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OSV O L U M E N I

OSSobre historia y poder

Estudios de teoría política

Obras Selectas

Aníbal Romero

Obras Selectas. Sobre historia y poder. Estudios de teoría política. Aníbal Romero

© 2010 | Editorial EquinoccioTodas las obras publicadas bajo nuestro sello han sido sometidas a un proceso de arbitraje.Reservados todos los derechos.

Coordinación editorialCarlos Pacheco

Cuidado de la edición Maribel Espinoza

Diseño y diagramaciónAitor Muñoz Espinoza

ImpresiónGráficas Acea

Tiraje 1.000 ejemplares

Hecho el depósito de ley Depósito legal: lf24420093203562isbn: 978-980-237-308-6

Valle de Sartenejas, Baruta, estado Miranda.Apartado postal 89000, Caracas 1080-a, Venezuela.Teléfono: (0212) 9063162 | Fax: (0212) 9063164E-mail: [email protected]: g-20000063-5

Nota preliminar

El tema del desorden en la ética y la política

Dominación o emancipación: El vínculo entre conocimiento y política

La filosofía de la historia

¿Qué queda del marxismo?

El estudio del poder

Maquiavelo: Recuento crítico de una polémica inconclusa

La libertad política como disposición al riesgo: Una conclusión a partir de Hobbes

Desencanto del mundo, irracionalidad ética y creatividad humana

en el pensamiento de Max Weber

Filosofía e ideología política: El caso Heidegger

Teoría política e historia: Reflexiones sobre Carl Schmitt

Lukács y la fe en la historia (la tragedia de un intelectual)

Jean Paul Sartre: Filosofía de la violencia

Caracterización del fascismo y especificidad del nazismo

Fascismo y nazismo como ideologías míticas

La idea marxista sobre la esencia fascista en el liberalismo

La ruta hacia el nazismo: Carl Schmitt, la democracia y el «Estado total»

La política revolucionaria, la idea de causa y las causas de la Segunda Guerra Mundial

El «retorno a la comunidad» y la claudicación de los intelectuales: Alemania 1918-1939

El debate de los historiadores alemanes y el problema de la culpa

Bibliografía

Índice

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373

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407

419

445

469

483

507

P A R T E

P A R T E

P A R T E

Estudios de filosofía política

Estudios sobre pensadores políticos

Estudios de sociología política

II

I

III

La presente edición en tres volúmenes de mis Obras Selectas es el resulta-do de la buena voluntad y esfuerzo de numerosas personas.

De manera especial deseo destacar la guía y el apoyo de mi colega y amigo Carlos Pacheco, profesor titular de la Universidad Simón Bolívar y director de la Editorial Equinoccio, así como de Evelyn Castro y todos los miembros del equipo de trabajo de Equinoccio.

He sido afortunado al contar con el respaldo profesional y aprecio compartido de Maribel Espinoza, cuya devoción hacia la tarea de co-rregir los textos y prepararlos para su publicación ha sido fundamental. Agradezco también a Aitor Muñoz Espinoza su aporte creador, así como a Alberto Linares su dedicación.

Numerosos amigos contribuyeron con el financiamiento de estas pu-blicaciones. A todos ellos les reitero mi honda gratitud. Una de las más gratas experiencias vinculadas con la realización del proyecto, ha sido precisamente constatar que cuento con un nutrido grupo de sinceros y leales amigos. Me he sentido genuinamente recompensado por ello.

Los estudios recopilados en este volumen i fueron escritos entre 1997 y 2004, y publicados previamente como artículos en revistas especializa-das o como partes de libros.

Dedico esta edición de mis Obras Selectas a Gladys, mi esposa, y a Paola, mi hija, a quienes debo más –en términos de afecto entregado y de estí-mulos para vivir– de lo que jamás podría retribuirles.

Caracas, febrero de 2010

7Nota preliminar

P Á G

Estudios de filosofía política

P A R T E

I

1

Los pensadores y actores políticos podrían ser divididos entre los que conceden valor prioritario a la unidad, a lo homogéneo y estable, y aque-llos que por el contrario son capaces de tolerar buenas dosis de hetero-geneidad, desorden y pluralismo en los asuntos humanos, en ocasiones hasta el punto de concebir el conflicto como fuente indispensable de creatividad política y estabilidad democrática.

¿Qué es el orden político y en qué medida, como dicen que afirmó Ri-chelieu, «el desorden es parte del orden»? ¿Cómo determinar que una situación dada evidencia desorden en tanto que otra patentiza el orden? ¿Se trata de una línea divisoria solamente definida por la presencia o au-sencia de la violencia física, de la disolución de la autoridad, o de su li-mitación? ¿Qué otros criterios son capaces de orientarnos en la dilucida-ción del problema? Una pregunta adicional, que será acá nuestro objeto de análisis, es la siguiente: ¿Es bueno o malo, positivo o negativo, en la ética y la política, la presencia de lo contingente, lo incierto e imprede-cible, el flujo múltiple, complejo y azaroso de las cosas? ¿O es más bien deseable lo estable, lo que puede ser siempre controlado, lo que no está sujeto a la incertidumbre y la vulnerabilidad de afectos, circunstancias, pasiones y conflictos?

Como puede apreciarse, la definición de desorden que emplearé se vincula estrechamente a lo contingente, inestable, azaroso y no contro-lable; en tanto que por orden entiendo situaciones caracterizadas por la estabilidad, lo predecible y controlable. Conviene aclarar que el desor-den así entendido no implica necesariamente la perenne radicalización de los conflictos, ni el orden su total ausencia. La distinción tiene por

El tema del desorden en la ética y la política 11

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necesidad que concebirse como una cuestión de grados, en función de la capacidad de control sobre lo que nos ocurre y puede ocurrir.

En la tradición intelectual griega, poética y filosófica, el tema delinea-do, es decir, el tema de la deseabilidad o indeseabilidad de lo contingente y conflictivo en la ética y la política, tuvo extraordinaria relevancia. Para Píndaro y otros grandes poetas de la Grecia antigua, la definición de exce-lencia humana en el terreno ético se vinculaba a la fragilidad de nuestra condición, y el papel de lo contingente y lo no controlable consistía a la vez en complicar la valoración ética de nuestros actos y en darles su senti-do. Dicho de otro modo, el azar nos hace vulnerables y al mismo tiempo otorga valor a nuestras escogencias y acciones.1 En la tradición del pen-samiento griego clásico hallamos tanto el esfuerzo por controlar lo aza-roso y contingente y dominar la intrusión de la suerte o fortuna –tuche es el término griego, lo que le ocurre a alguien en oposición a lo que al-guien hace por su voluntad–, como el amor por lo riesgoso e incierto, por la vida que avanza sin ataduras abriendo espacios a la libertad de los in-dividuos. De un lado encontramos la búsqueda de una ciencia capaz de dominar lo contingente y homogeneizar la experiencia, y del otro la con-ciencia de que negar la pluralidad de las existencias y la multiplicidad de los valores conduce al empobrecimiento de la vida, y por consiguiente a una engañosa huida del dilema moral.

Martha C. Nussbaum ha dedicado un importante libro a analizar la aspiración griega de liberar nuestra existencia como seres morales del impacto del azar y la suerte, a través del poder controlador de la razón. En su estudio, Nussbaum analiza las vicisitudes teóricas del intento de eliminar el influjo de la fortuna, y de colocar los más importantes aspec-tos de la vida humana bajo el control del agente moral. Las preguntas centrales que Nussbaum formula son: ¿Qué rango de suerte o azar consi-deran esos pensadores admisible humanamente, y en qué medida es de-seable un grado significativo de incertidumbre e intervención de lo que no podemos controlar, para vivir una vida capaz de ser calificada como moralmente valiosa para las personas? ¿Exige una vida humana civili-zada la preservación del misterio moral y de las azarosas pasiones que a ese misterio nos conducen, o debemos procurar que el cálculo racional imponga su predecibilidad siempre? ¿Requiere la vida regida por la mo-ral, así como la existencia política en libertad, un balance entre el orden y

Martha C. Nussbaum, The Fragility of Goodness. Cambridge: Cambridge University Press, 1986, p. 2.1

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el desorden, entre el control y la vulnerabilidad, entre la estabilidad y el conflicto? 2

Intentaré mostrar en las siguientes páginas que existe un paralelismo entre el debate acerca del papel y valor de lo azaroso y lo no controlable en el terreno ético, y esa misma discusión en el plano político, e indaga-ré en torno a los avatares en la percepción del papel de lo contingente y del pluralismo de los valores humanos en el terreno de la ética y la teoría política, con referencia, entre otras, a las obras de Hobbes, Locke, Isaiah Berlin, Alasdair MacIntyre y Albert Hirschman. Mi propósito será ex-ploratorio y preliminar, dirigido más bien a sacar a relucir dilemas que a procurar resolverlos.

2

Como se expuso previamente, en el pensamiento griego clásico se des-pliega una aguda tensión entre, por una parte, el temor a un destino que se impone como fuerza ciega a los seres humanos, y por otra la voluntad de acceder a un universo de valores y autonomía, que en alguna medida superen nuestras limitaciones. El temor derivado de nuestra vulnerabi-lidad física y moral es hasta cierto punto contrarrestado por la convic-ción de que el individuo tiene la capacidad de escoger entre diversas op-ciones éticas, que su destino no está bloqueado, y que sólo su capacidad de elección puede darle sentido a la existencia. Esta tendencia a doblegar el poder de las circunstancias y los efectos de aquello que simplemente nos ocurre sin que podamos controlarlo, conduce a fortalecer la razón como instrumento de dominio del entorno. El impulso de la razón in-tenta circunscribir la vida de modo tal que el agente moral pueda mani-pular sus circunstancias, minimizando las oportunidades de conflicto. Sin embargo, juega igualmente un papel en la tradición clásica una con-vicción diferente, según la cual existen valores que a veces se contradicen entre sí, como por ejemplo la libertad y la igualdad, y de que una existen-cia regida por la deliberada minimización de los conflictos puede tener

Ibid., pp. 4, 81, 93-94, 117. 2

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Ibid., p. 7.Ibid., pp. 89-109.

consecuencias negativas en el terreno ético, al empobrecer el rango de escogencia de las personas. 3

La Antígona de Sófocles, por ejemplo, expone la visión de un univer-so moral integrado por valores plurales e inconmensurables, y cuestiona nuestra ambición de doblegar la incertidumbre (tuche o fortuna) median-te la simplificación de nuestras opciones y compromisos éticos. Aristóte-les, por su lado, argumenta que la existencia está inevitablemente sujeta al influjo de factores externos no controlables por la razón, y que dentro de ese marco de fragilidad es posible y deseable alcanzar la «vida buena». La vulnerabilidad de nuestras vidas y su sujeción parcial a un destino in-controlable, la mutabilidad y los vaivenes de nuestras circunstancias y pasiones, así como la existencia de tensiones y conflictos entre valores y compromisos plurales e igualmente significativos, son asumidas por es-tos y otros autores griegos como una realidad necesaria y positiva para el desafío ético. No obstante, la presión que esta realidad, intensa y exigen-te, genera en nuestros casi siempre débiles espíritus, suscita y mantie-ne la pugna por doblegar el ingrediente azaroso que impone la tuche, la suerte, el elemento inasible que interviene en la determinación del desti-no y que no podemos controlar.

Esta pugna se materializa en toda una corriente de reflexión dirigida a superar lo contingente, dando forma a una tecnología (techne) de la na-turaleza humana, es decir, un instrumento de la razón práctica que do-blegue el miedo a la intromisión del azar. Este esfuerzo tiene en Platón un muy destacado exponente, que concede a la razón lugar privilegiado en la empresa de superar la confusión de las opiniones, y conquistar la aspiración de conocimiento y control científicos capaces de derrotar la incertidumbre, el error y el miedo. La persona que desarrolla su existen-cia sobre la base de una techne no se «topa» con los eventos, sino que llega a ellos provista de previsión y recursos, de herramientas capaces de orde-nar, sistematizar y controlar las circunstancias para de esa forma mane-jar el entorno, apartándose de la ciega dependencia de lo contingente. 4

Frente al esfuerzo de control racional platónico, Nussbaum reivindi-ca la pluralidad de los valores y la realidad de que la vida moral es inse-parable del riesgo de elegir, de las tensiones y el conflicto, así como de la aceptación de nuestras limitaciones ante un entorno sólo parcialmente

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Ibid., p. 75.Ibid., pp. 309-310, 353, 385-386.

Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1973, p. 261.

controlable. En sus palabras, «Mientras más abiertos nos hallamos a la presencia de lo que es valioso [...] en el mundo, con más fuerza el conflic-to se hace presente. El precio de la armonización pareciera ser el empo-brecimiento (moral); en cambio, el precio de la riqueza (moral) es la falta de armonía». 5 Las virtudes no serían tales sin el riesgo; la simplificación ética no es alcanzable sin pérdidas, y el viaje de la existencia es necesaria-mente inseguro. En el terreno político, por otra parte, el precio de la de-mocracia es el conflicto. Más aún, el conflicto, la diferencia de opiniones, las tensiones y divergencias constituyen la esencia misma de la vida po-lítica; la pretensión de desterrarles equivale a intentar vanamente supri-mir la política misma, creando un presunto espacio no político que en realidad esconde siempre el dominio despótico de algunos.

De acuerdo con Aristóteles, quien –según la interpretación no uni-versalmente compartida de Nussbaum– se ubica del lado de los que pro-tegen la pluralidad de los valores y admiten con optimismo el conflicto, el miedo se halla vinculado sobre todo con una sensación de pasividad ante los eventos, con la expectativa de sufrir pasivamente algún daño; de allí que aquellos que creen que no experimentarán semejante daño care-cerán de miedo. 6 A diferencia de Aristóteles, el horizonte ético-político de Hobbes se encuentra completamente dominado por el miedo, pero no se trata tan solo –ni siquiera de modo primordial– del miedo que surge frente a lo contingente, sino también de aquel que resulta de la anarquía de un «estado de naturaleza» en el que cada cual se siente con derecho a todo, y en el que no existe una autoridad suprema que imponga el orden. Ese estado de naturaleza es una condición prepolítica; es, de hecho, una «nada política», 7 en la cual el desorden se identifica con la permanente posibilidad de la guerra de todos contra todos, en vista de la carencia de un poder regulador que imponga la protección a cambio de obediencia. Para Hobbes, el hombre que se atreva a presumir de su invulnerabilidad ante el peligro que a todos nos acosa, no puede ser más que un necio.

Interesa distinguir tres aspectos en el pensamiento hobbesiano so-bre el tema que nos ocupa. En primer término, como lo ha resaltado Leo Strauss, para Hobbes la fuente primaria y clave del conocimiento polí-tico es el miedo a un peligro mortal. Ese miedo hace salir al hombre de

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su mundo de sueños y le conduce al mundo de la realidad. La toma de conciencia del peligro que le acosa tiene lugar a través del daño azaroso e inesperado que el individuo experimenta en la vida, y que debe experi-mentar, de modo de escapar de ese universo ilusorio al que es tan propen-so y en el que pasajeramente pierde de vista la amenaza de muerte que sobre él se cierne. La «última palabra de Hobbes», sostiene Strauss, con-siste en identificar «la conciencia con el miedo a la muerte». El miedo es el poder que ilumina al hombre y doblega su fatua y riesgosa vanidad. 8

El control de esa suprema amenaza exige un acto de subordinación de parte de los individuos, que intercambian su derecho a todo, caracterís-tico del estado de naturaleza, por la protección de un poder superior que impone el orden y canaliza el miedo. Ahora bien, en la nueva situación política el miedo no desaparece sino que es sometido a controles y reglas que requieren ser preservados a toda costa. De allí que, en segundo lugar, Hobbes sea un declarado adversario de las diferencias de opinión, de las controversias y conflictos, y un «firme oponente de la fortuna». 9 En pala-bras de Bobbio:

El pensamiento político de todos los tiempos está dominado por dos grandes antítesis: opresión-libertad, anarquía-unidad. Hobbes pertenece decididamente a la facción de aquellos cuyo pensamiento político se inclina por la segunda antítesis. El ideal que defiende no es el de la libertad contra la opresión, sino el de la unidad contra la anarquía. Hobbes está obsesionado por la idea de la disolución de la autoridad, por el desorden que sigue a la libertad de disensión sobre lo justo y lo injusto, por la disgregación de la unidad del poder, destinada a producirse cuando se empieza a sostener que el poder ha de ser limitado; dicho brevemente, por la anarquía que es el regreso del hombre al estado de naturaleza. El mal al que más teme, y frente al cual se siente llamado a erigir la suprema e insuperable defensa de su propio sistema filosófico, no es la opresión, que deriva del ex-ceso de poder, sino la inseguridad, que por el contrario deriva del defecto de poder. 10

Leo Strauss, The Political Philosophy of Hobbes. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1984, pp. 19, 21-22, 25, 111, 124.Wolin, p. 280.Norberto Bobbio, Thomas Hobbes. México: Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 36-37.

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El ideal político de Hobbes es «monológico»; 11 en su esquema, dirigi-do a asegurar el orden, la autoridad está obligada a controlar a los vani-dosos y agresivos individuos que pueblan la antropología hobbesiana, y no puede darse el lujo de permitir el pluralismo de los valores y la mul-tiplicidad de los significados. La «anarquía lingüística» es el germen de la violencia, a través de la disensión acerca de lo que es racional y justo; el estado de naturaleza es un «estado de subjetividad», y por ello uno de los instrumentos decisivos que deben formularse a objeto de establecer y preservar la identidad, coherencia y seguridad del orden político, es un lenguaje político común. 12 La unidad despótica de significados es el correlato de la antipatía hobbesiana ante las diferencias, lo heterogéneo, lo plural, lo que va en contra de una precaria estabilidad duramente con-quistada mediante la comprensión de la amenaza que nos acecha. Nues-tra naturaleza despótica surge, pues, del hecho irrevocable de que somos una especie en peligro, una especie que autorreproduce, por su vanidad y ceguera, ese peligro. 13 Es comprensible entonces que para Hobbes mie-do y libertad sean consistentes, pues «La libertad de un súbdito radica [...] solamente en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano...». 14

La paradoja de la situación se encuentra en que el despotismo del Le-viatán es definido por Hobbes como un espacio político, en contraste con el estado prepolítico «de naturaleza», pero es un espacio en el que de he-cho desaparece la política y sólo restan la aquiescencia y pasividad de los súbditos. El «orden» hobbesiano consiste en la petrificación de la vida política y su total subordinación al valor de la seguridad, entendida en términos estrechos como completa supresión del conflicto. De igual ma-nera, la libertad es vista por Hobbes únicamente como causa de disgre-gación y germen de discordia, pero no como herramienta de creatividad. De aquí que la concepción del poder en Hobbes presente un extraño va-cío, pues la misma requiere que los individuos se aparten de la política en lugar de aportar. Wolin lo expresa con acostumbrada claridad:

Sheldon S. Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», en Mary G. Dietz, ed., Thomas Hobbes and Political Theory. Lawrence: University Press of Kansas, 1990, p. 20.

Wolin, Política y perspectiva, pp. 276-277.Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», p. 30.

Thomas Hobbes, Leviatán. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina, 1992, pp. 172-173.

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En último análisis, la concepción hobbesiana del poder políti-co era burdamente simplificada, incluso vacía. El poder para actuar exigía solamente la eliminación de trabas, y no el alista-miento activo del poder y respaldo privados de los ciudadanos. Estos sólo tenían que apartarse y no interferir. Si el poder sobe-rano era efectivo por inducir alejamiento, ¿qué esperanza tenía el soberano de unir las voluntades de sus súbditos a la suya para procurar una finalidad común? Calculador, egoísta, y solo has-ta en sociedad, el hombre hobbesiano era mal material político para generar la dinámica del poder. Carecía del elemento básico que los autores desde Platón y Maquiavelo nunca habían des-cuidado, y que Rousseau redescubriría: que la materia prima del poder no se hallaba en el súbdito pasivamente aquiescente, sino en el ciudadano «comprometido», el ciudadano con capa-cidad de participación pública y talento para identificarse con sus gobernantes a través del apoyo activo. 15

A lo anterior se suma una extraña contradicción en la antropología hobbesiana. Por una parte, Hobbes describe a los individuos como seres tímidos y temerosos, material adecuado para someterse a los dictados despóticos de un poder absoluto; y por otro lado, sin embargo, el hom-bre hobbesiano es agresivo y está dispuesto a todo (en el estado de natu-raleza). Wolin sugiere que puede tratarse de una contradicción aparen-te, pues en cierto sentido la agresividad es la otra cara de la timidez. 16 Lo que sí está fuera de duda son dos puntos: en primer lugar, que Hobbes se equivocó al profetizar que la anarquía sería el resultado inevitable de un orden político constituido según principios contrarios a los establecidos por su fórmula despótica. Su predicción de que el caos sobrevendría si «los grandes asuntos del reino son debatidos, transados y resueltos sólo en el parlamento»17 resultó errada. El proceso histórico inglés mostró que las limitaciones del poder no necesariamente implican su desapa-rición, que la libertad puede coexistir con la convivencia y que las dife-rencias de opinión no conducen de modo inevitable a la violencia. En se-gundo lugar, es obvio que Hobbes no fue un liberal o en algún sentido un

Wolin, Política y perspectiva, pp. 305, 293.Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», pp. 27-28.Citado por Stephen Holmes, «Political Psychology in Hobbes’s Behemoth», en Mary G. Dietz, ed., p. 145.

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precursor del liberalismo. La esencia del liberalismo consiste en la oposi-ción al poder absoluto, poder que Hobbes consideraba imperativo como garantía del orden. En palabras de Bobbio, «Entre el exceso de libertad y el exceso de autoridad nunca le cupo la menor duda: teme al primero como el peor de los males y se resigna al segundo como mal menor. Todo su sistema, se diga lo que se dijere, se basa en la desconfianza ante la li-bertad». 18

Es obvio que para Hobbes el desorden, definido como la ausencia de autoridad absoluta y definitiva, era el peor de los males y por lo tanto exigía un remedio radical. Su intolerancia ante el conflicto político tenía inevitablemente un aspecto ético, que incidía en la reducción del uni-verso de valores admisibles en función de la seguridad. El orden político impone, pues, restricciones morales a los individuos: la razón exige la homogeneización de los criterios morales, pues la dispersión de estos úl-timos es fuente de conflictos y preludio del caos.

3

¿A qué se debe que Hobbes haya optado de manera tan enfática por la op-ción despótica contra el pluralismo, la libertad, y la democracia? ¿Qué le motivaba? ¿Cuál era el sustento emocional tras el frío trueque entre protección y obediencia? Bobbio atribuye la obsesión hobbesiana por el orden y la seguridad al carácter de los tiempos que le tocó vivir al autor del Leviatán, tiempos de intensas y violentas confrontaciones políticas que trastocaron muchas vidas y desterraron la paz de la existencia coti-diana, decretando por décadas el imperio del miedo y la anarquía. Todo ello, argumenta Bobbio, impidió a Hobbes reconocer «la eficacia a veces beneficiosa de la discrepancia», y Hobbes acabó por ver

… en cualquier conflicto, incluso ideal, una causa de disolución y muerte y en el desacuerdo más pequeño un germen de discor-

Bobbio, p. 68. 18

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dia que destruye al Estado, en la diversidad de opiniones un sín-toma de las pasiones humanas, a las que el Estado, para no per-derse, ha de disciplinar enérgicamente [...] No admitió otra op-ción para la anarquía que la autoridad del soberano, y para un estado de división permanente nada distinto de un poder mo-nolítico e indivisible. 19

Creo que es cierto, al menos parcialmente, que el contexto histórico ejerce relevante, y en ocasiones decisiva, influencia sobre las percepcio-nes y planteamientos de los pensadores políticos; no obstante, si bien ese marco histórico concreto juega en cada caso su papel, sería a mi modo de ver un desacierto reducir el campo de visión de autores de la talla de Pla-tón, Hobbes, Maquiavelo y Kant, para sólo mencionar estos nombres, al inevitablemente estrecho horizonte de su propia época. No hago acá re-ferencia al debate sobre la vigencia de las ideas de un autor más allá de su tiempo histórico, sino a la influencia de esa historia observada y vivi-da sobre la respectiva visión de la política de diversos autores en épocas distintas. Considero en tal sentido, que si bien es correcto suponer que el carácter de su propio tiempo histórico impacta la obra de los grandes pensadores políticos, es igualmente cierto que sus contenidos obedecen también a otras influencias: a valores, temperamento, tendencias perso-nales y convicciones que bien pueden contrastar con las realidades pre-dominantes del momento específico en que a determinado pensador le ha tocado vivir. No es en todo caso una especie de necesidad imperiosa el que en tiempos de aguda crisis, inestabilidad y violencia, la reflexión política de individuos específicos asuma como inevitable la opción des-pótica como instrumento ordenador de la convivencia. Es como míni-mo teóricamente posible y éticamente respetable que ante el desorden se proponga una salida sustentada en el control del poder, la libertad y el pluralismo.

En ese orden de ideas, tiene sumo interés hacer referencia a Locke, au-tor que a pesar de partir de premisas en no poca medida semejantes a las que motivaron a Hobbes, y de haber conocido un contexto histórico ca-racterizado también por la ansiedad y la angustia, alcanzó conclusiones muy diferentes respecto a las condiciones de estabilidad y sobreviven-cia del orden político. El contraste con Hobbes pone de manifiesto una

Ibid., pp. 65-66.19

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percepción profundamente diferente por parte de Locke con respecto a la capacidad de convivencia entre los seres humanos y de la confianza como elemento integrador de las comunidades, así como una distinta valoración de la tolerancia. Estas posturas lockeanas se explican, a mi modo de ver, por la peculiaridad de sus valores y su jerarquización de los mismos. En el caso de Locke, la seguridad no exigía el despotismo, no sólo porque en la práctica se hacía posible reconciliar un nivel aceptable de seguridad con un espacio para la libertad, sino también, y fundamen-talmente, por razones morales, que requerían la preservación a toda cos-ta del valor de la libertad.

Locke redactó sus principales textos políticos en 1660, momento en que Carlos II fue restaurado en el trono de Inglaterra, once años después de la ejecución de su padre y cuando aún continuaba planteada una in-tensa controversia político-religiosa que hacía que Locke, al igual que muchos de sus contemporáneos, experimentase un agudo temor ante la permanente posibilidad del desorden y la anarquía. 20 No obstante, en lugar de proponer como alternativa a un caos posible la salida de un des-potismo seguro, Locke, en sus Dos tratados, devolvió a cada ser humano adulto el deber y el derecho de juzgar cómo establecer el orden político y preservar la cohesión social. Locke tuvo el acierto de enfatizar que la ta-rea de la política consiste esencialmente en la construcción de un orden moral, 21 es decir, de un acuerdo consensual sobre los fundamentos, re-glas y prácticas de la convivencia, orden que a su modo de ver debía cons-tituirse en muralla de contención frente a la permanente amenaza del caos. Hobbes no había estado ciego ante la relevancia de la opinión de los individuos, y en su Behemoth señalaba que «El dominio de los pode-rosos no tiene otro sustento que las opiniones y creencias de la gente»,22 pensamiento que luego Hume expresará así: «… el gobierno se basa úni-camente en la opinión». 23 Pero Hobbes consideró que el mal supremo, la posibilidad de la muerte violenta, convertía la opción despótica en ver-dadero imperativo, que sobreponía su fría lógica a la opresión y hasta a la humillación en la escala de prioridades de los individuos. En otras pala-

John Dunn, Locke. Oxford & New York: Oxford University Press, 1992, p. 23.John Dunn, «What is Living and What is Dead in the Political Theory of John Locke?»,

en Interpreting Political Responsibility. Cambridge: Polity Press, 1990, p. 24.Thomas Hobbes. Behemoth, or the Long Parliament. Chicago & London:

The University of Chicago Press, 1990, p. 16.Citado por Wolin, Política y perspectiva, p. 310.

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bras, Hobbes, a diferencia de Locke, atribuyó a la amenaza del desorden un peso absoluto, para lo cual exigió, como dije antes, un remedio abso-luto. Por su parte, si bien la visión de Locke sobre la naturaleza humana no llegaba al extremo de considerar a todas las personas como asesinos potenciales, estaba muy lejos de ser optimista. Por el contrario, la antro-pología lockeana contempla una condición humana yerma, desprotegi-da, frágil y presa de perenne inquietud y angustia ante el devenir de la existencia, una condición –no obstante– todavía capaz de juzgar e im-plementar reglas para la convivencia, sin acudir al expediente, también peligroso y amenazante, de un poder ilimitado. Escribe Goldwin:

El gran error de Hobbes no se halla en su premisa sino en la con-clusión política según la cual el único remedio para el estado de la naturaleza consiste en que los hombres se subordinen al do-minio sin límites del todopoderoso Leviatán, ya que esta con-clusión contradice la premisa de que el miedo a la muerte vio-lenta o el deseo de autopreservación es el principio prioritario de la acción humana.24

Es verdad que Hobbes colocó límites al poder de su Leviatán, por en-cima de todo el que se deriva del pacto protección-obediencia: si el Levia-tán no puede proteger al súbdito, este último no se encuentra en la obli-gación de obedecerle. Ahora bien, ello es así en teoría, pero en la práctica siempre se plantea el problema de controlar un inmenso poder, que exis-te sólo porque el miedo lo impone. Locke no rechazó la autoridad, más aún, la consideró beneficiosa, pero se esforzó por sustentarla en la indis-pensable confianza (trust) que debe estar presente en las relaciones hu-manas en general, y en la relación gobernantes-gobernados en particular, como vínculo de mutua dependencia –en términos de Dunn– «módi-camente racional». 25 Esta perspectiva de Locke, como apunté antes, se ubicaba en un marco histórico que estaba lejos de ser estable y libre de serios conflictos; mas se trataba de un espacio político formado por una comunidad, muchos de cuyos miembros aspiraban al derecho de actuar por sí mismos políticamente. Este derecho fue reivindicado por Locke

Robert A. Goldwin, «John Locke», en Leo Strauss y Joseph Cropsey, eds., History of Political Philosophy, Chicago & London: The University of Chicago Press, 1987, p. 497. Dunn, «What is Living...», p. 23.

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con base en una apreciación sicológica, en tres vertientes: 1) la confianza es posible; 2) la posibilidad del asesinato no es suficiente para fundar el orden; 3) el consenso no debe ser impuesto, sino que debe resultar de la voluntad libre de los individuos, libertad que no sólo no se pierde dentro del orden, sino que es su alimento.

El caso de Locke, como el de Hobbes, patentiza la vinculación entre la filosofía política y la ética. La antropología de ambos autores se sus-tenta en una visión de la condición humana como esencialmente frágil, sujeta al miedo y al impacto de lo azaroso. Hobbes se esforzó por mini-mizar esa realidad sometiéndola al control de un poder absoluto, como consecuencia de su jerarquización de la seguridad como valor supremo. Locke quiso preservar un importante espacio para la libertad y la tole-rancia, y en consecuencia para la heterogeneidad de los valores. Sus es-cogencias no pueden explicarse de manera exclusiva como el producto de la influencia que sobre su pensamiento tuvo el carácter de los tiem-pos. En estos autores se pone de manifiesto la relevancia de la escogencia personal, de la actitud de cada cual hacia la complejidad de la existencia, así como de la aptitud para admitir la diversidad humana y aceptar las diferencias en los criterios morales de las personas. Hobbes era un mo-nista, Locke un pluralista. Hobbes propuso el despotismo, Locke colocó su peso intelectual a favor de un individualismo que restringía el poder y se orientaba democráticamente. Hobbes cerraba las puertas a lo contin-gente, Locke se atrevía a abrirlas. Sus escogencias respectivas estuvieron firmemente sostenidas por sólidos argumentos que apelaron a la razón; a fin de cuentas, sin embargo, esas escogencias tenían un sustrato ético fundado en valores a su vez situados más allá de un cálculo puramente racional.

4

La tradición liberal del pensamiento político no es ajena al miedo, pero opta por la libertad frente al despotismo. Esta opción comprende dos as-pectos fundamentales: por una parte, se trata de una toma de posición ante las realidades de la política. Desde Locke hasta Hayek, para el libe-

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ralismo clásico el desorden de la libertad no sólo es preferible al orden del despotismo, sino que de hecho la relación protección-obediencia es más estable y confiable en un contexto de limitaciones al poder sobera-no. Por otra parte, se trata de una opción ética, referida al pluralismo y la tolerancia en un marco múltiple de valores, opiniones y formas de vida. En este sentido, el pensamiento liberal se une a una tendencia clave de la tradición occidental, de raíz griega, que percibe en la vigencia de lo contingente, en la ética y la política, un valor positivo o cuando menos admisible.

Según Isaiah Berlin, distinguido representante de una fecunda línea de desarrollo en el contexto de la tradición liberal, la aceptación de un «pluralismo de los valores», es decir, de la existencia de una amplia diver-sidad de valores a la vez inconmensurables y genuinamente valiosos desde el punto de vista moral, es el rasgo distintivo de un adecuado concepto de la libertad, la ética y la política. Este «liberalismo conflictivo» o «agonísti-co» –como lo denomina Gray– se contrapone al «racionalismo ético», a la tendencia monista que supone que existe una única y exclusiva jerar-quía de valores. Si esto fuese así, sostiene Berlin, la libertad de elegir ca-recería de sentido:

Si la genuina libertad consiste en la posibilidad de buscar lo que es bueno y valioso, tenemos que si todos los valores son compa-tibles entre sí y los mismos para todos los individuos, entonces una comunidad de seres libres carecerá de conflictos significa-tivos de valores, ideales e intereses, y será una esfera de conver-gencia de voluntades racionales idénticas [...] Esta es una peli-grosa visión antiliberal, pues implica que todo conflicto ético, social o político constituye un síntoma de inmoralidad o irra-cionalidad, o como mínimo de error. El más hondo supuesto de esta perspectiva es que por necesidad debe existir una iden-tidad de voluntades entre seres libres, viviendo en comunidad sin conflictos.26

La aceptación de una pluralidad de valores igualmente valiosos exige comprender que algunos entre ellos no pueden ser reconciliados:

John Gray, Isaiah Berlin. Princeton: Princeton University Press, 1996, p. 22.26

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Nadie puede ser a la vez un cuidadoso planificador y un ser to-talmente espontáneo. No podemos combinar la libertad plena con la total igualdad [...] La justicia y la misericordia, el conoci-miento y la felicidad pueden colidir. Si esto es verdad, entonces la idea de una perfecta solución a todos los problemas humanos acerca de cómo vivir, no puede ser coherentemente concebida. Las soluciones utópicas son incoherentes en principio, pues as-piran a combinar lo que no es combinable. Ciertos valores hu-manos no pueden combinarse, pues son mutuamente incom-patibles; por ello, hay que elegir, y la elección puede a veces ser muy dura.27

Estamos obligados a escoger, sostiene Berlin, dentro de un marco in-determinado y contingente, y cada elección ética sustantiva entraña una ganancia y una irreparable pérdida. No obstante, es esta indetermina-ción lo que nos hace verdaderamente humanos. La ilusa concepción de acuerdo con la cual los seres humanos buscamos los mismos valores en todas partes y en todo tiempo es la esencia de la utopía de una sociedad perfecta, igualmente satisfactoria para todos. Esta utopía es una ame-naza mortal para la libertad, que requiere admitir la validez relativa de nuestras convicciones.28

Tenemos, pues, que el desarrollo del pensamiento político occiden-tal presenta una clara tendencia, lúcidamente representada entre otros autores por Hobbes, que mira con sospecha el conflicto y cuestiona la tolerancia ante la diversidad, en tanto que la línea de reflexión que re-presenta Locke se abre al pluralismo y procura moderar el conflicto, pero sin recurrir a expedientes despóticos que ahogan la libertad en nombre del orden. Estas tendencias en el terreno político marchan en buena me-dida paralelas a dos tomas equivalentes de posición en el ámbito de la ética, entre aquellos que, de un lado, admiten lo contingente e inestable, el universo del azar, los afectos y pasiones como parte fundamental y ne-cesaria de nuestro marco de opciones, y otros que al contrario buscan afanosamente el control racional sobre los avatares de la existencia. En el campo político, el problema que se plantea es el siguiente: ¿Hasta qué punto son los conflictos el preludio del caos, y en qué medida pueden

Isaiah Berlin, en Ramin Jahanbegloo, Conversations with Isaiah Berlin. London: Phoenix, 1992, p. 142.Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity. London: Fontana Press, 1990, pp. 11, 13, 15, 161.

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Berlin, Conversations..., p. 46.Véase el volumen colectivo editado por John Horton y Susan Mendus, After MacIntyre. Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1994.Alasdair MacIntyre, After Virtue. Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame, 1984, pp. 156, 253.Nussbaum, p. 353.MacIntyre, p. 157.

contribuir a la creatividad política, entendida en términos de participa-ción, innovación y bienestar general de la comunidad? En la esfera ética nos encontramos con el dilema siguiente: ¿Es el pluralismo de los valo-res no más que un relativismo moral, que todo lo admite en nombre de la tolerancia, y que destruye cualquier compromiso real con una jerarquía de valores capaces de proyectarse en la práctica, de guiar nuestra con-ducta y de indicarnos un rumbo definido de comportamiento?

Si admitimos con Berlin que la filosofía política es en esencia filosofía moral aplicada a situaciones sociales, que incluyen la organización polí-tica, las relaciones del individuo con la comunidad y el Estado, y de las comunidades y Estados entre sí,29 tiene sentido abordar primeramente el dilema esbozado en el plano ético. En esta tarea destacan como parti-cularmente lúcidos los argumentos polémicos engranados por Alistair MacIntyre en su obra After Virtue, un libro que ha merecido, con sobra-das razones, la más atenta consideración de numerosos estudiosos de los problemas morales y políticos estos pasados años.30

En su mencionado estudio, MacIntyre lleva a cabo un demoledor ataque contra el individualismo ético que constituye el basamento tan-to del sistema económico como del orden político contemporáneo. Este individualismo sólo es capaz de generar una «colección de ciudadanos de ninguna parte», unidos exclusivamente para su protección propia y centrados en la búsqueda de ventajas personales. Dentro de este marco, es imposible dar forma a un consenso moral, y de hecho «La política mo-derna es la guerra civil con el empleo de otros medios».31 A diferencia de Nussbaum, quien sostiene una interpretación de Aristóteles de acuerdo con la cual el filósofo griego concebía la vida buena como inseparable del riesgo de conflicto y la pluralidad de valores,32 MacIntyre presenta un Aristóteles que adversaba el conflicto como negativo y condenable (evil) y además como eliminable de la vida social.33 MacIntyre cuestio-na el «emotivismo» ético, es decir, la tesis –recurrente en la historia del pensamiento occidental– según la cual la moral se reduce a un asunto de preferencias personales, donde los valores, como argumentaba Weber,

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Raymond Aron, «Max Weber», en Main Currents in Sociological Thought. New York: Basic Books, 1967, pp. 192, 206-210.

MacIntyre, pp. 22, 25.Ibid., p. 229.

Berlin. The Crooked Timber..., p. 15.

son creados por decisiones humanas, su justificación es subjetiva, y en materia moral cada conciencia individual es irrefutable.34 Esta visión individualista de la ética, que penetra los propios cimientos de nuestra civilización, representa para MacIntyre una «grave pérdida cultural», que convierte nuestras sociedades en simples «lugares de encuentro de voluntades individuales» que perciben el mundo como una arena desti-nada a satisfacer sus apetencias.35

Semejante situación de anarquía moral resulta intolerable para Mac-Intyre. Ante la misma, este autor no pretende proporcionar una funda-mentación puramente racional de la ética, pues en su opinión esa tarea no es factible. Su respuesta consiste en reivindicar lo que a su modo de ver es la tradición aristotélica, sustentada en una íntima vinculación en-tre el individuo y su comunidad, unidos por un esquema de virtudes dentro del cual lo que es moralmente bueno para cada individuo se iden-tifica con el bien de los otros, con quienes estoy ligado en una misma co-munidad humana.36 MacIntyre se enfrenta críticamente al pluralismo de los valores de Berlin y Weber, y rechaza un universo ético heterogé-neo a pesar de los riesgos que tal posición puede acarrear en términos políticos. El riesgo, como advierte Berlin, deriva de que hay valores que son, a la vez, válidos pero incapaces de coexistir, y si asumimos que al-guno es únicamente verdadero, entonces ningún costo sería suficiente-mente alto en la empresa de imponerlo: «¿Qué precio podría estarnos vedado pagar si al final nos esperan la felicidad y la armonía eterna para todos? Para hacer tal omelette no podemos limitarnos y nos está permiti-do romper todos los huevos que haga falta: esa fue la fe de Lenin, Trots-ky y Mao...».37 MacIntyre no acepta esta visión de las cosas; su posición no es racionalista; al igual que Nietzsche, considera fracasado el proyec-to iluminista de suministrar un fundamento racional a la moral. Lo que inquieta a MacIntyre es el reto de cómo educar y civilizar la existencia en un medio cultural sometido a las tensiones generadas por una multi-plicidad de valores y modos de vida, incapaces de superar el egoísmo de cada cual y de dar sentido a una vida en común dinamizada por la con-tribución de los individuos al bien colectivo.

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MacIntyre pertenece a una extensa y distinguida tradición de pen-samiento moral que teme al pluralismo y se afana por conquistar un consenso sobre la «vida buena», con inevitables corolarios políticos. Su cuestionamiento al liberalismo tiene un fundamento ético que en bue-na medida emparenta sus críticas a las tesis marxistas en torno a los efec-tos nocivos del «individualismo posesivo».38 Si bien considero que su proyecto de restaurar una moral de raigambre aristotélica, capaz de pro-porcionar una orientación práctica para la realidad de una modernidad centrada precisamente en el individualismo, no alcanza suficiente cohe-rencia y concreción, pienso igualmente que se trata de un proyecto de gran valía y coraje intelectuales. MacIntyre retoma el intento de contro-lar lo contingente y conformar el orden moral y político sobre la homoge-neidad, y en contra del impulso centrífugo de sociedades que idolatran al individuo y subestiman las virtudes que nutren la existencia comuni-taria. Nuevamente, MacIntyre plantea el dilema entre, por un lado, de-sorden y libertad, y por el otro lado unidad y orden, en un contexto –el de nuestros tiempos modernos– que favorece claramente la multiplici-dad de los valores a través del acceso masivo a la información por parte de una humanidad intensamente inquieta, compleja, y cambiante.

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El avance de la democratización en nuestro tiempo, ha venido marchan-do paralelamente a un saludable fortalecimiento de nociones y prácti-cas de protección a los derechos humanos, de cuya promoción partici-pan con creciente intensidad múltiples organizaciones internacionales. Cabe preguntarse: ¿Constituyen estos procesos un signo del progreso moral de la humanidad?

Desde la perspectiva de Kant, el «hombre bueno» es aquel que actúa según la premisa de que existe un criterio no condicionado y objetivo de

Al respecto, véase C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism. Oxford: Oxford University Press, 1962.

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Immanuel Kant, Groundwork of the Metaphysic of Morals. London: Hutchinson, 1972, pp. 55-56, 62, 80.I. Kant, «Idea for a Universal History from a Cosmopolitan Point of View», en On History.

Indianapolis: Bobbs-Merrill, 1963, pp. 15-16.

conducta moral, válido para todos los seres humanos, en virtud de nues-tra condición como seres racionales. Ese principio supremo de la moral, el llamado «imperativo categórico», es formulado por Kant así: «Actúa siempre de tal modo que trates a la humanidad, bien en tu persona, o en las personas de los otros, jamás simplemente como medios, sino como fi-nes en sí mismos». El imperativo kantiano exige que la acción moral sea objetivamente necesaria en sí misma, aparte de su posible relación con un propósito ulterior. Por consiguiente, para que una acción pueda con-siderarse moralmente buena, es necesario que la misma no sólo se ajuste a la ley moral, sino que sea realizada por y en función de la ley moral, ya que «lo que es esencialmente bueno en la acción es la disposición men-tal» del agente moral; de allí que la verdadera misión de la razón deba ser «producir una voluntad que sea buena en sí misma, y no simplemente como un medio dirigida a un fin ulterior».39 Según Kant, sólo una co-munidad política sustentada sobre una constitución republicana (es de-cir, una constitución fundada en el respeto a la dignidad y la libertad de los ciudadanos), puede proporcionar las bases para una elevada conduc-ta cívica y para el desarrollo de las virtudes asociadas con el robusto cri-terio ético del imperativo categórico: la universalización de las propias normas de conducta. Sin duda, sostiene Kant, la personalidad moral di-fícilmente puede desarrollarse en sociedades que cercenen la libertad y nieguen la dignidad intrínseca de los individuos. Un mejor orden políti-co está al alcance de los seres humanos, aunque este orden pueda no ser más que el resultado del equilibrio de los intereses contrapuestos de los individuos, a través de lo que Kant denomina la «sociabilidad asocial»40 (un concepto equivalente al de la mano invisible del mercado en Adam Smith, que crea el orden económico a partir de la competencia entre los agentes individuales). Ahora bien, ese mejor orden político puede favo-recer el desarrollo moral de las personas, pero no es capaz de asegurarlo. Kant elogia los esfuerzos dirigidos a establecer constituciones republi-canas y contextos políticos que protejan la libertad y dignidad humanas, pero no admite que estas sociedades se presuman y proclamen como so-ciedades morales, ya que el avance moral es una cuestión personal: la ley moral se refiere a acciones que son fines en sí mismas y universalizables,

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I. Kant, «Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor», en Filosofía de la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 114-115.F. A. Hayek, The Fatal Conceit. The Errors of Socialism. London: Routledge, 1988, pp. 6-9, 18-19, 64, 135.

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en cambio, el progreso cívico puede derivarse de un interés ilustrado (la «sociabilidad asocial»), pero interés al fin:

Poco a poco –escribe Kant– las violencias de los poderosos se-rán menos frecuentes, la obediencia a las leyes más. Surgirán en la comunidad más acciones benéficas, habrá menos discordias en los procesos, más seguridad en la palabra dada, etc., en parte por motivos de honor, en parte por interés propio bien entendi-do, extendiéndose este comportamiento, finalmente, a las rela-ciones exteriores de los Estados, hasta la sociedad cosmopoli-ta, sin que para ello tenga que aumentar lo más mínimo la base moral del género humano.41

De manera pues que el proceso de democratización contemporáneo, si bien constituye un avance importante en el terreno de la «sociabili-dad asocial», y hasta de las virtudes cívicas, no necesariamente implica una moralización del entorno sociopolítico. De hecho, Hayek argumen-ta que las prácticas (que él califica como morales) que sustentan el «or-den extenso» de nuestra civilización capitalista (un orden generado por nuestras acciones pero no deliberadamente diseñado por nosotros) se ha-llan en perenne tensión con poderosos impulsos instintivos y racionalis-tas, derivados de nuestro pasado tribal, caracterizado por la existencia en comunidades pequeñas en las que tenían mayor influencia la solida-ridad, la cooperación y en ocasiones hasta el altruismo. La aceptación del «orden extenso» de nuestras sociedades modernas, orden en el que predominan la «mano invisible» y la «sociabilidad asocial», no es cosa fácil para los seres humanos, que añoramos una vida comunitaria más protegida y presumimos de nuestra capacidad (patente en la utopía so-cialista) de diseñar racionalmente un orden planificado. Según Hayek, esa «nostalgia atávica» por la vida del «buen salvaje» es la fuente princi-pal de que se nutre la tradición colectivista.42

Hayek traza la influencia de esa tradición «nostálgica» a partir de la sistematización de la «moral del micro-orden» por parte de Aristóteles, y su posterior adopción en el siglo xiii por Tomás de Aquino, con su po-

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deroso impacto sobre la actitud anticomercial tanto tiempo predomi-nante en la Iglesia católica, su condena del interés como «usura», sus en-señanzas acerca del «justo precio», la «justicia social», el «bien común» y otros aspectos contrarios a las prácticas individualistas de un capitalis-mo basado en el «orden extenso» y la «sociabilidad asocial».43 No resul-ta difícil descubrir en la obra de MacIntyre las huellas de esa nostalgia aristotélica por un tipo de orden diferente al que se ha plasmado en nues-tra civilización contemporánea. Para Hayek, y en contraste con MacIn-tyre, la ética de la solidaridad y la cooperación sólo tiene sentido en gru-pos relativamente pequeños, donde se hacen posible acuerdos amplios y estables tanto sobre los fines de la comunidad como sobre los métodos para perseguirlos. En este tipo de grupos los diversos miembros compar-ten hábitos, conocimientos y creencias acerca de las posibilidades a su alcance. No obstante, esta solidaridad cooperativa tiene poco sentido cuando de lo que se trata es de adaptarse a circunstancias novedosas y desconocidas, y es precisamente esta demanda de adaptación constan-te la situación que predomina en el «orden extenso» de nuestra civiliza-ción capitalista e individualista, sustentada en la competencia, que es

–lo recuerda Hayek– un mecanismo de innovación y descubrimiento de alternativas a lo existente. En otras palabras, la competencia es «un pro-ceso implícito en todo curso evolutivo, un proceso que lleva a los seres humanos a responder y ajustarse a nuevas circunstancias. Mediante la competencia, y no mediante el acuerdo, incrementamos gradualmente nuestra eficiencia».44

Cabe destacar la fundamental diferencia que hay entre, por un lado, la línea argumental de Hayek acerca del «orden extenso» y su ética de la competencia individualista, y por otro lado aquellos puntos de vista so-bre la génesis de la democracia que enfatizan los mecanismos de tipo uti-litario como el cemento de este modelo de sistema político, por encima de los acuerdos normativos sobre valores fundamentales compartidos por la comunidad en su conjunto (o por una mayoría decisiva). De acuerdo con esta tendencia argumental, la democracia no requiere para su conso-lidación y estabilidad de un consenso básico de carácter normativo entre los ciudadanos, y puede subsistir en el marco de una significativa hetero-geneidad social y cultural. Lo que sí resulta clave para su sobrevivencia es

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Juan Carlos Rey, «La democracia venezolana y la crisis del sistema populista de conciliación», Revista de Estudios Políticos, 74, Madrid, octubre-diciembre 1991, p. 542.Juan Carlos Rey, El futuro de la democracia en Venezuela. Caracas: idea, 1989, pp. 273-274.

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que la democracia sea capaz de generar apoyos basados en razones utili-tarias; de esta manera «se puede producir, a medio o largo plazo, un pro-ceso de aprendizaje o socialización en el que los distintos actores, al ver satisfechos sus intereses utilitarios, lleguen a desarrollar un sentimiento de legitimidad con respecto a tal régimen».45

Ahora bien, estos planteamientos contrastan de modo radical con los de Hayek, pues aunque pareciera existir cierta coincidencia en cuan-to a la insistencia sobre la autonomía relativa de los aspectos utilitarios, y la importancia en buena medida secundaria de los ingredientes nor-mativos en la política, Hayek concibe el orden en términos competiti-vos e individualistas, en cambio autores como Juan Carlos Rey destacan el papel intervencionista y regulador de un Estado poderoso y próspero como árbitro entre los diversos actores, un Estado que sea el garante de la paz social a través de la abundante distribución de recursos al conjun-to de la sociedad.46 La ética de Rey es colectivista en el sentido del «mi-cro-orden» aristotélico; en cambio, como se ha visto, la de Hayek es una ética individualista acorde con lo que a su modo de ver son las inexora-bles exigencias de un orden extenso que no permite –excepto a costa de nuestro empobrecimiento y decadencia– la presunción de la planifica-ción económica y el autoritarismo político. Por lo demás, lo que jamás explican autores como Rey es qué pasa cuando los recursos económicos en manos del Estado árbitro de la sociedad empiezan a escasear o agotar-se, cosa harto probable precisamente en la medida en que el estatismo exagerado, como tantas veces se ha comprobado, es capaz de asfixiar el progreso económico.

El orden extenso del capitalismo y su ética individualista, sin embar-go –y como lo admite el propio Hayek– chocan contra hondas percepcio-nes enraizadas en nuestra sensibilidad e incrustadas en nuestro univer-so ideológico a través de la influencia de la moral cristiana y su énfasis en la solidaridad, el altruismo y la cooperación entre los seres humanos. La tendencia a concebir el orden en términos de unidad y ausencia de con-flictos pareciera ocupar un lugar de extraordinaria relevancia en nuestro legado sicológico colectivo. De allí el interés que tienen las teorías sobre el conflicto como fuente de creatividad y orden, y no –como usualmen-

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47Para un favorable recuento de estas tesis, véase el estudio de Albert O. Hirschman, «Social Conflicts as Pillars of Democratic Market Society», Political Theory, 22, 2, May 1994, pp. 203-218.

te se le ha concebido– como instrumento de desorden y decadencia. Al igual que Hayek, autores como Hirschman, Rustow, Dubiel, Gauchet y Gerschenkron, entre otros, descartan la posibilidad y deseabilidad de que las sociedades modernas sean capaces de sustentarse con base en un consenso generalizado acerca de la «vida buena» o «bien común», un consenso sobre valores éticos amplia y sólidamente compartidos. No obstante, estos autores admiten la necesidad de una integración social que trascienda la mera aceptación del esquema constitucional democrá-tico como esquema mínimo de convivencia. Esta integración resulta de la experiencia de atravesar por –y de alguna manera manejar y canali-zar– una variedad de conflictos, que si bien han sido normalmente vis-tos como corrosivos del orden social y por lo tanto necesitados de con-tención y hasta de supresión, son realmente los productores de lazos valiosos que unen a las sociedades modernas y les proporcionan la co-hesión que requieren. De acuerdo con este punto de vista, que luce en principio paradójico y contradice intuiciones profundamente asumi-das en buena parte de la tradición occidental del pensamiento político, el conflicto es una factor fundamental del proceso de socialización y un generador eficiente de integración y cohesión, factor que da origen final-mente al «milagro democrático», es decir, la estabilidad sustentada en la confrontación (limitada) de los intereses contrapuestos de individuos y grupos.47 Como ocurre con la «sociabilidad asocial» de Kant y la «mano invisible» de Adam Smith, el «milagro democrático» surge de la práctica de la política, de la actividad concreta de la confrontación, discusión y ge-rencia de intereses, y no de acuerdos fundamentales de naturaleza nor-mativa sobre valores y principios dominantes en el conjunto social.

La idea del valor creativo del conflicto no es nueva, y una interesan-te versión de la misma puede hallarse, por ejemplo, en los Discursos de Maquiavelo, cuando el gran florentino analiza los choques entre nobles y plebeyos en la Roma republicana, y cuestiona a aquellos que atribu-yen a esas polémicas la erosión de la fortaleza política romana. Los que así piensan, argumenta Maquiavelo, prestan más atención al «ruido y al clamor» que esas luchas suscitaban que a los efectos positivos que pro-ducían. Al contrario, para Maquiavelo las confrontaciones entre nobles y plebe explican la preservación de la libertad de Roma, pues «en toda

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Niccolo Machiavelli, The Discourses. Harmondsworth: Penguin Books, 1970, p. 11348

república existen dos disposiciones diferentes, la del populacho y la de la élite, y toda legislación favorable a la libertad resulta del choque en-tre ambas».48 Si bien la idea no es nueva, su revitalización en la actuali-dad se produce en circunstancias especialmente favorables, pues el «mi-lagro democrático» de estos tiempos ocurre en medio de una incesante proliferación de modos de vida, valores, principios y perspectivas que han multiplicado de modo impresionante las posibilidades de lo huma-no, haciendo del nuevo orden del capitalismo individualista el esquema único globalizado de existencia de muchos pueblos y, a la vez, un meca-nismo que estimula múltiples concepciones y posturas sobre la vida y su sentido en millones de individuos.

Esta situación, que para muchos sigue representando una forma in-tolerable de desorden ético y peligrosidad política, depende para su so-brevivencia del poder creador del conflicto, de que esta multiplicidad de intereses y puntos de vista no adquieran un carácter radical sino que por el contrario se mantengan dentro de un marco de moderación, que no coloque a las partes en la posición de lucha existencial. Si el «milagro de-mocrático» se muestra capaz de preservar esa moderación, que a su vez impide que el conflicto se transfigure y deje de ser fuerza creadora para convertirse en mecanismo de destrucción, su porvenir será saludable. De lo contrario, volverá a plantearse el imperativo de la decisión existencial, tema central en las obras de autores que, como Hobbes, Donoso Cortés y Carl Schmitt, vivieron tiempos de crisis, tiempos que a su modo de ver no permitían complacencias como la del «milagro democrático».

1

En el presente estudio me propongo explorar varias interrogantes a tra-vés de la discusión de la obra de un selecto grupo de pensadores políti-cos. En primer término, ¿cómo se obtiene el conocimiento político? En segundo lugar, ¿para qué sirve?, ¿con qué fin debe ser utilizado? Tercero, ¿existe una correspondencia o armonía entre la estructura de la verdad y la naturaleza de lo político? Por último, ¿qué han pretendido los filó-sofos políticos objeto de nuestro estudio, y qué han logrado realmente? Dicho en otras palabras, ¿fueron capaces esos pensadores de reconciliar sus objetivos proclamados, lo que afirmaron que intentaban hacer, con el resultado teórico efectivo de sus planteamientos? El esfuerzo de in-dagación transitará un camino que comienza con Platón y Hobbes, para luego abordar la tradición hegeliano-marxista –representada de modo destacado por Marcuse y Habermas–, concluyendo con una discusión de Popper y Oakeshott en la línea de reflexión liberal. Como se verá, es-tos pensadores formulan diversas respuestas a las preguntas esbozadas y nos abren interesantes horizontes para un actualizado análisis político. Son pensadores que, además, representan puntos de vista contrastantes en cuanto a su idea sobre la misión de la política. Para algunos, como Pla-tón y Hobbes, la política es arte de dominación; para otros, como Marcu-se y Habermas, la política tiene una tarea emancipadora. Popper, por su parte, proclama un propósito orientado a liberar al individuo de atadu-ras y crear una sociedad abierta; no obstante, su pensamiento presenta tensiones que se derivan de la analogía popperiana entre el avance cien-tífico y la tarea de la política, que contradicen su intención inicial. Final-mente, en Oakeshott hallaremos un estilo y un contenido reflexivos que abren un horizonte adicional en torno al tema del conocimiento político.

Dominación o emancipación:

El vínculo entre conocimiento y política

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Platón, República, en Obras completas, vol. vii. Traducción de Juan David García Bacca. Caracas: Presidencia de la República-Universidad Central de Venezuela, 1981, pp. 286-293.En adelante, todas las referencias a textos de Platón provendrán de esta edición de sus obras completas. Sheldon S. Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», en Mary G. Dietz, ed., Thomas Hobbes and Political Theory. Lawrence: The University Press of Kansas, 1990, p. 12. Platón, ed. cit., vol. vii, p. 286.

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Una de las más conocidas y polémicas aseveraciones de Platón en la Re-pública tiene que ver con la relación entre conocimiento y política, tra-ducida a la exigencia de que sean los filósofos, los que poseen el conoci-miento, los que gobiernen, y el saber sea el que mande.1 Esta afirmación pareciera implicar no solamente que existen principios del conocimien-to verdadero que deben dominar el diseño, estructuración y preserva-ción del orden político, sino también que la naturaleza de la verdad, de un lado, y la del poder, de otro lado, son complementarias y hasta mi-méticas, que existe, en términos de Wolin, «una estructura de poder en la verdad y una estructura de verdad en el poder».2 Esta visión plató-nica en torno al vínculo entre conocimiento y poder, visión que discu-tiremos con amplitud más adelante, arroja de entrada consecuencias elitistas que Platón no pretendió evadir, y por el contrario asumió plena-mente:

A no ser –escribe en la República– que o los filósofos lleguen a reinar en las ciudades (polis) o los reyes y soberanos, así llama-dos ahora, lleguen a filosofar sincera y cabalmente, y coincidan en uno mismo poder político y filosofía, y se excluya a la fuerza a tantos que de natural están ahora yéndose a una sola de las dos [itáli-cas ar], no hay modo de que cesen los males [...] ni en las ciuda-des ni, creo, en el género humano...3

Platón ofreció muy precisas respuestas en cuanto a cómo se obtiene el conocimiento político y para qué sirve, y a diferencia de otros no re-huyó las implicaciones de sus planteamientos. Para empezar, Platón de-sarrolla una concepción intuitiva o visionaria del conocimiento que se fundamenta en su teoría de las Ideas y en su creencia en la inmortalidad del alma. Según esa teoría, la razón posee ciertas semillas o esquemas potenciales de conocimiento, los cuales necesitan ser adecuadamente

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Tomo esta interpretación de la epistemología platónica de Juan A. Nuño, El pensamiento de Platón. Caracas: Ediciones de la Biblioteca, ucv, 1963, p. 67.

Platón, Fedón, en Obras completas, vol. i, p. 314. Véase igualmente el diálogo Menón, vol. i, p. 415. Nuño, pp. 65-66.

Ibid., p. 64. Las Formas o Ideas platónicas, explica Nuño, «forman el soporte ontológico del mundo cotidiano, pues la multiplicidad de objetos que se presentan al conocimiento

empírico o de la opinión sólo puede ser entendida en última instancia por referencia a esas realidades unificantes y legítimas [...] capaces de asegurar la verdad», ibid., pp. 74, 116.

estimulados y cultivados de modo de manifestarse y permitir la identifi-cación de los objetos a cuyo conocimiento se aspira. El conocimiento es, pues, reminiscencia (anámnesis), de acuerdo con la cual todo conocer es un reconocer que se efectúa a expensas de conocimientos previamente adquiridos.4 Dice Platón en tal sentido que «el aprendizaje viene a ser nada más que un recordatorio, (y por ello) es necesario [...] que nosotros, en un tiempo anterior, hayamos adquirido lo que ahora recordamos. Lo cual fuera imposible si nuestra alma no hubiera existido en alguna parte antes de nacer en este su eidos humano; de manera que, por esto, parecie-ra ser inmortal el alma».5

Platón ilustra el proceso de aprendizaje o educación mediante su fa-mosa alegoría de la caverna, según la cual somos por naturaleza prisione-ros, hasta que a través de la educación el alma se ilumina gradualmente, desarrollando las facultades superiores de reflexión deductiva y cono-cimiento intuitivo, que permiten que abandonemos el terreno sombrío e impreciso de la mera opinión e impulsemos nuestro ascenso hacia la verdadera realidad, que es la de las Ideas o Formas.6 El mundo empírico arroja un cierto tipo de conocimiento, acrítico, de opinión o sentido co-mún, que se distingue del verdadero conocimiento, superior o científico, ya que este último cubre una muy especial realidad constituida por las Formas o Ideas, que son «el tipo único y perfecto correspondiente a una multiplicidad de objetos comunes [...] Son [...] realidades plenas perfec-tas, singulares y subsistentes, que dominan a lo empírico como el origi-nal de las copias que de él se produzcan».7 En lo que toca a lo político, Pla-tón no se detiene ante las deficiencias empíricamente constatables de lo existente, sino que, antes bien, postula el imperativo de lograr una unión entre verdad y práctica, de edificar un Estado, polis o comunidad política ideal, para lo que se requiere el conocimiento político de lo mejor. Las li-mitaciones y fallas de lo existente, lejos de debilitar la aspiración suprema de la filosofía política, más bien la dinamizan, pues la filosofía política no es otra cosa que el tipo de conocimiento dirigido a hacer a los hombres

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Platón, Eutidemo, vol. v, p. 46.Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1973, pp. 46-47.Platón, Leyes, vol. ix, p. 211. Wolin, Política y perspectiva, p. 49.Platón, El político, vol. ii, p. 313. Y en el diálogo Filebo se lee que hay una «ciencia» de «mirada puesta en lo generable y corruptible; otra, en lo no generable y no corruptible, sino lo que está siendo siempre de idéntica e igual manera, mirando lo cual desde el punto de vista de la verdad, juzgamos que ésta [es] más verdadera que aquélla», ed. cit., vol. iv, p. 316.

buenos y felices; 8 es, entonces, un tipo de conocimiento «salvador».9 El filósofo político tiene pues la misión –ejecutada mediante un acto de pensamiento– de «descubrir» y proyectar hacia el futuro un orden más perfecto, un «modelo ideal», un «paradigma» que, dice Platón, debe ser llevado a la práctica y cuya realización «no ha de omitir nada de lo que sea lo más bello y lo más verdadero».10 Para Platón, por tanto, la filosofía política lograba primeramente descubrir, más allá de lo empírico y en el mundo de las Ideas o Formas –el del conocimiento verdadero– el mode-lo ideal del orden político, reordenando así, a nivel del pensamiento, las imperfecciones de lo existente a través de la visión transformadora de lo Bueno y lo Bello. El segundo paso corresponde entonces al gobernante, y consiste en la puesta en práctica del hallazgo mental del filósofo, es decir, la aplicación del remedio a los males de la comunidad de acuerdo con el paradigma ideal. La unión entre filosofía y política, entre filósofos y go-bernantes, sellaba presuntamente el mandato superior del Bien.

¿Qué paradigma ideal planteaba Platón, y por qué razones sólo los filósofos podían acceder a su descubrimiento? Estas interrogantes nos conducen a la médula de la propuesta política platónica, y a la puesta de manifiesto de su convicción acerca de la antítesis entre la estructura de la verdad y la de lo político, como dominios opuestos en los que privan discursos y realidades antagónicas. Como hemos visto, según Platón, el conocimiento verdadero es el de las Ideas o Formas ideales, y el modelo o paradigma político verdadero tiene necesariamente que pertenecer al mundo de las Formas y en consecuencia participar de ese tipo de conoci-miento. El mundo de las Formas es un ámbito estable, en contraste con el mundo empírico donde imperan el desorden y el caos, un perenne flu-jo de acciones y opiniones sin concierto que no pueden elevarse al nivel del verdadero conocimiento y permanecen en un plano de «semiverda-des exasperadamente esquivas, y percepciones deformadas».11 Lo valio-so de las Formas se halla en su estabilidad, atemporalidad, armonía, be-lleza, medida y simetría, en una inmutabilidad que las hace ser de «igual manera siempre», lo cual «sólo conviene a lo más divino».12 Lo estable,

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Platón, Leyes, vol. x, p. 264.Al respecto, véase República, vol. vii, pp. 270-271.

Wolin, Política y perspectiva, pp. 51-54.Platón, República, vol. vii, p. 210.

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permanente y perdurable es, para Platón, lo valioso, frente a lo inesta-ble, lo incierto, lo cambiante; de allí su afirmación en las Leyes de que «el cambio es, aparte de todos los males, lo más peligroso en todo»,13 y su constante y casi obsesiva preocupación por la unidad y la cohesión de la polis.14

La epistemología platónica se encuentra estrechamente vinculada a su propuesta política, a su «modelo ideal» de polis, que no es otro que el de una sociedad dividida, jerarquizada y rígida en la que cada cual ocu-pa su lugar. El rechazo de Platón hacia lo espontáneo y lo cambiante en el terreno del conocimiento halla su contrapartida en su antipatía con respecto a la diversidad y pugnacidad de la democracia ateniense de ese tiempo, las cuales veía como síntomas de una enfermedad política re-querida del «remedio» de su paradigma ideal. El conflicto, que de suyo es parte inerradicable de la existencia política, era percibido por Platón como un mal a ser extirpado, de manera de implantar un modelo estáti-co ajeno a las confrontaciones típicas de la existencia en sociedad. Dado que ese modelo se sustentaba en la inflexible división de sectores socia-les, el arte del gobierno en Platón deviene un arte dirigido a imponer y no a equilibrar.15 En principio, en la República, Platón sugiere que los habitantes de la polis deben considerarse entre sí como hermanos;16 sin embargo, aclara de inmediato que ésta no es más que una mentira nece-saria o ficción (mythos), útil para asegurar la mejor marcha de una socie-dad dividida que exige una explicación justificatoria sobre la formación y permanencia de los diversos sectores, privilegiados y no privilegiados, que componen la comunidad política. Estos grupos, dice Platón, se de-rivan de ciertas disposiciones naturales de los individuos, y una vez es-tablecidos deben hacerse fijos y permanentes en un Estado organizado de acuerdo con el «modelo ideal». Hay ciudadanos «aptos para man-dar» (filósofos), otros lo son para proteger a la comunidad (guardianes), y los más para ser campesinos y artesanos (trabajadores). A cada miem-bro de la polis corresponde actuar de acuerdo con su posición en la je-rarquía social y con la función que toca a su grupo, y son educados para ello. Los «aptos para mandar» poseen la sabiduría superior, son los más cercanos al mundo de las Formas, los que alcanzan escapar a mayor dis-

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La descripción del «modelo ideal» se lleva a cabo en los libros ii, iii y iv de la República. La definición de qué es un filósofo se encuentra al final del libro v, vol. vii, pp. 286-303.Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», p. 15.

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tancia de las sombras, apariencias y meras opiniones, porque apetecen y aman el conocimiento.17 La mayoría social, compuesta por campesi-nos y artesanos, es relegada eternamente por Platón a la condición infe-rior que ocupan en su «modelo ideal», y considerada incapaz de acceder al conocimiento de las Formas. Su mente y prácticas sociales debían ser moldeadas de acuerdo con un conjunto de regulaciones detalladamen-te establecidas en la República, y dirigidas a regir las relaciones familia-res, sexuales, de propiedad y trabajo, así como los procesos educativos apropiados para cada sector. Además, los grupos gobernados, mayori-tarios, serían inculcados con las «nobles mentiras» acerca de las raíces de su destino y la presunta fraternidad imperante en la polis, a objeto de garantizar la estabilidad del modelo, contener el cambio y mantener la unidad de la comunidad.

El diseño del paradigma platónico responde pues al intento de pre-servar una sociedad honda y rígidamente dividida, en la cual «desapa-recen» los conflictos y de hecho también la política, en la medida en que ésta sea entendida como un escenario caracterizado esencialmente por la contraposición de intereses, ambiciones y visiones ordenadoras. Del proyecto platónico se desprende entonces una necesaria discontinuidad entre la verdad de la filosofía, que postula ese «Estado ideal», y la reali-dad de la política, que exige el uso de la mentira para sostener unas deter-minadas relaciones de poder y mando. En el marco del pensamiento pla-tónico, la mentira está, por decirlo así, incorporada a lo político, en tanto que la verdad pertenece al plano del conocimiento no contaminado por el elemento político.18 A pesar de que, en apariencia, Platón postula la coincidencia y armonía entre sabiduría y política, así como la identifica-ción entre filosofía y gobierno, de hecho se trata de un gobierno por im-posición y no por persuasión, ya que en su esquema el «saber» verdadero reclama el uso de la mentira para preservar una estructura de domina-ción y un orden rígido del que se pretende desterrar el conflicto y la polí-tica misma. En síntesis, la finalidad del esquema político platónico con-sistía, en palabras de Wolin, «en eliminar los obstáculos que impidiesen concretar la verdadera Forma. Así como el médico podía verse obligado a amputar un miembro para salvar el cuerpo, o el tejedor a descartar ma-

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Wolin, Política y perspectiva, p. 57. Platón, República, vol. viii, pp. 492-493.

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teriales defectuosos, también el gobernante podía purificar el cuerpo po-lítico de sus “miembros” deformes por cualquier medio adecuado».19

Las preguntas con que dimos inicio a este estudio encuentran en Platón respuestas inequívocas, tanto en lo referente al origen del cono-cimiento –por intuición eidética y remembranza, estimuladas por la educación–, como en cuanto a su aplicación política: asegurar el orden que reclama el «modelo ideal». Si bien el esquema platónico postula la unión de sabiduría y política, esta última es claramente entendida como dominación y no como fuerza emancipadora. Finalmente, si bien Pla-tón habla de la «hermandad» que supuestamente debe existir entre los integrantes de la polis, ello no es otra cosa, como él mismo lo indica en la República, que una «noble mentira». Su propósito consiste en justificar un orden jerárquico con fijas relaciones de poder y subordinación. El le-gado platónico, de larga y notable influencia a lo largo del pensamiento occidental, se resume en su fórmula según la cual un cierto tipo de cono-cimiento experto es propio del mando político y le justifica, más allá de otras fuentes de legitimidad y, desde luego, más allá del consentimiento de los individuos que integran la comunidad.

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El aspecto central del planteamiento platónico consiste en la pretensión de moldear la realidad de acuerdo con un «modelo» preconcebido, mo-delo que presuntamente pueden algunos privilegiados –los filósofos– descubrir en el metafísico mundo de las Formas. Dentro de este esque-ma, el conocimiento político no es producto del estudio de la realidad empírica ni de la historia, pues se parte de la idea de que la verdadera realidad es el modelo ideal, y su concreción práctica algo relativamente secundario, punto que Platón deja bien claro en la República.20 Resul-ta paradójico que su tan elevada pretensión, que implicaba y reclamaba nada menos que la construcción del orden político mediante la aprehen-

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Thomas Hobbes, Leviatán. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina, 1992, p. 303.F. A. Hayek, «The Errors of Constructivism», en New Studies in Philosophy, Politics, Economics, and the History of Ideas. London: Routledge & Kegan Paul, 1978, p. 3. Wolin, Política y perspectiva, pp. 259-261.Hobbes, citado por Wolin, ibid., p. 263.

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sión primigenia de un modelo abstracto, a ser luego impuesto sobre la gente, carezca de basamento práctico y se traduzca finalmente en una especie de exhortación que nos impele a «admitir la verdad». Un esque-ma conceptual semejante se constata en Hobbes, cuyo imponente edifi-cio teórico, fundado igualmente sobre la ambición de imponer el orden «verdadero» y alcanzado a través de un ejercicio intelectual, desemboca, como en el caso de Platón, en el pesimismo del autor en cuanto a las po-tencialidades prácticas de su propuesta. De allí estas frases del Leviatán: «... estoy a punto de creer que mi labor resulta tan inútil como el Estado de Platón, porque también él opina que es imposible acabar con los de-sórdenes del Estado y con los cambios de gobierno acarreados por la gue-rra civil, mientras los soberanos no sean filósofos».21

Esta frustración terminal hobbesiana contrasta con la enorme auto-confianza que destilan la mayor parte de sus textos, los cuales testimo-nian una acentuada tendencia «constructivista» en el plano teórico, es decir –de acuerdo con la definición de Hayek–, una tendencia según la cual, si el ser humano ha sido capaz de crear las instituciones de la socie-dad y la civilización, debe también ser capaz de modelarlas y cambiar-las a su antojo para satisfacer sus ansias de perfección.22 La decisiva in-fluencia que la revolución científica de su tiempo ejerció sobre Hobbes, así como su intenso deseo de contribuir a bloquear el paso a las disiden-cias generadoras de la guerra civil, le llevaron a concluir que la filosofía política era capaz de apropiarse del método de la matemática y la geome-tría y lograr su certeza, pues existía una congruencia potencial entre los fenómenos de la existencia política y los conceptos de la mente. De esta convicción se originaba para Hobbes la posibilidad de imaginar la «nada política», el momento primordial del «estado de naturaleza» y su crucial derivación: el contrato entre súbditos y gobernante destinado a estable-cer de una vez por todas el nuevo orden.23 Así como Platón insurge con-tra lo existente para diseñar el modelo a seguir, Hobbes postula la necesi-dad de «fingir que el mundo ha sido aniquilado»,24 y mediante este acto imaginativo dejar libre el terreno para levantar su propio paradigma, el del Leviatán.

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Ibid.Thomas Hobbes, Man and Citizen. De Homine and De Cive.

Indianapolis & Cambridge: Hackett Publishing Co., 1991, pp. 302-303. Hobbes, citado por Wolin, Política y perspectiva, p. 264.

Sobre este punto, véase mi libro Aproximación a la política. Caracas: Panapo, 1994, pp. 106-112.

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Como con acierto indica Wolin, el esquema hobbesiano se funda-menta en una concepción de la verdad no como un fiel reporte sobre la «realidad» externa, sino como una construcción arbitraria del intelecto humano: 25 conocemos lo que creamos o hacemos, y en el terreno de lo político el desafío clave es crear los significados comunes y estables que hagan posible la convivencia pacífica y definitiva. Estos significados o «signos» son, sostiene Hobbes, una creación de nuestro arbitrio: «Ya que en cada lenguaje el uso de palabras y nombres se da por convenio (by appointment), del mismo modo ese uso puede ser alterado; pues lo que depende y deriva su fuerza de la voluntad de los hombres, puede por esa misma voluntad y mediante el mismo convenio ser de nuevo cambiado o abolido».26

Así como en la geometría «las líneas y figuras sobre las cuales razo-namos son trazadas y descritas por nosotros mismos»,27 de igual modo pretende Hobbes que el Leviatán, su poder soberano, defina las reglas, es-tructuras y significados de la comunidad política. Esta creación arbitra-ria, posible también en la matemática y la geometría, creación que otor-ga su rango de verdad al conocimiento político, difiere del conocimiento generado por la ciencia física en tanto que los fenómenos que estudia esta última –los fenómenos naturales– no son en sí mismos creados por el hombre sino que le preexisten. Para Hobbes, el conocimiento político puede y debe sobreponerse a la «naturaleza política» (por ejemplo, en el violento y riesgoso «estado de naturaleza» anterior al pacto protección-obediencia que crea el Leviatán),28 crear situaciones nuevas y forzar a los seres humanos a admitir su necesaria validez. En este sentido, su teoría del conocimiento se ajusta perfectamente a su propósito político, que es el de suprimir definitivamente los conflictos, disidencias y diferencias de opinión originadas en el desacuerdo en cuanto al significado de las re-glas, signos, pactos y normas que deben constituir y dominar el orden político, y de esa manera homogeneizar lingüística y conceptualmen-te la sociedad impidiendo su fragmentación. Por esto resulta vital para Hobbes garantizar la univocidad de los significados, y desterrar el peli-gro de la ambigüedad lingüística y conceptual de su modelo de orden,

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Wolin, Política y perspectiva, p. 276.Hobbes, Leviatán, p. 125.Hobbes citado por Wolin, Política y perspectiva, pp. 271-272.Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», p. 21.Hobbes, Leviatán, pp. 40-50.

pues la amenaza de disolución surge de la confusión de significados, lo cual obliga a que el Leviatán les monopolice, adueñándose del poder de interpretación. Hobbes, en síntesis, propone un despotismo del sentido o significado en manos de un poder soberano, que brinde protección a cambio de obediencia y garantice la supresión del derecho de cada cual a ejer-cer su razón privada en torno a asuntos de interés público, otro factor que pu-diese afectar la paz, estabilidad, unidad y persistencia del orden político. El colapso del orden, el peor de los males según Hobbes, es pues produc-to de «un constante aumento del desacuerdo en cuanto a los significados comunes fundamentales»,29 y la misión salvadora de la filosofía políti-ca no puede por consiguiente ser otra que la de contribuir, por un lado, a convencernos sobre el imperativo de pactar los significados, y por otro lado la de imponer su permanencia, objetivo que exige –como lo pidió también Platón– echar fuera, abandonar y expulsar a aquellos que se muestren reacios a aceptar los pactos.30

El nítido esquema de Hobbes presenta, sin embargo, una muy seria falla en su propia base. Se trata de la sistemática ineptitud de los hom-bres para admitir la «verdad», su desconocimiento de «las causas de la guerra [y] de la paz», desconocimiento debido a que «son pocos en el mundo los que han aprendido esos deberes que unen a los hombres y los mantienen en paz, vale decir, que han aprendido suficientemente las reglas de la vida civil...».31 ¿Cómo superar entonces este obstáculo? Ho-bbes parte de la premisa de acuerdo con la cual existe un paralelismo y una coincidencia entre la estructura de la verdad científica y la del orden político,32 paralelismo sustentado en el carácter arbitrario de ambos planos, así como en su misión dominadora: la verdad científica procura la concreción del pacto fundacional de la vida política, y éste a su vez responde a la suprema verdad de nuestra vulnerabilidad humana, que requiere el mando despótico y protector del Leviatán. El problema se en-cuentra, como lo admite el propio Hobbes,33 en que los seres humanos somos refractarios a aceptar sus verdades; diferimos en nuestros tempe-ramentos, apetencias y opiniones, y padecemos de una aparentemente enfermiza subjetividad, lo cual hace casi imposible ese férreo y deseable

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Sobre este punto, véase Sheldon S. Wolin, Hobbes and the Epic Tradition of Political Theory. Los Angeles: University of California Press, 1970, pp. 46-47.

Hobbes, Leviatán, p. 263. Ibid., p. 304.

Ibid., p. 67.Ibid., p. 38.

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consenso en torno al supuesto imperativo de conceder poder absoluto a un Leviatán que rija nuestras vidas. Ante semejante dificultad, Hobbes no tiene más camino que recurrir –también a la manera de Platón– a la esperanza en los procesos educativos, dirigidos a transformar de modo radical toda una cultura política para crear otra. De allí su propuesta de desarrollar un programa de instrucción pública, concebido en función de la muy dudosa premisa según la cual las mentes de la gente son como papel en blanco, susceptibles de recibir, aceptar y asimilar las doctrinas que la autoridad pública desee imprimir en ellas.34 En realidad, ésta no es sino una frágil esperanza, que contrasta duramente con las expecta-tivas iniciales de una teoría que presumía ser capaz de asegurar a los Es-tados, «en definitiva, contra el peligro de perecer por enfermedades in-ternas», acoplando a los hombres «entre sí dentro de un firme y sólido edificio».35 El «conocimiento verdadero» de Hobbes acaba por conver-tirse en doctrina despótica que debe ser inculcada a la fuerza sobre los re-ticentes y díscolos beneficiarios de su «orden», y su esperanza se reduce a que «más pronto o más tarde, estos escritos míos caerán en manos de un soberano, que los examinará por sí mismo (ya que son cortos, y a jui-cio mío claros), sin la ayuda de ningún intérprete interesado o envidioso; que ejercitando la plena soberanía, y protegiendo la enseñanza pública de tales principios, convertirá esta verdad de la especulación en utilidad de la práctica».36

Las respuestas hobbesianas a las preguntas formuladas al comienzo se resumen por tanto así: el conocimiento verdadero o científico, el «re-querido de un filósofo», es condicional y producto de nuestra creación arbitraria, «como cuando sabemos que si determinada figura es un cír-culo, toda línea recta que pase por el centro debe dividirla en dos partes iguales».37 La ciencia política de Hobbes, afirma él mismo, alcanza esa «luz de la mente humana» con «las palabras claras o perspicuas, pero li-bres y depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas...».38 El fin del conocimiento es «el beneficio del género humano»,39 logrado gracias al establecimiento del pacto fundacional, que demanda obe-

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Herbert Marcuse, «Filosofía y teoría crítica», en Cultura y sociedad. Buenos Aires: Sur, 1968, p. 92; Jürgen Habermas, «Dogmatismo, razón y decisión. Teoría y praxis en la civilización científica», en Teoría y praxis. Madrid: Tecnos, 1990, pp. 288, 310. Por ejemplo, F. A. Hayek, en The Fatal Conceit. The Errors of Socialism. London: Routledge, 1990, pp. 29-52, 66-88, 120-140.

diencia de parte de los súbditos a cambio de la protección que garantiza el Leviatán o poder soberano. Si bien Hobbes piensa que existe una co-rrespondencia entre la estructura del conocimiento verdadero y la reali-dad política, sus postulados se sustentan sobre consideraciones ficticias acerca de la naturaleza humana, las cuales finalmente le obligan a trans-formar su certeza en mera esperanza. Por último, y al igual que Platón, Hobbes pretende establecer el orden político, pero lo que logra es iden-tificarle con el despotismo, desterrando una dimensión ineludible de la política –su componente conflictivo– del cuerpo social.

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El tránsito desde Platón y Hobbes hasta los representantes de la así lla-mada «Teoría Crítica de la Sociedad» en nuestro tiempo, implica no so-lamente un radical cambio de perspectiva epistemológica, sino también una visión antropológica fundamentalmente distinta. Para pensado-res como Marcuse y Habermas, el hombre es un ser «bueno» destinado a la liberación y la felicidad.40 Así como en Platón, pero sobre todo en Hobbes, el problema del orden se torna un asunto urgente y apremian-te, para los filósofos de la teoría crítica –ubicados en las opulentas so-ciedades capitalistas modernas, a las que rechazan por «opresoras»–, la inquietud central se focaliza, por el contrario, en la emancipación con respecto a un orden que es percibido como enajenante, inauténtico, y explotador de las vitales energías humanas. El capitalismo y la demo-cracia de masas actuales, que según algunos han dado origen a las más prósperas, abiertas y libres organizaciones sociales que haya contempla-do la historia,41 son sin embargo sometidos por autores como Marcuse y Habermas a un rechazo sistemático en nombre –y en esto se acercan al esquema platónico– de un modelo ideal, que a su modo de ver se en-

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Habermas, «Algunas dificultades en el intento de mediar teoría y praxis», en Teoría y praxis, p. 15.Herbert Marcuse, Razón y revolución. Madrid: Alianza Editorial, 1971, p. 12.

En palabras de Lukács, cuya obra en diversos sentidos anuncia temas centrales de la teoría crítica, «la unificación dialéctica hegeliana de pensamiento y ser, la idea de su unidad como unidad

y totalidad de un proceso, es también la esencia de la filosofía de la historia del materialismo histórico». Georg Lukács, Historia y conciencia de clase. México: Grijalbo, 1969, p. 37.

Marcuse, Razón y revolución, p. 13. Según Max Horkheimer, otro de los fundadores de la «teoría crítica», la razón consiste en «el hecho de percibir –y aceptar dentro de sí– ideas eternas que (sirvan) al hombre como metas». El peso del idealismo de raigambre platónica y hegeliana

en la obra de estos pensadores, se hace sentir de manera especial en esta frase de Horkheimer: «... la acción por la acción no es de ningún modo superior al pensar por el pensar, sino que éste

más bien la supera». Véase su Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires: Sur, 1973, pp. 7, 12.

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cuentra ya en germen dentro de esas sociedades, pero aún asfixiado por «la incompatibilidad de los imperativos del sistema económico capita-lista con las exigencias de un proceso democratizado de formación de la voluntad».42

El interés de la teoría crítica, para nuestros propósitos, reside tanto en sus aspectos epistemológicos –origen y función del conocimiento polí-tico, naturaleza de la verdad–, como en sus postulados acerca del impac-to probable de la emancipación por la que se aboga. En cuanto al primer punto, Marcuse enfatiza las raíces hegelianas de la teoría:

En la perspectiva de Hegel, el giro decisivo que dio la historia con la Revolución Francesa consiste en que el hombre empezó a contar con su espíritu y se atrevió a someter la realidad dada a las normas de la razón [...] El hombre se ha propuesto organizar la realidad de acuerdo con las exigencias de su libre pensamien-to racional, en lugar de acomodar simplemente su pensamiento al orden existente y a los valores dominantes. El hombre es un ser pensante. Su razón lo capacita para reconocer sus propias po-tencialidades y las de su mundo. No está, pues, a merced de los hechos que lo rodean, sino que es capaz de someterlos a normas más altas, las de la razón.43

El aporte clave de Hegel, que se complementa en la teoría crítica con la influencia marxista,44 se sintetiza entonces en la ratificación del pa-pel crítico de la razón como facultad suprema del hombre y sustento de la libertad humana, a lo que los teóricos críticos suman un poderoso «interés emancipatorio» dirigido a alterar la realidad sociopolítica «no razonable» hasta que se ajuste a la razón, ya que «el pensamiento debe gobernar la realidad».45 El concepto de verdad se traslada, por consi-

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Marcuse, Cultura y sociedad, p. 80. Marcuse, Razón y revolución, p. 17.Herbert Marcuse, Negations: Essays in Critical Theory. Harmondsworth: Penguin Books, 1972, pp. 68-71, 141.

guiente, de la teoría a la práctica, ya que la razón tiene que traducirse en la «organización racional de la sociedad».46 De entrada, este plantea-miento crucial de la teoría crítica nos lleva a considerar tres asuntos: en primer lugar, ¿cómo acceder a lo que indica la «razón» y cómo definir su «verdad»?; en segundo término, ¿quién o quiénes pueden captar y eluci-dar el mensaje de la «razón»?, y finalmente, ¿cómo llevar a cabo, en con-creto, la transformación de la realidad para amoldarla a los dictados de la razón?

En relación con el primer punto, Marcuse se apoya en la más pura tra-dición platónica y la distinción entre esencia y apariencia: el mundo em-pírico, el de los fenómenos perceptibles por los sentidos, no puede ser comprendido en sus propios términos, sino con referencia a su esencia o naturaleza (al mundo de las Formas o Ideas), pues explica Marcuse: «Mientras haya una separación entre lo real y lo potencial, es necesario actuar sobre lo real y modificarlo hasta conformarlo con la razón. En tanto que la realidad no esté configurada por la razón, sigue sin ser rea-lidad, en el sentido enfático de la palabra»;47 lo real no es lo que existe (el mundo fenoménico es el de la apariencia o las «copias»), sino lo que debe existir en concordancia con las normas de la razón; en otras pala-bras, lo «real» es «lo racional». Según Marcuse, Hegel fue capaz de im-primir a la tradición idealista una gran fortaleza crítica, pero concibió la realización de la «esencia» como un proceso que tenía lugar en el plano del espíritu y no en el terreno concreto de la realidad histórica.48 Para la teoría crítica el reto consiste entonces en ir más allá del pensamiento y trascender al nivel de la praxis, impulsada por su interés emancipatorio. Ello a su vez requiere explorar la esencia del hombre, como vía para de-terminar las limitaciones y deficiencias de su existencia concreta, y vis-lumbrar el rumbo de su liberación. Marcuse cuestiona la visión idealista o trascendental de esa esencia humana, y argumenta –a diferencia de Platón– que la misma no se aprehende a través de la intuición intelec-tual sino históricamente, proceso que tiene lugar, primero, «mediante un cuidadoso análisis de las luchas históricas pasadas y presentes, y de lo que éstas revelan sobre el hombre; segundo, por medio de una valora-ción de las concepciones pasadas y presentes de la vida buena; y tercero

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Bhikhu Parekh, Pensadores políticos contemporáneos. Madrid: Alianza Editorial, 1986, p. 100. Habermas, Teoría y praxis, p. 291. Horkheimer define así el papel de la teoría: «La meta que (se)

quiere alcanzar, es decir, una situación fundada en la razón, se basa, es cierto, en la miseria del presente; pero esa miseria no ofrece por sí misma la imagen de su supresión. La teoría esbozada por el

pensar crítico no obra al servicio de una realidad ya existente: sólo expresa su secreto». Max Horkheimer, Teoría crítica. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1974, p. 248.

Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. México: Joaquín Mortiz, 1969, p. 238.

con la ayuda del conocimiento teórico tal y como ha sido desarrollado por las investigaciones teóricas y científicas».49

Con base en esta visión sobre nuestra esencia y lo que ella implica en cuanto a las aspiraciones de la razón a una existencia emancipada, la teo-ría crítica asume la misión de desenmascarar lo existente, de poner de manifiesto –en palabras de Habermas– la «falsa conciencia» de la época y de la «sociedad defectuosa» en que vivimos.50 Dicho de otro modo, la ambición del pensamiento crítico, dirigida a reconciliar razón y ser, exi-ge enjuiciar el orden social existente desde la perspectiva de la «esencia real» del hombre, evaluando así cuál podría y debería ser el «desarrollo óptimo» posible de las personas a través del «uso óptimo» de los recur-sos disponibles, y esbozando un proyecto de sociedad factible, la socie-dad que proclama la razón, el «deber ser» humano. Este «proyecto tras-cendente», escribe Marcuse en El hombre unidimensional, se sustenta en los siguientes criterios:

El proyecto trascendente debe estar de acuerdo con las posibili-dades reales abiertas en el nivel alcanzado de la cultura material e intelectual.El proyecto trascendente, para refutar la totalidad establecida, debe demostrar su propia racionalidad más alta en el triple sen-tido de que:ofrece el prospecto de preservar y mejorar los logros producti-vos de la civilización;define la totalidad establecida en sus mismas estructuras, ten-dencias básicas y relaciones;su realización ofrece una mayor oportunidad para la pacifica-ción de la existencia, dentro del marco de las instituciones que ofrecen una mayor oportunidad para el libre desarrollo de las necesidades y las facultades humanas.51

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Jürgen Habermas, Teoría y práctica. Buenos Aires: Sur, 1966, p. 128. Esta es una primera edición, incompleta, en castellano, previa a la ya mencionada de Tecnos. La uso acá porque la traducción, en este punto, me parece más adecuada.Raymond Geuss, The Idea of a Critical Theory. Cambridge: Cambridge University Press, 1981, p. 76. Marcuse, Razón y revolución, pp. 30-31, 33. Marcuse, Cultura y sociedad, p. 95. Horkheimer, por su parte, afirma que: «El autoconocimiento del hombre en el presente no consiste [...] en la ciencia matemática de la naturaleza, que aparece como logos eterno, sino en la Teoría Crítica de la Sociedad establecida, presidida por el interés de instaurar un estado de cosas racional», en Teoría crítica, p. 232.

En función de ello se requiere comprender críticamente las estructu-ras de dominio coercitivas, cuya apariencia de objetividad se mantiene sólo en la medida en que «no se les vea el juego»,52 es decir, mientras no sean sometidas a la mirada escrutadora de la teoría crítica. Una teoría semejante, capaz de penetrar más allá de lo existente y descubrir la rea-lidad potencial encerrada en el seno de la sociedad opresora, comprende, pues, las siguientes partes: una primera que muestra que la transición desde el actual estado de la sociedad a un nuevo estado es teórica u ob-jetivamente posible, dadas determinadas condiciones materiales e inte-lectuales, y una segunda parte que indica que ese proceso de transición es necesario en la práctica, pues el estado inaceptable de la sociedad ac-tual genera frustración y sufrimiento, y los individuos sólo les soportan debido a su «falsa conciencia». Finalmente, una tercera parte que aseve-ra que el nuevo y superior nivel de avance social puede concretarse sólo si los individuos que integran la sociedad asumen conscientemente el ba-gaje y hallazgos críticos de la teoría.53 Dentro de este contexto, por tanto, la verdad es más que un atributo del pensamiento y se hace una realidad en devenir, que requiere para cumplirse una práctica histórica concreta:

La realización de la razón no es un hecho, sino una tarea. La for-ma en que los objetos aparecen inmediatamente no es aún su verdadera forma. Lo que está simplemente dado es, en prime-ra instancia, negativo, distinto a sus potencialidades reales. Se vuelve verdadero sólo en el proceso de la superación de esta ne-gatividad, de modo que el nacimiento de la verdad requiere la muerte de un estado determinado del ser.54

Para Marcuse, la cientificidad en cuanto tal no es garantía suficiente de verdad, «y mucho menos lo es cuando la verdad habla en contra de los hechos y está detrás de los hechos, tal como sucede en la actualidad».55 La verdad «científica» es entonces la que lleva a su concreción el trán-

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Lukács, pp. 54-55, 75, 83. Horkheimer, Teoría crítica, pp. 245, 251. La profunda decepción de Horkheimer a raíz de la pérdida de energías revolucionarias por parte de la clase obrera europea se patentiza en este texto de 1934:

«Aunque es algo por todos conocido, resulta ciertamente difícil comprender por qué las clases domina-das imitan la mendacidad de sus modelos ejemplares. La dependencia de esas clases no consiste en que se les dé poco que comer, sino en el lamentable estado anímico y espiritual en que se las mantiene. Son los simios de sus carceleros, bendicen los símbolos de su prisión y no sólo no están dispuestas a agredir

a sus guardianes, sino a despedazar a quien pretenda liberarlas de ellos», citado por Francisco Colom González, Las caras del Leviatán. Una lectura política de la teoría crítica. Barcelona: Anthropos, 1992, p. 48.

Parekh, p. 114.

sito desde la insatisfactoria y opresiva situación existente hasta la nue-va realidad, en una praxis guiada por el esclarecimiento que suscita la teoría crítica. ¿Y a quiénes corresponde captar esa verdad y llevarla a la práctica? En este punto, la teoría crítica rompe decisivamente con la tra-dición marxista y experimenta un profundo enraizamiento con el más puro idealismo hegeliano y platónico, hecho que se hace evidente en Marcuse y Horkheimer, y con mayor énfasis todavía en el caso de Ha-bermas. Como es sabido, para un marxista «crítico» como Lukács, para citar un ejemplo, correspondía al proletariado, representado por el Parti-do Comunista, tanto la tarea de asumir una conciencia esclarecida sobre la realidad de la opresión como la misión de transformarla mediante la praxis revolucionaria.56 Ahora bien, en lo que respecta a los teóricos crí-ticos posteriores, la desviación estalinista del socialismo en la urss, las victorias fascistas en Italia y Alemania, y el fortalecimiento del capitalis-mo y del estado de bienestar (Welfare State) en las sociedades avanzadas de Europa y los Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial, no les permitían cifrar excesivas esperanzas en un proletariado que pa-recía adaptarse cómodamente al disfrute de crecientes niveles de vida. Esta realidad de estabilización capitalista y fracaso en las ilusiones so-cialistas condujo, primero a Horkheimer y a Marcuse, y más tarde a Ha-bermas, a despojar al proletariado de la misión esclarecedora y emanci-padora que el marxismo le otorgaba, y atribuir la tarea a nuevos sujetos históricos. Para Horkheimer, la situación del proletariado ya no consti-tuía «una garantía del conocimiento verdadero», y el papel de ilustrador y articulador de la verdad recaía nuevamente –como en Platón y Hegel– en los «pensadores teóricos», es decir, en los filósofos.57 Marcuse, por su parte, acabó depositando sus expectativas de cambio en los estudian-tes radicales de la década de 1960, en los pobres y marginados del Ter-cer Mundo y en las minorías étnicas del mundo desarrollado,58 pero con escasos resultados prácticos. En cuanto a Habermas, como veremos, el

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Geuss, pp. 1-2, 54-55.59

sujeto productor de los cambios se hace aún más abstracto. La verdad liberadora de la teoría crítica, por lo visto, no encuentra un destinatario adecuado.

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Hemos visto que los creadores de la genérica Teoría Crítica de la Socie-dad argumentan que su línea de reflexión surge de un «interés emanci-patorio», que a su vez busca esclarecer a los individuos –miembros de las sociedades capitalistas de masas– acerca de sus verdaderos intere-ses, abriéndoles además los ojos en cuanto a las condiciones de opresión en que viven, y señalándoles finalmente el camino de la liberación y un mundo mejor. También afirman que sus tesis tienen un estatus episte-mológico singular, que les distingue de las teorías científicas normales, ya que estas últimas tienen un sentido meramente instrumental, diri-gido a manipular el mundo exterior; la Teoría Crítica, en cambio, es re-flexiva, forma parte del mundo que analiza y se dirige a transformarlo. Su verdad es una verdad práctica, no lógica.59

En medida fundamental, el sentido y rango cognoscitivos de la Teo-ría dependen de una perspectiva antropológica, de una visión de la «esencia humana» que hace posible a autores como Marcuse y Haber-mas sostener que son capaces de vislumbrar un rumbo emancipatorio y una sociedad mejor. El problema, no obstante, se encuentra en la ex-trema complejidad del concepto de una presunta «esencia del hombre». Marcuse, por ejemplo, afirma que esa esencia es un producto histórico y no una Forma platónica; sin embargo, no es cierto que los valores de libertad, dicha y búsqueda del placer erótico-estético que señala como ingredientes y propósitos de esa esencia sean necesariamente los únicos o siquiera los principales elementos capaces de constituir y definirla. Di-cho de otra manera, la historia del hombre muestra que las formas de vida y los valores que somos capaces de asumir varían enormemente, y que muchas veces nos enfrentamos –en ocasiones con violencia– a raíz

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de puntos de vista radicalmente opuestos sobre cómo vivir y qué es lo valioso y qué lo negativo en la existencia individual y colectiva. Si algo sugiere la con mucha frecuencia brutal historia humana es que la felici-dad y la libertad son valores susceptibles de diversas interpretaciones, y que en todo caso numerosas personas no parecen concederles el rango prioritario que Marcuse les otorga, buscando más bien otros objetivos que llegan a incluir el sacrificio y sufrimiento personales en aras de una creencia de tipo religioso, por ejemplo, el ascetismo, el desprendimiento y hasta el rechazo violento de lo que usualmente, en las sociedades opu-lentas del Occidente capitalista y democrático, se entiende por «felici-dad», noción que en nuestro medio incluye un importante contenido de bienestar material. Como señala Parekh, es perfectamente posible ima-ginar que en la «sociedad ideal» marcusiana, en la cual los hombres van a ser por fin completamente libres y autónomos, continuemos discre-pando acerca del significado que para cada cual tengan distintos modos de existencia:

Por añadidura, aunque Marcuse subraya la negatividad de la ra-zón, no capta todas sus implicaciones. Enjuicia un determina-do orden social principalmente por el bien que evita, en vez de por el mal que inflige, y ancla la razón en el futuro posible en vez de en el presente real. Esta forma de definir la razón negati-va crea evidentes dificultades. Si bien el mal que genera un or-den social es real e identificable, el bien que evita es hipotético, indeterminado y no susceptible de discusión racional.60

La intención proclamada de Marcuse y Habermas es contribuir a ilustrarnos acerca de nuestra «falsa conciencia» y mostrarnos el rum-bo de nuestra emancipación como seres humanos. Puede ser el caso, no obstante, que a pesar de sus mejores esfuerzos no deseemos nosotros cambiar y escojamos libremente seguir viviendo como lo hemos veni-do haciendo. Esto es lo que, de acuerdo con la evidencia, pareciera ha-ber ocurrido y estar ocurriendo con la inmensa mayoría de habitantes de las democracias capitalistas modernas en varios continentes. Desde luego, Marcuse y Habermas podrían argumentar que aun cuando no queramos cambiar y dejar de lado las cadenas que nos oprimen, eso se-

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Este es posiblemente el argumento clave de la famosa obra de Lukács: «Al referir la conciencia al todo de la sociedad se descubren las ideas, los sentimientos, etc., que tendrían los hombres en una determinada situación vital si fueran capaces de captar completamente esa situación y los intereses resultantes de ella, tanto respecto de la acción inmediata cuanto respecto de la estructura de la entera sociedad, coherente con esos intereses; o sea: las ideas, etc., adecuadas a su situación objetiva», en Historia y conciencia de clase, pp. 54-55. Habermas, «Algunas dificultades...», p. 14.Colom González, pp. 184, 189, 191. En torno a este punto, véase Jürgen Habermas, «La doctrina clásica de la política en su relación con la filosofía social», en Teoría y praxis (edición Tecnos), pp. 49-86; J. Habermas, Toward a Rational Society. London: Heinemann, 1971, pp. 62-122; J. Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico. Madrid: Taurus, 1985, pp. 57-114.

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ría lo racional desde la perspectiva de nuestros «verdaderos intereses».61 Ahora bien, aun admitiendo este punto, sigue sin completarse el test de la práctica, que implica que un sujeto histórico (el proletariado u otro) asuma el esclarecimiento y tome el camino de la emancipación. Ya que la clase obrera no lo ha hecho, así como tampoco los sujetos sustitutivos que Marcuse trató de reclutar para su causa, la tradición crítica ha expe-rimentado un nuevo y paradójico giro con Habermas, en cuyas manos el sujeto histórico ya no es una clase o un sector determinado de la socie-dad, sino un ente más abstracto: los «afectados por la opresión», cuya emancipación depende no ya de la lucha política concreta sino de la cali-dad de su «discurso práctico».62 Sostengo que se trata de un giro paradó-jico ya que, como veremos, Habermas, por un lado, reconcilia más que nunca antes la Teoría Crítica con los logros de la tantas veces vilipen-diada democracia burguesa, mientras que, por otro, acentúa el elemento utópico de su propuesta política.

Habermas es un pensador particularmente complejo, pero no creo ser injusto al sostener, y en ello coincido con Colom González, que la médu-la de su versión de la Teoría Crítica se encuentra en la visión de la política como un proceso de aprendizaje, en la conversión y reducción de la polí-tica a tarea pedagógica.63 Ese aprendizaje, que según Habermas se deri-va del potencial moral inherente a toda mente humana, y que debe tra-ducirse en la ampliación del consenso sobre la sustancia y contenidos de la vida buena,64 sólo puede tener lugar en un espacio público plenamen-te democrático que haga posible una comunicación transparente y libre de coerciones entre los individuos. Para Habermas, los procesos comu-nicativos de aprendizaje constituyen factor causal primario del desarro-llo histórico; este énfasis en la relevancia de la comunicación, de lo que Habermas denomina «acción comunicativa», le lleva a su vez a concebir la teoría de la sociedad como una teoría del conocimiento, y a otorgar al

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Colom González, p. 185. Perry Anderson, Tras las huellas del materialismo histórico. Madrid: Siglo xxi Editores, 1986, p. 79.

Habermas ha desarrollado sus tesis con brillantez y lujo de detalles en su masiva obra en dos volúmenes, The Theory of Communicative Action. Boston: Beacon Press, 1984 y 1985. Un bien

logrado comentario de esta importante obra, y en general de los aportes de Habermas, es el de Stephen K. White, The Recent Work of Jürgen Habermas. Cambridge: Cambridge University Press, 1989.

Colom González, p. 194. Habermas, «Consecuencias prácticas del progreso técnico-científico»,

en Teoría y praxis (edición Tecnos), pp. 314-334.

lenguaje papel fundamental como «reaseguro» democrático. La demo-cracia es así vista, «en consonancia con su filosofía moral, como la for-ma política derivada de un libre proceso comunicativo dirigido a lograr acuerdos consensuales en la toma de decisiones colectivas».65 La demo-cracia institucionaliza las condiciones requeridas para el ejercicio de co-municaciones libres de dominio entre las personas, por ello Habermas la reivindica y convierte en eje de su visión pedagógica de la política, en cuyo marco, observa Anderson, «cesan las luchas y las confrontaciones se convierten en procesos de aprendizaje».66 La propuesta política de Habermas no es otra cosa que un programa de democratización radical, destinado a construir un espacio público que permita una efectiva deli-beración autónoma y racional por parte de la gente, en condiciones de igualdad participativa;67 se trata, en otras palabras, de una «utopía co-municativa» entendida como estímulo para la reorganización de la so-ciedad, mediante la «recuperación de los contenidos normativos de la po-liteia griega y de la “opinión pública” ilustrada perdidos en el curso de la historia».68

Habermas argumenta que su programa democratizador choca con-tra los mecanismos de control conformados por el Estado capitalista en las sociedades avanzadas, cuya funcionalidad reguladora exige la despo-litización endémica de los ciudadanos y la conversión de la política en técnica.69 Dicho mecanismo de dominación asfixia el potencial prácti-co-moral de las personas y distorsiona la comunicación entre la gente, cerrando a su vez el paso a la formación de una opinión racional y cons-ciente sobre los problemas colectivos y sus soluciones democráticas, transparentes, y consensuales. Frente a este obstáculo, Habermas opone de nuevo el esfuerzo crítico, cuyo destino, no obstante, ya no es la revolu-ción, sino la creación de un «contexto comunicativo ideal» donde la ver-dad logre prístinamente florecer. La verdad de un argumento surge, por tanto, de un contexto sociopolítico que haga posible que todos los indi-

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Geuss, p. 65.Quentin Skinner, «Habermas’s Reformation», The New York Review of Books, October 7, 1982, p. 38.Ibid.Colom González, p. 209.

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viduos puedan discutir la experiencia humana en condiciones de abso-luta libertad y ausencia de coerción y por tiempo indefinido.70

El núcleo utópico del planteamiento habermasiano sugiere no otra cosa que la factibilidad de que su «contexto comunicativo ideal» pro-duzca un consenso verdadero sobre la sociedad buena. Cabe preguntar-se: ¿Cree Habermas realmente que todos y cada uno de los participantes en ese marco ideal de acción comunicativa van a compartir los mismos valores y juicios morales y políticos? ¿No estamos acá acaso ante una versión remozada de la «esencia humana» marcusiana, y su aspiración a que desaparezcan las diferencias que nos separan en cuanto a la valo-ración que damos a distintas formas de concebir la vida que merece ser vivida? Habermas se ha visto llevado a admitir los avances que la demo-cracia burguesa hizo en función de ampliar el espacio público para la dis-cusión racional; al mismo tiempo, sin embargo, cuestiona la posibilidad de proseguir ese rumbo democratizador bajo el capitalismo tardío. Re-nuente a admitir una vía revolucionaria, que en todo caso no logra vis-lumbrar en el marco pacificado del estado de bienestar contemporáneo, Habermas focaliza su voluntad de cambio en «el poder de la argumenta-ción racional para regular la discusión política, de tal modo que el con-senso, y hasta la unanimidad, sean conquistados».71 Si bien, como lo ex-presa Skinner, la vocación democrática de Habermas y su deseo de que la política sea manejada como medio para conducir debates civilizados sobre el interés público, son saludables,72 su planteamiento resulta aún más idealista que el de un Marcuse, quien al menos imaginaba a los estu-diantes radicales y hippies de los años 1960 como posibles sujetos revolu-cionarios. Habermas se queda en un plano mucho más abstracto, donde los actores sociales se transforman en entidades lingüísticas y la acción política se traduce en acción comunicativa. En ese ámbito inodorizado, vuelve a perderse de vista el hecho de que «en un contexto competitivo los argumentos no son sino la expresión verbal de complejos sistemas de preferencias que remiten a identificaciones culturales, a estructuras socioeconómicas o a otros diversos condicionantes de la evaluación ra-cional de alternativas»;73 dicho en otras palabras, el lenguaje de la políti-ca expresa la política (y sus conflictos), y la política tiene que incluir, para

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B. A. Smith, «Ethics and Politics in the Work of Jürgen Habermas», Interpretation, 11, 3, 1989, p. 350, citado en ibid., p. 213.

Citado en ibid., p. 264.Herbert Marcuse, Teoría crítica, p. 95.

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empezar, la decisión por parte de los actores políticos acerca de si entrar o no en un proceso argumentativo, decisión que no obedece siempre o exclusivamente a la dimensión comunicativa de la racionalidad y puede incluir valores, afectos, compromisos, cálculo de probabilidades, y nu-merosas motivaciones vinculadas a las luchas de poder y por el poder. Por ello, «la complejidad –y la tragedia– de la existencia humana parece pro-venir de la tensión observable entre las exigencias de justificación nor-mativa en un contexto comunicativo y las exigencias de poder en un con-texto de lucha».74

En el pensamiento de Habermas se abre una profunda brecha, mayor todavía que la existente en otros teóricos críticos, entre los conflictos po-líticos reales y el potencial efectivo de la teoría para influir sobre la vida práctica. Su filosofía política casi que queda reducida a una teoría ética, incapaz de conceptualizar los conflictos reales de poder en las socieda-des modernas. No es de extrañarse, por tanto, que su reflexión acabe por cuestionar el poder político como tal, que no es, según Habermas, «el medio apropiado para promover y asegurar formas dignas, humanas y emancipadas de vida».75 También en Marcuse, la política, con su inevi-table ingrediente de discordia, fue vislumbrada finalmente como super-flua, al llegar la hora de la verdad que proclama la teoría. Como escribió en uno de sus ensayos:

La modificación de la estructura económica debería modificar la situación de la sociedad de tal manera que con la superación de los antagonismos económicos entre los grupos e individuos las relaciones políticas se volvieran independientes en alto gra-do, determinando el desarrollo de la sociedad. Con la desapa-rición del Estado, las relaciones políticas tendrían que trans-formarse en relaciones humanas generales en un sentido hasta ahora desconocido: organización de la administración de la ri-queza social en interés de la humanidad liberada.76

Estas frases ponen de manifiesto, otra vez, la profecía marxista de la extinción del Estado, en la realidad convertida en Estado totalitario.

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Para Popper, un «liberal» no es el simpatizante de algún partido o grupo en particular, sino «simplemente una persona que valora la libertad individual y que permanece alerta frente a las amenazas provenientes de todas las formas de poder y autoridad», véase Karl R. Popper, In Search of a Better World. London & New York: Routledge, 1992, p. 160. Popper es un demócrata cabal, pero no deifica la democracia, e insiste en que «la democracia no fue nunca el gobierno del pueblo, no puede serlo, no debe serlo», ya que, a su modo de ver, lo importante no es el problema platónico de «¿Quién debe gobernar?», sino otro muy diferente: «¿Existen formas de gobierno que nos permitan [sin el uso de la violencia, ar] destituir a un gobierno rechazable, o aunque sólo sea incompetente, que ocasione daños?», véase Karl R. Popper, La responsabilidad de vivir. Barcelona: Paidós, 1995, p. 189.Véase Popper, In Search..., pp. 82-95; The Myth of The Framework. London & New York: Routledge, 1994, pp. 65-81. Afirma Popper que «nuestra época es la mejor de que se tenga conocimiento histórico, y [...] el tipo de sociedad en la que vivimos en Occidente, a pesar de sus fallas, es la mejor que hasta ahora ha existido», en In Search..., pp. 216, 118.Ibid., pp. 139-145.

Sintetizando, en función de las interrogantes primigenias de este estudio: los teóricos críticos proponen, como Platón, una teoría esen-cialista del conocimiento, que se obtiene separando lo aparente de lo potencial, teoría que en el plano político debe servir a un propósito emancipador. La verdad sólo puede corresponder a la estructura de lo político en la medida en que dicha estructura de poder sea sustituida por otra no conflictiva. Al igual que ocurrió con Platón y Hobbes, y a pesar del interés emancipador y no dominador de la Teoría Crítica, se desem-boca en el mismo punto: la eliminación de la política en su vital e inex-tinguible –aunque no única o exclusiva– dimensión conflictiva.

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Sería injusto dudar de las profundas convicciones liberales y democrá-ticas de Karl Popper, un autor cuyo pensamiento político se vincula con las más genuinas y nobles tradiciones del humanismo occidental.77 En radical contraste con los filósofos representantes de la Teoría Crítica, con quienes sostuvo amargas polémicas,78 Popper defiende con vigor y te-nacidad un punto de vista optimista sobre los avances de la civilización en nuestro tiempo,79 sin caer en posiciones ingenuas sobre el llamado «progreso histórico».80 Su «evangelio» intelectual, según su propia ex-presión, es normativo, y su prédica se orienta a promover la razón crítica

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Popper, The Myth..., pp. 29, 69.Popper, In Search..., p. 138; La responsabilidad..., pp. 143, 146, 194.

Popper, La responsabilidad..., p. 191.Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», pp. 9-13.

Popper ha expuesto su teoría de la ciencia y el método científico en diversos textos. Véase, por ejemplo, Conjectures and Refutations. The Growth of Scientific Knowledge.

New York: Harper & Row, 1968, pp. 97-119, 215-250, 253-292.Karl R. Popper, The Poverty of Historicism. London: Routledge & Kegan Paul, 1972, pp. 46, 69, 83-93.

Popper, La responsabilidad..., pp. 17-41.

como el mejor antídoto contra la violencia en los asuntos humanos.81 Los valores que Popper proclama son los de la libertad personal y la «so-ciedad abierta», los de un pluralista que practica la tolerancia y defiende la variedad de la experiencia y los fines de los diversos individuos.82 Po-pper rechaza cualquier tipo de paternalismo y manifiesta un hondo res-peto por la dignidad de cada cual, haciendo suyas las frases de Pericles: «Aunque sólo unos pocos de nosotros estemos capacitados para diseñar una política o para ponerla en práctica, todos somos capaces, sin embar-go, de juzgar una política».83 A pesar de todo esto, la reflexión política de Popper encierra una curiosa y paradójica tensión, destacada con agu-deza por Sheldon Wolin,84 que genera implicaciones elitistas y antide-mocráticas en su pensamiento. Esa paradoja, a mi modo de ver, hunde sus raíces en tres surcos: primero, en una inaceptable analogía entre el método científico y la actividad política; segundo, en la sobreestimación del poder de la razón; finalmente, en la dificultad de Popper para enten-der las realidades del poder.

Popper establece un estrecho paralelismo entre la estructura de la ver-dad (científica) y la de lo político, proponiendo en concreto que la acción política adopte el método científico en su versión popperiana,85 redu-ciendo de ese modo la política a una serie de problemas técnicos, proble-mas que a su vez han de ser afrontados a través de una forma de ingeniería social «fragmentada» que proceda gradualmente y por partes, sin preten-der «cambiar la vida» o revolucionar la sociedad a la manera de la «inge-niería social utópica».86 El método de Popper es el de «ensayo y error»: tenemos un problema (en biología, matemática, astronomía, educación o salud pública), proponemos soluciones al mismo, eliminamos las solu-ciones equivocadas y escogemos las más efectivas.87 Detrás de esta pro-puesta popperiana se halla su rechazo a las aventuras revolucionarias de nuestro tiempo y sus fatídicas consecuencias, y su aversión a teorías como el marxismo y el sicoanálisis, que o bien pretenden conocer el sentido de

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Ibid., p. 99; In Search..., p. 38. Wolin, «Hobbes...», p. 10. Karl R. Popper, The Open Society and Its Enemies, vol. i. London: Routlede & Kegan Paul, 1969, p. 163. Popper, The Myth..., p. 68. En otro lugar sostiene: «... el método científico no es acumulativo [...] sino esencialmente revolucionario. El progreso científico consiste esencialmente en que algunas teorías son superadas y sustituidas por otras teorías», en La responsabilidad..., p. 27.Popper, The Open Society..., vol. i, p. 285. Ibid., pp. 284-285. Ibid.

la historia o bien se presumen irrefutables. Para Popper, el criterio de de-marcación entre lo que es y no es ciencia es la refutabilidad de las teorías: ninguna teoría que se pretenda científica es inmune a la crítica racional; criticarlas implica mostrar sus errores y este proceso supone una reduc-ción de la ignorancia y un avance del conocimiento. Nuestro conocimien-to no es jamás definitivo o seguro y la noción de verdad no es sino una idea regulativa: somos capaces de aproximarnos a la verdad, pero nunca podremos poseerla definitivamente y, con total seguridad, «no sabemos, sino que conjeturamos», y aun cuando pudiese ocurrir que muchas de nuestras teorías sean de hecho verdaderas (como las mejores aproxima-ciones existentes a la verdad), no podríamos saberlo con certeza.88

Con base en su teoría de la ciencia y su método, Popper presenta la «ingeniería social fragmentada» como el correlato político de los pro- cedimientos de refutación en el terreno científico; 89 a lo que aspira, en concreto, es a «la introducción del método científico en la acción política».90 Es claro, y el propio Popper así lo admite, que existe una con-tradicción entre –de un lado– su visión de la tarea de la política, dirigida a la reforma gradual (no radical) y parcial (no total) de las instituciones y a producir cambios controlados por una razón crítica que equilibre ex-pectativas y resultados, y de otro lado su concepción metodológica, que «es una teoría de la revolución intelectual y científica».91 Existe una ten-sión en el planteamiento de Popper, pues si bien, por una parte, insiste de modo sistemático en la necesidad de que seamos modestos en nues-tras aspiraciones políticas,92 de que nos concentremos en eliminar el su-frimiento concreto y evitable en lugar de buscar la mayor felicidad del mayor número,93 por otra parte argumenta que su ingeniería fragmen-tada no tiene por qué no ser audaz, o confinarse simplemente a proble-mas nimios o de menor relevancia: lo crucial es que, no importa cuán se-rios y de qué magnitud sean los asuntos a ser abordados, el enfoque (no los objetivos) sea experimental, gradual, y autocrítico.94 Este es, según

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Ibid., pp. 158-159, 167; vol. ii, p. 222.Ibid., vol. i, pp. 162-163, 167, 285.

Ibid., vol. ii, p. 222. Ibid., vol. i, pp. 124-127.

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Popper, el único camino racional de dirigir la política, realizando «ex-perimentos sucesivos», determinando causas, evaluando efectos, com-parando nuestras expectativas con los resultados alcanzados, eliminan-do fallas y desechando lo irrelevante, avanzando a través de un creciente consenso sobre lo que debe admitirse como éxito o fracaso, y acumulan-do de ese modo, a lo largo del tiempo, una plataforma confiable de cono-cimiento sociopolítico.95

La visión popperiana encierra una concepción tecnológica de lo po-lítico y de la acción política, concepción que, aunque pareciera susten-tarse sobre la modestia de los objetivos, en realidad pone de manifiesto una enorme ambición: la de someter la existencia social al imperio de una razón pura, no contaminada por controversias valorativas y luchas de poder. De hecho, Popper señala que la ingeniería social a gran esca-la es factible, sólo que por los momentos no poseemos el conocimiento necesario para llevarla a cabo. 96 Si bien su deseo aparente es reformar la sociedad de manera cautelosa y equilibrada, su método –como ya indi-qué– sanciona en principio los cambios revolucionarios; pero además, toda su visión de la política como «tecnología social»97 se nutre de una dinámica que transgrede los límites teóricos impuestos por el reformis-mo, pues, ¿quién y cómo determina de entrada los proyectos que deben o no acometerse? La mentalidad técnica, convertida en guía de la política, no tiene barreras inherentes ni está obligada a arredrarse ante la escala de los proyectos. Sin duda, podemos moderarnos en el proceso de ensayo y error; pero de nuevo, ¿quién y cómo decide sobre el éxito o el fracaso?, ¿qué ocurre si no se alcanza un consenso?, ¿cómo detener la irracionali-dad que con tanta frecuencia se manifiesta en la historia?

Para afrontar estos problemas, Popper propone una fórmula basada en el pluralismo y la democracia, entendida esta última como un arreglo institucional y político que expresa el método científico, permitiendo a los gobernados criticar y deponer –sin el uso de la violencia– a los gober-nantes.98 Dentro de este esquema popperiano se destaca el aporte a la verdad de la comunidad científica, capaz de generar objetividad a pesar de las limitaciones personales de los científicos o ingenieros sociales con-siderados individualmente, ya que esa objetividad se deriva del «carácter

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Ibid., vol. ii, p. 218. Ibid. Ibid., pp. 218-219. Wolin, «Hobbes...», p. 11.Ibid., pp. 9-10.

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público» del proceso de avance de la ciencia.99 Como con acierto apunta Wolin, de esta constatación acerca del carácter público de la experiencia científica, Popper se mueve a un terreno pantanoso, y pasa a argumentar que «Cualquier persona que haya aprendido las técnicas adecuadas para comprender y testear teorías científicas puede repetir los experimentos y juzgar por sí misma».100 Semejante afirmación choca contra la realidad de que la ciencia es un dominio reservado a muy pocos; pero Popper atri-buye a los científicos cualidades de imparcialidad que, supuestamente, quedan garantizadas por la «objetividad institucionalmente organizada de la ciencia», de la cual «todo progreso, científico, tecnológico y políti-co, depende en última instancia».101 Ante esto, Wolin comenta que «Po-pper sustituye el dominio platónico de las Ideas por el dominio poppe-riano del método y la visión de una sociedad de la virtud por la de una sociedad tecnológica»: el logos está representado por la ciencia, y la tech-ne por la ingeniería social fragmentada.102 Popper reivindica a Platón, en el sentido de hacer del conocimiento, de un cierto tipo de conocimiento, el principio rector de la sociedad. Ciertamente, Popper no dice que los científicos deben mandar, pero su asimilación de la política al método científico sugiere que la sociedad debe organizarse en función de hacer posible a los que saben la toma de decisiones. ¿A los que saben qué?, po-demos aún preguntarnos, y la respuesta en este caso es, sin duda: a los que saben lo que Popper cree que debemos saber para implementar el método de ensayo y error. De esta forma, Popper reproduce, aunque no intencionalmente, la relación platónica entre una pretensión de cono-cimiento verdadero y una aspiración de poder, entre la estructura de la verdad (científica) y la estructura del dominio político. Ello ocurre como consecuencia de la errada reducción popperiana de la política a una se-rie de problemas puramente técnicos, reducción que termina ocultando de su rango de visión las realidades del conflicto, la confrontación de los valores y la lucha por el poder.103 Cabe reproducir acá la lúcida crítica de Parekh, quien, al igual que Wolin, cuestiona el intento popperiano de re-ducir la política a tecnología social:

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Parekh, pp. 176-177. 104

(Popper) Presupone que la sociedad humana es [...] como una máquina, su gobierno como un maquinista y que gobernar un país equivale a cuidar de la máquina social mediante una inge-niería fragmentada. A partir de esta visión totalmente enga-ñosa de la sociedad [...] Popper trata la cuestión de los fines del gobierno como algo no problemático y no acierta a percibir su complejidad. No es consciente de que no podemos abordar la cuestión sin emprender una investigación sobre los tipos de re-laciones que los hombres tienen los unos con los otros; sin ana-lizar cuáles de estas obligaciones pueden y deben hacerse cum-plir legalmente; sin estudiar la naturaleza del Estado, la natura-leza y límites del derecho, la relación entre derecho y moral, las complejas relaciones entre las diferentes metas humanas; sin una concepción de cómo los hombres desean y deberían vivir [...] Popper piensa que no hay conflictos que seres racionales no puedan resolver [...] Al hacer esto deja de percibir las sutiles y complejas formas en que los valores, intereses, lenguaje y for-mas de pensamiento del individuo configuran su razón.104

La simplificación de la política es la consecuencia de una sobresti-mación del poder de la razón, así como de la minimización del papel de los valores en la existencia humana concreta. Popper intenta defender la democracia, el pluralismo, y la sociedad abierta, pero su confianza en el logos científico le lleva a reproducir, aunque en forma menguada, la vinculación entre saber y poder. A pesar de que rechaza las pretensiones esencialistas de Platón, Popper también otorga a un tipo de conocimien-to un valor supremo e incontestable excepto en sus propios términos, subestimando así otras dimensiones de la existencia humana en socie-dad y de la realidad de lo político. Su deseo es que el conocimiento sirva a un fin emancipatorio, en un sentido amplio, pero su perspectiva simpli-ficadora acaba por arrojar consecuencias elitistas ajenas a sus objetivos proclamados. Popper, en resumen, no solamente le apuesta en exceso a la razón, sino que deja que su brillo le oculte una parte significativa de la condición humana.

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Michael Oakeshott, Religion, Politics, and the Moral Life. New Haven & London: Yale University Press, 1993, p. 93. Michael Oakeshott, The Politics of Faith and the Politics of Scepticism. New Haven & London: Yale University Press, 1996, p. 19. Oakeshott, Religion..., p. 93.

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A diferencia de todos los pensadores hasta ahora considerados, Michael Oakeshott minimiza de manera explícita y directa la función de la polí-tica en la existencia colectiva, y lo hace así por un principio básico: en su opinión, la política es una forma altamente especializada y abstracta de actividad colectiva, una actividad construida encima de la superficie de la vida de una sociedad, que sólo en raras ocasiones produce un impacto real sobre esa vida:

Si la política fuese la consideración y reconsideración continuas de la existencia y orden de una sociedad desde abajo hacia arri-ba, y si la actividad política incluyese la recreación continua de la vida de la comunidad, entonces sin duda sería, para bien o para mal, muy importante; pero de hecho no lo es. Un sistema político existe de modo primario para la protección y modifica-ción ocasional de un orden social y legal [...] La actividad polí-tica puede habernos dado la Magna Carta y nuestro Código de Derechos Fundamentales [Bill of Rights, ar], pero no nos dio los contenidos de esos documentos, que provienen de un estrato de pensamiento social demasiado profundo para ser influido por la acción de los políticos. Un sistema político presupone una civili-zación.105

Para Oakeshott, la política constituye la mayor parte del tiempo un «espectáculo desagradable»,106 envuelto en «vulgaridad mental», que a su vez se origina en la «falsa simplificación de la vida humana que im-plican hasta sus más elevados propósitos».107 Semejantes aseveraciones no son gratuitas ni surgen de un interés por el escándalo. Al contrario, Oakeshott es un pensador sutil y profundo, cuyo ángulo de aproxima-ción a los temas acá planteados aporta singular esclarecimiento y con-tribuye de manera significativa a la ampliación de nuestra perspectiva. Oakeshott no solamente se esfuerza por dirigir nuestra atención hacia

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Michael Oakeshott, Rationalism in Politics and Other Essays. Indianapolis: Liberty Press, 1991, pp. 5-42. Ibid., pp. 11-17; Paul Franco, The Political Philosophy of Michael Oakeshott.

New Haven & London: Yale University Press, 1990, p. 112.

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un plano de la realidad que sustenta y genera la política, un plano que no es capaz –excepto mediante convulsiones históricas de inusitada y trau-mática violencia– de ser sustancialmente cambiado por la política, sino que además nos propone una visión moderada del papel de la razón en los asuntos sociales, más adecuada, así lo creo, para rendir cuenta de las realidades de los procesos históricos.

El eje de la reflexión que desarrolla Oakeshott, se halla en su carac-terización y condena de lo que él denomina «racionalismo» en políti-ca, una visión que también califica como «política de la fe», de la «ne-cesidad sentida», de la «perfección», del «libro» (o «ideológica») y la «uniformidad».108 De acuerdo con Oakeshott, el fundamento del «ra-cionalismo» en política es una teoría del conocimiento. Para explicarla, distingue entre dos tipos de conocimiento que se manifiestan en toda actividad concreta. El primero es el conocimiento técnico, que consiste en reglas y principios formulados para la acción, y puede encontrarse en códigos legales, recetarios de cocina o libros de metodología en diversas disciplinas. Por otro lado está el conocimiento práctico o tradicional, que existe en la medida en que se usa, no es reflexivo y no es susceptible de ser formulado en reglas. Oakeshott argumenta que ninguna actividad con-creta, se trate del arte culinario, la ciencia, las artes plásticas o la política, puede llevarse a cabo simplemente a través de un conocimiento de tipo técnico. Siempre existe un aspecto adicional, bien sea la capacidad de juicio, el estilo, la experiencia, que nos sugiere cuándo aplicar las reglas y también cuándo dejarlas a un lado.109 Según Oakeshott, el «racionalis-mo» en política se define por encima de todo en relación con su negativa a admitir el valor epistémico del conocimiento práctico, y su exclusivo reconocimiento del conocimiento técnico. De allí que la creencia racio-nalista en la soberanía de la razón esconde en verdad un convencimiento acerca de la soberanía de la técnica como instrumento y tipo de conoci-miento medulares de la actividad política. Lo que Oakeshott condena en la visión racionalista de la política, en su «asimilación de la política a la ingeniería», no es su admisión de la relevancia –que para Oakeshott es sólo parcial– del conocimiento técnico, sino su incapacidad para reco-nocer otro tipo de conocimiento que a su modo de ver es mucho más im-

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Oakeshott, Rationalism..., pp. 9, 25. Ibid., pp. 25-28. Robert Grant, Oakeshott. London: The Claridge Press, 1990, p. 59.

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portante para la existencia política civilizada. En sus palabras, «el error filosófico del racionalismo consiste en la certidumbre que atribuye a la técnica y su doctrina acerca de la soberanía de la técnica; su error práctico consiste en la creencia de que nada excepto beneficios puede surgir de los intentos de hacernos conscientes de las raíces de nuestra conducta».110

Cabe destacar que Oakeshott difiere, por un lado, de Popper y su «in-geniería social», y por otro lado de los representantes de la Teoría Crítica y su énfasis en la «conciencia esclarecida». Como veremos, no es el caso de que Oakeshott argumente contra la autorreflexión sobre las motiva-ciones de nuestra conducta. Sus ideas, más bien, se orientan a rescatar todo un plano del conocimiento que no responde al plan de algún in-dividuo en particular, ni a la aplicación por parte de éste o aquél de un proyecto de cambio social, y tampoco a la decisión de grupos esclareci-dos, sino a la lenta y sólida acumulación de prácticas y modos de con-ducta creados, sostenidos y acumulados por una colectividad a lo largo del tiempo. Este tipo de conocimiento práctico en el terreno político –y en otros– no siempre es consciente y se encuentra contenido en las tradi-ciones que han emergido de la comunidad y dirigen su constante evolu-ción. Puede decirse que, de acuerdo con Oakeshott, existe un plano his-tórico en la vida de los pueblos, generado en parte por la acción política, pero que la trasciende; un plano que no es susceptible a la penetración de un «propósito político superior», extraño a sí mismo, y que es el sus-trato de una existencia civilizada. La política, para Oakeshott, no es en-tonces un proyecto a ser ejecutado o un problema a ser resuelto, ni tiene afinidad con una empresa científica, militar o comercial, analogías que con frecuencia sirven a los planes de los «ingenieros sociales».111 Tampo-co es la política una dimensión existencial particularmente permeable a la vigencia de ideologías abstractas de origen puramente teórico sobre la libertad, la igualdad y los derechos del hombre, ya que estas palabras no son sino compendios de tradiciones políticas vivientes, compendios que resultan innecesarios (cuando son naturales) en las sociedades que les dan origen, y que generalmente son inútiles o dañinos cuando se les intenta trasplantar, «llave en mano», a sociedades con otras tradiciones y prácticas.112 La política es, en resumen, el producto del conjunto de

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Sobre este punto, véase mi libro Aproximación a la política, pp. 89-94. Grant, p. 114.

F. A. Hayek, The Road to Serfdom. London: Routledge & Kegan Paul, 1976. Oakeshott, Rationalism..., p. 26.

Oakeshott, Religion..., p. 100. F. A. Hayek, The Counter-Revolution of Science. Indianapolis: Liberty Press, 1979.

Franco, p. 115.

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prácticas y tradiciones que la alimentan y sin las cuales no pasa de ser un escenario absurdo, un andamiaje suspendido en el aire. La raciona-lidad en asuntos sociales es, por tanto, una racionalidad «colectiva», no en el sentido de residir en decisiones formales de la comunidad, sino de surgir de manera espontánea a través del tiempo, según el modelo de la «mano invisible» de Adam Smith y el «orden espontáneo» de Hayek,113 realidad ésta a la que Oakeshott se refiere, como se verá, como «conver-sación». Se trata del resultado colectivo de decisiones y acuerdos entre individuos actuando en función de un marco común de normas, con-venciones y prácticas, de las cuales emergen consecuencias las más de las veces deseadas.114

Si bien Oakeshott coincide con Hayek en su condena al «racionalis-mo constructivista», cuestiona su obra, Camino de servidumbre,115 no propiamente por la naturaleza de la doctrina que propone «sino por el hecho de ser una doctrina»: «Un plan concebido para combatir la plani-ficación puede ser mejor que lo que combate, pero sigue perteneciendo al mismo estilo de política».116 Al igual que Hayek, Oakeshott rechaza la llamada «política científica», es decir, la creencia de que «la política es la ciencia de la ordenación y mejoramiento de las sociedades huma-nas de acuerdo con ciertos ideales abstractos considerados de valor ab-soluto y aplicación universal»;117 no obstante, Oakeshott deja muy claro que su crítica no se centra en el argumento –empleado en ocasiones por Hayek–118 según el cual una ciencia de la sociedad y la política es imposi-ble debido a la complejidad e impredecibilidad de los asuntos humanos. Oakeshott no atribuye el problema a la ciencia como tal sino a la creencia en la soberanía de la técnica. No es la aplicación de métodos científicos a materiales no científicos, ni la aplicación de la razón a lo inherentemen-te irracional lo que define el racionalismo, sino una interpretación erra-da sobre la razón misma, que consiste en identificar el conocimiento (in-cluido el conocimiento científico) de modo exclusivo con la técnica.119

La política, plantea Oakeshott, debe ser entendida en términos de prácticas y tradiciones de conducta social, y no en términos de ideo-

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Oakeshott, citado en Franco, p. 132. Grant, p. 49.

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logías abstractas. Estas últimas de hecho descansan en, o presuponen, prácticas preexistentes de la sociedad. Las prácticas y tradiciones que Oakeshott tiene en mente son el cemento de una civilizada existencia en común; no son rígidas ni están acabadas de una vez y para siempre; de allí que la actividad política, correctamente concebida, sea la explora-ción y consecución de lo que sugiere (intimates es la palabra inglesa que usa el autor) una tradición. Sugerir es menos preciso y más elusivo que «implicar lógicamente» o «extraer las consecuencias necesarias de», y una tradición de comportamiento político hace eso: sugiere una direc-ción para la existencia social, pero ni la impone ni la determina definiti-vamente, por mandato de algún proyecto o ideal racional. Una tradición, en síntesis:

… no es fija ni está concluida; no tiene un centro inmutable al que el entendimiento pueda anclarse; no posee un propósito so-berano que deba ser percibido o cuya dirección invariable deba detectarse; no hay modelo a ser copiado, idea a ser realizada o regla a ser seguida. Algunos aspectos de la misma pueden cam-biar más lentamente que otros, pero ninguno es inmune al cam-bio. Todo es temporal.120

Los individuos no somos meros receptáculos de tradiciones de con-ducta (como sí podríamos serlo de meras reglas técnicas), sino que en nuestras manos y con nuestra contribución esas prácticas se extienden y transforman gradualmente; las tradiciones no son obstáculos a la in-dividualidad, sino que constituyen la precondición de la individualidad; sin un contexto de prácticas que configuren su entorno existencial, el individuo no hallaría los términos con que expresarse y actuar.121 Toda asociación humana se estructura en torno a prácticas, y éstas pueden ser prudenciales o morales. Las primeras sirven a objetivos sustantivos co-munes, en tanto que las segundas son no instrumentales por naturaleza. Esto, sostiene Oakeshott, significa que hay dos modos categóricamente diferentes de asociación humana: en primer término, asociación pru-dencial o de empresa, amalgamada en torno a un propósito sustantivo común (por ejemplo, un ejército, una orquesta, un hospital, un partido

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Michael Oakeshott, On Human Conduct. Oxford: Clarendon Press, 1991, pp. 112-117.Parekh, p. 130.

