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Libro de Newbigin, Una verdad que hay que decir, el Evangelio como verdad pública

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Page 1: Una Verdad Que Hay Que Decir - Newbigin
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IS ITI..:;;:..:bIl~eVl..;,...;:e~ _Al afirmar que el evangelio es la verdad -no sólo para lavida personal, sino también para la vida en el ámbito de lopúblico y de lo social-, y al subrayar que ese evangelio exigela conversión radical, Uesslie Newbigin se enfrenta abierta-mente al subjetivismo y el escepticismo que imperan en nues-tra sociedad con respecto a la posibilidad de conocer la ver-dad esencial. La sociedad occidental, que ha conocido la«modernización", tiende a considerar las religiones como ins-trumentos para el fomento de opiniones religiosas de carácterprivado; instrumentos que pueden ser estudiados con ayudade la sociología, la psicología y otras disciplinas seculares ...

Pero la Iglesia cristiana, afirma Newbigin, no es un simpleinstrumento para la defensa de unos determinados valorespersonales. En tres brillantes e incisivos capítulos -«Creery conocer la verdad», «Afirmar la verdad en la Iglesia» y«Decir la verdad al César»-, Newbigin desarrolla la tesis deque el evangelio cristiano es una afirmación de la verdadobjetiva e histórica, y que los restantes modos de· pensardeben ser evaluados a la luz de la verdad evangélica.

Dirigido a cuantos se interesan por el impacto del cristianismoen el mundo de hoy, este breve libro recoge las conferencias«Osterhaven» pronunciadas por Newbigin en el WesternTheological Seminary, Holland (Michigan).

LESSLlE NEWBIGIN, un destacado dirigente del movimientoecuménico, ha sido secretario general del Consejo Ecumé-nico de las Iglesias. Pastor de la Iglesia Reformada Unificada(Gran Bretaña), fue obispo en la India y ha publicado nu-merosos libros, entre ellos Foolishness to the Greek, Unfinis-hed Agenda (autobiografía) y The Gospel in a Pluralist So-ciety.

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Colección «ST breve»

24Lesslie Newbigin

UNA VERDADQUE HAY QUE DECIR

El evangeliocomo verdad pública

Editorial SAL TERRAESantander

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Índice

Introducción 7

1. Creer y conocer la verdad 19

2. Afirmar la Verdad en la Iglesia............... 43

3. Decir la verdad al César 65

Título del original en inglésTruth to tell

© 1991 by W.B. Eerdmans Pub. Co.Grand Rapids, Michigan (USA)

Traducción:María Tabuyo y Agust{n López© 1994 by Editorial Sal TerraePolígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria)

Con las debidas licenciasImpreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-1138-6Dep. Legal: BI-2370-94

Fotocomposición:Didot, S.A. - Bilbao

Impresión y encuadernación:Grafo, S.A. - Bilbao

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Introducción

El material de este libro procede de las conferenciasOsterhaven, que tuvieron lugar en el WesternTheological Seminary, Holland (Michigan); y deboexpresar aquí mi gratitud al Presidente Marvin Hoffy al profesor George Hunsbergerpor el honor delque me hicieron objeto al invitarme a pronunciardichas conferencias y por su gran amabilidad du-rante mi visita. Varios alumnos distinguidos delseminario fueron mis compañeros de misión en elsur de la India; y espero que estas conferenciasalimenten el compromiso misionero que ha carac-terizado el trabajo del seminario, pues la preocu-pación que las anima es la misión de la Iglesia enla modernidad.

He utilizadoJa palabra «verdad» como clavepara los títulos de cada una de ellas y también parasu conjunto, porque mi interés se centra en el evan-gelio como verdad, como verdad pública. Esto merecuerda la descripción que un amigo mío daba delos sermones de un conocido teólogo escocés: «Laproclamación provocativa de lo obvio». Hayalmenos dos razones más para poner énfasis en esapalabra. La primera es la opinión, muy difundidaen las sociedades modernas, de que la Iglesia cris-tiana no es tanto una fuente de conocimiento ver-dadero cuanto una organización que representaunos valores positivos, y que por ello hay querespaldarla. Considero que es de especial impor-tancia cuestionar este criterio en un momento enque muchas iglesias están respondiendo al llama-

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miento a una década de evangelización. Me alegraque se haya hecho este llamamiento y que se leesté dando respuesta, pero me preocupa el hechode que la evangelización esté siendo identificadacon una restauración, con la vuelta a unos valoresque se han olvidado y deben reafirmarse. Por logeneral, no se reconoce que la evangelización su-pone una llamada a creer en algo radicalmentedistinto de lo que habitualmente se acepta comoverdad pública, y que reclama conversión, no sólodel corazón y de la voluntad, sino también de lamente. Un compromiso serio con la evangeliza-ción, con la proclamación de lo que la Iglesia hasido enviada a anunciar, implica un radical cues-tionamiento de los valores dominantes en la vidasocial; supone afirmar el evangelio, no sólo comoinvitación a una decisión privada y personal, sinocomo verdad pública que debe reconocerse comotal por la totalidad de la estructura social.

La segunda razón para hacer hincapié en lapalabra «verdad» es que la sociedad en la que te-nemos que afirmar el evallgelio está marcada porun profundo escepticismo sobre la posibilidad deconocer la verdad. El difundido libro The Closing411w AllwriulII Mi"d, de I\llan Bloom, ha tocadoIJUllldahlelllente lIlI aspecto crucial de nuestra so-r H'dad El proceso qm' descrihe se lleva al extremodt'l ahsllldo 1.'11d prognllllil de «dc-construcción»,'IlIt' .,c ha I.'Xtl.'lIdlClo(ksdl.' la teoría literaria a otras11I1I1a ... dt, 1" qm- l'1I otro 1Íl'IIlj>Ose consideró co-IIO\}llIlIt'lItlly qllt' 1':lIl'l'l' hacer insostenible cual-Iliit'l plctt'II~II\1Idt' dc-f"Í1la verdad. De hecho, toda

111 l'I('!liI i(1I I tlt' dl'1'1J la vl.'ldad se considera como¡mil 1~!lrIH 11111 11Ilit 1011 (11.'11Ita de poder. Nietzsche halIú)lItrndo 111111 plellu IlIstificación: no queda nada,

salvo la voluntad, dado que el lenguaje de la verdadya no es utilizable.

En su libro The Roots of Modern Atheism,Michael Buckey, SJ, afirma que la Iglesia debeaceptar su gran responsabilidad en esta situación.En su esfuerzo por contrarrestar el escepticismo,la Iglesia llamó en su ayuda a la filosofía parademostrar la existencia de Dios, en lugar de invitaral pueblo a creer en la revelación de Dios en Je-sucristo, abandonando así el terreno que le erapropio y proporcionando armas (como pone de ma-nifiesto Buckley) al ateísmo moderno. Y, de formamás sorprendente todavía, debe decirse que la mis-ma labor de las misiones ha contribuido incons-cientemente al relativismo del que se lamentaBloom. La mayor parte de los misioneros anglo-sajones eran hijos de la Ilustración; y no hicieronla necesaria separación mental entre el programade la Ilustración para la unidad del género humanosobre la base de una «razón» universal --con suvisión de una única civilización que avanza pro-gresivamente hacia la universalidad- y el progra-ma del evangelio de una unidad del género humanobasada en Jesús crucificado y resucitado. Del mis-mo modo que en la Europa de los siglos XVIll YXIX el programa del racionalismo ilustrado esti-muló un contramovimiento romántico que exaltabala creatividad humana manifestada en la diversidadde culturas, en los siglos XIX y :xx la labor de losmisioneros ha sido un importante factor de estí-mulo para el renacimiento de dichas culturas frentea la agresión del racionalismo occidental. El mun-do moderno se ha hecho cultural y religiosamenteplural, de un modo para el que no está preparado.

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La pregunta sobre los criterios resulta urgente.Hemos aprendido a reconocer los condicionamien-tos culturales de toda tentativa de conocimiento dela verdad. Pero, si eso nos conduce al abandonodesesperanzado de la búsqueda de dicha verdad,entonces nuestra cultura se está muriendo. Todaslas criaturas vivientes deben aceptar una realidadmás allá de sí mismas; realidad que deben explorary sobre la cual pueden cometer errores. Renunciara toda esperanza de hablar verazmente sobre larealidad es renunciar a la aventura de la vida. Elcamino que nos ha conducido hasta este punto eslargo, pero, en mi opinión, el paso fatal se dioclIando se dio por supuesto que disponíamos de untipo de certeza respecto a la verdad que nos eximíadel deber de asumir responsabilidades personales(.'11 clIanto a nuestras creencias. No sólo el cristianol~Sllamado a caminar en la fe; creo que todo ser1IIIIIIHJlO tiene la responsabilidad de intentar acce-IIl'l ji la verdad acerca de la realidad en que nosl'II(,OlltralllOSinmersos, y de comunicar los resul-tildo~ IIl' l'sa bÚsqueda, sabiendo que la compren-

11111 I'll'll:I estará sielllpre más allá de nuestro al-III1T Para l'l cristiallo, esa búsqueda se apoya en

111plollll'sa dt' 'lile. si hien ahora sólo conocemos11 f'1II1l'. 11l'gI Ir:1 l'l dril l'1I que conoceremos como111110" l'Olllll"ldllt--.

1\!I()ll;llIlIa de pledominante subjetivismo enIII~ vivimn ... la allllllad61l del evangelio como. '''nd jluhlll'a SI' HTllw COII escepticismo. «¿Qué

1IIII'Il'11('(,11 l·lIn 'evangelio'? Son muchas lastI¡ ll'IIp,llI"lI:' qtll' t'n distintas épocas y luga-

han Illl'St'ntlldo como tal. De hecho, ¿no1111 iil'IIi1ll1l1 ill\í IIl'l,ale el principio? La abstrusaIIll'tllll'lll·a dl' 101-; prillleros Padres de la Iglesia era

lO

algo muy distinto de la apocalíptica enseñanza del.Nuevo Testamento, y en el protestantismo liberaldel siglo XIX no se puede reconocer a ninguna delas dos. Toda religión, incluida la religión cristia-na, está en continuo cambio, y es inútil apelar aalgo que subyace a la religión cristiana actual: 'elevangelio'». ¿Qué se puede responder a esta críticatan reiterada?

Evidentemente, el cristianismo es un fenó-meno continuamente cambiante. Por otra parte, elevangelio es la noticia de algo que ha sucedido. Ylo que ha sucedido ha sucedido, y nada puedecambiarlo. Pero, naturalmente, cambia la forma deinterpretar lo ocurrido. Ésa es la razón de que lahistoria esté siempre reescribiéndose, no sólo por-que aparezcan datos nuevos, sino también porquelos antiguos se analizan a la luz de una nuevaexperiencia. El historiador E.H. Carr ha definidola historia como una conversación permanente en-tre el presente y el pasado. Sólo cuando se entiendede este modo, la historia se convierte en parte deuna vida inteligible y con sentido.

Si Jesús hubiera escrito un libro, como segúnlos musulmanes hizo el Profeta, no habría una con-versación real. En lugar de ello, Jesús creó unacomunidad humana a la que confió la tarea deinterpretar su misión y su mensaje en circunstan-cias siempre nuevas. De ahí que, para escándalode los musulmanes, tengamos cuatro evangelios yno sólo uno, y que casi todas las palabras y ac-ciones de Jesús hayan llegado hasta nosotros endistintas versiones. Jesús confió a su comunidadla responsabilidad de interpretar todo lo que leconcernía y prometió que cuando su comunidadse extendiera a todas las naciones, con sus diver-

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sas lenguas y culturas, alcanzaría la plenitud de laverdad.

Entonces, ¿en qué sentido hay un evangelioinmutable? Claramente en uno: la historia narradapor Pedro sobre el día de Pentecostés, la que cuentael mismo Pedro en casa de Cornelio y la que Pablotransmite a la iglesia de Corinto como la únicaverdadera que había recibido son perfectamentereconocibles como una misma historia; pero, desdeluego, se refiere con palabras distintas en cadaocasión. Todas estas versiones de la historia pre-tenden ref1ejar acontecimientos reales, de los quehay testigos, pero la forma de narrarlos es espe-dfica de cada situación.

1\. algunos autores contemporáneos les extra-lIall tanto esas diferencias que dudan de la vera-cidad del relato. Lo que nosotros llamamos «ell'vallgelio», dicen, no es más que una confusa re-l"opilación de variadas experiencias religiosas. Alo qlle nosotros podemos acceder no es a lo quell'alllll'lIte sucedió, sino a la fe de los discípulosproYl'ctada en forma narrativa. Por tanto, una dis-tllll"IOlIl'ntre religiones que cambian y un evangelio\jUl' 1111 l':llllhia no resultaría válida. La imposibi-lidad pura lIosotros, modernos, de acceder a «loque rCalllll'lIte sucedió» se ve reforzada por dosI'lIl'hlll'N, l'lI primer lugar, la cultura de la PalestinaIrl HI~lúI IIW¡ l'Ntall remota que no podemos contar

11 11('(W I 11 l·Olllllll'lIder lo que trataban de decir-n Sql,llIlIlo lugar, era habitual en aquellos

OIlÚII IlIstlllias para autorizar o validarION (1 (liad ICIIS,y todo el mundo sabía

I~hishlllllll 1111 l'rall «1Iistoria» en el sentido.hola la l'lIll'lHll'llIOS.

Estas dos últimas observaciones son de im-portancia secundaria; no obstante, vale la pena co-mentarlas brevemente. El argumento sobre el dis-tanciamiento cultural es en realidad una negaciónde la unidad fundamental del género humano. Losjornaleros sin tierra de las aldeas del sur de la India,con los que he tenido el privilegio de compartir elevangelio, están al menos tan alejados cultural-mente de mí como los autores del Nuevo Testa-mento, Sin embargo, son perfectamente capacesde alegrarse con el evangelio y comprenderlo, aun-que ciertamente encuentren sus propios modos deresponder a él. La otra alegación sobre los antiguoscódigos históricos (o anti-históricos) de prácticases, sin duda, bastante absurda. Los escritores anti-guos demuestran ser perfectamente capaces de di-ferenciar entre realidad y ficción. En cualquiercaso, la ficción únicamente es útil en una sociedadbasada en la verdad. Si se entiende que los hechosque se afirman son normalmente ficciones, pierdensu utilidad, En última instancia, la aceptación deeste mito echaría por tierra nuestra pretensión depoder conocer cualquier cosa fidedigna acerca dela historia de la antigüedad. Muchos famosos de-partamentos universitarios tendrían que cerrar ...

Pero el principal argumento -el que afirmaque lo que nos es accesible no es lo que realmentesucedió, sino la fe de los discípulos proyectada enforma narrativa- es más serio. Es un plantea-miento con más peso, porque se corresponde conun elemento clave de nuestra cultura occidentalcontemporánea, a saber: una falsa idea de la ob-jetividad, una clase de conocimiento de la que seha eliminado al sujeto humano. Cuando se proponeque se haga una estricta distinción entre la fe de

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los primeros discípulos y «lo que realmente su-cedió», ello implica que la permanente conversa-ción planteada por E.H. Carr se habría detenido.Desde luego, lo que tenemos en el Nuevo Testa-mento representa la fe de los discípulos, es decir,su fe sobre «lo que realmente sucedió». Sería unnotable ejemplo de chauvinismo cultural suponerque nuestra fe sobre lo que realmente sucedió,modelada como está por nuestros particulares plan-teamientos culturales, debe necesariamente des-plazar a la de los testigos inmediatos. La conver-sación entre el presente y el pasado debe continuar-y continuará- hasta el fin del mundo, y la per-cepción de los primeros testigos debe desempeñarel papel principal en la conversación.

Obviamente, esta línea de pensamiento sepuede aplicar a cualquier tipo de narración, y nosólo a la del Nuevo Testamento. ¿Por qué, enton-ces, se convierte en un problema tan engorrosocuando nos ocupamos de los acontecimientos queforman el contenido del evangelio? Nuestra razónya se pone alerta al percibir que las palabras inau-gurales del ministerio de Jesús incluyen el términometanoete. Desde el principio mismo se nos ad-vierte que para comprender lo que sigue se reque-rirá nada menos que una radical conversión de lamente. No tengo la suficiente competencia paraembarcarme en una discusión hermeneútica, peroes obvio que cualquier hecho nuevo que llamenuestra atención exige, al menos, la posibilidad deuna conversión mental. Naturalmente, sólo pode-mos comprender un nuevo hecho en función de losrecursos mentales de que ya dispongamos. El nue-vo hecho se nos debe comunicar en un lenguajeque nos resulte comprensible, y sólo podemos

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aprehender su significado al ponerlo en relacióncon el vasto contexto de conocimiento tácito quehemos adquirido desde la infancia por medio de laeducación. Pero puede ocurrir también que el nue-vo hecho exija una considerable, y hasta quizáradical, adaptación de nuestro bagaje mental. Esposible que incluso tengamos que modificar demanera muy notable nuestras mentes.

