vaticano ii p alberto ramírez

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interpretacion del concilio vaticano II

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Page 1: VATICANO II P Alberto Ramírez

CONFERENCIA EPISCOPAL DE COLOMBIA

XCIV ASAMBLEA PLENARIA

Bogotá, D.C., 4 al 8 de febrero de 2013

RELECTURA DEL CONCILIO VATICANO II HOY

P. Alberto Ramírez Z.

Al convocar a la Iglesia para celebrar el Año de la fe con ocasión del cincuentenario de la inauguración del Concilio Vaticano II, el Papa Benedicto XVI nos ha invitado a leer de nuevo la documentación conciliar. Pero no sólo a eso: también, en un sentido más amplio, a hacer memoria de ese gran acontecimiento eclesial que fue el Concilio. Es lo que podemos deducir de la lectura de la Carta Apostólica Porta fidei en la cual el Papa cita al beato Juan Pablo II y reitera algo que afirmó algunos meses después de su elección (Benedicto XVI, Porta fidei, 5):

He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, “no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia (…). Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de Dios de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza” (Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte, 57). Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: “Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia (Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005).

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DOCUMENTO 5

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Con alegría hemos acogido este llamamiento del Papa y hemos realizado ya en muchos ambientes encuentros de reflexión: en las diócesis, en las comunidades religiosas, en todo tipo de grupos. Las reflexiones que me han pedido compartir con ustedes tienen como objeto concreto, de acuerdo con el título propuesto, el tema de la relectura del Concilio en el hoy de la Iglesia. Pienso que las podemos orientar en los dos sentidos señalados: en el sentido que literalmente tiene la expresión “relectura”, es decir, en el sentido de volver a leer la documentación conciliar, pero también en el sentido de renovar en nosotros la memoria del acontecimiento en cuanto tal y la gran inspiración que nos ofrece para realizar las tareas que nos hemos propuesto actualmente en la Iglesia.

1 LA MEMORIA DEL ACONTECIMIENTO ECLESIAL DEL CONCILIO

La ponencia anterior de esta jornada tenía como objeto presentar la contextualización histórica del Concilio. También aquí podemos retomar algunos datos, no para repetir lo ya expuesto sino en cuanto nos pueden servir para realizar la relectura de la documentación y el esfuerzo que queremos hacer para actualizar la memoria del acontecimiento.

Quiero comenzar haciendo referencia a un artículo publicado por el Osservatore Romano, el día anterior a la fecha propiamente dicha de la conmemoración del cincuentenario de la inauguración del Concilio, el 10 de octubre de 2012. El diario vaticano publicó un artículo del Papa Benedicto XVI, fechado el día 2 de agosto del año pasado, un breve texto que el Papa escribió propiamente para que sirviera como presentación de un volumen de sus “Memorias conciliares” que el Arzobispo Gerhard Ludwig Müller había decidido incluir dentro de la colección de sus escritos, Papa, colección que monseñor Müller venía publicando desde la época en la que era Obispo de Ratisbona. En dicho artículo, el Papa agradece el trabajo realizado por monseñor Müller, ahora convertido en Prefecto (propiamente Pro-Prefecto) de la Congregación para la Doctrina de la fe, y el trabajo de sus colaboradores, en los siguientes términos:

Agradezco de corazón al Arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus colaboradores del Institut Papst Benedikt XVI el extraordinario empeño que han puesto para la realización de este volumen.

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El escrito comienza con un emocionado testimonio personal del Papa sobre lo que significó para él el gran espectáculo de la inauguración del Concilio en ese día espléndido, como dice, del 11 de octubre de 1962. En ese entonces él era el teólogo más joven de la Facultad católica de Teología de la Universidad de Bonn, capital de la República Federal de Alemania. Con muchas otras personas tuvo el profesor Ratzinger la posibilidad de presenciar en la plaza de San Pedro el impresionante espectáculo del desfile de aproximadamente 2500 obispos, los padres conciliares que se dirigían en procesión a la basílica de San Pedro. Al respecto dice: “Fue emocionante ver entrar a los obispos procedentes de todo el mundo, de todos los pueblos y razas: era una imagen de la Iglesia de Jesucristo que abraza todo el mundo, en la que los pueblos de la tierra se saben unidos en su paz”. De hecho, en las otras sesiones del Concilio no hubo una procesión tan grande, ni siquiera en la sesión de clausura de 1965.

El profesor Ratzinger había venido al Concilio, no propiamente como experto entre los que había nombrado el Papa Juan XXIII, sino como asesor del Arzobispo de Colonia, el Cardenal Josef Frings, de quien hace un cálido elogio:

En el Cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este espíritu del Concilio. Era un hombre de gran apertura y amplitud de miras, pero sabía también que sólo la fe permite salir al aire libre, al espacio que queda vedado al espíritu positivista. Ésta es la visión a la que quería servir con el mandato recibido a través del Sacramento de la ordenación episcopal. No puedo menos que estarle siempre agradecido por haberme llevado a mí — el profesor más joven de la Facultad teológica católica de la Universidad de Bonn — como su consultor a la gran asamblea de la Iglesia, permitiéndome frecuentar esa escuela y recorrer desde dentro el camino del concilio.