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político); de otro lado hallamos la asociación moral, unida en función del reconocimiento de la autoridad de prácticas comunes (por ejemplo, una amistad, una vecindad, una asociación de historiadores). Si bien ambos modos de asociación tienen rasgos similares, se diferencian cua-litativamente en sus formas de constitución.122 La distinción clave tiene que ver con que los miembros en el segundo modo de asociación huma-na, no tienen que compartir otra cosa que el reconocimiento a la validez y autoridad de determinadas prácticas de conducta, y son por lo demás libres de buscar objetivos elegidos por ellos mismos, siempre que, desde luego, se ajusten a la naturaleza de esas prácticas:

Los que hablan un lenguaje común –escribe Parekh– no están unidos por un objetivo común, sino por una práctica común, y son libres de expresar lo que quieran mientras se ajusten a los presupuestos generales de su lenguaje. Y, de forma similar, los amigos están unidos por una fidelidad común a ciertas prácti-cas morales. A diferencia de una asociación empresarial, la aso-ciación basada en prácticas o en la moral es de naturaleza pura-mente formal.123

De estos dos modos de asociación, ¿cuál es –se pregunta Oakeshott– el que debe corresponderse con una asociación civil? Su respuesta es ine-quívoca: la asociación civil tiene que concebirse como una asociación moral, no instrumental. Si, por el contrario, se le concibe como una aso-ciación «empresarial», un «buen ciudadano» será quien haga la mayor contribución a aquello que la «empresa» dicte como propósito; en tal sistema no podrá existir igualdad formal, ya que los miembros de la aso-ciación tienen que ser juzgados de acuerdo con su aporte en función del objetivo corporativo, y los derechos individuales se subordinarán a los de la personalidad colectiva. La ley cumplirá por tanto un papel admi-nistrativo e instrumentalizado hacia el logro del propósito común, y su énfasis se colocará en regulaciones orientadas a implementar directivas «gerenciales». La justicia, en este esquema, será distributiva, dirigida a parcelar los «frutos de la producción» entre los miembros y de equilibrar criterios de eficiencia con exigencias de equidad. Por otra parte, vista

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Oakeshott, On Human..., pp. 108-184; Josiah Lee Auspitz, «Individuality, Civility, and Theory. The Philosophical Imagination of Michael Oakeshott», Political Theory, 4, 3, August 1976, pp. 277-278. Oakeshott, On Human..., p. 122.Parekh, p. 136; Oakeshott, On Human..., p. 134; véase, igualmente, Oakeshott, The Politics of Faith & The Politics of Scepticism, pp. xii-xiii.

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como asociación moral, basada en prácticas y no en propósitos sustanti-vos comunes, la asociación civil adquiere su necesario rango moral, des-vinculado de fines puramente utilitarios y apegados al reconocimiento mutuo de condiciones y prácticas de gobierno y ejercicio de la ciudada-nía, con respecto a las cuales todos los miembros comparten una igual-dad formal.124 En «suma, las condiciones de la asociación civil son con-diciones morales y no instrumentos para la satisfacción de necesidades sustantivas».125

Es evidente que la distinción que Oakeshott establece, de un lado se-para el tipo de sociedad colectivista y hasta totalitaria que alcanzó su clí-max durante el siglo xx, pero puede incluir también sociedades demo-cráticas «de masas», en las que el gobierno y el orden son concebidos y de hecho actúan como corporaciones. En otro plano se hallaría una so-ciedad liberal de gobierno mínimo, desprovista de un objetivo utilitario común. Como bien señala Parekh:

… la política puede darse en la asociación civil, pero no necesa-riamente, ya que no añade nada significativo a la vida civil. La asociación civil existe para permitir la libertad civil, es decir, la libertad de elegir aquellos fines elegidos por uno mismo y de no ser restringido por nada excepto las normas civiles de conduc-ta generales y formales. Esta libertad ni se incrementa por la li-bertad de participación en la deliberación política, ni disminu-ye por su ausencia. Los que han participado en la confección de una ley no gozan de mayor libertad que los que no han partici-pado. Ambos por igual tienen una misma obligación, a saber, la de acatar adecuadamente las prescripciones de la lex, y una misma libertad para perseguir los objetivos que hayan elegido dentro del marco de la lex.126

Oakeshott enarbola como valor supremo la práctica de la civilidad, y ello quiere decir, la existencia pacífica común en un marco de libertad bajo la ley. En este aspecto, Oakeshott se une a otros pensadores «libera-

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En torno a este punto, véase Franco, p. 221. Auspitz, p. 279.

Sheldon S. Wolin, «The Politics of Self-Disclosure», Political Theory, 4, 3, August 1976, p. 323. Por ejemplo, cuando Oakeshott afirma: «La política no es la ciencia de establecer una sociedad perma-

nente e inexpugnable, sino el arte de saber hacia dónde dar el siguiente paso en el rumbo exploratorio de una sociedad tradicional previamente existente» (Rationalism..., p. 406), ciertamente pareciera tener en

mente la experiencia británica. No son demasiadas las sociedades contemporáneas con una suficien-temente larga y enriquecedora experiencia, con una experiencia capaz de constituir una «tradición».

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les» como Hayek y Popper, pero con una diferencia: su «asociación civil» es una entidad desprovista por completo de elementos utilitarios, en par-ticular del énfasis economicista que resalta en la obra de autores como Milton Friedman, y aun Rawls y Nozick, quienes a pesar de sus protestas introducen ingredientes utilitarios sobre eficiencia económica y bienes-tar material en su teorías deontológicas.127 La práctica de la civilidad no surge del miedo al castigo, de la búsqueda del bienestar personal o colec-tivo, de la sumisión a un poder superior, de la fe en una causa, ni siquiera de un consenso en cuanto a la deseabilidad de la ley, sino del reconoci-miento inteligente de las condiciones de existencia de la asociación civil, reconocimiento que emerge del suelo nutriente de una tradición.128

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Se ha acusado a Oakeshott de parroquialismo intelectual, de «insularis-mo», de pretender teorizar sobre la política en general focalizando tan sólo la experiencia muy particular y específica de su país, la Gran Breta-ña. Pienso que, en alguna medida, el señalamiento es justificado.129 Sin embargo, la reflexión de Oakeshott aporta elementos de significativo in-terés teórico, y constituye a mi modo de ver un muy saludable antídoto contra la extendida sobrestimación del poder de la razón en la filosofía política. No cabe duda de que Oakeshott epitomiza de modo muy in-tenso los valores y la disposición de ánimo del más genuino conservadu-rismo de raigambre anglosajona. Aunque Hobbes pareciera ser su más admirado pensador político, las ideas de Oakeshott se asemejan mucho a las de Burke y, más cercano a nuestros días, Lord Acton. La sustancia

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Oakeshott, Rationalism..., p. 408. Ibid., pp. 409-411. Grant, p. 65.

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ideológica del conservadurismo de Oakeshott contiene en realidad una gran dosis de lo que hoy entendemos por liberalismo, aunque marcado por ciertos rasgos muy propios.

Oakeshott comienza por caracterizar la «disposición conservadora» en términos de «la propensión a usar y disfrutar lo que ya tenemos en lu-gar de desear o buscar algo diferente, a deleitarse en lo que está aquí aho-ra en lugar de lo que fue o puede ser». Asumirse como un conservador, explica, consiste en preferir lo familiar a lo desconocido, lo ya probado a lo que está por probarse, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limi-tado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabun-dante, lo conveniente a lo perfecto, la alegría de hoy a la utópica felicidad de mañana.130 Un genuino conservador maneja una determinada acti-tud hacia el cambio y la innovación. El cambio puede reconocerse como algo inevitable, pero un conservador sólo se ajusta al mismo con, a la vez, reticencia y elegancia, ya que «el cambio es una amenaza a la identidad, y todo cambio es emblema de extinción». En cuanto a la tan popular vo-cación innovadora de nuestros tiempos, el tan común afán de inducir el cambio, un conservador la percibe con cautela pues «no toda innova-ción significa mejoría» y «la perturbación que implica el cambio debe ser balanceada con el posible beneficio que se anticipa»: «El cambio total siempre es más extenso que el cambio diseñado, y la totalidad de lo que está envuelto en el proceso no puede ser prevista ni circunscrita».131 En síntesis, hay que ejercitar la prudencia. Oakeshott, no obstante, no es un reaccionario incapaz de admitir el cambio. Su tradicionalismo no bus-ca la parálisis social sino el cultivo de un modo de actuar que garantice la convivencia civilizada y minimice los riesgos a la libertad individual. De allí su definición de la actividad política como «conversación», que es lo opuesto a la discusión o la búsqueda con propósito definido –este últi-mo, el idioma usual de la ciencia.132 La conversación es un fin en sí mis-ma, ilimitada y permanentemente inconclusa; puede ser interrumpida o pospuesta, pero no tiene destino definido y avanza como una aventura del intelecto; una genuina conversación carece de propósito sustantivo excepto el disfrute espontáneo de su ejercicio, y el espíritu competitivo le es ajeno. El idioma de la conversación no es el de la aseveración o la ne-

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Oakeshott, Rationalism..., pp. 488-541. Citado en Grant, p. 117.

Oakeshott, On Human..., p. 168. Ibid., pp. 163-165.

Hanna Fenichel Pitkin, «Inhuman Conduct and Unpolitical Theory», Political Theory, 4, 3, August 1976, p. 314.

Oakeshott, On Human..., p. 165.

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gativa, sino el del reconocimiento sutil y el acomodo.133 Su aspiración, proclama Oakeshott, no es otra que la de «recobrar el sentido extraviado de una sociedad cuya libertad y organización surgen, no de un plan su-perimpuesto a ella, sino del poder integrador de un vasto y fino cuerpo de derechos y deberes disfrutados por los individuos...».134

Oakeshott pinta una atractiva imagen de la política, un hermoso pai-saje en el que los ciudadanos siempre se comportan como es debido. ¿Es éste, sin embargo, un reflejo adecuado de la realidad? ¿Dónde quedan el poder y el conflicto? La definición de política que admite Oakeshott, y de la que depende esencialmente su concepción de la asociación civil o res publica, excluye de manera decisiva los factores económicos, étnicos, culturales en general, e ideológicos que, quiérase o no, tienen que ver con la vida política concreta y normalmente dan forma a su sustancia. Pero Oakeshott es enfático al declarar que «los planes benevolentes para el mejoramiento de la humanidad, para disminuir la discrepancia entre los deseos y las satisfacciones, o para el avance moral no pueden, como tales, considerarse propósitos políticos»;135 su condición civil, por defi-nición, carece de propósitos sociales y no tiene que ver con la justicia dis-tributiva, pues sus reglas son puramente formales.136 ¿Podemos, no obs-tante, negar que muchas veces en política los procedimientos formales son asuntos sustantivos, que las reglas y leyes usualmente tienen conse-cuencias sociales y económicas, que el poder y los conflictos de intereses son la moneda ordinaria de la existencia en comunidad? 137 Oakeshott no puede sencillamente dejar de lado esto, y busca en consecuencia refu-giarse en un muy circunscrito nivel de reflexión «que no se interesa con lo que puede estar ocurriendo en la mente de un político, sino con una tarea ideal, que consiste en considerar la deseabilidad de las reglas en el caso en que reglas, y no propósitos sustantivos, conforman los términos de asociación».138 Es indudable que Oakeshott procura proteger una es-fera de ideales políticos y morales de la «contaminación» de los intereses socioeconómicos y de las descarnadas luchas de poder; en ese empeño, Oakeshott logra resaltar el valor de tales ideales, pero lo hace trasladán-

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dose a un plano de pensamiento que no describe la realidad, sino que la aparta, confundiendo de paso el fin de la moral y la política con su sus-tancia, pues la política incluye necesariamente proyectos sustantivos, además de condiciones de existencia y sus reglas:

Del mismo modo que la ciencia no es un cuerpo establecido de conocimientos, sino la actividad de la comunidad científica, así también la asociación política no se ocupa de un cuerpo acaba-do de reglas con autoridad, sino de la recreación continua de la autoridad a través del conflicto, vinculado éste a su vez a necesi-dades, intereses e ideales presentes en diversas configuraciones de poder. Criaturas capaces de vivir en el tipo de situación que Oakeshott entiende como condición civil no requerirían de la política y por lo tanto no poseerían el concepto.139

Resulta, por decir lo menos, bastante paradójico que todos los auto-res discutidos en este estudio, con las singularidades de cada caso, hayan producido una reflexión filosófico-política que se orienta hacia, y cul-mina en, un intento por obviar la política, o en todo caso despojarla de algunos de sus componentes fundamentales. Oakeshott rescata un tipo de conocimiento práctico que no es adecuadamente enfocado por otros, pero también postula un universo político ideal desprovisto de la sangre que da forma a los conflictos y anhelos de la existencia política real. Para Oakeshott, no hay una «estructura de la verdad» aplicable a lo político que sea distinta a su «condición civil», la cual, sin embargo, no es polí-tica (o lo es sólo de manera incompleta). Si bien es claro aquello a lo que aspira, Oakeshott difícilmente podría lograrlo en un mundo de seres de carne y hueso.

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Voltaire, Filosofía de la historia. Madrid: Tecnos, 1990, p. 24. Ernst Cassirer, The Philosophy of the Enlightenment.

Princeton: Princeton University Press, 1951, pp. 216- 223. David Hume, Essays. Moral, Political, and Literary. Indianapolis: Liberty Fund, 1985, pp. 562-568.

Karl Löwith, El sentido de la historia. Madrid: Aguilar, 1968, p. 10.

1

El término «filosofía de la historia» parece haber sido utilizado por vez primera, de modo deliberado y sistemático, por Voltaire, en diversos estudios y ensayos.1 En todo caso, Voltaire dio a la expresión su senti-do moderno, distinto de la interpretación estrictamente teológica de la historia. Su filosofía consistía en considerar la historia desde la perspec-tiva de la razón, con base en una actitud crítica y escéptica en relación con los dogmas establecidos. Su intención era explicar el «espíritu de los tiempos y de las naciones», y el progreso de la civilización en sus di-versos aspectos, con un criterio «científico».2 Su contemporáneo David Hume, en sus reflexiones sobre la historia, concluyó por su parte que no es posible desentrañar el significado último de los procesos históricos y revelar su plan, contentándose con poner de manifiesto el espectáculo de los eventos, sin pretender que los mismos responden a una determi-nada idea o propósito.3

A diferencia de estos pensadores, los idealistas alemanes de los si-glos xviii y xix, muy en particular Kant y Hegel, dieron forma a un tipo de reflexión sobre la historia que penetra una dimensión más amplia y que «quiere significar una interpretación sistemática de la Historia Uni-versal, de acuerdo con un principio según el cual los acontecimientos históricos se unifican en su sucesión y se dirigen hacia un significado fundamental».4 Se trata de un tipo de reflexión especulativa que se dis-

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William Henry Walsh, Introducción a la filosofía de la historia. México: Siglo xxi Editores, 1968, p. 142; Patrick Gardiner, ed., The Philosophy of History. Oxford: Oxford University Press, 1974, pp. 1-15; William H. Dray, Filosofía de la historia. México: uteha, 1965, pp. 1-5. Jacques Maritain, Filosofía de la historia. Buenos Aires: Troquel, 1967, p. 41. Jürgen Habermas, La lógica de las ciencias sociales. Madrid: Tecnos, 1990, p. 443. Collingwood comparte este punto de vista cuando escribe: «El intento de saber lo que no tenemos manera de saber es un camino infalible para crear ilusiones». R. G. Collingwood, La idea de la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 1968, p. 313.

tingue de la denominada «filosofía crítica» o «analítica» de la historia. En este segundo caso, nos referimos a una investigación sobre la natu-raleza del pensamiento histórico, el carácter de la disciplina intelectual llamada historia, el análisis de los procedimientos del historiador y la comparación de éstos con los que se siguen en otras disciplinas, así como al estudio de las categorías empleadas en los juicios y explicaciones his-tóricas y de los modos de argumentación que sustentan sus conclusio-nes.5 La filosofía especulativa de la historia, como ya se sugirió, persigue una finalidad más ambiciosa e intenta proporcionar una interpretación global del proceso histórico en su totalidad, o como mínimo, como plan-tea Maritain, caracterizarla, interpretarla o descifrarla en cierta medida y en cuanto a ciertos aspectos generales, «hasta el grado que logramos descubrir en ella significados o fines inteligibles, y leyes que iluminan acontecimientos, sin necesitarlos».6

Según Jürgen Habermas, la pretensión de conocimiento de la filoso-fía de la historia, en su sentido especulativo, es «delirante».7 Semejante aseveración me parece exagerada e incorrecta, en cuanto que Habermas, a mi modo de ver, pretende reducir a límites demasiado estrechos la no-ción de conocimiento. Es cierto que la filosofía de la historia, tal y como se presenta en manos de autores como Kant, Hegel, Niebuhr, Voegelin y otros que acá discutiremos, expresa un saber que no se ajusta a los cá-nones empírico-analíticos comunes en las ciencias naturales y sociales. Ello no implica, sin embargo, que la filosofía de la historia (en adelan-te, con esta frase me referiré exclusivamente a su versión especulativa) sea una disciplina deleznable. Por el contrario, como intentaré mostrar en estas páginas, a pesar de sus obvias debilidades –vistas desde una perspectiva rigurosamente científica–, la filosofía de la historia paten-tiza una profunda necesidad humana, que seguirá recurrentemente po-niéndose de manifiesto de distintas maneras y a través de la reflexión de diversos autores. Esto es así debido a que encarna un hondo motivo reli-gioso, que puede o no expresarse en términos seculares y que tiene que

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Karl Jaspers, Origen y meta de la historia. Madrid: Revista de Occidente, 1968, p. 297. Walsh, p. 145.

Maritain, p. 45. Ferrater Mora, por su parte, argumenta que el género «puede parecer un tanto fantasioso, pero no cabe duda de que posee un elevado poder de sugestión», pues quienes lo cultivan intentan

«descubrir, en el aparente caos de la historia humana, su última y secreta clave». José Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal. Madrid: Alianza Editorial, 1988, p. v.

Jaspers, pp. 345-346.

ver con la aspiración de conocer el sentido de nuestra efímera existencia terrenal, así como, en ciertos casos, con un deseo no siempre plenamen-te articulado de salvación personal. En palabras de Jaspers: «Si quere-mos comprender la historia como un todo es para comprendernos a no-sotros mismos».8 El saber que representa la filosofía de la historia y las incógnitas que intenta descifrar, se arraiga profundamente en nuestra condición humana y ejerce una perenne fascinación sobre nuestro es-píritu, que encuentra normalmente muy difícil admitir que el curso de la historia pueda ser caótico e irracional, y se empeña en sentir que hay «algo moralmente afrentoso en la idea de que la historia no tiene en sí consonancia ni razón que impulse a los hombres a buscar una norma en la cadena de los acontecimientos históricos».9 Sin esa razón, dice Mari-tain, nos aguarda la desesperación al no ser capaces de «descifrar algún significado transhistórico en el abrumador avance del tiempo hacia la noche de lo desconocido, atestada perennemente de nuevos peligros».10 Jaspers lo expresa con particular acierto:

La historia del mundo puede verse como un caos de sucesos for-tuitos [...] como si avanzase siempre de una confusión a otra, de una desdicha a otra, con cortos claros de dicha, islas que que-dan un momento perdonadas por la corriente hasta que tam-bién son anegadas: en suma [...] la historia universal es como una calle que el diablo ha pavimentado con valores destruidos [...] Vista así, la historia no tiene unidad ni, por tanto, estructu-ra ni sentido más que en las innumerables e inabarcables series causales tales como se presentan en el acontecer natural, sólo que en la historia son mucho más inexactas [...] Pero la filosofía de la historia significa buscar la unidad, la estructura, el senti-do de la historia universal –y a esto sólo puede interesar la hu-manidad en conjunto.11

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Mircea Eliade, Le mythe de l’éternel retour. Paris: Gallimard, 1969, pp. 153, 155. W. Benjamin, «Theses on the Philosophy of History», en Illuminations. London: Jonathan Cape, 1970, p. 256.

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Eliade plantea el problema en estos términos: ¿Cómo puede soportar el hombre la historia, es decir, su insondable misterio? Y su respuesta es que un modo de enfrentarla consiste en procurar hallar en la misma un sentido.12 Ciertamente, repito, el tipo de saber que proporciona la filo-sofía de la historia tiene una singularidad que le coloca en un plano muy especial, pero precisamente allí reside su interés: por un lado, en el mo-tivo religioso que le subyace, que intenta comprender el significado de la historia como el del sufrimiento y la angustia originados por el aconte-cer histórico en el frágil destino de los individuos; por otro, en el esfuer-zo de notables pensadores –entre ellos Kant, Hegel, Dilthey y Heidegger, por ejemplo– para distanciarse de ese motivo religioso, o secularizarle parcialmente, y sin embargo formular un recuento coherente e inteli-gible del curso histórico que a su vez le otorgue un sentido transhistórico. Otros autores, como Maritain y Voegelin, asumen plenamente ese mo-tivo religioso y a la vez intentan ubicarle de modo equilibrado dentro del complejo marco de la existencia humana.

En lo que sigue procuraré, en primer lugar, dar cuenta de ese motivo religioso presente en la filosofía de la historia, a veces de manera implí-cita o recubierto de un ropaje «racional»; para ello comentaré brevemen-te la obra de Löwith y su radical convicción acerca de la influencia de la visión cristiana del mundo en la definición del pensamiento filosófico-histórico, hasta nuestros días. En segundo lugar, discutiré los proyectos intelectuales de Kant y Hegel en el terreno de la reflexión sobre la histo-ria, a objeto de mostrar su sustrato y su trama. En tercer lugar, daré cuen-ta de la filosofía de la historia en Dilthey y Heidegger, en particular este último, como ejemplos relevantes de una constante propensión a hallar-le un sentido orgánico y/o trascendente al curso de los eventos, a pesar de su aparente caos e irracionalidad. Veremos, en el caso específico de Heidegger, de qué modo la historia de la humanidad acaba por transfor-marse en la historia del ser, que se «revela». Por último, en las obras de Maritain, Niebuhr y Voegelin, todos ellos pensadores inequívocamente religiosos, exploraré las pistas de lo que Maritain califica como «una filo-sofía de la historia genuina», que, a su manera de ver, tiene que responder a una visión religiosa del mundo y de la existencia humana en el mismo, visión que –como diría Walter Benjamin– está indisolublemente ligada a una imagen de redención.13

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Wilhelm Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu. Madrid: Alianza Editorial, 1986, pp. 373-374. Eliade, pp. 124, 132-133.

Eliade, pp. 14-15, 49-51, 63-64.

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Dilthey ha explicado con suma claridad la relación entre cristianismo y conciencia histórica:

Mientras el cristianismo luchaba por el triunfo, en la lucha en-tre las religiones se formuló definitivamente el dogma de que Dios, frente a todas las revelaciones parciales que reclamaban los judíos y paganos, ha entrado en la revelación con su esencia, plenamente y sin resto, por medio de Cristo. Por consiguien-te, todas las revelaciones anteriores se subordinaron como eta-pas previas. De este modo, la esencia de Dios, en oposición a su concepción en concepto de sustancia, cerrado en sí mismo, de la Antigüedad, fue aprehendida en una vida histórica. Y así sur-gió ahora por vez primera, tomando el vocablo en su más alto sentido, la conciencia histórica.14

Los pueblos arcaicos, antes del surgimiento de las civilizaciones grie-ga y romana, pretendían abolir el tiempo y huir de la historia a través de la imitación de arquetipos y de la repetición de gestos paradigmáticos. En contraste, el interés por la irreversibilidad y la «novedad» de la histo-ria constituye un descubrimiento reciente de la humanidad, un descu-brimiento de honda raigambre judeocristiana,15 que difiere radicalmen-te del reiterado esfuerzo de nuestros lejanos antepasados por defenderse ante la historia, su misterio y peligros, y frente a todo lo que la historia imponía como nuevo e irreversible.16

Los griegos y romanos, en particular los primeros, se impresionaron por el orden y la belleza patentes en el mundo, pero no pretendieron dar-le un sentido. En su universo intelectual, dominado por el esfuerzo de desentrañar la racionalidad del cosmos, no había lugar para la significa-ción escatológica de un único e incompatible evento histórico. En lo que tiene que ver con el destino de la especie humana y de los individuos que la integran, los griegos concedieron a cada cual la posibilidad de enfren-tar con serenidad de espíritu su condición terrena, sin concederse un ca-

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Löwith, pp. 14-16. Herodoto, The Histories. Harmondsworth: Penguin Books, 1987, p. 41; Thucydides, History of the Peloponnesian War. Harmondsworth: Penguin Books, 1987, pp. 47-48, 161-163; Polybius, The Rise of the Roman Empire. Harmondsworth: Penguin Books, 1979, pp. 79-80, 303-304, 308-310, 344-345, 350. Löwith, p. 229. San Agustín, Las confesiones. Obras, tomo ii. Madrid: bac., 1968, pp. 415-423, 499-501; Löwith, pp. 234-235.

mino de salvación. Su interés principal era el logos del cosmos y no el Dios supremo, ni tampoco el sentido último de la historia:

Para los pensadores griegos, una filosofía de la Historia resulta-ría un contrasentido. La Historia fue, para ellos, una historia política, y, como tal, materia de estudio para estadistas e histo-riadores [...] Para los judíos y cristianos, por el contrario, la His-toria fue primordialmente una historia de salvación, y en cuan-to tal, de interés propio para profetas, predicadores y maestros. La existencia misma de la filosofía de la Historia, y la búsqueda de su significado, es debida a la historia de la salvación; se ori-ginó de una fe en un fin último […] [la historia] adquiere única-mente sentido cuando implica algún fin trascendente, más allá de los hechos reales.17

Esta idea del pasado y del presente como una preparación para el futu-ro, choca con la concepción grecorromana según la cual, sucediera lo que sucediera, el porvenir tendría los mismos rasgos y características que los acontecimientos contemporáneos y que los ya pasados. Las posibilida-des que el futuro encerraba, y la preocupación por el significado final de los hechos narrados no son, para Herodoto, Tucídides y Polibio, objeto de interés científico.18 En contraste, el punto de vista cristiano se fija en el futuro como horizonte temporal de un sentido y meta definitivos, y de hecho, «todos los intentos modernos de trazar la Historia como progre-so lleno de significado, aunque indefinido, hacia una consumación, de-penden de ese pensamiento teológico».19 Para San Agustín, por ejemplo, el argumento decisivo contra la concepción pagana (clásica) de un tiem-po cíclico y recurrente es de naturaleza moral: una doctrina semejante equivale a una eterna desesperanza, porque la esperanza y la fe tienen que ver esencialmente con el futuro, y éste no puede existir si lo pasado y lo venidero no son sino fases semejantes de un ciclo, sin comienzo ni fin.20 Ahora bien:

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Löwith, p. 35. Ibid., pp. 237, 266, 298.

Eliade, p. 187.

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Nosotros, los hombres del presente, interesados en la unidad de la Historia Universal, de su progreso hacia un fin último, o, por lo menos, hacia un mundo mejor, nos encontramos todavía en la línea del monoteísmo profético y mesiánico; somos todavía ju-díos y cristianos, no obstante lo poco que podamos pensar de nosotros mismos en tales términos; pero al lado de esta tradi-ción predominante somos también los herederos de la sabiduría clásica. Estamos en la línea del politeísmo clásico cuando nos interesamos en la pluralidad de las diversas culturas y explora-mos con curiosidad ilimitada la totalidad del mundo natural e histórico, guiados solamente por un conocimiento desinteresa-do, sin preocupación alguna en la redención.21

La filosofía de la historia en la época moderna, que alcanza momen-tos culminantes en la obra de los idealistas alemanes de los siglos xviii y xix, es un continuo intento por reconciliar la fe y la razón. Aun en los ca-sos en que la fe cristiana queda explícita o implícitamente descartada, y que incluyen en tiempos más recientes a Jaspers y Heidegger, se mantie-nen antecedentes y consecuencias lógicas centradas en la concepción del pasado como preparación del futuro, en la visión del tiempo como una progresión lineal, y del porvenir como consumación y redención. De esa manera la historia cristiana de la salvación se transforma en la teología impersonal de una evolución progresiva, en la cual cada etapa presen-te constituye la concreción de preparaciones pasadas y prepara el terre-no para etapas futuras.22 Esta ambigua situación, que intenta superar la «muerte de Dios» reconstruyendo la escatología cristiana en una his-toria secularizada, tiene sus raíces en nuestra indigencia y vulnerabili-dad ante el misterio de nuestro destino. El hombre moderno, que a di-ferencia de los antiguos se halla desarraigado de los mitos, «no puede defenderse ante ese terror más que a través de la idea de Dios [...] [y de la] certidumbre de que las tragedias históricas tienen una significación transhistórica, aun si la misma no es siempre transparente para la actual condición humana».23 Por ello, el objetivo de establecer un plan signi-ficativo de la historia por medio exclusivo de la razón, tropieza con im-

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Maritain, p. 40. Un ilustrativo esfuerzo de las dificultades para reconciliar la lógica de la escatolo-gía cristiana con la visión secular moderna de lo histórico, se patentiza en la obra de Jaspers, ya ci-tada, en la que la revelación divina se convierte en «la revelación progresiva del Ser», de un «Uno, que, en verdad, no posee ni conoce, pero que le guía sin ser notado o en ciertos momentos le arreba-ta con un entusiasmo subyugador». En un párrafo del libro, Jaspers expresa que «el descubrimien-to del Ser en su profundidad» equivale a la «revelación de la divinidad». Esto le diferencia, como veremos, de Heidegger, quien se emplea a fondo para asegurar que su noción del «Ser», su histo-ria y su revelación, se distinga del concepto de «divinidad». Véase Jaspers, pp. 313, 318, 331, 340. Collingwood, p. 117.

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portantes dificultades. Ese propósito ha posibilitado grandes hazañas del pensamiento, plasmadas por ejemplo en las obras de un Kant y un Hegel, pero ha desembocado igualmente en el callejón sin salida de una historia que se niega a reducirse a «un problema a ser resuelto» y se ocul-ta repetidamente como un «misterio a ser contemplado».24

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Dentro del marco de este estudio, la importancia de la filosofía kantia-na de la historia reside en la manera clara y precisa con que el filósofo de Königsberg aborda los tres temas clave de la reflexión secularizada sobre el sentido de la trama histórica. Primeramente, el planteamiento según el cual la consideración filosófica de la historia responde al imperativo moral de hallar un significado al aparente caos de los eventos, al sufri-miento y las penalidades padecidos por nuestra especie en su recorrido a través de los siglos. En segundo lugar, la búsqueda de un argumento que, sin recurrir directamente a la voluntad divina, permita sin embar-go conceder una direccionalidad coherente al proceso histórico mediante la acción de un mecanismo o artificio que a su vez la explique. En Kant, ese artificio es la llamada «sociabilidad asocial»; en Hegel, la «astucia de la razón». Por último, el contenido mismo de ese sentido de la historia es, para Kant, el avance de la civilidad y la ilustración, que no equivalen ne-cesariamente al progreso moral de la humanidad en sentido estricto, y eventualmente la moralización de la sociedad; en Hegel, el fin de la his-toria consiste en el desarrollo de la libertad, que es «idéntica a la razón moral del hombre».25

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Walsh, p. 146. Immanuel Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia.

Madrid: Tecnos, 1994, pp. 5, 22. Una argumentación muy similar a la de Kant, seguramente influida por éste, puede hallarse en la obra de su distinguido contemporáneo

Wilhelm von Humboldt, en sus Escritos de filosofía de la historia. Madrid: Tecnos, 1997. Humboldttambién está convencido de que la historia tiene una «idea directriz» y un «nexo interior».

Ibid., p. 73. I. Kant, Filosofía de la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 187. En torno a este punto,

consúltese igualmente I. Kant, The Critique of Judgement. Oxford: Oxford University Press, 1973, pp. 114-121. Kant, citado por Enrique Menéndez Ureña, «Ilustración y conflicto en la filosofía de la historia de Kant»,

en J. Muguerza y R. Rodríguez Aramayo, eds., Kant después de Kant. Madrid: Tecnos, 1989, p. 224.

La obra de Kant pone de manifiesto de manera inequívoca el trasfon-do moral de la reflexión filosófica sobre la historia. Con Kant, dice Walsh, «la filosofía de la historia fue un apéndice de la filosofía moral», y cabe sostener que un pensador con sus peculiaridades «no habría tratado en absoluto la historia si no fuera por las cuestiones morales que parecía plantear».26 Según Kant, al contemplar el «confuso juego de las cosas humanas», su «absurdo decurso»,27 el hombre reflexivo,

... siente una desazón (desconocida para el que no lo es) que puede dar lugar a la desmoralización. Se trata del descontento con la Providencia que rige la marcha del mundo en su conjun-to, cuando se pone a calcular los males que afligen al género hu-mano con tanta frecuencia y –a lo que parece– sin esperanza de una mejora. Sin embargo, es de suma importancia el estar satis-fecho con la Providencia (aunque nos haya trazado un camino tan penoso sobre la tierra), en parte para cobrar ánimo en medio de tantas penalidades y, de otro lado, para evitar la tentación de responsabilizar por completo al destino, no perdiendo de vista nuestra propia culpa, que acaso sea la única causa de todos es-tos males...28

En otro lugar, Kant se refiere a la creencia de que existe una Providen-cia divina, y un sentido de la existencia humana histórica, como un «se-guro contra la locura».29 Hay un evidente interés por parte de Kant en descubrir un hilo conductor, de racionalidad lógica y moral, bajo el cur-so aparentemente caótico y absurdo de una evolución de la especie tan llena de males y vicios, que le obliga a apartar sus ojos horrorizados «para no cargarse con un vicio más, a saber: el del odio a la Humanidad».30 El hecho de que los hombres esperan, en general, un fin del mundo «pare-

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Kant, Filosofía..., p. 129. Eric Weil, «Kant et le problème de la politique», Annales de Philosophie Politique, 4, 1962, pp. 6-7. Citado por Roberto Rodríguez Aramayo, Estudio preliminar a Kant, Ideas..., p. xxxviii. Kant, Ideas..., p. 4. Ibid., p. 8.

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ce residir en que la razón les dice que la duración del mundo tiene un va-lor mientras tanto los seres racionales se conforman al fin último de su existencia, pero que si éste no se habría de alcanzar la creación les apa-rece como sin finalidad, como una farsa sin desenlace y sin intención alguna».31 Weil enfatiza un elemento adicional: la necesidad de la espe-ranza, como acicate para la existencia terrena:

Al igual que la naturaleza no se vuelve comprensible sin el auxilio de la finalidad, la existencia de la humanidad no cobra sentido sin la referencia de su fin natural, y todas sus dudas relativas al valor empírico de la humanidad, en tanto que nunca se trans-formarán en una certidumbre científica, no autorizan al indivi-duo a negar la realidad, moralmente necesaria, de un progreso, no sólo material e intelectual (pues tal progreso es observable), sino moral; sin esta convicción, el ser finito, cayendo en la deses-peración, cesaría de trabajar en pro del reino de los fines. La fe en un sentido de la historia, en el progreso moral, es un deber.32

La sociedad, dice Kant, es «como una caja de Pandora. De ella surge el despliegue de todos los talentos y al mismo tiempo de todas las inclina-ciones; pero en el fondo subyace la esperanza».33 La esperanza funcio-na como una especie de herramienta con la cual el filósofo de la historia moldea la estructura de su reflexión. Esa filosofía, de un lado, procura contemplar el curso de la libertad humana en bloque, «de tal modo que cuanto se presenta como enmarañado e irregular ante los ojos de los su-jetos individuales pudiera ser interpretado a nivel de la especie como una evolución progresiva y continua, aunque lenta, de sus disposicio-nes originales».34 De otro lado, el mecanismo mediante el cual esa mar-cha progresiva se genera es formalmente semejante al de la mano invisi-ble de Adam Smith: «El medio del que se sirve la Naturaleza para llevar a cabo el desarrollo de todas sus disposiciones es el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad...».35 Por «antagonismo» Kant entiende:

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Ibid., pp. 8-9.Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua. Madrid: Tecnos, 1996, p. 31.

Kant, Ideas..., pp. 11, 13-14, 17. Collingwood, p. 101. Kant, Ideas..., p. 22.

Ibid., p. 73. Ibid., pp. 21-22.

Ibid., p. 17.

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... la insociable sociabilidad de los hombres, esto es, el que su in-clinación a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad [...] El hombre tiene una tendencia a socializarse, porque en tal estado siente más su condición de hombre al experimentar el desarro-llo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una fuer-te inclinación a individualizarse (aislarse), porque encuentra si-multáneamente en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier.36

De esta paradójica situación, no obstante, la «gran artista de la Natu-raleza» genera una finalidad: «que a través del antagonismo de los hom-bres surja la armonía, incluso contra su voluntad».37 Conviene precisar que cuando Kant, repetidamente, habla de «la suprema intención de la Naturaleza», de los «designios» de la Naturaleza y su «tarea más alta», así como de su «plan oculto»,38 no quiere afirmar que existe una especie de mente real llamada Naturaleza que elabora conscientemente un plan que ha de cumplirse en la historia, sino que la historia procede como si existiera tal mente, del mismo modo que el hombre de ciencia habla de descubrir leyes de la Naturaleza para indicar que los fenómenos mues-tran una regularidad y un orden que deben ser descritos con una metá-fora de ese tipo.39 Kant está persuadido de que ese plan de la Naturaleza no es otra cosa que una «justificación de la Providencia»,40 y de hecho acaba cediendo el papel rector del proceso histórico a la Providencia «que rige la marcha del mundo».41 La finalidad que persigue ese «gran teatro» y «agregado rapsódico»42 de las acciones, conflictos, pasiones y pequeñeces humanas, consiste en «llevar a cabo una constitución inte-rior y [...] exteriormente perfecta, como el único estado en el que pue-de [la Naturaleza] desarrollar plenamente todas sus disposiciones en la humanidad».43 Así avanza la lógica de la historia, a través de la sociabi-

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Ibid. Ibid. Kant, Sobre la paz..., p. 38.Kant, Ideas..., p. 17.

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lidad asocial y en el terreno de las acciones externas de los hombres (sin que ello necesariamente implique su motivación moral) y de las estruc-turas legales que imperan en la sociedad. Este es un proceso civilizatorio, pero que no debe ser confundido con el progreso moral de las personas, ya que:

Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para consi-derarnos moralizados queda todavía mucho. Pues si bien la idea de la moralidad forma parte de la cultura, sin embargo, la apli-cación de tal idea, al restringirse a las costumbres de la honesti-dad y de los buenos modales externos, no deja de ser mera civi-lización.44

Para moralizarnos se requiere «una vasta transformación interna de cada comunidad en orden a la formación de sus ciudadanos».45 Esto, in-siste Kant, es distinto a los limitados –aunque importantes– efectos del mecanismo de la Naturaleza: este último puede lograr «sólo una buena organización del Estado» mediante la orientación de las acciones de los hombres, «de manera que unas contengan los efectos destructores de las otras o los eliminen». Se trata, por tanto, de un problema –el de la or-ganización del Estado– que «tiene solución, incluso para un pueblo de demonios» (moralmente hablando), ya que los individuos podrían, en teoría, llegar a ser buenos ciudadanos a pesar de que no necesariamen-te fuesen buenos desde el punto de vista moral.46 Ahora bien, esta meta legal y civilizatoria no era suficiente para Kant, pues el hombre, desde su perspectiva, es esencialmente un ser moral y sólo en el terreno de la éti-ca puede encontrar su suprema realización, pues «todo bien que no esté injertado en un sentimiento moralmente bueno no es más que pura apa-riencia y deslumbrante miseria».47 De allí que la filosofía de la historia kantiana se ocupe de construir, paralelamente al progreso en la dimen-sión legal y civilizatoria, una marcha progresiva en la dirección de lo mo-ral. En cuanto a lo primero, es decir, al avance civilizatorio, corresponde a la sociabilidad asocial actuar como instrumento motorizador del pro-

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Kant, Filosofía..., p. 25. Cirilo Flórez Miguel, «Comunidad ética y filosofía de la historia en Kant»,

en Muguerza y Rodríguez Aramayo, Kant después de Kant, p. 207. Kant, Filosofía..., pp. 28, 34.

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ceso; el progreso moral, por otra parte, resulta, de acuerdo con Kant, de la ilustración, que no es otra cosa que «la liberación del hombre de su cul-pable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable por-que su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro». De allí su admo-nición: «¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!».48

La idea de ilustración es usada por Kant en tres sentidos. En primer término, desde una perspectiva hermenéutica, Kant usa el concepto como un modelo de interpretación, como una especie de paradigma que le sirve para enjuiciar a los hombres y las sociedades. La ilustración es la meta a que debe aspirar tanto el individuo como la especie humana, y en tal sentido es la imagen modelo de la perfección que se busca y que nos permite valorar hombres y sociedades. En segundo lugar, la ilustración es un acto moral que tiene que ver con la autonomía de los individuos a la hora de obrar. En tercer lugar, la idea de ilustración tiene un conteni-do histórico en cuanto se refiere a un momento determinado de la his-toria, el momento en el cual vivió el propio Kant y que es interpretado por el filósofo desde el paradigma del progreso.49 Al respecto, dice Kant que: «Si ahora nos preguntamos, ¿es que vivimos en una época ilustra-da? La respuesta será: no, pero sí en una época de ilustración», para la que el ser humano «no requiere más que una cosa, libertad [...] de hacer uso público de su razón íntegramente».50 Los tres sentidos del concepto de ilustración kantiano se sustentan en un basamento común: la razón hu-mana, entendida como disposición (de racionalidad) que debe ser reali-zada por el hombre en la historia. Así, el progreso histórico no es exclu-sivamente resultado del «plan oculto de la Naturaleza» (la sociabilidad asocial), sino también de los esfuerzos del individuo como agente moral y transformador de la sociedad, una vez que éste se eleva a la dignidad de su autonomía a través de la ilustración como pensar libre:

Porque ocurre que cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar, bajo esta dura cáscara, esa semilla que cuida con máxima ternu-ra, a saber, la inclinación y oficio del libre pensar del hombre, el

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Ibid., p. 37. Menéndez Ureña, p. 230. Kant nos advierte que «tampoco hemos de esperar demasiado por parte de los hombres en relación con su progreso hacia lo mejor, para no ser objeto de escarnio por parte de los políticos, quienes se complacerían en considerar esta esperanza como la fantasía de una mente exaltada», en Ideas..., p. 97. Menéndez Ureña, p. 231.Kant, Sobre la paz..., p. 41.

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hecho repercute poco a poco en el sentir del pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los principios del gobierno, que encuentra ya compa-tible dar al hombre, que es algo más que una máquina, un trato digno de él.51

De modo pues, que en la filosofía kantiana de la historia se manifies-ta una relación temporal entre los progresos legal (civilizatorio) y moral de la especie. Primeramente la humanidad progresa en el plano cultural, movida por la sociabilidad asocial, a espaldas de los individuos y mer-ced al «plan oculto de la Naturaleza». Este progreso legal, por su parte, prepara las condiciones para que los individuos se hagan más ilustrados y comiencen gradualmente a hacer su propia historia con libertad y au-tonomía, moralmente.52 Si bien es cierto que en algunos textos Kant llega a afirmar que hasta un pueblo compuesto por demonios morales podría ser, a la vez, un pueblo de «buenos ciudadanos» (en un limitado senti-do legal), la línea dominante de la reflexión kantiana indica que no es posible llegar a la creación de una legalidad perfecta en la práctica si la misma no está sustentada en la moralidad de los individuos actuando en sociedad.

En síntesis, lo que Kant intenta mostrar es que la sociedad humana es moralizable, a pesar de lo poco alentadoras lecciones de la experiencia,53 y que es precisamente la demostración de esa posibilidad lo que fortale-ce en los individuos la obligación ética 54 de contribuir libre y autóno-mamente a hacer más moral la sociedad. El plan de la Naturaleza, la so-ciabilidad asocial del hombre, no basta «para vaticinar (teóricamente) el futuro, pero, en sentido práctico, sí es suficiente y convierte en un de-ber el trabajar con miras a este fin (en absoluto quimérico)».55 El progre-so histórico es, entonces, planteado por Kant como un rumbo hacia un mundo moral, que tiene sus bases en la sociedad civil y las leyes que los hombres establecen. Un segundo paso vendría dado por la armonía cos-mopolita de todos los Estados, tema que Kant elabora en su opúsculo, ya

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Flórez Miguel, p. 210. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid: Alianza Editorial, 1997, p. 48.

Ibid., pp. 56-57. Ferrater Mora indica que «Feuerbach dijo una vez que en todo el pensamiento de Hegel alentaba el fantasma de la teología. Sería más exacto decir que todo el

pensamiento de Hegel es, en su entraña, teología...», Cuatro visiones..., p. 95. Dice por su parte Maritain: «La filosofía de Hegel trató de absorber toda la herencia teológica de la

humanidad refundiéndola en términos puramente racionales», Filosofía de la historia, p. 34. Ibid., p. 57.

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varias veces citado, en torno a La paz perpetua. Finalmente, ya alcanzados el respeto a la ley en el plano jurídico y la paz en lo político, la marcha de la historia culminaría en la constitución de una comunidad ética según los principios de la virtud. Una tal comunidad ética es «el ideal utópico supremo de la razón como generadora de un mundo moral»,56 es decir, en resumen, el fin kantiano de la historia.

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La argumentación a través de la cual se despliega la filosofía hegeliana de la historia es compleja, y conviene seguirla paso a paso, para minimi-zar los riesgos de extravío. Para comenzar, y a semejanza de Kant, Hegel parte de la convicción según la cual el «enorme sacrificio» que se paten-tiza en la historia «ha de tener por fundamento un fin último».57 Es en la historia universal donde «la masa entera del mal concreto aparece ante nuestros ojos», y de allí que Hegel defina su reflexión como una Teodicea, es decir, «una justificación de Dios», que se propone «hacer concebible el mal, frente al poder absoluto de la razón».58 Ante lo negativo, «que nos hace ver cómo en la historia universal lo más noble y más hermoso es sacrificado en su altar», Hegel reivindica el poder y significado de la ra-zón, «que quiere más bien en su lugar [de lo negativo, ar] un fin afirma-tivo: La razón no puede contentarse con que algunos individuos hayan sido menoscabados; los fines particulares se pierden en lo universal. La razón ve, en lo que nace y perece, la obra que ha brotado del trabajo uni-versal del género humano, una obra que existe realmente en el mundo a que nosotros pertenecemos».59

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60 Ibid., p. 78.

El siguiente párrafo merece ser transcrito a plenitud, pues condensa aspectos clave de la visión histórica de Hegel:

... en lo tocante al verdadero ideal, a la idea de la razón misma, la filosofía debe llevarnos al conocimiento de que el mundo real es tal como debe ser y de que la voluntad racional, el bien con-creto, es de hecho lo más poderoso, el poder absoluto, realizán-dose. El verdadero bien, la divina razón universal, es también el poder de realizarse a sí mismo. Este bien, esta razón, en su re-presentación más concreta, es Dios. Lo que llamamos Dios es el bien, no meramente como una idea en general, sino como una eficiencia. La evidencia filosófica es que sobre el poder del bien de Dios no hay ningún poder que le impida imponerse; es que Dios tiene razón siempre; es que la historia universal representa el plan de la Providencia. Dios gobierna el mundo; el contenido de su gobierno, la realización de su plan, es la historia univer-sal. Comprender ésta es la tarea de la filosofía de la historia uni-versal, que se basa en el supuesto de que el ideal se realiza y de que sólo aquello que es conforme a la idea tiene realidad. Ante la pura luz de esta idea divina, que no es un mero ideal, desapa-rece la ilusión de que el mundo sea una loca e insensata cadena de sucesos. La filosofía quiere conocer el contenido, la realidad de la idea divina, y justificar la despreciada realidad, pues la ra-zón es la percepción de la obra divina.60

Hegel, al igual que Kant, procura mostrar que la evidente irracionali-dad de la historia no ocurre en vano, y que un principio de razón consti-tuye de hecho el nexo interno que explica y concede sentido a los eventos. La tarea del filósofo consiste en «buscar en la historia un fin universal, el fin último del mundo, no un fin particular del espíritu subjetivo o del ánimo», dando por supuesto, como verdad, «que en los acontecimien-tos de los pueblos domina un fin último, que en la historia universal hay una razón». El filósofo se aproxima a la historia «con fe en la razón» y la trata «como un material [...] no dejándola tal como es, sino disponiéndola con arreglo al pensamiento y construyendo a priori una historia», desen-trañando «el espíritu de los acontecimientos» que responde a «una ne-

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Ibid., pp. 41, 42, 44, 46. Collingwood, p. 117.

Hegel, pp. 45, 59. Ibid., pp. 127, 131. En palabras de Kaufmann, para Hegel «la historia es el relato de la

libertad humana», en Walter Kaufmann, Hegel. Madrid: Alianza Editorial, 1985, p. 246. Hegel, p. 52.

cesidad superior».61 Dicho de otra manera, para Hegel la filosofía de la historia no es una mera reflexión filosófica sobre la historia, sino la his-toria misma hecha filosófica en cuanto distinta a la exclusivamente em-pírica, no sólo comprobada como una serie de hechos sino comprendida por «aprehensión de las razones por las cuales acontecieron los hechos como acontecieron».62

El gran contenido de la historia universal «es racional y tiene que ser racional», afirma Hegel; y esa historia «se desenvuelve en el terreno del es-píritu [...] El reino del espíritu es el creado por el hombre. Podemos for-jarnos toda clase de representaciones sobre lo que sea el reino de Dios; siempre ha de ser un reino del espíritu, que debe ser realizado en el hom-bre y establecido en la existencia».63 El curso del espíritu es, pues, una creación humana, enmarcada dentro del plan de la Providencia, y esa creación humana constituye un curso de progreso, definido como la se-rie de fases por las que pasa la conciencia de la libertad.64 En cuanto al plan de la Providencia, Hegel se explica de este modo:

Podría no haber dicho que nuestra afirmación de que la razón rige y ha regido el mundo, se expresa en forma religiosa, cuan-do afirmamos que la Providencia rige el mundo. Así no hubie-ra recordado esta cuestión de la posibilidad de conocer a Dios. Pero no he querido dejar de hacerlo [...] para evitar la sospecha de que la filosofía se atemorice [...] de recordar las verdades re-ligiosas y las aparte de su camino, como si, acerca de ellas, no tuviera la conciencia tranquila [...] Se acusa de orgullo a la ra-zón por querer saber algo sobre Dios. Pero más bien debe decir-se que la verdadera humildad consiste justamente en reconocer a Dios en todas las cosas, tributándole honor en todo y princi-palmente en el teatro de la historia universal.65

Debe quedar claro, entonces, que la razón cuyos designios se paten-tizan en la historia no es, según Hegel, ni una razón natural abstracta ni

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Collingwood, p. 121.Hegel, p. 65. Ibid., pp. 67, 132.

una razón divina trascendente, sino la razón humana,66 una razón secu-lar que, sin embargo, halla su sentido final en la suposición de un «plan divino». Con respecto al progreso del espíritu, Hegel se refiere al «espíri-tu del pueblo»:

Los espíritus de los pueblos se diferencian según la representa-ción que tienen de sí mismos, según la superficialidad o profun-didad con que han sondeado, concebido, lo que es el espíritu [...] Los pueblos son el concepto que el espíritu tiene de sí mis-mo. Por tanto, lo que se realiza en la historia es la representación del espíritu. La conciencia del pueblo depende de lo que el espí-ritu sepa de sí mismo; y la última conciencia, a que se reduce todo, es que el hombre es libre.67

De acuerdo con esta visión del progreso de la conciencia sobre la li-bertad, Hegel traza a grandes rasgos su esquema de la evolución históri-ca, sosteniendo que:

Los orientales no saben que el espíritu, o el hombre como tal, es libre en sí. Y como no lo saben, no lo son. Sólo saben que hay uno que es libre [...] Este uno es, por tanto, un déspota, no un hombre libre, un humano. La conciencia de la libertad sólo ha surgido entre los griegos; y por eso han sido los griegos libres. Pero lo mismo ellos que los romanos sólo supieron que algunos son libres, mas no que lo es el hombre como tal [...] Sólo las na-ciones germánicas han llegado, en el cristianismo, a la concien-cia de que el hombre es libre como hombre, de que la libertad del espíritu constituye su más propia naturaleza.

Y posteriormente asevera: «En la época cristiana, el espíritu divino ha venido al mundo, ha puesto su sede en el individuo, que ahora es perfecta-mente libre, con una libertad sustancial».68 Según este esquema, a cada nuevo paso, en el avance de sus fases sucesivas, la conciencia de la libertad aparece exaltada y enriquecida, convirtiéndose en el motor de la marcha

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Ibid., p. 76. Ibid., pp. 84-85.

Ibid., p. 97.

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del hombre hacia un ideal de perfección: «La historia universal, escribe, es la exposición del proceso divino y absoluto del espíritu, en sus formas supremas; la exposición de la serie de fases a través de las cuales el espíri-tu alcanza su verdad, la conciencia de sí mismo. Las formas de estas fases son los espíritus de los pueblos históricos, las determinaciones de su vida moral, de su constitución, de su arte, de su religión y de su ciencia».69

Ahora bien, la urdimbre de la historia universal «no comienza con ningún fin consciente»; en la historia universal, «y mediante las acciones de los hombres, surge algo más de lo que ellos se proponen y alcanzan, algo más de lo que ellos saben y quieren inmediatamente. Los hombres satisfacen su interés; pero, al hacerlo, producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su conciencia ni en su intención».70 Esta idea se asemeja al tema kantiano de la «sociabilidad asocial», y He-gel la conceptúa como «el ardid de la razón», que hace «que las pasiones obren por ella»:

El interés particular de la pasión es [...] inseparable de la reali-zación de lo universal; pues lo universal resulta de lo particu-lar y determinado, y de su negación. Lo particular tiene su inte-rés propio en la historia universal; es algo finito y como tal debe sucumbir. Los fines particulares se combaten uno a otro y una parte de ellos sucumbe. Pero precisamente con la lucha, con la ruina de lo particular se produce lo universal. Éste no perece. La idea universal no se entrega a la oposición y a la lucha, no se expone al peligro; permanece intangible e ilesa, en el fondo, y envía lo particular de la pasión a que en la lucha reciba los gol-pes [...] Lo particular es la mayoría de las veces harto mezquino frente a lo universal. Los individuos son sacrificados y abando-nados. La idea no paga por sí el tributo de la existencia y de la ca-ducidad; págalo con las pasiones de los individuos.71

La historia sigue su camino racionalmente, haciendo uso de las pa-siones humanas para hacer avanzar el proceso de autoconciencia del es-píritu como conciencia de la libertad. De allí que, por ejemplo, la impor-

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Kaufmann, p. 258. Walsh, p. 152.Ibid., p. 180.

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tancia de los llamados «individuos histórico-universales» (como César y Napoleón) no pueda reducirse a sus intenciones y designios: segura-mente fueron la mayor parte de las veces empujados por sus ambiciones y pasiones, pero en medio de esa turbulencia dieron origen a situacio-nes y resultados que no pretendían. Como lo expresa Walter Kaufmann, agudo analista del pensamiento hegeliano: «por lejos que haya estado de su conciencia (esos individuos) han contribuido, a la larga, al desarrollo de la libertad en el mundo moderno».72

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Con el sistema hegeliano, la filosofía especulativa de la historia alcanzó uno de sus puntos culminantes. El rechazo al hegelianismo, por otra par-te, sienta las bases para la llamada «filosofía crítica de la historia», una reflexión que intenta distanciarse de manera definitiva del motivo reli-gioso, y que no pretende ser expresión de los designios de la Providen-cia. Dos son los cuestionamientos fundamentales que el nuevo tipo de reflexión «científica» realiza a la filosofía de la historia, en el sentido de Kant y Hegel: en primer lugar, la brecha existente entre, de un lado, los principios a priori de la razón, y de otro lado la realidad empírica que no necesariamente se ajusta a las prescripciones del sistema: «Hay –escribe Walsh– todo un abismo entre la actividad del historiador que descubre datos sobre el pasado y la del filósofo que inventa un punto de vista desde el cual puede dárseles sentido. El filósofo, según parece, puede producir una explicación racional de la historia sin tener en cuenta el curso deta-llado de los cambios históricos».73 El punto puede formularse también así: si se nos asegura que la historia se ciñe y debe ceñirse a determinada norma, ¿qué estímulo resta para llevar a cabo la tarea de descubrirla en la realidad empírica? En segundo lugar, es igualmente válida la pregunta (y su cuestionamiento implícito): si la historia es un proceso inacabado, ¿cómo entonces puede descubrirse empíricamente su plan general? 74

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Dilthey, Introducción..., p. 155. Ibid., pp. 159-160.

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Dilthey, figura clave de la visión crítica, asume estos cuestionamien-tos y arremete contra la superstición que «somete los trabajos de los his-toriadores a un misterioso proceso de alquimia para transmutar la ma-teria de lo singular, hallada en ellos, en el oro puro de la abstracción, y obligar a la historia a revelar su último secreto», añadiendo que «no hay una última y simple palabra de la historia que exprese su verdadero sen-tido, del mismo modo que la Naturaleza no tiene una palabra semejante que revelar».75 Frente a las aspiraciones, a su modo de ver excesivas, de la filosofía especulativa de la historia, Dilthey presenta como alternativa su concepción crítica, que sin embargo persevera en el intento de desen-trañar un sentido de la vida y la historia, aunque secularizado.

El programa que propone Dilthey consiste en «una investigación his-tórica fundada en un dominio lo más amplio posible de las ciencias par-ticulares del espíritu», que permita comprender la realidad extremada-mente compleja de la historia «mediante las ciencias que investigan las uniformidades de los hechos más sencillos en que podemos descompo-ner esa realidad». Más en concreto:

... el conocimiento del conjunto de la realidad histórico-social, frente a la que nos encontramos como ante el problema más ge-neral y último de las ciencias del espíritu, se realiza sucesiva-mente en un contexto de verdades, fundado en una reflexión gnoseológica sobre sí mismo, en el cual se edifican, sobre la teo-ría del hombre, las teorías particulares de la realidad social, y éstas se aplican en una verdadera ciencia histórica progresiva, para explicar cada vez más la realidad histórica efectiva, ligada a la interacción de los individuos. En este contexto de verdades, la interacción entre el hecho, la ley y la norma se conoce mediante la autognosis. De él resulta también hasta qué punto estamos aún lejos de toda posibilidad visible de una teoría general del curso de la historia, en qué sentido modesto puede hablarse de algo semejante. La historia universal, en la medida en que no es algo sobrehumano, sería la conclusión de ese todo de las cien-cias del espíritu.76

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Wilhelm Dilthey, Crítica de la razón histórica. Barcelona: Península, 1986, pp. 238-286.Raymond Aron, La philosophie critique de l’histoire. Paris: Librairie Philosophique J. Vrin, 1969, pp. 27-28; Dilthey, Crítica..., pp. 179-237. Aron, p. 31; Dilthey, Crítica..., pp. 89-178.Aron, pp. 33-34. Sobre este proceso, véase Wilhelm Dilthey, «La conciencia histórica y la concepción del mundo», en Teoría de la concepción del mundo. (Obras de Wilhelm Dilthey, viii). México: Fondo de Cultura Económica, 1978, pp. 3-63.

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El rechazo a la filosofía kantiano-hegeliana de la historia deviene para Dilthey en la formulación de una filosofía del hombre o de la «vida», que enfatiza el carácter histórico de los valores y la relatividad de la verdad sobre la base de una constante percepción del ser humano como ser his-tórico.77 El sujeto, según Dilthey, es la totalidad síquica del ser viviente; la crítica histórica analiza las categorías a través de las cuales la vida se manifiesta, pues la vida es a la vez sujeto y objeto en la historia.78 A pesar de su cuestionamiento a la búsqueda de un sentido superior en la histo-ria, Dilthey no obstante argumenta –con planteamientos que recuerdan la «sociabilidad asocial» kantiana y el «ardid de la razón» de Hegel– que la observación científica es capaz de mostrarnos que la disociación de funciones y la acumulación de resultados permiten a los hombres «crear involuntariamente los sistemas progresivos de lo verdadero» en la histo-ria.79 Ya desaparecidos, presuntamente, los dogmas cristianos, y perdi-da la fe en un destino trascendente, queda solamente –y Dilthey quiere aceptarlo así con ecuanimidad– la creación del hombre por sí mismo a través del tiempo: «La historia se convierte de ese modo en el lugar don-de se manifiesta el espíritu... [a través] de las religiones, así como en el arte, la ciencia, y la filosofía».80 No se trata del espíritu en la concepción hegeliana, sino de las manifestaciones supremas de la vida humana en su proceso de autocomprensión y despliegue existencial en la historia, proceso que incluye las religiones, que Dilthey –aunque desde una pers-pectiva no religiosa– sabe apreciar como expresiones legítimas del dra-ma humano.

Ahora bien, Dilthey recalca que la vida no tiene una significación trascendente, sino que su significación es ella misma: ninguna historia está acabada porque su significación

… no puede definirse sino al término de la evolución (humana). La historia universal es la biografía, o podría quizás decirse la autobiografía de la humanidad: al igual que el significado de toda existencia, el de la humanidad sólo se definirá cuando la

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Aron, pp. 87-88; Dilthey, Teoría..., pp. 81-93, 176-207, 249-258. Ibid., p. 97.

Martin Heidegger, El ser y el tiempo. México: Fondo de Cultura Económica, 1971, pp. 423-435; Gianni Vattimo, Introducción a Heidegger. Barcelona: Gedisa, 1998, p. 18.

Otto Poggeler, El camino del pensar de Martin Heidegger. Madrid: Alianza Editorial, 1986, pp. 32-33. Heidegger, El ser y el tiempo, p. 429.

Poggeler, p. 35.

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aventura haya culminado [...] La última palabra de la filosofía no es, pues, el relativismo sino la soberanía de la razón, ni el es-cepticismo sino la fe en el hombre.81

Dilthey pide que el rechazo a cualquier sentido trascendente de la vida y la historia no sea asumido como un fracaso sino como un signo de sabiduría y sensata resignación: «De vuelta de las ilusas ambiciones de la juventud, el hombre acepta virilmente la vida humana».82 Y es precisa-mente en este punto, el de una historicidad vital asumida en su angustia y «nobleza», donde se ubica la primera fase de la reflexión heideggeriana sobre el «sentido del ser», expuesta de manera primordial en El ser y el tiempo. Heidegger interpreta el pensar de Dilthey en el sentido de mos-trar que la fundamentación de la historicidad y de la historiografía es po-sible sólo a la luz de un replanteamiento del problema del ser.83 Afirma Poggeler que Heidegger «ha intentado apropiarse de la obra de [Dilthey] por lo que respecta al punto central y absolutamente decisivo», que no es otro que el esfuerzo por responder a esta interrogante: «¿Puede la filoso-fía delimitar la historia acontecida como ámbito determinado y especial, o pertenece la meditación sobre la historia acontecida a la cimentación de la filosofía misma?».84 Heidegger toma la segunda opción, en cuanto a concebir la meditación sobre la historia acontecida como un pensar que pertenece a la cimentación de la filosofía misma, y en ese sentido aprue-ba la tarea planteada por Dilthey de «llegar a la comprensión filosófica de la “vida”, y dar a esta comprensión una base hermenéutica segura en la

“vida misma”».85 En Dilthey, el intento de fundar una lógica de las cien-cias del espíritu termina en la pregunta por la vida misma, acaecida histó-ricamente; en Heidegger, el ser mismo vuelve a convertirse en problema, pues sólo a través de la pregunta que interroga por el sentido del ser «pue-de ser fundado en su originariedad el pensar históricamente acontecido». La historia de la época moderna, sostiene Heidegger, no ha avanzado en dirección a una tal fundación, sino que ha seguido estando afectada por una insuficiente aprehensión del ser, heredada de los antiguos.86

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Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo. Madrid: Taurus, 1966, p. 28. Martin Heidegger, The Question Concerning Technology and Other Essays. New York: Harper & Row, 1977, p. 57. Martin Heidegger, Escritos sobre la Universidad alemana. Madrid: Tecnos, 1989, p. 72. Ibid. pp. 12-13. Heidegger, El ser y el tiempo, pp. 204-211; Vattimo, pp. 67-68. Heidegger, Carta sobre el humanismo, p. 33.

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Al preguntarse, «¿qué es el ser?», Heidegger responde: «Él es el mis-mo», y añade que «no es Dios y no es un fundamento del mundo»; el ser «está más allá de todo ente y a la vez más cercano al hombre que todo ente, sea éste una roca, un animal, una obra de arte, una máquina, sea éste un ángel o Dios. El ser es lo más cercano. Pero la cercanía es para el hombre lo más lejos».87 Si bien el planteamiento es enigmático, es claro que para Heidegger la llamada «historia del ser» equivale a la historia de la relación del hombre con el ser, o, de modo más preciso, del ser (que es «lo más cercano») con el ser humano y con la verdad. Esa historia, en par-ticular la de Occidente, está «determinada metafísicamente»,88 y la his-toria de la metafísica «determina nuestra existencia».89 Dicho en otros términos, la metafísica es al mismo tiempo historia del ser y nuestra his-toria, no como obra nuestra sino como situación que nos constituye.

En una primera etapa de su pensar, que incluye El ser y el tiempo y en-cuentra uno de sus puntos culminantes en el discurso pronunciado al asumir el Rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933, Heidegger concede al ser humano un peso histórico en la definición de una existen-cia auténtica, ya que «el espíritu es el decidirse, originariamente templa-do y consciente, por la esencia del ser. Y el mundo espiritual de un pueblo no es una superestructura cultural como tampoco un arsenal de cono-cimientos y valores utilizables, sino que es el poder que más profunda-mente conserva las fuerzas de su raza y de su tierra».90 En esa fase inicial, caracterizada por la importancia que Heidegger concede a la angustia del individuo (Dasein), que siente que todo su mundo se hunde en la insignificancia,91 su filosofía parece conceder a lo que hace o deja de ha-cer el Dasein un impacto real. A partir de mediados de la década de 1930, no obstante, se perfila con nitidez el llamado «giro» o «viraje» del pen-samiento heideggeriano, según el cual «la historia no acontece primera-mente como suceder».92 En este nuevo esquema, el hombre está «arro-jado» por el ser, y su papel consiste en «cuidar» la verdad del ser para que «en la luz del ser aparezca el ente en cuanto el ente que lo es. Si él aparece, si y cómo el Dios y los dioses, la historia y la Naturaleza vienen, se presen-

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Ibid., pp. 27-28. Ibid.

Heidegger, The Question..., pp. 109-110. Ibid., pp. 25, 27, 37, 39, 47, 66.

Karl Löwith, Martin Heidegger and European Nihilism. New York: Columbia University Press, 1995, pp. 34, 38-39, 46-47, 96, 133.

Correspondencia de Heidegger a Sartre, 28 de octubre de 1945, citada por Löwith, ibid., p. 12. Heidegger, The Question..., pp. 11-13, 19, 24-25, 65, 109-110; Löwith, ibid., p. 21.

Heidegger, ibid.

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tan y se ausentan; sobre esto no decide el hombre».93 El Dasein es ahora el pasivo «pastor del ser»,94 y el motivo religioso, aliado a una visión de la historia, adquiere en Heidegger un más claro perfil. La historia del ser deviene la historia del «olvido del ser» por parte de un Dasein extraviado en el nihilismo, es decir, en una situación de «ocultamiento» del ser.95 Este proceso incluye una «caída», un «misterio», una «revelación», un «advenimiento», así como una posibilidad de «salvación».96 Como con acierto, señala Löwith, la segunda fase del pensamiento heideggeriano intenta articular algo en esencia inefable. Su influencia sobre tantos es-píritus se explica por su tono místico-religioso y por su naturaleza esca-tológica, que atrae a aquellos que «ya no son cristianos creyentes pero que sin embargo quieren acceder a un compromiso religioso».97

Heidegger interpretó su «giro» como un «evento fundamental en la historia», orientado a «conducir la humanidad contemporánea a una re-lación primaria con el ser».98 La historia que Heidegger dibuja comienza con el platonismo y su fatídica distinción entre las esferas de lo sensible y lo suprasensible, distinción que –argumenta Heidegger– distorsio-nó decisivamente nuestra comprensión del ser, cuya verdad a partir de entonces es concebida como idea o representación, es decir, como algo que pertenece al sujeto. De allí se desprendió a su vez la degeneración del pensamiento a su nivel instrumental, raíz primigenia de la «volun-tad de poder» que nos lleva a procurar un total control técnico sobre el mundo. Esa voluntad de instrumentalización tecnológica es rasgo fun-damental de la imagen moderna de la vida, una imagen de acuerdo con la cual el ser (y los entes) es objeto disponible para nuestro dominio.99 Ahora bien, esta historia «no es un mero producto humano», sino que es destinada así por el ser, y el hombre sólo es libre si «se hace parte de esa destinación y se apresta a oír y escuchar» los designios del ser.100 En otras palabras, el olvido de la distinción entre el ser y los entes, la coloca-ción del ser en el mismo plano que los entes, el olvido de la verdad del ser,

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Ibid., p. 27.Vattimo, p. 78. Ibid., p. 81; Heidegger, The Question..., pp. 65, 109-110.Vattimo, p. 85. Heidegger, Carta..., pp. 34-35.

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es el propio destino del ser y se hace patente como designio del ser, no so-lamente por una falla o error humano en la interpretación filosófica y el equívoco metafísico desde el platonismo a nuestros días. En ese rumbo, el hombre corre el peligro de «una precipitada caída»:101 «En la medida en que no somos otra cosa que la apertura al ser del ente, la metafísica como modo de abrirse al ente olvidando al ser, es nuestra misma esencia y en ese sentido se puede decir que es nuestro destino».102 El ser no sólo es olvidado sino que él mismo se oculta o desaparece: Occidente es la tie-rra de la metafísica, como tierra del ocaso y crepúsculo del ser.103

Tenemos, en primer término, que la definición platónica del ser como idea, que a su vez está en la base de la reducción cartesiana del ser verda-dero (y del verdadero ser) a la certeza del sujeto que piensa, equivale a una reducción de las cosas a sí mismo por parte del yo, y tiene el carácter de una toma de posesión, del ser a la voluntad del sujeto. Este proceso de la metafísica constituye el modo de ocultarse y de revelarse del ser mis-mo, lo cual significa que a este desarrollo filosófico corresponde –pues está fundado en él– un desarrollo del modo de ser efectivo del hombre en el mundo.104 En palabras de Heidegger: «… sólo en cuanto la ilumi-nación del ser se apropia y acontece, se entrega en propiedad al ser del hombre. Pero el que el En, la iluminación como verdad del ser mismo, se acontezca y apropie es el envío del ser mismo».105 Semejante asevera-ción plantea una muy especial perspectiva sobre la verdad y la libertad, pues:

... el pensamiento del ser como verdad ontológica, como institu-ción del proyecto en el cual aparecen las cosas, no puede perte-necer al hombre como producto de éste porque el mismo hom-bre (en todo hacer, elegir y producir) presupone ya abierta esa apertura. Elegir y hacer, también pensar, en el sentido en que esto se entiende como una actividad del hombre, exigen que ya esté abierto un ámbito en el que el hombre se encuentre en re-lación con los entes y consigo mismo. Todo acto libre del hom-bre presupone esta libertad más originaria que es el «dejar ser al

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Vattimo, p. 98.Ibid., pp. 86-87.

Heidegger, Escritos..., pp.70-71.Heidegger, The Question..., p. 28.

Martin Heidegger, «El final de la filosofía y la tarea del pensar», en vv.aa., Kierkegaard vivo. Madrid: Alianza Editorial, 1966, p. 166.

ente»; no es el hombre quien posee la libertad, sino que la liber-tad posee al hombre.106

La técnica expresa, en el plano del modo de ser del hombre en el mun-do moderno, el despliegue y cumplimiento de la metafísica. Al darse el ser ya solamente como voluntad, que es el modo extremo de su oculta-miento –dejando aparecer sólo al ente–, corresponde la técnica moder-na, que se concreta efectivamente, como «organización total», como or-den del mundo. Queda así abolido el ya pálido recuerdo de la diferencia ontológica entre el ser y los entes. El ser del ente es totalmente el ser im-puesto por la voluntad del hombre productor y organizador, y la meta-física es cumplida en la instrumentalización plena del mundo.107 ¿Qué nos ocurre entonces? Y responde Heidegger: «Todo funciona. Esto es precisamente lo inhóspito, que todo funciona y que el funcionamiento lleva siempre a más funcionamiento y que la técnica arranca al hombre de la tierra cada vez más y lo desarraiga [énfasis ar] [...] el desarraigo del hombre es un hecho. Sólo nos quedan puras relaciones técnicas [...] Sólo un dios puede aún salvarnos».108 Ese desarraigo se da en medio de la or-ganización total, donde todo es conocido o potencialmente cognoscible a través del método científico, y allí, sin «misterio», al hombre –escribe Heidegger– «le es negada la posibilidad de acceder a una más original revelación y por ende a experimentar el llamado de una verdad primor-dial». 109 No obstante, existe una esperanza de salir del desarraigo:

Piénsase aquí en la posibilidad de que la civilización mundial [...] deje atrás un día la configuración cuyo signo técnico, cientí-fico e industrial lleva, como la única medida de una estancia del hombre en el mundo –que la deje atrás no, desde luego, partien-do de sí mismo y de sus propias fuerzas, sino a partir de la dispo-nibilidad de los hombres para un destino para el cual no deja de llegar a nosotros, los hombres, en el corazón de una partida no detenida aún, y se la oiga o no se la oiga, una llamada.110

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Vattimo, pp. 101, 104. Véase Heidegger, The Question..., p. 47. Vattimo, p. 104. Heidegger encuentra en el arte un campo donde la actividad del hombre no es sólo óntica (interior al mundo del ente), sino también ontológica (determinante de la apertura misma en la cual se presenta el ente). El arte no es, sin embargo, el único modo de darse la verdad en la actividad del hombre. Véase Vattimo, pp. 102-115. Heidegger, Carta..., pp. 37-38; The Question..., p. 40. Heidegger, The Question..., pp. 28, 32-33. Heidegger, Carta..., p. 66. Heidegger, The Question..., p. 94; Löwith, pp. 55, 60-63, 70.

¿Quién nos llama? ¿De dónde proviene la llamada? ¿Cómo la escu-chamos? ¿Cómo podemos responderle? La filosofía de Heidegger pene-tra finalmente un territorio que bien podemos calificar de cuasi místico, aunque su referencia pretende ser histórica. Su reflexión sobre el desa-rrollo de la metafísica intenta mostrar que el ser tiene una historia, y que ésta no es otra que el «eventualizarse» del ser en los diversos modos en que dicha historia define o determina el modo de relacionarse el Dasein con los entes y consigo mismo. Las aperturas del ser acontecen de vez en vez, y por ello mismo pueden hallarse y ser reconocidas. En ocasiones, Heidegger parece sugerir que ese reconocimiento de la apertura del ser por parte del Dasein resulta de una «iluminación» del ser, que acontece en el hombre, quien empero no dispone de ella pues es más bien la ilu-minación la que dispone de él.111 Dicho de otra manera, la «iluminación» es como una «gracia» del ser.112 Otras veces, sin embargo, el filósofo in-dica que el hombre tiene la posibilidad de contribuir a hacer efectiva la apertura del ser, por el hecho de que esa apertura no es una estructura trascendental sino que es un evento, aún en el sentido literal de hecho o acontecimiento histórico.113 El hombre está en capacidad de preparar un refugio, un hogar, una morada para el ser, y así dar fin a la «apatridad» del ser, que por los momentos (antes del «retorno al hogar» del ser, de la reconciliación y reencuentro del Dasein en la apertura del ser) es el «des-tino del mundo».114

Si bien Heidegger no elabora con la precisión deseable su idea de una vuelta al hogar del ser, es clara en su obra tardía una aspiración de «salvación»115 del hombre a través de un «reencuentro» en la apertura del ser, de un «viraje» en la relación de los hombres con el ser. Se trata de una especie de redescubrimiento de lo sagrado, en el «advenimiento del ser»,116 de una parusía que está por llegar, que por ahora sólo podemos presagiar, pues tal vez «no estamos aún maduros»117 para concebirla a

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Löwith, Martin Heidegger..., p. 93. Poggeler, p. 267.

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plenitud. De modo que, por un lado, el pensar de Heidegger se desplie-ga en un contexto histórico, en cuanto que sostiene que el ser emerge a su apertura en encrucijadas decisivas y definibles de la historia; pero, por otro lado, la reflexión heideggeriana trasciende lo estrictamente his-tórico, distanciándose de todo «representar» y concibiendo la historia como destinación del ser.118 Estos dos planos del pensar convergen en una aspiración de reconciliación del hombre con el ser, reconciliación que, en la época moderna, requiere de nuestra parte una manera dife-rente de relación con la técnica. Cabe citar in extenso a Poggeler sobre el punto:

Lo que salva no se halla fuera de la técnica, sino que se enraíza y fructifica en la esencia de ésta. El hombre no alcanzará nunca aquello que salva mientras se limite a impulsar [...] la técnica a ciegas, ni tampoco mientras la condene como obra diabóli-ca, sino que sólo lo alcanzará cuando torne a hospedarse en su esencia. Experimentada en su esencia, la técnica misma deja vía libre al desocultamiento que custodia al ser en su esencia, y que se asienta en el mundo como arquitectura de éste. En la ex-periencia de la esencia de la técnica, la técnica es conocida y re-conocida como una manera determinada del salir de lo oculto [por parte del ser, ar], viéndose [...] de tal manera restringida a dejar que acontezca la acción de salir de lo oculto que no des-plaza ni desquicia ya las otras maneras de salir de lo oculto ni la esencia del desocultamiento mismo [...] el hombre gana sere-nidad para utilizar los aparatos y sistemas técnicos sin tomar al emplazar y solicitar técnicos como única manera del hacer sa-lir de lo oculto. Viene a abrirse así al misterio, al ocultamiento como centro cordial del desocultamiento, llegando con ello a ser libre para la eclosión del mundo.119

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Hemos visto que el pensamiento de Heidegger retoma con fuerza el mo-tivo religioso, que consideramos fundamental en el contexto de la filo-sofía de la historia. En tal sentido, el pensar heideggeriano representa un viraje con respecto al rumbo que venía tomando la reflexión sobre el curso de la historia a partir de Dilthey. Si bien fue Dilthey quien condu-jo el pensar histórico moderno a tomar conciencia sobre su propia na-turaleza, potencial y limitaciones, según Heidegger el planteamiento diltheyano también se enmarca dentro del esquema metafísico-moder-no, heredero de la tradición platónico-cartesiana, que pretende estable-cer lo verdadero en función de la certeza del sujeto, contribuyendo así al ocultamiento de la verdad y al «olvido del ser».120 La reinterpretación de la tradición teológica por parte de Heidegger, sin embargo, se mantie-ne a prudente distancia de la fe estrictamente religiosa, aunque como ya constatamos al analizar la dirección general y terminología de su pensar, tal distancia a veces luce muy corta.

Sería un error suponer que esa tradición engloba contenidos unifor-mes y unívocos. Se trata, en realidad, de una línea de especulación sobre el hombre y la historia que, ciertamente, se desprende de la semilla agus-tiniana, pero que en nuestro tiempo presenta variaciones y peculiarida-des dignas de ser destacadas. En ese orden de ideas, cabe señalar que el pensamiento de Agustín ha sido, con razón, sistemáticamente interpre-tado en términos de una radical distinción entre, de un lado, un mundo terrenal, que puede o no ser pues depende de la palabra creativa de Dios, y de otro lado el espacio infinito de la fe cristiana, como firme confianza en lo que es invisible y en consecuencia indemostrable, aunque sí sus-ceptible de adhesión a través de un compromiso personal. El cristiano, de acuerdo con esta tendencia dentro de la tradición agustiniana, me-nosprecia al mundo así como los intentos de reconciliar revelación con razón:

De aquí que la historia de la Ciudad de Dios no se coordine con la de la Ciudad del Hombre, sino que es la única verdadera his-toria de salvación, y el curso histórico (procursus) de la Ciudad

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121Löwith, El sentido de la historia..., pp. 243, 246-247.

de Dios consiste en su peregrinatio. Para San Agustín, y para to-dos los que piensan genuinamente en cristiano, el progreso no es más que un peregrinaje [...] Para un hombre como San Agustín, todas nuestras lucubraciones acerca del progreso, de las crisis y del orden mundial le hubieran parecido pueriles, porque des-de un punto de vista cristiano, no existe más que un progreso: aquel dirigido a una más marcada distinción entre la fe y la falta de ella, entre Cristo y Anticristo. Sólo hay dos crisis de real im-portancia: Edén y Calvario, y únicamente un orden del mundo: la dispensación divina, mientras que el orden de los imperios es «un desenfreno en una variedad infinita de torpes placeres».121

Esta interpretación de la visión cristiana de la historia lleva a extre-mos una tendencia que no es, sin embargo, universalmente compartida por los filósofos cristianos modernos. Para Maritain, por ejemplo, Agus-tín intenta mostrar el sentido inteligible de la historia, de la secuencia de los acontecimientos en el tiempo, sin que se establezca una radical rup-tura entre la sabiduría filosófica y la teológica. La filosofía de la historia tiene que ver no con la conducta del individuo sino con todo el desen-volvimiento de la humanidad, y pertenece por consiguiente a la filoso-fía moral. Según Maritain, como apuntábamos al comienzo de este es-tudio, la historia –vista desde la óptica cristiana– no es un problema a ser resuelto sino un misterio a ser contemplado, «un misterio que es en cierto modo suprainteligible (hasta donde depende de los propósitos de Dios) y en cierto modo infrainteligible (en cuanto reúne materia y con-tingencia y depende de la insignificancia inyectada por el hombre cuan-do comete el mal)». Maritain reivindica para la cristiandad la aceptación del tiempo y de su historia, aceptación que requiere, para no hundirse en una oscura angustia, descubrir un significado transhistórico a los even-tos. La historia de la Iglesia conduce hacia la Revelación final del Reino de Dios, que, como dice Agustín, está más allá de la historia, y su sola finalidad es la revelación plena de ese Reino. Mas la historia del mundo tiene también sus fines, que se oponen absolutamente, pues conduce al mismo tiempo hacia el reino del mal y la perdición y hacia el Reino de Dios, como términos que están más allá de sus fines naturales:

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Maritain, Filosofía de la historia, pp. 30, 40-41, 45, 123-124.Reinhold Niebuhr, Faith and History. New York: Charles Scribner’s Sons, 1949, p. 38. Ibid., pp. 15-16.Ibid., p. 121; Dray, Filosofía de la historia, pp. 170, 173-174.

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Y respecto del fin relativamente último, al fin natural del mundo, se hace necesaria la misma consideración: este fin natural es [...] triple: dominio sobre la Naturaleza, conquista de autonomía, y manifestación de todas las potencialidades de la naturaleza hu-mana. Pero hay un fin opuesto (en el sentido del resultado final), el desperdicio y el desecho consistente en la acumulación del mal en el curso de la historia. Aquí tenemos –en esta perspecti-va filosófica– una especie de infierno, del cual el mundo y la his-toria del mundo pueden ser liberados sólo si el mundo cesa de ser, sólo si hay un comienzo completamente nuevo y una tierra nueva, un mundo transfigurado. Así, tenemos un acceso filosó-fico a la noción teológica de la transfiguración del mundo.122

Tenemos entonces que la marcha de la historia es un doble y antagó-nico movimiento de ascenso y descenso, un doble «progreso» o avance simultáneo en el sentido del bien y del mal, que encuentra su significado, como lo expresa Niebuhr, en «el misterio de la Divina Providencia».123 Para Niebuhr, a semejanza de Maritain y otros filósofos cristianos, nada menos que una revelación divina, como la articulada por la teología cris-tiana, suministra una base sólida para desentrañar el significado de la historia. A diferencia de la tradición kantiano-hegeliana, Niebuhr enfa-tiza la noción de «misterio» como esencial para una interpretación ade-cuada de los procesos históricos, y cuestiona las expectativas excesivas que algunos pensadores –Hegel en particular– conceden a la libertad humana creciente como garantía del progreso social racional. No hay, dice Niebuhr, una necesaria conexión entre libertad y virtud, y es falso que se pueda, como creía Hegel cambiar finalmente toda la «situación humana».124 La visión cristiana se protege ante estas exageradas expec-tativas mediante una concepción más realista de la naturaleza huma-na, según la cual el mal que existe en la historia no es algo accidental o pasajero, sino que es componente esencial y permanente de una condi-ción humana «caída» por el pecado original. Desde una perspectiva mo-ral, por ende, la historia está «amenazada continuamente por la falta de significado»,125 debido al uso destructivo que el hombre da a su libertad.

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Niebuhr, pp. 107, 112, 120; Dray, 176. Niebuhr, pp. 22, 27-28, 103, 125; Dray, p. 177.

El interés particular de la reflexión de Niebuhr se encuentra precisa-mente en la tensión entre Dios y los hombres históricos que su pensa-miento quiere poner de manifiesto. Todos los destinos históricos, sostie-ne Niebuhr, están «bajo el dominio de un solo soberano divino», que por lo tanto proporciona el marco general de significación a la historia. Es por este factor, y no por cualquier lazo de unión racional o empírico, por lo que la historia es «potencial y finalmente una historia».126 Ahora bien, si solamente la soberanía divina proporciona unidad a la historia, cabe entonces preguntarse: ¿De qué modo se manifiesta esa soberanía, en-frentándose a la rebelión humana contra sus propósitos? Dios, dice Nie-buhr, coloca un «límite último» al desafío de los hombres, ofrece opor-tunidades para el renacimiento y la renovación cuando se arrepienten. La soberanía de Dios se revela, en su primera esfera, en los constantes e inevitables fracasos de los hombres que intentan convertirse en «cen-tros de significación» de la historia, fracasos que el cristiano interpreta como el juicio condenatorio de la divinidad sobre esas pretensiones. En su segunda esfera, la gracia de Dios se manifiesta siempre que los hom-bres renuncian a sus ilusas pretensiones, pues esa gracia busca «tanto encontrar el carácter malvado del pecado como vencerlo».127 En vista de esta doble función de la soberanía divina en el curso histórico, Niebuhr argumenta que la historia no es otra cosa que una dramática «contienda entre Dios y los hombres», que expresa su lucha continua para vencer las corrupciones de la libertad humana. En suma, la historia no progre-sa, sino que se mueve entre el orgullo humano y la redención divina, y el cristianismo

... tiende a hacer normativa la visión irónica de la maldad en la historia. Su concepto de la redención de la maldad la lleva más allá de los límites de la ironía, pero su interpretación de la natu-raleza de la maldad en la historia humana es consistentemente irónica. Esta consistencia se logra con base en la creencia de que todo el drama de la historia humana está bajo el escrutinio de un juez divino, quien se ríe de las pretensiones humanas sin ser hostil a sus aspiraciones. La risa es el juicio divino a las preten-siones. El juicio se transforma en misericordia si logra abatir las

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Reinhold Niebuhr, The Irony of American History. New York: Charles Scribner’s Sons, 1952, p. 133. Niebuhr, Faith and History, pp. 114, 125, 129, 132, 136, 233.Dray, p. 180. Niebuhr, Faith and History, pp. 38, 103.

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pretensiones y si conduce al hombre a reconocer contrito la va-nidad de su imaginación.128

Si bien la historia se halla en última instancia sometida a esa sobera-nía divina, Niebuhr admite que las evidencias al respecto son oscuras e inexactas, y que «se ejecutan juicios morales en la historia, pero nunca con precisión»; de allí que «el reto humano y la maldad parecen gozar de largos períodos de inmunidad», y aunque de vez en cuando se produ-cen nuevos comienzos, por obra de la Divina Gracia, el proceso histórico en su conjunto «no se emancipa progresivamente de la maldad». Desde la perspectiva cristiana, la historia no puede entonces ser considerada como plenamente significativa, sino sólo potencial o provisionalmente significativa; en ella existen solamente «facetas» o «tangentes» de sig-nificado.129 Esta perenne oscuridad moral se deriva del hecho de que la Providencia no actúa mediante intervenciones milagrosas, sino que usa instrumentos históricos que son siempre moralmente defectuosos.130 En síntesis, la gracia de Dios «completa la estructura del significado más allá de los límites de la inteligibilidad racional en el reino de la historia»; la revelación cristiana afirma pues un «misterio» que en sí mismo da sen-tido a la historia.131

La visión que articula Niebuhr, como la de Maritain, tiene la virtud de no condenar el proceso histórico a una total oscuridad moral, pre-servando sin embargo un amplio espacio para la tensión que se suscita entre un ser humano «caído» y una divinidad «irónica». La conciencia de esa tensión y su inescrutable misterio constituyen a mi modo de ver las bases fundamentales de una genuina filosofía cristiana de la histo-ria. Así lo ratifica Eric Voegelin en sus lúcidas obras, las cuales enfatizan una y otra vez que todo intento de interpretar la existencia humana en el tiempo como una empresa inmanente, con un sentido inevitable y total-mente cognoscible, expresa una incapacidad para reconocer el carácter de ese existir como movimiento en la metaxis, es decir, en el «campo de tensiones» entre el hombre y Dios, el tiempo y la eternidad, la opacidad y la luminosidad, la perfección y la imperfección del ser. El hombre ten-

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Eugene Webb, Eric Voegelin. Philosopher of History. Seattle & London: University of Washington Press, 1981, pp. 237-238.

Eric Voegelin, Anamnesis. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1978, p. 105. Webb, pp. 240-241.

Ibid., pp. 243, 245.

dría que ser desde ya un ser completo, tener una esencia o naturaleza ple-namente determinada y cognoscible, para que pudiese formularse una filosofía de la historia capaz de definir su dinámica, predecir su desplie-gue y descubrir su sentido final. No obstante, argumenta Voegelin, no tenemos una «naturaleza humana» de ese tipo. La naturaleza del hom-bre consiste en existir en el «entre», en un proceso, una búsqueda, una lucha por la verdad y el orden; no se le puede acceder de manera definiti-va y sólo puede conocérsele existencialmente en su misterio.132 La vida no está dada; para hallar la vida «se requiere la cooperación del hombre».133 El hombre se ve impelido, por su naturaleza, a responder «cooperati-vamente» con el polo que representa la perfección del ser, y está en su esencia hallarse «en el camino» hacia la plenitud: «El rechazo a admitir la tensión de la existencia, y su carácter como una condición en la cual los polos inmanente y trascendente se encuentran, en una humanidad definida por su participación en ambos, impide el conocimiento de la divina presencia en la cual, y únicamente, los más hondos anhelos del alma humana pueden hallar su realización».134 La «tensión» es paradó-jica e inevitable, y no cabe disminuirla mediante la minimización de la búsqueda de perfección por parte del hombre; la lucha por la trascen-dencia tiene siempre lugar en condiciones de finitud, y el problema cen-tral de la filosofía de la historia consiste en preservar un balance entre las dimensiones inmanente y trascendente de la existencia humana en el tiempo. La pérdida de ese balance oculta el hecho de que el hombre es un ser encarnado, no sólo un espíritu que aguarda el rescate de su prisión te-rrena para retornar a su verdadero hogar en el más allá. Semejante error de perspectiva equivale a tratar al hombre como a un ser desprovisto de espíritu y de una libertad esencial, y regido por leyes que solamente re-quieren ser conocidas y dominadas por un planificador ilustrado, capaz entonces de manipularle por su propio bien y el de la sociedad toda –de-finido ese bien, desde luego, por el propio planificador.135

Voegelin defiende su propuesta de balance aun ante la tradición agus-tiniana, que concibe la ciudad terrena como un lugar de desorden o falso

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Eric Voegelin, The New Science of Politics. Chicago: University of Chicago Press, 1952, p. 162. Ibid.Eric Voegelin, «World Empire and the Unity of Mankind», International Affairs, 38, 1962, p. 186. Eric Voegelin, Order and History, vol. iv (The Ecumenic Age). Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1974, p. 227. Webb, p. 254. Voegelin, Order and History, vol. iv, p. 6. Webb, p. 265. Eric Voegelin, Order and History, vol. iii (Plato and Aristotle). Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1957, p. 235.

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orden, perdiendo de vista que «una sociedad debe existir como un cos-mos ordenado, como una representación del orden cósmico, antes de pretender que también representa una verdad del alma».136 Con su rela-tivo desdén por la ciudad terrena, Agustín «dejó en su camino el vacío de una esfera des-divinizada de la existencia política»,137 y la apocalíptica carencia de interés de la Iglesia, desde sus orígenes, por la humanidad en la historia «limitó su horizonte intelectual tan severamente que le im-pidió desarrollar una adecuada filosofía de la historia».138 El «balance de la conciencia», que es, según Voegelin, la postura acertada a partir de la cual emprender una reflexión filosófica acertada desde una perspec-tiva cristiana sobre la historia, exige tener presente que «el éxodo desde la realidad es un movimiento dentro de la realidad», y que también el «hombre espiritual» habita en el cosmos.139 Esta conexión con los dos polos, el inmanente y el trascendente, que proporciona el sentido de ba-lance, debe complementarse en la filosofía de la historia con una clara distinción entre lo que es un misterio y un mero acertijo. El sentido de la historia no es una adivinanza o especie de acertijo para el cual puedan, con un poco de inteligencia y esfuerzo, hallarse respuestas; el sentido de la historia y de la existencia es un misterio, y el intento de reducirlo a un acertijo para el cual podemos descubrir una solución constituye un error de concepción tanto sobre el terreno como acerca de la naturaleza mis-ma de la investigación:140 «El proceso histórico, y aquel orden que en el mismo pueda ser discernido, no es un relato que pueda narrarse desde su comienzo hasta su feliz o infeliz término; es un misterio en curso de ser revelado».141 De modo que, para Voegelin, la historia no es susceptible de explicación a partir de un esquema prefijado y necesario, sino una fun-ción del hombre en su movimiento hacia la trascendencia, respondien-do a una «invitación» a abrirse a la existencia, una invitación que provie-ne del más allá de la historia.142 En última instancia, «el juego cósmico está en manos de Dios, y sólo Él conoce a plenitud su significado».143

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Los tumultuosos y trágicos eventos de nuestro siglo xx; las guerras mun-diales, los totalitarismos nazi y comunista, los campos de concentración y los genocidios, acabaron decisivamente con el ingenuo optimismo de la tradición kantiano-hegeliana. Está visto que los seres humanos somos más maleables e impredecibles de lo que muchos creyeron, y que la vo-luntad malévola de algunos es capaz de torcer el rumbo de la historia y derribar las utopías de progreso que tantas ilusiones una vez suscitaron.

Tales realidades, a mi modo de ver, fortalecen el potencial de una re-flexión filosófica sobre la historia que sea capaz de preservar el balance al que hace referencia Voegelin, que no es otra cosa que el respeto por la cualidad dual de nuestra naturaleza, terrenal y espiritual al mismo tiem-po, sostenida precariamente a una sucesión de logros y pesadumbres y ansiosa de trascender más allá de sus fracasos y limitaciones.

El desorden de los eventos, su indescifrable sentido de dirección, pero por encima de todo la cruel presencia del mal en el mundo, continúan poniendo de manifiesto los enormes obstáculos que se interponen ante cualquier intento de hallar un significado de la historia tan sólo a través de la razón. El misterio de la vida y la muerte nos sugiere un horizonte de posibilidades, y a la vez una barrera infranqueable para cualquier tipo de reflexión que no respete los enigmas de la existencia. De allí que, fren-te al mal, la filosofía de la historia no pueda rehusar su responsabilidad de asumir el destino de los hombres en su doble dimensión de conquista espiritual y de tragedia temporal, en medio de una lucha constante por alcanzar un siempre inasible absoluto.

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1Carlos Marx, Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán, en Carlos Marx y Federico Engels, Obras escogidas, tomo iii. Moscú: Progreso, 1976, p. 15.

¿Qué queda del marxismo?

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Una respuesta razonable a la pregunta planteada requiere ante todo pre-cisar qué ha sido el marxismo, a partir de su concepción originaria for-mulada por Carlos Marx. Este marxismo primigenio experimentó pos-teriormente numerosas reinterpretaciones y variaciones en manos de autores como Engels, Lenin, Trotsky y Gramsci, entre otros, pero acá me ocuparé fundamentalmente del marxismo de Marx.

El marxismo inicial fue, a la vez, una teoría del desarrollo de la histo-ria (materialismo histórico); una teoría acerca de la condición alienada del hombre bajo el capitalismo; una teoría sobre la naturaleza de la eco-nomía capitalista y la sociedad burguesa; una teoría del Estado y de la re-volución; y por último, una utopía, que vislumbraba la creación de una sociedad de abundancia, la sociedad comunista, en cuya fase superior escribió Marx:

... cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora, de los individuos a la división del trabajo, y con ella, la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el tra-bajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera nece-sidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo enton-ces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del dere-cho burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera: De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades.1

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Max Horkheimer, «Marx, en la actualidad», en Sociedad en transición: Estudios de filosofía social. Barcelona: Península, 1976, p. 43.Karl Popper, The Open Society and Its Enemies, vol. ii. London: Routledge & Kegan Paul, 1973, pp. 82, 211.

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¿Qué queda de estos diferentes componentes del marxismo, de su teoría de la historia, de su proyecto revolucionario, de su destino utópi-co? Para determinarlo conviene ante todo enfatizar el carácter dual del marxismo, que siempre ha sido, a la vez, una visión de la historia y un proyecto político, una concepción «científica» y una voluntad de trans-formación práctica de la realidad política y socioeconómica. De allí que autores tan disímiles como Horkheimer y Popper puedan afirmar, a la vez, que «la historia ha tomado un rumbo distinto del que Marx había pensado», y sin embargo, «la comprensión de la sociedad, sobre todo la occidental, no pasa de ser superficial sin la teoría de Marx».2 Según Popper, por su parte, «el marxismo científico está muerto»; no obstan-te, indica, «una vuelta a la ciencia social premarxista es inconcebible», y de igual modo «el sentido de responsabilidad y amor por la libertad» en Marx, «deben sobrevivir».3

Como más adelante veremos, el concepto de libertad en Marx está muy lejos del elaborado por la tradición liberal del pensamiento políti-co, y su puesta en práctica significó la destrucción de la libertad concreta de los individuos. Ahora bien, ¿cómo explicar las mencionadas afirma-ciones, aparentemente paradójicas, en labios de demócratas y liberales comprometidos como Popper? Como argumentaré en lo que sigue, el sentido de tales aseveraciones proviene de la naturaleza compleja del marxismo, y del hecho de que no todos sus componentes están defini-tivamente «muertos», pues si bien es cierto que el derrumbe de la uto-pía comunista, luego del colapso soviético, ha afectado negativamente el resto de los ingredientes que componen el marxismo originario, ello no debe impedir una equilibrada valoración de aspectos que sobrevi-ven, tanto como relevantes instrumentos para el análisis sociopolítico, así como poderosos impulsos de cambio con una vocación utópica, que no deben jamás subestimarse –a pesar de sus enormes peligros– en su papel de dinamizadores de la historia. El hecho de que, en lo personal, cuestione tales impulsos, cuyas deficiencias y limitaciones ya han que-dado en evidencia luego del derrumbe de la experiencia marxista en la extinta urss y otros países, no debe ser obstáculo para comprender que la historia no detiene su marcha, y que aún resta por determinar qué ha

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Pierre Hassner, «Communism: A Coroner’s Inquest», Journal of Democracy, 1, 4, Fall 1990, p. 3. Ibid., pp. 3-4.

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«muerto» realmente con el fin de la experiencia comunista del siglo xx, y qué perdura, tal vez bajo otras designaciones.

En principio, pareciera claro que el llamado marxismo-leninismo, como ideología que aseguraba ser portadora de la clave de la historia y como principio legitimador de un sistema de dominación política, ha sufrido una severa y quizás irreversible crisis. También está seriamente en entredicho el proyecto de control totalitario, sustentado en la ideo-logía y el terror, que por décadas se mantuvo vigente en buena parte de Europa y que todavía prevalece en amplias zonas de Asia, así como en la isla de Cuba. Finalmente, colapsó el poder soviético y el imperio que Le-nin y Stalin construyeron tanto internamente –en las repúblicas soviéti-cas– como en el Este europeo.4 Estas realidades no significan, sin embar-go, que el marxismo, en toda su compleja amplitud, esté muerto. Por un lado, el corpus teórico elaborado por Marx ya forma parte del legado de la teoría social clásica, y en algunas de sus partes constituye, como expon-dré más adelante, una significativa herramienta para la comprensión de la sociedad moderna. En segundo lugar, persiste

… una difusa pero poderosa herencia ideológica, que se acentúa cuando se vincula a ciertas tradiciones nacionales relativas a las actitudes ciudadanas hacia lo público y lo privado, la propiedad y el Estado. La sobrevivencia y progreso de la sociedad civil no implican necesariamente el florecimiento del espíritu de com-petencia, la ética del trabajo o la solidaridad ciudadana. El Es-tado con frecuencia sigue siendo percibido no como una autori-dad imparcial [...] sino como un opresor o un protector [...] un concepto más cercano al «socialismo realmente existente» que a la nueva utopía capitalista.5

Por último, no cabe subestimar la fuerza del principio utópico en sí mismo, que en nuestra era se traduce sin cesar en versiones anticapitalis-tas y antitecnológicas (aunque también de otras maneras), y que en tales manifestaciones con frecuencia está impregnado de la tradición utópica marxista. En tal sentido, no debemos, si somos sensatos, presumir que bajo ninguna circunstancia podrían en el futuro presentarse «recaídas»

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Sobre este punto, consúltese la obra de F. A. Hayek, The Fatal Conceit. The Errors of Socialism. London: Routledge, 1988, pp. 6-28. Karl Löwith, El sentido de la historia. Madrid: Aguilar, 1968, p. 68.

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hacia el socialismo, como consecuencia de las inevitables fallas y dificul-tades de la economía de mercado y las sociedades abiertas, de la nostal-gia por las «seguridades» que ofrecen el paternalismo estatal y las econo-mías planificadas, y del rechazo tribal a la modernidad, por las exigencias que esta última genera a nuestras vulnerables estructuras síquicas.6

Las observaciones precedentes intentan tan sólo insistir sobre esa na-turaleza dual del marxismo, que requiere tomar en cuenta tanto su ca-rácter como teoría de la historia, como su vocación transformadora de una realidad inevitablemente insatisfactoria desde una perspectiva utó-pica. La obra de Marx en general, pero en especial textos como el Mani-fiesto comunista, no aspira a limitarse al análisis científico de la realidad social, sino que articula un juicio moral sobre un mundo «caído», hace un llamado a la acción y formula una visión profética sobre el futuro. El materialismo histórico, dice Löwith, «es esencialmente, aunque de una forma secreta, una historia de perfección y de salvación en términos de economía social».7 Esa dualidad, integrada por una teoría del desarrollo histórico y un proyecto revolucionario, no alcanza un adecuado balance en el esquema de Marx, suscitando tensiones no resueltas que ahora me propongo abordar.

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Marx sintetizó admirablemente su teoría de la historia en su famoso Pró-logo a la Contribución a la crítica de la economía política. En ese texto, de in-superable precisión en la obra de Marx, se destacan estos puntos: 1) En la producción social de su vida, los seres humanos contraen relaciones que son «necesarias e independientes» de su voluntad, relaciones que a su vez corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. 2) En su conjunto, esas relaciones de producción constituyen la estructura económica de la sociedad, que es «la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que co-

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Carlos Marx, Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, en Marx y Engels, Obras escogidas, tomo i, pp. 517- 518.

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rresponden determinadas formas de conciencia social». 3) Esa estructu-ra material, de producción económica, condiciona el proceso de la vida espiritual, social y política: «No es la conciencia del hombre la que deter-mina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su con-ciencia». 4) Una vez alcanzado un determinado nivel de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, es decir, con las relaciones de propiedad en que hasta entonces se han visto envueltas. Se trata de un punto en el cual las relaciones de producción, en lugar de procurar el desarrollo de las fuerzas productivas, pasan a convertirse en obstáculo para el avance de las mismas. 5) El choque entre las fuerzas productivas materiales que avanzan, y unas formas de propiedad que quedan cadu-cas, da lugar a una época de revolución social: «Al cambiar la base econó-mica, se revoluciona, más o menos rápidamente, toda la inmensa super-estructura erigida sobre ella» (incluyendo, por supuesto, las relaciones de producción). 6) El estudio de estas revoluciones exige distinguir entre, por un lado, los cambios materiales ocurridos en las condiciones econó-micas de producción, cambios que, según Marx, «pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales», y por otro lado las formas ideo-lógicas (políticas, jurídicas, religiosas, artísticas y filosóficas), mediante las cuales los seres humanos tomamos conciencia de los conflictos e in-tentamos enfrentarlos. 7) Dado que las revoluciones ocurren cuando el avance de las fuerzas productivas (que puede ser apreciado con «exac-titud científica») choca contra obsoletas relaciones de producción, que actúan como una «camisa de fuerza», es lógico concluir que: «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más al-tas relaciones de producción antes que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua».8

Para los propósitos de este estudio, tres puntos requieren ser comen-tados. En primer lugar, el indudable y explícito contenido predictivo, con el cual Marx procura revestir su método «científico» de aproximación a la realidad social, contenido según el cual es factible determinar con «la exactitud propia de las ciencias naturales» el nivel de desarrollo alcanza-do por las fuerzas productivas, y su grado de tensión con las vigentes re-

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9 Stephen Holmes, «The End of Idiocy on a Planetary Scale», London Review of Books, October 29, 1998, p. 11.

laciones de producción, siendo en consecuencia posible prever los cam-bios revolucionarios. En segundo lugar, me referiré al materialismo de Marx, a su concepción sobre la función primordial de los factores mate-riales en la vida del hombre, su significado dentro de su propia doctrina y para la ciencia social en general. En tercer término, trataré de evaluar qué aportes adicionales de la visión histórica de Marx deben ser rescata-dos por su relevancia teórica para el análisis de la sociedad moderna.

No cabe duda de que una de las principales fallas del marxismo se ha concretado precisamente en el terreno de su presunta capacidad pre-dictiva. Para empezar, Marx esperaba que el socialismo emergiese pri-meramente en las sociedades capitalistas avanzadas, como Inglaterra (y en menor medida Alemania), y nunca en países atrasados en el campo económico como Rusia y China. Su teoría, ya esbozada, postula que las revoluciones sociales ocurren cuando fuerzas productivas en acelerado progreso se encuentran asfixiadas por relaciones de producción anticua-das, y confiaba que ese era ya el caso con el capitalismo de su tiempo (en especial en Inglaterra), que a su modo de ver se hallaba, o estaba a punto de hallarse, en la fase decisiva de ruptura, para dar así paso a una socie-dad organizada con base en patrones socialistas en medio de la abundan-cia material. Es evidente que Marx erró seriamente en sus apreciaciones clave sobre la madurez del capitalismo, sus posibilidades de expansión y renovación, así como en cuanto a la faz que asumiría la colectivización de las fuerzas de producción bajo control autoritario (en la urss y Chi-na, por ejemplo) para intentar saltar etapas históricas completas. Ahora bien, la cuestión fundamental no es que las predicciones de Marx hayan sido refutadas por los eventos, sino más bien que el curso de la historia no admite tales predicciones; cuando no es azarosa o impenetrable, la historia permanece como el territorio de lo impredecible. Para empezar, su desarrollo futuro seguramente será definido –entre otros aspectos– por avances científico-tecnológicos que no somos capaces de vislum-brar; por otro lado, si algo sugiere el aporte de las ciencias sociales al co-nocimiento, ello no es otra cosa que la constatación de que la historia se despliega en un espacio de equilibrios múltiples, demasiado complejos y sutiles para ser visualizados a plenitud por la mente humana.9

Con sus errores en este aspecto, Marx hizo un favor, desde luego no intencional, a las ciencias sociales, en el sentido de poner más claramen-

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Sobre esta distinción, véase A. Romero, Disolución social y pronóstico político. Caracas: Panapo, 1997, pp. 15-21.Ludovico Silva, En busca del socialismo perdido. Caracas: Pomaire-Fuentes, 1991, pp. 9, 38.

Un esfuerzo final para rescatar la utopía de las ruinas de su derrumbe en la práctica, consiste en sostener que no puede hablarse de colapso del socialismo, pues lo que había en la urss, y lo que ha habido en otras partes hasta ahora, no es «verdadero socialismo»: «Si en alguno de aquellos países

[la urss y Europa del Este, ar]se restableciera de nuevo el capitalismo, que no se nos hable de “involución” o de “retroceso”, dando a entender que se retorna del socialismo al capitalismo.

Nunca hubo socialismo, propiamente hablando, ni en la urss ni en ningún otro país erigido según el modelo de aquélla, luego, no habría tal “involución”». Véase Teodoro Petkoff, nuevo prólogo a

Checoslovaquia: El socialismo como problema. Caracas: Monte Ávila Editores, 1990, p. 41.

te de manifiesto la complejidad del desarrollo social y de los procesos históricos, en los que interviene una profusión de factores que incluyen el azar y la discontinuidad, factores que hacen imposible la predicción (que exige exactitud) y sólo dejan un terreno abierto al pronóstico (que se mueve dentro de un rango de probabilidades).10 El error de Marx, al atribuir capacidad predictiva a las ciencias sociales, no fue desafortu-nadamente asimilado por sus discípulos, y –por ejemplo– todavía en momentos en que se producía el comienzo del fin de la urss con la per-estroika y el glasnost de los años 1980, autores marxistas aseguraban que se trataba del «surgimiento en la urss de una revolución socialista au-téntica», no de un «regreso al capitalismo, ni mucho menos una derrota del socialismo», sino más bien de «una profundización del socialismo, o mejor aún: del comienzo de la realización de la utopía concreta diseña-da por Marx...».11 El problema fundamental de la teoría de la historia en Marx tiene que ver con su pretensión «científica» concebida como capaci- dad predictiva, y la lección que nos deja su fracaso es útil como antídoto ante intentos similares, que parecieran surgir de modo recurrente en el análisis sociopolítico.

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Es fácil, aunque equivocado, confundir el énfasis de Marx sobre la im-portancia de los factores económicos en la vida social, con un crudo «materialismo», incapaz de entender y valorar la relevancia e impacto de la vida mental o espiritual de los seres humanos en el curso de la his-

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Popper, pp. 104-105. Marx y Engels, La ideología alemana, en Obras escogidas, tomo i, p. 21. Ibid. Carlos Marx, Palabras finales a la 2.ª edición alemana del primer tomo de El Capital, en Obras escogidas, tomo ii, pp. 99-100.

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toria. El propio Popper insiste en que la visión marxista (en el plano de la utopía) sobre el «reino de la libertad» implica más bien un proceso de li-beración, aunque sea parcial, de los condicionamientos puramente ma-teriales de la existencia, y se trata de una visión que pudiese ser califica-da como «idealista».12 El materialismo de Marx, como hemos visto, se centra en el planteamiento según el cual «los hombres son los produc-tores de sus representaciones, de sus ideas, etc., pero se trata de hombres reales y activos tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas [...] La conciencia jamás puede ser otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real».13 Expuesto en tales términos, el «materialismo» de Marx no me parece objetable en lo fundamental, en cuanto el mismo, a mi modo de ver, no implica una subestimación, ni menos aún la puesta fuera de juego del papel de lo «espiritual» (ideas, derecho, producción artística y hasta del factor religioso visto en su función social) en los procesos his-tóricos. La insistencia economicista de Marx y su materialismo, consti-tuyeron una reacción frente a ciertas tendencias del idealismo alemán, en particular del pensamiento hegeliano, el cual Marx combatió afir-mando que: «Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía ale-mana, que desciende del cielo sobre la tierra, aquí [en el marxismo, ar] se asciende de la tierra al cielo».14 En El Capital, Marx precisó el punto de esta forma:

Para Hegel, el proceso del pensamiento, al que él convierte in-cluso, bajo el nombre de idea, en sujeto con vida propia, es el demiurgo de lo real, y lo real su simple apariencia. Para mí, por el contrario, lo ideal no es más que lo material transpuesto y tra-ducido en la cabeza del hombre [...] En Hegel la dialéctica anda cabeza abajo. Es preciso ponerla sobre sus pies para descubrir el grano racional encubierto bajo la corteza mística.15

No cabe duda de que algunos de los términos que emplea Marx ha-cen aparecer su materialismo como un crudo reduccionismo, mediante

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Popper, p. 102. Georg Lukács, Historia y conciencia de clase. México: Grijalbo, 1969, pp. 1-28.

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el cual lo espiritual es una mera «traducción» de la vida material; sin em-bargo, creo –como Popper– que en Marx se presenta más bien una ten-dencia hacia un dualismo de materia y espíritu, cuerpo y mente, una es-pecie de «dualismo práctico». Aunque en teoría la mente era para Marx

… aparentemente sólo otra forma de la materia, en la práctica es diferente de la materia, pues es otra forma de la materia [...] si bien nuestros pies deben mantenerse, por así decirlo, sobre el fir-me terreno del mundo material, nuestras cabezas –y Marx tenía alta consideración por la mente humana– se ocupan de las ideas y pensamientos [...] el marxismo y su influencia no pueden ser adecuadamente evaluados si no se reconoce ese dualismo.16

Comparto este punto de vista de Popper, sin pretender con ello «espi-ritualizar» a Marx. Lo que me parece importante es, por una parte, apre-ciar en su justa medida el aporte marxista a la comprensión del papel de los factores materiales (económicos) en la vida del hombre. Este es un logro innegable, que desde luego se desnaturaliza si es llevado a extre-mos y convertido en un materialismo negador de lo espiritual y de su re-levancia para la existencia humana. Por otra parte, y si pretendemos ser equilibrados al juzgar a Marx, se requiere tomar en cuenta el ingrediente utópico en su pensamiento, que se orientaba a abrir la ruta hacia un «rei-no de la libertad» más allá de los siempre angustiosos condicionamien-tos materiales, para todos los hombres. Que sus ideas acerca de cómo al-canzar ese fin hayan sido equivocadas, es otro asunto, pero, en justicia, hay que resaltar que, al igual que Hegel, Marx identificó el espacio de la libertad con la vida espiritual del hombre, liberada por la abundancia de las siempre esclavizadoras exigencias materiales.

Otro aporte teórico marxista que debe ser destacado se refiere al concepto de totalidad, derivado agudamente por Lukács de la obra de Marx.17 Una vez despojado de sus connotaciones dogmáticas en manos de diversos marxistas ortodoxos –incluido el propio Lukács, en algunos pasajes–, el concepto de totalidad nos conduce a considerar los diversos planos y manifestaciones de una sociedad como formando parte de un «enrejado estructural» en el que ningún plano o aspecto puede ser expli-

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Ludovico Silva, Marx y la alienación. Caracas: Monte Ávila Editores, 1974, p. 38. Lukács, p. 10. Federico Riu, Historia y totalidad. Caracas: Monte Ávila Editores, 1968, p. 51. Ibid., p. 76.

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cado definitivamente de modo independiente sin ser puesto en relación con el conjunto del cual forma parte.18 El conocimiento de los hechos, escribe Lukács, «no es posible como conocimiento de la realidad más que en ese contexto que articula los hechos individuales de la vida social en una totalidad como momentos del desarrollo social».19 Este principio metodológico, que inicialmente me parece sano para las ciencias socia-les, debe distinguirse del dogma marxista según el cual «las acciones y los pensamientos de un grupo social están siempre determinados, en mayor o menor grado, por una cierta estructura económica global de la sociedad y por la situación del grupo dentro de ella», siendo la totalidad la que «impone al sujeto colectivo, como parte suya, límites y posibilida-des de pensamiento y acción que aquél puede captar, con mayor o menor lucidez, según la estructura social en que se encuentra».20 Esta perspec-tiva dogmática acaba por sostener que es el proletariado, en razón de su posición subordinada dentro de la estructura social capitalista, el grupo que posee «una disposición o tendencia hacia la totalidad», afirmación que considero inaceptable.

Ahora bien, tal y como lo desarrolla Lukács, el concepto de totalidad tiene un aspecto metodológico (referido a cómo aproximarse al estudio de lo social) y otro ontológico (referido a la naturaleza de la realidad so-cial misma). A mi manera de ver, es perfectamente posible rescatar la di-mensión metodológica de la «perspectiva de la totalidad»21 como herra-mienta de análisis, sin comprometerse con el dogma ontológico marxista que postula una «superior» conciencia crítica de determinados indivi-duos o grupos en función de su ubicación en el todo social. La «perspec-tiva de la totalidad», desde el punto de vista del método, nos obliga a no aislar manifestaciones de la existencia humana unas de otras, sino a te-ner en cuenta su interdependencia y la dinámica compleja e interactuan-te de los distintos niveles y dimensiones que componen la realidad his-tórica. Es en ese sentido, y no como dogma ontológico, que el concepto adquiere validez para el estudio social.

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Herbert Marcuse, Razón y revolución. Madrid: Alianza Editorial, 1971, pp. 12-13. Ibid., p. 31.

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Considero que el tema de la alienación, despojado de sus adherencias dogmáticas y de buena parte del lastre ideológico que tiene en Marx, también ofrece un aporte de interés para la reflexión filosófica y el estu-dio social, aunque insisto, sólo después de ejecutar sobre el mismo una cuidadosa operación de despeje intelectual.

El concepto marxista de alienación tiene, como tantos otros, raíces he-gelianas. Su fundamento se encuentra en el crucial planteamiento de He-gel, de acuerdo con el cual el hombre es un ser pensante y su razón le capa-cita para reconocer sus propias potencialidades y las de su mundo. Como lo expone Marcuse en su conocido estudio sobre la filosofía hegeliana:

No está, pues (el hombre), a merced de los hechos que lo rodean, sino que es capaz de someterlos a normas más altas, las de la razón. Si sigue la dirección que ésta le señala alcanzará ciertas concepciones que pondrán al descubierto los antagonismos en-tre esta razón y el estado de cosas existentes [...] Por lo tanto, la realidad «no razonable» tiene que ser alterada hasta que llegue a conformarse con la razón [...] El pensamiento tiene que go-bernar la realidad. Lo que el hombre piensa que es verdadero, justo y bueno tiene que ser realizado en la organización real de su vida individual y social.22

Dicho en otros términos, la existencia misma del hombre es concebi-da por Hegel (y luego por Marx) como el proceso de actualizar sus poten-cialidades, de configurar su vida según los criterios que provee la razón:

La realización de la razón no es un hecho, sino una tarea. La for-ma en que los objetos aparecen inmediatamente no es aún su verdadera forma. Lo que está simplemente dado es, en prime-ra instancia, negativo, distinto a sus potencialidades reales. Se vuelve verdadero sólo en el proceso de la superación de esta ne-gatividad, de modo que el nacimiento de la verdad requiere la muerte de un estado determinado del ser. 23

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Erich Fromm, Marx y su concepto del hombre. México: Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 55. Carlos Marx, Manuscritos económico-filosóficos, en Fromm, p. 104.Horkheimer, p. 50. Según Popper, Hegel y Marx representan «el desarrollo bastardo» de la Ilustración. Ángeles J. Perona, Entre el liberalismo y la socialdemocracia. Popper y la «sociedad abierta». Barcelona: Anthropos, 1993, pp. 95-120. Fromm, p. 58. Ernest Mandel, La formación del pensamiento económico de Marx. México: Siglo xxi Editores, 1969, p. 176; Federico Riu, Usos y abusos del concepto de alienación. Caracas: Monte Ávila Editores, 1981, pp. 14, 102; Silva, Marx y la alienación, p. 113.

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La esencia filosófica del concepto de alienación en Marx se halla en Hegel, y se desprende de una evaluación de la condición del hombre como «caída» o inferior a lo que debería ser, de acuerdo con su presunto potencial. La alienación es, pues, una situación de extrañamiento y fal-sedad, en la que el ser humano se encuentra en tanto no reconoce que la objetividad que le circunda, y a la que pertenece, es una especie de apa-riencia detrás de la cual se hallan posibilidades inexploradas. La toma de conciencia sobre esas posibilidades, esa conciencia de sí, abre al hom-bre el rumbo hacia la verdad de sí mismo y de su mundo. En medio de la condición alienada, el hombre no se experimenta como el factor ac-tivo en la captación del mundo, sino que el mundo (la Naturaleza, los otros hombres y él mismo) permanece ajeno a él: «Están por encima y en contra suya como objetos, aunque puedan ser objetos de su propia crea-ción. La enajenación [alienación, ar] es, esencialmente, experimentar al mundo y a uno mismo pasiva, receptivamente, como sujeto separado del objeto».24 En palabras de Marx, la alienación implica «la devalua-ción del hombre» así como «la devaluación del mundo humano».25

Autores como Horkheimer han querido ver en esta línea de reflexión marxista la huella de la ilustración, la aspiración de liberación humana que se halla, por ejemplo, en Kant, llegando a afirmar que Marx fue un «idealista materialista».26 La idea de alienación, con su basamento en la distinción entre esencia y existencia, en la afirmación de que la realidad del hombre «no es lo que debiera ser y debe ser lo que podría ser»,27 incorpo-ra al pensamiento marxista un elemento crítico, que a mi manera de ver debe en cierto sentido ser rescatado. Ello exige, ante todo, dar cuenta del tortuoso debate, dentro del marxismo, en torno al concepto.

Como argumentan Mandel, Riu y Silva, entre otros,28 existe en Marx, por un lado, un concepto «antropológico», y por otro un concepto «his-tórico» de la alienación. De acuerdo con la perspectiva antropológica (o

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Riu, Usos y abusos..., pp. 16, 111. Silva, Marx y la alienación, p. 113.

Riu, Usos y abusos..., p. 111.

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hegeliana), la alienación se sustenta sobre dos supuestos básicos: 1) el de que el hombre posee una esencia establecida en estado potencial; 2) el de que el hombre debe llegar a actualizar dicha esencia, superando mo-dos de existencia que la degradan y la vuelven irrealizable. La perspectiva histórica, por otra parte, no toma en cuenta el problema de la existencia o no de un «ser genérico» o «verdadera esencia» del hombre, sino su condi-ción social, el lugar que ocupa realmente dentro del sistema capitalista: su ser de clase:

Este ser social es, desde la perspectiva de El Capital, el verdadero ser constitutivo del hombre y, por tanto, el referente o criterio discriminador de su existencia alienada. ¿En qué consiste en-tonces dicha alienación? Justamente en el no reconocimiento, por parte del proletariado, de su verdadera situación dentro de la sociedad capitalista; en la incapacidad de percibir y compren-der que se trata de una organización social de carácter histórico, creada por los hombres mismos, susceptible de modificación y superación. Esta incapacidad se traduce, en la práctica, en una conducta de pasiva aceptación del sistema, de inmovilismo, de resignación...29

Ambas nociones de la alienación, tanto la antropológica como la his-tórica, presentan dificultades. Para empezar, ¿cuál es la «verdadera esen-cia» del hombre? Una mayoría de pensadores marxistas sostiene que los Manuscritos de 1844 de Marx no son sino una obra «de transición»,30 y que la legítima concepción es la «histórica» o «sociológica», plasmada en El Capital, de acuerdo con la cual en la sociedad capitalista el produc-to del trabajo de los hombres y las relaciones entre éstos adquieren el ca-rácter de fetiches, la naturaleza de cosas. En esta nueva dimensión del con-cepto Marx no contrapone a burgueses y proletarios a ninguna «esencia humana», sino que les compara como sujetos productores y en sus «res-pectivas organizaciones sociales».31 En contraposición a estos autores, pienso que las diferencias entre las reflexiones de Marx en los Manus-

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critos en buena medida preparan el camino más tarde transitado en El Capital, y que el trasfondo filosófico de la obra madura de Marx –como lo indican textos como las Glosas al programa de Gotha (véase nota 1), ponen de manifiesto el impulso de una dialéctica negativa, que opone la esencia del hombre y su potencial a su menguada existencia concreta. El marxismo dogmático se encargó por años de «des-hegelianizar» a Marx, en un esfuerzo a mi modo de ver fallido. No obstante, y dejando de lado los vericuetos de la exégesis marxista, lo que interesa destacar acá se re-fiere a los problemas que se derivan de ambos usos, antropológico e his-tórico, del concepto de alienación, para posteriormente rescatar lo que creo recuperable de sus variados contenidos.

La principal dificultad relacionada con el concepto antropológico de la alienación tiene que ver con la imprecisión de cualquier noción de «esencia humana». En nuestro tiempo se ha hecho cada vez más difícil definir una «naturaleza humana» plenamente formada, completa y de-terminable. Como explica Hampshire, los grandes filósofos políticos del pasado sustentaron sus recomendaciones sobre la mejor organización de la sociedad en cierta visión de la naturaleza humana, de sus atribu-tos y necesidades fundamentales. La modernidad ha implicado, entre otros aspectos, una creciente duda sobre los presuntos rasgos constan-tes de esa «naturaleza», y acerca de la posibilidad de conocer realmen-te una «esencia humana» que permita construir con total confianza el plan de su desarrollo histórico. Predomina hoy la tendencia a admitir que nuestra «naturaleza» es esencialmente inacabada, incierta y abier-ta hacia indefinidos desarrollos en direcciones múltiples. Tanto el ran-go de las necesidades humanas como el orden de sus prioridades no es capaz de ser anticipado y circunscrito, excepto dentro de muy estrechos límites físicos y biológicos, y no podemos prever cómo las mentes y tem-peramentos de los seres humanos puedan evolucionar como resultado de nuestros constantes experimentos con nosotros mismos. Por ello, no es factible una deducción apriorística del orden adecuado de la socie-dad, excepto en la medida en que se acepte un esquema cuya caracterís-tica clave sea precisamente dejar abierto el mayor número de opciones posibles hacia adelante:

Si la naturaleza humana está siempre indefinida y en proceso de formación, y si no podemos conocer qué puede ocurrir con los poderes y necesidades del hombre, no hay entonces motivo que

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Stuart Hampshire, «Uncertainty in Politics», Encounter, iii, 1, January 1957, p. 35. 32

conduzca a planificar un futuro perfecto, o a detener el desarro-llo humano en cualquier fase en que se encuentre. Existen más bien sobradas razones para dejar abierto el más remoto futuro para los experimentos del hombre sobre sí mismo, y sólo resistir ahora aquellas políticas orientadas a cerrar ese futuro a la liber-tad de elección humana.32

Podríamos entonces afirmar que la «esencia humana» no es otra cosa que una dimensión de irrestricta posibilidad. De ser ello así, el concepto antropológico de alienación debiese ser reformulado en un sentido muy distinto al planteado por Marx, quien se centra en la condena del sistema capitalista, a pesar de que toda la evidencia indica que es precisamente bajo el capitalismo –y a pesar de sus fallas– donde se ha desplegado his-tóricamente con mayor fuerza la multidireccionalidad de las potencia-lidades humanas, y bajo el cual se ha intensificado de modo más claro la libertad individual de optar. En ese orden de ideas, el concepto de aliena-ción podría utilizarse como herramienta hermenéutica, para cuestionar críticamente aquellas circunstancias que propendan a limitar la capaci-dad humana de ampliar espacios para el ejercicio de la libertad. Segui-ría vigente la distinción empírica entre ser y deber ser, pero dentro de un contexto ideológico mucho más amplio, enfocado sobre la constante apertura de espacios de libertad.

En cuanto al concepto histórico de la alienación, está visto que Marx enfoca su reflexión en torno a la condición social del proletariado bajo el capitalismo, terreno en el cual se han precisamente producido los más significativos e imprevistos cambios que dieron al traste con las profecías cataclísmicas del marxismo primigenio. En este plano histórico-concre-to, la tradición marxista ha hallado serias dificultades para determinar los contenidos de la alienación, en vista de las constantes transformacio-nes de una realidad que no detiene su curso y genera incesantes innova-ciones en todos los planos de la vida. Un caso ilustrativo lo ofrece la obra de Marcuse, en la línea de reflexión marxista, para quien la alienación en las sociedades capitalistas avanzadas se define como «integración» en dos sentidos: por un lado, los individuos en estas sociedades de consu-mo se encuentran pasivamente integrados a formas sociales objetivas de carácter represivo; por el otro, estos individuos, en medio de tal adapta-

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Riu, Usos y abusos..., pp. 70-71; Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. México: Joaquín Mortiz, 1969, pp. 23-139. Marcuse, ibid., p. 15. Riu, Usos y abusos..., pp. 71-72, 74; Marcuse, El hombre..., p. 17. Ibid., p. 13. Riu, Usos y abusos..., p. 77.

ción, pierden su conciencia de seres alienados y conducen su existencia a través de una distorsionada creencia de libertad y felicidad, en el contex-to de un capitalismo que ha devenido «tolerable».33 Sin embargo, para Marcuse, «el hecho de que la vasta mayoría de la población acepta, y es obligada a aceptar, esta sociedad, no la hace menos irracional y menos re-probable. La distinción entre conciencia falsa y verdadera, interés real e inmediato todavía está llena de sentido».34 Marcuse argumenta que las sociedades capitalistas avanzadas, que –de hecho– son las que a lo lar-go de la historia han suscitado mayor bienestar para mayor número de gente, en realidad generan infelicidad, condenan todo conocimiento que pretenda trascender «el dominio de los hechos y criterios de verificación empiristas», sancionan como única realidad verdadera y aceptable «la realidad del orden establecido», y hacen «totalitario» el aparato produc-tivo.35 Ante este panorama, Marcuse propone el juicio de que «en una sociedad dada, existen posibilidades específicas para un mejoramien-to de la vida humana y formas y medios específicos para realizar esas posibilidades»,36 y describe una alternativa liberadora de la existencia humana, una sociedad de abundancia para todos, en la que desaparezca la agresividad y la existencia se desarrolle como «arte de vivir».

Marcuse, no obstante, no precisa si esa sociedad utópica, en la que desaparecerá la alienación, es «una posibilidad intrínseca a la misma realidad social y no una mera relación externa como la que cabe siem-pre establecer entre la realidad y un ideal».37 Dicho en otros términos, Marcuse confunde un indemostrable criterio ontológico de «deber ser», de acuerdo con el cual los individuos en las sociedades de consumo es-tán alienados y «no son lo que deben ser» (algo inverificable a partir de una «esencia» o de una experiencia histórica concreta), con un criterio ético, según el cual se juzga y valora negativamente la sociedad capita-lista actual, pues no satisface determinadas –y discutibles– aspiracio-nes del autor. Atribuir al «deber ser» un significado ontológico impli-ca convertirle en un ingrediente intrínseco y constitutivo de la realidad; mas ver esta última como «un campo determinado por la tensión entre

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Ibid., p. 81. Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto comunista, en Obras escogidas, tomo i, p. 113.

Ibid., pp. 113-114.

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el “es” y el “debe”, lejos de constituir una experiencia objetiva, puede ser solamente el resultado de una perspectiva antropomórfica sin conexión intrínseca con la realidad».38 Este es el error de Marcuse: la confusión entre un juicio ético, perfectamente discutible, crítico de la sociedad ac-tual, y una postura según la cual el hombre en el capitalismo avanzado no es ontológicamente lo que debería ser y está alienado, cosa que es to-talmente indemostrable. Para empezar, ¿qué decir de los millones que se sienten existiendo plena y felizmente en las sociedades de consumo y no aspiran nada sustancialmente mejor? ¿Qué decir de los millones que no desean cambiar, ni correr los riesgos –ya comprobados– implícitos en los proyectos utópicos de transformación colectiva? Ante semejante realidad, es posible reivindicar una postura moral crítica, pero no es legí-timo ir más allá. Esa postura crítica, que contrasta lo real con un ideal, es parte de lo humano, más aún en sociedades caracterizadas por su enor-me apertura a novedosas posibilidades para nuestra superación. Y esa postura crítica es, a mi manera de ver, lo único rescatable del concepto marxista de alienación. Nada más, ni menos.

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El análisis que hace Marx en torno a la naturaleza de la economía ca-pitalista y la «sociedad burguesa», patentiza una significativa para-doja: de un lado, el fundador del marxismo reconoce ampliamente que «la burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario»,39 y despliega su poderosa retórica para describir y ala-bar las gigantescas transformaciones modernizadoras que ha generado el capitalismo en toda la faz de la tierra: «Ha sido ella [la burguesía, ar] la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acue-ductos romanos y a las catedrales góticas...».40 Además, Marx no ahorra

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Ibid., p. 130. Ibid., p. 113. Ibid., p. 115.

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términos de oprobio para aquellos «socialistas reaccionarios», que cues-tionan la economía burguesa desde un punto de vista precapitalista, de un «socialismo feudal, mezcla de jeremiadas y pasquines, de ecos del pa-sado y de amenazas sobre el porvenir».41 De otro lado, sin embargo, es fácil percibir en Marx una soterrada nostalgia por valores premodernos, que han sucumbido bajo la avalancha de cambios puestos en movimien-to por el huracán capitalista, por una burguesía que ha «desgarrado sin piedad» los lazos tradicionales, «para no dejar subsistir otro vínculo en-tre los hombres que el frío interés, el cruel “pago al contado” [...] [y] he-cho de la dignidad personal un simple valor de cambio».42 Por una par-te, Marx relaciona el capitalismo con inhumanidad y empobrecimiento, pero –por otra– no deja de señalar que los órdenes económicos anterio-res eran igualmente condenables y quizás aún peores: «La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de exis-tencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas [...] ¿Cuál de los siglos pasa-dos pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormi-tasen en el seno del trabajo social?».43

De los diversos textos de Marx, es el Manifiesto comunista el que re-coge las más obvias contradicciones y al mismo tiempo postula los más errados pronósticos. Un aspecto crucial, que en buena medida explica tanto las tensiones como los fracasos predictivos de la teoría marxista, se centra en que, a pesar de la extraordinaria capacidad de Marx para per-cibir el carácter revolucionario del capitalismo, subestimó gravemente el potencial de este último para proseguir su rumbo transformador en la historia, hasta nuestros días. De entrada, nos topamos con imágenes como éstas:

Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comuni-cación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a to-das las naciones, hasta las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más

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Ibid. Ibid., pp. 116-117.

Ibid., p. 121. Stephen Holmes, «The End of Idiocy on a Planetary Scale», p. 11.

John Gray, «Hollow Triumph», Times Literary Supplement, May 8, 1998, p. 3.

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fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las na-ciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra, se forma un mun-do a su imagen y semejanza.44

De inmediato, no obstante, nos asegura que «toda esta sociedad bur-guesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es ca-paz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros», ya que «las armas de que se sirvió la burguesía para derribar al feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía», la cual «no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros moder-nos, los proletarios».45 Resulta en cierto sentido sorprendente que Marx, quien con tanta lucidez apreció el enorme dinamismo de la sociedad ca-pitalista, creyese igualmente que sus días estaban ya contados y no eran muchos, afirmando con absoluta convicción que «el obrero moderno [...] lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase».46 Es evidente que las profecías de Marx culminaron en graves desatinos. La clase obrera bajo el capitalismo prosperó; los avances científico-téc-nicos han posibilitado que aumenten a la vez los salarios y las ganancias; la clase media, lejos de desaparecer, ha crecido, su importancia políti-ca también se ha magnificado, y la «sociedad burguesa» ha generado ri-queza suficiente no solamente para alimentar a sus trabajadores, sino también para sostener masivos programas de bienestar, que benefician a centenares de millones en diversos países.47 Por encima de todo, Marx fue incapaz de evaluar con equilibrio la función de la democracia re-presentativa como mecanismo para tramitar conflictos y proteger a los más débiles de los más poderosos.48 Esta subestimación del papel de la democracia en el capitalismo, como más adelante veremos, hunde sus raíces en la general subestimación marxista (en el plano teórico) de la

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Marx y Engels, Manifiesto comunista, p. 114. Véase la Introducción de Eric Hobsbawn a la nueva edición del Manifiesto. London: Verso, 1998. Sobre este punto, véase el agudo análisis de Marx en sus trabajos preparatorios de El Capital. Karl Marx, Grundrisse. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, pp. 690, 695. Ibid., pp. 705-706.

política como dimensión con entidad propia y autonomía relativa en la existencia social.

No cabe duda de que un aporte duradero del Manifiesto, y en gene-ral de la visión marxista del capitalismo, se encuentra en la temprana y acertada apreciación de Marx en torno al potencial de globalización de este modo de producción:

Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, han quitado a la industria su base nacional [...] En lugar de las an-tiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, sur-gen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción pro-ductos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interde-pendencia universal de las naciones. Y esto se refiere, tanto a la producción material como a la intelectual.49

Es claro que, para Marx, esa expansión globalizadora constituía un fenómeno positivo, y no, como algunos intérpretes han querido ahora señalar, una advertencia adicional contra el impacto del capitalismo.50 Motivado por su creencia en el internacionalismo proletario, Marx no previó que ese proceso globalizador pudiese arrojar efectos secundarios negativos, por ejemplo, en cuanto a sus consecuencias para la conserva-ción del medio ambiente. Sobre este punto, Marx adoptó una actitud se-mejante a la que asumió frente al progreso de la mecanización y la tecno-logía. A su modo de ver, estos procesos, que en importantes casos tenían consecuencias negativas bajo el capitalismo,51 se convertirían en plena-mente beneficiosos bajo el socialismo, donde «la aplicación de la cien-cia a la producción» acabaría por asegurar «el libre desarrollo de los in-dividuos», en el tiempo a su vez liberado, y con los medios creados, por la técnica y la automatización.52 Dicho en otros términos, Marx no se

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Holmes, p. 14. Gray, p. 3. Ibid., p. 4.

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preocupó por los problemas del control político de la innovación tecno-lógica, y ello, al igual que su desinterés por el impacto no estrictamente económico de la globalización capitalista, es otro de los motivos por los cuales el autor de El Capital «no es nuestro contemporáneo»53 en cuanto a determinados temas que ocupan nuestra actual sensibilidad social.