El problema de encontrar el sentido del evan-gelio es que exige un cambio mental tan radicalcomo la acción de Dios al hacerse hombre y moriren una cruz. Siempre es posible ~n realidad eslo natural- tomar nota de cualquier nuevo hechoo presunto hecho, sin permitirle alterar nuestramente de forma radical. Tácito pudo recoger elhecho de que alguien llamado «Cristo» había sidocrucificado y había dado origen a una incordiantesecta, sin que esta información cambiara su mente.Los dos discípulos del camino de Emaús sabíanque Jesús había sido crucificado, pero ello no habíacambiado su creencia en que el Mesías, cuandollegara, sería un triunfal practicante de la teologíade la liberación. La crucifixión de Jesús fue sólouna espantosa decepción. Lo que cambió sus men-tes, lo que produjo la metanoia, fue el hecho deque Jesús estuviera vivo. Yeso significaba que lacrucifixión era un hecho de índole distinta. ComoEinstein solía decir, lo que llamamos un hechodepende de la teoría en que se sustenta.

Por supuesto, la resurrección es el punto enel que la pregunta «¿Qué sucedió realmente?» sehace más apremiante. Creer que el crucificado Je-sús resucitó de entre los muertos, dejó la tumbavacía y reagrupó a sus dispersos discípulos para sumisión en el mundo, sólo puede ser el resultado

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de un cambio de mentalidad verdaderamente muyradical. Sin ese cambio, el relato es demasiadoinverosímil como para considerarlo parte de la his-toria real. Ciertamente, la verdad pura y simple esque la resurrección no puede acomodarse a ningunainterpretación del mundo, salvo a aquella de la quees precisamente punto de partida. Algunos acon-tecimientos de los que llegamos a tener noticiapueden ser simplemente observados sin que nosexijan emprender una revisión radical de nuestrasideas. El relato de la resurrección del crucificadono es, evidentemente, de esta clase. Desde luego,puede descartársele y considerarlo una fábula,como hace la mayoría de la gente en nuestra so-ciedad. No tiene nada que ver con la cosmovisióncientífica moderna. El hecho de que un hombreque ha permanecido muerto y enterrado durantetres días no pueda resucitar de la tumba era bienconocido antes incluso de que se descubriera laelectricidad. Si es cierto, ha de ser el punto departida de una forma totalmente nueva de com-prender el cosmos y la situación humana en él. Enla tradición de la Iglesia, la única analogía realpara la resurrección de Jesús es la propia creación.No podemos utilizar ninguno de los instrumentosde la ciencia para ir más allá de la creación ypreguntar: «¿Qué había antes de que hubiesealgo?». Sólo podemos tomar el mundo existentecomo punto de partida. La resurrección de Jesúsde entre los muertos es el comienzo de una nuevacreación, obra del mismo poder por el que la crea-ción misma existe. Podemos negarnos a creerlo yconsiderar que únicamente tenemos que relacio-narnos con la antigua creación, o podemos creerloy admitirlo como punto de partida de un nuevomodo de comprender el mundo y relacionarnos con

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-l. Aquí se enfrentan dos formas incompatibles decomprender la historia. La «conversación perma-nente entre el presente y el pasado», que es larealidad cristiana en el mundo, es una exégesisperpetua del relato del evangelio y, simultánea-mente, una continua inserción de la nueva creaciónen el seno de la antigua.

De lo que quiero hablar es del evangelio, bue-na noticia sobre algo que sucedió y que, en esesentido, no cambia. No obstante, la forma de ha-blar de ello, de comprenderlo, sí lo hace: cambiaya en la época neotestamentaria. Pero perdemos elrigor histórico íntegro si reemplazamos el relato delos primeros testigos por mitos sobre distintas ex-periencias psicológicas como origen de la historia.Hay un evangelio que anunciar hoy, porque, a laluz de la resurrección, toda la historia de Jesúspuede contemplarse, no como una serie de espan-tosos errores y decepciones, sino como la acciónsuprema del santo amor de Dios; y toda la historiadc Israel puede considerarse --como los discípulosde Emaús empezaron a vislumbrar- como unahistoria que tiene su cumplimiento en esa acción.

y cuando la Iglesia cristiana afirma el evan-gelio como verdad pública, no está empeñada enIIn ejercicio egoísta; no está simplemente promo-viendo su propio crecimiento, aunque sin duda laIglesia se alegre de que haya más personas atraídaspor la verdad, tal como se manifiesta en Jesús, yde que se sientan comprometidas en el seguimientodel camino, la verdad y la vida que es el mismoJesús. Cuando la Iglesia afirma el evangelio comoverdad pública, está desafiando al conjunto de lasociedad a que despierte de la pesadilla de subje-tivismo y relativismo, a que escape de la cautividad

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del yo vuelto sobre sí mismo y a que acepte lallamada dirigida a todos los seres humanos a bus-car, reconocer y proclamar la verdad. Pues noso-tros somos esa parte de la creación de Dios a laque él dotó de capacidad para conocer la verdad yexpresar la alabanza de toda la creación en res-puesta a la Verdad del Creador.

1Creer y conocer la verdad

l J no de los tres o cuatro libros que han ejercidouna influencia más decisiva en mi pensamiento haddo Christianity and Classical Culture, de Charles('ochrane, publicado en 1939. Cochrane, un cla-'icista de Oxford, siguió la trayectoria del pensa-miento que va de Augusto a Agustín; de la épocan que el pensamiento clásico estaba en la cumbre

dc su gloria a la época en que se había desintegradol'n el nihilismo y el escepticismo, abriéndose en-tonces --en la obra de Agustín- un nuevo capítulon la historia de la civilización. Algunos autores

modernos -Michael Polanyi y Alasdair MacIntyreIltre ellos- han puesto de relieve ciertos para-

lelismos entre la época de Agustín y la nuestra. Elpcnsamiento clásico, con todos sus espléndidos 10-~ros, había sido incapaz de superar las dicotomíasl'ntre ser y devenir, entre razón y voluntad, entreI mundo inteligible o espiritual y el mundo ma-

tl'rial conocido a través de los sentidos. La historiahumana era una lucha interminable de la virtudI'Ontrala fortuna; de la destreza, el valor y la astuciade I.avoluntad humana contra el ciego poder deldestino que, al final, siempre prevalece. El mundodí1sico había perdido confianza en sí mismo. Laverdad era, en última instancia, incognoscible. EnIlIs cáusticas palabras de Gibbon, todas las reli-~iones eran para el pueblo igualmente verdaderas,pura los filósofos igualmente falsas, y para el go-

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bierno igualmente útiles. y esta decadencia internay espiritual se vio acompañada, además, por todotipo de desastres visibles, hasta que, en tiemposde Agustín, la propia Ciudad Eterna, verdaderobaluarte de la civilización clásica, fue conquistaday saqueada por los bárbaros.

En los tres siglos anteriores a Agustín, lospensadores cristianos, profundos conocedores dela cultura clásica, se habían esforzado por expresaren su lenguaje lo que habían aprendido de la re-velación de Dios en Jesucristo. El resultado de eseesfuerzo había cristalizado en la fórmula trinitariatal como se articuló en Nicea y como se desarrollóulteriormente en el siglo IV. Para esta formulaciónfue decisiva la disputa entre Arrio y Atanasia.Arria, respaldado por el poder de la corte imperial,había adaptado el mensaje cristiano a los supuestosrequisitos del pensamiento contemporáneo. Lasantiguas dicotomías no podían negarse. El hombreJesús de Nazaret, un personaje de carne y hueso,accesible a la investigación humana, no podía serde la misma sustancia que Dios Padre, el Espíritueterno en el que no hay devenir, sino sólo ser.Atanasio tenía en su contra toda la «estructura deplausibilidad» de la cultura clásica. Parece casiincreíble que pudiese triunfar. La postura que aso-ciamos a su nombre, desarrollada y consolidadapor el pensamiento posterior, proporcionaba unnuevo modelo, un nuevo punto de partida para elpensamiento; en realidad, un nuevo arje (comien-zo), como decía Atanasia utilizando el lenguaje de111 filosofía clásica. Desde el punto de vista delpensamiento clásico, como también desde la pers-pectiva de nuestro pensamiento post-ilustrado, laTrinidad es un absurdo. Pero, considerada como

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1111 nuevo punto de partida para el pensamiento,proporcionaba un marco estructural dentw del cual

superaban las antiguas dicotomías y se creabauna nueva «estructura de plausibilidad». ya no

iste un esencial dualismo de materia y espíritu,porque Dios ha asumido nuestra carne de formatul que quien ha visto a Jesús ha visto al Padre.I.uhistoria ya no es una interminable y desesperadahutalla entre la virtud y la fortuna, entre el espírituhumano y el poder del destino, pues aquel que creóy que gobierna todas las cosas en el cielo y en laIicrra, aquel cuyo espíritu es dado a quienes están

11 Cristo, es uno con el hombre que hizo el caminode Belén al Calvario, y por eso podemos decir queI)ios ordena todas las cosas al bien de los que leIInan.

Agustín fue un verdadero producto de la cul-tura clásica. Educado en sus niveles más altos,lIIuestro de retórica en la Universidad imperial, su11inerario hacia la fe cristiana fue largo y arduo,tllllto antes como después del momento crítico de

11 conversión. No renunció a todo lo que había'prendido del pensamiento clásico como si fuese

1111 bagaje inútil, sino que, pausada y laboriosa-IlIente, reconsideró todo ello a la luz de la nuevajll'rspectiva. De este modo, hizo posible que laIJotlesiaoccidental conservara en la nueva culturalIIucho de cuanto de positivo había en la antigua.1.11 obra desarrollada a lo largo de su vida ilustrad poder que el evangelio pone de manifiesto unay (ltl'a vez para trascender las culturas humanas sindl~struirlas, sobreviviéndolas a través de los siglosy demostrando su capacidad de conservar, en nue-vos contextos, los tesoros acumulados en las so-dedades más antiguas.

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Agustín no es,· de ningún modo, un perfectoejemplo del trabajo desarrollado por la teologíacristiana. Al contrario de lo que ha hecho Occi-dente, Oriente nunca le ha canonizado, y por bue-nas razones. Sin embargo, creo que Polanyi yMacIntyre están en lo cierto al"sugerir que tieneimportantes enseñanzas que transmitirnos en la ac-tual fase del largo viaje transcultural que suponela historia de la Iglesia. También nosotros somosherederos de una cultura de extraordinaria brillan-tez. Sería un completo desatino intentar minimizarlos inmensos logros de los últimos trescientos añosde cultura occidental. Y, sin embargo, actualmente~hay muchos que tratan de hacerlo, dando toda clasede excusas, incluso neuróticas, sobre sus realiza-ciones, y empeñándose en denuncias masoquistasde las culpas de Occidente, como si el resto delgénero humano estuviese formado por niños queno pudieran asumir la responsabilidad de sus pro-pios pecados. La culpa occidental no es ecumé-nicamente creativa.

Pero también sería desatinado negar que lacultura occidental está en crisis. El perspicaz es-critor chino Carver Yu, observando nuestra culturadesde el punto de vista de un profundo conocedortanto de la filosofía china como de la teología cris-tiana, resume en esta frase lo que ve: «optimismotecnológico y desesperación literaria». Por un lado,constata el imparable dinamismo de nuestra tec-nología, instrumentando constantemente nuevosmedios para conseguir cualquier fin, juicioso oabsurdo, que podamos desear. Por otro, observanuestra literatura y ve sólo escepticismo, nihilismoy desesperación: la vida no tiene objeto; no haynada sagrado; la veneración es una indigna reliquia

de tiempos pasados; cualquier cosa es objeto po-tencial de burla; no existen modelos recoBocidosde conducta; el individuo está solo, y no hay mapade ruta; los jóvenes se hacen una pregunta quenunca se les ocurriría en una sociedad estable:«¿Quién soy yo?». Y, si no hay respuesta, la salidamás fácil es afirmar la realidad del yo medianteuna violencia inmotivada o, si no, sumergiendo elyo en las drogas.

Creo que Polanyi nos proporciona una visiónde conjunto que muestra acertadamente dónde es-tamos. Los últimos trescientos años -afirma-han sido los más brillantes de la historia humana,pero su brillo se debe a la combustión de un de-pósito de mil años de tradición cristiana con eloxígeno del racionalismo griego. Pero ahora-dice Polanyi- el combustible se ha consumido.No conseguiremos más luz bombeando más oxí-geno. Se necesita una renovación del material so-bre el que la razón crítica debe trabajar. Agustínfue un pensador racional donde los hubiera, perosu gran capacidad racional no habría podido li-brarle de la desintegración de las ruinas de la cul-tura clásica. La razón sólo puede trabajar con losdatos que se le proporcionan. Agustín pudo des-arrollar la nueva perspectiva únicamente porquehabía nuevos datos, porque a través de Ambrosiohabía entrado en contacto vivo con la Iglesia y conla Escritura que encama la historia por la que laIglesia vive. La Revelación, la acción del mismoDios en los acontecimientos que la Iglesia celebra,le proporcionó un nuevo punto de partida, desdeel cual su imponente inteligencia pudo contemplar,con una perspectiva completamente nueva, el te-rreno que había recorrido. Como resultado, fue

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capaz de transmitir a los siglos venideros un modocoherente y racional de comprender el mundo y lahistoria humana que conservaba mucho de lo quetan valioso había sido en la cultura clásica. Perotodo estaba basado en la existencia de un nuevopunto de partida, de un nuevo modelo fundamental:el proporcionado por la fe trinitaria.

Yo creo que los paralelismos con nuestra si-tuación son instructivos. El siglo xvrn, en quenuestra moderna cultura científica se hizo plena-mente consciente y segura de sí misma, se auto-denominó «Edad de la Razón». La convicción fun-damental que inspiró este luminoso período de lahistoria era que la mente humana está dotada delpoder de la razón, que es capaz de descubrir loshechos reales y liberarnos así de la mera tradicióny superstición. Pero los datos sobre los que la razónse ejerció eran, esencialmente, datos suministradospor los sentidos. Francis Bacon, pionero de la Ilus-tración, procuró eliminar todos los conceptos me-tafísicos y nos aconsejó que prestáramos atencióna lo que él llamaba «hechos». Conocer los hechoses tener poder sobre ellos. El único de los antiguosconceptos metafísicos que conservó fue el de «cau-sa», porque (según Adorno y Horkheimer) «es laúnica de las viejas ideas que parecía prestarse a lacrítica científica» (Dialectic 01 Enlightenment,p. 5). La idea de intención quedaba eliminadacomo categoría explicativa, por cuanto la intenciónno es directamente observable. El programa deBacon, ampliamente desarrollado en los siglos pos-teriores, nos ha proporcionado lo que Bacon de-seaba: poder; poder sobre la Naturaleza y, por su-puesto, poder sobre otras personas. Si nosconcentramos en los «hechos» que pueden ser co-

nocidos por los sentidos y en las causas que puedenser comprobadas científicamente mediante la ob-servación y la experimentación, la razón humanapuede obtener poder sobre la naturaleza. Esto seha conseguido en una medida sin precedentes. Elhecho de que nos haya apartado de la naturalezay generado una sensación general de desarraigo yde privación es uno de los principales motivos delrechazo contemporáneo de esta clase de raciona-lidad y de la apelación (en el movimiento «NewAge») a un retorno al abrazo maternal de una na-turaleza a la que tan despiadadamente hemos vio-lado. Pero, puesto que los seres humanos somostambién parte de la naturaleza, y puesto que todala fuerza del movimiento ilustrado se dirigió haciala adquisición de un conocimiento de la naturalezaque pudiera otorgarnos poder sobre ella, todo elimpulso de nuestra cultura se ha orientado haciamodelos de dominación. De ahí que las clamorosasllamadas a la emancipación de los grupos domi-nados constituyan un elemento omnipresente en elpanorama contemporáneo.