El Papa manifiesta que el Concilio fue para él una escuela, lo que también fue evidentemente para muchas otras personas, empezando por los obispos. En relación con esto señala con modestia el alcance de sus escritos de esa época reunidos ahora en este volumen por el Arzobispo Müller:

En este volumen se han recogido varios escritos con los cuales, en esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones de palabra totalmente fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de aprendizaje que el concilio y su recepción han significado y significan aún para mí.

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Espero que estas diversas contribuciones, con todos sus límites, puedan ayudar en su conjunto a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa vida eclesial.

Este testimonio personal del Papa tiene un significado especial: despierta de nuevo los mismos sentimientos en todos nosotros, los estudiantes de muchos lugares del mundo, también de varias diócesis de Colombia, que tuvimos la oportunidad de vivir de cerca el Concilio y de tener muchos contactos con sus protagonistas, los obispos y teólogos asesores del Concilio, durante las cuatro sesiones. Algunos estudiaban en Roma, otros estudiábamos en otras partes de Europa. De los protagonistas propiamente dichos del Concilio, los obispos, ya no viven la mayor parte de ellos: creo que de los miembros de la Conferencia Episcopal de Colombia que asistieron al Concilio solamente vive Monseñor Pimiento. De los teólogos asesores o peritos que desempeñaron un papel tan importante en el Concilio, han muerto también la mayor parte: sólo viven unos pocos todavía. Pero nosotros, los estudiantes de la época, somos una generación de testigos que recordamos la emoción con la que vivimos ese acontecimiento y tenemos un cierto deber de ser testigos de lo que nos tocó vivir. Al fin y al cabo, todos los miembros de la Iglesia de este tiempo tenemos el compromiso de vivir la experiencia eclesial con el espíritu del Concilio y de trabajar por una Iglesia animada por esa inspiración maravillosa.

Quiero recordar brevemente algo de lo mucho que nos tocó vivir, solamente con el deseo de mencionar los nombres de algunas personas: de los Papas de Concilio evidentemente, pero también de algunos obispos y teólogos que conocimos, con quienes pudimos conversar y a quienes escuchamos en sus clases o en sus conferencias. Monseñor Tulio Botero Salazar, el Arzobispo de Medellín de esa época, que había llegado a la Arquidiócesis en el mismo año en el que fue elegido el Papa Juan XXIII, pero nombrado todavía por el Papa Pío XII, había emprendido desde el principio un gran movimiento de renovación en nuestra Iglesia cuando se conoció la convocación del Concilio. Su entusiasmo fue enorme y ejemplar también el esfuerzo que realizó para contagiarnos ese entusiasmo. Pronto decidió enviar un nutrido grupo de sacerdotes y seminaristas para que tuvieran la oportunidad de vivir el Concilio de cerca, desde diversos escenarios privilegiados de la Iglesia, sobre todo en Europa. Entre los que tuvimos esta oportunidad estábamos dos seminaristas, David Kapkin y yo, que fuimos enviados a estudiar terminar los estudios de teología en Alemania, donde permanecimos hasta que comenzó la segunda sesión del Concilio. A partir de ese momento fuimos a estudiar a otros lugares:

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David a Roma, primero en la Gregoriana y luego en el Pontificio Instituto Bíblico, y yo en Bélgica, en la Facultad de Teología de la Universidad de Lovaina. Estos escenarios fueron de verdad privilegiados para vivir de cerca el Concilio. Alemania y Bélgica lo fueron para mí de manera especial.

En Alemania tuvimos una gran satisfacción: la de participar en las clases del profesor Ratzinger, pero además la de conocer de cerca a muchos de los miembros de la admirable generación de teólogos alemanes o del ámbito germano que tanto renovaron la teología y tanto influyeron en el Concilio. Algunos de ellos como expertos, otros simplemente por lo que significaban en el mundo de la teología de avanzada de la Iglesia en la época. De Munich recordamos de manera especial a Romano Guardini y a Michael Schmaus. Romano Guardini fue realmente un personaje muy importante en ese momento en la Iglesia: su nombre tiene una estrecha relación con muchas de las cosas que se dijeron en el Concilio. El Papa Benedicto XVI lo tuvo como maestro y lo venera. También tuvo el Papa como maestro a Michael Schmaus y fue contemporáneo y colega de Karl Rahner, de Rudolf Schnackenburg, de Hans Urs von Balthasar, de Hans Küng.

Todos esos nombres fueron familiares para nosotros. De manera especial los de Karl Rahner y Michael Schmaus, quienes habían realizado una labor muy importante en la renovación de la teología en la época inmediatamente anterior al Concilio por caminos diferentes pero, por así decirlo, complementarios: Rahner se había propuesto vaciar en moldes heideggerianos la teología tradicional escolástica de la época; Schmaus había realizado una labor semejante en relación con el movimiento antropológico del personalismo, tanto alemán (Martin Buber), como francés (Émmanuel Mounier).