John Gray ha argumentado que dos realidades políticas, que por dé-cadas parecieron encarnar la refutación de la visión marxista del capita-lismo, colapsaron a fines de siglo. En primer lugar, el comunismo, cuyo derrumbe puso de manifiesto la ausencia de una alternativa global al mercado capitalista. En segundo término, el retroceso de la socialdemo-cracia, que ya no luce capaz de preservar un adecuado equilibrio entre el impulso económico del capital y las desigualdades sociales que generan las realidades del mercado. En sus palabras:

La caída del comunismo destruyó el socialismo marxista como proyecto político. Al mismo tiempo, concedió al análisis mar-xista del capitalismo nueva vida. Al remover del mundo cual-quier alternativa económica, la debacle soviética permitió el desarrollo de un capitalismo verdaderamente global, cuyas destructivas consecuencias para la cohesión social están prefi-guradas en el pensamiento de Marx [...] El capitalismo geren-ciado de la posguerra ha cedido su lugar a una variedad más vo-látil y depredadora. Como resultado, lo que por años pareció anacrónico en el Manifiesto ahora luce profético [...] no pode-mos escapar a la paradoja de que, en parte como consecuencia de la implosión del socialismo marxista, la visión de Marx so-bre el capitalismo se ha reivindicado en aspectos cruciales.54

Gray señala que las sociedades liberales no han logrado superar el desafío que implica «la tendencia del libre mercado a excluir a la ma-yoría trabajadora de la existencia burguesa que se promete a todos».55 Semejante afirmación me resulta aventurada. Para empezar, las socie-dades abiertas, liberal-capitalistas, no pretenden ser perfectas; sin em-bargo, como lo expresa Popper, «a pesar de todo, nuestro tiempo es el

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Karl Popper, In Search of a Better World. London & New York: Routledge, 1992, p. 216. Hayek, p. 19.Ibid., p. 27.

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mejor del cual tengamos conocimiento histórico, y el tipo de sociedad en la cual vivimos en Occidente, con todas sus limitaciones, es la me-jor que hasta ahora ha existido».56 En segundo lugar, luego de un tem-poral declive en los años 1970 y 1980, la socialdemocracia ha comenzado a robustecerse nuevamente en Europa y otras latitudes, donde las difi-cultades económicas siguen coexistiendo con una innegable prosperi-dad para millones de seres humanos. Finalmente, si algo mostró la expe-riencia soviética es que la planificación centralizada es incompatible con una economía moderna y una sociedad democrática. Si algún aspecto, en efecto, sobrevive de la visión marxista de la sociedad «burguesa» es precisamente la apreciación de su carácter revolucionario, en un sentido creador del término. De hecho, algunos párrafos de Marx resuenan a la manera de los elogios de Hayek hacia la competencia como «un proceso de descubrimiento».57 Marx captó el indetenible impulso de ese «orden espontáneo» de cooperación-competencia que es el capitalismo, pero no admitió que pudiese tratarse de un orden que no es producto de nues-tro diseño o intención deliberada, y sucumbió ante la «fatal arrogancia» de suponer que el hombre «es capaz de moldear el mundo que le rodea de acuerdo con sus deseos».58 De allí se desprendió el proyecto político marxista, y su fatal concreción en el comunismo contemporáneo.

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En el marco del marxismo clásico de Marx, Engels y Lenin, la más com-pleta exposición sobre la naturaleza del Estado y el curso de la revolución proletaria se encuentra en el texto leninista sobre El Estado y la revolución. Esta obra clarifica y precisa conceptos y sugerencias que se hallan disper-sos dentro de la vasta producción teórica de Marx, en la que no se desa-rrolla de modo sistemático el tema del Estado. No obstante, el Manifiesto comunista es explícito en cuanto a tres puntos clave. Según Marx: 1) El

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Marx y Engels, Manifiesto comunista, pp. 122, 129-130, 140.Vladimir Ilich Lenin, El Estado y la revolución, en Obras escogidas.

Moscú: Progreso, 1969, p. 350. Véase también pp. 288- 289, 331, 334, 341. Sobre este aspecto, véase mi ya citado libro Disolución social y pronóstico político, pp. 91-99.

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poder político (el Estado), no es otra cosa que «la violencia organizada de una clase para la opresión de otra». 2) La revolución exige la «conquista del poder político por el proletariado», y semejante tarea sólo puede ser alcanzada «derrocando por la violencia todo el orden social existente». 3) El éxito de la revolución significará también el inicio de un proceso pro-gresivo de extinción del Estado; en lugar de la antigua sociedad burgue-sa, «con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos».59 Lenin retoma y radicaliza estas ideas en una dirección claramente utópica, orientada a «suprimir» no solamente el Estado sino la política misma, en medio de un estado de cosas caracteri-zado por la minimización o casi total ausencia del conflicto:

Pues cuando todos hayan aprendido a dirigir y dirijan en reali-dad por su cuenta la producción social; cuando hayan aprendi-do a llevar el cómputo y el control [...] el escapar a este registro y a este control realizado por la totalidad del pueblo será sin remi-sión algo tan inaudito y difícil, una excepción tan rara [...] que la necesidad de observar las reglas nada complicadas y fundamen-tales de toda convivencia humana se convertirá muy pronto en una costumbre [...] Y entonces quedarán abiertas de par en par las puertas para pasar de la primera fase de la sociedad comunista a su fase superior y, a la vez, a la extinción completa del Estado.60

La teoría marxista del Estado es básicamente una simplificación, ubi-cándole como una superestructura, que a su vez expresa las condiciones del sistema económico de producción. Según este marxismo original y en buena medida mecanicista, la estructura de producción de la socie-dad de clases traduce y sostiene sus divisiones en el terreno político, a tra-vés del ejercicio de la fuerza en manos de un Estado que funciona, en el capitalismo, como la dictadura de la burguesía dominante. Frente a este esquema, autores marxistas posteriores como Gramsci, procuraron for-mular una teoría un tanto más sofisticada,61 pero no cabe duda de que

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Holmes, p. 15. Ibid.

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el marxismo de Marx pone de manifiesto, de un lado, una significativa subestimación de la capacidad de la política como instrumento capaz de moldear y reequilibrar la sociedad, y de otro, una específica subestima-ción del papel del Estado interventor, como herramienta capaz de generar cambios positivos en el capitalismo y de gerenciar un nuevo «pacto so-cial» entre las clases.

De hecho, Marx no apreció la capacidad de la propia «ideología bur-guesa» y de la estructura estatal para estimular y justificar el compro-miso entre diversas clases, promoviendo el surgimiento de sociedades con un alto grado de actividad autocrítica, sociedades al mismo tiem-po sustentadas sobre un consenso ampliamente mayoritario en torno a la economía de mercado y el papel social del Estado. Como con acierto señala Holmes, Marx prestó relativamente poca atención a la vida polí-tica, «quizás porque asumió erróneamente que el mal se origina princi-palmente por la codicia y el deseo de poseer riquezas, y no por el orgullo y la ambición de poder».62 Lenin, por su parte, acentuó el utopismo de Marx con sus tesis sobre la desaparición del Estado. En este sentido, y ex-ceptuando sus propias maniobras políticas como revolucionario profe-sional, Lenin no fue un político «realista», sino un utopista, que vislum-bró una sociedad en la que la política se «extinguiría». Pareciera evidente, sin embargo, que los conflictos de valores e intereses permanecerán entre nosotros, y que por tanto es ilusorio esperar el fin de la política. De paso, la existencia humana se ha manifestado usualmente como más creati-va y decente «donde las instituciones políticas y procedimientos legales han adquirido suficiente fortaleza y apoyo social para resolver (provisio-nalmente y sin acudir a la violencia), inevitables conflictos de valores e intereses».63 De aquí que resulte tan cuestionable el menosprecio mar-xista por la democracia liberal.

Holmes añade a lo expuesto la muy importante observación de que la «naturaleza apolítica» del pensamiento de Marx también subestima la posibilidad de que un poder centralizado, ejercido en nombre de la «inmensa mayoría», puede servir a los intereses y caprichos de un gru-po que monopoliza el control. Ya ello había ocurrido como resultado de la Revolución francesa, episodio que Marx estudió con cierta asiduidad, pero del que no extrajo las necesarias conclusiones. En cuanto a la Re-

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Marx y Engels, Manifiesto comunista, p. 114. Holmes, p. 15.

Marx, Prólogo a la Contribución..., p. 518.

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volución rusa y sus consecuencias, se trató de un proceso que demostró inequívocamente en qué medida un actor político (en este caso, la no-menklatura soviética bajo Stalin y sus sucesores), subordinado a una po-derosa ideología, puede dominar y canalizar los rumbos económicos en una dirección muy diferente a la pronosticada por el Manifiesto, es de-cir, la globalización capitalista. De hecho, la profecía de Marx sobre una burguesía que recorrería «el mundo entero»,64 sólo se concretó 140 años más tarde, luego del derrumbe de la urss. Entretanto, Stalin y sus epígo-nos (así como los comunistas chinos, y otros) hicieron posible por déca-das la presencia de una monstruosa economía colectivizada sobre la faz de la tierra: «Lo que este largo retraso indica, es que en los asuntos hu-manos, la lógica del poder político puede en ocasiones subvertir la lógica de la expansión capitalista».65

De modo que, aunque parezca paradójico, se expresa en el marxismo –uno de los movimientos políticos más dinámicos del siglo xx– una cier-ta minimización (teórica) de la política en cuanto a su capacidad de al-terar la marcha de la economía. Conviene, no obstante, aclarar que esta minimización tiene lugar en el contexto de lo que pudiésemos llamar la «teoría de la revolución como colapso» en Marx, teoría que contrasta con otra que también está presente en su obra (y en la de Lenin), la de la «re-volución como conquista». Recordemos que, de acuerdo con Marx, las revoluciones ocurren cuando las condiciones de la producción material entran en contradicción con las «relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuer-zas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas. Y se abre así una época de revolución social».66 Estas frases, y numerosas otras instancias en la obra de Marx, sugieren una postura determinista acer-ca de la revolución como «colapso» de la podrida estructura capitalista, postura que contrasta con la exhortación a derrocar activamente «por la violencia todo el orden social existente», exhortación que encontramos en el Manifiesto y en otros textos. Esta tensión en el pensamiento mar-xista entre, por un lado, la idea del «colapso», y por otro la de la «con-quista revolucionaria», se hizo presente de manera crucial en el proceso político que llevó a los bolcheviques al poder en Rusia, un país profun-

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Ibid.Peter Baehr, Caesar and the Fading of the Roman World. New Brunswick & London: Transaction Publishers, 1998, p. 135. Carlos Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, en Obras escogidas, tomo i, p. 489. Carlos Marx, La guerra civil en Francia, en Obras escogidas, tomo ii, p. 232.

damente atrasado dentro del contexto del capitalismo imperante en 1917. Marx había afirmado: «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua»;67 la Revolución Rusa, sin embargo, distorsionó esta perspectiva y puso todo el peso de la realidad histórica concreta a favor de la teoría (desarrollada por Lenin) de la «conquista revolucionaria», a través de la acción consciente y deliberada de actores resueltos a asumir el poder.

A pesar de las críticas formuladas, es indispensable dar cuenta de un aspecto político en el que la contribución de Marx sigue siendo útil como instrumento conceptual para analizar ciertas realidades contem-poráneas. Me refiero al análisis marxista del bonapartismo o cesarismo, expuesto fundamentalmente en su texto de 1852, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. En este importante estudio, Marx identifica el problema del bonapartismo no como, en lo primordial, un problema de legitimi-dad, jacobinismo o política plebiscitaria, o como el resultado del prota-gonismo político de una informe e ignorante masa proletaria, sino como el producto de una cambiante configuración de clases sociales en la so-ciedad, cuyo resultado a su vez suscita una creciente autonomía del Esta-do con respecto al conjunto social.68 No obstante, apunta Marx, «el po-der del Estado no flota en el aire. Bonaparte representa a una clase, que es, además, la clase más numerosa de la sociedad francesa: los campesinos parcelarios», que «forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones».69 En otro lugar, Marx se refirió al Segundo Imperio (el de Luis Bonapar-te), como «la única forma de gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar la nación y la clase obrera no la había adquirido aún».70 Este Estado bonapartista no surgió a la vida como una radical ruptura con el pasado, sino como punto cul-minante de un proceso de acrecentamiento del poder centralizado, que adquirió su desarrollo pleno bajo el primer Bonaparte. Ahora bien:

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71Karl Marx, «First Draft of “The Civil War in France”», en The First International and After. Political Writings, 3. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, pp. 247-248.

En su lucha contra la revolución de 1848, la república parlamen-taria francesa y los diversos gobiernos de la Europa continental se vieron forzados a fortalecer, con sus medidas represivas con-tra el movimiento popular, los medios de acción centralizados del poder gubernamental [...] Durante el período de confron-tación revolucionaria de 1848 este poder sirvió finalmente como instrumento para aniquilar esa revolución y todas las esperanzas emancipadoras de las masas populares. Pero el Estado parásito sólo conquistó su verdadero desarrollo bajo el Segundo Imperio. El poder del gobierno, con su ejército organizado, su todopodero-sa burocracia, su clero ignorante y sus serviles tribunales, había crecido tan independientemente de la sociedad que un mediocre aventurero, acompañado de una ambiciosa banda de desespera-dos, fue capaz de asirle por completo [...] [Ese poder] apareció entonces ya no más como un medio de dominación de clase [...] Sometiendo aun los intereses de las clases dominantes [...] [y] sancionado en su mando absoluto por el sufragio universal [...] el poder del Estado alcanzó su última y suprema expresión...71

Este lúcido párrafo de Marx contiene elementos esenciales para la interpretación de las dictaduras cesaristas, es decir, aquellos regímenes políticos que emergen en situaciones de agudo conflicto social, en las que un individuo acaba por apoderarse de la conducción del Estado con el apoyo del ejército y de una masa movilizada pero inorgánica, sin otra articulación política que su siempre vulnerable vínculo con el César de turno. En tal sentido, la dictadura cesarista o bonapartista se diferencia de otros tipos de dictaduras «simples» o puramente monocráticas, dic-taduras caracterizadas por el confinamiento de la política al estrecho cír-culo del dictador y su grupo más cercano. En el cesarismo, por el contra-rio, la presencia de las masas, y su reiterada participación, es un rasgo clave, y su vínculo directo con el César un aspecto insustituible en el marco de la dominación:

... él es el elegido de la nación, y el acto de su elección es el gran triunfo que se juega una vez cada cuatro años el pueblo soberano.

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Marx, El dieciocho Brumario..., p. 421.72

La Asamblea Nacional elegida está en una relación metafísica con la nación, mientras que el presidente elegido está en una re-lación personal. La Asamblea Nacional representa [...] las múlti-ples facetas del espíritu nacional, pero en el presidente se encarna ese espíritu. El presidente posee frente a ella una especie de dere-cho divino, es presidente por la Gracia del Pueblo.72

En los textos citados, Marx plasmó un significativo aporte para el estudio de las dictaduras cesaristas. Allí encontramos los conceptos de personalización del poder, «autonomización» del Estado, poder preto-riano (del estamento militar) y respaldo plebiscitario de las masas a un líder que presume representar al conjunto de la sociedad, por encima de las luchas de intereses particulares. En aspectos teóricos cruciales en tor-no al tema del cesarismo o bonapartismo, Marx anticipó a Max Weber y consolidó una valiosa contribución para la sociología política.

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En la propia médula de la teoría marxista se encuentra un poderoso ele-mento utópico, cuya promesa de un mundo mejor después del capitalis-mo motorizó las masivas y dolorosas luchas históricas que conmovie-ron este siglo. Pocas visiones aparentemente idealistas han sucumbido de modo tan patente y catastrófico como la utopía marxista. Se trataba de un ideal que postulaba el nacimiento de «hombres libres y cualitativa-mente nuevos», la desaparición de «la mentalidad adquisitiva de los in-dividuos como móvil esencial del movimiento económico», así como el surgimiento de una sociedad en la que «la automatización progresiva hará inútil la utilización del trabajo humano vivo, entendido como fuer-za de trabajo que crea valor y que requiere un salario». Por supuesto, en este marco utópico se extinguiría la sociedad de clases y «el crecimiento económico, la expansión de las fuerzas productivas, no serán un fin en sí mismo [...] sino que se detendrá cada vez que sean colmadas las satisfac-

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Ludovico Silva, En busca del socialismo perdido, pp. 81, 83, 85, 87.Martin Malia, «The Lesser Evil?». Times Literary Supplement, March 27, 1998, p. 4.

Sobre este punto, véase Popper, The Open Society…, pp. 142-143.

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ciones de todos los individuos, así como se acelerará cuando las circuns-tancias lo exijan».73

No deja de resultar decepcionante que esta imagen idílica haya de-sembocado en los regímenes comunistas reales de nuestro tiempo, que

–como ha apuntado Martin Malia– no solamente cometieron crímenes, sino que fueron en su esencia empresas criminales: en todos ellos, los gobiernos actuaron al margen de cualquier legalidad excepto la estable-cida por los amos del poder total, con el uso sistemático de la violencia y sin el más mínimo respeto por la vida humana.74 Tales gobiernos eran (y unos pocos todavía son) Estados en guerra contra sus propias poblacio-nes, que dejaron atrás un legado de horror, en ciertos casos –como el de las recurrentes purgas de Stalin– sólo comparable al genocidio nazi.

¿Por qué ocurrieron las cosas de esa forma? ¿Estaba la tragedia final enraizada en la teoría, o fue más bien el producto de circunstancias his-tóricas que corrompieron lo que originalmente era valioso y puede aún ser rescatado? Para enfrentar con la necesaria claridad estas interrogan-tes conviene ante todo enfatizar una curiosa paradoja en el pensamien-to marxista. Me refiero a que, por una parte, el marxismo concede lu-gar prioritario y fundamental en la determinación del curso histórico a los factores materiales, en particular los económicos. Por otra parte, sin embargo, es innegable que el marxismo contiene un relevante y eviden-te impulso ideológico y «moral» –en cuanto al mensaje humanista de, por ejemplo, los Manuscritos de 1844–, mensaje que indica que la reali-zación de la sociedad mejor depende de nuestro compromiso y acciones. Dicho de otra forma, la profecía «científica» marxista sobre la inevitabi-lidad de una lucha final entre burgueses y proletarios, sustentada en la maduración del choque entre fuerzas productivas y relaciones de pro-ducción, todo ello conduciendo a la sociedad superior, descansa en el fondo sobre una exhortación «moral» y un aserto ideológico que deben traducirse, para ser eficaces, en la voluntad política cierta de hombres concretos.75

Ese contenido «moral», que no es otra cosa que la convicción crítica acerca de las limitaciones del capitalismo y la decisión de transformarlas en una dirección diferente, proclama el imperativo de unir teoría y prác-

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76 Jürgen Habermas, Teoría y praxis. Buenos Aires: Sur, 1966, p. 127, 132.

tica, así como el requerimiento de que la razón crítica esté guiada por un interés emancipador. En palabras de Habermas:

... la praxis racional se interpreta [...] como liberación de un for-zamiento exteriormente impuesto, así como se interpreta como esclarecimiento aquella teoría que se guía por el interés en esa liberación. El interés cognoscitivo de la teoría del esclareci-miento es explícitamente crítico; supone una experiencia espe-cífica [...] la experiencia de la emancipación mediante la com-prensión crítica de las relaciones de dominio coercitivas, cuya objetividad procede únicamente del hecho de que no se les vea el juego. La razón crítica adquiere, por vía analítica, poder so-bre la inhibición dogmática [...] Incuestionablemente, la razón es colocada aquí en pie de igualdad con el talento para la mayo-ría de edad, y con la sensibilidad frente a los males de este mun-do. Ha estado resuelta siempre a favor del interés por la justicia, el bienestar y la paz.76

Esta vocación crítica, orientada a poner en cuestión la realidad a nom-bre de un interés emancipador, no es en sí misma condenable, y puede considerarse uno de los aspectos rescatables del marxismo. La dificultad no estriba, no obstante, en esa vocación como tal, sino en la sustancia del marxismo, es decir, en los contenidos de una teoría de la historia que en-gendró los regímenes comunistas. Ante semejante realidad concreta es perfectamente válido conjeturar que, en efecto, los horrores y fracasos del comunismo anidan en la esencia de una visión histórico-política que suscitó uno de los mayores cataclismos de nuestra época. Pocos textos expresan esta conexión tan crudamente como el llamado Libro negro del comunismo, publicado por vez primera en 1997:

Las víctimas de [...] Stalin no fueron asesinadas para conquis-tar y colonizar el territorio que ocupaban. Con frecuencia fue-ron asesinadas de una manera monótona y mecánica, sin emo-ciones humanas, odio incluido. Fueron asesinadas porque no se ajustaban, por una u otra razón, al esquema de la sociedad perfecta. Su muerte no fue un trabajo de destrucción, sino de

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Stephane Courtois et al., Le livre noir du communisme. Paris: Lafont, 1997, p. 127. Popper, The Open... También su libro The Poverty of Historicism. London: Routledge & Kegan Paul, 1972.

Rafael del Águila y Fernando Vallespín, «El Leviatán rojo», Revista de Libros, 17, Madrid, mayo 1998, p. 11.

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creación. Fueron eliminadas para poder establecer un mundo humano objetivamente mejor, más eficiente, moral y hermoso. Un mundo comunista.77

Es de justicia reconocer el sobresaliente aporte de Popper para la ade-cuada comprensión del vínculo entre la pretensión científico-racional del marxismo, su práctica política revolucionaria y su postulado sobre el desarrollo necesario de la historia según la interpretaba en principio el proletariado, después el partido bolchevique, y finalmente los dicta-dores de turno y la nomenklatura dominante.78 No debe sorprender, en-tonces, que los marxistas convencidos de la verdad de su teoría hayan pasado con frecuencia el umbral que divide el creerse omniscientes, a proclamarse omnipotentes: «La creencia fanática en la existencia de una sola verdad (liberadora y perfecta) que además prevalece sobre cuales-quiera otro valor (por ejemplo [...] la tolerancia de la disidencia o de la pluralidad), genera un lenguaje autorreferencial y una totalitaria inten-ción de ordenar el mundo de manera completa y definitiva en el seno de una sociedad cerrada».79

Comparto por tanto la afirmación de Del Águila y Vallespín cuando señalan que «la desmesura acompaña el proyecto comunista»; no sola-mente los presuntos «excesos» de un Stalin, sino todo un proyecto de «liberación» que se sustenta en las siguientes premisas: 1) La creencia en un sujeto revolucionario –el proletariado– unido en torno al partido, or-ganización a su vez monolítica incapaz de admitir la disidencia. 2) La convicción sobre la necesidad de centralizar el poder en manos de una élite de elegidos, opuestos al pluralismo y los derechos individuales, a los que somete mediante la propaganda y el terror con el objeto de im-plantar un control total, indispensable para llevar a cabo el plan de cons-truir un «mundo mejor». 3) La confianza plena en un dogma «científi-co», que se convierte en regimentada escolástica cerrada a la refutación y al carácter contingente de la realidad social. 4) El compromiso con una idea de la historia como desarrollo inevitable hacia un mundo «eman-cipado», desarrollo que está por encima de las penurias y sufrimientos concretos de los hombres y mujeres de hoy, cuyo sacrificio es explicado

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Ibid.Véase, por ejemplo, L. Silva, En busca del socialismo perdido, pp. 57, 70-74; Petkoff, pp. 25-26, 42. Luis Arranz Notario, «Richard Pipes y la revolución bolchevique», Revista de Libros, 21, Madrid, septiembre 1998, p. 5. Al respecto, véase Herbert Marcuse, El marxismo soviético. Madrid: Alianza Editorial, 1969; Habermas, Teoría y praxis, pp. 216-272, 360-431; David Held, Introduction to Critical Theory. Berkeley: University of California Press, 1980, pp. 353-407.

como el necesario costo de la realización de la utopía. 5) El compromiso con una promesa utópica férreamente imbricada con la absoluta suje-ción a una estructura de dominación política, ejercida por un partido o por un hombre, en función de un supuesto imperativo de la historia, se-gún el cual la liberación humana surgirá de la sumisión y los horrores de hoy hallarán su justificación en la felicidad plena del mañana.80

En este orden de ideas, es de importancia enfatizar la precariedad de los esfuerzos destinados a «salvar», «recuperar» o «rescatar» a Le-nin, que siguen formando parte del arsenal teórico de semiarrepentidos marxistas que intentan atribuir los males del comunismo a las «distor-siones» de Stalin.81 El leninismo fue el marxismo en la práctica concre-ta y –como apunta Pipes– la condición de Lenin no fue la de estadista sino la de general y conquistador: «Sus grandes hallazgos fueron la mi-litarización de la política y el no distinguir entre la interior y la exterior en cuanto animosidad y falta de escrúpulos con el enemigo mortal por definición».82

La violencia que en teoría postularon Marx y Engels fue llevada al terreno de las luchas históricas por los revolucionarios de nuestro tiem-po. El comunismo, a diferencia de lo que han pretendido numerosos marxistas occidentales, entre los que se destacan los pensadores de la llamada «Escuela de Frankfurt»,83 no fue una traición a Marx, sino la ineludible consecuencia de su teoría de la historia y su proyecto políti-co. Para Marx, la liberación frente a las fuerzas deshumanizadoras del capitalismo no significaba la libertad individual, sino la emancipación de la especie humana en su conjunto, meta que se alcanzaría después de una profunda convulsión histórica que, a su vez, llevaría al completo control racional sobre el entorno natural y social. Esta utopía de la razón vincula estrechamente la idea de Marx del comunismo como dominio consciente sobre el destino colectivo de la humanidad, con el postula-do leninista del partido como la vanguardia que controla el movimien-to espontáneo de las masas para conquistar eventualmente la sociedad

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Martin Malia, «El final del noble sueño», Revista de Libros, 21, Madrid, septiembre 1998, pp. 7-8. 84

perfecta. Le correspondió a Stalin, por su parte, demostrar finalmente que un programa semejante sólo podía avanzar a través de la coerción y el terror masivos.84

El estrepitoso fracaso de este experimento de arquitectura total de la historia significa, en última instancia, una derrota a la desmesura, a la pretensión de endiosar al hombre exacerbando sus sueños y, al mis-mo tiempo, un estímulo para la toma de conciencia sobre nuestras limi-taciones. La sociedad no debe ser concebida como un laboratorio, a ser puesto en manos de absolutistas ingenieros sociales, iluminados por su visión de la dicha terrena y con el poder de someter a los demás a sus de-signios. Esa pretensión constituye la esencia del proyecto utópico mar-xista, del cual ha quedado solamente un irreversible legado de tragedia y desilusión.

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W. B. Gallie, «Essentially Contested Concepts», Proceedings of the Aristotelian Society, 56, 1955-56, p. 169. Steven Lukes, «Introduction», en S. Lukes, ed., Power. New York: New York University Press, 1986, p. 4.

Talcott Parsons, «Power and the Social System», en Lukes, ed., p. 94. Gerhard Lenski, «Power and Privilege», en Lukes, ed., p. 243.

Juan Carlos Rey, «El poder», Seguridad y Defensa. Temas del iaeden, 5, Caracas, 1988, p. 121. John Kenneth Galbraith, «Power and Organization», en Lukes, ed., p. 213.

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El estudio del poder

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Aunque resulte extraño, en vista del uso corriente del concepto en la li-teratura especializada, existe un acuerdo bastante extendido entre los científicos sociales según el cual la idea de poder es «esencialmente disputada»,1 llegando algunos a sostener que es errado intentar una defi-nición de la misma.2 Para Parsons, por ejemplo, la noción de poder se ca-racteriza ante todo por su «dispersión conceptual»,3 en tanto que Lenski argumenta: «De todos los conceptos empleados por los sociólogos, po-cos generan mayor confusión y equívocos que el de poder».4 Otros auto-res, como por ejemplo Juan Carlos Rey, aseveran que «carecemos hasta el momento de una teoría lo suficientemente rica y rigurosa» para el estu-dio del poder.5 Esta afirmación es en alguna medida correcta si nos foca-lizamos exclusivamente en el terreno politológico. No es cierto, no obs-tante –como sostiene Galbraith– que el tema del poder haya sido sólo superficialmente analizado; 6 no es ello verdad ni siquiera en el circuns-crito y en ocasiones relativamente estrecho campo de la ciencia política. Esta disciplina ha realizado importantes contribuciones, que posibilitan una más adecuada comprensión de un asunto de por sí amplio y com-plejo. De hecho, puede hablarse además de una significativa unidad de

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Al respecto, véase Robert A. Dahl, «Power as the Control of Behaviour», en Lukes, ed., p. 41. Rey, p. 122.

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fondo en las diversas aproximaciones politológicas al estudio del poder.7 Sin embargo, la percepción predominante acerca de las limitaciones de los distintos aportes de la ciencia política tiene su razón de ser, y la mis-ma se deriva de la naturaleza parcial de esas aproximaciones al estudio de un fenómeno que exige, para su mejor comprensión, múltiples y va-riados enfoques, capaces de cubrir con propiedad la, a su vez, multifacé-tica presencia de esta inquietante manifestación de la realidad humana.

De acuerdo con lo expuesto, procuraré dar cuenta del análisis del po-der, presentando cuatro perspectivas complementarias para su estudio: la politológica, la sicológica, la literaria y la moral. Comentaré un grupo selecto de obras, que desde su propio ángulo abordan el poder y le some-ten a escrutinio. De esta manera, creo que seremos capaces de superar, al menos hasta un punto más aceptable, las limitaciones de las aproxima-ciones excluyentes y parciales, proponiendo así una visión integral del tema. En tal sentido, es razonable comenzar con un recuento de la pers-pectiva de la politología sobre el poder, dado que este último constituye una dimensión clave de la existencia política.

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El marco politológico para el estudio del poder se caracteriza, en sus li-neamientos fundamentales, por adoptar una visión generalizadora y abstracta, visión que se patentiza sobre todo en los aportes más recien-tes en torno al tema (a diferencia, por ejemplo, de las contribuciones de autores clásicos como Maquiavelo y Hobbes). Son comunes las defini-ciones modernas que explican el poder como «la capacidad que tiene un actor para lograr sus objetivos, mediante la modificación o el control de la conducta de otro actor»,8 o como «la posibilidad de sustituir la volun-tad ajena por la propia en la determinación de la conducta de otros me-diante la eventual aplicación de un medio coercitivo, sea en un solo acto,

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Manuel García-Pelayo, «Introducción a la teoría del poder», Seguridad y Defensa. Temas del iaeden, 2, Caracas, 1975, p. 74.

Robert A. Dahl, «The Concept of Power», en R. Bell, D. V. Edwards y R. Harrison, eds., Political Power: A Reader in Theory and Research. New York: The Free Press, 1969, p. 80.Steven Lukes, El poder. Un enfoque radical. México: Siglo xxi Editores, 1985, pp. 13-14.

Peter Bachrach y Morton S. Baratz, Power and Poverty. Theory and Practice. New York: Oxford University Press, 1970, p. 30.

sea a través de una serie de actos».9 Este medio coercitivo puede darse, o bien a través de la amenaza o empleo concreto de la violencia física, o bien a través de la privación de bienes materiales o espirituales que son considerados vitales por aquel sobre el cual se aplica el poder, para lo-grar obtener su sometimiento. Estas definiciones encapsulan una «idea intuitiva» del poder, que Dahl describe como «algo semejante a: A tiene poder sobre B en la medida en que puede conseguir que B haga algo que, de otra manera, no haría».10 De entrada, esta idea intuitiva nos plantea dos cuestiones: en primer término, la de distinguir entre poder, coer-ción, fuerza, autoridad, manipulación e influencia; en segundo lugar, la de desentrañar lo que podría denominarse la dimensión intangible del poder; es decir, aquella faceta de su posesión y ejercicio que escapa a los condicionamientos puramente materiales.

En relación con lo primero, Bachrach y Baratz proponen una intere-sante «tipología del poder». Estos autores utilizan el término poder para referirse a todas las formas de control exitoso de A sobre B, o, dicho en otras palabras, del logro por parte de A de la obediencia de B. Ahora bien, en el desarrollo de su tipología, Bachrach y Baratz califican de poder a uno en particular de esos tipos de formas de control, a saber, el logro de la obediencia mediante la amenaza de sanciones. No obstante, para cla-rificar posibles equívocos –y siguiendo acá a Lukes–,11 parece preferi-ble circunscribir con el término poder a lo primero (es decir, el logro por parte de A de la obediencia de B), y con el término coerción a lo segundo. De esa manera, tenemos que existe coerción cuando A consigue la obe-diencia de B mediante la amenaza de privación dondequiera que se dé un conflicto en torno a los valores o el curso de la acción entre A y B; y existe influencia cuando A, «sin recurrir a una amenaza tácita o franca de privación rigurosa hace que B cambie el curso de su acción».12 En un contexto de autoridad, «B obedece porque reconoce que la orden de A es razonable en términos de sus propios valores, bien porque su contenido es legítimo y sensato, bien porque se ha llegado al mismo a través de un procedimiento legítimo y razonable». En cuanto a la fuerza, A alcanza su

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Ibid., pp. 24, 28, 34, 37. García-Pelayo, p. 73. Ibid., p. 75.

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propósito frente a la desobediencia de B despojándole de la opción en-tre obediencia y no obediencia. La manipulación es, en consecuencia, un aspecto o subcategoría de la fuerza, ya que en este caso «la obediencia es posible al faltar por parte del que ha de obedecer un conocimiento bien de la procedencia, bien de la naturaleza exacta de lo que se pide».13

García-Pelayo opta por concentrarse sobre las nociones de poder, auctoritas e influencia, que considera las tres formas capitales de direc-ción de la conducta ajena en un determinado sentido. Ya vimos que en su definición de poder se destaca tanto la falta de consideración a la vo-luntad del otro en la dirección de su conducta, como la aplicación de un medio coercitivo. El fenómeno de la auctoritas, por su parte, se produce cuando se sigue el criterio de otro (persona o institución), por el crédito que éste representa, gracias a que posee en grado superlativo y demos-trado cualidades especiales de orden espiritual, moral o intelectual. No se fundamenta, por tanto, la auctoritas en la coerción o la fuerza, sino en la adhesión libre que se deriva del reconocimiento de esas cualida-des. La influencia, de otro lado, consiste en la posibilidad de orientar la conducta de otro u otros en un sentido determinado, bien sea emplean-do un ascendiente de naturaleza emocional o de otra índole sobre el in-fluido, bien sea mostrándole los obstáculos y costos que se derivarían de actuar en contra de los intereses y propósitos del que pretende influir. La influencia no hace uso de la coerción, como en el caso del poder, ni del crédito intelectual o moral, como ocurre con la auctoritas, sino de la pre-sión directa o indirecta. Dicho en otras palabras, la influencia no deja en libertad de seguimiento, como la auctoritas, ni anula la voluntad del otro, como el poder, sino que «la inclina a una acción o una omisión».14 En síntesis, García-Pelayo define el poder, más allá de sus adjetivaciones y modalidades, a través de su efecto de sustitución de la voluntad ajena por la propia, mediante el empleo actual o potencial de un medio coer-citivo, único criterio –a su manera de ver– que proporciona una caracte-rización clara y distinta frente a los conceptos próximos de auctoritas e influencia.15

Esta delimitación inicial de la idea de poder requiere, como paso adi-cional, tomar en cuenta la recurrente propensión, en los estudios sobre

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Rey, p. 123. Isaiah Berlin, «Political Judgement», en The Sense of Reality. London: Pimlico, 1996, pp. 40-53.

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el tema, a identificar la posesión de recursos (en particular, recursos ma-teriales) con el poder, y a considerar que a mayor suma de recursos, ma-yor poder. Conviene en consecuencia enfatizar que el poder no son cosas (recursos), sino una relación entre actores políticos, en la cual pueden o no intervenir cosas. El poder

… no puede ser reducido a una simple cualidad, propiedad o atributo físico o de otra naturaleza, que un actor pueda tener, con independencia de sus relaciones con otros actores. El poder no es un atributo (como por ejemplo la corpulencia y la fuerza física), ni una propiedad (como por ejemplo los recursos econó-micos o militares) de los que dispone un actor, sino una relación con otro actor.16

Además, el poder muestra una dimensión no tangible, pero no menos

real que otras, la cual tiene que ver con lo que Isaiah Berlin describe –en el terreno político– como «juicio político» (political judgement): ¿Qué sig-nifica ser políticamente sabio, o hábil? 17 Desde Maquiavelo hasta nues-tros días, la habilidad o destreza en el arte de la política ha sido percibida como una efectiva pero elusiva dimensión del poder; se trata de un as-pecto cualitativo que, por tal razón, resulta en extremo difícil cuantifi-car. En el plano estratégico-militar, por ejemplo, se presentan enormes dificultades al tratar de hacer comparaciones entre el poder de dos o más actores si tales comparaciones se limitan a los recursos puramente ma-teriales (como piezas de artillería, tanques, aviones de combate y otros equipos, así como número de hombres bajo las armas). Estos balances cuantitativos son meramente indicativos y rigurosamente limitados, pues exigen, para acercarse a la realidad, ser complementados con una evaluación cualitativa sobre excelencia de los planes de guerra, preci-sión de la inteligencia, moral de las tropas, preparación y destreza de los comandantes y otros factores cuya medición sólo puede ser aproximada y a veces prácticamente imposible. Esta dimensión «intangible» se refie-re a la capacidad y habilidad para manejar recursos, y a ella se suman los aspectos simbólicos del poder, que añaden una crucial zona de dificul-tades a la hora de «medirle»: «En efecto, si bien para que un actor pueda

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ejercer poder se requiere, en principio, que posea determinados recursos y que cuente con la voluntad y disposición de emplearlos, la creencia por parte de otros actores [...] de que existen tales recursos y voluntad es tan importante como su posesión efectiva (y a veces, incluso, más importante)».18

El poder, por lo tanto, puede emplear recursos (materiales y espiritua-les) para su ejercicio, y como fenómeno social pone de manifiesto, igual-mente, aspectos cualitativos y simbólicos intangibles, cuya medición –y aun adecuada detección– generan importantes dificultades teóricas.

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El estudio del poder se concentra usualmente en dos áreas: la primera tiene que ver con los efectos del poder, y la segunda con la localización del poder; es decir, con la cuestión de qué queremos saber cuando aspira-mos conocer dónde yace el poder, y por qué deseamos saberlo. Dentro de la primera área temática, una interrogante fundamental se refiere a la manera en que unos actores afectan negativamente los intereses de otros. Siguiendo a Lukes, tenemos –por un lado– la perspectiva unidimensional sobre el poder, de acuerdo con la cual los intereses de los actores políticos son percibidos como equivalentes a sus preferencias explícitas (revela-das por su conducta en la toma de decisiones). En este esquema, ejercer el poder implica prevalecer sobre las preferencias opuestas de otros en torno a asuntos clave de la agenda pública. El enfoque unidimensional entraña «una insistencia en el comportamiento a la hora de adoptar deci-siones sobre problemas en torno a los cuales hay un conflicto observable de intereses (subjetivos), entendidos como preferencias expresas por una de-terminada política y revelados a través de una participación política».19 Por otro lado, según la perspectiva bidimensional, además del ejercicio del poder del modo señalado, también se produce un control efectivo de la agenda, movilizando los mecanismos del sistema en cierta dirección, de-finiendo qué temas serán considerados prioritarios y excluyendo aque-

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Ibid., p. 15. Georg Lukács, Historia y conciencia de clase. México: Grijalbo, 1969, pp. 49-232.

Lukes, El poder..., pp. 23-24.

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llos que puedan amenazar los intereses de los poderosos: «Así, pues, un análisis satisfactorio del poder bidimensional implica un examen tanto de la adopción de decisiones como de la adopción de no decisiones».20 Final-mente, la perspectiva tridimensional incorpora los tipos o modalidades de poder mencionados e indica además que el ejercicio del poder pue-de operar en función de moldear y modificar deseos y creencias, aun en contra de los verdaderos intereses de los actores. En consecuencia, ni las preferencias explícitas, ni los agravios «realmente» existentes, ni las de-mandas incipientes, son capaces de expresar esos intereses «ocultos». En este esquema, bastante similar a la visión marxista sobre la concien-cia de clase y sus distorsiones ideológicas,21 el poder puede estimular y sostener actitudes y expectativas que de por sí trabajan en contra de los verdaderos intereses de bienestar de las personas:

De hecho, ¿no estriba el supremo ejercicio del poder en lograr que otro u otros tengan los deseos que uno quiere que tengan, es decir, en asegurarse su obediencia mediante el control sobre sus pensamientos y deseos? [...] ¿No estriba el supremo y más insidioso ejercicio del poder en impedir en cualquier medida que las personas tengan agravios, recurriendo para ello a mode-lar sus percepciones, cogniciones y preferencias de suerte que acepten su papel en el orden de cosas existente, ya sea porque no pueden ver ni imaginar una alternativa al mismo, ya sea porque lo ven como natural e irremplazable, o porque lo valoran como algo ordenado por Dios y beneficioso? Suponer que ausencia de agravio equivale a un consenso genuino es simplemente des-cartar la posibilidad de un consenso erróneo o manipulado por obra del mandato definicional.22

Preguntas adicionales, en el esquema tridimensional, se refieren a la limitación de la libertad mediante el poder (¿quién controla a quién?); a la distribución de recursos dentro de un sistema (¿quién obtiene qué?), y por último, a quién es capaz de procurar el logro de bienes colectivos, cuestión que, a diferencia de las anteriores, no presupone la existencia

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Lukes, «Introduction», pp. 5, 9-12. Lukes, El poder..., pp. 43-44. Ibid., p. 45. Matthew Crenson, The Un-politics of Air Pollution: A Study of Non-decisionmaking in the Cities. Baltimore: Johns Hopkins Press, 1971, pp. vii, 26.

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de conflicto o competencia, ni siquiera latente, entre los que poseen más o menos poder.23

Ciertamente, el enfoque unidimensional pone de relieve aspectos centrales del comportamiento efectivo de la relación de poder; sin em-bargo, al analizar la toma de decisiones en el seno de la comunidad, el enfoque se ciñe a asumir y reproducir las inclinaciones del sistema bajo estudio, lo cual puede resultar engañoso en los casos en que «el poder se ejerce en el interior del sistema con vistas a limitar la adopción de de-cisiones a los problemas aceptables»: «Adoptando decisiones acepta-bles, individuos y élites pueden actuar por separado, pero también pue-den actuar de manera concertada –o incluso no actuar en absoluto–, de suerte que los problemas inaceptables se mantengan fuera de la política, con lo cual se evita que el sistema se torne más variado de lo que es».24

Por su parte, el enfoque bidimensional proporciona mayor capaci-dad analítica en cuanto a revelar las vías menos obvias y visibles por las que un sistema pluralista pueda inclinarse en favor de unos actores y en perjuicio de otros; no obstante, «se limita a estudiar situaciones donde la movilización de las inclinaciones puede ser atribuida a decisiones de individuos, con el consiguiente efecto de impedir que los agravios obser-vables –ya sean abiertos o encubiertos– se conviertan en problemas den-tro del proceso político».25

Un estudio más profundo –como el que posibilita el enfoque tridi-mensional–, permite también cubrir las complejas y engañosas mane-ras en que la inactividad de los dirigentes y el mero peso inercial de las instituciones son capaces de obstaculizar que, por ejemplo, las reivin-dicaciones se conviertan en problemas políticos o incluso sean formula-das. De hecho, en ocasiones, el estudio del poder debe intentar explicar «cosas que no suceden», suponiendo, en palabras de Crenson, que «el verdadero objeto de investigación no es la actividad política, sino la inac-tividad política».26

En cuanto a la segunda área temática anteriormente mencionada, toca a la misma abordar aquello que aspiramos saber cuando buscamos conocer dónde yace el poder y por qué deseamos saberlo. En tal sentido,

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155se plantea la conexión entre poder y responsabilidad, bien sea política, ética o legal, por parte de los que ejercen el poder. También surge acá el problema de identificar los resultados distributivos que emanan del ejer-cicio del poder: ¿quién sale ganancioso al concretarse los efectos de una determinada relación de poder? En tercer lugar, nos interesa hallar las fuentes del cambio, las vías de acceso, las coaliciones triunfadoras, las palancas de acción, los bastiones de defensa, los puntos débiles y «cen-tros de gravedad» a través de los cuales las transformaciones pueden ser ejecutadas o impedidas. En este ámbito, el poder yace «donde una cierta diferencia propuesta sobre resultados significativos puede ser hecha, o resistida».27

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La ciencia política, como hemos visto, ha realizado un conjunto de apor-tes en relación con los diversos problemas e interrogantes esbozados, y a decir verdad los enfoques planteados pueden entenderse como inter-pretaciones alternativas de un mismo concepto de poder subyacente, de acuerdo con el cual A ejerce poder sobre B cuando A afecta a B en senti-do contrario a los intereses de B. Ahora bien, para que esta noción pri-mordial de naturaleza causal se aplique con sentido a la vida social, ne-cesitamos algo más, a saber, «la idea de que A actúa así de una manera no trivial», es decir, de una manera significativa, que responda adecuada-mente a la pregunta: ¿Qué es lo que hace relevante que A afecta a B? 28 En este orden de ideas, cabe enfatizar la existencia de conceptualizaciones alternativas sobre la significatividad de la relación de poder, que le diso-cian en buena medida de los conflictos de intereses y, en particular, de la coerción y la fuerza. Un ejemplo interesante lo ofrece la obra de Parsons, para quien el poder no es otra cosa que:

Ibid., p. 15.Lukes, El poder..., pp. 28-29.

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Talcott Parsons, Sociological Theory and Modern Society. New York: The Free Press, 1967, p. 308. Talcott Parsons, «The Distribution of Power in American Society», World Politics, 10, 1957, pp. 123-143. Parsons, Sociological Theory..., p. 331. Hannah Arendt, «Communicative Power», en Lukes, ed., Power, p. 59.

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... una capacidad generalizada de garantizar el cumplimiento de obligaciones vinculantes por parte de unidades dentro de un sistema de organización colectiva, cuando las obligaciones se legitiman mediante la referencia a su repercusión en los asun-tos colectivos y donde, en caso de actitudes recalcitrantes, se presuma la ejecución mediante sanciones situacionales negati-vas, cualquiera que sea el agente efectivo de tal ejecución.29

El poder, según Parsons, es un recurso análogo al dinero, que hace po-sible el logro de metas colectivas mediante el acuerdo de los miembros de una sociedad para legitimar posiciones de liderazgo, cuyos ocupan-tes a su vez tienen el deber de procurar el avance de los propósitos de la comunidad en función del bienestar de todos, utilizando para ello –si es necesario– «sanciones negativas».30 En esta forma legitimada, el po-der de A sobre B es el «derecho» de A, en cuanto unidad de toma de de-cisiones implicada en el proceso colectivo, para adoptar decisiones que prevalezcan sobre las de B en aras de la eficacia de la operación de la co-munidad en su totalidad. De esta forma, Parsons se esfuerza por redu-cir el poder a la autoridad, el consenso y la persecución de objetivos co-lectivos, distanciándole de la coerción y la fuerza, haciéndole depender de la «institucionalización de la autoridad», y concibiéndole «como un medio generalizado de movilizar las adhesiones o la obligación de cara a una acción colectiva eficaz».31

Esta perspectiva consensual se refuerza aún más en el marco del en-foque «comunicativo» propuesto por Hannah Arendt en su brillante ensayo sobre el tema. Allí Arendt procura rescatar toda una tradición y un vocabulario sobre la noción y realidad del poder, que se distingue radicalmente de aquélla que identifica el poder con la «violencia organi-zada». Según Arendt, semejante concepción sólo tiene sentido si admi-timos la evaluación marxista del Estado como un instrumento de opre-sión en manos de una clase dominante.32 Frente a esta visión, Arendt reivindica la idea de República como imperio de la ley, sustentada en el poder del pueblo:

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Ibid., p. 62. Ibid., pp. 62-63.

Ibid., p. 64.Max Weber, Economy and Society. Berkeley: University of California Press, 1978, pp. 53, 926.

Jürgen Habermas, «Hannah Arendt’s Communications Concept of Power», en Lukes, ed., Power, p. 77.

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Es el apoyo popular lo que confiere poder a las instituciones de un país, y este apoyo no es otra cosa que la continuación del con-sentimiento que en un comienzo dio origen a las leyes. Se supo-ne que el pueblo, en los gobiernos representativos, manda sobre los que le gobiernan. Todas las instituciones políticas son ma-nifestaciones y materializaciones del poder; las mismas se pe-trifican y decaen tan pronto el poder viviente del pueblo cesa de sostenerlas. Esto es a lo que Madison apuntaba al afirmar que «todo gobierno se sustenta en la opinión», lo cual se aplica tanto a las monarquías como a las democracias.33

Para Arendt es determinante distinguir entre violencia y poder. Ci-tando a Montesquieu, argumenta que la tiranía es «la más violenta y al mismo tiempo la menos poderosa de todas las formas de gobierno»,34 aseveración que se explica en la medida en que aceptemos su definición de poder como «la capacidad humana no sólo de actuar, sino de hacer-lo de modo concertado».35 Es evidente el contraste entre esta perspec-tiva, que concibe el poder como la aptitud para acordarse en función de un curso de acción común, en un marco de comunicación abierta entre hombres libres, y la de un Weber, por ejemplo.36 El poder, para Arendt, es un fin en sí mismo. Como lo expresa Habermas en su comentario a Arendt, el poder sirve para preservar la praxis que le genera. Se patenti-za y consolida en instituciones políticas que aseguran aquellas formas de vida centradas en la comunicación recíproca. Por lo tanto, el poder se manifiesta: a) en reglas que protegen la libertad, b) en la resistencia con-tra las fuerzas que atentan contra la libertad, y c) en las acciones revolu-cionarias que producen nuevas instituciones libres [como, por ejemplo, la revolución de independencia de los Estados Unidos, ar].37 En su gran obra, La condición humana, Arendt precisa su concepto así:

El poder se actualiza sólo donde la palabra y la acción no se han separado, donde las palabras no son vacías y las acciones no son brutales, donde las palabras no son empleadas para violentar y

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Hannah Arendt, The Human Condition. Chicago: The University of Chicago Press, 1958, p. 200. Arendt, «Communicative Power», pp. 68-69.Ibid., p. 68.

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destruir sino para establecer nuevas relaciones y crear nuevas realidades. El poder es lo que mantiene el espacio de lo público, el espacio potencial para la interrelación entre seres humanos que hablan y actúan, en existencia.38

Desde la óptica de Arendt, el poder se disocia de la relación mando-obediencia, así como del tema del dominio de unos hombres sobre otros. El poder se basa en el consenso, y

… no requiere de justificación, por ser inherente a la existencia misma de las comunidades políticas; lo que sí necesita es legi-timación [...] El poder surge siempre que el pueblo se junta y actúa concertadamente, mas su legitimidad se deriva de la reu-nión inicial de voluntades en lugar de cualquier acción poste-rior. La legitimidad, cuando es cuestionada, se fundamenta en una referencia al pasado, en cambio, la justificación se refiere a lo que espera en el futuro. La violencia puede ser justificable, pero nunca será legítima.39

De esta manera, Arendt desconecta el concepto de poder de cualquier modelo teleológico: lejos de ser un medio para lograr un fin, el poder es, de hecho, «la condición misma que posibilita a un grupo de personas pensar y actuar en términos de la categoría medio-fin». Ello no implica, desde luego, negar que los gobiernos usan el poder para alcanzar ciertos propósitos, pero «la estructura de poder precede y sobrevive todas las metas»,40 como esfuerzo colectivo de comunicación a través del cual se conquista el acuerdo como fin en sí mismo para los participantes. De allí que todo orden político que aísle a sus ciudadanos entre sí y cercene el intercambio público de opiniones, degenera desde el poder a la violen-cia, al destruir las estructuras comunicativas que dan origen al primero. El siguiente párrafo es especialmente revelador de la visión de Arendt:

Aun la dominación más despótica que conocemos, la de los amos sobre sus esclavos, no descansaba propiamente sobre su-

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Ibid., pp. 67-68. Ibid., p. 71.

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periores medios de coerción, sino sobre una superior organiza-ción del poder, es decir, sobre la solidaridad organizada de los amos. Individuos por sí mismos, sin otros que les apoyen, ja-más tienen suficiente poder para usar la violencia con éxito. Así, en los asuntos domésticos, la violencia funciona como el últi-mo recurso del poder contra criminales y rebeldes, esto es, con-tra individuos que rehúsan aceptar el consenso de la mayoría. En cuanto a la guerra, vimos en Vietnam cómo una enorme su-perioridad en los medios de violencia fue incapaz de imponerse sobre un mal equipado pero bien organizado oponente que era mucho más poderoso [énfasis ar].41

La violencia puede, en la perspectiva de Arendt, destruir el poder; del cañón de un fusil es capaz de surgir la más rotunda voz de mando resul-tando en la más perfecta obediencia. Lo que sin embargo la violencia no puede hacer es dar origen al poder. El poder y la violencia son extremos opuestos: «… donde uno existe absolutamente, el otro está ausente. La violencia aparece donde el poder se erosiona, pero dejada a sus medios la violencia conduce a la desaparición del poder».42

Es claro que la conceptualización que hace Arendt del poder, res-ponde a su hondo compromiso con una cierta valoración de la «cosa pú-blica», de esa res publica de una importante tradición del pensamiento político, enraizada en la Grecia clásica y la Roma previa al Imperio. De acuerdo a la interpretación que de esta vertiente de la filosofía política hace Arendt, el poder se reduce a la praxis, al habla y acción de indivi-duos en común. Arendt privilegia la acción comunicativa por encima de la producción material y el conocimiento teórico, como la fundamen-tal categoría de lo político, y con ello restaura un equilibrio que se había perdido a través de la paulatina eliminación de esos contenidos consen-suales del proceso político, a favor de una mayor focalización en la con-flictividad y el dominio. No obstante, como señala Habermas, este logro de Arendt tiene un precio. Por un lado, la autora margina cruciales ele-mentos estratégicos, como la fuerza, del campo de lo político. En segun-do lugar, Arendt desvincula la política de sus conexiones con el contexto social y económico con el cual se halla necesariamente relacionada. Fi-

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Habermas, pp. 84-85. Ibid., pp. 83-88. Citado por García-Pelayo, p. 104.

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nalmente, la autora no toma en cuenta la violencia estructural que se en-quista en determinados sistemas políticos.43

En cuanto a estos señalamientos se refiere, conviene distinguir entre, por un lado, la adquisición y preservación del poder político, y de otro lado su empleo y generación (o creación). En este último caso, el de la ge-neración del poder, el concepto de praxis comunicativa es útil; no así en los otros, pues, ciertamente, los detentadores del poder requieren anclar su dominio en reglas e instituciones cuya existencia se sustenta en con-vicciones compartidas. Si bien es correcto insistir, a la manera de Arendt en que el poder no puede reducirse a la acción estratégica dirigida a su conquista, preservación y empleo, no es menos cierto que estos aspec-tos –incluido el uso de la fuerza– no pueden ser ni siquiera parcialmente marginados del concepto de lo político. De igual modo, la idea de po-der tiene que extenderse a su empleo real en los sistemas políticos, po-der (legítimo) que permite a los ocupantes de posiciones de autoridad tomar decisiones y hacerlas cumplir. Por último, no es subestimable la observación de Habermas, de acuerdo con la cual una «violencia estruc-tural» puede enquistarse en las instituciones políticas (y no solamente en ellas); se trata de un tipo de violencia que no tiene por qué manifes-tarse mediante la fuerza, pero que sin embargo es capaz de bloquear y distorsionar los canales comunicativos que hacen posible la formación y transmisión de convicciones efectivas para la legitimación. De nuevo, como en el esquema tridimensional y la perspectiva marxista, el proble-ma planteado tiene que ver con la formación de opiniones a través de las cuales los actores políticos se engañan a sí mismos sobre su verdadera si-tuación en el contexto histórico que experimentan.44

Los aportes de Parsons y Arendt, entre otros, destacan la importan-cia de la legitimidad para el ejercicio del poder. En la medida en que el poder sea considerado como legítimo, que se reconozca de manera es-pontánea el derecho a mandar por parte de los que mandan, y el de obe-decer por parte de los que obedecen, en esa medida se reducirá la necesi-dad de la coerción y la fuerza como instrumentos de control social. Los principios de legitimidad son, en palabras de Ferrero, «útiles de la razón de los que se sirven los hombres para crear un poder eficaz».45 Ello es así,

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Ibid. Ibid., p. 106.

dice García-Pelayo, porque «la relación de poder se funda en el miedo: miedo del sometido al que manda, pero también miedo del que manda al que obedece» [énfasis ar].46 Esta crucial observación vincula la perspectiva politoló-gica sobre el poder con la sicológica: se presume que el poder legítimo se libera en mayor medida del miedo y que la concreción de la coerción es inversamente proporcional a la vigencia del principio de legitimidad. Ahora bien,

Cuando no se cree en la legitimidad o cuando ésta ha sido rota por la fuerza, el poder se ve obligado a una mayor actualización de la coerción, cuyo punto máximo es el terror, es decir, no ya el miedo, pues el miedo significa el temor a un riesgo o a un pe-ligro concretos, sino la angustia, es decir, el temor difuso, el te-mor a todo, a lo real y a lo irreal, a lo que ya es y a lo que puede ve-nir. Angustia que invade desde luego al sometido, pero todavía en mayor grado al opresor.47

Este párrafo nos coloca en posición privilegiada para explorar las perspectivas sicológica y literaria sobre el tema del poder, perspectivas que plasman un análisis menos abstracto y más directo que la politoló-gica, en el sentido en que descienden del plano de la teoría a un universo poblado por seres de carne y hueso, que experimentan vívidamente el poder bien sea como dominadores o como dominados.

En síntesis, la perspectiva politológica sobre el poder ofrece un calei-doscopio de percepciones, ubicadas tanto en el plano de lo analítico-des-criptivo como en el de lo prescriptivo, referido este último al significado político del poder. Estos diversos ángulos de estudio, que proporciona la ciencia política, pueden estimarse como complementarios, pero son a mi modo de ver insuficientes como instrumentos para descifrar ade-cuadamente un fenómeno tan complejo. Semejante tarea exige tomar en cuenta los aportes de otras disciplinas, lo cual haré a continuación.

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Sigmund Freud, «El porvenir de una ilusión», en Sicología de las masas. Madrid: Alianza Editorial, 1977, p. 143. Sigmund Freud, «Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte», en El malestar en la cultura. Madrid: Alianza Editorial, 1975, p. 120. Freud, «El malestar en la cultura», en ibid., pp. 53, 63. Ibid., p. 41. Freud, «El porvenir...», p. 143. Ibid., p. 144.Ibid.

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Freud hizo una contribución fundamental al estudio del poder, centra-da en su convicción de que la civilización misma «es algo que fue im-puesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apode-rarse de los medios de poder y de coerción».48 La línea de pensamiento predominante en la obra de Freud parte de la base de que los seres huma-nos, «juzgados por nuestros impulsos instintivos, somos, como los hom-bres primitivos, una horda de asesinos».49 Nuestras tendencias agresi-vas son disposiciones instintivas innatas y autónomas del ser humano y constituyen el mayor obstáculo con que tropieza la cultura, pues «las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales».50 Para Freud, la cruda realidad de nuestra existencia no es otra que ésta: la precaria civilización que hemos construido descansa en verdad sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales.51 Sentimos como un peso intolerable los sacrificios que la civilización impone para hacer factible la existencia en común; por ello, la civilización tiene que ser defendida frente al individuo, y «a esta defensa responden todos sus mandamien-tos, organizaciones e instituciones».52 La civilización se fundamenta sobre la coerción y la renuncia a los instintos, situación que impone un enorme peso sobre la estructura anímica del hombre, y que define el reto clave de la organización social. De acuerdo con Freud, lo decisivo está en «si es posible aminorar, y en qué medida, los sacrificios impuestos a los hombres en cuanto a la renuncia a la satisfacción de sus instintos, conci-liarlos con aquellos que continúen siendo necesarios y compensarles de ellos».53 La única alternativa que Freud considera válida en la práctica es la siguiente: «El dominio de la masa por una minoría seguirá demos-trándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes, no admi-ten gustosas la renuncia al instinto, siendo útiles cuantos argumentos se aduzcan para convencerlas de lo inevitable de tal renuncia...».54

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Ibid., pp. 144-145. Ibid., p. 147.

Elías Canetti, Masa y poder, vol. 1. Madrid: Alianza Editorial, 1983, p. 202.

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El ejercicio del poder es, pues, un requisito indispensable para pre-servar lo que no es más que una frágil argamasa de orden civilizatorio, constantemente sujeta a las amenazas de un tenso universo de instintos reprimidos, que pugnan por salir a flote. Ante semejante peligro, Freud postula el papel de «individuos ejemplares», capaces de inducir a las masas a aceptar los esfuerzos y privaciones imprescindibles para la so-brevivencia de la civilización. No obstante, se plantea el peligro de que estos individuos, con el propósito de conservar su influjo, hagan a las masas cada vez mayores concesiones, por tanto, afirma: «… parece nece-sario que la posesión de medios de poder los haga independientes de la colectividad».55 Este radical planteamiento freudiano, que le distancia hondamente de la teoría democrático-liberal, se enraíza en su absoluta creencia en el instinto destructivo de los seres humanos; ante esta per-manente amenaza a la civilización, se imponen como imperativos tanto los medios de coerción, como «los conducentes a reconciliar a los hom-bres con la cultura y a compensarles sus sacrificios». Estos medios com-pensatorios, que incluyen el arte y la ilusión religiosa, constituyen «el patrimonio espiritual de la cultura».56

El descarnado esquema freudiano encuentra lúcida expresión en el que es seguramente el más comprehensivo y profundo estudio sobre el poder hecho en nuestro siglo, sólo comparable en su agudeza analítica a la obra de Kafka. Me refiero al libro de Canetti, Masa y poder. Sintetizarle es casi imposible, y me limitaré acá a resaltar algunas de sus más relevan-tes observaciones.

Canetti, como Freud, deja de lado lo adjetivo y procura dirigirse de lleno a la sustancia del problema, que es la propia condición del hombre, crudamente desentrañada. De allí que asegure que sea natural hallar el acto decisivo del poder

… donde desde siempre es más notorio, tanto entre los animales como entre los hombres: precisamente en el agarrar. El supers-ticioso prestigio que entre los hombres gozan los animales de presa felinos, tanto el tigre como el león, descansa en ello. Ellos son los grandes agarradores [...] Desde cualquier punto de vista, en ellos se manifiesta el poder en su máxima concentración [...] todos los reyes de buen grado habrían sido leones.57

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Ibid., p. 203. Ibid., vol. 2, p. 277. Ibid., p. 468. Ibid., vol. 1, p. 214. Ibid., p. 206.

Con Canetti, todavía más intensamente que en el caso de Freud, des-cendemos de la abstracción politológica a una antropología esencial que nos recuerda que, además del acto de agarrar, hay un segundo acto del poder, «no tan brillante pero no por ello menos esencial [...] el no dejarse agarrar». Los espacios libres que en torno a sí crea el poderoso sirven e esa tendencia: «Todo poderoso, aun el más pequeño, busca evitar que se le aproximen demasiado».58

Con extraordinaria agudeza, característica de un gran novelista y dra-maturgo, Canetti señala que pertenece al poder –en oposición a la fuerza– una cierta ampliación del espacio y también del tiempo. Esta distinción es ejemplificada con los vínculos de gato y ratón:

El ratón, una vez atrapado, está bajo el régimen de fuerza del gato: éste lo agarró, lo mantiene apresado, su intención es matarlo. Pero apenas comienza a jugar con él agrega algo nuevo. Lo suel-ta y le permite correr un trecho. No bien el ratón se vuelve y corre, escapa de su régimen de fuerza. Pero está en el poder del gato el hacerle regresar. Si le deja irse definitivamente, lo ha despedido de su esfera de poder. Dentro del radio en que puede alcanzarlo con certeza permanece en su poder. El espacio que el gato contro-la, los vislumbres de esperanza que concede al ratón, vigilándolo meticulosamente, sin perder su interés por él y por su destruc-ción, todo ello reunido –espacio, esperanza, vigilancia e interés destructivo– podría designarse como el cuerpo propiamente di-cho del poder o sencillamente como el poder mismo.59

La muerte como amenaza es «la moneda del poder»;60 los que matan son siempre los más poderosos: «Lo que puede ir hasta matar es temido; lo que no sirve inmediatamente para matar, es meramente útil [...] los que se consagran a matar, detentan el poder».61 Aun sin llegar al extre-mo de la muerte, quien quiere enseñorearse de los hombres busca reba-jarlos, privarlos de su resistencia y sus derechos «hasta que estén impo-tentes ante él, como animales».62 El deseo de transformar a hombres en

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Ibid., vol. 2, p. 381. Ibid., vol. 1, pp. 206-207.

animales es el impulso clave de la esclavitud: «No bien ciertos hombres habían logrado reunir tantos esclavos como animales en manadas, esta-ban echadas las bases del Estado y del uso y abuso del poder; y no puede caber duda alguna de que el deseo de tener al pueblo entero como escla-vos o animales, en el gobernante se hace tanto más fuerte cuantas más gentes constituyen el pueblo».63 Esta cruda animalización del concepto de poder responde, al menos en cierta medida, a un aspecto de nuestra realidad como especie y del poder como dimensión de la vida. Canetti lo analiza con insuperable penetración, y no se detiene ni en sus más sórdi-dos aspectos. Considérese este párrafo:

... también la relación de cada hombre con sus propios excre-mentos pertenece a la esfera del poder. Nada ha pertenecido tanto a un hombre como aquello que ha convertido en excre-mentos [...] Uno tiende a ver sólo los mil juegos divertidos del poder que tienen lugar en la superficie; pero éstos no son más que la más pequeña de sus partes. Debajo, día tras día, se digie-re y se sigue digiriendo. Algo ajeno es agarrado, desmenuzado, incorporado, asimilado e integrado desde dentro [...] Los ex-crementos que quedan al final están cargados con todas nues-tras culpas. De ellos puede comprenderse qué hemos asesinado. Son la apretada totalidad de los indicios contra nosotros [...] Es notable cómo se aísla uno con ellos [...] Es claro que uno se aver-güenza de ellos. Son el antiquísimo sello de aquel proceso del poder de la digestión que tiene lugar en lo oculto y que sin ese sello permanecería oculto.64

Otra impresionante observación tiene que ver con el poder de la ma-dre. Así como la digestión es interpretada como un proceso esencial del poder, de igual manera Canetti percibe a la madre como un ser que tiene poder absoluto sobre el niño en sus primeras fases, no solamente porque su vida depende de ella, sino porque además ella experimenta el más in-tenso deseo de ejercer constantemente ese poder: «La concentración de esta apetencia de señorío sobre un ser tan diminuto le proporciona una sensación de supremacía difícilmente superable por cualquier otra rela-

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Ibid., pp. 217-218.Ibid., vol. 2, pp. 290-291. Ibid., p. 385.Ibid., p. 389.

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ción normal entre los hombres». El niño se hace hombre en manos de su madre, un hombre nuevo y completo, por lo cual la comunidad le queda obligada en gratitud para siempre. No hay, dice Canetti, forma más in-tensiva de poder. El hecho de que normalmente no se vea de ese modo el papel de la madre tiene dos motivos: «Todo hombre porta en su recuer-do, sobre todo la época de la disminución de este poder; y a cada cual le pa-recen más significativos los derechos más notorios, pero mucho menos esenciales, de soberanía del padre».65

Notables son también los comentarios de Canetti sobre el «poder de callar», sobre el silencio que aísla al poderoso, a quien calla, que está más solo de los que hablan y por tanto se le atribuye el poder de la singulari-dad; es el guardián de un tesoro que se encuentra dentro de él: «Buena parte del prestigio de que gozan las dictaduras se debe a que se les conce-de la fuerza concentrada del secreto, que en las democracias se reparte y se diluye entre muchos».66

Las apreciaciones de Canetti responden tanto a una fina capacidad de observación sicológica, como a una antropología política centrada en el individuo concreto, descarnadamente contemplado a través del pris-ma del poder como dominio de los otros. Esta tendencia alcanza su pla-no superior cuando Canetti analiza las posiciones del hombre y revela aquellas que contienen poder. El hombre, indica, que está con frecuen-cia de pie, puede sin cambiar de lugar también sentarse, tenderse, acu-clillarse o arrodillarse. Todas estas posiciones expresan algo determina-do, pues rango y poder se han creado tradicionalmente posiciones fijas: «Sabemos lo que significa que alguien ocupe un asiento elevado y todos los demás estén de pie junto a él; sabemos qué es cuando uno está de pie y todos los otros en torno a él están sentados; cuando alguien apa-rece de pronto y todos los reunidos se ponen de pie ante él; cuando al-guien cae de rodillas ante otro; cuando no se invita a un recién llegado a sentarse».67 Para el hombre, por ejemplo, yacer es deponer las armas, de modo tan extremo que no es fácil entender cómo la humanidad logró so-brevivir al sueño.68 No existe, sin embargo, expresión más vívida del po-der que la actividad del director de orquesta; cada detalle de su conducta pública arroja luz sobre la naturaleza del poder:

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Ibid., pp. 392-393. Ibid., vol. 1, pp. 223, 246. Ibid., vol. 2, pp. 445-446.

El director está de pie [...] Está de pie solo [...] Está de pie eleva-do [...] El que los oyentes estén sentados en silencio pertenece a la intención del director, como la obediencia de la orquesta [...] Mientras él dirige ellos no deben moverse. No bien se ha termi-nado han de aplaudir [...] Se inclina ante las manos que aplau-den. Por ello regresa una y otra vez, y cuantas veces las manos lo quieran. A ellas, pero sólo a ellas, está entregado, para ellas vive realmente. Es la antigua aclamación del vencedor lo que así se le brinda. La magnitud de la victoria se expresa en la medida del aplauso.69

La visión de Canetti no podría ser más cruda, y probablemente realis-ta: tener poder no es otra cosa que dominar y sobre todo sobrevivir. Ante la muerte de otros, el espanto «se disuelve en satisfacción» pues no es uno mismo el que está muerto: «El hombre quiere matar para sobrevivir a los demás. Y no quiere morir para que los demás no le sobrevivan».70 La innegable presencia del poder se patentiza en nuestras vidas de múl-tiples formas, con impacto y consecuencias innumerables. La ambición de poder «es el núcleo de todo», y su enfermedad es la paranoia. No hay que dejarse engañar por el hecho de que, las más de las veces, esa am-bición que corroe el espíritu de tantos individuos no se lleve a cabo en términos históricos prácticos. Algunos tienen menos suerte que otros, «pero el éxito aquí como en todo depende exclusivamente de casualida-des. Reconstruirlas, simulando una legitimidad, se llama historia». De allí extrae Canetti esta conclusión:

Un examen concienzudo del poder debe prescindir por com-pleto del éxito como criterio. Sus propiedades como sus aberra-ciones deben ser reunidas cuidadosamente y comparadas. Un enfermo mental que, expulsado, indefenso y despreciado, ha pasado sus días aletargado en una institución, puede, por los conocimientos que ayuda a proporcionar, ser mucho más signi-ficativo que Hitler y Napoleón, e iluminar a la humanidad acer-ca de su maldición y sus señores.71

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Albert Camus, El mito de Sísifo, en Obras completas, tomo ii. México: Aguilar, 1962, pp. 255-267. Este punto lo señala Juan Nuño en su ensayo «Kafka, siempre culpable», en La veneración de las astucias. Caracas: Monte Ávila Editores, 1989, pp. 234-235; también Vladimir Nabokovindica que «la fantasía de Kafka tiene una marcada tendencia lógica». Véase su ensayo «Franz Kafka», en Curso de literatura europea. Barcelona: Ediciones B, 1997, p. 496.

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Por ello, una obra como la de Canetti, a medio camino entre la sico-logía y la literatura, nos proporciona pistas de gran relevancia para en-tender un fenómeno que, a veces, en los elaborados marcos teóricos de la ciencia política y la sociología, pierde parte de su contenido vital. Por ello también la obra de Franz Kafka, que ahora consideraremos, se con-vierte en testimonio invalorable de lucidez en el examen del poder.

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A pesar de las numerosas interpretaciones de que han sido objeto, los es-critos de Kafka continúan sumidos en una atmósfera enigmática, a ratos inasible, que proyecta oscuros nubarrones a través de los cuales penetran con frecuencia poderosos rayos de luz. Es importante, debido precisa-mente a la complejidad de sus contenidos y la ambivalencia de sus signi-ficados, jamás perder de vista que se trata por encima de todo de una gran obra artística, que se sostiene por sí misma más allá de la «filosofía» que logremos descifrar en la misma. Estamos hablando, sin lugar a dudas, de uno de los más impresionantes logros de la literatura del siglo xx, de un logro que exige respeto a su especificidad literaria. No obstante, tam-bién es indudable que las novelas, cuentos, diarios, cartas y otros textos de Kafka contienen claves de suprema relevancia para adentrarse en los laberintos de la conciencia moderna, enfrentada a la angustia de existir. Esas claves son bastante más ambiguas de lo que sugiere la tan difundida versión, propagada entre otros por Camus en su Mito de Sísifo,72 según la cual la obra de Kafka sintetiza el «absurdo» de la existencia, lo irracional e innecesario de la vida. Lo cierto es que la evidencia de los textos indica bastante claramente que, a pesar de que los personajes de Kafka se mue-ven en un espacio de libertad aparente, el drama de sus vidas avanza regi-do por una lógica estricta e implacable, que poco o nada tiene de gratuito

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Franz Kafka, El proceso. Madrid: Cátedra, 1994, p. 269. Nuño, p. 236. Este autor sugiere una «lectura en clave judía» de Kafka, de acuerdo con la cual El Proceso

expresaría el tema de la permanente culpabilidad judía; por su parte, La metamorfosis proyectaría de qué modo la mirada de los otros «objetiviza» al judío y le transforma en ser distinto (un insecto al que se barre bajo la cama). En cuanto a El castillo, sería la representación de la perenne lucha del judío por pertenecer e integrarse, y el relato La construcción, finalmente, que narra el esfuerzo del protagonista

por edificar una «guarida» o «madriguera» segura para sobrevivir, podría tomarse como una versión alegórica de la empresa sionista, dirigida a levantar un hogar permanente e invulnerable para los judíos.

Véase ibid., pp. 240-245. He aquí lo que dice Nabokov acerca de las interpretaciones mística y sicoanalítica de la obra de Kafka: en primer término, sostiene, «no creo que puedan encontrarse implicaciones

religiosas en el genio de Kafka»; en cuanto a los intentos de extraer toda suerte de claves freudianas de los escritos kafkianos, Nabokov les califica sencillamente como «disparates». Véase Nabokov, p. 361.

En esto coincide plenamente con Walter Benjamin, quien igualmente cuestiona las simplificaciones sicoanalíticas y teológicas tan comunes en torno a Kafka. Véase su estudio «Franz Kafka. On

the Tenth Anniversary of His Death», en Illuminations. London: Jonathan Cape, 1970, pp. 127-128. La frase es de Enrico de Angelis, Arte e ideología de la alta burguesía: Mann, Musil

Kafka, Brecht. Madrid: Akal, 1977, p. 155. También Benjamin insiste en la relevancia de los «detentadores del poder» en la obra de Kafka, ob. cit., pp. 112-113.

Elías Canetti, El otro proceso de Kafka. Madrid: Alianza Editorial, 1983, p 136.

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o «irracional». Por el contrario, como dice el sacerdote a Josef K., en un revelador episodio de El proceso: «… no hay que considerarlo todo cierto, hay que considerarlo necesario»; ante lo cual K. comenta: «La mentira se convierte en el orden universal».73 Si bien hay que cuidarse, como lo ad-vierte Nuño, del «monstruoso rastrillo de múltiples interpretaciones»74 a que ha sido sometida la obra de Kafka, la que acá propondré procura respetar no solamente su rango artístico, sino también su carácter en di-versos sentidos ambiguo, que le hace escapar de los intentos por encasi-llarla dentro de los límites demasiado rígidos de una visión unilateral y excluyente.

En ese orden de ideas, creo que un ángulo de aproximación válido a la obra de Kafka consiste en estudiarla como un intento de análisis, trági-co y lúcido a la vez, de un «sistema de poder».75 Canetti, llega a afirmar que: «… de todos los escritores, Kafka es el mayor experto en materia de poder; lo ha vivido y configurado en cada uno de sus aspectos».76 El em-pleo de esta clave hermenéutica no implica desconocer la multidimen-sionalidad de una obra, cuyo rasgo fundamental se encuentra en su suti-leza simbólica, la plurivalencia de sus hallazgos y el escape recurrente de sus significados fugitivos.

De hecho, la obra entera de Kafka se sustenta sobre una permanente tensión entre, por un lado, un ansia de salvación humana y una aspira-ción de inocencia, y de otro lado, una esencial incapacidad para dirigir-se decisivamente hacia esa «salida» y reconocerla de una vez por todas,

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Thomas Mann, «Franz Kafka y El castillo», en El artista y la sociedad. Madrid: Guadarrama, 1975. Mann apunta que los escritos de Kafka ponen de manifiesto «La contradicción entre Dios y el hombre, la incapacidad en que se encuentra este último de reconocer el bien, de unirse a él y de vivir en la verdad...», p. 244; por su parte, Moeller escribe que «La vida de Kafka fue un acercamiento que duró toda su vida [...] pues los obstáculos parecen completamente infranqueables», en Literatura del siglo xx y cristianismo, tomo iii. Madrid: Gredos, 1966, p. 352.Franz Kafka, Carta al padre. Madrid: edaf, 1985, p. 56. Franz Kafka, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero. Buenos Aires: Alfa, 1975, p. 88. Ibid., p. 112. También se lee en estas páginas que: «Existe un punto de llegada, pero ningún camino; aquello que llamamos camino no es más que nuestra indecisión». «Quien busca no halla, pero quien no busca es hallado». «Estamos doblemente alejados de Dios: el pecado original nos aleja de Él; el árbol de la vida lo aleja a Él de nosotros». Ibid., pp. 60, 68, 72.

unida a la convicción acerca de una imborrable y estigmática culpa. Esta tensión ha sido apreciada por comentaristas de la talla de Thomas Mann y Charles Moeller, entre otros,77 y la evidencia indica que la misma tuvo su origen en la desigual confrontación entre la débil naturaleza personal de un espíritu agudamente sensible como el de Kafka, y el «sistema de poder», encarnado primordialmente en su padre, con el cual se halló en pugna desde su infancia. Se trataba, repito, de un sistema ante todo plas-mado en la figura de su padre –pero extensivo a toda una amplia estruc-tura de relaciones humanas– a quien Kafka aseguró, en su conmovedora Carta, que: «Mis escritos se referían a ti».78 Kafka jamás deseó esa lucha, siempre quiso sustraerse a ella e ingresar a ese «castillo» de reconcilia-ción con la vida y el mundo, pero le resultó imposible: «No me condu-jo por la vida la mano del cristianismo –escribió en su Diario–, por otra parte en pesada mengua [...] ni pude tampoco aferrar el último borde del abrigo de la plegaria hebrea, que ya se iba, como los sionistas. Yo soy principio y fin».79 Al mismo tiempo, Kafka sentía que esa esterilidad de una existencia que buscaba sin hallar no era inevitable en su caso, aun-que en otras ocasiones el peso de su sentido de culpa le hacía creer que era necesaria. Dice en el Diario: «Echo raíces en un pésimo terreno. ¿Por qué no nací en una tierra mejor? ¡Quién sabe! ¿Tal vez no soy digno? No se diría. Ningún arbusto puede brotar más frondoso que yo».80 Kafka creía accesible una «tierra mejor», pero no se sentía capaz de alcanzar-la; estaba atrapado por su debilidad y sometido a su existencia solitaria como cómplice –aunque renuente– de un sistema de poder al que con tan-ta indecisión y miedo combatía.

Moeller argumenta que Kafka no quiso verdaderamente dominar la situación, que bastaba querer, y el único gesto exigido sería presentar la so-

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Moeller, p. 353.Mann, p. 245.

Moeller, p. 314. Con frecuencia se cae en el error, a través de una lectura superficial de Kafka, de presumir que sus acosados protagonistas son inocentes, cuando la realidad, abundantemente

desplegada en los textos, es que son culpables, que –como escribe en el Diario: «La condición en que nos encontramos es pecaminosa», pp. 72-73. En La metamorfosis el punto es planteado de

manera inequívoca: «El principio por el que me rijo es: la culpa siempre es indudable», Franz Kafka, La metamorfosis, en La metamorfosis y otros relatos. Madrid: Cátedra, 1997, p. 197.

Ibid., p. 344.

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licitud para ingresar al «castillo» de la Gracia.81 Así también lo ve Mann, para quien Kafka era «un creyente inquebrantable, consagrado inten-samente a obtener la Gracia, de la que tenía una necesidad apasiona-da y desenfrenada...».82 La incapacidad de los protagonistas de Kafka para acceder, les convierte a ojos de Moeller en culpables, y ciertamente lo son: el Josef K. de El proceso, el K. de El castillo, el Georg Bendemann de La condena, y el Gregor Samsa de La metamorfosis, son culpables (aun-que aspiran a la inocencia), y su culpabilidad es tomada completamente en serio por Kafka.83 Y son culpables porque son cómplices de las fuer-zas que les oprimen, inmersos en el sistema de poder. ¿A qué se debe esa complicidad? Según Moeller, a que Kafka «no podía dejar de rechazar la rebelión, porque no podía rebelarse sin destruir precisamente lo que quería alcanzar [...] es decir, el mundo del padre».84 Esta interpretación me parece acertada, pero sólo en la medida en que por «el mundo del pa-dre» entendamos algo mucho más amplio y significativo que lo que la frase misma sugiere, es decir, por ese «mundo» debemos entender una morada en la cual el sentimiento de estar lejos de Dios y de un mundo en el que el amor y el arte tengan sentido, sea superado, y la existencia del hombre pueda al fin reconciliarse consigo misma, habiendo hallado un abrigo. El mundo del padre, para Kafka, era esencialmente el mundo del poder, de un poder que Kafka experimentaba con extremo sufrimiento; ahora bien, ese mundo representaba igualmente algo más comprehensi-vo y abarcante: el mundo de la vida «normal» de los seres sin miedo y dis-puestos a encontrarse en el amor, la familia, la esperanza. Kafka anhela-ba pertenecer a ese mundo, pero el mismo se le mostró desde temprano como un espacio contaminado por relaciones de dominación que le as-fixiaban. No se rebeló, no solamente porque no se sentía capaz de ha-cerlo, pues su debilidad personal era severa, sino también porque temía que esa rebelión destruyese, además del poder, lo que de positivo logra-ba percibir en su ansiedad por pertenecer y escapar de su desamparo. De

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Kafka, Consideraciones..., p. 65. Kafka, Carta..., p. 45.Franz Kafka, La condena, en La metamorfosis y otros relatos, p. 95. Véase también El castillo, pp. 37, 110, 119. Canetti, El otro proceso..., p. 148.

allí las terribles tensiones de una obra y una vida que se presentan siem-pre ambiguas, paradójicas, en ocasiones contradictorias. De allí también el significado de la enigmática frase del Diario: «En la lucha entre ti y el mundo procura secundar al mundo»; 85 no el «mundo del padre», el del poder, sino el del encuentro con una paz posible más allá del poder.

El aporte fundamental de Kafka para el estudio del poder se centra en el paciente o víctima, y no en el agente del poder. Casi sin excepción, sus principales escritos se mueven en el contexto de lo que en la Carta al padre el autor denomina «unas relaciones de poder ya establecidas»,86 que sin embargo evolucionan, dejando normalmente al protagonista en estado de indefensión. Tanto en La metamorfosis como en La condena, la di-námica de poder se caracteriza por el cambio en las relaciones de poder entre padre e hijo dentro de la familia. El fortalecimiento del padre pro-duce un debilitamiento del hijo y viceversa. Al final, Gregor Samsa se convierte es un asqueroso insecto y Georg Bendemann admite la conde-na a muerte dictada por el padre y la ejecuta sobre sí mismo. Esa muerte de los hijos trae como resultado la recuperación de la fuerza de los pa-dres. El viejo Samsa recobra su vitalidad y regresa al trabajo, en tanto que el viejo Bendemann constata: «¡Todavía soy el más fuerte!».87

El poder, para Kafka, es la culpa: la lucha contra su padre no era otra cosa que la lucha contra un poder superior que le impedía respirar como un ser humano digno. Kafka experimentó intensamente el miedo al po-der; por una parte, el poder que otros podían ejercer sobre él, oprimién-dole y minimizándole, y por otra parte –aunque este aspecto se encuen-tra menos desarrollado en sus obras– el poder que él podía igualmente ser capaz de ejercer sobre otros, sumiéndoles en el mismo dolor que él sentía: «Dado que [Kafka] teme al poder en cualquiera de sus manifesta-ciones, dado que el auténtico objetivo de su vida consiste en sustraerse al poder en cualquiera de sus formas, lo presiente, reconoce, señala o con-figura en todos aquellos casos en que otras personas lo aceptarían como algo natural».88 El poder se aparece a Kafka como, a la vez, la más tangi-ble, cruda y traumática de las realidades, y como un mal inasible que se sustrae a las personas a las que no obstante afecta decisivamente. Tanto en El castillo como en El proceso el poder se sustrae; los protagonistas lo

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Ibid., p. 150. Ibid., p. 142.

Kafka, El proceso, pp. 260, 270.

ven, pero carecen de la certeza de haberle visto; de hecho, señala Canetti, «la relación entre la humanidad impotente asentada al pie de la montaña del castillo y los funcionarios es la espera del superior. Pero jamás se plan-tea la pregunta del porqué de este ente superior. Sin embargo, lo que de él emana y se difunde entre los seres comunes es la humillación a través de la dominación».89 Canetti considera posible la presencia del elemen-to religioso en El castillo, pero piensa que es una presencia desnuda, «cual una insaciable e incomprensible nostalgia desde arriba». A diferencia de Moeller y Mann, que perciben en Kafka la pasión frustrada de acceder, Canetti interpreta El castillo como el «ataque más claro contra la sumi-sión a lo superior»,

... tanto si se quiere entender por ello un poder divino o mera-mente terrenal. En efecto, aquí todo poder se ha convertido en uno solo y resulta condenable: la fe y el poder coinciden, ambos parecen dudosos; la sumisión de las víctimas, que ni tan sólo llegan a soñar la posibilidad de otras condiciones de vida, ha-ría un rebelde incluso de aquel a quien las retóricas ideológicas

–en su mayor parte, fracasadas– no han llegado ni remotamente a tocar.90

No creo que Canetti acierte en este punto, al dibujar un Kafka «re-belde». Sus textos literarios, cartas y diarios sugieren otra cosa: el poder es culpa, y somos cómplices de sus designios. En El proceso, por ejemplo, Joseph K. parece luchar contra un adversario al que no conoce, mas en un episodio clave un sacerdote procura hacerle comprender que en rea-lidad lucha contra sí mismo: «… pertenezco al tribunal –dice el sacerdote–. Así que, ¿por qué tenía que querer algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te deja cuando te vas». K. afirma: «Yo no soy culpable [...] es un error. ¿Cómo puede ser una persona culpable? Aquí todos somos personas, tanto los unos como los otros». El sacerdote responde: «Eso es cierto, pero así suelen hablar los culpables».91 En un sentido, es claro que depende de K. que el tribunal ejerza o no autoridad sobre él, y que la autoridad es el mismo K. Por otro lado, sin embargo, la

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Ibid., p. 109. De Angelis, p. 166. Kafka, Carta..., pp. 13, 17, 38, 62. Véase también El castillo, p. 277.

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autoridad se evidencia en la práctica como incontrolable por K., quien se siente extraña y paradójicamente atraído por ese poder intangible y real a la vez:

Durante la semana siguiente, K. esperó día tras día una nueva notificación; no podía creer que hubieran tomado al pie de la letra su renuncia a los interrogatorios y cuando la esperada no-tificación no había llegado aún la noche del sábado, supuso que había sido citado, sin indicación expresa, en la misma casa a la misma hora. Así que el domingo se encaminó de nuevo hacia allí [...] A su llamada abrieron al instante [...] «Hoy no hay se-sión», dijo la mujer. «¿Pero por qué no ha de haber sesión?», pre-guntó K. sin poder creerlo.92

El protagonista, el procesado, se presenta ante el tribunal por su pro-pia voluntad. Antes, en obras como La condena y La metamorfosis, el poder externo del padre fue crudo e implacable. En el primer relato, el padre condena al hijo a morir ahogado y como consecuencia el hijo se ahoga; en cuanto al segundo, cabe imaginar al viejo Samsa ordenando a Gregor convertirse en insecto, como en efecto ocurre. En El proceso el poder se ge-neraliza, lo abarca todo, interiorizándose incluso en el propio protago-nista, en un Joseph K., que es obviamente un cómplice en el curso de los eventos.93 Esa complicidad se enraíza en el miedo a un mundo, el mun-do del poder, percibido como amenaza; en una honda debilidad perso-nal, el sentido de culpa y el desamparo común. En un principio, como lo expresa la Carta, ese miedo al poder se materializaba en la figura del padre: «… el miedo y sus efectos me atenazan cuando pienso en ti [...] habría podido aventurar que tú me aplastarías bajo tus pies [...] me fuis-te aterrorizando en todos los sentidos...»; y el resultado de la educación suministrada por el padre no fue otro que «la debilidad, la carencia de confianza en mí mismo, la conciencia de culpa».94 Más adelante, como queda plasmado en el Diario, la amenaza es del mundo y del prójimo en general: «Si mi padre solía decirme, en un tiempo [...] Te mato como a un perro [...] ahora esa amenaza opera independiente de él. El mundo

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Kafka, Consideraciones..., p. 96. Canetti, El otro proceso..., p. 48, 63.

Franz Kafka, La construcción, en La muralla china. Cuentos, relatos, y otros escritos. Madrid: Alianza Editorial, 1973, pp. 158, 165.

Kafka, Carta..., pp. 16, 19, 23, 25, 27, 29, 44; El castillo, p. 97. Canetti, El otro proceso..., p. 153. En el Diario leemos esto: «Dos posibilidades: hacerse infinitamente

pequeño o serlo. La segunda es fin, por lo tanto éxtasis; la primera comienzo, por lo tanto acción [...] Dos tareas para quien inicia la vida: limita cada vez más tu ámbito y controla constantemente que, por

casualidad, no te escondas en algún lugar más allá de tus límites». Kafka, Consideraciones..., pp. 76, 78.

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–F. (Felicia, un amor de Kafka) es su representante– y mi Yo matan a mi cuerpo en una divergencia irreconciliable».95 El miedo frente a la supe-rioridad de los demás es un tema crucial en Kafka, y su manera de librar-se del peligro es volverse pequeño y esconderse. Partiendo de la delgadez

–asegura Canetti–, Kafka adquirió una inquebrantable convicción de de-bilidad: «Temía la penetración de fuerzas hostiles en su cuerpo, y con el fin de evitarlo vigiló siempre las vías de acceso que podrían utilizar».96 El texto que lo manifiesta de modo más patético es La construcción, uno de los últimos que escribió, donde leemos esto:

Yo necesito la inmediata posibilidad de escape, pues, ¿no puedo ser atacado a pesar de toda mi vigilancia en el punto más ines-perado? [...] hay muchos que son más fuertes que yo, mis ene-migos son innumerables; podría suceder que yo huyera de uno y cayera en las garras de otro [...] Me basta aproximarme a la sa-lida, aunque todavía esté separado de ella por galerías y plazas, para sentirme en la atmósfera de un peligro [...] A veces sueño que he reconstruido la entrada [...] y que se ha vuelto inexpug-nable; el sueño en que eso sucede es el más dulce de todos y al despertar aún brillan en mi barba lágrimas de alegría y de libe-ración.97

El poder es la culpa porque el poder es el mal. En Kafka se percibe un profundo dolor ante su enorme debilidad personal; mas no porque pre-tenda o desee imponerse sobre los otros, superando esa condición frágil y humillante, sino porque de todo ello –de esa debilidad y del afán de dominación de los demás– lo que emerge es un común desamparo.98 Kafka aborrecía la violencia, pero se sentía a la vez incapaz de comba-tirla e intentaba en consecuencia acrecentar la distancia que le separaba del más fuerte, reduciendo su tamaño respecto a éste.99 Antes que re-

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Franz Kafka, En la colonia penitenciaria, en La metamorfosis y otros relatos, p. 191. Kafka, El proceso, p. 128. Kafka, Carta..., p. 48. Kafka, El proceso, p. 164. Véase también, pp. 74, 180, 202; La construcción, p. 169. Kafka, Carta..., pp. 35-36. Canetti, El otro proceso..., p. 184. Kafka, El castillo, p. 175. No obstante, estos temas se insinúan a lo largo de su trayectoria. Véase, por ejemplo, el relato de 1917, Un informe para una academia, en el que Kafka dice: a) que está sin salida; b) que a pesar de no tenerla, «tenía que procurarme una porque no podía vivir sin ella», y c) que «mediante la libertad, los hombres se engañan entre sí con demasiada frecuencia. Así como la libertad figura entre los sentimientos más sublimes, así también figura entre los más sublimes el correspondiente engaño». En La metamorfosis..., pp. 258, 259.

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belarse o asumir la violencia, los personajes de Kafka optan por adop-tar –como el condenado de La colonia penitenciaria– «un aspecto perru-namente sumiso».100 Más aún, el K. de El proceso prefiere que se discuta sobre él «como sobre un objeto».101 Ante su padre, escribe, «yo había per-dido la seguridad en mí mismo, que se convirtió en permanente sentido de culpa».102 En ocasiones –así ocurre a Josef K., en El proceso–, se siente tentado a rechazar esa culpa, pero en vano: «… contra este tribunal no puede uno defenderse, hay que confesar».103

El lector tiene derecho a exasperarse a veces, enfrentado a la docilidad de los personajes kafkianos; mas es errado simplificar de este modo a Kafka: su sumisión alcanza el plano de lo metafísico, ya que la fuerza y la subversión le están negadas al que aborrece el poder.104 Para K. la libertad es también una amenaza a la existencia; su libertad es la libertad del débil, que «busca su salvación en las derrotas».105 Como lo expresa en El casti-llo: «K. [...] era ahora demasiado libre [...] había conquistado esa liber-tad como nadie hubiera sabido hacerlo, y nadie tenía derecho a tocarle, ni a expulsarle, incluso incomodarle, pero [...] nada había tampoco más falto de sentido ni más desesperante que dicha libertad...».106

Los temas de la posibilidad de una escapatoria, de la ausencia de sa-lida y de la libertad como engaño ocupan lugar primordial, sobre todo en la última etapa de la obra de Kafka.107 El «sistema de poder» había aplastado la naturaleza sensible y paciente de Kafka, dejándole desam-parado. No quiso, sin embargo, acudir a la opción que ofrece la salida re-ligiosa, y reitero acá que a mi modo de ver es equivocada la interpreta-ción –por lo demás muy respetable– de Charles Moeller, según la cual aquello que realmente deseaba Kafka era acceder al «mundo del padre», ser admitido en él, pues a pesar de que era un mundo «hecho de arbitra-riedad y fuerza desencadenada», Kafka no concluyó por ello «que este mundo inaccesible no deba ser venerado, ni que no exista, ni que la gran-

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Moeller, p. 347. Ibid., pp. 348-361.

Kafka, Consideraciones..., p. 67. Ibid., p. 65. Así lo interpreta también Thomas Mann, pp. 242-245.

Kafka, Un informe..., p. 259. Franz Kafka, Josefina la cantora o el pueblo de los ratones. Buenos Aires: Goncourt, 1976, pp. 41-72.

Franz Kafka, Investigaciones de un perro, en La muralla china..., pp. 207-245. De Angelis, pp. 172-173.

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deza del hombre consista en crear por sí solo su destino...». De acuerdo con Moeller, Kafka «logró el milagro de no negar jamás la realidad del mundo paterno, del cual se había excluido, de un mundo que le negaba, le torturaba, le mataba [...] en medio de la “inquisición de familia” que fue su visión del padre y de la vida, Kafka eligió afirmar los derechos del juez, la primacía de la verdad objetiva».108 Esta visión de Moeller sobre el sentido de la obra de Kafka se orienta a forzarla hacia la salida religiosa, identificando el «mundo del padre» tanto con la vida normal del hogar, como morada del hombre desarraigado que admite al fin su «pertenen-cia», como con la «tierra prometida» de la religión cristiana.109 Pienso no obstante que la evidencia aclara abundantemente que Kafka no acogió ese consuelo, sin que ello implique negar ni la inquietud religiosa del au-tor ni el motivo religioso presente en muchos de sus textos. El mundo al que aspiraba acceder era lo contrario del «sistema de poder» que asfixió su existencia y estimuló su radical desdicha; ese mundo, el del poder, era para él «asquerosísimo».110 Tampoco me parece adecuado interpretar el «mundo del padre» con la «morada» a la que Kafka aspiraba acceder. El mundo del padre era el mundo del poder, mundo que Kafka rechazaba pero que no estaba en capacidad de vencer. En ocasiones, Kafka concibió la posibilidad de una «salida» a través del arte, y de entregarse a un ideal de perfección artística representado por su vocación literaria.111 En el In-forme para una academia escribió: «No, yo no quería la libertad, sólo una salida a la derecha, a la izquierda, hacia algún lado. No tenía otras pre-tensiones. Aunque la salida fuese sólo un engaño...».112 En varios de sus últimos escritos, los personajes kafkianos aceptan la escapatoria, pero descubren que es también engañosa: El arte es un engaño; 113 la verdad es inalcanzable; 114 así como también lo son las metas que K. busca en el castillo: el amor, la alegría, la conciencia de sí mismo y una relación esta-ble con los demás, la integración en la comunidad, la verdad misma y el propósito de la existencia (K. es de hecho un vagabundo cuya lucha con el castillo le hace interrumpir su viaje).115 A pesar de todo, Kafka insiste

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Kafka, La construcción, pp. 165, 172.Kafka, El castillo, p. 505. Moeller, p. 320. Escribe Kafka en El castillo: «Por más que animes tanto como quieras a alguien que tiene los ojos vendados a mirar a través de su venda, no verá jamás. No empezará a ver más que desde el momento en que se quite la venda», p. 280. Tal vez es Benjamin quien con mayor claridad expuso el significado del destino de Kafka: «Para hacer justicia a la figura de Kafka en su pureza y su particular belleza, no debemos perder de vista una cosa: son la pureza y la belleza de un fracaso», Illuminations, p. 148.

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en guardar «una esperanza, sin la que no puedo subsistir»; la esperanza de construir su castillo, «... conquistado a la tierra, palmo a palmo, ara-ñando y mordiendo, apisonando y empujando, mi castillo que de nin-gún modo puede pertenecer a otro y que es tan mío que en él podría tran-quilamente [...] aceptar las heridas mortales de mis enemigos, porque mi sangre embebería aquí mi propio suelo y no se perdería».116 Kafka de-seaba una vida «natural», fundar un hogar, edificar un «castillo», esca-par de las garras del poder, hallar una salida artística o meramente fami-liar, pero careció de fuerzas, estaba drenado, desgastado espiritualmente, y aun así logró la inmensa conquista de su extraordinaria obra literaria: «El castillo es ya por sí mismo infinitamente más poderoso que vosotros. Podría preguntarse, no obstante, si vencerá; pero no explotáis esa duda. Al contrario, se diría que empleáis todos vuestros esfuerzos para asegu-rar, ciertamente, su victoria. Por eso os ponéis súbitamente a temerle sin motivo en pleno combate y aumentáis con ello vuestra impotencia».117

La obra de Kafka expresa una extraña y conmovedora imposibilidad; la de un hombre para el que es a la vez imposible vivir, e imposible no vi-vir.118 El poder le destruyó, y su obra es un testimonio insuperable de la capacidad del poder para victimizar al ser humano.

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El poder pareciera ser una dimensión ineludible de la existencia huma-na, tanto en un plano individual como en lo que atañe a la conducta de las comunidades organizadas. Ahora bien, ¿es bueno o malo el poder, en cuanto a sus efectos sobre la vida concreta de los hombres y los Estados? ¿Y es en verdad inevitable que vivamos sometidos a relaciones de poder?

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Edward H. Carr, The Twenty Years’ Crisis: 1919-1939. New York: Harper & Row, 1964, p. 97. Ibid.

Ibid., pp. 156, 168. Ronald V. Sampson, Igualdad y poder. México: Fondo de Cultura Económica, 1975, p. 7.

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En torno al tema de la relación entre poder y moral, la posición más comúnmente aceptada es la que podríamos denominar como «realismo moderado», que sostiene que «El utopista soñador que imagina posible la eliminación del poder, y la creación de un orden político tan sólo so-bre la moral, está tan errado como el realista que cree que el altruismo es una mera ilusión y toda la acción política se sustenta en el egoísmo».119 Según esta perspectiva, la política, ciertamente, no puede divorciarse del poder; pero ello no implica que exista –sino excepcionalmente– un homo politicus que no busca otra cosa que el poder. Tal homo politicus puro es un espejismo tan efímero e insustancial como la idea de un homo econo-micus que no quiere otra cosa que la ganancia. De hecho, se nos dice, «La acción política debe basarse en la coordinación del poder y la moral».120 Esta perspectiva de un «realismo moderado» insiste sobre la necesidad de separar los criterios éticos aplicables a los individuos de aquellos que pueden ser razonablemente aplicados a los Estados, sin negar que estos últimos deben también sujetar su conducta a un código moral, teniendo

–eso sí– muy claro que «En el plano internacional, el papel del poder es mayor, y menor el de la moral».121

Esta visión, moderada y ajustada a constatables realidades de la exis-tencia, es radicalmente cuestionada por algunos, para quienes no hay varios planos de la realidad donde opera el juicio moral, «de tal manera que sea posible sostener que lo que parece estar bien en un plano o desde un punto de vista, de algún modo se vuelve malo o menos bueno desde un plano o punto de vista diferente e igualmente válido».122 Dicho de otra manera,

... lo que moralmente está bien no puede estar mal en lo pragmá-tico ni en lo político, ni ser anulado a causa de una aparente ba-nalidad. La variedad de escalas de valores morales que se acep-tan en el mundo, el número de personas que en un momento dado cierra los ojos a la verdad de la ley moral, no afecta la exis-tencia de esa ley universal e inmutable que obliga y gobierna a todos los hombres, la obedezcan o no.123

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Esta posición se deriva de un fundamental contraste entre el poder, de un lado, y el amor, de otro lado, como fuerzas cruciales en la orien-tación de la conducta de los seres humanos concretos. Se trata de fuer-zas antitéticas pero estrechamente vinculadas una con otra, pues es im-posible, como individuos, desarrollarse en ambas direcciones al mismo tiempo:

En la medida en que desarrollemos nuestra capacidad de poder, debilitaremos nuestra capacidad de amar; y, a la inversa, en la medida en que aumente nuestra capacidad de amar, aumentará nuestra incapacidad para el éxito en la competencia por el poder. En la medida en que las fuerzas del amor triunfen sobre las fuer-zas del poder, prevalecerá la igualdad entre los hombres: y, a la inversa, en la medida en que las fuerzas del poder dominen a las fuerzas del amor, las relaciones humanas se caracterizarán por la dominación y la servidumbre. Lo primero es bueno y condu-ce al bienestar humano; lo segundo es malo y lleva al sufrimien-to y al conflicto.124

Es importante destacar que esta postura, a la que califico de «radical» no para desacreditarla, sino para evidenciar que va hasta las raíces, insiste en que el poder no es algo moralmente neutral, que puede de acuerdo a las circunstancias ser empleado para bien o para mal, sino que asume el poder como algo esencialmente malo, tanto en la esfera privada como en la vida pública, en la gestión de la existencia en comunidad y en las rela-ciones de las comunidades y naciones entre sí. La ley moral, según esta perspectiva, es una sola y debe cumplirse a todos los niveles de la exis-tencia; esa ley es la del amor y la igualdad. El poder puede tener su lógica, pero la misma es incompatible con la moral.

Semejante posición me parece respetable, pero hasta cierto punto simplista. Ciertamente, el caso de un Kafka pone de manifiesto los es-tragos que el poder puede causar en los individuos, así como las poten-cialidades del amor como herramienta para combatir la desdicha de las personas y procurar su sano crecimiento espiritual. Puede tal vez ser cierto –al menos en alguna medida–, que la creencia en la posibilidad de acrecentar el bienestar humano mediante la persecución del poder po-

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Ibid., p. 23.Ibid., p. 173.

Ibid., p. 208. Ibid., pp. 169-176.

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lítico «es en sí el más grande factor ilusorio que impide la extensión de ese bienestar».125 No obstante, me pregunto: ¿No estamos acá, al asu-mir una postura radical como la expuesta, negando la oscura pero paten-te realidad del mal, la entristecedora pero indudable verdad de nuestra imperfección, la agobiante pero obvia circunstancia que a cada instante nos enfrenta a nuestras limitaciones como seres humanos, productos de la mezcla del bien y el mal?

Según Ronald Sampson, de cuya obra he extraído los textos previa-mente citados, este realismo moderado, que admite la precaria dualidad de nuestra condición, no es otra cosa que resignación disfrazada de so-briedad, una resignación que elimina «cualquier mejoría en el nivel ge-neral de la conducta. Existe el bien en la naturaleza humana, pero tam-bién existe el mal; por lo tanto, la actitud sabia es reconocer que esto es así, sin lamentarlo y buscar alterar lo inalterable. De esta manera, esta condición puede ser explotada con la mayor ventaja, o al menos con me-nor desventaja».126 Pienso que esta caracterización es errada: admitir las tensiones de la existencia no implica sucumbir ante ellas. Simplificar las cosas para acogerse sin calificaciones a un código inflexible, puede no ser sino una distorsión, con nefastas consecuencias en muchos casos. El mal, no pocas veces, exige ser resistido con la fuerza, como bien lo apren-dieron, por ejemplo, los soviéticos ante Hitler; y el bien, no pocas veces, no es capaz de materializarse excepto como el equilibrio inestable de es-fuerzos laboriosos para contener y minimizar el mal.

En otro párrafo, Sampson parece retroceder un poco cuando dice que: «... es accesible a la mente humana una regla moral universal [...] que es el principio de la igualdad humana. No se sugiere que el adoptar el principio de la igualdad produzca de suyo y necesariamente el bien, ni de que sea una guía infalible de lo que debe hacerse en toda circuns-tancia posible».127 ¿Dónde nos deja esto, con respecto al problema del poder y la política? A pesar de las severas críticas de Sampson a la «sico-logía de Maquiavelo»,128 creo que el realismo de este último no solamen-te no está exento de una dimensión ética, sino que en efecto nos acer-ca más al mundo tal como es, a las debilidades, ambiciones, y, también, momentos de grandeza y conquista moral que llenan la existencia de los

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Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1973, p. 239. Citado en ibid.

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hombres concretos. Con Maquiavelo, el pensamiento político alcanza un punto de mayor madurez, al limitar sus exigencias. Esa limitación no implica otra cosa que la aceptación de que los hombres no somos dio-ses, y que es por tanto peligroso pretender construir un paraíso en la tie-rra. Lo anterior no debe convertirse en excusa para la resignación moral, pero sí para ubicar y entender la relación entre el poder y la moral en un marco de prudencia.

En este orden de ideas, cabe referirse al intento de Maquiavelo de ex-cluir de la teoría política todo lo que no parecía ser estrictamente políti-co, rechazando así normas tradicionales como la «ley natural», y adop-tando un método directo y crudo de análisis, enfocado a su vez en las realidades del conflicto y el poder. El aspecto central de la «nueva cien-cia» formulada por Maquiavelo consistió en dar a la teoría política una orientación problemática, que sin eludir el inevitable ingrediente de lu-cha y antagonismo consustancial a la política, lo enmarca dentro de un propósito ordenador, ajeno a dogmas. De esta visión de la política se des-prendió a su vez una exigencia ética, exigencia que rescata el pensamien-to de Maquiavelo de los estrechos límites de una idolatría hacia la volun-tad de poder como fin en sí misma. No se trata de una exigencia moral de metas exaltadas, más allá de lo que parece prudente en un mundo im-perfecto, sino de una exigencia guiada por la intención de limitar la fuer-za y evitar los excesos del poder. En palabras de Sheldon Wolin: «... la obsesión por el poder de Maquiavelo es más bien su convicción de que el “nuevo camino” no podía efectuar una contribución mayor que crear una economía de la violencia, una ciencia de la aplicación controlada de la fuerza. Tal ciencia tendría por tarea proteger el límite que separaba la creatividad política de la destrucción».129

No cabe exagerar la importancia que tiene, para una adecuada inter-pretación acerca de la relación entre ética y política, la idea de economía de la violencia, es decir, del uso controlado y moderado de la fuerza, idea que permite evaluar con mayor equidad a Maquiavelo y que en no poca medida desmiente su imagen de ausencia de escrúpulos. Como lo expre-sa el pensador florentino, en política, «quien merece reproche es el hom-bre que emplea la violencia para estropear las cosas, y no quien la utiliza para corregirlas».130 En sus principales obras teóricas, Maquiavelo ex-

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Citado en ibid., p. 245. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1972, p. 156.

pone su concepción sobre la economía del uso del poder, y aconseja a los actores políticos medir bien sus objetivos, cuidarse de no iniciar guerras a la ligera, estimar con sensatez los costos en los que puede incurrirse al tomar determinados cursos de acción, no prolongar innecesariamen-te los conflictos, y no sobrestimar los recursos y aspiraciones propias ni subestimar las de los adversarios. El énfasis maquiavélico en torno a la prudencia como guía de la acción política, era el resultado de una clara conciencia sobre la «ironía de la política», en torno a la innegable reali-dad de que en el terreno político, muchas veces, las mejores intenciones, una vez puestas en práctica, se transforman en lo contrario de lo que sus promotores pretendían, y conducen a resultados opuestos a los que se esperaban. Como escribe en El Príncipe: «Algunas cosas parecen virtuo-sas, pero si se las pone en práctica serán ruinosas [...] otras parecen vi-cios, pero puestas en práctica redundarán en estabilidad y bienestar».131 La idea tiene enormes implicaciones, pues el estudio de la historia mues-tra inequívocamente que numerosas tragedias han sido desencadena-das con los más loables objetivos en mente. Las revoluciones de nuestro tiempo son un ejemplo singular. Su origen ha sido casi siempre una vo-luntad de superación y liberación humanas; su producto, sin embargo, ha sido el totalitarismo y la opresión. Así es de impredecible la política, y de allí la profunda observación de Max Weber cuando dijo que: «Es una tremenda verdad y un hecho básico de la historia el que frecuentemen-te, o, mejor, generalmente, el resultado final de la acción política guarda una relación totalmente inadecuada, y frecuentemente incluso paradó-jica, con su sentido originario».132

Esta especie de «alquimia» de la política, mediante la cual en ocasio-nes lo que parece bueno y deseable puede hacerse negativo y reprochable, y viceversa, es una constatación fundamental en el universo filosófico de Maquiavelo, y el elemento esencial que vincula su visión del poder con una ética de la prudencia, ética cuyas exigencias morales toman en cuen-ta la imperfección de los asuntos humanos, sin sucumbir ante la misma.

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Ernst Cassirer, El mito del Estado. México: Fondo de Cultura Económica, 1968, p. 139. Citado en Gerhard Ritter, «Maquiavelo y los orígenes del nacionalismo moderno»,

en El problema ético del poder. Madrid: Revista de Occidente, 1976, p. 47. J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment. Princeton & London: Princeton University Press, 1975, p. 154.

George H. Sabine, Historia de la teoría política. México: Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 264.Carl Schmitt, La dictadura. Madrid: Alianza Editorial, 1985, p. 36.

Pocos pensadores políticos han suscitado tan intensa controversia como Nicolás Maquiavelo. Cassirer apunta que de un siglo a otro, casi de ge-neración en generación, encontramos no sólo un cambio, sino una in-versión completa en los juicios sobre el autor de El Príncipe y los Discur-sos: «La imagen de Maquiavelo, confusa por el amor de unos y el odio de otros, ha cambiado en la historia; y es extremadamente difícil recono-cer, detrás de todas esas variaciones, la efigie verdadera del hombre y el tema de sus libros».1 Ritter, por su parte, declara que «el enigma de Ma-quiavelo es inagotable», y nos recuerda que el pensador florentino tenía conciencia de que su obra presentaba significativas dificultades y con-tradicciones; pero lejos de considerar estas últimas un problema, las per-cibía más bien como necesarias y ventajosas, ya que, en palabras del pro-pio Maquiavelo, «así imitamos a la Naturaleza, que es variada, y quien la imita no puede ser objeto de reproche».2

La extraordinaria multiplicidad de opiniones prevaleciente entre los intérpretes de Maquiavelo pone de manifiesto la complejidad de su mensaje. Según Pocock, por ejemplo, El Príncipe constituye «una de las más grandes exploraciones sobre el tema de la innovación política»;3 Sabine, sin embargo, considera que el pensamiento de Maquiavelo es «superficial».4 Carl Schmitt, por su parte, sostiene que Maquiavelo «nun-ca formuló una teoría del Estado»,5 mientras que Ritter piensa que el flo-

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Ritter, p. 48 Leo Strauss, Thoughts on Machiavelli. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1978, p. 12; Ritter, p. 71. Raymond Aron, Machiavel et les tyrannies modernes. Paris: Éditions de Fallois, 1993, p. 61.Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1973, p. 227. Augustin Renaudet, Maquiavelo. Madrid: Tecnos, 1965, pp. 144, 155.

rentino fue «el primer teórico moderno del Estado».6 Strauss y Ritter rin-den tributo a la «intrepidez de pensamiento» y «asombrosa agudeza» que a su modo de ver se encuentran en la obra del florentino;7 esta imagen de un Maquiavelo «racional» contrasta no obstante con los señalamientos de Aron y Wolin, entre otros, acerca de los importantes elementos no ra-cionales en los escritos maquiavélicos, permeados por una atmósfera fi-losófica que mezcla «la política racional y la creencia astrológica»,8 una atmósfera plena de «signos ocultos y misteriosos portentos, descifrables por medio de augurios, y hechizada por la imprevisible Fortuna».9 Es tan sorprendente la proliferación de criterios respecto a Maquiavelo que has-ta topamos con contradicciones en la interpretación de un mismo autor, como ocurre con Augustin Renaudet, quien en su ensayo sobre el floren-tino afirma que Maquiavelo «no es [...] un verdadero técnico de la políti-ca», y unas páginas más adelante argumenta que el autor de El Príncipe fue «ante todo un técnico de la política».10

¿A qué atribuir semejantes tensiones y paradojas interpretativas? ¿Es posible distinguir entre la obra y la recepción crítica que la misma ha te-nido a través de casi cinco siglos? En lo que sigue, procuraré llevar a cabo un recuento analítico de la polémica en torno a Maquiavelo, tomando esta tarea como ocasión para elaborar mis puntos de vista en torno al sig-nificado y relevancia de su obra. En este intento cubriré cinco aspectos principales. En primer lugar, la discusión sobre la naturaleza específica del logro intelectual presuntamente encarnado en los escritos políticos fundamentales del florentino (El Príncipe y los Discursos). En segundo término, abordaré el debate acerca de las diferencias y tensiones entre esas dos obras y las implicaciones de las mismas para la cabal compren-sión del aporte teórico de Maquiavelo. En tercer lugar, cubriré el tema de la vinculación entre el contexto histórico de la época y los textos maquia-vélicos. En cuarto término, discutiré el muy controversial asunto de la relación entre ética y política de acuerdo con Maquiavelo. Por último, en quinto lugar, consideraré algunas de las principales objeciones y obser-vaciones críticas que se han hecho a su obra.

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Manuel García-Pelayo, Del mito y de la razón en el pensamiento político. Madrid: Revista de Occidente, 1968, pp. 246, 251.

Ibid., p. 247. Citado en Miguel Ángel Granada, «La filosofía política en el Renacimiento:

Maquiavelo y las utopías», en V. Camps, ed., Historia de la ética, vol. i. Barcelona: Crítica, 1988, p. 554. Federico Chabod, Escritos sobre Maquiavelo. México: Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 237.

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No resulta fácil hallar un orden dentro del amplio campo de las inter-pretaciones en torno a Maquiavelo. La confrontación con los trabajos de varios de los más reconocidos estudiosos del florentino me ha permitido distinguir nueve concepciones predominantes sobre la naturaleza espe-cífica del logro plasmado en la obra política del autor de El Príncipe y los Discursos. Desde luego, existen algunas conexiones, más o menos impor-tantes según el caso, entre estos criterios analíticos. No obstante, consi-dero útil y legítimo diferenciarles, con propósitos de clarificación y clasi-ficación de las diversas opiniones tratadas.

El primero, y posiblemente más común, entre los puntos de vista acerca del aporte central de Maquiavelo es el que le identifica como crea-dor, en el plano teórico, de un logos propio de la política y de su configu-ración histórica por excelencia: el Estado. De acuerdo con esta línea de análisis, Maquiavelo dio un «salto cualitativo» en el proceso de desve-lar «una esfera de la realidad hasta entonces oculta por el ropaje teoló-gico, aristotélico o retórico, pero que ahora se revela en su desnudez tal y como es, como un mundo de hechos dominados por la necessitá y no de normas puras o definiciones abstractas».11 El mundo político no gira alrededor de Dios y el diablo, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, sino en torno al poder, entendido como la posibilidad real de mandar a los hom-bres. La sabiduría, en el terreno político, no consiste pues en otra cosa que en «crear condiciones que pongan a uno en situación de mandar y a otros en situación de obedecer».12

Muy importantes autores comparten esta visión y reconocen en Ma-quiavelo una figura protagónica en el proceso de conquistar la denomi-nada «autonomía» de la política, la cual –como lo expresa Benedetto Croce– «tiene leyes ante las que resulta inútil rebelarse y no puede ser exorcizada ni expulsada del mundo con agua bendita».13 Según Cha-bod, lo que hizo Maquiavelo fue decretar «una fractura total entre el ser y el deber ser, entre la exigencia política y la exigencia ética»,14 sacando a

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Ritter, p. 48. Wolin, p. 214. Cassirer, p. 166.

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la luz –en palabras de Ritter– «el carácter demoníaco del poder». Ahora bien, Ritter añade que, en realidad, Maquiavelo no escindió la política de la ética, sino que mostró «que en la esencia de la política lo bueno y lo malo, lo vil y lo noble, la destrucción y la construcción, están unidos en-tre sí de manera necesaria e indisoluble».15 Wolin pone las cosas en pers-pectiva cuando señala que el gran logro de Maquiavelo se inserta dentro de una de las tendencias fundamentales del Renacimiento: la prolifera-ción de áreas independientes de investigación intelectual, «cada una re-suelta a establecer su autonomía, cada una preocupada por elaborar un lenguaje explicativo adecuado para un conjunto particular de fenóme-nos, y cada una actuando sin la intervención del clero».16

La conquista maquiavélica tuvo sus costos. Como indica Cassirer, el autor de El Príncipe fortaleció la independencia de lo político en general y del Estado en particular, pero al mismo tiempo le aisló:

El afilado cuchillo del pensamiento maquiavélico ha cortado to-dos los hilos por los cuales el Estado, en generaciones anteriores, estaba atado a la totalidad orgánica de la existencia humana. El mundo político ha perdido su conexión no sólo con la religión o la metafísica, sino también con todas las demás formas de la vida ética y cultural del hombre. Se encuentra solo, en un espa-cio vacío.17

Creo que Cassirer lleva las cosas demasiado lejos; sin embargo, apun-ta hacia una constelación de asuntos que siempre ha intrigado a los in-térpretes del florentino, y que será objeto de nuestra oportuna conside-ración más adelante. Me refiero a los temas de la relación entre moral y política, y sobre la naturaleza peculiar de la ética política.

A diferencia de estos autores, que recalcan la división maquiavélica entre política, de un lado, y moral, teología y metafísica del otro, Isaiah Berlin suministra una interpretación alternativa, según la cual el logro del florentino no consistió en distinguir los valores específicamente mo-rales de los valores específicamente políticos, sino en diferenciar dos ideales de vida incompatibles: el ideal de vida pagano y el ideal cristia-

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Isaiah Berlin, «The Originality of Machiavelli», en Against the Current. Oxford: Oxford University Press, 1981, pp. 44-45.

Ibid., p. 63. Granada, p. 555.

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no.18 El primero se sustenta en el coraje, la fuerza, la reivindicación del derecho propio y del poder necesario para imponerlo; el segundo, por el contrario, se basa en concepciones como la caridad, la misericordia, el perdón a los enemigos y la valoración suprema de la salvación del alma individual, muy por encima de cualquier objetivo terrenal o virtud cívi-ca en el sentido antiguo del término. Dicho en otras palabras, la gran ori-ginalidad de Maquiavelo consistió en predicar el paganismo «más de mil años después del triunfo del cristianismo»; hacerlo así implicó el «fin de la inocencia» y nos obligó a elegir.19 Posiblemente allí se encuentre una de las claves que explican por qué Maquiavelo resulta tan incómodo a nuestras conciencias, cultivadas –nos guste o no– en el clima moral que dos mil años de cristiandad han impuesto sobre nuestra civilización.

Si bien la perspectiva de Berlin es interesante, a mi modo de ver no descalifica las interpretaciones de Croce, Chabod y Wolin, entre otros, pues me parece claro que Maquiavelo sí llevó a cabo una profunda esci-sión entre la moral cristiana predominante y el ámbito de lo político, se-parando terrenos que una larga tradición teórica había procurado fusio-nar. En tal sentido, Maquiavelo se empeñó en poner de manifiesto que la moral (cristiana), con no poca frecuencia se convierte en un obstácu-lo en el plano político, pero de ninguna manera pretendió con ello ar-gumentar que el mal se convierte en algo «bueno» cuando roza la mate-ria política. Expresado esto en otros términos, Maquiavelo no formuló «ninguna jerarquización entre ética y política que haga del mal y del cri-men un bien o establezca una especie de suspensión provisional de la moral en aras de la bondad última del fin propuesto; mal y crimen son lo que son y de hecho no hay mixtificación posible».20

Pienso que el aporte que hace Berlin se hace más fructífero si le orien-tamos a destacar que Maquiavelo, al tiempo que libera la política de las aspiraciones de trascendencia propias de la moral cristiana, la mueve ha-cia los ideales éticos del mundo pagano antiguo (primordialmente de la República romana, abriendo así el camino para una completa reconside-ración del tema de la relación entre ética y política), a la reconstrucción de un propósito moral, pero no necesariamente cristiano, para la política. Este punto, como veremos posteriormente, forma parte esencial del de-

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Concha Roldán, «Maquiavelo y Leibniz: Dos conceptos de acción política», en Roberto Aramayo y J. L. Villacañas, eds., La herencia de Maquiavelo. Madrid: Fondo de Cultura Económica de España, 1999, pp. 188-189.Aron, pp. 62-63. Nicolás Maquiavelo, El Príncipe. Madrid-San Juan: Revista de Occidente-Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, 1955, p. 373. Ibid., p. 371.

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bate sobre ética y política en el pensamiento del florentino. Lo que está en juego puede articularse así: ¿Es necesario suponer, en el marco de la cosmovisión maquiavélica, que la política ya no puede enjuiciarse desde un punto de vista que la trascienda, sino únicamente desde su propia ló-gica interna de adecuación medios-fines? 21 ¿O alternativamente, preser-va Maquiavelo una perspectiva moral (no cristiana) desde la cual juzgar la acción política y su resultado?

Esa discusión deberá esperar, por los momentos. Toca ahora dar cuenta de una tercera versión acerca del logro intelectual de Maquiavelo: aquella que sostiene que se trata, de manera relevante de una cuestión de método. Así lo sugiere Aron, argumentando que un aporte fundamental del florentino se encuentra en su férrea voluntad de asirse a la realidad de las cosas, mirar los hechos con crudeza y guiar la acción con base en una apreciación carente de ilusiones sobre los seres humanos y lo que somos capaces de hacer.22 Tendemos a engañarnos, a dejarnos domi-nar por nuestras pasiones, a urdir ideales utópicos carentes de sostén en la realidad. Como dice en su Príncipe, «los hombres juzgan más con los ojos que por los demás sentidos, y pudiendo ver todos, pocos compren-den bien lo que ven».23 Por una parte, permitimos que nuestros deseos y enfoques sobre las cosas se impongan y distorsionen nuestra perspecti-va; y por otra parte caemos con facilidad en el engaño que otros conciben para manipularnos, pues «los hombres son tan cándidos y tan sumisos a las necesidades del momento que, quien engañe, encontrará siempre quien se deje engañar».24

Ciertamente, el «método» de Maquiavelo constituye en no poca me-dida una especie de admonición, de advertencia, de recomendación diri-gida a centrarnos e impedir que ascendamos sin controles a los espacios fantasiosos que tanto nos atraen. En términos más específicos, aparte de insistir en sus obras acerca de la importancia de estudiar la historia y aprender de ella, el pensador florentino coloca el acento sobre el pa-pel de la apariencia en política: apariencia de poder, prestigio, riquezas y promesas. La mayoría de los hombres, escribe en los Discursos, «se

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Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza Editorial, 1987, p. 97. Wolin, p. 230.

Ibid. García-Pelayo, p. 277. Sobre este punto coinciden –entre otros– Wolin, pp. 218, 225;

Cassirer, p. 181; Renaudet, pp. 13, 134-5, y Aron, p. 61. Schmitt, p. 39. García-Pelayo precisa la cuestión en estos términos: «... quizá no encontremos to-davía en Maquiavelo una técnica objetiva, una técnica en el sentido moderno de la palabra, sino

más bien ese territorio todavía intermedio entre el arte y la técnica, o entre la técnica medieval y la moderna, ya que en su pensamiento tienen tan decisivo papel la virtú concreta del príncipe o artis-ta del Estado y el factor irracional de la fortuna, solo relativamente neutralizado por esa virtú, por esas cualidades personales, aunque, desde luego, en Maquiavelo están ya dadas las condiciones

para un saber político de naturaleza técnica en el sentido moderno de la palabra», ob. cit., p. 272.

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sienten tan satisfechos con lo que parece como con lo que es, y muchas veces se mueven más por las cosas aparentes que por las que realmente existen».25 Esto inquieta al florentino, cuya «nueva ciencia» es asumida como una especie de cruzada destinada a disipar las ilusiones. El «méto-do» maquiavélico tiene por tanto una función desenmascaradora, según la cual –dice Wolin– «el conocimiento político permitiría a los hombres atravesar la masa de distorsiones que impedían evaluar con exactitud si-tuaciones particulares; distorsiones como las que eran producto de pre-juicios [y] falsas esperanzas...».26 La segunda función del nuevo método consiste en entrenarnos en el difícil y útil arte de crear ilusiones: «Me-diante diversas técnicas –lisonjas, una demostración engañosa de fuerza o debilidad, falsa información, fintas, etc.– era posible crear un mundo falso que el oponente aceptaría como real».27

La visión del método maquiaveliano, y en general de su «ciencia» toda como una técnica es una de las más difundidas entre los intérpre-tes de su pensamiento. Cabe aclarar, no obstante, que el juicio según el cual lo que el florentino propone es una «técnica de conservación y am-pliación del poder político»28 tiene primordialmente que ver con los contenidos de El Príncipe, y en menor medida con los Discursos. Schmitt señala que este interés esencialmente técnico era característico del Rena-cimiento, y como consecuencia incluso los grandes artistas de la época «buscaban resolver en su arte más bien los problemas técnicos que los problemas estéticos».29 Según Schmitt, de esta «tecnicidad» absoluta de la obra maquiavélica se deriva una completa indiferencia frente al ul-terior fin político,

... del mismo modo que un ingeniero puede sentir un interés técnico por la fabricación de una cosa, sin que tenga que sentir

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Schmitt, ibid. Maquiavelo, El Príncipe, pp. 275, 286. Véase Norbert Bilbeny, «Fines y medios del Estado en la teoría política contemporánea», en Aramayo y Villacañas, eds., p. 42.Maquiavelo, Discursos..., pp. 59, 301. Bilbeny, p. 279. Francis Bacon, citado en Roldán, p. 190.

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el menor interés propio por el ulterior fin a que esté destinada la cosa a fabricar. Lo que se plantea como problema es algún resul-tado político [...] La organización política del poder y la técnica de su conservación y su ampliación es diferente en las distintas formas estatales, pero siempre es algo que puede ser realizado de una manera técnica objetiva...30

¿Es ésta una caracterización adecuada de lo que plantea Maquiave-lo? Aun limitándonos estrictamente a lo que dice en El Príncipe, pien-so que el análisis de Schmitt sobre este punto es excesivamente simplifi-cador. No cabe duda de que en el florentino predomina un tratamiento técnico del problema del poder, pero su pensamiento –tanto en El Prín-cipe 31 como en los Discursos–, pone también de manifiesto una significa-tiva estimación de la virtú del gobierno. El pensamiento maquiavélico no puede reducirse a la escueta y distorsionadora fórmula de acuerdo con la cual «el fin justifica los medios», entendida como una «patente de corso»32 del político, pues Maquiavelo jamás pierde de vista el peligro-so destino que aguarda a los «enemigos de la virtud»: «Sepan, pues, los príncipes, que empiezan a perder la corona en el mismo instante en que comienzan a transgredir las leyes y las normas antiguas, bajo las cuales han vivido los hombres largo tiempo».33 La autonomía radical de la po-lítica, vista como un instrumento que todo lo excluye, excepto el disfru-te del poder personal, es una receta para el fracaso. De allí que Bilbeny acierta, creo, cuando afirma que: «Sólo vale para Maquiavelo el fin que corresponde a mantenere lo Stato, es decir, el orden y unidad del poder, no un poder corrupto que se quiera conservar a cualquier precio».34

La naturaleza del logro maquiaveliano ha sido también evaluada como esencialmente sicológica: la novedad no estuvo de modo principal en lo que dijo, sino en el hecho de haberse atrevido a decirlo, mostran-do abierta y francamente «cómo se comportan los hombres, no cómo se deben comportar».35 Antes de que Maquiavelo irrumpiese en la con-ciencia moderna con su Príncipe, era sabido que la política práctica no

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Cassirer, p. 178. García-Pelayo, p. 301.

Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno. México: Juan Pablos Editor, 1975, p. 26.

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se hallaba exenta de perversidad y traición; no obstante, «ningún pen-sador antes de Maquiavelo se había propuesto enseñar el arte de esos crí-menes. Esas cosas se hacían, pero no se enseñaban».36 Con su voluntad de correr el velo que ocultaba en buena medida su objeto de estudio, el florentino conquistó un territorio previamente vedado por una inmen-sa y poderosa muralla de hipocresía y prejuicios, desvelando sin trabas crueles verdades. La operación intelectual de Maquiavelo fue, así, «casi sacrílega»,37 debido a su impacto sicológico, orientado a desmontar toda una tradición de enmascaramiento.

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Considerados ya los enfoques que enfatizan como logro fundamental de Maquiavelo la autonomía de la política, la distinción entre los ideales pagano y cristiano, la creación de un nuevo método de análisis, la arti-culación de una técnica del poder y la conquista de un más amplio espa-cio sicológico para la comprensión de la realidad, cabe ahora destacar el aporte de Antonio Gramsci como intérprete del florentino.

La argumentación de Gramsci es brillante y persuasiva. A su modo de ver, lo que da a El Príncipe su originalidad y su fuerza es su carácter de «libro viviente», de encarnación o ejemplificación histórica de lo que So-rel llamaba un mito, es decir, una ideología política que no se presenta como una abstracta utopía sino como fantasía concreta, «que actúa so-bre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su volun-tad colectiva».38 En otras palabras, según Gramsci, el logro primordial del pensador florentino es político-práctico, pues si bien ese príncipe o condottiero ideal no existía en la realidad histórica italiana de su tiem-po, Maquiavelo logra sin embargo darle forma a través de los elementos «pasionales y míticos» de la obra, invocando a un conductor «realmente existente». El logro de ese libro en particular, expresado en otros térmi-

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Ibid. Maquiavelo, El Príncipe, p. 456. Gramsci, p. 26.

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nos, consiste en delinear «cómo debe ser el príncipe para conducir un pueblo a la fundación de un nuevo Estado», y el proceso de formulación de ese programa para la acción política fundacional es desarrollado por Maquiavelo «con rigor lógico y desapego científico».39

La versión gramsciana del valor de El Príncipe rescata la importancia y significado del capítulo final del volumen, de esa «Exhortación para librar a Italia de los bárbaros», que ha intrigado y confundido a tantos intérpretes de la obra, y en la que Maquiavelo deja de lado la controla-da crudeza y frío realismo de su estilo para rogar a Dios que envíe, a su «desdichada Italia», un jefe «capaz de redimirla de la insolencia de los bárbaros».40 Gramsci tuvo la sensibilidad y perspicacia para apreciar en su justa dimensión ese aspecto clave del florentino: su vocación política y su compromiso personal con una causa:

... Maquiavelo mismo se vuelve pueblo, se confunde con el pue-blo, mas no con un pueblo concebido en forma «genérica», sino con el pueblo que previamente ha convencido con su libro, del cual procede y se siente conciencia y expresión, y con el que se identifica totalmente. Parece como si todo el trabajo «lógico» no fuera otra cosa que una autorreflexión del pueblo, un razo-namiento interno, que se hace en la conciencia popular y que concluye con un grito apasionado, inmediato. La pasión [...] se transforma en «afecto», fiebre, fanatismo de acción. He aquí por qué el epílogo de El Príncipe no es «extrínseco», «añadido» desde afuera, retórico, sino que por el contrario debe ser enten-dido como un elemento necesario de la obra o mejor, como el elemento que ilumina toda la obra y que aparece como su «ma-nifiesto político».41

El estilo de Maquiavelo, insiste Gramsci, no es el de un tratadista sis-temático como los del Medioevo, sino el de un hombre que aspira a im-pulsar la acción política concreta; su obra tiene, además, un propósito educativo: el florentino desea persuadir al pueblo, a la nación italiana, a la «democracia ciudadana» de la necesidad de tener un jefe «que sepa

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Ibid., p. 33. Ibid., p. 150.

Rafael del Águila, «Modelos y estrategias del poder en Maquiavelo», en Aramayo y Villacañas, eds., pp. 209-211.

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lo que quiere y cómo obtener lo que quiere y de aceptarlo con entusias-mo, aun cuando sus acciones puedan estar o parecer en contradicción con la ideología difundida en la época, la religión».42 Esa educación po-lítica no tenía el sentido negativo de crear «odiadores de tiranos», sino uno positivo, dirigido a reconocer determinados medios como necesa-rios, porque se aspira conquistar determinados fines. Si el pueblo italia-no quería lograr el fin de expulsar al invasor extranjero y establecer la unidad nacional, sólo tenía una opción política, la realista, y por lo tanto «era imprescindible estrechar filas a su alrededor y obedecer al príncipe que emplea tales métodos, pues sólo quien desea el fin desea también los medios idóneos para lograrlo».43

En síntesis, de acuerdo con Gramsci, el logro fundamental de Ma-quiavelo estuvo en articular una «filosofía de la praxis» política, que sir-vió de expresión a las corrientes históricas que en su tiempo pugnaban por conformar la unidad italiana, y a un Estado capaz de dar respuesta a los desafíos de la nueva etapa histórica, absolutista y nacionalista, que nacía en Europa.

La interpretación gramsciana intenta equilibrar los aspectos indivi-dualistas, centrados en la misión del condottiero, con el contexto colectivo de su acción, sustentada en el apoyo popular. En un orden de ideas has-ta cierto punto similar, Rafael del Águila desarrolla una perspectiva de gran interés analítico que contribuye a resaltar otras dimensiones del lo-gro maquiaveliano. Del Águila comienza por señalar que para buen nú-mero de sus intérpretes, el pensador florentino llevó a cabo una profunda transformación del saber político, a través de la elaboración de un mode-lo científico y estratégico de la acción. Según ese modelo, al que se ajus-tan las interpretaciones de Maquiavelo como un «técnico» de la política, lo importante es el cómo de la acción, independientemente del fin que se busque. Del Águila apunta que este modelo estratégico está vinculado a tres reducciones paralelas: la del individuo a mónada, la de la política a poder y la del poder a las estrategias de obediencia.44

La primera reducción choca de frente contra toda la tradición clási-ca y medieval, en las que el individuo se hallaba íntimamente ligado a la polis. De acuerdo con el nuevo modelo, el individuo está aislado y esa

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Sabine, p. 253. Jacobo Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia. Madrid: Akal, 1992, pp. 141-169. Ágnes Heller, sigue a Burckhardt en lo esencial en su excelente libro El hombre del Renacimiento. Barcelona: Península, 1994, pp.14-16, 81-84. Cabe, sin embargo, destacar que Burckhardt aprecia claramente que el Renacimiento fue una época de flujo constante en las relaciones humanas y el marco histórico de las mismas. Su «hombre sin amo», por tanto, actuaba en un contexto cambiante, y su seguridad no podía en todo caso ser total. Véase, en su obra citada, p. 411. Del Águila, p. 222.

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separación del resto se constituye en elemento definitorio de su libertad. La segunda reducción considera la política como un conjunto de fuerzas en tensión, éticamente arbitrarias y focalizadas en la conquista y man-tenimiento del poder. Por último, el modelo reduce el poder a una serie de estrategias dirigidas a asegurar el mando propio y la obediencia de los demás. El eje individualista de la teoría se centra en el «hombre sin amo», según la atinada frase de Sabine,45 y responde a una determinada inter-pretación del universo cultural renacentista, plasmada –entre otros au-tores– por Burckhardt, en su conocida obra sobre el tema. Allí, el gran historiador suizo presenta su tesis de la conversión del hombre en indivi-duo durante el Renacimiento, un «hombre universalmente polifacético», seguro de sí mismo y de su lugar en el mundo, desvinculado de las anti-guas tradiciones, carente de frenos y sin arraigo, ansioso de celebridad y gloria, y por encima de todo, hondamente egoísta.46

Del Águila admite que el modelo estratégico está reflejado en la obra del pensador florentino, en particular mediante la figura del «príncipe nuevo»; al mismo tiempo, no obstante, puede constatarse en Maquiave-lo una segunda fuente de inspiración y elaboración teórica, enraizada en el estudio de los clásicos y orientada hacia la preservación de fundamen-tales tradiciones republicanas:

Si el modelo estratégico [...] fuera el núcleo de la enseñanza maquiaveliana, sería de esperar que los súbditos, los ciudada-nos [...] fueran tratados [...] únicamente desde la perspectiva de la obediencia, la maleabilidad y la pasividad. Es cierto que hay momentos en que nuestro autor parece inclinarse hacia esa perspectiva [...] Pero no lo es menos que la comunidad de suje-tos virtuosos de la que Maquiavelo nos habla es aquella capaz de mantener un vivere civile e libero, esto es, aquella capaz de generar virtú a través de la pluralidad, la competición y el conflicto.47

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Erich Fromm, El miedo a la libertad. Buenos Aires: Paidós, 1974, pp. 62-86; Norbert Elias, El proceso de la civilización. México: Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 115-253.