Pero es posible utilizar la razón de otra forma:todo depende de los datos a partir de los cualescomience el razonamiento. Es posible comenzarcon los datos suministrados por los cinco sentidosy razonar de manera inductiva a partir de ellos.Éste ha sido el método generado por nuestra culturacientífica moderna, que aún utiliza la· categoríametafísica de «causa», aun cuando los filósofos lahayan cuestionado. Pero no utiliza la categoría de«intencionalidad». La intención es algo que estáoculto en la mente del individuo hasta que ocurrecualquiera de estas dos cosas: o la intención se verealizada, de modo que todos puedan ver que era

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originalmente una idea en la mente de quien teníaese propósito, o la persona en cuestión debe co-municar a los demás cuál es esa intención. No hayuna tercera posibilidad. Si consideramos el cosmoscomo un todo, dentro del cual se encuentra la pro-pia historia humana, y si preguntamos si existe enél alguna intencionalidad que pudiese hacernos ca-paces de entenderlo, la primera opción no está anuestro alcance. No estaremos aquí para observarlos momentos finales de la historia cósmica. Laúnica posibilidad disponible es la segunda: queAquel que tiene la intención nos la revele. Si nohay revelación de Dios, el discurso sobre la fina-lidad de la vida humana no puede ser sino espe-culación: el tipo de especulación que Bacon acon-sejaba a sus contemporáneos evitar, con el fin deestudiar los hechos.

Para Agustín, así como para Atanasio y losPadres de la Iglesia anteriores a él, hubo un nuevqpunto de partida, porque Dios había actuado y ha-blado en los acontecimientos que constituyen laesencia de la Escritura, y estaba todavía actuandoy hablando en y a través de la Iglesia, que aceptabala Escritura como palabra de Dios. A partir de aquí,la razón tuvo nuevos datos sobre los que trabajar.Se abría una nueva posibilidad para una vida seguray esperanzada, incluso en la oscuridad de la bar-barie invasora. Los errores del pensamiento clásicose reconocieron y rechazaron. Sus logros positivosse reafirmaron y situaron en un marco más seguro.Se esbozaba una visión de la historia humana lobastante viva y poderosa como para sostener a laIglesia a través de los horrores de la primera partede la Edad Media y para proporcionarle los recur-sos espirituales e intelectuales necesarios para con-

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ducir a las hordas bárbaras al nuevo hogar cristia-no, echando así los cimientos de una nuevacivilización. Todo depende del punto de partida,del arjé (comienzo), de los supuestos que se tomancomo base del razonamiento. No es, como tan amenudo se dice, un problema de razón contra re-velación, sino de los datos sobre los que la razónha de trabajar.

La relevancia que todo ello tiene respecto anuestra situación es obvia si recordamos la carac-terización que de nuestra sociedad hacía CarverYu: «optimismo tecnológico y desesperación li-teraria». Nadie puede negar el esplendor de nuestratecnología; el problema es más bien para qué seutiliza esa tecnología. Poseemos una asombrosabrillantez para concebir los medios que nos per-mitan lograr cualquier fin que nos propongamos,pero no tenemos ningún modo racional de deter-minar qué fines son dignos de ser deseados. Des-arrollamos la técnica mágica de la televisión porsatélite para inundar nuestros cuartos de estar conun torrente de banalidades. ¿Dónde encontraremoslos recursos para adoptar decisiones racionales, noya sobre los medios, sino sobre los fines? He afir-mado que en este terreno la razón no tiene basesobre la que trabajar, a menos que haya revelación.Ya sé que éste es un planteamiento muy crudo,pero, en mi opinión, es verdadero.

La revelación no se admite como tema deenseñanza escolar: está excluida de la doctrina pú-blica. Los orígenes de la humanidad sí están in-cluidos en los programas de enseñanza: son partede la verdad pública. Pero el destino de la hu-manidad no lo es: es un tema de opinión personal.Y, si no hay una doctrina pública sobre el destino

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humano, no puede haber ninguna base para unadiscusión racional en el foro público sobre cuálesson y cuáles no son fines adecuados del esfuerzohumano. y cuando no existe ninguna base racionalpara estas decisiones, queda abierto el camino paraesa especie de fanatismo estúpido sobre la moralindividual, tan característico de nuestro tiempo. Lavisión de Bacon del poder ilimitado y de los ma-ravillosos logros de la tecnología que parecían con-firmarla, combinada con una interpretación pura-mente mundana de la historia de la humanidad, yen ausencia de cualquier doctrina pública sobre eldestino humano, crea una situación en la queno existe ningún control, ni moral ni de otro ti-po, sobre la implacable persecución de fines par-ticulares.

La cuestión del punto de partida es esencial.El intento de René Descartes de encontrar un nuevopunto de partida para el pensamiento fue funda-mental en la configuración de nuestra cultura. Des-cartes vivió en una época de profundo escepticis-mo: parecía que un conocimiento cierto era·imposible. La labor de los primeros pioneros de laciencia moderna, Copérnico, Galileo y Kepler,aparentemente había destruido el mundo con el quelos habitantes de la Europa occidental se habíansentido familiarizados durante mil años. Parecíaque ya nunca más se podría volver a confiar en elsentido común. No era el sol el que salía por eleste y se ponía por el oeste, como parecía. Era laTierra la que se movía, por más firme que pudieraparecer bajo nuestros pies. ¿Dónde encontrar al-guna certeza en este mundo inestable? Descartes,como sabemos, buscó una nueva base para la cer-teza y creyó haberla encontrado en su propia exis-

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tencia como mente pensante. Desde ese punto departida, pasó a la idea de Dios -pero un Dios quees esencialmente consecuencia de la idea humanade perfección- y a la de un mundo material quepertenece a un orden de existencia totalmente dis-tinto del de la mente. En este mundo dualista, Diospodía influir en la mente humana, pero no podíaactuar sobre el mundo material.

Muchos autores han comentado la forma enque el dualismo cartesiano ha modelado la totalidadde nuestro pensamiento posterior, creando una di-cotomía que atraviesa toda nuestra cultura; unadicotomía representada en todos los campus uni-versitarios por la división entre las facultades deciencias y las de letras. Llegados a este punto,quiero llamar la atención sobre un error funda-mental del programa cartesiano y que afecta to-davía a nuestro pensamiento. Descartes, un bus-cador de certezas en un tiempo profundamenteperturbado por los nuevos descubrimientos, vivióen una época en la que se hizo evidente que no sepodía confiar en las creencias que habían sido acep-tadas desde tiempo inmemorial. Era necesario en-contrar, a cualquier precio, algo de lo que no sepudiera dudar, un fundamento sobre el que cons-truir un hogar estable para el espíritu humano. Pero¿no es evidente que toda la empresa descansabasobre el supuesto -un acto de fe, si se quiere-de que el cosmos está construido de tal modo queesa clase de certeza es asequible a los seres hu-manos? En ese .sentido, Descartes fue un hijo dela cristiandad. Durante mil años, se había intro-ducido en la sustancia misma del pensamiento eu-ropeo la creencia de que se debía confiar en Dios,y que, por tanto, las cosas y las personas no eran

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simplemente juguetes de diosas y dioses capricho-sos o de un Destino que todo lo determina. Sin esalarga tradición, es difícil pensar que alguien pu-diera haberse propuesto la empresa abordada porDescartes. Pero él-y éste es el error fatal- buscóel fundamento de la certeza en su propia mente yno en la fidelidad de Dios. Optó por un tipo di-ferente de certeza: no una certeza basada enla fidelidad de un Dios misericordioso que noestá bajo nuestro control, sino una certeza quemuy pronto permitiría a los sucesores de Descar-tes enfrentarse a la duda de si Dios existía real-mente o no.

En cierto sentido -espero no dramatizar de-'masiado--, podría decirse que el nuevo punto departida cartesiano, tan fundamental para todo lo

. que ha venido a continuación, fue una repeticióna pequeña escala de la Caída. A Adán no le bastabacon confiar en Dios: quería tener su propia certeza,basada en una prueba experimental de la validezde la promesa divina. (Fue el primer teólogo in-ductivo). Todos somos herederos de Adán y, ennuestra cultura concreta, también de Descartes.Esta herencia se hace evidente cuando intentamoscomunicar la fe cristiana a nuestros amigos no cre-yentes y nos encontramos con que la respuesta es:«¿Pero puedes demostrarlo? ¿Puedes demostrarmeque Jesús es efectivamente el camino, la verdad yla vida? ¿En virtud de qué debería yo elegir seguirlea él y no a cualquiera de los otros que han tenidopretensiones similares?». No podemos responderofreciendo unas razones pretendidamente más fia-bles que las que se nos dan en Cristo. Hacerlo seríaembarcamos en una regresión infinita, puesto que,a su debido tiempo, tendríamos que encontrar la

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prueba de que esas razones eran fiables, y a con-tinuación encontrar otras razones para éstas, y asíad infinitum. Lo que realmente se pide, desde lue-go, es que demostremos que el evangelio está deacuerdo con las estructuras de plausibilidad rei-nantes en nuestra sociedad, es decir, que está enconformidad con supuestos de los que normal-mente no dudamos; yeso es exactamente lo queno podemos ni debemos hacer. Lo que tenemosque hacer es lo que hicieron Agustín y los Padresde la Iglesia en el momento en que la cultura clásicaperdía confianza en sí misma y se desintegraba.Hemos de ofrecer un nuevo punto de partida parael pensamiento. Ese punto de partida es la reve-lación por Dios de su ser y su propósito en aquellosacontecimientos que constituyen la esencia de laEscritura y que tienen su centro y su núcleo de-terminante en los hechos relativos a Jesús.

¿Estoy proponiendo la herejía llamada «fi-deísmo»? Utilizo esta palabra para designar la ac-titud que considera la creencia como sucedáneosuficiente del conocimiento, es decir, esa actitudque afirma: «Me basta con mis propias creencias».Este tipo de subjetivismo está, por supuesto, am-pliamente difundido en nuestra cultura y es unaconsecuencia natural de haber perdido la convic-ción de que la verdad es cognoscible. La impu-tación de fideísmo nos conduce al centro mismode nuestro problema, que es de orden epistemo-lógico. ¿Con qué derecho podemos afirmar queconocemos algo? De Descartes en adelante se hamantenido que todo conocimiento fidedigno debeobtenerse mediante un inexorable ejercicio del mé-todo crítico. Ya no puede aceptarse el dogma ensus propios términos; también él debe someterse a

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la crítica racional. Pero, en última instancia, elmétodo crítico se autodestruye. No se puede cri-ticar la afirmación de una supuesta verdad si no essobre la base de otra pretendida verdad que --desdeese momento-- se acepta sin crítica. Pero esa pre-tendida verdad en la que se basa la crítica tendría,a su vez, que ser criticada. El principio críticodebería, en última instancia, autodestruirse. Laafirmación de que todo dogma debe ser cuestio-nado es en sí misma un dogma que debe ser cues-tionado. Como afirmaba Polanyi, el combustibleestá, en definitiva, completamente agotado. Lo queha quedado, como ya percibía Nietzsche, es lavoluntad de poder, un tema que ha estado en elcentro del programa de la Ilustración desde Baconen adelante. Cualquier pretensión de conocer laverdad sería, en consecuencia, una encubierta afir-mación de poder. Y, como ha señalado Bloom, eldiscurso contemporáneo sobre los valores seríasimplemente una forma de encubrir l¡;¡afirmaciónde la voluntad. Los valores, en tanto que distintosde la pretensión de verdad, son lo que alguiendesea: son un asunto de la voluntad. La razón,incluso la más agudamente crítica, no puede es-tablecer la verdad. Y lo que de forma natural sesigue de ello, como un desarrollo adicional delplanteamiento nietzscheano, es que las palabrasdejan de tratarse como elementos referenciales. Nocomunican la verdad, sino que afirman el poder.Toda pretensión de conocer la verdad es una pre-tensión -mejor o peor disfrazada- de ejercer elpoder.

Pero el dinamismo de nuestra tecnología noes únicamente una expresión de la voluntad depoder. Se basa en la labor de las ciencias naturales, .

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que han estado, al menos hasta fecha reciente,inspiradas por la creencia de que existe una verdad«ahí fuera» que debe ser investigada. Efectiva-mente, sería difícil comprender cómo el conoci-miento puede conferir poder si no se trata del co-nocimiento de cosas realmente existentes. Porcontraste, la otra cara de nuestra cultura, puesta demanifiesto en la literatura a la que Carver Yu serefiere, hace ya mucho tiempo que ha dejadode creer que hay una verdad que conocer, que exis-ten realidades objetivas de las que no solamentepuede decirse «yo pienso» o «yo creo», sino tam-bién «yo sé».

Únicamente podemos hacer frente a la im-putación de fideísmo atendiendo a la relación entresaber y creer. Todos somos también herederos deotra gran figura de la Ilustración: John Locke, quedefinió la creencia como aquello a lo que debemosrecurrir cuando no podemos alcanzar el conoci-miento. «La fe --escribe- es una persuasión denuestras mentes a falta de conocimiento» (<<AThirdLetter on Toleration», citado por M. Polanyi, Per-sonal Knowledge, p. 266). Polanyi contrasta estavisión de la fe con el lema de Agustín, Credo utintelligam, en el que Polanyi, como científico, veuna formulación mucho más auténtica de la rela-ción entre ambos. El subjetivismo y el relativismo,la renuncia a la convicción de que hay una verdadque puede ser conocida, tan mordazmente descritapor Allan Bloom, es el corolario del falso objeti-vismo criticado por Polanyi. La originalidad y lafuerza de su crítica radica en el hecho de que, comocientífico en ejercicio, observa el conocimientodesde el punto de vista de la persona que estátratando de descubrir la verdad, más que desde la

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perspectiva del filósofo profesional que se planteala posibilidad de conocer la verdad. Como cien-tífico, Polanyi está marcado por todos los factoressubjetivos implícitos en la labor de investigacióncientífica. Entre ellos se incluyen los factores so-ciales: la tradición del trabajo científico en que losjóvenes científicos realizan su aprendizaje, que es-tablece directrices y fija límites, que proporcionalos conceptos', métodos y herramientas con que loscientíficos llevan a cabo su trabajo. Y también hayfactores personales, como la intuición, la imagi-nación, el juicio fundado, el valor para asumirriesgos y la entrega absoluta, sin los que no sellevaría a cabo la gran tarea científica. Es absurdo-dice Polanyi- ignorar todo esto y considerar lalabor de la ciencia como si el científico no exis-tiera, como si los descubrimientos científicos fue-ran simplemente una transcripción de la realidad,verdad «objetiva» en la que el sujeto humano notuviera ningún lugar. Sin embargo, así es comocon frecuencia se presentan al público los descu-brimientos de la ciencia en las obras de divulgacióny de enseñanza elemental. Es obvio que no hayconocimiento sin un sujeto cognoscente, y que lamente del sujeto está implicada en el conocer.

El esfuerzo por conocer la verdad implica lu-cha, avanzar a tientas, andar a ciegas. Es verdadque también hay momentos de iluminación repen-tina, pero éstos llegan únicamente a quienes hanaceptado la disciplina del paciente avanzar a tien-tas, del análisis detallado de las diferentes posi-bilidades, de la reflexión ininterrumpida ... Por su-puesto, es una disciplina en la que hemos decomenzar como discípulos, como alumnos. Te-nemos que aprender un lenguaje en el que expresar

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lo que pensamos que hemos aprendido, y el len-guaje es en sí mismo la forma de nuestro cono-cimiento. Continuamos luego luchando con losconceptos y modelos utilizados en nuestro espe-cífico campo de investigación, hasta que llegan aser parte de nuestra estructura mental, y dejamosde pensar sobre ellos, del mismo modo que deja-mos de pensar en las palabras que utilizamos. Todoesto ha de aceptarse (para empezar) en la confianzade que quienes han ido por delante de nosotrospueden guiarnos. Buscamos pistas y,. si son útiles,hemos de creer en ellas, al menos provisional-mente. En todas las fases se precisa un compromisopersonal de la fe y el juicio personal. No existeseparación absoluta entre fe y conocimiento. Cree-mos para comprender. Y en todas las etapas po-demos equivocarnos. No· hay garantía contra elerror. Todo nuestro conocimiento es un compro-miso personal en el que no contamos con ningunagarantía externa de no estar equivocados. Pero úni-camente crecemos en el conocimiento cuando asu-mimos riesgos y aceptamos responsabilidades. Elprograma de Descartes de un conocimiento indu-dable es un funesto callejón sin salida. Todo co-nocimiento tiene como sujeto a un ser humanofalible que puede estar equivocado, pero que sólopuede conocer más comprometiéndose personal-mente con lo que ya conoce. Todo conocimientoes un compromiso personal.