Durante la época de la primera sesión del Concilio (1962), tuvimos la posibilidad de empaparnos, literalmente hablando, de todo lo que sucedía en el Concilio. En el Seminario de la Arquidiócesis de Bamberg, en la que más tarde fuimos ordenados sacerdotes David y yo, el Rector que era un excelente teólogo y un personaje de Iglesia muy influyente, Ernst Schmitt, mantenía un contacto permanente con el Cardenal Julius Döpfner, Arzobispo de Munich, su compañeroy amigo, y recibía de él información continua, información de primera mano: todas las tardes nos reunía para comentar detalladamente con nosotros lo que pasaba en Roma.El Papa señala, en el artículo citado, que originalmente el Concilio fue obra del episcopado y de los teólogos de varios países de la Europa central. Es cierto:

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en principio el Concilio fue un Concilio europeo, por así decirlo, si se tiene en cuenta que la teología en la que se fundamentaba era la teología progresista de la época, sobre todo alemana y francesa. Pero poco a poco, dentro del proceso conciliar, se fue dejando sentir cada vez más la presencia de las Iglesias no europeas, por ejemplo la de las Iglesias de América Latina, y el Concilio llegó a ser lo que tenía que ser, un Concilio universal, por los aportes que provenían también de otros lugares del mundo. Al respecto dice el Papa en el artículo citado:

Los distintos episcopados se presentaron sin duda al gran evento con ideas diversas. Algunos llegaron más bien con una actitud de espera ante el programa que se debía desarrollar. Fue el episcopado del centro de Europa — Bélgica, Francia y Alemania — el que llegó con las ideas más claras … Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los episcopados del centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las fases conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y de la responsabilidad común.

De todos modos, la teología que se cultivaba en la Iglesia y a la luz de la cual se elaboraban las doctrinas conciliares, era en realidad europea. Hoy, en los grandes foros de la Iglesia, tal vez no se puede decir lo mismo: basta pensar en lo que ha sucedido en las Asambleas Ordinarias Generales del Sínodo de Obispos. Pero en ese tiempo, todavía en nuestras Iglesias no se conocía lo que hoy estamos viviendo: la afirmación de nuestras Iglesias en su identidad eclesial y también en la riqueza pluralista de la teología.

La Iglesia de Bélgica es mencionada por el Papa en primer lugar en esta enumeración que hace de las Iglesias del centro de Europa. Con toda razón. Se ha dicho que en el trasfondo de los últimos Concilios hubo siempre una institución teológica, una Facultad de Teología, y por consiguiente una teología: en el trasfondo de Trento, la teología de Salamanca; en el del Concilio Vaticano I, la teología de la Universidad Gregoriana (Kleutgen, entre otros muchos, por el papel que jugó en la redacción del esquema sobre la Iglesia). En relación con el Vaticano II es indudable que la teología de la Universidad de Lovaina fue la que ejerció el influjo más decisivo. Para explicarnos esto es importante tener en cuenta algunas cosas que pasaban en la época en Europa, no solamente en el aspecto de la geopolítica, sino también en el aspecto eclesial y en particular en lo referente a la teología:

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- En primer lugar, Bélgica era un lugar verdaderamente central en Europa y la Universidad de Lovaina era una Universidad en la que confluía el pensamiento teológico, sobre todo de vanguardia eclesial, de diversos ambientes de europeos: Alemania, Francia, Holanda, Inglaterra.

- En segundo lugar, algunos teólogos belgas tenían una capacidad excepcional para lograr la integración de las personas, lo que lograron en el Concilio, tanto de miembros del episcopado como de teólogos. Un gran personaje poco conocido, que trabajaba con mucha modestia, desempeñó un admirable papel como estratega, por así decirlo, en el Concilio: fue Monseñor Albert Prignon, un sacerdote de la diócesis de Lieja, Rector del Colegio Belga de Roma. Su capacidad de convocación era admirable y es reconocida por todos, en particular por ejemplo por el Padre Congar: en el Colegio Belga se constituyó un grupo especial de obispos y teólogos al que designaban con el nombre de la “Squadra belga”. A la cabeza estaba el Cardenal Léo-Jozef Suenens, Arzobispo de Malinas-Bruselas. En este ambiente se tomaron importantes decisiones que sirvieron para que pudieran realizarse las tareas del Concilio como se realizaron.

- En tercer lugar, la importancia de los belgas en el Concilio fue se debió al papel decisivo que desempeñaron algunos teólogos de la Universidad de Lovaina en la redacción de los documentos fundamentales del Concilio. Es el caso, por ejemplo, de Monseñor Gérard Philips, nuestro profesor de eclesiología, a quien le fue encomendado redactar un proyecto alternativo de constitución sobre la Iglesia diferente al que había sido originalmente propuesto por el Cardenal Ottaviani: dicho esquema se convirtió en la Constitución Dogmática Lumen Gentium.

En relación con los teólogos belgas hay que añadir que algunos de ellos, a pesar de no haber asistido al Concilio, ejercieron un gran papel en él. Ante todo dos de ellos. El primero, Monseñor Lucien Cerfaux un gran biblista a quien consultaban permanentemente todos los que participaban en el Concilio como expertos, cuando se trataba de resolver cuestiones importantes. En segundo lugar un gran amigo del Papa Juan XXIII, el sacerdote benedictino Dom Lambert Beauduin, pionero de la renovación litúrgica y teológica, pionero también del movimiento ecuménico, fundador del Monasterio de Chevetogne. En torno a ellos había toda una pléyade de teólogos franceses que conocemos y recordamos tanto en la teología de nuestros días: los Padres dominicos Congar y Chenu, los jesuitas Daniélou y De Lubac, etc., o belgas

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como el P. Schillebeeckx. Para hacer justicia a quienes tuvieron que ver mucho con el Concilio, sin haber participado propiamente en él, tenemos al Padre Ricardo Lombardi, fundador del Movimiento por un Mundo Mejor, quien ya desde el pontificado del Papa Pío XII hablaba de un Concilio y hacía sugerencias en este sentido.

