamos en junio: las ardillas se

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comen los higos verdes de la pared, lashojas secas del castaño son barridashasta el borde del camino de grava.

No he sabido nada de ti. No hascontestado a mi fax. ¿No estás en laciudad? ¿Te has ido a alguna parte con tumarido, su madre y tu hijo? ¿Ya no llevasu pequeño blazer gris ni su pequeñagorra verde, ya no están numerados susdías ni marcados con notas y letras?

¿Dónde pasaste una semanaescondida hasta que se borraron lasmarcas? ¿Volviste a Viena, a casa de tumadre? Aún disponías de unos días delos que me arrebataste. No puedoperdonarme. Y eso no es todo lo que tehe hecho.

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Las plazas están coloreadas decodesos, y cerca del jardín que hay bajoel nivel del suelo, el espino de copa enforma de champiñón está profusamentepoblado de flores de color rosa. Lospequeños monstruos grises desfilan dedos en dos.

Me gustan el espino blanco y laslilas de color lila; pero la moda de loscolores espurios acabarádesplazándolos. Paseo por aquí y porallá, y tú tocas a Bach para mí. ¿Tanpoco pesa el amor en la balanza? Peroveo plintos y columnas y frontonesdesde las alturas de los autobuses. Esuna película que pasa sobre miimaginación: esto es lo que el gran

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albañil, con sus cuatro volúmenes, le hahecho a la ciudad de Londres. Lentasson dichas acciones, pero luego ya notienen vuelta de hoja.

También veo gatos, ante mis ojos yen mi imaginación. Una noche, ya tarde,vi a una mujer mientras caminaba.Estaba en la riva, junto al Arsenal, y laseguían once gatos, a los que llamaba ydaba de comer. La anciana les arrojabarestos de una bolsa, y ellos maullabande gratitud y necesidad. Eran de espírituarisco, y estaban flacos y marcados porla sarna, no eran como la amorosamentetratada Zsa-Zsa, tan enferma ahora en elnorte.

Dijiste que tenía que esperar tu

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visita. ¿Cuántos minutos necesitas de mí,que te he tocado después de tantos años?Que tus ojos azulgrisáceos me otorguenuna mirada amable. Sí, sonríe, ¿qué tecuesta sonreír y reír? ¡Sé razonable!

Entonces mi mente evoca el jardíndonde estaban la colada y la glicina quelos dos contemplábamos desde lahabitación en la que hacíamos el amor.

Pongo la mano en mi hombro, allídonde reposó tu cabeza. A continuaciónpronuncio tu nombre, una vez, dosveces, tres, cuatro. Algunas noches meduermo así, recordándote; algunasnoches no me duermo hasta el alba.

7.5

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Pero ahora estoy aquí, en la puerta de sucasa. Luke está en la escuela, laasistenta se enfrenta a los subjuntivos enel Instituto Francés, y James maneja suábaco en Canary Wharf. ¿Cómo oirá eltimbre? Debe de haber algúnmecanismo, pues ella aparece en lapuerta. Leo su cara. ¿Se siente feliz deverme? Sí y no. Pero no muestrasorpresa. Parece muy cansada; se la veojerosa. ¿Qué necesita más: sueño opaz? Da un paso atrás y yo entro.

—¿Te importa? —pregunto.—Necesito estar un tiempo sola.—¿Hay alguien en casa?—No. ¿Te hablaría así si hubiera

alguien?

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—¿Podrás perdonarme, Julia? Nopretendía decir lo que dije ni hacer loque hice…

—Sí —dice, con demasiadaprontitud.

—No sé qué me ocurrió…—Te he dicho que sí. No sigas.—No voy a preguntarte por qué no

has venido a verme. Pero ¿no podíashaberme escrito?

—Después de lo que ocurrió, ¿porqué iba a engañarte a ti también?

No digo nada. A continuación:—¿Hoy me enseñarás tu sala de

música?Me mira con una especie de

agotamiento. Es imposible que esperara

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esta petición, pero se comporta como sinada hubiera ya de sorprenderla.Asiente, pero es una concesiónsilenciosa, como si me permitiera elegirmi última comida.

Subimos las escaleras. Toda laprimera planta es una sola habitación.En medio, junto a una chimenea que nose utiliza, hay un Steinway negro. En unmirador hay un escritorio que da aljardín en media luna. Sobre elescritorio, mi rana de porcelana azulsujeta una pila de papel de carta, y estáencarada a una carta a medio acabar.Desvío la mirada.

—¿Trabajas mucho? —digo cuandoquedamos cara a cara.

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—Sí. Viena decidió por mí.—¿Así que tocarás sola a partir de

ahora?—Sí.—¿No podrías hacerte un implante

coclear o algo así? —digo de buenas aprimeras.

—¿De qué estás hablando? No sabesni de lo que estás hablando —dice, cadavez más airada. ¿Cómo pude pensar queno era capaz de sentir cólera?

En algún lugar de la casa el teléfonosuena cuatro veces, a continuación calla.

Observo que las VariacionesGoldberg están sobre el piano.

—Bueno, ya que todo lo que digo teparece una estupidez, ¿por qué no tocas

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algo?Se sienta inmediatamente, sin

protestar ni asentir, y, sin molestarse enabrir el volumen, toca la variación 25,pero como si yo no estuviera. Me quedode pie, los ojos cerrados. Cuando acaba,se levanta y cierra la tapa. Yo bajo lavista.

—He estado tocando la primerapieza de El arte de la fuga —digo.

—¿Te importa levantar la cara?Gracias. ¿Qué has dicho?

—Que he estado tocado la primerapieza de El arte de la fuga. Con unaviola. De tu manuscrito.

Parece abstraída, distraída. Mispalabras la han dejado perpleja.

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—¿Querrás copiar la siguiente fugaen mi libro? —pregunto. No es quetenga mucho interés en que lo haga, perotengo la impresión de que solo la haréhablar si le pregunto, le pido cosas.

—He estado trabajando demasiado—dice. No sé qué quiere darme aentender con eso.

—¿Chopin? ¿Schumann? —digo,recordando su concierto en el WigmoreHall.

—Y otras cosas. —No desea entraren detalles. Parece inquieta. Su miradava a la mesa donde está la rana azul.

—No puedo dormir sin ti —digo.—No digas eso. Todo el mundo

acaba durmiendo.

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—¿Qué debería decir, entonces? —digo, dolido—. ¿Cómo va tu jardín?¿Cómo va tu tinnitus? ¿Cómo estáJames? ¿Cómo está Buzby? ¿Cómo estáLuke? Por cierto, ¿cómo está Luke?

—Supongo que cada día crece enestatura académica, artística, musical,social, espiritual, física y moral —diceJulia como en un ensueño.

Me echo a reír.—¿De verdad? Eso es mucho crecer

para un niño.—Es lo que dice el folleto de

propaganda de su escuela.Le beso un lado del cuello, donde ya

no queda ningún rastro de mi mordisco.—No…, no…, suéltame. No seas

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loco. No quiero.La suelto y voy a la ventana. Un

mirlo picotea algo bajo un rododendroempapado de lluvia. Quizá consideraque ha sido demasiado severa. Seacerca a mí y, muy suavemente, posa susmanos en mi espalda.

—¿No podemos ser solo amigos?Aquí están, por fin, esas palabras.—¡No! —digo, sin volverme hacia

ella. Que lea mi encogimiento dehombros.

—Michael, piensa un poco en mí. —Finalmente se digna pronunciar minombre.

Bajamos las escaleras. Ni sugiereque tomemos un café.

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—Es mejor que me vaya —digo.—Sí, no quería que vinieras, pero

aquí estás —dice, con un aspecto de lomás triste—. Si no te amara, las cosasserían mucho más sencillas.

¿Así que me visitará? ¿Puedovolver? Sea cual sea su respuesta, yo notendré paz. ¿Acaso el amor no sabecómo convertir lo liso en rugoso y lorugoso en liso?

Coge mi mano, pero no de maneraforzada. La puerta se abre, se cierra.Abandono el umbral. El agua, con unaprofundidad de al menos cinco brazas,baja por Elgin Crescent, por LadbrokeGrove, y a través del Serpentine, hastael Támesis, y unos vaporetti rojos de

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dos pisos borbotean como los vaporesdel Mississippi. Un pequeño perroblanco está sentado en la proa. Vete,pues, con la marea, y no hagas unaescena, y aprende del pequeño perro,que sabe que lo que es, es, y, un sabermucho más arduo, que lo que no es, noes.

7.6

Hemos ido a ensayar a casa de Helen.—Estoy a régimen —dice Billy—.

Me han dicho que estoy demasiadogordo.

—¡No! —dice Helen—. Eso es unacalumnia.

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—El médico —explica Billy— diceque me sobran muchos, muchos, muchoskilos, y que tengo la tensiónpeligrosamente alta, y que si quiero aLydia y a Jango más vale que empiece aadelgazar, de modo que eso es lo quevoy a tener que hacer. No tengoelección. La semana pasada fui tresveces al gimnasio, y creo que ya heperdido algún kilito.

Helen sonríe.—Es horrible —dice Billy—. Dijo

que me sobraban «muchos, muchos,muchos» kilos… Ni siquiera intentótener un poco de tacto… ¿Todos habéismirado mis notas?

—Son estupendas —digo. Billy se

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anima un poco. Helen y Piers asienten.De modo que aquí estamos todos juntos.Ahora también yo estoy con mi familia.

—Debes de haberte pasado semanasmetiendo datos —digo.

—Oh, no —dice Billy—.Simplemente, los escaneé de unapartitura, los ordené, ajusté la otra clavey lo imprimí. Es increíble lo que sepuede hacer hoy día. —Se le iluminanlos ojos—. Mi programa tiene unplayback de piano llamado espressivoque, una vez ajustas unas cuantasirregularidades, es muy difícil adivinarsi el que toca es una máquina o un serhumano. Pronto serán tan perfectos quete será imposible adivinarlo. A efectos

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prácticos, los intérpretes estarán demás…

—Aunque supongo que no loscompositores —le espeta Piers.

—Oh, sí —dice Billy, contemplandocon alegría su propia obsolescencia—.Mira las fugas, por ejemplo…, con losordenadores ya puedes hacer todo tipode cosas. Supongamos que quieresrepetir un sujeto fugado a la duodécima,aumentado, invertido, y con un intervalode un compás y medio… Tocas un parde teclas y ya está hecho.

—Pero ¿dónde está la imaginación?¿Dónde está la música? —pregunto.

—Oh —dice Billy—, eso no esproblema. Solo tienes que generar

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muchas combinaciones, buscar las queson armónicamente compatibles ymostrarlas a los humanos para ver si lasencuentran hermosas. Estoy seguro deque en veinte años los ordenadores nossuperarán en las degustaciones a ciegas.Quizá tengamos incluso una fórmula dela belleza basada en varios parámetrosexperimentales. No será perfecto, desdeluego, solo más perfecto que casi todosnosotros.

—Qué desagradable —dice Helen—. Y espeluznante. Una especie deajedrez.

Billy parece ofendido.—Una especie de ajedrez más

sagrado.

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—Bueno —dice Piers—. Volvamosal imperfecto presente. Todo esto esfascinante, Billy, pero ¿te importaríaempezar?

Billy asiente.—Pensé que podríamos comenzar

con algo que no precise que Michaeltoque la viola —dice—. No esdesconfianza, desde luego…

Le miro fijamente.—De verdad que no —dice Billy—.

De verdad. Es solo para que todo seasencillo, lo más sencillo posible. Y, paraempezar, también quizá sería mejor queHelen no tocara la viola grande afinadamás baja.

Helen asiente ligeramente con la

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cabeza.—Bueno —dice Billy—, eso reduce

nuestras posibilidades a loscontrapuntos cinco y nueve. ¿Alguientiene alguna preferencia?

—Tú mandas —dice Piers.—Oh, muy bien —dice Billy—.

Número cinco. Pizzicato de principio afin.

—¿Qué? —decimos los tres alunísono.

A Billy le complace nuestrareacción.

—Bueno, ¿qué podéis perder? —pregunta—. Solo nos llevará tresminutos. Muy bien, Michael, empieza —dice con un aire un tanto dictatorial—.

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Aquí tienes el tempo.—¡Billy, estás loco! —digo.—Todavía no hemos tocado la

escala —observa Helen.—Se me había olvidado —dice

Billy—. Toquémosla, pues. La escala enre menor… pizzicato.

—¡No! —dice Piers, conmovido poreste sacrilegio—. No podemos tocar laescala en pizzicato. Sería una parodia.Primero la tocaremos con el arco, yluego puedes hacer lo que quieras connosotros.

De modo que primero tocamos laescala con el arco, y a continuaciónBilly nos hace repetirla pulsando lascuerdas, lo que es una excentricidad, y

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luego hacemos lo mismo con elcontrapunto cinco. Aunque no haymanera de hacerse una idea de laduración de las notas sostenidas, yaunque los violines pulsados suenanpatéticos comparados con elviolonchelo, el contrapunto aparece conmeridiana claridad. Además, es unaespecie de ejercicio de entonación. Esalgo que no hicimos cuando practicamosel primer contrapunto para el bis. Quizádeberíamos haberlo hecho.

Lentamente, Billy nos guía en nuestraandadura. En el siguiente paso tocamoscon el tipo de vibrato que solemosutilizar. Pero todos los pasos siguientesson casi sin vibrato: el estilo con el que

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Billy pretende que grabemos o toquemostoda la obra. Es un proceso lento, perorevelador. Al cabo de una hora pasamosa la otra pieza que queda dentro denuestra extensión, y la abordamos delmismo modo.

Entonces, de golpe, el cuarteto setransfigura: su sonido, su textura, suaspecto. Vamos directamente a una piezaen la que tanto Helen como yo debemosutilizar instrumentos más grandes ygraves. Se nos ve y nos sentimosextrañamente desproporcionados: connosotros mismos y con los demás. Tocola viola que me han prestado, y ella loque podría denominarse una viola tenor.Produce un sonido increíble, lento,

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como un gruñido, muy rico y extraño, yde pronto los cuatro nos echamos a reírencantados —sí, encantados, pues elmundo exterior es una sombra casiinexistente— mientras seguimostocando.

7.7

Vamos de una pieza a otra en un ordenque ha trazado Billy. Estaba previstoque esta sesión durara de dos a seis,pero decidimos seguir después de lacena. Helen y Billy preparan la pasta yla salsa, mientras que Piers y yo nosencargamos del vino y la ensalada y deponer la mesa. Billy telefonea a Lydia

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para decirle que llegará tarde, y Pierstambién hace una llamada telefónica.

Esta cena improvisada en casa deHelen hace que nos reunamos porprimera vez en meses los cuatro paracomer —cosa que antes ocurría amenudo—; y es curioso que ocurra enLondres y no estando de gira. Ni enViena ni en Venecia comimos ni una vezjuntos. No podía desperdiciar nicompartir los días que pasé con Julia. Ycuando ella se fue, llevé una vidasolitaria.

Billy se resiste a tomar otro plato depasta. El hecho de que nos esperenvarias horas de ensayo no importa.Resulta tan excitante que toquemos El

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arte de la fuga, y para grabar un disco,y supone un alivio tan grande que elinstrumento de Helen, de cordaje tanimprobable, sea lo que todosdeseábamos, que la atmósfera es más decelebración que de trabajo.

—Al bebé de Rebecca le van allamar Hope —dice Helen.

—¿Así que va a ser una niña? —pregunta Piers.

—Bueno, no están seguros. Noquieren saberlo. Pero, de todos modos,lo van a llamar Hope.

—Un padre estúpido y un nombre nomenos estúpido —dice Piers—. Nopienso ir al bautizo. Stuart es el hombremás aburrido que conozco.

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—Rebecca se ofenderá —diceHelen—. Además, no es verdad que seaaburrido.

—Es aburrido. Es una especie demicroondas de aburrimiento. Irradiaaburrimiento —dice Piers, que echagrandes cantidades de pimienta a suplato de pasta.

—¿A qué se dedica? —preguntaBilly.

—A algo relacionado con laelectrónica —dice Piers—. Y todo eltiempo habla de eso con una espantosavoz nasal, mientras que nadie de los queestán con él tiene la menor idea de quéestá hablando. Es de Leeds.

—De Liverpool —dice Helen.

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—Bueno, de algún lugar digno deolvido —dice Piers.

Hubo una época en que me unía a suspullas, pero de eso hace años.

—Ahora acaba de salir un champúespecial para pelirrojos —dice Helen.

—Bien —dice Piers, con un interésobviamente fingido—. Muy bien.Cuéntanos algo más de él.

—¿Creéis que alguna vezdeberíamos tocar El arte de la fuga enconcierto? —pregunta Billy.

—Oh, Billy, déjanos descansar unpoco.

—¿Por qué? —pregunto—.Discutámoslo. Es mejor que hablar deStuart y Rebecca, a quienes ni Billy ni

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yo conocemos.—No sabes la suerte que tienes —

dice Piers.—Rebecca es amiga nuestra desde

que era una cría —dice Helen—. Y fuela primera novia de Piers.

—No es cierto —dice Piers—. Entodo caso, no tengo nada contraRebecca.

—Sí, creo que deberíamos tocar Elarte de la fuga en concierto —digo—.Después de todo, nuestro bis tuvo ungran éxito.

—Pero ¿crees que el público loaguantaría entero? —pregunta Billy—.Toda la pieza está en la mismatonalidad… o, al menos, todas las fugas

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empiezan y acaban en ella.—Lo mismo pasa con las

Variaciones Goldberg —dice Helen—.Bueno, en todo caso es la misma tónica.Y los pianistas llenan con esa pieza.

—Lo que me preocupa es que Elarte de la fuga es una obra muymonótona —dice Billy—. Quiero decir,en términos de textura… para tocarla endirecto. Por otro lado, tiene undesarrollo muy interesante. Quizápodríamos tocar la mitad…

—¿Por qué no escribiste sobre todoesto en tu informe, Billy? —pregunto.

—Oh, no lo sé, me pareció que misnotas ya eran demasiado largas.

—Pues no lo eran —dice Helen.

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Billy vacila por un instante,enseguida dice:

—Personalmente, y esto no tienenada que ver con Ysobel, ni con Stratus,ni con nuestro cuarteto como tal, meparece que las cuerdas son ideales parainterpretar fugas. Sostienen las notasmejor que el clavicordio o el piano.Expresan mejor las líneas individuales.Y, contrariamente a los instrumentos deviento, por ejemplo, te permiten elefecto de dobles cuerdas, tal como Piersy yo hemos tenido que hacer al final dela primera pieza de hoy, cuando lascuatro partes se convierten en seis.Además, Mozart y Beethoven están deacuerdo conmigo.

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—¿Ah, sí? —exclama Piers—. ¿Ycuándo utilizaste por última vez la líneacelestial?

—No la necesito. Es un hechoarchiconocido que Mozart arregló lasfugas de Bach para cuarteto de cuerda, yque Beethoven arregló una de Händel.

Nos quedamos atónitos.—¿Así que es un hecho

archiconocido? —pregunta Piers en tonoamenazante.

—Bueno, quizá no por todo elmundo —dice Billy con una sonrisa desatisfacción.

—Si eso es cierto… —comienza adecir Helen—, si realmente es cierto,quizá podríamos tocar la primera mitad

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de El arte de la fuga, y luego, tras elintermedio, estos arreglos de Mozart yBeethoven. Sería un gran programa, ymás variado para el público.

—Sí —gruñe Piers—, ¿por qué nodedicamos nuestras vidas a tocar unafuga tras otra?

—Las fugas son tan potenciadorasde las voces medias… —añade Helen,muy satisfecha consigo.

—¿Potenciadoras? ¿Potenciadoras?—dice Piers—. ¿De dónde has sacadoesta palabra? No me lo digas. Huelo asandalias.

—Oh, Billy —dice Helen de pronto—. Tengo el postre ideal para ti. Tardaráexactamente treinta segundos.

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Se pone en pie de un salto, va a lanevera, a continuación al microondas, lopone en marcha unos diez segundos yvuelve con cinco cerezas amarillas en unplato, que coloca delante de Billy.

—¿Qué es esto? —pregunta Billy.—Cerezas amarillas. No tienen ni

una caloría.—Pero ¿qué les has hecho?—Cómetelas enseguida, y luego

pregunta. Enseguida.Con precaución, Billy se lleva una a

la boca, y enseguida pone los ojos enblanco de éxtasis. Come otra, y otra,hasta que no queda ninguna.

—Son un milagro —dice—. Porfuera son como cerezas fundidas, y por

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dentro como un sorbete crujiente. Cásateconmigo, Helen.

—Ya estás casado.—Es cierto. ¿Cómo lo has hecho?—Las compré, las lavé, las congelé

y las puse en el microondas. Eso estodo.

—Eres un genio.—Lo llamo microsorbete de cereza.

Estoy pensando en fundar mi propiaescuela de cocina.

—Eso sería estupendo —digo—. Uncuarteto de cuerda con escuela de cocinaincluida. Helen podría ser la directora,Piers y yo los alumnos, y Billy elconejillo de Indias. Entonces Erica yano tendría problemas a la hora de

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encontrar una imagen de marca.—¿Y por qué necesita Erica

encontrar una imagen de marca paranosotros? —pregunta Piers.

—Oh, cree que necesitamos algo quehaga que el público nos conozca mejor.Los cuartetos de cuerda resultandifíciles de promocionar.

—Eso es típico de Erica —dicePiers—. He estado pensando, y creo quedeberíamos pensar en buscarnos otraagente.