¿Significa esto, entonces, que el conocimien-to es enteramente subjetivo? ¡No! Es una cuestiónde compromiso personal, pero compromiso para lacomprensión de una realidad que no está en mimente, sino «ahí fuera». y la prueba de esto es midisposición a hacerlo público y ponerlo a prueba

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en todas las situaciones oportunas. La alternativaa la subjetividad no es una ilusoria pretensión deobjetividad, sino la disposición a publicar y so-meterse a crítica. Y esto tiene una evidente apli-cabilidad a la pretensión cristiana de que Jesús esel camino, la verdad y la vida, la pista principalque, siguiéndola, nos conducirá a la verdad. Novalidamos esta pretensión llamando en nuestra ayu-da a cualquier sistema filosófico basado en otrosfundamentos distintos. No hay fundamento másseguro que el que nos proporciona la revelación deDios. La respuesta adecuada a la imputación desubjetividad es la misión en el mundo; pero unamisión en el mundo que no es proselitismo, sinoexégesis. Intentaré explicar lo que quiero decir.

La Iglesia vive de la fe en que (por decirlode forma abreviada) Jesús es el Señor. Esto sig-nifica que es el Señor no sólo de la Iglesia, sinodel mundo; no sólo en la vida religiosa, sino entoda la vida; no sólo de algunos pueblos, sino detodos los pueblos. No es únicamente mi salvador,sino el salvador del mundo. No tenemos forma dedemostrar la verdad de esta pretensión por refe-rencia a otras realidades supuestamente últimas. Sies verdadera, lo es para todos y no debe ocultarsea nadie. Pero no podemos saber lo que su verdadimplica hasta que el señorío de Jesús se haya ma-nifestado en la vida de todos los pueblos y en todoslos sectores de la existencia humana.

Esto significa que estamos empeñados en unejercicio bidireccional. Tenemos una historia quecontar y un nombre que comunicar; no hay suce-dáneos para esa historia y para ese nombre. Te-nemos que decir el nombre y contar la historia;pero todavía no sabemos todo lo que significa decir

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que Jesús es el Señor. Tendremos que aprendermientras caminamos, como Pedro tuvo que apren-der de su encuentro en casa de Cornelio. Somosmisioneros, pero también somos aprendices, merosprincipiantes. No tenemos toda la verdad, peroconocemos el camino por el que esa verdad debebuscarse y encontrarse. Tenemos que convocar atodos para que vengan a hacer este camino connosotros, pues· no conoceremos la gloria plena deJesús hasta el día en que toda lengua lo confiese.y no conoceremos la plenitud de lo que el serviciode Jesús significa mientras no hayamos luchadopor llevar a su obediencia la multiplicidad de lasactividades del conocimiento, la industria, la po-lítica y las artes. Así pues, la misión no es unapropaganda de dirección única, sino un encuentrobidireccional en el que aprendemos más de lo queel evangelio significa. Aprendemos a medida quecaminamos. Éste es el único modo en que afir-mamos que el evangelio no es sólo «verdadero paranosotros», sino para todos. La acción misionera dela Iglesia es la exégesis del evangelio.

Lo que estoy diciendo puede sonar como laclásica retórica misionera, pero lo digo en el con-texto de nuestra obediencia misionera aquí, en estacultura occidental por la que hemos sido formadosy en la que existimos. No podemos demostrar laverdad del cristianismo por referencia a algo dis-tinto del mismo. Hemos de renunciar a la idea deque nos es posible alcanzar, a nosotros o a cual-quier otro ser humano, la clase de certeza a queDescartes aspiraba y que el ámbito científico denuestra cultura ha pretendido a veces ofrecer. Te-nemos que agradecer a los científicos el conservarviva, al menos en una parte de nuestra cultura, la

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creencia de que hay una verdad que conocer. Tam-bién tenemos que sentirnos agradecidos a los cien-tíficos de nuestro tiempo, como Polanyi, por re-conocer el hecho de que todo conocimiento implicael compromiso del sujeto humano falible. El trá-gico legado de la propuesta de Descartes ha sidoque la otra mitad de nuestra cultura, la mitad enla que habitualmente se sitúa la teología, ha caídoen el subjetivismo. La sombra proyectada sobreesa otra mitad de nuestra cultura por las ingentescreaciones de una ciencia natural supuestamente«objetiva» ha robado a las artes liberales la con-fianza en que también ellas son caminos a lo largode los cuales puede realmente alcanzarse la verdad.De esta manera, todo se vuelve subjetivo.

Se plantea una falsa dicotomía entre el «yosé» y el «yo creo». Todo en teología se convierteen subjetivo. Lo que llamamos «cristianismo» seríauna de las múltiples variedades de la experienciareligiosa, cuyas pretensiones de verdad se deses-timarían sobre la base de que surgen de contextosculturales concretos. Todo este absurdo da testi-monio de esa sombra de la que hablo, la sombraproyectada por la idea de que hay, o debería haber,un tipo de conocimiento que puede ser alcanzadoy que no es el conocimiento de un sujeto humanofalible que vive en un contexto cultural específico,sino que es, por utilizar de nuevo la palabra sa-grada, «objetivo». Esa idea es simplemente unailusión, pero ha llegado a ser tan poderosa quepuede sustraer al cristiano la libertad de decir sen-cillamente: «Sé de quien me he fiado». Si se mepermite continuar utilizando esta clase de lenguaje,la gran realidad objetiva es Dios; pero él es tambiénel sujeto supremo que desea hacerse cognoscible

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por nosotros, no mediante un poder que suprimiríanuestra subjetividad, sino mediante la gracia quepotencia nuestras facultades subjetivas, nuestro po-der de crecer en el conocimiento por medio de lacreencia. Creemos para comprender, y nuestro es-fuerzo por comprender es una respuesta a la gracia.La verdadera comprensión se hace posible, no me-diante la búsqueda de una certeza ajena a la gracia,sino mediante la aceptación de la llamada a buscar.la comprensión, aun sabiendo que la plena com-prensión será un don de la gracia, más allá delhorizonte de nuestra propia búsqueda.

Comencé este capítulo trazando un paralelis-mo entre nuestra situación y la que vivió Agustínen medio de la desintegración de la cultura clásicagreco-romana. yo sugería que lo importante eraaceptar un nuevo punto de partida. La nueva visiónde la vida humana en este planeta no procedía deuna idea abstracta o de un primer principio, sinode la revelación de Dios en Jesucristo. El logos,por el cual y para el cual existen todas las cosas,se había hecho carne, se había convertido en partede la historia humana y era accesible al conoci-miento humano. Por tal motivo, resultaba posiblecontemplarlo todo desde una perspectiva diferente.Las pertinaces dicotomías quedaban superadas. Elpoder que controla todo el mundo visible y el poderque obra en el alma humana son uno con el hombreque hizo el camino desde Belén hasta el Calvario.Pero el modelo trinitario no puede fundamentarseen otros principios supuestamente más definitivos.El punto oe partida es la revelación. de Dios enJesucristo.

Cuando hago esta afirmación entre mis ami-gos liberales cristianos, me doy cuenta de que cau-

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sa irritación, porque amenaza algo que ha sidoaceptado como axioma, a saber: el derecho y elpoder de la mente humana para tomar sus propiasdecisiones acerca de lo que es o no es verdad. Miafirmación se percibe como una amenaza a losfundamentos de nuestras sociedades libres; quepone en peligro los esfuerzos por conseguir la uni-dad en una cultura pluralista; que atenta contra losgrandes logros que en los últimos trescientos añoshan dado lugar al mundo que actualmente cono-cemos. Es una afirmación reaccionaria y funda-mentalista.

Puedo comprender esa irritación y ese temor.En el próximo capítulo trataré de estudiarlos. Peroahora termino con otra referencia a mi punto departida. Lo formularé de modo negativo: si no hu-biera existido la Iglesia cristiana, la sociedad clá-sica se habría desintegrado, los bárbaros habríaninvadido el mundo romano y saqueado la ciudadimperial, y todos los logros del mundo clásico sehabrían ido al garete. El hecho de que tal cosa noocurriera, de que muchas de sus más valiosas con-quistas se preservasen y se pusieran a disposiciónde las generaciones posteriores, es decir, de losdescendientes de aquellos bárbaros, se debió, poruna parte, a que los grandes pensadores cristianosde los cuatro primeros siglos habían desarrolladonuevos modelos de pensamiento que permitieronsalvaguardar lo más valioso de la tradición clásicay, por otra, a que los cristianos de a pie estabandispuestos a morir por la proclamación de que Je-sús, no el emperador romano, era el Señor. LaIglesia católica fue aquella nueva sociedad, basadaen unos nuevos fundamentos, que pudo guardar endepósito los verdaderos tesoros de la cultura clá-

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sica, aun cuando negara los fundamentos sobre losque dicha cultura había sido construida. A quienestemen que una nueva y rotunda afirmación de queel evangelio de Jesucristo debe ser el punto departida y el criterio de toda acción y pensamientohumanos amenace los logros de la Ilustración y dequienes han modelado nuestra sociedad sobre susprincipios, podemos decirles con confianza que,por el contrario, estamos ofreciendo la única basesobre la que los verdaderos frutos de los últimostrescientos años pueden salvarse de los nuevos bár-baros. Pero afirmar esto es atribuir una compro-metedora tarea a la Iglesia universal de hoy: nadamenos que mostrar, tanto en la vida pública comoen la privada, lo que significa confesar a Jesúscomo Señor.

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2Afirmar la verdad

en la Iglesia

He aludido ya a la irritación que suelo percibirentre mis amigos cristianos liberales cuando al-guien afirma que el punto de partida para un au-téntico pensamiento y discurso sobre el mundo yla situación humana, su significado y su propósito,debe ser la revelación de Dios en Jesucristo. Y hedado también razones para entender esa irritación,porque, cuando se comprende realmente, dichaafirmación socava el dogma fundamental de nues-tra sociedad contemporánea. Como antes decía,con frecuencia conduce a la acusación de que quienasí habla es un fundamentalista, si no abiertamente,sí al menos en su corazón. Las palabras «liberal»y «fundamentalista» las utilizamos con toda fran-queza como expresiones insultantes y despectivas.A causa de esta recíproca hostilidad, que tan per-judicial resulta para el testimonio de la Iglesia,corremos el peligro de eludir los problemas realesque el evangelio debe afrontar en nuestra cultura.Es obvio que esta perjudicial escisión en la vidaeclesial sólo es una manifestación de la grieta mu-cho más profunda que atraviesa toda nuestra cul-tura. Aludí a ello en el primer capítulo, al hablarde la división perceptible en todos los campus uni-versitarios entre facultades de ciencias y de letras.Es una escisión creada por un falso ideal de ob-jetividad que tiene el efecto de devaluar toda clase

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de conocimiento que no sea demostrable según losmétodos de la ciencia natural. He dado razonespara pensar que todo conocimiento tiene necesidadde dos polos: por un lado, el sujeto cognoscentey, por otro, la realidad «exterior» que ese sujetopretende conocer. Pero ha tenido lugar una rupturaentre estos· dos polos, y yo sugería que la curaciónde este desgarro puede lograrse enfocando el co-.nocimiento desde el punto de vista del descubridor,el investigador, el explorador, más que desde elpunto de vista del filósofo que sólo se plantea lapretensión de conocer.

Esta escisión ha contaminado profundamentea la comunidad cristiana. Por un lado, están quie-nes pretenden presentar la Biblia como un cuerpode verdades objetivas en el que la subjetividadhumana no representa ningún papel. En conse-cuencia, hay una tendencia a restar importancia atodos los elementos de la subjetividad y la falibi-lidad humanas implícitos en cada etapa, desde lasprimeras palabras escritas o habladas, pasando porlas múltiples fases de registro, revisión, edición,selección, traducción, impresión y publicación,hasta que el libro llega finalmente a nuestras ma-nos. Pero esto es negar el verdadero carácter de laEscritura. En cada etapa de este proceso nos en-contramos con seres humanos falibles a los queDios llama a que le escuchen, le comprendan y lesigan. Leemos la Biblia en tanto que integrantesde esa comunidad que se perpetúa a lo largo deltiempo y que considera la Biblia como la clave delsignificado de toda la historia humana. La leemoscomo seres humanos falibles. La leemos, no comoindividuos, sino como parte del pueblo cuya his-toria refleja. Leerla nos pone en presencia de aquel

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que es el verdadero autor del relato: el Dios vivoque liberó a Israel de Egipto y que sacó a su amadohijo del sepulcro. Se nos convoca a la misma aven-tura de fe a que fueron convocados aquellos cuyahistoria cuenta la Biblia.

Por otra parte, están quienes son conocidos-y a veces insultados- como «liberales». Aquínos encontramos con· el peligro contrario: todo essubjetividad humana. La palabra clave es «expe-riencia»; no tratamos directamente con los hechosy las palabras de Dios, sino con la experienciareligiosa humana, que ha interpretado los aconte-cimientos desde una perspectiva religiosa, sobre labase de sus tradiciones y supuestos culturales. LaBiblia se entiende como una crónica de la expe-riencia religiosa humana. Como tal, difícilmentepuede pretender exclusividad, sino que deberá si-tuarse junto a otras obras literarias, tanto sagradascomo seculares, que dan testimonio de experien-cias similares de lo que puede denominarse di:-mensión religiosa de la vida humana. Y debemosreconocer que, por supuesto, la Biblia es una cró-nica de experiencias humanas. Y estas experienciasson, por supuesto, propias de personas que per-tenecieron a una cultura concreta y utilizaron ellenguaje y las formas de pensamiento de esa cul-tura. ¿De qué otro tipo de experiencia humanapodría tratarse? Existe una extraña inocencia en laforma en que se habla de esta conexión, como sinos fuera accesible alguna clase de conocimientoque no fuese el de unos seres humanos moldeadospor una cultura determinada, como si el críticoestuviera situado en una plataforma supracultural.Se trata, de nuevo, de la ilusión de una objetividadimposible. La gran labor de los eruditos liberales

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de los dos o tres últimos siglos, al desenmarañarlos distintos hilos que fueron entretejidos para for-mar nuestra Biblia y al identificar los contextosculturales, políticos, sociales y económicos con-cretos en los que fueron entrelazados, ha sido sinduda valiosa. Pero, una vez más, el principio crí-tico, si se absolutiza y se toma como guía suprema,necesariamente se autodestruye. Todo posible ha-llazgo de la investigación crítica está en sí mismoabierto a la crítica. La pregunta es: «¿Sobre quésupuestos descansa la crítica?». Hay que decir que,con demasiada frecuencia, la crítica se basa en lospresupuestos habitualmente no cuestionados en lasociedad concreta a la que pertenece el investi-gador. La crítica, como toda actividad humana,está condicionada culturalmente. Siempre que uti-licemos la palabra «experiencia» deberíamos pre-guntarnos: «¿Experiencia de qué?». No podemosquedarnos sólo con el polo subjetivo. Debemospreguntar, con la plena responsabilidad personalque de la respuesta se derive: «¿Cuál es la realidadde la que esa experiencia era prueba?».

Refiriéndome de nuevo a Polanyi, su granlabor --que él consideraba un servicio necesariotanto para la ciencia como para la sociedad en suconjunto- consistió en remediar la escisión entrelos dos polos del conocimiento, objetivo y subje-tivo. Una de sus tesis fundamentales era que todoconocimiento tiene lo que él llamaba una estructura«desde-hasta». Comprendemos un objeto despla-zando nuestra atención desde una infinidad de cla-ves secundarias hasta el significado de la totalidad.Un ejemplo obvio es la lectura de un texto: nocentramos nuestra atención en las letras que formanlas palabras, sino en el significado del conjunto de

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las frases, y sólo somos conscientes de las palabrasde una manera subsidiaria. Trasladamos nuestraatención desde las letras y palabras hasta el sig-nificado ~ Algunas veces el elemento secundarioestá en un nivel inferior al de la conciencia, como,por ejemplo, el funcionamiento de los componen-tes físicos del ojo. En ocasiones, podemos pres-tarles atención, como podemos también fijarnos enuna palabra específica o en la sensación concretade las yemas de los dedos cuando andamos a tien-tas. Pero sólo centramos nuestra atención en ellospara poder orientarla de nuevo hacia el significadode toda la frase o hacia la forma del objeto queestamos palpando. Volvemos de las claves secun-darias a la realidad «exterior» que estamos explo-rando.

En lenguaje de Polanyi, podríamos decir quehabitamos en las claves. No las miramos a ellas,sino que, desde ellas, miramos el objeto de nuestraatención. Cuando exploramos un objeto oculto enla oscuridad con las yemas de los dedos, habitamosen nuestros dedos: son parte de nosotros, y nosotrosestamos en ellos. Del mismo modo, habitamos ennuestras herramientas y en los múltiples instru-mentos que utilizamos. No miro mis ojos, sino quehabito en ellos; y lo mismo puede decirse de loscristales de las gafas. Cuando hablo, no observomi lenguaje como un espectador; habito en él. Esparte de mí y es el medio a través del cual intentocomprender el mundo. Evidentemente, esta con-cepción puede extenderse a la totalidad de nuestracultura, a todos los modos de manejar ideas com-plicadas o de conceptualizar complejas operacionesque utilizamos cada día. No atendemos a las pa-labras y los conceptos, a menos, claro está, que

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nos estén fallando y necesitemos nuevas palabraso conceptos. Habitamos en ellos. Llevamos nuestraatención desde ellos al asunto que nos ocupa.