Pero en quien se reunía todo el dinamismo teológico y eclesial que hizo posible el Concilio, quien realmente fue el instrumento providencial del Espíritu Santo para emprender todo lo que se hizo en el Concilio, fue sin lugar a dudas el Papa Juan XXIII. Él puso esta gran empresa en movimiento y todo el episcopado la llevó a término conducido finalmente por el Papa Pablo VI. De ese Pentecostés seguimos viviendo y realmente no es posible comprender lo que es la Iglesia de hoy, ni lo que quiere ser hacia el futuro, sin tener en cuenta el Concilio.

2 RECONOCIMIENTO DEL SENTIDO ORIGINAL DEL CONCILIO POR LA RELECTURA DE SUS DOCUMENTOS EN LA IGLESIA DE HOY

Probablemente el Papa Juan XXIII no alcanzó a vislumbrar adónde llegaría el gran movimiento que había puesto en marcha. No pudo imaginar lo que finalmente aconteció. Pero los objetivos que se proponía se realizaron indudablemente. Leídos a posteriori, es decir, a partir de lo alcanzado, se puede hablar fundamentalmente de dos objetivos que tenía en su mente y en su corazón el Papa bueno, como se le llamaba: ante todo, el objetivo del aggiornamento de la Iglesia por el retorno a las fuentes, y luego el objetivo pastoral en el sentido en el que él consideraba la realización de la misión de la Iglesia. A partir de estos dos objetivos, hay que hablar de otro gran objetivo definitivo en el que el Papa ponía toda su esperanza, con el espíritu positivo y lleno de optimismo que lo animaba: el objetivo del diálogo en todos sus aspectos. El Papa Juan XXIII que fue tan querido de todos, que había comprometido todas sus energías en la preparación del Concilio, logró que se produjeran los abundantes frutos de una intensa preparación de tres años en la que participó activamente: un abundante material de esquemas, más de setenta. Al llegar al final de la preparación, se pensaba que estos esquemas podrían ser discutidos, enmendados, perfeccionados y que que serían promulgados como documentos oficiales del Concilio en una única sesión. Pero no fue así.

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En la sesión de 1962, que él presidió, se produjo pronto una crisis: en las primeras reuniones plenarias había que decidir lo referente a la constitución de las comisiones conciliares propiamente dichas. Ante la propuesta original de constituir dichas comisiones a partir de los dicasterios de la Curia Romana, como lo habían sido las comisiones preparatorias, el Cardenal francés Aquiles Liénart reaccionó con una enérgica crítica y con la petición de que se diera más tiempo para que fueran constituidas las comisiones, no por parte de la Curia Romana, sin por los episcopados. Esta propuesta fue apoyada por el Arzobispo de Colonia, el Cardenal Frings, quien cuestionó además duramente el papel del Santo Oficio, el dicasterio de la Curia que había sido decisivo en la preparación del Concilio. Por este camino, afirmaban estos cardenales, sólo se llegaría a realizar lo que había quedado interrumpido en el Concilio Vaticano I, es decir, una doctrina expresada en el sentido de lo que se pensaba hacía un siglo, y ciertamente no se llegaría a realizar lo que ahora necesitaba la Iglesia, teniendo en cuenta los desarrollos que se habían dado desde dicho Concilio. Esta situación fue comprendida y apoyada sabiamente por el Papa Juan XXIII y la constitución de las comisiones fue replanteada desde este momento.

Como consecuencia de esta primera situación de crisis los esquemas principales preparados por las comisiones preparatorias fueron congelados también y fue postergada su discusión: fue lo que sucedió con dos esquemas que eran decisivos: el esquema de la Constitución sobre la Iglesia y el esquema de la Constitución sobre la Divina Revelación. El Papa Juan XXIII desempeñó en esta situación un papel admirable y valiente porque todo esto significaba enfrentarse por así decirlo a la Curia. Pronto se vio, por otra parte, que el Concilio no podría absolver todas las cuestiones en una sola sesión. En ese tiempo conoció además la gravedad de la salud del Papa que sufría una enfermedad terminal. Con una profunda confianza en Dios y con la actitud de fe totalmente positiva que lo animaba, comprendió el Concilio tenía que continuar más allá de esta sesión, y decidió que las nuevas comisiones debían seguir trabajando, que los obispos debían llevarse consigo los esquemas para estudiarlos al regresar a sus diócesis. Él, por su parte, se dedicó a la elaboración de un mensaje en el que puso todo su entusiasmo: una encíclica sobre la paz que pudo promulgar poco antes de su muerte, la encíclica Pacem in terris. Su muerte tuvo lugar el 3 de junio de 1963.El nuevo Papa, Pablo VI, decidió inmediatamente después de su elección, la continuación del Concilio. Una de sus primeras determinaciones fue el nombramiento de cuatro moderadores que en adelante serían las personas que

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orientarían el Concilio. Ellos asumieron en cierto sentido el papel que el Comité de Presidencia compuesto por diez cardenales originalmente y luego por doce. Los cuatro moderadores nombrados por el Papa Pablo VI fueron: el Cardenal italiano Giacomo Lercaro, Arzobispo de Bolonia; el cardenal belga Léo-Joseph Suenens, Arzobispo de Malinas-Bruselas; el Cardenal alemán Julius Döpfner, Arzobispo de Munich-Freising; y el Cardenal armenio de la Curia Romana, Gregorio Pedro Agagianian, prefecto de la Congregación de Propaganda Fidei.