Del Águila, p. 223. Maquiavelo, Discursos..., pp. 44-48.

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El segundo modelo, de «razones colectivas», ya no se basa en el «hombre sin amo» o «sujeto desatado» burckhardtiano, sino en la disci-plina cívica comunalmente definida y presente en una visión alternativa de la realidad del hombre en el Renacimiento. De acuerdo con esta vi-sión, articulada, por ejemplo, por Fromm y Elias,48 la desintegración de los lazos que unían a los individuos con sus papeles sociales no enfren-tó al hombre con la libertad, sino con el miedo y la inseguridad. Parale-lamente, el Estado moderno dio inicio a la expropiación paulatina del conjunto de poderes sociales y políticos anteriormente dispersos bajo el policentrismo del Medioevo. La combinación de estos procesos cierta-mente acrecentó la posibilidad estratégica de cálculo político, mas a la vez impulsó a los sujetos a aumentar su autocontrol, modular sus pa-siones, apegarse a normas capaces de brindarles mayor dominio sobre sí mismos y, en consecuencia, sobre el inestable y fragmentado mundo que les rodeaba:

El resultado de la ruptura con los valores tradicionales sería, pues, un aumento del autocontrol y de la autodisciplina [...] Y si esto es correcto, nada queda del sujeto indiferenciado, aisla-do, arbitrario y reversible del modelo estratégico. En su lugar empieza a hacerse explícita la aparición en la obra de Maquia-velo de un sujeto disciplinado, normado y regulado, capaz de acción política.49

Creo un tanto exagerado afirmar que ese sujeto inicial, plenamen-te individualista, «desaparece» del campo de visión maquiaveliano; no obstante, Del Águila tiene el mérito de resaltar la indudable presencia de otro «modelo» teórico en el florentino, que coexiste con el anterior y en-tra en tensión con éste; un modelo sustentado en una multiplicidad de sujetos «virtuosos» actuando conflictivamente de manera políticamen-te creativa.50 En el marco de este modelo queda minimizada la tendencia a dar primacía a un punto de vista único (el del sujeto indiferenciado) y a un fin arbitrario cualquiera, rescatando la posibilidad de dirimir los conflictos políticos dentro de esquemas institucionales y pluralistas.

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Dolf Sternberger, «Maquiavelo, maquiavelismo y política», en Dominación y acuerdo. Barcelona: Gedisa, 1992, p. 79. Ibid., p. 84. Nicolás Maquiavelo, Epistolario 1512-1527. México: Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 139.

En una línea interpretativa muy semejante se ubica un lúcido ensa-yo de Dolf Sternberger, quien comienza por preguntarse si el objeto de estudio con el que se enfrasca Maquiavelo en El Príncipe es «la política» en algún sentido, si tiene derecho a llevar ese nombre y legitimidad para ser incluido en el ámbito de la scienza politica o la filosofia della politica. En ese orden de ideas, el autor señala, para sorpresa de muchos, que el pro-pio Maquiavelo «no habló de política; nunca utilizó esta palabra cuando quería expresar qué tipo de ciencia, de teoría o de recomendación que-ría exponer y qué género de fenómenos o formas de comportamiento se había propuesto describir».51 De hecho, los términos política y político, como sustantivo o adjetivo, no se encuentran una sola vez en El Príncipe, a diferencia de los Discursos donde la palabra aparece cuatro veces, siem-pre como atributo y en relación con el sustantivo vivere, es decir, el vivir político o existencia política. Sternberger muestra que Maquiavelo contra-pone ese vivere politico a la potestá assoluta, es decir, a la tiranía, y distingue el regimen politicum del regimen despoticum. Dicho de otra manera, Ma-quiavelo restringe el uso del vivere politico a los ordenamientos de vida constitucional o civil, en el sentido aristotélico: «De acuerdo con sus propios conceptos, el Príncipe no tenía nada que ver con lo político. Tan poco como, según los conceptos de Aristóteles, la tyrannis tenía que ver con la politeia».52

El logro primordial de Maquiavelo –tal y como el propio pensador florentino lo expresó en una carta a su amigo Francesco Vettori en 1513– se centró entonces en desarrollar «el estudio del arte del Estado»; 53 así se denomina, argumenta Sternberger, la disciplina a la que pertenecen sus observaciones sobre las acciones de los grandes hombres de la An-tigüedad y del presente, las discusiones en torno a medidas adoptadas por los príncipes en su lucha por el poder y las reglas que de ello pueden derivarse; es decir, el estudio de la artesanía estatal. Esa disciplina es di-ferente de la scienza politica o filosofia politica, la cual –y según el todavía prevaleciente esquema aristotélico–, se ocupa de las formas de Estado, constituciones y tipos de gobierno. El «arte del Estado», como arte de la dominación, es una técnica, una techne más que un episteme, y El Prín-cipe, del mismo modo que el Arte de la guerra de Maquiavelo, fue escri-

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Ibid., 88. Pocock, p. 163.

Maquiavelo, El Príncipe, pp. 439, 245-246, 252-253; véase Wolin, p. 216.Heller, pp. 14-15.

Wolin, p. 216.

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to para ordenar conceptualmente esa técnica. Ahora bien, al desarrollar esa técnica, el pensador florentino se cuidó de distinguirla de la «políti-ca» entendida como vivere politico, a pesar de que en nuestro tiempo se haya prácticamente invertido el sentido de estos conceptos, y hoy día es-temos acostumbrados no tan sólo a asumir que política es justamente el arte de la dominación, sino también –y aún más paradójicamente– a atribuir al florentino un papel de primer orden en la creación de esa polí-tica «pura».54

Por último, quiero destacar la importante observación de Pocock de acuerdo con la cual la originalidad de Maquiavelo reside en su análisis de una «política deslegitimada».55 Esto se aplica fundamentalmente a algunos capítulos de El Príncipe, donde Maquiavelo desarrolla su «nue-va ciencia» como una alternativa al antiguo principio de legitimidad, prometiendo que: «Bien observadas las precedentes reglas, harán que un príncipe nuevo reine en sus estados con tanta seguridad como si los tuviese por herencia...».56 La nueva ciencia, por tanto, reflejaba una era de extrema movilidad social, un tiempo en el que «todos los conceptos relativos a las relaciones humanas se vuelven dinámicos», y la elección del propio destino «es sinónimo de posibilidad infinita».57 Maquiavelo sirvió entonces a los nuevos hombres «que se precipitaban en procura de poder, posición social y gloria», y su arte funcionaba como gran nivela-dor, «elevando la posición comparativa de quienes enfrentaban con su capacidad el derecho hereditario».58

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¿Qué conclusión podemos extraer de tan variadas opiniones sobre el lo-gro esencial de Maquiavelo? La más importante, a mi modo de ver, es que resulta estéril reducir ese logro a un aspecto singular, pues en reali-

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Quentin Skinner, «Meaning and Understanding in the History of Ideas», en James Tully, ed., Meaning and Context. Quentin Skinner and his Critics. Princeton: Princeton University Press, 1988, pp. 38-43. Burckhardt, p. 106. Renaudet, p. 200. Maquiavelo, Discursos..., pp. 245, 409, 412.

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dad la obra del florentino contiene una amplia riqueza de matices, con-quistas y derivaciones intelectuales. Por otra parte, no es legítimo pre-tender, casi que por la fuerza, que existe en Maquiavelo una coherencia absoluta que en verdad no está allí. Su obra no es un sistema cerrado y re-vela tensiones y contradicciones que son imposibles de ocultar. La «mi-tología de la coherencia» de que habla Skinner 59 es particularmente en-gañosa en el caso de Maquiavelo, quien fue radicalmente un hombre de su tiempo –una época fluida y de transición– y sobre quien con justicia Burckhardt se refirió en estos términos:

... entre todos los que afirmaban ser capaces de construir un Estado, Maquiavelo es, sin comparación, el más grande, pues siempre concibe las fuerzas disponibles como vivas y activas, sopesando las alternativas amplia y acertadamente y no bus-cando ni engañar a los otros ni a sí mismo [...] Pero el peligro que corren sus ideas no reside en una falsa genialidad o en su falsa exposición, sino en su poderosa fantasía, a la que sólo con gran esfuerzo consigue mantener a raya.60

La anterior me parece una correcta y lúcida apreciación de la natura-leza de un pensamiento, a ratos enigmático y en ocasiones inasible, que no se deja aprisionar por prefabricadas camisas de fuerza. Esta comple-jidad preocupa a no pocos intérpretes, que buscan a toda costa minimi-zar las tensiones entre El Príncipe y los Discursos, afirmando por ejemplo que el primero «sólo representa el trabajo de algunos meses, dedicados al estudio de una hipótesis ilusoria»; en cambio, los Discursos «expresan el pensamiento que sostuvo verdaderamente hasta su muerte».61 Seme-jante aseveración, aparte de aventurada, es al menos parcialmente des-mentida por las reiteradas referencias aprobatorias que hace Maquiave-lo en los Discursos con respecto a El Príncipe,62 referencias que sugieren que el autor colocaba ambas obras en un mismo plano teórico, aunque enfocado desde ángulos diversos. En tal sentido, considero acertada la posición de Strauss cuando sostiene que no tenemos razones para asu-

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Strauss, p. 29. Heller, p. 360. Véase también Strauss, pp. 132-134.

Maquiavelo, Discursos..., pp. 169-170. Maquiavelo, El Príncipe, pp. 259, 436.

Berlin, p. 56. Chabod, p. 223.

Renaudet, p. 274.

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mir de manera dogmática que el punto de vista verdadero de Maquiave-lo es el de los Discursos, y no el de El Príncipe.63

La lectura de ambas obras me ha hecho advertir tanto significativas similitudes como notorias tensiones, que con facilidad saltan a la vis-ta. Pienso equilibrado decir, como Heller, que los Discursos conforman una obra histórico-filosófica, con especial énfasis en las cuestiones de la práctica y el conocimiento políticos, en tanto que El Príncipe se focaliza sobre la técnica política y sus repercusiones sobre la moral y la manipu-lación.64 Tal vez la diferencia más notable entre estas obras se encuentra en la actitud del autor hacia el pueblo. En los Discursos nos dice que «un pueblo es más prudente, más estable y tiene mejor juicio que un prínci-pe», y «muchas más veces se equivoca un príncipe cegado por sus pasio-nes, que son mucho más abundantes que las del pueblo»; 65 sin embargo, en El Príncipe cambia marcadamente el tono,66 y el florentino adopta la postura del técnico del poder que observa a la gente como una mera ar-cilla, a ser manipulada y moldeada de acuerdo con sus deseos y propósi-tos. Ahora bien, en ambos textos se percibe un mismo eje conductor: la visión de una patria unida, poderosa, moralmente regenerada y victorio-sa, salvada bien sea por la virtú de un hombre o del conjunto de los ciuda-danos.67 Como dice Chabod, entre ambas obras existe una importante continuidad lógica, aunque el Estado que se refleja en los Discursos no tiene el carácter antropomórfico que adopta en El Príncipe.68

Parece, pues, lo más acertado admitir tanto las tensiones como las continuidades entre obras que recogen la sabiduría de un autor tan lleno de paradojas y contradicciones como su propio tiempo; y más bien que plantear la existencia de «dos planos» en el pensamiento del florentino

–el de «político positivo» y el de «poeta visionario»–,69 cabe reconocer que El Príncipe y los Discursos encarnan propósitos y perspectivas diver-sas, asumidos por un autor que contempla la vida colectiva con una sor-prendente mezcla de frialdad y pasión.

En gran medida, la obra de Maquiavelo puede entenderse como un denodado esfuerzo para colocar a Italia a la altura evolutiva de Francia

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J. L. Villacañas B., «Excepcionalidad y modernidad: Principe nuovo y vivere politico», en Aramayo y Villacañas, eds., p. 42. Citado en ibid., p. 19. Chabod, p. 57. Ibid., pp. 79, 91, 98.Heller, p. 349. Véase también Renaudet, p. 274; Strauss, pp. 67-68; Sabine, p. 257.

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como Estado nuevo.70 Intérpretes como Vivanti han considerado los Discursos como un manifiesto político dirigido a refundar la República italiana,71 mas éste es un señalamiento que también puede aplicarse al muy explícito capítulo final de El Príncipe. Lo cierto es que la Francia de la época se erguía como una fuerza transformadora y avasallante, dota-da del formidable instrumento de un «Estado nuevo», centralizado y ab-solutista, que exigía de sus vecinos medidas extraordinarias de resisten-cia. Pero Italia carecía de las necesarias fuerzas espirituales: «Una gran tradición, un alma grande para el Estado, era algo que el Medioevo ita-liano no había podido ofrecer [...] [no existía] ningún recuerdo con estir-pe que recogiera en sí la emoción del pueblo...».72

Sobre este último punto, es decir, sobre el acierto del diagnóstico que el florentino llevó a cabo en torno a la situación que entonces enfrentaba Italia, hay un acuerdo fundamental entre los analistas de su pensamien-to. No obstante, se presenta una interesante y esclarecedora diferencia entre, por ejemplo, Chabod y Villacañas, con relación a los remedios propuestos por Maquiavelo. Según el primero, luego de constatar las li-mitaciones de la fragmentada sociedad italiana de su tiempo para en-frentar el reto planteado por el poderoso Estado francés, Maquiavelo buscó una figura individual redentora, como expresión de virtud singu-lar y distante de la masa –a la que, presuntamente, situaba fuera de la reconstrucción del Estado– reduciendo así la energía política creadora al empeño del condottiero solitario. Se trataba, pues, de un gesto de des-confianza en el pueblo, ya implícito en la exaltación del príncipe y en la pretensión de depositar el futuro en manos de un redentor.73 El Príncipe, escribe Heller –y en ello sigue a Chabod–, constituyó un «desesperado grito de socorro, una llamada a los personajes, cuyos prototipos acaso hayan existido, mas carentes de grandeza».74 El error, sin embargo, es-tuvo en creer que un hombre aislado podría ser capaz de construir en el vacío, que serían suficientes los actos de una voluntad singular «para mantener en pie, incluso para reconstruir, lo que tenía que derrumbarse por la propia necesidad de las cosas, por la justa conclusión de una vici-

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Chabod, p. 93. Villacañas, pp. 20-21.

Ibid., pp. 22-23.

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situd histórica». Tal aspiración era «un sueño bello, audaz, formidable, pero sueño al fin».75

Con referencia a este aspecto, la interpretación de Villacañas es más sutil y original. A su modo de ver, la imagen de Maquiavelo como técni-co es el síntoma más preciso de su fracaso como teórico político, fracaso enraizado a su vez en su voluntad de «reconducir el fenómeno nuevo del Estado a categorías antiguas». El pensador florentino, acosado por el de-safío del moderno Estado francés, se dio a la tarea de entenderlo recon-duciéndolo a su viejo sueño republicano, operación que no podía sino desembocar en una decepción:

Mientras que en los Discursos se recopila el saber tradicional de los secretarios florentinos, acumulado en dos siglos de política republicana, en El Príncipe este saber del Estado [...] se pone se-lectivamente al servicio de una figura que, por sí misma, denun-cia el oportunismo de las épocas de transición: al servicio de un príncipe nuevo capaz de construir en Italia un Estado moderno como el francés. En esta contradicción se espera [...] que lo que no pudo realizar una ciudad que jamás logró ser una república potente, pueda lograrlo la figura, asistida por el antiguo saber, de un príncipe nuevo.76

Semejante intento, sostiene Villacañas, era «históricamente impo-sible»; Maquiavelo, expulsado del universo de la política práctica, ha-cía frente a las realidades del presente bajo la perspectiva –propia de un humanista– de los valores y lecciones de los antiguos. En la síntesis que emerge de su vocación política, de su ideal nacional, y de sus valores re-publicanos, domina la visión del ciudadano activo, del conductor vir-tuoso «que pone en acto los valores antiguos» por encima del moderno técnico del Estado. Ciertamente, la excepcionalidad de los tiempos re-clamaba la fijación técnica del príncipe, pero ello no nos autoriza a pro-yectar sobre Maquiavelo la comprensión actual de la técnica como mero medio. Debemos, más bien, entenderla –en el caso del florentino– como «medio indisolublemente unido a un fin». De allí que nos sea posible y justificado, en opinión de Villacañas, aseverar que no existe contradic-ción de fondo entre El Príncipe y los Discursos.77

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Maurizio Viroli, «Machiavelli and the Republican Idea of Politics», en Gisela Bock et al., eds., Machiavelli and Republicanism. Cambridge: Cambridge University Press, 1990, p. 168. Maquiavelo, Discursos..., p. 86. Villacañas, pp. 24-25.

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De acuerdo con el citado autor, Maquiavelo concibió la posibilidad de que un moderator –en palabras de Viroli, un «savio, bueno e potente ciutadino»–78 recuperase el orden cívico y derrotase la corrupción. No obstante, percibía las enormes dificultades del proyecto. Por tanto, la ta-rea tendría probablemente que ser emprendida por un hombre inmode-rado, dominado por la pasión, y en sí mismo malo, adecuándose a las circunstancias imperantes y sus impostergables reclamos. La clara con-ciencia del pensador florentino acerca de las tensiones y obstáculos de este planteamiento, a medio camino entre la pretensión de virtud cívica y las necesidades impuestas por la política práctica, se pone de manifies-to insuperablemente en los Discursos, cuando escribe lo siguiente:

Y como el reconducir una ciudad a una verdadera vida política presupone un hombre bueno, y volverse, por la violencia, prín-cipe de una ciudad presupone uno malo, sucederá rarísimas ve-ces que un hombre bueno quiera llegar a ser príncipe por malos caminos, aunque su fin sea bueno, o que un hombre malo que se ha convertido en príncipe quiera obrar bien, y le quepa en la cabeza emplear para el bien aquella autoridad que ha conquis-tado con el mal.79

La cuestión clave de la obra de Maquiavelo reside allí: ¿Cómo dar el salto desde el arte (técnica) del Estado al arte de la política, del vivere po-litico, del que aquél es solamente una parte y no exactamente la primor-dial? El dilema es ineludible, pues «el rasgo antropológico del ser huma-no que debe conquistar el poder es contradictorio con la finalidad de impulsar la reforma constitucional».80

¿Era factible la metamorfosis? Los nuevos tiempos exigían la concen-tración de la virtud en el príncipe, mas sólo su auxilio por parte del hu-manista –el papel que se atribuía a sí mismo el florentino– produciría el «pacto» entre poder y sabiduría, mando y valores, capaz de orientar la energía del condotiero hacia la empresa constructiva de creación de la civitas, del vivere politico. En resumen, si bien la violencia está en el ori-gen de la legitimidad, la misma puede tener un buen o mal uso. Como

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Maquiavelo, El Príncipe, p. 277. Ibid.

Sabine, p. 256. Ranaudet, p. 338.

García-Pelayo, p. 249. Heller, pp. 26, 326.

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escribió en El Príncipe, «se dice bien usada (si puede llamarse bueno a lo que es malo en sí mismo) cuando se emplea de una sola vez por la necesi-dad de afianzar el poder y después no se repite»; 81 en cambio, mal usada es la que «no teniendo grande importancia al principio va creciendo en vez de desaparecer». En otros términos, la violencia encuentra su legiti-midad en el contexto de la fundación del Estado o de la civitas, «procu-rando que, en cuanto sea posible, se convierta lo hecho en utilidad del pueblo».82 Esta inequívoca toma de posición nos conduce de nuevo al polémico tema de la relación entre ética y política en Maquiavelo.

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El ámbito donde usualmente se hacen las más aventuradas y simplifica-doras afirmaciones en torno a Maquiavelo es sin duda el que se refiere al papel de la moral en su pensamiento político. Resulta tan distorsionado sostener –a la manera de Sabine– que a Maquiavelo «no le interesaba sino un fin, el poder político»,83 como afirmar –en el caso de Ranaudet– que la ética el florentino «no se preocupa del individuo y su destino: sólo le pide que sirva al Estado».84 Ciertamente, Maquiavelo constató una profunda escisión entre las exigencias de la moral ordinaria, de raigam-bre cristiana, y las de la política vista como lucha por el poder. En tal sen-tido, y desde la perspectiva de esa moral tradicional, la «razón de Estado» maquiaveliana es «amoral». No obstante, asumida desde su propia lógi-ca –tal y como ésta se desarrolla en su obra– esa razón política significa «la construcción de una ética combativa»85 o, cabe mejor decir, de una «ética práctica» de la experiencia y el interés,86 preocupada ante todo por las consecuencias de los actos y propia de un tiempo en el que «una comunidad establecida y relativamente pequeña había dejado de poner

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Ibid. Ibid., p. 356.Ibid., p. 357. Sobre este aspecto, véase Maquiavelo, Discursos..., p. 409.

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trabas a la acción humana y por tanto de medir la validez o invalidez de los actos, pero también, por otro lado, donde el individuo tenía que en-contrar su terreno de acción moral en una situación en la cual los valo-res y los intereses se habían vuelto relativos y contradictorios».87 Heller describe con brillo el significado de este logro:

Así como la responsabilidad fue apoyándose cada vez más en las espaldas del individuo a consecuencia de la aparición de una sociedad no comunal, así Maquiavelo afirmó también la necesi-dad de que el individuo aceptase la responsabilidad de lo bueno y de lo malo, de que la humanidad llegase a su madurez moral, de la ética del riesgo. De forma paradójica, Maquiavelo formu-ló proposiciones que despertaban la conciencia de los hombres ante el carácter aventurado de sus propias acciones y, entre otras cosas, ante el hecho de que a menudo no pueden sino elegir en-tre un mal mayor y otro menor, y que en casos semejantes no hay dios ni ley que decida por ellos.88

En su empeño por destacar la presencia y relevancia de esa ética ma-quiaveliana, Heller llega a declarar que el florentino fue realmente un moralista, pues un cínico no reconoce valores, en cambio Maquiavelo sí lo hizo, reconociendo a la vez que la esfera de los valores no es homo-génea. Si bien es cierto que recomendaba el fingimiento, el disimulo y la violencia como admisibles técnicas en el campo político, alertó a que se tomase conciencia de que se fingía y se usaba la violencia, que esos medios eran malos en sí mismos, que debían exclusivamente utilizar-se cuando ello fuese realmente necesario y que no debíamos engañar-nos con la presunción de que hay «manos limpias» en política. Eso, dice Heller, «es todo menos cinismo»; 89 opinión con la cual concurre Wolin, para quien la «nueva ciencia» maquiaveliana estaba destinada a propor-cionar la base de una nueva ética política, derivada del conocimiento ob-jetivo de la realidad y centrada en la prudencia y la previsión. Dado que el engaño, el fraude y violencia son comúnmente ingredientes de la lu-cha por el poder, la nueva ciencia no podía efectuar mayor contribución

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Wolin, pp. 234, 239. Ibid., p. 241, 243-246.

Maquiavelo, Discursos..., pp. 56-63; El Príncipe, pp. 275, 285, 421; Aron, p. 71. Schmitt, p. 37.

Ritter, p. 68.

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que la de crear «una economía de la violencia, una ciencia de la aplica-ción controlada de la fuerza», orientada a proteger el límite que separa la creatividad política de la destrucción.90 Vale la pena citar in extenso lo que al respecto tiene que decir Wolin:

Al evaluar la economía de violencia de Maquiavelo, es fácil cri-ticarla como producto de la admiración de un técnico por los recursos eficaces. A un siglo como el nuestro, que ha presencia-do la eficiencia sin paralelo desplegada por los regímenes tota-litarios en el empleo del terror y la coacción, le resulta difícil ser tolerante a este respecto. Sería totalmente erróneo, sin embargo, ver en Maquiavelo el filósofo del himmlerismo; y la razón fun-damental de esto no es sólo que Maquiavelo consideraba la eco-nomía de violencia como medio para reducir la magnitud del sufrimiento en la condición política, sino que advertía con cla-ridad los peligros derivados de confiar su uso a los moralmente obtusos.91

En este orden de ideas, importa precisar la distinción maquiavelia-na entre el dictador republicano y el tirano: este último es una caricatu-ra, tanto del dictador que el Estado republicano designa en coyunturas críticas como del fundador del Estado, y merece su condena sin equívo-cos.92 La dictadura que aprueba Maquiavelo es la «comisarial», es de-cir, la institución temporal y limitada creada por la República romana «como un medio peculiar de la Constitución [...] para preservar la liber-tad» en medio de graves y apremiantes amenazas.93

En síntesis, a la pregunta de Ritter: «¿Tenía presente (Maquiavelo) al-guna imagen ideal de comunidad ética a cuyo servicio quisiese poner el Estado...?»,94 mi respuesta es afirmativa. Considero que una conside-ración rigurosa de la vida y la obra del pensador florentino pone de ma-nifiesto su ideal de una comunidad virtuosa, dedicada al vivere politico, según el ejemplo de la República romana en sus momentos de esplendor.

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Aron, p. 83. Maquiavelo, Discursos..., pp. 413, 127; El Príncipe, pp. 359, 436. Sternberger, p. 88.

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Uno de los más serios reproches que puede razonablemente hacerse a Maquiavelo tiene que ver con lo limitado de su visión sobre los complejos procesos que enrumban la marcha de la historia, con la relativa «pobreza»

–según el calificativo de Aron– de la realidad que su obra abarca.95 Por un lado, el pensador florentino concede escasa relevancia a las cuestiones so-cioeconómicas y su enfoque es primordialmente individual, con variable interés en aspectos institucionales. Por otra parte, su en extremo rígida concepción sobre una naturaleza humana perenne, de hombres «que tie-nen y tendrán siempre las mismas pasiones»,96 circunscribe en demasía una condición, la de nosotros los seres humanos, que al fin y al cabo está regida por un incesante proceso de transformaciones caracterizadas por la incertidumbre, la apertura al futuro y lo impredecible. Dicho de otro modo, podemos avanzar –y retroceder– en muchas direcciones; no po-demos anticipar y constreñir el ámbito de nuestras posibles necesidades y su cambiante prioridad, excepto en términos estrictamente biológicos y físicos, y no podemos conocer por adelantado lo que nuestros tempera-mentos y mentes pueden llegar a ser como resultado de nuestros conti-nuos experimentos con nosotros mismos.

Previamente en este estudio hice notar, al considerar un ensayo de Sternberger, que si bien tiene sustento aseverar que en la obra del flo-rentino la noción de lo político se enmarca básicamente en lo que tiene que ver con el vivere politico, en contraposición a la tiranía o potesta assolu-ta, llama la atención que a partir de Maquiavelo se haya producido «un cambio de significado fundamental, prácticamente una inversión de sentido» de lo político; hasta el punto de que «en la actualidad nos ha-yamos acostumbrado a concebir como “política” justamente aquel arte de la dominación o de la tiranía y que el autor de esta teoría [Maquiave-lo, ar] pueda ser llamado un clásico de la política, el descubridor de la política “pura”...».97 Carece de sentido, a mi manera de ver, atribuir a un determinado autor, llámese Maquiavelo, Hobbes, Rousseau o Marx, el conjunto de las consecuencias que puedan, en un sentido u otro, deri-varse de sus planteamientos primigenios; no obstante, pienso que en el

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Renaudet, p. 329. Interesa en este contexto transcribir el siguiente párrafo de Herbert Butterfield:

«Así como la tendencia general del sistema de Maquiavelo consistió en hacernos más consistentes y científicos en nuestra astucia y sagacidad políticas, de igual modo el efecto, y la

intención misma de sus planteamientos sobre la moral, fue limpiar el terreno para la aceptación más general del tipo de técnica política que trató de enseñar»; en The Statecraft of Machiavelli.

New York & London: Collier Macmillan, 1987, p. 85. Resulta evidente que aun Butterfield, un agudo estudioso del florentino, no reparó en algunas sutilezas de su «huidizo» pensamiento.

Renaudet, p. 331. Ritter, p. 62.

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caso de Maquiavelo y el «maquiavelismo» posterior –es decir, la radicali-zación y simplificación de sus fórmulas técnicas–, nos hallamos frente a una en no poca medida justificada «inversión de sentido», generada por el carácter «voluntariamente enigmático y huidizo»98 del pensamiento del florentino, así como por la notoria distancia que puede percibirse en diversos aspectos de sus dos principales obras, distancia que con facili-dad extravía a los lectores sin un cuidado especializado en su análisis.99

Cabe también señalar, como lo hacen Renaudet y Ritter, el aparente-mente escaso interés de Maquiavelo por articular con alguna precisión los derechos republicanos de los ciudadanos. Es bastante obvio que el florentino estuvo más ocupado de la fundación de un Estado nacional poderoso que del aseguramiento de los derechos de la gente. En palabras de Renaudet:

La única diferencia entre su política republicana y su política monárquica estriba en la diferente naturaleza que reviste esta colaboración común en pro de la grandeza y conservación del Estado: en el primer caso los ciudadanos están ligados a esta empresa en virtud de un deber de obediencia personal hacia el soberano; en el segundo, en virtud de un contrato teórico con-cluido entre iguales.100

Tampoco se hizo Maquiavelo la compleja pero apremiante pregunta acerca de cómo podría constituirse de nuevo la libertad republicana en un Estado tan violentamente restaurado como el que se vislumbra en El Príncipe, y hasta en algunas secciones de los Discursos.101

A lo anterior interesa añadir la certera observación de Villacañas so-bre la declarada hostilidad de Maquiavelo al cristianismo, emoción pro-funda que impidió al florentino comprender la relevancia e influencia

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de formas culturales impregnadas por la tradición cristiana en la cosmo-visión del hombre europeo, y cuyas repercusiones históricas estaban a punto de manifestarse con renovada intensidad. Maquiavelo, el patrio-ta italiano, redujo el cristianismo al Papado y «no entendió lo que signi-ficaba la reforma [protestante, ar] como revitalización y metamorfosis del espíritu cristiano [...] De esta manera, en la medida en que pensó que el destino de la política tenía que pasar por el abandono del cristianismo, Maquiavelo no estaba en condiciones de entender los procesos de su in-mediato futuro».102 El ejemplo de Cromwell, entre varios, ilustra con ine- quívoca claridad lo que Villacañas reprocha al florentino.

Estos cuestionamientos son significativos y revelan carencias en oca-siones muy obvias de una obra que, sin embargo, representa un hito fun-damental en la historia del pensamiento político de Occidente. Es una lástima que la reputación negativa de Maquiavelo haya extendido en tantas oportunidades un manto de simplificación sobre su pensamiento, pero tal situación –como espero haber mostrado– posee rasgos de inevi-tabilidad, pues se requiere una consideración detallada del legado teóri-co del florentino para escapar de la imagen unilateral que han labrado el paso del tiempo y el impacto de las polémicas. Ese tipo de consideración pertenece al estrecho ámbito académico, que poco puede hacer contra las percepciones mayoritarias de nuestra cultura de masas.

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Thomas Hobbes fue un pensador acosado por la amenaza del desorden y la violencia políticos, por la anarquía y el caos implícitos en el marco de una existencia carente de reglas y controles. Su peor pesadilla se centra-ba en los riesgos que la sedición planteaba a la estabilidad social y la au-toridad política, y tal era su temor a esos males que extendió al máximo posible el concepto de «sedición», hasta abarcar con ello todos los sínto-mas de pluralismo de ideas y diversidad de opiniones en la sociedad.

Dicho de otra manera, en el pensamiento de Hobbes se pone de ma-nifiesto una tendencia dominante hacia la homogeneización de las con-cepciones del mundo, de la vida y de la política, homogeneización en-tendida como requerimiento imperioso para lograr la tan ansiada paz

–o, más bien, seguridad de la supervivencia de cada cual–, objetivo su-premo, desde su perspectiva, del orden político.

Varios pasajes clave de sus obras nos permiten apreciar esa tendencia, así como el modo en que Hobbes aborda el problema de la construcción del orden a través de la creación de un lenguaje único y común para la convivencia. En el capítulo xi del Leviatán leemos que:

La ignorancia de la significación de las palabras, es decir, la falta de comprensión, dispone a los hombres no sólo a aceptar, con-fiados, la verdad que no conocen, sino también los errores y, lo que es más, las insensateces de aquellos en quienes se confía; porque ni el error ni la insensatez pueden ser descubiertos sin una perfecta comprensión de las palabras [...] De esa misma ignorancia se deduce que los hombres dan nombres distintos

La libertad política como disposición al riesgo:

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Thomas Hobbes, Leviatán. México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 83. Ibid., p. 84

a una misma cosa, según la diferencia de sus propias pasiones. Así, quienes aprueban una opinión privada, la llaman opinión; quienes están inconformes con ella, herejía; y aun herejía no significa otra cosa sino opinión particular, sino que con un ma-yor tinte de cólera.1

Más adelante, en la misma sección del libro, Hobbes compara la di-versidad de actitudes de la gente frente a los postulados de la geometría, por un lado, y de la política por otro, y llama la atención –en lo que, a mi modo de ver, constituye uno de los avances teóricos fundamentales de su pensamiento– sobre el papel del interés en la definición de las opiniones:

... a medida que [los individuos] se hacen fuertes y tercos, apelan de la costumbre a la razón, y de la razón a la costumbre, según lo requiere su interés, apartándose de la costumbre cuando su interés lo exige, y situándose contra la razón tantas veces como la razón está contra ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo justo e injusto sea objeto de perpetua disputa, por parte de la pluma y de la espada, mientras que la teoría de las líneas y de las figuras no lo es, porque en tal caso los hombres no consideran la verdad como algo que interfiera con las ambiciones, el provecho o las apetencias de nadie.

De inmediato, sin embargo, Hobbes rectifica este planteamiento, re-incorporando para la argumentación la noción crucial de interés, e inter-pretándola como componente medular de la opinión:

En efecto –escribe– no dudo que si hubiera sido una cosa con-traria al derecho de dominio de alguien, o al interés de los hom-bres que tienen este dominio, el principio según el cual los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos ángulos de un cuadrado, esta doctrina hubiera sido si no disputada, por lo menos suprimida, quemándose todos los libros de Geometría, en cuando ello hu-biera sido posible al interesado.2

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Con dos excepciones: el deseo de escapar a la humillación y el miedo a la condenación eterna, motivos que son admitidos por Hobbes como lo suficientemente poderosos para, en ciertas circunstancias,

llevarles a aceptar la muerte voluntariamente. Véase Thomas Hobbes, The Elements of Law. Oxford-New York: Oxford University Press, 1994, pp. 77-81, 93-99, 103-108. En el Leviatán el tema es abordado en pp. 121-122.

Hobbes, Leviatán, pp. 73-77.

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Esta constatación hobbesiana acerca de la primacía del interés sobre la razón, tiene enorme importancia para su sistema maduro de pensa-miento y contrasta con el más notorio racionalismo de obras anteriores al Leviatán, en las que la posibilidad misma de un orden estable y du-radero se hace descansar sobre la presunción de que los seres humanos actuarán racionalmente para preservar sus vidas, siendo esa preservación de la vida –como indiqué antes– el objetivo supremo del orden político en el esquema teórico hobbesiano. Lo irracional, por tanto, lo que en el esquema hobbesiano es caracterizado como irracionalidad en política, consiste en no actuar según lo ordena ese principio, asumiendo todas las consecuencias que del mismo se desprenden: por encima de todas, la aceptación de una autoridad política absoluta, de un «Leviatán».

¿Qué pasa con todo este planteamiento inicial de Hobbes si, como claramente queda sugerido en su principal tratado, no es posible confiar en la razón humana?; ¿si –en otros términos– el interés y/o las pasiones nos desvían consistentemente de lo que la razón nos ordena?

El edificio del orden hobbesiano se levanta sobre el miedo a la muerte violenta como motivación esencial de la conducta de las personas. En su obra temprana, la hipótesis de que los seres humanos en general podrían no temer a la muerte violenta (propia del estado de naturaleza anterior a la creación del «cuerpo político») como el peor de los males, no es si-quiera tomada en cuenta; 3 no obstante, tanto en sus primeros tratados como en el más elaborado Leviatán, Hobbes enfrenta una desafiante di-ficultad: ¿Qué hacer si, como de hecho ocurre, numerosas personas que consideran en efecto la muerte violenta como el peor de los males, sin embargo no actúan en consecuencia, es decir, no adoptan las medidas y previsiones que la razón señala? ¿Qué hacer ante la irracionalidad hu-mana?

En la primera exposición sistemática de su pensamiento político (The Elements of Law, 1640), Hobbes atribuyó a los abusos del lenguaje, a la ar-bitrariedad, engaño y enmascaramiento que las palabras son capaces de generar, el pernicioso resultado de extraviar a los hombres, ensombrecer su mente y desviarles de su supremo objetivo.4 Esta patología mental

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David Johnston, The Rhetoric of Leviathan. Princeton: Princeton University Press, 1986, pp. 94-95. Hobbes, The Elements..., p. 82. Hobbes, Leviatán, p. 33. Johnston, p. 95. Hobbes, Leviatán, pp. 19-2o.

erosiona la posibilidad de que los individuos respondan adecuadamen-te a la amenaza de la sanción, en particular a la amenaza de muerte vio-lenta, trastocando así el pilar fundamental en que deben descansar, se-gún Hobbes, el poder soberano y el orden político.

Ahora bien, en esa obra, redactada más de una década antes del Le-viatán, se percibe en Hobbes, a pesar de todo, un cauteloso optimismo, ya que la razón es vista como un atributo integral y universal de la na-turaleza humana: 5 «La razón –sostiene allí Hobbes– es no menos una parte de la naturaleza humana que la pasión, y es la misma en todos los hombres».6 El concepto filosófico de la razón permanece inalterado en el Leviatán (1651), mas no así la confianza de Hobbes en su poder sobre los hombres. En su obra madura Hobbes afirma que la razón «no es sino cóm-puto (es decir, suma y sustracción) de las consecuencias de los nombres generales convenidos para la caracterización y significación de nuestros pensamientos...».7 Interesa observar, por cierto, la distancia entre la con-cepción hobbesiana de la razón como facultad calculadora, por una par-te, y por otra la noción platónica de la razón como facultad trascendente que permite al hombre captar la naturaleza verdadera de las cosas.8

En todo caso, y este es el punto que deseo resaltar, en el Leviatán se debilita notoriamente el anterior optimismo racionalista de Hobbes, y ya el autor deja de argumentar que la razón es un atributo compartido por todos los seres humanos. En lugar de ello, Hobbes sostiene que la razón es una facultad adquirida y no un don natural. La prudencia (que él distingue de la ciencia) como presunción del futuro basada en la ex-periencia del pasado, no necesita otra cosa para su ejercicio sino «haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos»; la razón, no obstante, requiere ser adquirida e incrementada «por el estudio y el trabajo».9 Este postulado, como veremos, impone una misión ideológico-cultural al so-berano, que ya no puede confiar en que el mero uso de una supuesta «ra-zón natural» será capaz de abrir los ojos a los seres humanos en cuanto a la naturaleza de su verdadero interés.

¿Qué pudo haber llevado a Hobbes desde el cauteloso optimismo so-bre el poder de la razón, expuesto en su primer tratado sistemático en

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Ibid., pp. 60-61. Ibid., p. 9.

Sheldon S. Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», en Mary G. Dietz, ed., Thomas Hobbes and Political Theory. Lawrence: Kansas University Press, 1990, p. 32.

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materia política, hasta el evidente pesimismo del Leviatán? Según afir-ma Johnston, es plausible presumir que la turbulencia experimentada por Inglaterra durante la década siguiente a 1640, la guerra civil y el tu-multuoso período de gobierno parlamentario posterior a la derrota de la monarquía empujaron a Hobbes a reexaminar sus perspectivas iniciales, un tanto complacientes, sobre la capacidad de sus semejantes para dis-cernir los dictados de la razón. Sea como fuere –y la tesis de Johnston me parece aceptable–, el cambio en su punto de vista tuvo muy significati-vos efectos sobre su teoría política.

En primer lugar, los cimientos del modelo de hombre racional hobbe-siano se agrietaron severamente. El sistema hobbesiano, en una etapa inicial, asumía que la razón era una capacidad natural y la racionalidad un estado mental «normal», susceptible no obstante de ser distorsio-nado por la retórica y otras trampas del lenguaje. En el Leviatán, como apunté previamente, esta premisa ya no tiene igual validez;10 se hace pa-tente para Hobbes que –en sus palabras– «el conocimiento de lo que es bueno para su conservación [...] es más de lo que el hombre tiene»,11 y por lo tanto la razón debe ser cultivada y cuidadosamente nutrida, para que responda a las exigencias del orden. Esta realidad, en segundo lu-gar, y como ahora discutiremos, demanda del soberano hobbesiano algo más que la mera creación de un orden lingüístico, como medio de homo-geneización o uniformización del contexto ideológico en la sociedad.

Si bien el orden lingüístico conserva su indudable relevancia en el es-quema de Hobbes, tal y como es desplegado en el Leviatán, la constata-ción de las notables limitaciones de la racionalidad impone al soberano llevar a cabo una transformación cultural, que asegure que los indivi-duos fijen férreamente en sus mentes la prioridad de su propia preserva-ción, lo que a su vez exige la obediencia estricta a la fuente de autoridad política. Para ello se requiere estimular un nuevo «culto político», un culto que instruya a la gente en opiniones que las dispongan al someti-miento.12 La interrogante que debe responderse es entonces: ¿Creyó Ho-bbes que esa transformación cultural podría eventualmente hacer racio-nales a los hombres, o culmina toda su elaborada construcción teórica en la postulación de un modelo de descarnado despotismo, sustentado

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Yves Charles Zarka, Hobbes y el pensamiento político moderno. Barcelona: Herder, 1997, p. 56. Hobbes, Leviatán, p. 37.

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en la ignorancia y no en el conocimiento, en el silencio y no en la comu-nicación?

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Los fantasmas de la pluralidad y choque de múltiples opiniones, semi-llas –a su modo de ver– de la sedición y raíz de la anarquía, condujeron a Hobbes a imaginar un modelo de conducta racional, un «tipo ideal» hu-mano de naturaleza prescriptiva, que sin embargo contrastaba de ma-nera inequívoca e inmediata con una realidad caótica. Así como le ate-nazaba la amenaza del desorden, Hobbes buscó con igual intensidad un ancla, una roca sólida a la que atar a sus congéneres para que garantiza-sen su supervivencia. Para ello tenía que convencerles sobre lo que es ver-dadero, sobre lo que la razón dicta. De allí que su obra, muy en particular el Leviatán, se encuentre escindida por una curiosa tensión entre, por un lado, el esfuerzo de edificar en el plano teórico ese modelo racional, y por otro su recurrente pesimismo acerca de la validez práctica del modelo teórico, en vista de la terca y engorrosa irracionalidad humana.

La presencia de esa tensión ha extraviado en alguna medida a distin-guidos intérpretes de Hobbes, que colocan todo el énfasis sobre su pre-sunta «fe en la razón», pero pierden de vista que la misma acabó por ser muy precaria y endeble. Si bien es cierto que «la eficacia práctica de la filosofía política en Hobbes, se apoya en la idea de que el uso y el desarro-llo de la razón [...] son el medio más seguro de mantener la estabilidad del Estado...»,13 no lo es menos que Hobbes desespera sobre el potencial real de la razón para lograr los elevados propósitos que le asigna en su es-quema teórico, ya que, como escribe en el Leviatán: «La mayor parte de los hombres, aunque tienen el uso de razón en ciertos casos [...] les sirve de muy poco en la vida común...».14

El inmenso esfuerzo teórico de Hobbes se focaliza entonces sobre la meta de elevar la política al rango de una ciencia, a la manera de la geo-

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Ibid., p. 170. Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1973, p. 270.

Citado en ibid. Ibid., p. 279.

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metría, una ciencia capaz de enfrentar a los hombres con verdades infa-libles y convertir tales verdades en reglas para una convivencia estable: «La destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas nor-mas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no (como en el jue-go de tenis) en la práctica solamente: estas reglas, ni los hombres pobres tienen tiempo ni quienes tienen ocios suficientes han tenido la curiosi-dad o el método de encontrarlas».15

Esta es la promesa de Hobbes: descubrir esas reglas y persuadir a los demás sobre el imperativo de aceptarlas. Obviamente, se trata de una promesa inmensa, de una maravillosa esperanza, de un titánico y casi heroico objetivo. Lamentablemente, las enormes expectativas que un lector de Hobbes cultiva al leer sus textos, se derrumban estrepitosa-mente al alcanzar el nivel de las conclusiones. Como con cierto cinismo señala Wolin, toda la argumentación hobbesiana «parece concluir, no en una explosión, sino en un chisporroteo».16 El logro de la filosofía polí-tica no es otro, finalmente, que el de proporcionar algunos beneficios ne-gativos. Según Hobbes, «La utilidad de la filosofía moral y civil debe ser calculada, no tanto por los bienes de que gozamos por conocer esas cien-cias, sino por las calamidades que nos acontecen por no conocerlas».17 Wolin califica este resultado como un «anticlimax», y en cierto sentido lo es, si se toman en cuenta las exaltadas metas inicialmente esbozadas por el autor del Leviatán.

Hobbes procura hallar un fundamento científico para la política, pero tropieza con obstáculos insuperables encarnados tanto en la natu-raleza misma del lenguaje político (que se nutre del vocabulario común y de la comprensión común), distinto al de las ciencias puras (que se des-vinculan de ese vocabulario y de los modos de pensamiento familiares para la comprensión común),18 como en el siempre presente residuo de irracionalidad (lo que Hobbes concibe como tal), que forma parte indi-soluble de lo humano. Debido a estas barreras, Hobbes termina por con-ceder a la filosofía política el fin primordial de buscar la paz, así sea a costa del adelanto científico, y aun cuando semejante propósito exija la uniformización despótica del espacio social e intelectual.

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Zarka, p. 126; véase también pp. 92-96, 124-125, 150-151; Wolin, Política y perspectiva, pp. 272-275. Wolin, ibid., p. 276. Thomas Hobbes, Behemoth, or the Long Parliament. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1990.

La primera fase del intento hobbesiano de uniformización se cen-tra en el lenguaje. Así como existen reglas que gobiernan el uso de ideas, conceptos y términos entre los geómetras, también deben crearse reglas o proposiciones específicas para la existencia política, terreno donde el lenguaje se caracteriza por una caótica ambivalencia cargada de incon-trolable subjetividad. En esta Torre de Babel cada cual inventa signifi-cados, las palabras se distorsionan, las interpretaciones se multiplican y anarquizan constantemente bajo la influencia de las pasiones y los inte-reses humanos, generando una proliferación de equívocos y malenten-didos que desembocan en guerra, que es, en su esencia, «una inflación no dominada de los signos».19 Wolin, a quien debo citar acá, indica con su acostumbrada lucidez:

La descripción del estado de naturaleza como un estado de sub-jetividad, y no simplemente como la ausencia de un poder so-berano, indica la creencia de Hobbes de que la disolución de la soberanía era más un efecto que una causa del colapso social. Representaba la culminación de un constante aumento del de-sacuerdo en cuanto a los significados comunes y fundamenta-les, y en tal sentido nos permite ver qué precaria era, para Ho-bbes, la distinción entre estado de naturaleza y sociedad civil, y qué profunda la marca de las condiciones contemporáneas [de multitud de sectas y doctrinas en radical confrontación, ar] so-bre su pensamiento.20

Tiene gran importancia la observación inicial de Wolin, en el párra-fo antes transcrito, sobre la consideración hobbesiana del estado de na-turaleza como una situación que incluye, pero también sobrepasa, la inexistencia de un poder soberano. La lectura cuidadosa del Leviatán, y con mayor claridad aún la del Behemoth (1668) de Hobbes –obra en la que aplica sus teorías al caso de la guerra civil inglesa–,21 muestra que el autor percibió el horizonte de su época, es decir, el quiebre de la auto-ridad política tradicional y el surgimiento de una casi absoluta libertad religiosa como el descenso a una especie de caos primordial, a un estado

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Johnston, p. 207. Wolin, Política y perspectiva, p. 277.

Hobbes, Leviatán, p. 562.

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de naturaleza todavía más original, primario y sustantivo que el deriva-do de un simple cambio de mando político. El panorama social percibi-do por Hobbes se le presentaba como el derrumbe no solamente de un determinado esquema de autoridad política, sino de modo más radical como la implosión de todo un sistema de creencias y convenciones so-ciales, ideológicas y lingüísticas que hacían retroceder la civilización a un abismo de oscurantismo, a un territorio de indescifrable patología cultural.

De allí que, si bien en ocasiones –y debido a su intenso deseo de de-mostrar la necesidad de que la soberanía sea absoluta– Hobbes parece considerar toda fragmentación de esa soberanía como un caos igual-mente absoluto, pienso que un más ponderado análisis nos indica que en Hobbes se perfila una relevante distinción entre, de un lado, los quie-bres «ordinarios» de un mando político, y de otro lado lo que podríamos denominar –siguiendo a Johnston– el «colapso de la infraestructura cultural de la autoridad política».22 Este segundo tipo de casos incluye la experiencia de desgarramiento social vivida por Hobbes, experiencia que le llevó, en primer término, a apelar a una razón que pronto reveló sus carencias; en segundo lugar a hacer del soberano un «Gran Defini-dor» de los significados del lenguaje, con la tarea de «crear un univer-so político de significado inequívoco»;23 y finalmente, y ante las insufi-ciencias de la «política científica», a proponer sin ambigüedad alguna el establecimiento de un despotismo provisto de la misión de educar para la sumisión, pues, en sus palabras, «sin tal poder arbitrario semejante estado de guerra será perpetuo».24

La distinción entre el quiebre ordinario de una estructura de mando político y el tipo de colapso ideológico-cultural frente al que Hobbes reac- ciona es útil para colocar un adecuado énfasis sobre la verdadera impor-tancia que tiene, dentro del marco intelectual hobbesiano, la reforma y transformación cultural de la sociedad, a través de un proceso de educa-ción/adoctrinamiento dirigido a amoldar a los hombres a un régimen de pasiva y segura obediencia. Ahora bien, el desarrollo del pensamiento de este autor pone de manifiesto la futilidad de su pretensión de llevar a cabo ese proceso con base en una «política científica».

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Zarka, p. 129.Wolin, Política y perspectiva, p. 278. Hobbes, Leviatán, p. 236. Wolin, Política y perspectiva, p. 279.

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Según Hobbes, como ya hemos visto, la superación del caos originado en la ignorancia, torpeza, superstición e ingenuidad de la mayoría, y en la demagogia y poder persuasivo de los sediciosos, requería sustituir la confusión de las normas y significados privados por las reglas del sobera-no, encargado de adjudicar el significado de derechos y deberes, así como de separar rígidamente «la producción de los signos por los particulares y la interpretación que en lo sucesivo compete a lo político».25 En políti-ca, por lo tanto, lo racional y lo objetivo eran lo general, común y aplica-ble en virtud de tener su origen en una autoridad públicamente reconoci-da. La verdad política, en consecuencia, «no era una cualidad intrínseca, sino una función de las exigencias de paz y orden».26 Razón y verdad, a no dudarlo, se vinculan finalmente en Hobbes con la certidumbre, no con alguna «validez intrínseca» (científica o divina), pues como escribe en el Leviatán: «… todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que se declara como tal por las leyes del Estado»;27 y podría-mos parafrasearle así: «… todos los súbditos están obligados a obedecer como ley científica la que se declara como tal por las leyes del Estado». El arbitrio del soberano, no una verdad incuestionable, tenía que admitirse como criterio definitivo, si es que se quería evitar el peligro de un renacer de la subjetividad. Al respecto Wolin elabora este decisivo pasaje:

Como esto no garantizaba que el juicio del soberano no pudie-ra ser caprichoso, mal aconsejado e informado deficientemente, significaba sacrificar todas las señales tradicionales de la razón, introduciendo en su lugar los criterios de definición y puesta en práctica. Desde esta perspectiva, el logro del hombre al domi-nar la naturaleza política había originado un ámbito de signifi-cados políticos cuya única garantía de coherencia era un acto de poder. En el fondo, entonces, un profundo irracionalismo im-pregnaba la sociedad de Hobbes, ya que el soberano podía asig-nar a los significados públicos el contenido que él deseara.28

El modelo racionalista hobbesiano chocaba frontalmente contra una subjetividad –semillero de intereses y pasiones– que era capaz no sola-

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29Hobbes, Leviatán, p. 586.

mente de impedir de modo recurrente la homogeneización del lenguaje político, sino también de hacer necesaria la absoluta arbitrariedad del soberano, y hasta de colocar la «ciencia» (como eventualmente ocurrió bajo los sistemas totalitarios del siglo xx, comunismo y nazismo) al ser-vicio de los imperativos del poder.

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En la primera sección de este estudio formulé la siguiente pregunta: ¿Creyó Hobbes que una transformación cultural inducida por un sobe-rano arbitrario podría hacer racionales a los hombres; o culmina su com-pleja construcción teórica, presuntamente animada por la verdad cien-tífica, en la propuesta de un descarnado despotismo, sustentado en la ignorancia y no en el conocimiento?

El camino hasta acá recorrido nos permite afirmar que existe una es-pecie de «falla geológica» en el propio epicentro del esquema intelectual hobbesiano, falla que tiene que ver con la irresoluble tensión entre su modelo descriptivo del hombre (es decir, los seres humanos tales como son realmente), que le pinta como un ser insensato, ignorante, ingenuo y supersticioso, y otro modelo «racional» de un ser caracterizado por el calculado egoísmo de sus decisiones y la frialdad en la consideración de sus intereses. Este segundo modelo es consustancial a la filosofía polí-tica de Hobbes a todo lo largo de su desarrollo y constituye la base de su aseveración, en el párrafo final del Leviatán, según la cual su único desig-nio al redactar la obra fue «poner de relieve la mutua relación existente entre protección y obediencia, a los ojos de aquellas personas a quienes tanto la condición de la naturaleza humana como las leyes divinas [...] requieren una observancia inviolable».29 El primer modelo descriptivo, sin embargo, se mueve como una especie de fantasma y actúa como una «bomba de tiempo» en el esquema de Hobbes, como un incontrolable artefacto que estalla cuando menos se le espera, y vuelve añicos la cuida-dosamente construida represa de contención con la que Hobbes procu-raba controlar las pasiones e intereses de sus congéneres.

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Johnston, pp. 121-122. Hobbes, Leviatán, pp. 106-117.

¿Por qué Hobbes, que no se engañó con respecto a las ineludibles li-mitaciones de la racionalidad humana, perseveró sin embargo en plan-tear un modelo que parecía desbordar nuestras capacidades? Sostiene Johnston que Hobbes se aferró a su modelo racional debido a que creyó que, con el tiempo, e inducidos por un proceso de educación/adoctrina-miento promovido por el soberano, los seres humanos llegarían a ajustar su conducta, al menos en gran medida, a la fórmula «salvadora» con que Hobbes quiso enfrentar la amenaza encerrada en el criterio privado y li-bertad de cada cual. La esperanza de Hobbes, en otros términos, se sus-tentaba «en la premisa de que la irracionalidad que parecía caracterizar el comportamiento humano en el presente, no era un rasgo esencial ni permanente de la naturaleza humana».30

Si bien es cierto que Hobbes, luego de analizar el problema de la anar-quía de significados en el plano lingüístico, y de intentar basar cientí-ficamente su teoría, también planteó la necesidad de llevar a cabo un proceso de transformación cultural que asignaba al soberano la tarea de moldear a los hombres y convertirles en seres obedientes («raciona-les», en el sentido hobbesiano del término); si bien –repito– todo ello es cierto, no creo que tenga real asidero la tesis según la cual Hobbes si-guió convencido (al menos no ya a las alturas del Leviatán) de que la irra-cionalidad no es rasgo permanente de nuestra naturaleza. Pienso, por el contrario, que Hobbes acabó por desalentarse con relación al poten-cial humano para suprimir la –en su opinión– funesta tendencia a no someterse a un poder arbitrario y homogeneizarse con los demás, hasta el punto de concebir su perspectiva de conducta humana ideal a mane-ra de analogía con el comportamiento físico de los cuerpos en el mundo natural (no humano) y sus relaciones causa-efecto. El hombre debía en-tonces ser sometido por las «leyes naturales», entendidas como reglas generales de la razón, cuya observancia se hace necesaria si es que aspira-mos alcanzar la paz social, y ello de manera análoga a las leyes de la natu-raleza que dictan el orden a los objetos físicos.31

La dificultad para Hobbes adopta siempre la forma de una muy sim-ple constatación: los seres humanos mantienen, como parte de su natu-raleza, un área o zona de subjetividad en sí mismos que no es susceptible de pleno control. Hobbes lo admite en el Leviatán cuando sostiene que:

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Ibid., p. 42. Ibid., p. 125. Y en The Elements of Law leemos que el soberano debe «extirpar

de las conciencias de los hombres todas esas opiniones que parezcan justificar u otorgar alguna pretensión de justicia a las rebeliones», ob. cit., p. 176.

Hobbes, Leviatán, p. 279.

«Como la constitución del cuerpo humano se encuentra en continua mu-tación, es imposible que las mismas cosas causen siempre en una misma persona los mismos apetitos y aversiones; mucho menos aun pueden co-incidir todos los hombres en el deseo de uno y el mismo objeto».32

Esta infranqueable realidad daba origen a la misión educativa del so-berano, orientada a asimilar en lo posible la conducta humana a la de los cuerpos naturales. En función de ese objetivo, Hobbes formuló una «quinta ley de la Naturaleza», que denominó «complacencia», y consis-te en que «cada uno se esfuerce por acomodarse a los demás». Esta ley te-nía precisamente el propósito de superar la «diversidad de afectos» entre los hombres, «algo similar a lo que advertimos en las piedras que se jun-tan para construir un edificio». Ahora bien:

... del mismo modo que cuando una piedra con su aspereza e irregularidad de forma, quita a las otras más espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza resulta difícil hacerla plana, lo cual impide utilizarla en la construcción, es eliminada por los constructores como inaprovechable y perturbadora; así tam-bién un hombre que, por su aspereza natural, pretendiera rete-ner aquellas cosas que para sí mismo son superfluas y para otros necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser abandonado o expulsado de la sociedad como hos-til a ella [énfasis ar].33

Es bastante evidente, como muestran párrafos similares al previa-mente citado, que Hobbes tenía plena conciencia de la aspereza de espí-ritu de sus congéneres, y todo el capítulo xxx del Leviatán pone de ma-nifiesto que, de acuerdo con su autor, esa irracionalidad exigía un muy severo proceso de implantación de «verdades» en las tercas y díscolas mentes de los súbditos. No se trataba tan sólo de que el soberano debía inducir al pueblo a recibir la instrucción requerida en las «doctrinas ver-daderas» –como por ejemplo «cuán grande falta es hablar mal [...] del so-berano [...] o argüir y discutir su poder»–,34 sino que había que cimen-

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Wolin, «Hobbes and the Culture of Despotism», p. 32. Hobbes, Leviatán, p. 279.Wolin, Política y perspectiva, p. 280. Es de interés constatar que Hobbes muestra en el Leviatán una actitud ambivalente sobre el posible efecto práctico de sus escritos. Por una parte, afirma que «no le interesa especialmente» que los mismos sean «advertidos por quienes tienen el poder de utilizarlos»; por otra parte, no obstante, expresa su «esperanza de que más pronto o más tarde, estos escritos míos caerán en manos de un soberano que los examinará por sí mismo [...] [y] convertirá esta verdad de la especulación en utilidad de la práctica», ob. cit., pp. 277, 303-304.

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tar un nuevo culto político que les estimulase y mantuviese en estado de sumisión.35 En esta tarea Hobbes depositaba su confianza, aunque con cierta cautela:

... si consideramos que al pueblo no puede enseñársele todo esto; ni aunque se le enseñe, lo recuerda; ni, después de pasada una generación, sabe de modo suficiente en quién está situado el poder soberano, si no destina parte de su tiempo a escuchar a quienes están designados para instruirlo, es necesario que se es-tablezcan ocasiones en que las gentes puedan reunirse y [...] ser aleccionados acerca de sus deberes...36

Resulta obvio que Hobbes no depositó finalmente demasiadas es-peranzas en la racionalidad de los seres humanos, y tomó las necesarias precauciones teóricas –a la manera de recomendaciones para su uso práctico– que protegiesen a los hombres de sus propios defectos. Su con-clusión es resumida así por Wolin: «… la única forma posible de traducir el conocimiento a una filosofía pública compartida [era] a través de su imposición por la autoridad y su aceptación por la ciudadanía».37

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He procurado mostrar en las páginas precedentes de qué manera el in-tento hobbesiano por dar forma a una «política científica se fundamen-ta en lo que no puede menos que calificarse como una visión ficticia de los seres humanos, tales y como somos realmente, a diferencia de cómo nos describe su modelo racional. Esta situación no se le oculta al autor

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Hobbes, Leviatán, p. 146. Hobbes, Behemoth, p. 16.

Sobre este punto, véase Mary G. Dietz, «Hobbes’s Subject as Citizen», en M. G. Dietz, ed., p. 96.Thomas Hobbes, De Cive. Man and Citizen. Indianapolis & Cambridge: Hackett

Publishing Co., 1991, p. 151. En el Leviatán nos dice que «la calamitosa situación de guerra contra todos los demás hombres [...] es el mayor mal que puede ocurrir en su vida...», p. 275.

De hecho, su discusión del mismo se presta a confusión; véase al respecto, Stephen Holmes, «Political Psychology in Hobbes’s Behemoth», en M. G. Dietz, ed., p. 147.

Leo Strauss, Natural Right and History. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1965, p. 196.

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del Leviatán, y por ello su obra se orienta hacia un esfuerzo de transfor-mación de esos seres humanos –de cambio en sus percepciones e ideas–, de modo de ajustarles a los requerimientos de un esquema de domina-ción absoluta. No se trata, entonces, de moderar el choque de intereses y opiniones, sino de suprimirlo.

En sus obras maduras, Hobbes pone de manifiesto una clara concien- cia del hecho de que «los actos de los hombres proceden de sus opinio-nes»,38 que «el dominio de los poderosos no tiene otro sustento que las opiniones y creencias de la gente».39 La estabilidad social y solidez de la autoridad política, en consecuencia, no dependen primordialmente –y a pesar de lo mucho que procura Hobbes, en diversos pasajes, sugerirlo así– del cálculo utilitario de los individuos o del uso de la fuerza como medio de control, sino de la internalización de ciertas creencias por parte de la gente.40 Esta constatación apunta hacia una cuestión central que consti-tuye un aspecto de suma debilidad dentro del esquema teórico hobbesia-no. Me refiero a su convicción según la cual, en sus palabras: «Ya que la razón declara que la paz es buena, se sigue por ello que todos los medios necesarios para alcanzar la paz son también buenos».41 Ahora bien, ni la conclusión está implícita en la premisa, ni sostener que la paz es buena nos obliga a afirmar igualmente que nada puede ser mejor que la paz. No sólo de paz vive el hombre, podríamos con certeza decir; también vive de libertad, por ejemplo.

El problema de la libertad no devela a Hobbes,42 aunque debe decir-se en su descargo que los tiempos turbulentos que le tocó vivir le impul-saron a focalizar sus reflexiones sobre lo que le parecía más apremian-te entonces, es decir, el cese de la violencia por motivos políticos. Como lo expresa Strauss, Hobbes «levantó la totalidad de su doctrina política y moral sobre observaciones referidas a un caso extremo»,43 el del im-pacto de una guerra civil. Dicho esto, sin embargo, la existencia de los hombres, de la mayoría de los seres humanos, buena parte del tiempo no

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Hobbes, Behemoth, p. 105. Ibid., p. 78. Holmes, pp. 145-146.

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está guiada por opiniones y creencias dirigidas exclusivamente, o aun primordialmente, hacia la búsqueda de una paz utilitaria por la que se esté dispuesto a sacrificar todo lo demás. Sin duda, el amor a la vida es un impulso poderoso del alma humana, pero en la realidad de las cosas se constata que muchos han estado, están y seguirán estando dispuestos a morir por muy diversas creencias, la mayoría de las cuales seguramen-te parecerían ilógicas y absurdas a un espíritu crítico como el de Hobbes.

En tal sentido, Hobbes no acertó en sus pronósticos sobre la situación de anarquía y caos que en su opinión se desataría en Inglaterra, si sus prescripciones despóticas no eran acogidas, y si «los grandes asuntos del reino fuesen exclusivamente debatidos, resueltos y transados en el Parlamento».44 Su idea según la cual el orden no podría ser restablecido a menos que los representantes populares se convirtiesen en meros co-rreos del monarca absoluto, llevando mensajes acerca de posibles quejas pero sin interferir en la política gubernamental,45 tampoco se hizo reali-dad. En la práctica, los crecientes controles constitucionales a la autori-dad despótica previamente existente, se convirtieron en el camino deci-sivo para una nación que ha preservado por siglos un admirable sentido del equilibrio entre libertad individual y orden colectivo. Los hechos de-mostraron que imponer límites al gobierno no implica necesariamente destruirle; que la discusión parlamentaria no conduce inevitablemen-te a la violencia o la parálisis política; y que la libertad de pensamiento y expresión no lleva invariablemente a un enfrentamiento mortal entre aquellos que sostienen opiniones diversas: «Los temibles pronósticos hobbesianos se comprobaron poco realistas y excesivamente alarmistas. Sus prescripciones políticas nacieron obsoletas».46

Una de las más significativas paradojas del pensamiento de Hobbes es ésta: al mismo tiempo que busca un cambio cultural, basado en su descubrimiento acerca de la importancia crucial de la comunicación po-lítica (el uso, manipulación y distorsión del lenguaje), impone el silencio entre la gente, proclamando al soberano como árbitro del sentido. Nada podría ser más contradictorio que el intento de purificar los canales de comunicación y a la vez condenar a la sociedad a amordazarse. No me cabe duda de que semejante paradoja se enraíza hondamente en la anti-

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Norberto Bobbio, Thomas Hobbes. México: Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 91. 47

patía hobbesiana hacia la libertad individual, a la que percibía como un gesto de arrogancia de parte de los súbditos de una comunidad política (commonwealth), e igualmente como causa de disgregación y semilla de discordia.47

Esta perspectiva tan limitada sobre un valor por el que en innume-rables situaciones históricas los seres humanos han estado dispuestos a sacrificarse, proviene en el caso específico de Hobbes no solamente de la influencia, ya señalada, de un determinado contexto histórico, que a su manera de ver imponía otras prioridades, sino también, creo, de un cier-to temperamento intelectual, referido a la política, que la concibe como quizás el territorio más fértil para el ejercicio de la maldad intrínseca a la naturaleza humana. Dada esta premisa, resulta casi inevitable que la li-bertad sea vista como un riesgo inadmisible y como el germen de una pa-tología ante la que se hace imperativo inocular a la polis. La otra cara de la postura hobbesiana, la que otorga valor a la libertad, tampoco se ciñe estrictamente a las presuntas exigencias de un marco histórico concreto, sino que tiene que ver con un temperamento intelectual capaz de asumir los riesgos de la libertad; porque en última instancia, aceptar la libertad y concederle valor no significa otra cosa que tener disposición a compar-tir el riesgo generado por la amplia creatividad humana, en su bondad y maldad. La

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Sobre la influencia de Weber, Alisdair MacIntyre afirma: «La visión contemporánea del mundo [...] es predominantemente –aunque no siempre en detalle– weberiana».

Alisdair MacIntyre, After Virtue. Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1984, p. 109.Con relación al impacto de Weber, consúltese la obra de Wolfgang J. Mommsen,

The Political and Social Theory of Max Weber. Chicago: The University of Chicago Press, 1989, pp. 169-196.

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El pensamiento de Max Weber ha ejercido una extraordinaria influen-cia en nuestro tiempo,1 influencia que abarca el amplio territorio de las ciencias sociales y se extiende también a los dominios de la filosofía.2 Su monumental obra sociológica responde al intento de superar el desen-canto del mundo y hallar una salida a la irracionalidad ética que Weber diagnosticó como aspectos esenciales de la modernidad, y como dimen-siones de una existencia que a su modo de ver extraviaba al individuo hacia un rumbo vital carente de sentido, amenazando igualmente a la civilización occidental en su conjunto con la pérdida irreparable de su valiosa tradición humanista. El pensamiento weberiano se encuentra pues marcado por una titánica lucha entre, de un lado, el análisis cien-tífico y objetivo de la realidad de la civilización tecnificada y burocrati-zada del capitalismo y la democracia de masas, y de otro lado el esfuer-zo ético dirigido a salvar al individuo de las fuerzas impersonales que le avasallan, restaurar un sentido a la existencia y proteger los valores de la creatividad personal frente a la burocratización y el colectivismo. En un mundo percibido como crecientemente sujeto a la racionalidad ins-trumental, desprovisto de valores y mitos, Weber trató de sustentar la política y la ética sobre la decisión libre de los individuos, dentro de un contexto caracterizado por el peso de fuerzas anónimas y la ausencia de un esquema normativo común. Esa decisión personal, no obstante, y a

Desencanto del mundo, irracionalidad ética

y creatividad humana en el pensamiento de Max Weber

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En el presente estudio se distingue entre: 1) proceso de «racionalización», en el estricto sentido weberiano, referido al creciente predominio de la racionalidad (formal y sustantiva) como motor de la civilización capitalista; 2) «razón humanista» en el sentido kantiano-hegeliano del término, es decir, como razón esclarecedora y liberadora (un concepto diferente, por cierto, de lo que Weber denominó «racionalidad sustantiva», que en su esquema se refiere a la racionalidad orientada hacia valores que determinan su dirección e intensidad; la racionalidad «formal», por otra parte, es puramente instrumental y orientada a objetivos específicos); 3) «irracionalismo», en referencia a un clima intelectual y una tendencia filosófica, de gran influencia en la Alemania de las primeras cuatro décadas del siglo xx, que exalta la fuerza y el poder como los verdaderos valores del hombre «superior», en contraste con la herencia ideológica de la Ilustración europea. Ibid., p. 128. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1988, p. 218.

pesar de las amenazas que percibía como provenientes del proceso de ra-cionalización técnico-científica, no fue colocada por Weber en un mar-co de irracionalismo.3 A pesar de su convicción acerca de la vigencia del desencanto del mundo –visto como uno de los rasgos definitorios de la modernidad–, Weber se aferró angustiosamente a la razón humanista como sustrato de la ética, y de allí que su pensamiento ponga de mani-fiesto agudas tensiones, jamás resueltas del todo.

Ante la burocratización de la vida moderna, Weber, como ya dije, in-tentaba salvar la creatividad ética y política del individuo; frente al de- sencanto originado en un universo carente de mitos y valores imperati-vos, procuraba rescatar un sentido a la existencia social. Las consecuen-cias de este esfuerzo fueron la reivindicación del carisma como fuerza creadora capaz de sobreponerse a la burocratización, así como –y estre-chamente vinculado a lo anterior– la postulación de la vocación política y científica como caminos creativos capaces de contrarrestar en alguna medida el desencanto del mundo. Weber estaba convencido de que la ra-cionalidad instrumental propia de nuestra época técnica, es decir, el pro-ceso de racionalización que elimina el misterio de la existencia y nos hace sentir capaces de dominarlo todo a través de la ciencia, no lograba cal-mar la ansiedad humana por hallarle un sentido trascendente a la vida. Ciertamente, argumentaba Weber, el avance del conocimiento cientí-fico produjo un sistemático desencanto del mundo y su conversión en un mecanismo causal; pero con ello no destruyó el misterio, sino que lo hizo refugiarse en otros niveles de la realidad, de los que surge con re-novada fuerza en términos del reclamo moral según el cual la vida tiene que tener un sentido superior: «Los numerosos dioses antiguos –escribe Weber– desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha».4 Una singular paradoja se desprende del hecho de que a la vez que Weber nos exige «mirar de frente», «soportar virilmente» y

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Ibid., pp. 218, 230.Marianne Weber, Biografía de Max Weber. México: Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 614.

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sin miedo el «rostro severo del destino de nuestro tiempo»,5 nos convo-ca también a rechazar sus más profundas implicaciones, a sentirnos in-conformes con la pérdida de sentido de la existencia y con la irracionali-dad ética del mundo. En no poca medida su aporte intelectual estriba en no haber renegado de los aspectos no racionales de la realidad humana, haciéndoles parte de la misma, pero sin sucumbir a ellos. Weber tampo-co admitió que la irracionalidad fuese convertida en valor en sí misma y en guía de una ética antihumanista. En medio de tales tensiones in-terpretó su labor personal, como hombre y como científico, en función de «soportar las antinomias de la existencia, ejercer hasta el máximo su libertad de todas las ilusiones y, sin embargo, mantener intactos sus ideales...».6 Con estas hermosas palabras concluyó Marianne Weber, su fiel y abnegada esposa, la lúcida y cálida biografía que redactó sobre la compleja y en ocasiones amarga trayectoria vital de su esposo. La discu-sión de esas antinomias será precisamente el objeto de nuestro estudio.

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Weber diagnosticó nuestra época como la del desencanto del mundo, la irracionalidad ética y el fin de las ilusiones sobre un sentido superior de la existencia. Al mismo tiempo, a través de su obra se percibe una profun-da añoranza por ese sentido, una lucha incansable por hallar, más allá del manto de tinieblas que envolvía sus circunstancias vitales, un signi-ficado trascendente y una sólida roca de valores morales en los que suje-tar al individuo libre y éticamente autónomo. No podemos desentrañar adecuadamente la naturaleza e intensidad de los dilemas que acosaban a Weber sin tener presentes los rasgos esenciales del contexto ideológi-co de la Alemania guillermina, de esos años que antecedieron a la Pri-mera Guerra Mundial y que estuvieron marcados por la gravitación del irracionalismo de raigambre nietzscheana, por la desazón ante una civi-lización deshumanizante, la búsqueda –en palabras de Spranger– de un

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Citado por Rudiger Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo. Barcelona: Tusquets Editores, 1997, p. 123. Sobre el ambiente de las ideas en la era Guillermina y, más tarde, la República de Weimar, son de gran utilidad las siguientes obras: Francisco Gil Villegas, Los profetas y el Mesías. México: El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica, 1996; Peter Gay, Weimar Culture: the Outsider as Insider. New York: Harper & Row, 1968; Jeffrey Herf, Reactionary Modernism. Technology, Culture, and Politics in Weimar and the Third Reich. Cambridge: Cambridge University Press, 1984.Este es, de hecho, el subtítulo de su famosa obra El asalto a la razón. Barcelona-México: Grijalbo, 1968. Ibid., p. 488. Wolfgang J. Mommsen, Max Weber and German Politics, 1890-1920. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1984, p. 425.

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«renacimiento desde lo más íntimo» y del «impulso a la totalidad», ten-dencias que desembocaban en «una añoranza religiosa [...] un tantear de nuevo las fuentes metafísicas, que brotan eternamente, para aban-donar la situación artificial y mecánica».7 La singularidad de Weber, el aspecto que distinguió su personalidad y aporte de los de buen núme-ro de sus contemporáneos en el ambiente intelectual de la época, se en-contraba en su rechazo a sucumbir al irracionalismo y sus dificultades para admitir que todo estaba permitido en el plano moral; ello a pesar de su aceptación de la realidad del desencanto y de la ausencia de sistemas normativos imperativos. El propio Lukács, quien le critica severamen-te en su rabioso alegato contra la trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler,8 declaró que Weber fue, «en cuanto a sus inten-ciones conscientes, un adversario del irracionalismo»,9 juicio que ratifi-có Mommsen al afirmar que Weber era «inmune a los dogmas fascistas del antimodernismo».10 Weber argumentó con gran fuerza y rigor inte-lectual que la marcha incontenible de la civilización técnica, del conoci-miento científico y de la racionalidad instrumental, todos ellos factores generadores del desencanto del mundo, nos dejaría paulatinamente sin valores y sin «dioses». También sostuvo que la aspiración humana a acce-der a certidumbres morales constituye un impulso fundamental del que no resulta fácil desprenderse, y que retorna una y otra vez a imponer sus demandas aun en medio de las más duras circunstancias. De allí sus cer-teras premoniciones sobre la maduración de las semillas del irracionalis-mo en el terreno baldío creado por la racionalización modernizadora.

Si bien Weber desplegó un notable esfuerzo para no sucumbir a las fuerzas del irracionalismo, que asolaban el horizonte intelectual de su sociedad y de la época histórica que le correspondió vivir, no dejó de compartir algunas de sus principales corrientes intelectuales, entre las que se destacan, en primer término, el pesimismo filosófico de raigam-

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De acuerdo con su esquema metodológico, lo «moral» es, en el plano lógico, algo totalmente distinto de lo «racional». Según Weber, la razón no está en capacidad de justificar este o aquel sistema ético en el terreno lógico, ya que «las afirmaciones fácticas y los juicios de valor están

separados por un abismo lógico absoluto; no hay ningún medio a través del cual el racionalismo científico pueda suministrar validez a un ideal ético en comparación con otro». Véase Anthony

Giddens, Política y sociología en el pensamiento de Max Weber. Madrid, Alianza Editorial, 1995, p. 65.Weber, pp. 215-216, 223-224.

MacIntyre, pp. 11-12. Mommsen, Max Weber..., p. 62.

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bre nietzscheano-nihilista; en segundo lugar, el énfasis sobre el poder y el conflicto como componentes básicos de la política y rasgos inherentes de la existencia social; por último, el decisionismo individualista como sustrato de la eticidad. Su convicción acerca de la imposibilidad de sus-tentar científica o racionalmente un juicio moral,11 se unía a su visión de un universo desolado de valores imperativos, ya que si «los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí una batalla sin solución po-sible», no podemos «unificar los distintos puntos de vista que, en últi-mo término, pueden tenerse sobre la vida», y en consecuencia es impo-sible resolver la lucha entre ellos, viéndonos en «la necesidad de optar por uno u otro».12 Es exactamente en este sentido que puede hablarse de la visión moderna del mundo como «weberiana»; se trata de una visión moralmente «emotivista» de acuerdo con la cual todos los juicios de va-lor, y en particular los juicios morales, no son sino la expresión de prefe-rencias, actitudes y sentimientos colocados más allá de los esquemas de evaluación racional con los cuales definimos, en el ámbito lógico y de la ciencia empírica, lo que es verdadero o falso.13 Esta situación de deso-lación ética, en la que Weber se sentía hondamente inmerso, no sólo le producía una gran angustia personal sino que también llevaba su traba-jo científico a un punto final de resignación, o, dicho de otra manera, de silencio acerca de los asuntos morales fundamentales:

Ya que la sociología de Weber incorporaba el principio de inte-gridad intelectual como el único punto fijo de su sistema de va-lores científico, e intentaba evitar todo juicio valorativo, carecía de un ingrediente vital. Desde su perspectiva, resulta muy difí-cil distinguir entre el líder carismático de una democracia cons-titucional y un líder fascista también carismático. Una teoría política que no discuta cuestiones esenciales de tipo valorativo es incapaz de establecer objetivos.14

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Mommsen, The Political and Social..., p. 26. Weber, citado por Marianne Weber, p. 169.Max Weber, The Methodology of the Social Sciences. New York: The Free Press, 1949, p. 27.

El juicio crítico de Mommsen en cuanto a la esterilidad valorativa a que finalmente conduce el emotivismo ético weberiano es básicamente acertado, pero a mi manera de ver no toma suficientemente en cuenta las permanentes ambigüedades de una reflexión atormentada como la de Weber. El emotivismo weberiano hunde sus raíces en un clima ideoló-gico intensamente permeado por tendencias nihilistas que, ciertamente, no dejaron de afectar a Weber; pero su resistencia ante las mismas le llevó a asumir una postura vital de «pesimismo heroico»,15 distante del con-suelo, ajeno a ilusiones de dicha, armonía y paz entre los hombres, una postura que a pesar de su pesimismo se hallaba a la vez comprometida con «lo que nos parece valioso en el hombre: su responsabilidad perso-nal, su afán básico de cosas superiores, los valores intelectuales y morales de la humanidad».16 En el seno de este tenso combate, sin culminación a la vista, se canalizaba su pensamiento, sujeto a desarrollos paradójicos y en ocasiones contradictorios, de los que no pudo escapar.

Del mismo modo que Weber procuraba trascender su pesimismo fundamental y atisbar una salida positiva a los dilemas morales de una humanidad «sin dioses», su énfasis en el poder y el conflicto se vinculó estrechamente a un sistemático empeño por señalar que la política y el poder político no están desprovistos de un componente ético. Weber es-taba persuadido de que la lucha y el conflicto son endémicos en la vida del hombre y que, en sus propias palabras, «la paz no es más que un cam-bio en la forma del conflicto...».17 Algunos de los más impactantes pa-sajes de su famosa conferencia «La política como vocación» se refieren a ese tema. En el mencionado texto Weber pone de manifiesto su ambi-valencia, ya que, por una parte, encara la realidad del poder sin disfraces, pero a la vez proclama que la búsqueda y el ejercicio del poder sólo se justifican en función de valores superiores. De ello se desprende el deber inescapable de usar el poder, cuando sea necesario, para defender esos valores, asumiendo las consecuencias que semejante compromiso de acción concreta pueda implicar. La distinción weberiana entre la «ética de la convicción» –que se aferra a principios absolutos sin que impor-ten mayormente otras consideraciones–, y la «ética de la responsabili-dad» –que ordena «tener en cuenta las consecuencias previsibles de la

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Weber, El político y el científico, p. 164. Ibid., p. 168.

Ibid., p. 156. Véase, igualmente, Mommsen, Max Weber..., p. 46. Weber, The Methodology..., p. 18.

Sheldon S. Wolin, «Max Weber. Legitimation, Method, and the Politics of Theory», Political Theory, 9, 3, 1981, pp. 413-414.

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acción»–,18 encuentra su sentido esencial en referencia al problema del uso del poder: en los momentos clave de la política y la historia, cuando los políticos de «convicción» usualmente se sobreponen a los sobrios «polí-ticos de consenso», pues son capaces de asumir los graves desafíos que el empleo del poder suscita en circunstancias decisivas y no rehúyen las graves implicaciones del proceso. Por ello, escribe Weber, «quien se mete en política, es decir, quien decide utilizar como medios el poder y la vio-lencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal».19 El político debe saber cuándo usar el poder, pero la justificación de ese uso no se halla en el poder mismo, razón por la cual Weber cuestiona a los políticos presuntamente «realistas» (en el sentido de la idea de realpoli-tik), es decir, al simple «político de poder» que –escribe– «entre nosotros es objeto de un fervoroso culto [y] puede quizás actuar enérgicamente, pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno».20

Los temas del pesimismo histórico fundamental, el desencanto e irracionalidad ética del mundo, el poder y la ética de la convicción, con-vergen en el individualismo decisionista de Weber, en su concepción según la cual «toda acción de importancia y en última instancia la vida humana como un todo [...] constituye una serie de decisiones supremas a través de las cuales el alma [...] escoge su destino».21 Weber se refiere al alma de cada individuo en particular, que es el ente que decide por sí mismo, que no puede con facilidad escapar a esa necesidad de decidir y que debe afrontarla con coraje en un universo desprovisto de garantías metafísicas y religiosas, donde la ciencia se ha encargado de afirmar la rígida separación entre hechos y valores, y en el cual, por consiguiente, nos hallamos forzados a ser libres para decidir:22

Si bien Weber negaba que él o cualquiera otra persona estuviese en capacidad de justificar las escogencias de cada cual en mate-ria de valores, la necesidad de escoger como tal, del compromiso individual con el destino propio, era a su modo de ver un impe-

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Arthur Mitzman, The Iron Cage. An Historical Interpretation of Max Weber. New York: Alfred A. Knopff, 1970, p. 269.Weber, El político y el científico, pp. 229-230. En otra parte del texto, Weber añade: «Lo decisivo [...] es [...] la educada capacidad para mirar de frente las realidades de la vida, soportarlas y estar a su altura». Ibid., p. 175.

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rativo ético. Más aún, la decisión personal en cuanto al sentido de la acción siempre implicaba responder ante las fuerzas so-ciales y políticas de nuestro propio tiempo y circunstancias.23

Este párrafo del excelente libro de Mitzman sobre Weber pone nue-vamente al descubierto el dilema de un pensamiento que a la vez que re-husaba el consuelo de las certidumbres morales, reclamaba un sentido de responsabilidad sustantivo que no podía hallar justificación efecti-va, a menos que se proclamase de algún modo la superioridad de deter-minados principios éticos. Dicho de otra manera, a pesar de su rigurosa exigencia en cuanto a la responsabilidad de cada cual, Weber en el fondo pedía que todos fuésemos «héroes trágicos», sin ofrecernos otro susten-to que el «valor viril». El siguiente texto lo deja claro:

El destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que precisa-mente los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida [...] A quienes no puedan soportar virilmente este desti-no de nuestro tiempo hay que decirles que vuelvan en silencio [...] al ancho y piadoso seno de las viejas Iglesias, que no habrán de ponerles dificultades. Es inevitable que de uno u otro modo tengan que hacer allí el «sacrificio del intelecto».24

Ese sacrificio no era otro que el de creer en una «garantía» moral, el de retirar la mirada del abismo insondable representado por la ausencia de valores últimos racionalmente justificables, refugiándonos en la ce-guera que no soporta contemplar lo trágico. Ante semejante visión de las cosas, cabe preguntarse: ¿Qué impidió que Weber adoptase un rumbo claramente nihilista e irracionalista, como tantos otros de sus contem-poráneos en Alemania? La respuesta se encuentra en que, a pesar de su sin duda honesto y radical compromiso con una «neutralidad» valorati-va, su obra se hallaba de hecho anclada de lleno en una Weltanschauung liberal y en la razón humanista, fortalecidas por su percepción de las amenazas que –desde su perspectiva– representaban la burocratización

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Mommsen, Max Weber..., p. 61.Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism. London & New York: Routledge, 1992, pp. 181-183. Cabe enfatizar que el concepto de «racionalización» en Weber cubre tres fenómenos

relacionados entre sí: 1) el de la «intelectualización» (en sentido positivo) o «desencantamiento» (en sentido negativo) del mundo; 2) el desarrollo de la racionalidad («formal») como consecución

metódica de un fin determinado mediante el cálculo de los medios adecuados para ello; 3) el desarrollo de la racionalidad («sustantiva») como formación de éticas que se orientan

en forma sistemática y sin ambigüedades hacia metas fijas. Véase Giddens, p. 68.

y tecnificación del mundo para la libertad y creatividad individuales ca-racterísticas de la civilización occidental. Si bien su sociología patentiza un gigantesco esfuerzo de abstracción y objetividad analíticas, «el pun-to de vista radicalmente individualista del método sociológico de Weber [...] sólo puede entenderse cabalmente en el contexto de la tradición hu-manista europea y su gran estima por el valor del individuo».25 El sus-trato filosófico y metodológico del pensamiento weberiano expresa el pathos de una tradición humanista acosada por los demonios de lo trá-gico, así como por el peso de una tecnificación y racionalización devora-doras del misterio de la existencia. Como consecuencia de la influencia conjunta de sus certidumbres científicas y angustias morales, la obra en-tera de Weber encuentra explicación en referencia al propósito crucial de rescatar la creatividad humana –entendida como libertad, capacidad de innovar y dar sentido a la acción– de los peligros que a su modo de ver la acechaban.

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Según Weber, la era del capitalismo victorioso había encerrado al ser hu-mano en una «jaula de hierro», término que simboliza, por una parte, nuestra fragilidad ante el inmenso y anónimo poder del cosmos econó-mico que nos rodea, y por otra su carácter mecánico, carente de sustento espiritual y sometido ineluctablemente a la racionalización de la exis-tencia.26 La jaula es de hierro ya que las fuerzas que la han construido: la ciencia moderna, el capitalismo y la burocratización, son triunfos de nuestra razón tan importantes y avasalladores que se han converti-do en realidades irreversibles. Son también, y paradójicamente, triun-

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Weber, The Protestant Ethic..., p. 182. Marianne Weber, Biografía de Max Weber, p. 336. Max Weber, citado en Mommsen, The Political and Social..., p. 133.

fos que se presentan desprovistos de los «más altos valores espirituales y culturales»; en lugar de estar impulsada por ideales religiosos, éticos y políticos, la acción humana se ha transformado en mera respuesta al apremio económico o a «pasiones puramente mundanas».27 El «nue-vo hombre» del capitalismo victorioso forma parte de un colectivo me-canizado y empujado por arrolladores procesos técnicos y organizati-vos; al mismo tiempo, sin embargo, el individuo se halla aislado y solo, es un nuevo tipo de hombre que «considera que depende enteramente de sí mismo, en una terrible soledad, carente de todo poder mágico de salvación»,28 un ser humano enfrentado al hecho básico de «verse for-zado a vivir en un tiempo que ignora a Dios y en el cual los profetas son desconocidos».29 Este mundo sin misterios era rechazado por Weber como un mundo deshumanizado, que violentaba la necesidad que sen-timos de hallarle un sentido superior a la existencia; pero Weber recha-zaba igualmente el recurso al irracionalismo como «salida» a esta situa-ción. Dicho de otra manera, su inclusión de lo no racional (los mitos, el misterio, lo religioso, los valores morales «humanistas» que no pode-mos sustentar científicamente) como componentes esenciales de la vida del hombre sobre la tierra, no implicaba su admisión del irracionalismo como el criterio de lo significativo. Por tanto, el pensamiento de Weber se mueve sobre una precaria superficie que oscila entre su aceptación de la racionalización del mundo como inevitable, por una parte, y su lucha desesperada contra los efectos deshumanizadores del desencanto del mundo por la otra. Esa lucha le condujo a constatar que la perenne vi-gencia de nuestra ansiedad por encontrarle un sentido superior a la vida, nuestro deseo permanente por dar sentido a la irracionalidad del mun-do, ha sido y sigue siendo el impulso sicológico fundamental que da ori-gen, por ejemplo, a sistemas de creencias religiosas como el cristianismo. En este y otros casos vemos cómo un factor no racional –la búsqueda de una salida a nuestra angustia– genera un sistema racionalizado (for-mal y sustantivamente) de convicciones y creencias. El desarrollo mis-mo de la racionalización, por tanto, depende de fuerzas que no son ellas mismas racionales; de ahí la importancia del carisma en el pensamiento de Weber: el carisma es una fuerza no racional, ajena a toda regla; es un

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Giddens, pp. 67-68. Max Weber, citado en Mitzman, p. 178.

Max Weber, On Charisma and Institution Building. Chicago: The University of Chicago Press, 1968, p. 48.Sobre este punto, véase W. G. Runciman, A Critique of Max Weber’s

Philosophy of Social Science. Cambridge: Cambridge University Press, 1972, p. 5. Mommsen, The Political..., pp. 112, 150, 156-157.

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elemento revolucionario en la historia,30 el refugio de la creatividad, la semilla de una posible salvación de lo más valioso en lo humano y la po-sibilidad, en sus palabras, de «preservar un remanente de humanidad ajeno a la fragmentación del alma producida por el exclusivo dominio de la burocratización de la existencia».31

Weber definió el carisma como «la cualidad particular de un indivi-duo, en virtud de la cual su persona se coloca en una posición aparte de los hombres ordinarios, pues se le considera poseedor de característi-cas excepcionales. Con base en estas condiciones, el individuo en cues-tión es tratado como un líder».32 Weber enfatizó que el factor carismá-tico tiene una naturaleza peculiar, que no permite su asimilación a los modelos de autoridad, legitimidad y dominación racional-burocrático o tradicional. Estas formas «normales» de autoridad se fundamentan en el control rutinario y cotidiano de la acción y se materializan en for-mas institucionales relativamente permanentes. La legitimidad del fac-tor carismático, al contrario, surge de la creatividad personal, de su ca-pacidad para dar respuestas, en determinado tiempo y circunstancias, a la cuestión del sentido de la acción, más allá de lo establecido y rutinario. El carisma es, por tanto, un factor no racional que irrumpe en la historia como fuerza creadora, dirigida a recuperar un margen de significado en medio del casi siempre avasallante predominio del desencanto del mun-do. En este plano, el proceso histórico es concebido por Weber como el terreno de lucha entre la «innovación carismática» y la «racionalización burocrática»,33 lucha de la cual Weber aspiraba extraer un ingrediente creador capaz de sobreponerse a la mecanización de la vida. La ciencia racional, la relación racional del hombre con la Naturaleza, y el Estado racional despojan, de acuerdo con Weber, la existencia individual de va-lores e ideales superiores y amenazan la civilización occidental con su osificación y parálisis. El antídoto contra este peligro se halla en la acción de individuos excepcionales, representantes de la capacidad de inicia-tiva típica del individualismo clásico, y comprometidos con una «voca-ción» creadora.34

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David Beetham, Max Weber and the Theory of Modern Politics. London: Polity Press, 1985, pp. 5-6; Mommsen, The Political..., p. 35. Weber percibía el peligro de que la burocracia moderna estuviese «fabricando la jaula de servidumbre que los hombres se encuentren obligados a habitar algún día [...] Ello podría pasar si una burocracia benevolente, técnicamente buena y racional, orientada a administrar y proveer servicios sociales se convirtiese en el único y supremo valor en el ordenamiento de los asuntos humanos», citado en Mommsen, ibid., pp. 61-62. Sobre la sociología de estos autores, consúltese la obra de Irving M. Zeitlin, Ideolo-gía y teoría sociológica. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1982, pp. 181-316. Beetham, p. 102. Weber, citado en Beetham, ibid., p. 106.

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En la esfera específicamente política, el problema central de la era mo-derna fue definido por Weber en términos de asegurar el control político sobre la burocracia, de garantizar un liderazgo independiente frente a los valores exclusivamente instrumentales de un Estado rutinizado, así como ante las presiones niveladoras y espiritualmente esterilizadoras de una democracia de masas igualitaria y antiindividualista.35 Su esfuerzo por hallar una fórmula que hiciese posible ese control independiente y creativo muestra evidentes huellas de las tensiones en su pensamiento, escindido por corrientes contradictorias y conceptos a veces antagóni-cos. La propuesta weberiana de un «liderazgo democrático plebiscitario» intentaba combinar su aceptación formal de la democracia de masas con su convicción de que el elemento creativo en política se hallaba sólo en el ejercicio de la autoridad por parte de individualidades carismáticas, do-tadas del poder para atraer a las masas y conducirlas hacia un destino su-perior. Al igual que Pareto, Mosca y Michels,36 teóricos de la democra-cia elitista, para Weber lo que realmente importaba en política eran las élites conductoras; dicho en otras palabras, a su modo de ver la admisión del principio oligárquico, de la «ley de los pequeños números», era algo inevitable aun en la democracia.37 Sin embargo, la participación de las masas en los regímenes democráticos introducía un elemento novedoso en cuanto al método de selección de los líderes, del tipo de persona que al-canza la cima y de sus cualidades especiales: «No se trata de que la masa políticamente pasiva produzca por sí misma un líder, sino más bien que el líder político recluta a sus seguidores y conquista las masas en virtud de su atractivo demagógico. Esto funciona así hasta bajo las constitucio-nes más democráticas».38

La democracia plebiscitaria weberiana intenta unir el principio caris-mático con la realidad de la democracia y los partidos de masas moder-nos; se trata, en verdad, de un tipo de dominio carismático que se oculta tras una fachada de legitimidad formalmente derivada de la voluntad de la

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Max Weber, El político y el científico, p. 150. Weber insiste en que «el medio decisivo de la política es la violencia», «quien se mete en política [...]

ha sellado un pacto con el diablo», «quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas [...] sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor», ibid., pp. 165, 173-174.

Giddens, p. 29.Carl Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy. Cambridge: The mit Press, 1992, pp. 22-50. Para un detallado análisis de la versión radical de Schmitt sobre el liderazgo plebiscitario y sus

diferencias con la concepción weberiana, véase Mommsen, Max Weber and German Politics, pp. 381-389.

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mayoría. Convencido como estaba de la inevitabilidad del principio oli-gárquico en la vida política, de la presunta «pasividad» de la masa y de las amenazas a la libertad provenientes del moderno Leviatán, Weber nos coloca ante una disyuntiva, que presenta de este modo: «Sólo nos queda elegir entre la democracia caudillista [«de liderazgo», ar] con máquina, o la democracia sin caudillos, es decir, la dominación de políticos profe-sionales sin vocación, sin esas cualidades íntimas y carismáticas que ha-cen al caudillo».39 De acuerdo con Weber, es utópica cualquier preten-sión de que el desarrollo de la democracia implique el fin del dominio de unos hombres sobre otros; 40 de hecho, el desarrollo del gobierno demo-crático avanza mano a mano con el aumento de la organización burocrá-tica del Estado. Como lo formula Giddens:

Mientras la ampliación de los derechos democráticos exige el desarrollo de la centralización burocrática, sin embargo a la in-versa no ocurre lo mismo. El ejemplo histórico del antiguo Egip-to ilustra esta diferencia, ya que muestra la subordinación total de la población a un aparato estatal burocratizado. La existencia de partidos a gran escala, que constituyen por sí mismos «ma-quinarias» burocráticas, es una característica inevitable de un orden democrático moderno; pero si estos partidos están dirigi-dos por líderes que poseen experiencia e iniciativa políticas, pue-de evitarse la dominación total del funcionariado burocrático.41

Weber concebía los partidos políticos y el parlamento modernos

como potenciales escuelas de liderazgo. En su intento de sostener en pre-cario equilibrio el principio democrático con la autoridad carismática, Weber se negaba a cuestionar el gobierno parlamentario a la manera, por ejemplo, de un Carl Schmitt,42 y aspiraba a que el sistema parlamenta-rio ofreciese a la vez un control efectivo sobre la burocracia y una fuente para la educación de los dirigentes políticos; pero el parlamento en su

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Giddens, p. 35. Ibid. Mommsen, Max Weber..., p. 420. Este tema es desarrollado con lucidez por John Patrick Diggins en su excelente libro Max Weber. Politics and the Spirit of Tragedy. New York: Basic Books, 1996, pp. 205-211, 255. Un importante texto político de Weber, referido específicamente a las perspectivas en Alemania a raíz del impacto y consecuencias probables de la Primera Guerra Mundial, es el titulado «Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada» (Mayo de 1918). Allí, Weber presenta en forma polémica sus ideas sobre poder burocrático y liderazgo político, las relaciones entre el ejecutivo y el parlamento, la democracia y el federalismo. Véase Max Weber, Escritos políticos. Madrid: Alianza Editorial, 1991, pp. 103-300.

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conjunto no podía gobernar más de lo que pueden hacerlo los miembros de base de un partido político moderno. Al igual que éstos, los miembros del parlamento debían aceptar el liderazgo de una minoría.43 Por con-siguiente, un elemento cesarista se encuentra necesariamente presente como componente fundamental del poder real en el Estado moderno:

Un dirigente de partido debe poseer las cualidades carismáti-cas necesarias para adquirir y mantener la popularidad masiva que puede proporcionarle el éxito electoral. El líder «plebiscita-rio» puede utilizar su atractivo carismático para iniciar nuevas líneas políticas y alejarse de los procedimientos burocráticos es-tablecidos. No obstante, un objetivo primordial del parlamento consiste en actuar como salvaguardia contra la adquisición de un poder personal excesivo por un líder plebiscitario.44

A pesar de los grandes esfuerzos de Weber para preservar su concep-ción de la democracia plebiscitaria como una variante antiautoritaria de la dominación carismática, son inocultables los peligros de una teoría de la democracia que otorga tan enorme confianza a los designios de un líder excepcional. El decisionismo weberiano y su temor al anquilosa-miento espiritual de la modernidad, se ponen de manifiesto con particu-lar intensidad en estos planteamientos, en los que los ideales liberal-de-mocráticos del equilibrio de poderes y el control parlamentario se unen al ideal nietzscheano de la personalidad individual como fuente del va-lor.45 Para Weber el parlamento debía servir sobre todo como contrape-so de líderes legitimados por plebiscitos, y garantizar su destitución si fracasaban. El problema, desde luego, es: ¿cómo controlar el poder de una figura dominante que sustenta su mando en la aquiescencia de un electorado pasivo y sumiso?46 De hecho,

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Mommsen, Max Weber..., p. 406. Ibid., p. 407.

Max Weber, Economy and Society. New York: Bedminster Press, 1968, vol. i, p. 243. Giddens, p. 89.

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Weber desechó la idea de la igualdad de todos los ciudadanos en una democracia igualitaria a favor de una teoría del liderazgo carismático. También rechazó la idea de la libre autodetermi-nación y autoorganización del pueblo soberano. En la práctica, Weber favoreció el gobierno por parte de una oligarquía califica-da por el carisma dentro de un sistema formalmente constitu-cional-democrático.47

Este radical juicio de Mommsen podría parecer excesivo, pero no es posible escapar de las implicaciones de una teoría que se centra en el em-peño de asegurar el poder para individuos cuya principal calificación se vincula a las dotes demagógicas, capaces de generar apoyo emocional de las masas. La aceptación de esta visión de la democracia puede con faci-lidad:

… abrirle el camino al líder que posea las mejores dotes dema-gógicas, quien luego podría adelantar sus políticas personales, aun si éstas fuesen objetivamente antidemocráticas, a través de un uso adecuado de la propaganda emocional masiva. Seme-jante democracia tendería rápidamente a degenerar en una oli-garquía y estaría siempre en peligro de transformarse en un ré-gimen de dominación autoritaria.48

Weber intentó conjurar un peligro: el de la «democracia sin lideraz-go», la democracia de los «políticos sin vocación», una democracia mar-cada por la burocratización y rutinización de la política y en la que ger-minan la mediocridad y la ausencia de valores significativos. Su remedio para el mal se centró en confiar en el elemento carismático, en el surgi-miento de líderes capaces de predicar, crear, o exigir nuevas obligacio-nes.49 Es obvia la relevancia que Weber concedía a la capacidad de innovar como herramienta generadora de significado en la existencia política, y como arma en la lucha contra las amenazas a la libertad del individuo. El carisma fue, pues, visto por Weber como «la fuerza creadora de valor en la Historia»; 50 dada su importancia, Weber no rehuyó las consecuen-

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Weber, El político y el científico, pp. 153-154.51

cias que podía acarrear para su teoría de la democracia el énfasis sobre un elemento no racional, sumado al papel clave atribuido al líder indi-vidual por encima de los aspectos institucionales. Si bien es cierto que, siguiendo ese rumbo y como ya afirmé, Weber quiso conjurar un peligro (el del dominio burocrático) para luego crear otro (los riesgos del despo-tismo personalista), es necesario destacar que en sus últimos textos (en especial «La política como vocación», de 1919) Weber procuró domesti-car en alguna medida la médula no racional de su concepto de carisma, a través de su diagnóstico sobre las «tres cualidades decisivamente impor-tantes para el político», que a su modo de ver son: pasión, sentido de res-ponsabilidad y mesura:

Pasión en el sentido de «positividad», de entrega apasionada a una «causa», al dios o al demonio que la gobierna [...] No todo queda arreglado [sin embargo] con la pura pasión, por muy sin-ceramente que se la sienta. La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una «causa» y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente su ac-ción. Para ello se necesita (y esta es la cualidad sicológica deci-siva para el político) mesura, capacidad para dejar que la reali-dad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas [...] El problema es, precisamente, el de cómo puede conseguir-se que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la mesurada frialdad. La política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa sólo puede nacer y alimentarse de la pasión, si ha de haber una actitud auténticamente humana y no un frívolo jue-go intelectual.51

Este importante párrafo muestra de qué manera Weber se esfor-zó para dar a su noción de carisma un puesto equilibrado, en un mar-co de cualidades de igual peso, insistiendo también sobre la relevancia del compromiso sustantivo con unas metas (con una «causa»), así como con las posibles consecuencias de la acción (sentido de responsabilidad histórica). Me parece bastante claro que la –al menos parcial– asimila-

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En este punto se destaca la ponderada y lúcida discusión de Mommsen, Max Weber..., pp. 415-447. Ibid., p. 213.

Ibid., p. 200.

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ción del carisma a la «pasión» constituye un retroceso, por parte de We-ber, con respecto a las versiones iniciales de su concepción del «liderazgo democrático-plebiscitario», retroceso a mi modo de ver no muy exitoso desde el punto de vista teórico, en vista de la extraordinaria significación otorgada al carisma inicialmente en su papel como motor de la creativi-dad histórica. Es posible que Weber se haya percatado del potencial au-toritario de su concepción primigenia, y haya procurado moderarla más tarde. Lo que sí luce incontrovertible es que los sucesos históricos en Ale-mania durante los años de la República de Weimar, otorgaron la razón a los que percibieron en las formulaciones weberianas sobre el liderazgo plebiscitario los gérmenes de desarrollos más radicales, que eventual-mente posibilitaron la «dictadura democrática» hitleriana.52

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Para Weber, la tarea de la política consistía en proteger y en lo posible ampliar el territorio de la creatividad humana, en lucha contra la buro-cratización de la vida y la ausencia de sentido; otro tanto debía lograr la ciencia, y tocaba al conocimiento científico permitirnos escoger res-ponsablemente entre las múltiples opciones que integran la compleja realidad que nos rodea, sin confundir jamás los planos, lógicamente se-parados, del conocimiento empírico y el significado o «valor» de nuestras escogencias vitales: «... existen dos tipos de problemas perfectamente heterogéneos: de una parte la constatación de los hechos, la determina-ción de contenidos lógicos o matemáticos o de la estructura interna de fenómenos culturales; de la otra, la respuesta a la pregunta por el valor de la cultura y de sus contenidos concretos y, dentro de ella, cuál debe ser el comportamiento del hombre...».53

Weber estableció una relación causal entre el proceso de racionali-zación impulsado por la ciencia moderna, y el consiguiente proceso de «desmagificación»54 o desencanto del mundo. La ciencia ha derruido

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Ibid., p. 207. Ibid., p. 218. Wolin, «Max Weber...», p. 417. Weber, El político y el científico, pp. 215, 222. Weber, The Methodology of the Social Sciences, pp. 81, 110. Weber, El político y el científico, p. 223. Ibid., p. 230.

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tradiciones y creencias religiosas, morales y metafísicas, y ha insistido en la reducción de nuestro universo espiritual a términos racionalmen-te explicables, desnudando progresivamente de sentido nuestra existen-cia. Siguiendo a Tolstoi, Weber sostiene que «la ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos impor-tan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir».55 No quiere decir Weber, no obstante, que la ciencia no tenga objeto alguno; sí lo tiene, y no es otro que el de enfrentarnos «al rostro severo del destino de nuestro tiempo».56 La ciencia, como lo formula Wolin, es el carisma de un tiem-po sin Dios y sin profetas,57 un carisma desplegado por personas con la necesaria vocación para soportar el hecho de que el mundo está desen-cantado, por personas capaces de enfrentarse descarnadamente a lo que Weber designó como «hechos incómodos» y que no tratan de escapar a la imperiosa necesidad de elegir.58

Al igual que en el plano político, Weber vislumbra al ser humano que asume con convicción y frialdad la vocación científica como una especie de «héroe de nuestro tiempo», capaz de tomar decisiones, que también son cruciales en el ámbito de la ciencia, pues «la validez objetiva de todo conocimiento científico descansa exclusivamente sobre el ordenamien-to de una realidad dada de acuerdo con categorías que son subjetivas»; la actividad científica creadora, argumenta, representa una serie de deci-siones y avanza siempre a partir de «puntos de vista particulares».59 El heroísmo weberiano es el del combate por el sentido en un mundo apa-rentemente desprovisto del mismo; un heroísmo que no exige a la cien-cia que nos proporcione garantías que sólo pueden hallarse en los rei-nos de la religión y la metafísica; un heroísmo que sólo demanda de la ciencia «crear claridad y sentimiento de la responsabilidad»,60 así como la honradez de no pretender asegurarnos que esta o aquella concepción del mundo es más o menos válida desde el punto de vista lógico. Estamos solos ante la ausencia de misterio en un mundo desencantado por la ra-cionalización; podemos, ciertamente, recurrir a una fe, y Weber respeta esa escogencia,61 pero advierte que esa ruta reclama el «sacrificio del in-

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249telecto». Weber nos deja, en síntesis, enfrentados al reto más difícil: de-cidir por nosotros mismos, sin tutela de nadie.

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La lectura crítica de Weber conduce de modo casi obligatorio a la siguien-te pregunta: ¿Por qué Max Weber insistió tanto, y colocó tan enormes esfuerzos intelectuales, en profundizar el abismo entre el mundo del trabajo científico y el plano de los valores éticos? ¿No son acaso éstas –la ciencia y la moral– dimensiones que necesariamente encuentran puntos de comunicación en la realidad concreta de la existencia humana? ¿Qué sentido puede tener separarlas de tal manera que parezca que, en lo mo-ral, «todos los gatos son pardos», que sea defendible la opinión según la cual todo es igualmente válido en el terreno ético pues nada es lógica o empíricamente justificable?

Creo indiscutible que un hombre con el bagaje humanista y la hones-tidad moral de Weber no pretendía contribuir al avance de un nihilismo negador de los valores que constituyen la tradición liberal, en todo lo que ésta implica como compromiso con la libertad y la dignidad del indivi-duo. Ello hace aún más apremiante la pregunta: ¿qué pretendía realmen-te Weber? Para ubicar adecuadamente el sentido de su obra, es indispen-sable insistir en cuanto a la influencia del específico contexto ideológico dentro del cual Weber desarrolló su pensamiento. En ese orden de ideas, una lectura cuidadosa de textos como «La política como vocación» y «La ética como vocación» revela que Weber se hallaba en el vértice de una polémica que dividía, de un lado, a intelectuales que –como el propio Weber– reivindicaban el genuino papel de maestros que deben asumir los académicos, frente a otros que, por otra parte, querían actuar como «profetas» en el mundo universitario de su tiempo, personas que preten-dían confundir la fe con la ciencia y engañar a los demás, manipulándo-les intencionadamente para convertirles a una «causa». En opinión de Weber, estos «profetas ex cáthedra», como les denominaba, carecían de la probidad necesaria para distinguir la ciencia de la prédica ideológica. Frente a esto, Weber hacía un llamado a la sobria honradez y se dirigía así a los estudiantes:

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Ibid., pp. 220-221. Safranski, Un maestro de Alemania…, p.122. Ibid., p. 121.

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Piensen ustedes que el valor de un hombre no depende de sus cualidades de caudillo y que, en todo caso, no son las cualidades que hacen de un hombre un sabio sobresaliente y un gran pro-fesor las mismas que se requieren en el que ha de actuar de cau-dillo para la orientación en la vida y especialmente en la política [...] El profesor que se siente llamado a ser consejero de la juven-tud y que goza de la confianza de ésta puede realizar su labor en el contacto personal de hombre a hombre. Y si se siente llamado a intervenir en los conflictos existentes entre las distintas con-cepciones del mundo y las diversas opiniones, que lo haga en la plaza pública, en donde discurre la vida, en la prensa, en reunio-nes, en asociaciones, o en donde quiera, no en las aulas.62

Situado en una sociedad en crisis económica y política, en medio de un tiempo de confusión, con su país derrotado, ante una juventud deso-rientada y ansiosa de creer en algo, Weber se erguía para transmitir un mensaje de ponderación, sobriedad y equilibrio intelectuales, que cho-caba contra las poderosas corrientes irracionalistas de una época que Safranski ha llamado «de inflación de santos», una época de falsos pro-fetas que «en las calles, en los bosques, en las plazas del mercado, en las tiendas de los circos y en las tabernas ahumadas querían redimir Alema-nia o el mundo».63 Varios prominentes «profetas ex cáthedra» reacciona-ron airados contra un Max Weber crecientemente aislado en medio del clima ideológico imperante, y cuestionaron sus alegatos sobre la «objeti-vidad» científica como una mera pose, como un «síntoma típico de deca-dencia y una expresión de la intelectualidad desarraigada».64 Un Weber que predicaba la autonomía del individuo difícilmente podía derrotar el impulso abrumador de una era sumida en una gigantesca crisis, abru-mada por un severo trauma histórico, en la que millones de individuos enajenados y desesperanzados buscaban ansiosamente respuestas cla-ras y definitivas, y se encontraban por tanto dispuestos a refugiarse en el seno de mareas colectivistas –como el fascismo y el comunismo–, tran-quilizadoras y seguras. El individuo weberiano, equilibrado y frío, sere-na y virilmente enfrentado al crudo y sombrío rostro de nuestra época,

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Mommsen, Max Weber..., p. 62. En torno a este aspecto, véase ibid., pp. 60-67.

Wolin, «Max Weber...», p. 421.

no fue capaz de oponer más que una débil resistencia al alud del irracio-nalismo, proveedor de violentas certidumbres.

Sin proponérselo, Weber en alguna medida contribuyó a la confu-sión imperante con su radical insistencia en un «emotivismo» ético, que si bien era por él sostenido con impecable e implacable rigor científico, con facilidad podía ser interpretado como una voz adicional a las que clamaban, a la manera de un personaje de Dostoievski, «si Dios no exis-te, todo está permitido». La objetividad de Weber, válida por supuesto como principio del trabajo científico, no tenía sin embargo que ser con-cebida en términos tales que eliminasen todas las diferencias entre di-versos planteamientos éticos. Al final, como ya apunté previamente, la sociología de Weber, que intenta evitar todo juicio de valor, carece de un ingrediente importante que le impide proporcionar respuestas a cues-tiones fundamentales de la existencia política y cultural.65 Weber esta-ba muy consciente de que el desencanto del mundo no había liquidado a los dioses, sino que estos últimos sólo se había desplazado a otros estra-tos de la vida social y personal. Lo que Weber temía era que esos dioses brotasen de nuevo a la superficie cargados de deseos de venganza y que su fuerza fuese manipulada con el recubrimiento de una presunción «científica» distorsionada y engañosa. Weber combatió con valentía y al-tura el irracionalismo; a la vez, estaba persuadido acerca de la necesidad humana de una fe, de algo en qué creer que diese significado a nuestras vidas. Su propuesta, aunque digna, nos seguía dejando sin verdaderas respuestas.

Max Weber fue un gran intelectual y un muy destacado científico so-cial, una personalidad compleja llena de claroscuros, un aristócrata del intelecto y de la política. Decía practicar la más fría objetividad, pero a la vez era presa de intensas pasiones ideológicas y de un férreo nacionalis-mo-imperialista.66 Weber estaba acosado por la pérdida de la fe religio-sa; sabía que «sus más arraigados valores tenían un origen y un sustrato religioso, pero que sus compromisos vocacionales se hallaban del lado del enemigo»,67 es decir, del agnosticismo de nuestra época sin dioses. Su sociología, analizada con el paso del tiempo y de cataclísmicos even-tos que han permitido aclarar muchas cosas a nuestro favor, hoy luce

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Zeitlin, p. 127. Marianne Weber, Biografía..., p. 323.

bastante exagerada en cuanto a su evaluación de los efectos destructivos del capitalismo, la burocracia y la técnica modernos. No estoy de ningún modo afirmando que vivamos actualmente en el «mejor de los mundos posibles», aunque tampoco considero acertado sostener que el capita-lismo, la democracia liberal y el avance de la tecnología han producido un infierno y estamos hoy a las puertas del Apocalipsis. Como lo han se-ñalado Zeitlin y otros autores,68 la obra de Weber se moldeó en no poca medida en su polémica con Marx, y la visión en extremo negativa que este último tenía acerca de la naturaleza del capitalismo y sus perspecti-vas sin duda influyó hondamente sobre la reflexión weberiana. Es posi-ble que Weber, cuya muerte acaeció en 1920, se hubiese sentido al menos parcialmente sorprendido al constatar que el más refinado y aplastante Estado totalitario y burocratizado del siglo se construiría a nombre del socialismo, no del capitalismo, y que sería el mundo capitalista y demo-crático liberal el que, a pesar de todas las fallas y limitaciones que pue-den atribuírsele, lograría sostener un margen de libertad para el indivi-duo en nuestra convulsionada era.

Se me ocurre que un equilibrado juicio, ya para concluir, sobre el va-lor de la obra de Weber debe rescatar su honestidad y genuino compro-miso con la verdad, así como su respeto por el misterio de la persona hu-mana, por nuestras limitaciones y nuestros momentos de grandeza. En la biografía que redactó Marianne Weber, y a la que ya tuve oportunidad de hacer referencia en estas páginas, hay unas frases que apuntan ha-cia ese aspecto tan crucial de una obra permeada en todas sus partes por una afanosa pasión por conocer: «Aún cuando la luz de la razón pueda seguir avanzando, el ámbito de lo que se puede conocer siempre estará envuel-to en un misterio insondable».69 Resulta ciertamente difícil –y ello a pesar de lo que puedan sugerir algunos de sus textos– atribuir a un humanista de la talla de Weber la idea de que en ningún caso pueden esgrimirse ra-zones para apoyar y defender una determinada postura en el campo mo-ral. Que esas razones puedan o no demostrarse según un estricto criterio lógico es un asunto diferente.

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Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar? Buenos Aires: Nova, 1964, p. 77. 1

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Leer a Heidegger constituye una experiencia singular. En ocasiones, uno tiene la impresión de hallarse frente a la más honda y pura sabiduría; otras veces, la percepción se transforma y experimenta una súbita caída desde lo sublime hasta lo incómodo e indescifrable, y el estilo usualmen-te pomposo de Heidegger empieza a sonar a charlatanería. Los textos de Heidegger son construcciones sutiles del lenguaje, y ello se capta aun en las traducciones; casi sin excepción, sus pensamientos se desarrollan dentro de una atmósfera pesada y oscura, conceptual y estilísticamente. Por ejemplo:

El reconocer consiste en que dejemos salir a nuestro encuentro lo pensado de cada pensador como algo único en cada caso, algo irrepetible e inagotable, y esto de tal manera que nos sobrecoja lo no-pensado que hay en su pensamiento. Lo no-pensado en un pensar no es un defecto inherente a lo pensado. Lo no-pensado sólo es en cada caso como lo no-pensado. Cuanto más primige-nio sea un pensar, tanto más rico será su no-pensado. Lo no-pen-sado es el don más sublime que un pensar tiene para ofrecer.1

O considérese este otro párrafo:

El pensar es pensar del ser por cuanto que apropiado y aconte-cido por el ser pertenece al ser. El pensar es a la vez pensar del

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Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo. Madrid: Taurus Ediciones, 1966, pp.10-11. Para otras instancias particularmente ilustrativas del estilo de Heidegger, consúltense sus obras, El ser y el tiempo. México: Fondo de Cultura Económica, 1971, p. 126; Introducción a la metafísica. Barcelona: Gedisa, 1993, pp. 12-13; Sendas perdidas. Buenos Aires: Losada, 1960, p. 128; Ser, verdad y fundamento. Caracas: Monte Ávila Editores, 1968, p. 75.Karl Popper, In Search of a Better World. London & New York: Routledge, 1992, p. 83. La más feroz crítica al uso que hace Heidegger del lenguaje es la de Theodor Adorno. Este autor se refiere al alemán de Heidegger como una «jerga de la autenticidad», y sostiene que el lenguaje heideggeriano posee una «aureola» que hace que «las palabras de la jerga suenen, independientemente del contexto y del contenido conceptual, como si dijeran algo más elevado de lo que significan». Theodor Adorno, La ideología como lenguaje. Madrid: Taurus, 1971, p. 17. George Steiner, Lecturas, obsesiones y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 1990, p. 346. George Steiner, Heidegger. México: Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 13, 18-19, 191. Richard Wolin, The Politics of Being. New York: Columbia University Press, 1990, p. 19.

ser por cuanto que el pensar perteneciente al ser, oye al ser. El pensar es lo que según su procedencia esencial es como pensar que oye y pertenece al ser. El pensar es –esto quiere decir: el ser se ha ocupado y hecho cargo de su esencia. Ocuparse y hacerse cargo de una «cosa» o de una «persona» en su esencia quiere de-cir: amarla, poder querer. Este poder querer significa, pensan-do más originariamente: el obsequiar la esencia. Tal poder que-rer es la esencia de la capacidad que no sólo puede rendir esto o aquello, sino que puede hacer ser algo en su proveniencia.2

El estilo de Heidegger, su uso obstinado de lo que Popper llama «pa-labras grandilocuentes» (big words), plantea de entrada un problema que tiene que ver con lo que el propio Popper señala como «la responsabi-lidad de los intelectuales». Sostiene Popper que aquel que ha tenido el privilegio de dedicar su existencia al estudio, tiene igualmente el deber ético hacia sus semejantes de esforzarse por presentar sus resultados de manera clara, sencilla y modesta. El peor pecado que puede come-ter un intelectual es colocarse en el pedestal de «profeta» y tratar de im-presionar o manipular a los demás con una retórica oscura y artificio-sa: «Aquel que no pueda expresarse simple y claramente debería callarse y continuar trabajando hasta lograrlo».3 No cabe duda de que Heideg-ger jamás pretendió seguir la recomendación de Popper. Al contrario, la oscuridad de su estilo ha constituido en sí misma objeto de perplejidad y polémica; se le ha calificado de «hipnótico»,4 de «torbellino nebulo-so», «raro e impenetrable», «jerga grandilocuente e indescifrable», «re-pelente o fascinante»,5 «magia lingüística»,6 algo «incomprensible, que

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Rudiger Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo. Barcelona: Tusquets Editores, 1997, p. 450.

Véase el reporte de Karl Jaspers sobre Heidegger en 1945, reproducido íntegramente por Hugo Ott, Martin Heidegger. A Political Life. New York: Basic Books, 1993, pp. 336-341.

Karl Löwith, Mi vida en Alemania antes y después de 1933. Un testimonio. Madrid: Visor, 1992, p. 62. Igual opinión expresa Wolin, cuando sostiene que Heidegger «nunca abandonó del todo ciertos hábitos del

pensamiento que fueron responsables de su convicción ilusoria según la cual el nacionalsocialismo representaba el “poder salvador” que el Occidente ansiaba en una era de total abandono por parte de los dioses»; R. Wolin, The Terms of Cultural Criticism. New York: Columbia University Press, 1992, p. 126, 139.

Habermas también se muestra persuadido de que «el estilo es actitud vivida, de él salta la chispa que configura espontáneamente el comportamiento», Jürgen Habermas, Perfiles filosófico-políticos. Madrid:

Taurus, 1975, p. 62. Jaspers, por su parte, dijo en una ocasión que Heidegger era «entre los coetáneos el pensador más excitante, altivo, contundente, misterioso; pero luego te deja vacío», citado en Safranski, p. 131.

Otto Poggeler, El camino del pensar de Martin Heidegger. Madrid: Alianza Editorial, 1986, p. 347. Por ejemplo, H. Ott, ob. cit.; Víctor Farías, Heidegger and Nazism.

Filadelfia: Temple University Press, 1989.

infunde veneración».7 El asunto desborda lo puramente literario y toca las propias raíces y hábitos de pensamiento de Heidegger. Personas que le conocieron bien, como Jaspers y Löwith, argumentan que existe una íntima vinculación entre el modo de pensar de Heidegger, «fundamen-talmente carente de sentido de libertad, dictatorial e incomunicativo» y sus opciones políticas pronazis.8 Según Löwith, «el espíritu y la manera de pensar de Heidegger son nacionalsocialistas, y resulta poco adecuado criticar su decisión política aislándola de los principios de su filosofía».9 Uno de los más importantes y ponderados estudiosos alemanes de Hei-degger, Otto Poggeler, articula con sobria precisión la interrogante sobre la interacción entre estilo, «modo de pensar», sustancia del pensamien-to filosófico y toma de posición política en Heidegger de esta forma: «Es que acaso no había una determinada orientación en el pensar de Heide-gger que llevó a este último a caer –no sólo por azar– en las cercanías del nacionalsocialismo, sin que Heidegger volviera a salir jamás real y efec-tivamente de esa proximidad?».10

A mi modo de ver, la pregunta que Poggeler formula tiene una res-puesta afirmativa. De hecho, el «caso Heidegger» a que hace referencia el título de este estudio no es otro que el del apoyo del filósofo al nazismo, y la posible vinculación de su pensamiento filosófico con aspectos rele-vantes de una ideología política autoritaria. Ahora bien, en estas páginas no será mi principal propósito elaborar una especie de requisitoria éti-co-política a través de la biografía de Heidegger –tarea por lo demás im-portante, pero que ya ha sido realizada con lucidez y contundencia.11 Mi objetivo es más bien mostrar de qué forma la reflexión filosófica de Hei-

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12 Steiner, Heidegger, p. 22. Como es sabido, el pensar de Heidegger se mueve en torno a un eje único, el de la pregunta por el «sentido del ser» (véase la Introducción a El ser y el tiempo, pp. 11-49); ahora bien, es inútil buscar en sus obras una definición clara de lo que el filósofo entiende por «ser», ya que cuando plantea la interrogante de manera directa dice, por ejemplo: «Y bien, ¿qué es el ser? El ser es el mismo [...] El ser; esto no es Dios y no es un fundamento del mundo. El ser está, pues, más allá de todo ente y a la vez más cercano al hombre que todo ente, sea éste una roca, un animal, una obra de arte, una máquina, sea éste un ángel o Dios. El ser es lo más cercano. Pero la cercanía es para el hombre lo más lejos»; Heidegger, Carta..., p. 28. En palabras de Steiner, Heidegger fue «un hombre literalmente conquistado por la noción de lo que es [...] un hombre incansablemente asombrado por el hecho del ser de la existencia, y obsesionado por la realidad de la otra posibilidad, que es la nada...», Heidegger, p. 52. Sobre las implicaciones teológico-religiosas del pensar heideggeriano, véase ibid., pp. 86-87; Ott, pp. 112, 163, 384; Poggeler, pp. 348-349.

degger evoluciona en conexión con el panorama histórico de los tiempos que le tocó vivir, y en qué términos la filosofía desarrollada en varias de sus principales obras se relaciona con su ideología política. También ex-ploraré algunas de las enseñanzas generales que pueden desprenderse del «caso Heidegger», en cuanto a la vinculación entre filosofía y visión política y en lo que atañe al papel de los intelectuales como parte de la so-ciedad.

Si bien comparto en principio la prescripción popperiana sobre la im-portancia de la expresión literaria clara y precisa, no creo que la oscuri-dad de Heidegger deba ser obstáculo para que nos esforcemos a acercar-nos a su pensamiento y escudriñar sus complejos procesos intelectuales. Considero, siguiendo a Steiner, que al menos en alguna medida tenemos que admitir que lo que el discurso de Heidegger reclama, en primera ins-tancia, no es que lo comprendamos, sino que lo vivamos y aceptemos la extrañeza que sentimos, en forma comparable con nuestra compren-sión gradual o forma de experimentar la gran poesía.12 Realizado este esfuerzo, hasta donde me fue posible, he alcanzado la conclusión de que el pensar de Heidegger, al igual que el de cualquier otro autor, puede y debe ser asumido como objeto apto para el ejercicio de una crítica racio-nal. En tal sentido, lo que se descubre en el pensamiento de Heidegger es una difícil mezcla de revelaciones y encubrimientos, tanto en el plano fi-losófico como en el de su reflexión política, así como un intento –que me parece fallido– de vincular su filosofía con el sentido del proceso históri-co moderno. Trataré, pues, en lo que sigue de poner de manifiesto la pro-funda y sólida conexión entre el desenvolvimiento del pensar filosófico heideggeriano y su visión política de la contemporaneidad.

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Juan Nuño, La veneración de las astucias. Caracas: Monte Ávila Editores, 1989, p. 178. Véase también Pierre Bourdieu, The Political Ontology of Martin Heidegger. Stanford: Stanford University Press, 1991, p. 96; otra obra importante es la de Karl Löwith, «Les implications politiques

de la philosophie de l’existence chez Heidegger», Les Temps Modernes, 2, 14, 1947, pp. 343-360. Esta es la línea que siguen, por ejemplo, Alfred de Towarnicki, «Visite à Martin

Heidegger», Les Temps Modernes, 1, 4, 1946, pp. 717-724; Joseph J. Kockelmans, On the Truth of Being. Bloomington: Indiana University Press, 1984, pp. 262-263.

Para un resumen de esta controversia, véase Tom Rockmore, «Heidegger’s French Connection and the Emperor’s New Clothes», en T. Rockmore y Joseph Margolis, eds., The Heidegger

Case. On Philosophy and Politics. Filadelfia: Temple University Press, 1992, pp. 373-404. Poggeler, p. 354; Wolin, The Terms..., p. 125.

Fred Dallmayr, «Heidegger and Politics: Some Lessons», en Rockmore y Margolis,eds., pp. 268-269.

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Existen dos posiciones radicalmente opuestas en relación con el tema de los vínculos entre la filosofía y la visión política de Heidegger. De un lado se encuentran aquéllos según los cuales hay una «fusión perfecta entre ideología (política) y pensamiento filosófico»;13 de otro lado se hallan los que intentan aislar la filosofía heideggeriana de su toma de posición política favorable a Hitler, y consideran su nazismo como algo mera-mente temporal y un error lamentable, pero ajeno a los contenidos sus-tantivos de su reflexión filosófica.14 Para los primeros, la relación entre filosofía e ideología política en Heidegger es necesaria, en tanto que para los segundos es sólo contingente.15 A mi modo de ver, antes de abordar el asunto de los posibles lazos entre la filosofía y la ideología política hei-deggerianas, hay que aclarar que constituiría un error descalificar o mi-nimizar la relevancia de su pensamiento filosófico a consecuencia de sus compromisos políticos. El aporte de Heidegger a la filosofía tiene gran importancia, pero no cabe duda de que él mismo entendió su toma de posición política a favor del nazismo como un resultado arraigado en su filosofía; fue el propio Heidegger quien, en los años 1930, situó de modo explícito la toma de decisión sobre la verdad del ser, tal como él la busca-ba, en un contexto político.16 Ese contexto no era otro que el de la angus-tia derivada de una generalizada sensación de crisis histórica, sensación que permeó de manera decisiva el pensamiento alemán en los años 1920 y 1930, y que se enraizaba en la creencia en un inminente apocalipsis, que trastocaría todos los valores e instituciones de una sociedad decadente y corrompida.17 El marco intelectual de la época, caracterizado por la con-vicción de que Alemania se hallaba sumida en la decadencia y requerida de salvación, constituye uno de los sustentos primarios de la reflexión

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Steiner, Lecturas..., p. 349. Löwith, Mi vida..., p. 79.Heidegger, El ser y el tiempo, pp. 185-200, 291-328. Aquí nos referimos indistintamente a esta obra como Ser y tiempo, que sería la traducción literal del original en alemán, o El ser y el tiempo,título de la versión realizada por José Gaos para el Fondo de Cultura Económica.

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de Heidegger, sobre todo a partir de 1929-1930. Dice Steiner que: «Como millones de alemanes hombres y mujeres; y como muchos pensadores eminentes fuera de Alemania, [Heidegger] se dejó atrapar por el hipno-tismo de la promesa nacionalsocialista. La consideró la única esperanza de un país hundido en el desastre económico y social».18

Löwith, por su parte, narra detalladamente su último encuentro con Heidegger en Roma, en 1936, en estos términos: «Heidegger [...] me ex-plicó que su concepto de la “historicidad” [en Ser y tiempo] era la base de su “entrada en acción”. También me confirmó, sin lugar a dudas, su con-fianza en Hitler [...] Seguía convencido de que el nacionalsocialismo era el camino al que Alemania estaba predestinada y que sólo se trataba de perseverar».19

La interpretación que Heidegger hizo de su propio pensamiento, tal y como éste fue expuesto inicialmente en Ser y tiempo (1927), le sirvió de vía de aproximación a los eventos históricos de su tiempo, y de fundamento de su respuesta a la crisis. A mi modo de ver, la obra entera de Heidegger puede y debe ser analizada como una respuesta ante la crisis de la mo-dernidad europea y global. En una primera etapa, la de Ser y tiempo, la crítica se centra en la condición del individuo (Dasein o «ser-ahí») sumi-do en una existencia «inauténtica», así como en el subsiguiente reclamo de un modo superior de existencia a través del «estado de resuelto».20 En esa obra, en particular su Segunda sección, Heidegger orienta decisi-vamente su filosofía hacia la contingencia del hecho histórico, dentro de un esquema conceptual focalizado primordialmente en la subjetividad individual. Sin embargo, Heidegger enfatiza que el destino individual del Dasein se vincula necesariamente al destino colectivo:

... si el «ser ahí» que es en forma de «destino individual» exis-te, en cuanto «ser en el mundo», esencialmente en el «ser con» otros, es su gestarse histórico un «gestarse con» y constituido como «destino colectivo». Con esta expresión designamos el gestarse histórico de la comunidad, del pueblo. El «destino co-lectivo» no es un conjunto de «destinos individuales», como

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Ibid., p. 415.Steiner, Heidegger, p. 149; véase también Hans Sluga, Heidegger’s Crisis. Philosophy

and Politics in Nazi Germany. Cambridge: Harvard University Press, 1993, pp. 136-138.Safranski, p. 207.

tampoco puede concebirse el «ser uno con otro» como un ve-nir a estar juntos varios sujetos. En el «ser uno con otro» en el mismo mundo y en el «estado de resuelto» para determinadas posibilidades son ya trazados por anticipado los «destinos in-dividuales». En la coparticipación y en la lucha es donde queda en franquía el poder del «destino colectivo». El «destino colec-tivo», en forma de «destino individual», del «ser ahí», en y con su «generación», es lo que constituye el pleno y propio gestarse histórico del «ser ahí».21

Este pasaje sugiere con fuerza que para Heidegger, el «ser ahí» his-tórico no puede alcanzar su autenticidad individual fuera de la comu-nidad, que aceptar nuestro Dasein en su más pleno sentido significa asumir nuestra herencia histórica auténtica así como nuestra finitud in-dividual; ello implica la necesidad de escoger entre un número finito de opciones vitales, pero opciones que también afectan a la comunidad y la existencia posterior del individuo en el destino del grupo.22 No obs-tante, como ya dije, en la obra predomina un rasgo individualista, y el Dasein no queda exonerado de las decisiones cruciales de la existencia ni despojado de su propia responsabilidad. En palabras de Safranski, en esa obra fundamental Heidegger «despide explícitamente todos los pro-yectos de acción histórica a largo plazo. Queda un ocasionalismo históri-co. Hay que aprovechar el instante, aprehender la oportunidad».23 Pero ¿con qué fin? En Ser y tiempo la autenticidad es el fin, y autenticidad es intensidad, algo que Heidegger aún halla en la filosofía, pero que pronto descubrirá en una opción política concreta.

A pesar de las enormes dificultades de interpretación que suscita, la obra requiere, a mi modo de ver, una doble lectura. Por una parte, Ser y tiempo es un tratado filosófico de ontología fundamental; por otra par-te, la obra puede ser vista igualmente desde la perspectiva de la crítica cultural, y en tal sentido representa un radical cuestionamiento a la si-tuación del hombre sumido en la inauténtica realidad generada por una modernidad decadente. En este segundo sentido, Ser y tiempo constituye un «ejemplo clásico de la mentalidad conservadora y autoritaria predo-

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Wolin, The Politics of Being, p. 65. Heidegger, El ser y el tiempo, pp. 143-144. Heidegger, citado en Wolin, The Politics..., p. 25.En torno a este punto, véase Keith Ansell-Pearson, «Heidegger’s Decline: Between Philosophy and Politics», Political Studies, xlii, 1994, p. 511. La visión heideggeriana de la democracia, caracterizada por un inocultable menosprecio, se pone de manifiesto con especial claridad en sus comentarios a Nietzsche en la obra de 1951-1952, ya citada, ¿Qué significa pensar?, pp.68-69. Citado en Nicolas Tertulian, «The History of Being and Political Revolution: Reflections on a Posthumous Work of Heidegger», en Rockmore y Margolis, eds., pp. 215-216.

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minante en la Alemania de ese tiempo, y como tal permanece vacío de convicciones liberales, que podrían haber actuado como barreras ético-políticas contra el avance del fascismo». 24 En su tratado, Heidegger no muestra comprensión alguna del principio y papel de la opinión pública en la democracia liberal. La opinión pública es analizada como el impe-rio del «uno», de lo «inauténtico»: «El “uno”, que no es nadie determina-do y que son todos, si bien no como suma, prescribe la forma de ser de la cotidianidad [...] La publicidad lo oscurece todo y da lo así encubierto por lo sabido y accesible a todos». El escenario del «uno» es «insensible a todas las diferencias de nivel y de autenticidad».25 Este postulado de Heidegger tiene significativas implicaciones políticas de carácter elitista y antidemocrático. La mayoría de los que viven en el escenario del «uno» se conducen de modo inauténtico, y la visión del mundo liberal se hace «tiránica en la medida en que requiere que cada cual sea abandonado a su propia opinión», promoviendo así una «arbitrariedad» que es «escla-va de la contingencia».26

Al igual que muchos otros importantes intelectuales en la Alemania de su tiempo, Heidegger rechazó con desprecio la «política de partidos» de la República de Weimar, y cuestionó el liberalismo como una forma degenerada de la política que promueve el relativismo moral y el egoís-mo burgués, destruyendo la posibilidad de una existencia superior. 27 La «emergencia de las masas» constituye para Heidegger uno de los sínto-mas inequívocos de la decadencia del mundo moderno; el igualitarismo democrático conduce a la aniquilación de los más altos valores del espí-ritu, y a pesar de ello –escribió en 1937–, «Europa quiere aferrarse a la de-mocracia y no desea ver que esta última la llevará a su ruina histórica».28 Estas ideas eran corrientes en la Alemania derrotada y postrada de los años 1920 y 1930, y Ser y tiempo en alguna medida las refleja, bien que en el marco de una ontología fundamental en apariencia desprendida de las circunstancias históricas imperantes. Desde el punto de vista de su

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Steiner, Heidegger, p. 102.Para un detallado análisis sobre las categorías filosóficas de Ser y tiempo y otras obras

anteriores a 1933, y su conexión con el esquema ideológico radical y antiliberal de la época, véase Hans-Christian Lucas, «Philosophy, Politics, and the “New” Questions for Hegel,

for Heidegger, and for Phantasy», en Rockmore y Margolis, eds., pp. 240-241.

pertenencia a un momento histórico específico, el tratado, «a pesar de su excéntrica singularidad, encaja perfectamente en el mismo clima de catástrofe y de búsqueda de actitudes que ofrecieran nuevas alternativas, clima al que pertenecen The Waste Land de T. S. Eliot o Blick ins Chaos de Hermann Hesse, obras casi contemporáneas de la de Heidegger».29 Este clima ideológico se definía fundamentalmente por aquello contra lo cual se combatía, y se caracterizaba en general por el desdén hacia las insti-tuciones democráticas y los partidos políticos, el antiintelectualismo, el antiigualitarismo, la estética moderna y la moral cristiano-burguesa. El nazismo encarnó estas tendencias y las tradujo a la práctica.