Billy, Helen y yo, cada uno por suspropios motivos, ponemos objeciones.

—Esta última gira me ha dejado muyinsatisfecho —dice Piers—. Desde elpunto de vista financiero ha sido un

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desastre y…, bueno, también hay otrascosas. —Piers evita mi mirada—. Ahoravamos a tocar con Cosmo el quintetocon clarinete. Ya hemos tocado antescon él, y sabemos que es bueno, pero sino hubiésemos tocado juntos, ¿cómo losabríamos? ¿Cómo vamos a confiar ennuestro agente si no nos tiene alcorriente de todo?

—Erica no sabía lo de Julia —digo—. Sé justo, Piers. Lothar lo sabía, perodecidió no decirlo. Si piensas enlibrarte de alguien, tendría que ser de él.Solo que no lo harás, pues es el mejoragente de Austria.

—Tomaré más cerezas —dice Billyrápidamente.

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Helen prepara unas cuantas más, yesta vez todos tenemos nuestra ración.Nos sirve un poco de grappa quecompró en Venecia, y se restablece lacamaradería.

Comienza la segunda mitad delensayo. Pero esta vez no consigoolvidarme del mundo exterior, y de vezen cuando sufro leves ataques de pánicoque duran unos segundos, cuando mimano, pero no mi mente, se concentra enlas notas que hay ante mis ojos, ypercibo el cuarto de baño gris de laBrahms-Saal estrechándose en torno amí.

7.8

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Vuelvo tarde a casa y oigo los mensajesdel contestador. «Michael, soy James;James Hansen. Necesito hablar contigo.Por favor, llámame a mi oficina»,comienza diciendo el mensaje. Hay unabreve pausa y ruido de papel. Me da sunúmero y, con cierta brusquedad, añade:«Te agradecería que me llamaras loantes posible.»

Hay otro mensaje después de este,pero apenas puedo concentrarme enentenderlo, y tengo que rebobinar lacinta y repetirlo. Es algo acerca de unapartitura que pedí en préstamo a unabiblioteca y cuyo plazo de devoluciónya ha expirado. Cierro y extiendo lamano izquierda, que me ha estado

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molestando un poco: el ensayo ha sidolargo, y todavía no me he vuelto aacostumbrar a la viola.

¿Por qué ha llamado él y no Julia?¿Por qué quiere que le llame a suoficina? ¿Qué le ha dicho Julia?

El teléfono interrumpe mispensamientos. ¿Quién puede ser a estahora? Deben de ser ya las once.

—Hola… ¿Michael? —dice la vozde mi padre.

—¿Papá? ¿Qué hay? ¿Todo va bien?—Ha muerto… Zsa-Zsa ha muerto.

Esta tarde. Te llamé, pero me salió elcontestador. —La voz de mi padre esquejumbrosa, llorosa.

—Lo siento, papá.

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—No sé qué hacer.—¿Has tenido que sacrificarla?—No… Estaba debajo de la mesa,

donde se ponía siempre después decomer, y un par de horas más tarde habíamuerto.

—Oh, papá. Lo siento mucho. Erauna gata estupenda.

—Podría haberse muerto en miregazo. —A mi padre se le quiebra lavoz—. Recuerdo el día en que tu madrele puso el nombre de Zsa-Zsa.

—¿Cómo está tía Joan?—Muy afectada —dice, procurando

mantener la entereza.¡Pobre Zsa-Zsa! Mi pobre gata fiel,

agresiva, amante del salmón, casera,

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astuta. Pero su vida fue larga ymemorable.

—Papá, iré a verte la semana queviene. O, como muy tarde, la otra.

—Ven, Michael, por favor.—Papá, lamento no haber ido

antes… ¿Cuándo planeas enterrarla?—Es curioso que me lo preguntes —

dice mi padre, animándose un poco—.Ahora mismo estábamos hablando deello. Joan cree que debemos incinerarla,pero yo opino que deberíamos enterrarlaen el jardín.

—No cerca del enano, espero.—¿No cerca del enano?—No —digo con firmeza.—Pero el enano está en el jardín de

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los Boyd —dice.—Lo sé, pero está a menos de un

metro de distancia, y medio encarado alnuestro.

—¿Dónde sugieres que laenterremos, pues? —pregunta.

—En un arriate.—De acuerdo, lo pensaré —dice mi

padre—. Gracias por llamar, Michael.Estaba muy afectado, y si no mehubieras llamado, te habría llamado yo,aunque fuera tarde.

—Pero yo no te he llamado —comienzo a decir, pero me callo—. Muybien, papá. Adiós, papá. Buenas noches.

—Buenas noches, Michael —dicemi padre, y cuelga.

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Estoy cansado: de mente, mano ycorazón. Me duermo pensando: ¿de quéquiere hablar su marido?

Pero sueño con Zsa-Zsa. En ciertomomento le digo —su cabeza descansaen mi brazo—, mira, sé que esto es unsueño, Zsa-Zsa, y que estás muerta, perocon tu permiso me gustaría continuar conel sueño; y, en cierto modo, lo consigo.

7.9

Marco rápidamente el número de laoficina de Hansen, pero cuelgo antes deque nadie lo coja. A los pocos minutosvuelvo a marcar. Su secretaria me ponecon él.

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—Gracias por llamarme lo antesposible, Michael —dice—. Falta menosde una semana para el cumpleaños deJulia, y, como quizá sabes, voy a dar unafiesta, y me preguntaba si ya que sois tanbuenos amigos, podrías venir…Michael, ¿estás ahí?

—Sí, sí. Gracias, James. Meencantará ir.

—Bueno, pues será el miércoles, aeso de las siete. Pero va a ser unasorpresa, por lo que te agradecería queno se lo mencionaras a nadie.

—¿Dónde será la fiesta?—En casa. Un vecino se encarga de

contratar el catering, de modo queespero que Julia no sospeche nada.

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Intento que no venga más de una docenade personas, pues cuando hay muchagente ella no puede concentrarse…, poreso no he invitado a tus colegas delcuarteto.

—No, ya…, ya entiendo, quierodecir que es una buena idea.

—Espero que haga mejor tiempo quehoy.

—Sí.—Bueno, estoy encantado de que

puedas venir. Te veo dentro de un par dedías. Me alegró conocerte.

—Sí, bueno, gracias. Mis…, missaludos a Julia.

—Bueno, eso tendrá que esperar,¿no crees?

Page 1158: Una Musica Constante - Vikram Seth

—Oh, sí. Claro. Pero ¿cómo hasconseguido mi número?

—Como lo haría cualquiera.Mirando en la guía.

—Claro.Cuelgo, con un gran alivio. Sí, iré…,

sí, me digo, tendré que ir, pues miausencia sería inexplicable. ¿Qué diráella cuando me vea? ¿Qué voy aregalarle? ¿Qué le ha dicho a James dela ranita azul, que él debe de ver amenudo? Es imposible que le hayacontado nada. Seguramente, me habríadado cuenta.

7.10

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Llega el miércoles. He colocado miregalo, envuelto en papel, en la mesaque hay junto a la puerta. Le estrecho lamano a James.

Pero hoy no está tan encantado, nitan cordial. Se muestra cortés, pocomás. No se le ve ceñudo, pero sí frío.Hace un día estupendo, y los invitadosestán en el jardín. Unas rosas color rojosangre están en flor. Los camarerosllenan las copas vacías, y Julia, que nose ha vestido para la ocasión, estápreciosa.

¿Por qué este cambio de actitud enJames? ¿Algo va mal en la oficina?¿Han tenido una riña? Si fuera otra cosa,algo que me implicara, ¿no me habría

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llamado para decirme que la fiesta sehabía cancelado? ¿Acaso no estoy, paraél, en la periferia de las cosas?

Julia ríe, charla, entonces me ve… yparece agobiarse. Luke se me acerca yhablamos un rato. ¿Qué comió elmonstruo después de que le hubieranarrancado todos los dientes? Se comióal dentista. Buzby brinca a nuestroalrededor y Luke corre tras él. Mequedo solo y observo.

Al cabo de un rato, Julia viene hastamí y me dice, sin ni siquiera saludarme:

—Michael, no sé por qué James teha invitado…, pero creo que sabe lonuestro, no sé cómo, pero lo sabe. Estosúltimos días ha estado muy raro.

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James nos vigila desde lejos.—Estoy convencido de que la

semana pasada no lo sabía —digo—.¿Estás segura?

Asiente.—¿Te ha dicho algo? —pregunto.—No…, al menos, no directamente.—Después de todo, no será un feliz

cumpleaños.—No.—Dentro de unos días me voy a

Rochdale. Ven conmigo. Solías decirque vendrías conmigo…, que queríasver dónde había nacido y me habíacriado.

—No puedo, ni ahora ni nunca.—Oh, Julia, algo va mal, ¿no es

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cierto? ¿Qué ocurre?—No sé qué va a ocurrir… Ahora es

mejor que atienda a los demás invitados.—Te he dejado mi regalo en la

mesa.—Gracias. —Es incapaz de

enfrentarse a mis ojos. ¿Qué dirá cuandodescubra que se trata de un bonsai dedoce años de edad, y que hay queregarlo cada dos días? Si no lo cuida,desde luego morirá.

Espero hasta que Julia levanta lavista y digo:

—Pondré alguna excusa y me iré.Pero, por favor, ven a verme. Por favor.

Pero nada más pronunciar laspalabras, pienso: ¿qué soy, un perrillo

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faldero?—Sí, sí, vendré…, pero ahora

déjame, Michael.—Muy bien —digo—. Subiré arriba

y me enfrentaré a James.—No. No lo hagas —me suplica—.

Mézclate con los demás y evítale. No sécómo se ha enterado. A lo mejor es quehablo en sueños…, quizá Sonia le dijoalgo…, o Jenny… ¡Oh, quédesagradable es todo esto!

—Julia, los dos somos personastransparentes.

—¿Tú crees?—Te quiero. ¿No te parece eso

bastante transparente? ¿El no lee loslabios, verdad?

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—Debo irme —dice—. Pero, porfavor, no te vayas enseguida. Pareceríasospechoso. Adiós, pues, Michael.

Se aleja. Tras unos minutos de bebery comer en compañía de personas a lasque nunca conoceré, me despido deLuke, y, de camino a la puerta, de James.

—¿Le has dicho adiós a Julia? —pregunta—. Debes decirle adiós a Julia.

—Le dije que tenía que irmetemprano, y ya nos despedimos.

—¡Qué lástima! ¿Ocurre algo?—Sí, trabajo.—¿En qué trabajas ahora? —

pregunta. ¿Está jugando conmigo?—En El arte de la fuga. Mañana

tenemos un importante ensayo, y tengo

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mucho que preparar.—A Julia le gusta mucho esa

obra…, como probablemente ya sabes—dice James—. A veces toca algúnfragmento. Una música muy sutil,¿verdad?

—¿Sutil?—Oh, hay mucho más de lo que uno

percibe al principio. Desde luego, yo nosoy músico; no sé si estoy utilizando lapalabra adecuada…, pero Julia siempreme dice que le alegra que yo no seamúsico. Es un tanto paradójico. Dehaberlo sido, habría podido tocar conella. Por otro lado, cuando perdió eloído, quizá no la habría animado acontinuar. Naturalmente, es una

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hipótesis, pero para mí es un aliviopoder hablarlo con alguien que sabe dequé va el asunto.

—Sí. Lo siento, James. Debo irme.Gracias. Lo he pasado muy bien. Medirige una mirada imperturbable y metiende la mano. Se la estrecho y me voy.

7.11

He vuelto a Rochdale, como le habíaprometido a mi padre. Se le ve muyenvejecido en relación a las Navidadespasadas.

Son las dos de la tarde y estamossentados en Owd Betts. Le caen laslágrimas sobre su lenguado

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estratificado. Fuera está nublado. Hayuna luz perlada en la mitad inferior delcielo, y un tenue resplandor sobre elembalse.

—Es solo un gato, Stanley —dice tíaJoan—. No es Ada.

Este comentario hace que el gestocompungido de mi padre se transformeen una mirada feroz.

—Basta ya, Stanley, cuando erasjoven veías morir a montones de pavos.

—¡Tía Joan! —protesto.—Le hacen bien mis palabras —

dice tía Joan, insensible—. Lleva díasasí. No dice una palabra. Es algomorboso. Y me aburre. Le ha hecho bienque vinieras.

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—Eso espero. Papá, ¿quieres que tecompre un gato?

—Ni se lo insinúes —dice tía Joancon firmeza—. Si me muero yo primero,¿qué sería del pobre animal? Y si élmuere primero, yo no quiero saber nadadel gatito.

Callo ante su lógica brutal. Se meocurre que una de las habilidades másadmirables de mi tía es, cuando hay unamuerte, ponerse al frente de la situacióny dar órdenes a todo el mundo hasta queafrontan los hechos. Quizá es porque sumarido era empresario de pompasfúnebres en Balderstone.

—¿Y a ti qué te pasa? —prosigue tíaJoan—. ¿Te ha dejado?

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Dejo la cerveza sobre la mesa.—¿Quién? —pregunto.—Ella. Quienquiera que sea. De

pronto has puesto una cara de perroapaleado…

—Tía Joan, ¿qué le pasóexactamente a la pareja que se fue aScunthorpe?

—Bueno, él se divorció y se casócon ella, desde luego. Pero la pobreesposa nunca cobró todo el seguro de latienda. La aseguradora del conductor delcamión le pagó un tanto, pero se negarona pagarle más.

Mi padre se ha puesto a canturrearuna de las canciones más subidas detono de Gracie Fields. Uno de los

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estratos de su lenguado estratificado hadesaparecido.

—En aquellos tiempos no seembalsamaba —dice tía Joan sin razónaparente—. Le daban un trago de whiskycuando iba a las casas, así es como lesaludaban, y él simplemente se dedicabaa lo suyo y vestía el cadáver. No habíaembalsamamiento. Lo tenían en casa yluego lo enterraban.

El pudín de limón y jengibre de papállega flotando en un mar de natillas, cosaque le encanta. El fantasma de Zsa-Zsaya no ronda la comida. Tía Joan retomasu habitual hilo de habladurías yensueño, y deja de avasallarnos.

—No lo olvides, Stanley —dice

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volviéndose repentinamente hacia mipadre, que está ya más animado—, en lavida hay muchos motivos de queja.

Me gusta este sitio, a pesar de que alentrar casi me doy con la cabeza contrauna de las vigas bajas. Owd Betts espara mí señal de cordialidad yesperanza, aunque esté tan orientadohacia el páramo, en lo alto de lacarretera. Cuando estaba en primaria, aun amigo y a mí nos patrocinaron unaexcursión a pie de Blackpool aRochdale. Nos metieron en un autobús ynos soltaron en el paseo marítimo, y nosdijeron que volviéramos a pie a casa.Azotados por la lluvia, llenos deampollas, agotados y muertos de

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hambre, pasamos por fin junto a OwdBetts y, por primera vez, tuvimos lasensación de que ya llegábamos.Recuerdo lo conturbada que se quedó mimadre cuando llegué a casa. Me pasétres días durmiendo.

Pienso en aquella época, tan alejadade esta, cuando mi corazón ni conocía nianhelaba el amor. ¿Qué habría pensadoyo si un desconocido se hubieraentrometido en el matrimonio de mispadres? James ha sido astuto; nomencionó a Luke.

—Voy a volver andando —digo.—¿Para qué, Michael? —pregunta

mi padre.—Para bajar la Guinness.

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—¿Quién nos llevará a casa? —pregunta tía Joan.

—Tú, por supuesto —digo con unasonrisa—. Tú has conducido a la ida.

—Pero hay un buen trecho. Tardaráshoras.

—No muchas. Llegaré a casa por lanoche. Llevo demasiado tiempo enLondres. Lo necesito.

—Bueno —dice tía Joan—, no meeches la culpa si te caes por uno de lospozos de la mina.

Pago, les meto en el coche ycontemplo cómo se alejan en suaveseses por la carretera. Puede que tía Joantenga artritis, pero le gusta tan pococompartir el volante como los fogones.

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Más allá de Owd Betts hay uncordón policial, y agentes con chaquetasverde lima obligan a los coches a volvera Rochdale. Un hombre que va en uncarro tirado por un caballo protesta unpoco, pero no le sirve de nada. Debe dehaber un accidente un poco más abajo.Dejo la carretera y subo rumbo a lascolinas.

7.12

Desde aquí arriba, el cartel de OwdBetts, la posada, la carretera con susranúnculos y sus cardos, la pared dearenisca ennegrecida y ajada por laintemperie, el embalse y las chaquetas

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verde lima parecen estar más lejos, ytodo es hierba y viento.

Desaparece el sonido de los coches,pero oigo las pezuñas del caballo através del violento gemido del viento.Llovizna un poco, de modo que quizá noestoy de suerte, pero al oeste veo unahendedura azul en el cielo.

El aire es fresco y penetrante, y elterreno un sutil mapa de matas y tierranegra: cientos de hierbas distintas,algunas rematadas de ramillas plumosas,otras de diminutas estrellas blancas decuatro puntas; también hay matas bajasde arándanos con las bayas aún verdes;y todas ellas se doblegan o resisten elembate del viento.

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Me acurruco en una depresión; elviento pierde fuerza; me tiendo, a pesarde la humedad, y el viento muere, y elhorizonte muere, y no hay nada más quesilencio y cielo.

Una vaca muge en alguna parte; y acontinuación me llegan sonidosarmoniosos y dulcísimos, un silbido dealegría y energía que se convierte en unafrenética y desenfrenada canción queasciende más y más, a medida que unaalondra invisible sube en espiral haciael cielo gris.

Quizá la vea cuando baje en picado.No, tendría que ponerme en pie oescrutar el cielo; y soy más felizcubriéndome los ojos con los brazos o

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mirando el cielo a través de los dedos.Luego son dos, luego son tres, y

luego, aunque apenas hay más luz en elcielo, son legión las alondras que sealzan de la húmeda tierra en descuidadocontrapunto, y cada una retiene su seraun cuando se mezcle con suscongéneres.

Pero ¿por qué la alondra no puedeser ella sola, sin que nadie la enaltezcani la compare, ni siquiera aquellos quemás la aman?

¡Como el sabio que alza elvuelo y nunca andaperdido;

fiel a los nortes hermanos del

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Cielo y el Hogar!

¡Oh, ser despreciable!

Lo mismo que una doncella dealta cuna,

que en la torre de su palacio,aplaca su alma llena de amoren clandestina hora con

músicatan dulce como el amor que

inunda su aposento.

¡Oh, majadero sentimental!

Remonta el vuelo y da vueltas,deja caer la plateada cadena

de sonido,son muchos los eslabones sin

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pausa,en gorjeos, silbidos, ligados y

trinos…

Ah, eso, eso es.

7.13

He cogido el coche y he llevado a MrsFormby hasta Blackstone Edge, eincluso más lejos, allí donde la carreterase adentra en la roca ennegrecida. Losmuretes de piedra acaban, los páramoscontinúan sin que nada los delimite, lospostes eléctricos se alejan rumbo aYorkshire. Comentamos la música queestá preparando el cuarteto. Cuando le

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digo que tenemos una grabación enperspectiva, se le ilumina la cara.

Me pregunta qué me ha traído estavez a Rochdale. Menciono a mi padre,mi tía, Zsa-Zsa. Además, digo, nonecesito una razón para volver a casa.Mrs Formby parece triste e incómoda, yse me encoje el corazón.

—Michael, se trata del violín, metemo que no son buenas noticias. Lasangre es más espesa que el agua, y…

Asiento.—De hecho, mi sangre es más

espesa de lo normal. Tengo hipertensión.Aunque no sé por qué. Soy una personade lo más tranquila.

—Espero que no se encuentre mal.

Page 1181: Una Musica Constante - Vikram Seth

—Estoy bien, podría vivir hasta loscien años. Bueno, pues como te estabadiciendo, Michael, no le tengo un granamor a mi sobrino, pero así son lascosas.

—Ya me lo temía.—Pero has venido a verme, de todos

modos.—Naturalmente. Y además…—¿Sí?—Hace unos meses usted le pidió a

mi padre mi número de teléfono, demodo que ya imaginé que tenía algo quedecirme.

Calla por unos momentos, acontinuación dice:

—No tuve valor para llamarte.

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Bueno, ¿qué harás ahora?—Todavía no lo he pensando. —

Permanezco callado unos momentos—.¿Cuándo quiere que se lo devuelva?

Parece perpleja, como si no hubieraentendido la pregunta.

—Mrs Formby, debe saber que lotengo aquí —digo desesperado—.Siempre lo traigo conmigo cuando vengoa Rochdale. Es suyo, siempre lo ha sido.Pero me preguntaba si podríaquedármelo unos meses más. Hasta quehayamos acabado la grabación. ¿Podríaconcederme ese período de gracia?

—Oh, todavía no hemos redactadoel fideicomiso. Supongo que aúntardaremos unos meses.

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—Gracias.—No, Michael, no…, no me lo

agradezcas. Debe de ser duro.Asiento.—Bueno, es mejor haber amado y

perdido a tu amor que nunca haberamado, ¿no cree, Mrs Formby?

¿Qué estoy diciendo? ¿Por quésonríe?

—¿Cómo van los ensayos de El artede la fuga? —pregunta.

Le cuento que Billy se encarga de laplanificación, le hablo de la violaespecial de Helen, de que ahora tambiénpractico con la viola, de las dudas dePiers, de Ysobel Shingle y de Erica.Está entusiasmada.