Quiero sugerir cómo este modelo de Polanyipuede ayudamos a afrontar el lamentable enfren-tamiento entre los objetivistas fundamentalistas ylos subjetivistas liberales. Cuando un crítico de milibro Foolishness to the Greeks afirmó que preten-der que la Biblia pudiera proporcionamos una basepara la crítica de nuestra cultura era tan absurdocomo pretender mover un autobús cuando uno estásentado dentro, estaba mirando a la .Biblia, perohabitaba en nuestra cultura post-ilustrada. Estabasentado en el autobús. Obviamente, no siente quele esté fallando. Intenta permanecer en él, con elcinturón de seguridad abrochado. Pero también esposible habitar en el relato bíblico, de manera queno se mire tanto a la Biblia desde fuera cuanto almundo desde el interior de la Biblia, por medio delas lentes que la Biblia proporciona. Como ha dichoun teólogo latinoamericano, la cuestión no es tantocomprender el texto, cuanto comprender el mundoa través del texto. Naturalmente, tampoco puededescuidarse lo primero. Antes de poder utilizar unalengua de tal forma que no se esté pensando en laspalabras, sino en el significado que se quiere trans-mitir, primero hay que aprenderla. Hay que fijarla atención en las palabras antes de conseguir cen-trarse en el significado, y preocuparse por las pa-labras de forma sólo secundaria. Se va desde laspalabras al significado. Por tanto, yo sugiero (ycreo que esto está en la línea de lo que ha planteadoGeorge Lindbeck) que nuestro modo de utilizar laBiblia es análogo a nuestro modo de utilizar el

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lenguaje: más que mirarla desde el exterior, la ha-bitamos.

Pero, para que esto suceda, es evidente que«habitar» debe significar que formamos parte dela .comunidad cuya vida está configurada por elrelato bíblico. Cuando vivimos como parte de esahistoria, recordando y reconstruyendo continua-mente sus acontecimientos cruciales, como hace-mos en la liturgia de la Iglesia, llega a asemejarsea nuestro lenguaje. Nos proporciona los modelosy conceptos mediante los cuales tratamos de com-prender y afrontar los sucesos de la vida cotidiana.En una comunidad cristiana estable, la aprendemosdel mismo modo que aprendemos nuestra lenguamaterna. Y, puesto que la interpretación de la his-toria humana que impregna la Biblia es radical-mente distinta de la que impera en nuestra vidapública contemporánea, es evidente que se dan lasprecondiciones para un enfrentamiento con nuestrasociedad. No estamos obligados a sentamos en elautobús con los cinturones de seguridad abrocha-dos. Existe otra posibilidad. Ahora bien, eviden-temente, el enfrentamiento no se produce entre unlibro y nuestra cultura. Los participantes en la con-frontación son, en ambos casos, comunidades vi-vas de personas. La Biblia se convertirá en unlenguaje desencarnado, como el esperanto, si sedistancia de la continuidad existencial de la co-munidad que habla ese lenguaje. Por otro lado,cuando es el lenguaje vivo de una comunidad viva,su veracidad se hará patente, no mediante su va-lidación respecto a algún criterio externo, sino porla forma en que capacita a la comunidad que lautiliza para dar sentido a todo el complejo mundode cosas y acontecimientos con que los seres hu-

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manos tienen que enfrentarse -y con la expresión«dar sentido» quiero decir tanto «comprender»como «enfrentarse>>---. Por decirlo en pocas pa-labras, nuestra fe es que éste es el lenguaje que dasentido, porque la palabra de Dios, hecha carne enJesús, es aquello por lo cual y para lo cual sehicieron todas las cosas. Dicho de otro modo, estelenguaje no es exactamente nuestra lengua ver-nácula. Cuando lo aprendemos y comenzamos ahablarlo con fluidez, descubrimos que tiene unagran ventaja: es el lenguaje del señorío; un señoríosupremo frente a todos los usurpadores.

Nuestro problema es que la mayoría de loscristianos hemos sido educados en un extraño bi-lingüismo: durante la mayor parte de nuestra ju-ventud, a través de los sistemas admitidos de edu-cación pública, se nos ha enseñado a utilizar unlenguaje que pretende dar sentido al mundo sin lahipótesis «Dios»; durante una o dos horas a lasemana, utilizamos el otro lenguaje, el de la Biblia.Somos como las congregaciones cristianas bajo lossistemas milet de los imperios persa y musulmán:utilizamos la lengua materna de la Iglesia los do-mingos, pero el resto de nuestra vida hablamos ellenguaje impuesto por la potencia ocupante. Ahorabien, si somos fieles al lenguaje de la Iglesia y dela Biblia, sabemos que eso no es suficiente. ElVerbo encarnado es Señor de todo, no sólo de laIglesia. No existen dos mundos, uno sagrado y otrosecular. Hay diferentes formas de comprender estemundo único y hay que decidir cuál es el caminocorrecto, el camino que corresponde a la realidad,que está más allá de toda la ostentación que puedahacer el Príncipe de este mundo. No se trata deenfrentar a la Iglesia con el mundo secular. La

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. frontera entre los dos dominios pasa a través decada uno de nosotros. Estoy seguro de que todos,ya se nos etiquete de «liberales» o de «fundamen-talistas», luchamos y sufrimos interiormente cuan-do intentamos relacionar lo que hacemos, decimosy cantamos el dOIPingo, con lo que vivimos el restode la semana. Somos, efectivamente, como nosrecuerda el título de un libro reciente, «residentesextranjeros». Pero no somos un milet que existapor cortesía del poder dominante. Ni somos úni-camente una comunidad expatriada que conservael estilo del país materno con un muro de conten-ción a su alrededor para protegerse de los nativos.Estamos aquí como misioneros, porque aquel aquien servimos es el legítimo Señor de todo.

Es muy trágico que en esta tarea misionera,que exige todos nuestros recursos espirituales, es-temos tan profundamente divididos. Para los pro-testantes, al menos, la cuestión crucial en la si-tuación presente es la autoridad de la Escritura, talcomo se la reconoce y emplea en la vida de lacomunidad cristiana. He sugerido que esta cuestiónno puede tratarse si no es por medio de una críticaradical a la epistemología imperante, al modo en

, que abordamos cualquier pretensión de conocer laverdad. Por un lado, están quienes reivindican parala Biblia un tipo de autoridad que no puede tener,una autoridad que eliminaría los factores subjetivosimplícitos en cualquier conocimiento humano; porotro, están aquellos para quienes la Biblia no tieneautoridad real, porque es simplemente una hebrade las muchas que componen el tejido de la ex-periencia religiosa humana. Unos y otros se handejado seducir por el sueño de Descartes, por elfalso ideal de un conocimiento incuestionable.

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Creo que es casi imposible exagerar la influenciaque ha tenido ese sueño, el cual aparece constan-temente en el ámbito del diálogo interconfesional,en la idea de que existe, o podría alcanzarse, unaposición desde la que sería posible examinar yvalorar las religiones del mundo, identificando loselementos positivos y negativos de cada una deellas desde un punto de vista que fuera neutral,imparcial, por encima de sus respectivas particu-laridades. Aparece también en los intentos de losapologistas cristianos por demostrar la verdad delcristianismo sobre la base de verdades supuesta-mente evidentes por sí mismas. y aparece, sobretodo, en el omnipresente relativismo que aban-dona, considerándola desesperada, la búsqueda delconocimiento de la verdad más allá de la limita-da área de los hechos empíricos, dejando a los in-dividuos, especialmente a los jóvenes, vagar sinrumbo.

El esfuerzo de Polanyi por reformar la baseepistemológica de la ciencia iba dirigido contra elobjetivismo, contra la ilusión de que podemos es-capar a nuestra responsabilidad personal en nuestraafirmación de la verdad. Polanyi insiste en el hechode que todo conocimiento implica una participa-ción personal del conocedor -lo que siempre con-lleva un riesgo de equivocarse-, y en que la luchapor conocer, entender y comprender exige un ejer-cicio pleno de la responsabilidad personal.

«La compresión no es ni un acto arbitrario ni unaexperiencia pasiva, sino un acto responsable quereclama validez universal. Tal conocimiento es,efectivamente, objetivo, en el sentido de que es-tablece contacto con una realidad oculta; un con-tacto que puede ser definido como la condición

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para establecer una sucesión indeterminada de lastodavía desconocidas (y quizás aún inconcebi-bles) implicaciones de la verdad» (M. PolanyiPersonal Knowledge, pp. vii-viii).

No existe conocimiento alguno sin disposi-ción a buscar, explorar y asumir riesgos. «Úni-camente las afirmaciones que podrían ser falsas-afirma- puede decirse que transmiten un co-nocimiento objetivo de esta clase», es decir, unconocimiento que demuestra ser objetivo por elhecho de llevar a un conocimiento ulterior. El idealde una clase de objetividad que elimina la respon-sabilidad personal es falso y engañoso.

Polanyi escribía como un científico, preocu-pado por rescatar a la ciencia de lo que él consi-deraba un camino falso. Pero, como en general seha reconocido, su epistemología tiene mayores im-plicaciones, incluyendo --en mi opinión- algunasque atañen a la Iglesia. Quizás éstas sean espe-cialmente importantes en un momento en el quemuchas voces en las iglesias están reclamando unadécada de evangelización. Pero no habrá auténticaevangelización a menos que lo que se anuncie seano sólo buena noticia, sino también noticia ver-dadera. Es un asunto trascendental cuando el evan-gelio se está vendiendo, ante todo, como panaceapara enfermedades personales o públicas. Creemosque el evangelio es, efectivamente, para la sal-vación de las naciones; pero no podrá conseguirese objetivo si no es verdadero. Ahora bien, ¿cómopodemos afirmar el evangelio como verdadero enuna sociedad pluralista en la que tales pretensionesse excluyen de la vida pública y se relegan al ám-bito de la opinión privada? El mero hecho de quela mayoría de los seres humanos pueda dudar de

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su verdad -y que, de hecho, dude- se considerasuficiente para excluirlo de la doctrina pública.Esta última, tal como habitualmente se la entiende,tiene que tratar con «hechos» que sean objetiva-mente verdaderos, no cuestión de opinión perso-nal. (Naturalmente, el que la gente mantenga opi-niones diferentes es un hecho que puede reco-nocerse como parte de la verdad pública. Puedehaber cursos de religiones comparadas o de teoríapolítica comparada; pero hay que asegurarse de quela enseñanza sea imparcial y objetiva). Se pretendeque la objetividad implica estar libre de riesgos.Pero, en realidad, todo conocimiento conlleva laposibilidad de estar equivocado. Por supuesto, es-tos riesgos han de asumirse de manera responsable.Como dice Polanyi, la comprensión no es un actoarbitrario, sino que nos exige que tomemos con lamayor seriedad los descubrimientos de las gene-raciones anteriores; utilizándolos como fundamen-to de las investigaciones ulteriores. La Iglesia debeconsiderarse siempre a sí misma en peregrinaje, invia. Toma la tradición que se le ha confiado comoguía para la exploración de nuevas realidades, y,recíprocamente, la investigación de nuevas reali-dades modifica y enmienda la tradición. Se confíaen que la tradición encama la verdadera compren-sión; es ella la que proporciona el marco medianteel cual podemos entender y situar una nueva ex-periencia. En este sentido, habitamos en ella acrí-ticamente. Pero eso no significa que sea infalibleo intocable. No la conservamos como una valiosaantigüedad. Afirmamos nuestra creencia en su ver-dad por la audacia con que continuamos exploran-do nuevas realidades mediante su ayuda, con laconfianza que ella nos da y a la luz que ella irradia.

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Desde la perspectiva de Polanyi, tanto el ob-jetivismo como el subjetivismo no son más quedos formas de evadir la responsabilidad. En amboscasos se intenta evitar el riesgo. y esta crítica atañeigualmente a las manifestaciones concretas de esosdos errores que son el fundamentalismo y el li-beralismo. En su reciente libro Unapologetic Theo-logy, el doctor Placher cita y respalda la definiciónque da MacIhtyre de la tradición como «conver-sación históricamente prolongada y socialmenteencamada», y convoca a los cristianos a participaractivamente en esa conversación. Esto suponeaceptar los riesgos que toda conversación seria im-plica, y concuerda con lo que yo estoy tratando desugerir aquí: un camino hacia delante que no es niel fundamentalista ni el liberal. Aun arriesgándomea una caricatura excesiva, diría que, en el primercaso, el peligro consiste en que la colonia de re-sidentes extranjeros se convierta en gueto; y, en elsegundo, el peligro estriba en que se pierda elsentido de la misión específica. La investigaciónseria es sustituida por un mariposeo errático, su-biéndose siempre al tren de la corriente imperantepara ver si conduce a algún lugar interesante. Enel nombre sagrado de la «pertinencia», la fuerzadel evangelio se pierde en una serie de alianzasllenas de entusiasmo, cada una de las cuales sedescarta rápidamente en favor de alguna otra. Alhablar del conocimiento como algo personal, Po-lanyi pretende describir un camino que escape tantoal objetivismo como al subjetivismo. Es una pro-puesta que subraya el papel esencial de la tradicióny la relación del compromiso personal con el des-arrollo potencialmente arriesgado de la tradición.El principal énfasis se pone en la responsabilidad

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personal, en busca de una verdadera comprensiónde la realidad.

La brecha entre un falso objetivismo y el sub-siguiente desplome en el subjetivismo se refleja enla discusión que se desarrolla en el campo político.El reciente hundimiento de los regímenes comu-nistas en Europa oriental ha estimulado la euforiaen el mundo occidental por las excelencias de lasociedad libre. Se contrasta el pluralismo con eltotalitarismo como la luz con la obscuridad. Sinembargo, en nuestra sociedad sabemos mucho, yestamos aprendiendo más, sobre los problemas delpluralismo. El pluralismo total--en el que no exis-te ningún criterio con el que poder valorar los dis-tintos estilos de vida; en el que está prohibido cual-quier clase de discernimiento entre las normasculturales que evalúe unas como mejores y otrascomo peores; en el que no existe verdad, sino úni-camente «lo que tiene sentido para mí>>- conduceinevitablemente a la anomía, al extravío, a una vidasin sentido en un mundo sin sentido. El marxismopretendía ser una visión científica de los asuntoshumanos objetivamente verdadera, al margen delos juicios de valor o de las pasiones morales.Como tal, reivindicaba el derecho a imponersecomo doctrina pública que controlara todos los as-pectos de la vida. Aunque el marxismo tuviera unpoderoso atractivo para las pasiones morales, porsu énfasis en la justicia y la equidad, pretendía seríntegramente verdadero sin referencia alguna a esaspasiones morales, a las que desde·ñaba. Era unaverdad objetiva y, por tanto, una necesidad his-tórica. Hemos visto las desastrosas consecuenciasde esta doctrina, que proyectó su sombra sobre lavida política e intelectual del mundo a lo largo de

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la mayor parte de este siglo, y hemos aplaudido elfracaso de los regímenes que se habían basado enella. En esta situación, la palabra «pluralismo» hapasado a ser el término con que designamos el tipode sociedad en que queremos vivir. Una sociedadlibre es una sociedad pluralista. De las desastrosasconsecuencias de un falso objetivismo, corremosel peligro de caer en un falso subjetivismo en elque no hay criterios, puesto que todo vale.

Quisiera plantear la distinción entre dos clasesde pluralismo, que denominaré «pluralismo ag-nóstico» y «pluralismo comprometido». Por «ag-nóstico» entiendo, claro está, el tipo de pluralismoen el que la verdad se considera incognoscible yen el que no hay ningún criterio para juzgar losdiferentes tipos de creencias y comportamientos.Es el tipo de pluralismo que cada vez influye másen las denominadas sociedades «libres». Al utilizarel término «pluralismo comprometido», sigo a Po-lanyi en su visión del conocimiento como algo queno es ni estrictamente objetivo ni estrictamentesubjetivo, sino que es válido para la persona queestá personal y responsablemente comprometida enbuscar la verdad y expresar públicamente sus des-cubrimientos.