Ahora bien, no trato acá de argumentar que el nazismo fue de alguna manera un resultado inevitable de la filosofía plasmada en Ser y tiempo. Aspiro a mostrar que ese tratado, así como la posterior filosofía de Hei-degger, formó parte de un contexto ideológico específico, que en no poca medida está allí reflejado; se trata también de señalar que paralelamente a su ontología fundamental, se encuentran en la obra de Heidegger ras-tros inequívocos de una determinada visión política, y que su involucra-miento con el movimiento nazi no fue un mero episodio biográfico pa-sajero y carente de verdadera relevancia, sino que esa toma de posición política se hallaba enraizada en hondas tendencias de su pensamiento. De allí que Heidegger, como apunté antes, interpretó su «decisión exis-tencial» a favor de Hitler en 1933 como una legítima consecuencia de su filosofía.30

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Otto Poggeler ha mostrado que la crisis financiera de 1929 y sus catastró-ficos efectos sobre Alemania impactaron poderosamente a Heidegger.

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Wolin, The Politics..., p. 71. Se destacan, «De la esencia de la verdad», en Heidegger, Ser, verdad y fundamento, pp. 61-83; Qué es metafísica. Barcelona: Laia, 1989; y Plato’s Doctrine of Truth, en W. Barret & H.D. Aiken,eds., Philosophy in the Twentieth Century. New York: Random House, 1962. Martin Heidegger, «The Self-Assertion of the German University» y «The Rectorate 1933-34: Facts and Thoughts», Review of Metaphysics, 38, 1985, pp. 467-502. Löwith, Mi vida..., p. 54.

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A partir de ese momento la crítica a la modernidad, que se hallaba par-cialmente implícita en Ser y tiempo, se hace más explícita, y la reflexión heideggeriana sobre «el sentido del ser» se relaciona más estrechamente con el contexto histórico y los problemas derivados de la situación euro-pea.31 En varias obras escritas entre 1929 y 1932,32 el pensamiento de Hei-degger experimenta un cambio de énfasis, desde el plano de la «filosofía de la existencia» centrada en la subjetividad del Dasein hacia al plano de la «historia del ser». El giro heideggeriano parte de una autocrítica del subjetivismo dominante en Ser y tiempo, y se enfoca a partir de ese mo-mento hacia el pueblo (Volk) alemán en su situación histórica concreta. Estos textos de Heidegger constituyen un punto de tránsito entre la fi-losofía de Ser y tiempo y la explícita toma de posición política del Discur-so Rectoral de 1933, pronunciado cuando Heidegger asumió el cargo de Rector de la Universidad de Friburgo.33 Löwith afirmó sobre este discur-so que se trata de «una pequeña obra maestra en cuanto a formulación y composición»:

A la luz de los cánones clásicos de la filosofía, es de una com-pleta ambigüedad, pues acomoda las categorías de la ontología existencial al «momento histórico», de tal manera que da la im-presión de que sus ideas filosóficas pueden y deben coincidir a priori con la situación política y que la libertad de la investiga-ción puede emparejarse con la coacción estatal. El «servicio del trabajo» y el «servicio militar» se unen al «servicio científico», de modo que, al final de la disertación, uno no sabe si ponerse a leer Los presocráticos de Diels o desfilar con las sa.34

El tono irónico del comentario no debe ocultarnos el hecho de que en ese texto Heidegger expresó con particular fuerza y claridad sus ideas sobre lo que el nazismo representaba y podía esperar de la filosofía, y acerca de lo que esta última podía esperar de la «revolución nacional». El tránsito hasta esta toma de posición política radical es complejo, y su es-

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Heidegger, El ser y el tiempo, pp. 103-116. Ibid., p. 246; véase también pp. 233-252.

Sigo acá de cerca las interpretaciones que ofrecen Poggeler, pp. 95-111, 142-149, y Wolin, The Politics of Being, pp. 83-85.

Heidegger, «Plato’s Doctrine...», pp. 257, 265-266. La concepción heideggeriana de la verdad otorga al filósofo, que posee acceso privilegiado al misterio del ser, la capacidad de determinar las manifestaciones

auténticas e inauténticas de la verdad y el error. Las nociones de responsabilidad crítica, de argumentación racional, de ensayo y error en el camino hacia la verdad quedan de lado, ajenas al examen intersubjetivo

y sometidas a un elitismo epistemológico que destruye el principio de igual respeto para todos. Michael Rosen, «Heidegger in Question», Times Literary Supplement, June 24, 1994, p. 6.

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tudio requiere como paso previo rendir cuenta más detalladamente del significado del giro filosófico en Heidegger.

Ese giro o viraje heideggeriano se patentiza como radicalización de su interpretación de la historia de la metafísica occidental. Ya en Ser y tiempo, Heidegger había cuestionado la presunta degradación de la me-tafísica en manos de Descartes y del cientificismo posterior.35 En cuan-to al problema de la verdad, Ser y tiempo contiene los gérmenes de los planteamientos que poco más tarde desarrollaría Heidegger, en cuan-to a la concepción de la verdad como aletheia o descubrimiento y deso-cultamiento, como «aquella comprensión misma del ser que inmedia-tamente domina en el “ser ahí”».36 Ahora bien, en los ya mencionados trabajos posteriores, y en particular en su estudio sobre Platón (que comprende un curso ofrecido en 1931-1932), Heidegger va más lejos y observa todo el desarrollo de la metafísica después de los presocráticos como una historia de errores, que comienza precisamente con Platón y su proyecto de transferir el contenido de la verdad metafísica a la es-fera supramundana de las ideas.37 A diferencia de la concepción grie-ga inicial de la verdad como «desocultación» (aletheia), que «se refiere persistentemente a aquello que está siempre presente en la región don-de mora el hombre», Platón –en su alegoría de la caverna en la Repú-blica– transfiere la verdad a un plano distinto, el de las ideas, y de ese modo logra que aletheia sea dominada por la idea, convirtiéndose así la esencia de la verdad en orthotos, es decir, en verdad proposicional. La verdad deja de ser una propiedad del ser –de su capacidad de mostrarse y ocultarse– para hacerse dependiente de la capacidad del sujeto huma-no de producir juicios sobre los entes (o de alcanzar la certidumbre en la representación, la veritas, por parte del sujeto pensante cartesiano).38 Al dejar de lado la concepción de la verdad proposicional a favor de la «desocultación» o «apertura al ser», Heidegger cuestiona la idea tradi-

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Escribe Heidegger: «No sólo se abandona toda especie de antropología y toda subjetividad del hombre como sujeto [...] y se persigue la verdad del ser como fundamento de un cambio de posición histórica fundamental, sino que [el objetivo ahora es] pensar desde otro fundamento [...] Los sucesivos pasos del preguntar son en sí el camino de un pensar que en vez de ofrecer representaciones y conceptos, se experimenta y se prueba como transformación de la referencia al ser», Ser, verdad y fundamento, p. 83. Safranski, pp. 260-261.

cional de verdad y el papel de los juicios,39 y otorga un rango primordial a la historia del ser que se despliega. Al respecto nos dice Safranski que, según Heidegger,

Verdad es lo arrebatado a la ocultación, o bien porque algo que es se muestra, sale a la luz, o bien porque esto es descubierto, desvelado [...] no puede haber ningún criterio metahistórico de verdad. Ya no existe la historia infinita de la aproximación a la verdad una, ni tampoco la ascensión platónica del alma al cielo de las ideas; hay tan sólo un acontecer de la verdad, lo cual signi-fica: una historia de los proyectos del ser. Y esta es idéntica con la historia de los paradigmas directivos de las épocas culturales y los tipos de civilización. La Edad Moderna, por ejemplo, está determinada por el proyecto del ser de la Naturaleza [...] Este proyecto del ser, que, naturalmente, no ha de imaginarse como si hubiera salido de una sola cabeza, sino que ha de entenderse como una síntesis cultural, determina la modernidad en todos sus aspectos. La Naturaleza se convierte en un objeto de cálculo, y el hombre mira hacia sí mismo como si se tratara de una cosa entre cosas; la atención se restringe a los aspectos del mundo que de alguna manera se presentan como dominables y mani-pulables. Esta actitud fundamentalmente instrumental ha pro-vocado la evolución técnica.40

La radicalización de la crítica de Heidegger a la metafísica y al olvido en esta última de la concepción de la verdad como aletheia, le conduce a focalizar su interés en lo que percibe como una grave crisis social y espi-ritual contemporánea, crisis cuyos orígenes –según el filósofo– pueden trazarse hasta las lejanas raíces del pensamiento griego y la «distorsión» platónica del camino señalado por los presocráticos. De este modo, la crisis de la metafísica, reflejada en el colapso de los valores tradicionales de Occidente, adquiere para Heidegger un carácter histórico-epocal. A

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Wolin, The Politics of Being, pp. 84-85. Poggeler comenta que el viraje en el pensar heideggeriano «se propone solamente una cosa: llamar la atención sobre el giro en la esencia de la verdad

que el pensar platónico inicia y que determina el entero pensar occidental. Incluso Ser y tiempo está determinado por este giro [platónico, ar] dado que lo primero que se propone es

liberar al hombre en vista de su libertad más propia, para poder experimentar luego en su segundo paso lo olvidado en todo pensar hasta hoy: la verdad del ser», ob. cit., p. 110.

Safranski, pp. 263, 264, 265-266.

partir de este punto su pensamiento se orienta de manera más directa y concreta hacia la interpretación del horizonte histórico de la moder-nidad, tal y como se plasma en su propio tiempo y entorno sociocultu-ral. Para Heidegger, la gravedad de la crisis demanda una solución igual-mente radical, solución que tiene una dimensión política, pero cuyo rasgo dominante toca el plano de la metafísica, en cuanto que la «sali-da» exige una relación totalmente nueva entre el hombre y el ser, susten-tada en una concepción de la verdad completamente diferente a la que ha dominado el proceso histórico occidental por más de dos milenios.41 Es claro, pues, que en la lucha por superar el «olvido del ser» producido por la decadencia y desvío de la metafísica, toca a la filosofía, al filósofo, cumplir una misión decisiva. Safranski describe así la atmósfera sicoló-gica que rodea el paso crucial que se apresta a dar Heidegger en esa co-yuntura clave de su vida:

El caudillo filosófico está llamado a poner en marcha un nue-vo acontecer de la verdad para una comunidad entera y a fun-dar una nueva relación con la verdad [...] Si ha de producirse tal cambio en la historia bajo la colaboración del filósofo, si el auténtico filosofar se considera como una obra de liberación, entonces la relación con lo político no puede evitarse por más tiempo […] [Heidegger] está en vías de encontrar su función: quiere ser el heraldo de una epifanía histórico-política y a la vez filosófica. Llegará un tiempo digno de la filosofía, y llegará una filosofía dueña del tiempo [...] Hay que estar despierto para no desperdiciar el instante en el que puede y debe hacerse filosófi-ca la política y política la filosofía.42

En 1933, Heidegger lleva a cabo el tránsito de la teoría a la acción, y se une al partido de Hitler. Esta trascendental decisión es asumida por el filósofo en el contexto de una convicción acerca del sentido profundo de la existencia personal y de su pueblo. Heidegger está persuadido de que

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Ibid., p. 276. Heidegger, «Alocución de Tubinga», 30-11-1933, citado en Safranski, p. 277. Ibid., pp. 277-278.Véase Sluga, pp. 23-25, 140-143; Wolin, The Politics..., pp. 86-95.

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la irrupción del nazismo en la historia alemana inicia una nueva época y un nuevo acto en la historia del ser, la «encarnación de un destino» –tal y como lo expresó el líder nazi.43 Aunque pueda parecer extraño desde la perspectiva actual, el filósofo creyó descubrir en ese evento histórico concreto, en la revolución nacionalsocialista, un acontecimiento meta-físico fundamental, una «transformación completa de nuestra existen-cia alemana»,44 que además abría un nuevo capítulo en la historia occi-dental como un todo:

A su juicio, se trata del «segundo gran duelo» después del «pri-mer comienzo» en la filosofía griega, que constituye el origen de la cultura occidental. Este segundo duelo se ha hecho nece-sario porque el impulso del primer comienzo está ahora gasta-do. La filosofía griega había puesto el ser-ahí del hombre en la anchura abierta de la indeterminación, libertad y problema-ticidad. Pero ahora, el hombre se ha escondido de nuevo en la cápsula de sus imágenes del mundo y sus valores, de sus ma-nejos técnicos y culturales. En la Grecia temprana hubo un ins-tante de propiedad [autenticidad, ar]. Pero luego la historia universal ha regresado a la luz opaca de la impropiedad [inau-tenticidad], de la caverna platónica [...] Heidegger interpretaba la revolución de 1933 como salida colectiva de la caverna, como irrupción en aquella llanura abierta que, por lo demás, sólo abre el solitario pensar y preguntar filosófico. Con la revolución de 1933 había llegado para él el instante histórico de la propiedad [autenticidad].45

Heidegger elaboró con notable concisión y fuerza estas ideas en su famosa alocución al asumir el Rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933. Este texto, que ha sido objeto de exhaustivos comentarios por di-versos intérpretes,46 sintetiza la convicción heideggeriana de estar asis-tiendo a un momento fundamental de la historia del ser, patentizado en el «Gran Despertar» del Dasein alemán. En ese orden de ideas, cabe en-fatizar que la opción política de Heidegger se enmarcó de manera clara

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Safranski, p. 279.Farías, pp. 4-5, 98-102, 187. La dimisión de Heidegger al Rectorado se produjo porque, para su gusto,

«la política del Partido [nazi] no era suficientemente revolucionaria. Contra lo que afirmaría más tarde, la preocupación de Heidegger no estaba centrada en la defensa del espíritu

occidental de la universidad [...] sino que él defendía la revolución contra la actitud conservadora de los hombres de letras y la pragmática política (Realpolitik) burguesa, que sólo está

interesada en la utilidad económica y técnica de la universidad», Safranski, p. 318.

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e inequívoca en el contexto de su pensar filosófico. Años más tarde Hei-degger intentó atribuir su adhesión al «movimiento» a su inexperien-cia política, y no al desarrollo de su pensar filosófico.47 Si bien es cierto que Heidegger apenas daba sus primeros pasos en el complejo y move-dizo terreno de la política, su convicción de estar haciéndolo por y con razones filosóficas era profunda y evidentemente sincera. De hecho, du-rante esos años de 1933-1934, antes de que la dura realidad de las intri-gas políticas le llevase a renunciar al Rectorado (el 23 de abril de 1934) y a sus pretensiones de liderazgo espiritual dentro del movimiento nazi, Heidegger fue un verdadero radical, que –sin asumir las tesis raciales y biológicas de ideólogos fanatizados como Rosenberg y Krieck– se iden-tificó sin embargo con los sectores políticamente más extremos del mo-vimiento nacionalsocialista.48 Heidegger se sentía en lucha por la pure-za del movimiento revolucionario, interpretado como «renovación del espíritu occidental» después de la «muerte de Dios», en enfrentamiento a los sectores conservadores y clericales, que eventualmente se impusie-ron dejando a Heidegger de lado.

4

Hemos visto que Heidegger se mezcló en la convulsionada historia de su tiempo con base en una visión de la política como «experiencia de la verdad», en términos de la «apertura», «estado de abierto» o «desocul-tación» del ser. Su alianza con el nazismo encuentra explicación tanto por el desdén del filósofo hacia el liberalismo y la democracia, como por su convicción de que la revolución hitleriana representaba un episodio epocal en la historia del ser, abriendo para el pueblo alemán (un «pueblo

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Martin Heidegger, Introducción a la metafísica, p. 43. A su modo de ver, los nazis no representaban la toma del poder por un partido político más, sino por una fuerza popular-revolucionaria de nuevo tipo. Véase K. Ansell-Pearson, «Heidegger’s Decline...», p. 511.Ibid., p. 42.

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metafísico»49) y para la filosofía alemana una misión histórico-univer-sal. Si bien, luego de su salida del Rectorado, Heidegger mantiene incó-lume su fe en Hitler y el «movimiento», se distancia de la política prác-tica y sitúa de nuevo al espíritu como plano del acontecer fundamental. Las lecciones impartidas por Heidegger en 1935, publicadas dos déca-das más tarde, constituyen un testimonio de primordial importancia. De un lado, Heidegger reúne en esa obra los diversos componentes de su reflexión sobre los vínculos entre historia acontecida y proceso me-tafísico de «desocultación» del ser, y de otro lado pone de manifiesto su distanciamiento con respecto al nazismo real para refugiarse en su ver-sión ideal y auténtica, es decir, la versión con la que seguía plenamente comprometido. El filósofo comienza por expresar su convicción según la cual estamos frente a «un acontecimiento que desde sus comienzos atraviesa la historia de Occidente, un acontecimiento que no alcanzaron las miradas ni de todos los historiadores juntos, y que sin embargo ocu-rre, antiguamente, hoy y en el futuro». Se trata de que los pueblos «han caído fuera del ser hace mucho tiempo y sin saberlo», y ello constitu-ye «el fundamento último y más poderoso de su decadencia».50 De este postulado general, Heidegger pasa a un análisis más concreto:

… Europa, siempre a punto de apuñalarse a sí misma en su irre-mediable ceguera, se encuentra hoy en día entre la gran tenaza que forman Rusia por un lado y los Estados Unidos por otro. Desde el punto de vista metafísico Rusia y América son lo mismo [itáli-cas ar]; en ambas encontramos la desolada furia de la desenfre-nada técnica y de la excesiva organización del hombre normal [...] La decadencia espiritual del planeta ha avanzado tanto que los pueblos están en peligro de perder sus últimas fuerzas inte-lectuales, las únicas que les permitirían ver y apreciar tan sólo como tal esa decadencia (entendida en relación con el destino del «ser») [...] Nos hallamos entre las tenazas. Nuestro pueblo, por encontrarse en el centro, sufre la mayor presión de esas te-nazas, por ser el pueblo con más vecinos y por tanto el más amenazado y, con todo ello, el pueblo metafísico [itálicas ar]. Todo esto implica

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Ibid., pp. 42-43. Para que no queden dudas sobre la seriedad con que Heidegger asume su temática, el filósofo insiste en que hay «una relación entre la pregunta por el ser

y el destino de Europa, en el que se decide el destino de la tierra, y donde, para Europa misma, nuestra [de Alemania, ar] existencia histórica resulta central», ibid., p. 46.

Ibid., p. 179. Mucho se ha discutido en torno a una frase que Heidegger añadió años más tarde (en 1953) en este punto de las lecciones de 1935, aclarando que esa «grandeza», «verdad interior» o

«magnitud» del nazismo tenía que ver «con el encuentro entre la técnica planetariamente determi-nada y el hombre contemporáneo», ibid. Véase al respecto, Ott, pp. 292-295. Habermas señala con

razón que si Heidegger fue sincero en lo que quiso explicar en 1953, ello no hace sino comprobar que el filósofo fue víctima de una equivocación elemental: «… las ideas que tenían por objeto

conducir al encuentro de una técnica de vocación planetaria con el hombre contemporáneo, las expone en 1935, es decir, en las condiciones, vigentes más que nunca, de una situación determinada

precisamente por la técnica, con lo que por fuerza tenía que dar lugar a que automáticamente se pusiera en marcha una serie de malentendidos que falsificaban la realización efectiva de su intención de

superar el mundo tecnificado», Jürgen Habermas, Perfiles filosófico-políticos. Madrid: Taurus, 1975, p. 64.

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que este pueblo, en tanto histórico, se ubique a sí mismo, y por tanto a la historia de Occidente, a partir del núcleo de su aconte-cer futuro, en el ámbito originario de los poderes del ser. Preci-samente en la medida en que la gran decisión sobre Europa no debería tomarse por la vía de la destrucción, sólo puede tomarse esta decisión por medio del despliegue de nuevas fuerzas histó-ricas y espirituales [itálicas mh] desde el centro.51

En la revolución de Hitler había visto Heidegger una reacción contra la amenazadora evolución de la modernidad tecnocrática, urbana y bu-rocratizada, germen de lo «inauténtico» en la existencia del Dasein. En esa lucha se hallaba lo que en sus lecciones califica como «la verdad in-terior y la magnitud de este movimiento» (el nazismo).52 Pero en 1935, Heidegger presiente el peligro de que esa fuerza genuina y «auténtica» también sucumba ante «la desolada furia de la desenfrenada técnica» y se pierdan sus mejores impulsos. Ante semejante amenaza, correspon-de al filósofo armarse de paciencia para preservar y proteger la verdadera esencia de la revolución:

... la filosofía apunta siempre a los primeros y últimos funda-mentos del ente y lo hace de manera tal que el hombre mismo experimenta, de forma relevante, una interpretación y defini-ción de su meta en tanto existencia humana. De ahí que se pro-pague fácilmente la apariencia de que la filosofía pudiera y de-biera proporcionar los fundamentos para la existencia históri-ca actual y futura y para la época de un pueblo [...] Semejantes

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Ibid., p. 19. Heidegger, Introducción..., p. 150; Habermas, pp. 60-61.Safranski, p. 339.

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expectativas y demandas, sin embargo, exigen demasiado a la capacidad y esencia de la filosofía [...] La filosofía nunca puede proporcionar inmediatamente las fuerzas y modalidades de los efectos y ocasiones que produce una situación histórica, y no lo puede hacer por el mero hecho de que, de manera inmediata, sólo concierne a unos pocos. ¿Quiénes son esos pocos? Son los que transforman y trasponen las cosas con su labor creadora.53

A pesar de este retorno heideggeriano al ensimismamiento filosófi-co, las lecciones se hallan aún llenas de vitalidad histórica, de una exal-tación de la fuerza que eleva al individuo aristocrático frente a la vulga-ridad de los muchos, de la exigencia de una existencia heroica frente al carácter adormecido y decadente de lo común. Heidegger elogia al que «actúa con violencia», al que «no conoce la bondad y la conciliación (en el sentido habitual); [y] desconoce todo apaciguamiento y serenidad...». Como pueblo, fueron los griegos los primeros que «Arrastrados por la necesidad de su existencia, sólo emplearon la violencia, pero lejos de eli-minar la necesidad, no hicieron más que aumentarla y fue así como se apoderaron a la fuerza de las condiciones fundamentales de la verdade-ra grandeza histórica».54

A partir del momento en que Heidegger comienza a distanciarse del nazismo «real», que se convierte para él «cada vez más en un sistema de la revolución traicionada»,55 su pensamiento experimenta una curiosa oscilación entre, por una parte, la profundización de la crítica a la mo-dernidad, que ahora incluye también al hitlerismo, como manifestación de la misma tendencia metafísica nihilista de la voluntad de dominio y el predominio racional-técnico sobre la vida, y por otra parte –y hasta el fin de la guerra en 1945– Heidegger continúa esperando por una victoria alemana, y mantiene su adhesión, aunque con variantes y vaivenes, al nacionalsocialismo «puro» u «original», el que en un primer momen-to se le reveló como un «hacerse manifiesto del ser» en la historia de su tiempo. Para usar una feliz frase de Safranski, luego de su parcial ruptu-ra con el régimen (1933-1934), Heidegger preservó una fundamental leal-tad ideológico-política hacia el nazismo, «Sin embargo, este asentimien-

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Ibid., p. 342. Ibid., p. 343. En su conferencia «La época de la imagen del mundo» dice Heidegger:

«En el imperialismo planetario del hombre técnicamente organizado, llega a su punto de apogeo el subjetivismo del hombre, para luego establecerse e instalarse en la llanura

de una uniformidad. Esa uniformidad pasará a ser luego el instrumento más seguro de la dominación completa, es decir, técnica, sobre la tierra», en Sendas perdidas, p. 97.

Importantes testimonios de este proceso del pensar de Heidegger se hallan en el ya mencionado estudio, «La época de la imagen del mundo», conferencia pronunciada en 1938 y publicada

después de la guerra; véase M. Heidegger, Sendas perdidas, pp. 68-99; son también de consulta obligatoria los gruesos volúmenes que contienen los cursos sobre Nietzsche ofrecidos por

Heidegger entre 1936 y 1940; véase M. Heidegger, Nietzsche (esta edición en inglés consta de dos tomos, que incluyen los cuatro volúmenes de la edición original alemana; San Francisco:

Harper Collins, 1991); véase en especial el tomo ii (2.ª parte, vol. 4), pp. 43-90, 96-135, 139-149, 199-250.

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to había descendido [...] a la condición de una simple opinión política. Se había evaporado la pasión metafísica».56 Heidegger retoma el curso de su pensar, e interpreta crecientemente su papel como el de un filósofo que, en tiempos de indigencia, está llamado a seguir el verdadero curso del despliegue del ser en la historia, más allá del tumulto de lo cotidiano.

Durante esos años que se extienden hasta el derrumbe del Reich hi-tleriano, Heidegger se ocupa nuevamente del tema de la modernidad como un proceso de «olvido del ser», y desde su rediseñada perspectiva el nacionalsocialismo ya no se le presenta como una salida «distinta» o una reacción «auténtica» ante la amenaza del tecnicismo y el subjetivis-mo dominadores y ajenos a la aletheia del ser, sino más bien como una ex-presión adicional y particularmente representativa de esa tendencia me-tafísica. Dicho de otra manera, Heidegger «Descubre que el problema es el propio nacionalsocialismo, siendo así que él lo había tomado por la solución del problema [ahora] ve hervir en el nacionalsocialismo el fu-ror de la modernidad: el frenesí técnico, el dominio de la organización, o sea, la impropiedad [inautenticidad, ar] como movilización total».57 Si bien esta nueva interpretación en efecto se patentiza en varios de los más importantes escritos heideggerianos de esa época, en los que el filósofo elabora su desencanto por el hecho de que la «revolución metafísica» no se haya traducido en la realidad política,58 la evidencia documental, cui-dadosamente extraída y analizada por Domenico Losurdo con base en la edición de las obras completas de Heidegger –que contiene numerosos textos aún no traducidos del alemán–, muestra que, hasta el momento crucial de la derrota nazi en Stalingrado, el filósofo articuló una curiosa interpretación acerca del curso y significado de la guerra mundial, sus-tentada en una distinción entre el nihilismo «incompleto» y «pasivo» re-

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Heidegger, citado en D. Losurdo, «Heidegger and Hitler’s War», en Rockmore y Margolis, eds., p. 146. Ibid. Ibid., p. 147.

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presentado por el socialismo (la urss) y la democracia (Inglaterra y los Estados Unidos), un nihilismo que en lugar de conducir a la destrucción real y efectiva de los valores (decadentes) predominantes, ha «retarda-do su absoluto rechazo», y un «nihilismo extremo que reconoce que no existe una verdad eterna en sí misma, que la verdad debe ser conquista-da y postulada una y otra vez. De este modo, el nihilismo activo, que no se confina a presenciar el lento colapso de lo existente, interviene activa-mente para llevar a cabo el proceso».59

En ese particular período, cuando los ejércitos de Hitler se cubren de victorias en Europa, Heidegger halla en el «nihilismo activo» una fórmu-la que le permite, a la vez, preservar su identificación con los triunfos de su país y darles un sentido superior. El nihilismo que Heidegger procla-ma está representado por el nazismo, una fuerza movida sin escrúpulos por una descarnada «voluntad de poder» que se dirige a crear el «nuevo orden». En este sentido, el nihilismo significa «no simplemente el colap-so sino el cese [de lo existente, ar], en tanto que es liberación y por ello el comienzo de algo nuevo».60 Las batallas de Hitler son interpretadas filo-sóficamente por Heidegger, quien sigue atentamente las vicisitudes de la guerra; en esta línea, el filósofo percibe que, por ejemplo, la derrota de Francia (1940) no es accidental, sino el resultado de una «misteriosa ley histórica» mediante la cual el país que vio nacer a Descartes es aplastado por la nación que ha avanzado más lejos en la organización de la «econo-mía de la máquina», de la cual una «nueva humanidad» emerge victorio-sa. De hecho, escribe Heidegger, «sólo el superhombre es capaz de crear una incondicional “economía de la máquina” y viceversa; la una requiere al otro para establecer un incondicional dominio sobre la tierra».61

El pensar heideggeriano se desliza sobre un terreno movedizo, en el que a veces el poder de la técnica y la «economía de la máquina» repre-sentan el «olvido del ser», y otras –cuando Alemania conquista sus vic-torias militares– ese poderío representa un «acto metafísico» positivo, y los triunfos alemanes se le revelan como metafísicamente necesarios, ya que los mismos concluyen una época de la historia y abren las puertas al nacimiento de otra. La derrota en Stalingrado, no obstante, oscurece el horizonte para Heidegger, quien ahora deja de lado la distinción anterior

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Ibid., p. 153. Ibid.

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entre un nihilismo completo y activo y otro incompleto, y asume una ac-titud centrada en la total condena de la voluntad de poder y del nihilista (en un sentido único y metafísicamente negativo) «olvido del ser». Lo que Losurdo muestra, citando profusamente a Heidegger, es que mien-tras duraron las victorias alemanas en la guerra, el filósofo procuró con-cederles un significado positivo como manifestaciones del choque entre un nihilismo parcial y débil (el de la democracia, el socialismo, y la deca-dencia de Occidente), y otro nihilismo extremo y completo (encarnado en el nacionalsocialismo), que era el único capaz de manejar y controlar plenamente la técnica moderna, resolver de una vez por todas la compe-tencia por el dominio mundial, y crear así las condiciones para el «nuevo comienzo».62

Esta interpretación del curso de la guerra no podía mantenerse in-cólume luego de la catástrofe alemana en Stalingrado. Heidegger vio el triunfo soviético como «la victoria total de la tecnificación» y de la plani-ficación social e industrial. Ahora la urss tomó «la ventaja metafísica», y ya no puede esperarse una victoria alemana en nombre de una «nueva humanidad» o del «superhombre» germano, el único capaz de controlar la técnica moderna y su sentido metafísico.63 Stalingrado no sólo cam-bió el curso de la guerra, sino que posiblemente también implicó un mo-mento crucial para el posterior desarrollo del pensar de Heidegger. El fi-lósofo persiste en su convicción de que la salvación de Occidente sigue en manos del pueblo alemán, del «pueblo metafísico», y continúa per-suadido de que –según sus propias palabras– «solamente de los alema-nes puede surgir el despertar histórico, en la medida en que sean capaces de descubrir su especificidad y conservarla».64 Ahora ya no se trata de una confrontación entre «voluntades de poder» y entre un nihilismo li-mitado y otro «completo», sino que –dando expresión más clara a una tendencia que ya venía esbozándose por años en su pensamiento– se tra-ta del destino del ser como tal:

Llega un momento –escribe Heidegger– cuyo carácter único no está determinado solamente por la situación del mundo exis-tente y nuestra historia. Lo que está en juego implica no sólo el

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Heidegger, citado en Losurdo, p. 154. Ibid.

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ser o el no ser de nuestro pueblo histórico; no tiene que ver con el ser o el no ser de una cultura «europea», pues a ese nivel siem-pre hemos tenido que ver con el ser. Previo a todo esto, y en un sentido original, la decisión concierne al ser y al no ser como tales, al ser y al no ser en su esencia, en la verdad de su esencia. ¿Cómo puede salvarse el ser y mantener la libertad de su esencia, si la esencia del ser permanece en estado de indecisión, no inte-rrogada, y aun olvidada? 65

En medio del caos final y el total derrumbe del Reich hitleriano, Ale-mania deja de representar para Heidegger el «nihilismo activo» o «com-pleto», que luchaba por una configuración diferente del ser, y pasa bre-vemente a transformarse en la nación que combate y se sacrifica por «la verdad del ser». Antes, el combatiente alemán era el superhombre ca-paz de alcanzar el pleno dominio de la técnica sobre sus adversarios; ahora, es el custodio angustioso y acosado de la verdad del ser.66 Estas ideas apuntan ya hacia el camino que el pensar filosófico de Heidegger

–y su visión política– tomarían una vez concluido el enfrentamiento bé-lico. No cabe duda de que el filósofo se identificó hasta el amargo final con su país en guerra. Una vez concluido el conflicto, para Heidegger se abre otra etapa en la que de nuevo se pone de manifiesto una estrecha co-nexión entre la especulación metafísica y una actitud muy precisa hacia los eventos de la historia contemporánea.

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Luego de concluida la guerra en 1945, Heidegger dio inicio a lo que al-gunos autores han calificado como una estrategia de «subterfugio in-telectual» y evasión de responsabilidad con respecto a lo ocurrido, tan-to en términos de la participación crucial de Alemania en los orígenes y desarrollo del conflicto, como en cuanto a su propia adhesión perso-

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Heidegger, ¿Qué significa pensar?, p. 68. 67

nal a la «revolución» de Hitler. Este severo juicio acerca de la actitud de Heidegger y el curso de su pensamiento está, a mi modo de ver –y luego de examinar la evidencia a mi alcance– plenamente justificado, y cubre básicamente cuatro áreas que se vinculan entre sí: 1) La evaluación hei-deggeriana acerca del significado de la guerra. 2) La negativa del filóso-fo a pronunciarse de manera clara e inequívoca acerca de los crímenes de guerra nazis y asumir un punto de vista moral, así como su intento de homogeneizar y dar igual rango a las acciones de los diversos com-batientes. 3) La persistencia de aspectos clave de su ideología política, como por ejemplo su convicción antidemocrática y acerca de la misión salvadora del pueblo alemán como «pueblo metafísico». 4) Su esfuerzo por lograr todo esto a través de la radicalización antisubjetivista de su fi-losofía, que ya en forma inequívoca sumerge la historia y la existencia de los individuos en la bruma inasible de la «historia del ser», convirtiendo a los pueblos y a las personas en receptáculos pasivos de un destino que les controla.

Conviene comenzar citando un pasaje de especial importancia, de un curso de 1951-1952. Heidegger escribió entonces lo siguiente:

¿Qué ha decidido, al fin de cuentas, la Segunda Guerra Mun-dial? [...] Esta guerra mundial no ha decidido nada, si tomamos aquí el concepto de decisión en sentido tan alto y tan amplio que ataña únicamente al destino esencial del hombre en esta tierra. Lo único que se logró es hacer aparecer con mayor clari-dad los contornos de lo que ha quedado por decidir. Mas aquí amenaza nuevamente el creciente peligro de que se pretenda hacer entrar a la fuerza en las categorías político-sociales y mo-rales, todas ellas demasiado estrechas y de cortos alcances [...] aquello que, habiendo quedado sin decidir, se está preparando para culminar en una decisión y concierne al gobierno de toda la tierra en su conjunto [...] ¿Qué cabe esperar de una Europa que pretende rehacer su estructura a remiendos con los requi-sitos de aquella década que seguía a la primera guerra mundial? Un hazmerreír para las potencias y el inmenso poder étnico del Oriente...67

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Ibid., pp. 68-69. Tertulian, p. 225.

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De inmediato, en el mismo pasaje, Heidegger cita con aprobación es-tos pensamientos de Nietzsche:

Nuestras instituciones ya no sirven para nada [...] Mas esto no es culpa de las instituciones, sino de nosotros. Después de haber perdido todos los instintos que engendran las instituciones, es-tamos perdiendo las instituciones como tales, por ser nosotros los que ya no servimos para ellas. El democratismo ha sido en todo momento la forma decadente de la fuerza organizadora [...] He señalado a la democracia moderna [...] como forma de-cadente del Estado. Para que haya instituciones es menester que haya una especie de voluntad, instinto, imperativo, antiliberal hasta la malicia...68

Tenemos pues que a Heidegger le parecía que acontecimientos tales como la derrota de un régimen con las peculiaridades del nazismo, la victoria de la urss y su ocupación de Europa oriental, el fin del Imperio británico y la aceleración de la descolonización, así como el innegable triunfo que permitió sobrevivir a la democracia liberal en Estados Uni-dos, Inglaterra, Francia y otras naciones europeas, «no habían decidido nada». No es fácil armonizar tanta ceguera política con las pretensiones de un pensamiento que presume penetrar hasta la esencia del hombre. Por ello, me parece razonable compartir la evaluación de Nicolas Tertu-lian, de acuerdo con la cual,

… la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial fue también una derrota para el pensamiento de Heidegger: la vic-toria retornó a las formas de vida y civilización contra las cuales

–y conforme a los designios de la historia del ser– él había opues-to sus ideas: contra la democracia y el liberalismo, contra los Es-tados Unidos, contra el socialismo, el cristianismo y el mensaje de las iglesias.69

Al culminar la guerra, Heidegger no renunció a sus convicciones po-líticas autoritarias, pero sí empujó su filosofía aún más lejos en la direc-

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Heidegger, Carta sobre el humanismo, p. 41. Ya en Ser y tiempo se encuentran elementos de esta tendencia heideggeriana a abandonar la tesis kantiana de la voluntad

autónoma del ser humano, y a sumergirse en fuerzas trascendentes que «dominan» al Dasein. Véase, por ejemplo, Heidegger, El ser y el tiempo, pp. 291-314.

Ibid., p. 24. Ibid., pp. 27, 14.

Ibid., p. 33. La «estrategia de evasión» heideggeriana fue una actitud bastante común en la Alemania de la inmediata posguerra, cuando el enorme afecto y la lealtad que Hitler había suscitado y sostenido por más de una década de pronto se evaporaron, y –en particular en

círculos cristianos y conservadores– la gente empezó a verle como «un demonio, un anticristo, un fenómeno situado más allá del entendimiento que desaparecía en nubes metafísicas.

Esa retirada a un infierno metafísico servía como consuelo: nadie quería admitir la responsabilidad propia en el ascenso, toma del poder y logros destructivos de ese hombre»; F. Heer, citado por

G. A. Craig, «Man of the People?», The New York Review of Books, November 20, 1997, p. 23. Estas referencias provienen de Heidegger, Das Rektorat 1933/34. Frankfurt, 1983, citado en Losurdo, p. 157.

ción de exaltar la docilidad y pasividad del hombre como «pastor del ser»,70 a través de un pensar plasmado con singular fuerza en su «Car-ta» de 1946, documento en el que –en sus palabras– se «abandona la subjetividad»71 y la filosofía se entrega a un esquema según el cual, «El hombre [...] está “arrojado” por el ser mismo a la verdad del ser, de tal manera que, existiendo [sic] de tal modo, cuida la verdad del ser para que en la luz del ser aparezca el ente en cuanto al ente que lo es», [de allí que] «El hombre debe, antes de hablar, dejar que el ser le hable de nuevo, corriendo el peligro de que bajo esta alocución tensa poco o raramente algo tiene que decir».72

Heidegger ciertamente tuvo mucho que decir desde 1945 y hasta su muerte (acaecida en 1976), pero no satisfizo jamás a los que esperaban que enfrentase sin ambigüedades la historia del nazismo y su propio in-volucramiento en los dramáticos episodios experimentados por su país en ese tiempo. El filósofo optó por acogerse a una concepción de la his-toria que «no acontece primeramente como suceder. Y éste no es pasar. El suceder de la historia se deja ser como la destinación desde el ser de la verdad del ser».73 Se hace, por tanto, extremadamente difícil –sino imposible– en este contexto establecer distinciones como las que Hei-degger había hecho en 1940-1941, entre una Alemania que representaba el «nihilismo completo» y sus enemigos que encarnaban la hipocresía de las «medias tintas» y el «nihilismo limitado». Ahora, para Heidegger, comunismo, fascismo y democracia acaban por convertirse en diversos nombres para el mismo fenómeno de la «voluntad de poder».74 En vis-ta de que para este Heidegger de la posguerra, la técnica se desprende de sus referencias históricas concretas y se transforma en «destinación

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Heidegger, Carta..., p. 39, y más adelante aclara: «Todo nacionalismo es metafísicamente un antropologismo y, en cuanto tal, subjetivismo. El nacionalismo no se supera con el simple internacionalismo, sino que se extiende y se eleva a sistema. Por ello el nacionalismo no será llevado a la Humanitas ni invalidado, como no lo será el individualismo por el colectivismo ahistórico. Esta es la subjetividad del hombre en la totalidad. Esta no se deja echar hacia atrás. Ella no se deja ni siquiera experimentar suficientemente por un pensar parcialmente mediador. Por doquier circula en torno a sí mismo como animal rationale el hombre, lanzado desde la verdad del ser [...] el hombre es en el arrojamiento...», ibid., pp. 40-41. Dicho en otras palabras: en la noche del ser heideggeriano todos los gatos políticos son pardos.La documentación pertinente, que incluye varias cartas, es reproducida por Farías, pp. 283-287. Citado en ibid., p. 287; véase también Losurdo, p. 157. Heidegger, Carta..., p. 37. Habermas tiene razón, a mi modo de ver, al enfatizar este punto, en Perfiles..., p. 64.

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ser-histórica de la verdad del ser que descansa en el olvido»,75 no puede sorprender el hecho de que Heidegger haya sugerido, en un intercambio de cartas con Herbert Marcuse en 1948, que el intento de los nazis de ex-terminar a los judíos era comparable a lo ocurrido, después de la guerra, con los alemanes orientales.76 Un año más tarde, en una conferencia en Bremen, Heidegger mostró una aún mayor miopía al sostener que: «La agricultura ahora se ha convertido en una industria motorizada de ali-mentos, algo que es en esencia lo mismo que la manufactura de cadá-veres en las cámaras de gases y campos de exterminio, lo mismo que el bloqueo y el sometimiento de países enteros al hambre, lo mismo que la producción de bombas de hidrógeno».77

Todos estos eventos, tan complejos en su origen y significación como específicos en su singularidad, son subsumidos por Heidegger en un mismo «destino» planetario, que –desde luego– funciona como un me-dio de exoneración personal y de Alemania entera de responsabilidad con respecto al nazismo. Al fin y al cabo, también Hitler fue resultado del avance, «más allá del bien y del mal», de la técnica, portadora del «ol-vido del ser».78 La vaguedad de la retórica heideggeriana cuando afronta la realidad de su época, ratifica reiteradamente que en materia política el filósofo o bien carecía de instrumentos conceptuales para asimilar la realidad histórica en su concreción e impacto, o bien era demasiado in-genuo, o bien pretendía –sin excesivo éxito– ser «maquiavélico», o una mezcla de todo ello.

Lo cierto es que Heidegger, al fundar en la historia del ser su propio error, procuró igualmente sumergir el nazismo en el pantano de esa «desviación metafísica», sin hacer esfuerzo alguno para clarificar desde una perspectiva moral lo que ocurrió con la «revolución» hitleriana.79 Para

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Heidegger, Carta..., pp. 60-61. Wolin, The Terms..., p. 142.

En palabras del filósofo, «La historia del ser subyace y determina toda situación y condition humaine», Martin Heidegger, Basic Writings. New York: Harper & Row, 1977, p. 194.

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Heidegger, no obstante, el pensar ético «no tiene resultado alguno. No tiene eficacia alguna»; lo que tiene sentido es trabajar en «la edificación de la casa del ser, la que como juntura del ser dispone destinacionalmen-te en cada respecto a la esencia del hombre en el morar en la verdad del ser».80 Si el error es enviado por el ser, carece por supuesto de sentido re-clamarle a Heidegger, o a los nazis, por sus actos. Aunque pueda parecer exagerada, esta caracterización del pensar postrero (posterior a 1945) de Heidegger es –creo– razonable y válida, y se sustenta en la evidencia tex-tual. Por ello, Wolin ha hablado de la bancarrota final de un pensamiento que claudica en su capacidad de hacer del curso de la historia un objeto inteligible para el hombre,81 es decir, inteligible en términos menos os-curos y esotéricos que los impuestos por una indescifrable «historia del ser», que termina por sustituir la voluntad humana.82

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Intenté mostrar en las páginas precedentes que la filosofía de Heidegger se vincula a una ideología política, ideología que a su vez encarna un de-terminado enfoque sobre la historia contemporánea. A pesar de su apa-riencia en ocasionas muy abstracta y técnica, la filosofía heideggeriana responde en buena medida a un clima intelectual y a inquietudes exis-tenciales propias de cierto tiempo y lugar, un tiempo y un lugar –los años 1920 a 1940 en Alemania– signados por el «sonido y la furia» de los más extremos conflictos. El «caso Heidegger», es decir, el significado y conse-cuencias de su adhesión a la revolución nacionalsocialista, se enmarca dentro del ámbito de su reflexión sobre el sentido del ser en la moder-nidad. Heidegger insistió en que sus consideraciones acerca de la esen-cia de la tecnología a escala planetaria estaban íntimamente relaciona-das con su posición respecto del nazismo, y sostuvo que el pensar debe «dentro de sus propios límites ayudar al hombre a establecer una rela-

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Martin Heidegger, entrevista publicada póstumamente en la revista Der Spiegel, 31 de mayo de 1976, citada en Farías, p. 299.Heidegger, Introducción a la metafísica, p. 179. Martin Heidegger, Discourse on Thinking. New York: Harper & Row, 1966, p. 51. Sin embargo, y luego de las detalladas investigaciones de Hugo Ott, ya no puede ocultarse el hecho de que Heidegger no tuvo una trayectoria consistente en cuanto al antisemitismo se refiere. Véase Ott, pp. 187-209. Una versión menos condenatoria de los hechos se halla en Safranski, pp. 299-303.

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ción satisfactoria con la tecnología», añadiendo que, a su modo de ver, «el nacionalsocialismo tomó ciertamente ese camino».83 Me luce fuera de duda, de acuerdo con los textos que he podido estudiar sobre el tema, que Heidegger preservó hasta el fin de sus días una distinción ideológica entre «la verdad interior y la magnitud» [otros traducen «grandeza», ar] del nazismo84 y su realidad «degradada». Sigue siendo para mí un enig-ma el porqué Heidegger continuó creyendo que el nazismo, de alguna manera, potencial o realmente, habría podido contribuir en la medida que fuese a que la humanidad lograse «establecer una relación satisfac-toria con la tecnología». Más aún, dada la naturaleza cuasi demoníaca que Heidegger terminó por atribuir a la tecnología moderna, resulta di-fícil imaginar de qué modo el ser humano podría eventualmente hallar la forma adecuada de ajustarse a sus designios. Considérese el siguiente pasaje de una de sus obras:

El avance tecnológico se hará más y más rápido y nunca podrá ser detenido. En todas las áreas de su existencia el hombre se verá rodeado cada vez más estrechamente por esas fuerzas tec-nológicas, que en todas partes y cada minuto reclaman, encade-nan y arrastran, presionan y se imponen sobre el hombre bajo el ropaje de algún artefacto o utensilio. Estas fuerzas, que no han sido modeladas por el hombre, hace rato que se han escapado de su control y superado su capacidad de decisión.85

El nazismo de Heidegger no fue tan radical como el de los ideólogos «oficiales» del régimen; por fortuna para su mellada reputación, Heide-gger conservó una parte de lo mejor de la tradición del pensamiento oc-cidental en su fortaleza filosófica, y ello le impidió que cruzara la calle hacia el lodo de un racismo estridente.86 Pogeller señala que en su cur-so sobre el poeta Hölderlin de 1934-1935, Heidegger polemizó contra el racismo «y la falsificación del espíritu, así como contra la apropiación de poesía y pensamiento por parte de una política totalitaria», aunque

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Poggeler, p. 351.Heidegger, citado en ibid., p. 350.

Heidegger, citado en Sluga, p. 172. Ibid., p. 172.

Heidegger, citado en Safranski, p. 365; véase también Wolin, The Politics..., pp. 142-143; Ott, p. 135.

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también, y al mismo tiempo, Heidegger –citando al poeta– se lamentó en estos términos: «… pero son [debemos entender: Hitler y los del «mo-vimiento»] incapaces de sentir que les hago falta». Poggeler comenta que para Heidegger, la revolución habría tenido que ser «su hora», pero se fue por otros derroteros.87 De hecho, en sus intentos por distanciar-se del nazismo en 1945 y después, Heidegger argumentó que los adver-sarios del nazismo le habían estimulado a aceptar el Rectorado en 1933 para evitar males mayores, y él mismo había creído que estaba en capa-cidad de contribuir a enderezar el movimiento, es decir, había actuado de buena fe, en tanto otros se habían cruzado de brazos. Él, Heidegger, intentó por el contrario «purificar y temperar el movimiento que había alcanzado el poder».88

Una de las más importantes conclusiones que pueden extraerse del «caso Heidegger» se refiere a la infatuación a la que con frecuencia su-cumben los intelectuales ante los atractivos del poder político, la gigan-tesca hubris o «pecado de orgullo» que les conduce a presumir que pue-den imponerse, por la brillantez de sus ideas, sobre hombres y eventos, y conducirles según los dictados de su voluntad. Esa hubris se manifes-tó claramente en el discurso rectoral de 1933, cuando Heidegger quiso er-guirse como una especie de líder espiritual de la «nueva era» de Alema-nia. En privado, confesó a Karl Jaspers que su propósito era «liderar [o guiar, ar] al Führer mismo»,89 y todavía en 1936, a pesar de que ya para entonces había abandonado sus intentos de obtener influencia política práctica, Heidegger comentaba así la afirmación platónica (en República) de acuerdo con la cual los filósofos deben ser reyes o gobernantes: «Esta aseveración no quiere decir que los profesores de filosofía deben conducir los asuntos de Estado, sino que las actitudes básicas que sustentan y diri-gen a la comunidad deben fundarse sobre el conocimiento esencial...».90

Semejante conocimiento es el que tiene que ver con el sentido del ser, y Heidegger dejó claro en varias ocasiones que se consideraba a sí mis-mo el más calificado para abordar el asunto, pues los «grandes filóso-fos» son «como montañas elevadas» capaces de «erigir lo esencial» para orientación del pueblo en la llanura.91 Tal autopercepción, que otorga

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Sobre estos rasgos en la personalidad de Heidegger, véase Poggeler, pp. 354-355.Keith Ansell-Pearson, pp. 506-507.Luego de culminar este estudio tuve ocasión de leer el importante libro de Alain Renaut, The Era of the Individual. Princeton: Princeton University Press, 1997, especialmente las pp. 3-28. Se trata de una muy lúcida contribución sobre los temas de la discusión heideggeriana de la historia de la metafísica, de las filosofías de Descartes y Leibniz, del subjetivismo y el individualismo.

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a los filósofos un papel tan fuera de dimensión con respecto a los inte-reses concretos de la inmensa mayoría, combinaba una severa pérdida del sentido de las proporciones, autoengaño, y tal vez una pizca de poco sana ingenuidad.92 Creo en ese sentido que merece la pena citar, ya para concluir, las siguientes observaciones de Ansell-Pearson, por su equili-brio y acierto:

... quizás la verdadera tragedia del caso Heidegger [consiste] en que uno de los filósofos realmente originales del siglo xx, haya sido tan incauto como para creer en la promesa del nuevo co-mienzo ofrecido por los nazis, hasta el punto de apreciar en el movimiento, desde 1933 y aun después de la guerra, una «ver-dad y grandeza internas». Heidegger entregó libremente su leal-tad política e intelectual al movimiento, desviando la mirada le-jos del racismo y las ambiciones imperialistas [de Hitler]. Hei-degger sufrió de un masivo autoengaño, de la creencia de que el filósofo era capaz de «guiar al Führer» y espiritualizar lo que era inherentemente un movimiento político maligno y reacciona-rio [...] cometiendo el error platónico de suponer que la filosofía encuentra su misión verdadera en el ejercicio del poder.93

A pesar de la significación de su pensamiento filosófico, que ocupa un lugar relevante en la historia de la filosofía moderna, Heidegger no fue capaz de iluminar la terrible realidad del descenso de su país, en su tiempo concreto y sus circunstancias concretas, al oscuro abismo en el que lamentablemente cayó.94

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1José María Beneyto, Apocalipsis de la modernidad. El decisionismo político de Donoso Cortés. Barcelona: Gedisa, 1993, pp. 144-145.

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«En el origen de una fanática voluntad de orden se halla la catástrofe», escribe Beneyto en su libro sobre Donoso Cortés.1 Se trata de una lúcida frase, apta para sintetizar la visión política de ese profundo y polémico pensador conservador español del siglo xix, y tal vez aún más para carac-terizar la obra y acción de Carl Schmitt, controversial filósofo político y jurista alemán de los tiempos de Weimar y el nazismo. En Schmitt, cier-tamente, se percibe una «fanática voluntad de orden», que hunde sus raíces en valores asumidos por un hombre al que le tocó enfrentar tiem-pos especialmente turbulentos, que incluyeron la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, el nacimiento, decadencia y crisis del experi-mento democrático posterior a 1918 en su país, el triunfo bolchevique en Rusia, la agudización de los conflictos sociales y políticos en Alemania y el resto de Europa, el crecimiento del nazismo y la toma del poder por parte de Hitler, la nueva guerra de 1939-1945, y la nueva derrota. A tra-vés de ese complejo proceso histórico, Schmitt produjo una muy impor-tante obra teórica, cuyo rango intrínseco amerita un cuidadoso estudio, pero que adicionalmente ofrece un interesante testimonio sobre la inte-racción entre el pensamiento de un hombre, sus valores profundos y el entorno sociopolítico que le toca en suerte, o por desgracia, experimen-tar en carne propia.

Si bien el pensamiento de un individuo puede trascender el horizon-te histórico de su época, este último usualmente ejerce una influencia re-

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En torno al clima ideológico en la Alemania de Weimar y el nazismo, véase Richard Wolin, The Terms of Cultural Criticism. New York: Columbia University Press, 1992, especialmente las pp. 86-87. Juan J. Linz, La quiebra de las democracias. Buenos Aires: Alianza Editorial, 1991, p. 15.

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levante en su naturaleza, contenido y proyección. No existe imperativo alguno que conduzca a los pensadores políticos a optar por unos u otros valores éticos, a responder de modo autoritario o democrático ante los desafíos de la inestabilidad, la violencia y la crisis. Por otra parte, es en cierta medida normal que los tiempos de desorden y confusión susciten en los espíritus reflexivos igual incertidumbre, a veces acompañada de la propensión a acudir a expedientes extremos, capaces de garantizar la seguridad y estabilidad que requerimos para vivir en paz, aun cuando se trate de una paz precaria. En el caso de Schmitt, no cabe duda de que le correspondió ser testigo de una época particularmente caótica, signada por la violencia política y la radicalización de los conflictos, en términos que de hecho hicieron eventualmente imposible la convivencia demo-crática e impusieron la necesidad, así sentida por millones, de restaurar a toda costa un principio de autoridad que garantizase un mínimo de es-tabilidad y convivencia, aunque ello requiriese la aceptación de una dic-tadura y el consiguiente sacrificio de la libertad.2

El estudio que ahora se llevará a cabo en torno a la obra de Schmitt se acoge a tres premisas que deseo de una vez aclarar. En primer término, asumo un modelo probabilístico y no determinista de la evolución so-ciopolítica, con especial referencia, en este caso, a los procesos de deca-dencia y quiebra de las democracias. Considero, por tanto, que el fin de la República de Weimar y el ascenso de los nazis al poder en 1933 no fue-ron eventos «inevitables». En palabras de Linz:

... [los] actores [políticos] se enfrentan con [...] opciones que pueden aumentar o disminuir las probabilidades de la persis-tencia y estabilidad de un régimen. No hay duda de que las ac-ciones y los sucesos que se derivan de este hecho tienden a tener un efecto reforzador y acumulativo que aumenta o disminuye las probabilidades de que sobreviva una política democrática. Es cierto que en los últimos momentos antes del desenlace, las oportunidades para salvar el sistema pueden ser mínimas.3

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4El término «valores» es empleado acá en un sentido neutral, meramente descriptivo –como sinónimo de principios o convicciones–, sin pretender que los mismos deban

ser considerados verdaderamente valiosos desde otra perspectiva ético-política.

No era entonces «históricamente necesario» que la democracia ale-mana sucumbiese en 1933. Como veremos luego, las tomas de posición de Schmitt durante ese tiempo crucial se enmarcaron en valores y con-cepciones que ya habían madurado años antes, y que se habían plasma-do en varias de sus obras fundamentales. Su decisión de sumarse a las filas nazis (que duró poco tiempo) luego del triunfo hitleriano, encuen-tra una explicación teórica y práctica en su pensamiento y actitud ante la política, que será materia de nuestra discusión en las páginas que siguen.

En segundo lugar, considero que los planteamientos de Schmitt en el campo de la filosofía política y la reflexión constitucional son el produc-to de una visión del hombre y del sentido de la existencia, visión que a su vez surge de sus valores4 más profundos, valores que a su modo de ver se vinculaban con la tradición católica, interpretada por Schmitt en tér-minos acentuadamente conservadores y en conexión paralela y comple-mentaria con la obra de pensadores como Hobbes y Donoso Cortés. Es crucial ubicar a Schmitt dentro de ese contexto ético-político, para ha-llar el verdadero significado de su obra y de sus acciones, y comprender adecuadamente planteamientos y posiciones que, de otra manera, re-sultan confusos o sencillamente se convierten en objeto de una generali-zada condena, que bien puede obstaculizar la comprensión de una reali-dad intelectual compleja. Podemos, desde luego, cuestionar y condenar a Schmitt, tanto en el plano teórico como en el terreno de las decisiones políticas prácticas, pero me parece importante que lo hagamos con base en un adecuado estudio de su obra, y no exclusivamente como conse-cuencia de su compromiso final con el nazismo.

Por último, y elaborando un poco más una idea ya antes sugeri-da, creo que los pensadores políticos de relevancia –y Schmitt es uno de ellos–, no están radicalmente limitados en sus opciones y plantea-mientos por el carácter de los tiempos que les toca vivir. Los valores de un hombre pueden contrastar de modo radical con los de su época, y su reflexión política elevarse y trasladarse lejos del estrecho marco de un tiempo definido. Se genera, en realidad, una compleja y dinámica inte-racción entre valores éticos (o carencia de ellos), visión del mundo y de la vida, concepciones «racionales» sobre la política y sus exigencias, y en-

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Carl Schmitt, Roman Catholicism and Political Form. Westport & London: Greenwood Press, 1996; la cita proviene de Mark Lilla, «The Enemy of Liberalism», New York Review of Books, May 15, 1997, p. 43. Citado por Alain de Benoist, Prefacio a Carl Schmitt, Du politique. Puiseaux: Éditions Pardes, 1990, p. xi.

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torno histórico concreto. El análisis de esa interacción y sus consecuen-cias, en el caso específico de Carl Schmitt, será el objeto de este ensayo.

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Schmitt es más que todo conocido como un acerbo crítico del liberalis-mo (no necesariamente de la democracia, como veremos), y defensor de un orden político autoritario. Sus comentaristas, sin embargo, y con es-casas excepciones, no han puesto el debido énfasis sobre el conjunto de valores que integran el sustrato de su pensamiento político. Ese univer-so fundamental es el de su formación católica conservadora, y su con-vicción de que el cristianismo no puede ser asumido fuera de un orden político concreto. Esto significa, según Schmitt, que sí ha existido un orden ideal, encarnado por siglos a través de la Iglesia, que colocaba la unidad de la comunidad de fieles por encima de toda otra consideración, gobernándola con autoridad y sabia firmeza y representándola ante Dios. Ese orden ha sido sometido a un –en buena medida– exitoso ata-que en la Edad Moderna a través del individualismo liberal, de la técnica y de un capitalismo materialista que subordina los fines de la comuni-dad a los medios del enriquecimiento individual. La Iglesia legitimaba su autoridad simbólicamente mediante el ritual, en tanto que la nueva legitimidad secular-liberal intenta la legitimación a través de unas re-glas supuestamente «neutrales», que procuran situarse por encima de los conflictos, diluyéndolos y evitando su agudización; es decir, en otras palabras, eludiendo las decisiones fundamentales sobre lo que es verdadero o falso.5

En un estudio de 1923, Schmitt había celebrado la capacidad de la Iglesia católica, «espléndido monumento de orden y disciplina, de cla-ridad dogmática y precisión moral», para sobrevivir a través de los siglos, asegurando un orden esencial tanto moral como político.6 En especial,

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Carl Schmitt, Political Theology. Cambridge: The mit Press, 1985, p. 37. Ibid., p. 51.Ibid., p. 15.

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la Iglesia, de acuerdo con la interpretación de Schmitt, asumía con total seriedad moral el imperativo de decidir, sobre lo justo e injusto, lo verdade-ro y lo falso. La influencia de esta tradición se deja sentir en nuestro tiem-po, a pesar del impacto de la modernidad, ya que «todos los conceptos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados».7 Schmitt establece un estrecho paralelismo entre política y teología, pues al igual que Donoso Cortés está persuadido de que lo medular en la polí-tica es «metafísica»,8 una especie de verdad revelada situada más allá de la razón, en un plano que en última instancia escapa a cualquier inves-tigación empírica. De allí que, tanto en el terreno de la fe como en el de la política, llega siempre el momento en que se hace necesario decidir: El soberano, en política, es el que decide sobre la excepción, y la excepción es más importante que la regla: «La regla nada prueba; la excepción lo prueba todo. No sólo confirma la regla sino que demuestra su existencia, que se deriva de la excepción. En la excepción el poder de la vida real irrumpe a través de la muralla de un mecanismo [legalista y meramente formal, ar] que se enmohece por la repetición».9 De igual modo, a cada uno de nosotros nos toca, como al soberano, decidir acerca de lo que es verdadero o fal-so, justo o injusto, lo cual, a su vez, nos obliga inevitablemente a decidir quién es amigo o enemigo.

Desde luego, la interpretación del significado político de la doctrina cristiana que hace Schmitt es muy cuestionable. No es sin embargo mi propósito acá extenderme sobre este punto, sino mostrar las líneas ma-trices que enmarcan su pensamiento, de las cuales dos han sido esboza-das: por un lado, la íntima vinculación de la política con una «metafísi-ca», entendida como un compromiso con determinados valores, con un criterio entre lo que es justo o injusto, falso o verdadero, y por otro lado el imperativo de decidir sobre el sentido de la existencia, en función de ese compromiso. Estos son los principios que explican el feroz combate de Schmitt contra el liberalismo, un combate implacable que se dirige con-tra el sistemático esfuerzo liberal para evadir la decisión suprema, para despolitizarlo y neutralizarlo todo y de esa manera escapar a las serias exigencias de la existencia. El liberalismo huye de la batalla y emprende en su lugar una discusión; por ello Schmitt aprueba la definición que for-

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Ibid., p. 103. En su obra de 1919 (revisada en 1925), Romanticismo político, Schmitt arremetió contra la tendencia a la «conversación incesante» que no lleva a decisión alguna. La «política romántica» no se compromete a fondo con nada, no asume responsabilidades, y no cambia la realidad; es una «política lírica» que expresa puntos de vista, pero sin la intención de tomar decisiones que se traduzcan en consecuencias prácticas. Véase C. Schmitt, Political Romanticism. Cambridge: The mit Press, 1986, pp. xiv-xxxii. Paul Gottfried, Carl Schmitt. London: The Claridge Press, 1990, pp. 12, 56, 60; Paul Hirst, «Carl Schmitt’s Decisionism», Telos, 72, Summer 1987, p. 17; Carl Schmitt, The Concept of the Political. New Brunswick: Rutgers University Press, 1976, pp. 69-72. Emplearé acá, de acuerdo con el caso, las ediciones en inglés y castellano de esta obra clave de Schmitt, pues las mismas presentan algunas diferencias. Schmitt, The Concept of the Political, pp. 62-63.

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mula Donoso Cortés de la burguesía como una «clase discutidora»,10 y nos recuerda que, en algún punto, en algún momento, ese debate eterno, ese respeto neutral a una pluralidad de opiniones que en nada concluyen, tiene que dar campo a la decisión. El liberalismo sobrevive en la medida en que los conflictos estén adormecidos u ocultos, en la medida en que los seres humanos perdamos de vista que el sentido de la vida es optar. La «clase discutidora» está siempre sentada sobre un volcán, pero quie-re ignorarlo y pretende que los compromisos de un legalismo formalista, que relega los valores fundamentales a la esfera privada de los individuos, siempre estarán vigentes. Esto, sin embargo, es mera ilusión.11 El libera-lismo le teme a las decisiones más que a los enemigos, pero las decisiones son inevitables en política, aun en un contexto liberal-democrático. Lle-ga la hora de dar respuestas, y una vez enfrentados a la lucha por la exis-tencia, los burgueses, a los que Hegel –entre otros– caracterizó con brillo, acuden también al soberano para que éste imponga la decisión, impida la anarquía, enfrente al enemigo y garantice la supervivencia. Schmitt parafrasea de este modo la caracterización hegeliana del burgués, como

… un individuo que no quiere abandonar la esfera, sin riesgo po-lítico, de lo privado, que se guarece en sus posesiones privadas y usa su individualismo como justificación para actuar contra los intereses de la totalidad. El burgués es alguien que encuentra compensación a su nulidad política en la libertad y el enrique-cimiento personales y en la seguridad que le brinda su uso. En consecuencia, el burgués aspira no requerir jamás del coraje y ser exceptuado del peligro de la muerte violenta.12

Este pasaje que, repetimos, Schmitt deriva de Hegel, es altamente re-velador de lo que a su manera de ver conforma el vacío moral del libera-

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13Véase, por ejemplo, P. Gottfried, p. 25; John P. McCormick, «Fear, Technology and the State. Carl Schmitt, Leo Strauss and the Revival of Hobbes in Weimar and National Socialist

Germany», Political Theory, 22, 4, November 1994, pp. 619-652; Joseph, W. Bendersky, Carl Schmitt. Theorist for the Reich. Princeton: Princeton University Press, 1983.

lismo: en primer lugar, su pretensión de «neutralidad» en relación con los desafíos de la existencia que afectan lo colectivo, terreno que el bur-gués individualista pretende abandonar, hasta que la realidad le alcanza. En segundo término, la ausencia de coraje para decidir sobre los valores fundamentales. Por último, la visión del hombre como ser «no proble-mático», visión que en ocasiones –por ejemplo, en algunos textos de Rousseau– llega a presumir la «bondad natural» del ser humano, pre-sunción que Schmitt considera casi grotesca por su ingenuidad, no sólo y ni siquiera de modo principal en razón de lo que empíricamente mues-tra la sangrienta historia de la humanidad, sino en función de su punto de vista sobre la naturaleza humana, punto de vista en extremo pesimis-ta que Schmitt adopta de Hobbes y Donoso Cortés. Esta antropología pesimista es el eje de la muy personal y heterodoxa interpretación que Schmitt hace de la tradición cristiana, interpretación que por supuesto nada tiene que ver con el Sermón de la Montaña, y que sirve de guía y fundamento a sus concepciones políticas.

En lo que sigue, y como paso previo a un análisis más detallado del decisionismo político de Schmitt, su discusión del liberalismo y la de-mocracia, y su posición personal durante los tiempos de Weimar y las cuestiones constitucionales del momento, abordaremos cuatro temas: 1) la antropología «hobbesiana» de Schmitt y la influencia de Donoso Cor-tés; 2) su concepto de lo político y la distinción schmittiana entre «amigo y enemigo»; 3) el tema de la imposibilidad de la supresión de lo político y el «enemigo absoluto»; y finalmente, 4) el problema del «nihilismo» éti-co y el imperativo de tomar en serio la existencia.

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La mayoría de los comentaristas de la obra de Carl Schmitt le clasifican como un pensador «hobbesiano».13 Esta aseveración es sólo parcial-

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Leo Strauss, «Comments on Carl Schmitt’s Der Begriff Des Politischen», en C. Schmitt, The Concept of the Political, p. 105. Schmitt, Political Theology, p. 65.Carl Schmitt, El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial, 1991, p. 93. Lilla, p. 39. Schmitt, El concepto de lo político, p. 56.

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mente cierta. En realidad, la reflexión política de Schmitt se caracteri-za por una gran complejidad, acentuada por su peculiar renuencia, no siempre exitosa, a hacer plenamente explícitos valores fundamentales que motivan y otorgan sustancia a sus planteamientos. Hay, por tanto, una tensión en la obra de Schmitt entre el radicalismo de sus valores bá-sicos y el estilo en que sus ideas son a veces presentadas, estilo que forma parte de un horizonte intelectual permeado por los valores liberales con-tra los que Schmitt desata su implacable polémica. Leo Strauss se refiere a esa tensión cuando apunta que las hondas tendencias antiliberales de Schmitt, se ven contenidas por una estructura teórica aún sistemática-mente dominada por el liberalismo.14 No es posible, no obstante, alcan-zar una adecuada comprensión del pensamiento político de Schmitt, si no se toma en serio su advertencia de que en la esencia de lo político se encuentra «una exigente decisión moral».15 Esa «decisión moral» es lo que da originalidad a su pensamiento y le aparta en puntos centrales de Hobbes. Si bien es cierto que Schmitt reconoce en Hobbes un «pensador político grande y sistemático donde los haya»,16 y que la antropología de ambos autores se asemeja en cuanto a su común pesimismo sobre la na-turaleza humana, existen diferencias cruciales en las consecuencias que derivan de esa premisa.

Para Schmitt, la «decisión moral» que está en la médula de lo políti-co se refiere a que, a su modo de ver, «lo político» no es un modo de vida o un conjunto de instituciones, sino un criterio para tomar cierto tipo de decisión;17 esta decisión tiene que ver con el establecimiento de una dis-tinción específicamente política: así como en lo moral la distinción últi-ma es la del bien y el mal, en lo estético la de lo bello y lo feo, y en lo eco-nómico la de lo rentable y lo no rentable, en el dominio de lo político la distinción específica, «aquella a la que pueden reconducirse todas las ac-ciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo».18 Schmitt no profundiza en relación con el tema de la amistad, más allá de mencio-nar la posibilidad de alianzas entre Estados frente a enemigos comunes; su verdadero interés está en darle a la distinción un carácter existencial

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Schmitt, Glossarium: Aufzeichnungen der Jahre 1947-1951, citado por Lilla, p. 40. Schmitt, El concepto de lo político, p. 58.

Ibid.Ibid., pp. 107-122.

Ibid., p. 65. Ibid., pp. 58, 83.

Este es un aspecto crucial del pensamiento de Schmitt, señalado brillantemente por Strauss en su comentario, ya citado, p. 98.

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o moral, en el sentido que la definición del enemigo es un paso clave en la definición de la identidad propia. Así lo indica Schmitt cuando escri-be: «Dime quién es tu enemigo y yo te diré quién eres tú».19 Aun cuando Schmitt sostiene en diversos pasajes que su noción de enemigo tiene que ver con el espacio público y no con la vida privada de los individuos, que su «enemigo» no es «el adversario privado al que se detesta por cuestión de sentimientos o antipatía», sino «un conjunto de hombres que siquie-ra eventualmente, esto es, de acuerdo a una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo»,20 su concepción de enemigo tiene un sustrato moral –de una moral pagana, como se verá posterior-mente– que toca inevitablemente el ámbito privado.

La definición schmittiana de lo político es desplegada en radical con-traste con la concepción liberal, ya que «el liberalismo intenta disolver el concepto de enemigo, por el lado de lo económico, en el de un competi-dor, y por el lado del espíritu, en el de un oponente en la discusión»;21 de acuerdo con Schmitt, este intento de disolución de la distinción especí-ficamente política es un proceso, que se intensifica en nuestro tiempo (al que denomina «era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones»22), proceso que tal vez podría conducir a un mundo en el que la distinción política desaparezca de la faz de la tierra. Schmitt, dicho en otros térmi-nos, no descarta que sea posible «un planeta definitivamente pacificado [...] ajeno a la distinción de amigo y enemigo, y en consecuencia caren-te de política»;23 mas este escenario, ese «idílico Estado final de despo-litización completa y definitiva» no sólo le parece poco probable desde un punto de vista puramente empírico, pues «no puede negarse que los pueblos se agrupan como amigos y enemigos» y seguramente lo segui-rán haciendo,24 sino que semejante posibilidad le resulta también mo-ralmente aborrecible y condenable.25 ¿Por qué? ¿Qué lleva a Schmitt a afirmar lo político, entendido como definición moral, frente al peligro de la despolitización del mundo estimulada por el liberalismo? La res-puesta a esta interrogante nos conduce a lo medular en su pensamiento,

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Schmitt, El concepto de lo político, p. 82.Ibid., p. 90. Thomas Hobbes, Leviatán. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina, 1992, pp. 100-105.

que tiene que ver con la adopción, por parte de Schmitt, de una moral pagana, es decir, no cristiana (a pesar de su presunto catolicismo), sus-tentada en una antropología que va más allá de Hobbes y se vincula al ra-dicalismo teológico de Donoso Cortés.

La interpretación schmittiana de Hobbes se sustenta en la constata-ción histórica de que al gran pensador inglés le tocaron tiempos de tur-bulencia y agudos conflictos, que desembocaron en guerra civil. En este tipo de situaciones, escribe Schmitt, «es cuando se desvanecen todas las ilusiones legalistas y normativistas con las que en tiempos de seguridad no estorbada los hombres gustan de engañarse a sí mismos acerca de las realidades políticas».26 La complacencia de la teoría política liberal se deriva de un olvido: del olvido acerca de la permanente precariedad de la estabilización política en las sociedades modernas. En contraste, la teo-ría política de Hobbes se basa en la constante toma de conciencia sobre la fragilidad de la existencia en sociedad. El esquema teórico de Schmitt es «neohobbesiano» en tanto surge de situaciones políticas similares en ciertos aspectos esenciales (la guerra civil inglesa, en el caso de Hobbes, y la crisis de la república democrática en Alemania en el de Schmitt), en la semejanza de algunas percepciones acerca de la naturaleza humana, y en la restauración teórica de la importancia de la decisión soberana en la creación del orden. Ahora bien, junto a estos muy relevantes aspectos comunes, hay igualmente una diferencia fundamental entre Hobbes y Schmitt, que tiene que ver con el estatus teórico y dimensión moral que ambos pensadores asignan al llamado «estado de naturaleza».

La argumentación de Schmitt parte del planteamiento según el cual «todas las teorías políticas propiamente dichas presuponen que el hom-bre es “malo” y lo consideran como un ser no sólo problemático sino “pe-ligroso” y “dinámico”»27. Es ciertamente el caso con la teoría de Hobbes, tal y como éste la articula en el capítulo xiii del Leviatán.28 Por su par-te, Schmitt establece un «nexo metódico» entre los supuestos del pensa-miento teológico y político, en estos términos:

... desde el momento en que la esfera de lo político se determi-na en última instancia por la posibilidad real de que exista un

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Schmitt, El concepto de lo político, pp. 92-93.Hobbes, p. 192.

Schmitt, The Concept of the Political, p. 37.

enemigo, las representaciones y argumentaciones sobre lo po-lítico difícilmente podrían tomar como punto de partida un «optimismo» antropológico [...] Mientras la teología no se di-luya en una mera moral normativa o en pedagogía, y mientras la dogmática no se quede en pura disciplina, el dogma teológico fundamental del carácter pecaminoso del mundo y del hombre obliga, igual que la distinción entre amigo y enemigo, a clasifi-car a los hombres, a «tomar distancia», y hace imposible el op-timismo [...] Claro está que en un mundo bueno habitado por hombres buenos gobernarían la paz, la seguridad y la armonía de todos con todos; en él los curas y teólogos harían tan poca fal-ta como los políticos y estadistas.29

Cabe recordar que Hobbes describe el estado de naturaleza (en opo-sición al estado «civil») como una situación caracterizada por la descon-fianza mutua, previa a la existencia de un poder capaz de imponerse a todos y asegurar la obediencia, a cambio de su protección. El «estado de naturaleza» es, pues, un estado de guerra de todos contra todos, pero esa guerra «no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se mani-fiesta de modo suficiente»; es decir, que la naturaleza de esa guerra de todos contra todos «consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposi-ción manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz».30 El estado de naturale-za en Hobbes es un estado prepolítico; en cambio, para Schmitt, el estado de naturaleza hobbesiano es precisamente el estado político por excelencia, ya que, en sus propias palabras, lo político «no reside en la lucha en sí mis-ma [...] sino en el comportamiento que se deriva de esta posibilidad, median-te la evaluación correcta de la situación y la correcta distinción entre el amigo real y el enemigo real».31 Lo que verdaderamente importa, a la hora de definir el estatus político, es la posibilidad del conflicto; y así como Hobbes postula el estado de naturaleza como una etapa de transición hacia el estado civil o político, que significa el abandono del estado de naturaleza, Schmitt por su lado permanece anclado en el estado de na-

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Strauss, pp. 87-88. Ibid., p. 92. Schmitt, Political Theology, p. 58. Véase también J. M. Beneyto, Apocalipsis de la Modernidad…, pp. 65, 87, 131.Strauss, pp. 101-102. Por ejemplo, en su Anticristo. Véase Friedrich Nietzsche, Twilight of the Idols/The Anti-Christ. Harmondsworth: Penguin Books, 1985, pp. 114-199.

turaleza y afirma lo político en función de ese estado.32 Para Hobbes, el estado de naturaleza es imposible como escenario histórico permanen-te e indeseable desde el punto de vista moral; para Schmitt, por el con-trario, el estado de naturaleza como perenne posibilidad del conflicto y constante exigencia de distinguir entre amigo y enemigo es lo político, y como tal, algo inescapable, necesario, y una característica fundamental de la existencia humana.33

No cabe duda de que Hobbes percibe al hombre como malo y peligro-so, y su «estado civil», que hace posible la paz bajo el dominio del pac-to protección-obediencia, se aplica solamente al orden interno, dejando abierta la posibilidad de los conflictos internacionales. Schmitt también concibe al hombre como un ser esencialmente malo y peligroso, pero Schmitt radicaliza esa maldad en los términos expuestos por Donoso Cortés, a quien cita ampliamente y con evidente aprobación, ya que para el filósofo conservador español quedaban claras «tanto la estupidez de las masas como la necia vanidad de sus líderes».34 En el caso de Schmitt, hay una evidente simpatía hacia lo que Strauss llama «poder animal» del hombre, hacia una maldad que no puede catalogarse como moral en un sentido tradicional, cristiano-humanitario, una moral que establece, a su modo de ver, que el ser humano requiere ser gobernado con severa fir-meza porque la armonía es, de hecho, imposible. El problema para una correcta interpretación de su pensamiento se encuentra en que cuan-do habla de moral, Schmitt se refiere a la moral cristiana-humanista, a la que combate, pero sin cuestionar abiertamente su presunto carácter exclusivo como única moral o la moral,35 ni postular con toda claridad, como en su momento hizo Nietzsche,36 otra moral, distinta a la cristia-na. Schmitt permanece, pues –y como señalábamos al inicio de esta sec-ción– en alguna medida encerrado dentro del ámbito ético-político (el de la moral definida como moral cristiana-humanista y el del liberalis-mo), que con tanto denuedo se esfuerza en combatir.

Según Schmitt, la necesidad de lo político como definición existen-cial y moral es un correlato necesario de la naturaleza del ser humano

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Citado por Lilla, p. 44. Strauss, p. 97.

Niccolo Machiavelli, The Discourses. Harmondsworth: Penguin Books, 1970. Este es un punto en torno al cual insiste Isaiah Berlin. Véase Ramin Jahanbegloo,

Conversations with Isaiah Berlin. London: Orion Books, 1993, pp. 44, 53, 57-61. P. Hirst, p. 16. Este error interpretativo se halla también en el –por otra parte– interesante

estudio de Richard Wolin sobre Schmitt, en el que se afirma que Schmitt era un agnóstico que «rehusó especificar cualquier propósito sustantivo para su visión política decisionista». Véase

«Carl Schmitt: Political Existentialism and the Total State», en The Terms of Cultural Criticism, p. 96.

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como un ser peligroso. ¿Puede sin embargo el hombre dejar de ser malo y peligroso? ¿Puede concebirse un mundo de paz y armonía? Como vimos antes, Schmitt admite que la pregunta en sí misma es válida, pero no sólo considera que un mundo de paz y armonía es muy poco probable empí-ricamente hablando, sino además indeseable desde el punto de vista mo-ral. Ello es así ya que para Schmitt la definición del enemigo equivale a la autodefinición moral, desde la perspectiva de su moral pagana, pues el enemigo, en palabras de Heinrich Meier, «es parte del orden divino y la guerra tiene a su vez el carácter de un juicio divino».37 La maldad del ser humano en la visión de Schmitt no es la maldad inocente que Hobbes atribuye al hombre en el estado de naturaleza, en el cual el ser humano actúa como los animales, movido por el miedo, el hambre, la concupis-cencia, la vanidad y los celos; la maldad de Schmitt es, como en Donoso Cortés, depravación moral.38 Es esta depravación la que obliga a que los hombres sean siempre gobernados con firmeza, y ante la misma Schmitt propone una ética, que no es obviamente una ética cristiana, pero que es ética, sin embargo, de carácter pagano, muy semejante a la que formula Maquiavelo en sus Discursos.39

El sistema de valores de esta ética no es, ciertamente, el del Sermón de la Montaña; un Estado fuerte y poderoso, explica también Maquia-velo en El Príncipe, no puede construirse sobre las enseñanzas del Evan-gelio. En estas obras, y a diferencia de lo que usualmente se dice al respec-to, Maquiavelo no separa la política de la ética como tal, sino de la ética cristiana.40 Igual resultado alcanza Schmitt, aunque –paradójicamen-te– desde una perspectiva teológica que se nutre del dogma del pecado original. Esta ética guerrera, que exalta el vigor, la ambición, el deseo y la voluntad de poder, legitima en última instancia la afirmación de lo po-lítico por parte de Schmitt. Por ello, no comparto la afirmación de Hirst según la cual Schmitt es un nihilista que carece de criterios éticos sustan-ciales más allá de la política.41 Schmitt tiene unos criterios éticos, sólo

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Este punto es resaltado con particular fuerza por Heinrich Meier en su obra Carl Schmitt and Leo Strauss. The Hidden Dialogue. Chicago & London: Chicago University Press, 1995, pp. 56, 80.Schmitt, El concepto de lo político, p. 59. De Benoist, p. xiii.

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que éstos no son cristiano-humanistas, ni son siempre articulados con el detalle deseable por el autor. La distinción entre amigo y enemigo, y en particular la definición del enemigo, son para Schmitt una distinción y una definición morales. Su afirmación de lo político equivale a una afir-mación moral-existencial; es la afirmación de los que no evaden la deci-sión, de los que no buscan refugio en una engañosa neutralidad, de los que están preparados a luchar, a dar la pelea por lo que creen verdadero; en síntesis, es la afirmación de los que toman en serio la existencia y la rea-lidad de los antagonismos existenciales que reclaman las decisiones ver-daderamente importantes en las vidas de los seres humanos.42

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Lo político es aquello que tiene que ver con lo decisivo de la existencia, y lo decisivo es, precisamente, la afirmación existencial frente al «otro»: «La oposición o el antagonismo constituye la más intensa y extrema de todas las oposiciones, y cualquier antagonismo concreto se aproximará tanto más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo».43 Lo político tiene una esencia pero no una sustancia propia,44 ya que todos los ámbitos de la realidad, el religioso, el económico, el moral, etc., devienen en ámbitos políticos si esa «oposición decisiva», esa «agrupación combativa» entre amigos y enemigos tiene lugar. Una vez que esa intensificación de la con-flictividad se produce, alcanzamos el plano de la decisión existencial, es decir, de lo político:

… cualquier antagonismo concreto se aproximará más a lo polí-tico cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo [...] Por sí mismo lo político

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Schmitt, El concepto de lo político, pp. 59, 64, 66-67. Ibid., p. 64.

no acota un campo propio de la realidad, sino sólo un cierto gra-do de intensidad de la asociación o disociación de hombres [...] La cuestión no es entonces otra que la de si se da o no tal agrupa-ción de amigos y enemigos como posibilidad real o como reali-dad, con independencia de los motivos humanos que han bas-tado a producirla [...] En cualquier caso es política siempre toda agrupación que se orienta por referencia al «caso decisivo». Por eso es siempre la agrupación humana que marca la pauta, y de ahí que, siempre que existe una unidad política, ella sea la de-cisiva, y sea «soberana» en el sentido de que siempre, por nece-sidad conceptual, posea la competencia para decidir en el caso decisivo, aunque se trate de un caso excepcional.45

Schmitt insiste en que la guerra como tal no es el fin u objetivo de la política, sino su presupuesto, es decir, la opción que siempre está presente como posibilidad real, y que «determina de una manera peculiar la ac-ción y el pensamiento humanos y origina así una conducta específica-mente política».46 No obstante, es claro que su moral (pagana) subyace en su visión de lo político y le empuja inevitablemente a una concepción bélica de la política, una concepción para la cual lo que en última instan-cia está en juego es la posibilidad de la muerte física de seres humanos, muerte que, sostiene Schmitt, no puede justificarse por motivaciones de tipo normativo sino estrictamente existenciales:

La guerra, la disposición de los hombres que combaten a matar y ser muertos, la muerte física infligida a otros seres humanos que están del lado enemigo, todo esto no tiene un sentido nor-mativo sino existencial, y lo tiene justamente en la realidad de una situación de guerra real contra un enemigo real, no en idea-les, programas, o estructuras normativas cualesquiera. No exis-te objetivo tan racional, ni norma tan elevada, ni programa tan ejemplar, no hay ideal social tan hermoso, ni legalidad ni legiti-midad alguna que puedan justificar el que determinados hom-bres se maten entre sí por ellos. La destrucción física de la vida humana no tiene justificación posible, a no ser que se produzca,

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Ibid., p. 78. En otro párrafo, Schmitt escribe que un mundo ajeno a la distinción de amigo y enemigo sería un mundo carente de política; en tal situación, sería posible que se diesen «oposiciones y contrastes del mayor interés, formas muy variadas de competencia e intriga, pero lo que ya no tendría sentido sería una oposición en virtud de la cual se pudiese exigir a los hombres el sacrificio de sus vidas, dar poder a ciertos hombres para derramar sangre y matar a otros hombres», ibid., p. 65. Ibid., p. 66. Ibid.

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en el estricto plano del ser, como afirmación de la propia forma de existencia...47

Lo paradójico de estas aseveraciones de Schmitt es que las mismas parecieran expresar una preocupación humanitaria, cuando en realidad son una manifestación particularmente importante de su lucha con-tra el liberalismo y la moral tradicional, más específicamente contra la tendencia –que Schmitt, como hemos visto, atribuye al liberalismo– a escapar de lo político y su exigencia existencial. Semejante pretensión, sostiene Schmitt, es fútil y contradictoria, ya que cuando la misma se concreta se convierte en una pretensión política, como ocurriría, por ejemplo, si la oposición pacifista contra la guerra llegase a ser tan fuerte que les llevase a una guerra contra los no pacifistas, a una «guerra contra la guerra», lo cual no haría otra cosa que demostrar «la fuerza política de esa oposición», al agrupar a estos campos en el rango de amigos y enemi-gos.48 La importancia que para Schmitt reviste la afirmación de lo polí-tico como afirmación existencial –que a su vez requiere la permanente opción de distinguir entre amigos y enemigos–, le conduce a cuestionar la «guerra contra la guerra» y la absolutización del enemigo que tal meta necesariamente implica. Este tipo de guerras presuntamente idealistas, impulsadas por motivos «nobles» y «puros», son a la hora de la verdad las más crueles, ya que van más allá de lo político y degradan al enemigo al mismo tiempo por medio de categorías morales.49 Los liberales, que normalmente pierden de vista la realidad de lo político y el imperativo de decidir, reaccionan de manera extrema cuando se topan con un de-safío radical que les obliga a hacerlo, y convierten la guerra en cruzada moral, a través de la cual el enemigo real es transformado en enemigo ab-soluto al que se trata de aniquilar. Frente a esta concepción no política de la distinción amigo-enemigo, Schmitt reivindica la del partisano, el gue-rrillero premarxista al que califica de telúrico, que limita la hostilidad y no absolutiza a su enemigo. Paradójicamente, explica Schmitt, Lenin se une al liberalismo al transformar a su enemigo en enemigo absoluto, al

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Carl Schmitt, La notion de politique/Théorie du partisan. Paris: Calmann-Lévy, 1989, pp. 305-311. Meier, Carl Schmitt and Leo Strauss..., pp. 26-27, 62-63, 71.

Ibid., p. 306.

que se combate en una guerra civil a escala mundial de la que eventual-mente emergerá como vencedor el comunismo, cuyo propósito final es crear una sociedad perfecta sin amigos ni enemigos. Schmitt defiende al partisano que protege su pedazo de tierra al que le une un lazo autócto-no, pero condena a todos los que, como Lenin y los liberales, sueñan con eliminar la razón de ser de lo político y de neutralizar la diferencia exis-tencial.50 En síntesis, Schmitt condena tanto al liberalismo, por su pre-sunta tendencia a emprender guerras que absolutizan al enemigo y pro-curan su destrucción, así como a los marxistas como Lenin, que quieren construir una sociedad perfecta, objetivo que lleva al mismo resultado de la cruzada liberal: a la desaparición del enemigo y en consecuencia de la posibilidad de la diferencia.

Las anteriores consideraciones apuntan hacia una relevante contra-dicción en el pensamiento de Schmitt. En efecto, por una parte, Schmitt define lo político por el grado de intensidad del antagonismo, que pue-de hacerse radical en cualquier ámbito de la existencia; por otra parte, sin embargo, Schmitt cuestiona aquellas guerras presuntamente hechas por motivos idealistas precisamente porque son intensas en grado extremo, y por ello, sostiene, «van más allá de lo político». Sólo hay dos opciones: O bien abandonamos el ingrediente de la intensidad del antagonismo como componente clave de la definición de lo político, o bien admiti-mos que esas guerras que «degradan al enemigo» siguen siendo políti-cas. Schmitt, no obstante, no admite esta paradoja en su pensamiento, que se deriva de su absoluto rechazo y desprecio por el liberalismo, una visión del mundo que a su modo de ver impide un compromiso serio con valores absolutos, capaces de conducir a la decisión existencial frente al «otro», el enemigo. De hecho, Schmitt pareciera decirnos que las guerras hechas en nombre del liberalismo son una farsa, una impostura teológi-ca.51 Si bien es entonces cierto que Schmitt señala como un logro, vigen-te por un tiempo en Europa, la limitación de la guerra, la renuncia a cri-minalizar al adversario y la relativización de la hostilidad,52 su interés no es humanitario sino político: la idea de un enemigo absoluto es, insis-te, una idea no política; son los pacifistas los que, una vez que decretan la guerra como algo «anormal», se ven forzados a considerar como fuera

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Carl Schmitt, El Leviathan en la teoría del Estado de Tomás Hobbes. Córdoba, Argentina: Struhart & Cía., 1990, p. 85. Ibid.Ibid., pp. 73-74.

del género humano a aquéllos a quienes tienen algún día que combatir. Por ello las guerras totales, argumenta Schmitt, son desatadas por los idealistas y liberales, que hasta ese entonces creyeron en la posibilidad de eliminar la guerra, y por los marxistas, que desean también eliminar-la luego de una guerra civil global que abrirá las puertas a una sociedad perfecta, por lo tanto a una sociedad sin distinción de amigos y enemi-gos. La limitación de la guerra que procura Schmitt es también una for-ma de hacer permanente la posibilidad del conflicto.

Es en razón de ese propósito central, de su objetivo existencial –la ne-cesidad del conflicto perpetuo y el imperativo de la decisión–, que dirige Schmitt su cuestionamiento hacia lo que considera una falla medular en Hobbes. Ciertamente, Hobbes percibió al ser humano como peligroso y beligerante. Como ya vimos antes, Schmitt reconoció en Hobbes un pensador político admirable y fundamental, y así lo planteó en su Con-cepto de lo político, ensayo que acá he citado en varias ocasiones, publicado inicialmente en 1927 y luego corregido en 1932. En esa primera aproxi-mación a Hobbes, Schmitt resaltó como logro clave del filósofo inglés el restablecimiento de la relación entre protección y obediencia como sustento del orden político. Sin embargo, en un más extenso trabajo so-bre el filósofo inglés, publicado en 1938, obra en extremo reveladora y de gran importancia para el estudio de Schmitt, este último desarrolla una singular crítica a un pensador a quien continúa reconociendo como un «gran maestro».53 Aquí Schmitt argumenta que la grieta crucial en la obra de Hobbes se encuentra en que no logró «poner al descubierto de manera segura y cierta al enemigo, y, en cambio, sí contribuyó a que la unidad política indivisible fuese derrocada por la obra de destrucción de los poderes indirectos, que socavaron esa unidad hasta aniquilarla». A pesar de la riqueza intelectual y aporte teórico de Hobbes, predomina de tal forma en su obra «el pensamiento sistemático, que mal podría servir de instrumento seguro de lucha y de arma para una decisión sencilla y concreta».54 De acuerdo con Schmitt, Hobbes no merece su fama de re-presentante del Estado absolutista, ya que su versión de la relación pro-tección-obediencia resulta de hecho «fácilmente conciliable con los con-ceptos y con los ideales del Estado de derecho burgués [liberal, ar]».55

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Strauss, pp. 89-90. En este punto también se detecta un error interpretativo del ya mencionado estudio de Richard Wolin, cuando afirma que Schmitt rechaza que Hobbes pueda ser considerado como «precursor de la moderna teoría contractualista, ya que esta perspectiva acercaría a Hobbes

al liberalismo», ob. cit., p. 97. Como vimos, Schmitt de hecho acusa a Hobbes de abrir una brecha que permite al individualismo liberal «colarse» a través de la muralla absolutista.

Ibid., pp. 30-33, 54-56.

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En este punto Schmitt adopta la perspectiva de Strauss, quien también concibe la obra hobbesiana como precursora del liberalismo.56 ¿Por qué llega Schmitt a esta conclusión, que aparentemente contradice su inter-pretación previa en torno al significado de Hobbes?

Para Schmitt, Hobbes flaqueó al llegar al punto decisivo, es decir, «la cúspide misma del poder soberano creador de la unidad de la religión y de la política», ya que precisamente allí Hobbes «formula ciertas reser-vas individualistas indesarraigables», lo que permite que penetre en el sistema político del Leviatán «la distinción entre la creencia interna y la confesión externa» (en otras palabras, entre la libertad interna de con-ciencia del individuo y el marco jurídico externo bajo potestad del Es-tado). Esta distinción se convirtió en «la gran brecha de invasión del li-beralismo moderno», fue el «germen letal que destruyó desde dentro al poderoso Leviatán», y finalmente «puso en el último trance al Dios mor-tal» (el Estado como máquina, como el primer producto de la época téc-nica, como «obra humana y distinta de todos los tipos anteriores de uni-dad política»).57

El razonamiento de Schmitt es implacable, y muy pocas veces se ma-nifiesta con la pasión que revelan estas páginas. Su curso es el siguiente: 1) Hobbes convirtió la monarquía en simple forma fenoménica de un sis-tema de legalidad estatal, destruyendo así sus fundamentos tradiciona-les de derecho divino, y sólo pudo salvar su fe monárquica amparándose en un agnosticismo radical. Si bien había en Hobbes «piedad genuina», su pensar «ya no era creyente». 2) De este agnosticismo, y no así de la re-ligiosidad de los sectarios, arranca el Estado neutral moderno. Tanto la democracia liberal occidental como el marxismo bolchevique coinciden en considerar al Estado como una gran máquina, como un «aparato del que las más diversas fuerzas políticas pueden servirse a guisa de instru-mento técnico neutral». El resultado de ello es que la máquina, como la técnica toda, «se independiza de todos los objetivos y convicciones polí-ticas y adquiere frente a los valores y frente a la verdad la neutralidad propia de un instrumento técnico» [subrayado ar]. 3) Con su sistemática conversión

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58 Ibid., pp. 40-41, 55, 65, 67-70, 77-78, 82.

del Estado en un «mecanismo impulsado por motivaciones sicológicas forzosas», Hobbes fue culpable de dar al traste con todas las nociones medievales sobre el derecho divino de los reyes y también con los con-ceptos anteriores del Derecho y de la Constitución, «entendidos en sen-tido substancial». Fue, pues, Hobbes «por ambos lados precursor espi-ritual del Estado de Derecho y del Estado constitucional burgués», de un Estado cuyo carácter esencial es el de ser neutral frente a los valores e «indiferente a todo objetivo o contenido de verdad y de justicia», produ-ciendo de ese modo la «disociación del contenido y la forma, la meta y el carácter». 4) La herida abierta del Leviatán es la distinción entre lo inter-no y lo externo, una «enfermedad que llevó al Dios mortal a la muerte». Por esa herida se colaron sus enemigos, que supieron servirse de él hasta destruirle,

Porque la maravillosa armadura de una organización estatal moderna exige una voluntad unitaria y un espíritu también unitario. Cuando espíritus diversos y pugnantes entre sí mue-ven esta armadura desde la oscuridad, la máquina pronto se rompe y, al romperse, arrastra en su caída todo el sistema legal del Estado de Derecho. Las instituciones y conceptos del libe-ralismo sobre los que el Estado legal positivista se asentaba, se convirtieron en armas y posiciones fuertes de poderes genuina-mente antiliberales. El pluralismo de los partidos llevó a su per-fección el método de destrucción del Estado propio del Estado liberal. El Leviatán, como mito del Estado «máquina magna», se quiebra por obra de la distinción entre el Estado y la libertad indi-vidual, en una época en que las organizaciones de esa libertad individual [los poderes indirectos, ar] no eran sin cuchillos con los que las fuerzas antiindividualistas descuartizaron al Levia-tán y se repartieron entre sí su carne. Así fue como el dios mor-tal murió por segunda vez.58

Este complejo párrafo, así como las citas previas, están repletos de significaciones, que es indispensable precisar. Es evidente que Schmitt reivindica la unidad del soberano que toma la decisión, así como la im-portancia de que cada individuo asuma la suya, es decir, su propia deci-

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Ibid., p. 13. Cabe señalar que este ensayo de Schmitt tiene un fuerte tono antisemita.Ibid., p. 77.

sión existencial. Podría pensarse que hay una contradicción entre este último punto y la crítica que hace Schmitt a la preservación de una es-fera privada libre para los individuos. Sin embargo, debe tenerse pre-sente que Schmitt parte de un ideal de unidad entre todos los integrantes de una comunidad política que define a otros como enemigos. De allí su queja contra una tecnificación del Estado que «deja sin base todas esas distinciones entre judíos, paganos y cristianos y lleva al plano de la neu-tralidad total».59 Ese ideal contrasta con el pluralismo social que sustrae al Estado la «pretendida esfera privada libre» y la entrega a los poderes «libres», es decir, «incontrolados e invisibles» de la «sociedad» (las co-millas aquí son de Schmitt, usadas obviamente para significar que la so-ciedad burguesa o liberal no es tal sociedad, pues carece de organicidad). Schmitt continúa de este modo:

Estos poderes, perfectamente heterogéneos entre sí, consti-tuyen un sistema de partidos políticos cuyo armazón [...] está siempre integrado por partidos y sindicatos. El dualismo Esta-do y sociedad libre se convirtió en un pluralismo social, propi-cio al triunfo fácil de los poderes indirectos [...] Es propio de un poder indirecto perturbar la plena coincidencia entre mandato estatal y peligro político, poder y responsabilidad, protección y obediencia y, amparado en la irresponsabilidad de un gobierno indirecto, pero no menos intenso, obtener todas las ventajas sin asumir los peligros del poder político.60

Pienso que es razonable interpretar que en ese párrafo, con su tesis acerca del pluralismo y los poderes indirectos, Schmitt pretende descri-bir el proceso de desmembramiento de la democracia de Weimar, y en general de la democracia liberal hasta la llegada del fascismo. El pecado de Hobbes, a ojos de Schmitt, estuvo en tratar de edificar un Dios mortal, de fundar el orden político en términos mecánicos, con base en una fuer-za controladora puramente secular, no cristiana y neutralizadora, y por lo tanto incapaz de generar una identidad moral focalizadora del otro, el enemigo. De nuevo, Schmitt reivindica la decisión existencial, ya que, como declararía más tarde, su devoción consiste en «una real intensifica-

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Schmitt, Glossarium, citado por Lilla, p. 44. Schmitt, El Leviathan..., p. 84. Schmitt, Political Theology, pp. 64-66. Strauss, p. 101. La importancia de los comentarios de Strauss radican en su negativa a «domesticar» a Carl Schmitt, en su voluntad de seguirle donde este último realmente desea ir.M. Meier, Carl Schmitt and Leo Strauss..., p. 53. Véase también, pp. ix-x, xiv, 30, 42-43, 46-47, 49, 53, 56.

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ción católica (contra los neutralizadores, los decadentes en el plano estéti-co, los partidarios del aborto, incineradores de cadáveres y pacifistas)».61 Intensificar significa radicalizar el combate, asumir lo político, su res-ponsabilidad y sus peligros en lugar de evadirlos, cobijándonos bajo una engañosa neutralidad. De la misma manera que Schmitt somete a crítica en su estudio a Hobbes, rescata explícitamente a Maquiavelo, «creador espiritual de una época política», «vencedor de todas las mentiras mora-listas», y representante del «mito de la objetividad heroica».62

Schmitt se ubica nítidamente dentro de una línea de lúcidos y radica-les críticos del liberalismo, que incluye también –entre otras destacadas figuras– a Bonald, De Maistre y Donoso Cortés. Si bien estos pensado-res, al igual que Schmitt, se definían como católicos, es difícil, tal vez im-posible, reconciliar sus planteamientos con los de una doctrina cristiana que necesariamente, al menos de manera parcial, tendría que acogerse a la ética del Sermón de la Montaña. Para Donoso y Schmitt era mil veces preferible enfrentar a un enemigo claramente definido y radicalmente antagónico, como el anarquismo ateo, que lidiar con el engañoso y pre-suntamente neutral liberalismo, hacia el cual manifiestan una mezcla de odio fanático y profundo desprecio.63 Los anarquistas y ateos, a su manera, asumen la esencia de lo político, la «exigente decisión moral»; los liberales, en cambio, huyen de la misma. Los primeros, a pesar de su errónea doctrina, entienden la necesidad de tomar en serio la existencia, de decidir sobre lo que es verdadero o falso y (éticamente) correcto o in-correcto, así como su consecuencia: la lucha, el conflicto, la división de la raza humana entre amigos y enemigos.64 Los liberales intentan esca-par, pero siempre, al final, se topan con la necesidad de decidir; y si bien según Schmitt la afirmación de lo político no es otra cosa que la afirma-ción de lo «moral», esto último a su vez se ubica en una esfera superior, que es la afirmación de lo teológico, es decir, de una fe por él concebi-da nítidamente como una fe religiosa, ya que –en los aptos términos de Meier– para Schmitt «lo político tiene su más profunda raíz en el pecado original».65 De allí el rechazo de Schmitt a la pretensión técnica que in-

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Ibid., pp. 73, 78. Estas ideas sobre el significado de la técnica son en aspectos clave muy similares a las de Heidegger.

Gottfried, pp. 29, 35. Al respecto, véase Joseph W. Bendersky, «Carl Schmitt and the

Conservative Revolution», Telos, 72, Summer 1987, pp. 27-42.

tenta dominar la existencia y construir un mundo neutral, del que hayan desaparecido los conflictos y en el que pueda instaurarse una utopía de paz, armonía y prosperidad. Semejante «antirreligión» tiene sin embar-go un significado religioso, pues la fe en el poder de la técnica no es neu-tral, sino que da la espalda a la religión verdadera.66

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Durante etapas clave de su vida, a Carl Schmitt le tocó vivir en medio de gran turbulencia política y violencia social. De hecho, no es exagerado decir que el experimento republicano alemán de la República de Wei-mar (1918-1933), transcurrió sumergido en conflictos que casi convirtie-ron, para usar la terminología de Schmitt, «la excepción en la regla». La teoría política schmittiana está estrechamente vinculada a su toma de posición ante eventos históricos concretos que tenían lugar en su tiem-po, y frente a los cuales muchas veces tomó partido, como polémico pro-tagonista en el plano intelectual. Ese protagonismo le valió el reconoci-miento de muchos como un destacado teórico, y a la vez le condujo a un intenso involucramiento en la acción práctica, que eventualmente –en mayo de 1933– le llevó a cometer «un pecado mortal para el cual no hay absolución posible», a dar un «salto mortal»67 y unirse al partido de Hitler. Si bien ya hacia 1936 la posición de Schmitt como jurista del régi-men y miembro de confianza del partido había declinado seriamente, y su persona se había convertido en blanco de agrios ataques por parte de otros nazis, sus acciones de ese tiempo plasmaron una mancha indele-ble en su carrera, y han llevado a no pocos analistas a interpretar toda su obra anterior a 1933 como un simple preludio, que de manera inevitable trazaba la senda de su autor hacia el nazismo.68

A partir de 1936 y hasta el fin de la guerra, Schmitt se retiró a su pueblo de origen y procuró, sencillamente, sobrevivir. Luego del fin del conflic-

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Carl Schmitt, La dictadura. Madrid: Alianza Editorial, 1985, pp. 34-35. Ejemplos de esta línea interpretativa son, en buena medida, los estudios de Renato Cristi, «Carl Schmitt on Liberalism, Democracy and Catholicism», History of Political Thought, xiv, 2, Summer 1993, pp. 281-300, y la obra, ya citada, de Schwab, The Challenge of the Exception.

to, se puso de manifiesto el acierto de una frase escrita por él mismo en 1921, según la cual «el juicio histórico siempre depende de las experien-cias del propio presente».69 Esto siempre ha sido así, y Schmitt no pudo ni podrá jamás escapar a ese juicio. Para llevarlo a cabo con el necesario sentido del equilibrio, es imperativo evitar, de un lado, el extremismo en el que caen algunos al simplificar de modo inaceptable una vida y un pensamiento complejos como los de Schmitt, condenando toda su tra-yectoria como no más que el esfuerzo preparatorio de su «conversión» nazi de 1933 y como una apología del totalitarismo hitleriano. De otro lado, considero igualmente inconveniente el intento de algunos de do-mesticar a Schmitt, de pretender que muchas de las cosas que escribió e hizo no significan lo que realmente significan, restando relevancia a al-gunas de las implicaciones fundamentales de su pensamiento político y acción histórica.70 A Schmitt hay que confrontarlo con espíritu crítico, pues su carrera ilustra con particular intensidad –y a veces de manera trágica– la interacción entre los valores profundos de un pensador y sus argumentaciones teóricas, así como los dilemas en los cuales nos coloca el curso de eventos que no podemos controlar, dilemas que en ciertas co-yunturas históricas son inescapables, y ante los que no nos resta, como siempre predicó Schmitt, sino decidir.

El desarrollo de la reflexión política de Schmitt a través de los años cruciales de la República de Weimar, debe ubicarse en un marco que comprende, como aspectos básicos, los siguientes. En primer lugar, la paradójica tensión de un pensamiento que se mueve entre, por una parte, una férrea voluntad de orden y estabilidad, y por otra entre un insistente énfasis sobre el conflicto, la distinción amigo-enemigo, y la vocación de-cisionista en materia política. En segundo término, la preocupación por la situación excepcional, por lo que rompe las reglas y exige respuestas inequívocas. Finalmente, los valores fundamentales de tipo organicis-tas y autoritarios, comprometidos con una visión de la sociedad y el Es-tado como ejes de la unidad de un pueblo frente al enemigo externo y las divisiones internas. Estos valores se complementan con la intensa opo-sición al liberalismo, y la constante reiteración de que «todo derecho ter-

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Schmitt, La dictadura, p. 49. En torno a la concepción schmittiana del derecho, véase su obra Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica. Madrid: Tecnos, 1996.

Schmitt, Political Theology, p. 6.

mina por ser referido a la situación de las cosas».71 Dicho de otra manera, las normas constitucionales carecen de entidad propia, aparte de la rea-lidad política que reflejan; son expresiones de una situación concreta y por lo tanto no deben ser interpretadas con base en una perspectiva for-malista, sino entendidas en su verdadera dimensión, como formulacio-nes abstractas de una realidad de poder concreta y cambiante.

Es claro que las severas conmociones que sacudieron a Alemania desde la Primera Guerra Mundial, sumadas a las concepciones y valo-res asumidos por Schmitt a lo largo de su formación intelectual y ética, marcaron tempranamente su pensamiento y lo concentraron en el tema de la situación de excepción, su significado e impacto político y jurídico. En tres obras, publicadas respectivamente en 1921, 1922 y 1923, Schmitt articuló una sustancial y poderosa reflexión política en varias direccio-nes convergentes: la caracterización de la situación de excepción (en el opúsculo Teología política, de 1922); la discusión sobre el remedio tempo-ral para esa situación, que se sale de las reglas formalmente establecidas (en su libro La dictadura, de 1921), y la crítica al liberalismo y el parlamen-tarismo como fórmulas incapaces de dar respuesta a los apremiantes de-safíos de la política (en su estudio La crisis de la democracia parlamentaria, de 1923). En conjunto, estos tres textos configuran una posición teórica coherente, posición que posteriormente, ya en medio de la turbulencia de principios de la década de 1930, se manifestó en forma más práctica, vinculada a los eventos concretos de la época, en ensayos y artículos que colocaron a Schmitt en el epicentro de la crisis constitucional de Weimar.

Schmitt define la situación de excepción como «un caso de peligro extremo para la existencia del Estado».72 La situación de excepción es precisamente lo que da relevancia al concepto de soberanía, pues sobe-rano es aquel que decide ante lo excepcional, ante lo que se sale de lo nor-mal y de lo formalmente establecido:

La existencia misma del Estado es la prueba innegable de su su-perioridad sobre la mera validez de la norma legal. La decisión se libera de todos los lazos legales y se hace en verdad absoluta. El Estado suspende la ley ante la excepción sobre la base de su

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Ibid., pp. 12-13. Schmitt, La dictadura, pp. 24, 26, 33-34, 37; véase también De Benoist, p. xxiv. Hirst, p. 18.

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derecho a la autopreservación [...] Toda ley es «situacional». El soberano [...] tiene el monopolio sobre la decisión final. En ello reside la esencia de la soberanía estadal, la cual debe ser defini-da correctamente en el plano jurídico, no como el monopolio para reprimir y dominar, sino como el monopolio para decidir [...] La decisión se desprende de la norma legal, y (para expre-sarlo paradójicamente) la autoridad prueba que para producir la ley no requiere basarse en la ley.73

La crisis excepcional pone a prueba la soberanía y con ello la existen-cia misma del Estado. Ahora bien, conviene precisar que para Schmitt

–a diferencia del nazismo y el fascismo– la excepción no es la regla. En La dictadura, Schmitt analiza la fórmula provisional y temporal creada por los romanos para defender la República en tiempos de peligro grave, a través de una institución constitucional. En esta obra, Schmitt se esfuer-za por distinguir entre la soberanía dictatorial, que se sirve de una situa-ción de crisis para suprimir el orden constitucional existente y sustituir-lo por otro, y la llamada dictadura provisional o «comisarial», creada por los romanos, que se ejerce temporalmente a objeto de restaurar el orden de modo que la Constitución pueda de nuevo funcionar normalmen-te. El dictador, en este segundo caso, «tiene el cometido de eliminar la situación peligrosa que ha motivado su nombramiento», y es algo muy diferente a un «despotismo cualquiera», ya que se hace «dependiente de un resultado a alcanzar, correspondiente a una representación normati-va, pero concreta». Este mecanismo «comisarial», concluye Schmitt, no contradice la democracia si corresponde a la voluntad del pueblo y a la urgencia del momento.74

Según Schmitt, existe un antagonismo fundamental entre demo-cracia y liberalismo. Este último procura la despolitización y neutrali-zación de la existencia; la democracia, por el contrario, y llevada por su propia dinámica de masas, conduce a la ampliación de la agenda pública hasta incluir el conjunto de los asuntos de la vida en sociedad, convir-tiéndolo todo en potencialmente «político».75 La democracia propende a la homogeneidad y unidad de la sociedad; el liberalismo propende a la

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Carl Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy. Cambridge: The mit Press, 1992, pp. 6, 9, 13-17, 28, 32, 34. Para una lúcida crítica a las concepciones de Schmitt sobre la democracia, véase el Estudio preliminar de Manuel Aragón a la edición española del texto de Schmitt, Sobre el parlamentarismo.

Madrid: Tecnos, 1996, pp. ix-xxxvi. También R. Wolin, pp. 94-95.

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individualización y privatización de ciudadanos e intereses. El liberalis-mo se ocupa de los límites del poder; la democracia se ocupa del origen del poder, y lo coloca en la voluntad popular. Esa voluntad es suprema y ningún mecanismo específico puede ser tenido como el único capaz de expresarla. El sistema parlamentario de «representantes del pueblo», quienes presuntamente proceden a través de una discusión «racional» y así transforman los conflictos en meras opiniones, y la lucha en mera discusión, es, argumenta Schmitt, un sistema vacío y meramente for-mal, ajeno a las realidades de la democracia de masas moderna:

Si por razones prácticas y técnicas los representantes del pue-blo pueden decidir en lugar del pueblo mismo, entonces tam-bién puede hacerlo un único individuo en quien el pueblo de-posita su confianza, y a quien concede su representatividad y poder soberano de decisión [...] Sin dejar de ser democrático, el argumento [de lo que es expeditivo por motivos prácticos y téc-nicos, ar] puede igualmente justificar un cesarismo antiparla-mentario.

De allí que

… la dictadura no es antitética a la democracia. Aun durante un período transicional, dominado por el dictador [comisarial, ar], una identidad democrática puede todavía persistir y la vo-luntad popular continuar siendo su criterio exclusivo [...] Com-parada a una democracia directa, no sólo en sentido técnico sino vital, el parlamento es un instrumento artificial, de origen liberal, en tanto que los métodos dictatoriales y cesaristas pue-den no sólo generar la aclamación popular sino ser de hecho la expresión directa de la sustancia y el poder democráticos.76

Del mismo modo que es la autoridad, no la verdad, la que hace la ley, es la voluntad popular y no esta o aquella fórmula institucional la que hace la democracia. El liberalismo y su instrumento parlamentario pre-

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77 Me refiero a «El protector de la Constitución», de 1931, y a «Legalidad y legitimidad», de 1932.

tenden evadir la decisión y neutralizar lo político; la democracia, de otro lado, postula la identidad entre la voluntad popular y la ley y entre go-bernantes y gobernados, politizando la vida social a través de la incor-poración de las masas a lo público. Si peligra el Estado, que tiene el im-perativo de unir y no de dividir el cuerpo social, la voluntad democrática soberana exige la decisión. Esta última se traduce en medidas excepcio-nales, que bien pueden incluir la dictadura, mecanismo ciertamente antiliberal, pero no necesariamente antidemocrático. Estas fueron, re-sumidamente, las bases filosóficas que guiaron el cada vez más intenso involucramiento personal de Schmitt en las intensas polémicas político-constitucionales de los tiempos de Weimar, involucramiento que ya en 1924 se manifestó concretamente en relación con la muy controversial interpretación schmittiana sobre el significado e implicaciones de los ar-tículos 48 y 25 de la Constitución republicana.

El primero de los mencionados artículos tenía que ver con los pode-res de emergencia del presidente de la República ante serios peligros al orden y la estabilidad del régimen. El segundo estipulaba la celebración de nuevas elecciones sesenta días después de que el presidente decidie-se el fin de un determinado agrupamiento parlamentario. En dos bre-ves pero contundentes estudios, publicados respectivamente en 1931 y 1932,77 Schmitt se pronunció de manera inequívoca a favor de acrecen-tar decisivamente los poderes del presidente como guardián o protector de la Constitución. El texto constitucional de Weimar, y en particular la institución presidencial allí establecida, era básicamente el producto de la teoría liberal del balance de poder. Ello, sostenía Schmitt, coloca-ba en posición de seria vulnerabilidad al régimen, dadas las circunstan-cias de agudización de los conflictos políticos y avance de los partidos extremistas –nazis y comunistas–, que hacían imperativo el fortaleci-miento de un mecanismo que asegurase el orden. En tal sentido, las te-sis de Schmitt se sumaban, sólo que llevándolas a extremos, a posturas igualmente «decisionistas» como las de Max Weber y otros prominen-tes intelectuales de la época, quienes también cuestionaron la debilidad republicana frente a las mortales amenazas que acechaban a la democra-cia parlamentaria alemana. La teoría weberiana del liderazgo cesarista plebiscitario expresaba esa voluntad decisionista y de unidad de direc-ción política frente a las divisiones sectoriales y las pugnas partidistas, y

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En torno a las ideas políticas de Weber, consúltese el excelente estudio de David Beetham, Max Weber and the Theory of Modern Politics. London: Polity Press, 1985, especialmente las pp. 215-249.

Véase Carl Schmitt, «Legalité et legitimité», en Du politique, pp. 39-79.Carl Schmitt, Der Hutter der Verfassung. Tubingen, 1931, p. 89. Citado por Wolfgang J. Mommsen, Max Weber and German Politics, 1890-1920. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1984, p. 384.

De Benoist, p. xxiv.

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a favor del fortalecimiento de la autoridad de un individuo carismático, capaz de asegurar un apoyo mayoritario por encima de las divisiones de la sociedad.78

Si bien la institución presidencial de Weimar estaba lejos de llenar las aspiraciones decisionistas de Weber, la distancia era aún mayor en el caso de Schmitt, quien adoptó la idea de un presidente popularmente electo como líder plebiscitario, desarrollándola y radicalizándola hasta sus últimas consecuencias. Según Schmitt, la Constitución concedía ex-cesivos poderes al Reichstag o parlamento, dejando el futuro de Alema-nia en manos de cambiantes coaliciones partidistas y abriendo el paso a partidos que de hecho tenían como objetivo último la propia destruc-ción del régimen. Este defecto del texto constitucional era el resultado de una confusión básica entre los conceptos de gobierno legal y legíti-mo. Afirmaba Schmitt que las estructuras formales y procedimientos le-gales no generan por sí mismos la lealtad del pueblo a un régimen; es el reconocimiento a una autoridad, vista como legítima, lo que conduce a un pueblo a aceptar un conjunto de procedimientos legales.79 Según Schmitt, el presidente del Reich sería capaz de conquistar la necesaria legitimidad como representante de una mayoritaria voluntad popular, en contraste con la atomización partidista de la república parlamenta-ria, actuando como protector de la Constitución más allá de los intereses egoístas de los partidos. En este esquema, la Constitución de Weimar se transformaba de mero texto legal en realidad política sustantiva, como «unidad constitucional de la totalidad del pueblo alemán».80

Algunos intérpretes de Schmitt, tales como Schwab, Gottfried, y de Benoist, argumentan que con sus polémicas a favor del fortalecimien-to de la autoridad presidencial del Reich, y sus críticas a la idea de que todos los partidos –incluso aquellos, como los nazis y comunistas, que deseaban destruir la República– tuviesen «igualdad de oportunidades» bajo la ley para buscar y conquistar el poder, Schmitt estaba «tratando de salvar el régimen de Weimar [...] y no de acelerar su debacle».81 La verdad de las cosas, no obstante, es más compleja que esto. Para empe-

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Mommsen, pp. 385-388. Ibid., p. 383. Véase Max Weber, Escritos políticos. Madrid: Alianza Editorial, 1991, pp. 105-300. Un muy esclarecedor estudio sobre las ideas políticas de Weber es el de Anthony Giddens, Política y sociología en el pensamiento de Max Weber. Madrid: Alianza Editorial, 1995, especialmente las pp. 23-60.

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zar, como señala Mommsen en su monumental estudio sobre la política alemana de esa convulsionada era, la presidencia autoritaria que prego-naba Schmitt desnaturalizaba, radicalizándola, la perspectiva «cesaris-ta» de Weber, quien aspiraba sustentar la República sobre dos principios complementarios de legitimidad: la legalidad constitucional del régi-men parlamentario legislativo y la legitimidad carismática del presiden-te popularmente electo. Schmitt, en cambio, deseaba la superación del pluralismo social y político imperante a través del uso de los poderes de emergencia, delineados en el artículo 48 de la Constitución de Weimar. Schmitt, escribe Mommsen, «evitó desde luego explicar de modo más preciso cómo iba a lucir este nuevo orden. No resulta difícil, sin embar-go, reconocer en el mismo el esbozo del Estado autoritario y personalista que eventualmente barrería con los principios constitucionales y demo-cráticos de Weimar». Max Weber, por su lado, «jamás concibió la noción de liderazgo plebiscitario como un instrumento a ser empleado contra el Estado de partidos, y mucho menos como justificación del régimen tota-litario del político carismático Adolfo Hitler...».82

A pesar de que las diferencias entre las posiciones de ambos autores a veces son menos nítidas de lo que Mommsen las presenta, y de que él mismo sostiene que la versión extrema de liderazgo plebiscitario es «una extensión parcializada pero conceptualmente consistente del pro-grama de Weber»,83 creo razonable sostener que Weber, a diferencia de Schmitt, jamás se planteó la eliminación del régimen de partidos como tal.84 No me es posible acá ahondar en las sutilezas y tensiones del pen-samiento político de Weber. Mas considero importante recordar que su teoría del liderazgo plebiscitario carismático tenía el propósito de resca-tar un elemento de creatividad e innovación para la política, superando así la rutina y estancamiento del Estado moderno burocratizado. Weber aspiraba que el parlamento funcionase como una escuela de líderes, que los partidos fuesen capaces de generar personalidades creadoras, con el potencial para emplear sus dotes carismáticas a objeto de abrir nuevas opciones políticas y trascender las rigideces de la burocracia.85 En oca-siones, sin embargo, su «líder carismático» asume rasgos fuertemente

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86Como por ejemplo en estas frases: «En una democracia, la gente elige a un líder en el que confía; entonces el líder elegido les dice: “Ahora callad y haced lo que yo os diga”». Citado por Giddens, ibid., p. 29.

autoritarios, que chocan con las tradicionales nociones del liberalismo democrático.86 Estos rasgos fueron sin duda intensificados por Schmitt en sus escritos a favor del presidencialismo en Weimar. Sus posiciones teóricas, crecientemente autoritarias, se combinaron, ya hacia 1931, con un mayor compromiso personal con sectores claramente antirrepubli-canos de la extrema derecha. La captura del poder por los nazis, aunque no abiertamente deseada ni procurada por Schmitt, no debió haberle to-mado por sorpresa. Del mismo modo que su admirado Hobbes –quien apoyó sucesivamente a los Estuardo, a Cromwell, y de nuevo a la monar-quía–, Schmitt se ajustó a un poder establecido que restauró el orden y superó la amenaza de guerra civil en que había desembocado el experi-mento republicano en 1932-1933. Para ese entonces, Schmitt se había de-cepcionado por completo del experimento republicano, y finalmente se plegó a la promesa de reconstruir la ansiada ecuación «protección-obe-diencia», promesa que Hitler parecía representar.

A partir de allí, Schmitt hizo algunos esfuerzos para reconciliar sus ideas políticas con la ideología nazi, esfuerzos que –como se dijo previa-mente– tuvieron escaso éxito, tanto teórico como práctico. Es a mi modo de ver poco probable que Schmitt, al menos en un principio, haya sido capaz de vislumbrar la verdadera naturaleza del nazismo en todas sus implicaciones, y de percatarse a plenitud de que la dictadura de Hitler no iba a ser «comisarial» sino permanente, viendo más bien al nazismo en términos tradicionales como un movimiento autoritario «normal». La posibilidad de la catástrofe condujo a Schmitt a preferir el orden de los nazis, un orden que de hecho produjo una verdadera catástrofe para su país y para él mismo como individuo. Esa decisión, si bien no era ine-vitable ni estaba rígidamente predeterminada por su visión teórica, tie-ne reconocibles raíces en un pensamiento político y unos valores éticos profundamente antiliberales, y sólidamente marcados por una evidente propensión autoritaria. Schmitt tomó una decisión, como siempre ha-bía predicado que era necesario hacer. Las consecuencias le persiguieron por el resto de su vida.

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Strauss, p. 95. Richard Wolin sostiene que el único valor sustantivo que Schmitt proclama es «la más cruda autopreservación», ob. cit., p. 98. He intentado acá, por el contrario, mostrar que la obra de Schmitt responde a un universo de valores, por cuestionables que sean, que van más allá de un simple apego a un guerrerista «estado de naturaleza». Las dificultades en la interpretación de su pensamiento se derivan de que el mismo se mueve a lo largo de dos canales paralelos e incompatibles: por un lado, un catolicismo-organicista, y por otro un existencialismo pagano.Beneyto, p. 172.

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Carl Schmitt falleció en 1985, a los 96 años de edad. Con el paso del tiem-po el interés en su legado intelectual no hace sino crecer. A mi modo de ver, ese legado tiene una relevancia sustantiva y a la vez amerita un aná-lisis crítico que tome muy en cuenta las circunstancias históricas que Schmitt trató de descifrar, y ante las cuales intentó dar respuestas. Sus opciones políticas y éticas se sustentaron en una rigurosa reflexión his-tórico-política, y en determinados valores –opuestos a la moral tradicio-nal humanista y cristiana–, que siempre ocuparon lugar prioritario den-tro de su universo espiritual. Como se ha apuntado en estas páginas, la suya fue una moral «guerrera», como la califica Leo Strauss,87 una ética pagana que contradecía el presunto compromiso católico de Schmitt.88 Desde luego, como también señalé antes, esa no es la única paradoja de su pensamiento. Schmitt se ubica con absoluta nitidez dentro del grupo de pensadores políticos que sospechan del pluralismo y procuran la ho-mogeneización y la unidad de la sociedad y el Estado. Del mismo modo que Donoso Cortés, quien insistía en que la sociedad no puede existir sin un consenso general de convicciones,89 Schmitt luchó contra lo que percibía como las tendencias desmembradoras y neutralizadoras del li-beralismo, al cual concibió como mortal enemigo de lo político y, en con-secuencia, de la seriedad de la existencia.

Es necesario enfatizar este aspecto determinante en la obra y la vida de Schmitt. El imperativo de tomar en serio la cuestión de qué es lo co-rrecto moral y políticamente, y cuál es la verdad del «orden de las cosas» es la médula espinal que recorre la carrera de este complejo y controver-sial pensador de nuestro convulsionado siglo xx. No hay en Schmitt ni una pizca de esa apreciación del valor político del sentido de humor, en-tendido como abono de la tolerancia y requisito de la convivencia, que es ingrediente clave de la vida en las democracias liberales. Por el contrario, semejante disposición de espíritu no era para Schmitt otra cosa que la

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Carl Schmitt, «La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones», en El concepto de lo político, pp. 121-122.

Carl Schmitt, «Legalité et legitimité», en Du politique, p. 60.

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manifestación de una evasión de la realidad, de un escape de las exigen-cias existenciales y del reto de ser hombres, ya que «la vida no lucha con la muerte, ni el espíritu con la falta de él. El espíritu lucha contra el espí-ritu, la vida contra la vida, y es de la fuerza de un saber íntegro de donde nace el orden de las cosas humanas».90 Paradójicamente, a la vez que rei-vindica el conflicto como camino de definición existencial –la distinción amigo-enemigo–, Schmitt busca también, aunque de modo implícito, suprimirlo, pues esa es una inevitable consecuencia de su voluntad de homogeneización y unidad. Se trata de una tensión indisoluble en su pensamiento, un pensamiento que combate la neutralización de lo polí-tico y enarbola valores radicales, que imposibilitan la convivencia, pro-mueven la confrontación, y persiguen imponerse decisivamente sobre el res-to. Por otro lado, al mismo tiempo que exige una definición existencial, que para tener sentido debería incluir la de cada individuo en particular, Schmitt promueve una visión organicista y autoritaria de la sociedad y el Estado, visión que necesariamente debilita a los individuos y fortalece los poderes externos, poderes a los que se atribuye finalmente la capaci-dad de decidir.

A Schmitt le tocaron tiempos difíciles, de choques extremos que pe-dían, en sus propias palabras, «decisiones políticas de pesadas conse-cuencias», diferentes a las que demandaría «una época relativamente tranquila».91 Esta realidad es fundamental de tener en cuenta a la hora de ubicar su pensamiento y acción políticas en un marco concreto, pero de ninguna manera puede asumirse como justificación de los valores y opciones que adoptó. Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, y de su encarcelamiento temporal hasta mayo de 1947, Schmitt se retiró a una vida muy privada, pero continuó reflexionando y escribiendo. Sus te-mas centrales siguieron siendo los mismos, con un renovado interés en el espejismo técnico concebido como la esfera final de la neutralización política. Ya en 1932 Schmitt había advertido que

La técnica es siempre sólo instrumento y arma, y porque sirve a cualquiera no es neutral. De la inmanencia de lo técnico no sale una decisión humana ni espiritual, y mucho menos la de la neu-

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Schmitt, «La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones», pp. 118, 120. Schmitt, La notion de politique/Théorie du partisan, pp. 309-311.

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tralidad. Cualquier clase de cultura, cualquier pueblo y cual-quier religión, cualquier guerra y cualquier paz puede servirse de la técnica como de un arma [...] Un progreso técnico no ne-cesita ser progreso metafísico ni moral, ni siquiera económico. Y si muchos hombres siguen esperando hoy día del perfeccio-namiento técnico un progreso humanitario y moral, es que es-tán vinculando técnica y moral de forma mágica [...] La técnica misma se mantiene culturalmente ciega [...] El proceso de neu-tralización progresiva de los diversos ámbitos de la vida cultural ha llegado a su fin porque ha llegado a la técnica. La técnica no es ya un terreno neutral en el sentido de aquel proceso de neu-tralización, y toda política fuerte habrá de servirse de ella [itálicas ar]. Por eso concebir nuestro siglo en sentido espiritual como la era técnica no puede tener más que un sentido provisional. El sentido definitivo se hará patente cuando quede claro qué cla-se de política adquiere suficiente fuerza como para apoderarse de la nueva técnica, y cuáles son las verdaderas agrupaciones de amigo y enemigo que prenden sobre este nuevo suelo.92

Esta temática fue retomada por Schmitt en su estudio de 1963, Teoría del partisano, en el que vislumbró la aparición de nuevas y más intensas formas de hostilidad en nuestra era, impulsadas por novedosas agrupa-ciones de enemigos absolutizados, deshumanizados y criminalizados entre sí, en posesión de armas de inconcebible poder puestas en sus ma-nos por el incesante avance técnico.93 Difícil habría sido para Schmitt visualizar una culminación del siglo en la que algunos se han atrevido a decretar «el fin de la historia», un fin determinado por el presunto triun-fo decisivo de la democracia liberal y la neutralización de lo político.

Carl Schmitt pertenece a un destacado linaje de pensadores políticos que se sienten incómodos con la heterogeneidad de la vida humana, en todas sus múltiples y complejas manifestaciones. De allí su desafío a la presunción según la cual cada uno de nosotros es capaz de desear el bien de la comunidad, sobre la base de lo que cada individuo considera uni-versalmente aplicable. Si admitimos esta premisa, dice Schmitt, se hace necesario entonces construir el orden moral del conjunto en función de

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Carl Schmitt, «Die Tyrannei der Werte», 1960, citado por Gottfried, p. 23. 94

las escogencias individuales, lo cual conduce ineluctablemente a lo que denomina «la tiranía de los valores», pues «La lógica de los valores debe siempre aceptar que ningún precio es demasiado alto para el triunfo de aquello que es visto como el valor supremo».94 Frente a esta «tiranía», que en el fondo no es otra cosa que la posibilidad de que los individuos juzguen moralmente por sí mismos, Schmitt opuso la visión de una so-ciedad tradicional, «orgánica», capaz de unir, de homogeneizar ética-mente, de impedir el «desorden» que genera el espíritu liberal. En torno a este punto, Schmitt jamás vaciló ni tuvo dudas, y se mostró dispuesto a correr con las consecuencias.

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Arpad Kadarkay, Georg Lukács. Vida, pensamiento y política. Valencia: Edicions Alfons el Magnanim, 1994, p. 162. Por su parte, Arato y Breines califican a Lukács como «el más grande filósofo del marxismo

después de la muerte de Marx». Véase Andrew Arato y Paul Breines, El joven Lukács y los orígenes del marxismo occidental. México: Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 17. El juicio de Steiner

es no menos hiperbólico; en su opinión, Lukács ha sido «el único gran talento filosófico que ha nacido de la opaca servidumbre del mundo marxista». Véase George Steiner, «Georg Lukács y

su pacto con el diablo», en Lecturas, obsesiones y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 1990, p. 77.

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Georg Lukács, quien fue según algunos el intelectual marxista más im-portante del siglo,1 ocupa ciertamente un lugar especial en el panorama de las ideas contemporáneas. Ello por dos razones: en primer término, Lukács fue uno de los pocos intelectuales marxistas de este tiempo que logró producir una obra de primer rango, rompiendo no pocas veces, y casi siempre a su pesar, las cadenas impuestas por una ortodoxia as-fixiante y empobrecedora. En segundo lugar, y precisamente por su ran-go como pensador, la figura de Lukács se destaca como ejemplo ilustra-tivo de los estragos teóricos y personales que el dogma marxista genera entre muchos de los que se han entregado a esa fe de salvación secular. Puede afirmarse que Lukács es de manera simultánea una figura repre-sentativa y trágica de una época. Su trayectoria puso de manifiesto con particular intensidad el peligroso anhelo utópico, fundado en la creen-cia en una «ciencia de la historia» que por décadas cundió a nivel plane-tario en nuestra era, creencia que a su vez suscitó desgarradores dramas tanto en el plano individual como colectivo.

Las siguientes páginas constituyen una especie de ajuste de cuentas personal con la vida y la obra de un pensador del que me he ocupado por años, debido tanto a la calidad intrínseca de sus más importantes libros,

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como a las enseñanzas que arroja su compleja carrera como intelectual comprometido con una causa política. Lukács, como ya dije, refleja as-pectos clave de nuestro siglo, un siglo que bien podríamos calificar como el del fracaso de la utopía comunista. El filósofo húngaro encarna tam-bién la tragedia de numerosos intelectuales, a quienes las ataduras ideo-lógicas y emocionales con el marxismo les condujeron a un sometimien-to servil, distorsionando su papel y llevándoles a la traición espiritual. Lo que concede su peculiaridad al caso de Lukács es, por un lado, el valor de una obra que tempranamente expresó las grandes tensiones de un es-píritu fuera de lo común, en el que pugnaban varias de las principales corrientes del pensamiento contemporáneo. Por otro lado, la figura de Lukács impacta debido a la naturaleza desafortunada y muchas veces sórdida de las claudicaciones que estuvo dispuesto a llevar a cabo para mantener su fe marxista y su lealtad política al movimiento comunista. Fueron éstas una fe y una lealtad que, una vez asumidas a plenitud, ero-sionaron seriamente la brillantez y originalidad de sus aportes iniciales, y llegaron a deteriorar y pervertir en una medida significativa la fuerza y relativos aciertos de sus contribuciones como teórico del arte y crítico literario.

Procuraré en este estudio rescatar el sentido y relevancia de la obra premarxista de Lukács (sus escritos publicados entre 1910 y 1920), obra que en diversos aspectos considero superior a buena parte de lo que vino después, con excepción de su gran libro de 1923 en el campo de la filosofía marxista: Historia y conciencia de clase. Analizaré igualmente el «modo de ser intelectual» de Lukács, su temperamento teórico, su manera de asu-mir su tarea y misión como pensador en tiempos turbulentos. Esto im-plicará considerar el rechazo lukacsiano al presente –la Europa de prin-cipios de siglo– y a la herencia cultural burguesa y democrático-liberal; su búsqueda de identidad y salvación personal a través primero del es-píritu, y luego de la historia como proyecto político de transformación total; su anhelo de un «hogar» comunitario más allá de los límites indivi-duales; su idolatría del proletariado; su creencia en el poder de las ideas, su radicalismo, su propensión al utopismo y a una visión idealizada de la condición humana y de la historia como problema estético-moral. En tercer lugar abordaré, interpretándola en sus muy complejos matices, la conversión de Lukács al marxismo, y trataré de explicar de qué modo ese proceso de afirmación personal-ideológica afectó su obra. Ello exigirá discutir «el marxismo de Lukács», así como el impacto de la progresiva

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Georg Lukács, Historia y conciencia de clase. México: Grijalbo, 1969, p. 153. Steiner, p. 79.

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esclerosis de sus postulados marxistas sobre su teoría estética y literaria. Daré cuenta igualmente de algunos episodios en la accidentada trayecto-ria de Lukács como militante comunista, centrándome en la influencia de su compromiso político sobre el curso de su labor como intelectual.

Desarrollaré tres tesis convergentes: 1) Existe una continuidad fun-damental en el pensamiento de Lukács, a pesar de su presunta ruptura epistemológica a favor del marxismo de 1918-1919. Tal continuidad viene dada por una cierta visión estético-salvacionista de la vida y la historia, y por la primacía concedida a lo que la filosofía clásica alemana denominó «el principio del arte», es decir, la conversión de la estética en «clave re-solutoria de la cuestión del sentido de la existencia social del hombre».2 2) El marxismo de Lukács, profundamente hegeliano, fue siempre me-siánico, un marxismo asumido como vía para la realización plena del individuo a través de la transformación de la historia, y todo ello visto desde una perspectiva estética. 3) El rechazo de Lukács hacia el presente

–el capitalismo y la civilización burguesa–, y hacia la tradición cultural que nutría ese mundo al que con tanto ahínco combatió, fue un recha-zo ambivalente y paradójico. Lo primero, pues Lukács, como con agude-za observó Steiner, «ha tenido siempre la mirada puesta en el pasado»;3 lo segundo, ya que esa herencia cultural burguesa proporcionó los pará-metros esenciales del mundo espiritual de Lukács, así como sus criterios de valoración culturales y preferencias estético-literarias. En un sentido profundo, Lukács fue, al mismo tiempo, un ideólogo radical en cuanto al cambio histórico; un marxista ortodoxo en cuanto a la subordinación del individuo al partido; y un crítico conservador en el campo de la cul-tura en general y de la apreciación literaria en particular.