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—¿Tienes que bajar mucho laafinación? —pregunta.

—Normalmente, hasta el fa, y aveces, en un par de piezas, hasta el mi oel re.

—¿No me dijiste que habías afinadola cuerda inferior de tu violín en fa en elconcierto del Wigmore Hall, y que erascapaz de tocarla por instinto con esaafinación?

—Sí.—¿Por qué no haces lo mismo

ahora?Me la quedo mirando. Desde luego.

¿Por qué no? Lo cierto es que ya lohabía pensado antes, aunque nunca muyen serio. Sin embargo, tiene sus

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ventajas: dejando aparte las tres piezasen que he de bajar tanto que me veoobligado a utilizar la viola, podría tocarel violín durante toda la pieza. Enconjunto, la textura del cuarteto seríamás consistente. Por otro lado, sería unpoco raro tocar más rato con unaafinación variante que con la normal,por no hablar de que podría afectar alviolín cara a otros ensayos y conciertos.

Pero ahora lo que más importa esque pueda tocar mi violín, sea cual seasu afinación, lo más posible en estosúltimos meses que nos quedan.

—Mrs Formby, creo que ha sido unaidea excelente.

—Lo siento mucho, Michael. No

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quiero que creas que no he pensado enti.

—Por favor, Mrs Formby, no digaeso.

Le hablo de mi paseo de ayer, de lasalondras. Tras sus gruesas gafas, se leensanchan los ojos y sonríe.

—Remonta el vuelo y da vueltas —comienza a recitar.

—Deja caer la plateada cadena desonido —prosigo, y recitamos el poemaalternando un verso cada uno, sinequivocarnos.

—Y se pierde entre la luz, con susalas aéreas —dice por fin, y suspira.

Yo quedo en silencio, y, al cabo deunos momentos, con voz casi inaudible,

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ella murmura el verso final.

7.14

¿Qué bienes poseo, qué recursos? Elarco es mío, y los muebles, los libros,4000 libras ahorradas, y lo que hepagado de mi piso hipotecado. No tengocoche, ni mecenas.

A mi regreso a Londres hablo conPiers, que también busca instrumento. Loúnico que me dice es: «¡PobreMichael!»

Me habla de un fondo público —yalo había oído mencionar antes— quehace pequeños préstamos a bajo interésa músicos que pretenden comprar un

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instrumento. Pero no es suficiente.¿Me ayudará el banco? Quizá podría

conservar mi violín si lo pagara. Piersno lo sabe. El suyo le ha dadocalabazas.

Lleva dos años visitando las tiendasde violines de Londres, pero no haencontrado nada que pueda pagar y leguste lo bastante. Ahora suele asistir alas subastas de violines a la espera deun encuentro afortunado. Dice que yodebería hacer lo mismo; podemosexaminar los instrumentos juntos, ytocarlos, y pujar por lo que nos guste ypodamos permitirnos. ¿Estoyinteresado? Pero es algo que te puedellegar a romper el corazón, me advierte;

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hasta ahora ha visto tres violines, ysiempre ha perdido la puja.

O quizá Sanderson me construiría uninstrumento según las medidas de miviolín. El violín; el violín.Acostúmbrate.

El tiempo no corre a mi favor.Contrariamente a Piers, lo que compreno será mejor que lo que tengo ahora. Afinal de año no tendré nada con quetocar.

7.15

Voy al banco. Expongo mi caso. Mepiden documentos y pruebas. Vuelvo alos dos días.

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Me entrevisto con un joven jovial decuyo vocabulario se ha expurgado laprimera persona del singular. Estrechami mano serena. Siéntese. Por favor. Nocreemos en los mostradores. Nos gustael contacto con el cliente. ¿Café? Sí, yazúcar, por favor, pues las tres Parcas sehallan en esta agradable taza: granovegetal, leche animal y cucharillamineral. Leo mis posos y las motas deliris de su ojo cordial e implacable. Medice que el banco ha considerado miproblema. El banco reconoce mifidelidad. El banco aprecia el hecho deque mi saldo nunca haya estado endescubierto. El banco me valora comocliente. El banco no tiene la más mínima

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intención de ayudarme.¿Por qué? ¿Por qué? ¿No es mi

herramienta de trabajo? ¿No confía enmi palabra o en mi crédito?

Mr Morton —creo que ese es sunombre— me explica que mis ingresosson bajos. Mis ingresos son inseguros.No pertenezco a ninguna institución. Nisiquiera soy miembro estable de laCamerata Anglica. Soy un músicoinvitado, al que llaman cuando se lenecesita. Los pagos de mi hipoteca sondemasiado altos. El banco considera quela combinación de los pagos de miactual hipoteca y los que se derivaríande un préstamo para la compra de uninstrumento bastante caro me dejarían

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muy poco dinero para vivir. El banco,de hecho, piensa sobre todo en misintereses.

Pero, seguramente, mi interés resideen devolver cualquier préstamo queustedes me hagan.

¿Alguien le avalará en caso de quese retrase con los pagos? Verá, MrHolme, lo sentimos, pero nuestrasnormas…

¿Eso es todo, pues? ¿Perderé todocontacto con él, ya no lo oiré más, ni loveré? No puedo soportar esa idea, MrMorton. Tengo ese violín desde hacemucho tiempo.

Norton.Lo siento. Lo siento. De pronto veo

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los impresos arrugados en mi mano.Por favor, cálmese, Mr Holme;

echemos un vistazo a sus bienes. ¿No hapensado en vender su piso? El banco,bueno, está asociado con una empresainmobiliaria. El banco estaría encantadode ayudarle.

Necesito una ventana. ¿Dónde hayuna?

El banco debe advertirle, sinembargo, de que el valor de lapropiedad, una vez deducida la cantidadque falta por pagar de la hipoteca, no esdemasiado elevado, y el mercado de lapropiedad es muy voluble, y, además,como seguramente no ignora, todas estasoperaciones conllevan costes, y

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comisiones.¿Es esto lo que debo hacer,

entonces? ¿Qué otra solución hay? ¿Esculpa del ordenador? ¿O de la central?¿Cómo es que no hay ventana en eldespacho del director? ¿Es una norma?¿Por qué esta cosa de madera ha dearruinar mi vida?

Él me hará un clon de maderas durasy blandas; lo barnizará con resinastraídas con las carracas de Venecia:sandáraca, damarina, almáciga,colofonia. Lo cordará con las tripas delas bestias. Trescientos años de sudor ylágrimas le derramarán su ácido, un añopor cada día, trescientos años de músicacantarán a través de sus bocas

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serpentinas, volverá a ser mío; lo que esúnico será replicado.

O puedo ir a las salas de subasta conPiers, y levantar la mano convehemencia al escuchar los imperiososdígitos. Quiero esto… o eso… oaquello.

Pero es mi Tononi lo que quiero, yes demasiado caro. Ya puedo vender,mendigar y pedir prestado lo que quiera,nunca tendré bastante dinero.

7.16

Querido Michael.Dije que vendría a visitarte, pero

no puedo. No puedo seguir soportando

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esta tensión. Casi no puedo tocar elpiano últimamente. Me parece que seme para el corazón cuando toco.

Me siento agobiada. Por favor, nocontestes a esta carta, ni vengas averme ni me pidas explicaciones. Note diré que siempre te he querido.Sonaría demasiado falso. Y no es quesea falso… pero ¿de qué nos serviría ati o a mí saberlo o decirlo?

Me siento como prisionera, tantode mi mente como de esta habitación.Ya la has visto, de modo que mepuedes imaginar en el escritorio o enel piano. Quise que la vieras, peroahora tu presencia aquí es excesiva,como en todos los demás lugares demi vida. Tengo que volver a aprender avivir en paz…, por mí, por Luke y porJames, al que últimamente veoensimismado y agotado. Yo estoy muy

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agitada, e insegura, y temerosa, y mesiento culpable, y llena de alegría ydolor de una manera estúpida einsostenible… y todo ha sido culpamía. No me preguntes por qué nicómo, porque no lo sé. Se me haceimpensable la idea de volver a verte, oincluso saber que es posible verte.

Yo, de entre todas las personas quetienen un Antes y un Después, deberíahaber sabido que la vida no admiterepeticiones. Nunca debería haber idoa tu camerino aquella noche. Porfavor, perdóname, y si eres tan incapazde olvidarme como yo de olvidarte, almenos piensa en mí un poco menoscada día, cada año.

Amor…, sí, sabes lo que siento.Puede que consiga adormecerlo denuevo…

JULIA

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7.17

Eso no es cierto. Pero vi tu cartaatravesando la ranura. Vi la letrainclinada y la abrí.

El ascensor. No. Detente, dile quevuelva, desentrega esto. Desenvíalo,desescríbelo, despiénsalo.

¡Julia, repiénsalo, por compasión,por el amor de Dios, en quien tú confías!Me haré el sordo a estas palabras, no lesharé caso. ¿Qué te parece? No lasreleeré, como las estoy releyendo ahora.Pondré algo de Schubert. El quinteto LaTrucha, alegre y ligero, los pequeñospeces son evocados de nuevo. Este trozo

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tocaste, y ese, y aquel. Siento náuseas.Me afeito apresuradamente. La sangredel corazón me aflora al mentón, peromira, ya está terso de nuevo, y limpio, yentero. Nada de esto necesita existir ohaber existido.

Viajaré en un autobús de dos pisospara encontrarte en el lugar donde te viuna vez, en medio de aquel atasco. Lashojas de verano oscurecen el Serpentine.Solo la experiencia me permite adivinardónde está el agua, del mismo modo queconfío en tu bondad. ¿Permitirás queviva mi planta, que fue confiada a tuscuidados? No me has dicho ni unapalabra de ella.

El Ángel de Selfridges no está en

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vena de hacer concesiones. ¿Es que lehemos ofendido?

Manchada con restos negros dechicle, qué sucia está la acera a sualrededor. Este no es el lugar.

Conozco tu dirección, de modo queahora, en la resplandeciente luz del día,estoy ante tu puerta.

7.18

Julia está de pie ante mí, con Luke allado. Oigo los rasgos de su voz, pero nome interesan las palabras.

Luke se dirige a mí y yo sonrío, sinoír, sin comprender.

—¿No deberías estar en la escuela?

Page 1201: Una Musica Constante - Vikram Seth

—pregunto.—Tengo vacaciones.—Voy a tomarte prestada a tu madre

un rato, Luke. Tenemos que comentarunas cosas de música. ¿Está la niñera?Bien. Te prometo que la traeré de vuelta.

—¿Puedo venir yo también? —suplica.

Niego con la cabeza.—No, Luke, será aburrido. Es peor

que las escalas. Pero muy importante.—Podría jugar con Buzby.—Cariño, no es una buena idea —

dice Julia—. Se me olvidó que tenía quesalir. Volveré enseguida. Oh, Michael,se me olvidaba. Aún tengo tu disco.

—Ya lo recogeré luego.

Page 1202: Una Musica Constante - Vikram Seth

—No, es mejor que lo hagas ahora—dice como sin darle más importancia.Le lanza una sonrisa a Luke. Vuelve alcabo de medio minuto, con el disco delquinteto de cuerda de Beethoven dentrode la funda interior blanca.

—Julia, quédatelo. —No, estavehemencia no funcionará.

—No, Michael —dice. Me lo poneen las manos de un empujón.

Luke parece alarmado.—¿Cuándo es enseguida? —

pregunta.—Dentro de una hora, cariño —dice

Julia.Subimos y bajamos una colina hasta

llegar a un parque en el que los pavos

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reales se pavonean y gritan. Su caradice: Le concederé una hora y no más, ydejaremos las cosas claras. No habráinterminables codas. Nos sentamos en eljardín japonés, donde hay otras personassentadas, sobre una suave ladera que haycerca de la cascada.

—Di algo, Julia.Niega con la cabeza.—Di algo. Lo que sea. ¿Cómo has

podido hacerme esto?—¿Cómo has podido tú hacerme

esto?—Tenía que verte.De nuevo niega con la cabeza.—¿Has podido practicar? —

pregunto.

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—Michael, no quiero volver a verte.—¿Cómo va el tinnitus?—¿Has oído lo que he dicho?—¿Has oído lo que he dicho yo?

¿Cómo va el tinnitus? ¿Oyes mejor opeor? ¿Volverás a tocar conmigo? Hasurgido un problema con el Tononi,Julia…, tengo algunos problemas que hede resolver.

—Michael, porque tú tengas algunosproblemas, no me puedes obligar a tocarcon otras personas.

—¿Cón otras personas?—Con quien sea. No volveré a tocar

nunca más con nadie.—¿Qué significa él para ti?

¿Significa lo mismo que yo?

Page 1205: Una Musica Constante - Vikram Seth

—¡Michael, basta!—¿Qué nos ha ocurrido?—¿Nos? ¿Nos? ¿De qué nos estás

hablando?—Julia.Cierro los ojos. Inclino la cabeza.

La cascada resuena en mis oídos.—No quiero que le dejes —digo por

fin—. Me contentaría con…—Nos vamos a pasar un mes a

Boston —dice.Acaricio la hierba con la palma de

la mano.—¿Cómo sabes que lo sabe?—Está dolido. Me doy cuenta, y no

puedo soportarlo. En mis peores días,cuando apenas me reconocía en el

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espejo, solo sabía que era yo cuando memiraba en sus ojos. Él me ayudó a saliradelante. Puedo leerle, Michael.

—¿Cómo se enteró?—Michael, no entiendes nada…, eso

no tiene importancia. Quizá nadie dijonada. Las personas que han vivido juntasmucho tiempo intuyen esas cosas. Quizá,simplemente, percibió la falsedad de mivoz.

—¿Es que tú puedes percibirla en lasuya?

—¡Michael!—Te las arreglarás sin mí, Julia.

Pero yo no sin ti.—Michael, no pongas las cosas más

difíciles.

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—¿Alguna vez has bailado con él?—¿Bailado? ¿Qué pregunta es esta?

¿Has dicho bailado?—¿Le amas?—Sí. Sí. Sí. Claro que le amo.—Pero te casaste con él… —No

acabo la frase.—¿De rebote?—No iba a decir eso.—Sí que ibas a decirlo. O si no eso,

algo parecido. Y solo en parte esverdad. Me gustó desde el principio. Noes voluble… como yo. No cambia dehumor a menudo… como yo. No hacepreguntas que no vienen a cuento. Meconfortó. Me hizo feliz. Me ayudó a noperder el juicio. Me dio valor.

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—¿Y yo no puedo hacer eso? ¿No lohice?

—Le amo. No puedo vivir sin él.¿Por qué tengo que darte tantasexplicaciones? Y Luke. ¿Cómo pude sertan estúpida…, peor que estúpida, tanegoísta, tan caprichosa, tan imprudente?No puedo soportarlo, Michael. Pareceque sí, pero no es así. Ni siquiera puedeoír el sonido de sus padres hablandocuando las luces están apagadas. Es algoque oyen todos los niños. Odio misordera. Si fuera ciega, lo soportaríamejor. Si no fuera por la música, no séqué haría.

No puedo seguir sus palabras, no lasentiendo. Ahondan demasiado en los

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territorios separados de nuestras vidas.—Tú eres hijo único. Yo también…

Eso es parte del problema —dice, conla voz más serena.

—¿Parte del problema? ¿A qué terefieres?

—Quiero tener otro hijo. Lukenecesita a alguien con quiencompartirme, o acabará siendo tanegoísta como yo.

—¿Por qué no le aplicas esta lógicaa James? ¿Por qué él no necesita aalguien con quien compartirte?

Ni se molesta en responder a estapregunta.

—Debo volver —dice.—¿Así que no volveremos a vernos?

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—No.—Rezarás por mí, desde luego…,

como hiciste en Torcello.—Sí. Sí. —Ahora está llorando,

pero tiene que mirarme a la cara paraentender mis palabras.

—Es curioso ese Dios que te hadejado sorda.

—¡Qué fácil de decir es eso, y quémezquino!

—Puede. Pero no es tan fácil derebatir.

—Y cruel.—¿Qué te crees que eres? ¿Crees

que soy como…, como una rana deporcelana que puedes coger y hacerañicos cuando deja de interesarte o

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decides que ya no te conviene? ¿Cómopuedes decirme todo eso por carta,Julia? ¿Es que al menos no podríashaber…?

—No pisen el césped. No pisen elcésped, por favor. No pisen el césped.—Una rechoncha y severa policía hacesu ronda de prohibiciones. Lastranquilas parejas se desperdigan. Noslevantamos.

—¿Pero por qué? —le pregunto a lamujer, perplejo—. ¿Por qué?

—Ahí hay una señal. Fuera delcésped, por favor.

Un poco más allá del césped hayunas piedras lisas, la linde zen delestanque. Os tocaré. Guiadme.

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—¿Y las piedras? —pregunto.—¿Las piedras? —La policía se nos

queda mirando.—¿No hay ninguna señal referente a

las piedras, verdad?—Michael —dice Julia, cogiéndome

del brazo—. No discutas con ella. Porfavor. Vámonos.

—Gracias, Julia, pero ahora vivo mipropia vida.

—Les estoy diciendo que fuera delas piedras.

—Si no hay ninguna ley, ¿quéimporta lo que usted diga? ¿Qué haría sipisara las piedras?

—Yo…, yo… le procesaría —dicela policía, señalándome con el dedo.

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Se marcha, desapareciendo por elsendero. Nos sacudimos el polvo y nosquedamos de pie, cara a cara, durante unminuto. No la besaré. Es paz lo quenecesito. Me iré hasta el borde del aguay tocaré las piedras lisas y redondas.

Julia me entrega de nuevo el disco.Esta es la música que los dos amamosantaño. Esto es lo que perdí y luegoencontré.

Miro el disco, y a ella, y arrojo alestanque a ese condenado objeto que seburla de mí.

Se hunde. No me vuelvo para ver laexpresión de Julia. La dejo allí y mealejo.

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7.19

Las calles están llenas de ruido. Meposo en mi nido, por encima del mundo.El viento azota los cristales, pero apartede eso no hay nada.

Mis ojos se posan en los regalos deJulia: el libro, el abrecartas. No,dejémoslos, ¿por qué tomarla con ellos?

No hay mensajes en el contestador.Lo desconecto. De vez en cuando suenael teléfono. No contesto. Quienquieraque sea, se cansa de esperar.

Me siento y dejo que oscurezca.El cielo es gris, la habitación aún no

se ha enfriado. Dejad que me quede

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sentado en silencio. Que mi cabezadescanse sobre mi pecho. Dejadmeabandonar toda esperanza y encontrar lapaz.

7.20

El teléfono suena con insistencia. Lodejo sonar. Sigue sonando, veinte,veinticinco veces, cada una de ellas metaladra el cerebro. Al final lo cojo.

—¿Sí? Hola.Una voz de mujer.—¿Es la Compañía de Cebos de

Londres?—¿Qué?—He dicho que si es la Compañía

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de Cebos de Londres. ¿Por qué nocontestan al teléfono? —Es la voz roncay odiosa del Sur profundo.

—¿Se refiere a «cebos» para cogerpeces?

—Sí, claro.—Sí, esta es la Compañía de Cebos

de Londres. ¿Qué está buscando? —Mivoz debe de sonar furiosa.

—Bolitas para truchas.—¿Bolitas para truchas? No se lo

recomiendo.—¿Por qué no?—A las truchas es mejor pescarlas

con las manos.—No le he pedido consejo…—Soy nuevo en este trabajo. ¿Qué

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tipo de bolitas para truchas quiereexactamente?

—¿A qué diablos se refiere?—Tenemos pequeñas, medianas y

grandes; de café, de chocolate y consabor a licor; con estrías, rugosas,extrafuertes…

—Oiga, ¿es esa la Compañía deCebos de Londres o no?

—Bueno, de hecho, no lo es, peropor la cantidad de llamadas que recibo,bien podría serlo.

—¿Cómo se atreve a hablarme así?Esto es acoso sexual.

—Permítame recordarle, señora, quees usted quien me ha llamado. Me estánentrando ganas de marcar el 1471,

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conseguir su número y tocarle DieForelle cada día a medianoche.

—Esto es absolutamente intolerable.Informaré a su jefe…, a la policía.

—Haga lo que le dé la puta gana,señora. Pero deje de llamar a estenúmero. He tenido un día muy malo, undía que, desde luego, no le deseo. Elamor de mi vida me ha dejado y lapolicía ha amenazado con arrestarme, demodo que sus intimidaciones no meimpresionan. Y no le recomendaría lasbolitas para truchas, porque las últimasinvestigaciones demuestran, señora, queel 99,93% de los que las utilizaron en1880 acabaron muriendo.

Se oye una sonora aspiración al otro

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lado de la línea, y la mujer cuelga.Desconecto el teléfono y me quedo

inmóvil, hora tras hora, sin escucharnada, sin esperar nada.

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Octava parte

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8.1

Solo mis deberes cotidianos memantienen sereno. Nos reunimos, lascuatro voces, y se entreteje la trenza denuestro sonido. Así que toco, y miscompañeros me elogian, y toco, y toco, ysolo el dolor me permite avanzar através de esos compases. Mi violínpercibe que me estoy desviando, y nome deja salirme del camino recto ydespejado. ¡Qué pocos meses nosquedan de estar juntos!

Sale el sol, se pone el sol. Practicodiligentemente. Damos un concierto, yreaparece el fan enloquecido para

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fastidiarnos con su adoración. ¿Es queno podemos hacer nada para librarnosde él? ¿Qué ha cerrado el ojo de Helen?En el camerino nos preguntan einterrogan. Yo no quiero saber nada.