El trasfondo de todo ello es, naturalmente, lapropia experiencia de Polanyi de lo que él solíallamar «la república de la ciencia». La comunidadcientífica es pluralista, en el sentido de que no estácontrolada o dirigida desde un centro. Los cien-tíficos son libres para seguir sus propias líneas deinvestigación y de estudio. Son libres para disentirunos de otros y para discutir unos con otros, y asílo hacen. Pero actúan dentro de una tradición queencama los descubrimientos de los antiguos miem-

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bros de la república. La tradición no es ni infalibleni intocable. Por el contrario, está siendo conti-nuamente modificada por nuevos descubrimientos.No obstante, proporciona un marco firme para lainvestigación científica . .Nadie puede llegar a ser'miembro de la república si no ha completado conéxito un largo aprendizaje bajo la dirección de quie-nes son maestros reconocidos. Existe libertad, perono anarquía; existen normas que han de ser res-petadas para que la investigación no se conviertaen algo inútil. Las ideas establecidas desde hacetiempo no se desechan sin un prolongado trabajoexperimental y, en cuálquier caso, sólo cuando unateoría más viable se ha demostrado válida. La li-bertad de pensamiento y de especulación está li-mitada por lo que se ha establecido como verda-dero. Y porque se cree que hay una realidad cuyaverdad puede ser conocida -aunque lo sea sólode forma parcial y provisional-, los descubri-mientos de los científicos se publican para queotros los examinen críticamente y los verifiquen.Y, por idéntico motivo, no se permite que coexis-tan codo a codo las diferencias de opinión comomuestra de las excelencias del pluralismo. Talesdiferencias son tema de debate, argumentación,comprobación y nueva investigación, hasta queuna visión prevalece sobre la otra como más ver-dadera, si no es que alguna nueva interpretaciónhace posible la reconciliacion de ambas como dosperspectivas distintas desde las que contemplar unaúnica realidad.

La parte científica de nuestra cultura es, conmucho, la parte más dinámica. Dada la diferenciaentre los datos con los que trabajan las cienciasnaturales y los manejados por los estudiosos de

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otras disciplinas, me veo obligado a preguntarmesi ello justifica el enorme abismo existente entreestas dos partes de nuestra cultura con respecto anuestra búsqueda de la verdadera realidad, y si larepública de la ciencia no ofrece un modelo de unpluralismo que no es agnóstico y anárquico, sinocomprometido y responsable en su búsqueda de laverdad. Quizá el eslogan «Una sociedad respon-sable», empleado por el Consejo Mundial de lasIglesias hace cuarenta años y que se acuñó en eldebate entre el comunismo y el laissez-jaire ca-pitalista, tenga una aplicación más amplia. ¿Quépodría significar esto en la práctica?

Significaría, en primer lugar, que, así comonos negamos a aceptar que no exista una terceraposibilidad entre la falsa objetividad y la falsa sub-jetividad -ambas con el factor común de la ab-dicación de la responsabilidad personal en la bús-queda y el conocimiento de la verdad-, asítambién, en el ámbito público, nos negamos aaceptar la idea de que no haya una tercera posi-bilidad entre alguna clase de teocracia --quizás unretorno a una imagen idealizada de la cristiandadmedieval-, por una parte, y el pluralismo agnós-tico, por otra. El corolario de la idea de Polanyisobre un conocimiento personal responsable es unasociedad en la que se reconozca y respete esa res-ponsabilidad. Evidentemente, la Iglesia cristianadebe ser el modelo y el vivero de dicha sociedad,pero sólo podrá serlo si conseguimos liberarnos dela falsa dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo,que queda reflejada en la lucha entre liberales yfundamentalistas; y la clave para ello estriba en laaceptación de la responsabilidad personal en la bús-queda y difusión de la verdad. Tanto el subjeti-

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vismo como el objetivismo son formas de eludirla responsabilidad personal en el conocimiento dela verdad. Ésta es, en mi opinión, la cuestión esen-cial. Y si es así, entonces lo que hay que pedir ala Iglesia es que entre decididamente en la luchapor la verdad en el ámbito público. No podemosbuscar nuestra propia seguridad en la restauraciónde la cristiandad, ni podemos tampoco seguir acep-tando la seguridad que se nos ofrece en el plura-lismo agnóstico, en el que somos libres de tenernuestras propias opiniones, a condición de queaceptemos que son únicamente opiniones perso-nales. Estamos llamados, creo yo, a introducirnuestra fe en el ámbito público, a difundirla, asometerla al riesgo del encuentro con otras fes yotras ideologías en un debate abierto, ya la arries-gada empresa de descubrir lo que significa la obe-diencia cristiana en unas circunstancias radical-mente nuevas y en el seno de unas culturashumanas radicalmente distintas.

En una sociedad en la que impera el pluralis-mo agnóstico, la libertad se entiende como posi-bilidad de hacer lo que se quiera, con tal de nointerferir en la libertad de los demás. La libertadse entiende como la ausencia de límites; por esoel modelo ideal de libertad sería el de un astronautaflotando ingrávido en el espacio y sin contacto conla nave. Pero, obviamente, este hombre no seríalibre en absoluto, pues «libertad» significa posi-bilidad de elegir entre distintas opciones en el mun-do real; y, cuanto más aprendemos sobre el mundoreal, menos lugar hay para la fantasía. Una socie-dad en la que cualquier clase de absurdo es acep-table no es una sociedad libre. El pluralismo ag-nóstico no tiene defensas contra el absurdo. El

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pluralismo comprometido valora la libertad comocondición necesaria (aunque no suficiente) paraaprehender la verdad del mundo real; la relaciónfundamental entre verdad y libertad es la enunciadapor Jesús cuando dice: «La verdad os hará libres».Estas palabras, recordémoslo, provocaron la cólerade sus oyentes, que afirmaron que ya eran libresy no necesitaban de nadie que los liberase. PeroJesús les dijo que no serían libres hasta que laverdad los liberase, y ellos respondieron con laamenaza de apedrearle. Si nosotros afirmamos--como debe hacer la Iglesia- que la libertad noes un don natural del ser humano, sino algo quedebe conquistarse mediante el reconocimiento dela verdad, y que, en última instancia, la verdad esalgo que se concede, pura gracia de Dios que hade recibirse en la fe, seguro que más de uno seirritará y pensará que la sociedad libre está de nue-vo amenazada por el dogma. Creo que la Iglesiano puede eludir la intensidad de este enfrenta-miento.

Los cristianos no son, por supuesto, los únicosen cuestionar la totalidad de los fundamentos denuestra cultura. La popularidad del movimientoN.ew Age es muy comprensible. Hay un justificadoreconocimiento del hecho de que todo el movi-miento de la Ilustración, desde Bacon en adelante,ha estado relacionado con el poder; el poder queel conocimiento nos proporciona sobre la natura-leza y también, en definitiva, sobre otras personas.El movimiento iniciado por Bacon, y que ha dadoorigen a un vasto desarrollo de la ciencia y de latecnología basada en la ciencia, nos ha dado undominio sobre la naturaleza que nos ha apartadode ella. Existe un profundo sentimiento de duelo,

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de pérdida de nuestra original unidad con el mundonatural. Aquellos a quienes solemos llamar pueblos«primitivos»,· aquellos que han escapado a nuestracivilización y, por tanto, a nuestra alienación y anuestra aflicción, nos parecen ahora ejemplos decómo deberíamos vivir. Hemos desarrollado de-masiado una mitad de nuestro cerebro y necesi-tamos recuperar lo que hemos perdido: la capaci-dad para ver las cosas en conjunto, no pretendiendodominarlo todo mediante la disección, el análisisy los métodos experimentales que fuerzan a la na-turaleza a responder a las preguntas que le hace-mas, sino aceptando la integridad de las cosas yalegrándonos por ella. No podemos negar los nu-merosos elementos de verdad que hay en esta pro-testa. Y, sin duda alguna, la crisis ecológica globala que ahora nos enfrentamos exige una reconsi-deración radical de la trayectoria seguida en losúltimos trescientos años, en los que hemos mani-pulado y explotado la naturaleza para nuestros finesparticulares. Sin duda, necesitamos otra clase deracionalidad distinta de ésta, tan brillante al con-cebir los medios, pero tan desvalida a la hora dediscernir los fines últimos.

El movimiento New Age, con toda la validezde su protesta y el valor de algunas de sus reco-mendaciones, es, en realidad, un antiguo callejónsin salida. Existe una historia muy larga que nosrecuerda lo que sucede cuando la naturaleza esnuestro único punto de referencia, desde los ado-radores de Baal en el Antiguo Testamento a losadoradores de la sangre y la tierra en la Alemanianazi. La naturaleza no conoce la ética; lo bueno ylo malo no existen para ella; las realidades queimponen su ley son la fuerza y la fertilidad. La

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naturaleza muestra a veces una sonrisa encanta-dora, pero sus dientes son terribles. Y, además, laciencia moderna nos dice que existe una ley de lanaturaleza que ningún científico cuestionaría: ladenominada «segunda ley de la termodinámica»,según la cual todo sistema cerrado avanza nece-sariamente hacia el desorden. El sol vierte a rau-dales su energía, y nada podrá devolversela. Tododecae. En consecuencia, si toda la naturaleza, elcosmos, debe entenderse como un sistema cerradoperfectamente explicable sin referencia a nada quelo trascienda, no hay escapatoria a esa conclusión.Como ha dicho recientemente un científico mo-derno, la estructura profunda del cambio es la de-cadencia. Si la naturaleza tiene la última palabra,es ésta.

Nuestra fe es que el cosmos no es un sistemacerrado y que la segunda ley de la termodinámica .no tiene la última palabra; creemos que el cosmosha sido creado por la palabra de Dios y que esapalabra está continuamente activa en la totalidaddel cosmos para renovar y crear, a partir de ladecadencia, nuevos modelos de orden, para resu-citar el cuerpo de Jesús de la muerte a una nuevacreación gloriosa, para renovar la faz de la tierray toda la vida de la humanidad. Si la naturalezatiene la última palabra, esa palabra es «muerte».Pero si es verdad que la última palabra, como tam-bién la palabra primera, la que fue en el principio,se ha convertido en parte de nuestra historia en elhombre Jesús y se manifestará al final como laconsumación de toda la historia cósmica y humana,entonces no podemos aceptar la llamada, por se-ductora que sea, a abandonarnos al abrazo de lamadre naturaleza. Ni podemos aceptar un tipo de

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pluralismo que confunde lo normal con lo nor-mativo, que supone que la unidad del género hu-mano puede alcanzarse sin plantear ninguna pre-gunta sobre la verdad última; un ecumenismo falsoy engañoso que preconiza la unidad como un finen sí misma y que niega la reivindicación centraldel evangelio, que es Jesús, el Jesús crucificado yresucitado, único centro en torno al cual puedenreunirse los alienados seres humanos en una fra-ternidad reconciliada.

Tenemos un evangelio que proclamar, y nodebemos hacerlo sólo ante los individuos en su vidapersonal y familiar. Sin duda, también esto es algoque debemos hacer, pero sin dejar de proclamarlocomo parte de la continua conversación que con-figura la doctrina pública. Debe escucharse en laconversación de los economistas, psiquiatras, edu-cadores, científicos y políticos. Hemos de procla-marlo, no como un conjunto de valores estimables,sino como la verdad sobre la realidad, como aque-llo con lo que todo ser humano y toda la sociedadtendrán que contar. Cuando seamos fieles a estecometido, forzosamente pareceremos subversivosa quienes creen que el cosmos es un sistema ce-rrado. Puede dar la impresión de que amenazamoslos logros de todos esos siglos en los que ésta hasido la creencia dominante. En realidad, lo quehacemos es ofrecer la única esperanza de conservary prolongar los frutos positivos de esos siglos paraun futuro que, de otro modo, podría pertenecer alos bárbaros. .

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3Decir la verdad al César

Recientemente, he estado releyendo un libro queme impresionó de manera muy grata cuando lo leípor vez primera: El final del mundo moderno, deRomano Guardini, escrito inmediatamente despuésde la guerra, entre los escombros de una Alemaniaen ruinas. Guardini, que preveía una rápida erosiónde los restos que habían quedado de la culturacristiana, escribe: «El cristianismo necesitará, unavez más, mostrarse como una fe que no es evidentepor sí misma; estará obligado a diferenciarse conmayor claridad de un ethos dominante no-cristia-no». Aunque Europa ha ido más lejos que Américaen el camino que Guardini preveía, creo que po-demos admitir su afirmación como una visión co-rrecta de la situación en el Norte, en las sociedadesoccidentales que en otro tiempo se consideraronencarnación de la civilización cristiana. En el mis-mo pasaje, Guardini dice que la Iglesia no tendráotra alternativa que regresar a sus antiguas raícesdogmáticas, y he tratado de sugerir cómo podríahacerlo en una situación en la que los presupuestosde nuestra cultura han creado una escisión en laIglesia cristiana, separando a los liberales de losfundamentalistas.

En este tercer capítulo, quiero profundizar enlo que podría implicar el intento de probar la va-lidez y el poder de la fe cristiana en la vida públicade una nación. En el curso de la larga batalla entre

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estos dos sectores de la sociedad cristiana, entrequienes se etiquetan mutuamente de «liberales» ode «fundamentalistas», una de las principales crí-ticas dirigidas contra los liberales era que habíansustituido el evangelio de salvación de Jesucristopor toda una retahíla de cuestiones sociales y po-líticas, de tal modo que quienes asistían al cultoeJl las iglesias, con la intención de escuchar lapalabra que Dios dirigía a sus corazones y a susconciencias, tenían que escuchar en su lugar unaconferencia sobre algún tema social o político, res-pecto al cual el predicador estaba menos informadoque muchos de sus oyentes. Naturalmente, contralos fundamentalistas y los evangélicos conserva-dores se formuló la acusación de que predicabanel evangelio tal forma que lo vaciaban de todos suscontenido éticos; que «la gracia barata» se vendíade puerta en puerta, cuando lo necesario habríasido una llamada al seguimiento de Jesús, desa-fiando los errores del mundo. Debo confesar deinmediato que en muchas ocasiones me he sentidotraicionado por una u otra de estas corrientes y heexperimentado una profunda comprensión por laira que cada una de estas actitudes generaba en elotro bando de la disputa. ¿Es posible decir algoque pueda ayudar a la Iglesia a evitar ambas trai-ciones y a dar un testimonio evangélico sincerofrente a las grandes cuestiones públicas de la so-ciedad?

En primer lugar, es importante recordar quehay situaciones en las que el dogma fundamental,en su forma más pura, es el más poderoso agentecrítico de la sociedad. La celebración de la liturgiadivina en las iglesias de la antigua Unión Soviéticadurante los setenta años en que el marxismo rigió

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la vida pública, y la predicación fiel de la palabraen las iglesias luteranas de la antigua RepúblicaDemocrática Alemana durante cuarenta y cincoaños, han sido, como ahora sabemos, inmensa-mente influyentes a la hora de crear un espacio enel que la pretensión totalitaria del Estado fue si-lenciosamente rechazada por respeto a quien esSeñor de Estados y reinos. Por supuesto, ésa fuetambién la situación de la Iglesia pre-constantinia-na de los tres primeros siglos; la Iglesia que iba atransmitir la civilización cuando el mundo romanose derrumbara. En los últimos tiempos, hemos te-nido buenas razones para darnos cuenta una vezmás de que la Iglesia es un yunque que ha des-gastado muchos martillos. Pero nuestra situaciónno es ésa, y es un disparate romántico pretenderque podríamos retroceder a la inocencia pre-cons-tantiniana. Digo esto porque hay cristianos quequerrían vivir en una situación de protesta conti-nua, cuando no de persecución. Hay cristianos queparecen identificar el cristianismo con la protestacontra cualquier forma de gobierno, por el hechode que todo gobierno supone el uso de la coerción.Pero vivimos en una sociedad en la que tanto loscristianos como quienes no lo son tienen la res-ponsabilidad de participar en las tareas de gobier-no, aunque no sea más que emitiendo un voto aintervalos bastante largos; y la ciudadanía respon-sable entraña mucho más que eso.

Y, por supuesto, no podemos retroceder aaquel período de la vida de la Iglesia que se inau-guró con el bautismo de Constantino, aquella largaetapa que dio origen a la civilización europea. Lanostalgia de la cristiandad es muy comprensible,pero inútil. Tenemos que estar realmente agrade-

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cidos por aquellos grandes siglos en los que lastribus bárbaras de la península occidental de Asiafueron al menos parcialmente cristianizadas y secreó la civilización de la que somos herederos ybeneficiarios. Comprender ese período es esencialsi queremos comprendernos a nosotros mismos.Fue un intento prolongado de realizar el reino deCristo en la vida real del mundo. Pero fracasó, yno podemos intentar reconstruirlo.