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Lukács odiaba su tiempo, todo ese mundo acomodado y satisfecho de la Europa inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, un continente que creía atravesar su mejor momento mientras se acercaba

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Citado en Kadarkay, p. 597.Ibid., pp. 109-156, 161-245. Georg Lukács, Thomas Mann. México: Grijalbo, 1969, p. 16.Lucien Goldmann, Investigaciones dialécticas. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1962, pp. 153-154.

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a su mayor catástrofe. Lukács decía también odiar el extraordinario le-gado cultural creado bajo la hegemonía de esa burguesía a la que tanto ansiaba destruir, un legado que incluía, entre otros aspectos, la filosofía del idealismo alemán, y la literatura francesa, inglesa, alemana y rusa de los siglos xviii y xix, una herencia que alimentó a Lukács a lo largo de su carrera. «Nunca perdí mi odio por toda la cultura burguesa –es-cribió en una carta de 1940–, y creo que el odio es la mejor herencia de mi pasado».4 Quizás el sicoanálisis podría proporcionarnos pistas de interés para mejor entender los vericuetos de ese odio; acá, no obstante, quiero limitarme a constatarlo y explicarle principalmente como resul-tado del choque, bastante común por lo demás, entre el espíritu sensible de un hombre de ideas y una realidad inevitablemente defectuosa, a lo que se suma la frecuente pretensión, entre los intelectuales, de someter el mundo a los designios que elucubra su mente.

Numerosos testimonios de la época describen al joven Lukács como un hombre a la deriva, lleno de intensidad, acosado por la necesidad de hallar una clave explicativa del curso de la historia, y atormentado por su existencia meramente contemplativa, de intelectual desajusta-do a su sociedad y su tiempo.5 A Lukács, no obstante, le ocurría lo mis-mo que más tarde él hizo notar al referirse a Thomas Mann, un autor que, según Lukács, «incluso oponiéndose a ella, no puede zafarse de la burguesía».6 Goldmann sostiene que el elemento común que domina la obra de Lukács, al menos hasta 1925, y hace de él un continuador de la filosofía clásica, es «la búsqueda de absoluto como única significación de la vida humana...».7 En realidad, como argumentaré, esa búsqueda de absoluto siguió siendo motivo central de la obra de Lukács siempre. Durante una primera etapa premarxista, el absoluto fue concebido en términos primordialmente individualistas y en un plano casi exclusi-vamente espiritual, bajo la influencia de Kierkegaard y Nietzsche; lue-go de la conversión lukacsiana al marxismo, el absoluto se transmutó en un proyecto de liberación histórica colectiva, enmarcado dentro de una inocultable perspectiva hegeliana. Como lo expresan Arato y Brei-nes, «Su concepción del abismo entre lo ideal y lo real, entre el “deber ser” ético y el “es” histórico presente había sido el problema fundamental y

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Arato y Breines, p. 294. Lukács, Historia..., p. 37.

Ibid., p. xi. Este punto ha sido señalado por George Lichtheim, Lukács. London: Fontana, 1970, pp. 28, 128.

Eugene Lunn, Marxismo y modernismo. México: Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 130.

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el estímulo del pensamiento de Lukács desde los primeros años de este siglo».8 Ese motivo hegeliano se encuentra en sus obras tempranas, que intentan resolverlo a nivel teórico; más adelante, el estallido de la Revo-lución Rusa proporcionó a Lukács la respuesta práctica que anhelaba a su angustia metafísica, a la melancólica frustración que le tenía sumido en una sofocante esfera privada de insolubles dilemas ideológicos.

Ahora bien, el posterior paso al marxismo de Lukács se efectuó en el contexto hegeliano; de allí que en Historia y conciencia de clase Lukács afir-me que la esencia de la filosofía de la historia del materialismo histórico no es otra que «la unificación dialéctica hegeliana de pensamiento y ser, la idea de su unidad como unidad y totalidad de un proceso».9 A pesar de que, años más tarde, Lukács se refirió a sus obras de la etapa juvenil críticamente, definiéndolas como el producto de un ingenuo idealismo ético integrado con elementos romántico-anticapitalistas,10 considero que las mismas constituyen lo más original y enriquecedor de su pen-samiento. La evidencia también indica que al menos un aspecto crucial de su producción inicial, persistió aun después de que el marxismo de Lukács se hiciera dogmático y rígido. Esta dimensión clave sobrevivió, sosteniéndose como una especie de fuerza subterránea, que otorga sig-nificativa coherencia a la reflexión lukacsiana a través de décadas. Me re-fiero al lugar central que el problema del arte y la estética ocupan en su pensamiento, y que coloca a Lukács firmemente en la tradición filosófi-ca del idealismo alemán.11

Por tanto, tiene razón Eugene Lunn cuando señala que, a lo largo de su carrera, Lukács cuestionó el capitalismo en gran medida desde la óp-tica de un humanismo y un idealismo estéticos y éticos, y no en términos de las estructuras desiguales de la sociedad y la economía, ni de los es-quemas de dominación política y control corporativo.12 El capitalismo y el mundo burgués representaban para Lukács «la esclavización y frag-mentación del individuo y la fealdad horrorosa de la vida que acompaña a su desarrollo de modo inevitable y creciente». De hecho, Lukács estaba convencido de que bajo el capitalismo, «la sociedad aplasta inexorable-mente todas las aspiraciones humanas hacia una existencia hermosa y

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Georg Lukács, Writer and Critic. London: Merlin Press, 1970, pp. 89-102. Georg Lukács, Prólogo a The Theory of the Novel. London: Merlin Press, 1971, p. 18. Kadarkay, p. 80. Francisco Gil Villegas, Los profetas y el Mesías. México: Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 203, 342.

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armoniosa».13 Lo que Lukács buscaba era la reconquista de la plena «ar-monía» del individuo y su entorno social, de aquello que denominaba «la espontánea totalidad del ser»,14 un ideal cuyas raíces se hallaban en la Grecia clásica y que se proyectaba a través del Renacimiento hasta Hegel. Se trataba del sueño del hombre completo, que el filósofo veía creciente-mente vaciado por una sociedad burocratizada, sometida al dominio de estructuras impersonales, y sujeta a imperativos económicos que frag-mentaban a los individuos y les impedían desarrollar sus más elevadas facultades. El sueño lukacsiano sucumbía en el mediocre ambiente de la sociedad burguesa, con su ausencia de espiritualidad, y en medio de la «privación estética» de su existencia democrática, meramente ritual y formalista.15 Frente al aislamiento de los individuos y la desintegrada realidad del presente, el joven Lukács reivindicaba, en síntesis, el pro-yecto de la armonía orgánica clásica, del hombre pleno vinculado a una comunidad unificada y centrada en el cultivo de los valores estéticos.

Estos planteamientos fueron articulados con impactante densidad conceptual y brillantez literaria en su obra de 1910, El alma y las formas. Allí Lukács confrontó problemas que formaban parte del horizonte in-telectual de la época, de ese momento inmediatamente anterior al esta-llido de una guerra que iba a romper decisivamente con las ilusiones del detestado mundo burgués. En primer término, Lukács y su generación luchaban por sustituir el paradigma neokantiano, filosóficamente do-minante, y acceder a otro que hiciese posible la superación de la duali-dad sujeto-objeto. En segundo lugar, intentaban dar respuesta a lo que percibían como la tragedia de la cultura de la modernidad, y recobrar un sentido auténtico para la existencia individual y la cultura en general. Por último, se planteaban el tema de cómo salvar la brecha entre la razón, la lógica y las formas, de un lado, y la vida, de otro; es decir, de hallar res-puesta a la interrogante sobre si la vida puede ser formada y la autentici-dad conquistada, y cómo reincorporar al individuo a un ámbito cultural compartido.16 Sustentando su análisis en las categorías de «alma», «for-mas», «vida», «autenticidad», y «cultura», Lukács abordó el tema de la tragedia cultural del mundo burgués, generador de un espacio inhuma-

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Georg Lukács, Sociología de la literatura. Barcelona: Península, 1968, p. 284. Véase también Georg Lukács, El alma y las formas. Barcelona: Grijalbo, 1975, pp. 135-145, 177-179, 244, 248-258.

Fritz J. Raddatz, Georg Lukács. Madrid: Alianza Editorial, 1975, p. 16.

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no objetivado y enajenante, que tergiversa los medios en fines y drena las energías vitales del alma creadora. Según Lukács:

La existencia burguesa es una mera máscara y es negativa como toda máscara; es sólo lo contrario de algo, que cobra sentido por la energía del no que pronuncia. La existencia burguesa signi-fica únicamente una negación de todo aquello que es hermoso, de todo aquello que parece digno de deseo, de todo aquello que ansía los instintos vitales. La existencia burguesa no posee valor alguno en sí misma. Porque una vida vivida en tal marco y de esta forma sólo cobra valor por las obras surgidas de ella.17

En este primer esfuerzo por definir un claro rumbo conceptual y exis-tencial, Lukács proclamó una doctrina de salvación a través del arte. El mundo exterior es hostil, el artista es un ser problemático y el arte que-da como principio ordenador de la vida. La respuesta a los dilemas de esa existencia disonante y conflictiva se encuentra en el dominio neo-platónico de las «formas», de una utopía espiritual vista como solución a las contradicciones sociales. Para el Lukács de El alma y las formas, dice Raddatz, «La vida no es nada, la obra lo es todo, la vida es puro azar y la obra es necesidad misma».18

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El alma y las formas es el más «nietzscheano» de los libros juveniles de Lukács. Tanto por su temática, centrada en el individuo trágico y la po-sibilidad de su existencia auténtica, como por su estilo ensayístico y en ocasiones aforístico, esta obra pone de manifiesto, de la manera más aca-bada, una de las tendencias predominantes del pensamiento lukacsia-no en su primera etapa: la tendencia «existencialista» influida por Kier-

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Lucien Goldmann ha sido quien con mayor énfasis ha sostenido la tesis de que «El alma y las formas es probablemente la obra que inició en Europa una corriente filosófica que había de desempeñarun papel de primer orden: el existencialismo». Véase su trabajo «Kierkegaard en el pensamiento de Georg Lukács», en vv.aa., Kierkegaard vivo. Madrid: Alianza Editorial, 1968, pp. 97-122. Goldmann, «Introducción a los primeros escritos de Lukács», en Georg Lukács,Teoría de la novela. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1974, pp. 149-156. Lukács, Sociología de la literatura, pp. 67-70, 251-281.Arato y Breines, p. 36.

kegaard y Nietzsche.19 Paralelamente a ésta, el hegelianismo de Lukács madura en ese tiempo, y apunta hacia una reconciliación entre el indivi-duo y su entorno, y la salvación del hombre no mediante el escape hacia un universo puramente atemporal, de formas espirituales, sino median-te la consideración de la situación histórica específica, cuya crisis podría ser tal vez solucionada al insurgir un nuevo tipo de sociedad y de cultura. Tanto en su Historia evolutiva del drama moderno de 1912, como en la Teo-ría de la novela, escrita durante la guerra y publicada en 1920, Lukács fo-caliza sociohistóricamente la crisis de la modernidad, y da los primeros pasos para lograr la superación de la dualidad sujeto-objeto a través de la categoría de totalidad concreta,20 llevando por tanto su indagación más allá de los límites de la problemática metafísica del individuo trágico, de ese individuo aislado y fundamentalmente desvinculado de su entorno social.

En su recuento interpretativo de la evolución del drama moderno, Lukács expone las bases históricas de la crisis del arte burgués, y enuncia las fuentes y contenidos sociales de la soledad e interioridad fragmenta-da del hombre problemático contemporáneo,21 esbozando también un análisis social y psicológico del mundo cosificado que luego aparecerá, revisado y con perspectiva marxista, en el capítulo decisivo de Historia y conciencia de clase.22 Mas es en la Teoría de la novela donde se pone de manifiesto con mayor precisión el ansia lukacsiana por una transforma-ción real y exteriorizada de la cultura moderna. Este libro singular –a mi modo de ver, el más original de Lukács junto a Historia y conciencia de cla-se–, condensa la reacción de airado rechazo de su autor ante la catástrofe representada por la Primera Guerra Mundial, evento que sirvió a Lukács como confirmación de todas sus sospechas sobre la verdadera naturale-za de la civilización burguesa. La obra ocupa un lugar muy importante en la trayectoria intelectual lukacsiana, pues en ella el filósofo expresa una decidida vocación dirigida a romper el ensimismamiento que ha-bía caracterizado un libro como El alma y las formas, para trascender a

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Goldmann, Investigaciones..., p. 160. Lukács, Sociología..., pp. 78, 80, 82-83.

un espacio de valores colectivos. El alma y las formas, señala con acierto Goldmann, había discutido principalmente las formas que posibilitan al hombre evadir la realidad mediante el refugio en el arte y la repulsa trágica. En su Teoría de la novela Lukács aborda la épica, un género de pro-fundo aliento colectivo que asume «las actitudes que dicen sí a la comu-nidad humana». En 1910, en sus ensayos de El alma y las formas, Lukács había sentido y expresado la vulnerabilidad política y sociocultural que subyacía bajo la aparente seguridad del mundo burgués europeo, y ha-bía hecho de la conciencia el valor supremo, anunciando el cataclismo que veía perfilarse en el horizonte. Entre 1914 y 1917, al madurar su lúcido tratado sobre las dos grandes formas de la épica, la epopeya y la novela, Lukács afirmó «el valor de la búsqueda y de la esperanza».23

El libro se inicia con una apasionante recreación del significado de la epopeya en el mundo griego, como forma que expresaba la adecuación absoluta entre el hombre, la comunidad y el universo. Los siguientes pá-rrafos nos dan una idea bastante completa del tono y de la densidad de la obra:

Si se quiere, es posible ir al encuentro del secreto del mundo griego, de su perfección inimaginable y de su insalvable ex-trañeza para nosotros: el griego únicamente conoce respues-tas, pero no se formula ninguna pregunta, sino sólo soluciones (aunque enigmáticas); ningún enigma, sólo formas, ningún caos. Traza el círculo estructurador de las formas a este lado de la paradoja, y lo que desde la actualización de la paradoja ten-dría que conducir a la trivialidad, lo lleva a la perfección [...] Nuestro mundo se ha hecho infinitamente grande y en cada rin-cón más rico en dones y peligros que el mundo griego, pero esta riqueza suprime el sentido portador y positivo de su vida, la to-talidad [...] El cielo estrellado de Kant ya sólo brilla en la oscura noche del conocimiento puro y ya no ilumina la senda a ningu-no de los solitarios caminantes; y en el nuevo mundo ser hom-bre significa estar solitario [...] ya no existe ninguna totalidad espontánea del ser.24

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Ibid., p. 85. Gil Villegas, pp. 70-71. Lukács, Teoría de la novela, p. 141; Gil Villegas, p. 70. Lukács, ibid. Gil Villegas, p. 90.

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Lo que esencialmente aquejaba a Lukács era «la falta trascendental de hogar» del hombre de su tiempo,25 y su análisis de la evolución desde la épica griega a la novela moderna se desarrolla en términos de la iden-tificación y distanciamiento del individuo frente a la comunidad que le rodea. En la epopeya se expresa una totalidad cerrada y armoniosa como forma correspondiente a la completa adecuación entre el héroe y el co-lectivo. La novela moderna, en cambio, pone de manifiesto una evolu-ción de la conciencia, que origina un desgarramiento entre individuo y comunidad. Esa ruptura, sin embargo, no significa que se pierda de vista la indisoluble conexión entre el individuo y su entorno; lo que la novela moderna plasma es la situación de escisión angustiosa que genera la bre-cha entre el hombre y su mundo. De nuevo, para Lukács, un problema clave es el de superar la división sujeto-objeto para integrarla en una to-talidad que les reconcilie.26 En tal sentido, argumenta Lukács, las obras de Tolstoi y Dostoievski anuncian la posibilidad salvadora de un reen-cuentro entre individuo y comunidad, aun cuando se trata de una mera posibilidad literaria, mediante la que se vislumbra el alba de una nueva era, pero sin que ello implique la superación real del desgarramiento.27 Sin embargo, pese a la visión de una nueva armonía que se perfila en esas obras, y de que en ellas se perciben «los presentimientos de una salida hacia una nueva época de la historia mundial, pero en el simple nivel de la polémica, de la nostalgia y de la abstracción»,28 se trata todavía de un anuncio, no de una realidad concreta. Lukács se detiene en un umbral mesiánico, centrado en la consideración crítica de los géneros literarios, pero apuntando a la vez hacia una salida a la crisis civilizatoria concebi-da como «el abandono de la interioridad por medio de la transformación del mundo externo, para que el género literario pueda también exteriori-zarse, fusionarse y absorberse en una nueva totalidad concreta».29

A pesar, pues, del acentuado carácter idealista y hasta solipsista de los ensayos de El alma y las formas, los contenidos de las otras dos obras clave del período juvenil de Lukács, su Historia del drama moderno y su estu-dio sobre la novela, indican que el autor comprendía que el retiro a la in-

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Ibid., pp. 193, 201.Ibid., pp. 205, 213.

terioridad del individuo no resolvía el problema de la crisis cultural. La búsqueda de una respuesta orientada hacia la exteriorización de las for-mas culturales condujo gradualmente a Lukács a ubicar en un plano his-tórico concreto –el del capitalismo, la división del trabajo y la moderni-dad tecnificada–, el centro de gravedad del problema que le inquietaba: el de la armonía entre el individuo y la comunidad, cuya expresión meta-física se le planteaba en términos de la superación de la dicotomía sujeto-objeto. Paso a paso, Lukács se dirigió a concebir esa superación a través de nuevas formas, tanto sociales como artísticas y culturales, «promo-vidas ahora no por la exquisitez vanguardista de algún genio individual, aristocratizante y distanciado de las masas, sino más bien por un sujeto histórico colectivo capaz de llegar a un nuevo tipo de sociedad».30 En la Teoría de la novela, Lukács todavía proyecta su salida a la crisis den-tro de un marco utópico, pero ya trabaja con un sujeto colectivo, y anun-cia la posible cancelación del mundo cultural burgués, la emergencia de un «nuevo mundo» histórico-social, la trascendencia de las patologías culturales de la modernidad y la eventual fundamentación de un nuevo tipo de arte. En suma, su posición teórica es ahora mucho más precisa: «… su legitimidad y justificación últimas residen en la posibilidad de dar una nueva forma, reintegradora y liberadora, a la objetividad de las ins-tituciones socioeconómicas y políticas en las cuales se deben apoyar y reproducir las formaciones ideológicas y espirituales».31

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El análisis de los escritos premarxistas de Lukács revela un espíritu pre-sa de angustia existencial y enajenado con respecto a su entorno socio-cultural, que entonces Lukács percibía –citando las palabras de Fich-te– como una realidad «perfectamente pecaminosa». En reminiscencias redactadas en 1968, Lukács, se refirió a su postura ideológica durante la Primera Guerra Mundial, conflicto que representó para toda una gene-

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Georg Lukács, «Art and Society», The New Hungarian Quarterly, xiii, 47, 1972, p. 46. Citado en Gil Villegas, p. 415. Citado en Lunn, p. 115. Lukács, Prólogo de 1967 a Historia y conciencia de clase, p. xiii.

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ración el punto decisivo de la crisis de la cultura europea, y ante el cual –según Lukács– sólo quedaba como opción una salida revolucionaria.32 La evolución del pensamiento lukacsiano hasta 1917 evidencia la ince-sante búsqueda de una resolución a lo que veía como la etapa terminal de la enfermedad incurable de la civilización burguesa, del capitalismo y la democracia liberal. Lukács anhelaba el renacer de un contexto social armónico, y pugnaba por la llegada definitiva al «hogar» donde se recon-ciliasen el individuo y su comunidad. Una carta de 1909 expresa con elo-cuencia su nostalgia de plenitud histórica: «Pero quién sabe, quizá hay alguien, en alguna parte, con quien pueda fusionarme, un espejo que refleje mi imagen o una hazaña en la que pueda reconocerme. ¿La hay verdaderamente? No lo sé y tampoco sé que pueda ser, sólo sé que estoy en camino hacia allá y que todo lo demás han sido hasta ahora tan sólo estaciones en el camino».33

Lukács vivió los primeros tiempos de guerra «desesperado por el es-tado del mundo». El presente se le aparecía como «una condición de degradación total». Si bien contemplaba con inequívoco desagrado la posibilidad de una victoria de las monarquías conservadoras en el con-flicto, tampoco deseaba un triunfo anglo-francés, pues, en sus palabras, «¿Quién nos salvaría entonces de la civilización occidental?».34 El esta-llido de la Revolución Rusa en 1917 proporcionó a Lukács una esperanza real, que finalmente abrió las puertas para una resolución práctica de su drama existencial y desorientación filosófica. Cabe citar lo que mucho más tarde (1967) dijo el propio Lukács sobre lo que significó ese momen-to para su desarrollo personal:

... la ética empujaba en el sentido de la práctica, de la acción y, por lo tanto, de la política. Y ésta a su vez hacia la economía, lo cual acarreó al final una profundización teorética y me llevó a la filosofía del marxismo [...] con la Revolución Rusa se abrió [...] para mí una perspectiva de futuro en la realidad misma, ya con la caída del zarismo, pero todavía más con la caída del capitalismo...35

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Citado en Lunn, p. 115. G. Lukács, «The Old Culture and the New Culture», en E. San Juan, ed.,

Marxism and Human Liberation. New York: Dell, 1973, pp. 125-138. Gil Villegas, p. 333.

Citado en Kadarkay, p. 342.Ibid., pp. 330-331.

Ibid., pp. 345-346.

El arribo de Lukács al marxismo tiene hondos precedentes en su evo-lución intelectual previa a 1917-1918, así como razones de tipo personal e histórico. Se impone no obstante enfatizar lo mucho que esa marcha lukacsiana hacia Marx tuvo de «conversión», en el sentido de salto a la fe de carácter cuasi religioso. Ya hacia 1920, como lo señala Lowy, Lukács es-cribía sobre la misión del proletariado hacia el futuro como una especie de recreación de la comunidad épica griega;36 en su opinión, el objetivo de la política no era otro que la renovación de una cultura sagrada.37 La conversión lukacsiana impresionó hondamente a no pocos de quienes le conocían, algunos de los cuales afirmaron que la misma fue «como la de Saúl a Pablo».38 Llama la atención constatar que el 7 de diciembre de 1918 Lukács había publicado un artículo en el que cuestionaba el bolchevismo, ya que este último «descansa sobre la noción metafísica de que lo bueno puede venir de lo malo [...][mas] este autor no puede compartir esa fe, y, por tanto, ve un dilema moral insoluble en la raíz del bolchevismo».39 Sin embargo, una semana más tarde Lukács abrazó «oficialmente» el mar-xismo, ingresando al Partido Comunista Húngaro. Con todo, su salto a la fe no constituyó una paradoja indescifrable: «Tampoco ocurrió en un simple momento de ciega incandescencia. Antes bien, implicó un mo-vimiento gradual de alejamiento desde su antigua forma de vida a una nueva comprensión de sí mismo y de su misión en el mundo».40 Lukács racionalizó su conversión acudiendo a Kierkegaard, quien argumentaba que sacrificar la propia vida por una causa siempre es un acto irracional, y articuló en esos días finales de 1918 su nueva fe en estos términos:

Es una ilusión que el «espíritu» resida en el yo. Por el contrario habita en las masas y allí se le debe buscar. Si creemos en la li-bertad humana no podemos vivir nuestra vida en fortificados castillos de clases. El proletariado desposeído se sacrifica incan-sablemente para liberar el espíritu. Así pues, ¿cómo podemos retroceder ante el pecado y la fuerza nosotros que disfrutamos de todos los frutos del pecado? 41

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Como con frecuencia ocurre entre intelectuales, el salto a la fe de Lukács fue radical: «Creer, decía, significa que el hombre asume cons-cientemente una actitud irracional hacia su propio yo».42 El hegeliano Lukács, atormentado por la sed de autenticidad existencial y necesitado de un sentido para la historia en un mundo sin Dios, no se decidió, como Heidegger, por una «teología atea»,43 sino por la utopía revolucionaria dirigida a realizar en la práctica el sueño del hombre total, la elimina-ción de la enajenación entre el individuo y su entorno social, así como de la tragedia de la cultura; la realización, en fin, de un mundo en el cual el hombre estuviera siempre «en casa». Como con acierto apuntan Arato y Breines:

... existen elementos específicos y fundamentales en el pensa-miento de Lukács anterior a 1918 que no sólo influyeron en todo el largo desarrollo de su marxismo, sino que también tuvieron un impacto más inmediato en su decisión inicial en favor de una revolución radical. Expresada en términos estéticos y fi-losófico-morales, más que sociopolíticos, su obra primera [...] tiende constantemente hacia la realización de una acción inte-gral que, si sería incapaz de destruir el mundo enajenado, por lo menos haría posible la superación momentánea de ese mundo con la unidad del sujeto y del objeto, del conocimiento y la acti-vidad, de los valores y su realización...44

La conversión al marxismo permitió a Lukács acceder a un plano práctico, en el cual sus valores éticos y estéticos podían desplegarse y transformarse en verdades concretas; no obstante, esos valores de au-tenticidad moral y artística seguían alimentándose del mundo cultural burgués que Lukács había estigmatizado. Su compromiso comunista y su radicalización política no fueron, pues, una especie de aberración en su trayectoria intelectual, así como tampoco lo fue el hecho de que Lukács pronto pasase de rechazar la idea de que el bien puede surgir del mal a defender una «dialéctica del mal», según la cual este último puede transmutarse en instrumento de liberación humana si el mismo sirve la

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Kadarkay, p. 442. Steiner, p. 88.

Peter Ludz, «Introducción crítica a la obra de G. Lukács», en Lukács, Sociología..., p. 38.

causa «justa».45 Al entregarse a plenitud a la fe marxista, Lukács hizo un «pacto con el diablo» de la necesidad histórica; ese demonio, que le prometió el secreto de la verdad objetiva, le dio el poder de justificarlo todo en nombre de la revolución, así como de conocer el curso de la his-toria.46 El intelectual se rindió ante la fe, admitió a conciencia la irracio-nalidad sustancial de su gesto, pero se alegró de ser capaz de sacrificar su razón en el altar de la esperanza mesiánica y salvadora. Sus motiva-ciones, como dije antes, se enraizaron en una perspectiva ética y una vi-sión sobre la relevancia de lo estético en el ámbito histórico, que ahora se plasmaron en instrumentos de lucha política para la conquista final de la tierra prometida. El «nuevo» Lukács, que dejó atrás su alma herida de desengaños, estaba ya dispuesto a todo.

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La conversión al comunismo de un intelectual como Lukács, formado en los esquemas filosóficos del idealismo alemán, y heredero del huma-nismo ilustrado de ese mundo burgués al que tanto decía detestar, pro-dujo inicialmente un marxismo creativo, renovador y heterodoxo, que muy pronto chocó contra el muro de intolerancia que empezaba a edifi-car el bolchevismo triunfante en la nueva urss. Como marxista, Lukács prosiguió en un principio con su esfuerzo de superar la fragmentación y contradicciones del mundo burgués y capitalista dentro del ámbito estético, intentando construir una nueva unidad que se alzase sobre las corrientes anárquicas de la existencia en un mundo enajenado.47 A la manera de Marx, Lukács se rebeló en nombre de la humanidad contra la explotación del hombre por el hombre, y proclamó el objetivo de li-berarle de las distorsiones y cadenas generadas por la sociedad clasista y la división del trabajo, en función de un ideal centrado en la personali-dad integrada y armónica del hombre total. Como escribió en una obra

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Georg Lukács, Prefacio a «Balzac and French Realism», en Studies in European Realism. New York: Dunlap, 1964, p. 5. Lichtheim, p. 69; Raddatz, p. 53. Lukács, Historia..., p. 153. Ibid., p. 154. Ibid., p. 166; véase también pp. 42, 54-55, 79.

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fechada en 1951: «La meta del humanismo proletario es el hombre en su integridad, la restauración de la existencia humana en su totalidad en la vida real, la abolición práctica de la destructora fragmentación de nues-tra existencia creada por la sociedad clasista».48

Lukács asumió el marxismo como vía para dar respuesta a su angus-tia sobre el sentido de la historia, y para resolver un problema esencial-mente moral: el de la relación entre teoría y práctica,49 con un enfoque de hondo contenido estético. Su gran obra de 1923 sobre filosofía marxis-ta, Historia y conciencia de clase, es extraordinariamente original y revela-dora acerca de las motivaciones y perspectivas del marxismo de Lukács en su etapa primigenia, antes de que la inevitable dogmatización de una ideología salvacionista respaldada por un partido y un Estado, causasen estragos irreparables en su poder creativo y capacidad crítica.

Algunas de las más impactantes páginas de ese libro analizan lo que Lukács califica como «el problema básico de la filosofía clásica», que no es otro que el de «cómo ha de reconstituirse intelectualmente el hom-bre socialmente aniquilado, fragmentado, dividido entre sistemas par-ciales».50 Esa filosofía, según Lukács, fue capaz de formular el problema, pero no de afrontarle más allá de un plano meramente teórico-estético, mediante la estetización del mundo y la huida ante el problema propia-mente dicho. Frente a esta «salida» –que no era tal–, Lukács concibe el marxismo como camino para el logro de una superación ya no contem-plativa entre pensamiento y ser, «en el concreto mostrar el sujeto-objeto idéntico».51 El nosotros, el sujeto concreto de la historia, aquél cuya ac-ción es realmente la historia, se patentiza en el proletariado. El autoco-nocimiento de este último –que es la tarea del marxismo revoluciona-rio– es «al mismo tiempo el conocimiento objetivo de la esencia de la sociedad». En otras palabras, la persecución de los objetivos de clase del proletariado significa a la vez «la realización consciente de los fines evo-lutivos objetivos de la sociedad, los cuales, empero, no podrían pasar de ser, sin la acción consciente del proletariado, meras posibilidades abs-tractas y limitaciones objetivas».52

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Ibid., pp. 99, 107. Otro aspecto significativo de la obra tiene que ver con la recuperación, por parte de Lukács, de la importancia de las cuestiones ideológicas y su anticipación del concepto de «hegemonía» que más adelante desarrollaría Gramsci. Por ejemplo, este pasaje: «... por robusta y brutalmente materiales que

sean las medidas constrictivas de la sociedad en casos particulares, de todos modos, el poder de toda sociedad es esencialmente un poder espiritual del que sólo el conocimiento puede liberarnos», Lukács, Historia..., p. 274.

Ibid., pp. 144-146.Sobre el concepto de «cosificación» o «reificación», véase Federico Riu, Historia y totalidad.

Caracas: Monte Ávila Editores, 1968, pp. 23-31; Lukács, Historia..., pp. 90, 98-99, 107. Lunn, pp. 116-117.

El hegelianismo de Lukács significaba, por un lado, la reivindicación de una especie de acceso privilegiado a la lógica de la historia misma; por otro lado, su herencia humanista, enraizada en el idealismo alemán y la literatura clásica, fue la herramienta que abrió a Lukács las puertas hacia un marxismo heterodoxo, que recobró algunas de las direcciones funda-mentales del pensamiento de Marx –como por ejemplo el tema de la alie-nación–, ocultas durante largo tiempo por el peso del cientificismo y el positivismo. En Historia y conciencia de clase hallamos a Lukács emplean-do términos tales como «orgánico proceso vital de una comunidad» y «esencia humana del hombre»,53 que nos conducen de nuevo al espíri-tu de sus obras tempranas. Lukács enfrenta con vigor en su obra el dete-rioro del marxismo, en especial a manos de Engels 54 y otros pensadores posteriores, y su transformación en un sistema rígido y mecanicista de leyes naturales del proceso económico, perdiendo así la crucial dimen-sión de la efectiva participación del hombre como actor en la historia. En tal sentido es válido recordar que ese gran libro de Lukács apareció en momentos de claro retroceso de la marea revolucionaria en Europa, y de sucesivas derrotas del movimiento obrero, luego de la singular victoria revolucionaria de 1917 en Rusia. En tal contexto, Lukács proporcionó un brillante sustento teórico a la afirmación del proletariado como sujeto activo y definidor del rumbo de la historia, un proletariado que si bien se hallaba parcialmente engañado tras el velo distorsionante de la «cosi-ficación» (es decir, de esa forma peculiar que adopta la alienación huma-na bajo el capitalismo, y mediante la cual las manifestaciones objetivas y subjetivas de la vida social asumen el carácter de una cosa),55 era sin em-bargo capaz de luchar y alcanzar una superior conciencia de clase, expe-rimentando de ese modo el mundo como una creación del trabajo huma-no, socialmente interactivo, y no de leyes inflexibles y preexistentes.56

El intenso debate que suscitó la publicación de Historia y conciencia de clase en el seno del movimiento comunista de la época, así como la

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Kadarkay, pp. 454-455; Arato y Breines, pp. 293-294. Arato y Breines, p. 299.Lukács, Historia..., pp. 342-343.

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severidad de las condenas entonces proferidas contra Lukács, lucen a estas alturas confusas, excesivas y desorientadoras. Ello se debe a que, como cabría esperar en vista de las circunstancias en aquellos momen-tos imperantes, la discusión estuvo rodeada de agudas pugnas políticas, dentro de las cuales los aspectos filosóficos ocupaban muchas veces tan sólo un lugar subordinado, o eran empleados como armas en un com-bate que les desconectaba de su verdadera sustancia intelectual. Llama la atención, por ejemplo, que algunos críticos hubiesen afirmado que el libro de Lukács no era lo suficientemente leninista.57 Al contrario; pro-bablemente la ira de los bolcheviques hacia el libro de Lukács tuvo más bien su origen en el hecho de que su autor sacó a la luz de manera inequí-voca –y sin proponérselo así– las bastante obvias implicaciones elitistas de la teoría del partido en Lenin. Para Lukács, ahora marxista convenci-do y fanatizado servidor de la «verdad» histórica, el Partido Comunista se convertía en mucho más que un mero instrumento político, y devenía en encarnación y portavoz de la «misión moral» del proletariado –y en consecuencia de la humanidad entera.58 En sus palabras, en el partido «se ha objetivado organizativamente un estado de conciencia superior: frente a las oscilaciones más o menos caóticas del desarrollo de la con-ciencia de la clase misma [...] el Partido Comunista significa una acen-tuación consciente de la relación entre el “objetivo final” y la acción [...] actual y necesaria». Dicho en otros términos:

Precisamente porque el partido se esfuerza por alcanzar el máximo posible desde el punto de vista revolucionario objetivo [...] se ve a veces obligado a tomar posición contra las masas, a mostrarles el camino recto mediante la negación de su volun-tad presente. Y se ve obligado a contar con que las masas no en-tiendan sino post festum, tras muchas experiencias amargas, lo acertado de su posición.59

En vista de que la conciencia de clase del proletariado no se desarrolla en paralelismo con la crisis económica objetiva, sino que grandes secto-res de la clase obrera se hallan bajo la influencia de la ideología burguesa

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Ibid., p. 317. Arato y Breines, pp. 279-280.

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y sus mentes están distorsionadas por el fenómeno de la «cosificación» capitalista, tiene entonces el partido que guiarles, y cuando ello sea ne-cesario, sustituirles a la cabeza de la lucha.60 Difícilmente podría conce-birse una interpretación más ortodoxa y radical de la teoría del partido desarrollada por Lenin en escritos tales como ¿Qué hacer? y otros; sin em-bargo, las afirmaciones de Lukács en torno a éste y otros temas aparecían como demasiado crudas, en momentos en que el bolchevismo triunfan-te comenzaba el proceso de canonización de Lenin. Frente a la naciente ideología soviética, ya en camino hacia el estalinismo, la obra de Lukács esbozaba una alternativa que –aparte de hegelianizar el marxismo, de cuestionar la dialéctica de la Naturaleza de Engels (y Lenin), y de hacer demasiado explícita la teoría del partido como vanguardia proletaria–, en cierta medida liberaba el marxismo de la realidad soviética, herejía intolerable para los que pretendían construir el «socialismo en un solo país». De allí que, como lo expresan Arato y Breines, «Desde cualquier punto de vista, la condena a Lukács [...] era un elemento inherente a la

“bolchevización ideológica” de la Internacional [Comunista]», organiza-ción que empezaba a empeñarse en la tarea de convertir el marxismo en ciencia legitimizadora de la política de un partido específico (el soviético) y de un Estado específico (la urss bajo el creciente dominio de Stalin).61

Lukács aceptó pasivamente las críticas a su gran obra; en poco tiem-po bajó la cabeza ante los dictados del todopoderoso partido, y se acogió a un largo camino de servilismo intelectual, justificado por su rígida fe en la «salvación» representada por la lucha del proletariado internacio-nal y momentáneamente encarnada en el Estado soviético. En palabras de su biógrafo, Lukács sacralizó

... el ejercicio violento del poder político absoluto del partido como el árbitro último de la sociedad. Dentro de su estructura hegeliana, el absolutismo del poder político del partido, encar-nado en Stalin, no podía ser impugnado sin impugnar la «juste-za» del proceso histórico. Tras haber confundido a Stalin con la historia, Lukács, ciego ante la distinción moral entre servidum-bre y libertad consintió en la esclavitud humana sobre la rue-da de la violencia [...] Parece que Lukács, a cierto nivel psíquico,

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Kadarkay, p. 520. El marxista Lukács, ya capturado por las redes del dogma estalinista, asumió desde entonces –y hasta la crisis húngara de 1956– la «necesidad moral» de jamás cuestionar las acciones del Estado soviético. Incluso cuando los horrendos crímenes de Stalin fueron revelados por el partido mismo, Lukács escribió que «en el peor caso, es mejor vivir bajo el socialismo que bajo lo mejor del capitalismo». Véase Kadarkay, p. 545. Stanley Mitchell, «Lukács Concept of the Beautiful», en G. H. R. Parkinson, ed., Georg Lukács. The Man, His Work, and His Ideas. London: Weidenfeld & Nicolson, 1970, p. 223.

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ansiaba la «totalidad» y aceptaba con una buena conciencia los sacrificios que él creía que demandaba.62

La creatividad de sus obras tempranas, el brillo y originalidad de His-toria y conciencia de clase, sucumbieron ante la fe lukacsiana en la histo-ria.63 A partir de ese tiempo, cuando su marxismo de una primera etapa se mineralizó bajo la presión de la ortodoxia estalinista y de su propia vocación mesiánica, se abre para Lukács un muy largo período de labor intelectual, focalizado principalmente en la crítica literaria y la filoso-fía del arte. Como procuraré mostrar ahora, el marxismo estalinizado de Lukács causó un marcado deterioro en la calidad de buena parte de su producción intelectual, desde finales de los años 1920 y hasta su muer-te. La obra de Lukács nunca volvió a deslumbrar con la fuerza que tuvo cuando su intelecto todavía se desplegaba con libertad y sin ataduras. El Lukács marxista reemplazó la razón por la fe, y abordó su tarea crítica como una especie de implacable profeta, lanzado a una batalla frontal y esterilizadora contra todos aquellos que no estaban dispuestos a admitir sus dogmas.

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La idea de lo bello en Lukács se identifica con la representación del hom-bre completo o total, que a su modo de ver epitomizan el arte griego y el del Renacimiento. En esas sociedades, los hombres aún se hallaron li-bres de las fragmentaciones, contradicciones y especializaciones carac-terísticas del desarrollo burgués tardío.64 La concepción de belleza en el arte y la literatura está por lo tanto estrechamente vinculada a la verdad del contenido social de la obra y su representación artística, y la meta

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Lukács, Writer and Critic, p. 235. La interpretación que hace Lukács sobre la obra de Goethe constituye, en los términos de

Kadarkay, una «maravilla de ingenuidad» y una «proeza del razonamiento didáctico», pues Lukács se esforzó en demostrar que un espíritu tan vasto como el del poeta alemán (y el de Hegel igualmente)

«encontraban consuelo en la idea del comunismo», Kadarkay, p. 576. Véase Georg Lukács, Goethe and His Age. London: Merlin Press, 1968, pp. 191-3, 197, 217, 222. Lo mismo procuró hacer Lukács

con Thomas Mann. Véase su Thomas Mann, p. 124. Consúltese también Lichtheim, pp. 90-91. Lukács, Goethe and His Age, p. 242.

Lukács, Thomas Mann, p. 94. Lukács, citado en Lunn, p. 107.

Ibid.

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fundamental del arte consiste en «salvaguardar el ideal de la totalidad del individuo en medio de las distorsiones que inevitablemente surgen en la sociedad clasista».65 Existe, en otras palabras, un «arte verdadero» y otro que es falso. Autores como Schiller y Goethe, por ejemplo, lleva-ron a cabo una lucha de retaguardia en defensa de ese arte verdadero a pesar de su condición burguesa, en función de una idea de totalidad hu-mana y contra las tendencias de su tiempo.66 Mas en la medida en que el capitalismo extiende su espacio de influencia sobre la realidad, esa lu-cha se endurece, ya que las relaciones sociales se hacen más abstractas y se dificulta la tarea de apreciar «la belleza de la esencia humana», de ver y valorar artísticamente «la unidad del hombre a pesar de su fragmenta-ción causada por la división capitalista del trabajo».67

Como puede con facilidad constatarse, las ideas del Lukács marxis-ta sobre arte y literatura se enraízan con las del joven Lukács en sentidos fundamentales. De nuevo nos topamos con el ansia de totalidad, con la convicción de que existe una esencia objetiva del mundo y de lo humano, de que la misión del arte consiste en expresar dicha esencia, y la falsifica-ción del arte se traduce en confundir «lo que es realidad frente a aquello que no es sino mera apariencia».68 El arte verdadero refleja una totalidad social donde se supera la contradicción, meramente aparente, entre la ex-periencia inmediata y el desarrollo histórico, donde se «disuelve la opo-sición existente entre el caso individual y la ley histórica».69 En lo que se refiere a la literatura, mediante la recepción de esa totalidad el lector ex-perimenta, en el plano de la percepción estética, la reintegración de un mundo aparentemente fragmentado y deshumanizado. De acuerdo con Lukács, semejante experiencia de la totalidad reintegrada, así como la ex-posición a las «personalidades sociales-humanas múltiples» que descri-be la gran literatura «realista», ayudarían a preparar a sus receptores para la activa participación progresista y transformadora en el mundo.70

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Lukács, Writer and Critic, pp. 97, 142. Ibid., pp. 98, 147. Lukács, Sociología..., p. 115. Considérense, por ejemplo, sus comentarios a la novela de Sholojov, Tierras roturadas, en Sociología de la literatura, pp. 467-479. Algunos ejemplos se encuentran en su Introducción de 1945 a los Escritos estéticos de Marx y Engels, en Sociología..., pp. 205-230. Véase también Lukács, Writer and Critic, p. 199. Al respecto, consúltese Lunn, pp. 152-153, donde se argumenta que, al menos en ciertas oportunidades, Lukács se resistió a refrendar una concepción puramente propagandística de la literatura, y cuestionó una mecánica y vulgar reducción materialista de la literatura a sus orígenes clasistas. No obstante, su radical defensa de la tradición realista clásica y su rechazo virulento a la literatura y el arte modernos, otorgaban «respetabilidad intelectual a la liquidación literaria del experimento modernista y los experimentadores».

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Al establecer tal conexión entre el arte y una presunta misión políti-co-social del mismo, Lukács inevitablemente politizó en grado extremo su visión crítica, hasta el punto de sostener que «sin ideología no puede haber gran literatura», pues «El sueño de armonía en el arte sólo pue-de manifestarse efectivamente cuando es producido por genuinas ten-dencias progresivas en la vida real».71 Dadas estas premisas, no cabe sorprenderse de que Lukács haya asignado a los escritores la necesaria tarea –si es que aspiran a la «grandeza»– de «explorar la raíz del vacío de la vida bajo el capitalismo», de proporcionarnos «una experiencia direc-ta de las luchas por restaurar el sentido a la existencia», y de «investigar y describir artísticamente esas luchas con la adecuada comprensión ideo-lógica»; condenando también a aquellos que son capaces de «exponer el horror» del capitalismo pero no alcanzan a describir «la nobleza hu-mana en la resistencia a ese horror».72 El escritor, dicho en otros térmi-nos, tiene que ser «partidista», y consustanciarse con «aquella clase que es portadora del progreso histórico de nuestra época: el proletariado». Este partidismo, que posibilita «la verdadera reproducción dialéctica y estructuración literaria de la realidad», no se encuentra –de acuerdo con Lukács– en contraposición a la objetividad en la representación y es-tructuración del mundo; es al contrario «la premisa para la objetividad verdadera: dialéctica».73 Con base en estas pautas, desde luego, Lukács condenó gran parte de la literatura y el arte modernos como decadentes, y se vio con frecuencia obligado a rendir tributo a las mediocres produc-ciones del realismo socialista soviético en los años 1930 y 1940, ya que las mismas respondían al combate progresista contra el capitalismo.74

La trágica distorsión de la perspectiva crítica lukacsiana, ocasiona-da por su compromiso político-ideológico, le condujo por largos años a una abyecta subordinación al dogmatismo estalinista, del que apenas se atrevió a distanciarse en ocasiones singulares.75 No obstante, la po-

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Al respecto, véase Lichtheim, pp. 76, 84, 99; Lukács, Sociología..., pp. 105-117, 301, 470-471. Kadarkay, pp. 521-522.

Ibid., p. 524. Ibid., p. 577. Ibid., p. 630.

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sición genuflexa de Lukács fue predominante, con profundas implica-ciones para sus teorías estético-literarias. Tras abandonar las perspecti-vas más flexibles y abiertas de Historia y conciencia de clase, el marxismo de Lukács se petrificó y dogmatizó. Desde su nueva óptica, la historia se concebía como una serie de etapas de progreso indetenible, encabezado por un sistema soviético destinado a superar la decadencia de la socie-dad capitalista avanzada, y de dar continuidad a la cultura progresista de un humanismo burgués «purificado» (el de Goethe y Schiller, entre otros). Semejante perspectiva se ajustaba a plenitud con la postura es-talinista sobre el arte occidental moderno, considerado como objetiva-mente reaccionario.

Los testimonios de patética rendición intelectual lukacsiana a Stalin pueden multiplicarse;76 pero lo que más pesar causan son los estragos que su postura política suscitó en su juicio crítico. Así, Lukács argumen-tó que –para ilustrar el punto con algunos casos– los géneros literarios deben ajustarse a la realidad social; por consiguiente, la despiadada campaña de colectivización agraria de Stalin exigía «un nuevo tipo de novela», que reflejase y celebrase el «heroísmo épico» de una empresa de ingeniería social que costó innumerables vidas humanas e indescripti-bles sufrimientos a los campesinos soviéticos.77 Cuando Stalin anunció la necesidad de agudizar la lucha de clases en la década de 1930, Lukács postuló que la literatura que se enseñaba en las escuelas debía «desarro-llar la conciencia de clase de los niños».78 El arte tenía que encontrarse con «el espíritu del pueblo», y el modo de expresión artística que se co-rresponde con aquél. En tal sentido, Lukács argumentaba con convic-ción que la novela socialista era la «épica transitoria» de una sociedad cambiante, una épica que a la vez preservaba y superaba las grandes no-velas clásicas.79 La novela realista, en síntesis, tenía que «expresar los cambios sociales aun cuando sean antiartísticos».80

Kadarkay señala con lucidez que la postura dogmática de Lukács, y su animadversión hacia el arte y la literatura modernos y «decadentes», le llevaron a una grave contradicción: por un lado, el marxismo impul-saba a Lukács hacia adelante en el rumbo «progresista»; por otro lado,

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Ibid., p. 561. Lukács, citado en Lunn, p. 99. Ibid., p. 165. Lukács, Goethe..., p. 244. Lukács, Writer and Critic, p. 9. Ibid., p. 54.

sin embargo, Lukács exigía a los escritores realismo e imitación de los clásicos, lo cual empuja hacia un modelo cíclico: «La estética de Lukács implicaba, esencialmente, que el arte gira sobre sí mismo –movimiento que ciertamente impide el progreso en literatura».81 En tanto –sostenía Lukács– que la gran literatura humanista y realista del pasado propor-cionaba a muchos lectores una visión atinada de sus propias experien-cias vitales, «las grandes masas no pueden aprender nada de la literatu-ra de avant-garde, cuya visión de la realidad es tan subjetiva, confusa y desfigurada».82 Lo que Lukács exigía de la literatura –y lo que no sumi-nistraban escritores de la talla de Kafka, Joyce y Faulkner, entre otros–, era «una seguridad continua de que [el] camino hacia el progreso pro-seguiría inevitablemente a pesar de la decadencia capitalista, la guerra mundial y el fascismo».83 Armado de semejante criterio, Lukács estig-matizó buena parte de la mejor producción artística contemporánea, y elogió no pocas producciones soviéticas por su «adecuación» al curso progresista de la historia.

Los prejuicios de Lukács contra la literatura moderna eran particular-mente severos. En su opinión, «ningún tipo de arte moderno es posible sin un elemento de barbarie»;84 la literatura contemporánea, por su par-te, «ha perdido la riqueza de dimensiones que aún generan la inequívoca atracción y perdurable efectividad de literaturas anteriores».85 En sín-tesis, según Lukács, existe una «imposibilidad trágica de crear una obra de arte clásica con los medios específicos de expresión del arte moderno; medios de expresión que a su vez meramente reflejan el carácter especí-fico de la vida moderna y su ideología».86 Mediante tales generalizacio-nes, Lukács sacaba de juego la inmensamente rica producción artística de un siglo que ha experimentado una inconmensurable profusión de estilos, tendencias, innovaciones, y logros en la literatura de ficción, la poesía, el drama, el ensayo, las artes plásticas y musicales, condenando todo ello –a la manera de los nazis– como «arte degenerado», con la ex-cepción de las obras prescritas por la ideología «correcta», la que presun-tamente hace capaz que del arte y la literatura surja «una imagen real del

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Georg Lukács, Significación actual del realismo crítico. México: era, 1963, p. 64. Lukács, Writer and Critic, p. 241.

Lukács, Significación..., p. 62. De acuerdo con Lukács, «un reconocimiento más adecuado y más concreto de la lucha evolutiva de la humanidad, de sus leyes, de su orientación y perspectiva pueden llegar a ser la base ideológica de un nuevo estilo; en este sentido, y sólo en éste, puede hablarse de un progreso artístico, de una etapa superior en la evolución del arte. La perspectiva socialista, elevada a una correcta concepción y cristalización artísticas, permite, pues, una descripción de la realidad

histórico-social más completa, más rica y más concreta que todas las formas de examen pasadas...», ibid., pp. 120-121. Cabe imaginarse la magnitud de la decepción de Lukács, si hubiese vivido lo suficien-te para contemplar el colapso soviético y el desprestigio de la utopía marxista a finales de siglo, todo lo

cual dejó sin alma a «la perspectiva socialista», en la política y el arte. Véase también ibid., pp. 125, 146.

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mundo objetivo».87 Aunque resulte asombroso, Lukács afirmaba que «la sociedad capitalista no proporciona un entorno adecuado para el arte y en especial para la gran literatura»,88 y lo hacía desde su exilio mosco-vita en los años 1930 y 1940, en medio de la opresión estalinista y rodeado de la mediocridad artística producida por el denominado realismo so-cialista, que Lukács defendía por su «carácter justo y progresista».89

Es larga y severa la lista de objeciones que Lukács hace a la literatu-ra moderna o de vanguardia, pero las principales son éstas: 1) Se trata de una literatura para la cual el individuo existe esencialmente solo para toda la eternidad, «ontológicamente independiente de toda relación humana y, con mayor razón, de toda relación social»; es, dicho de otro modo, una literatura que postula una condición humana inmutable. 2) Carece esta literatura de una referencia concreta al entorno en que se de-sarrolla. En el caso de autores sobresalientes de la tendencia, como Joyce y Kafka, sus creaciones expresan en alguna medida un ambiente con-creto (el Dublin de Joyce, la Praga de Kafka y su monarquía Habsburgo); no obstante, «en ellos, este aspecto será sólo, en mayor o menor medida, un subproducto secundario, y no una parte integrante de la esenciali-dad artística de sus obras». 3) La literatura moderna expresa ciertamen-te la «ignominia de la época», pero constituye una huida hacia lo pato-lógico y un escape de la realidad; esa «ignominia», en otras palabras, se manifiesta exclusivamente en el interior del sujeto, y lo patológico ex-presa un escapismo que «no puede convertirse en acción», una ideolo-gía que «no puede conocer ninguna finalidad». En tales circunstancias, el escritor considera la «enfermedad» como un lugar de refugio. 4) Esta literatura describe, ciertamente, la deformación de la personalidad hu-mana en el capitalismo, pero la «huida a la nada de esta deformación es también una deformación, aunque de signo opuesto. En la plasmación literaria del vanguardismo se deriva una deformación de otra. Surge así

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Ibid., pp. 22, 24, 35, 40-41. Lukács, Writer and Critic, pp. 74-75. Lukács, Significación..., pp. 45, 56. Ibid., p. 29. Véase también pp. 100-101. Ibid., pp. 55-56.

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la universalización de la deformidad».90 5) En suma, según Lukács, la literatura moderna y en general «el arte decadente» es por esencia «natu-ralista» y no «realista». El naturalismo se satisface con una especie de re-producción fotográfica de la superficie inmediatamente perceptible del mundo externo; el realismo, por otro lado, implica la «reproducción ar-tística de la realidad», el esfuerzo incesante para presentar esa realidad «comprehensivamente».91

Dejando de lado las enormes dificultades para distinguir con clari-dad entre realismo y naturalismo desde la perspectiva lukacsiana, lla-man poderosamente la atención los señalamientos y generalizaciones que formula el autor en su crítica despiadada a la literatura calificada de vanguardia, pues está hablando de un campo inmenso y de numerosos autores con muy disímiles características y logros a su haber. De hecho, Lukács tropieza con grandes dificultades al analizar la obra concreta de un escritor moderno –el único del grupo del cual se ocupa con algún de-talle–, al que considera símbolo y paradigma de todo el arte vanguardis-ta: Franz Kafka.92 Lukács no puede más que admitir que Kafka «en sus detalles es siempre extraordinaria e impresionantemente real».93 Sin embargo, dice Lukács, Kafka no califica como un realista genuino sino que es un escritor «alegórico», pues en su obra «toda la existencia de este estrato y la de sus víctimas indefensas que de él dependen, no está plas-mada como una realidad concreta sino como reflejo secular de aquella nada, de aquella trascendencia que –sin existir– ha de determinar toda existencia».94 La pregunta que cabe hacer a Lukács no es otra que ésta: ¿Y qué importa? ¿Qué relevancia –para su calidad literaria, poder expre-sivo, fuerza descriptiva y capacidad persuasiva como literatura– tiene el hecho de que Kafka presente su mundo en términos alegóricos? ¿Acaso no es ello precisamente uno de los elementos que hace de libros como El castillo y El proceso lo que sin duda son, es decir, grandes conquistas de la literatura y testimonios casi insuperables de algunos aspectos funda-mentales de la situación del hombre en nuestro tiempo?

Lukács no es tan ciego como para no aceptar que la obra de Kafka re-fleja una realidad, y al respecto comenta: «No se trata, pues, de pregun-

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Ibid., p. 98. Véase también pp. 60-61. Ibid., p. 102. Lukács se pregunta: «¿… debe concebirse al hombre como víctima indefensa de

fuerzas trascendentes, incomprensibles e invencibles, o como miembro de una sociedad huma-na en la cual su actividad tiene cierto papel, mayor o menor, pero en todo caso codeterminan-

te de su destino?», ibid., p. 105. A mi manera de ver, la literatura no tiene que concebir al hombre de un modo u otro por motivos humanitarios o de otra naturaleza; la literatura no es religión ni

ideología, es arte, y nada más. No le corresponde, por consiguiente, elegir entre «la salud so-cial y la enfermedad» (p. 104), sino sólo volcar al texto la imaginación creadora del escritor.

Ibid., p. 73. Lukács, Writer and Critic, p. 104.

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tarnos: ¿existe realmente todo esto en la realidad?, sino simplemente: ¿es ésta toda la realidad? No se trata de interrogarnos: ¿debe describirse todo esto?, sino simplemente: ¿debe dejarse que todo esto siga existiendo?».95 De nuevo, cabe responder a estas interrogantes con otra pregunta: ¿Y es que acaso la literatura debe servir para cambiar el mundo? ¿No ha sido suficientemente comprobado el hecho de que la «literatura comprome-tida» normalmente es mala literatura? ¿Quién y bajo qué normas puede atribuirse el derecho de asignar misiones políticas a la literatura? ¿No es acaso el único y supremo deber de un escritor expresar su mundo espiri-tual con lealtad a sí mismo y a su imaginación creadora?

Lukács contrasta a Kafka con Thomas Mann, otro notable escritor de nuestra época, pero al que Lukács considera superior debido a que Mann, presuntamente, «establece con claridad serena la perspectiva del socialismo» y construye su obra «desde el punto de vista del progreso de la humanidad».96 Al respecto, pienso que en todo caso la grandeza de la obra de Mann no reside en esas características (cuya verdadera presencia en la misma es bastante discutible), sino que es lograda a pesar de ellas.

El debilitamiento y distorsión del juicio crítico de Lukács por el dog-ma marxista se revela con particular claridad en el ensayo sobre «realis-mo crítico» acá comentado. No quiero, sin embargo, extenderme dema-siado sobre el punto, pues creo que lo ya dicho permite hacerse una idea bastante precisa de la orientación fundamental de la visión lukacsiana de la literatura. Baste añadir, como muestra adicional, su aseveración se-gún la cual la posibilidad de crear tipos literarios perdurables «está en íntima relación con una imagen del mundo concreta y dinámica, ligada a la sociedad y la historia».97 ¿Dónde quedan entonces el Joseph K. de El proceso, y el Gregor Samsa de La metamorfosis, dos de los tipos literarios de mayor impacto y perdurabilidad de la literatura de esta era? En otro lugar, Lukács afirma que «la anormalidad y la morbidez del contenido artístico generan la disolución de las formas».98 ¿Qué decir entonces de

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Roy Pascal, «Georg Lukács: The Concept of Totality», en Parkinson, pp. 179-17099

relatos kafkianos magistrales como La condena, La construcción y La co-lonia penitenciaria, entre otros, llenos de «anormalidad» y «morbidez», pero impecables desde el punto de vista formal?

El dogmatismo lukacsiano no solamente le impidió apreciar adecua-damente la literatura y el arte modernos, sino que además dio origen a un importante vacío en su perspectiva estética, que no toma en cuenta la significación del artista como individuo que lucha por darle sentido a su existencia personal. Lukács seguramente consideraba este aspecto no más que un seudoproblema, propio del individualismo burgués que con tanto fervor combatía, pero lo cierto es que su ceguera ante el mismo también contribuyó a su ineptitud crítica sobre la situación concreta del hombre bajo el socialismo. En efecto, es característico del dogma lukac-siano la ausencia de un análisis crítico específico, sociopolítico o estético, de la sociedad socialista realmente existente en su tiempo en la urss, o de la que podía surgir en un futuro, así como de la posición de los indi-viduos en medio de los avasallantes mecanismos de dominación perso-nal y control ideológico del sistema totalitario bajo Stalin y sus seguido-res.99 Con su teoría estética, Lukács procuró rescatar para el socialismo una tradición humanista y contribuir a la liberación del hombre total; en la práctica, sin embargo, sucumbió ante la abyección totalitaria y fue in-capaz de destacar el valor de un arte y una literatura que han expresado con insuperable maestría al hombre de nuestro tiempo. Un tiempo que, cabe añadirlo, experimentó en carne propia la utopía marxista y acabó rechazándola decisivamente.

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He presentado a Lukács en estas páginas como una figura trágica, en pri-mer lugar debido al contraste entre su juventud idealista, llena de no-bles aunque ingenuas y confusas motivaciones, y su madurez subordi-nada a los dictados de una teoría y una práctica políticas que pervertían radicalmente esos propósitos de liberación humana. En segundo lugar, fue también trágica la corrupción experimentada por el juicio crítico de

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Lukács, citado en Arato y Braines, p. 139. Ibid., p. 251.

Lukács, citado en Raddetz, p. 64. Theodor Adorno se refirió a Lukács con estas duras frases: «[Lukács] lucha desesperadamente con sus cadenas y se

imagina que su tintineo es la marcha del espíritu del mundo», ibid., p. 103. Lukács, citado en Steiner, p. 90.

Lukács a raíz de su compromiso marxista, proceso que amordazó y de-terioró la capacidad analítica de la que por un tiempo se proyectó como una de las mentes verdaderamente brillantes del siglo xx.

Ciertamente, la conversión de Lukács al marxismo tuvo sus orígenes, como tantas otras, en una aspiración humanista, después desmentida cruelmente por los hechos. Lukács abandonó las seguridades y gratifica-ciones de su existencia burguesa y asumió los riesgos y privaciones de la vida de un revolucionario. Su creencia en «el amor y la solidaridad mu-tuos de todos los seres humanos»100 fue genuina, y no deja de ser sor-prendente el hecho de que su entrega al ideal comunista, tan representa-tiva de la radicalización política que contaminó a tantos intelectuales de nuestro tiempo, haya sido tan honda y permanente, en una época tam-bién caracterizada por «la volubilidad de los intelectuales que cambian constantemente de fe y de desesperanza».101 Dicho esto, no obstante, es necesario reiterar el rumbo descendente, en lo ético y lo intelectual, que el apego a la causa marxista significó para Lukács, las humillaciones, las traiciones, la claudicación ante Stalin bajo la excusa de apoyar «la mar-cha progresista de la historia». Según Lukács, «Los revolucionarios mar-xistas necesitan tener paciencia y valentía, el amor propio está de sobra. La época es mala, nos hallamos ante una transformación oscura, ahorre-mos nuestras fuerzas: ya nos aclamará la Historia».102 De hecho, y desa-fortunadamente para él, la historia le jugó numerosas tretas y malas pa-sadas al filósofo húngaro. Tal vez ninguna otra tan dura y desagradable como la invasión soviética a su tierra húngara en 1956. Aunque parezca increíble, Lukács escribió sobre el evento estas palabras en 1957:

Han ocurrido importantes hechos en Hungría y en otros luga-res, lo cual nos obliga a reconsiderar muchos de los problemas relacionados con la obra de Stalin. La reacción contra éste, tan-to en el mundo burgués como en los países socialistas, está to-mando el cariz de una revisión de las enseñanzas de Marx y Le-nin, lo cual constituye, evidentemente, la principal amenaza al marxismo-leninismo.103

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Como con acierto apunta Steiner,104 esas últimas frases parecen «de-sesperadamente fuera de lugar»; pero se explican en el contexto de la fe cuasi religiosa de Lukács en la misión del proletariado y el porvenir del socialismo. Esta fe hacía indispensable para Lukács interpretar la crisis de 1956 en términos que no derrumbasen la cuidadosa armazón de dog-mas enarbolados durante décadas, para justificarlo todo a nombre del «curso de la historia». El desastre húngaro, por tanto, no podía significar para Lukács la quiebra del marxismo, sino por el contrario la prueba de la «desviación» estalinista, que a su vez hacía imperativo el rescate de los «verdaderos» principios marxista-leninistas.

Lukács había repudiado Historia y conciencia de clase tres veces, en 1932, 1933, y 1934; las confesiones autorrepudiadoras y las autohumillaciones siguieron produciéndose por décadas, en un interminable suicidio de la razón por parte de un filósofo que sacrificó su lucidez en el altar de una causa política. Pienso que la más importante enseñanza que se des-prende del drama lukacsiano es ésta: el principal deber de un intelectual consiste en no sacrificar jamás el sentido crítico en función de una causa, bien sea política o de cualquier otra naturaleza. La lucidez crítica a toda costa tiene que ser siempre la meta suprema del intelectual.

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Jean Paul Sartre, El ser y la nada. Buenos Aires: Losada, 1993, p. 475. Isaiah Berlin, Four Essays on Liberty. London: Oxford University Press, 1969, pp. 118-172.

Mario Vargas Llosa, «Isaiah Berlin, un héroe de nuestro tiempo», en Contra viento y marea. Barcelona: Seix-Barral, 1983, p. 414.

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Enterrada entre los inmensos y oscuros espacios de El ser y la nada, se encuentra una frase que pone de manifiesto el núcleo de su filosofía y su acción personal. Me refiero al punto en que el filósofo proclama «la terri-ble necesidad de ser libre que es mi destino».1 La vocación por la libertad del yo, así como la concepción en extremo negativa de esa libertad –en los términos que emplearía Isaiah Berlin–,2 son a mi modo de ver dos aspectos centrales y claves hermenéuticas primordiales para entender a Sartre. Como es sabido, Berlin habla de dos conceptos de libertad, según los cuales la libertad puede verse como negativa o positiva. La idea nega-tiva de la libertad es más individual que social, y existe en la medida en que uno encuentra menos trabas y obstáculos para decidir el rumbo pro-pio según su criterio: «Mientras menor sea la autoridad que se ejerza so-bre mi conducta; mientras ésta pueda ser determinada de manera más autónoma por mis propias motivaciones –mis necesidades, ambiciones, fantasías personales–, sin interferencia de voluntades ajenas, más libre soy».3 En tanto que la libertad negativa es individualista y aspira limitar y –llevada a extremos– eliminar los límites al ejercicio de la autonomía personal, la concepción positiva es más social, y estima que «hay más li-bertad en términos sociales cuanto menos diferencias se manifiestan en

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Ibid., p. 415. Jean Paul Sartre, Arte y literatura (Situations, iv). Buenos Aires: Losada, 1966, p. 167. Ibid., p. 177.

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el cuerpo social, cuanto más homogénea es una comunidad».4 La liber-tad negativa puede asumirse desde una perspectiva moderada, como en el caso de las teorías liberales que intentan preservar un área autónoma para los individuos bajo la ley. En cuanto a Sartre, no obstante, su versión de la libertad negativa es extrema. Así lo confirmó, con característico ra-dicalismo, en un ensayo parcialmente autobiográfico de 1961, cuando dijo que «en el fondo de mi corazón, yo era [en los años 1940 principal-mente] un rezagado del anarquismo».5 Sartre habla acá en el pasado, pues pretendía haber superado ese «anarquismo» de sus primeros tiem-pos, a través de su esfuerzo por integrar en el plano filosófico y de la ac-ción histórica su existencialismo (una filosofía profundamente indivi-dualista), con el marxismo. Como veremos, no solamente Sartre fracasó en su intento de ensamblar dos visiones del mundo esencialmente anta-gónicas, sino que en el camino comprometió su honestidad intelectual, y convirtió lo que en principio fue una filosofía de la violencia de los in-dividuos entre sí, en una filosofía de la violencia como eje y destino de la historia y de la colectividad humana en general.

La figura de Sartre epitomiza toda una época: la de la segunda pos-guerra, que comprende aproximadamente las tres décadas inmediata-mente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, época que de manera simbólica alcanza su clímax en 1968 con el Mayo francés y el comienzo de la retirada de los Estados Unidos de Vietnam, entre otros eventos de importancia. Sartre, como dije, fue figura emblemática de un ambiente político-ideológico, y representó un cierto modo de ser intelectual, ca-racterístico de ese tiempo, y marcado por el «progresismo» de izquier-da, el filocomunismo y la convicción, en sus palabras, de que «cuales-quiera sean sus crímenes, la urss tiene sobre las democracias burguesas este formidable privilegio: el objetivo revolucionario [...] Rusia conti-núa siendo incomparable a las otras naciones; sólo está permitido juz-garla aceptando sus propósitos y en nombre de éstos».6 De cierta forma, la obra de Sartre tiene en nuestros días un mero interés histórico. Cier-tamente, con pocas excepciones, su producción estrictamente literaria luce anticuada por su estilo y temática; se salvan textos como Les mots,

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Jean Paul Sartre, Las palabras. Buenos Aires: Losada, 1966. Sería justo añadir que también perduran algunos pasajes de su primera novela, La náusea, así como los bien logrados cuentos recogidos

en El muro, de 1939. No obstante, toda la atmósfera del «absurdo existencial», con pasajes como: «Y era verdad, siempre lo había sabido: yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por

casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio», tienen, en nuestros días, un sabor pastoso y hasta tedioso. Ya con Kafka se había agotado la patología de los neuróticos,

como el Roquentin de Sartre. Véase J. P. Sartre, La náusea. Buenos Aires: Losada, 1964, p. 96. Véase, por ejemplo, el extraordinario pasaje sobre «La mirada», en El ser y la nada, pp. 328-385.

Citado por Annie Cohen-Solal, Sartre: A Life. New York: Pantheon Books, 1987, p. 351; también, pp. 348-350.

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su excelente autobiografía,7 así como pasajes de algunas obras filosófi-cas, en particular El ser y la nada, en los que con indudable brillantez Sar-tre describe, desde la perspectiva fenomenológica, determinados rasgos de la conducta individual.8 Ahora bien, muchos de los dilemas y plan-teamientos esbozados por Sartre en sus obras teatrales y novelísticas, así como en la Crítica de la razón dialéctica, padecen hoy de un serio caso de polillas y acusan un intenso olor a naftalina. Sin embargo, el estudio de Sartre sigue teniendo relevancia, así lo creo, como ejemplo particular-mente ilustrativo de un cierto temperamento intelectual, muy común en nuestro tiempo pero no completamente original de esta época histórica. Me refiero a tres rasgos en especial: la ambición desmedida y el «pecado de orgullo» de querer explicarlo todo; en segundo lugar, la autopercep-ción de superioridad ante los demás y la incapacidad autocrítica; por úl-timo, la tendencia al radicalismo y a la creación de utopías generadas por la violencia como «partera de la historia», lo que se traduce en la dispo-sición a que otros, pueblos enteros, clases sociales, generaciones comple-tas, paguen los costos más altos en términos de violencia, destrucción y muerte, si así lo exige la visión histórica postulada como imperativa por el intelectual supremo.

En cuanto a Sartre, esos rasgos se unieron a la doble moral, favora-ble a las causas radicales y filomarxistas; a un profundo desprecio por el liberalismo y la democracia «burguesa»; a una verdadera obsesión por la violencia individual e histórica, y en no pocas ocasiones a la abierta deshonestidad intelectual, justificada por los fines últimos a los que se dirigían su pensar y su acción. Como él mismo confesó una vez, «Des-pués de mi primera visita a la urss en 1954, yo mentí», acerca de las pre-suntas maravillas alcanzadas en la Patria del socialismo.9 Es difícil, por esa y multitud de otras instancias similares, compartir las afirmaciones de Mario Vargas Llosa según las cuales Sartre fue, «hechas las sumas

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Mario Vargas Llosa, Entre Sartre y Camus. Río Piedras, Puerto Rico: Huracán, 1981, pp. 47, 115. Véase la extensa lista citada y comentada por Tony Judt, en Past Imperfect. French Intellectuals, 1944-1956. Berkeley: University of California Press, 1992, pp. 4, 322-323. Simone de Beauvoir, Los mandarines. Buenos Aires: Sudamericana, 1968. Sartre, Arte y literatura, p. 145.

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y las restas, un intelectual honesto». Vargas Llosa sostiene a la vez que «Un pensador honesto no disimula sus errores y si está intelectualmente vivo tampoco se demora en justificarlos. Se limita a tenerlos en cuenta y sigue adelante».10 Esta última no fue, realmente, la actitud de Sartre; por el contrario, libros enteros podrían escribirse, y de hecho han sido escritos,11 en los que se muestran con lujo de detalles el desierto moral y la miopía política que contaminó a buen número de los grandes «man-darines» (como los calificó en una famosa novela Simone de Beauvoir 12) de la intelectualidad francesa de la posguerra, entre ellos –y de modo principal– al propio Sartre. No es éste, no obstante, el propósito de mi estudio. Procuraré más bien explicar a Sartre, buscar en las raíces de su fi-losofía la clave de sus posiciones políticas, e interpretarle como lo que él aspiraba ser: un intelectual comprometido con los movimientos histó-ricos de su tiempo, que erró gravemente en sus apreciaciones acerca del probable curso e impacto de esa historia. En el camino, tratando de jus-tificar su conversión marxista, Sartre se ocupó de conciliar lo inconcilia-ble: una filosofía profundamente individualista como lo es su existen-cialismo, con el marxismo colectivista. Como cabía esperar, el intento fue fallido, y del mismo resultó un engendro informe y lleno de agujeros teóricos, así como de un verdadero culto a la violencia histórica, que que-dó plasmado en la Crítica y que más adelante analizaremos.

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Para aproximarse al universo intelectual sartreano hay que mantener fo-calizadas tanto su pasión por una concepción absoluta de la libertad del individuo –muy diferente a la idea de libertad bajo la ley del liberalis-mo–, como su hegeliana convicción de que «en el origen de todo, siem-pre está en primer lugar la negación».13 Descartes, Hegel y Heidegger, y

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Se lee en La náusea que «Yo soy mi pensamiento. Por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso [...] y no puedo dejar de pensar», p. 111.

En efecto, la ética que se promete al final de El ser y la nada (pp. 757-760) nunca se escribió; Sartre tampoco produjo el anunciado segundo tomo de la Crítica, y el inmenso Flaubert, del cual aparecieron

tres tomos, es también una obra inacabada. L’Idiot de la famille. Paris: Gallimard, 1971, 1973.Raymond Aron, Historia y dialéctica de la violencia. Caracas: Monte Ávila Editores, 1975, p. 95.

Ibid., p. 34. Jean Paul Sartre, Critique de la raison dialectique, vol. 2. Paris: Gallimard, 1960, p. 143.

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no Carlos Marx, a pesar de los esfuerzos de Sartre en su Crítica, son los fantasmas que deambulan a través de los enrevesados y laberínticos pa-sadizos de la filosofía sartreana. La exaltación del yo individualista y de la subjetividad 14 constituyen el eje temático de una obra que despliega importantes contradicciones, y que por su misma ambición desborda-da, permaneció necesariamente incompleta, a medio camino entre los objetivos anunciados y los logros realizados.15 Esta es una característica que merece ser destacada: la enorme ambición, que a mi manera de ver las cosas alcanza el plano de la hubris o pecado de orgullo, de una obra que aspira a explicarlo todo, que presume ser capaz de imaginar la to-talización de la historia, de asimilar –al estilo de Hegel– la Verdad de la historia, y de escribir, en el Flaubert, la historia total de una existen-cia personal. Se trata de una ambición desbordada que se consumió en el camino. Lo que Sartre pretendió hacer no fue otra cosa que resolver el problema de una «totalización histórica, de una interpretación ver-dadera del movimiento global de las ideas y de los acontecimientos».16 Sartre quiso mostrar la inteligibilidad de toda historia, aunque no toda ésta es susceptible de una adecuada comprensión (es decir, de ser acla-rada por la intencionalidad de los agentes históricos). En síntesis, sos-tiene Aron, Sartre intentó establecer que «no hay límite para la intelec-ción en el sector ontológico que exploran las ciencias humanas, por un lado, y, por el otro, que la entera Historia se vuelve comprensible en la medida en que se acerca a la aventura de una conciencia. Para conciliar estas dos proposiciones, afirma que la totalización de y por la conciencia individual no difiere en naturaleza de la totalización de y por la historia humana».17Según la Crítica: «El experimentador debe, si la Unidad de la Historia existe, captar su propia vida como el Todo y como la Parte, como el lazo de las Partes con el Todo, y como la relación de las partes en-tre ellas, en el movimiento dialéctico de la Unificación; debe poder saltar de su vida singular a la Historia por la simple negación práctica de la ne-gación que la determina».18

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Aron, Historia y dialéctica de la violencia, p. 34. Sartre, Critique, p. 156. Sartre, El ser y la nada, p. 454: «El prójimo –escribe Sartre– guarda un secreto:el secreto de lo que soy. Me hace ser y, por eso mismo, me posee, y esta posesión no es nada más que la conciencia de poseerme [...] Así, mi proyecto de recuperación de mí es fundamentalmente proyecto de reabsorción del otro», pp. 455-456. Ibid., pp. 457-458.

Para saltar de la existencia singular a la historia universal, explica Aron,19 a Sartre le es preciso darse como hipótesis «el conocimiento to-tal», un conocimiento que se presume capaz de acceder a la verdad de la historia, pero que en concreto no pudo pasar de un primer tomo (edita-do en dos gruesos volúmenes) que aspira mostrar una verdad formal, la inteligibilidad del universo humano. El segundo tomo de la Crítica, que trataría de establecer, en palabras de Sartre, «que hay una historia hu-mana con una verdad y una inteligibilidad»,20 se quedó en el tintero.

Igual cosa ocurrió con el tratado sobre moral prometido hacia el final de El ser y la nada. No resulta difícil entender por qué le resultó tan com-plicado a Sartre construir una moral, cuando se recuerda que en esa obra filosófica clave de sus primeros tiempos, se describe al individuo como un «proyecto de objetivación o de asimilación del prójimo»,21 y al mis-mo tiempo se señalan, como las tres actitudes fundamentales hacia ese prójimo, el masoquismo, el sadismo, y el odio. Para Sartre, «el amor es conflicto», y el ser humano lo que busca es apoderarse de la libertad del otro, reducirla «a ser libertad sometida a la mía», pues «queremos apo-derarnos de la libertad del otro en tanto que tal».22 Considérense estos pasajes:

El masoquismo es una tentativa no de fascinar al otro por mi objetividad, sino de hacerme fascinar yo mismo por mi objeti-vidad-para-otro, es decir, hacerme constituir por otro en objeto, de tal suerte que yo capte [...] mi subjetividad como un nada, en presencia del en-sí que represento a los ojos de otro. Se caracte-riza como una especie de vértigo: no el vértigo ante el precipicio de roca y tierra, sino ante el abismo de la subjetividad ajena.

«El sadismo es un esfuerzo por encarnar al prójimo por la violencia y esa encarnación “a la fuerza” debe ser ya apropiación y utilización del otro». «El que odia proyecta no ser ya objeto en modo alguno; y el odio se presenta como una posición absoluta de la libertad del para-sí frente

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Ibid., pp. 472, 496, 509-510. Ibid., p. 504.

Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo. Caracas: Ediciones Bararida, 1968.Consúltese al respecto el libro de Judt, ya mencionado.

J. P. Sartre, Escritos políticos 3 (El intelectual y la revolución). Madrid: Alianza Editorial, 1987, p. 70.

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al otro [...] el odio es odio de todos los otros en uno solo. Lo que quiero alcanzar simbólicamente al perseguir la muerte de otro es el principio ge-neral de la existencia ajena. El otro al que odio representa, de hecho, a los otros».23

Cabe enfatizar que para Sartre, estas actitudes (masoquismo, sadis-mo y odio hacia los demás) son fundamentales, ya que «todas las actitu-des complejas de los hombres entre sí» no son otra cosa que «enriqueci-mientos» de las mismas.24 Ante semejante visión de las cosas, no debería sorprendernos que Sartre no haya sido capaz de desarrollar una moral, y luce como mínimo extraño que el padre del existencialismo haya tenido la audacia de sostener que su filosofía constituye un verdadero huma-nismo.25

La hubris sartreana tiene, pues, dos aspectos: de un lado, su preten-sión de explicarlo todo, de volar como un dios por encima de los indi-viduos y la historia haciéndoles entenderse a sí mismos y decretando la Verdad del infinitamente complejo proceso evolutivo de la especie. De otro lado, Sartre presume de una especie de paganismo o, más bien, de nihilismo que, al final, quiere hacerse pasar por humanismo, porque se trata de un nihilismo temeroso de asumir sin trabas la ausencia total de valores. Esta hubris fue muy característica entre un importante sector de la intelectualidad francesa de la posguerra, de esos «mandarines» alti-vos y todopoderosos a los que aludía con aprobación, como ya mencio-namos, Simone de Beauvoir. Como rasgo predominante en ese grupo26 se daba un paradójico sentido de superioridad moral, que a su vez se tra-ducía en la pretensión de «guiar al pueblo» hacia su salvación, generan-do una atmósfera mesiánica que con frecuencia se plasma en los escritos políticos de Sartre. Allí, para sólo citar un ejemplo, el filósofo relata sus peripecias como propagandista del periódico maoísta La Cause du Peuple, en el París de los años 1970, y asegura que lo hizo nada menos que «para provocar una crisis en el seno de la burguesía represiva».27 Desde luego, las aventuras de Sartre no produjeron más que una casi imperceptible conmoción, y no se tambaleó con ello el capitalismo francés; pero otra cosa creyó el filósofo creador de utopías y promotor de la destrucción

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Jean Paul Sartre, Escritos políticos 1 (Política francesa). Madrid: Alianza Editorial, 1986, p. 169. J. P. Sartre, Escritos políticos 2 (Sobre el colonialismo. Vietnam. Israel). Madrid: Alianza Editorial, 1987, pp. 17, 46.Ibid., pp. 177, 179. Ibid., p. 182.

violenta de «la clase dominante».28 Lo paradójico del asunto se encuen-tra en que el mismo intelectual que predicaba la violencia se enternecía ante la crueldad hacia los niños, con párrafos tan aparentemente con-movedores como éstos:

Un día, en una callejuela de Nápoles, la puerta de una caballe-riza se abrió sobre una sombría caverna: en un inmenso lecho nupcial reposaba un niño de seis meses, pequeño, perdido; su rostro, fruncido como una tela, parecía maquillado [...] Estaba muerto. Me bastó el haber visto, una vez, esta muerte napolita-na, indiscretamente expuesta: me siento incapaz de apreciar en lo que vale la poética mortaja de los chinitos pobres; mi mirada la atraviesa y adivina una cara arrugada, demasiado joven para ser infantil.

... no hemos caído tan bajo que podamos oír sin horror los gri-tos de un niño torturado. Con qué sencillez, con qué rapidez se arreglaría todo, si una vez, una sola vez, llegasen a nuestros oí-dos esos gritos, pero se nos hace el servicio de ahogarlos. Lo que nos desmoraliza no es el cinismo o el odio: no, es la falsa igno-rancia en que se nos hace vivir y que nosotros mismos contri-buimos a mantener. 29

Tanta ternura no pareciera compatible con una filosofía cargada de violencia; sin embargo, Sartre nos habla de su «sobresalto ético», de su «indignación ética»,30 y acaba por argumentar que, en nuestro tiempo, «la moral es la política».31 Su «moral» es la de la violencia revolucionaria, que es ética, en su opinión, precisamente porque es revolucionaria:

... dondequiera que la violencia revolucionaria nace en las ma-sas, es inmediata y profundamente moral, porque los trabaja-dores, hasta entonces objetos del autoritarismo capitalista, se transforman, aunque sea por un momento, en los sujetos de su historia [...] Así, cuando el burgués pretende comportarse se-gún una moral «humanista» –trabajo, familia, patria– no hace

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Sartre, Escritos políticos 3, pp. 58-59.Jean Paul Sartre, Les mots. Paris: Gallimard, 1964, p. 210.

Sartre, El ser y la nada, pp. 340, 344.

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más que disimular su inmoralidad profunda [...] porque el bur-gués nunca será moral. En cambio, los obreros y los campesinos, cuando se rebelan, son totalmente morales porque no explotan a nadie.32

¿Cómo alcanzó Sartre esta posición? ¿Cómo surge, a partir del ma-soquismo, el odio y el sadismo, una pretensión de solidaridad con los «explotados»? ¿Cómo una mente sin duda brillante pudo ser tan obtusa moralmente? Estas interrogantes conducen necesariamente a profundi-zar en el esfuerzo sartreano de fundar una ética, y su posterior transi-ción hacia el marxismo.

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En su ensayo autobiográfico, Las palabras, Sartre afirmó que durante la época en que escribió La náusea (fines de los años 1930), él mismo era tan misántropo y ajeno a cualquier preocupación social como el héroe de su novela, el neurótico Roquentin, pero que: «Luego he cambiado».33 En ese ensayo, Sartre atribuye un papel crucial como motor de su cambio personal, a las experiencias de la resistencia antinazi y los conflictos po-líticos de la posguerra. No obstante, todavía en medio de la ocupación alemana, cuando apareció publicado El ser y la nada, Sartre se mostraba como el individualista que siempre fue, y para el cual –como escribe en esa obra filosófica esencial– la «aparición de la mirada ajena» era una experiencia que para él casi rayaba en lo espantoso. De hecho, Sartre pa-recía ansiar ubicarse en «el rincón oscuro, en el corredor, [que] me de-volvía la posibilidad de esconderme como una simple cualidad poten-cial de su penumbra».34 Los fundamentos filosóficos expuestos en su primer gran tratado, con los cuales Sartre siempre se mantuvo solidario, se orientan a mostrar que nuestro acceso a la realidad sólo tiene lugar a

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través de nuestra percepción de la misma, y esa realidad existe en virtud de tal percepción. La conclusión, como con acierto apunta Judt, tiene que ser que aun nuestra propia existencia es resultado de la percepción de otro u otros. Los otros crean la identidad que yo pueda tener, y esta condición opresiva –contraria a la ansiada libertad– genera una batalla entre las personas por el control de la percepción. Cada individuo como ser «en-sí» confronta a otros «seres-en sí», cada uno de los cuales es a su vez soberano y cada uno de los cuales es fuente de sentido para la tota-lidad de la experiencia. La incompatibilidad lógica entre estas miradas conflictivas produce una lucha permanente por la libertad, que consti-tuye una condición universal de nuestro ser, y que no tiene fin, pues las diversas subjetividades permanecen separadas y condenadas a una infi-nita e irresoluble colisión.35 Merece la pena citar este extenso párrafo de Sartre:

... si el prójimo-objeto se define en conexión con el mundo como el objeto que ve lo que yo veo, mi conexión fundamental con el prójimo-sujeto ha de poder reducirse a mi posibilidad perma-nente de ser visto por el prójimo. En la revelación y por la reve-lación de mi ser-objeto para otro debo captar la presencia de su ser-sujeto. Pues, así como el prójimo es para mi-sujeto un obje-to probable, así también puedo descubrirme como convirtién-dome en objeto probable sólo para un sujeto cierto [...] yo no podría ser objeto para un objeto: es menester una conversión ra-dical del prójimo, que lo haga escapar a la objetividad. No po-dría yo, pues, considerar la mirada que otro me lanza como una de las manifestaciones posibles de su ser objetivo: el prójimo no puede mirarme como mira el césped. Y, por otra parte, mi objeti-vidad no puede resultar para mí de la objetividad del mundo, ya que, precisamente, yo soy aquel por quien hay un mundo; es de-cir, aquel que, por principio, no puede ser objeto para sí mismo [...] En una palabra, aquello a que se refiere mi aprehensión del prójimo en el mundo como siendo probablemente un hombre es mi posibilidad permanente de ser-visto-por-él [...] El hombre se define con relación al mundo y con relación a mí: es ese objeto del mundo que determina un derramarse interno del universo,

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Sartre, El ser y la nada, pp. 332-333. Ibid., p. 458. En una de sus obras teatrales, uno de los personajes sartreanos declara que «el infierno son

los demás», Jean Paul Sartre, «A puerta cerrada», en Teatro, vol. 1. Buenos Aires: Losada, 1968, p. 117. Judt, p. 81.

Sartre, El existencialismo es un humanismo, pp. 43-44.

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una hemorragia interna; es el sujeto que se me descubre en esa huida de mí mismo hacia la objetivación.36

Para Sartre, hasta el amor «es conflicto», una «hemorragia interna», y lo que los seres humanos buscamos es «apoderarnos de la libertad del otro en tanto que tal».37 Dadas estas premisas, cabe repetirlo, las dificul-tades de Sartre para cumplir el cometido de sustentar una ética existen-cialista no fueron casuales. Una «moral sartreana» es intrínsecamente inconcebible, pues si sólo existimos a ojos de los otros, por la mirada de los otros, entonces los juicios sobre nuestra conducta son también los de los demás: no somos intrínsecamente buenos o malos, culpables o ino-centes, excepto en la medida en la que otros piensan una cosa o la otra; si ellos me encuentran culpable, entonces, para todo propósito práctico, soy culpable; no hay otro criterio con el cual juzgar mi conducta, menos que nada mi propio juicio sobre esa conducta, que carece de significado para los demás, en particular si soy yo el que lo asevero por mí y para mí mismo.38 ¿Cómo justificar una u otra opción existencial con estas bases teóricas? ¿Cómo eludir el señalamiento según el cual, en un mundo sin valores, todo está permitido? Sartre se defendió contra la acusación de que, de acuerdo con sus premisas, todo da lo mismo, y su doctrina lleva a la gratuidad de cualquier acto, sea el que sea, es decir, al carácter capri-choso de cualquier elección, diciendo que: «... para nosotros, el hombre se encuentra en una situación organizada, donde el mismo se encuen-tra comprometido; por su elección compromete a la humanidad entera y no puede evitar escoger [...] Desde luego, él escoge sin referirse a valo-res preestablecidos pero es injusto acusarlo de capricho. Digamos mejor que hay que comparar la escogencia moral con la construcción de una obra de arte».39

A pesar de la maestría verbal sartreana, la comparación sugerida no tiene sentido en el plano moral. El llamado compromiso que predicaba Sartre puede explicarse como parte de la lucha de asertividades entre di-versos sujetos que pugnan por arrebatarse o preservar su libertad, pero ciertamente no se trata de una lucha por la libertad de todos o por la jus-

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Sobre la polémica Camus-Sartre, véase Olivier Todd, Albert Camus. Barcelona: Tusquets Editores, 1997, pp. 558- 596; sobre este tema, consúltese también R. Aron, Los marxismos imaginarios. Caracas: Monte Ávila Editores, 1969, pp. 21-40. Herbert Marcuse, Studies in Critical Philosophy. Boston: Beacon Press, 1972, pp. 159-190. Federico Riu, Ensayos sobre Sartre. Caracas: Monte Ávila Editores, 1968, p. 75. Citado por Pietro Chiodi, Sartre y el marxismo. Barcelona: Oikos-Tau Ediciones, 1969, p. 44.

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ticia en un sentido social: comprometerse, según Sartre, es ser libre en el sentido de lograr un lugar «para-sí», en medio del conflicto de los seres «en-sí». De esta postura al compromiso político con la revolución prole-taria hay un largo trecho, como en su momento lo señalaron pensadores como Camus y Aron, quienes con razón apuntaron que Sartre no podía, en función de sus propios planteamientos filosóficos, justificar razona-blemente su salto hacia el marxismo.40 Esto lo argumentaron también neomarxistas militantes como Marcuse, en demoledoras críticas a El ser y la nada.41

¿Cómo entonces entender el marxismo de Sartre? Uno de sus distin-guidos intérpretes opina que Sartre creyó ver en el marxismo un modo de superar el fracaso de su pensamiento moral: «Con esto no queremos decir [...] que su acercamiento progresivo a la política de izquierda, a las ideas marxistas y revolucionarias, tuviera como causa las dificulta-des teóricas de su doctrina ética [...] Sólo queremos precisar que en un momento del desarrollo de su pensamiento filosófico, la conexión con el marxismo tiene en la base una innegable preocupación moral».42 Aun si aceptamos esto, conviene enfatizar que –en las palabras del entonces filósofo marxista Roger Garaudy– en El ser y la nada no se encuentra en parte alguna «la experiencia fundamental en razón de la cual los Otros aparecen ligados por una solidaridad de trabajo, de dolor, de riesgo y de combate».43 La conversión marxista de Sartre debe más bien ser vista como un intento de dar sentido a una existencia, la del intelectual «pe-queño-burgués», que es percibida por Sartre como despreciable y social-mente marginal. El individuo descrito en La náusea y en El ser y la nada, sin valores trascendentes, desarraigado y cargado de odio hacia la socie-dad que le rodea, encuentra en el mito revolucionario una vía hacia la autenticidad, una herramienta que le permite romper las cadenas de su condición marginal. Así, el intelectual que traiciona su clase y su condi-ción y se arropa bajo el manto del proletariado al menos es capaz de dar un sentido a su existencia, y el acto mismo de escribir adquiere una di-mensión diferente, ya que, según Sartre, «se puede decir sin vacilación

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J. P. Sartre, ¿Qué es la literatura? (Situations, ii). Buenos Aires: Losada, 1950, p. 211. Riu, Ensayos..., p. 76.

Sartre, El existencialismo..., pp. 20, 31, 45, 55. Aron, Historia..., pp. 98-99.

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que la suerte de la literatura está ligada a la de la clase obrera».44 El mar-xismo de Sartre es individualista, y se focaliza en la figura del revolucio-nario, como preludio a la irrupción del grupo en acción, radical y efímero, que cambia la historia por medio de la violencia y sin embargo no halla jamás sosiego. Riu lo explica en los siguientes términos:

Sartre tiende a concebir al revolucionario desde los supuestos existenciales y ontológicos de su ética. Se trata de un hombre que rechaza los valores establecidos y postula como único va-lor el puro esfuerzo ininterrumpido, sin término [...] pues él no verá el resultado [...] de su lucha transformadora por un orden mejor [...] El revolucionario lucha por un orden mejor y unos nuevos valores, pero al mismo tiempo, teme una vuelta a cual-quier tipo de valor; lo que significa, en el fondo, que su único valor debería ser el constante traspaso de la situación dada, la acción de superar cualquier forma de estatismo social, el perpe-tuum movile de una revolución permanente...45

«El hombre es libertad», dice Sartre; estamos «solos, sin excusas», «condenados a ser libres»; el hombre «no es otra cosa sino su proyecto», la moral es «creación e invención» y «no hay otro universo que [...] el universo de la subjetividad humana».46 Lo que nunca queda claro es el contenido de esa libertad y de esa moral: ¿Por qué preferir el proletariado a la burguesía?, ¿por qué la revolución al orden establecido? Aron procu-ra entender el giro marxista de Sartre, y con magnífico equilibrio sostie-ne que: «Finalmente, Sartre parece haber reconocido que El ser y la nada no conducía a una moral o que la sociedad actual excluye quizás una mo-ral. En el mundo de la alienación, ninguna moral es posible, como no sea una moral de la rebelión». El marxismo sartreano sustituye una moral, en tanto que consecuencia de la ontología de El ser y la nada, por una po-lítica: «La moral de Sartre deviene una política, pero, como esta política tiene como expresión la rebelión, sugiere una moral, pues tiende a exal-tar la acción revolucionaria en cuanto tal».47 Con base en estas premi-sas, el camino que Sartre toma en su intento de refundar el marxismo es

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De allí que indique en la Crítica que la tarea de la filosofía, hoy, no es la de «rechazar el marxismo en nombre de una tercera vía o de un humanismo idealista, sino la de reconquistar al hombre en el interior del marxismo», Sartre, Critique de la raison dialectique, p. 59. Riu, Ensayos..., p. 119. Ibid., p. 137. Chiodi, p. 12. Sartre, Critique..., pp. 106, 108.

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necesariamente antropológico,48 no socioeconómico e histórico; se tra-ta de una vía –la de la Crítica– subjetiva y abstracta, que le retorna a sus planteamientos y conceptos existencialistas. Vemos entonces aparecer en esa obra «los conceptos característicos de situación, proyecto y liber-tad. La temática se orienta hacia una descripción de los rasgos típicos de la actitud revolucionaria. La conciencia de clase se busca, no en las bases económicas y sociales, de carácter objetivo, sino en la conciencia subje-tiva del obrero...».49 Riu asevera, pienso que con razón, que la Crítica de la razón dialéctica es una obra antimarxista.50 El marxismo de esa obra no es más que el desecho ideológico de una sustancia teórica primordial y preponderantemente existencialista. En Sartre, como ahora veremos, el marxismo se convierte en un proyecto revolucionario centrado en el combate y la violencia, cuyo sustento teórico sigue siendo, al igual que en El ser y la nada, la exaltación de una libertad sin objeto.

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El aspecto fundamental de la revisión sartreana de la dialéctica hegelia-no-marxista, tiene que ver con la identificación del sujeto o portador de la dialéctica histórica. Este último ya no es el espíritu absoluto, ni una clase social determinada, sino el hombre «existencialistamente enten-dido como praxis-proyecto».51 La dialéctica, de acuerdo con el primer tomo de la Crítica (el único que publicó Sartre), se sustenta en la existen-cia y se hace comprensible a través de ésta: «La dialéctica misma, escri-be, no puede aparecer como Historia y como Razón histórica más que sobre el fundamento de la existencia»; por tanto, «la comprensión de la existencia se presenta como el fundamento humano de la antropología marxista».52 Al segundo y no concluido tomo de la obra le tocaba abor-

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Ibid., p. 75.Ibid., pp. 131-132.

Chiodi, pp. 36-37.

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dar «el significado profundo de la Historia»,53 como dirección de desa-rrollo que trasciende los proyectos existenciales. Un pasaje clave sinteti-za la visión sartreana de la dialéctica:

El movimiento dialéctico no es una poderosa fuerza unitaria que se revela como la voluntad divina por detrás de la historia; es, ante todo, una resultante; no es la dialéctica lo que impone a los hombres históricos vivir su historia a través de contradic-ciones terribles, sino que son los hombres, tal como son bajo el dominio de la escasez y de la necesidad, quienes se enfrentan en circunstancias que la Historia o la economía pueden enumerar, pero que sólo la racionalidad dialéctica puede hacer inteligibles [...] La dialéctica, si existe, no puede ser más que la totalización de las totalizaciones concretas operadas por una multiplicidad de singularidades totalizantes; aún más: si no queremos que la dialéctica vuelva a ser una ley divina, una fatalidad metafísica, es preciso que provenga de los individuos y no de un conjunto supraindividual.54

El adversario contra el que Sartre arremete es el determinismo economi-cista del marxismo «vulgar», todavía vigente en ese tiempo a través del peso del estalinismo y de la influencia ortodoxa del Partido Comunista en Francia. Esa visión determinista del marxismo sovietizado tiende a eliminar de la praxis su dimensión de proyecto, y del proyecto sus ele-mentos de autoproyección y deliberación consciente. Para Sartre, por el contrario, y para mencionar un ejemplo, la explotación, un concepto bási-co del marxismo, antes de ser el producto de un orden económico especí-fico es un proyecto, un proyecto de explotación. En sus palabras:55

El economicismo es falso porque hace de la explotación un cier-to resultado y nada más, mientras que este resultado no puede mantenerse y el proceso del capital desarrollarse si no se basan en un proyecto de explotar. Me doy buena cuenta de que es el capi-tal el que se expresa por boca de los capitalistas y el que los pro-

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Sartre, Critique..., pp. 687-688. Chiodi, p. 36. Sartre, Critique..., pp. 713-714. Aron, Historia..., p. 89.

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duce como proyectos de explotación incondicionada. Pero, in-versamente, son los capitalistas quienes sostienen y producen el capital y quienes desarrollan la industria y el sistema de cré-dito mediante su proyecto de explotación para obtener un bene-ficio.56

La inserción del existencialismo en el marxismo conduce a Sartre a agudizar el aspecto subjetivo, como praxis y proyecto, de la realidad so-cial concreta, y, en consecuencia, a «dramatizar»57 esa realidad como lu-cha sin tregua entre odios; así:

... [el burgués] Aparece ante sus asalariados como su necesidad de vivir la imposibilidad de vivir. O, si se quiere, como su impo-sibilidad de luchar contra la miseria sin correr el riesgo de ser exterminados por orden suya. Por ello mismo, el patrón debe rechazar decididamente al proletariado a lo antihumano si no quiere aceptar que el proletariado le rechace a él. El patrón se ha convertido en verdugo: por tanto, el obrero es un criminal.58

Al sustraer la lucha de clases al determinismo económico, Sartre le ra-dicaliza y convierte en odio de clases, sicologizando los conflictos. Como con acierto indica Aron, una interpretación semejante, que subordina la explotación a la opresión, la lucha de clases a la lucha, y el determinismo social a las voluntades humanas no es marxista: Marx «tendía a mostrar al capitalista prisionero del capitalismo, encarnación del capital, perso-nificación accidental de una fuerza no humana [...] enseñaba a detestar a un régimen en lugar de detestar hombres y [...] en ese sentido desper-sonalizaba la lucha de clases. El capitalismo llamaba al odio pero no los capitalistas».59 Sartre, por el contrario, imputa a los burgueses, a los ca-pitalistas, a los colonos, a sus proyectos la inhumanidad y explotación que percibe en el régimen capitalista o colonial, realidades sociales que pa-tentizan, según Sartre el contexto de escasez en el cual el hombre

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Sartre, Critique..., p. 208.Aron, Historia..., p. 47.

Sartre, Critique..., pp. 209, 221. Chiodi, p, 155.

Sartre, Critique..., p. 689.

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… aparece como radicalmente Otro [es decir, portador para no-sotros de una amenaza de muerte. ar] [...] Nada, en efecto –ni las grandes fieras ni los microbios– puede ser más terrible para el hombre que una especie inteligente, carnívora, cruel, que supiera comprender y hacer fracasar la inteligencia humana, y cuyo objetivo sería precisamente la destrucción del hombre. Esta especie es evidentemente la nuestra y cada uno de nosotros está en grado de reconocerla en el otro dentro del campo de la escasez.60

Debido a la escasez, no hay lugar para todos en la tierra; cada uno de nosotros se convierte en un peligro para los demás, y les amenazamos de muerte al interiorizar esa condición de escasez, que nos lleva a ver al otro como un «contra-hombre, inhumano, por cuyas manos le vendrá la muerte».61 Sartre lo resume de manera inequívoca:

Nosotros consideramos, pues, al nivel mismo de la necesidad y por la necesidad, que la escasez se vive prácticamente por la ac-ción maniqueísta y que la ética se manifiesta como imperativo destructivo: hay que destruir. Es a este nivel, igualmente, que se debe definir la violencia como estructura de la acción humana bajo el reino del maniqueísmo y dentro del marco de la escasez [...] [la violencia] es la inhumanidad constante de las conductas humanas en tanto que escasez interiorizada, en pocas palabras, lo que hace que cada uno vea en cada uno a Otro, y al principio del Mal.62

En el universo sartreano, impregnado por la violencia, la reciproci-dad como coexistencia pacífica no encuentra lugar alguno.63 Para escapar de la violencia como opresión, el hombre tiene que recurrir a la violencia como fraternidad-terror, en donde el terror «es el ligamen mismo de la fraternidad».64 ¿Puede la violencia tener fin? En algunos pasajes de la

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Ibid., p. 32. Ibid., p. 201. Ibid., pp. 86, 203; Chiodi, p., 47. Aron, Historia..., p. 49. Ibid., p. 186.

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Crítica, Sartre pareciera vislumbrar la desaparición del marxismo y su sustitución por una «filosofía de la libertad», cuando «el hombre esté libre del yugo de la escasez»; 65 por otra parte, sin embargo, Sartre no deja lugar a dudas, a lo largo del tratado, sobre su visión de la aventura humana como una permanente lucha encarnizada contra la escasez.66 En caso, pues, de que esta última desapareciese, desaparecería también nuestro mismo carácter de hombres, o, dicho en otros términos, la sin-gularidad de nuestra historia, cuya posibilidad y racionalidad están fun-damentadas precisamente en la escasez.67 Tiene razón Aron cuando se pregunta: «¿Cómo superarla [la escasez] que no sea por la limitación de la natalidad, por la eliminación, por consiguiente, de aquellos que po-drían vivir, si no de aquellos que ya viven?».68 Sartre pretende querer hu-manizarnos a todos, y proclama su doctrina como un humanismo; su ruta, no obstante, no hace otra cosa que dirigirnos al imperio de una violencia sistemática y perenne como eje y destino de la historia, al antagonismo de las clases cada una de las cuales ansía la muerte de la otra en el avance del movimiento dialéctico cuya conclusión marca el advenimiento de la verdad totalizante. En la admirable síntesis de Aron, para Sartre:

... la dialéctica [...] se identifica en último análisis con la lucha, esto es, con la violencia. La praxis histórica, origen de la dialécti-ca, no merece el calificativo de racional sino en la medida en que por ella se realiza la Verdad totalizante. Esta Verdad, a su vez, no se realiza sino por la lucha de clases, o por la lucha de los oprimi-dos contra los opresores, esto es, por la violencia. La Razón dia-léctica es violencia, y la Violencia, Verdad del marxismo, hasta el día en que otra filosofía, totalmente impensable hoy, una filo-sofía de la libertad realizada y no de la libertad realizándose por la violencia, ponga tiempo al momento del marxismo...69

El periplo sartreano desde el odio masoquista y sádico de El ser y la nada hasta el odio totalizador de la Crítica de la razón dialéctica, atraviesa un mismo territorio sembrado de violencia, en el que sin embargo, y a

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Sartre, Escritos políticos 3, pp. 10-12, 39, 50, 53, 56; 1, p. 135; 2, pp. 76-81. Es particularmente virulento su ensayo sobre Franz Fanon, en el que se lee: «Les vendrá bien leer a Fanon; como muestra con toda claridad, esta violencia irreprimible no es una absurda tempestad [...] es el hombre mismo que se

recompone [...] las huellas de la violencia no las borrará ninguna benevolencia; sólo puede destruirlas la violencia [...] hay que matar: terminar con un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir al mismo tiempo un opresor y un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre», p. 78.

Riu, Ensayos..., p. 137. Aron, Historia..., pp. 164, 184.

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pesar de todos sus esfuerzos, jamás queda plenamente claro cuáles son las razones que justifican una violencia sobre otra, cuáles razones le dan una justificación moral. Sartre se conmueve con la mirada de los desdi-chados, y entiende que ello es suficiente para justificar una elección polí-tica que a su vez sirve de fundamento a toda una teoría de la historia, vis-ta como violencia de esos oprimidos contra sus opresores, violencia que es, hay que suponerlo, éticamente superior. ¿Lo es, realmente? y ¿cuán-do deja de serlo? Presume Sartre que la verdad, sobre la que tanto insiste, del marxismo, implica que, en su nombre y el de los que se le adscriben, ¿todo está permitido?

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Los escritos políticos de Sartre se hallan repletos de expresiones favora-bles a la aplicación de lo que él denomina el «sano principio de la vio-lencia revolucionaria».70 Desde su toma de posición a favor de la urss y el comunismo en los años 1950, hasta su radicalización anarco-maoís-ta de la década de 1970, Sartre llevó a cabo una constante prédica de la violencia, que se enraíza profundamente en su filosofía. Si bien, como ya vimos que afirma Riu, la filosofía sartreana puede considerarse «antimarxista»71 (por su inerradicable individualismo), también es es-clarecedora la apreciación de Aron, según la cual la concepción de la li-bertad que Sartre desarrolla en su primer gran tratado (El ser y la nada), conduce a una filosofía de la Revolución (la filosofía de la Crítica), enten-dida como una trasposición social o colectiva de la libertad sartreana.72 ¿Porqué la multitud revolucionaria que toma la Bastilla (uno de los ejem-plos de Sartre en la Crítica), se le aparece como ruptura con la pasividad, como amanecer de la humanidad?

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Ibid., pp. 68-69.Ibid., p. 90. La utopía sartreana, apenas esbozada en algunos pasajes de sus Escritos políticos, no pasa de ser una repetición del dogma marxista sobre el «fin de la política» en un inasible porvenir: «En esa lucha quizá se manifieste el comienzo de una transformación recíproca que, no obstante [...] tendrá que ir necesariamente en el sentido de una disolución progresiva de lo político en el seno de una sociedad que tiende a unificarse, pero también a autogobernarse, es decir, a cumplir esa revolución social que abolirá, con el Estado, todos los otros momentos específicamente políticos», 3, p. 26, también, pp. 31, 122; 1, pp. 149-150, 188, 191.

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Porque, por primera vez, los individuos escapan a la pasividad de su ser colectivo [...] Con la rebelión rebasan a la vez su ser y su soledad, actúan en común y forman el primer grupo [...] en el orden de la experiencia crítica pero también esencial: el grupo de combate. Acción, violencia, combate, tales términos [...] se re-quieren irresistiblemente. La acción común, o praxis constitui-da, surge como respuesta a una amenaza vivida; no se realiza verdaderamente sino mediante el combate, contra una exterio-ridad que es igualmente activa; en consecuencia, comporta la violencia de manera inexorable [...] El grupo en fusión, el Apo-calipsis revolucionario, la toma de la Bastilla, representa, por decirlo así, el momento perfecto, el tipo ideal de libertad rea-lizándose plenamente con los otros: sin jefe, sin organización [...] la multitud revolucionaria simboliza el esfuerzo de la hu-manidad para rebasar el pasado de las prácticas cristalizadas y no soportar el sometimiento a la serialidad y la materialidad.73

Estos «momentos perfectos» de la libertad humana no duran, sin em-bargo; después de la exaltación llega la hora de la organización, con mi-ras a la eficacia, y posteriormente tiene lugar un proceso de osificación e institucionalización (la creación del partido, por ejemplo), y el esta-blecimiento de la autoridad. ¿Adónde entonces llega Sartre? A una esco-gencia entre terror u opresión: «… violencia del Apocalipsis revoluciona-rio, con objeto de perpetuar el proyecto liberador o violencia de la clase dominante a fin de perpetuar la dominación opresiva. No existe tercer término. Mientras dure la escasez, cada uno debe escoger su violencia, no puede escoger la no violencia sino a condición de salir de la historia o cerrar los ojos frente a su destino».74 Sartre pretende que esa violen-cia revolucionaria se proyectará hacia un porvenir no violento; pero no existen en su pensamiento elementos que permitan conceder plausibi-lidad a semejante futuro.75 Por el contrario, en Sartre la violencia acaba

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Sobre este punto, puede consultarse mi libro Aproximación a la política. Caracas: Panapo, 1994, pp. 130-134. Sartre, Escritos políticos 3, pp. 71, 107.

Ibid., 1, p. 100. Sartre, Arte y literatura, p. 175.

Sartre, «Le fantôme de Staline», Les Temps Modernes, janvier-mars 1957, p. 677. En otro lugar Sartre afirmó que: «... los comunistas son culpables porque incluyen la sinrazón en su manera de tener razón

y nos hacen culpables porque tienen razón en su manera de no tener razón», Arte y literatura, p. 26. Judt, p. 123.

Jean Paul Sartre, «Les comunistes et la paix», Situations, vi. Paris: Gallimard, 1964.

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por convertirse en preludio y destino de la libertad, en un fin en sí y por sí misma, y no en instrumento ocasional y tal vez necesario a veces de una política superior o racional, en el sentido de un Clausewitz.76

El radicalismo sartreano y su culto a la violencia, han sido por des-gracia posiciones ideológicas bastante comunes en nuestro tiempo con-vulsionado, un tiempo en el que germinó la semilla de la utopía marxis-ta. Se trata también, ese radicalismo, de una actitud muy generalizada entre los intelectuales bajo el capitalismo. Es, por un lado, una actitud que condena de plano el tipo de sociedad democrático-liberal, que para Sartre es «monstruosa», una «dictadura»,77 un «régimen burgués»78 al que contrasta desfavorablemente, por otro lado, con la urss, y no porque esta última haya logrado eliminar la escasez o establecer la libertad, sino por su «objetivo revolucionario»,79 que lo justifica todo, pues en sus pro-pios términos: «Nos guste o no, la construcción del socialismo es privile-giada y para entenderlo así hay que adherirse al movimiento y compar-tir sus fines; en una palabra, juzgamos lo que hace en nombre de lo que persigue, y los medios que emplea en nombre de sus objetivos...».80 Por este camino, Sartre descendió hacia un abismo en el cual explicarlo todo devino en justificarlo todo, inclusive el brutal totalitarismo estalinista, pues nada de lo que se hiciese en nombre del socialismo, por atroz que fuese, podía conducirnos a abandonar la fe en el futuro comunista, dado que, como con ironía lo dice Judt, «es necesario que creamos en algo».81 Para Sartre y otros compañeros de ruta del comunismo, todos los regí-menes existentes, incluso el soviético, eran violentos, pero la violencia comunista era moralmente superior y hasta admirable.82 Para Sartre, la tortura y los campos de concentración tenían una cualidad ética distin-ta si existían bajo un régimen que pudiese calificarse como socialista o por uno que fuese burgués. En el primer caso la violencia era buena; en el segundo, mala. Semejante torpor moral, particularmente lamentable en un pensador de la talla de Sartre, cunde entre intelectuales incapaces

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370de admitir las inevitables imperfecciones de la sociedad democrático-li-beral, con sus compromisos, injusticias y constantes esfuerzos por supe-rar –en un marco de leyes y limitaciones al ejercicio del poder– las fallas y desencantos de la existencia en común. La mentalidad de Sartre es la del perfeccionista utópico que termina adhiriéndose a la violencia, con el ánimo de «cambiar la vida». Es una mentalidad destructiva, que siem-pre culmina en la liquidación de la libertad.

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Karl Dietrich Bracher, «Consideraciones críticas sobre el concepto de fascismo», en Controversias de historia contemporánea sobre fascismo, totalitarismo y democracia. Barcelona: Alfa, 1983, p. 33.

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El término fascismo se ha convertido en una palabra «camaleón»: útil para todo y empleada para lo que sea, sin rigor ni precisión. En el voca-bulario político, el fascismo sirve para referirse a una ideología, a ciertos regímenes y movimientos políticos, a actitudes individuales y colecti-vas; en especial, el término es utilizado desde la izquierda para descalifi-car todo aquello que en determinadas circunstancias sea combatido y/o detestado por los revolucionarios que de un modo u otro se vinculan al marxismo y al socialismo. En medio de semejante caos conceptual, no resulta fácil crear un poco de orden, pero la tarea es imperativa si desea-mos evitar excesivas confusiones, y dar a nuestro estudio del fenómeno una aceptable coherencia, admitiendo de entrada que es prácticamente imposible ofrecer una interpretación rígida y monovalente de un fenó-meno complejo, en el que se entremezclan realidades históricas ya cum-plidas y altamente polémicas, con herencias ideológicas e intereses polí-ticos todavía vigentes.

Este «uso inflacionario»1 del concepto tiene, además del desorden teórico, una consecuencia banalizadora, en cuanto que puede conducir a minimizar los rasgos verdaderamente crueles del ejercicio del poder bajo los regímenes fascistas históricos (Italia y Alemania en la primera parte del siglo xx), colocándoles al mismo nivel y dentro de igual rango que otros muchos movimientos y regímenes que apenas presentan algu-na que otra característica semejante o análoga a los sistemas establecidos

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2 Juan Linz, «Some Notes Toward a Comparative Study of Fascism in Sociological and Historical Perspective», en Walter Laqueur, ed., Fascism. A Reader’s Guide. Berkeley: University of California Press, 1976, pp. 12-13.

por Mussolini y Hitler. Este proceso banalizador, casi siempre impulsa-do por propósitos de controversia política y lucha ideológica en los más diversos escenarios, se acentúa por la reiterada tendencia de la izquierda internacional a repetir los planteamientos iniciales de los marxistas de los años 1920 y 1930, cuando por primera vez procuraron interpretar el fenómeno fascista mediante la llamada «teoría del agente». De acuerdo con esta tesis, el fascismo no es más que el instrumento de la burguesía y de los capitalistas, un movimiento puesto al servicio del dinero en fun-ción de la preservación de un sistema explotador y opresivo. Desde en-tonces y hasta ahora, la izquierda utiliza el término fascismo y la teoría del agente o de la conspiración y la conjura de parte de fuerzas ocultas y siniestras cada vez que quiere descalificar a sus adversarios llamados de derecha, aunque en ocasiones se trate de fuerzas democráticas y libera-les. Al final, en esa oscura noche conceptual en la que todos los gatos son pardos, Mussolini y Hitler, Perón y Vargas, De Gaulle y Adenauer, Pino-chet y George W. Bush terminan siendo fascistas.

Algunos autores han intentado definir el fascismo acumulando en su conceptualización elementos propios de los regímenes, movimientos, y aspectos ideológicos de los fascismos históricos, en busca de un manejo más preciso del término. Al respecto, Juan Linz nos describe el fascismo como:

… un movimiento ultranacionalista […] antiparlamentario, an-tiliberal, anticomunista, populista y por lo tanto antiproleta-rio, parcialmente anticapitalista y antiburgués, anticlerical […] que procura la integración social nacional a través de un parti-do único y una representación corporativista no siempre enfati-zadas por igual; con un estilo y una retórica propios, que confió en la organización de cuadros militantes para la acción violen-ta, combinada con la participación electoral, para conquistar el poder con fines totalitarios...2

Una definición de este tipo, que es más bien un listado, necesaria-mente incompleto, de rasgos atribuibles en mayor o menor medida a los

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Barrington Moore, Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia. Barcelona: Península, 1991, pp. 362- 363.

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fascismos históricos, no deja de ser útil, aunque sólo en parte esclare-cedora, ya que varias de las peculiaridades señaladas son parte de otros regímenes, movimientos e ideologías a los que sólo forzando mucho las cosas pudiésemos calificar de fascistas.

Con miras a una mejor caracterización del fascismo, y para precisar más adecuadamente el uso del término con aceptable rigor teórico, in-teresa destacar lo señalado sobre los fascismos históricos, sus orígenes y rasgos distintivos, por Barrington Moore en su reconocida obra sobre dictadura y democracia. A su modo de ver, el fascismo «es inconcebi-ble sin democracia o lo que se llama a veces, de una manera más plásti-ca, entrada de las masas en la escena histórica». El «anticapitalismo ple-beyo» diferencia claramente al fascismo de regímenes conservadores y semiparlamentarios que le precedieron en la Europa del siglo xix. Los movimientos fascistas, dice Moore, fueron el producto, por un lado, de la penetración del capitalismo en la economía rural, y por el otro de las tensiones que surgieron en la fase poscompetitiva [monopolista, ar] de la industria capitalista: «De allí que el fascismo se desarrollara al máxi-mo en Alemania, donde el crecimiento industrial capitalista dentro del marco de una revolución conservadora desde arriba había sido mayor que en el resto de países comparables».3 Estas apreciaciones de Moore implican, por una parte, que las condiciones socioeconómicas que die-ron origen a los fascismos históricos son en buena medida irrepetibles (ya que el proceso de expansión capitalista en esos espacios europeos ha evo-lucionado y cambiado radicalmente), aunque circunstancias más o me-nos similares podrían tener lugar en otras partes del mundo. Con esto último, desde luego, no deseo sostener que existe un vínculo determi-nista entre una cosa y la otra, entre ciertas dinámicas del capitalismo y el surgimiento del fascismo.

Por otra parte, las observaciones de Moore nos conducen a constatar que el «anticapitalismo plebeyo» puede patentizarse en múltiples ma-nifestaciones, que no tienen por qué ser siempre consideradas fascistas. Cabe al respecto traer a la mente ciertas expresiones del populismo lati-noamericano, hasta el día de hoy. Finalmente, es obvio que Moore piensa que hay diferentes gradaciones del fascismo, y que este último logró su más acabada expresión con el nacionalsocialismo hitleriano. ¿Fueron en-

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Citado por Zeev Sternhell, El nacimiento de la ideología fascista. Madrid: Siglo xxi Editores, 1994, p. 351.4

tonces los regímenes de Francisco Franco en España y de Perón en Argen-tina, para sólo citar dos casos, fascismos menores o menos desarrollados? ¿Y lo fue también el de Mussolini con relación al nazismo?

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El énfasis de Moore sobre el «anticapitalismo plebeyo» como uno de los rasgos distintivos del fascismo me parece particularmente relevante y es-clarecedor, pues contribuye a destacar el carácter revolucionario del fenó-meno en el contexto europeo de los años 1920 y 1930 del siglo pasado. Este carácter no conformista y contestatario del fascismo y el nazismo, como fuerzas capaces de irrumpir contra el orden establecido y de competir eficazmente con el comunismo y la socialdemocracia en las preferencias de las masas –y en no pocos casos de los intelectuales– es un factor fun-damental en el análisis del fenómeno. Es más, así fue como lo percibie-ron sus más influyentes promotores, Mussolini y Hitler: como el ariete de una revolución a la vez antimarxista y anticapitalista; más específica-mente, se trataba de una revolución antimaterialista. En las palabras de Pellizzi, teórico fascista italiano y discípulo de Giovanni Gentile –en un texto de 1922– el fascismo equivalía a «la negación práctica del materia-lismo histórico […] del individualismo democrático, del racionalismo de la Ilustración […] [y] la afirmación de los principios de tradición, de je-rarquía, de autoridad, de sacrificio individual…».4 El propio Mussolini

–como coautor junto a Gentile– se expresó de esa manera en un extenso artículo de 1932 publicado en la Enciclopedia Italiana, y redactado con el propósito de definir el movimiento. Lo que más llama la atención en ese texto es el esfuerzo dirigido a caracterizar el fascismo como «sistema es-piritual», como una concepción «ética» y «religiosa». El mundo para el fascismo –sostienen– no es ese mundo materialista en el que los indivi-duos llevan una existencia de placeres egoístas; al contrario, el fascismo «desprecia la vida “cómoda”», así como el liberalismo, que coloca el Es-tado al servicio del individuo, en tanto que para el fascismo, «el Estado

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G. Gentile y B. Mussolini, «La doctrine du fascisme», en Benito Mussolini, Oeuvres et discours, tomo ix. Paris: Flammarion, 1935, pp. 61-91.François Fauret y Ernst Nolte, Fascismo y comunismo. México:

Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. 99, 134-135.

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es la verdadera realidad del individuo». Hablan los autores de un Esta-do que representa la forma más pura de la democracia, una democracia «organizada, centralizada y autoritaria», que otorga una «personalidad superior» al pueblo en función de su «unidad moral», de una voluntad uniforme y en consecuencia de su «existencia efectiva». En síntesis, el Estado fascista «es revolucionario […] pues procura la solución de cier-tos problemas universales generados en el plano político por el agota-miento de los partidos, los excesos del poder, la falta de responsabilidad de los parlamentarios…».5

Armado con estas concepciones, Mussolini llegó al poder preparado a convertir su movimiento en una alternativa real al comunismo y al libe-ralismo, dejando con vida las estructuras de propiedad capitalistas pri-vadas, pero dentro de un marco en el que los principios corporativistas y el papel del Estado se acentuaron exponencialmente. Otro tanto hizo Hitler, cuyo empeño revolucionario convulsionó a Europa y el mundo.

Ahora bien, la dinámica revolucionaria de fascismo y nazismo pre-senta un carácter ambiguo, pues combina elementos modernizadores

–por ejemplo, mediante su apego a la técnica avanzada– con aspiracio-nes reaccionarias de retorno a un pasado mítico –el nuevo Imperio ro-mano de Mussolini o el paganismo de los dioses teutónicos en el Tercer Reich. Lo clave, no obstante, me parece la observación de François Fau-ret en el sentido de que fascismo y nazismo añadieron a la derecha euro-pea el refuerzo de la idea revolucionaria, es decir, de «ruptura radical con la tradición» en el plano de lo político. Dicho en otros términos,

… la novedad del fascismo en la Historia consistió en emanci-par la derecha europea de los atolladeros inseparables de la idea contrarrevolucionaria. En efecto, aquélla no dejó de verse afe-rrada, en el siglo xix, en la contradicción de tener que emplear medios revolucionarios para vencer, sin poder fijarse otro obje-tivo, sin embargo, sino la restauración de un pasado de donde el mal, no obstante, ha surgido. Nada semejante ocurre con el fas-cismo: ya no es definido por una re-acción (retorno hacia atrás) a una revolución. Él mismo es la revolución.6

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7 Estos aspectos son discutidos en mi estudio «Fascismo y nazismo como ideologías míticas», incluido en el presente volumen.

De modo pues que ese fascismo auténtico o histórico, el italiano y ale-mán de Mussolini y Hitler, se caracterizó de una manera fundamental por su naturaleza revolucionaria, por constituir una respuesta radical ante la crisis europea posterior a la Primera Guerra Mundial, respuesta a su vez contraria a la opción marxista, al conservatismo tradicional de «derecha», y a todas las versiones reformistas ubicadas en el contexto so-cialdemócrata o liberal. El uso inflacionario del concepto para ser aplica-do a fenómenos en cierto sentido similares, debe entonces ser manejado con cuidado, no solamente para evitar distorsiones estimuladas por la polémica política, sino también para preservar en lo posible un empleo riguroso del término, que destaque la cualidad revolucionaria del fascis-mo. No fue el fascismo auténtico o histórico meramente un tipo de ré-gimen nacionalista antidemocrático, como posteriormente lo fueron la España de Franco, el Portugal de Salazar, la Argentina de Perón y el Chile de Pinochet, por ejemplo; ese fascismo original fue un proyecto con in-negable contenido radical, enfrentado a toda la herencia ilustrada de la civilización occidental, al igualitarismo y la idea de Estado de Derecho, y poderosamente impulsado por una voluntad dominadora y un menos-precio por el legado humanista que no se ha visto después en Occidente.

Dicho todo esto, resulta sin embargo difícil evitar la ampliación del concepto, y en tal sentido lo esencial –en función de la claridad analíti-ca– me parece distinguir entre el fascismo histórico y «auténtico», por un lado, y por otro la constatación de que ciertos rasgos clave de esos mo-vimientos son, por decirlo así, manifestaciones específicas de un género más extenso de fenómenos políticos signados por una ideología mítica y la teatralización de la lucha política, a lo que se suma, como ya señalé, la vocación dominadora.7 La dictadura unipersonal, el nacionalismo ex-tremo y la belicosidad interna y externa no son lo esencial del fascismo, y se repiten en otros tipos de regímenes que difícilmente, a pesar de su autoritarismo, pueden asimilarse al fascismo y nazismo originales. Lo que fue propio de éstos, y, por lo demás, podría repetirse, aunque en con-diciones relativamente distintas, incluye por encima de todo esa natura-leza revolucionaria y radical opuesta a todos los proyectos políticos deri-vados de la Ilustración, al comunismo y la socialdemocracia, así como al liberalismo de raigambre anglosajona.

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8Bracher, p. 29.

Ciertamente, no es fácil identificar otros regímenes plenamente si-milares al fascismo y nazismo auténticos, pues la ideología mítica de, por ejemplo, el comunismo, su voluntad dominadora y su estetización de la política no son suficientes para ubicarle en el mismo lugar que los movimientos fascistas originales, ya que no llena la crucial característi-ca del rechazo global a los valores ilustrados. No obstante, considero que el fascismo y el nazismo son instancias de un género de fenómeno polí-tico más amplio, que en determinadas condiciones podría repetirse con iguales pretensiones, igual radicalismo y similar fuerza que las experi-mentadas en su momento original. A pesar de la actual aspiración de muchos con relación al presunto «fin de la historia», en el sentido de que supuestamente la idea democrático-igualitaria se ha impuesto decisiva-mente en el plano normativo –aunque no todavía en la práctica en todas partes–, sería iluso prescindir de un sobrio escepticismo y perder de vis-ta aquello que a veces es capaz de hacer el ser humano contra sus seme-jantes. Debo en ese orden de ideas admitir mi desconocimiento de las es-pecificidades de la cultura islámica y del fundamentalismo del que hoy somos testigos en esa esfera sociocultural. ¿Podemos reconocer allí ras-gos fascistas? De nuevo, e inflando el concepto, algunos lo han afirmado, pero de mi lado creo que la reacción antioccidental que allí se constata tiene peculiaridades que la distinguen de la ferocidad antiigualitaria del fascismo y el nazismo auténticos.

No comparto tampoco el respetable criterio de Bracher, según el cual, si quisiéramos aplicar en general el concepto de fascismo, los factores más importantes para distinguir entre sistemas y movimientos fascis-tas con respecto a las dictaduras conservadoras, militaristas o de dere-cha serían, en primer término, el principio autoritario del líder supremo y, en segundo lugar, «el partido de masas tendencialmente totalitario y expresamente omnicomprensivo».8 En realidad, estos rasgos se pueden encontrar en regímenes de izquierda y derecha por igual, y en tal caso tendríamos que calificar a Stalin, Mao y Castro de fascistas, pues esta-blecieron dictaduras unipersonales con partidos de masas a su servicio y clara orientación totalitaria. Franco, Perón, Pinochet, Milosevic y tantos otros, en mayor o menor grado, podrían ser denominados fascistas sólo en un sentido superficial, sin admisible rigor científico, ya que –insisto– el fascismo auténtico encarna un proyecto revolucionario de radical re-

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Sternhell, p. 4. Ibid.

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chazo a la tradición humanista de Occidente, tradición a la que el comu-nismo –a pesar de su práctica al contrario– se apegaba ideológicamente, hasta el punto de declararse el verdadero heredero y ejecutor del proyec-to de la Ilustración, de libertad, igualdad y predominio de la razón, en la realidad histórica concreta. Los dictadores de derecha al estilo de Franco, Salazar, Perón y Pinochet –entre otros casos– han tendido más bien a au-toproclamarse los defensores legítimos de los más auténticos valores y tradiciones de Occidente, casi siempre en contra del marxismo. Mas, re-pito, estas versiones autoritarias de nacionalismo extremo, a veces muy conservadoras y reaccionarias en el plano ideológico, distan mucho de lo que en su tiempo fueron el fascismo, y en especial el nazismo, con su au-topercepción radical y revolucionaria. Confundirles es un serio error, al que con frecuencia sucumben los polemistas de izquierda, en su afán de contaminar a sus adversarios con la pésima reputación adquirida por el fascismo auténtico luego del fin de la Segunda Guerra Mundial.

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Otro aspecto que es necesario aclarar tiene que ver con la distinción en-tre el fascismo histórico –el de Mussolini en Italia– y el nazismo hitle-riano en Alemania. Hasta ahora, he usado a veces indistintamente el término fascismo para referirme a ambos sistemas y movimientos po-lítico-ideológicos; sin embargo, no debemos pasar por alto sus pecu-liaridades. Para algunos autores, «en modo alguno cabe identificar el fascismo con el nazismo».9 Según Sternhell, si bien ambas ideologías, movimientos y regímenes tienen puntos en común, difieren no obstan-te en una cuestión clave: «… la piedra de toque del nacionalsocialismo alemán es el determinismo biológico. Lo que constituye el fondo del na-zismo es el racismo en su sentido más extremo; y la guerra a los judíos, la guerra a las [llamadas, ar] razas inferiores, juega en él un papel mucho más preponderante que la guerra a los comunistas».10 Sternhell apunta

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Ibid., p. 5. Bracher, p. 31.

K. D. Bracher, «El controvertido totalitarismo: Experiencia y actualidad», en Controversias…, p. 57. Saul Friedländer también enfatiza el papel central del antisemitismo en el nazismo,

y enfatiza lo que a su modo de ver es la singularidad del nacionalsocialismo alemán. Véase su estudio «Nazism: Fascism or Totalitarianism?», en Charles S. Maier, ed., The

Rise of the Nazi Regimen. Historical Reassessments. Boulder: Westview Press, 1986, pp. 25-34. Renzo De Felice, Les interpretations du fascisme. Paris: Éditions des Syrtes, 2000, p. 262.

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que las leyes raciales no se promulgaron en Italia sino en 1938 (Musso-lini llegó al poder en 1922), y «durante los años de la contienda, un ju-dío se sentirá mucho menos en peligro en Niza o en la Alta Saboya, te-rritorios ocupados por las tropas italianas, que en Marsella, controlada por la policía de Vichy».11 Para Bracher, también, el fenómeno nazi «fue único: la ideología racista, la pretensión global de dominio, la eficiencia dictatorial-tecnocrática, la racionalidad de la política de dominación y aniquilación…» le diferencian claramente, a su modo de ver, del presun-tamente más ligero –el adjetivo es mío, en este caso– fascismo italiano.12 De manera que, de acuerdo con Bracher, los dos rasgos diferenciadores principales entre fascismo y nazismo fueron, por una parte, el radicalis-mo racista del segundo, y por otra el carácter totalitario más completo y acabado del Estado y la sociedad nazis, en tanto que Mussolini tuvo que convivir con «los poderosos residuos de la monarquía, de la Igle-sia y del ejército en una sociedad crítica frente al Estado e individualis-ta, que le permitieron fácticamente apenas más de un cuarto o medio totalitarismo».13

De Felice asume igualmente esos dos criterios diferenciadores entre fascismo y nazismo, es decir, la radicalidad de la ideología racial y de do-minación nazi, «que no fue jamás alcanzada […] por otras ideologías fas-cistas», y «el diverso grado de totalización de la vida nacional alcanzado por ambos regímenes»; a estos dos aspectos De Felice añade un terce-ro: «el carácter diferente de ambos pueblos».14 Aunque De Felice no lle-ga a aseverarlo frontalmente, la severidad teutona no era asimilable por la superficialidad latina. Ahora bien, De Felice también da cuenta de la muy interesante interpretación de Augusto Del Noce, quien argumen-ta que el fascismo mussoliniano constituyó una «solución alternativa al leninismo», mas no en el sentido de ser una respuesta a la crisis, opuesta o radicalmente distinta al leninismo, sino en cuanto que fue una «realiza-ción paralela» o proyecto revolucionario paralelo al leninismo [no al es-talinismo, ar], un proyecto alternativo «adaptado a un país de un nivel

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Citado en ibid., p. 125. Ibid., p. 126. Sobre este tema, la literatura es vasta y significativa. Consúltese, entre otros excelentes estudios, el libro de Karl Dietrich Bracher, The German Dictatorship. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, pp. 159-358. También Ian Kershaw, The Nazi Dictatorship. London: Edward Arnold, 1985, pp. 130-148.

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cultural superior a la Rusia» de Lenin.15 De acuerdo con Del Noce, en esta pretensión revolucionaria izquierdista o en todo caso izquierdizante se encuentra la verdadera diferencia entre el fascismo italiano y el nacio-nalsocialismo alemán; el hecho de que el fascismo, en su opinión, haya fracasado como revolución no implica que este último deba ser conside-rado «un fenómeno reaccionario, ni justifica sostener que Mussolini se haya servido de la fraseología revolucionaria como un mero camuflaje o a manera de engaño».16

Pienso que Del Noce está en lo correcto al señalar las aspiraciones revolucionarias de Mussolini y el fascismo, mas no en caracterizarlas como de algún modo asimilables al izquierdismo leninista, o en negar las de Hitler y el nazismo. Tal vez el problema se encuentra en el uso de la palabra «reaccionario» y el intento de Del Noce de eximir al fascismo de ese calificativo. Es posible que el marcado carácter racial y las espe-cialmente terribles ejecutorias del régimen nazi hayan creado en ciertos círculos una imagen menos repudiable del fascismo italiano en com-paración con el régimen de Hitler. No obstante, no me parece que deba-mos poner en duda el radicalismo revolucionario de los nazis, que es a mi modo de ver una realidad incontrovertible. Continuar aceptando las simplificaciones marxistas sobre la «teoría del agente» o la conjura capi-talista reaccionaria detrás de Hitler y los nazis, su presunto carácter de títeres o fantoches de fuerzas reaccionarias que presuntamente les ma-nipulaban para servir sus intereses, me parece a estas alturas del conoci-miento histórico muy poco serio. Las fuerzas conservadoras alemanas que jugaron a apoyar a los nazis contra el marxismo, con la idea de que iban posteriormente a controlarles y obligarles a cumplir sus propios de-signios y no los de Hitler, no tardaron demasiado en entender su gigan-tesca equivocación y pagaron con creces su arrogante impostura.17

No creo que deban minimizarse las posibles distinciones entre la fe-rocidad destructiva del nazismo y la versión mussoliniana del fascismo; no debemos tampoco, sin embargo, perder de vista sus muy importan-tes afinidades –en lo político, lo socioeconómico, y lo ideológico-cultural como visión del mundo–, pues ello sería igualmente desacertado. En tal

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18Véase la excelente biografía de Denis Mack Smith, Mussolini. London: Paladin Books, 1983, pp. 11-60.

sentido, Enzo Collotti apunta que el hecho de que el régimen mussoli-niano no pasase de la etapa autoritaria hasta convertirse en un totalita-rismo más completo y absoluto como el de la Alemania nazi, no fue re-sultado de que los fascistas italianos no lo quisieron, sino el producto de un contexto social e institucional que dificultó extraordinariamente el proyecto fascista e impuso compromisos en función de contradicciones internas generadas por la dinámica misma del poder fascista. Collotti critica, creo que con razón, la tendencia de De Felice a ver en el fascis-mo italiano una especie de proyecto revolucionario de izquierda, en tan-to que el nazismo sería un totalitarismo conservador de derecha. Como bien señala Collotti, es difícil sostener tal interpretación, a menos que se desliguen las pretensiones izquierdizantes de las que en ocasiones hizo gala Mussolini del marco social en el que en efecto actuaba, o de que se haga referencia al pasado socialista del líder fascista, un pasado que él dejó claramente atrás en su momento.18 Además de hacer explícitos los numerosos puntos de contacto entre ambas ideologías, movimientos y regímenes –fascista y nazi–, Collotti propone un «desplazamiento del eje del discurso», que no tome el racismo como un elemento de diferen-ciación entre ambos regímenes sino que asuma el imperialismo como un factor unificador: «El nudo central de la discusión es el modelo de or-ganización del Estado realizado por los dos regímenes, una concepción y una organización dirigidas hacia la expansión imperialista». De paso, Collotti alerta sobre el peligro de atenuar las responsabilidades del fas-cismo italiano y el intento de hacer del régimen mussoliniano algo más aceptable, ética y moralmente, en contraste con la brutal realidad nacio-nalsocialista; en tal sentido, el fascismo italiano sería el «fascismo bue-no» o «inofensivo». Al respecto, Collotti indica, en primer lugar, que el avance decidido hacia el totalitarismo por parte del fascismo mussoli-niano se ejecuta al comienzo de los años 1930, es decir, independiente-mente de la influencia nazi; en segundo lugar, si bien es cierto que la li-quidación de los judíos italianos se llevó a cabo a partir de la ocupación alemana, en septiembre de 1943, debe tomarse en cuenta que las vías ha-cia su deportación y la predisposición política a admitirla fueron prepa-radas por la campaña racista de 1938: sin la ayuda de los fascistas y del censo que éstos levantaron con antelación a los eventos de 1943 en ade-lante, la tarea de los alemanes habría sido mucho más difícil. Dicho todo

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19 Enzo Collotti, «L’Etat totalitaire», Revue d’Histoire de la Seconde Guerre Mondiale, 38, 143, 1986, pp. 19-40. Mack Smith señala que el racismo fue un rasgo crecientemente activo en la cosmovisión y propaganda fascistas en Italia desde 1932, ob. cit., p. 165.

esto, Collotti entiende que, en efecto, el fascismo italiano tuvo un carác-ter menos monolítico, como estructura de dominación política, que el Estado nazi, sin que ello, no obstante, permita separarles de un modo radical.19

De todo lo expuesto deseo resaltar varias conclusiones principales, útiles para la mejor comprensión de los estudios que siguen a continua-ción:

Fascismo y nazismo fueron ideologías, movimientos y regímenes po-líticos situados históricamente en un tiempo y un espacio determi-nados: la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler. Su rasgo defi-nitorio clave fue su carácter revolucionario, centrado en la reacción radical contra los valores ilustrados de la tradición occidental: iguali-tarismo, democracia parlamentaria, libertad individual, pluralismo y, en general, humanismo.