Violín mío, estoy triste como tú, y,sin embargo, le doy gracias a la luna porestos meses de gracia que nos conceden.Tus cuerdas son fieles. ¿Qué sonrisa tedirigirá el perito tasador? Te valorará yte dividirá, tapa y fondo, entre sus hijas.Tu veta dorada alimentará suspresupuestos. ¿Cuán espesa, cuánamarga ha de ser la sangre para podercorroer todo parentesco?

Debo utilizar el alfabeto de losmudos y los ciegos por la noche. Mi

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mano hablará a su pareja y sabrá lo queestá haciendo. Sensorial, sentido,sensorio, sensible, sensitivo. Me callootros dos adjetivos: sensibilizado,sensual. Dos se me escapan todavía—sensivo, sensuoso—, pues no estoyseguro de su significado; son, entonces,nueve. En cuanto a sensacional, es uncaso dudoso, y me faltaría un dedo. Ellapuede tocar en dos teclados, y yo no,pero ¿qué agitará sus estereocilios enese líquido que ya de nada les sirve?

Sale la luna, se pone la luna. EnBoston las semanas también transcurrena este ritmo. ¿Necesito hacer la lista dela vegetación con que la corriente delGolfo ha obsequiado a las plazas de

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Londres? ¿Mancharé el invariablecalendario con tintes y zumos? Lascáscaras doradas de los tilos seamontonan junto a la acera. La extensiónque hay junto al Round Pond se vecubierta de unas flores blanco polvo. Alparecer, todo esto ocurrió entre doslunas nuevas. Pero luego la lluviacomenzó a tamborilear en el sicomoroque hay detrás de mí. Y ahora se ve unaespecie de vapor, mezclado con el polende las flores de los tilos, alzándose de lahierba y posándose bajo las ramas másbajas.

8.2

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El espino tiene bayas verdes, y lapiracanta está madura. Me flaquean laspiernas, y mis manos andan a labúsqueda de algo que comprar. Los díasson sofocantes y celebran el carnaval enlas calles. Dije que no podía dormir sinti, y sin embargo duermo. ¿No es algoasombroso?

Estamos en la casa de subastasDenton’s, y he venido para ver pujar aPiers, pues aún no estoy preparado paradar el paso que pronto tendré que dar, unpaso hacia la infidelidad. Piers no sientenada por su violín. Pero ahora ha visto ysostenido y oído uno que adora, lo hapedido prestado en Denton’s y lo hatocado con nosotros un par de días. Es

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de un rojo brillante con reflejos negros.Por desgracia —o por fortuna paraPiers, pues eso reduce su valormonetario— la voluta no está hecha porel fabricante original. Tiene un sonidoimponente y nada quejumbroso, para míun poco excesivo en riqueza yresonancia, pero Piers lo ama con lapasión de un amor repentino y, sí,asequible. Reuniendo sus ahorros yalgunos préstamos puede alcanzar elprecio estimado. El subastador lecargará un quince por ciento, pero Pierssabe que ha de ser suyo. Pasarán añosantes de que acabe de pagarlo.

En el catálogo del subastador estámarcado como P. J. Rogeri. Henry

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Cheetham, el cortés y campechanodirector del departamento deinstrumentos musicales de Denton’s,ataviado con una chaqueta de ante verde,ha cogido a Piers por banda y no deja dehablarle. Bufidos indignados, ansiosasconsultas a su reloj y miradas desupervisión en torno a la sala adornadacon violines puntúan este monólogo, tanconfiado y seguro de sí mismo.

—Oh sí, los vendedores dicen que anosotros los subastadores solo nosinteresa la pasta, pero no veo yo que losvendedores se mueran de hambre en unabuhardilla, ¿o sí? Al menos, en nuestrocaso, todo es transparente. La subasta esabierta, y el precio es la puja más

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alta…, además de, bueno, una comisiónbastante modesta, esa es la verdad.Bueno, de acuerdo, cobramos delvendedor y del comprador, pero yasabes, son gastos generales. Y desdeluego no hacemos las filfas que hacenellos. ¡Vendedores! ¡Comparados conellos somos unos malditos santos!… Enfin, buena suerte, Piers, viejo amigo,espero que ganes la puja. Fue unalástima la última vez. Sin embargo,tengo la sensación de que el destino tereservaba el de hoy. ¡Mira ese filete, esaveta, ese brillo! ¡Qué tono! ¡Qué timbre!¡Qué bueno, qué tremendo es este violín!Estáis hechos el uno para el otro. Ah, lasdos cuarenta. Es mejor que me vaya. ¿Te

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has inscrito, verdad? Bien…, bien…,¡estupendo! ¡Piers es un profesional! —me dice en tono confidencial—. El teenseñará los secretos de las subastas. —Y tras estas palabras se aleja conautoridad hacia su oficina, dejando aPiers muerto de angustia.

—¡Estáis hechos el uno para el otro!Me apuesto a que eso se lo dice a todos.Me apuesto lo que quieras.

—Supongo que es parte de sutrabajo.

—¿De qué puto lado estás, Michael?—dice Piers con una mezcla de furia ydesdicha.

—Venga, vamos —le digo pasándoleel brazo por los hombros.

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—Faltan veinte minutos hasta queempiece la subasta. ¿Cómo voy apasarlos? —me pregunta—. No puedoconcentrarme en el periódico. No quierocharlar de tonterías y no me atrevo atomarme una copa.

—¿Qué te parece no hacer nada? —sugiero.

—¿Nada? —dice Piers, y se mequeda mirando.

—Sí —digo—. Vayamos abajo,sentémonos y no hagamos nada.

8.3

A las tres de la tarde el subastador subeal podio de la gran sala. Se pasa la

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mano derecha por el pelo rubio, que yavira a gris, da unos golpecitos en elmicrófono que hay delante del atril, ysaluda con la cabeza a unas cuantascaras de entre el público. Un joven conun mandil verde —parece el hijo de uncarnicero, pienso con un sobresalto—está de pie delante del podio. Él esquien anuncia los objetos que se ponen ala venta: primero, unos librosrelacionados con el arte de tocarinstrumentos de cuerda; a continuación,arcos, montados sobre plata, oro ohueso. El hijo del carnicero los sujetapor la punta y el botón, con bastantecautela. Los ojos del subastador sonlánguidos y vigilantes, su voz es

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enérgica y engatusadora. Lleva un trajegris oscuro con chaleco. Su mirada semueve rápidamente desde dondeestamos sentados hasta la hilera deteléfonos que hay a nuestra izquierda.

El precio de un arco suberápidamente a partir de un precio desalida de mil quinientas libras, menos dela mitad de su valor estimado en elcatálogo.

—Dos mil doscientas aquí…, sí,contra usted, delante de mí…, dos milcuatrocientas… —Una joven que está enuno de los teléfonos asiente—. Dos milseiscientas… Sí. ¿No? ¿No? Dos milseiscientas a la una, a las dos. —Da ungolpe con el martillo sobre el tablero—.

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Vendido por dos mil seiscientas librasa…

—Comprador número doscientosonce, señor —dice la mujer delteléfono.

—Número doscientos once —repiteel subastador. Bebe un sorbo de agua.

—¿De verdad quieres ver todo esto?—le pregunto a Piers.

—Sí.—Pero me has dicho que aún

pasarán dos horas hasta que subasten elRogeri. ¿Todo esto no es una especie depreámbulo?

—Yo quiero esperar. Tú haz lo quequieras.

No puja por nada más. No quiere

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nada más. Se tortura. Pero sigue losprecios, y me señala que, en general, lascosas se están adjudicando a preciosmenores que las estimaciones más bajas.Un buen presagio para él, ¿no meparece? Asiento. Nunca había estado enuna subasta. Me cuesta resistir elimpulso de cogerle la mano durante lasubasta, de tan nervioso como me ponetodo esto.

El secreto, dice Piers, consiste encalcular el coste total, incluyendo lacomisión y los impuestos, en cadamomento de la puja, decidir lo máximoque estás dispuesto a pagar, y quedarteahí, no importa lo frenética que sea lapuja ni lo tentador que sea el precio.

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Con un lápiz rodea con un círculo lacifra que no está dispuesto a superar, yademás la subraya.

Me señala los comerciantes que haysentados delante. A pesar del abismoque existe entre ellos y los subastadores,les gusta conseguir lo que desean enterritorio enemigo. Cuando ya llevamosuna hora de subasta, entra una mujer demediana edad de aspecto frágil, conabundante carmín y maquillaje, y conuna risa que es como un cuchillo,pavoneándose y exhibiéndose.Representa a uno de los vendedores másricos. Un tipo barbado y más modestoresponde a sus ocurrencias con unarisita ahogada. La mujer puja por unas

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cuantas cosas con un leve movimientode cabeza, al cabo de media hora recogesus siete bolsas de la compra y sedemora un poco en el pasillo a la vistade todos antes de marcharse.

¿Quiénes son estas otras personasque nos acompañan? Reconozco a unamujer que es violinista aficionada yforma parte de la dirección del WigmoreHall. Veo a Henry Cheetham sentadodiscretamente a un lado. Reconozco a unpar de personas con las que he tocado enorquestas o en sesiones de grabación.Pero Londres es un universo musical, yno sé quiénes son los demás.

La subasta ha pasado a losviolonchelos, luego a las violas, y por

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fin a los violines.—Damas y caballeros —dice el

subastador—, llamen mi atención si lesparece que no les he visto pujar. Losdedos a veces son difíciles de ver, sobretodo detrás de un catálogo, y es muyembarazoso volver a iniciar una subastauna vez se ha cerrado. Bien, aceptaréesa oferta de diecinueve mil libras, conmis disculpas a este caballero que hayaquí delante…

Piers tiene muy mal aspecto. Respiralentamente para calmarse. Un violín, deuna categoría parecida al que quiereadquirir, se vende por un preciolevemente superior al más bajoestimado, y sus hombros se relajan. La

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subasta, que nos parecía tan lenta,avanza ahora a una velocidad de vértigo.Antes de lo que esperaba —pues, en sunerviosismo, ha dejado de seguir elorden del catálogo—, sale a subasta elRogeri.

En sus manos era como si leperteneciera. Pero ahora es el muchachocon el mandil quien lo sostiene antenosotros.

Sus vetas rojizas llamean a través desu cuerpo dorado. No se avergüenza desu «voluta italiana de época posterior»ni se digna preocuparse de quién se lovaya a quedar. Los señores Dentón yDentón lo venderán a aquel que más lonecesite, a aquel que tenga la bolsa más

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llena, a aquel que más temerariamentehipoteque su futuro, a aquel de suspretendientes que esté más boyante delibras.

Al principio Piers no puja, a laespera de que los demás se agoten. Suvalor estimado es entre treinta y cincomil y cincuenta mil libras, debido a esabendita voluta que no es original. Peroya están en veintiocho mil, el precio alque se vendió el violín subastadoanteriormente.

Hay una pausa, y por fin Pierslevanta su paleta. El subastador parecealiviado.

—Treinta mil para el nuevo pujador.Tengo treinta mil aquí en medio.

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¿Alguien da más de treinta mil? —Detrás de nosotros se levanta una mano,pues los ojos del subastador sedesplazan al fondo de la sala—. Treintay dos mil. Tengo treinta y dos mil. —Susojos se concentran en Piers, que asienteligeramente—. Treinta y cuatro, tengotreinta y cuatro. —Sus ojos van enzigzag adelante y atrás, entre los dospujadores—. Treinta y seis…, treinta yocho…, cuarenta.

Leo la confusión de Piers en susmanos que arrugan el catálogo, en surespiración, tan deliberadamente lenta.

—Contra usted, señor —dice elsubastador, señalando, bolígrafo enmano, donde Piers está sentado—.

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Cuarenta mil contra usted; ¿desea pujar?—Es todo lo que Piers puede hacer parano volverse a ver la cara de su rivalinvisible, que de manera tan precipitadaestá engullendo grandes porciones desus ahorros y ganancias a cada puja.Asiente ligeramente, con calma.

—Cuarenta y dos mil —dice elsubastador—. Cuarenta y cuatro.Cuarenta y seis. Cuarenta y ocho.

La puja se detiene cuando elsubastador mira a Piers y espera suoferta. Finalmente, Piers asiente.

—Cincuenta mil —dice elsubastador, imperturbable—. Cincuentay dos. Cincuenta y cuatro. Cincuenta yseis. Cincuenta y ocho.

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—¡Piers! —susurro, sobresaltado.Ya ha sobrepasado en diez mil libras lacifra que había encerrado en el círculo.

—¿Subimos hasta cincuenta y ocho?¿En la parte de atrás? —El subastadorespera. Hay un profundo silencio en lasala. En este momento está claro que losdos pujadores son músicos, nocomerciantes, pues ya han superado conmucho lo que es racional en una reventa.Esta pieza de arce y pícea que hay anteellos no es algo que vaya a pasar a otrasmanos.

Un teléfono móvil suena de maneraestridente; bip, bip, bip. Todos sevuelven hacia el origen de ese sonido.La paleta de Piers cae al suelo. El

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muchacho del mandil, sobresaltado,pasea el violín, luego vuelve a su sitio.El subastador frunce el ceño. El bip, bippara tan repentinamente como empezó.

—Imagino que ha sido Christie’squien lo ha hecho sonar —dice elsubastador, despertando unas rutinariasrisas—. Bueno, después de este breveintermezzo, quizá deberíamos continuar.Cincuenta y ocho. Tengo cincuenta yocho. ¿Tengo sesenta allí detrás? ¿Sí?Sesenta. ¿Sesenta y dos? —Mira a Piers,que está con los hombros caídos.

—No sigas, Piers —le susurro—.Ya saldrá otra cosa en la próximasubasta.

Pero Piers levanta la vista y

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contempla lo que el chico del carnicerotiene en sus manos, y asiente una vezmás.

—Sesenta y dos. Tengo sesenta ydos. ¿Sesenta y cuatro? Sesenta y cuatro.¿Sesenta y seis?

Piers asiente, pálido.—Sesenta y seis. ¿Tengo sesenta y

ocho ahí detrás? Sesenta y ocho.—Mierda —susurra Piers para sí.

La mujer sentada delante de él se vuelvea medias.

—No lo hagas, Piers —digo. Melanza una mirada feroz.

—Perdón, señor, ¿eso era unaoferta? ¿Tengo setenta?

—Sí —dice Piers en voz alta por

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primera vez, con una voz serena yangustiada. ¿Se está delatando? Si esasí, bien. Que ese cabrón se lo quede,Piers. No te arruines.

—Setenta. ¿Setenta y dos ahí detrás?Sí, setenta y dos. ¿Setenta y cuatro?

No digo nada. Ya le he desanimadobastante. Piers permanece en silencio.El agudo ojo del subastador le observa,sin perder detalle de su lucha interior.No le mete prisas. Tiene el bolígrafo enla mano, en posición de señalar.Finalmente, Piers vuelve a asentir.

—Setenta y cuatro. ¿Setenta y seis?Tengo setenta y seis. ¿Señor?

—¡No! ¡No! —le susurro a Piers.Y Piers niega con la cabeza,

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derrotado.—Setenta y seis. ¿Alguien más

quiere pujar? Setenta y seis a la una,setenta y seis a las dos, vendido porsetenta y seis mil libras al compradornúmero… ciento once.

El martillo desciende. Una algarabíaestalla en la sala. Enseñan el siguienteviolín.

Piers exhala un prolongado suspiroque es casi un sollozo. En sus ojos haylágrimas de frustración, dedesesperación.

—Lote número uno siete uno. Unexquisito y singular violín veneciano deAnselmo Bellosio…

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8.4

—Y esto cierra la venta de hoy.Han pasado diez minutos desde que

se vendió el Rogeri. Piers sigue sentadomientras todos se levantan a sualrededor.

Al final nosotros también noslevantamos. Vemos cómo felicitan a unajoven que está junto a la puerta. Ella, sinembargo, parece destrozada. Debe detratarse de la pujadora invisible de laparte de atrás. Mira a Piers y abre laboca, como si fuera a decir algunapalabra de consuelo, pero entonces se lopiensa mejor.

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Piers se detiene y dice:—Perdóneme por haber pujado tan

alto. Deseaba tanto ese violín.Perdóneme. —Antes de que ella puedaresponder o él derrumbarse, Piers sealeja por el pasillo.

—Querido amigo —dice HenryCheetham, saludándonos con la manomientras avanza hacia nosotros—.Querido amigo. ¿Qué puedo decir? Yaves. A ella también le parecía queestaba hecho para ella. Y ya ves: todo elrato calma chicha, y de pronto… ¡elfrenesí! ¡Qué emocionante ha sido! —Saca un pañuelo marrón del bolsillopara secarse algo invisible de labarbilla—. Si te sirve de consuelo —

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añade—, te diré que estoy seguro de queella habría subido mucho más. En fin,qué mundo este. Pero nil desperandum ytodo eso… Nos vemos, espero, en lapróxima… mmm… Ah, hola, Simón.Perdona.

De pronto veo al sobrino de MrsFormby poniendo mi violín a subasta, ysiento el impulso visceral de aplastar suengreída cara. Mi corazón se acelera,mis puños se aprietan, hostiles contraalguien a quien apenas conozco.

Piers se lleva la mano a la frente.—Salgamos de aquí —dice.—Tengo que ir al lavabo. Vuelvo en

un momento.Mientras atravieso la multitud que se

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dispersa, la chica del Wigmore Hall, aquien había visto antes, me saluda.

—Hola, Michael.—Hola, Lucy.—¿Emocionante, verdad?Asiento, pero no digo nada.—Lo siento por Piers.—Sí —digo—. ¿Has pujado por

algo?Asiente.—Nada tan caro, desde luego.—¿Y lo has conseguido?—No. Tampoco ha sido mi día.—Mala suerte. Lo siento, debo ir

corriendo al lavabo. Oh, por cierto,Lucy, me pregunto si podrías hacer unacosa por mí. Cuando se pongan a la

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venta las entradas para el concierto deJulia Hansen, ¿me guardarás una? Sé quea veces se agotan enseguida.

—Estaré encantada.—¿No se te olvidará?—No. Me lo apuntaré. Tocaste con

ella en Viena, ¿verdad?—Sí. Sí. Muchas gracias, Lucy.

Hasta luego.—¿No sabes que ha cambiado el

programa?—¿Ah sí? Bien. Seguro que Schubert

reemplaza a Schumann.—No. Tocará a Bach.—¿A Bach?—Sí.—¿A Bach? ¿Estás segura? —Me la

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quedo mirando.—Claro que lo estoy. Hace una

semana nos envió un fax desde losEstados Unidos. Y te puedo decir que aBill no le hizo ninguna gracia. Si alguienha acordado tocar Chopin y Schumann,no debería pasarse a Bach de buenas aprimeras. Pero, en fin, nos explicó susrazones: la extensión de octavas es máspequeña, queda más dentro de su… ¿Losabes, verdad?

Vacilo, sin saber por un momento aqué se refiere su pregunta, acontinuación asiento con la cabeza. Lucyparece aliviada.

—No debería decirlo —prosigue—.Pero supuse que conocías su, bueno, su

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problema, ya que has tocado con ella.Con todo, es algo que hemos demantener en secreto. Su agente insiste enque no podemos decir nada. Pero¿puedo preguntarte algo de maneraconfidencial? No tuvisteis ningúnproblema con ella en Viena, ¿verdad,Michael?

—No. Ninguno.—Y menuda obra tan rara ha elegido

para el concierto: El arte de la fuga.—¡No…, no…! ¡El arte de la fuga,

no! ¡No puede ser! ¡No es posible!—Bueno, no es una obra que se oiga

a menudo —dice Lucy—. Estuvemirando los conciertos que hayprogramados en Londres para esas

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fechas, y en todo el mes no la tocan enninguna parte. De hecho, no recuerdo laúltima vez que la oí tocar en directo alpiano. Pero nunca puedes estar segura.No se oye ningún concierto paracontrabajo en todo el año, y, de pronto,presto: tres conciertos para contrabajode tres músicos distintos en una semana.¿Qué te ocurre, Michael? ¿Te encuentrasbien? Parece que hayas visto unfantasma.

—Estoy bien —digo—.Perfectamente.

Llego a los lavabos. Entro en unretrete, me siento y me quedo mirando lapuerta mientras el corazón me late confuerza, enfermizo, errático, en el pecho.

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8.5

En casa intento practicar, pero no puedo.Tengo las manos paralizadas. Mis dedosse niegan a tocar las cuerdas. Intentoobligarlos, y oigo el sonido antes deconseguir coger el arco. Pero mis oídoslo rechazan. Esto no tiene sentido. Yo,que he amado El arte de la fuga, nisiquiera soy capaz de tocar unfragmento. Practicaré algunas escalas yesperaré a que esto se me pase.

Sin embargo, en el ensayo con losdemás de esa noche, aún tengo lasmanos agarrotadas. Tocamos la escala,pero incluso sus notas me resultan

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ajenas. ¿Es que ellos no se dan cuenta?A continuación Billy nos dice qué fugahemos de tocar.

Intento bajar la afinación de miviolín. Al cabo de un minuto los demásme miran, estupefactos. Unas vecesparece bajo para fa y otras demasiadoalto.

—¿Listo?—Sí.Billy asiente. Yo soy el tercero en

entrar.—¿A qué estás jugando, Michael?

—Es la voz de Piers.No, no estoy jugando a nada, no

estoy tocando nada, es como si mehubiese quedado sin fuerzas. No puedo

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respirar, y se me erizan los pelos de losbrazos.