La época que siguió se inspiró en los primeroslogros de la nueva ciencia. Ofreció la liberacióndel dogma que había regido la cristiandad y loreemplazó por la afirmación del poder de la razónhumana y la conciencia individual para descubrir,sin ayuda de la revelación divina, la verdad de lasituación humana. En lo sucesivo, la figura centralde la doctrina pública ya no fue Dios, creador,sustentador y guía de todas las cosas, sino la per-sona humana individual, dotada de las facultadesnecesarias para conocer la verdad y vivir por ella.Quizá fuera casi inevitable que los cristianos, queno viven en un lugar aparte, sino que son parte dela sociedad, ya no consideraran a la Iglesia comoportadora de la verdad por la que todos los sereshumanos deben vivir, sino como una asociaciónvoluntaria a la que los individuos creyentes podíanlibremente unirse para desarrollar y expresar su fe.Obviamente, esta asociación voluntaria no tieneuna relación intrínseca con el Estado. La Iglesia yel Estado no son, como lo fueron en la antiguacristiandad, dos órganos de un mismo cuerpo. Elcristianismo atañe a la relación individual del almacon Dios, y la Iglesia debe ayudar al individuo adesarrollar esa relación. Incluso en nuestra época,estamos viendo los frutos tardíos de este proceso

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en la fragmentación del cuerpo cristiano y en lamultiplicación de grupos reunidos en torno a per-sonalidades fuertes, capaces de apelar a los sen-timientos religiosos de los individuos.

Desde luego, hay ciertas ventajas en esta si-tuación si la comparamos con la que vivió la Iglesiaen la época de cristiandad, cuando el poder delEstado podía obligarla -y lo hizo frecuentemen-te- a someterse a los intereses temporales. Lasiglesias que proceden de Calvino y la Reforma deGinebra han puesto un fuerte énfasis en que laIglesia no está sometida al Estado en cuestionesespirituales. La libertad de la Iglesia respecto alpoder del Estado ha sido uno de los elementos clavede la tradición reformada. Pero cuando ésta se com-bina, como ha sucedido en las modernas socie-dades liberales, con el individualismo nacido de laIlustración, cuando se considera a la Iglesia comouna asociación voluntaria compuesta por los in-dividuos que han decidido aceptar la fe cristiana yunirse para nutrirse de ella y practicarla, entoncesaparece el peligro de que las implicaciones éticasdel evangelio lleguen a considerarse meras reglasinternas de la Iglesia, guía para la conducta cris-tiana, más que ley del Creador con jurisdicciónsobre toda la familia humana. La libertad de laIglesia respecto al control del Estado en cuestionesespirituales es una libertad vacía si es simplementelibertad de los individuos para seguir sus inclina-ciones, y no la libertad que otorga la palabra deDios para hablar en su nombre tanto al Estadocomo a todas las instituciones humanas.

Cuando tratamos de discernir cómo debe laIglesia transmitir la palabra de Dios, la palabra delevangelio, a la vida pública de nuestras sociedades,

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creo que nos puede servir de ayuda el echar unamirada al enfrentamiento más dramático de nuestraépoca entre la Iglesia y la vida pública de unanación: el conflicto de la iglesia alemana. Podemosadmitir que la ideología que tomó el poder en Ale-mania en la década de los treinta fue una forma depaganismo mucho más extremo que el que tenemosque afrontar en nuestras sociedades pluralistas;pero de un caso extremo podemos aprender algoútil para nuestra situación actual. Es bien sabidoque Dietrich Bonhoeffer, que estuvo en el centrode aquel enfrentamiento y que también estuvo in-merso en la vida de la Iglesia en Estados Unidosy Gran Bretaña, tuvo que enfrentarse al hecho deque los buenos cristianos liberales del mundo an-glosajón que apoyaban a la iglesia confesante, laapoyaban por razones que aquella iglesia estabaobligada a rechazar. Como Bonhoeffer percibía, elproblema radicaba en la naturaleza de la libertadde la Iglesia. Los anglosajones la considerabancomo una ausencia de limitaciones: la Iglesia noestaba controlada por el Estado. Para Bonhoeffery sus compañeros, eso no era en modo algunolibertad. La libertad de la Iglesia consiste en laobediencia a la palabra de Dios, y esa libertad latiene la Iglesia aun cuando sus predicadores esténencarcelados. El testimonio supremo de esta li-bertad en aquel contexto fue la «Declaración deBarmen», que no hablaba de libertad, sino de obe-diencia; que afirmaba que la Iglesia tiene que obe-decer al Señor Jesucristo y a ningún otro poder.El texto de Barmen no trataba de problemas po-líticos o económicos, que son asuntos propios depolíticos y economistas. Pero fue una afirmaciónincomparablemente vigorosa y efectiva de la li-bertad que la palabra de Dios otorga a la Iglesia.

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Para la Iglesia, ser libre para poder ocuparse sim-plemente de sus propios asuntos no es libertad. Lalibertad propia de la Iglesia es inseparable de suobligación de afirmar la soberanía de Cristo sobretodas las esferas de la vida humana sin excepción.El modelo individualista de libertad que impregnanuestra sociedad y determina el modo en que nosplanteamos cualquier problema tiene que ser cues-tionado por la afirmación evangélica de que nosomos libres por naturaleza, sino que podemos re-cibir el don de la libertad cuando estamos en Cristo,y que en todos los ámbitos de la existencia hay unúnico Señor al que obedecer, nuestro Señor Je-sucristo.

¿Cómo debe reflejarse todo esto en la vida dela Iglesia y en la predicación? Creo que hay dosaspectos que tenemos que distinguir al plantear estapregunta: uno atañe a la relación entre la ley y elevangelio, y el otro a la relación entre la conductapersonal y la política pública. El primero es untema tan manido que dudo si referirme o no a él;pero una de las acusaciones principales contra lospredicadores calificados de liberales es que no pre-dican el evangelio, sino que recomiendan progra-mas políticos. Peter L. Berger, en su acusación deapostasía a las iglesias americanas, parece adoptaruna visión del evangelio que lo reduce al perdónde los pecados. Pero el precioso don del perdónno puede nunca separarse de la llamada de Jesúsa tomar la cruz y seguirle. Ése es el verdaderonúcleo del evangelio, que, a la vez, lo da todo ylo exige todo. La tarea del predicador es mantenerunidos esos dos elementos para que los hombresy las mujeres puedan liberarse del peso de la culpay sean también libres para seguir a Jesús. Es cierto

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que una gran parte de los sermones sobre asuntospolíticos tienen el efecto de imponer una carga deculpa aún más pesada sobre quienes no son lobastante duros como para negar la importancia deesas cuestiones. La gente, y especialmente la gentebien concienciada que percibe el terrible mal queexiste en el mundo, necesita el mensaje de perdón.No pueden afrontar eficazmente los males del mun-do mientras están agobiados por el peso de la culpa.El sentimiento de culpa de los blancos liberales esuna parte importante del panorama actual. Pero esuna predicación distorsionada del evangelio, queno conduce a un compromiso nuevo para seguir aJesús en su desafío al dominio del mal.

Todo esto es fácil de decir, pero difícil dehacer, como sabe cualquier predicador. Pero pasoa la cuestión más compleja de los contenidos éticosde la predicación. Pocos cristianos negarían que elhecho de ser cristiano conlleva unos compromisoséticos ineludibles. Amar al prójimo es una con-secuencia necesaria del seguimiento de Jesús. Pero¿qué supone ese amor? ¿Supone un compromisocon programas políticos, económicos y socialesconcretos? ¿Es este compromiso una intrusión in-debida de la Iglesia en la esfera del gobierno? ¿Oes la ausencia de tal compromiso una evasión deldesafío que supone el evangelio?

Es cierto que hay una larga y bastante tristehistoria de alianzas de la Iglesia con programaspolíticos concretos. La Iglesia ha estado compro-metida en la defensa de los derechos divinos delos reyes, de la oligarquía contra la democracia, ydel libre mercado capitalista contra el comunismo.En Gran Bretaña, las iglesias libres estuvieron tanprofundamente comprometidas con el partido li-

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beral que, cuando éste se derrumbó, entraron enuna decadencia de la que todavía no se han recu-perado. La Iglesia no puede identificarse total-mente con ninguna de esas causas. Y, sin embargo,tampoco pueden serIe indiferentes. Quizá sea estolo más importante que hay que decir -y es im-portante aun siendo negativo---. Las afirmacionesde la «Declaración de Barmen» no habrían tenidoningún impacto sin los anatemas. La declaraciónnombra y rechaza una falsa ideología. No dice alpueblo alemán qué debe hacer en el terreno polí-tico. Afirma la verdad del evangelio y, a su luz,condena la falsedad reinante. Creo que tal vez seaesto lo primero que hay que decir sobre el deberde la Iglesia en relación a los temas políticos. LaIglesia tiene que desenmascarar las ideologías.

Walter Wink, en su serie de volúmenes sobrelos «principados y las potestades», nos ha ayudadoa corroborar la validez que sigue teniendo en nues-tra situación el lenguaje bíblico sobre el poder. No

~ es cierto, nos recuerda Wink, que el mensaje dela Iglesia se dirija únicamente al individuo. SegúnEf 3,10, hay que dárselo a conocer a los «princi-pados y potestades». Nosotros encontramos estaspotestades, como nos dice el Nuevo Testamento,en entidades tales como el Estado, la ley, la tra-dición y la religión. Estos poderes, aunque dis-puestos por Dios, no conociendo la verdadera sa-biduría de Dios, se confabularon para crucificar alSeñor de la gloria. Pero, aunque podamos encon-trarlos bajo esas formas, tienen una realidad queno se agota en estas representaciones visibles-Caifás, Pilato y Herodes-, de modo que nuestralucha no es contra esos hombres de carne y hueso,sino contra los poderes por ellos representados. Y

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estos poderes, aunque creados en Cristo y paraCristo, y, por tanto, con una función positiva enla economía de Dios, pueden ser y han sido co-rrompidos. Y se corrompen, se convierten en de-moníacos, cuando se absolutizan y se les da el lugarque pertenece sólo a Dios. El don positivo de laafinidad en la familia inmediata y extendida secorrompe y aparece como el mal del racismo. yel don positivo de la personalidad individual secorrompe transformándose en la funesta ideologíadel individualismo.

Lo que la «Declaración de Barmen» tratabade desenmascarar y rechazar era la ideología de lanación, la raza y la sangre. La ideología que te-nemos que identificar, desenmascarar y rechazares una ideología de la libertad, una concepción dela libertad falsa e idolátrica que la equipara con lalibertad del individuo para hacer lo que desee. De- .bemos oponerle la fe trinitaria, que contempla larealidad en términos de relación. Como rechazoexplícito de un individualismo que sitúa al yo au-tónomo en el centro y considera a los demás yoeslimitaciones de nuestra libertad, hemos de situarel dogma básico que se nos ha confiado: que lalibertad se encuentra al ser admitido en esa co-munidad de amor entregado y recibido, que es larealidad eterna en la cual y por la cual existen todaslas cosas. El rechazo de la relación como el ver-dadero camino hacia la libertad se observa en lafácil disolución del vínculo matrimonial, en la rup-tura de las familias y en el enorme desarrollo delconsumismo.

Su manifestación más impresionante es laideología contemporánea del mercado libre: en laque tenemos un nuevo ejemplo de algo bueno que

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se ha corrompido. Es evidente -y hemos tenidomuy próxima la lección en los últimos tiempos-que el mercado libre es el mejor camino para unequilibrio permanente entre oferta y demanda. Peroes también evidente que cuando se hace del mer-cado libre un absoluto, al margen de un controlracional a la luz de unos principios éticos, se trans-forma en un poder que esclaviza a los seres hu-manos. El mercado libre es un buen sirviente, peroun mal amo. No es necesario demostrar que, siconsideramos a la familia humana como un todo,lo que una minoría experimenta como libertad lamayoría lo experimenta cono esclavitud. El propioAdam Smith reconoció que el mercado libre sóloserviría al bien común si la sociedad se impregnabade ciertos principios morales. Sus sucesores hanseparado totalmente la ética de la economía y hanhecho de ésta una ciencia autónoma. Para los pro-pósitos de dicha ciencia, se parte de la base de quea los seres humanos sólo les motiva su egoísmo.La unidad social básica es un ser humano cuyofirme propósito consiste en conseguir el máximoposible de bienes y servicios con el mínimo es-fuerzo. Ya en las primeras etapas de la evolucióndel libre mercado capitalista, se hizo obvio queestaba produciendo la abominación del trabajo in-fantil y la destrucción de la salud y la dignidadhumanas. En una reacción moral contra este estadode cosas, las naciones desarrolladas introdujeronuna legislación que limitaba las operaciones delmercado y creaba lo que hemos conocido como«Estado de bienestar». Gran parte de esta legis-lación está siendo desmantelada en algunas socie-dades desarrolladas, pero ahora la amenaza eco-lógica nos enfrenta con la nueva evidencia de queel mercado libre no puede dejarse sin control. La

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idea de que todo irá bien si la vida económica sedesvincula de toda consideración moral y se la dejaoperar de acuerdo con sus propias leyes, no es másque una abdicación de la responsabilidad humana;es la entrega de la vida humana a la diosa paganade la fortuna. Si no se reconoce la soberanía deCristo en el mundo de la economía, los poderesdemoníacos tomarán el control.

No es asunto de la Iglesia hacer alianzas conla derecha o con la izquierda en el actual panoramapolítico. Lo que debe hacer es desenmascarar lasideologías que las impregnan y ofrecer un modelomás racional para la interpretación de la situaciónhumana. Ambos bandos utilizan en su debate eldiscurso sobre los derechos de la persona. Por unaparte, está el derecho de todo individuo a hacer loque desea con lo que ha ganado legalmente. Porotra, el derecho de todo ser humano a tener cu-biertas sus necesidades. El problema es insolubleen el terreno racional, por dos razones; En primerlugar, en una sociedad que no ha aceptado unadoctrina pública sobre el propósito de la existenciade las personas y de las cosas, no hay ninguna basepara discernir entre deseos y necesidades. Una per-sona racional querría exactamente lo que necesi-tase para cumplir el propósito por el que existimos.En ausencia de una doctrina pública sobre ese pro-pósito, la disputa entre deseos y necesidades esinsoluble. En segundo lugar, ambas partes se basanen el concepto de los derechos del individuo. Estosderechos son parte de la doctrina pública contenidaen la legislación. Pero los derechos están total-mente vaCÍos· de significado, a menos que se re-conozca que la responsabilidad debe ir unida a lareivindicación del derecho. Dado que no existe

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ninguna doctrina pública equivalente sobre la res-ponsabilidad humana, las múltiples y contrariasreivindicaciones de los derechos sólo pueden des-truir la sociedad.

El discurso sobre los «derechos» es, por su-puesto, un producto de la Ilustración. La antiguasociedad cristiana hablaba de los deberes para conDios y para con el prójimo. En el lenguaje de laIlustración, cuando se violan los derechos, se hablade justicia; en el lenguaje anterior se hablaba depecado y castigo. El pecado es contra Dios, y ,elcastigo es obra suya; pero, en Dios, el castigo essólo el lado oculto de su misericordia. La Iglesia,en su sometimiento general a la cultura de la Ilus-tración, ha adoptado el mismo lenguaje; habla mu-cho de derechos y justicia, y poco de pecado ycastigo. Si no hay juicio, la justicia será según ladefina cada cual, y las reivindicaciones opuestasde derechos son meros conflictos de intereses quehacen trizas la estructura social. Tenemos la res-ponsabilidad de dar testimonio de que hay un juezde todas las naciones, de que su juicio está llenode misericordia y de que la clave de todos losproblemas de la vida pública y privada se encon-trará en la sede única de la misericordia, donde elpecado de todo el género humano fue juzgado yperdonado.