Si bien existieron diferencias entre el fascismo y el nazismo históri-cos o auténticos, sus afinidades y similitudes son aún más relevantes, y las mismas permiten –sin que ello constituya una distorsión fun-damental– un uso indiferenciado de los términos con propósitos de exposición. No obstante, es necesario a veces distinguir entre ambos cuando se busca una mayor precisión, rigor conceptual y esclareci-miento específico de aspectos singulares de cada régimen.

En particular, debe resaltarse el hecho de que el régimen nazi fue un totalitarismo más completo, y su radicalismo destructivo, sobre todo en el plano del racismo, más intenso y definitivo que en el caso del fascismo italiano. En mis estudios sobre el tema, fascismo y nazismo serán términos empleados indistintamente, a menos que se haga ex-plícita su diferenciación o el objetivo de cada estudio así lo exija.

La tendencia a inflar o ampliar el uso del término fascismo es posible-mente inevitable y también peligrosa, ya que por lo común obedece a motivaciones polémicas de índole ideológica, en el intento –usual-mente por parte de sectores de izquierda– de descalificar adversarios o anotarse puntos en controversias.

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385Los regímenes llamados fascistas posteriores al fascismo y nazismo históricos o auténticos han carecido, sin excepción, del radicalismo revolucionario de sus predecesores originales. Ahora bien, el fascis-mo constituye una instancia particular de un fenómeno político más genérico, el de las ideologías míticas, que bien pudiese retornar a con-vulsionar la historia moderna, en planos y formas seguramente no-vedosos aunque igualmente desestabilizadores.

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1Max Weber, Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 7.

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Tanto en el campo de las ciencias sociales como en el de la teoría polí-tica existe una especie de prejuicio racionalista, que al tiempo de restar legitimidad teórica a los factores irracionales –así llamados– en la ac-ción humana, tiende a subestimar en ocasiones su verdadera influencia práctica, confundiendo las más de las veces lo analítico con lo valorativo. Aunque no haya sido esa su intención, Max Weber es parcialmente res-ponsable de este estado de cosas en lo que respecta al estudio de la acción, pues si bien advirtió que su metodología de «tipos ideales» sólo busca-ba establecer un paradigma de «acción racional con arreglo a fines», con respecto del cual las «desviaciones» serían calificadas como irracionales, también procuró siempre identificar lo irracional con lo afectivo, ocasio-nando una inevitable degradación de lo emotivo como en alguna medi-da cuestionable o en todo caso ubicable en un plano de menor entidad en la evaluación de la conducta. Cabe decir que un científico social de la talla de Weber no perdió de vista este peligro, e insistió en que su tipo ideal de acción «puramente racional con arreglo a fines» no implicaba «la creencia de un predominio en la vida de lo racional»;1 no obstante, el peso principal de su obra se coloca en función de preservar una idea de lo racional como de alguna manera superior o más legítimo en cuanto a sus propósitos y condicionamientos.

Ciertamente, Weber distingue entre una racionalidad formal y otra sustantiva. La primera tiene que ver con el estricto cálculo de medios y fines y la evaluación de las consecuencias probables de la acción así so-

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Ibid.Talcott Parsons, The Structure of Social Action, vol. 1. New York: The Free Press, 1964, p. 58.Enzo Traverso, «Le totalitarisme. Jalons pour l’histoire d’un débat», en E. Traverso, ed., Le totalitarisme. Le xxe siècle en débat. Paris: Éditions du Seuil, 2001, pp. 96-97. El distinguido historiador inglés Ian Kershaw también se refiere en varias oportunidades a los «objetivos irracionales» del nazismo en su estudio «Retour sur le totalitarisme», Esprit, janvier-février 1996, 1-2, pp. 101-121.

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pesada; con relación a la segunda, Weber admite que se trata de un con-cepto lleno de dificultades: nada es sustantivamente racional como cues-tión de hecho, pues los valores de cada cual son subjetivos. Según Weber, ya que vivimos en un mundo sin valores objetivos sino sólo de valores subjetivos y juicios de valor en conflicto, lo racional con respecto a va-lores es siempre irracional desde el punto de vista del estricto cálculo de medios y fines, «porque la reflexión sobre las consecuencias de la acción es tanto menor cuanto mayor sea la atención concedida al valor propio del acto en su carácter absoluto».2 El resultado de sus reflexiones conduce a Weber a: 1) calificar de perturbaciones los llamados «componentes irra-cionales» de la acción, 2) identificar éstos con lo emotivo, y 3) asignar a la sociología la tarea de analizar estos fenómenos en función de su sentido para los que les dinamizan, sin olvidar que se trata de desviaciones con respecto al tipo ideal –racional– de la acción.

Siguiendo a Weber, Parsons también expone un concepto de raciona-lidad sustentado en el tipo de acción «que persigue fines posibles dentro de las condiciones de la situación, y por medios que, entre aquellos con que cuenta el actor, son intrínsecamente los más adecuados para el fin en cuestión por razones comprensibles y verificables mediante la cien-cia empírica positiva».3 Si aceptamos esta conceptualización no habría por qué llamar «irracionales» –desde el punto de vista formal– algunos de los fines del fascismo y el nazismo, aunque ese calificativo es frecuen-temente empleado por los analistas para referirse a estos regímenes y sus conductores. Por ejemplo, Enzo Traverso argumenta que «el nacional-socialismo se caracteriza por la irracionalidad de sus fines y la racionali-dad de sus medios, por su esfuerzo de plegar la racionalidad instrumen-tal (técnica, administrativa, e industrial) de las sociedades modernas a un proyecto de remodelación biológica de la humanidad». En cambio, nos dice, el estalinismo se caracterizó más bien «por la irracionalidad de sus medios, utilizados, es verdad, para fines condenables desde un pun-to de vista humano y social, pero no desprovistos de racionalidad».4 Sin duda, la distinción weberiana entre racionalidad formal y sustantiva tie-

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Max Horkheimer, «El Estado autoritario», en Sociedad en transición. Estudios de filosofía social. Barcelona: Península, 1976, p. 103.

Sobre el concepto de razón en Hegel, véase Herbert Marcuse, Razón y revolución. Madrid: Alianza Editorial, 1971, pp. 9-21. En este orden de ideas se ubica el siguiente párrafo de

Horkheimer: «Del fascismo y aún más del bolchevismo habría debido aprenderse que precisamente lo que al sentido común le parece una locura es lo que existe, y que la política,

según una frase hitleriana, no es el arte de lo posible, sino de lo imposible». Cabría añadir que no hay «sentido común» en política. Véase Horkheimer, Sociedad en transición, p. 121.

ne que aplicarse a estas aseveraciones, pues, ¿por qué debemos admitir los fines de Stalin como racionales a diferencia de los de Mussolini y Hi-tler? ¿No está Traverso poniendo de manifiesto una infundada preferen-cia valorativa por las presuntamente «buenas intenciones» del proyecto marxista a diferencia de la maldad «absoluta» encarnada en el nazismo?

En el terreno de la teoría política encontramos igualmente serios pro-blemas a la hora de atribuir racionalidad o irracionalidad a las diversas ideologías y proyectos políticos. La dificultad se deriva primordialmen-te de la tendencia a admitir que existe una «razón ilustrada» en materia política, derivada del impulso inicial de la Revolución Francesa orienta-do presuntamente a liberar a los seres humanos de la opresión y alcanzar la igualdad. Lo cierto, no obstante, es que –como señala Horkheimer– en esa Revolución supuestamente liberadora se condensó la historia posterior:

Robespierre había centralizado la autoridad en la comisión de bienestar, y había reducido el parlamento a cámara de registro de leyes. Había reunido en el parlamento jacobino las funcio-nes de administración y gobierno. El Estado regulaba la econo-mía. La comunidad nacional impuso todas las formas de vida por medio de la fraternidad y de la delación […] La Revolución Francesa constituía la tendencia al totalitarismo.5

La razón reivindicada como instrumento de emancipación humana ha generado toda suerte de pesadillas, y no se ha cumplido la esperanza hegeliana de una razón capaz de vislumbrar la verdad política y ajustar la realidad a sus moldes, doblegándola de acuerdo con las normas supe-riores del intelecto esclarecido.6

No me cabe duda de que la sociedad liberal-democrática y sus valores son éticamente superiores a cualquier forma de dictadura o totalitaris-mo; sin embargo, hay que preguntarse: ¿Es acaso la sociedad liberal-de-

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Pierre Milza, Les fascisms. Paris: Éditions du Seuil, 1991, p. 540; véase también, en esta misma línea de interpretación, la obra de Renzo De Felice, Les interprétations du fascisme. Paris: Éditions des Syrtes, 2000, pp. 43, 256.Alfred Schutz, Estudios sobre teoría social. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1974, p. 120.

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mocrática el paradigma de lo «racional»? ¿No se incubó el nazismo en el seno de una República democrática? ¿Debemos calificar todas las opcio-nes políticas distintas a ese paradigma liberal-democrático, en particular el fascismo y el nazismo, como fenómenos «irracionales»? Y de hacerlo así, ¿estamos de algún modo fortaleciendo las defensas contra una posi-ble repetición de los mismos, en nuevas circunstancias y modalidades, en nuestro propio tiempo? ¿No sería esto último confundir un asunto teó-rico con una toma de posición ético-política? Finalmente, ¿son el fascis-mo y el nazismo, como sostienen algunos autores, episodios localizados espacial y cronológicamente, «pertenecientes al pasado y que no se co-rresponden a las necesidades de las sociedades hiperindustrializadas»,7 o expresan rasgos más hondos de nuestras estructuras psicosociales de-senvolviéndose en la historia?

Pienso que el fascismo y el nazismo constituyen fenómenos repre-sentativos de aspectos históricamente centrales y recurrentes de la exis-tencia política, legítimos en cuanto tales, es decir, como manifestacio-nes ciertas y no desnaturalizadas de la acción humana –aunque puedan considerarse condenables en un plano moral. Nazismo y fascismo de-ben ser estudiados como expresiones particulares de rasgos en el fondo inerradicables, aunque a veces controlables, de la existencia conflictiva de la especie, vinculados al miedo, a la búsqueda de identidad, a la su-misión a la autoridad y al ansia de autoridad, e igualmente al deseo de hallar un significado en medio de ese mundo desprovisto de dioses que tanto aquejaba el espíritu de Max Weber.

En efecto, Weber percibió que el mundo moderno ha quedado desen-cantado a raíz de la fragmentación de los esquemas de valores tradicio-nales, y en especial de la fe religiosa, todo lo cual hace que, objetivamente hablando, el mundo carezca de sentido. Como lo expresa Schutz, «La principal característica de la vida de un hombre en el mundo moderno es su convicción de que, en conjunto, su mundo vital no es totalmente com-prensible para él ni para ninguno de sus semejantes»;8 mas no se trata solamente de que no sea un mundo del todo comprensible, sino que ade-más, y de modo más profundo, se trata de un mundo que muchas veces parece carecer de significado en general, en vista de la erosión del sentido

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Ibid., pp. 74-75. Traverso, p. 23.

Eric Voegelin, «Les origines du totalitarisme», en Traverso, ed., pp. 444-445. Franz Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo.

México: Fondo de Cultura Económica, 1983, pp. 511-512, 515.

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de lo trascendente. Tampoco interpretamos ese mundo –en particular el mundo social que nos rodea– de manera racional, excepto muy excep-cionalmente en circunstancias que nos llevan a abandonar nuestras ac-titudes cotidianas básicas, centradas en vivir la vida.9 Este desencanto es el abono de opciones sustitutivas de lo trascendente, por lo que algu-nos han querido ver en el fascismo y el nazismo, así como en el comunis-mo, especies de «religiones laicas»,10 de milenarismos que surgen de una enfermedad del espíritu e intentan transformar la naturaleza humana, pero sin referencia trascendente alguna.11

Parece claro que el fascismo y el nazismo, tales como se manifestaron en Italia y Alemania en la primera mitad del siglo xx, tuvieron peculia-ridades que en determinados aspectos son irrepetibles, pero mi plantea-miento es que se trata de expresiones específicas de un fenómeno más general, que no deseo denominar irracional para no subestimarle teórica-mente, como objeto de estudio, ni deslegitimarle políticamente en contraste con un presunto paradigma de racionalidad que algunos creen encarna-do en la democracia liberal y otros en el socialismo. Son manifestaciones de lo que deseo denominar la política del dominio hegemónico, en contras-te con la política del consenso. Ambas son legítimas como objetos de estu-dio y como expresiones de las luchas sociales, aunque –repito– debamos elegir una u otra de acuerdo con nuestros valores morales, y condenar desde esta perspectiva, si ese es el caso, la política del dominio. Lo que no me parece aceptable es sostener, a la manera de Neumann, que «el nacio-nalsocialismo carece de teoría política racional […] Hay teorías religio-sas no racionales y hay una magia no racional. Pero una teoría política no puede ser no racional. Si pretende ser no racional, ello constituye un engaño premeditado». A su modo de ver «la ideología nazi es una simple técnica de dominación» incompatible con cualquier filosofía política ra-cional, que es por él definida como «cualquier doctrina que haga derivar el poder político de la voluntad o las necesidades del hombre».12 Ahora bien, es posible que la doctrina política nazi nos parezca inadmisible en muchas de sus partes o en su totalidad, pero no puede negarse que tanto el nazismo como el fascismo procuran sustentarse en una explicación

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Sobre este tema, consúltese mi obra Aproximación a la política. Caracas: Panapo, 1994, pp. 17-24. Citado por Traverso, p. 16.

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sobre los orígenes del poder político en función de una cierta visión de la voluntad y las necesidades del hombre, por más retorcida o repugnante que tal explicación nos luzca.

Tanto el fascismo como el comunismo han sido enemigos declarados de la democracia liberal. Ahora bien, los grandes pensadores liberales, lejos de pretender que el tipo de orden político que propugnan encarna una «razón» superior e incontrovertible, consideran más bien que se tra-ta de un orden sustentado en el reconocimiento de los límites de la razón, una de cuyas más importantes tareas consiste precisamente en entender y asimilar sus propias deficiencias, y comprender que no nos es dado ad-quirir el inmenso e inasible conocimiento que haría presuntamente po-sible un control total de la vida social y la conquista de un orden ideal y definitivo.13 Reconocer los límites de la razón no significa admitir el irra-cionalismo, entendido este último como una actitud explícitamente di-rigida a cuestionar el papel de la razón en los asuntos humanos, y menos aún exaltar los aspectos emocionales como prioritarios en la política.

Lo que inquieta, insisto, en el esquema de Weber es su tendencia a disminuir el valor de lo emotivo y a calificarlo como una desviación irra-cional de un tipo ideal de la acción. En tal sentido, es crucial distinguir entre una posición teórica que entiende y es sensible ante la presencia de factores no racionales en la vida social –sin descalificarlos y sin mini-mizar su relevancia teórica y práctica–, y otra que busca sacar provecho de los mismos con fines de poder y de proselitismo. Este uso del irracio-nalismo fue característico del fascismo y el nazismo, pero la ideología de estos movimientos políticos y el significado de su irrupción en la histo-ria no se agota con ello. Lo que autores como Dan Diner 14 –mencionado por Traverso– denominan la «contra-racionalidad» nazi y fascista fue la expresión extrema de una política de dominio hegemónico, surgida de la crisis de la modernidad democrática y del colapso, en circunstancias concretas en Alemania e Italia, de la política del consenso. No toda ero-sión de una política del consenso tiene iguales características, y no todo desmembramiento de los contextos democráticos origina necesaria-mente al fascismo o al nazismo. Lo singular de estos fenómenos, entre otros aspectos, estuvo en el dinamismo específico que les imprimió una ideología mítica: una «contra-racionalidad» hecha de fantasía y voluntad

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Paul Tillich, «L’Etat total et la prétention des Eglises», en Jean Richard, ed., Écrits contre les nazis. Paris: Éditions du Cerf, 1994, p. 205.

Citado por De Felice, p. 49.

de poder. Este tema, a ser tratado más adelante, entiende el mito no en el sentido de una creación imaginaria, sino de poderes y perspectivas rea-les del escenario político transformadas y elevadas al rango de lo incon-dicional y lo «sagrado» –pero en un contexto secular. Como lo sintetiza Paul Tillich, «hay realidad en el mito, pero al mismo tiempo el mito so-brepasa lo real y se convierte en entusiasmo y mística».15 Las ideologías fascista y nazi son «míticas» en cuanto se desprenden de lo real para des-plegar e imponer una fantasía sobre lo real, un mito.

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El fascismo y el nacionalsocialismo estallaron como un poderoso ex-plosivo en la conciencia acomodaticia de una intelectualidad que en-tonces –a pesar de la tragedia de la Primera Guerra Mundial–, y todavía hoy –luego de la caída del comunismo soviético–, se ufanaba y ufana de representar la «lógica» de la historia, una lógica no pocas veces com-placiente. A pesar de sus diferencias en temperamento intelectual y vi-sión política, hombres de la profundidad de Croce y Meinecke en su momento, Sartre y Merleau-Ponty después, Grass, Fukuyama y Derri-da hoy, perciben en este tipo de movimientos democrático-autoritarios una desviación del curso normal de las cosas. Se trata de una lógica he-geliano-marxista, con variaciones según el caso, de acuerdo con la cual la modernidad implica el optimismo histórico orientado hacia la aper-tura creciente de los espacios de la libertad, en tanto que el fascismo y el nazismo significaron una involución de esa lógica, que se reimpone definitivamente en nuestros días. Según Croce, el fascismo fue «un en-sombrecimiento pasajero de la conciencia, una depresión civil y una em-briaguez producidas por la guerra», un paréntesis que correspondió a una etapa de «reflujo en la conciencia de la libertad».16 Meinecke, por

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Ibid., p. 50.Hannah Arendt, Le système totalitaire. Paris: Éditions du Seuil, 1972, pp. 203-232. Para una más detallada discusión del pensamiento de Arendt consúltese mi escrito «El estudio del poder», publicado en este volumen.

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su parte, sostuvo que el fascismo y el nacionalsocialismo representaron una «suprema desviación» con respecto a la línea de desarrollo sociopo-lítico recorrida hasta entonces por el viejo continente.17

A diferencia de estos notables pensadores, creo que la historia no tie-ne una lógica, y si la tuviese, me parece presuntuoso alentar la idea de que somos capaces de conocerla. Las ideologías fascista y nacionalsocia-lista carecen de una filosofía de la historia y no se ocupan fundamental-mente de buscarle un sentido final al curso de los eventos. Esto, de por sí, no es a mi modo de ver razón suficiente para restarles peso como ex-presiones de una cierta concepción de la política, que por lo demás se si-gue poniendo de manifiesto en muy diversos escenarios. Esa política del dominio hegemónico, en contraste con la política de consenso, es parte de la existencia humana en sociedad; y así como considero inaceptable el intento de deslegitimar –desde una perspectiva teórica, no ética– los movimientos fascista y nacionalsocialista como desviaciones de una ló-gica inasible y constantemente refutada por los hechos, también es inad-misible el argumento –expuesto, por ejemplo, por Hannah Arendt– se-gún el cual fascismo y nazismo (y también el totalitarismo comunista) encarnan la «antipolítica», la destrucción del pluralismo y del espacio que definen, en su opinión, la vida de la polis.18

Esta postura de Arendt sólo se sostiene si se elimina la fuerza como un factor, bien sea ocasional, de la política, y se le desvincula de sus co-nexiones con el marco social y económico, muchas veces altamente con-flictivo, con el cual la política se halla con frecuencia relacionada. Decir que el fascismo y el nazismo son antipolíticos es partir de una defini-ción estrecha de lo político, que cercena al menos la mitad de su reali-dad, pues la política que estos movimientos representan, la del dominio hegemónico, es tan legítima –teórica, no moralmente– como la del con-senso, patentizada en la democracia liberal.19 Concebir lo político como el espacio de confrontación de la alteridad, la diversidad y la pluralidad de los seres humanos, y del manejo consensual del conflicto en el cuerpo social es válido y noble, pero no excluye dos verdades: por un lado, que las «democracias tumultuarias» y totalitarias –democracias, en el con-cepto de Carl Schmitt, definidas como «identidad y homogeneidad en-

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Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo. Madrid: Tecnos, 1996, p. 18.Eric Voegelin, Science, Politics, and Gnosticism. Washington, D.C.: Regnery Gateway Editions,

1990; The New Science of Politics. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1974; Hitler and the Germans. Columbia & London: The University of Missouri Press, 1999, y el ya

citado estudio «Les origines du totalitarisme». También Raymond Aron dedicó un estudio a las llamadas «religiones políticas» o «religiones seculares», terminología que usó para referirse a

«las doctrinas que toman en el alma de nuestros contemporáneos el lugar de la fe evaporada, y que sitúan acá abajo, en el lejano porvenir, bajo la forma de un orden social a ser creado, la salvación

de la humanidad», Chroniques de guerre. La France libre 1940-1945. Paris: Gallimard, 1990, p. 926. Waldemar Gurian, «Le totalitarisme en tant que religion politique», en Traverso, ed.,

pp.448-460; Jacques Maritain, Humanisme integral. Paris: Éditions Saint Paul, 1984, pp. 599-609.

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tre gobernantes y gobernados», a diferencia de las democracias-liberales basadas en la heterogeneidad y el pluralismo–,20 crean también un espa-cio en el cual, ciertamente, se confunden, difuminan y desaparecen las identidades individuales en el afán de conquistar la unanimidad acla-matoria en torno al líder (o al gobierno). No es un espacio como el que procura la democracia liberal, sustentado en la individualización ciuda-dana y la escisión entre lo privado y lo público, sino un espacio en el que la participación no es independiente sino tumultuaria, y la identidad es colectiva, no autónoma. Por otro lado, la política de dominio hegemó-nico del fascismo y el nazismo reivindica la fuerza tanto hacia adentro, contra el «enemigo interno», como hacia afuera, contra los «enemigos de la nación», y ello forma parte de la historia en igual o mayor medida que los intentos de establecer comunidades políticas sobre el consenso o sobre proyectos de paz perpetua entre las naciones. La fuerza domi-nadora y la exigencia de poder absoluto son también parte de lo político, históricamente percibido.

Los esfuerzos por restar legitimidad teórica y práctica al fascismo y al nazismo, como manifestaciones de una tendencia histórica propia de lo humano (de su lado oscuro) y recurrente en diversas manifestacio-nes, incluyen, además de la calificación fenoménica de «irracionalistas», de «desviaciones» con respecto de la lógica del progreso, y de su presun-to carácter no político, la tesis de la «religión laica» o «religión política» como explicación de la naturaleza de estos movimientos y su significado. Entre los varios proponentes de esta tesis se destaca Eric Voegelin, quien la ha expuesto en diversas e importantes obras de gran profundidad y sutileza.21 Un rasgo clave de sus trabajos, que se repite en los de otros autores que exponen esta tesis,22 consiste en la equiparación de los to-talitarismos nazi y fascista con el comunismo, y la definición conjunta de estos fenómenos políticos como «religiones sustitutivas» que expre-

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Voegelin, Science, Politics, and Gnosticism, pp. 48, 53, 100.Hitler and the Germans, p. 37. He tomado el término «vacío metafísico» del ensayo de Hannah Arendt, «A Reply», en su obra Essays in Understanding 1930-1954. New York: Harcourt, Brace, & Co., 1994, pp. 401-408.

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san una «anticipación de salvación» meramente inmanente, y exigen de sus adherentes una creencia irracional y no un apego racional, fundada sobre la promesa de la «dicha terrena». Se trata de movimientos de ma-sas que intentan «destruir el orden del ser, que es experimentado como deficiente e injusto, y reemplazarlo –a través del esfuerzo humano crea-dor– por un orden justo y perfecto».23 Esta es una descripción que pue-de en buena medida aplicarse al proyecto comunista, pero difícilmen-te al fascismo y al nazismo, cuyas cosmovisiones rechazan de plano las ideas de justicia, perfección y dicha de raigambre cristiana, sustentadas en valores como la equidad, la igualdad, la armonía, y la no violencia. Por el contrario, las cosmovisiones fascista y nacionalsocialista, con las diferencias que puedan existir entre ellas, reivindican la violencia, el uso de la fuerza de los poderosos contra los débiles, la sumisión de los «infe-riores» y la creación de un orden de desigualdad permanente. Equiparar el comunismo con el nazi-fascismo en este terreno me parece equivoca-do, a pesar de que ambos desemboquen, en el plano de la práctica políti-ca, en consecuencias muy similares –aunque ciertamente, el gulag esta-linista no se constituyó, como los campos de concentración nazis, para exterminar a un grupo étnico, pero también esos campos produjeron millones de muertos.

Voegelin argumenta igualmente que el nacionalsocialismo no fue tan sólo éticamente malo, sino que se trató de una fuerza «satánica y religio-samente perversa».24 No tengo dudas acerca de la perversión moral del nazismo; lo que objeto es la insistencia de Voegelin en usar los términos «religioso» y «religión política» para referirse a ideologías y movimien-tos que a mi parecer admitieron el vacío metafísico como una «realidad» inevitable,25 o en todo caso aceptable dentro de un esquema de aban-dono de la tradición cristiana y de lo que podríamos llamar «reconcilia-ción con la innata crueldad del mundo», en una perspectiva neopagana y darwinista sobre las relaciones humanas. Resulta un atrevimiento dis-cutir con un pensador de la categoría de Voegelin en torno a este asun-to, pero no me queda más alternativa que decir que a mi manera de ver la noción de lo que es «lo religioso» no se aviene a un tipo de ideología y movimiento político como el fascismo y el nazismo, y que el empleo del

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Rudolf Otto, Lo santo. Madrid: Alianza Editorial, 1996, pp. 19, 23, 32, 59. Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia. Madrid: Alianza Editorial, 1976, p. 77.

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término «religión política» a modo de metáfora se presta a confusión y extravío conceptual.

Afirmo todo esto en función de los rasgos propios de lo religioso o –en palabras de Rudolf Otto– de «lo santo», y sus raíces en el sentimien-to de dependencia o «sentimiento de criatura» a través del cual el ser hu-mano «se hunde y anega en su propia nada y desaparece frente a aquel que está sobre todas las criaturas»; no se trata del sentimiento que tiene el hombre de haber sido creado, sino el de ser «pobre criatura»: «… es el sentimiento de la impotencia frente a la prepotencia; es el sentimien-to de la propia nulidad» ante un mysterium tremendum que nos llega al fondo del alma.26 Esta génesis de lo verdaderamente religioso contras-ta radicalmente con ideologías míticas como la nazi y la fascista, siste-mas de imágenes levantados sobre la voluntad de poder y de dominio de movimientos que –como había intuido Sorel a principios del siglo xx– «se imaginan su acción inmediata en forma de batallas que conducen al triunfo de su causa».27 Si lo que se intenta expresar con el término «reli-gión política» es que algunas ideologías, como el comunismo por ejem-plo, tienen un aspecto mesiánico primordial y buscan la «salvación en la tierra», puede aceptársele, en este caso, a modo de metáfora, pero sin mayores implicaciones y con el debido cuidado conceptual hacia el abis-mo que separa el verdadero sentimiento religioso de la pretensión reden-tora-dominadora de doctrinas puramente inmanentistas. Con respecto al fascismo y el nacionalsocialismo se plantea una situación distinta en vista de que su mesianismo –si es que cabe la palabra en estos casos– ca-rece de propósitos justicieros y se sustenta en un pathos diferente: el de la fuerza bruta. Por último, hay que concederles al fascismo y al nazismo la legitimidad de su deseo de separarse de una filosofía de la historia teleo-lógicamente definida, así como su disposición a admitir el vacío metafí-sico y no ocuparse de sustituirle con menguados reemplazos, extraídos de la tradición cristiana de amor al prójimo y justicia social.

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28 Zeev Sternhell, El nacimiento de la ideología fascista. Madrid: Siglo xxi Editores, 1994, pp. 1, 6-7.

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En su estudio sobre la ideología fascista, Sternhell realiza tres observa-ciones especialmente relevantes: en primer lugar, que el fascismo –y ello se extiende al nazismo igualmente– antes de transformarse en la avasa-llante fuerza política en que devino, fue un fenómeno cultural, enrai-zado en la reacción contra la parte liberal y racionalista del legado de la Ilustración que se propagó por Europa a fines del xix y principios del xx. En segundo término, este autor apunta que, en el caso del fascismo, la cuestión ideológica, el marco conceptual, ocupa un lugar muy destaca-do como factor dinámico y cohesionador del movimiento y legitimador del liderazgo. La cultura política fascista y nacionalsocialista reivindi-ca el nacionalismo, rechaza el individualismo liberal y el materialismo marxista, aspira a la integración de todas las clases y propone un cam-bio radical en lo político, preservando, sin embargo, un esquema de pro-ducción capitalista bajo tutela del Estado.28 No obstante, estos y otros elementos que componen el más bien confuso y desordenado contexto ideológico fascista y nazi no llegan a fundirse en lo que es clave: los pode-rosos mitos políticos que esos movimientos desarrollaron y encarnaron, convirtiéndolos en los dinamizadores de su acción política práctica.

En este orden de ideas se ubica el tercer y muy destacado aporte de Sternhell al análisis de la ideología fascista. El mismo consiste en su reivindicación de la figura y obra de Georges Sorel, consideradas como fuentes que contribuyeron decisivamente a la formación de ese marco cultural antiliberal, de revisión antimaterialista del marxismo, en el que se nutrió Mussolini, y que también –a través del fascismo italiano– ejer-ció relevante influencia sobre Hitler y los nazis. Sorel es uno de los más interesantes y subestimados autores de ese tiempo convulsionado de la Europa en decadencia, lanzada hacia el abismo de la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y más tarde el surgimiento del fascismo y el nazismo. Isaiah Berlin ha trazado en los escritos de Sorel las huellas de autores como William James, con su tesis sobre «la voluntad de creer», es decir, el planteamiento según el cual los seres humanos portamos en nuestras mentes y corazones una serie de creencias que no pueden ser demostradas o sustentadas por las ciencias empíricas, pero que sin em-bargo cumplen un papel fundamental en nuestra conducta y visión de

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W. James, «The Will to Believe», en The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy. New York: Dover Publications, Inc., 1956, pp. 1-31.

Isaiah Berlin, Prefacio a Reflexiones sobre la violencia, pp. 16, 35, 37. Estos ejemplos los ofrece Schmitt en Sobre el parlamentarismo, p. 86.

Sorel, Reflexiones…, p. 186.

las cosas.29 De Bergson, por otra parte, Sorel tomó la idea complemen-taria de la debilidad de la razón como instrumento, si se le compara con el poder de lo irracional y lo inconsciente en la vida de las personas y las sociedades. Por último, Durkheim posiblemente dio a Sorel claves esen-ciales para el desarrollo de su teoría del mito. El gran sociólogo francés había resaltado en sus escritos la función de los mitos como factores de cohesión de la sociedad, mediante la creación de una estructura de nor-mas y referencias que posibilitan al individuo orientarse en medio de las cambiantes y enajenantes circunstancias de una existencia social llena de angustias y en ocasiones propensa al caos.30

Con base en estas ideas generales Sorel dio forma a su teoría de los mitos políticos, entendidos como sistemas de imágenes que no se pue-den descomponer en sus elementos ni refutar, y que a su vez motorizan fuerzas históricas. Ejemplo de estos mitos son: la concepción de la gloria y el heroísmo entre los griegos; la espera del juicio final de los cristianos; la creencia en la virtud y el destino emancipador de la revolución duran-te los tiempos de Robespierre, Danton y Saint Just; el entusiasmo nacio-nal de las guerras de liberación alemana y española contra Napoleón, en-tre otros.31 Podrían citarse igualmente la creencia marxista en la misión mesiánica del proletariado, o del partido en el caso de Lenin; la heren-cia imperial romana como surco del nuevo destino de la Italia fascista, y la «raza superior» y su tarea dominadora en el caso de los nazis. La vio-lencia proletaria es también un mito, y de él extrae Sorel su propuesta: el mito de la huelga general, que describe como «una organización de imágenes capaces de evocar de manera instintiva todos los sentimientos que corresponden a las diversas manifestaciones de la guerra entablada por el socialismo contra la sociedad moderna».32 Sobre las raíces de los instintos vitales de los pueblos, de sus emociones concretas, de los im-pulsos afectivos y pulsaciones reales de la gente, y no del razonamiento o la oportunidad, se levantan mitos que no tienen que ver con verdades doctrinales, sino que cumplen una determinada función sociopolítica como instrumentos de lucha y guías para la acción.

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33 Schmitt, Sobre el parlamentarismo, p. 87.

A Sorel poco le preocupa la definición de los mitos, y se concentra más bien sobre su función en el combate de las masas en la sociedad mo-derna. La fuerza que mueve la historia no es la razón sino el misterio, y la esencia del marxismo no es su teoría económica, sino el contenido simbólico y apocalíptico del sistema teórico de Marx, afinado política-mente por Lenin. Carl Schmitt sintetiza magistralmente lo sustantivo de la tesis soreliana: «En una intuición directa, la masa entusiasmada crea la imagen mítica que empuja su energía hacia adelante, concedién-dole tanto la fuerza para el martirio como el valor para utilizar la violen-cia. Sólo así un pueblo o una clase se convierte en el motor de la historia mundial. Donde esto falta, ningún poder social ni político puede man-tenerse…».33

Sin ánimo de profundizar en el tema de los orígenes conceptuales en que se enraizaron el fascismo y el nazismo –aspecto que no constituye el interés central de estas páginas–, es necesario, no obstante, hacer igual-mente una breve referencia a la obra de Pareto, cuya crítica a Weber, y a su énfasis en la conducta racional, sumó otro ingrediente al marco ideo-lógico-cultural en que germinaron los movimientos intelectuales que a su vez nutrieron las «ideologías míticas» que nos ocupan. Según Pareto, la razón es un factor de secundaria importancia en lo que toca a la com-prensión de las motivaciones reales que impulsan la acción humana y permiten comprender la dinámica histórica. Marx, y en menor medida Weber, consideraron al hombre bajo el capitalismo como un ser centrado en lo racional y en cierto sentido perfectible, en tanto que Pareto produjo una imagen de lo humano como esencialmente inmutable e irracional.

De acuerdo con la teoría sociológica paretiana, la conducta humana abarca dos dominios separados y excluyentes: el de la ciencia y la lógi-ca, de un lado, y de otro lado el de los sentimientos, y es el sentimiento

–sostuvo Pareto– el que da origen a las fuerzas fundamentales y determi-nantes en la sociedad, convirtiéndose en factor clave del comportamien-to humano en la historia. La utilidad de una idea en el plano de la ciencia y la lógica puede ser, y usualmente es, muy distinta a su utilidad en la es-fera de lo social. En este terreno, las ideas son motorizadas por, y a la vez motorizan, emociones y mitos que dominan la conducta y se imponen claramente sobre las pretensiones de racionalidad a las que procuran su-jetarse espíritus cegados por una moral tradicional y represiva, y por una

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Citado por Irving Zeitlin, Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1982, p. 191. La muy apretada síntesis del pensamiento paretiano que he expuesto acá

ha sido tomada del excelente capítulo sobre su obra publicado en este libro, pp. 181-220. Ibid., p. 205.

Lee Harris, «Al Qaeda’s Fantasy Ideology», Policy Review, 114, August 2002. Véase el fascinante libro de Norman Cohn, The Pursuit of the Millennium. New York: Harper & Row, 1961.

concepción limitada de la realidad humana tal y como de hecho se ob-serva en el acontecer histórico. La lucha por la vida impulsa la actividad de los seres humanos, y esa lucha es dirigida por élites que representan el segmento más decidido y lúcido de una clase o un grupo; la decaden-cia de estas élites equivale a la de su grupo, y tiene lugar cuando un hu-manitarismo enfermizo se apodera de su sensibilidad: ello abre las puer-tas para su sustitución por otras élites, con la fuerza y el vigor suficientes para imponerse. «Toda élite –escribe– que no está dispuesta a luchar para defender su posición se halla en plena decadencia. No le queda nada por hacer, como no sea ceder el lugar a otra élite que tenga las cualidades viriles que a ella le faltan. Las instituciones sociales se establecen por la fuerza y se mantienen por la fuerza».34 Si bien la obra de Pareto, como la de Sorel, es susceptible de variadas y severas críticas tanto científicas como éticas, lo que me interesa destacar es su empeño en demostrar la significación de los factores no lógicos en la conducta humana, así como la de fuerzas históricas impelidas por sentimientos, visiones e impulsos que desempeñan un papel crucial en la existencia social. Su conclusión, articulada por Zeitlin, es que la conducta humana es hasta tal punto no racional «que excluye toda posibilidad de alterar el orden social de modo consciente y racional. La acción humana es el resultado de causas sen-timentales, las cuales son tan profundas y poderosas que no pueden ser contrarrestadas y superadas por sus débiles, insignificantes y ocasiona-les esfuerzos de llevar a cabo una acción consciente y racional».35

La exposición de este marco referencial en el plano de las ideas –des-de Weber hasta Sorel y Pareto–, nos permite ahora valorar la muy agu-da observación de Lee Harris sobre la relevancia y fuerza de ideologías que son de hecho el despliegue de una fantasía teatralizada, o, en términos más técnicos, de mitos con alto contenido de dramatización y una casi delirante aspiración epopéyico-utópica.36 Este tipo de fantasía política, que en ocasiones se apodera de amplias masas y las impulsa al paroxis-mo, ha sido analizado con referencia a casos anteriores al fascismo y al nazismo;37 mas el aporte sustancial de Harris consiste en su aplicación

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Milza, p. 317. Voegelin, «Les origines…», p. 445.

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a fenómenos más cercanos a nuestros días, que incluyen los movimien-tos encabezados por Mussolini y Hitler, e incluyen –con sus especifici-dades propias– al fundamentalismo islámico de hoy. Harris explica de qué manera los ejes ideológicos nazi y fascista alimentaron la génesis de una actitud y una visión que a su vez respondían a profundas ansiedades y aspiraciones colectivas, una actitud y una visión desprendidas del cho-que entre una brutal realidad y una búsqueda escapista de un mundo capaz de reivindicar la fantasía. Estas «ideologías fantasiosas» (fantasy ideologies), como las denomina Harris –y que yo prefiero llamar «ideolo-gías míticas»– reconocen la oportunidad que ofrece la ausencia de rea-lismo de ciertos grupos y le saca ventaja mediante el uso de símbolos y rituales, diseñados para permitir a los miembros del grupo jugar a una suerte de drama, la escenificación de una especie de epopeya colectiva. Esto fue lo que intentaron los jacobinos con su fantasía de revivir la Re-pública romana, Mussolini con su mito de recreación del Imperio roma-no, y Hitler con su utopía de restaurar el paganismo germano y asegurar el dominio de la «raza superior» aria en un Reich de mil años.

Es un serio error percibir tales ideologías míticas como meros inten-tos de cínica manipulación por parte de líderes inescrupulosos, ejercien-do un poder hipnótico sobre masas desprevenidas e ingenuas. Todos es-tos elementos de carisma, hipnosis colectiva y falta de realismo pueden estar allí, pero los líderes de este tipo de movimiento, y en particular per-sonajes como Mussolini y Hitler, asumían el mito y creían en el mismo tanto o más que sus seguidores: estos últimos les seguían porque el lí-der creía también, y con especial intensidad. Y no era poca cosa lo que postulaba como objetivo la mitología nazi y fascista: nada menos que re-modelar radicalmente la estructura social y al hombre mismo, en tanto que heredero de una cultura racionalista y humanitaria repudiada con ferocidad por un mito de violencia. En efecto, como señala Milza, lo que da su carácter totalitario al fascismo y al nazismo –también, por cier-to, al comunismo– es su ambición de producir un «hombre nuevo»38 o, en palabras de Voegelin, «un nuevo milenio en el sentido escatológico, transformando la naturaleza humana».39 Harris introduce el concepto de una «creencia transformadora», que está en la médula de las ideolo-gías míticas como creencia activa, orientada no a describir o explicar el

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Harris, p. 3. Véase su estudio «Some Notes Toward a Comparative Study of Fascism

in Sociological Historical Perspective», en W. Laqueur, ed., Fascism. A Reader’s Guide. Berkeley: University of California Press, 1976, pp. 34-35.

W. Benjamin, Illuminations. London: Jonathan Cape, 1970, p. 243. Sternhell, pp. 37, 386.

W. Benz, «The Ritual and Stage Management of National Socialism», en J. Milfull, ed., The Atractions of Fascism. New York: Berg, 1990, p. 273.

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mundo sino a cambiarlo: «Sostener que Mussolini, por ejemplo, creía iba a revivir el Imperio romano no implica que hizo una evaluación de la evidencia para llegar a esa conclusión. Lo que esto significa es que Mu-ssolini tenía la voluntad de creer que esa meta se lograría».40 La innova-ción clave de Mussolini estuvo en entender que para que un mito políti-co se inserte en las mentes y capture los corazones de grandes masas de gente es necesario teatralizarlo, darle el carácter de espectáculo y conver-tirlo en fantasía colectiva, que posibilite la identificación del grupo con el mito. Fascismo y nazismo postularon una aventura envuelta en estilo dramático, con nuevos símbolos, nueva retórica, nuevas formas de ac-ción y nuevos esquemas de interacción social, que satisfacían las ansias de amplios sectores desarraigados y acosados por la incertidumbre y la angustia de la vida moderna, en sociedades agudamente conflictivas. Todos estos ingredientes fueron combinados y dirigidos hacia el logro de un nuevo sentido de comunidad en un contexto de disciplina social y expansión dominadora, con un fuerte elemento de «romanticismo» po-lítico –como lo ha calificado Juan J. Linz.41

El componente mítico de estas ideologías va acompañado de un po-deroso elemento estético. El fascismo y el nazismo, como observó con impresionante lucidez Walter Benjamin, tienen como resultado «la in-troducción de la estética en la política», y su objetivo no es dar a las ma-sas sus derechos sino «el chance de expresarse» mediante rituales cen-trados en el culto a la personalidad de Duce y Führer, y la asimilación por cada individuo de la mitología dominadora.42 La importancia del ingre-diente estético en las ideologías nazi y fascista ha sido enfatizada tam-bién por Sternhell, en su ya citada obra.43 Este proceso de estetización de la política procura alcanzar el «éxtasis de los gobernados», en la apta frase de Wolfgang Benz;44 un éxtasis sustentado en la dramatización de la existencia, el exhibicionismo y la ilusión colectiva. El «hombre nuevo» fascista y nacionalsocialista se definía en términos primordialmente es-téticos en el marco de una ideología cuya sustancia siempre adoleció de

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Thomas J. Saunders, «A “New Man”: Fascism, Cinema and Image Creation», International Journal of Politics, Culture and Society, 12, 2, 1998, pp. 227-246; Richard M. Merelman, «The Dramaturgy of Politics», The Sociological Quarterly, 10, 1969, pp. 216-241. De Felice, p. 61.Weber, Economía y sociedad, p. 193.

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vacíos y deficiencias conceptuales de todo tipo. La teatralidad del poder es parte esencial de movimientos y líderes que utilizaron los instrumen-tos del drama con particular eficiencia, revistiéndose de, y proyectando, una visión del mundo centrada en la personalización de la política, el simbolismo, los llamados a la identidad grupal, y el uso de la catarsis y el suspenso para fortalecer el mito.45

En suma: fascismo y nazismo, como fenómenos históricos específi-cos, encarnaron no obstante un modo de concebir la política y de asu-mirla ideológicamente que posee raíces más permanentes en el modo de manifestarse los conflictos históricos a través del tiempo, incluso hasta nuestros días. En tal orden de ideas, tiene poco sentido preguntarse si esa estetización de la política, puesta en escena por Mussolini y Hitler, significó el ejercicio de un especial poder de seducción carismático sobre las masas por parte de estos dos personajes, o si más bien ellos represen-taron las emociones preexistentes, ya sentidas y reivindicadas por esos millones de individuos. Dicho en otros términos, ¿fueron esas masas manipuladas o construyeron ellas a sus conductores?; ¿conquistó Hitler a los alemanes o los representó? 46

A mi modo de ver, la respuesta correcta a estas interrogantes se en-cuentra en la teoría del carisma, tal y como la formuló Weber. Cabe re-cordar su definición de carisma como:

… la cualidad, que pasa por extraordinaria […] de una persona-lidad por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas so-brenaturales o sobrehumanas –o por lo menos específicamente extracotidianas y no asequibles a cualquier otro–, o como en-viados del dios, o como ejemplar y, en consecuencia, como jefe, caudillo, guía o líder. El modo como habría de valorarse «obje-tivamente» la cualidad en cuestión […] es cosa del todo indife-rente en lo que atañe a nuestro concepto, pues lo que importa es cómo se valora […] por los «adeptos».47

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405Para reconocer esa cualidad especial es, a mi parecer, imperativo que

en los potenciales adeptos preexistan ansias, anhelos, ambiciones y dis-posiciones que les posibiliten ver lo que, sin esas condiciones, segura-mente no verían, o al menos no con la misma intensidad y consecuen-cias. Hitler y Mussolini poseían cualidades innegables de liderazgo, pero la mitología que infundieron en sus masas de seguidores les halló pre-dispuestos a reconocer su mando y a admitir su teatro.

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El propósito principal de este estudio ha sido sostener que lo que he de-nominado la política del dominio hegemónico, que es lo opuesto a una polí-tica del consenso, y que se vio encarnada –la primera– en los movimien-tos fascista y nazi debe considerarse un objeto legítimo de estudio. La motivación de este esfuerzo se encuentra en los intentos de descalificar científicamente el análisis de este tipo de manifestación de la política ca-racterizándola de «irracional», sin que se tenga clara una definición de lo que se intenta decir con el término al ser aplicado a la acción humana en un contexto de conflictos. En tal sentido, he procurado distinguir entre los aspectos éticos del asunto y aquéllos que competen a su análisis des-de una perspectiva científica.

He argumentado igualmente que el fascismo y el nazismo deben ser considerados expresiones particulares de rasgos propios de la existencia humana en sociedad. Creo que son rasgos inerradicables, aunque a veces controlables –como en las democracias liberales– de una condición hu-mana compleja e imperfecta, en la que coexisten los más nobles impulsos con la reiterada propensión al conflicto, signado por la voluntad de domi-nio sobre nuestros semejantes. He insistido en que la tendencia, presente en la obra de Max Weber, a disminuir el valor de lo emotivo y a calificarlo como desviación irracional de un tipo ideal de acción puede en ocasio-nes obstaculizar la comprensión (científica, que es algo muy distinto a la justificación ética) de fenómenos políticos que repugnan a los valores de-mocráticos y de libertad individual, pero que sin embargo ponen de ma-nifiesto aspectos recurrentes en la historia de las luchas políticas.

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406No ha sido en modo alguno mi intención afirmar que toda crisis polí-

tica, en cualesquiera circunstancias, genera necesariamente al fascismo o al nazismo, y tampoco sostener que la tentación totalitaria se repite inevitable y reiteradamente en todo marco de aguda confrontación po-lítica. En tal sentido, debo retomar la aseveración hecha en el texto, se-gún la cual: «No toda erosión de una política del consenso tiene iguales características, y no todo desmembramiento de los contextos democrá-ticos origina necesariamente al fascismo y al nazismo». Cabe insistir en que mi meta ha sido colocar lo que llamé «el lado oscuro de lo humano» (que no es el único lado de lo humano) en un lugar que no obstaculice su estudio, en especial en el terreno político. De allí la referencia a Pareto y su empeño en demostrar la significación de factores no lógicos en la con-ducta humana.

Dos conclusiones adicionales a lo ya expuesto: en primer lugar, fas-cismo y nazismo encarnaron, más allá de su especificidad histórica, un modo de entender la política y de asumirla en el plano ideológico que se manifiesta de manera recurrente en los avatares históricos a través del tiempo, y que puede vislumbrarse en nuestros días, por ejemplo, en cier-tas expresiones del fundamentalismo islámico. En segundo lugar, fas-cismo y nazismo desplegaron fantasías teatralizadas en el ámbito de lo político, cuyo contenido dramático y aspiración utópico-epopéyica les confieren un carácter que enraíza con lo mítico, destacando nuevamen-te la relevancia de lo que Weber ubicaba en el nivel irracional para la vida humana.

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El desafío teórico y práctico del fascismo de los años 1920 y 1930 ocasionó enormes problemas al marxismo. Desde un punto de vista teórico, los marxistas se encontraron ante un fenómeno complejo y poco apto para las explicaciones simplificadoras; sin embargo, en su mayoría, los pensa-dores marxistas de la época, y otros posteriores, sucumbieron al impulso de encasillar rígidamente los movimientos fascistas dentro de los esque-mas tradicionales del marxismo ortodoxo. Por otra parte, en el terreno de la práctica política, el fascismo se abalanzó como un incontenible hu-racán sobre el movimiento obrero y las organizaciones de izquierda en Italia y Alemania, demoliendo un esfuerzo de décadas y transformando radicalmente las expectativas que por mucho tiempo se había trazado la dirigencia revolucionaria.

En líneas generales, los teóricos marxistas vieron al fascismo como una de las formas en que se expresan las contradicciones del capitalismo, y que asume ese sistema para contener y derrotar a la clase trabajadora, sus estructuras organizativas y aspiraciones políticas. En términos más específicos, los marxistas argumentaron que el fascismo era resultado de las contradicciones del período en que el capitalismo adquiere carác-ter monopolista, hallando obstáculos crecientes tanto para su expan-sión externa como en el plano doméstico en cada país. Lo que, no obs-tante, dejaban de explicar los marxistas era, por ejemplo: ¿Por qué Italia y Alemania, mas no Estados Unidos o Inglaterra? Otra interrogante cru-cial tenía que ver con la naturaleza de movimiento de masas del fascis-mo y la relativa facilidad con que logró imponerse sobre los vastos y bien estructurados aparatos políticos que la izquierda había construido a lo

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Citado por G. E. Rusconi, Teoría crítica de la sociedad. Barcelona: Martínez Roca, 1969, p. 162. Consúltense al respecto estas obras recientes: Michael Burleigh, The Third Reich. A New History. New York: Hill & Wang, 2000, y el impresionante estudio de Rainer Zitelman, Hitler. The Policies of Seduction. London: London House, 1998. Carlos Marx, Surveys from Exile. Harmondsworth: Penguin Books, 1973, pp. 35-249.

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largo de años de dedicación y sacrificio. Para los marxistas, como lo sin-tetizó Horkheimer en frases célebres: «Quien no quiera hablar del capi-talismo debe también guardar silencio en lo que se refiere al fascismo».1 En otras palabras, sin capitalismo no hay fascismo. Ahora bien, ¿por qué no todo capitalismo origina un fascismo?, y ¿qué es lo específico del capi-talismo o de algunas formaciones capitalistas que generan movimientos fascistas con posibilidades de hegemonía total? El intento de ubicar los orígenes del fascismo en un sustrato capitalista era cómodo en el plano teórico, pero no necesariamente iluminador. Los marxistas enfatizaban que el fascismo, a la vez de conquistar el poder político y asumirlo dicta-torialmente, procuraba igualmente preservar las bases económicas y so-ciales de la sociedad anterior, no sólo permitiendo la continuación de las contradicciones entre producción social y privada, sino reestructuran-do las cosas hacia la profundización de las relaciones de explotación, a favor del capital más «depredador» y contra los intereses fundamentales de la clase trabajadora. Esta caracterización fue en su momento excesi-vamente simplificadora, y aun no da cuenta de las significativas modifi-caciones socioeconómicas impulsadas por los movimientos fascistas en el poder, en particular por el nazismo hitleriano.2 La pretensión de ago-tar teóricamente al fascismo con la exclusiva referencia a su inserción en economías capitalistas dejaba mucho que desear, muchos aspectos inex-plorados, numerosos espacios sin adecuada interpretación.

Autores marxistas como August Thalheimer, para citar un caso, se limitaron al proceso de toma del poder político y de concentración del mismo en el ejecutivo, sobre la figura carismática de un Duce o un Führer, siguiendo los lineamientos expuestos por Marx en sus famosos ensayos sobre Luis Bonaparte y en torno a la experiencia sociopolítica francesa entre los años 1848 y 1850.3 De acuerdo con el esquema de Thalheimer, el triunfo del fascismo implicaba que, en determinada coyuntura de agudi-zación de las crisis, la burguesía admitía que la preservación de su poder socioeconómico hacía necesario ceder el poder político directo, colocarlo en manos de los movimientos fascistas y concentrarlo en manos «segu-ras». El fascismo, de acuerdo con Thalheimer, constituía una de las for-

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El principal estudio de Thalheimer sobre el tema es resumido por De Felice en su obra Les interprétations du fascisme. Paris: Éditions des Syrtes, 1971, pp. 74-76, y por Rusconi, pp. 164-169.

Leon Trotsky, The Struggle Against Fascism in Germany. Harmondsworth: Penguin Books, 1975, p. 56.

mas de ejercicio de la dictadura explícita de la burguesía. No era la única, pero sí tal vez la más feroz.4 Este aspecto clave sobre el radicalismo del fascismo estuvo en el centro del análisis que hizo Trotsky del fenómeno, que se distinguió por su lucidez frente a los desvaríos, equívocos y fata-les errores interpretativos acerca del fascismo por parte del movimiento comunista oficial de los años 1920 y 1930, encarnado en la Tercera Inter-nacional y Stalin. A diferencia de estos últimos, que por un tiempo vie-ron en el fascismo una manifestación de la presunta decadencia y virtual desaparición progresiva del capitalismo, Trotsky percibió con extraordi-naria perspicacia la fuerza avasalladora de la amenaza que se perfilaba en el horizonte europeo de la época para la clase obrera y sus organizaciones políticas. El ex jefe del Ejército Rojo, perseguido y acosado por sus ene-migos a las órdenes de Stalin, no abrigó jamás dudas sobre la naturaleza profundamente radical del fascismo-nazismo y acerca del destino que cabía esperar para la izquierda bajo los nazis, que en este caso no sería otro que la destrucción total del movimiento obrero alemán. Por lo tan-to –argumentaba desde su exilio a partir de finales de los años 1920– era necesario unir esfuerzos para cerrarle el camino al fascismo y eliminarle antes de que fuese demasiado tarde.

Según Trotsky, era sencillamente una locura negar –como lo hacían los estalinistas de la Tercera Internacional– la diferencia entre la llama-da democracia burguesa, con sus libertades limitadas pero libertades al fin, y el fascismo, calificándoles a ambos como formas parcialmente di-ferentes pero en esencia similares de la misma opresión capitalista. Sos-tener que «en última instancia no hay diferencia entre los socialdemó-cratas y los fascistas» era, escribía Trotsky, lo mismo que afirmar que «no hay diferencia entre un enemigo que engaña y traiciona a los trabaja-dores y un enemigo que simplemente quiere matarlos».5 En una demo-cracia parlamentaria era posible la negociación y la convivencia social y política, así como el mantenimiento de organizaciones autónomas de la clase obrera: sindicatos, asociaciones, partidos políticos, con una pren-sa libre y con amplia libertad de acción. El fascismo significaba el fin de todo esto, el cese de la negociación entre las clases y grupos sociales y la liquidación de cualquier forma de poder independiente de la clase obre-

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6 Ibid., p. 90.

ra. El enemigo número uno eran Hitler y los nazis, y era criminal por par-te de la dirigencia de la Internacional y del Partido Comunista Alemán apegarse a la postura política estalinista que escindía a comunistas de socialdemócratas, debilitando así de manera decisiva el movimiento obrero y abriendo a los nazis la vía de la victoria.

Con notable clarividencia Trotsky visualizó las características radi-cales y totalitarias del fascismo-nazismo, su sed destructiva y su revo-lucionaria voluntad de llevar hasta el fin los principios de odio que pro-clamaba. Sus escritos de los tempranos años 1930 son como clarinadas de alarma que todavía hoy impresionan. Ya en 1931 Trotsky escribía que «Una victoria del fascismo en Alemania significa inevitablemente una guerra contra la Unión Soviética»,6 como en efecto ocurrió una déca-da más tarde. Pero Stalin y sus acólitos tardaron demasiado en reaccio-nar y caer en cuenta de cuán peligroso era Hitler realmente. Sólo en julio de 1935, con los nazis ya sólidamente instalados en el poder, el Séptimo Congreso de la Internacional Comunista celebrado en Moscú cambió la estrategia política, hasta entonces ejecutada por la organización frente a la amenaza nazi-fascista, acogiéndose ahora a una de «frente amplio» o «frentes populares» con base en la unidad de todas las fuerzas «progre-sistas».

La catástrofe política que significó el triunfo del fascismo en la Euro-pa de los años 1920 y 1930 –cabe enfatizarlo– se patentizó no solamente en el terreno de la práctica sino también en el de la teoría. Los pensa-dores marxistas, encerrados en sus dogmas y limitados por sus compro-misos, se dedicaron a establecer una conexión directa entre fascismo y capitalismo democrático-liberal, argumentando que el primero tan sólo ponía de manifiesto la verdadera esencia del segundo, con la consecuen-cia concreta de vulnerar las murallas de resistencia democráticas ante la amenaza radical de movimientos que, si bien nacían del seno de socie-dades capitalistas, representaban un proyecto profundamente distinto al del liberalismo y encarnaban motivaciones de muy diversa índole.

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Me refiero al libro de Hobbes, publicado luego de su muerte y titulado también: Behemoth, or the Long Parliament. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1990. En la escatología hebrea, Behemoth y Leviatán son nombres que designan monstruos, uno gobierna la tierra y otro el mar, y son figuras del caos.

Franz Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo. México: Fondo de Cultura Económica, 1983, p. 24.

Ibid., p. 25. Ibid., p. 27.

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El fin de la democracia alemana, el triunfo de Hitler y la construcción del nuevo Estado nazi planteó nuevos retos a los teóricos marxistas. Los aportes de ese tiempo tienen una calidad desigual, mas entre ellos desta-ca la monumental obra de Franz Neumann, cuyo título, Behemoth, evi-dencia de entrada una honda raíz hobbesiana.7 En este lúcido estudio Neumann se preocupa fundamentalmente por las vulnerabilidades que afectan la concepción liberal en el marco de una democracia de masas, sometida a la conflictividad social y al impacto de crisis económicas ca-paces en determinadas coyunturas de desmembrar los pactos sociales y producir el quiebre del Estado. Neumann tenía en mente la experiencia de la democracia alemana de Weimar y su destrucción por el radicalis-mo político, pero su aspiración en el libro es trascender ese caso histó-rico y ubicar nítidamente su indagación sobre el principio de que «toda teoría constitucional no es sino una ilusión, a menos que la acepten las fuerzas decisivas de la sociedad».8 A Neumann le interesa el problema hobbesiano del orden, la creación de un esquema de convivencia estable garantizado por la vigencia de una autoridad clara y firme. Un orden se-mejante no puede sustentarse meramente en normas sino en acuerdos previos que reflejan la verdadera «correlación de fuerzas» en la sociedad, y de la cual las normas son meras expresiones codificadas. Una Cons-titución, dice, «es algo más que su texto legal, es también un mito que exige lealtad a un sistema de valores eternamente válido».9 Los pactos sociales, desde luego, requieren una base principal de acuerdo, una fun-damental armonía entre los componentes del cuerpo social, no obstante «como la sociedad es en realidad antagónica, la doctrina pluralista tiene, tarde o temprano, que quebrar».10

En esta obra, Neumann admite la teoría de Carl Schmitt sobre la pre-sunta incompatibilidad entre el liberalismo y la democracia, pues «la de-mocracia aplica el principio de que existe una identidad entre gobernan-

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Ibid., pp. 63-64. Estas ideas provienen de Carl Schmitt, a quien de hecho Neumann menciona. Véase el estudio de Schmitt, Sobre el parlamentarismo. Madrid: Tecnos, 1996, pp. 12-22. Jean-Jacques Rousseau, Del contrato social-Discursos. Madrid: Alianza Editorial, 1996, p. 23. Neumann, p. 125. Ibid., p. 516. Franz Neumann, The Rule of Law: Political Theory and the Legal System in Modern Society. Leamington: Spa Publishers, 1986. Mi resumen sigue el de Francisco Colom González en Las caras del Leviatán. Una lectura política de la teoría crítica. Barcelona: Anthropos, 1992, pp. 126-142.

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tes y gobernados. Su sustancia es la igualdad [y la homogeneidad, ar] y no la libertad». Según Neumann (y Schmitt), a partir de la Revolución Francesa, la base de la democracia ha sido la homogeneidad nacional, y fue Rousseau quien articuló esta noción al postular que la homogenei-dad nacional significa unanimidad. En tal sentido, «las libertades civiles y los derechos inalienables constituyen la negación de la democracia […] pues la teoría del contrato social significa que el ciudadano, al celebrar el contrato, entrega sus derechos a la comunidad».11 Dejando de lado la polémica en torno a si es atinada o no la interpretación de Rousseau que hacen Neumann y Schmitt, lo importante de resaltar para nuestros pro-pósitos es el contraste que Neumann establece entre esta concepción de la sociedad como una masa homogénea, como un «cuerpo moral y co-lectivo» –en palabras del propio Rousseau–,12 y de otro lado el plantea-miento hobbesiano de acuerdo con el cual el interés egoísta de cada cual puede, en cierta medida, mantener unida a la sociedad, en tanto que el Estado permanece como sumatoria de voluntades individuales, aunque sus miembros carezcan de una finalidad común.13 El impulso central de este libro de Neumann se propone señalar las grietas y deficiencias de la perspectiva liberal en tiempos de democracia de masas y de mitos políti-cos homogeneizadores. No obstante, en su detallada caracterización del Estado nazi, Neumann admite la radical ruptura de este último con la tradición liberal. El «Behemoth» nazi, sostiene, no fue propiamente un Estado sino una especie de «no Estado», casi por completo desprovisto de racionalidad jurídica, sustentado en el poder carismático y regido por sus prerrogativas.14

Este reconocimiento de Neumann es muy superficial y limitado. En realidad, el eje de su pensamiento en este ámbito se dirige a mostrar que el autoritarismo fascista pone de manifiesto un «núcleo irracional» o esencia original del liberalismo, presente supuestamente en la deficien-te fundamentación de la doctrina liberal sobre la soberanía. Sus argu-mentos, expuestos con mayor detalle en otra obra,15 se desprenden de

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He discutido este tema, rechazando la visión de un Hobbes «liberal», en mi estudio, «¿Fue Hobbes un liberal?», en A. Romero, Estudios de filosofía política. Caracas: Panapo, 1998, pp. 215-232.

Colom González, p. 127.

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un análisis de Hobbes como presunto precursor del liberalismo,16 en función de un naturalismo que planteaba la soberanía como garantía de un orden capaz de preservar la existencia y determinados derechos de los individuos, frente a la amenaza disgregadora de la anarquía. El pacto protección-obediencia entre soberano e individuos se transformó, en las constituciones liberales, en un esquema abstracto pero con sentido mo-ral y legal, dentro del cual la inicial «soberanía absoluta» se ve decisiva-mente menguada por la división de los poderes del Estado y los diversos sistemas de limitación de las atribuciones gubernamentales, así como de los derechos y autonomía relativa de los ciudadanos.

Ahora bien, para Neumann estas construcciones de la razón libe-ral yacían sobre terreno frágil, pues la relación entre derecho y poder es siempre el resultado de compromisos inestables, cuya juridicidad es en el fondo la materialización efímera de acuerdos fraguados histórica-mente a través de los cambiantes conflictos en la sociedad. De allí que en su reconsideración de la doctrina liberal, Neumann abordó lo que a su modo de ver ha sido «la incapacidad de las teorías jurídicas posteriores a Hobbes para justificar con argumentos liberales el ejercicio de la sobera-nía». En última instancia, afirmaba, el totalitarismo fascista del siglo xx no había hecho en el terreno jurídico sino «resucitar y servirse para sus fines del núcleo de irracionalidad oculto en la primitiva doctrina liberal de la soberanía como monopolio de la violencia».17 En otras palabras, se-gún Neumann, el logro liberal centrado en la reivindicación de un espa-cio de autonomía para los individuos, y de limitación de las atribuciones del Estado, es por definición precario debido a la constante dinámica de lucha y recurrente inestabilidad que caracteriza la vida social. Por enci-ma de ese logro liberal se suspende, amenazante y permanentemente, el peligro de un retorno del Leviatán con toda su fuerza soberana, impo-niendo su voluntad sobre los indefensos individuos: «Para Neumann, la justificación del monopolio estatal de la violencia constituía en las doc-trinas del derecho natural una reserva de irracionalidad, una mácula ile-gítima en el ámbito de la racionalidad burguesa». En su opinión, el fas-cismo había resucitado «esa racionalidad oculta y latente en las teorías políticas liberales elevándola al rango de principio absoluto».18 Tam-

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Ibid., p. 135. Herbert Marcuse, «La lucha contra el liberalismo en la concepción totalitaria del Estado», en Cultura y sociedad. Buenos Aires: Sur, 1968, pp. 14-44. Colom González, pp. 135-136.

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bién Marcuse, otro autor marxista de ese tiempo, quiso ver en el totali-tarismo nazi-fascista una especie de puesta de manifiesto de la esencia del liberalismo, pues «en el racionalismo liberal están ya preformadas aquellas tendencias que más tarde, con la transformación del capitalis-mo industrial en el capitalismo monopolista, asumirán carácter irracio-nal». El Estado totalitario, a su modo de ver, proporcionó «la organiza-ción y la teoría de la sociedad que corresponde al estadio monopolista del capitalismo».19

¿No había, no obstante, sostenido Neumann que el Estado nazi era un anti-Estado? Su obra concluye en que si bien el Leviatán representaba el absolutismo, pero –como en Hobbes– posibilitaba un margen de au-tonomía al individuo que podía exigir la protección del soberano según el pacto, el Behemoth nazi encarnaba más bien el reino de la ilegalidad y el desorden normativo, reflejando así «el lado oculto» del liberalismo.20 Dicho de otra manera, para Neumann –y Marcuse– el estado totalitario nazi expresaba la verdad del liberalismo, que era una verdad oscura, no de libertad, sino de opresión, no de autonomía individual sino de con-trol por el poder. Paradójicamente, el peligro de que la soberanía limitada del Leviatán deviniese en soberanía absoluta no se tradujo bajo Hitler en una estructura estatal ordenada, sino en el reino del caos signado por la acción de un desenfrenado Behemoth. En cambio, bajo el totalitarismo comunista, sí pudo llegarse eventualmente a un Leviatán medianamen-te ordenado en lo normativo. ¿Habrían admitido Neumann y Marcuse que el comunismo, y no el nazismo, reflejó la verdad del liberalismo?

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Neumann focaliza especial interés en la fragilidad de los pactos socia-les, y en especial en la vulnerabilidad de las sociedades pluralistas. Cier-tamente, la cohesión y unidad de las sociedades, abiertas y cerradas,

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415no está jamás garantizada ni es eterna; de por sí, esta constatación no es particularmente original. Lo verdaderamente interesante es, por un lado, definir con precisión cuáles son los rasgos específicos de los arre-glos liberal-pluralistas que generan su decadencia, y compararles con as-pectos de sociedades cerradas, para alcanzar conclusiones acerca de los mecanismos de sostén de cada tipo de sociedad, sus fortalezas y debili-dades. Al fin y al cabo, la experiencia del siglo xx puso de manifiesto tan-to la posibilidad de que los arreglos liberal-democráticos sucumbiesen al radicalismo político, y de igual manera la persistencia y coherencia de los mismos, que finalmente se impusieron en luchas titánicas contra el totalitarismo a escala global. No tiene, por tanto, mayor sentido postu-lar que, por ejemplo, el liberalismo produce sociedades «inherentemen-te frágiles», pues bien podría afirmarse que de un modo u otro todas lo son. Por otra parte, sí me parece valiosa la observación de Neumann so-bre las constituciones como mitos o sistemas de mitos socioculturales, observación que resalta la relevancia de los valores en los arreglos políti-cos y al mismo tiempo destaca la función de factores emocionales en la construcción del entorno existencial colectivo.

Es también muy cuestionable la concepción de Neumann, basada en Schmitt, sobre la democracia como homogeneidad. De hecho, la más só-lida democracia de los pasados dos siglos, la democracia norteamericana, ha devenido en un orden político multiétnico, y sin embargo alcanza en los albores del siglo xxi una especie de clímax de inmenso poderío a es-cala internacional, preservando la Constitución que en su origen se dio la República, así como la estructura fundamental de sus instituciones y prácticas políticas tradicionales. Difícilmente puede el caso norteameri-cano citarse como ilustración de fragilidad de los arreglos liberal-demo-cráticos, sin pretender con ello despejar las inevitables tensiones, fallas y conflictos presentes en una sociedad compleja de semejante magnitud.

Como antes vimos, la idea marxista del fascismo como verdad de la sociedad liberal-capitalista tiene escaso sentido, pues para empezar deja sin explicar por qué el fascismo no puso de manifiesto esa verdad en to-das las sociedades capitalistas, en especial en las más desarrolladas de la época, como la Gran Bretaña y los Estados Unidos, sino que sólo triun-fó claramente en sociedades con arreglos socioeconómicos y tradiciones políticas más bien poco «liberales», como Italia y Alemania. Los teóricos marxistas que elaboraron esta idea redujeron la complejidad de la socie-dad capitalista-liberal-democrática a una especie de «esencia» abstracta

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John Locke, Second Treatise of Government. Indianapolis: Hackett Publishing Company, 1980, p. 83.Colom González, p. 135. Locke, pp. 68, 70, 83-88.

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que es a la vez «revelada» y «ocultada» por las diversas materializacio-nes de esa sociedad en distintos países y coyunturas históricas. Desde esta perspectiva, a medida que la historia avanza se despliega también de manera más clara esa esencia del liberalismo, que según estos pensa-dores marxistas no puede ser otra que el fascismo. Este planteamiento sustituye el análisis concreto de las situaciones sociales por una fórmula abstracta y desprendida de la realidad, y su objetivo no es otro que reite-rar la condena marxista al liberalismo a través de su transfiguración en fascismo. En el proceso, los teóricos marxistas en cuestión distorsiona-ron gravemente el liberalismo, minimizando varios de sus componentes fundamentales y alterando el sentido de una tradición de pensamien-to político mucho más compleja y sutil de lo que jamás podría apreciar-se en las toscas interpretaciones –en esta materia en particular– de un Neumann o un Marcuse.

En este orden de ideas, cabe referirse al señalamiento de Neumann sobre otra presunta «reserva de irracionalidad» en el liberalismo, vincu-lada al problema de la justificación del monopolio estatal de la violencia y referida, en el caso de Locke, al tema del «poder prorrogativo». Se trata de un concepto que expone Locke en su Segundo Tratado, y que define como «un poder, en manos del gobernante, destinado a proteger el bien común, en aquellos casos excepcionales que se desprenden de circuns-tancias impredecibles e inciertas, y que no puedan ser adecuadamente manejadas con base en leyes ciertas e inalterables…».21 Es evidente que Locke se refiere acá a poderes «de emergencia» para circunstancias ex-cepcionales. Neumann intenta convertir este postulado en un salto al va-cío hacia el autoritarismo,22 en una operación conceptual –a mi modo de ver– injustificada, en vista de la fuerza inconfundible de la posición lockeana contra la arbitrariedad del gobierno.23 Como bien señala Wo-lin, lo verdaderamente crucial en el liberalismo es su idea de la sociedad como una especie de intrincada red de actividades llevadas a cabo por actores que ignoran todo principio de autoridad; la sociedad es un «or-den espontáneo» y la acción social carece del elemento característico de la acción política, es decir, el imperativo de recurrir al poder. Este último se admite en un grado mínimo en un sentido general-filosófico, aunque

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24Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1973, pp. 323, 326, 328.

es cierto que Locke permite un campo de acción a la actividad del gobier-no. Lo hace, no obstante, con la renuencia propia de una tradición –la liberal– para la cual el orden político es «como un remedio modesto, de sentido común […] algo así como un mejor conjunto de comodidades para quienes ya poseían casas, y no un refugio desesperadamente erigi-do por quienes no tenían vivienda».24

Sostener que una tradición de pensamiento como la liberal, una tra-dición que nace del esfuerzo para proteger a los individuos de las preten-siones del poder político, encuentra su «verdadera esencia» en el totali-tarismo fascista me parece, más que una distorsión, una parodia.

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La discusión en torno a la obra teórica y trayectoria política de Carl Sch-mitt es variada e intensa, y acerca de la misma quiero abordar en este es-tudio dos temas: El primero tiene que ver con la cuestión de si el respaldo que dio Schmitt a Hitler y los nazis a partir de la toma del poder por estos últimos en 1933, y que se prolongó hasta el fin de la guerra, se encontraba ya implícito en las concepciones teóricas del controversial jurista y filó-sofo político, en particular en el desarrollo de su obra durante la vigen-cia del experimento republicano de Weimar en Alemania (1918-1933). En otras palabras, ¿se hallaban presentes en la obra teórica de Schmitt as-pectos y tendencias que de manera sustantiva le predispusieron y even-tualmente condujeron a respaldar el nacionalsocialismo? En segundo lugar, y estrechamente vinculado a lo anterior, procuraré dar cuenta de la polémica sobre si Schmitt intentó fortalecer las instituciones republi-canas antes del triunfo nazi, así fuese mediante procedimientos extre-mos como la dictadura presidencial, o si más bien su objetivo fue siem-pre socavar la República parlamentaria y sustituirla definitivamente por un régimen de fuerza, con naturaleza y sentido muy diferentes a la idea clásica del equilibrio de poderes.

Con respecto a la primera interrogante argumentaré que, en efecto, la obra de Schmitt pone de manifiesto ideas y propuestas que permiten dar cuenta sin mayores sorpresas de su apoyo a Hitler. De otro lado, sin em-bargo, puede admitirse razonablemente que es posible que Schmitt haya sido dejado atrás, al menos en alguna medida, por el radicalismo pagano del nazismo, y que su apuesta por Hitler, al igual que la de otros conser-vadores alemanes de la época, fue desbordada por la dinámica irracio-

La ruta hacia el nazismo:

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Véase al respecto, por ejemplo, la Introducción de George Schwab a la edición inglesa de la obra de Carl Schmitt, The Concept of the Political. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1996, pp. 3-16. Igualmente, Joseph Bendersky, «The Expendable Kronjurist: Carl Schmitt and National Socialism, 1933-1936», Journal of Contemporary History, 14, 1979.Sobre una argumentación en estas líneas, véase Heinrich Meier, The Lesson of Carl Schmitt. Chicago & London: The University of Chicago Press, 1998, pp. 149-151. Sobre el antisemitismo de Schmitt, consúltese su obra El Leviatán en la teoría del Estado de Tomás Hobbes. Buenos Aires: Struhart & Cia., 1990, pp. 59-63, 69-74.Véase mi estudio «Filosofía e ideología política: El caso Heidegger», publicado en este volumen.Paul Gottfried adopta esta interpretación apologética y contraria a gran parte de la evidencia en su obra, Carl Schmitt. London: The Claridge Press, 1990, en la que afirma que el respaldo de Schmitt al régimen nazi fue una táctica oportunista centrada en la sobrevivencia personal, pp. 35-40, 50.

nal de un movimiento que llegó mucho más allá de lo que habían cal-culado ciertos partidarios tradicionales de un Estado fuerte. Este sector conservador, que pretendió con enorme torpeza «domesticar» a Hitler y colocar a los nazis a su servicio, pagó muy caro su atrevimiento, fruto de la vanidad, de una miope voluntad de dominio y de la incapacidad para asimilar la naturaleza radical del carisma y metas de Hitler. Si bien Schmitt trató en diversos momentos, antes del ascenso nazi al poder en 1933, de fortalecer al ejecutivo establecido en la Constitución de Weimar, y de oponer resistencia a los movimientos extremistas o «partidos tota-les» –los nazis y los comunistas–, su propósito primordial siempre se dirigió a liquidar la República y no a salvarla, como algunos intérpretes han argumentado.1 Aunque considero plausible que Schmitt haya teni-do ocasionales momentos de duda y observado con inquietud algunos aspectos del régimen nacionalsocialista,2 en particular su neopaganis-mo, no me cabe duda de que Schmitt fue un nazi en todo lo fundamen-tal, un antisemita,3 y un servidor fiel del régimen, que de paso, ya con-cluida la guerra, jamás llevó a cabo una verdadera autocrítica, un tema

–entre otros– en el que su caso se asemeja mucho al del filósofo Martin Heidegger.4

Siendo excesivamente indulgentes podría decirse que la experiencia de Schmitt en su tiempo convulsionado puso de manifiesto las claudica-ciones a las que es capaz de llegar un intelectual en su afán de congraciarse con los poderosos de turno.5 Una interpretación menos condescendien-te, que me parece más realista y ajustada a los hechos, requiere explicar el nazismo de Schmitt como el resultado de su obsesión antiliberal, de su predilección autoritaria, de su xenofobia en general y de su odio hacia los judíos en particular. Dicho en otros términos, el nazismo de Schmitt, al que llegó –entre otras vías conceptuales– a través de su noción de «Esta-

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Citado en Renato Cristi, Carl Schmitt and Authoritarian Liberalism. Cardiff: University of Wales Press, 1998, p. 210.

Citado en Richard Wolin, «Carl Schmitt. The Conservative Revolutionary. Habitus and the Aesthetics of Horror», Political Theory, 20, 3, August 1992, p. 424.

do total», constituyó el punto final en la práctica de su combate militante contra la República parlamentaria, de su repudio al pluralismo demo-crático, de su apego a una salida dictatorial, de su permanente adhesión a la opción de un «Estado fuerte» y por último de su disposición a admi-tir que los nazis, aunque lo hiciesen a veces con métodos excesivamente heterodoxos para una mentalidad tradicionalista como la suya, llevaron a cabo las tareas que él ansiaba ver cumplidas. Ese resultado concreto, el desenlace específico que acabó con la República de Weimar, selló el «pac-to» entre Schmitt y Hitler. Los nazis, en palabras de Schmitt, fueron ca-paces de «identificar al enemigo mortal del pueblo alemán» y de pros-cribir al Partido Comunista,6 de liquidar el «pluralismo anarquizante» y establecer la dictadura que Schmitt ansiaba. Cuando llegó la hora decisi-va Schmitt estuvo plenamente dispuesto a jugárselas con Hitler, y a radi-calizarse en paralelo a la radicalización del totalitarismo nazi. El nazismo de Schmitt, como el de Heidegger, fue tan sórdido y condenable como el de muchos otros, mas sus razones para asumirlo tuvieron peculiaridades que es importante analizar y que van más allá de un mero oportunismo u ocasionalismo decisionista. Como tantos intelectuales que descubren la política y pretenden someterla a sus dictados teóricos, Schmitt hizo una apuesta que satisfizo algunos de sus más profundos anhelos y que le aca-rreó costos que no supo prever.

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Con la llegada de Hitler al poder, escribió Carl Schmitt, «murió Hegel».7 Esta frase sintetiza su convicción de que la victoria nazi había acabado de una vez por todas con el Estado constitucional, liberal y burgués, y con su presunta «normalidad». En realidad, según Schmitt, una normalidad que no era otra cosa que una máscara, tras la que se ocultaba la negación

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Carl Schmitt, Political Theology. Cambridge: The mit Press, 1988, pp. 63, 66. Heinrich Meier, The Lesson of Carl Schmitt, p. 44. Carl Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy. Cambridge: The mit Press, 1992, p. 56. Karl Löwith, «The Occasional Decisionism of Carl Schmitt», en Martin Heidegger and European Nihilism. New York: Columbia University Press, 1995, p. 144. Ibid., pp. 146, 150.

de toda noción de seriedad moral, y el fatuo esfuerzo por suprimir el im-perativo de la «decisión fundamental» sobre quiénes somos, qué quere-mos y cuál es nuestro enemigo. El regocijo de Schmitt por la metafórica muerte de Hegel sólo puede entenderse en su verdadera dimensión si asi-milamos en el plano teórico el radicalismo de su odio al liberalismo y todo lo que éste representa, que para Schmitt se resume en la meta de paralizar las decisiones políticas y morales mediante una pretendida neutralidad, que aspira ser el camino hacia el logro de «una realidad paradisíaca de la existencia natural inmediata en la concreta ausencia de problemas». La esencia del liberalismo, sostiene, «es la negociación, el cauteloso término medio, movidos por la esperanza de que la disputa definitiva, la decisiva batalla sangrienta, se convierta en un debate parlamentario y posibili-te que la decisión se postergue para siempre en una infinita discusión».8 A todo esto Schmitt opone la convicción de que cada individuo y cada colectividad requieren establecer una clara distinción entre amigo y ene-migo, como la decisión determinante de su vida misma. En este sentido, el «concepto de lo político» constituye la vía del autoconocimiento; nos conocemos en la medida en que conocemos al enemigo y definimos al enemigo definiéndonos a nosotros mismos: «Lo reconocemos como el enemigo que nos pone en cuestión, o como al que ponemos en cuestión en tanto nos conocemos […] El enemigo se hace amigo contra su volun-tad en la senda hacia el autoconocimiento, que se transforma de pronto en fuente de enemistad cuando asume una figura visible».9

Sería errado suponer que este imperativo de diferenciación –esta «de-cisión moral» fundamental capaz de proveer un sustento para la absolu-ta distinción entre el bien y el mal–,10 es presentada por Schmitt como un fin en sí misma, como expresión de un apego a la guerra por la guerra misma, y que se trata, como afirma Löwith, de una «decisión que flo-ta en el aire […] sostenida en la nada».11 Según Löwith, Schmitt formu-la un «nihilismo activo» y absoluto, caracterizado por su «indiferencia» con relación a cualquier tipo de contenido sustantivo de la política, en tanto se produzca lo que verdaderamente importa: una decisión.12 Ahora

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Sobre esta relevante distinción, véase Leo Strauss, Nihilisme et politique. Paris: Éditions Payot & Rivages, 2001, p. 33.

Carl Schmitt, «La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones», en El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial, 1991, p. 121.

Karl Popper, The Open Society and Its Enemies, vol. 1. London: Routledge & Kegan Paul, 1969, p. 173.

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bien, si entendemos por «nihilismo», a la manera de Strauss, velle nihil, es decir, querer la nada, ansiar la destrucción de todo incluido uno mis-mo como voluntad de autodestrucción, habría que aclarar entonces que el supuesto nihilismo de Schmitt no es «absoluto», no expresa el deseo de una destrucción total sino de algo muy preciso: la destrucción de la civilización moderna, liberal, secular y materialista en cuanto que con-sumista.13 Más específicamente, apunta con singular sutileza Strauss, hablamos acá de un nihilismo –el de Schmitt y otros intelectuales con-servadores alemanes de la época– que quiere la destrucción de esa civi-lización en cuanto la misma posee una significación moral, una «moral» que Schmitt desestima como intrascendente y que más bien considera inmoral o amoral. No hay en Schmitt un combate contra los medios téc-nicos modernos sino contra lo que percibe como la decadencia moral de lo moderno. Schmitt argumenta que «toda política fuerte habrá de ser-virse» de la técnica, y lo que le inquieta es determinar finalmente «qué clase de política adquiere suficiente fuerza como para apoderarse de la nueva técnica, y cuáles son las verdaderas agrupaciones de amigo y ene-migo que prenden sobre ese nuevo suelo».14

El presunto nihilismo de Schmitt –que en realidad no es tal, pues Schmitt defiende unos valores, aunque puedan resultarnos repudiables– constituye una toma de posición, una protesta contra las implicaciones de la sociedad abierta y liberal-democrática y a favor de una sociedad ce-rrada, en términos establecidos por Popper, según los cuales la sociedad cerrada es tribal, protectora de las tradiciones y paternal hacia los indivi-duos, proporcionando a éstos estabilidad y paz interior, pero sobre todo un orden clara y firmemente estructurada de certidumbres morales y seguridades existenciales de identidad frente a los «otros».15 La protes-ta schmittiana se dirige contra el tipo alternativo de sociedad, la socie-dad abierta y liberal, que es percibida como inmoral o al menos amoral, como una colectividad en la que convergen los que buscan el placer, el beneficio, el poder irresponsable y en síntesis la ausencia de seriedad mo-ral, la carencia del coraje para definir al enemigo y asumir a plenitud el desafío de la existencia, mediante la decisión suprema acerca de lo que

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Strauss, p. 35. Este tipo de rechazo moral basado en la percepción de una amenaza a lo que es más sublime en el hombre por parte de una civilización «impura» se encuentra también, con las variaciones del caso, en Platón. Véase La República. Madrid: Alianza Editorial, 2001, pp. 145-146. Igualmente en Rousseau, en sus «Lettre a M. D’Alembert» y «Considérations sur le Gouvernement de Pologne», en Oeuvres choisies. Paris: Éditions Garnier Frères, 1962, pp. 123-234, 337-417, y por supuesto en Nietzsche. Consúltese su obra, Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza Editorial, 2001, pp. 86-93, 139-142, 151-154, 389-401.Rafael Agapito, Introducción a la edición en castellano de la obra de Schmitt, El concepto de lo político, pp. 25-26. Schmitt, «La era de las neutralizaciones…», pp. 109, 115. Ibid., pp. 121-122.

somos y lo que queremos ser. La sociedad abierta «no conoce lo subli-me», escribe Strauss; 16 su ligereza espiritual, de acuerdo con Schmitt, suscitó en temperamentos como el suyo y el de otros intelectuales de ese tiempo y circunstancias –Spengler, Heidegger, Jünger, entre otros–, un profundo rechazo, que abarcó el pacifismo, el liberalismo «discuti-dor», el internacionalismo que erosiona las diferencias entre naciones y grupos étnicos, así como el incesante y ciego consumo de toda suerte de mercancías materiales y espirituales. Se trata de un repudio guiado por una fervorosa pasión negativa, profunda e irrevocable, de una renuncia a la sociedad pluralista en la que coexisten intereses y perspectivas mo-rales e ideológicas contrapuestas, un rechazo que a su vez genera, en el caso de Schmitt, la petición de que el Estado asuma la tarea de expresar y mantener la unidad, homogeneidad e identidad políticas del colectivo frente al «enemigo».17

La argumentación de Schmitt se sustenta en una visión de las «eta-pas que ha recorrido el espíritu europeo en los últimos cuatro siglos», etapas que a su modo de ver han ido de lo teológico a lo metafísico, de allí al moralismo humanitario para luego desembocar en la economía, transitando una senda descendente de secularización en el marco «de una tendencia general a un neutralismo espiritual».18 Este rumbo de de-cadencia ha pretendido que «cesase la lucha», abandonando «lo que ha-bía constituido hasta entonces el centro de gravedad, la teología, porque constituía un terreno conflictivo». No obstante, dice Schmitt, «el cen-tro de gravedad de la existencia humana no puede ser un dominio neu-tral», ya que «El espíritu lucha contra el espíritu, la vida contra la vida, y es de la fuerza de un saber íntegro de donde nace el orden de las cosas humanas».19 En su tiempo Schmitt percibió que esa ausencia de centro de gravedad para la existencia se encarnaba en el esfuerzo liberal por se-parar la política de la economía, por convertir la economía en un campo

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Wolin, «Carl Schmitt. The Conservative Revolutionary…», p. 443.Fritz Stern, Politique et désespoir. Paris: Armand Colin, 1990, p. 11.

Citado en Olivier Beaud, «Carl Schmitt ou le juriste engagé», Prefacio a la obra de Carl Schmitt, Théorie de la Constitution. Paris: puf, 1993, p. 95.

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neutral, minimizando a su vez la política y transformándola en un do-minio donde la discusión sustituye la decisión.

El enfrentamiento de Schmitt con la sociedad liberal y sus efectos «neutralizadores», y su idea del papel de lo político como el factor clave de una definición existencial, no son por tanto convicciones «carentes de contenidos y necesitadas de un pretexto u ocasión externos para realizar-se», como sostiene Wolin;20 en todo caso habría que decir que el pretexto para Schmitt era la realidad concreta y vital de un tipo de sociedad, la li-beral, que a su modo de ver representaba la claudicación de todo intento serio por tomar partido ante los grandes dilemas de la existencia, por asu-mir una posición clara ante el imperativo de escoger entre el bien y el mal. En esta convicción Schmitt se unía a un extendido sector de la intelectua-lidad alemana conservadora, cuya ideología, en palabras de Fritz Stern, «era a la vez una requisitoria, un programa y una mística [...] y sus prin-cipales objetivos eran revivir un cuerpo político mítico germano y crear instituciones que encarnasen y conservasen ese carácter particular…»,21 un carácter, de acuerdo con Schmitt, que exigía rehusarse de manera ra-dical «a someterse a los conceptos de la democracia occidental», es decir, a la democracia liberal-parlamentaria de raigambre anglosajona.22

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Los años de vigencia de la República parlamentaria de Weimar fueron también los más prolíficos y decisivos en la carrera intelectual de Carl Schmitt. Sus obras de ese tiempo se caracterizan por su originalidad y densidad teóricas, y se orientan en el sentido de una radicalización de la crítica al liberalismo y la formulación de una alternativa autoritaria al régimen parlamentario existente. Tres aspectos se destacan en los tex-tos schmittianos de ese tiempo (1921-1932). En primer lugar la defensa

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Carl Schmitt, La dictadura. Madrid: Alianza Editorial, 1985, pp. 37-38, 49.Ibid., p. 26.

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de una concepción «orgánica» de la idea de Constitución, frente a una noción puramente normativa de la misma. En segundo lugar, Schmitt profundiza su visión militante del Estado como guardián de una misión, sustentada a su vez en una filosofía providencialista de la historia con arraigado sentido religioso. Por último, Schmitt reivindica la dictadura, el «Estado fuerte» según el modelo de Bismarck, y más tarde de Musso-lini, como alternativas frente a la República parlamentaria y sus tenden-cias desintegradoras y secularizadoras.

En su obra de 1921, La dictadura, Schmitt recurre a la República roma-na y a Maquiavelo para precisar su concepto de «dictadura comisarial», y distinguirla de la «soberana» o de un mero despotismo. La dictadura comisarial, escribe, «es una institución constitucional de la República», y el dictador «es siempre un órgano del Estado republicano, ciertamen-te extraordinario, pero no obstante constitucional…». Schmitt enfatiza que «todo derecho termina por ser referido a la situación de las cosas»,23 y su argumentación procura separar nítidamente la decisión política de las estipulaciones del orden jurídico existente. En este orden de ideas la dictadura es mostrada como una grieta en el edificio de la democra-cia parlamentaria y constitucional, pues esta última sobrevive sólo en condiciones «normales», mas se resquebraja ante las situaciones excep-cionales que exigen medidas drásticas, que a su turno imposibilitan so-meter los hechos políticos a las normas vigentes –normas hechas para la estabilidad: «Desde un punto de vista filosófico-jurídico la esencia de la dictadura está aquí, esto es, en la posibilidad general de una separación de las normas de derecho y las normas de la realización del derecho».24 La dictadura surge por tanto de la contradicción entre el derecho natural y el derecho positivo, debido al choque entre la situación de hecho políti-ca y el derecho constitucional, inerme ante una realidad que le desborda. El análisis histórico de Schmitt y su concepto de «dictadura comisarial» apuntan hacia una institución que tenía «el cometido de eliminar la si-tuación peligrosa», situación que motivaba su aparición en cada caso; de una institución, además, de carácter temporal y cuyo propósito últi-mo era, por decirlo así, suspender la Constitución para salvarla.

Cabe recordar que en esos momentos (1921) Schmitt se enfrentaba a un período particularmente crítico en la evolución de la República ale-

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Michel Sennelart, Machiavélisme et raison d’État. Paris: puf, 1987, p. 5.Schmitt, La dictadura, p. 182.

Schmitt, Political Theology, pp. 5, 55.

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mana, y su obra proporcionaba una especie de justificación jurídica a lo que Sennelart define como «el imperativo en cuyo nombre el poder se autoriza a sí mismo a transgredir el derecho en el interés público».25 Lo que mueve a Schmitt en su patente orientación autoritaria es la con-vicción, por un lado, de que la Constitución de Weimar era ajena a los presuntamente verdaderos impulsos e intereses del pueblo alemán, a su «constitución orgánica», y por otra parte su creencia en la primacía de lo político y en que no debe haber contemplaciones a la hora de suprimir al enemigo político, en este caso aquel que se hace merecedor de los rigores de la dictadura. No obstante, en esta etapa Schmitt todavía procura pre-servar un cierto balance entre realidad política y juridicidad, insistiendo sobre la provisionalidad y propósito concreto de la dictadura:

La acción del dictador debe crear una situación en la que pue-da realizarse el derecho, porque cada norma jurídica presupo-ne […] una situación normal en la cual tiene validez. En con-secuencia, la dictadura es un problema de la realidad concreta, sin dejar de ser un problema jurídico. La Constitución puede ser suspendida sin dejar de tener validez, pues la suspensión so-lamente significa una excepción concreta.26

Sin embargo, la provisionalidad de la dictadura schmittiana en esa obra de 1921 no se corresponde con su polémica en contra de los prin-cipios liberales del parlamentarismo de Weimar, principios que según Schmitt abrían un abismo entre un derecho positivo abstracto y el espí-ritu genuino del pueblo alemán, espíritu que en su opinión armonizaba con un Estado fuerte.

Los planteamientos de Schmitt en La dictadura adquirieron mayor concreción en su Teología política, obra publicada en 1922 y en la que pone de manifiesto de manera inequívoca su creencia en que los suyos eran tiempos que «exigían una decisión», así como su velada esperanza en que los eventos darían paso a esa situación excepcional que a su vez abriría las puertas a una decisión soberana, añadiendo que «Soberano es el que decide en caso de excepción».27 De nuevo la crítica a la República parla-

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Ibid., pp. 7, 11.Ibid., p. 13. Ibid., p. 15.

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mentaria se coloca en el plano de la filosofía política, con constantes refe-rencias a la situación concreta de Alemania en ese momento. Mas en su nueva obra las relativamente cuidadosas calificaciones sobre la «dicta-dura comisarial» desaparecen, y Schmitt argumenta que en la situación de excepción y emergencia el poder del soberano debe ser «ilimitado», lo cual implica que no deben existir competencias jurisdiccionales que limiten ese poder. La idea según la cual el soberano tiene que compartir su competencia jurisdiccional en torno a la cuestión de si existe o no la emergencia, o cuánto debe prolongarse ésta, es descartada por Schmitt como una inaceptable intromisión constitucional de raíz liberal, que in-tenta suprimir la soberanía mediante la «división y control mutuo de las competencias».28 Schmitt aplica estos puntos de vista a lo contemplado en el artículo 48 de la Constitución de Weimar de 1919, norma que posi-bilitaba que el presidente del Reich decretase la emergencia pero bajo el control del parlamento, que también tenía la potestad de suspenderla en cualquier momento. Schmitt discrepa con esto y declara que el artícu-lo 48 en realidad «otorga un poder ilimitado», y escribe: «Aquí yace la esencia de la soberanía estatal […] no como el monopolio para reprimir y mandar, sino como el monopolio para decidir. La excepción revela con suprema claridad la esencia de la autoridad del Estado. La […] autoridad prueba que para producir la ley no tiene que basarse en la ley».29 Todo esto es justificado por Schmitt como la conclusión ineludible de una «fi-losofía concreta de la existencia»; en la situación de excepción «el poder de la vida real rompe las murallas de un mecanismo que se ha oxidado por su repetición».30 Es claro que Schmitt se refiere acá a la detestada Constitución del régimen parlamentario, en tiempos en que la Repúbli-ca experimentaba turbulencias que a su modo de ver reclamaban una de-cisión drástica y la dictadura presidencial.

El año siguiente Schmitt prosiguió con su arremetida jurídica y filosó-fica a través de la publicación de dos obras, que en parte aportan elemen-tos nuevos en su crítica del liberalismo parlamentario y en parte refuer-zan concepciones ya en formación de su visión de la política. La primera de ellas, Catolicismo romano y forma política argumenta que la Iglesia cató-lica es una forma política debido a su poder de representación: la Iglesia

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Carl Schmitt, Roman Catholicism and Political Form. Westport & London: Greenwood Press, 1996, pp. 19, 25. Ibid., p. 17.

Beaud, «Carl Schmitt ou le juriste engagé», p. 48.

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representa la civitas humana, la «conexión histórica con la encarnación y crucifixión de Cristo», de lo cual se deriva «su superioridad en una era sumida en el economicismo». Según Schmitt, si este dominio por parte de lo económico «tuviese éxito en lograr su objetivo utópico y en con-quistar una condición absolutamente apolítica de la sociedad humana, la Iglesia sin embargo permanecería como el único agente capaz de pen-sar políticamente y de proveer una forma política»,31 en este caso una forma que se proyectaría frente a un Estado «neutralizado». Schmitt procura nuevamente rescatar «un tipo específico de validez y de autori-dad», ante lo que percibe como la cercana y desnaturalizadora amenaza de un liberalismo neutralizador y destructor de los principios que posi-bilitan «un ethos de creencias».32 No hay, dice Schmitt, «política sin au-toridad», y la Iglesia es «la absoluta realización de la autoridad» porque tiene el poder de la «representación». A su vez, este poder, que no es ni militar ni económico, sino más bien un poder de definición pública de lo político, fundamenta la validez de la decisión. En tal sentido dice Beaud, en su interesante interpretación de este ensayo de Schmitt, que «la teoría de la representación es el punto culminante de la teoría decisionista. El verdadero soberano es el más apto para representar los valores verdade-ros, es decir los valores que se desprenden del orden divino».33 Es cru-cial dejar claro que Schmitt no propone de manera alguna una especie de gobierno teocrático por parte de la Iglesia católica, ni es su intención siquiera sugerir que puede haber un retorno a la Edad Media en materia política; su propósito sigue siendo combatir el liberalismo y condenar la «era de las neutralizaciones y las despolitizaciones», reivindicando una perspectiva de la política como ámbito necesariamente conflictivo y como terreno de valores que exigen una toma de partido. Lo que más ad-mira Schmitt de la Iglesia es precisamente que toma partido, y que es pro-fundamente seria en sus opciones.

En su segundo ensayo de 1923, La crisis de la democracia parlamenta-ria, Schmitt da un paso crucial en su crítica de la República de Weimar al formular una distinción radical entre liberalismo y democracia, argu-mentando que se trata de dos tradiciones y postulados esencialmente in-compatibles entre sí. La democracia, sostiene Schmitt, descansa sobre

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Carl Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy, pp. 9, 13. Ibid., pp. 5-6, 15. Ibid., p. 17.Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo. Madrid: Tecnos, 1996, p. 22. Schmitt, The Crisis…, p. 28.

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el principio de que los iguales son iguales y los desiguales no serán tratados igualmente. En otras palabras, la democracia requiere homogeneidad, y si la situación lo exige, «erradicación de la heterogeneidad»: «Una de-mocracia demuestra su poder político al rechazar o contener los elemen-tos foráneos y desiguales que amenazan su homogeneidad». Por otro lado Schmitt dice que la idea de la igualdad de todas las personas en tan-to que personas no es una idea democrática, sino que pertenece «a cierto tipo de liberalismo»; semejante idea no surge de una forma del Estado sino «de una ética individualista-humanitaria».34 La democracia impli-ca además la «identidad de los gobernantes y los gobernados»; el libera-lismo, por otra parte –que Schmitt conecta con el parlamentarismo y la libertad de expresión y discusión–, en realidad subvierte el derecho del pueblo a autodeterminarse, pues en el seno de un cuerpo político regi-do por la concepción parlamentaria liberal lo que ocurre es que grupos, partidos y corporaciones con intereses privados se apoderan de las ins-tituciones para explotarlas y servir sus propios fines.35 La «inescapable contradicción entre el individualismo liberal y la homogeneidad demo-crática 36 –en realidad, una distorsión deliberada, por parte de Schmitt, tanto de la evolución histórica de ambas tradiciones políticas como de sus valores y su coexistencia moderna– le permite alcanzar su objetivo, que no es otro que proponer una dictadura plebiscitaria entendida como verdaderamente democrática «en un sentido vital»: «El pueblo existe sólo en la esfera de lo público. La opinión unánime de cien millones de particulares no es ni la voluntad del pueblo ni la opinión pública. Cabe expresar la voluntad del pueblo mediante la aclamación […] mediante su existencia obvia e incontestada, igual de bien y de forma aun más de-mocrática que mediante un aparato estadístico».37 La dictadura, escri-be Schmitt, «no es antagónica con la democracia», y es válido concebir «una dictadura que suspende la democracia en nombre de la verdadera democracia».38 De allí que, en su opinión, el bolchevismo y el fascismo sean, como toda dictadura, antiliberales, «mas no necesariamente anti-democráticos», y que termine exaltando la «teoría del mito» político tal y como la expuso Mussolini en un discurso de 1922, calificándola como

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Ibid., pp. 16, 34, 76. Véase, también, Richard Wolin, «Carl Schmitt, Political Existencialism and the Total State», en The Terms of Cultural Criticism. New York: Columbia University Press, 1992, pp. 94-96.

Schmitt, The Crisis…, pp. 13-17. Erik Peterson, Heis Theos. Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1926.

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«el más poderoso síntoma de la decadencia del relativo racionalismo del pensamiento parlamentario», para concluir con una reivindicación del cesarismo, es decir, de una «democracia vital» y aclamacionista enmar-cada en un «Estado fuerte».39

Es por lo demás evidente que con los planteamientos desplegados en La crisis de la democracia parlamentaria Schmitt continuó avanzando en la dirección que eventualmente, diez años más tarde, le conduciría a apoyar a Hitler, un «hombre fuerte» que recibía la aclamación de buena parte de los alemanes. Tiene interés destacar el señalamiento de Beaud según el cual la propuesta aclamacionista es incorporada por Schmitt sólo en el Prefacio a la segunda edición del ensayo sobre La crisis de la de-mocracia parlamentaria,40 es decir, tres años después de la publicación de la primera edición de la obra. El dato es de interés pues en 1925 había apa-recido un libro del teólogo Erik Peterson,41 amigo de Schmitt, en el que se insinuaba que la aclamación es una práctica cristiana derivada de una costumbre romana, que tenía lugar en ocasiones destinadas a celebrar al Emperador y otros magistrados. Peterson estudió diversos tipos de acla-mación empleados por los dirigentes religiosos en concilios y otras reu-niones, en las que estaban en juego cuestiones fundamentales de inter-pretación doctrinal, entre ellas una modalidad de aclamación religiosa destinada a condenar a los herejes en forma de anatema, pronunciado por el pueblo congregado en la plaza pública y en respuesta a la solicitud de sus jefes religiosos. Argumenta Beaud que Schmitt tomó este punto de Peterson, estableciendo una analogía con el pueblo democrático que «excomulga» al enemigo político luego de la petición de sus gobernantes, todo ello enmarcado en la tendencia schmittiana de «reteologización» de la política y el derecho: «La noción de enemigo político […] es la fi-gura reteologizada del hereje; el primero agrieta la unidad política de la nación, y el segundo la homogeneidad religiosa del grupo. El resultado común es su expulsión de la comunidad». Sostiene además Beaud que el paso en la teoría política schmittiana de la noción de «adversario po-lítico» (1921) a la de «enemigo político» –paso que desde luego significa una radicalización de sus puntos de vista– proviene de que en la nueva fase la figura del hereje religioso es asumido como modelo para pensar la

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Beaud, «Carl Schmitt ou le juriste engagé», pp. 55-56. Wolin, «Carl Schmitt, Political Existentialism…», p. 97. Schmitt, Roman Catholicism…, p. xiv. En su Teología política, Schmitt escribe: «Todos los conceptos significativos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados…». Véase Schmitt, Political Theology, p. 36.Schmitt, El concepto de lo político, p. 93.

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política.42 Esta tesis me parece convincente, y es cierto que en su obra de 1927, El concepto de lo político, Schmitt lleva al extremo su concepción de la política como una lucha existencial en la que no caben términos medios. No obstante, no me parece correcto sostener, a la manera de Wolin, que la única lógica que resta en la teoría política de Schmitt en 1927 es la de una «desnuda autopreservación» como objetivo exclusivo y superior de la vida política.43 Importa insistir en que los planteamientos de Schmitt tienen un sentido que va más allá del tema de la sobrevivencia personal y colectiva, sentido que se ubica en su esquema de valores conservadores, antiliberales y antimodernos.

En este orden de ideas conviene también recalcar que la noción de «teología política» y de «reteologización» de lo político no tienen que ver, como el mismo Schmitt aclara, «con un dogma teológico sino con un problema teórico-académico e histórico-conceptual», referido a la «identidad estructural de conceptos en la argumentación y el conoci-miento teológico y jurídico»44 [y habría que añadir, político, ar]. De hecho, en El concepto de lo político Schmitt enfatiza su convicción de que existe «un nexo metódico […] entre los supuestos del pensamiento teo-lógico y político», admitiendo a la vez que «el soporte teológico contri-buye con frecuencia a embrollar los conceptos políticos, ya que acos-tumbra a desplazar toda distinción al dominio de la teología moral, o al menos la confunde con él […] y con ello […] un oportunismo pedagógi-co-práctico acaba por enturbiar el conocimiento de los enfrentamientos existenciales».45 No se trata de una teología política moralizadora la que maneja Schmitt, sino de una cuestión de método centrada en la defini-ción existencial de la lucha, sin que ello niegue los postulados principis-tas, por cuestionables que sean, que refleja su filosofía política, y sobre todo su convicción de hallarse inmerso en un combate decisivo entre el bien y el mal.

En 1928 Schmitt publicó su obra fundamental en materia jurídica y de teoría del Estado, Teoría de la Constitución, un tratado que sin abando- nar el plano académico da no obstante continuidad a la demoledora crí-

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Schmitt, Théorie de la Constitution, pp. 361-375. Schmitt, El concepto de lo político, p. 98.

Ian Kershaw, Hitler, 1889-1936. Barcelona: Península, 1999, p. 319.William E. Scheuerman, Carl Schmitt. The End of Law.

Lanhan: Rowan & Littlefield Publishers, 1999, pp. 85-112.

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tica del autor contra la República de Weimar. Para nuestros efectos en este estudio los aspectos centrales de la obra tienen que ver con la ratifi-cación de la idea de democracia como identidad y homogeneidad, la dis-tinción de la idea democrática con respecto al liberalismo y la reiteración del principio según el cual «una dictadura no es posible sino sobre una base democrática».46 Ya en El concepto de lo político Schmitt había asoma-do la noción de «Estado total», argumentando que «las fuerzas de la de-mocracia […] no son nada liberales ya que son esencialmente políticas y conducentes, incluso, a Estados totales».47

Entre 1925 y 1929 la República parlamentaria experimentó una rela-tiva estabilidad, que se vio conmocionada hasta sus cimientos a partir del colapso económico originado por la crisis del mercado de valores de Wall Street el 24 de octubre de 1929, crisis que en Alemania puso en juego «el sistema mismo, la propia naturaleza del Estado».48 Los beneficiarios principales de esa crisis fueron Hitler y los nazis, y es a partir de allí que toma forma la a veces confusa idea de «Estado total» en Schmitt, y sus diversas implicaciones que ahora discutiremos.

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El concepto schmittiano de Estado total ha generado aguda controversia desde el momento en que su autor lo formuló, y hasta nuestros días.49 En no poca medida el debate ha estado signado por las ambigüedades del propio Schmitt en sus diversos intentos de definición del concepto, en ensayos publicados entre 1931 y 1933, y por ello interesa ratificar el con-texto histórico que sirve de marco para la introducción de esta idea en la obra schmittiana. Se trató, cabe recordarlo, de una breve pero crucial etapa de conflictos políticos y sociales, que condujo a la destrucción de-finitiva de la República parlamentaria en Alemania y al ascenso del na-

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Carl Schmitt, «Le virage vers l’État total», en Parlamentarisme et démocratie. Paris: Éditions du Seuil, 1988, pp. 153-170. Schmitt, El concepto de lo político, p. 113.Schmitt, «Le virage vers l’État total», p.162.

zismo al poder. El concepto de Estado total se ubica nítidamente como otro eslabón en la cadena de cuestionamientos de Schmitt al liberalismo pluralista y a las instituciones republicanas, y la idea fue de cierta mane-ra el punto culminante de una crítica cuyo desenlace se halló en la toma de partido del jurista y teórico político a favor de Hitler.

En un primer estudio de 1931,50 Schmitt comienza por aseverar que un rasgo central de la realidad política presente es la ruptura de las ba-rreras entre Estado y sociedad. Durante la época liberal «clásica» en el si-glo xix todavía era posible distinguir estas dos esferas de lo público, y en el caso alemán un Estado monárquico-constitucional, sustentado en la burocracia y los militares, preservaba aún autonomía ante otras fuerzas sociales; era un Estado en buena medida neutral y no intervencionista con relación a la religión y la economía, y encarnaba un equilibrio y un dualismo –la coexistencia entre la monarquía constitucional y el parla-mento– que a su vez expresaba el dualismo fundamental Estado-socie-dad. Ese Estado dual era un híbrido de dos formas diferentes de Estado: el Estado de gobierno y el Estado legislativo, con el parlamento actuan-do crecientemente como representante de la sociedad. Con el incesante progreso técnico-económico las tendencias históricas se profundizaron, y el siglo xx, un tiempo calificado por Schmitt como «era económica»,51 de hecho orientó su dinámica histórica hacia la progresiva organización de la sociedad frente al Estado y por encima del Estado, absorbiéndole y convir-tiendo los problemas sociales y económicos en asuntos del Estado, su-primiendo así la distinción entre Estado y sociedad. La sociedad, hecha Estado, se transforma en Estado intervencionista en la economía y la cul-tura, en Estado proveedor, acaparando todo lo que concierne a la vida en común de la gente y haciendo imposible la ya antigua «neutralidad». Los partidos, que representan diversos intereses y tendencias sociales, son la sociedad misma hecha Estado de partidos, y como existen partidos con propósitos económicos, confesionales, culturales, etc., ya no le es facti-ble al Estado permanecer neutral ante lo económico, lo confesional o lo cultural, pues este «Estado total» no es otra cosa sino la autoorganiza-ción de la sociedad, y en su seno no hay nada que no sea, al menos po-tencialmente, estatal y político.52 Ahora bien, y paradójicamente, en el

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instante en que su triunfo parece completo, el parlamento –el órgano le-gislativo– deviene, según Schmitt, en un cuerpo acosado por las contra-dicciones, pues su posición y su carrera expansionista frente al gobierno (aparato administrativo), su «entrada en escena en nombre del pueblo» había tenido lugar en función de la distinción entre la sociedad y el Esta-do y de su antagonismo frente al Estado monárquico de funcionarios y militares. En las nuevas condiciones, dice Schmitt, en vista de que el Es-tado es ahora la sociedad autoorganizada, cabe preguntarse cómo puede esta sociedad alcanzar la unidad, y si la misma es posible como resulta-do simple de la autoorganización.

En este punto dirige Schmitt su mirada a lo que realmente le intere-sa: «La famosa solidaridad parlamentaria, los intereses egoístas de los diputados y los profesionales de la política, los intereses comunes que sobrepasan las fronteras de los partidos, todo ello puede constituir un factor útil de unidad, pero no es suficiente […] en una situación tan difí-cil como la que hoy vive Alemania», donde el parlamento en realidad se ha transformado «en el teatro del reparto pluralista de las fuerzas socia-les organizadas». El «resultado lógico» de este proceso es que se hace im-posible la existencia de un cuerpo de funcionarios, de un gobierno, de-dicados a servir al Estado, pues por definición una función pública de tal naturaleza exige un Estado que pueda distinguirse de las fuerzas socia-les organizadas. Además, en estas circunstancias aparece igualmente un «pluralismo de las nociones de legalidad», pluralismo que destruye el respeto por el texto fundacional del orden y le transfigura en un «terreno incierto, sujeto a los ataques de todos los bandos», y cesa en consecuen-cia de tener sentido la noción de «soberanía del parlamento» a la manera del siglo xix, pues la misma es incapaz de suministrar «una respuesta a la más exigente cuestión constitucional del presente».53

Este primer intento de presentación de la idea de Estado total por par-te de Schmitt está aquejado por algunas paradojas y dificultades que es imperativo aclarar. En primer lugar resulta paradójico que en el estudio de 1931, ya resumido, Schmitt vuelva sobre sus pasos –expuestos en sus obras entre 1921 y 1928– en cuanto a su percepción del Estado liberal como «apolítico», ya que su caracterización del Estado liberal del siglo xix en el estudio de 1931 le dibuja como un Estado lo suficientemente fuerte como para colocarse por encima de las fuerzas sociales divergentes, y de ese

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modo relativizar conflictos potenciales e impedir que asuman rasgos ex-plosivos. De modo que, según esta nueva descripción, el Estado liberal clásico con un ejecutivo fuerte podía proteger la esfera privada, precisa-mente porque su neutralidad y «no intervención» constituían genuinas capacidades políticas, especie de vestigios del absolutismo monárquico que le concedían alguna autonomía frente a la sociedad. La novedosa te-sis de Schmitt se explica a mi parecer por su objetivo clave de cuestionar la situación de la República de Weimar, y de procurar el fortalecimien-to del poder presidencial contra el parlamento, visto por Schmitt como un cuerpo conquistado por individuos y grupos de interés que a su vez respondían a organizaciones de masas, todos ellos procurando satisfacer aspiraciones particulares mediante el uso instrumental del Estado.

En segundo lugar no queda claro, al menos en esta primera aproxima-ción conceptual, si Schmitt considera que la evolución sociológica hacia el Estado total, producto de la dinámica propia de la época, y su misma dimensión normativa es algo positivo o negativo. Como ya dije, en cierto sentido es obvio que Schmitt esperaba reforzar su crítica al parlamenta-rismo de Weimar –presuntamente ineficaz y contrario a la unidad nacio-nal– mediante su recuento empírico de los orígenes del Estado total;54 y por extraño que parezca, su descripción sociológica sobre la sistemá-tica ocupación, por usar este término, de los dominios del Estado libe-ral clásico por las fuerzas sociales democratizadoras acaba por diseñar un perfil de la República parlamentaria como una especie de totalitarismo, en cuanto que esta última es mostrada como un cuerpo social en el cual to-dos los ámbitos de la realidad han sido politizados. Pero lo que en verdad pretende Schmitt es denunciar la debilidad del Estado liberal-democráti-co encarnado por Weimar, y respaldar la idea según la cual el avance del Estado total pone de manifiesto el anacronismo del parlamentarismo li-beral y del Estado de Derecho, sustentado en el balance entre poderes. En las nuevas circunstancias, plantea Schmitt, la tradicional distinción entre leyes emanadas del parlamento y los decretos administrativos del ejecutivo se reduce severamente, y se hace imperativo por tanto recurrir a la acción discrecional y muchas veces arbitraria de un Estado fuerte, de una dictadura.

Si bien es cierto que el concepto de Estado total servía, en su formu-lación primigenia, a los intereses políticos concretos de Schmitt en ese

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55Sobre estas críticas a Schmitt, véase Scheuerman, p. 101.

momento, también lo es que en ocasiones el autor presenta la dinámica socioeconómica que empuja la historia en esa dirección como en cierto sentido regresiva, como un conjunto de tendencias –división entre parti-dos con intereses propios, clientelismo, parcelamiento pluralista del Es-tado y la nación, anarquización del proceso económico sometido a las pugnas entre sectores, etc.– dañinas para la salud pública y contrarias a la aspiración schmittiana de precisar para lo político un ámbito propio y nítidamente determinado. No había en Schmitt, al menos hasta ese es-tudio de 1931, una clara propuesta totalitaria en el sentido que adquirió el término posteriormente –como control absoluto de la sociedad en todos sus ámbitos por una dictadura–, y a pesar de que sus simpatías mussoli-nianas apuntaban en esa dirección, sino más bien una propuesta autori-taria, la de un Estado fuerte basado en la dictadura presidencial conquis-tada mediante una reforma sustantiva de la Constitución de Weimar. Esta posición schmittiana cambia gradualmente, como veremos, hasta el momento de su compromiso abierto con los nazis.

El estudio inicial de Schmitt suscitó una intensa reacción y fuertes críticas en el propio medio conservador al que el jurista se hallaba vin-culado; en particular, algunos comentaristas de este sector señalaron que con su teoría del Estado total Schmitt defendía una forma moderna de despotismo popular, que representaba nada menos que la pesadilla

–según estos autores reaccionarios– de «la perfección de la democrati-zación» y del «colectivismo igualitarista». También destacaron los crí-ticos que una respuesta eficaz a la crisis alemana exigía ir más allá de la democracia, y dar forma a un sistema en el cual los líderes ejerciesen su mando de manera verdaderamente autónoma e independiente, sin las trabas que surgen de las exigencias populares. Para estos comentaristas, la dictadura plebiscitaria delineada por Schmitt en varios de sus traba-jos no representaba una alternativa de envergadura frente a la situación vigente, pues las fórmulas plebiscitarias sufren de una dispersión de res-ponsabilidad y de su despersonalización, en lugar de generar líderes con autoridad real, capaces de colocarse por encima de la demagogia y de ac-tuar con decisión.55

Schmitt respondió a estas críticas, y en Legalidad y legitimidad, de 1932, avanzó en la clarificación de algunas de las dudas y dificultades de sus primeros intentos de aproximación a la idea de Estado total. En este es-

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Carl Schmitt, «Legalité et legitimité», en Du politique. Puiseaux: Éditions Pardès, 1990, p. 42. Ibid., p. 43. Ibid., p. 77.Ibid.

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tudio Schmitt establece una compleja clasificación de los tipos de Estado, pero es evidente que su preocupación central se enfoca en la distinción entre un Estado «fuerte» y un Estado «débil».56 Es de crucial importan-cia también constatar que, aunque ahora nos resulte paradójico, Schmitt considera en ese texto que un Estado totalitario puede sin embargo ser un Estado «débil», pues el hecho de que el Estado se inmiscuya y penetre en las diversas áreas y actividades de la existencia no implica en su opi-nión de manera necesaria que con ello se fortalezca; por el contrario, esa tendencia puede significar la pérdida de la naturaleza específicamente política de la misión del Estado, arrastrándole hacia un administrativis-mo corrosivo de sus energías vitales.57 De acuerdo con Schmitt, y en función de su visión original del Estado total como un Estado de con-fusión entre los diversos ámbitos de la vida colectiva, «El pluralismo de partidos no suprime la tendencia hacia el Estado totalitario, sino que la fracciona».58 Y esto es así pues para Schmitt, en esa etapa del desarrollo conceptual de su tesis, el «Estado totalitario» no es el Estado de partido único, como lo fueron el nazismo y el comunismo, sino un tipo de Esta-do caracterizado por la indefinición de papeles por parte de los actores co-lectivos, y por el uso y aprovechamiento del Estado por parte de sectores di-versos con intereses propios. De allí que «Un Estado plural, compuesto por numerosos partidos, no se convertirá en un Estado totalitario ni en virtud de su fuerza ni de su constitución interna, sino únicamente por su debilidad, al inmiscuirse en todos los dominios, pues estará obligado a satisfacer todos los intereses».59

Schmitt aclara igualmente frente a sus críticos dos cuestiones fun-damentales. En primer lugar, que en nuestra época de avasallante ten-dencias democráticas –en cuanto a la presencia y peso real del demos en la vida pública– la legitimidad plebiscitaria es «la única legitimidad reconocida». En segundo lugar, el jurista despeja las inquietudes de sus colegas en el bando conservador con relación a la naturaleza de los plebiscitos que vislumbra, y del poder y autonomía del poder ejecuti-vo que desea ver en Alemania. No se trataría de un «plebiscito cotidia-no» ni mucho menos; se trata de que el pueblo sencillamente diga sí o no, pero «sin consultar, ni deliberar, ni discutir». El pueblo «no puede

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Ibid., pp. 73-74. Ibid., p. 74. Ibid., p. 78.

ni gobernar ni administrar; no puede tampoco formular reglas, sino en todo caso sancionar con un “sí” los proyectos que se le presenten. El pue-blo no hace preguntas sino que acepta o rechaza las que se le hacen».60 Schmitt insiste de nuevo en que es en la democracia, es decir, en el in-greso de las grandes masas a la participación activa en los asuntos pú-blicos «donde hay que buscar la razón de ser del Estado totalitario mo-derno, o, para ser más precisos, de la influencia universal de la política sobre todos los asuntos humanos».61 A la vez argumenta que el impera-tivo de revisar la Constitución de Weimar plantea sólo dos opciones: o bien tomar en cuenta «las cualidades esenciales y fuerzas vivas del pue-blo alemán», o bien sucumbir a los impulsos decadentes de la ficción del «neutralismo».62

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Antes de comentar el estudio final de Schmitt en torno a la noción de Estado total me parece conveniente sintetizar lo visto hasta ahora: 1) Schmitt desarrolló la idea de Estado total como un elemento más den-tro de una estructura conceptual dirigida a erosionar los cimientos de la República parlamentaria, y sus contenidos liberales y pluralistas. En ese contexto, Schmitt fue capaz de moderar sus críticas al Estado liberal «clásico», pues a su modo de ver este último todavía preservaba cierta autonomía frente a las fuerzas democratizadoras en lo social, así como frente a los intereses económicos privados. 2) Schmitt avanza su tesis en términos tanto de una descripción sociológica como de un punto de vis-ta normativo. Con relación a lo primero, argumenta que ya desde finales del siglo xix se perfilaba una nueva era, una era dominada por lo téc-nico-económico y cuya dinámica genera la ruptura del dualismo Esta-do-sociedad, produciendo la captura del Estado por la sociedad autoor-ganizada. La sociedad se hace Estado y los partidos lo convierten en un

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Sobre este punto, véase Schmitt, «Le virage vers l’État total», pp. 162-163. Schmitt, El concepto de lo político, p. 67. Ibid.

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Estado de partidos, cuyos intereses parciales y pugnas clientelares hacen imposible la unidad nacional. 3) Al no haber un Estado que se diferen-cie de las fuerzas sociales organizadas, tampoco existe un orden cons-titucional homogéneo, y tiene lugar también un pluralismo de las no-ciones de legalidad. 4) El análisis schmittiano pone de manifiesto una cierta tensión entre lo descriptivo y lo normativo: por un lado, la diná-mica sociológica hace que todo se transforme en potencialmente políti-co, pero a la vez nada lo es en el fondo, pues el Estado se halla disperso y sometido a los vaivenes de una sociedad plural de intereses encontrados. Lo que se requiere entonces es un Estado fuerte que asuma, que tome para sí los poderes suscitados por la «era económica», por la democratización social y por la técnica, en especial en el terreno militar.63 Tal y como lo había esboza-do en 1927, Schmitt tiene en mente un Estado que posea «la fuerza sufi-ciente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos».64 5) En los textos de 1931 y 1932 Schmitt sugiere que la in-fluencia de la política sobre todos los asuntos humanos no es algo «bue-no» en sí mismo, pues en lugar de contribuir a concentrar las energías en el Estado puede por el contrario propender a dispersarlas, y a impedir que «lo político» se manifieste con la requerida nitidez. Esto es así pues «lo político» consiste en «una conducta determinada por […] la clara com-prensión de la propia situación y de su manera de estar determinada por ello, así como en el cometido de distinguir correctamente entre amigos y enemigos»,65 tarea que resulta imposible, piensa Schmitt, para un Esta-do débil carcomido por el pluralismo parlamentario. 6) Schmitt plantea la necesidad de una legitimidad plebiscitaria para su Estado fuerte, pero en el marco de una dictadura, con un liderazgo capaz de tomar decisio-nes y ejecutarlas para un pueblo unido que se mueve colectivamente en función del interés común. La participación democrática que postula Schmitt es, por tanto, meramente aclamacionista y su papel consiste en ratificar decisiones ya tomadas por los líderes.

El esfuerzo final de Schmitt para dar forma definitiva a su concep-to de Estado total se plasmó en un nuevo estudio, titulado Evolución del Estado total en Alemania, y publicado en enero de 1933, el mes y el año en que Hitler se convirtió en Canciller del Reich. En este texto, de impor-

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Carl Schmitt, «Évolution de l’État total en Allemagne», en Enzo Traverso, ed., Le totalitarisme. Paris: Éditions du Seuil, 2001, pp. 141-142.

Ibid.

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tancia clave en el camino intelectual de Schmitt, el autor procura disipar las confusiones y ambivalencias presentes en sus escritos previos sobre el tema mediante la formulación de una distinción entre «Estado total cualitativo», basado en la fortaleza, y el «Estado total cuantitativo», sus-tentado en la debilidad. Lo primero que hace Schmitt en su escrito es afirmar que «El Estado total existe», e insistir en que los medios técnicos modernos ponen en manos del Estado un enorme poder, refiriéndose en especial a los nuevos medios de comunicación de masas –radio y cine en particular–, a su capacidad de influenciar a la gente y a la necesidad de que el Estado controle tales medios, y no permita que otros los usen para formar la opinión pública o «colectiva».66 Schmitt arremete contra los «excesos» de la libertad de expresión en la República de Weimar –ya para ese momento en situación de postrera agonía–, y sostiene que esa liber-tad no es otra cosa que «propaganda y agitación partidistas». El Estado total cualitativo es un Estado «particularmente fuerte», dice Schmitt; es total «en el plano de su cualidad y de su energía», y menciona como ejemplo el Estado fascista de Mussolini, que se denomina a sí mismo «Estado totalitario». Se trata de un Estado que, por una parte, «controla de manera exclusiva los nuevos instrumentos de poder y se sirve de ellos para acrecentarlo»; por otra parte, el Estado total cualitativo es capaz de «establecer la diferencia entre amigo y enemigo». En cambio, el «Estado total cuantitativo» –y para Schmitt la República de Weimar era precisa-mente eso– es un tipo de Estado que

… se inmiscuye indistintamente en todos los dominios […] de la existencia humana […] porque no sabe establecer las diferen-cias. Es total en un sentido puramente cuantitativo, en el senti-do del simple volumen pero no de la intensidad y la energía po-líticas. El Estado alemán actual, pluralista, ha desarrollado este tipo de Estado total […] es total a raíz de su debilidad […] de su incapacidad para resistirse al asalto de los partidos y de los inte-reses organizados […] Su expansión es consecuencia […] no de su fuerza sino de su debilidad.67

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Sobre este punto, véase Scheuerman, pp. 103-104, 288. Schmitt, «Legalité et legitimité», pp. 78-79. Schmitt, «Évolution…», p. 142.Olivier Beaud, Les derniers jours de Weimar. Paris: Descartes & Cie., 1997, p. 71.

Alemania, sostiene, requiere sustituir este tipo de Estado débil por un Estado total fuerte, «cualitativo», y para ello Schmitt recomienda que el Estado se ocupe de los asuntos sociales y económicos –lo que se ha hecho algo inevitable en nuestra era– reconociendo a la vez, y no obstan-te, las limitaciones de ese intervencionismo y la importancia de concer-tar con el gran capital en la promoción de los intereses nacionales. Lo to-tal en este caso es cualitativo y coloca la extensión de la acción del Estado en lugar subordinado a su coherencia y efectividad.68 Schmitt, por último, repudió otra vez el pluralismo, que ya había condenado en Legalidad y le-gitimidad, pidiendo su sustitución por un Estado fuerte, en concreto una dictadura.69

Es de interés señalar que en su texto de enero de 1933 Schmitt todavía cuestionaba a «Los partidos totales sin escrúpulos», sin distinguir en-tre nazis y comunistas.70 Hasta ese momento, Schmitt se había alinea-do con los sectores conservadores que aspiraban a sustituir la República parlamentaria con un sistema autoritario, basado en un poder ejecuti-vo fuerte de raigambre bismarckiana, aunque ya anotamos que Schmitt veía con aprobación la dictadura mussoliniana, y el concepto schmittia-no de «Estado total cualitativo» en efecto se asimilaba en lo esencial al Estado fascista. No obstante, en un importante estudio sobre el período y la postura de Schmitt ante los eventos que condujeron al fin de Wei-mar y al ascenso de Hitler, Olivier Beaud argumenta que la idea de «Es-tado total cualitativo» no significaba la adhesión por parte de Schmitt al programa nazi, «sino por el contrario un medio de batirlos en su propio terreno, que era el del Estado fuerte»,71 suprimiendo los partidos e insta-lando la dictadura en torno a la figura de Hindenburg. Considero correc-ta esta apreciación en el sentido de que, hasta entonces (enero de 1933), Schmitt había apostado a una salida conservadora y autoritaria, pero al mismo tiempo había mantenido una prudente distancia con respecto a los nazis. Es sin embargo fundamental insistir en que la dirección me-dular de la propuesta política de Schmitt, y en particular su concepto de Estado social cualitativo presentado como fórmula para «rescatar» a Alemania, le predisponían a dar eventualmente su apoyo a Hitler, una vez que éste asumió el poder y rápidamente comenzó a ejecutar un progra-

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Ibid., pp. 239-240. J. Freund, citado por Beaud, Les derniers jours…, p. 76; A. de Benoist, Prefacio a la colección de estudios de Schmitt, Du politique, p. xxiv.

Gottfried, p. 35. Citado en Wolin, «Carl Schmitt, Political Existentialism, and the Total State», pp. 100-101.

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ma por el cual Schmitt en tantas ocasiones había expresado su absoluto respaldo: liquidación del pluralismo, extremo fortalecimiento del ejecu-tivo, control creciente de los medios de formación de opinión, y un poco más adelante su control total, así como la eliminación del parlamento democrático, el establecimiento de la dictadura del Führer y la adopción de una política de conquista imperial, mediante una incesante identifi-cación de «enemigos».

Comparto igualmente la apreciación de Beaud en cuanto a que los esfuerzos que realizó Schmitt antes de 1933 para detener a los «partidos totales», no tenían de manera alguna el objetivo de defender la Consti-tución de Weimar en cuanto tal, ni tampoco la República, sino de pro-mover su sustitución por un régimen autoritario que representase las fuerzas vitales del pueblo alemán.72 Me parecen ingenuas y simplemen-te apologéticas las interpretaciones de intérpretes –por lo demás muy destacados– como Julien Freund y Alain de Benoist, que argumentan que la crítica a la República de Weimar realizada por Schmitt «no se ori-ginaba en una intención hostil al régimen, sino en el deseo de conceder-le la autoridad suficiente para llevar a cabo una política eficaz», pues su verdadero propósito era «salvar al régimen […] del cual cuestionaba la fragilidad y la inestabilidad, y no acentuar su debacle».73 La verdad es muy distinta: Schmitt quería el fin de la República parlamentaria e hizo todo lo que pudo para lograrlo.

Schmitt no esperó mucho luego de la designación de Hitler como Canciller del Reich, y ya el 1 de mayo de 1933 se hizo miembro activo del partido nacionalsocialista.74 Poco antes, al evaluar las elecciones parla-mentarias del 5 de marzo en las que los nazis sólo obtuvieron 43.9 por ciento de los votos, Schmitt había anunciado que las mismas consti-tuían «un plebiscito mediante el cual el pueblo alemán reconoció a Adol-fo Hitler […] como su Führer». Con ello, ratificó el jurista y teórico políti-co, «el peligro del desmembramiento pluralista de Alemania […] ha sido derrotado».75

A pesar de los esfuerzos que algunos intérpretes de su obra y carrera política han llevado a cabo para explicar y en alguna medida minimizar

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444el significado del nazismo de Schmitt, creo que en su caso, como en el de Heidegger, es crucial enfrentar la evidencia sin intentar sumarle obs-táculos que en realidad no existen. En ambos casos nos hallamos ante brillantes intelectuales cuya mentalidad conservadora, antiliberal, an-tidemocrática y antimoderna les hizo identificarse con aspectos decisi-vos del movimiento nazi, su ideología y los propósitos enarbolados por su líder. Las dudas e inquietudes que estos dos notables pensadores ha-yan podido abrigar después de haber efectuado su opción por los nazis nunca fueron expuestas de manera clara, ni durante los primeros años del régimen ni en el transcurso de la guerra, y –lo que es más revelador– tampoco después de que la guerra hubiese concluido con la catastrófica derrota de Alemania. En lo que se refiere específicamente a Schmitt, de acuerdo con sus concepciones expuestas en las obras acá discutidas, creo razonable afirmar que la victoria de Hitler sobre Weimar fue también la de Carl Schmitt. Este notable y polémico pensador no enterró a la Repú-blica, pero fue un activo promotor de su muerte.

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En este estudio me referiré exclusivamente a la ruptura de hostilidades en Europa. Citado en Karl D. Bracher, Turning Points in Modern Times. Cambridge: Harvard University Press, 1995, p. 169.

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¿Qué causa las guerras? En particular: ¿Cuáles fueron las causas de la Se-gunda Guerra Mundial? 1 Con respecto a esta interrogante específica, la interpretación tradicional y ortodoxa ha ofrecido siempre una respuesta unívoca, que cuenta con amplio consenso por parte de los estudiosos del conflicto: Hitler personalmente fue la principal y decisiva fuerza que dio origen a esa inmensa conflagración, dinamizándola hasta su dramáti-co fin. En tal sentido, dice el historiador alemán Walther Hofer, no debe hablarse del «estallido» de la guerra –término que sugiere la acción pri-mordial de fuerzas impersonales–, sino de su «desencadenamiento» por parte de Hitler.2

Frente a esta línea argumental, que coloca sobre los hombros del líder nazi una responsabilidad clave y en ocasiones prácticamente exclusiva como generador de la guerra, se alzó en 1961 la polémica voz del histo-riador británico A. J. P. Taylor, quien en su brillante libro, Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, presentó una versión alternativa en torno a las causas de ese conflicto, cuyos planteamientos centrales –que discuti-ré luego– pueden resumirse así: 1) Hitler fue, sin duda, un ser malvado desde el punto de vista moral; no obstante, como estadista, fue predo-minantemente racional. 2) Hitler suministró un «elemento dinámico» que a su vez se insertó en un determinado contexto histórico, que debe tomarse ampliamente en cuenta al explicar las causas de la guerra. Sin el apoyo y la cooperación del pueblo alemán, por ejemplo, Hitler «no hu-

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y las causas de la Segunda Guerra Mundial

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3 A. J. P. Taylor, The Origins of the Second World War. Harmondsworth: Penguin Books, 1974, pp. 12, 26, 65, 79, 136, 172, 239.

biese contado para nada». 3) La Segunda Guerra Mundial estaba implí-cita en los resultados de la Primera. En vista de que los aliados, en 1918, decidieron ofrecer a Alemania un armisticio, en lugar de subyugarla definitivamente, el problema histórico, en adelante, era el siguiente: en cuánto tiempo, y de qué manera –en paz o a través de una nueva gue-rra– volvería Alemania a convertirse en el poder hegemónico del conti-nente europeo. Dicho de otro modo, el «peso natural» de Alemania tenía que intentar imponerse otra vez, de un modo u otro. 4) En ese orden de ideas, y en un plano estrictamente político, Hitler fue esencialmente un estadista alemán más, con los objetivos normales de sus predecesores. Como ellos, el líder nazi procuró colocar a su país en el rango exigido por su gravitación geopolítica. 5) Sin embargo, Hitler no planeó la guerra, ni la buscó explícitamente. El líder nazi, eso sí, «esperaba que la guerra tu-viese lugar, a menos que lograse evadirla mediante alguna maniobra in-geniosa». Al final, la guerra ocurrió tanto a raíz de las maniobras del dic-tador alemán, como debido a la torpeza de sus oponentes.3

El libro de Taylor desarrolla estos planteamientos con indudable po-der persuasivo y maestría literaria; no obstante, se trata de una obra con numerosas fallas y no pocas contradicciones. Sus defectos fundamen-tales, como argumentaré en estas páginas, son tres: en primer lugar, la profunda incomprensión que Taylor pone de manifiesto en cuanto a la naturaleza de la personalidad política de Hitler como revolucionario, y sobre la absoluta seriedad con que el líder nazi asumía su visión del mundo y de su misión histórica. En segundo lugar, la aguda contradic-ción entre, de un lado, una visión de la historia que intenta rescatar el papel de los individuos como motores relativamente autónomos de los eventos, y de otro lado, una tendencia a atribuir a los acontecimientos un alto contenido de inevitabilidad. En tercer lugar, y vinculado a lo an-terior, la limitada concepción de las causas de los procesos históricos que Taylor maneja, y su idea de que es posible escribir la historia sin prejui-cios, es decir, sin asumir un marco teórico que permita hacer juicios crí-ticos, tanto políticos como éticos, acerca de lo que se narra.

Antes de comentar estos aspectos de la obra de Taylor, cabe destacar lo mucho que su argumentación ha tenido de positivo para el debate his-toriográfico en torno a las causas de la guerra y el papel jugado por Hitler.

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Empleo acá el término «carisma» en el estricto sentido weberiano. Véase Max Weber, On Charisma and Institution Building. Chicago: University of Chicago Press, 1968, p. 105.

James Joll, «The Conquest of the Past», en E. M. Robertson, ed., The Origins of the Second World War. London: Macmillan, 1973, p. 78.