—Por el amor de Dios, ¿qué ocurre?—dice Helen.

Pues todo se ha detenido. ¿Por quéno he entrado? Pensé que estabatocando, pero no.

—Michael —dice Piers—,contrólate.

Pero he perdido el vínculo que uneojo y mano. Algo muy sencillo, algo queel domingo podía hacer. Son losmacillos, y no el arco, lo que hace sonarlas cuerdas. Veo la habitación donde,mientras nosotros tocamos, ella toca.Pero no, ella duerme en Boston, biendesposada.

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—Bien, volvamos a intentarlo —dice Billy.

Emito un sonido, pero ese sonidodetiene en seco a los demás, en mediode una nota. Estos huesos, tantos en estasmanos tan bien adiestradas, ya no sabenmoverse, y no hay claridad en estamente.

—Maldita sea, Michael —dice Piers—, espero que no te vaya a pasar lomismo que en Viena.

—¿Quieres que probemos primerocon la primera fuga? —pregunta Billy—. Solo para relajarnos. Después detodo, nos la sabemos perfectamente.

—No, esa fuga no —digo—. Losiento…, yo… estaré bien en un par de

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días.Es esa fuga lo que me ha provocado

todo esto. Esa fuga trajo a Julia hasta mí,y, aquella noche, la tocó. Es elremanente del regalo que me prometió yluego no me entregó.

—Bueno, ¿qué hacemos? —diceBilly—. ¿Ensayamos otra cosa? Pero nosé si tenemos la partitura. Y nos quedatanto por hacer con El arte de la fuga…Erica dice que el productor e inclusoquizá el ingeniero de sonido prontoquerrán concertar una reunión connosotros. No andamos sobrados detiempo. Quizá, simplemente, deberíamosseguir como podamos.

—No sé si hoy seré capaz —digo—.

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Me parece que tengo un pequeñoproblema con esta pieza.

—Yo no lo llamaría un pequeñoproblema —dice Piers—. Si esto se vaa convertir en un hábito, habrá que haceralgo.

—¿A qué te refieres?—Creo que deberías considerar

todo esto seriamente. Hemos firmado uncontrato para grabar El arte de la fuga.El Maggiore no va a hacer unainterpretación que sea un churro.

—Cállate, Piers —dice Helen, rojade cólera—. No hagas estúpidasamenazas. ¿Crees que Billy, Michael oyo firmaremos una chapuza? Nosencontraremos aquí pasado mañana a las

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tres, ¿de acuerdo? Duerme un poco,Michael…, pareces agotado. Te llamarémás tarde. Y si hay algo que podamoshacer, debes permitir que te ayudemos.

Aflojo el arco. Coloco el violín enla funda. Me voy rápidamente. No miroa ninguno de ellos. En cuanto a mí,necesito desplomarme, dormir. Debohacer que estos arcos vuelvan a formaruna bóveda. Bajo esos querubinesdorados y grises, yo también he de soñarcon un perfecto cielo.

8.6

Hay un mensaje de Helen en elcontestador. No la llamo. Una postal de

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Virginie, que está de viaje con unosamigos. Una carta de Carl Käll. No laabro. ¿Por qué ahora tengo quereconciliarme con todo el mundo?

Es un lugar brutal. La noche pasadamataron a un cisne en el Round Pond. Lecortaron el cuello. Sin embargo,seguramente una góndola es tan hermosacomo un piano de cola, y las patas de unpavo real tan feas como las de un cisne.Su cadáver lleno de pústulas estáconservado en hielo.

¿Por qué pensar en ella me hace darvueltas y vueltas por aquí? Deberíaconsiderarlo seriamente. Estas son misopciones: sí y no. Si pudiera tocarlo, mequedaría, ¿no? Aunque no fuera por

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nosotros, lo haría por la música. Pero nopuedo tocar ni dos compases sinquedarme agarrotado.

Aplicaré mis lenitivos: un paseo porel parque, pero no por la Orangery; elproblema de ajedrez, mientras tapo conla mano el de bridge; el sabioWodehouse, no el perturbador Donne; elmirlo de mi calle, no la alondra ni elruiseñor. ¿Hasta cuándo cantará esteaño?

Me despierto y oigo el sonido delprimer contrapunto: ella lo aporrea cadavez más fuerte, pues no puede oírlo. Haprescindido de mí, me haempequeñecido. Vuelven a aparecer losniños vestidos de gris, lo cual quiere

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decir que ha vuelto. Día a día, en todoslos aspectos —académico, artístico,musical, social, espiritual, físico, moral— los niños de Pembridge Schoolmejoran más y más.

Más noticias. Están arrancando lamúsica de las vidas de los pobres niños.Ahora, niños, decid lo que sabéis hacer:leer, cantar, sumar. Una vez más todosjuntos: ni leer, ni cantar, ni sumar. Estossacrosantos poderes os dejarán sinmúsica. Dejad la música a aquellos quepueden permitírsela. En veinte añosningún hijo de carnicero será violinista,no, ni tampoco ninguna hija.

No puedo tocarlo, a pesar de estosdos días de gracia…, ni tampoco podría

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tocar el serpentón ni el caramillo aunqueme dieran dos meses o veinte años.Nada puedo hacer contra lo que se haapoderado de mí. Un niño dePembridge, de voz aflautada, dice: ¿Asíque conocías a mi madre antes de que yonaciera? ¿Es que el mundo existía antesde que yo naciera? El que algo así seaposible llena sus ojos de lágrimas.

¿Cuál es la diferencia entre mi viday mi amor? Mi vida me da cien patadas,mi amor me ha dado la patada. Oh, Luke,Luke, no me atormentes con tusacertijos. ¿Por qué no fuiste hijo mío?

8.7

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Pasarán los inviernos, y nadie besarámis labios, y nadie consolará micorazón, y mis manos y mis oídoshabitarán mundos aparte. Ningúnmisterio ha de existir. Con los dedosabro el sobre de la carta de Carl. ¿Quées esto?

Sí, es una especie de continuaciónde su misiva anterior. Le llegó mi carta,que le pareció amable y falsa, de hecho,su excesivo tacto hizo que la encontraramenos que amable. Sabe perfectamentecuáles eran mis sentimientos hacia él. Lasenilidad, apunta, no siempre acompañaa la decrepitud. No repetirá susdisculpas y, simplemente, afirma que hadecidido que, de hecho, un cuarteto es lo

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ideal para mí. Me exhorta a seguir conél. Quizá su contribución musical a laposteridad sea una estirpe de segundosviolinistas. Sin duda, me habré enteradode que Wolf Spitzer es ahora miembrodel Cuarteto Traun. Nada dice de susalud, sus planes, ni de lo que hace. Nopide ninguna respuesta. Fin de la carta.

Un extraño misil, que llega en unmomento como este, en que nadie podíahaber sabido, ni yo, ni ellos, que habíadesavenencia entre nosotros. Él lo hadecidido; pues muy bien. Por Wolf deboestar y estoy contento, pero se meenciende la sangre al pensar que estehombre aún se arrogue el derecho debendecir o condenar lo que hago.

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Por la noche me despierto sediento,y luego no puedo dormirme. Junto a micama está el libro en que ella copió lapartitura. Con agua en los dedos, recorromi parte. Página tras página oigo misnotas, ahora un borrón. Todo sedisuelve, los puntos y los palitos formanun barrillo, el agua de mi vaso se vuelvede un turbio marrón. La humedad sefiltra a las voces contiguas, a las páginasaún inmaculadas. Como en undesgastado braille, mis dedos tocan minombre, que una vez escribiste; y miro, yya no puedo leerlo.

8.8

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Cuando se lo digo, Helen habla primero.—Michael, vete una semana al

campo y luego vuelve…, no puedesdecir en serio que quieres dejarnos.¿Qué me dices de la solidaridad de lasvoces medias? No podemos pasar sin ti.Yo no puedo, lo sé. ¿Qué haremos con elconcierto de Bristol de la semana queviene? ¿Y con todos los que tenemoscontratados? No soportaría la idea detocar con otra persona.

—No hablaba en serio cuando tedije todo aquello, ¡maldita sea! —dicePiers—. Estás loco si crees que hablabaen serio. Todo lo que quería decir es queno podemos hacer una mala grabación.¿Amenazas con dejarnos por algo que

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dije? Helen me ha estado diciendo detodo, antes de que nos vinieras con estabomba. Muy bien, ahora no puedestocar, pero se te pasará. Es obvio quepasas por una crisis. No eres el único deentre nosotros que ha causado algúnproblema. Ya ha pasado antes. Y losuperamos. Volveremos a superarlo. Nosomos tan frágiles.

Pero no sirve de nada; la trenza seha deshecho. He pensado en ello una yotra vez. Pensad en Stratus, les digo,pensad en Ysobel. ¿Cuántas veces llegauna oportunidad así? ¿Un segundoviolín? Bueno, antes ya necesitasteis unoy lo encontrasteis.

Billy está triste. No dice gran cosa.

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Ve con más claridad que los otros dosque no sirve de nada, que las cosas hanido demasiado lejos.

—El último en llegar, el primero enirse —dice—. Te echaremos de menos,Michael.

Todos me echarán de menos, ningunoes capaz de desearme suerte. ¿Por quéiban a deseármela si les hago esto? Ledamos vueltas y vueltas al asunto, peronada cambia.

Ahora que mis dedos están muertos,no os sirvo de nada. Ni siquiera puedosobrevivir a un intermedio. Seguidtocando sin mí, igual que hicisteisdurante un momento en la sala en la queella tocará. Es una flecha bien dirigida,

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ha dado en el blanco. No, no, ni siquieraeso; todo esto es algo secundario paralos objetivos de Julia. Pero ella ha desalvar su vida, ¿o no?

Decidles que estoy enfermo; dadlemis saludos a Erica. Lo que ha pasado,pasado está. Mi enfermedad es la fuga.Incluso este violín que toco debe irse.De día, de noche, soy mitad de carne,mitad de madera.

8.9

No, dice Erica, ¿cómo puederepresentarme ahora? No hay muas-muaspara mí: me habla con gran severidad.Ha sido una estupidez, has causado un

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daño irreparable. Encontrarán a otro,qué remedio, tú les has obligado; ¿y quéme dices de ti? Te aprecio, Michael.¿Cómo permites que algo así te suceda?

Ahora es Helen quien llama, procurano llorar. ¿Qué haré ahora? ¿Llegaré afin de mes? ¿A qué voy a aferrarmeahora? ¿Por qué no me lo pienso mejor?Pero todos estos razonamientos ya melos he hecho. Es cierto, no comí convosotros en Venecia, pero mientrasestábamos separados vi el perro de SanAgustín.

Al principio era un gato, sabes, diceHelen con tristeza.

Un perro.Un gato, al principio.

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Yo vi un perro. Ella vio un perro.Era un perro. Incluso un día lo vi sobreuna gabarra, en delicada réplica,vigilante.

En el esbozo, originariamente, era ungato. Está en el Museo Británico, creo.

No, eso no es cierto. Me taparé losoídos. Querida Helen, dime que no esverdad.

¿Por qué no afrontar los hechos?¿Por qué discutir esto ahora?

8.10

Con el violín junto a mí, sobre elalmohadón, duermo y me despierto yvuelvo a dormirme. Fuera, en los

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árboles, descansan las aves migratorias.¿En qué manos cantará? ¿Cómo puedotocar sin él? ¿Cómo con él? Lo afinobien, y vuelve a sonar bien. No puedomantenerlo, ni reclamarlo, ni tengoderecho a él.

Una lluvia de confeti me rodea:papel de fax, mechones de pelo de unperro blanco, nieve en un aparcamiento,los marfiles que ella toca. Si cada vozde sus manos fuera una ciudad, ¿quéparte tendría cada una? Ella se quedasorda y soy yo el que no puede tocar loque ella toca. ¿Qué persuasión utilizaráscon alguien que carece de voluntad?«Esto es algo que nunca tocaré paranadie, solo para ti.»

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Además, no solo está en mi mente.Esta cosa que tengo entre las manos seestá medio estropeando. Esto no es unmero tinnitus de mi mente. Canturrea,emite un lamento fúnebre, tiene laenfermedad del zumbido. La hinchadatapa roza el mástil. Sanderson lo verá, leprestará sus cuidados, juzgará suenfermedad, lo apretará, lo pinchará, lopondrá de nuevo de buen humor. Tienemotivos para emitir este lamentofúnebre, pues son nuestros últimosmeses juntos. Pero ¿por qué esterepentino motín en estos momentos?

8.11

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Mrs Formby murió ayer.Tía Joan me llama para decírmelo.

Al parecer, sufrió una apoplejía hacedos semanas, que le afectó el habla.Ayer por la mañana se repitió, y muriómientras la llevaban al hospital.

Me alegra que no se haya vistopostrada en cama durante meses o años,y tuviera clara la mente y pudiera hablarcasi hasta el final. Al igual que pasó conmi madre, el desenlace fue rápido.

Ojalá hubiera sabido que estaba tanenferma. Ni tía Joan ni mi padre seenteraron de lo de la primera apoplejía.Yo habría ido a verla por última vez, yle hubiera tocado algo. Para ella elTononi habría cantado en su casa, en el

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hospital o en Blackstone Edge.Su Tononi. Lo lamento por él, y por

mí. Ahora ya no pasarán meses, sinosemanas, antes de que me lo reclamen.

No iré a su entierro; la incinerarán,dice tía Joan. Mrs Formby odiaba losentierros. La molestó toda aquella genteque fue a darle el pésame en el de sumarido, y ella nunca iba a los de susamigos. El perito tasador estará allí, ungato de Cheshire que sueña con nata. Suesposa estará muda, dejándose guiar porsu marido. Las tres niñas gritonasdejarán de rascarse y de poner malacara hasta que estén en el coche, devuelta a casa.

En sus manos entregaré mi amado

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violín.Quería a Mrs Formby. Me enseñó

los placeres de la música. Sufallecimiento me hará experimentar susdolores.

8.12

—Por favor, sean más mecánicos —suplica el director, pues estamosgrabando una sonata para piano deMozart transformada por algúnpsicópata en un concierto para muchosinstrumentos menos el piano. Esto sellama Sé Tu Propio Maestro. Losjóvenes pianistas con ambicionestocarán su sonata con el

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acompañamiento de una orquesta.Mozart deja algo que desear: elpsicópata le ha añadido nuevasmelodías, y el triángulo hace tilín, tilín,tilín. Toca la Camerata Anglica, y casitodos sus músicos se ríen por lo bajo.Pero con esto he de comer y pagar lahipoteca: y ahí va mi arco, arriba yabajo, con perfecto ritmo y entonación.

Hubo un tiempo en que pensé quepodría comprarme un violín. Ahora,cada vez que me traen el correo pienso:que no haya ningún matasellos deRochdale, por favor. Un día más degracia.

Veo cabellos blancos. Cada vez queveo uno, lo estiro. Tengo los habituales

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dolores de cabeza. Ahora pienso: ¿gatoo perro? ¿Gato o perro?

¿Cómo le va al Maggiore sin mí?¿Han encontrado a alguien? Helen aúnme llama a veces, pero parapreguntarme cómo estoy, no paraanimarme a volver.

En la Sala de Grabados y Dibujosdel Museo Británico la luz se derrama através del techo. Me traen la caja deCarpaccio. El trazo es claro.

San Agustín no lleva barba; lapartitura está en blanco.

Y lo que hay en el suelo es un gato.No, ni siquiera un gato, ni siquiera eso,¡sino una especie de malicioso armiño,o una comadreja sujeta con una correa!

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¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Hetenido que tragar mucho, pero esto esdemasiado. El pobre perro lloraráporque el mundo existía cuando él nohabía nacido. ¡Un armiño! ¡Un armiño!¡Un armiño!

Armiño, ¿te he ofendido? ¿Eres unarmiño, blanco en invierno? Te falta lapunta de la cola, pero esto es un esbozo:el astrolabio es una O, la partitura estáen blanco. Puro, casto y noble en losmeses de invierno, haces todo tipo detravesuras en verano, cuando la piel sete pone parda.

¿Dónde está ese perro que me diosolaz? ¿Ha de volverse maloliente,desgarbado y tener garras de felino? En

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el piso de arriba nos besamos, sin saberque nos veían.

Zsa-Zsa, has muerto. La anciana MrsFormby ha muerto. ¿También habla Carl,como la luz de una estrella enana, desdemás allá de la tumba? Delante de la Salade Dibujos y Grabados hay un mapa deVenecia. Debo informarla de esta y deotras cuestiones. Ella querría saberlo.Nuestras góndolas pasaron por OxfordStreet. Ella levantó su velo, yrápidamente desapareció.

Ayer por la noche sus manos semovían entre las teclas. ¿Qué tocaba,que apaciguó mi sueño? Algo de Bach,seguro; pero yo no lo había oído antes.¿Cuántos compartimientos necesita un

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corazón para tocar esa música? ¿Fuealgo que escribió en los añosinmediatamente posteriores a su muerte?

8.13

Qué extraño ser un hombre y nuncasentir crecer un niño en tu interior.Nunca sentir que una parte de ti se abre,te abandona, y aúlla como si ya no fuerauna parte de ti. Y luego se pone unagorra verde y un traje gris y tieneamigos. Todas esas mujeres que están ala entrada de Pembridge esperan a quesalga una parte de sí mismas, a todas esoles ocurrió una vez.

Es la época de los castaños de

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Indias y sus frutos como erizos. Giran yse arremolinan hojas de plátano, de tilo.¿Qué opina de los castaños de Indias eljoven Luke de Boston? ¿Qué piensa delos castaños de Indias su abuela deKlosterneuburg, el distrito 26 de Vienabajo el Reich? Ella se queda detrás delhaya roja, murmurando. Castaños yálamos flanquean la ribera del Danubio.

Oh, son las 3.45. Salen y sonbesados con meticulosidad, pero ¿dóndeestá Luke? Ese coche aparcado allí es elde Julia. Ella sale y subeapresuradamente los escalones de laentrada principal. Luke está allí, y ella.Sus caras delatan su felicidad.

Ella está en la acera, cerca del

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coche. No me ve y no puede oírme. Estohay que reconfigurarlo. Verdi no puedeleer los labios de Wagner, ni el león losdel grifo.

Ahora estoy al alcance de su vista.Se sobresalta. ¡Qué azules son sus ojosatentos, llenos de pánico!

—Michael.—Hola, Julia. Te acuerdas del perro

de Carpaccio…—¿Qué?—Sí, en Venecia, en los Schiavoni…—¿En Venecia? ¿Dónde?—En los Schiavoni…—Entra en el coche, Luke.—Pero, mamá, es Michael.

Quiero…

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—¡Entra en el coche de una vez!—Muy bien, muy bien, no te enfades.—¿Qué significa todo esto? ¿Por qué

vienes a molestarnos?—Todo lo que quería decirte es

que…—¿Sí?—Que el perro originariamente era

un gato. O un armiño. No era un perro.Vi el esbozo, el esbozo que hizoCarpaccio.

—Michael, ¿qué has venido adecirme, exactamente?

Necesito decirle tantas cosas, que nodigo nada. Maggiore, Formby, Tononi,San Agustín…, nombres de una guíatelefónica, ¿cómo pueden romperle el

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corazón?—Bueno, ¿qué? No te quedes ahí de

pie.—Yo…—Michael, esto no sirve de nada.—Creía que habías dicho que me

amabas.—No pensé que llegaríamos a esto.—Julia…—Basta. Luke puede verte. Quédate

donde estás.—Me llegó una carta de Carl Käll.—Michael, lo siento. No puedo

quedarme a charlar.—El bonsai…—Sí —dice cortante—. Sí. Está

bien. Está muy, muy bien. Un estupendo

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regalo. Supongo que debería darte lasgracias.

—¿Por qué tocas El arte de la fuga?¿Qué intentas hacer?

—¿El arte de la fuga? ¿Por qué? ¡Ypor qué no, por el amor de Dios! A mítambién me gusta. Y ahora, de verdad,tengo que irme, créeme. Y, Michael, meestás molestando. ¿Lo entiendes? Meestás molestando. No, por favor, novuelvas a venir a esperarme. No quieroverte. No quiero. De verdad. Mederrumbaré si te veo… Si me quieres,no desearás que eso ocurra. Y si no mequieres, vete y sigue con tu vida. —Setapa los ojos—. ¡Y, por el amor de Dios,no me digas cuál es la verdad!

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8.14

Tres semanas han pasado desde que lavi. Uno a uno, voy arrancando detallesde mi memoria.

No, de nada me sirve esa visión,puedo deshacerme de ese hecho:habitaciones, libros, encuentros, lasmotas del iris de su ojo, el aroma de supiel: que se vayan en las mañanas de losdías laborables, que se alejen flotandocomo globos de helio.

También creo, por fin, que puedoconstruir sobre la nada, que no hay nadasobre lo que construir. Me ha llevadotiempo, pues la esperanza tiene

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gérmenes bien encapsulados. En cuantoa mí, lo que pienso es: si abandonaraesta oscuridad y este vacío, el universoni se inmutaría. Me vería libre desueños, de pensamientos, de Sé TuPropio Maestro. Mi padre, sin embargo,se entristecería. Tía Joan seentristecería. A medida que avanza elotoño, se me pronuncian las ojeras.

Aquello de lo que no podemosdeshacernos hay que almacenarlo en unlugar bien recóndito. Alquilaré una naveen las afueras y dejaré allí todas lasentidades indeseadas: aroma, sonido,visión, propensión.