Por tanto, si la Iglesia no debe identificarsecon ningún programa político concreto y, al mismotiempo, no puede dejar los problemas políticos almargen de sus preocupaciones, como si la sobe-ranía de Cristo no se extendiera más. allá de losmuros de la Iglesia, ¿qué puede decirse que sirvade guía en este terreno? Vuelvo a la «Declaraciónde Barmen» como modelo. Cada una de sus cláu-

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sulas contiene una afirmación y un anatema. Elprimer deber es la afirmación. La Iglesia debe afir-mar la verdad del evangelio, el hecho de la so-beranía de Cristo como único Señor y Salvador yla fe trinitaria, el punto de partida que se nos hadado, el dogma que debe modelar todo nuestropensamiento y nuestra reflexión. Afirmar esto atiempo y a destiempo, tanto si nos escuchan comosi se niegan a hacerlo, es, de hecho, la acciónpolítica más radical que podemos emprender. De-trás de la vehemente acusación de apostasía for-mulada por Peter L. Berger y sus colegas, está esteelemento de validez. Sucede que la fe de muchoscristianos en este dogma fundamental es bastantetibia, y por eso tienden a invertir su entusiasmo ysu compromiso en causas morales y políticas con-cretas. Consideremos el generalizado fenómeno delos cristianos «unidireccionales», para quienes elcristianismo en su conjunto se equipara con el apo-yo a una causa concreta y que valoran la Iglesiaúnicamente como apoyo a esa causa. Se permiteque los compromisos morales y políticos, que sonimplicaciones legítimas de la fe cristiana en unasituación determinada, desplacen el dogma fun-damental. Y, por supuesto, de ello se sigue quequienes consideran de mayor urgencia otras cues-tiones son, de hecho, excomulgados. Una vez más,lo que es bueno y adecuado en el nivel que lecorresponde se corrompe cuando se absolutiza.

Por lo tanto, junto con la afirmación debehaber anatema. Tenemos que rechazar las ideo-logías que otorgan a los elementos particulares enel ordenamiento divino de las cosas el lugar centraly absoluto que corresponde sólo a Cristo. Es buenoamar y servir a la nación en la que Dios nos ha

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situado; necesitamos más patriotismo auténtico, nomenos. Pero entregarse a un compromiso absolutocon la nación es caer en la esclavitud. La familiay las relaciones de afinidad son dones preciososque han de amarse y cultivarse, pero el racismosupone su corrupción. La reciprocidad del hombrey la mujer a imagen de Dios es uno de los donesdivinos más valiosos, y el feminismo puede seruna protesta legítima contra los males del dominiomasculino; pero, si se convierte en el centro delcompromiso esencial, se transforma en idolátrico.El libre mercado es una forma apropiada de equi-librar la oferta y la demanda; pero, si se absolutizay se permite que gobierne la vida económica, seconvertirá en un poder funesto.

Si la Iglesia es clara y valiente en su afir-mación de la verdad del evangelio como criteriopor el que toda empresa humana debe medirse yen su desenmascaramiento y rechazo de los ídoloscuyos adoradores llenan gran parte de la no tandesnuda plaza pública, quedará espacio para grancantidad de pragmatismo, de experimentación, decapacidad de riesgo en los problemas específicos.Ellosupondría que los distintos cristianos se com-prometerían en causas diferentes, pero no por esoexcomulgarían a los otros. Pero decir esto no essuficiente. Me gustaría exponer otros tres aspectosque espero sean útiles.

En primer lugar, aunque la Iglesia como co-lectivo no puede identificarse con un programapolítico concreto, sin embargo, sí le incumbe laresponsabilidad de preparar a sus miembros parauna participación activa y consciente en la vidapública, de tal forma que la fe cristiana configureesa participación. La vida pública es el lugar donde

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actúan los principados y las potestades. Existenestructuras y fuerzas que tienen un carácter trans-personal. La persona que actúa en el interior delas mismas no puede hacerlo como si fuera unindividuo libre. Hay algo de libertad, pero estálimitada por el conjunto de la estructura. Si com-prendo bien la enseñanza del Nuevo Testamentoen este terreno, creo que el papel que debe desem-peñar el cristiano no es el de un conservador ni elde un anarquista, sino el de un agente subversivo.Cuando Pablo dice que Cristo ha desarmado a laspotestades (no que las ha destruido), cuando serefiere a éstas como creadas en Cristo y para Cristoy cuando dice que la Iglesia debe dar a conocer lasabiduría de Dios a los poderes de este mundo,creo que lo que pretende decimos es que el cris-tiano ni debe aceptarlas como una especie de ordeneterno que no puede alterarse, ni debe tratar dedestruirlas por el mal que causan, sino que debeintentar subvertirlas desde dentro y, de ese modo,llevarlas de nuevo a la fidelidad a su verdaderoSeñor.

Hay una hermosa ilustración de todo ello enla relación de Pablo con Onésimo, el esclavo fu-gitivo. En la carta que dirige a los Colosenses,Pablo dice que los esclavos cristianos han de obe-decer a sus amos terrenales, porque de ese modoservirán en realidad al Señor. No le dice a Onésimoque vaya clandestinamente a Roma o a otro lugar,sino que le envía de vuelta a su amo, como esclavo;pero le envía con el rango de nuncio apostólico.La estructura no ha de ser simplemente destruida,como recomienda tanta retórica política popular,sino subvertida desde su interior.

Ahora bien, los «agentes secretos» han de sermuy hábiles. No empleamos suficientes energíasen entrenarlos. Una psiquiatra, cristiana devota, ala que recientemente se le preguntó si su cristia-nismo informaba su trabajo en la consulta, res-pondió: «¡Esa conducta no sería nada profesio-nal!». ¿Qué clase de preparación se precisa paraque un psiquiatra pueda discernir los modos en quesu profesión puede liberarse de la fidelidad a otrosprincipios y convertirse en un ámbito en el que sereconozca la obra salvadora de Cristo? ¿Cuál de-bería ser la formación específica de un profesor,de un ejecutivo de una gran empresa, de un abo-gado o de un funcionario? No necesitamos invertirmuchos más recursos de la Iglesia para hacer po-sible esa preparación. No es el clero el que debeasumir tal función, aunque deba participar en ella.Es necesario un vigoroso desarrollo de programaslaicos que permitan a éstos explorar juntos las po-sibilidades de subversión en las distintas áreas es-pecíficas del trabajo secular. Creo que ya se hahablado mucho en este sentido y, sinembargo, noha habido resultados visibles. En las pequeñas ta-reas de este tipo en las que he participado, hepercibido un gran entusiasmo, una vez que se com-prendía el propósito. Para los «agentes secretos»es importante saber que no están solos.

Pasando de la metáfora bastante sospechosadel «agente secreto» a otra más adecuada: ¿no eseso lo que se pretende decir en el gran pasaje dela Primera Carta de Pedro, cuando ·habla de laIglesia como un sacerdocio sagrado? El sacerdotetiene que representar a Dios ante nosotros y re-presentarnos a nosotros ante Dios. La Iglesia, dicePedro, tiene que hacer estas dos cosas: mostrar al

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mundo las obras poderosas de Dios y ofrecer aDios los sacrificios espirituales a él debidos. Evi-dentemente, este sacerdocio debe ejercerse inmer-so de la vida secular del mundo. Todo cristiano,en el curso de su trabajo secular, tiene que estarpresente como representante del sacerdocio total,introduciendo así el mundo secular en la relacióncon Dios que le es propia. La Iglesia se reúne eldía del Señor para renovar el sacerdocio renovandosu incorporación al único Sumo Sacerdote. Pre-parar a sus miembros para el ejercicio de este sa-cerdocio en los diferentes ámbitos de la vida se-cular, en función de los poderes específicos quelos rigen, debería convertirse en parte de la acti-vidad normal de la Iglesia.

En segundo lugar, si tal formación pudieserealizarse a gran escala, llegaría un momento enque muchos puestos de responsabilidad en la vidapública serían desempeñados por cristianos com-prometidos, suficientemente preparados para plan-tear cuestiones y hacer innovaciones en esos ám-bitos de acuerdo con los requerimientos delevangelio. Siempre que se plantea el tema del deberde la Iglesia de reclamar existencia pública para lafe cristiana, surge el espectro de una vuelta a lateocracia, de una reconstrucción de la cristiandad.Pero no puedo admitir que no exista un tercer ca-mino entre un cristianismo puramente privatizadoy una teocracia al estilo musulmán. Si aceptamosel modelo de lo que he llamado un «pluralismocomprometido», podemos trabajar con esperanzapor la llegad á de un tiempo en que el liderazgocristiano (no la dominación cristiana) pueda mo-delar la sociedad, pueda dar forma a una estructurade plausibilidad en la que las personas tomen de-

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cisiones y vuelvan a sus creencias. Sé que al uti-lizar la palabra «liderazgo» me estoy exponiendoa una acusación de elitismo, el pecado más im-perdonable de toda la lista actual de pecados im-perdonables. Pero me niego a dejarme intimidar.«Elitismo» se ha convertido en una palabra mal-sonante, porque hemos tenido una amplia expe-riencia de elites egoístas. Pero la solución no estáen negar la necesidad de liderazgo; eso no es más·que una evasiva. Lo que yo reclamo es un liderazgocuyo paradigma sea el de aquel cuya palabra «Sí-gueme» constituyó la Iglesia.

En tercer lugar, la contribución más impor-tante que puede hacer la Iglesia al nuevo ordensocial es ser ella misma un nuevo orden social.Más fundamental que cualquiera de las cosas quela Iglesia pueda decir o hacer es la realidad de unanueva sociedad que se dejara configurar por la fecristiana. La unidad básica de esta nueva sociedades la iglesia local. Tengo la impresión de que conmucha frecuencia, en los mejores círculos ecu-ménicos, se ha considerado a la iglesia local máscomo algo que necesita ser arrastrado que como elprincipal motor del cambio en la sociedad. Nues-tros poderosos organismos denominacionales e in-terdenominacionales para la acción política y socialdesarrollan formas de pensar y de hablar que lesdistancian de la iglesia corriente. En mi opinión,éste es uno de los motivos por el que estamosatrapados en el problema de la ley y el evangelio.Nuestros programas políticos y sociales se han dis-tanciado del evangelio de perdón que la Iglesiaanuncia -o debería anunciar-o No se puedenidentificar como la expresión natural de lo quehacemos, decimos y escuchamos los domingos por

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la mañana en la iglesia. Son, simplemente, pro-gramas alIado de (o mezclados con) los programasde los partidos políticos y los grupos de presiónseculares.

Comprendo que esto es hasta cierto punto ine-vitable, porque los males que debemos afrontar semanifiestan a gran escala, y es necesario tratarlosa nivel nacional e internacional. La comunidadlocal no puede enfrentarse a ellos sola. Pero laasamblea cristiana local, en la que se predica lapalabra del evangelio, en la que, mediante el sa-cramento de la Eucaristía, nos unimos a Cristo ensu muerte por el pecado del mundo y en su vidaresucitada por amor al mundo, es el lugar en dondepodemos desarrollar una vida compartida en la queel pecado se pueda reconocer y perdonar. Si estaiglesia comprende su verdadero carácter de sacer-docio santo por el bien del mundo, y si sus miem-bros están preparados para el ejercicio de ese sa-cerdocio en sus actividades seculares, podrá serlugar de desarrollo de un nuevo orden social. In-cluso aunque se trate de una comunidad muy pe-queña -y quizás especialmente si se trata de unacomunidad muy pequeña-, podrá convertirse enel foco de crecimiento a partir del cual se desarrollela subversión contra «principados y potestades» yaparezcan los primeros brotes de una nueva crea-ción. No se trata de un sucedáneo de las accionespolíticas necesarias a escala nacional e internacio-nal, sino que es el trabajo preliminar imprescin-dible, sin el cual la acción política a gran escalafracasará siempre.

Quiero subrayar la fundamental importanciade la iglesia local. Muchas de las necesidades dela Iglesia superan los límites de la iglesia local,

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tanto para ayudar y estimular a ésta como paradirigirse a unidades sociales más amplias, como laciudad, el Estado o la nación. Pero la iglesia locales el lugar en que de manera más básica se ponea prueba y se experimenta la verdad evangélica.y debe ser un lugar en que el evangelio se prediquey se crea. He tratado detenidamente el tema decómo nuestra predicación del evangelio se ha vistoconfundida y amortiguada por la disputa entre li-berales y fundamentalistas. Creo que se trata deuna disputa innecesaria y que tiene su origen en elhecho de que ambas partes han sido seducidas porlos supuestos incuestionados de nuestra cultura.Probaremos nuestra fidelidad al evangelio siendotanto fundamentalistas como liberales: fundamen-talistas, en el sentido de no reconocer más fun-damento sobre el que construir nuestro pensa-miento y nuestra acción, nuestra vida privada opública, que el Señor Jesucristo, tal y como loconocemos a través de la Escritura; liberales, enel sentido de estar dispuestos a vivir en una socie-dad plural, abiertos a nuevas experiencias, dis-puestos a escuchar nuevas ideas, siempre avan-zando hacia una comprensión más plena, en laconfianza de que Jesús es, efectivamente, el ca-mino, la verdad y la vida, y de que, cuando leseguimos, no estamos perdidos.

Este énfasis en la iglesia local se malinter-pretará y se abusará de él si no tenemos en cuentaque esa iglesia local es la presencia de la Iglesiauna, santa, católica y apostólica que reconocemosen el Credo. La iglesia local no es una rama de laIglesia universal, sino el lugar en el que la Iglesiauniversal se hace visible. Cuando la iglesia localhabla y actúa, sus palabras y obras, si quieren ser

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auténticas, deben intentar ser las palabras y lasobras de la Iglesia universal. Pero esto es difícilde lograr, y hasta de reconocer, en nuestra actualsituación de división. En los últimos trescientosaños, principalmente a causa de los aconte.cimien-tos de la historia europea, las iglesias han termi-nado por considerarse a sí mismas más como igle-sias nacionales que como presencia visible de laIglesia universal. Con la desintegración de la anti-gua cristiandad, el Estado nacional se convirtió enla única sede de soberanía reconocida. Las iglesiasfueron inducidas a considerarse iglesias de la na-ción, más que iglesias para la nación, iglesias quepodían transmitir la palabra de Dios a la nación.Pero, hablando de realidades puramente seculares,podemos muy bien estar llegando al fin de la eradel Estado-nación soberano que hemos conocidoen los tres últimos siglos. Las fuerzas económicas,financieras y técnicas han creado un sistema globalque es mucho más poderoso que la mayor parte delos Estados existentes. Los poderes seculares queconfiguran la existencia humana son cada vez mástransnacionales. Si la Iglesia debe decir la verdadal César, debemos tenerlos cada vez más presentes.

La experiencia del movimiento ecuméniconos ha enseñado cuán difícil es que las iglesiasnacionales acepten palabras de advertencia y rec-tificación de la comunidad cristiana más amplia.El Consejo Mundial de las Iglesias (wcc) , que noes la Iglesia universal, sino un conjunto de iglesiasdivididas que buscan la unidad, nos ha proporcio-nado a muchos de nosotros pruebas de ello. Estaexperiencia puede ser dolorosa, y con frecuenciase rechaza, pero es necesaria. La iglesia local noresponde verdaderamente a su vocación si olvida

que sus únicos títulos de derecho los tiene en cuan-to presencia local de la Iglesia católica'. Dado quehe tenido el privilegio de participar en muchasasambleas del Consejo Mundial, se me ocurrió queera un ejercicio saludable imaginarme a mí mismopredicando en una asamblea del wcc y preguntar-me: «¿Sonaría esto a verdadero aUí?». Si se rehúyeeste tipo de preguntas, la comunidad podrá ser unacálida fraternidad religiosa, pero no será la Iglesiacatólica encarnada localmente.

Estos pensamientos conducen a temas que vanmás allá del alcance de este libro. Si la iglesia localquiere responder verdaderamente a su vocación, siquiere ser capaz de decir la verdad a los represen-tantes locales del César, deberá intentar ordenar suvida de modo que todo lo que sea y todo lo quehaga concuerde con su carácter católico. Su sa-cerdocio deberá ser reconocido como el sacerdociodel conjunto de la Iglesia; su bautismo, como bau-tismo en la Iglesia universal; ysu celebración eu-carística, como celebración de la familia universal.

y esto nos lleva a los problemas de fe y ordenque fueron tan fundamentales en los trabajos ini-ciales del movimiento ecuménico, pero que ahora,desgraciadamente, están tan marginados. Si es ver-dad, como decía anteriormente, que la principalcontribución de la Iglesia a la renovación del ordensocial es ser ella misma un nuevo orden social,entonces todas estas cuestiones son fundamentales.

*«Católica» en el sentido de «universal» o «ecuméni-ca», no en el sentido que habitualmente se da en español ala expresión «Iglesia católica», que en inglés sería «RomanCatholic». (Nota del traductor).

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En un mundo que está ahora reunido en una únicaciudad global, la Iglesia debe ser visible y reco-nocible como la comunidad que abraza a toda laciudad en el amor del Padre. La palabra de verdadque la Iglesia dirige al César debe ser, o debeaspirar a ser, la palabra de toda la Iglesia. Escin-dida, desconcertada y contemporizadora, rara vezparece que merezca la pena escucharla. Pero hasobrevivido ya a muchos ocupantes del trono delCésar, y sobrevivirá aún a muchos más, pues laverdad que se le ha confiado es la verdad de Dios.

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