El camino que recorrió el Concilio en adelante, en las otras tres sesiones, explica los acontecimientos que tuvieron lugar durante esos años (1963, 1964 y 1965) y los resultados finales a los que se llegó, que fueron sencillamente providenciales. Poco a poco fueron siendo promulgados los documentos que conocemos, en número de dieciséis, clasificados de acuerdo con tres géneros literarios diferentes: cuatro Constituciones, nueve Decretos, tres Declaraciones. Un número enormemente inferior al de los esquemas propuestos originalmente como fruto del trabajo de las comisiones preparatorias cuyo número era, como se ha dicho, de alrededor de setenta.

Sobre la documentación finalmente promulgada hay que decir que no fue simplemente una suma de documentos sobre un número abundante de temas diferentes, sino un gran discurso integral cuya coherencia y relación no era posible tal vez percibir en el momento de la promulgación de cada uno, pero sí a la distancia en el tiempo, a medida que han ido transcurriendo los años y se ha ido poniendo en marcha toda la fundamentación conciliar de la Iglesia de hoy. Para comprender esto, sobre todo cuando se hace un esfuerzo de relectura de la documentación después de cincuenta años, puede ser de gran utilidad el criterio propuesto ya en los años que siguieron al Concilio por Monseñor Philips. Según él, todo el discurso conciliar está sostenido sobre dos grandes pilares y gira en torno a ellos como dos ejes fundamentales. Son ellos, la Constitución Dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia y la Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la misión de la Iglesia en el mundo actual.

Desde el punto de vista de los géneros literarios del Concilio, otros dos documentos distintos a las Constituciones sobre la Iglesia y sobre la Misión Pastoral tienen evidentemente una importancia primordial y poseen por eso la máxima calificación dentro del conjunto de la documentación: la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, que no tiene ningún calificativo especial, y la Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación. En relación

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con ellas nos podemos preguntar: ¿No fueron ellas también absolutamente decisivas para definir el espíritu del Concilio? Sí, sin lugar a dudas. Sin embargo, estas dos Constituciones no tienen en el discurso total el papel que corresponde a las Constituciones sobre la Iglesia y sobre su Misión.

En relación con la primera, la Constitución sobre la Divina Revelación, la Iglesia católica tenía una deuda histórica que saldar con la Palabra de Dios, sin la cual no era posible dar razón de una concepción de la revelación de la que ella tiene el compromiso de ser testigo y portadora. La Constitución dogmática sobre la Fe Católica del Concilio Vaticano I había hecho afirmaciones muy importantes y en cierto sentido había sido el único documento propiamente concluido del Concilio. Sin embargo había quedado por resolver lo más importante, precisamente lo referente a la Palabra de Dios y lo que, a partir de dicha Palabra, había que afirmar sobre la revelación y sobre la tradición.

En el caso de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia hay que reconocer que fue ella en gran parte la que despejó el camino que hizo posible todo lo que finalmente se logró con los otros documentos conciliares. En principio no estaba contemplado que fuera esta Constitución la primera que sería tratada y la primera que sería promulgada. Fue el hecho de haber impedido que el esquema original sobre la Iglesia fuera el primero en ser considerado, el que motivó que esta Constitución llegara a ser la primera a la que se dedicó toda la atención. Algunos lamentaron que esta Constitución no hubiera sido más bien un fruto posterior del Concilio, fundamentado en la riqueza de afirmaciones centrales de otros documentos, pero en realidad hay que decir que en este hecho de su tratamiento temprano hubo algo providencial: la renovación litúrgica tan deseada y tan urgente abrió el camino a los grandes temas eclesiológicos y pastorales en torno a la teología de la comunión. Estas dos Constituciones y todos los otros documentos, los Decretos y las Declaraciones, son en cierto sentido desarrollos de temas germinalmente presentes en las Constituciones sobre la Iglesia y sobre la Misión Pastoral. En relación con el capítulo tercero de la Constitución Lumen Gentium, los Decretos sobre el ministerio episcopal (Christus Dominus) y sobre el ministerio de los presbíteros (Presbyterorum Ordinis) y el Decreto sobre la formación sacerdotal (Optatam totius); en relación con el capítulo cuarto, el Decreto sobre el apostolado de los seglares (Apostolicam actuositatem); en relación con el capítulo sexto, el Decreto sobre la renovación de la vida religiosa (Perfectae caritatis). En relación con el capítulo segundo, el Decreto

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sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio), el Decreto sobre las Iglesias orientales católicas (Orientalium Ecclesiarum), el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia (Ad Gentes). Además de estos Decretos, el dedicado a los medios de comunicación social (Inter Mirifica) y las Declaraciones: sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae) y sobre la educación cristiana de la juventud (Gravissimum educationis), y la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (Nostra aetate).