Es sábado por la mañana, pero nonado. Desde el puente observo cómo la

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luz juega en el agua, en la estela de lasSerpientes de Agua que hay más allá delLido. Leo el útil aviso que hay en elpuente: PELIGRO. AGUAS POCOPROFUNDAS. NO SALTEN DESDE ELPUENTE. No, no, yo soy un nadador,viviré para ser artrítico.

Este es mi árbol preferido: elplátano: todo nudosidades yprotuberancias y corteza desprendida.Pero ¿por qué mirar aquí? En todos losaños que pasé en los páramos jamásencontré un nido de alondra. Aquítampoco oigo pezuñas, sino ladridos. Esun cuarteto de perros: uno pequeño yblanco, uno enorme castaño, el cojo delpuente del Diablo, un intruso que parece

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un zorro. Ladran, cantan, sorben por lanariz. Ella les tira una zapatilla, y congritos musicales ellos la dejan hechatrizas. Ellos no saben quién conoció aquién, ni qué hay por encima de nuestromundo ni en nuestros corazones. Sonencantadores; en sus ojos hay amor yhielo.

Hay cientos de tipos de sordera.Cuanto más tenso estoy, menos oigo. Demodo que parece acertado poner unpoco de orden en los propios actos.

Concéntrate en estas pocas cosas: elpan, los periódicos, la leche, algunasverduras, comida precocinada, el libroque leerás esta noche. Vuelve a leer laspalabras: ni tienes ningún cuarteto que

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tocar, ni partitura a la que echar unvistazo. Aplaza tu trabajo hasta que seael momento.

Afina las cuerdas, de todos modos.Toca escalas. Te ha acompañado másque tu padre, tu madre, tu amigo o tuamante. Ahora ya solo os quedansemanas, días. Toca las escalas en él,cosas que consigan calmarte. Quita elreposabarbilla, siente de nuevo lamadera.

Cuadra tu presupuesto. Coge elautobús. Camina. Estás entre la mayoríasolitaria. ¿Quiénes, de los que se sientana tu alrededor, pertenecen a tu pocoselecta fraternidad? ¿El parlanchín, elque sonríe, aquel callado que parece

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avergonzado en una multitud?¿Ese director, esa colegiala que

susurra: «Fon!», ese hombre que vendeperiódicos atrasados en un tenderete,esa dependienta con el pelo negro comoVirginie?

8.15

—Las camisetas están sobre losmostradores. ¿No le parecen bastantes?—La dependienta me sonríe.

—¿No tiene de las grandes de esecolor rojizo de allí?

—¿El encarnado? Me temo que solonos queda lo que hay en la mesa. Hemosvaciado el almacén esta mañana.

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—Ah… —Hay algo en su cara queme impide marcharme.

—Hay muy pocas de las grandes —dice—. No es un buen surtido. Noshemos quejado a la Oficina Principal.

—Ah, sí, la Oficina Principal. Y elordenador.

—¡A alguien hay que echarle laculpa! —dice, riendo.

—Lo siento, no es culpa mía, elordenador no funciona.

—Lo siento, es mi hora de almorzar.Es la Oficina Principal.

—Bueno, si no hay encarnadas,cogeré una negra. Lo siento, este billetede cinco libras es falso. Es elordenador.

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—¡Es sorprendente! —dice,mirándolo atentamente—. Circulanmuchos por ahí.

Miro con recelo el relucientepenique que me devuelve.

—Más vale que lo muerda —sugierecon una risita—. Podría ser dechocolate.

—Lo siento, no servimos peniquesde chocolate los sábados.

—Es la Oficina Principal —decimoslos dos, riendo.

—¿A qué hora la deja salir laOficina Principal?

—Tengo novio —dice.—Oh —digo—. Oh. —Ya no hay

risas en mi voz.

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—Mire —dice ella con frialdad—.Creo que es mejor que se vaya.

No es miedo de mí lo que siente,sino un miedo distinto, de lo frágil quees la confianza. No volverá aconfraternizar con los clientes duranteun buen rato.

—Lo siento —digo—. Lo siento. Esusted tan simpática. Se me ocurrióque…

—Por favor, váyase. Por favor.No gira la cabeza para llamar la

atención del encargado, sino que sequeda mirando el mostrador lleno decamisetas, encarnadas, negras y grises.

8.16

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A la 1.30 de la noche, inquieto, medirijo a los teléfonos públicos que hayjunto a los contenedores de basuras.Incluso a esta hora hay gentedeambulando por la calle. Marco losnúmeros.

—¿Hola? —Una voz dulce y suave,con un leve acento irlandés.

—Hola, ¿podría hablar con Tricia?—Este es el número de Tricia.

¿Puedo ayudarle?—Yo, bueno, vi…, vi tu tarjeta en

una cabina, quiero decir la tarjeta deTricia, y me preguntaba si estaría libreahora…, bueno, en la próxima mediahora…

—Sí, cariño, lo está. ¿Dónde estás,

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encanto?—En Bayswater.—Oh, eso está muy cerca. Deja que

te diga cómo es Tricia. Es inglesa, tieneel pelo largo y rubio, ojos azules, unaspiernas muy bonitas, rasurada, susmedidas son 100-70-100.

—¿Qué edad tiene?—Tiene… veintiséis años.—Y cuánto, quiero decir…—De cuarenta a setenta libras,

cariño.—Oh. Y eso incluye…—Masaje para empezar, luego sexo

oral y un servicio completo —dice convoz dulce.

Me quedo callado, al momento digo:

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—¿Puedes decirme la dirección?—Sí, encanto, es Carmarthen

Terrace, número veintidós, apartamentotres. Solo has de apretar el timbre de lapuerta.

—Lo siento. Yo… soy novato. ¿Hede pagar antes?

—Como quieras, amor —dice conuna sonrisa en la voz—. En lo único queinsisto es en que utilicemos protección.

—¿Eres tú Tricia?—Sí, lo soy. Espero verte pronto,

cariño. Gracias por llamar.

8.17

Lo que no siente, lo finge. Tiene unos

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treinta y cinco años, atractiva,experimentada, cariñosa. Todo lo que heretenido durante meses se abre paso através de mí. Después me echo a llorar.En lugar de echarme, me ofrece una tazade té.

—Es por alguien que quieres¿verdad, cariño?

—No lo sé.—No tienes por qué decir nada.No digo nada. Ella tampoco. Nos

tomamos el té con bastante calma. Suenael teléfono y me dice:

—¿Te importaría darte una ducha yvestirte, encanto?

—Sí. Sí. Necesito una ducha.El color rosa del cuarto de baño, mi

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cara en el espejo, el pequeño y raídoosito Winnie del alféizar, el olorempalagoso. Siento una terrible náuseaque me retuerce las tripas. Voy al retretecon náuseas. Pero no sale nada. En laducha me abraso la piel, diluyo todoesto en el vapor.

Ya estoy vestido. Le doy las graciasen un murmullo y me dispongo amarcharme.

—Aún no me has pagado, amor.Le pago lo que me pide, y le digo

adiós. Estoy asqueado, con un asco queme llega a lo más hondo. ¿Todo esto meha ocurrido a mí?

—No pierdas mi número, cariño.Vuelve pronto —dice, y enciende la luz

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de la escalera.

8.18

Mi agencia laboral llena mis días decitas: tonadillas para compañíaspublicitarias, música para películas.Estoy sentado en un estudio degrabación en Wembley, resolviendo unproblema de ajedrez, leyendo losperiódicos. La gente se ha enterado delas noticias referentes al Maggiore, perome dejan en paz. Oigo que alguienmenciona a Julia Hansen, pero el restoqueda apagado cuando la orquesta sepone a afinar.

Lucy, del Wigmore Hall, me

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telefonea para decirme que me haguardado una entrada para el conciertode Julia del 30 de diciembre. ¿O queríados entradas? Le doy las gracias, pero ledigo que estaré fuera de la ciudad. Quese las quede otra persona.

—Oh, ¿adónde vas?—Oh, no lo sé… A Rochdale,

supongo, a pasar las Navidades.—Lamento que ya no estés con el

Maggiore.—Bueno, así son las cosas. Hay que

ver mundo.—Espero no haberte molestado,

Michael.—No. No. En absoluto. En absoluto.Ella cuelga y yo hago inventario. El

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almacén quedó vacío esta mañana,aunque hay todo tipo de cosas en él queya crían polvo: una rana de porcelana,un armiño disecado. De pronto meencuentro en un autobús de la línea 7.

Detrás del Museo Británico hay unpequeño departamento de fotografía.Encargo dos reproducciones del dibujo,una para que me la manden a mí, otrapara ella. Examinaré el armiño a misanchas. Que ella comparta midelectación y mis reflexiones.

Una amable mujer de la Sala deDibujos y Grabados saca un artículoantiguo en el que figuran las dos piezasmusicales que están a los pies de SanAgustín: una sacra y la otra profana. Las

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observo y las oigo en la sala en silencio.Las orquesto a mi antojo: cuerdas,madera, voces, liras.

Estos últimos días dejo las cartas sinabrir. Evito Holland Park, cuyas piedrasquizá no se puedan tocar. Mnozil’s tieneunos nuevos encargados, y se deshacende mí, me expurgan. Todo pasa, la carnees hierba.

Sueño con Carl. Me oye tocar unatonadilla publicitaria de comida paraperros. Echa la cabeza hacia atrás en ungesto de éxtasis.

—Sostener —dice—. Siempresostener. Tu manera de tocar, que nuncame desagradó demasiado, ahora meconmueve hasta las lágrimas. Pero,

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¿sabes?, prefiero a Bach.—Este es un juicio subjetivo —digo

—. Pero si quieres, aquí tienes un pocode Bach.

Se pone furioso.—Esto no es Bach, esto es un

Bächlein —truena—. Dame a JohannSebastian.

—Soy incapaz de tocarlo, Herrprofesor. Julia McNicholl me lo haarrebatado.

Se pone hecho un basilisco.—No lo voy a tolerar. No lo voy a

tolerar. Te echaré de mi clase. Hasreaccionado mal a mi carta. Eso estuvomal, muy mal. Te irás de Vienaenseguida… por las cloacas.

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—Nunca volveré a irme de Viena…—Muy bien, pues —dice tristemente

—. Muy bien, pues, cumple el caprichode un moribundo. Vuelve a tocar el ariadel anuncio de comida para perros. Ycon menos sentimiento. Debemosaprender a respetar las intenciones delcompositor.

—Como diga, Herr profesor —contesto—. Pero ¿por qué se molesta enmorirse antes que yo?

8.19

Suena el timbre. Es la carta certificadacon matasellos de Rochdale.

Firmo. La dejo sin abrir sobre el

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mármol de la cocina. Esas mandarinasestán florecidas. Debo limpiar esecuenco.

¿Así es la cosa? Te pones de pie enel banquillo de los acusados, y mientrasel juez pronuncia unas palabras,observas el carmín de color oscuro, casipúrpura, de la mujer que está en lasegunda fila, y te das cuenta de que se leha corrido.

Vienen para custodiarte. Por favor,dejadnos un día más. No voy a impugnarnada. El niño duerme. Se despertarásolo, cuando él quiera.

¿He de tocarte y luego entregarte? Teentregaré sin tocarte, para que elrecuerdo de nuestra separación no quede

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mancillado por ningún sonido, para quea Bach no se le sumen otras pérdidas.Mozart, Schubert, todo lo que me davida.

¿Qué tocaré sino eso, dónde tocarésino aquí? ¿Tea for Two en casa deTricia? ¿El aria de la comida paraperros para mi viejo y cansadoprofesor? ¿La resuelta escala con misantiguos compañeros? ¿The LarkAscending en honor de un espíritu que seha desvanecido?

Lo saco, lo afino, cierro la puerta demi celda. Lo toco en la oscuridad, y nosé lo que estoy tocando. Es un popurríde algo, es una improvisación que nuncahabía tocado antes, procede más de su

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corazón que del mío. Es un lamento,pero tengo la sensación de que ya me haabandonado, de que no es para mí.

Pero ahora ha pasado al largo deVivaldi que toqué aquel día milagroso,en su iglesia. Lo toco, él me toca, y en laoscuridad de mi celda sé que no oiré larepetición, que es tiempo de que cese,de suplicarles a los dioses protectoresde los bosques de los que surgió que, ensu futura vida —y podría vivir otrosdoscientos setenta años, y más—, susfuturos dueños lo aprecien, y que le vayabien.

Adiós, pues, violín mío, amigo mío.No puedo expresar con palabras cuántote he amado. Somos un solo ser, pero

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ahora debemos separarnos y no oírnunca más nuestra habla común. Noolvides mis dedos ni nuestra voz. No teoiré más, pero te recordaré.

8.20

Muy señor nuestro:Sin duda, se habrá enterado del

reciente fallecimiento de Mrs JohnFormby (Cecilia Formby). Tengoentendido que era usted amigo íntimode la difunta, y, en nombre de nuestrafirma, me gustaría expresarle nuestrasmás sinceras condolencias.

Varms & Lunn lleva muchos añosactuando en representación de MrsFormby, y ella nombró a mi socioWilliam Sterling y a mí mismo sus

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albaceas.Hace diez días el testamento de

Mrs Formby, junto con otrosdocumentos pertinentes, fuedepositado en el RegistroTestamentario del Distrito. Ya se le haconcedido la adveración.

En un codicilo al testamentoredactado por esta firma según lasinstrucciones de Mrs Formby, yfirmado una semana antes de sumuerte, esta le legó a usted un viejoviolín italiano (Carlo Tononi, circa1727), libre de impuestos.

Tengo entendido que el violín estáen la actualidad en su poder. Puedecontinuar bajo su cuidado en nombrede los albaceas hasta que laadministración de su legado puedatransferirle la propiedad.

Han pasado algunas semanas desde

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la muerte de Mrs Formby, y se haproducido cierta demora a la hora deinformarle de los términos deltestamento. En parte se ha debido aque la dirección de usted que MrsFormby nos dejó en su codicilo ya noexiste.

Mrs Formby también dejó una notapara usted, que le adjunto. Estabafísicamente incapacitada en los díasinmediatamente anteriores a sumuerte, aunque su estado mental eraóptimo y sus intenciones claras. Medictó esta nota en el hospital. Puestoque ya no articulaba muy bien, se la leípara asegurarme de no haber cometidoerrores en la transcripción. Luego lamecanografié y ella la firmó.

Si tiene alguna pregunta que hacerrelacionada con el legado o concualquier otro asunto pertinente al

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caso, bien sea inmediatamente o bienen el futuro, espero que no dude enponerse en contacto con nosotros.

Atentamente,Keith Varms

Adjunto: carta a Mr MichaelHolme de Mrs John Formby.

8.21

Querido Michael:Me temo que este último año te he

causado una enorme preocupacióndebido a mis dudas acerca del destinodel violín, y lo siento. Percibí tu pesarcuando hablamos del asunto hace unosmeses, y fue muy honesto por tu parteno intentar influir en mi decisiónanterior, y aceptarla sin más.

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Has sido un amigo fiel desde quetenías seis o siete años, y nos hemosvisto pasar buenas y malas épocas.Quiero contribuir a que tu futuro seael mejor posible, y esta es la mejormanera de asegurarme de ello.Además, no soporto la idea de que elviolín se venda y pase a manos de unextraño, ahora que llevas tantos añostocándolo.

Espero que perdones mi firma. Metemo que ya no podría interpretar losagudos trinos de Vaughan Williams.

Te mando mis mejores deseos,aunque para cuando recibas esta cartalas cenizas del «yo» que fui estaránesparcidas —cosa que me llena decontento, créeme— por BlackstoneEdge.

Adiós, querido Michael, y queDios te bendiga.

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Recibe un abrazo de[ilegible]

8.22

No a mí, sino a usted, Mrs Formby, si esque existe. Esta noche no puedo dormir,estoy inquieto. Más que sentirmealiviado, no puedo creerlo. Ni siquierasaco el violín. No puede ser cierto, y,sin embargo, lo es. Lo había perdido yahora lo he encontrado.

Sus palabras me han dado la vida yme han quitado el sueño. Las puertas delparque se abren al amanecer. De uncolor gris pizarra y coral, el amanecerse refleja en el estanque. En el jardín

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que está bajo el nivel del suelo hanpuesto tepe bajo las flores. El correteode una ardilla, el chapoteo de un patito,un mirlo dando saltitos bajo el seto detilos, ahora más ralo: esto es todo. Estoysolo con esta agitada alegría.

Deje que le hable de mi mundo. Lasvistas son más amplias a medida que lasramas se desnudan. Alguien haesparcido lentejas naranja bajo elsicomoro. La corporación de palomaspasea y se pavonea entre ellas. Unoscuervos rollizos y negros están muyquietos, callados, vigilantes.

En cuanto a la música, los gansosgrises chillan en el Round Pond. Vuelanbajo, a continuación agitan las patas

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para posarse en el agua. Los cisnesduermen bien protegidos, con la cabezahundida entre las plumas.

¿Qué la poseyó para hacerme dueñoefectivo del violín, a usted, que estabatan cerca de la muerte y que casi nopodía articular? ¿Es solo el violín loque quiere darme, o debo aprenderalguna lección del mundo?

8.23

La voz que me habla al teléfono intentareprimir su furia.

—¿Michael Holme?—Sí.—Soy Cedric Glover. Nos vimos

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brevemente en casa de mi tía lasnavidades pasadas… Mrs Formby. Soysu sobrino.

—Sí, ya me acuerdo, Mr Glover.Siento mucho lo de la muerte de su tía…

—¿Que lo siente? Pues mesorprende, teniendo en cuenta elprovecho que ha sacado.

—Pero…—Mi tía era una mujer muy mayor, y

no estaba en plena posesión de susfacultades. Era fácil aprovecharse deella.

—Pero yo ni siquiera sabía queestaba enferma…, nunca la visité en elhospital…, para mi pesar.

—Bueno, pues alguien lo hizo. Mi

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esposa estuvo allí casi todo el tiempo,cuidándola como solo la familia puedehacerlo, así que no entiendo cómoconsiguió ponerse en contacto con suabogado y redactar este codicilo. Peroera muy ladina cuando quería.

—Yo no he tenido nada que ver conesto. ¿Cómo…, cómo ha conseguido minúmero?

—¿De verdad pretende privar a mishijas de una buena educación? ¿Deverdad cree que eso era lo que pretendíami tía?

—No, yo…—Lo más honrado sería devolverle

el violín a mi familia sin tener que ir alos tribunales, cosa que, puedo

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asegurarle, estoy dispuesto a hacer.—Por favor, Mr Glover, yo quería a

su tía. No quiero causarle ningúnperjuicio…

—Entonces le aconsejo muyseriamente que no se aferre de maneracínica y egoísta a lo que no le pertenece,ni ética ni legalmente. Está claro que ensus últimos días no estaba en suscabales, y era en extremo influenciable.

—Mr Glover, yo no la influí ennada. Ni siquiera sabía que estaba tanenferma. Me escribió una carta amable ylúcida. Quiero creer las palabras que meescribió.

—Sí, no me cabe duda de ello.¿Firmó la carta?

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—Sí.—Bueno, pues si se parece a la

firma del codicilo, comprenderá que noestá pisando terreno firme. Es elgarabato de una niña que no sabe lo quese hace. Mire como estaban susfacultades mentales que a la hora de darsu dirección dio la de un aparcamiento.¡Un aparcamiento!

—Por favor, Mr Glover, no digaestas cosas. Era mi amiga. ¿Cómo voy arenunciar a lo que me ha dado?

—¿Dado? ¿Dado? Me temo que estáusted malinterpretando las cosas.Mientras estuvo en su sano juicio, notuvo intención de darle nada. Suintención era poner el importe de la

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venta del violín en un fideicomiso paramí y para mis hijas, y sé que ella se lohabía dicho. Soy un hombre razonable,Mr Holme. Desapruebo lo que ha hechomi tía, considerando todo lo quenosotros hicimos por ella, pero laperdono porqué en esos momentos nosabía lo que hacía. Sin embargo,permítame decirle que si no llegamos aun acuerdo en este asunto, usted perderáel violín y una importante suma dedinero en gastos legales.

Sus palabras son algo más quebravatas, y estoy aterrado. Y tambiénestán sus horrorosas hijas: ¿realmentepuedo robarles lo que es suyo porderecho y vivir en paz? ¿Qué sentiré

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cada vez que levante el arco?—¿Qué sugiere entonces, Mr

Glover? —digo sin perder la calma—.¿Qué puedo hacer?

—He redactado una escritura decesión de la mitad del violín… Precisasu firma. Entonces lo venderemos y elimporte se dividirá de manera justa yequitativa.

—Pero no puedo hacer eso… Nopuedo vender mi violín.

—¡Su violín! Veo que no ha tardadomucho en asumir que es suyo.

—El violín. El violín de su tía.Como quiera llamarlo. Adoro ese violín.¿No puede entenderlo? Me moriría sirenunciara a él por dinero.

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Calla durante unos segundos, acontinuación dice, con fríaexasperación:

—Voy a hacerle una última oferta,Mr Holme, y esta es de verdad ladefinitiva. Debe devolverle a mi familiaal menos el cuarenta por ciento del valordel violín que ha quitado al resto de laherencia.