Para empezar, en su esfuerzo por humanizar al caudillo nacionalsocia-lista, en el sentido de reducirle a términos históricos en lugar de tratarle como una especie de fuerza demoníaca, más allá de toda comprensión científica, Taylor logró colocar el debate en un plano de mayor equili-brio y observar el problema desde una perspectiva menos prejuiciada

–sin menospreciar los inequívocos aspectos carismáticos presentes en la personalidad política del líder nazi.4 Lo que Taylor nos dice es que es ab-surdo suponer que un conflicto de la magnitud que adquirió esa guerra, pueda ser atribuido a la maldad de un solo individuo. Lejos de pretender liberar a Hitler de su culpa, Taylor se limita a señalar que la misma no fue exclusiva. En manos de Taylor, la guerra dejó de ser un esquematiza-do teatro moral, con buenos y malos personajes perfectamente definidos, para convertirse en un proceso mucho más complejo, de responsabilida-des compartidas. Además, al bajar a Hitler del pedestal de «demonio» y «calamidad natural» en que algunos han querido ubicarle como culpa-ble e «iniciador de todo»,5 Taylor dejó claro que el líder nazi no puede ser excluido del contexto histórico como si se tratase de un ser sobrenatural y único, sino que debe ser visto como parte de la historia alemana y aun del Occidente en su conjunto. Un cataclismo como la Segunda Guerra Mundial tuvo numerosos responsables, unos más y otros menos, y sin duda la responsabilidad de Hitler fue enorme; no obstante, no han falta-do quienes han aspirado a evadir las suyas escudándose tras la maldad y el carácter «satánico» del líder nazi, como si este último hubiese actuado en un vacío moral y político en el que solamente contaban sus intencio-nes y deseos. El libro de Taylor constituye un excelente antídoto contra la tendencia a usar a Hitler para eximir las culpas de otros.

Por otra parte, la obra de Taylor, escrita con un estilo que combina la audacia de los juicios con una palpable convicción sobre lo que se afirma, contribuye a rescatar los ingredientes azarosos, paradójicos, imprevis-tos e incontrolables que forman parte integral de los procesos sociopo-líticos. En su pluma, en múltiples oportunidades, los eventos que lleva-ron a la guerra dejan de ser lo que parecían ser, y de estar dominados por la voluntad de los que creíamos les manipulaban, y se transforman en desarrollos signados por la confusión, los errores de cálculo, la interven-

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Gordon Martel, «The Revisionist as Moralist. A. J. P. Taylor and the Lessons of European History», en G. Martel, ed., The Origins of the Second World War Reconsidered. London: Allen & Unwin, 1987, p. 8. A. J. P. Taylor, «War Origins Again», en Robertson, p. 140.

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ción de personajes secundarios que de pronto alcanzan influencia deter-minante en la definición de hechos de extraordinaria trascendencia, así como por la constante frustración de las aspiraciones y el choque entre lo que se busca y lo que en efecto se obtiene. Si hay un punto central en la idea de la historia de Taylor, ese no es otro que el siguiente: aun cuan-do los actores creen que sus objetivos son claros, que poseen los medios para obtenerlos y adoptan las tácticas adecuadas para encaminarse a ellos, las más de las veces las consecuencias de sus acciones son impre-vistas y los resultados distintos de lo que se quería: «Todos los hombres de Estado intrigan en busca de ventajas; los accidentes siempre destru-yen los mejores planes; los intereses invariablemente se imponen sobre los principios...».6 La historia vista por Taylor es, en buena medida, un compuesto azaroso de ambiciones erráticas, envueltas en una bruma de accidentes. Si bien se trata de una visión parcial, es un correctivo frente a las versiones que reducen los procesos históricos a una sucesión de pla-nes deliberados, intachablemente ejecutados.

Dicho lo anterior, cabe reiterar que el libro de Taylor presenta igual-mente notables fallas. Ya señalé que, a pesar de su esfuerzo por rescatar el papel autónomo relativo de los individuos, existe también –y parale-lamente– en su obra, una notoria tendencia a considerar el curso de los acontecimientos como un proceso que marcha inexorablemente hacia determinado destino, movido por «causas profundas» que, a manera de ejemplo, daban al problema alemán después de 1918 una cierta lógi-ca histórica,7 una lógica que le empujaba en determinada dirección. La relevancia de esta tensión en la obra de Taylor, así como de otros temas teóricos y posturas contradictorias que generan dificultades en el libro, amerita una consideración inmediata, previa a la discusión en torno a la naturaleza revolucionaria de Hitler y el nazismo.

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Ibid., p. 138. Taylor, The Origins..., p. 98.

Sobre este punto, véase Karl R. Popper, The Myth of the Framework. London & New York: Routledge, 1994, pp. 82-111.

Citado en W. H. Dray, «Concepts of Causation in A. J. P. Taylor’s Account of the Origins of the Second Worlds War», History and Theory, xvii, 2, 1978, pp. 168-169.

Popper, p. 93.

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El primer aspecto que debe destacarse tiene que ver con la afirmación de Taylor, según la cual el estudio de la historia puede y debe llevarse a cabo «sin presupuestos», es decir, sin el ángulo de visión que propor-ciona un esquema teórico básico, y limitarse estrictamente a narrar «los eventos políticos y militares».8 Taylor insiste en que «Los sistemas son creados por los historiadores»,9 y en ello no se equivoca, pues no podría ser de otra manera. La organización del material histórico, de los datos sobre los eventos que se intenta narrar, tiene necesariamente que some-terse a una guía teórica que les conceda sentido, que establezca priori-dades, que defina conceptos y que explique relaciones causa-efecto. Del mismo modo que no existen, en el campo de las ciencias naturales y bá-sicas, experimentos ciegos, es decir, no orientados y estructurados por alguna teoría,10 así también, en el terreno historiográfico, no hay datos puros sino un aparente encadenamiento de sucesos y situaciones, que son sometidas a un orden en manos del historiador. De hecho, en otras de sus obras, Taylor cuestiona radicalmente el planteamiento de que los historiadores deben ser objetivos, en el sentido de limitarse a juzgar a los actores del pasado sometido a estudio, de acuerdo únicamente a los cri-terios morales que esos actores mismos empleaban. Al contrario, sostie-ne Taylor, el historiador no puede evadir las posturas y preocupaciones morales propias en el análisis de las situaciones pasadas.11

Es importante, desde luego, no confundir la cuestión de la honesti-dad científica, que debe impedir, por ejemplo, la deliberada distorsión de los hechos en función de algún propósito ideológico o de otra índo-le, con el problema de la llamada «neutralidad valorativa». Esta última no es posible ni deseable, y la objetividad científica no consiste en la au-sencia de valores por parte del investigador, sino en el método crítico, es decir, en la existencia de un criterio de trabajo que permita discutir li-bremente las teorías y los hechos, y avanzar por ensayo y error en la bús-queda de la verdad.12

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Taylor, The Origins..., p. 172. Ibid., p. 24.Citado en Joachim C. Fest, Hitler. New York: Vintage Books, 1975, pp. 199, 417, 607.

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No solamente impone el historiador el necesario orden en su mate-rial, sino que lo hace definiendo conceptos y jerarquizando prioridades en la tarea explicativa. El libro de Taylor acá comentado ofrece numero-sos ejemplos de esta práctica, y quizás el más relevante tiene que ver con su argumento, de acuerdo con el cual la prueba de que Hitler no quería la guerra es que no tenía un plan para llevarla a cabo. A esto Taylor añade otra aseveración: Hitler no causó la guerra porque no tuvo la intención de hacerlo; procuró lograr sus metas sin guerra, pero al final «cayó», por así decirlo, en ella, mediante errores de cálculo propios y de sus adversa-rios.13

En cuanto a lo primero, en buena medida la cuestión gravita en tor-no al concepto de plan que se maneje, y al respecto Taylor es explícito: a su modo de ver, un plan es «algo que se prepara y desarrolla en detalle» [itálicas ar].14 Ahora bien, este concepto es muy discutible. Después de todo, Hitler escribió dos libros (sólo uno de ellos hecho público en vida) antes de asumir el poder, libros en los cuales trazó con gran fuerza el ho-rizonte de su visión política, delineando a la vez objetivos fundamen-tales que el tiempo se encargó de mostrar en su pasmosa verdad. Hitler siempre se vanaglorió de actuar con base en una «visión histórica», y de haber alcanzado el poder para conducirse de acuerdo a lo que había pre-dicado a lo largo de su carrera. El líder nazi jamás cesó de anunciar que

–en sus palabras– «el horóscopo de los tiempos no apunta hacia la paz sino la guerra».15 Si bien no puede hablarse de un plan en el limitado y excesivamente riguroso sentido que Taylor concede al término, es decir, de una especie de documento con una detallada jerarquización de obje-tivos, estimación de medios, establecimiento de una agenda minuciosa para su logro, así como de precisas estipulaciones operativas para múlti-ples campañas políticas y militares a lo largo de años, sí existió un muy desarrollado proyecto político, tanto en el plano doméstico como en el relativo a la política exterior. Puede afirmarse que Hitler tuvo un «mapa» al cual se ajustó con indudable consistencia, y cuya realidad efectiva ex-plica la extendida popularidad de la versión ortodoxa o tradicional de las causas de la guerra. Para repetirla, usando las elocuentes expresiones de Joachim C. Fest, posiblemente el mejor biógrafo del líder nazi: «Quién

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Ibid., p. 607. Véase también H. Trevor-Roper, «A. J. P. Taylor, Hitler and the War», en Robertson, pp. 87-91.Citado por André Glucksmann, El discurso de la guerra. Barcelona: Anagrama, 1969, p. 57.

Alan Bullock, «Hitler and the Origins of the Second World War», en Robertson, p. 219.

causó la guerra es una pregunta que ya no puede ser seriamente formula-da. La política desplegada por Hitler en los años que precedieron el con-flicto, en sentido estricto la totalidad de su carrera, se orientaron hacia la guerra. Sin la guerra sus acciones habrían carecido de dirección y consis-tencia, y Hitler no habría sido el hombre que fue».16

Con respecto al punto según el cual Hitler no causó la guerra porque no tuvo la intención de hacerlo, de nuevo la evidencia sugiere una reali-dad bastante más compleja. El planteamiento de Taylor permite traer a colación unas irónicas frases de Clausewitz, quien nos recuerda que «el conquistador siempre es amigo de la paz; él desearía entrar en nuestro territorio sin oposición».17 Entre 1933 y 1939, Hitler obtuvo extraordina-rios éxitos políticos sin necesidad de la guerra; tan sólo la amenaza de llevarla a cabo le fue suficiente para lograr sus triunfos, y en ocasiones ni siquiera eso. Ahora bien, el riesgo de una guerra siempre estuvo implí-cito en una política expansionista que no parecía hallar jamás su punto límite, hasta que, en septiembre de 1939, con la invasión alemana a Polo-nia, Hitler dio un paso más allá de lo que la Gran Bretaña y Francia esta-ban dispuestas a tolerar. Hitler no se equivocó, si por ello entendemos que actuó en ese momento dentro de un marco de ignorancia acerca de lo que podía ocurrir; Hitler asumió un riesgo calculado que, esa vez, no salió bien para él, pues sus acciones habían acabado por persuadir a sus adversarios de que su rumbo de expansión no se detendría, a menos que fuese resistido por la fuerza. El líder nazi tenía objetivos bastante claros y madurados por años, pero sus tácticas eran flexibles; su oportunismo táctico, como sostiene Bullock, era tanto más efectivo ya que se aliaba a una poca usual consistencia de propósitos.18 Casi seguramente, el tipo de guerra que fue la Segunda Guerra Mundial –una guerra total que le enfrentó a varios poderosos adversarios a la vez– no era la que Hitler de-seaba, pero es claro que se arriesgó a ella, y cuando la tuvo entre manos, la llevó hasta el final sin detenerse a considerar otras opciones. Como ve-remos al estudiar su personalidad revolucionaria, un rasgo crucial en Hitler era la ausencia de un sentido de las proporciones. Una vez en me-dio de la guerra, la condujo con inquebrantable determinación hasta los más hondos y oscuros abismos.

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Taylor, The Origins..., p. 13.Ibid., pp. 27, 97, 266. Sally Marks, «1918 and After: The Postwar Era», en Martel, p. 40.

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En otro lugar de su libro, Taylor afirma que «La gente considera a Hit-ler malvado; y luego encuentra pruebas de su maldad en evidencia que no usarían en contra de otros. ¿Por qué aplican este doble criterio? Tan sólo porque asumen, como comienzo, la maldad de Hitler».19 De nuevo se ponen acá de manifiesto las fallas y las virtudes del método del autor. Al igual que ocurre con su estrecho concepto de plan, el problema en este caso gira en torno a lo que se quiera entender por asumir a Hitler como un personaje malvado. Aun el más desapasionado de los historiadores, al estudiar al líder nazi, inicia su camino con base en ciertas imágenes y percepciones, que ya son parte de la herencia cultural de nuestra era. Es-tar en posesión de esas imágenes no asegura, sin embargo, su conversión en prejuicios. Es perfectamente posible para un historiador analizar la evidencia con sentido científico, y llegar, por ejemplo, a la conclusión de que Hitler fue, en verdad, un ser malvado en un plano moral. Y deter-minarlo así no implica obstruir un juicio semejante con respecto a otros políticos de la época –ninguno de los cuales, ni siquiera Stalin, llegó al extremo de los hornos crematorios, a pesar de su inmensa crueldad. Es cierto, como apunté previamente, que algunos han querido presentar a Hitler como una especie de fenómeno metafísico colocado más allá del entendimiento normal, con objeto de evadir responsabilidades en la ca-tástrofe que el líder nazi, sin lugar a dudas, tanto hizo por promover. No obstante, dejar de lado la satanización de Hitler, como lo hace Taylor, no es, en sí misma, garantía de objetividad en los juicios ni de rigor intelec-tual en la interpretación de lo ocurrido ese tiempo. Cuando Taylor se em-peña en ver en Hitler un estadista alemán más, que sencillamente prosi-guió el rumbo en política exterior ya delineado por sus predecesores,20 desdeña a la vez una significativa masa de evidencia, que indica que las metas del líder nazi eran mucho más vastas, su ideología distinta y sus métodos más drásticos que los de sus antecesores, entre los que se inclu-yen Bismarck, los hombres que dirigieron la estrategia alemana bajo el káiser Guillermo II, así como los dirigentes políticos durante la Repúbli-ca de Weimar.21 Convenir en que Hitler no fue la encarnación del demo-nio no tiene por qué implicar «humanizarle», hasta el punto de perder

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Taylor, The Origins..., pp. 45, 48, 78-9. Ibid., p. 97.

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de vista su palpable singularidad histórica, tanto en el terreno político como en la esfera de la transgresión ética.

Cabe también hacer notar, con relación al método de Taylor, la recu-rrente tensión entre, por un lado, su deseo de mostrar la historia en toda su complejidad, con sus inevitables componentes de azar, confusión y torpeza humana, y por otro lado su propensión a simplificar las cosas cuando ello conviene al fortalecimiento de su peculiar interpretación de los eventos. Un relevante ejemplo lo hallamos en su tratamiento del sen-tido e impacto del armisticio y el posterior Tratado de Versalles, con los que se puso fin a la Primera Guerra Mundial. Sobre este punto, Taylor plantea una posición radical, que reduce la historia a términos absolu-tos, y minimiza en extremo la complejidad de las situaciones tal y como se vivieron en su momento. De acuerdo con Taylor:

La decisión que en última instancia condujo a la Segunda Gue-rra Mundial fue tomada [...] pocos días antes de que la Primera concluyese. Fue esa la decisión de conceder un armisticio al Go-bierno alemán […] [por ello] el «problema alemán» no quedó re-suelto, y de hecho se agudizó. Tal problema no tenía que ver con la agresividad o el militarismo alemanes, o con la maldad de sus gobernantes [...] Se trataba de un problema esencialmente polí-tico, no moral. No importa cuán democrática y pacífica podría hacerse Alemania, pues continuaría siendo con mucho la más poderosa nación en el continente europeo [...] Dada esta reali-dad [...] resultaba inconcebible que los alemanes aceptasen el Tratado de Versalles como un arreglo permanente. La única cuestión consistía en si Alemania recuperaría su lugar en Euro-pa en paz, o mediante la guerra.22

Me parece obvio que estos párrafos revelan una tendencia a presen-tar ciertos procesos como inevitables, en este caso específico, debido al «peso natural» de Alemania.23 Ahora bien, las preguntas que hay que formularse son: ¿Por qué los aliados ofrecieron un armisticio a Alema-nia en 1918 en lugar de ocuparla militarmente? ¿Por qué el Tratado de

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Ibid., p. 52. Marks, pp. 22-23.

Versalles «careció desde el principio de validez moral»? 24 ¿Qué errores cometieron los aliados y qué opciones tenían?

Taylor asume que si Alemania permanecía unida, necesariamente se haría dominante y desestabilizadora. ¿Por qué siguió unida y cuál era la alternativa para los aliados en 1918? Según Taylor, en noviembre de ese año, con los ejércitos alemanes desmoralizados y en retirada, y sus jefes sujetos del pánico, los aliados tenían dos opciones: o bien ocupar y luego dividir Alemania, o bien admitir su predominio y retornar a la situación tal como estaba a principios de 1918, cuando las Fuerzas Armadas ale-manas avanzaban en el frente occidental y se hallaban triunfantes en el oriental. Al no tomar ninguna, los aliados dejaron abiertas las puertas del «problema alemán». Mas como con acierto apunta Sally Marks, ta-les opciones carecían de realismo y así fueron inequívocamente percibidas entonces. Era absurdo para los aliados, luego de esa larga y terrible gue-rra, y en vista de la situación de precolapso alemán, admitir el predomi-nio de su seriamente herido adversario, reconociendo una derrota el día de la victoria. Destruir a Alemania o dividirla tampoco estaba plantea-do, en vista de las limitadas ambiciones territoriales de los aliados, de la oposición del presidente norteamericano Woodrow Wilson a la idea de un desmembramiento del enemigo vencido, y de la ansiedad tanto británica como estadounidense por retirarse del compromiso militar en Europa. Ni supremacía alemana, ni destrucción de Alemania, eran al-ternativas viables en 1918.25 ¿Qué hicieron entonces los aliados, por qué lo hicieron y en qué se equivocaron?

El más importante error aliado consistió en no esforzarse en dejar plenamente claro ante el pueblo alemán y sus fuerzas armadas que, de hecho, su país había sido derrotado en la guerra –como bien lo sabían los líderes políticos y militares germanos. Esto no requería la ocupación de Alemania, aunque tal vez sí hubiese sido indispensable continuar un poco más de tiempo con la ofensiva militar. Hay que tener en cuenta que la Primera Guerra Mundial tuvo lugar fundamentalmente en el territo-rio de los vencedores, y fueron éstos, en particular Francia, los que que-daron devastados. Esta extraña paradoja, así como el hecho de que los aliados optaron por llamar «armisticio» el documento que puso fin a las hostilidades en lugar de «acta de rendición», contribuyeron en gran me-

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Ibid., p. 24. Ibid., p. 25.

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dida a alimentar el autoengaño del pueblo y Ejército alemanes, así como la leyenda de que el país no había sido vencido sino traicionado, con una «puñalada en la espalda», por el enemigo interno: los socialistas, los revo-lucionarios, los judíos. Es cierto que en noviembre de 1918 los aliados po-dían escoger entre dar fin a la guerra o seguir avanzando, y vistas las co-sas en retrospectiva, la segunda habría sido la mejor opción, sobre todo porque Alemania se encontraba cercana al total colapso militar. Pero los aliados no estaban seguros de ello y no podían saber qué tan cerca se en-contraban del fin. Además, Francia y la Gran Bretaña estaban exhaustas, y temían que si la guerra proseguía los Estados Unidos alcanzarían una posición de excesivo predominio en Europa.

Estaba presente también, no hay que olvidarlo, el fantasma de una revolución marxista en Alemania, similar a la que un año antes había sacudido a Rusia. Ante semejante posibilidad, los aliados se cuidaron de no inflar las llamas de la disolución social, de actuar con prudencia y de procurar una salida estable con un gobierno alemán legítimo, una vez acaecida la abdicación del Káiser. Sin embargo, como enfatiza Marks, el documento que culminó las hostilidades debió dejar clara la rendición, en lugar de postular un armisticio, pues con este último lo que se logró fue estimular las ilusiones alemanas sobre lo que en efecto había ocu-rrido: «Desde la creencia de que el Ejército alemán no había sido ven-cido en batalla, a la creencia de que Alemania no había sido derrotada, el paso era muy corto».26 El pueblo alemán jamás aceptó el Tratado de Versalles porque nunca quiso enfrentar su derrota. Ese tratado, de paso, plasmó un insatisfactorio compromiso: era lo suficientemente severo como para generar un intenso resentimiento de parte de los alemanes, pero no lo suficientemente draconiano como para contener a Alemania por mucho tiempo, en especial si no existía la necesaria voluntad para hacerlo cumplir del lado de los vencedores.27 Y aquí se encontraba la he-rida mortal con que nació el tratado: su vigencia en el tiempo dependía esencialmente de la voluntad británica, francesa y norteamericana de vigilar su cumplimiento, pero esa voluntad pronto se evaporó, dejando en manos exclusivas de una Francia extenuada física y sicológicamente una responsabilidad que pronto se mostró excesiva: «… la retirada an-glo-americana significó que el Tratado de Versalles dejó de representar

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Ibid., p. 26. Citado en P. M. H. Bell, The Origins of the Second World War in Europe. London & New York: Longman, 1987, p. 23. Mi respuesta, como podrá deducirse de las siguientes páginas, es: posiblemente una Alemania irredenta hubiese desencadenado otra guerra; ahora bien, con Hitler en el poder las probabilidades de semejante desenlace se multiplicaban de forma exponencial.

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un verdadero balance de poder en el continente europeo. Ello sólo acen-tuó los temores franceses y las exigencias alemanas para su revisión».28

Los absolutos que describe Taylor: destrucción o supremacía de Ale-mania, no plasman la situación en su verdadera complejidad, tal y como parecía a los principales actores del drama en 1918. No cabe duda de que se cometieron errores, pero, como veremos –y a pesar de las fallas con-ceptuales del Tratado de Versalles–, las dificultades fundamentales se pusieron de manifiesto después de 1919, a medida que los aliados ven-cedores perdieron la voluntad de hacer cumplir en la práctica lo que ha-bían impuesto en el papel. El tratado no era ni conciliatorio ni radical-mente punitivo. Como una vez había aconsejado Maquiavelo: «Si ves a tu enemigo con el agua hasta el cuello, lo mejor es que acabes de hundir-lo; pero si el agua sólo llega hasta sus rodillas, es preferible que le ayudes a llegar a la orilla».29 Versalles no hizo ni una cosa ni la otra, y ya que los aliados no alteraron sus términos, ni los impusieron decisivamente, fue abonado el terreno para que empezasen a brotar los tallos que presagia-ban un nuevo conflicto.

No obstante, cabe preguntarse: ¿Habría tenido lugar otra guerra si Hitler no hubiese llegado al poder en Alemania? 30

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Para abordar la interrogante planteada, en función de nuestro comen-tario a Taylor, es necesario ahondar en su teoría de la historia. Como ya tuve oportunidad de indicar, en Taylor se percibe una paradójica ten-sión entre, de un lado, su propósito de mostrar, con el mayor énfasis po-sible, el protagonismo de los individuos concretos en el curso histórico, y de otro lado, su recurrente tendencia a presentar la marcha de los even-

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Taylor, The Origins..., p. 136. Dray, p. 171.

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tos desde una perspectiva que le coloca, como autor, peligrosamente al borde del abismo determinista, el abismo de una historia signada por lo «inevitable». Taylor encuentra difícil armar, con la coherencia deseable, una visión histórica en la que se armonice el papel de las personas con el marco de las condiciones generales, políticas, ideológicas, socioeconó-micas y culturales, en las que tiene lugar la acción individual. De hecho, su narración se mueve a dos niveles: en el primero, la historia se relata y explica en términos de las acciones de los individuos y de sus razones para conducirse de uno u otro modo; a este primer nivel se añade otro, más «profundo», en el que funcionan procesos y causas que configuran las circunstancias «objetivas» de la realidad social.

Si bien Taylor menciona en ocasiones que la Segunda Guerra Mun-dial «tuvo causas profundas»,31 se ocupa sólo superficialmente de asun-tos tales como el significado e impacto del nacionalsocialismo y el fas-cismo, y de otros temas político-ideológicos, económicos, sociales y militares, reconociendo que su vocación es más bien la de un historia-dor de la diplomacia, centrado en seguirle la pista a la conducta de de-terminados actores individuales considerados clave. Dray señala, pien-so que con acierto, que Taylor lleva con frecuencia su interés en el papel de los personajes de su drama, hasta un punto en que pareciera que ese primer nivel de la historia avanza de manera autónoma, sin conexión di-recta con el de las condiciones básicas del contexto histórico global.32 En este plano de movidas, intrigas, desatinos, frustraciones y logros indivi-duales, Taylor describe un espacio abierto para el ejercicio de la voluntad libre de las personas. Cuando toma en cuenta el segundo plano, sin em-bargo, Taylor a veces sugiere que los procesos «profundos» –como por ejemplo, la recuperación de su «peso natural» por parte de Alemania– avanzan inexorablemente; de modo que, a fin de cuentas, Taylor maneja al mismo tiempo una teoría libertaria y otra determinista sobre el cur-so de los eventos históricos. Esta confusión impide, en última instan-cia, extraer conclusiones inequívocas de su estudio sobre las causas de la guerra, aunque es posible especular al respecto con base en el desarrollo de su argumentación.

Su esfuerzo primordial se orienta a sostener que, en todo caso, Hitler no causó la guerra; que en no poca medida fueron los errores de sus ad-

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33 F. H. Hinsley, «Review Article on A. J. P. Taylor», Historical Journal, 4, 1961, pp. 227-228.

versarios en el tablero de la diplomacia, entre 1933 y 1939, los principales factores que llevaron al conflicto. Por lo tanto, a la pregunta antes formu-lada: ¿habría habido guerra aun si Hitler no hubiese asumido el poder en Alemania?, Taylor posiblemente tendría que dar una respuesta afirmati-va, pues no se trató –en su opinión– de que Hitler fuese especial, sino de que actuó como lo habría hecho cualquiera otro en su posición al frente de Alemania en ese entonces. En vista de que los demás poderes euro-peos se empeñaban en obstaculizar la solución al «problema alemán», la guerra era inevitable, con Hitler o sin Hitler. Ésta, repito, me luce una afirmación que puede legítimamente extraerse del libro de Taylor, aun-que el autor no la formule en esos términos específicos.

¿Debemos admitir como válida esa respuesta? No lo creo así. Para ex-plicar por qué debo primero manifestar mi convicción de que toda ex-plicación razonable de un proceso histórico tiene que hacer explícita la interconexión entre individuos y estructuras, es decir, entre la acción de actores personales y el marco de circunstancias en que esas acciones se producen. En el caso concreto de la Segunda Guerra Mundial, conside-ro indispensable que se relacionen las condiciones político-ideológicas, estratégicas y socioeconómicas existentes en la Europa de la época, tan-to a nivel doméstico como en el plano internacional, con las políticas de determinados actores individuales, entre los que por numerosos mo-tivos destaca el propio Hitler. Ahora bien, la interpenetración entre las condiciones objetivas y las acciones de los protagonistas individuales, no se produce de manera mecánica y constante; corresponde al histo-riador, en cada caso, de acuerdo con sus convicciones teóricas y la evi-dencia a su disposición, precisar qué «peso relativo» –en términos de F. H. Hinsley– asignar a los dos niveles de causalidad. En lo que se refie-re a la Segunda Guerra Mundial, Hinsley afirma que las contribuciones del líder nazi tuvieron un peso decisivo, mayor que el de las condiciones «objetivas». En su opinión: «Era prácticamente imposible para los otros poderes resistir la actitud revisionista de Alemania, hasta el momento en que se concretó el Pacto de Múnich (1938)».33 Esta aseveración impli-ca que, de acuerdo con Hinsley, la política de apaciguamiento a Hitler, de parte sobre todo de la Gran Bretaña, era la única alternativa factible hasta ese momento, y fue sólo la ocupación alemana del resto de Che-coslovaquia en marzo de 1939, en flagrante violación de lo acordado en

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Citado en Bell, p. 41. Bracher, p. 179.

Donald Kagan, On the Origins of War. New York: Doubleday, 1995, p. 417.

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Múnich, lo que hizo posible una reacción más firme contra el expansio-nismo hitleriano.

En franco contraste con ese punto de vista, Churchill aseveró que «nunca ha habido una guerra más fácil de impedir».34 ¿En qué sentido? Tal vez podamos aclararlo si distinguimos, como es indispensable hacer-lo, entre Alemania y Hitler. A mi modo de ver, es cierto que –en palabras de Bracher– «no existía una posibilidad real de evitar la guerra si, y en tanto que, Hitler estuviese en control de las decisiones»;35 y la razón es ésta: Hitler era un verdadero revolucionario y su política carecía de lími-tes capaces de ajustarse siquiera a un mínimo concepto de equilibrio. Si bien no era posible disuadir a Hitler y someterle a un sentido de los lí-mites, sí fue posible numerosas veces, entre 1933 y 1939, disuadir a Alemania y a los alemanes, con una actitud firme y decidida de parte, sobre todo, de la Gran Bretaña, una actitud asertiva que forzase a los alemanes, en parti-cular a las Fuerzas Armadas, a reaccionar ante Hitler a tiempo, poniendo fin al curso de expansión externa y opresión interna al que con tan trági-cos resultados comprometió a su país. Comparto por tanto plenamente la opinión de Donald Kagan, según la cual otra habría sido la historia de esos años si las democracias occidentales no se hubiesen desarmado, material y sicológicamente, y hubiesen permanecido alertas y respon-sables en el cumplimiento de sus obligaciones ante Alemania y ante sí mismas.36

En este orden de ideas, considero que Churchill estaba en lo correc-to cuando afirmó que la guerra no fue algo inevitable. Y para que no queden dudas de lo que intento sostener, quiero resumirlo así: Primero, pienso que no es seguro que una nueva guerra hubiese podido evitarse entre 1919 y 1939. Sin duda, el «problema alemán» habría estado plantea-do, aun sin Hitler en el escenario. Pero a pesar de la presencia del «pro-blema alemán», y el enormemente importante factor adicional de Hitler, existían posibilidades efectivas de impedir la guerra a través de la disuasión de Alemania, aunque no de Hitler, pues su política revolucionaria, que más adelante discutiremos, no conocía límites. En segundo lugar, nunca sa-bremos, desde luego, si una actitud firme de parte de Gran Bretaña, Esta-dos Unidos y Francia, habría sido realmente capaz, entre 1933 y 1939, de

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Karl Jaspers, El problema de la culpa. Barcelona: Paidós, 1998, p. 104. Ibid., pp. 74, 106-107.

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generar las necesarias resistencias al hitlerismo dentro de Alemania, en especial en el seno de las Fuerzas Armadas, consolidando una oposición que eventualmente, tal vez, habría sido capaz de llevar a cabo un golpe de Estado contra el líder nazi. Como es sabido, un importante grupo de militares alemanes intentaron ese golpe más tarde, culminando sus pla-nes con el atentado de 1944, del que Hitler escapó con vida. Lo que sí co-nocemos es que el apaciguamiento a Hitler por parte de los occidentales tuvo consecuencias funestas. No le falta, por tanto, razón al gran filóso-fo alemán Karl Jaspers, quien en un pequeño pero lúcido libro escrito inmediatamente después de la guerra, sobre el complejo tema de la cul-pa alemana en la catástrofe, señalaba con amargura la parte de culpabi-lidad que también pesaba sobre los hombros de las democracias, por su pasividad frente a Hitler durante los años cruciales de 1933-1939. Merece la pena citarle con generosidad:

Inglaterra, Francia, Norteamérica fueron las potencias vence-doras en 1918. En sus manos, y no en las de los vencidos, estaba el curso de la historia universal. El vencedor asume una respon-sabilidad que sólo a él le corresponde, o bien se sustrae a ella. Y cuando hace esto su culpa histórica es manifiesta [...] No puede aceptarse que el vencedor se retire sin más a su estrecho ámbi-to y quiera tener tranquilidad, observando únicamente lo que acontece en el mundo. Cuando un acontecimiento anuncia consecuencias desastrosas, él tiene el poder de impedirlo. La no utilización de ese poder constituye una culpa política que afec-ta al que lo posee. Si se limita a formular acusaciones burocráti-cas no hace sino sustraerse a su obligación. Ese no actuar origi-na reproches contra las potencias vencedoras, que sin embargo no nos liberan [a los alemanes] de culpa alguna.37

Las potencias occidentales no solamente permanecieron quietas «ante el crecimiento de la maldad, sino que se entendían con ella», a pe-sar de que las acciones de Hitler estuvieron dirigidas desde un principio «contra toda posibilidad de apaciguamiento».38 La guerra pudo evitarse, pero para ello se requirieron fuerzas morales y políticas que desgracia-

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Citado en John Lukacs, The Hitler of History. New York: Vintage Books, 1997, p. 258. Taylor, The Origins..., p. 239.

damente no alcanzaron la necesaria intensidad y coherencia. Sin duda, las «condiciones objetivas» estaban allí, mezclándose en un caldero hir-viente y creando el horizonte histórico en que las acciones concretas de individuos concretos decidieron el curso de los acontecimientos. Quizás, repito, hubiese habido guerra aun sin Hitler; mas como apunta el histo-riador británico de la religión Owen Chadwick: «La Reforma hubiese te-nido lugar sin Lutero. Pero sin Lutero no habría ocurrido del modo en que ocurrió».39 Parafraseándole, puede decirse que, quizás, habría teni-do lugar un segundo gran conflicto bélico en Europa en los años 1930, de-bido al complejo «problema alemán». Pero sin Hitler, definitivamente, no habría ocurrido del modo en que ocurrió.

4

Ya hemos indicado que, según Taylor, «Hitler fue un estadista racional, aunque indudablemente malvado».40 El concepto de racionalidad que Taylor emplea al formular su juicio sobre el líder nazi, es estrictamen-te instrumental, es decir, limitado a constatar que Hitler, al menos en cierto número de importantes ocasiones, tomaba su decisión política y militar con base en un cálculo de riesgos, medios y posibilidades. Seme-jante noción, aunque aceptable, es sin embargo estrecha; no sólo porque Hitler, también en múltiples oportunidades –en especial después de ro-tas las hostilidades en 1939–, se caracterizó por la extrema imprudencia de sus jugadas, el dogmatismo de sus posturas y la negativa a considerar alternativas, sino sobre todo porque un adecuado concepto de raciona-lidad, aplicado a un estadista, exige incluir un aspecto valorativo, referi-do a la presencia de un sentido de las proporciones en torno a los costos y consecuencias probables de la acción política. Desde esta perspectiva, la figura del líder nazi, vista históricamente, pone de manifiesto signifi-cativas deficiencias, que de modo inevitable tienen que medirse por los catastróficos resultados de su descomunal empresa, tanto para su país,

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Ibid., p. 267. Richard Overy, «Hitler’s War Plans and the German Economy», en R. Boyce & E. Robertson, eds., Paths to War. London: Macmillan, 1989, p. 113.

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como para el movimiento político que creó, y ni hablar de sus adversa-rios y de aquéllos entre sus enemigos, como fue el caso del pueblo judío, a quienes reservó sus más extremas obsesiones.

En su esfuerzo por mostrar un Hitler sujeto fundamentalmente a un caprichoso torbellino de accidentes azarosos, multiplicados por la tor-peza de sus contrarios, Taylor asegura, por ejemplo, que la situación de la industria armamentista alemana en 1939 ofrece una «prueba decisiva» de que el líder nazi no se hallaba, en ese momento, contemplando la po-sibilidad inmediata de una guerra general en Europa, «y tal vez ni siquie-ra contemplaba la probabilidad de cualquier guerra [aunque fuese geo-gráfica y estratégicamente limitada, ar]».41

Pienso que, más bien, la evidencia sugiere –como ya apunté previa-mente– que Hitler tomó en septiembre de 1939 un riesgo calculado al de-cidir la invasión de Polonia, y esa vez su intuición no le funcionó. Su cál-culo era que, de nuevo, Gran Bretaña y Francia se tragarían su orgullo y admitirían otro hecho cumplido de parte del líder nazi, pero las cosas marcharon de otra manera. Además, como ha demostrado con lujo de detalles y admirable erudición Richard Overy, en sus meticulosos estu-dios sobre la economía militar alemana bajo Hitler:

Las fuerzas militares que Alemania ya tenía disponibles en 1938 y 1939, eran más que suficientes para la tarea limitada de derro-tar a Checoslovaquia y Polonia, como quedó evidenciado por la rápida victoria sobre esta última. Los nuevos programas arma-mentistas (promovidos por Hitler) sólo tenían sentido en tér-minos de una guerra mayor contra otros grandes poderes: en el Este para conquistar Lebensraum («espacio vital»), y en el Occi-dente, contra la Gran Bretaña y los Estados Unidos, para mate-rializar la demanda alemana de estatus como poder mundial.42

Si Alemania hubiese tenido cuatro o cinco años más de paz, los recur-sos económicos y militares entonces disponibles la habrían convertido en uno de los superpoderes militares del mundo, a la par de los Estados Unidos y la urss. El reto para Hitler consistía en evitar una conflagra-

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Ibid., pp. 113-114. Ibid., p. 114.

Esta es la tesis que desarrolla Gordon A. Craig en su notable libro Germany 1866-1945. Oxford: Clarendon Press, 1975.

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ción generalizada, hasta que sus masivos programas armamentistas se completasen, y es aquí «donde su juicio político se mostró seriamente deficiente».43 Al arriesgar la guerra con Inglaterra y Francia por el caso polaco en 1939, y desatarla, el líder nazi se embarcó en una gigantesca aventura que culminó en desastre para él y para Alemania. En ese mo-mento, Alemania aún carecía de un bombardero pesado en condiciones operativas, sólo tenía cinco acorazados y cincuenta submarinos, y tan sólo trescientos tanques avanzados del tipo Mark IV. 44

¿Por qué lo hizo? A mi modo de ver, se trató de algo mucho más pro-fundo y significativo que un mero error de cálculo. Acá entramos en el terreno esencial de la personalidad de Hitler y del sentido de su política revolucionaria, terreno que Taylor normalmente evade o en todo caso tiende a subestimar sistemáticamente. En tal sentido, creo convenien-te reiterar cuál es mi posición en torno al papel de Hitler en el marco de los eventos en los que se halló inmerso. Considero errado adscribirse a cualquier tendencia historiográfica de naturaleza extrema, bien sea la que atribuye influencia exclusiva en la definición de los procesos a las denominadas «fuerzas fundamentales» de la historia, desapareciendo a los individuos del escenario, o bien se trate de la idea del «fenómeno singular y único», que plantea una absoluta discontinuidad –en este caso en la historia alemana–, encarnadas en Hitler y el nacionalsocialis-mo, concediéndoles el rango de fuerzas demoníacas prácticamente au-tónomas. Pienso que, en todas las situaciones, ambos factores, las con-diciones subyacentes y la acción de individuos, se combinan, y toca al analista conceptualizar, en cada caso, su importancia relativa. En lo que concierne a la Alemania de los años 1930 y los orígenes de la guerra, creo posible que la influencia de las fuerzas conservadoras, el poder empresa-rial privado, el peso de los militares y la debilidad de las tradiciones de-mocráticas –todo ello sumado a la pasividad por parte de las democra-cias occidentales–, se hubiesen combinado para destruir a la República de Weimar, establecer un nuevo régimen político autoritario y provocar eventualmente otra guerra. No obstante, es muy poco probable que ese nuevo régimen hubiese sido tan eficiente en el terreno bélico y tan mal-vado en sus ejecutorias como lo fue el nazismo con Hitler a la cabeza.45

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Henry A. Kissinger, «El revolucionario blanco: Reflexiones sobre Bismarck», en D. A. Rustow, ed., Filósofos y estadistas. México: Fondo de Cultura Económica, 1976, pp. 394-395. Ibid., p. 398. Fest, p. 307.

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Hitler fue un revolucionario. ¿Y qué es un revolucionario? Como con tino señala Kissinger, si la respuesta a esa pregunta no fuese tan comple-ja pocos revolucionarios tendrían éxito, pues «los objetivos de los revolu-cionarios sólo parecen evidentes a la posteridad». Esta miopía se debe en ocasiones a un engaño deliberado, pero, prosigue:

... con mayor frecuencia refleja un fracaso psicológico: la incapa-cidad del establishment para enfrentarse con un reto fundamen-tal. La negativa a creer en un antagonismo inconciliable es lo contrario del estado de ánimo para el cual las transformaciones básicas son algo inconcebible. Por eso los revolucionarios reci-ben a menudo el beneficio de todas las dudas. Incluso cuando presentan un reto teórico fundamental se suponen que exage-ran su caso a fin de negociar; se cree que su adhesión a las prefe-rencias «normales» es una especie de compromiso [...] Los re-volucionarios parten siempre de una posición de inferioridad física; sus triunfos son primordialmente de concepto o de vo-luntad.46

La lucidez de estas frases no puede subestimarse, y el ejemplo de Hi-tler las corrobora a plenitud. Hitler poseía con creces dos cualidades cru-ciales en un verdadero revolucionario: una concepción incompatible con el estado de cosas existente y la decidida voluntad de imponer a como diera lugar su visión.47 También Hitler fue reiteradamente subestimado y erróneamente interpretado; los conservadores tradicionales alemanes

–por ejemplo–, que en los años 1920 tanto le ayudaron a hacerse de los re-cursos necesarios para alcanzar el poder, pretendieron que se trataba de un agitador manipulable, y no percibieron «las peculiares vibraciones que emitía, el pulso del futuro»;48 de un futuro que barrería con el esta-tus. Esa naturaleza revolucionaria del líder nazi se condensaba en la fé-rrea convicción que le impulsaba, junto a su movimiento, según la cual ambos representaban algo que trascendía propósitos puramente mate-riales, simples objetivos de cambio constreñidos a lo meramente econó-mico, y alcanzaban el plano de una radical transformación «espiritual»,

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Se ha hablado sobre el «mal absoluto» de los jerarcas nazis, de un mal que destruye toda posibilidad de moralidad (Jaspers, pp. 24-25). Cabe precisar que aseveraciones como éstas se aplican en el

marco de la tradicional moral cristiana, mas no debe perderse de vista que Hitler no se ajustaba a ese marco. Este es otro de sus rasgos «revolucionarios» en el curso histórico de Occidente.

Sobre la ideología de Hitler, consúltese Kagan, pp. 336, 338; Fest, pp. 208-209. En torno al elemento pagano presente en el nazismo y a la influencia de Nietzsche, véase Karl Jaspers, «Nietzsche y el

cristianismo», en Conferencias y ensayos sobre historia de la filosofía. Madrid: Gredos, 1972, pp. 245-307; también Hans Barth, Verdad e ideología. México: Fondo de Cultura Económica, 1951, pp. 261-266.

Fest, p. 105.

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en el marco de una ética pagana sustentada en valores de fuerza, dominio, y des-trucción.49 Debido a ello Hitler fue tantas veces incomprendido por alia-dos y adversarios: por la dificultad de tomar completamente en serio la radical ruptura que su visión del mundo generaba con relación a la ética cristiana, que por siglos copó el horizonte de Occidente.50 Hitler habla-ba su verdad cuando anunciaba sus ideas de superioridad racial aria, su desdén hacia los seres «inferiores», su dogma sobre el imperativo de so-meter a los débiles al total dominio de los fuertes. Mas no era fácil tomar-le en serio, creer que era literal su electrizante y radical pasión. Citemos a Fest:

Su implacable confianza, que a veces parecía locura, se susten-taba en la convicción de que él era el único revolucionario, que se había separado del sistema existente reimponiendo los dere-chos del instinto humano. En alianza con ese derecho, así pen-saba, sería invencible, pues el instinto siempre triunfaba al final

–en sus palabras– «contra la motivación económica, contra la presión de la opinión pública, y contra la razón misma».51

Los valores paganos que enarbolaba el líder nazi, y su visión belicista de la existencia como un territorio de salvajes luchas por la supremacía racial, se unieron a una poderosa tendencia interior al radicalismo, a es-capar hacia los extremos. Hitler carecía de sentido de las proporciones; una incontenible fuerza en su fuero interno le empujó siempre al borde de los abismos, donde parecía sentirse más a gusto. Por años, sin embar-go, Hitler fue capaz de disciplinar ese ímpetu y someterle al control del cálculo político. Ese autodominio, no obstante, parecía inquietar e irri-tar zonas profundas de su ser. El líder nazi estaba permanentemente en busca de situaciones límite, de colocarse en encrucijadas decisivas, de cortejar el peligro y saborear su vértigo. En el momento clave, durante la

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Citado en Fest, p. 610. Sebastian Haffner, The Meaning of Hitler. New York: Macmillan, 1979, pp. 110-111. Véase A. Romero, Estrategia y política en la era nuclear. Madrid: Tecnos, 1979, pp. 25-26.

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crisis polaca de septiembre de 1939, y una vez que se concretó la declara-ción de guerra anglo-francesa, Hitler llegó finalmente al punto que tan-to le tentaba, y que antes, con innegable habilidad política, había logra-do evitar sin por ello malograr sus objetivos últimos de conquista. Me refiero a esa «lucha final» que ansiaba llevar a cabo, y cuyo desencadena-miento definitivo deseaba con apenas frágilmente controlada impacien-cia. En esa hora crucial de su carrera, señala Fest, Hitler empezó a echar por la borda los principios de flexibilidad táctica que de tanta utilidad le habían sido hasta entonces. En adelante, prevaleció una sombría de-terminación, una especie de sentimiento de fatalidad, que le condujo a cerrar todas las vías de escape y todas las posibilidades de retirada, a blo-quear la consideración de alternativas y sumergirse con frialdad aterra-dora en un combate a muerte: «Toda esperanza de compromiso es infan-til», comunicó a sus generales en noviembre de 1939; «me he arriesgado a esta guerra, y tengo que escoger entre victoria o aniquilación».52 En esa rígida postura se mantuvo por los siguientes cinco años, hasta darse muerte bajo las ruinas de su Cancillería, hundido en su asfixiante bunker y en un Berlín calcinado por la aplastante ofensiva soviética.

Hitler, como verdadero revolucionario que siempre fue, nunca apren-dió a detenerse. Siglos atrás, los grandes autores de la tragedia griega ha-bían mostrado en sus obras, con brillo inigualable, el poder de la hubris en el alma humana, de ese defecto de carácter que a algunos conduce a desafiar los límites de lo humano y rivalizar con los dioses. En 1938, con el Pacto de Múnich, Hitler parecía haber logrado todo a lo que el más ambicioso de los estadistas podía aspirar. Si el destino le hubiese dado la muerte en ese instante, y a pesar de la represión que ya había desatado internamente en su país, Hitler sería posiblemente visto hoy de mane-ra bastante diferente por la historia, y considerado uno de los más nota-bles hombres de Estado de nuestra era. ¿Por qué siguió adelante? Porque era un revolucionario, que carecía de ese impulso constructivo que guía la imaginación de los grandes estadistas.53 Hitler pudo detenerse en Mú-nich, pero no quiso hacerlo. Sus siguientes dos pasos: la ocupación de Praga, y especialmente el ataque a Polonia, traspasaron ese «punto cul-minante de la victoria» del que nos habla Clausewitz,54 a partir del cual

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Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso. Madrid: Alianza Editorial, 1989, pp. 50-51, 91, 125. Geofrey Blainey, The Causes of War. London: Macmillan, 1973, p. 149.

Bernard Brodie, War and Politics. London: Cassell, 1974, p. 339. Bell, pp. 9, 46.

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cada triunfo se hace más y más costoso, y pone en riesgo todo lo que has-ta entonces se ha logrado. La apuesta de Hitler fue insensata, pero plena-mente comprensible dentro del marco de su proyecto revolucionario.

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Podemos ahora retornar a la pregunta con que se dio inicio a este estu-dio: ¿Qué causa las guerras, y cuáles fueron, en síntesis, las causas de la Segunda Guerra Mundial? Ya Tucídides, varios siglos antes de Cristo, había ofrecido una respuesta general a la interrogante sobre las causas de la guerra, respuesta que continúa teniendo al menos parcial validez en nuestros días. Desde su óptica, el miedo al poder y a las intenciones torcidas de los otros empuja a los Estados a hacerse la guerra.55 Por su parte, uno de los más prestigiosos estudiosos del tema de la guerra en nuestra época, Bernard Brodie, se rehusó a hablar de una causa funda-mental y cuestionó las tesis reduccionistas –como las de Blainey– se-gún las cuales todas las causas de la guerra se resumen en un conflicto de poder.56 Frente a este tipo de reduccionismo, Brodie defendió una pos-tura ecléctica, en estos términos: «… cualquier teoría de las causas de la guerra en general, o de alguna guerra en particular, que no sea inherente-mente ecléctica y comprehensiva, es decir, que no tome en cuenta desde un principio la relevancia de muy diversos factores, está por esa misma razón condenada al error».57

A mi modo de ver, la observación de Brodie es correcta, y nos orienta a asumir la complejidad del curso histórico. No obstante, la explicación de fenómenos tan masivos como la Segunda Guerra Mundial, por ejem-plo, aconseja distinguir entre, de un lado, «causas profundas», que algu-nos prefieren llamar «orígenes», y que se refieren a los procesos subya-centes y a largo plazo de carácter socioeconómico y político-ideológico, y de otro lado los «detonantes, aceleradores u ocasiones para la guerra».58

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Jaspers, pp. 67-68. Ibid., p. 31.

Otra manera de decirlo consiste en hablar de causas fundamentales y de decisiones que llevan a la guerra. Con respecto a la Segunda Gue-rra Mundial, se hallarían entre las primeras el «problema alemán», tal y como quedó planteado por los resultados de la Primera Guerra, la crisis capitalista de los años 1920 y 1930, el surgimiento del comunismo, el fas-cismo y el nacionalsocialismo, y la pérdida de voluntad por parte de las democracias para enfrentar sus responsabilidades en la preservación del equilibrio internacional. Entre los detonantes cabría mencionar la polí-tica expansionista de Hitler, en general, y sus decisiones en 1939 (ocupa-ción del resto de Checoslovaquia, violando el Pacto de Múnich, y la pos-terior invasión a Polonia). En tal sentido, comparto la opinión de Jaspers cuando escribe que «La guerra fue desencadenada por la Alemania hi-tleriana. Alemania debe su culpa por la guerra a que su régimen la inició en el momento elegido por él mientras que las demás no la querían».59 No fue una guerra inevitable, pues el futuro está abierto, y lo que hoy es presente una vez fue futuro. Ese futuro depende de la responsabili-dad, decisiones y actos de las personas, en un contexto en el que no cabe hallar refugio en leyes naturales o históricas que presuntamente deter-minan inexorablemente la marcha de las cosas.60 Parafraseando a Marx, diríamos que los hombres hacemos la historia, aunque no siempre en las condiciones que hubiésemos elegido.

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1Véanse, por ejemplo, las obras de Peter Gay, Weimar Culture. the Outsider as Insider. New York: Harper & Row, 1968, y de Fritz Stern, The Politics of Cultural Despair. New York: Anchor Books, 1965.

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Me propongo en estas páginas enfocar un tema dentro del complejo en-tramado ideológico que imperó en Alemania durante la República de Weimar (1918-1933) y los primeros tiempos del régimen nazi, previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Se trató de una época tumul-tuosa, rica en matices y enseñanzas políticas, y sobre cuya textura socio-cultural se ha escrito mucho.1 El presente estudio se concentrará sobre un aspecto de ese amplio y controversial marco ideológico: me refiero al tema del «retorno a la comunidad», es decir, la ruptura del aislamien-to individual y conquista de un espacio de solidaridad comunitaria por parte de intelectuales que se sentían aislados y angustiados, sometidos a agudas presiones sicológicas y políticas, y que procuraron hallar una salida a sus dilemas mediante un riesgoso salto desde su posición crítica personal al plano de la adhesión a un proyecto colectivo, con casi siem-pre trágicas consecuencias. El asunto me parece significativo tanto des-de el punto de vista de la historia de las ideas del período, como en lo que tiene que ver con la conducta de un grupo de individuos en circunstan-cias de crisis de la democracia y los valores liberales, experiencia de la que pueden desprenderse interesantes analogías con otras situaciones históricas hasta nuestros días.

El fin del experimento democrático de Weimar ha sido interpretado como resultado de un proceso de decadencia o disolución, de desplome

El «retorno a la comunidad» y la claudicación

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Para un tratamiento más detallado de estas perspectivas, consúltese el excelente estudio de Germán Gómez Orfanel, «El final de la República de Weimar y Carl Schmitt», en Dalmacio Negro Pavón, ed., Estudios sobre Carl Schmitt. Madrid: Fundación Cánovas del Castillo, 1996, pp. 213-229.K. D. Bracher, «The Weimar Experience», en Turning Points in Modern Times. Cambridge: Harvard University Press, 1995, pp. 3-8. Manuel García-Pelayo, «El reino feliz de los tiempos finales», en Los mitos políticos. Madrid: Alianza Editorial, 1981, p. 95.

o colapso, de destrucción deliberada por parte de fuerzas irracionales y autoritarias, de autoentrega o capitulación, y finalmente como conse-cuencia de la improvisación.2 De estas visiones, la que a mi modo de ver rinde cuenta con mayor fidelidad de la serie de eventos que terminó con la República y abrió paso a Hitler, es la que articula Karl Dietrich Bracher, autor que observa esa crisis histórica como un proceso multicausal y gra-dual de disolución sociopolítica.3 Una de estas causas, sin duda relevan-te, tuvo que ver con el impacto de las ideologías antidemocráticas y su aporte a la fragmentación de las instituciones, la radicalización de los es-píritus y la intensificación de los enfrentamientos, todo lo cual hizo even-tualmente imposible sostener el mínimo consenso que exige la conviven-cia civilizada. Una democracia sólo puede funcionar cuando «la gente está de acuerdo en lo fundamental y discrepa en lo accesorio o cuando la discrepancia sustancial tiene unos sujetos tan débiles que no ponen en peligro el equilibrio conjunto».4 Mas tal no era el caso en la Alemania de Weimar, donde la unidad política básica del pueblo se resquebrajó y va-rios partidos antagónicos y «totales» –es decir, que exigían a sus miem-bros la adhesión a toda una concepción del mundo y de la vida– pugna-ban por la supremacía. Entre estos partidos destacaban, desde luego, el comunista y el nacionalsocialista.

La derrota en la Primera Guerra Mundial fue traumática para millo-nes de alemanes. En esos años de combate, entre 1914 y 1918, numerosos individuos que posteriormente jugarían un papel en la vida intelectual de Weimar y en el crecimiento de las ideologías autoritarias habían ad-quirido un hondo desprecio por la «civilización burguesa», liberal, de-mocrática y capitalista (identificada con Inglaterra, Francia y los Esta-dos Unidos), y una imborrable propensión a la violencia. Además, la guerra les había proporcionado un sentido de comunidad, de camarade-ría y apego a valores que trascendían lo puramente individual, sensación que tuvo una especie de efecto catártico para seres acosados por la sole-dad, la angustia, el fracaso y la ausencia de perspectivas. El propio Hitler, como han señalado varios de sus biógrafos, experimentó la guerra como

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Acerca del crucial significado de su participación en la Primera Guerra Mundial para Hitler, véase Ian Kershaw, Hitler 1889-1936. Barcelona: Península, 1999,

pp. 93-100; Joachin Fest, Hitler. New York: Vintage Books, 1975, pp. 67-86.Jeffrey Herf, Reactionary Modernism. Cambridge: Cambridge University Press, 1998, pp. 23, 27, 31.

Consúltese Sigmund Freud, Psicología de las masas. Madrid: Alianza Editorial, 1977, pp. 9-80. Herbert Marcuse, «La lucha contra el liberalismo en la concepción

totalitaria del Estado», en Cultura y sociedad. Buenos Aires: Sur, 1968, p. 29.

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una verdadera liberación de su miserable y anónima existencia perso-nal de artista frustrado y pequeñoburgués errabundo, como un evento cuasi místico que, al fin, le devolvía al suelo nutriente al que se debía y a cuya salvación se veía obligado a contribuir.5 De hecho, la guerra y la derrota, esta última íntimamente rechazada por una sección sustancial del pueblo alemán y atribuida a la «puñalada por la espalda» asestada por «enemigos internos» –judíos, capitalistas, comunistas, masones–, hizo germinar un fuerte sentimiento según el cual el renacimiento na-cional estaba indisolublemente vinculado a la autorrealización personal de cada uno de los miembros de la comunidad.6

Las raíces sicológicas de este tipo de emoción individual y colectiva han sido estudiadas por Freud, entre otros, y no es mi intención exten-derme sobre ello acá.7 Lo que pretendo es destacar las repercusiones ideológicas que tuvo el fenómeno en la etapa histórica considerada. La derrota militar había colocado a Alemania en una posición intolerable, pensaban muchos, de la que sólo podía salvarla una revolución, eso sí, una revolución «auténticamente alemana», total y profunda, destinada a crear un nuevo y luminoso orden de cosas, centrado en el dominio de una comunidad espiritualmente «superior». En el nuevo y reconciliado Reich quedarían eliminados todos los antagonismos; ya no se trataría de la visión marxista de la unificación social impuesta por el dominio de una clase en una sociedad de clases, «sino por una unidad que unifica a todas las clases y que ha de superar la realidad de la lucha de clases y, de esta manera, la realidad de las clases mismas: la creación de una autén-tica comunidad en el pueblo que se levanta por encima de los intereses y oposiciones de los estamentos y clases».8

Según uno de los ideólogos del entonces floreciente nazismo, Ernst Krieck, en el Reich de mil años «Se alza […] la sangre contra la razón for-mal, la raza contra el finalismo racional, el honor contra la utilidad, el orden contra la arbitrariedad disfrazada de “libertad”, la totalidad orgá-nica contra la disolución individualista, el espíritu guerrero contra la se-guridad burguesa, la política contra el primado de la economía, el Es-

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Citado por Marcuse, Ibid., p. 15. Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires: Sur, 1970, p. 15.

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tado contra la sociedad, el pueblo contra el individuo y la masa».9 Este párrafo resume admirablemente los temas que constituían la cosmovi-sión nazi, expresión a su vez de corrientes ideológicas prevalecientes en la Alemania que emergió, derrotada pero irredenta, de la Primera Gue-rra Mundial.

2

En su influyente obra de 1944, Dialéctica del iluminismo, Max Horkhei-mer y Theodor Adorno argumentaron que la tragedia alemana era el producto de la vinculación entre razón, mito y dominación implícita en la herencia cultural de la ilustración occidental, desde Kant y Hegel. Las primeras frases del libro lo expresan con patética elocuencia: «El ilumi-nismo, en el sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de quitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos. Pero la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura».10

Lo que, en síntesis, plantearon estos autores fue la existencia de un lazo entre modernidad y nazismo, visto este último como manifesta-ción extrema y esencial de una razón trastocada, madre de la técnica y del control sobre el hombre y la Naturaleza. En otros términos, el delirio hitleriano focalizó en un tiempo y lugar específicos el oscuro potencial de la dominación técnica impuesta por Occidente sobre su entorno y so-bre sí mismo.

Si bien Horkheimer y Adorno acertaron al señalar el engranaje en-tre razón y mito en el régimen nazi, su interpretación del legado de la Ilustración tiene muy serias fallas. Como indica Herf, el desastre ale-mán, lejos de tener sus raíces en la herencia civilizatoria de la moderni-dad ilustrada, se generó precisamente en la separación entre la tradición intelectual y política iluminista y el nacionalismo alemán, es decir, en

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Herf, pp. 1, 9-10.Marcuse, p. 23.

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el hecho de que Alemania no se modernizó por completo, y de que en su suelo no germinaron a plenitud las semillas del liberalismo y la de-mocracia. Horkheimer y Adorno culparon a la modernidad ilustrada del drama alemán, cuando en realidad han debido destacar la debilidad del proceso modernizador como verdadero causante de la catástrofe. En palabras de Herf, «Una de las ironías de la moderna teoría social es que los teóricos críticos, que creyeron defender lo peculiar y único frente a las generalizaciones simplistas, contribuyeron a ocultar la peculiaridad del camino antiliberal de Alemania hacia la modernidad […] No existe una “modernidad” en general, sino solamente sociedades nacionales, cada una de las cuales se hace moderna a su manera».11 Al establecer un vínculo necesario e insuperable entre razón y dominación, Horkheimer y Adorno erosionaron las propias bases de su proyecto crítico –orienta-do inicialmente a postular una «razón emancipadora». La idea según la cual la herencia cultural de la modernidad ilustrada, en su totalidad, se identifica con los mitos políticos totalitarios y con el curso de la domina-ción, conduce inexorablemente a renunciar a un proyecto de liberación humana sustentado en la reflexión racional y el pensamiento crítico. Pa-radójicamente, esto es lo que logran los autores de la Dialéctica del ilumi-nismo, tendencia que llevó también a Marcuse a establecer una equiva-lencia entre liberalismo y dictadura, y a sostener que «en el racionalismo liberal están ya preformadas aquellas tendencias que más tarde, con la transformación del capitalismo industrial en capitalismo monopolista, asumirán carácter irracional».12 Lo que Marcuse no explica es por qué ello ocurrió en Alemania y no en Inglaterra o en los Estados Unidos, so-ciedades también capitalistas que combatieron tenazmente el nazismo.

La interpretación de la modernidad expuesta por Horkheimer y Adorno se desprende obviamente de los escritos de Max Weber en torno al triunfo de la Zweckrationalitat, o racionalidad instrumental-deliberada, en el contexto burocratizado del capitalismo industrial avanzado. Como es sabido, Weber argumentó que este tipo de racionalidad afecta y conta-mina todo el marco de la vida social y cultural del mundo moderno, cu-briendo las estructuras económicas y administrativas, el entorno político y hasta la vida artística y cultural, dando origen no a una mayor libertad, sino por el contrario a una «jaula de hierro» que atrapa al individuo as-

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Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism. London & New York: Routledge, 1992, pp. 181-183. Richard J. Bernstein, «Introducción», en A. Giddens et al., Habermas y la modernidad. Madrid: Cátedra, 1994, pp. 21-22.

fixiando su potencialidad creadora.13 Este sentido fatalista con respecto al curso de la modernidad invade la Dialéctica del iluminismo, obra que su-giere igualmente que las semillas del triunfo de la Zweckrationalitat se ha-llan en los propios orígenes de la racionalidad occidental. Y aquí, apunta atinadamente Richard J. Bernstein, se manifiesta otra ironía: Horkhei-mer y Adorno fueron firmes oponentes críticos de Heidegger, y en gene-ral de los ideólogos que en tiempos de Weimar y el nazismo se hicieron eco del cuestionamiento a la herencia de la Ilustración; sin embargo, «se da una sorprendente afinidad en los análisis que hacen del destino de la racionalidad occidental. Existe una fina línea que separa el análisis de la racionalidad instrumental de Horkheimer y Adorno y el análisis que Heidegger hace del pensamiento calculador, Gestell (encuadramiento)

–la “esencia de la tecnología” que él considera como la esencia oculta de la metafísica occidental».14 Una línea tan fina, me atrevería a decir, que casi desaparece por completo.

La referencia a Heidegger es apropiada, pues en verdad sí existe una comunicación entre el análisis de raigambre marxista de los «teóricos críticos» (Marcuse, Horkheimer y Adorno), y temas centrales de la crí-tica a la modernidad de Heidegger y Carl Schmitt, entre otros autores. En todos ellos, el problema que se repite es el de confundir la peculiar situación de Alemania, lo que podríamos llamar su «subdesarrollo libe-ral-democrático», con una enfermedad global del mundo moderno. En esa Alemania profundamente tradicionalista y hasta semifeudal, radi-calmente antiliberal y autoritaria, germinó una angustia ante la condi-ción del individuo y un ansia de cobijo frente a los desafíos de la sociedad abierta y capitalista, que a su vez generaron muy peculiares respuestas ideológicas. De entre éstas me detendré ahora a comentar lo referente al «retorno a la comunidad» como vía de reconciliación individual ante un contexto sociopolítico percibido como inauténtico y hostil.

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Alain Renaut, The Era of the Individual. Princeton: Princeton University Press, 1997, pp. 3-28. Marcuse, pp. 38-39; Martin Heidegger, Ser y tiempo.

Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1998, pp. 389-418.Heidegger, Ser y tiempo, p. 400.

M. Heidegger, Introducción a la metafísica. Barcelona: Gedisa, 1993, p. 49.

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En un sentido, Horkheimer y Adorno –a pesar de las raíces marxistas de su pensamiento–, emularon el error del existencialismo filosófico de los años 1920 y 1930, al dejar en buena medida de lado el análisis histórico y moverse en un tan elevado nivel de abstracción que no les permitía ob-servar la especificidad de los procesos sociopolíticos concretos. Como es sabido, el motivo inicial del existencialismo heideggeriano consistió en el intento de recuperar, frente al sujeto «lógico» y abstracto del idealismo racional, la realidad práctico-concreta del sujeto histórico, suprimiendo así el predominio del ego cogito cartesiano y sustituyéndole por el Dasein fáctico.15 Esta tarea fue ejecutada con implacable rigor por Heidegger en Ser y tiempo; no obstante, como anota Marcuse, el esfuerzo heideggeria-no se detiene en el nivel de una historia carente de contenidos y limitada a un vago concepto de historicidad.16 Ahora bien, en esa obra fundamen-tal Heidegger avanza un paso más allá del sujeto histórico visto como in-dividuo o Dasein, pues, en sus palabras:

… si el Dasein destinal existe esencialmente, en cuanto estar-en-el-mundo, co-estando con otros, su acontecer es un co-acontecer, y queda determinado como destino común. Con este vocablo de-signamos el acontecer de la comunidad, del pueblo […] Sólo en el compartir y en la lucha queda libre el poder del destino común. El destinal destino común del Dasein en y con su «generación» es lo que constituye el acontecer pleno y propio del Dasein.17

Ciertamente, en esa obra primigenia (1927) se vislumbran atisbos de lo que sólo un poco más tarde se revelaría como una tendencia clave del pensar heideggeriano, dirigida a definir la «misión» del pueblo alemán en medio de lo que el filósofo percibía como una crisis espiritual total de Oc-cidente, crisis enmarcada en una época de «oscurecimiento universal».18 Se trataba, según Heidegger, de un tiempo de decadencia generalizada caracterizado por «la huida de los dioses, la destrucción de la Tierra, la masificación del hombre, el odio que desconfía de cualquier acto creador

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Ibid., pp. 43, 46. Jürgen Habermas, «Heidegger: Obra y cosmovisión», en Textos y contextos. Barcelona: Ariel, S.A., 1996, p. 82.En obras tales como «De la esencia de la verdad» y «La doctrina de Platón acerca de la verdad». El primer texto se encuentra en M. Heidegger, Ser, verdad y fundamento. Caracas: Monte Ávila Editores, 1968, pp. 61-83; el segundo fue publicado en castellano en la revista Cuadernos de Filosofía, 1, Buenos Aires, 1948.M. Heidegger, «La autoafirmación de la Universidad alemana», en Escritos sobre la Universidad alemana. Madrid: Tecnos, 1989, pp. 8-9. Este proceso marcha paralelamente a la redefinición heideggeriana de la verdad en términos de una dialéctica centrada «en el desafío histórico por un destino colectivo»(Habermas, p. 87). Cabe señalar que este camino se vislumbra en Ser y tiempo, a partir del postulado heideggeriano de un «concepto existencial de la ciencia», que comprende a la ciencia «como una forma de existencia y, por consiguiente, como un modo del estar-en-el-mundo que descubre o bien abre el ente al ser». Véase Ser y tiempo, p. 373.

libre»; una decadencia ante la cual el pueblo alemán tiene la capacidad de reaccionar «a partir del núcleo de su acontecer futuro, en el ámbito originario de los poderes del ser». Todo esto, tanto el desafío como la res-puesta de parte de ese pueblo cuya «existencia histórica resulta central», representaba nada menos que un proceso en el que «se decide el destino de la tierra».19

Estos temas pertenecen sin excepción a la cosmovisión predominan-te entre la intelectualidad conservadora alemana durante el período pos-terior a la Primera Guerra Mundial, grupo en el que destacan, además del propio Heidegger, nombres como los de Oswald Spengler, Ernst Jün-ger, y Carl Schmitt. La obra de Heidegger está impregnada de esa atmós-fera de crisis espiritual, y no le falta razón a Habermas cuando afirma que el autor de Ser y tiempo «quedó prisionero» del clima de ideas de su época, clima al que pertenecen «la autocomprensión elitista de la gen-te de carrera universitaria, el fetichismo del espíritu, la idolatría de la lengua materna, el desprecio de todo lo social […] la polarización entre ciencias de la Naturaleza y ciencias del espíritu, etc. Todos estos moti-vos reaparecen, sin que medie filtración reflexiva alguna, en el pensa-miento de Heidegger».20 Es necesario, sin embargo, considerar el espe-cífico rumbo heideggeriano desde el origen individualista del pensar, tal y como predomina sin duda en Ser y tiempo, hasta la concepción de un destino comunitario o colectivo visto como primordial. Este rumbo em-pieza a perfilarse con mayor precisión en 1929-1931,21 y alcanza un mo-mento de especial significación en 1933, cuando Heidegger opta abierta-mente por el nazismo y hace explícita su reinterpretación del Dasein en términos colectivistas, identificándole con el Dasein del pueblo alemán, ahora apegado a su «inexorable» misión histórica y reconociéndose «a sí mismo en su Estado».22

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Herf, p. 112. Heidegger, «La autoafirmación…», p. 13.

Creo acertada la afirmación de Herf según la cual «Ser y tiempo no conducía inevitablemente a la conferencia inaugural [de Heidegger, al aceptar el Rectorado en 1933, ya citada, ar], pero su nazismo estaba allí latente».23 La evidencia muestra de manera clara que Heidegger, en-vuelto en la bruma ideológica de una condena radical a la modernidad ilustrada, interpretó el nazismo –al menos hasta bien entrados los años 1930– como un símbolo de la revuelta del pueblo alemán, orientada ha-cia la conquista de su existencia auténtica y a llevar a cabo su misión his-tórica. En tal sentido, el sendero heideggeriano que le llevó desde el pla-no de un angustiado Dasein, aislado y arrojado a un devenir estéril, hacia el nivel «auténtico» de una comunidad en marcha, aparte de constituir un injustificable salto al vacío teórico, representó también una claudica-ción de la responsabilidad ética personal, así como de la tarea crítica del intelectual, sumido ahora en «el poder que más profundamente conser-va las fuerzas de su raza y de su tierra».24 Esa claudicación, en su caso, no fue jamás objeto de una verdadera autocrítica, ni siquiera después de 1945. En esto, como se verá, el caso Heidegger se asemeja al de otro nota-ble pensador de ese tiempo y espacio, que de igual manera escuchó el lla-mado «comunitario»: Carl Schmitt.

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El caso de Carl Schmitt, notable jurista y pensador político de la época, es –como el de Heidegger– especialmente ilustrativo de la reacción radi-cal-conservadora contra la democracia liberal en los tiempos de Weimar. Al igual que Heidegger, Schmitt terminó afiliándose al partido nazi, y a semejanza del filósofo su distanciamiento posterior con el nazismo no produjo una reflexión crítica que permita inferir una rectificación fun-damental.

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Véase «Teoría política e historia: Reflexiones sobre Carl Schmitt», publicado en este volumen. Carl Schmitt, Political Romanticism. Cambridge: The mit Press, 1986, pp. 20, 109-110, 125; Román García Pastor, «Romanticismo y política en la obra de Carl Schmitt», en Negro Pavón, ed., pp. 181-182. Schmitt, Political Romanticism, p. 13. Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo. Madrid: Tecnos, 1996, p. 12.Ibid., p. 42.

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El pensamiento schmittiano, que he discutido ampliamente en otra parte,25 tuvo desde sus comienzos un carácter marcadamente antiindi-vidualista y crítico con respecto a la tradición liberal. El individuo, para Schmitt, no puede ser fuente de valor ni de representación de un orden, y es en referencia a este aspecto que Schmitt establece las tomas de parti-do decisivas en el combate político moderno: de un lado la que asume el individualismo burgués, en versión romántica o liberal; de otro lado la reacción conservadora, a la que él se suma, caracterizada por el cuestio-namiento a fondo, esencialmente nihilista, del individualismo moder-no, y guiada por una oposición a ese endiosamiento del individuo desde los bastiones de la legitimidad histórica y tradicional.26

En el pensamiento de Schmitt, el «vuelco a la comunidad» adquiere cuerpo a través de la crítica a la democracia liberal, parlamentaria o bur-guesa, un tipo de régimen político que a su manera de ver es «inheren-temente contradictorio».27 La brillante –pero falaz y distorsionada– ar-gumentación de Schmitt se sustenta en una idea de democracia como identidad entre los gobernantes y los gobernados, como un orden polí-tico al que le es propia la homogeneidad y, en caso de ser necesario, «la eliminación o destrucción de lo heterogéneo».28 El liberalismo, por el contrario, basado como está en la defensa de un espacio autónomo in-violable para los individuos, en instituciones como la división y el equi-librio de poderes, en el pluralismo y la libre discusión de ideas, constitu-ye para Schmitt una especie de ácido que corroe la unidad democrática entre el pueblo y sus gobernantes, diluyendo la capacidad de autodeter-minación popular en la medida en que ese pluralismo conduce a la frag-mentación de la voluntad y al divisionismo de partidos y sectas que ex-plotan las instituciones para su provecho particular. Según Schmitt, «Si, por razones prácticas y técnicas, unas cuantas personas de confianza [en el parlamento, ar] son las que deciden en lugar del pueblo, también po-drá decidir, en nombre del mismo pueblo, una única persona de confian-za. Y esta argumentación, sin dejar de ser democrática, justificaría un cesarismo antiparlamentario».29 La dictadura no es necesariamente an-

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Ibid., p. 36. Juan Carlos Rey, «Observaciones sobre el Título vii y el Título ix de las ideas fundamentales

para la Constitución Bolivariana de la v República», Politeia, 23, ucv, Caracas, 1999, pp. 185-186.

tagónica con la democracia, y de hecho puede ser legítimo suspender la democracia «en nombre de la democracia verdadera que hay que crear», pues durante el período transitorio regido por el dictador, «puede im-perar la identidad democrática y tener sólo importancia la voluntad del pueblo».30

Es clara la naturaleza tendenciosa y manipuladora de la concepción schmittiana de democracia, que la separa tajantemente de sus –en cier-tos aspectos históricos y teóricos– estrechos vínculos con la tradición li-beral, de su compromiso con la libertad individual y el pluralismo, redu-ciéndola a un ejercicio de caudillismo plebiscitario. Con la separación entre democracia y liberalismo y su empeño en entender la democracia como «homogeneidad» de la comunidad nacional, Schmitt contribuyó a sembrar las semillas del giro hacia el autoritarismo y el «Estado total» en la Alemania de los años 1920 y 1930. La concepción de un «Estado to-tal», esbozada inicialmente por Ernst Jünger y desarrollada por Schmitt, busca la imposición del Estado sobre una sociedad plural que le es hostil, y ese Estado,

… lejos de significar una negación de la democracia es, para Sch-mitt, la auténtica realización de ésta. Pues, para el teórico ale-mán, el pueblo que conforma el Estado es un todo colectivo ho-mogéneo que tiene, por tanto, un interés colectivo unitario y que se expresa a través de una voluntad colectiva unitaria. Esa voluntad colectiva, que se sitúa más allá de todos los antagonis-mos de interés, y, con ello, sobre los partidos políticos, no puede ser generada por el parlamento, que es el escenario de la contra-posición de intereses, de la atomización político-partidista. El generador de esa voluntad es el Jefe de Estado, quien es su intér-prete o, más bien, su creador.31

A pesar de que en las elecciones parlamentarias del 5 de marzo de 1933 los nazis sólo obtuvieron 43.9 por ciento de los votos, Schmitt interpre-tó el resultado como un «plebiscito mediante el cual los alemanes han reconocido a Adolfo Hitler […] como el líder político (Führer) del pue-

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Citado por Richard Wolin, «Carl Schmitt, Political Existentialism, and the Total State», en The Terms of Cultural Criticism. New York: Columbia University Press, 1992, pp. 100-101. En torno al rumbo político de Schmitt, véase la Introducción de David Dyzenhaus al volumen por él mismo editado, Law as Politics. Carl Schmitt’s Critique of Liberalism. Durham & London: Duke University Press, 1998, pp. 1-20. Thomas Mann, Reflections of a Non-Political Man. New York: Ungar, 1987. Véase, en particular, pp. 16-17, 57, 109, 168, 179, 189, 202, 267, 434.

blo (Volk)», asegurando que de esta forma «el peligro de un desmembra-miento pluralista de Alemania […] ha sido derrotado».32 Desde la ópti-ca distorsionada del pensamiento schmittiano, Hitler era el verdadero líder democrático, capaz de suscitar el respaldo clamoroso de las masas a través de una prédica unitaria, que reivindicaba la homogeneidad sus-tantiva del pueblo. Un líder que creó el orden suprimiendo el pluralismo, tomando una clara decisión soberana basada en la inequívoca distinción entre amigos –los que calificaban para ser incluidos en la comunidad ho-mogénea– y enemigos –que debían ser excluidos y en ocasiones elimina-dos.33 A semejanza de Heidegger, el curso de la reflexión filosófico-polí-tica de Schmitt en ese tiempo trazaba un horizonte de posibilidades que en medida preponderante convergían hacia el totalitarismo hitleriano, visto como concreción de un anhelo de unidad nacional, de superación de las tensiones y de reconciliación individual con una comunidad a su vez enfrentada decididamente a los retos de una modernidad percibida deficiente e intimidatoria.

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Resulta aleccionador comparar y contrastar el caso de Thomas Mann con los de Schmitt y Heidegger. También Mann se sumó, por un tiem-po, al clima ideológico antidemocrático y «comunitario» de los años de guerra y los primeros tiempos de Weimar, y escribió un voluminoso y fascinante libro que ofrece uno de los más reveladores testimonios sobre la confusa mezcla de nacionalismo, romanticismo e irracionalismo en-tonces imperante en Alemania.34

En su magistral estudio sobre la obra del gran escritor, T. J. Reed ha en-fatizado el efecto «liberador» que el estallido de la Primera Guerra Mun-

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T. J. Reed, Thomas Mann. The Uses of Tradition. Oxford: Oxford University Press, 1996, p. 181. Ibid., p. 184.

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dial ejerció inicialmente sobre el espíritu tímido, introvertido e irónico de Mann, quien experimentó con ardiente regocijo la posibilidad de salir de su aislamiento y «retornar a la comunidad, a una comunidad nacio-nal que parecía regenerada por la crisis».35 Reed sintetiza con lucidez las motivaciones sicológicas subyacentes a esta «entrega» de los espíritus:

La guerra […] pareció cortar varios nudos gordianos simultánea-mente. Fue la solución para un largo período de división social, con todas las clases compartiendo ahora una nueva solidaridad. Se produjo también una tregua en las confrontaciones partidis-tas […] y el emperador Guillermo II pudo decir que veía ante él no a los partidos, sino sólo a los alemanes. La guerra hasta lle-gó a prometer para algunos el final de la decadencia en el arte, el surgimiento de una poesía heroica capaz de armonizarse con el heroísmo militar. Por encima de todo, la guerra simplificó la vida y sus exigencias; se trataba de una force majeure que deslas-traba al individuo del imperativo de pensar y decidir. La guerra constituía, según la palabra escogida por el propio Mann, una «visitación» (Heimsuchung).36

Mann se hizo en principio parte del coro, y respondió afirmativamen-te al generalizado impulso de transformarse en un miembro más de la co-munidad amenazada, en otro «defensor de la tribu». Ciertamente, éste es un sentimiento explicable, aunque no siempre justificable, y paradó-jicamente pareciera afectar de manera aguda a numerosos intelectuales colocados en situaciones de crisis colectiva. Por definición, un intelec-tual es una persona crítica y relativamente solitaria, debido a su reiterada necesidad de aislarse para ejercer su oficio de pensar sistemáticamente. Usualmente, también, los intelectuales requerimos «tener eco» de parte del contexto al que pertenecemos. Son pocos los que se muestran capa-ces de sobrellevar el aislamiento, el desinterés y hasta la hostilidad de sus contemporáneos si tal es el precio a pagar para sostener con firmeza y ho-nestidad una posición; más «raros» todavía son aquéllos con la entereza para sobreponerse a las tentaciones del momento y mirar el horizonte a largo plazo, pagando los costos del coraje moral. Con no poca frecuencia

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Ibid., p. 195. Acerca de la evolución político-ideológica de Mann, véase mi estudio «Literatura y política. Reflexiones sobre la obra de Thomas Mann», en Sobre historia y poder. Caracas: Panapo, 2000.

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los intelectuales caemos en el error de buscar respuestas simples, ago-biados bajo el peso de problemas complejos, y así hallar un remanso de paz y sencillez colocado en un ámbito distinto al de los torturantes re-querimientos del combate espiritual. La idea de una «acción más allá de la comprensión», de un escape del constante proceso de «rechazo críti-co», apunta Reed, se encuentra como impulso en la obra temprana de Mann, y el escritor no la inventó durante la guerra. Era un impulso que podría calificarse como autotrascendencia, pero también como traición a sí mismo.37

Desafortunadamente, aunque sólo por un período relativamente corto, Mann sucumbió a la «tentación del abismo». No obstante, lo sor-prendente no es tanto que haya caído en lo que al fin y al cabo fue una en-fermedad que contagió a millones, entre los que se cuentan algunas de las mentes más brillantes –aunque no necesariamente las más agudas políticamente o éticamente equilibradas– de la época. Lo que sorprende es que Mann fuese capaz, en un par de años, de reconsiderar la guerra y la participación alemana en la misma desde una severa perspectiva críti-ca, de rectificar muchas de las posiciones asumidas en su libro «político»

–redactado en el transcurso de los años de guerra y publicado en 1918–, y eventualmente de asumir la defensa de la democracia y los valores de la ilustración liberal, frente al oscurantismo fascista y el totalitarismo na-zi.38 ¿Por qué Mann y no los otros? ¿Cómo explicar que alguien sea sus-ceptible de acogerse a valores de tolerancia y otros no? Ello no se explica por el hecho de que Mann fuese un literato, novelista y dramaturgo, en tanto que hombres como Heidegger y Schmitt se movían en el universo abstracto de la filosofía y la teoría política, pues numerosos poetas y no-velistas se unieron al oleaje fascista y también hubo filósofos y teóricos políticos que combatieron a Hitler, en Alemania y otras partes. No exis-te una explicación satisfactoria que reduzca estos complejos y dolorosos procesos a respuestas inequívocas. Lo único que parece razonable afir-mar es que las presiones colectivas no son invencibles. Siempre, por suer-te para la humanidad, surgen individuos capaces de defender su verdad ante los intentos de avasallamiento moral por parte de circunstanciales mayorías políticas, en ocasiones disfrazadas de «comunidades éticas».

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Las dos obras clave de Nolte son Three Faces of Fascism. New York: Holt, Rinehart and Winston, 1966, y La guerra civil europea, 1917-1945. México: Fondo de Cultura Económica, 1994.

También debe consultarse la colección documental Devant l’histoire. Paris: Éditions du Cerf, 1988. Un excelente resumen del debate se encuentra en Stephen Brockmann, «The Politics of German History»,

History and Theory, 29, 2, 1990, pp. 179-189. Mi recuento en este estudio se sustenta en el trabajo de Brockmann, así como en el estudio de Gordon A. Craig, «The War of the German Historians», en Politics and Culture in

Modern Germany. Palo Alto: The Society for the Promotion of Science and Scholarship, 1998, pp. 357-367.

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En los meses de verano del año 1986 tuvo lugar en la entonces todavía di-vidida Alemania un intenso debate entre varias de las principales figuras intelectuales del país. La discusión se encendió a raíz de un artículo del filósofo Jürgen Habermas, en respuesta a un texto del historiador Ernst Nolte. En su escrito, este último reiteraba algunas de las principales tesis que ya había expuesto en sus libros,1 y sostenía que diversos grupos de interés –no identificados con claridad por el autor– se empeñaban en politizar la historia alemana moderna, y en particular el período nazi, con el propósito de satanizarle. De esta manera se impedía un tratamien-to históricamente adecuado, es decir, con un criterio equilibrado y «no contaminado» del Tercer Reich, para examinarlo con verdadera pers-pectiva científica y objetividad historiográfica, en lugar de tratar a Hitler y el nazismo como especie de fuerzas diabólicas e incomprensibles. No se trataba de que Nolte estuviese proponiendo deslastrar de responsabi-lidades a Hitler o eximirle de culpas por lo que ocurrió bajo el régimen nazi; su intención, ratificada sistemáticamente en ese y otros textos, era abrir un debate más amplio que permitiese ver esa etapa sin estereotipos ni prejuicios, sino como un proceso ubicado en un contexto de causas y efectos, con raíces y consecuencias que era necesario explicar.2

El debate de los historiadores alemanes

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Nolte. La guerra civil..., p. 27-28. Ibid., p. 40

Ahora bien, a pesar de que Nolte siempre ha indicado que su legítima intención se dirige a contribuir a que el debate sobre Hitler y el nazismo se ubique en un plano de ponderación y equilibrio, lo cierto es que sus puntos de vista se caracterizan por su naturaleza polémica y en extremo controversial. En especial, su tesis central, de acuerdo con la cual el na-zismo fue en buena medida una reacción al bolchevismo, una respuesta ante una amenaza que a su vez imitaba aspectos fundamentales de lo que combatía, esta tesis –repito– tocaba nervios muy sensibles, pues no solamente erosionaba el mito del comunismo como algo antagónico al fascismo-nazismo, sino que en cierto modo atribuía al bolchevismo la culpa por la reacción que suscitó entre aquellos que no compartían el ideal marxista y repudiaban su concreción histórica en la urss.

Nolte procura dilucidar las relaciones entre ambos movimientos po-líticos, fascismo y comunismo, con la ayuda de conceptos tales como de-safío y reacción, original y copia, correspondencia y correspondencia ex-trema, y resume así su planteamiento:

… para el nacionalsocialismo, el bolchevismo fue motivo de temor y modelo a seguir al mismo tiempo […] Un motivo de temor no es lo mismo que un espantajo. Un espantajo puede ser irreal, una mera ilusión; un motivo de temor, por el contrario, cuenta con un sólido fundamento en la realidad, aunque desde el principio encierra la tendencia a adoptar la forma extrema que asimismo es una de las principales características de toda ideología…3

Esta afirmación es crucial para entender a Nolte, pues en su opinión el antimarxismo representaba el rasgo primordial de la ideología nacio-nalsocialista.4 El «racionalismo cientificista» del comunismo desató las fuerzas irracionales a las que apelaba el fascismo, un movimiento po-lítico no solamente hostil a la propuesta revolucionaria marxista, sino también al sistema parlamentario liberal democrático que durante bue-na parte del siglo xix y la primera década del xx había sido considera-do el modelo «normal» de gobierno para una comunidad civilizada en la era industrial. El fascismo denunció este modelo como degenerado,

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Nolte, Three Faces of Fascism, pp. 3-21; Klaus Epstein, «A New Study of Fascism», en H. Turner, ed., Reappraisals of Fascism. New York: New Viewpoints Editions, 1975, pp. 6-7.

Saul Friedländer, «Nazism: Fascism or Totalitarianism», en Charles S. Maier, ed., The Rise of the Nazi Regime: Historical Reassessments. Boulder: Westview Press, 1986, pp. 25-34.

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débil, corrupto y sobre todo incapaz de afrontar con eficacia las tensio-nes que escindían al capitalismo democrático de ese tiempo. En síntesis, el fascismo proclamaba su voluntad y aptitud para combatir la amena-za marxista y a la vez superar los desafíos de la carcomida «civilización liberal».5 En el caso del nacionalsocialismo esas metas se acompañaban de un explícito y militante antisemitismo, señalado por la inmensa ma-yoría de los estudiosos del fenómeno como un rasgo fundamental de la ideología nazi y de las motivaciones de Hitler, y sin embargo minimiza-do por Nolte.

De allí que las aseveraciones de Nolte en cuanto al papel del antisemi-tismo nazi y su vinculación al antimarxismo hayan sido repetidamen-te cuestionadas por una amplia gama de historiadores. Friedländer, por ejemplo, rechaza el esfuerzo de Nolte por reducir el antisemitismo de Hitler a un elemento común a todos los movimientos fascistas, convir-tiendo el odio a los judíos en una mera faceta o aspecto del antibolchevis-mo nazi. Por el contrario, escribe Friedländer, es el antisemitismo el que ocupa dentro de la ideología nacionalsocialista un lugar central y singu-lar: «Los judíos y no los marxistas fueron la clave de las declaraciones ideológicas de Hitler de principio a fin; la Unión Soviética y hasta los partidos comunistas europeos fueron por breve tiempo aliados de Hitler, y la idea de una posible paz separada con Stalin resurgió en Hitler al final de la guerra, en tanto que cualquier pacto con los judíos resultó siempre impensable para Hitler…».6

Nolte sostuvo igualmente que el nazismo siguió al bolchevismo has-ta el nivel de los campos de la muerte masiva, admitiendo no obstan-te que los nazis alcanzaron un plano propio con el «proceso técnico de los gases» para envenenar a sus víctimas. Si bien, a su modo de ver las cosas, la naturaleza racial del Holocausto fue distinta de la extermina-ción por razones más bien sociopolíticas ejecutada por los bolcheviques, Nolte aseveró sin embargo que esta diferencia debía ubicarse en el más amplio contexto de la modernidad y su ambición tecnocrática: «Debido a la tendencia inherente al exterminio de un pueblo mundial [la «solu-ción final», ar], se distingue de manera básica de todos los demás geno-

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Nolte, La guerra civil..., pp. 464-465.François Furet, El pasado de una ilusión. México: Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 189. Ernst Nolte, Martin Heidegger. Madrid: Editorial Tecnos, 1998, pp. 135-175. Véase también mi estudio «Filosofía e ideología política: El caso Heidegger», publicado en este volumen. Uno de los más lúcidos estudios sobre la relación entre Heidegger, su pensamiento y la cosmovisión nacionalsocialista es el de Karl Löwith, «Heidegger: Thinker in a Destitute Time», en Martin Heidegger and European Nihilism. New York: Columbia University Press, 1995, pp. 31-134.

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cidios y constituye la contraparte exacta de la tendencia a la destrucción absoluta de una clase mundial por parte del bolchevismo; en este sen-tido se trata de la copia, traducida a términos biologistas, de un origi-nal social».7 Ambos totalitarismos fueron no obstante comparables en cuestiones esenciales, sostiene Nolte, señalando que estos sistemas po-líticos y orientaciones ideológicas desplegaron en conjunto y de modo radical las contradicciones del liberalismo. En el plano de las ideas, el ex-tremismo universalista del bolchevismo (la «revolución proletaria» en todos los países) provocó el extremismo de lo particular en el nazismo (el triunfo de la «raza aria»); en el plano práctico, el exterminio de la bur-guesía llevada a cabo por Lenin y los bolcheviques en nombre de la uto-pía marxista creó un pánico profundo en el lugar más vulnerable de Eu-ropa a la amenaza comunista –Alemania– y contribuyó decisivamente a la victoria nacionalsocialista. Ahora bien, el combate de Hitler contra sus enemigos comunistas estaba perdido de antemano, pues también él y su movimiento estaban insertos en el movimiento universal de la «téc-nica» y utilizaron los mismos métodos del adversario. Al igual que Sta-lin, Hitler tomó el rumbo de la industrialización, y pretendió vencer al «judío-bolchevismo» unificando a la humanidad bajo el dominio de la «raza germánica». De allí que al final no quedasen razones para ganar la guerra, pues el nazismo traicionó su «lógica» original –una lógica que, presuntamente, y siempre según Nolte, tenía inicialmente un sentido de dirección diferente al de la «técnica» moderna.8 Cabe entonces poner de manifiesto la identidad entre esta interpretación «metapolítica» del nazismo por parte de Nolte y la del filósofo Martín Heidegger, similar en lo esencial a la del historiador. Nolte dedicó un libro a Heidegger, en el que intenta explicar –y en buena medida también justificar– la adhe-sión del filósofo de Ser y tiempo a ese supuesto nazismo «primigenio», un nazismo presuntamente impulsado por una lógica distinta a la impues-ta por la técnica moderna y su voluntad de dominio sobre el hombre y la Naturaleza.9

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Brockmann, pp. 182-183. 10

Habermas rechazó radicalmente estos planteamientos de Nolte, acu-sándole de haber trivializado el Holocausto de los judíos por parte de los nazis, al intentar reducirle a un genocidio más, en el fondo «como otros», en la larga lista de crímenes de la época moderna. También le conde-nó por intentar borrar las huellas del nazismo sustituyéndole de cierto modo por el bolchevismo, utilizando además el pasado alemán para ser-vir los intereses del presente, de aquellos que en la Alemania poshitleris-ta pretenden olvidar el delirio genocida del Tercer Reich, o en todo caso convertir cualquier sentido de culpa residual en odio contra el comunismo. Según Habermas, Nolte hacía un uso ilegítimo de los estudios históricos con un propósito ideológico-apologético, frente a lo cual el filósofo rei-vindicaba una concepción de la crítica histórica orientada a «desatar el poder de la memoria reflexiva».10 Ahora bien, a pesar de sus diferencias, tanto Nolte como Habermas estuvieron de acuerdo en un punto: el estu-dio de la historia es importante en cuanto proveedor de referencias signi-ficativas para las sociedades, referencias que proporcionan elementos de-finitorios de la identidad nacional, de la interpretación de las raíces que nos explican, del sentido de la acción colectiva, y de la autopercepción moral de lo que somos en función de lo que hemos sido y pretendemos ser.

De modo que el debate entre estas destacadas figuras del pensamien-to alemán contemporáneo tuvo un impacto que trascendía la interpre-tación del nazismo y en el fondo se vinculaba a cuestiones ideológico-políticas del presente. De allí surgieron preguntas clave: ¿Qué explicaba el nazismo, su fuerza y el respaldo del que gozó por parte de una sección muy numerosa de un pueblo considerado –con razón– entre los más cultos de Europa? ¿Qué responsabilidad tuvo Hitler en el drama alemán y qué responsabilidad cabía asumir al resto de los alemanes, en diver-sos planos de la sociedad? ¿Qué es la «objetividad» histórica? ¿Se había tendido una cortina de humo, un manto de complicidad, una muralla de olvido en torno a los eventos de la dictadura nacionalsocialista y la guerra posterior? ¿Qué papel jugó efectivamente el antisemitismo en la Alemania nazi? ¿Qué papel correspondía los historiadores ante el reto de explicar esos sucesos tan recientes, relativamente, y de tan enorme rele-vancia? ¿Debía esa historia ser asumida como cualquier otra, o cargada de un juicio moral? ¿En qué medida puede afirmarse que la historia tiene un sentido y establece patrones de identidad y hasta normas de conduc-

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488ta para las sociedades? ¿El esfuerzo por hallar explicaciones al nazismo, ubicarlo en un contexto, desentrañar sus motivaciones, necesariamente implicaba trivializarlo y relativizarlo, hacerlo «comprensible» y con ello debilitar la condena moral ante sus atrocidades, ofender la memoria de sus víctimas y borrar en alguna medida la culpa de sus ejecutores?

La consideración detallada de la mayor parte de estas preguntas esca-pa a los propósitos del presente ensayo. Sólo aspiro –con base en esta bre-ve introducción a los contenidos generales del debate– analizar el pro-blema de la «culpa», y reflexionar en torno a lo que sobre este complejo y controversial tema dijeron, o dejaron de decir, cuatro de los más no-tables pensadores de la Alemania que padeció la experiencia nazi: Karl Jaspers, Eric Voegelin, Martin Heidegger y el propio Nolte.

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Pocos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Karl Jaspers publicó una obra de fundamental importancia para el debate sobre el tema de la «culpa» de Alemania –de los alemanes– con relación al régi-men nazi y su desempeño. Titulado en castellano El problema de la culpa, este pequeño libro constituyó un paso adelante en la reflexión de Jaspers, muy diferente a lo que el mismo autor había dicho años antes, al consi-derar el tema con respecto al desenlace de la Primera Guerra Mundial. Sobre este caso Jaspers había tomado la posición que también asumió Max Weber, según la cual era necesario condenar las pretensiones de las potencias vencedoras de conducir la humillación de Alemania hasta el punto de exigir una «confesión de culpa». En un plano más específica-mente filosófico, Jaspers argumentó que la «culpa» alcanzaba a toda per-sona y todo grupo humano, en vista de la escasez de recursos en el plane-ta y del imperativo de combatir para obtenerlos. De allí resulta que todo individuo porta en sí algo de culpabilidad por el mero hecho de existir: «Mi ser resta espacio a los otros como el de ellos me lo quita. Toda posi-ción que conquisto desplaza al otro de la posibilidad de reclamar para sí parte del espacio disponible. Cada una de mis victorias empequeñece al

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Este recuento de la postura de Jaspers en esta etapa, y las citas de sus textos, provienen de Domenico Losurdo, Heidegger et l’idéologie de guerre. Paris: puf, 1998, pp. 188-189.

Ibid.

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otro y mi vida depende del combate victorioso de mis ancestros».11 De tal manera que no resulta posible eludir esa culpa: «Si yo autorizo con mi ser condiciones que, siendo indispensables para mi existencia, exigen el combate y sufrimiento de otros, soy entonces culpable de la explotación de la que vivo». En consecuencia era absurdo imputar una culpabilidad particular y especial a Alemania por la Primera Guerra Mundial, pues junto con las otras potencias no había hecho otra cosa que participar de la lucha conjunta por espacio vital que es común a la existencia humana sobre la tierra.12

La postura filosófica de Jaspers experimentó un cambio fundamental luego del fin de la Segunda Guerra Mundial. Ahora Jaspers consideraba que lo sucedido bajo el régimen nazi no podía atribuirse a una especie de destino o proceso histórico superior e inevitable, sino a una situación «cuyos resultados son determinados decisivamente por nuestra libertad individual sobre la base de lo auténticamente cognoscible, que siempre es algo particular». En otras palabras, de acuerdo con Jaspers, en esta nueva etapa de su pensamiento, «lo decisivo es que no hay ninguna ley natural y ninguna ley de la historia que determine en su totalidad la marcha de las cosas. El futuro es una cuestión de la responsabilidad de las decisiones y actos de las personas y, en última instancia, de cada individuo de los mi-les de millones de personas. Todo depende del individuo». No era ni dig-no ni justo centrar de manera exclusiva la responsabilidad por las deci-siones tomadas por el régimen nazi en sus jerarcas, ya que las dictaduras requieren también de la complicidad activa y pasiva de buena parte de la sociedad: «El terror produjo el sorprendente fenómeno de que el pueblo alemán participara en los crímenes del Führer. Los sometidos se convir-tieron en cómplices. Desde luego, sólo en una medida limitada pero de forma tal que personas de las cuales nunca uno lo hubiera esperado […] asesinaron también concienzudamente y, siguiendo órdenes, cometie-ron los otros crímenes en los campos de concentración». Jaspers sostuvo que en el caso de los jerarcas nazis podría hablarse de un mal «diabólico» o «absoluto», en tanto que la ciudadanía alemana había caído en el «mal radical»: «Nos robaron la libertad, primero la interna y luego la externa. Pero fueron posibles (los jefes nazis) porque tantas personas no querían

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Estas citas de Jaspers provienen de su Autobiografía filosófica y de la edición alemana de su opúsculo El problema de la culpa, y se encuentran en la Introducción de Ernesto Garzón a la edición castellana. Véase Karl Jaspers, El problema de la culpa. Barcelona: Paidós, 1998, pp. 31-32. Puede consultarse, al respecto, I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres. México: Porrúa, 1998, pp. 15-67; I. Kant, Religion Within the Limits of Reason Alone. New York: Harper & Row, 1960, pp. 15-84.

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ser libres, no querían ser autorresponsables. Hoy tenemos las consecuen-cias de esta renuncia».13

La diferencia entre «mal radical» y «mal absoluto» se desprende de una interpretación de la filosofía moral kantiana, cuyos detalles escapan a los límites de este estudio.14 En apretada síntesis, Kant argumentó que existe en el hombre una tendencia natural al mal que puede ser imputa-da a nuestro libre arbitrio, y es un mal radical porque es capaz de corrom-per la base de todas las máximas morales; a la vez, no obstante, es una tendencia superable porque se encuentra en el hombre en tanto es un ser que actúa libremente y cuya voluntad puede dominar sus inclinaciones «naturales». En nuestro tiempo, y después de la experiencia nazi, se ha propuesto extender la noción de un mal radical y equipararlo a lo diabó-lico, de un mal capaz de corromper no ya sólo las máximas morales sino la voluntad misma: se trataría entonces de un «mal absoluto» que des-truye toda posibilidad de moralidad.

Para Jaspers, el concepto de «culpa» tiene cuatro connotaciones que deben ser diferenciadas: a) La «culpa criminal», que consiste en accio-nes demostrables objetivamente que infringen leyes inequívocas; b) La «culpa política», que se desprende de las acciones de los conductores po-líticos y ciudadanos de un Estado, cuyas consecuencias competen a cada individuo por el hecho de estar sujeto a la autoridad de ese Estado, pues cada persona es corresponsable de cómo sea gobernada; c) La «culpa moral», que surge de mis acciones como individuo, pues nunca vale, sin más, el principio de «obediencia debida»: «Los crímenes son crímenes, aunque hayan sido ordenados (si bien hay siempre circunstancias ate-nuantes, dependiendo del grado de peligro, el chantaje y el terror)»; d) La «culpa metafísica», que Jaspers define así:

… hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo, especialmente de los crímenes que suceden en su pre-sencia o con su conocimiento. Si no hago lo que puedo para im-pedirlos soy también culpable. Si no arriesgo mi vida para im-

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Jaspers, El problema de la culpa, p. 54. Losurdo, p. 189.

pedir el asesinato de otros, sino que me quedo como si nada, me siento culpable de un modo que no es adecuadamente com-prensible por la vía política y moral.15

Desde luego, el concepto de «culpa metafísica» corre el riesgo de ex-tender excesivamente la cobertura de una imputación moral o criminal, más allá de las necesarias distinciones que cabe hacer en cada caso, pero tiene por otra parte el mérito de representar –en el caso de Jaspers– una posición autocrítica muy distante de las fórmulas demasiado compla-cientes de sus escritos previos sobre el tema.16

Según Jaspers, es parte del destino de cada cual hallarse involucrado en las relaciones de poder en medio de las cuales cada persona existe, y ello forma parte de la inevitable culpa de todos, de la culpa que nos co-rresponde como seres humanos. Dejar de lado esas relaciones de poder y no contribuir a la lucha por el imperio del derecho y de la libertad cons-tituye «una culpa política de primer orden y también una culpa moral». La primera se convierte en culpa moral cuando el ejercicio del poder con-duce a la destrucción del derecho, del ethos y de la «pureza» del propio pueblo. Jaspers insiste en que tiene sentido atribuir responsabilidad a to-dos los ciudadanos de un Estado por las consecuencias que se despren-den de las acciones de dicho Estado. No obstante, sostiene igualmente, semejante responsabilidad se encuentra limitada y no implica una in-culpación moral y metafísica de los individuos. Por otro lado, sólo los individuos pueden ser castigados por los crímenes específicos: «Es ab-surdo inculpar por un crimen a un pueblo entero. Sólo es criminal el in-dividuo. También es absurdo acusar moralmente a todo un pueblo». No puede haber, dice Jaspers, «culpa colectiva» de un pueblo o de un grupo dentro de un pueblo –exceptuando la responsabilidad política; no pue-de haber culpa criminal colectiva, ni moral ni metafísica. Jaspers tam-bién distingue entre los que denomina «activos y pasivos». Los actores políticos, ejecutores de órdenes y propagandistas del régimen, aunque no todos hayan sido criminales, tuvieron por su actividad una culpa de-terminable; pero además cada alemán fue culpable por no haber hecho nada, aunque la culpa de la pasividad es diferente: «La impotencia dis-culpa; no se exige moralmente llegar hasta la muerte efectiva».

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Jaspers, pp. 54-55, 60-62, 86-87, 89.17

En síntesis, de acuerdo con Jaspers, cada alemán sin excepción tuvo en su oportunidad –en ese tiempo– parte de responsabilidad política por el nazismo, aunque creo que habría que añadir que los que desde un primer momento se opusieron a Hitler y persistieron en su actitud opo-sitora hasta el fin del régimen y de sus vidas, no deberían ser «declarados culpables» políticamente, por decirlo de alguna manera. En segundo lu-gar, Jaspers afirma que no todo alemán sino tan sólo «una muy pequeña minoría» debería ser castigada criminalmente por los desmanes nazis, «y otra minoría tiene que pagar por las actividades nacionalsocialistas». Este último punto queda oscuro, pero es de presumir que Jaspers se refie-re a actividades que no incluyeron crímenes propiamente dichos, aun-que sí delitos de otra índole. En tercer lugar, cada alemán, aunque no siempre por los mismos motivos, debería llevar a cabo «un autoexamen por razones de orden moral». Finalmente, cada alemán «que tiene capa-cidad para la comprensión transforma su conciencia de la realidad y su conciencia de sí en el curso de la experiencia metafísica de tales desgra-cias […] Es un asunto que corresponde a la soledad del individuo».17

Las distinciones y puntualizaciones que Jaspers llevó a cabo contri-buyen decisivamente al esclarecimiento conceptual de un problema es-pinoso, en sí mismo y también más allá del caso específico del nazismo y sus ejecutorias. El examen de conciencia de este notable filósofo puso de manifiesto gran honestidad, y nos alcanza hoy día como muy since-ro y ciertamente comprometido con un ideal humanista. Sin embargo, hubo y siguen existiendo posiciones distintas, unas en ciertos sentidos aún más críticas que la de Jaspers –tal es el caso de Eric Voegelin–, y otras de un tenor muy distinto, casi que del todo carentes de sentido de culpa de algún tipo, como las de Heidegger y Nolte.

3

A mediados de 1964, en la Universidad de Múnich, el destacado filóso-fo Eric Voegelin pronunció una serie de conferencias sobre «Hitler y los

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18Hannah Arendt, Le système totalitaire. Paris: Éditions du Seuil, 1972, p. 214.

alemanes», que constituyen uno de los más sustanciales y controversia-les aportes al debate sobre la «culpa». En sus charlas, Voegelin arremetió contra el conformismo intelectual y político que había dominado la ac-titud de muchos alemanes luego de los tiempos inmediatamente poste-riores a la guerra, conformismo que se extendió a medida que el paso del tiempo y las tensiones de la Guerra Fría empezaron a distanciar los even-tos de la época nazi, y a minimizar lo entonces ocurrido en función de las exigencias de «unidad occidental» ante los nuevos adversarios del pre-sente: la Rusia soviética y la aspiración expansionista del comunismo. A ello se sumó la tendencia, predominante en ciertos círculos historiográfi-cos, periodísticos y políticos, a «satanizar» la figura de Hitler y convertir-le en una especie de fenómeno suprasocial, en una fuerza irresistible de mágica seducción y dominio, cuyo poder insondable explicaba y excu-saba por tanto a quienes en su momento le siguieron. Las propias teorías sobre el «totalitarismo», en boga en los años 1950 y 1960, contribuyeron en alguna medida a dibujar la imagen de procesos incontenibles de inti-midación y manipulación, procesos colectivos que superaban y avasalla-ban a los individuos, les aplastaban sicológica y espiritualmente y les de-jaban presuntamente huérfanos de voluntad y sin defensas morales para resistir y negarse a la sumisión, al menos en el terreno ético. De hecho, una obra en otros aspectos tan lúcida como la de Hannah Arendt sobre el totalitarismo, describe un sistema en el que «todos los hombres devie-nen Un Hombre, y toda acción tiende a la aceleración del movimiento de la Naturaleza o de la Historia, y todo acto sin excepción es la ejecución de una sentencia de muerte que la Naturaleza o la Historia han pronun-ciado…»,18 colocando así al individuo como el minúsculo engranaje de un mecanismo que asfixia cualquier opción de repudio ético frente a ese monstruo global e irrefutable.

Ante esto, Voegelin comenzó por ratificar la postura ya expuesta por Jaspers según la cual sólo una sincera y profunda actitud autocrítica de, en primer término, aceptación del pasado propio, y en segundo lugar de revisión en la conciencia individual de cada cual de lo hecho por cada perso-na, así como de los actos cometidos en nombre del pueblo alemán, podía sembrar las semillas de una futura sociedad democrática de ciudadanos libres y desprovistos de una ponzoñosa desconfianza mutua. Solamen-te en una sociedad permeada por una actitud semejante podrían hallar-

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19 El siguiente recuento sobre las charlas de Voegelin provienen del libro publicado posteriormente, y de su excelente Introducción por Brendan Purcell. Véase Eric Voegelin, Hitler and the Germans. Columbia & London: University of Missouri Press, 1999, pp. 7, 17.

se las energías éticas suficientes para decretar la culpabilidad de los que cometieron o admitieron crímenes en la época nazi, confirmando que la culpa en el terreno moral es siempre individual, no colectiva, aun cuan-do muchos hayan participado en el o los actos en cuestión. Y Voegelin enfatizó una y otra vez en sus exposiciones que el individuo es libre al to-mar la decisión de actuar moral o inmoralmente.19

Voegelin sacudió el conformismo prevaleciente y volvió a colocar los términos del debate en su justo lugar. Lo hizo reconsiderando la figura de Hitler, reduciéndole a dimensiones sociopolíticas aptas para un aná-lisis ponderado del fenómeno, ajeno a la satanización dirigida a colocar-le más allá de una consideración científica (de acuerdo con los criterios aceptados en las ciencias sociales, que desde luego incluyen el estudio de la irracionalidad y el carisma en la política). Voegelin formuló sus inte-rrogantes en torno a un centro conceptual: ¿Cómo fue posible que una efectiva mayoría del pueblo alemán aceptase a un líder con las caracte-rísticas de Hitler? Para responder a esta pregunta, Voegelin desplegó una argumentación basada en la idea platónica según la cual la polis expresa las cualidades de los individuos que la componen, y la polis puede experi-mentar severos procesos de decadencia debido al deterioro moral de sus integrantes individuales. Por ejemplo, puede emerger una generación de personas que «piadosamente alaban el Estado de Derecho y condenan al tirano, pero a la vez lo envidian y nada desearían más que serlo ellos mis-mos. En una sociedad decadente estas personas representan esa reserva de seres comunes y corrientes […] que suministran la aceptación masiva al ascenso del tirano». Esta situación, que deriva del rechazo a lo trascen-dente, de la autodivinización de lo humano que en realidad significa la deshumanización de lo humano, es calificada por Voegelin como una «es-tupidez» fundamental que puede contaminar la existencia de los indivi-duos en determinadas coyunturas históricas. Una vez que el tipo de indi-viduo a quien Heráclito llamaba idiotes (o stultus) se multiplica y alcanza una masa crítica entre las élites y el público en general, una persona como Hitler puede verse como la manifestación de su radical estupidez común. Hitler representó el «cierre a lo trascendente» predominante en el seno de una sociedad ya moralmente genuflexa.

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Ibid., pp. 25-28, 59, 62-63, 107. Consúltense al respecto las siguientes obras biográfico-filosóficas, Hugo Ott, Martin Heidegger.

A Political Life. New York: Basic Books, 1993, pp. 309-351; Víctor Farías, Heidegger and Nazism. Philadelphia: Temple University Press, 1989, pp, 278-300; Rüdiger Safranski, Un maestro de Alemania.

Martin Heidegger y su tiempo. Barcelona: Tusquets Editores, 1997, pp. 338-347, 387-396, 480-486. Los documentos fundamentales en torno al tema de la «culpa» y su interpretación por Heidegger, aparte de una serie de cartas y documentos personales y oficiales, la mayoría incluidos en las obras

biográficas ya mencionadas, son el texto de Heidegger (1945) titulado «El Rectorado, 1933.1934. Hechos y reflexiones», y la entrevista concedida a la revista Spiegel (publicada en 1966), ambos

incorporados en M. Heidegger, Escritos sobre la Universidad alemana. Madrid: Tecnos, 1989, pp. 21-83.

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De modo que el ascenso de Hitler al poder tiene que verse «en co-nexión con una disposición del pueblo alemán [de entonces, ar] que le llevó al poder». En palabras de Voegelin, «Hitler no fue significativo, aunque haya sido un político brillante. Lo significativo consiste en algo distinto al talento del medium, capaz de explotar la estupidez y degene-ración ética de un pueblo para sus fines». Lo que Voegelin aclara, y lo que hace de su crítica un alegato especialmente demoledor frente a todo conformismo, es que «No tenemos derecho a ser estúpidos».20 Dicho de otra manera, no hay excusas morales para la abdicación ante el mal. En tal sentido, Voegelin asumió con coraje intelectual el desafío de atribuir culpa en el terreno que cabía hacerlo: el plano individual en cuanto a la ética, y el plano colectivo en cuanto a lo político. Esta posición, seme-jante a la de Jaspers, contrasta radicalmente con la de otro gran pensador alemán de ese tiempo, que procuró evadir responsabilidades personales y minimizar o excusar las colectivas, asignando al curso de la historia concreta una direccionalidad metafísica ubicada más allá de nuestra vo-luntad y propósitos. Me refiero a Martin Heidegger.

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El tema del nazismo de Heidegger ha sido exhaustivamente discutido, y no pretendo acá dar cuenta detallada de este debate y sus múltiples im-plicaciones.21 Mi propósito es detenerme en el tema de la culpa y el modo en que Heidegger asumió e interpretó su desafío.22 Para empezar habría que señalar que, en radical contraste con Jaspers y Voegelin, Heidegger

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Safranki, p. 393. Citado en Farías, p. 285.Ibid., p. 283.

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«no percibía ninguna culpa [personal, ar], ni en el sentido jurídico ni tampoco en el moral».23 A decir verdad, el asunto es algo más complejo, pero en esencia Safranski acierta al sostener que Heidegger adoptó una actitud tal, luego de concluida la guerra, que con sobradas razones ha hecho pensar a muchos que el filósofo de Ser y tiempo evadió al máximo cualquier sentido de responsabilidad efectiva por lo ocurrido bajo el ré-gimen nazi, quizás con la excepción de una poco elaborada responsabili-dad «metafísica», puesta de manifiesto en una línea de una carta de 1948 a Herbert Marcuse, en la que Heidegger –en referencia explícita a Jas-pers– escribió que «El hecho de estar vivos es nuestra culpa».24 En cuan-to a la culpa por los crímenes nazis, y la responsabilidad política, moral y jurídica de los alemanes en general, de sectores del pueblo alemán, y de sí mismo en particular, la postura de Heidegger puede calificarse de evasiva y en ocasiones de abiertamente agresiva y negacionista, y en ella cabe distinguir –sólo con propósitos explicativos– entre aspectos políti-cos, filosóficos y personales.

Con relación a lo político, se impone de entrada destacar la carta ini-cial que Herbert Marcuse remitió a Heidegger el 28 de agosto de 1947, en la que señaló lo siguiente:

Usted me ha dicho que se separó por completo del régimen nazi después de 1934 […] No quiero dudar de su palabra. Pero es un hecho que usted se identificó profundamente con el régimen entre 1933 y 1934 […] Usted nunca se ha disculpado por ello […] Nunca ha denunciado una sola acción o idea del régimen […] Un filósofo puede errar en política, y es su deber exponer sus errores. Ahora bien, un filósofo no puede equivocarse con re-lación a un régimen que mató a millones de judíos por el hecho de ser judíos, un régimen donde el terror se convirtió en norma y en que todo lo vinculado al espíritu, la libertad y la verdad se transformó en todo su contrario.25

La respuesta de Heidegger vino el 20 de enero de 1948, y de la misma importa resaltar estos puntos. Según Heidegger,

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497Con referencia a 1933: Yo esperaba del nacionalsocialismo una renovación espiritual de la existencia, la reconciliación de los antagonismos sociales, y el rescate de Occidente del peligro del comunismo […] Usted tiene razón al indicar que no he ofre-cido una clara y pública confesión [después de 1945, ar]; ello me habría empujado, y a mi familia, hacia la destrucción […] Una confesión posterior a 1945 me resultaba imposible, pues los otrora partidarios del nazismo demostraron su arrepentimien-to de manera repugnante, y yo no tengo nada que ver con ellos […] En cuanto a su severo reproche [sobre la exterminación de los judíos, ar] […] sólo puedo añadir que en lugar de «judíos» uno debería colocar «los alemanes orientales», y ése es aún más el caso con uno de los poderes aliados vencedores [la urss, ar], con la diferencia que el mundo entero conoce lo que ha aconte-cido a partir de 1945, en tanto que el terror sanguinario de los na-zis fue mantenido en secreto del pueblo alemán. A todo esto respondió Marcuse el 13 de mayo de 1948:

No se trata de que juzguemos los comienzos del nacionalsocia-lismo desde la perspectiva de su fin. Ya sabíamos, y yo lo había visto así, que el comienzo ya anunciaba su fin. Nada se ha su-mado posteriormente que no hubiese estado allí desde el prin-cipio. La discusión se plantea más bien en cuanto a que los ale-manes fueron expuestos a la perversión de todos los conceptos y sentimientos, perversión que tantos complacientemente acep-taron. De otro modo no se explica que usted, quien fue capaz de entender a los filósofos de Occidente como ningún otro, haya podido ver en el nazismo «la renovación de la existencia en su totalidad» y el «rescate de la existencia occidental del peligro comunista» […] Este es […] un problema del conocimiento, de la verdad. Usted, el filósofo, ¿ha confundido la liquidación de la existencia de Occidente con su rejuvenecimiento? ¿No esta-ba esa liquidación ya prefigurada en cada palabra del Führer, en cada gesto y acto de la sa años atrás de 1933? […] ¿Cómo es posi-ble que usted compare la tortura, mutilación y aniquilación de millones de seres con el traslado obligado de grupos que no su-frieron estos crímenes (con algunas excepciones)? El mundo de

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Ibid., pp. 285-286. Martin Heidegger, Introducción a la metafísica. Barcelona: Gedisa, 1993, p. 179. Con relación al punto, consúltese también mi ya citado estudio, «Filosofía e ideología política: El caso Heidegger», publicado en este volumen.Heidegger, «El Rectorado», en Escritos sobre la Universidad alemana, pp. 24-25, 41.

hoy es tal que la diferencia entre los campos de concentración nazis y la deportación e internamiento que siguieron a la guerra constituye la diferencia entre lo inhumano y lo humano.26

En este intercambio epistolar se expresan varios temas que cabe anali-zar. En primer término, y en un plano filosófico, Heidegger afirma que en el nazismo él observó algo más que un mero movimiento político, sino más bien una especie de manifestación de una tendencia o designio «me-tafísico», planteamiento que había realizado en su apología de 1945 –y en obras filosóficas anteriores– 27 donde insistió en que «En el movimiento que llegaba al poder vi […] la posibilidad de unir y renovar interiormente al pueblo y una vía para encontrar su destino en la historia de Occiden-te […] [mi] rectorado fue un intento de ver en el “movimiento” llegado al poder […] lo que apuntaba más allá y que podía quizá llevar un día a una concentración en torno a la esencia histórica occidental de lo alemán».28 En segundo lugar, y ya en un plano político, Heidegger sostiene que, en parte, no hizo una autocrítica luego de 1945 pues en la atmósfera impe-rante de depuración y «desnazificación» ello le habría condenado, con su familia, a mayores penurias (aunque decir que ello les habría conducido «a la destrucción» me parece ciertamente exagerado). Por otro lado se dis-tancia de tantos nazis que pretendieron cambiar de ropaje en 1945 –y des-pués– sin pudor alguno. Hasta este punto, los argumentos de Heidegger, si bien endebles y apologéticos, pueden razonablemente admitirse en un debate sensato sobre los problemas en cuestión. Lo que asombra, no obs-tante, es el intento por parte del filósofo de minimizar los crímenes na-zis mediante su equiparación a otros eventos, también condenables, de la época de la guerra o inmediatamente posteriores. La ingenuidad –en una interpretación benevolente– o torpeza política de Heidegger –sien-do menos indulgentes– saltan igualmente a la vista cuando se pregunta: «¿Qué habría sucedido y qué se habría podido prevenir si en 1933 todas las fuerzas más capaces se hubieran puesto en camino, en secreta alian-za, para, lentamente, purificar y moderar al “movimiento” que llegaba

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Ibid., p. 27. La insensibilidad política y ética de Heidegger alcanzó su punto culminante en una charla pronunciada en 1949, en la que afirmó que «La agricultura es hoy una

industria de alimentos mecanizada, en esencia lo mismo que la manufactura de cadáveres en las cámaras de gases de los campos de exterminio, lo mismo que el bloqueo y depredación de

los campos, lo mismo que la producción de bombas de hidrógeno», citado en Farías, p. 287. Heidegger, Escritos…, pp. 26, 72.

Ibid., pp. 77-78. Son numerosos los estudios al respecto. Tres de los más interesantes son los de Michael E. Zimmerman,

Heidegger’s Confrontation with Modernity. Bloomington: Indiana University Press, 1990, pp. 205-221, 248-274; Charles Bambach, Heidegger’s Roots. Ithaca: Cornell University Press, 2003, pp. 301-335, y Tom Rockmore,

On Heidegger’s Nazism and Philosophy. Berkeley: University of California Press, 1992, pp. 204-243.

al poder?».29 Parece evidente que Heidegger no tuvo jamás una idea cla-ra del radicalismo político de Hitler y el nacionalsocialismo, y ni siquie-ra su propia y frustrante experiencia como Rector le enseñó que su ilusa pretensión de dotar al nazismo de un barniz «metafísico» era una patéti-ca y dolorosa utopía.

La mencionada interrogante de Heidegger fue formulada en el marco de una reflexión más amplia sobre el «destino metafísico» de Occidente, una reflexión que busca, con inocultable sutileza, eliminar la cuestión de la culpa como problema moral y político, asfixiándola en una oscu-ra y pastosa dimensión de análisis en la cual, al final, lo que realmente interesa es «el dominio universal de la voluntad de poder en la historia», pues es «la más íntima historia de la metafísica» la que «determina nues-tra existencia».30 Y en la entrevista otorgada a la revista Spiegel, una dé-cada antes de su muerte, Heidegger repitió su fórmula de acuerdo con la cual, «veo la tarea del pensar en cooperar […] a que el hombre logre una relación satisfactoria con la técnica. El nacionalsocialismo iba sin duda en esa dirección; pero esa gente era demasiado inexperta en el pensa-miento como para lograr una relación realmente explícita con lo que hoy acontece y que está en marcha desde hace tres siglos».31 Ante semejantes aseveraciones no queda sino creer que, para Heidegger, el verdadero pro-blema de Hitler y los nazis estuvo en no haber admitido las directrices de alguien –el filósofo, seguramente– más «experto en el pensamiento», y capaz de guiarles, a los criminales de las ss y tantos otros «descarriados», por la legítima senda de una «adecuada relación con la técnica».

No puedo en estas páginas considerar con el cuidado necesario la argumentación filosófica de Heidegger sobre el «dominio de la técnica moderna».32 Lo esencial, para los efectos de este estudio, es señalar que con el fin de la guerra el pensamiento de Heidegger procura de manera

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Martin Heidegger, Conferencias y artículos. Barcelona: Ediciones del Serbal, 2001, pp. 56, 58, 66. 33

inequívoca una homogeneización de las diferencias políticas e ideológicas que dividen al mundo, para subsumirlas bajo un único destino metafísi-co originado por el «olvido del ser», patentizado a su vez este último en el dominio de la «voluntad de poder» o «voluntad de voluntad» que se ex-presa en la técnica. Tal vez el texto que de manera más explícita pone de manifiesto la vocación uniformizadora de Heidegger, esta nueva pers-pectiva según la cual, en la oscura noche de la «devastación de la tierra» se esfuman las diferencias sustantivas para converger en un único desti-no, es La superación de la metafísica, un ensayo de 1946. Allí, Heidegger ar-gumenta que «La metafísica, en todas sus figuras y en todos sus niveles históricos, es una única fatalidad…» de la historia, y en nuestro tiempo, «La época de la metafísica consumada está a punto de empezar». La «for-ma fundamental» del aparecer de nuestro destino metafísico es la téc-nica: «Aquí este nombre abraza todas las zonas del ente que están equi-pando siempre la totalidad del ente: la Naturaleza convertida en objeto, la cultura como cultura que se practica, la política como política que se hace y los ideales como algo que se ha construido encima». En semejan-te contexto «es el poder el factor determinante», mas en la lucha por el poder «la esencia del poder está puesta por ambos lados en la esencia de su dominio incondicionado […] esta lucha está al servicio del poder y es lo que el poder quiere. El poder se ha apoderado de antemano de estas luchas».33 Nótese que Heidegger habla de «ambos lados» en lucha por el poder en 1946: nada más obvio que suponer que el filósofo piensa en los bandos de la Guerra Fría de entonces. Por otra parte, repárese igualmen-te en la idea de acuerdo con la cual es el poder, no los seres humanos, el que «quiere»: es un sino, un destino, una fatalidad que se nos impone y que tiene un alcance planetario. En este contexto la guerra y la paz tam-poco se diferencian de manera esencial, «porque tampoco la guerra es ya nada que pudiera desembocar en una paz»; la guerra «se ha convertido en una variedad de la usura del ente, que se continúa en la paz». Y algo si-milar cabe decir de los dirigentes, líderes o Führer:

El dirigente es el escándalo que no se libra de perseguir el escán-dalo que él mismo ha provocado, pero sólo de modo aparente, porque los dirigentes no son los que actúan [énfasis ar]. Se cree que

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Ibid., pp. 68-71. Ibid., p. 72.

Karl Löwith, Mi vida en Alemania antes y después de 1933. Un testimonio. Madrid: Visor, 1992, p. 62.

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los dirigentes […] se han arrogado todos los derechos y se han organizado según su obstinación. En realidad ellos son las conse-cuencias inevitables del hecho de que el ente haya pasado al modo de la errancia, en la que se expande el vacío que exige un único orde-namiento y un único aseguramiento del ente.

De modo entonces que Hitler fue «inevitable», y en esos términos re-sultaría equivocado, aparte de injusto, imputar responsabilidades por su ascenso al poder y por sus crímenes, y los de sus seguidores. Desde luego, en esta noche metafísica en la que «todos los gatos son pardos» se dilu-yen también «las diferencias entre lo nacional y los pueblos como mo-mentos de decisión aún esenciales», y al final sólo resta «Esta uniformi-dad del ente que surge del vacío del abandono del ser», una uniformidad para la cual «todas las formas de Estado no son más que un instrumento de dirección entre otros».34 En función de una perspectiva semejante, se hace imposible distinguir entre democracia y totalitarismo, libertad y opresión, creación y destrucción, ya que «ninguna mera acción va a cambiar el estado del mundo, porque el ser, como eficacia y actividad efectiva, cierra el ente al acaecimiento propio».35 De esta manera, no se trata de que Heidegger no tome en cuenta el tema de la culpa, ni mucho menos que aborde el problema o refute o defienda determinadas posi-ciones; lo que hace es, por decirlo así, sumergir cualquier responsabili-dad precisa en un balance globalizador que incluye genocidios, guerras, crímenes, ideologías y sistemas políticos y los hace homogéneos en una misma catástrofe planetaria.

Es difícil no estar de acuerdo con los severos juicios emitidos por, en-tre otros, Karl Löwith y George Steiner sobre Heidegger, en particular en cuanto a la actitud del filósofo ante el problema de la «culpa». Löwith no se anda con rodeos y asevera que Heidegger «fue siempre un nacio-nalsocialista», y «resulta poco adecuado criticar su decisión política ais-lándola de su filosofía».36 Steiner también sostiene que «la evidencia es […] incontrovertible: había una relación real entre el lenguaje y la visión de Ser y tiempo […] y los del nazismo. Quienes nieguen esto o son ciegos o son embusteros». Para Steiner, el silencio de Heidegger sobre la «cul-

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George Steiner, «El silencio de Heidegger», en Lecturas, obsesiones y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 1990, pp. 348, 351.George Steiner, Heidegger. México: Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. 31-32.

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pa» equivale a hacerse cómplice de la misma.37 Creo que esa evaluación hace justicia a Heidegger, y merece la pena citar in extenso estos párra-fos del brillante estudio que dedicó Steiner al filósofo, que creo resaltan con ponderación y firme tino los rasgos personales del individuo que fue Heidegger:

La fuerza bruta puede mesmerizar al temperamento del man-darín académico […]. Es indiscutible que Martin Heidegger se vio a sí mismo como un elegido Praeceptor Germaniae, como un jefe del pensamiento que moldearía una resurrección nacional […] En la sensibilidad y la visión del maestro carismático, del absolutista de la filosofía puede haber más que un simple toque de sadismo vicario [en los documentos heideggerianos de los años 1933 y 1934, ar] transpira la embriaguez de la ferocidad y la mística de un hombrecillo súbitamente transportado (o, an-tes bien, que se creía transportado) al centro mismo de grandes asuntos histórico-políticos.38

Heidegger fue un gigante del pensamiento, pero una especie de pig-meo en el plano moral.

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Fue Ernst Nolte quien, como ya vimos, detonó el llamado «debate de los historiadores» en Alemania en los años 1980. Este debate colocó de nue-vo en lugar prioritario el tema de la «culpa», y es de interés destacar que al respecto Nolte asume posiciones fuertemente influidas por la filoso-fía de Heidegger, a quien Nolte de hecho dedicó un libro donde intenta defender al filósofo. Ciertamente, como con acierto lo señala Furet, las obras históricas de Nolte tienen el mérito de haber roto el «tabú» por mu-

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Furet, p. 189.Editado en inglés con el título de Three Faces of Fascism, véase nota 1 en este estudio.

Esta síntesis de la obra de Nolte proviene de Furet, ibid., pp. 189-190.Ibid., p. 190.

Véase, en especial, el ensayo de Heidegger, «La pregunta por la técnica», en Conferencias y artículos, pp. 9-32.

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cho tiempo predominante en Europa –en especial en Alemania, Francia e Italia– que obstaculizaba las comparaciones entre el comunismo y el nazismo.39 Ya en su libro de 1963, El fascismo en su época,40 Nolte presentó las líneas maestras de su interpretación histórico-filosófica del siglo xx, una interpretación a la vez neohegeliana y heideggeriana.41 Nolte parte de la caracterización del liberalismo como un sistema contradictorio y abierto indefinidamente hacia el porvenir, que ha sido el semillero en el que germinaron las ideologías radicales del comunismo y el fascismo. La primera lleva a un extremo aquello que Nolte denomina la «trascenden-cia» de la sociedad moderna, es decir, el proceso de abstracción univer-salista del individualismo democrático, que separa a los hombres de la Naturaleza y de las tradiciones (aquí se perciben hondos trazos del Hei-degger posterior a 1945). Por otra parte, el fascismo es una especie de lla-mado a recuperar las raíces de lo propio y autóctono, una reacción contra la angustia que genera el «miedo a ser libres», un impulso hacia lo local y un refugio sicológico frente a las presiones de la modernidad. Según Nolte, estas ideologías deben estudiarse de manera conjunta pues las mismas expresan las contradicciones del liberalismo. Ahora bien, sostie-ne Nolte, el triunfo comunista de Lenin precedió al fascismo de Mussoli-ni y al nacionalsocialismo, y esa victoria bolchevique y su impacto condi-cionaron lo que vino después. En tal sentido, el universalismo ideológico bolchevique desató el extremismo particularista nazi, y el proceso de ex-terminación de la burguesía en la Rusia soviética abrió las puertas al pá-nico social que como contrapartida suscitó el contraterror hitleriano. Sin embargo, «Hitler no emprende por sí mismo más que un combate per-dido de antemano contra sus enemigos. También él está atrapado en el movimiento universal de la “técnica” y utiliza los mismos métodos que el adversario […] Por tanto, en esta guerra programada no quedará nada de las razones para ganarla. Así, el nazismo traiciona en su evolución su lógica original».42

Son muy claras las huellas heideggerianas en las disquisiciones de Nolte sobre la «técnica»,43 y en efecto, en su libro sobre el filósofo Nolte se esfuerza en explicar y justificar la militancia nazi de Heidegger, e in-

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Ernst Nolte, Martin Heidegger, pp. 134-195. Ibid., p. 302. Ibid., p. 309.

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tenta establecer una fisura crucial entre lo ocurrido en los años 1933-1934, el período del Rectorado y de mayor radicalismo hitleriano del filósofo, y de otro lado, su presunta ruptura con el nacionalsocialismo y su evolu-ción posterior.44 La defensa de Heidegger por parte de Nolte no me pare-ce exitosa, sino más bien complaciente y en ocasiones deleznable, como cuando afirma que «Nadie que haya nacido después de aquella época tie-ne derecho a enjuiciar una tendencia de comportamiento tan generali-zada como fue la de Heidegger…».45 A decir verdad ese derecho existe, y es precisamente el hecho de que tantos en Alemania hayan seguido a Hitler lo que despierta, a la vez, asombro, rechazo y angustia al constatar las debilidades morales, la tendencia a la irracionalidad política y la tenta-ción a la barbarie que con tanta eficacia puede apoderarse del espíritu de un pueblo, o de buena parte de él. Nolte igualmente sostiene que «Exis-te el peligro de atribuir a aquel partidario del “alzamiento nacional” de 1933 (Heidegger) un saber que sólo puede brotar de la mirada retrospec-tiva, fabricando así conexiones tan injustificadas como, por ejemplo, la de hacer de aquel “miembro de la Wehrmacht” de Hitler un “defensor de Auschwitz”».46 No creo que se trate, de parte de los críticos de Heidegger, de convertir el silencio del filósofo con respecto a los campos de extermi-nio nazis en un «defensor» de los mismos. De lo que se trata es de cues-tionar sus intentos de «trivialización comparativa», por un lado –es de-cir, su aparente voluntad de minimizar el significado de la exterminación de los judíos mediante su comparación con las atrocidades soviéticas–, y por otro lado de criticar, con razón, el esfuerzo heideggeriano por desatar una tormenta metafísica, cuyos oscuros nubarrones ensombrecen la mi-rada crítica y las necesarias distinciones político-ideológicas que plantea el mundo que nos rodea.

Es en realidad Nolte el que incurre en exageraciones que debilitan sus tesis. Esta tendencia a exagerar y distorsionar las cosas se observa en su voluntad de atribuir a los judíos el carácter de enemigos organizados de Hitler y los nazis, llegando a citar una declaración del dirigente hebreo Chaim Weizmann, de septiembre de 1939, como «prueba» de esa supues-ta actividad organizada a escala global. En esa ocasión, y en nombre del Congreso Judío Mundial, Weizmann solicitó a los judíos del mundo en-

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Sobre este punto, véase Furet, p. 190. Nolte, La guerra civil europea, p. 493.

Citado en Craig, «The War of the German Historians», p. 361.

tero luchar junto a la Gran Bretaña contra el nazismo. Nada a la vez tan justificado y de limitada relevancia práctica, en las condiciones de enton-ces, para el pueblo judío dentro y fuera de Alemania.47 Nolte distorsiona igualmente los hechos cuando procura establecer una relación causal en-tre el Gulag soviético y Auschwitz.48 Hitler, como enfatizaron varios de los historiadores críticos de Nolte durante el debate, dio diversas expli-caciones de su deseo de exterminar a los judíos, pero en ninguna de ellas se refirió al miedo a los bolcheviques y sus métodos, y es bien conocido que el líder nazi pensaba –al menos hasta Stalingrado en 1942-1943– que la urss, precisamente porque se hallaba «gobernada por judíos», estaba al borde del colapso interior. Y en cuanto a la singularidad del Holocaus-to de los judíos, frente a los intentos de trivializarlo comparativamente, cabe citar las palabras del historiador Eberhard Jäckel, de la Universi-dad de Stuttgart, en su contribución al debate: «… nunca antes un Es-tado, con toda la autoridad de su líder, decidió y anunció que se propo-nía liquidar a un grupo en particular de seres humanos, incluyendo a los ancianos, las mujeres, los niños y los lisiados, tan completamente como fuese posible, para luego llevar a la práctica esa decisión con todos los re-cursos disponibles en manos del gobierno».49

Es indudable que los seres humanos hemos cometido numerosas atrocidades contra otros miembros de nuestra especie, pero carece de sentido pretender minimizar el horror de alguna o algunas de ellas me-diante una comparación con otras casi tan terribles o igualmente horren-das. En ese intento, y en lo que concierne a la Alemania nazi, los judíos, y el debate sobre la «culpa», puede percibirse a veces una especie de na-cionalismo herido –en el caso de Nolte, por ejemplo. Ahora bien, la im-portancia de definir y atribuir culpabilidad no debe conducirnos a per-der de vista la necesidad de establecer distinciones, como las apuntadas por Jaspers y Voegelin, y de tener siempre presente que la culpa moral es siempre individual, aunque la culpa política, y la «metafísica», sí pueden alcanzar a un colectivo.

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Universidad Simón Bolívar

Autoridades

Enrique Planchart Rector Rafael Escalona Vicerrector académicoWilliam Colmenares Vicerrector administrativoCristian Puig Secretario

Consejo Editorial de la Universidad Simón Bolívar

Carlos Graciano Presidente/Decano de Extensión

Lilian Reyna IribarrenDirectora de Cultura

Miembros por la División de Ciencias Físicas y Matemáticas

Claudio Olivera PrincipalOscar González Primer suplenteLuis Loreto Segundo suplente

Miembros por la División de Ciencias Sociales y Humanidades

Carole Leal Curiel PrincipalCarlos Leáñez Aristimuño Primer suplenteGustavo Sarmiento Segundo suplente

Miembros por la División de Ciencias Biológicas

Alicia Villamizar PrincipalPatricio Hevia Primer suplenteEduardo Klein Segundo suplente

Miembros por la División de Ciencias y Tecnologías Administrativas e Industriales

Lilian Pérez Monroy PrincipalJunys Quijada Primera suplenteLuis Buttó Segundo suplente

Miembros externos

Antonio López Ortega PrincipalClaudio Bifano Primer suplenteJesús Alberto León Segundo suplente

Carlos PachecoCoordinador

Evelyn CastroCoordinadora de producción

José Manuel GuilarteCorrector

Luis MüllerCristin MedinaDiseñadores gráficos

Nelson GonzálezAdministrador

Isabel BorgesSecretaria

El primer volumen de Obras Selectas de Aníbal Romero fue impreso durante el mes de febrero de 2010 en los talleres de Gráficas Acea, Caracas, Venezuela. En su composición se emplearon las familias tipográficas FF Maiola y Vonness.

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