Hablar de temas conciliares concretos, en un sentido analítico, es una empresa enorme, pero posible. Es lo que hemos venido haciendo durante todos estos años. Pero no es eso todo lo que hay que hacer: si se quiere descubrir el sentido real de la inspiración conciliar, es necesario preguntarse por el gran objetivo que los reúne a todos y por la estructura que los cohesiona y en la cual encuentran en definitiva su fundamento. En este sentido tiene una gran importancia la propuesta de Monseñor Philips: la consideración de toda la documentación conciliar desde la doble perspectiva de la Constitución dogmática Lumen Gentium y de la Constitución pastoral Gaudium et Spes.

2.1 RELECTURA DE LA DOCUMENTACIÓN CONCILIAR DESDE LA PERSPECTIVA DE LA CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA LUMEN GENTIUM SOBRE LA IGLESIA

Es totalmente significativo el hecho de que los primeros Papas post-conciliares, Juan Pablo I y Juan Pablo II, hubieran escogido ese nombre. Se trataba de comprometerse con el Concilio en la conducción de la Iglesia, como lo expresó bellamente el Papa Juan Pablo I en la alocución del Angelus el día siguiente a su elección: la razón de ser de su nombre era el de los Papas del Concilio. De manera explícita afirmó también el Papa Juan Pablo II en su primera alocución ante los cardenales que su decisión era la de conducir la barca de la Iglesia con la Constitución Lumen Gentium en las manos como verdadera brújula orientadora.

En esta Constitución nos encontramos los grandes principios de la nueva eclesiología. Monseñor Philips explicaba su contenido haciendo referencia a la estructura definitiva que se le había dado: una estructura cuádruple binaria, según sus palabras. Cuatro visiones complementarias de la Iglesia, desde distintos ángulos de vista. Y cada una de esas cuatro visiones constituidas por dos capítulos:

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- Primera perspectiva: la concepción general de la Iglesia presente en los capítulos 1 y 2. El primer capítulo es, así sin más, la expresión de la Iglesia en el sentido de la “eclesiología de la comunión” como consideración fundamental de la nueva eclesiología. La Iglesia es ante todo comunión: realización sacramental del misterio de la comunión que acontece en Dios-Trinidad, pero expresa al mismo tiempo, también de manera sacramental, la vocación de fraternidad de toda la humanidad. El segundo capítulo concreta de manera histórica esta concepción de la comunión por medio de una categoría bíblica que constituye una verdadera “revolución copernicana” en eclesiología, según palabras del Cardenal Suenens. Todos somos la Iglesia y a todos nos compete ser protagonistas de la realización de una historia de salvación en el contexto de la historia humana.

- Segunda perspectiva: la Iglesia mirada desde el punto de vista de las personas, a partir del criterio de los ministerios, presente en los capítulos 3 y 4. En ella se recoge ante todo, con afirmaciones que implican la renovación que se ha hecho posible desde el Vaticano I por el retorno a las fuentes, toda la concepción eclesiológica sobre la jerarquía, y se propone el capítulo sobre el laicado.

- Tercera perspectiva: la Iglesia mirada desde lo que monseñor Philips designaba como el principio de la finalidad. Los capítulos 5 y 6 permiten ver a la Iglesia desde el punto de vista de la vocación universal a la santidad, y se contextualiza así la vida religiosa, en un sentido eclesial, como realización radical del ideal de dicha santidad.

- Desde el punto de vista de una cuarta perspectiva, la Iglesia es presentada en los capítulos 7 y 8 como una realidad que tiene dimensión escatológica, con un trasfondo especial de teología de la esperanza. Índole escatológica de la Iglesia es el tema del séptimo capítulo, a partir de la consideración de la comunión de los santos, y la Virgen María es el tema del capítulo octavo.

Toda la documentación conciliar gira en torno a este eje de la Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia. No hay ningún tema conciliar que no pueda explicarse a partir de la eclesiología propuesta en esta Constitución. Pero también hay otro eje en torno al cual gira de nuevo toda la documentación: la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual.

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2.2 RELECTURA DE LA DOCUMENTACIÓN CONCILIAR DESDE LA PERSPECTIVA DE LA CONSTITUCIÓN PASTORAL GAUDIUM ET SPES

En el origen de la Constitución pastoral Gaudium et Spes estaba el llamado esquema XIII, un esquema cuya numeración se explica a partir del gran número de esquemas originales elaborados por las comisiones preparatorias, bajo la dirección del Cardenal Ottaviani. El desarrollo del tema de la misión que está llamada a realizar una Iglesia renovada, de acuerdo con la eclesiología de la Constitución Lumen Gentium, fue un camino largo y difícil. Pero había precedentes que tenían una gran importancia para el desarrollo de este segundo eje de la teología conciliar:

- El Papa Juan XXIII había afirmado explícitamente su deseo de realizar un Concilio pastoral. Lo que éI entendía por concilio pastoral era algo simple, sencillo, y sin embargo de una trascendencia imponderable. Un Concilio que produjera frutos prácticos, que tocara las realidades humanas, que llegara realmente hasta la vida de la gente. Pero también un Concilio que fomentara el diálogo en el campo de la religión. En este sentido se entendía como Concilio pastoral un concilio de diálogo al interior del cristianismo, es decir, un Concilio con sensibilidad ecuménica; y además un Concilio que hiciera posible el diálogo con las grandes religiones de la humanidad.