—Mr Glover, yo no he quitadonada…

—Usted ha quitado algo, y mucho.¿Sabe lo que significan las palabras«libre de impuestos»? Significan quemientras que casi toda la herencia, cuyovalor se estima incluyendo el violín,está gravada con un impuesto de

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sucesión del cuarenta por ciento, a ustedno se le grava con impuesto alguno.¡Nada de impuestos, nada, nada! Enotras palabras, nosotros estamospagando por usted. Tiene el deber legaly moral de devolver ese impuesto.¿Puede usted, en su sano juicio, creer yesperar que algún tribunal crea que mitía pretendía que le mantuviéramos?

—No sé…, no sé qué creer. Noentiendo de estas cosas.

—Bueno, le sugiero que se lopiense, pero no por mucho tiempo. Lehablo desde casa de mi difunta tía. Tienesu número de teléfono. Si no tengonoticias suyas en veinticuatro horas,pondré el asunto en manos de mis

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abogados. Adiós, Mr Holme.Apoyo la frente en las manos. No

voy a la habitación insonorizada, dondeestá el violín. Al cabo de un rato entroen el dormitorio y me quedo mirando eltecho. La luz se refleja en la pared; oigopasar un helicóptero. Estoy tan cansadoque no puedo dormir. Después de todo,voy a perderlo de una u otra manera.Mrs Formby, ya que me amaba, dígamequé hacer.

8.24

Telefoneo a Varms & Lunn para hablarcon Mr Varms, que tiene una vozsorprendentemente nasal. Le doy las

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gracias y le cuento lo atónito que mequedé al recibir su carta.

—A Mrs Formby ya le parecía quese sorprendería —dice.

—Usted la visitó en el hospital.¿Sufrió…, lo pasó mal?

—Lo pasó un poco mal. Pero nosufrió mucho. Después del primer ataquede apoplejía insistió en volver a casa loantes posible. Estaba en casa cuandomurió…, o quizá en la ambulancia queenviaron a recogerla. Para lo que suelenser estas cosas, todo fue bastante rápido.

—Me alegro.—Pero tampoco, si quiere mi

opinión, tan rápido. Tuvo tiempo dehacer una lista de sus pertenencias y de

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pensar a quién quería dejárselas.—Sí. Ya veo… Mr Varms, no sé

cómo explicárselo. Acabo de recibir unallamada telefónica…

—¿Sí? —La voz nasal de Mr Varmssuena como un oboe.

—De su sobrino, un tal Mr…—Glover. Conozco a ese caballero.—Y me ha dicho que no tengo

derecho al instrumento. Me dijo algunascosas…

—Mr Holme, me preocupaba unpoco que ese caballero se viera tentadoa hacer algo parecido, y por eso redactéde ese modo la carta que le envié.Déjeme asegurarle que sus amenazas yreclamaciones carecen totalmente de

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fundamento. Ya las pronunció delante demí, y lo mío me costó disuadirle de quefuera a los tribunales. Quería impugnarel codicilo, que, como es costumbre,había sido redactado delante de dostestigos independientes, uno de loscuales fue el propio médico de MrsFormby. Le expliqué a Mr Glover locaro que le saldría ese litigio, queprobablemente haría poner en duda otraspartes del testamento de su tía, lo queademás demoraría la legalización, quelos testigos y yo refutaríamos de maneracontundente sus argumentos, y que susposibilidades de éxito eran muy escasas.Me tomé la libertad de, mm, informarlede que Mrs Formby se había reafirmado

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en sus intenciones, sin la menor sombrade ambigüedad, en la nota que le habíaenviado, aunque le aseguro que no lepermití que la leyera, pues yo estaba alcorriente de su contenido solo porqueella no pudo escribirla por su propiamano.

—Mr Varms, yo no sé nada de estascosas. Ha sido usted muy amable…

—En absoluto, se lo aseguro.Simplemente, he cumplido con mi debercomo albacea de Mrs Formby, y porhaber sido quien recibió susinstrucciones al redactar el testamento.¿Le dijo algo más?

—Sí, que, al menos, debíadevolverle los impuestos que ha pagado.

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Dijo que tenía el deber legal y moral…—Mr Holme, no tiene ningún deber

legal. No soy quien para aconsejarle enlo referente al deber moral, si quierellamarlo así, pero puedo informarle deque la herencia es importante. MrGlover, como heredero universal,recibirá una buena cantidad de dinero,con impuestos o sin ellos, y deduzco desu manera de hablar tan, mm, altiva, queno está en la indigencia.

Me echo a reír, y Mr Varms se une amis risas.

—¿Así que Mr Glover no le cayómuy simpático? —digo.

—Bueno, habló de manera bastantedespectiva de su benefactora, algo que

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no me pareció muy agradable.—Espero que no fuera grosero con

usted.—Después de nuestro primer

encuentro fue más que cortés. Zalamero,de hecho, como suele ocurrir cuando lagente que profiere amenazas se dacuenta de que estas no funcionan. Oh,hay algo más que debo decirle. Laintención de Mrs Formby no era darle elcincuenta, el sesenta ni ningún otroporcentaje del violín. Si me permitedecírselo, era una dama muy astuta, y noera su, deseo que tuviera usted que pedirningún préstamo a causa de la herencia,que, si me perdona por expresarme enestos términos, debía hacerle feliz, no

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desgraciado. Bueno, lo cierto es queesperaba su llamada, Mr Holme, aunqueespero que comprenda por qué no pudeadvertirle de la de Mr Glover. Si élpersiste en sus intenciones, yo,naturalmente, no podría ofrecerle a ustedasesoría legal, pero estaré encantado deponerle en contacto con otra firma deabogados. Sin embargo, no creo que seanecesario. Sospecho que una respuestaenérgica pondrá fin a esta irritantereclamación. Mrs Formby estabadecidida a añadir ese codicilo, ycomprendió perfectamente todo lo quehabía en él. Espero que disfrute de suviolín.

—Gracias, Mr Varms. No sé qué

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decir. Muchísimas gracias.—No hay de qué.—¿Le gusta la música, Mr Varms?

—le pregunto, no sé por qué.—Oh, sí, me encanta. —De pronto

Mr Varms parece agitado y ansioso deponer fin a la conversación—. Mm,¿algo más? Por favor, llámeme sisurgiera algo.

—Nada más. Gracias de nuevo. —Adiós, Mr Holme.

8.25

Mrs Formby:Sé que está muerta y no puede leer

estas líneas. Ojalá hubiera sabido lo de

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su apoplejía.Mi vida se encaminaba lentamente

hacia la desolación. Gracias por noolvidarme y por dar por sentado,aunque no la visitara, que yo no lahabía olvidado.

Iré en coche a Blackstone Edgecada año, en la fecha señalada. Llevarésu violín conmigo siempre que vaya alnorte.

Nunca le pregunté dónde ni a quiénse lo había comprado. Es algo que seha llevado a la tumba.

Hice poco por usted, y ya no podréhacer más, pero lo que usted ha hechopor mí perdurará hasta que yo tambiénme vaya.

Ojalá su recuerdo me ayude adecidir, cuando llegue mi muerte, enqué manos voy a dejarlo.

Tanto su amigo como su violín le

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damos las gracias, desde nuestrasrespectivas almas.

8.26

Una noche me desperté empapado en unsudor frío, con el corazón latiéndomecon fuerza.

Había tenido un sueño. Estaba enuna estación de metro, Holborn, creo.Me hallaba al pie de una escaleramecánica, tocando mi Tononi. En laescaleras de bajada había grupos dedesconocidos, junto con personas quereconocía, que viajaban de dos en dos.El hijo de Billy, Jango, pasaba de lamano de Mrs Formby, quien me dejaba

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una moneda en la gorra, y seguíahablando con él. Yo sabía de antemanoque Carl estaría allí, y allí estaba, consu protegida, Virginie. Me saludó con lacabeza y dijo algo a través de sus labiosazulados. Ella parecía feliz, y pasó pordelante de mí sin hablar.

Yo tocaba unos lentos y largosacordes con las cuerdas al aire. Cuandome cansaba de una quinta pasaba a otra.La madre de Julia, que llevaba unadiadema y el perrillo de Carpaccio bajoel brazo izquierdo, bajaba esposada a lamujer policía de Holland Park. ¿Habíacontravenido alguna de las leyes decuarentena? Yo sabía que todo eso erauna especie de espectáculo, que podía

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interrumpirlo en cualquier momento. Yoestaba en el sueño, pero no participabaen él.

Pero a medida que pasaban lasparejas, a veces separadas por muchosdesconocidos, yo me sentía cada vezmás inquieto. Oscilaba entre laesperanza y el temor, pues pensaba quepodría ver a Julia, y no sabía quién seríasu acompañante. Sin embargo, entre lasmuchas tediosas personas que ibanbajando, primos, profesores dematemáticas y colegas de la orquesta,Julia no aparecía, y a mí se me encogíael corazón.

Cogía las escaleras que subían paraencontrarla. Se detenían al llegar arriba,

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y entonces volvían a bajar. Pero amedida que yo descendía y descendía,las escaleras se hacían más estrechas yoscuras, y yo estaba solo. Todos habíandesaparecido, y solo se oía mi violín,que no había dejado de tocar ni unmomento. Las escaleras se ibanadentrando en la tierra, a másprofundidad que donde paraban antes, yyo no podía hacer nada para detenerlas.Ya no tocaba los tres serenos acordescon las cuerdas al aire, sino una melodíaintensa y aterradora, que sologradualmente reconocía como mi únicalínea sin acompañamiento de El arte dela fuga.

Medio asfixiado, me ponía a gritar.

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Pero seguía atrapado en esas escalerasen descenso. El violín, como una escobaembrujada, seguía y seguía tocando demanera obsesiva, y de no haber sido porla alarma de un coche en la calle, ya enel mundo real, habría descendido parasiempre en aquella noche infinita.

8.27

No dramatices. Es solo amor, no unbrazo o una pierna. ¿Hasta cuándo te vasa regodear en tu sufrimiento, hastacuándo vas a estar tan sensible? No teva a impedir ganarte la vida. ¿Todo estote hace digno de tu violín? En cuanto alas personas que has perdido, piensa

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dónde reside su felicidad. «¡Por el amorde Dios, Michael, no le has hecho yabastante daño!»

Despereza tu cuerpo, si tu mente estátodavía en calma. Nada. No, ahora,como ella, no soporto estar entre lagente. Pero ¿te aguantas, verdad, cuandohas de tocar con una orquesta? ¿Y quéme dices de dar un paseo? Camina hastadonde puedas. Da una vuelta por ahí sino tienes adonde ir. Son las cinco de lamañana, pero esto es Londres eninvierno, no la aurora veneciana. Lostrasnochadores se cruzan con losmadrugadores. Oigo pasos detrás de mí,pero no me vuelvo, y desaparecen.

Vuelve a pensar en tus alumnos. Pero

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si ya lo hago. Paso horas rumiando,antes, durante y después de las clases:en el movimiento de muñeca deElizabeth, en los arpegios de Jamie, enla capacidad de repentización de Clive.No tengo voluntad para impacientarme.

—¿Por qué ya no veo a esa guapaseñora, Michael? —me suelta elmocoso, que le ha cogido afición alviolín, quién sabe por qué—. Jessica, sí,fíjate, me acuerdo de su nombre.

—Ya sabes que no viene cada día,Jamie.

—¿Debo preparar esto para lapróxima clase?

—Sí —digo, acordándome de Carl—. Debes.

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Le sonrío, y él, sorprendido, medevuelve la sonrisa.

Las noches que no trabajo, leo,puesto que ya no he de preparar nadacon mis antiguos compañeros, ni paraellos. Es otra vida, una vida conventanas encaradas al norte. La luz esexangüe, y no quema.

Me tropiezo con estos versos quemedio recuerdo de cuando iba a laescuela, hará ya más de veinte años:

Pero nunca acabaronencontrándose

para librar del dolor al huecocorazón.

Permanecieron alejados, sin

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borrarse las cicatrices,como una montaña partida en

dos acantilados;un mar de tristeza los separa

ahora;y ni el calor, ni la escarcha, ni

el trueno,podrán eliminar del todo, yo

os digo,las señales de lo que una vez

fue.

No vuelvo a visitar a Tricia. Unacalma asexuada: esta merced healcanzado.

8.28

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Cerca de la iglesia ortodoxa los árbolesson de hoja perenne. «De hojapersistente», solía llamarlos Virginie.

Los niños de Archangel Courtaprietan todos los botones del ascensor.Con una risita, esperan que yo losreprenda, y ahora que está claro que yono tengo prisa me ponen mala cara.

La dependienta de Etienne, haciendoacopio de valor, me pregunta por quésiempre compro siete croasanes, y luegome dice que no debería congelarlos.

Rob ganó diez libras en la loteríadel miércoles, y se las gasta en comprarmás billetes de lotería.

Mrs Goetz me dice que deberíaacompañarla a un refugio para

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indigentes un sábado por la noche queno trabaje.

Un día, en Queensway, me tropiezocon Dave, una de las Serpientes deAgua.

—Hola, Mike. Pensaba que habíasdesaparecido.

Pero no he desaparecido. Estoy aquí,y observo el mundo y su acontecer.

Una mañana suena el teléfono.—¿Michael Holme?—Al habla.—Soy Fisher. Justin Fisher.El nombre, la voz… ¡Es el fan

pegajoso!—Lo de ayer fue muy molesto —

dice iniciando una veloz perorata—. ¡Es

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un caso perdido! Pero ¿de qué sirvedecírselo? ¡Qué manera de destrozar aBoccherini! Pero dijeron que no tehabían echado. Había una joven…, nipunto de comparación contigo: comocomer manteca después de un soufflé.No, no, no, esa joven no sirve. Piensa enlo que le debes al Arte. Y dicen queprácticamente solo tocas con laCamerata Anglica. De verdad…, conese nombre, ¡medio en italiano medio enlatín!

—Mr Fisher…—Ayer por la noche, en el Cuarteto

del Emperador, no dejaban de afinar yde volver a afinar, y acabaronirritándome. Desde luego, están

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desquiciados. ¿Cómo puedes tocar si teduele el pulgar o el corazón? El otro díahablé con un violero, y me dijo que teconocía. Dejadle, dijo: los cuartetosduran más que los violines, y losviolines son lo que más dura. Menudocinismo. Pero así va el mundo hoy endía. No dejo de pensar: ¿parece serio yestá loco? ¿O viceversa? En cualquiercaso, no saqué gran cosa en claro de loque me dijo. De modo que me dije quemiraría en la guía de teléfono. Hazmecallar si hablo demasiado. ¿Estásbostezando?

—No. Es que acabo de…—Bueno, eso es todo lo que tengo

que decirte —me interrumpe, irritado—.

Page 1352: Una Musica Constante - Vikram Seth

No voy a seguir robándote tu valiosotiempo. Pero si no te veo tocando con elcuarteto y esa joven ocupa tu lugar,puedes estar seguro de que no ofrecerémás sacrificios en el altar del Maggiore.Vuelve, y pronto. Adiós.

8.29

¿Tan aislado estoy? El tiempo hapasado: segundos, horas, meses. Ya hacemás de un año que la vi en el autobús.Ahora es diciembre. Paseo, pero casi nime fijo en la estación sin hojas. En elvestíbulo de Archangel Court Mrs Goetzdecora el árbol de Navidad. ¿Quién atalos regalos en el abeto de los Hansen?

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¿Él o ella? ¿O los dos y Luke?Nicholas Spare me invita a su fiesta,

y, para mi propia sorpresa, acepto.Siempre podré marcharme sin que nadiese dé cuenta. Ninguno de mis antiguoscompañeros estará. A Piers seguramenteno lo habrán invitado. Me convienen lospasteles de carne, y los villancicos sinmelodía, y la compañía de personas quecasi no conozco, antes de mi viaje alnorte. Al menos esto es cierto: ahora meparece absurdo seguir fustigándome.

Hace menos frío de lo normal. Tocoescalas en mi violín durante una hora, odos, o más. Me ayuda a concentrarme,me da consuelo, me ayuda a no pensar. Aveces se me aparecen caras: entre ellas

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la de mi madre, y la de mi primerprofesor de violín, aparte de MrsFormby, un joven muy aficionado a lasescalas, por cierto.

Me encuentro con mis vecinos en elvestíbulo y pienso: ¿Qué tristeza seesconde tras esa cara sonriente? ¿Quéfelicidad queda oculta tras esa otraapesadumbrada? ¿Por qué la primera esmás frecuente que la segunda? ¿Será quela risa forzada endurece pétreamente elcorazón?

8.30

Nicholas Spare ha perdonado a Piers sufalta del año anterior, ¿pues por qué, si

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no, ha acudido este a este sarao anual? Yes de presumir que Piers le haperdonado a Nicholas sus violentasmanifestaciones anti-Trucha.

Este año tomamos vino blanco enlugar del ponche de frutas. A Piers ya sele ve un poco achispado. Antes de quese me ocurra algo que decir, ya hacruzado la sala y casi me ha incrustadoen la pared.

—¡Michael!—¡Mi querido muchacho! —

murmuro, imitando azorado a Nicholas.—Vamos, vamos, no te burles de

nuestro anfitrión. Este año estádeprimido, no agresivo.

—Oh, ¿por qué?

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—No encuentra el amor, ni siquieraen Hampstead Heath[6].

—Ah, eso es grave. ¿Y tú cómoestás? ¿Cómo estáis todos?

—Michael, vuelve con nosotros.Suspiro, apuro el vino.—Bueno, de acuerdo, de acuerdo —

prosigue Piers—. De momento no dirénada más. Pero ¿cómo te ha ido? Hacemuchísimo que no se te ve el pelo.Nadie sabe si estás vivo o muerto. ¿Porqué te escondes? Al menos, podríasvenir a vernos. Helen está deprimida. Teecha de menos. Todos te echamos demenos. Dejó de llamarte porque ya nocontestabas a sus mensajes. Bueno, ¿quénoticias me cuentas?

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—¿Las buenas o las malas?—Las buenas. Guárdate las malas

para cuando volvamos a encontrarnos.—Tengo un violín.—Oh, eso es maravilloso. ¿Qué

violín es?—Un Tononi.—¿Carlo?—Sí.—Pero es como el que tenías antes.—Porque es el mismo.—¿Quieres decir que lo compraste?

¿De dónde sacaste tanto dinero?—Piers, me lo han regalado.—¿En serio? ¿Quién? ¿Ese

vejestorio de Yorkshire?—No la llames así.

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—Lo siento. Lo siento. —Piers juntalas dos manos, derramándose un poco devino en la pechera de la camisa.

—Murió. Me lo dejó.—¡Oh, mierda! —dice Piers—.

Todos heredan menos yo. Oh, no queríadecir eso. Me alegro muchísimo por ti.De verdad. Por los vejestorios. Porquese mueran pronto y les dejen todo eldinero a los violinistas muertos dehambre. —Levanta su copa.

Me río y, sintiéndome un pocotraidor, levanto la mía.

—La verdad es que no deberíaquejarme —dice Piers—. Yo tambiéntengo un violín. O, al menos, eso creo.

—¿Qué violín es?

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—Un Eberle. Y unoexcepcionalmente bueno.

Sonrío.—Bueno, Piers, enhorabuena. La

verdad es que aquel día en Denton’s mesentí muy mal. Eberle es napolitano,¿verdad? ¿O checo? ¿No había tambiénun Eberle checo?

—No tengo ni idea. Este es deNápoles.

—Ah, por cierto, Mrs Formbyvive…, vivía… en Lancashire, no enYorkshire.

—¿Para dejar las cosas claras?—Exacto.Piers se echa a reír.—¿Lo ves? Podemos hablar. Tienes

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que oírlo, Michael. Tiene un tonoprecioso…, equilibrado en todas lascuerdas, cálido, pero claro. En mi mayorel sonido es increíble, créelo. En ciertomodo, es lo opuesto al Rogeri. Quizáese habría sido demasiado resonantepara mí. Sobre todo para la grabaciónde Bach.

—¿Lo compraste en una tienda o enuna subasta?

—Ni una cosa ni otra —dice Piers—. Es una historia bastante curiosa. Dehecho, tengo un poco la sensación dehaberme aprovechado de la desgracia deun amigo. Luis. ¿Conoces a Luis,verdad?

—No.

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—¿No? —dice Piers, sorprendido—. Bueno, en cualquier caso se vioobligado a venderlo, y me lo ofreció, yaque sabía que, de ese modo, se ahorraríala comisión de la tienda. Había pedidoun préstamo de mucho dinero parapagarlo y, por diversas razones, nopodía hacer frente a los pagos. Lapuntilla fue que le echaron de laOrquesta Sinfónica de Londres.

—¿Y por qué? —pregunto,profundamente agradecido de queestemos hablando de la OrquestaSinfónica de Londres y de un tal Luis, alque no conozco, en lugar de hablar de lagrabación de Bach.

—Bueno —dice Piers—, el bueno

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de Luis se presentó a una audición, tocóbien y le ofrecieron quedarse a pruebacomo número cuatro de los primerosviolines. Iba a empezar a tocar con laorquesta en una gira por el Japón, y lasemana antes iban a dar unos conciertosen Londres. Para poder tocar con ellosabandonó unos cuantos trabajos muylucrativos: pobre alma de cántaro,siempre ha estado enamorado de laSinfónica. Entonces, veinticuatro horasantes del primer concierto, alguien de lajunta directiva le llamó para decirle queya habían cubierto la vacante, pero que,si lo deseaba, podía ir a la giraigualmente. Ni excusas, ni disculpas…Nada.

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—¿Qué razones le dieron? —pregunto, interesado a pesar mío.

—Al parecer, mientras tanto habíantenido a prueba a otros dos violonistaspara ese puesto, y la junta directiva«sufría presiones» para decidirserápidamente entre esos dos sin tener encuenta a Luis. —Piers intenta dibujar uninterrogante con los dedos, algo bastantearriesgado.

—Entonces ¿por qué le ofrecen estara prueba? —pregunto—. ¿O por qué lehacen comprometerse para la gira?

—¡A mí que me registren! La junta lallevan tipos como tú y como yo, músicosagobiados que creen que el mundo se lashace pasar canutas.

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—¿Por qué no se tragó su orgullo yfue de todos modos, si el dinero era tanimportante?

—Eso es exactamente lo que lepregunté. Supongo que es lo que yohabría hecho. Después de todo, en todaspartes cuecen habas, y hay muchas cosaspeores que esa. Pero me dijo que teníasu orgullo, y que no quería empezar aodiar a esa orquesta cuyo sonido habíaamado desde que cogió su primer violíntres cuartos para niños. A lo mejor tienerazón, a lo mejor si todos tuviésemos unpoco más de orgullo no nos trataríanasí… Oh, quién sabe. Supongo que no esdivertido que te caguen encima, niaunque lo haga tu elefante favorito. Pero

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ese no era su único problema, solo lagota que colmó el vaso. En cualquiercaso, le dije a Luis que me encantaba suEberle, y que se lo compraría sinpensarlo, pero que si quería recuperarloa los seis meses, se lo volvería avender. Protestó noblemente y se puso agimotear, pero le dije que se callara, queme sentiría como un gusano si no le dabaesa opción. Pero bueno, también tuveque decirle al pobre tipo que pasadosseis meses estaría demasiado unido alviolín para devolvérselo. ¡Unido! Yaempiezo a hablar como Helen.

—Se tarda un poco en llegar aconocerte, Piers.

—Es un bonito comentario, sobre

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todo dicho por alguien que lleva seisaños casado conmigo.

—Bueno, ahora estamosdivorciados.

—Sí.Se ha acabado la tregua. Ya no

podemos irnos por las ramas.—Bueno, ¿cómo les va a mis otras

esposas su unión con el nuevo segundoviolín? —digo de la manera más naturalposible. Solo que no suena natural, sinocasi estudiadamente espontáneo, einjusto. Para ellos el trauma deldivorcio lleva directamente a lostraumas del cortejo, el noviazgo y unmatrimonio precipitado.

Piers respira hondo.

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—Probamos a varias personas; másmujeres que hombres, de hecho. Penséque Helen no querría alterar elequilibrio, pero en eso se ha mostradoinflexible. No quiere otro hombre comosustituto tuyo. Me chilla cada dos portres. Incluso ha roto con Hugo; bueno,hemos de dar gracias a Dios por eso.Todavía está muy disgustada… Porsupuesto, a causa de la grabación, solopodemos probar a músicos que tambiéntoquen la viola.

—¿Y Stratus? —pregunto,esquivando el tema de mi sustituto.

—Bueno, han sido muy honrados, ymantienen el contrato —dice Piers—.Pero para mí tú eras parte de El arte de

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la fuga, Michael. Igual que para todosnosotros. No es solo que seas unintérprete fantástico, es que eres unaparte de nosotros. Dios sabe cómoconseguiremos tocarlo sin ti. Todosestán a prueba. Todos son buenos, másque buenos, pero no podíamos tocar laescala con ninguno de ellos.

Siento el cosquilleo de las lágrimastras los ojos.

Otro gesto expansivo de Piers, másvino derramado.

—Vamos, Michael, no quiero que teenfades dos veces en una noche.

Aparto la mirada por un momento.—Eres un cabrón egoísta —dice

Piers de pronto.

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No digo nada. Cómo les hedecepcionado. Si El arte de la fuga seva al garete, ¿podrá llegar a perdonarmeHelen?

—La cosa aún no está decidida —dice—. Bueno, casi. Pero no podemostocar con un segundo violín provisionalmucho más tiempo. Y tampoco podemostener a todo el mundo esperando. No esjusto para ellos.

—No.—Tendremos que decidirnos a

finales de enero.—Sí. Bueno…—Michael, dime una cosa: ¿es solo

El arte de la fuga? Quiero decir, ¿no esque no puedas tocar nada, o sí?

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—No lo sé. La verdad es que no losé. Ojalá lo supiera. He pasado seisaños con vosotros y no los cambiaríapor nada. Cuando te vi esta noche queríamarcharme. Sabía que no podría evitarel tema, pero ahora ya lo hemoshablado. Así que, por favor, Piers,cambiemos de tercio.

Me mira fríamente.—Muy bien. Hace unas semanas el

hijo de Billy pilló una meningitis.—¿Qué? ¿Jango? ¿Meningitis?Piers asiente.—Oh no. No puedo creerlo. ¿Está…,

está bien?—Bueno, hace mucho tiempo que no

hablas con nadie, ¿cómo vas a saber qué

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creer y qué no? Pero sí, está bien. Undía estaba bien, y al siguiente al bordede la muerte. Billy y Lydia estabandestrozados. Aún no se han recuperado.Pero ahora el chaval estáperfectamente…, como si nada hubieseocurrido.

—Piers, me voy de aquí. He de darun paseo, necesito un poco de airefresco. No creo que pueda soportar losvillancicos.

—¡Y quién puede!—Soy un cabrón egoísta que solo

piensa en sí mismo.—¿Egoísta? ¿Por qué egoísta? —

Piers parece sorprendido. Pero ¿no es loque me llamó hace un momento?

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—No lo sé —digo—. De todosmodos, creo que no quiero oír máshistorias trágicas. Pero, en general,¿cómo está Billy? Quiero decir, apartede eso.

—«Aparte de eso, Mrs Lincoln, ¿leha gustado la obra?»

—Oh, vamos, Piers.—Bueno, nos ha impuesto su

composición.—Oh. ¿Y?—Bueno, no sabrás cómo es hasta

que vuelvas con nosotros. ¿O deberíadecir «a menos que»? —Piers meobserva cínicamente—. Pensándolobien, quizá eso no sea exactamente unincentivo.

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Me echo a reír.—Yo…, bueno, os echo de menos a

todos. Incluso echo de menos al fanpegajoso. ¿Cuándo es vuestro próximoconcierto? No, no el próximo… voy aestar en Rochdale hasta el treinta…,quiero decir el siguiente.

—El dos de enero, en la SalaPurcell. Pero ¿no es el treinta cuando…?

—Sí.—¿Así que no irás a oírla?—No.—¿Qué pasa en Rochdale el treinta?—Nada.—No, quizá seis años no es bastante

para comprender a alguien —dice Piers,mirándome con preocupación.

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8.31

Susurros, susurros, el viento en losálamos, un sonido eléctrico. Los cisnesme susurran. Nadan entre los témpanosde hielo del Round Pond, y el cielo estan azul como en verano.

Cristales de hielo, transparentes: elviento los empuja hacia la orilla del sur.Se montan uno sobre otro, cedensuavemente y se parten. De un espesorde siete capas, medio varados, son tantransparentes como el cristal, y crujen yse deslizan a medida que el agua semueve con el viento.

No, no como una puerta que chirría,

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sino como un bote cansado. Pero no, noes eso, no es exactamente eso. Si noleyera estas superficies, ¿podríainterpretar sus sonidos? Crujidos,ondulaciones, deslizamientos,crepitaciones, suspiros: nunca habíaoído nada parecido. Es un sonido suave,amable, íntimo.

Este es el lugar donde me enteré deque ella no podía oír. Parto un trozo dehielo; se derrite en mi mano. La conocíen invierno, y la perdí antes de quellegara el invierno.

No, ese día no estaré aquí, alalcance de su sonido.

El hielo se desliza como una pielsobre las ondas del estanque, y el cisne

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se mueve ligero sobre el agua invernal.

8.32

Una vez más voy al norte desde Euston.Duermo casi todo el viaje. Mi

destino es la estación en la que el tren,en palabras de la voz que habla por losaltavoces, acaba.

Es una fría mañana, y faltan tres díaspara Navidad. Me concederé un día enManchester para visitar mis lugarespredilectos, y mañana iré en coche hastaRochdale.

Devuelvo la partitura a la biblioteca.Cierro los ojos cuando veo a un ciegoavanzar con ayuda de su bastón,

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trazando la curva de la pared.En la catedral toco las bestias

esculpidas sobre las misericordias, losunicornios y los dragones.

Cerca del Bridgewater Hall me parojunto a la enorme y redondeada piedrade toque, y contemplo la dársena queforma el canal.

¿Qué me retiene en Londres? ¿Porqué no vuelvo a casa?

Ahora, nada importante me retieneen Londres. Todos los que me amabanhan muerto o son muy viejos. Papá y tíaJoan están en Rochdale. Me vine aManchester antes de mis años en elconservatorio. Aun cuando mi habladelate un leve rastro de Lancashire, una

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vez aquí mis oídos se relajan al deje deesta ciudad; sé pronunciar perfectamenteBacup y Todmorden y todos los nombresque los forasteros suelen distorsionar.

Si viviera en Manchester, o en Leedso en Sheffield, podría visitarles y pasarmás tiempo con ellos: un fin de semanaal mes, e incluso más, y no solo tres ocuatro veces —si llega— al año. Podríavender mi piso y comprar uno másbarato aquí. Pero ya puestos, ¿por quéno vivir en el mismo Rochdale, rodeadode los páramos, y sin policía del parqueque te diga: no pase, no cante, no gritede pena o alegría, no toque las piedras,no alimente a las alondras con el pudínde Navidad?

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No, Rochdale no, con su asociaciónde aficionados al mecano, sus paredessecas, su badminton, su club de pointersalemanes de pelo corto. Rochdale no,ahora una ciudad sin corazón, con suclaustrofóbico mercado, las calles de miinfancia asesinadas, convertidas ensuburbios verticales. Rochdale no, puestendría que desplazarme cada día a laciudad donde trabajara.

¿Y qué trabajo haría? ¿Quizá en laorquesta Halle, que llenó la pista de loselefantes con mágico sonido? ¿Darclases, quizá en el conservatorio dondeestudié? ¿Quizá podría formar un tríoitinerante? Ya formé uno una vez, podríarepetirlo. ¿Quién sería el pianista y

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quién el violonchelista? Solo habría unaobra que no tocaría nunca.

Londres es una selva de violines. Ensu congoja, en su bullicio, reside suvariada cosecha. Pero ya no voy a nadaral Serpentine, y me falta el aliento. Yano es, si lo fue alguna vez, mi hogar.

Abrazo la piedra de toque. Aprietola cara y la frente contra ella. No me daninguna respuesta rápida. Es muy lisa,muy fría, y su corazón es muy viejo. Lanieve cae a mi alrededor y se arremolinasobre la dársena del canal.

8.33

Es una Navidad tranquila. Cae una nieve

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intermitente. Zsa-Zsa está enterrada enel jardín por el que antaño rondó. A mipadre le asaltan angustias sin motivo,pero cuando se le pasan está alegre. Voya hacer la compra con mi cochealquilado, y me ponen una multa muypoco cristiana por aparcamientoindebido. Tía Joan prepara una copiosacomida, como siempre. Hablamos deesto y lo otro. No digo que estoypensando en irme de Londres.

Después conduzco bajo la nieve.El cementerio está todo blanco: las

tumbas, las lápidas, las flores quealguien ha colocado hace unas horas. Medesoriento: ¿han movido un seto o esque la nieve me ha despistado? Pero ahí

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está: una lápida gris grabada por elamigo del marido de tía Joan, cantero deprofesión: EN RECUERDO DE ADAHOLME, QUE AQUÍ REPOSA, y tal y talfecha, y debajo espacio para un nombreo dos.

Sobre la tumba de mi madre colocouna rosa.

A causa de la nieve hay algunascarreteras cerradas, pero no la deBlackstone Edge. Paso junto a la puertade la casa donde vivía Mrs Formby: uncartel me dice que está en venta.

En Blackstone Edge desmigajo sobrela nieve un poco de pudín de Navidad,caliente dentro del papel de plata. Lasmigas húmedas y negras se disolverán y

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pasarán a la tierra negra del páramo.Naturalmente, las alondras hace mesesque se fueron. La nieve ha dejado decaer, y la vista es nítida y amplia. Sinembargo, no se ve ni un cuervo, ni unacorneja negra.

Saco el violín del coche. Toco unpoco de The Lark Ascending.

Y a continuación afino la cuerdainferior en fa.

No tengo las manos frías, ni la menteen zozobra. No estoy en ningún túneloscuro, sino en el despejado paisaje delos páramos. Toco para ella la gran fugainacabada de El arte de la fuga. Por sísola no tiene mucho sentido, pero ellapuede añadir las partes que yo puedo

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oír. Toco hasta que mi parte se acaba; yescucho hasta que también Helen hadejado de tocar.

8.34

El día treinta bajo a Londres en tren. Esun día claro con alguna que otra nube.Cuando llegamos a Euston está oscuro.No llevo equipaje, ni siquiera mi violín.

Voy directamente al Wigmore Hall.No quedan entradas para el concierto.

El joven de la taquilla dice que estásorprendido, dada la naturaleza de laobra. Cree que quizá haya intervenidootro factor.

—«El concierto de la pianista

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sorda», ese tipo de cosas, ya sabe. Esvergonzoso, algunos ni saben cómo sellama. Pero ya ve. Hace semanas que nohay entradas. Lo siento mucho.

—Si hubiese alguna devolución…—Normalmente hay alguna, pero

todo depende del concierto. No puedoasegurarle nada. La cola está allí.

—¿No guardan algunas entradaspara, ya sabe, algún patrocinador, unmecenas, o algo así?

—Bueno, oficialmente no, no,oficialmente no hacemos estas cosas.

—Yo he tocado aquí. Soy…, soy delCuarteto Maggiore.

—Haré lo que pueda —dice, y seencoge de hombros.

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Falta una hora para el concierto. Soyel sexto en la cola. Pero quince minutosantes del concierto solo ha habido unadevolución. El vestíbulo está lleno degente que se saluda, que charla y ríe,compra programas, recoge las entradaspagadas con antelación. Una y otra vezoigo su nombre, y la palabra «sorda»,«sorda», una y otra vez.

Empiezo a sentir pánico. Salgo de lacola y me quedo delante del vestíbulo.La noche es fría y ventosa. Le pregunto atodo el que entra, programa en mano, oincluso a los que bajan por la escaleraexterior al restaurante que hay en elsótano, si les sobra alguna entrada.

Dos minutos antes del concierto

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estoy solo. Han sonado dos timbrazos deaviso… y ahora el tercero.

—Oh, hola, Michael, así que hasvenido después de todo. Piers me dijo…

—Oh, Billy, Billy…, llevo aquídesde…, yo…, oh, Billy…, no sabes loafectado que me quedé cuando mecontaron lo que le había ocurrido aJango.

—Sí, menudo susto nos dio. Lydiaquería venir al concierto, pero decidióquedarse con él. Ella es la que lo hapasado peor. Más vale que entremos.

—Su entrada. ¿Te sobra una entrada,Billy?

—No. Devolví la suya hace un parde días… ¿Quieres decir que no tienes

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entrada?—No.—Quédate la mía.—Pero Billy…—Cógela. No discutas, Michael, o

ninguno de los dos entrará.Cerrarán las puertas dentro de medio

minuto. El vestíbulo está casi vacío. Nodiscutas, Michael. Cógela y entra. Entra.

8.35

Estoy en la primera fila del anfiteatro.Un murmullo llena la sala. Observo lascabezas del gentío que hay abajo. En laquinta fila veo a un niño, creo que es elúnico que hay, y junto a él está su padre.

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Ella sale a escena, los mira y sonríe.Por un momento, algo más que unmomento, sus ojos recorren la sala,perplejos, escrutadores, a continuaciónse sienta al piano.

Toca sin partitura, mirando a vecessus manos, cerrando a veces los ojos.No sé qué oye, qué imagina.

Su manera de tocar carece deafectada solemnidad. Es de una bellezainimaginable: clara, deliciosa,inexorable, frase tras frase, una frasehaciéndose eco de la anterior, elcompleto, el inacabado Arte de la fuga.Es una música constante.

Comienza a llover. Se oye un leverepiqueteo en la claraboya.

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Tras el undécimo contrapunto llegael intermedio.

Ahora vendrá el caos: la inciertaordenación de las piezas en la segundaparte; y aquí, en el vestíbulo, lacháchara elogiosa, el chismorreo. Nopuedo oír más.

Me abro paso a través de la multitudy salgo a la lluvia. Camino un rato porlas calles, por la oscuridad del parque.Una vez más estoy junto al Serpentine.La lluvia se ha llevado mis lágrimas deantes.

La música, esa música, ya esbastante. ¿Por qué buscar la felicidad?,¿por qué esperar no sufrir? Ya esbastante, ya es bastante bendición vivir

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un día tras otro y oír esa música —no enexceso, el alma no podría soportarlo—de vez en cuando.

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NOTA DEL AUTOR

Para mí, la música es más importanteque el habla. Cuando me di cuenta deque iba a escribir sobre música, meencontré presa de la zozobra. Sololentamente me fui haciendo a la idea.

Amigos y desconocidos me hanayudado en esta obra: intérpretes deinstrumentos de cuerda, a menudomúsicos que tocan en cuartetos y otrosque, debido a su interés por la músicaantigua, han tenido que enfrentarse a losproblemas de los cambios de afinación;pianistas; otros músicos, tantointérpretes como compositores; violeros

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y vendedores de instrumentos; aquellosque contribuyen o intentan contribuir a lacreación o a la propagación de lamúsica: profesores, críticos, agentes yrepresentantes de músicos, ejecutivos decompañías de grabación, directores deauditorios o festivales; aquellos queconocen mejor que yo los lugares sobrelos que he escrito: londinenses,rochdalienses, venecianos y vieneses;aquellos que comprenden el mundo delos sordos, ya sea desde el punto devista médico —como los muchosdoctores que me han asesorado— odesde el punto de vista pedagógico,sobre todo mi profesora de lectura delos labios y sus alumnos, o aquellos que

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han experimentado personalmente lasordera.

Muchas personas me han habladodel mundo de estos personajes; algunasde los propios personajes. Unos pocosamigos, con gran generosidad,consintieron en leer el primer borradordel manuscrito, una tarea que yo casi nopuedo soportar, ni siquiera con mipropia obra. Otros me perdonaron porhaber desaparecido de sus vidas y nosaber nada de mí ni por carta ni enpersona.

A costa de repetirme, me gustaríadar especialmente las gracias a tresmúsicos —un pianista, un percusionistay un intérprete de cuerda— que me

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ayudaron, de maneras muy distintas, allegar donde la imaginación sola no mehubiera llevado: a hacerme una idea delo que sería vivir, haber vivido yesperar seguir viviendo en las zonasdonde confluyen el mundo donde no haysonido y el mundo de los sonidos oídos,trasoídos, entreoídos o imaginados.

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VIKRAM SETH nació en Calcuta en1952, hijo de una juez del TribunalSuperior y de un ejecutivo de lacompañía de zapatos Bata. Estudiópolítica, economía y filosofía en Oxford;y en la Universidad de Stanford,California, trabajó en una tesis sobre lademografía de la China rural.

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Posteriormente viajó por China, Tibet yNepal, y fruto de sus experienciasescribió el libro de viajes Desde el lagodel cielo (1983). En 1985 publicó TheGolden Gate, una novela en verso sobrelos yuppies californianos. Es autor devarios volúmenes de poesía, entre losque se cuentan: The HumbleAdministrator’s Garden (1985) y AllYou Who Sleep Tonight (1990). Suprimera novela en prosa, Un buenpartido, conoció un extraordinario éxitode crítica y público: «Concebida con laambición de la grandes novelas del sigloXIX —Guerra y paz y Middlemarch—.Un buen partido no les va a la zaga enaliento y profundidad» (Peter Kemp,

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The Sunday Times), «Una novela gigantey prodigiosa, a la medida del continenteindio» (Nicole Zand, Le Monde), «Unhito en la literatura de este siglo,comparable al de Bella del Señor deCohen o En busca del tiempo perdidode Proust» (Annette Collin-Simard,Journal de Dimanche) «Por fin unacreación de gran tonelaje —enintensidad, aliento y celebración de lavida— para los lectores de novelas»(Juan Marín, El País), «Una novela-ríoexcepcional» (Enrique Vila-Matas,Diario 16), «La mejor novela de esteaño» (Sergio Vila-Sanjuán).

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Notas

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[1] En inglés to lose touch: literalmente,«perder el tacto»; de ahí que hagaalusión a los demás sentidos. (N. del T.)<<

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[2] «Pero qué humillación siento cuandoalguien, cerca de mí, escucha el sonidode la flauta, y yo no lo oigo, o el cantodel pastor, y yo no lo oigo…» (N. del T.)<<

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[3] Julia confunde las judías (beans) conlos guisantes (peas) al leer los labios, loque, obviamente, se pierde encastellano. (N. del T.) <<

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[4] Gentrification en el original: Se tratade esa conocida operación urbanístico-especulativa en la que, con la excusa demejorar el aspecto de algunos barrios,se expulsa a los arrendatarios de rentasbajas, se reforman las casas y se vendena profesionales de rentas altas. (N. delT.) <<

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[5] Green y cream, en inglés. Laconfusión procede de que los gruposvocálicos «ee» y «ea» se pronunciancomo una «i» larga. (N. del T.) <<

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[6] En Hampstead Heath hay una piscinasolo para hombres, frecuentada porhomosexuales. (N. del T.) <<