- Pero sobre todo, un Concilio Pastoral era para el Papa Juan XXIII un Concilio en el que se emprendiera un gran diálogo con la modernidad. La Iglesia no había emprendido todavía esa tarea. Su relación con el mundo seguía siendo, en cierto sentido, una relación con la cultura medieval, es decir, con un mundo cultural que ya no existía y que por el contrario cada vez más iba cediendo su lugar a la cultura moderna.

En el artículo que citamos al principio, el Papa señala que los aportes del Concilio en este sentido pastoral del diálogo con la modernidad no se reducen simplemente a lo que presenta la Constitución pastoral Gaudium et Spes ni el llamado esquema XIII que está en su origen, sino también en otros documentos del Concilio. Tal vez podríamos decir que en alguna forma este propósito pastoral se encuentra en toda la documentación conciliar:

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La Iglesia, que todavía en época barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a partir del siglo XIX había entrado de manera cada vez más visible en una relación negativa con la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada. ¿Debían permanecer así las cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la nueva era? Detrás de la vaga expresión “mundo de hoy” está la cuestión de la relación con la edad moderna. Para clarificarla era necesario definir con mayor precisión lo que era esencial y constitutivo de la era moderna. El “Esquema XIII” no lo consiguió. Aunque esta Constitución pastoral afirma muchas cosas importantes para comprender el “mundo” y da contribuciones notables a la cuestión de la ética cristiana, en este punto no logró ofrecer una aclaración sustancial.

Luego, de manera explícita se refiere el Papa Benedicto XVI en particular a dos documentos que él llama documentos menores: la Declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa y la Declaración Nostra aetate sobre las religiones no cristianas:

Contrariamente a lo que cabría esperar, el encuentro con los grandes temas de la época moderna no se produjo en la gran Constitución pastoral, sino en dos documentos menores cuya importancia sólo se puso de relieve poco a poco con la recepción del concilio. El primero es la Declaración sobre la libertad religiosa, solicitada y preparada con gran esmero especialmente por el episcopado americano… El segundo documento que luego resultaría importante para el encuentro de la Iglesia con la modernidad nació casi por casualidad, y creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración “Nostra aetate” sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

Una afirmación del Cardenal Suenens, quien había estado muy activo en las primeras discusiones acerca de la misión de la Iglesia en el mundo, había tenido ya desde finales de la primera sesión una gran importancia había contribuido a precisar la orientación general del Concilio. Las tareas de la Iglesia no podían ser pensadas solamente hacia adentro, sino también hacia afuera. Esos “ad intra” y “ad extra” se tradujeron precisamente en las dos Constituciones que llamamos ejes del Concilio: la Constitución dogmática Lumen Gentium y la Constitución pastoral Gaudium et Spes.

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En relación con lo segundo, con el eje pastoral del Concilio, hay que decir que lo que se dijo en todos los documentos tenía como propósito final mostrar que la comunidad de la Iglesia está llamada a realizar una gran misión en el mundo, que constituye su servicio propiamente dicho en la historia: una diaconía histórica. Fue esto lo que quiso anunciar en un discurso emocionante en vísperas de la clausura del Concilio el Papa Pablo VI en su visita relámpago a la Asamblea General de las Naciones Unidas: la Iglesia, maestra en humanidad, tiene un gran servicio que ofrecer a todos los pueblos, a todas las naciones. Todo está pensado en el Concilio en términos de diaconía y, a partir del Concilio, en términos de evangelización. Lo que sucedió posteriormente en la Iglesia en los cincuenta años que han transcurrido desde la inauguración del Concilio, está todo concebido en este sentido, como lo podemos recordar brevemente.

3 UNA PALABRA DE CONCLUSIÓN: ¿SE PUEDE HABLAR DE RELECTURA DEL CONCILIO HOY EN EL SENTIDO DEL DESARROLLO DE PROPÓSITOS QUE SE DIERON EN EL ACONTECIMIENTO CONCILIAR DE MANERA GERMINAL?

Relectura significa claro está volver a leer el Concilio, volver a valorar lo que se dijo en él y comprenderlo en su sentido original. En relación con esto se plantea el tema que ha sido objeto de discusión ya en aquella época: si hubo realmente continuidad en la conducción del Concilio por los dos Papas que lo llevaron a cabo, y si se puede hablar de continuidad con la tradición de la Iglesia, cuando se piensa en la renovación que propuso el Concilio. Es el conocido tema de la hermenéutica del Concilio: ¿hermenéutica de la continuidad o hermenéutica de la ruptura?

En relación con este tema, el Papa Benedicto XVI ha hecho importantes precisiones, sobre todo tal vez en la época en la cual era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El Papa ha pedido siempre que no se haga una hermenéutica de la ruptura, al hablar del Concilio, sino una hermenéutica de la continuidad en relación con la tradición auténtica de la Iglesia. En esto el Papa ha estado completamente identificado con lo pensaba el Papa Juan Pablo II. Varios datos pueden ser recordados en particular:Continuidad entre lo querido por el Papa Juan XXIII y lo realizado por el Papa Pablo VI. Se puede recordar al respecto la discusión promovida en la escuela de Bolonia, en la que desempeñó un papel tan importante Giuseppe Alberigo, quien con Ian Grotaers ha sido sin duda el historiador más importante del

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Concilio. Esta escuela se inclinaba por interpretar el Concilio en términos de ruptura con la tradición. La solución a la que se ha llegado es esclarecedora: el papel carismático del papa Juan XXIII sirvió para mostrar una meta hacia la cual debía orientarse el Concilio, pero la realización de esta gran tarea fue obra del Papa Pablo, no simplemente en el sentido de custodiar un legado, sino en el sentido de la realización de algo conscientemente liderado por él, pero fundamentado en lo que el Espíritu de Dios había inspirado a Juan XXIII. El Concilio no fue simplemente el Concilio del Papa Juan, ni tampoco simplemente el Concilio del Papa Pablo: fue el Concilio de ambos Papas. Con razón, como se ha dicho, los Papas que asumieron de manera inmediata este legado eligieron como nombre el de estos dos Papas.

También se ha planteado el tema de la continuidad en lo referente al papel del Concilio en la tradición de la historia de la Iglesia. El Papa Pablo VI fue absolutamente responsable en esto: acogió con entusiasmo la idea del aggiornamento pero como camino hacia adelante en el proceso de la tradición, con un gran respeto y veneración por la tradición. También el Papa Benedicto XVI ha seguido insistiendo permanentemente en el mismo sentido, como se puede comprobar en otro lugar del artículo citado publicado en l’Osservatore Romano:

Los padres conciliares no podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo. Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la Iglesia del Sacramento. Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y, por consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica de la ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los padres conciliares.

Pero relectura significa también interpretación o búsqueda de las implicaciones que desde dentro se pueden constatar en el Concilio para los tiempos por venir. El Concilio no fue un punto de llegada sino un punto de partida, según la conocida afirmación del Padre Rahner. ¿Cómo entender en este sentido la relectura del Concilio que debemos realizar en este momento que estamos viviendo en la historia de la Iglesia?

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Todo lo que actualmente estamos realizando en la Iglesia permite responder esta pregunta. Desde nosotros, en América Latina, tenemos una palabra especial que decir. Nos hemos ido haciendo más conscientes de que la identidad eclesial de las distintas Iglesias locales debe respetar la idiosincrasia de las mismas. Hemos oído hablar de una Iglesia culturalmente policéntrica. Hay mucho por desarrollar del Concilio en este sentido a partir de la concepción conciliar de la Iglesia Particular y de las Iglesias locales para comprender mejor lo que debe ser la Iglesia universal: un admirable concierto de Iglesias que aportan a la Iglesia universal lo que les es propio. Todo esto dentro del espíritu de comunión que hace posible un creciente crecimiento en el sentido de la apertura.

La teología de la misión que se ha desarrollado a partir del Concilio nos ha llevado a hacer planteamientos de mucha importancia acerca de la nueva evangelización. Ha habido momentos muy importantes en el proceso y todos ellos han conducido al proyecto que hoy tenemos: a partir de la teología del Decreto Ad Gentes comienza un proceso muy importante en la teología de la misión. Vendrá la época de la recepción del Concilio en América Latina (Medellín, 1968), cuando la diaconía histórica de la Iglesia es entendida de nuevo en un sentido profético. A partir de entonces se realimenta el discurso de la Iglesia universal con la teología de la Evangelii Nuntiandi, fruto de la III Asamblea General del Sínodo de Obispos: esa misión profética de la Iglesia es la evangelización. Para eso existe la Iglesia, para evangelizar, dirá entonces el Papa Pablo VI, lo que influirá profundamente en Puebla. Y finalmente llegamos, pasando por la afirmación de la importancia de realizar la evangelización en el sentido de la inculturación del Evangelio y de la evangelización de la cultura, al gran proyecto que tiene hoy la Iglesia entre manos no solamente entre nosotros, sino a nivel de la Iglesia universal, en el sentido de la nueva evangelización, con el que han comprometido a la Iglesia, no sólo a la de América Latina y El Caribe, sino a la Iglesia universal los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI.

La memoria del Concilio nos debe llenar de entusiasmo. Su inspiración no tiene como único propósito lograr que nos reafirmemos en lo que tradicionalmente llamábamos el “depósito de la fe”, para custodiarlo con fidelidad, como en realidad tenemos que hacerlo. La inspiración del Concilio nos compromete mucho más allá de esto con la realización de la misión de anunciar y hacer acontecer el evangelio en el mundo actual y hacia el futuro. El Concilio nos invita a caminar hacia adelante con la actitud que el Papa Juan

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XXIII proponía ya desde la época en la cual llegó a ser Pastor, tal vez por primera vez en sentido estricto, en Venecia. De ese tiempo se recuerda una hermosa afirmación que aparece en la alocución que pronunció para inaugurar el Sínodo Diocesano que realizó en su diócesis. “No estamos en la tierra para cuidar un museo, sino para cultivar un jardín lleno de vida”. En ese sentido queremos releer con una inmensa alegría, pero sobre todo con una gran esperanza, el Concilio.

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