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El peronismo y la dicotomía civilización/barbarie. La construcción literaria de un mito político por Susana Velleggia

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El peronismo y la dicotomía civilización/barbarie.

La construcción literaria de un mito político

por Susana Velleggia

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*Lic. Susana Velleggia

Socióloga. Cineasta. Especialista en gestión cultural y en co-municación educativa. Docente titular de la Universidad Na-cional de Entre Ríos. Asesora en la Cámara de Diputados dela Nación, bloque del PJ. Directora del Festival Internacionalde Cine para la Infancia y la Juventud. Docente del ProgramaCultura del CFI en materia de políticas y gestión cultural. Fueconsultora de organismos internacionales del sistema de Na-ciones Unidas (UNESCO, PNUD y PNUMA), investigadora ydirectora de cine y televisión de la Pontificia Universidad Ca-tólica del Perú y de la Universidad Nacional Autónoma deMéxico. Fue asesora de la Secretaría de Desarrollo Urbano yMedio Ambiente de México. Fue directora nacional de estu-dios en Cultura y Comunicación de la Secretaría de Culturade la Nación, creadora y directora de la Carrera de Gestión yPolíticas Culturales del INAP (la primera existente en el país) ydel Programa de Formación de Administradores Culturalesdel mismo organismo. Fue asesora del director de Cultura yEducación de la Provincia de Buenos Aires y coordinadora delPrograma Cultura en la Escuela del organismo. Es autora denumerosos artículos, ensayos y libros sobre cultura y comu-nicación, editados en Argentina, México, Perú, Ecuador,Chile, Uruguay, Brasil, Canadá, Inglaterra y Francia por orga-nismos internacionales y medios especializados.

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El peronismo y la dicotomía civilización/barbarie

“Pero la civilización no se decreta. Por haber sancionado constituciones re-publicanas, ¿tenéis la verdad de la república?No, ciertamente: tenéis la república escrita, no la república práctica.”

Juan Bautista Alberdi

La versión oficial, liberal-unitaria, de la historia argentina se alimenta del mitocivilización vs. barbarie, reivindicando al primer término desde una visión ra-cional-positivista de la sociedad que descarta lo popular. El hiato entre ladinámica social del pueblo en su carácter de sujeto histórico y las institucio-nes republicanas, percibidas como exclusivo producto de élites “iluminadas”,da cuenta de una concepción de la política como relación gobernantes-go-bernados que no permite el disenso ni concede derecho a la diferencia. Setrata de una ideología autoritaria y pre-moderna –antes que liberal y moderna-que ha servido a la naturalización de la violencia como forma de resoluciónde los conflictos, así como a la creencia de que una modernidad superficial,basada en el remedo de ciertos rasgos de la cultura e instituciones políticasde matriz europea, serían equivalentes a una democracia moderna.Las antinomias irreconciliables que atraviesan la historia argentina de los si-glos XIX y XX adolecen de un tinte biologicista y racista que inscribe en elrubro de barbarie todo rasgo cultural y/o político que escape a las codificacio-nes de aquella matriz de pensamiento, adoptada por clases dominantes fóbicasal propio pueblo. Si bien estas establecen como centro político-administrativoa la ciudad de Buenos Aires, el proyecto liberal-oligárquico se sustenta enuna constelación de poder urbano-rural, generadora de conflictos queinvolucran al conjunto del país. Es que la propiedad de la tierra concebidacomo fuente de dominio, prestigio y poder –un residuo colonial– es contradic-toria con la concepción capitalista moderna que la inscribe entre los instru-mentos de la producción, en tanto ella engendra el país agroexportador su-bordinado a las necesidades de expansión industrial de las metrópolis cen-trales. La pretensión de resolver este problema, de orden político y económi-co, por medio de la vía militar requirió construir un andamiaje ideológico dirigi-do a enmascarar las verdaderas causas del atraso, desplazándolas haciaciertos sujetos sociales.De ese proceso da cuenta la tarea intelectual de alegorización de la luchapolítica mediante el planteo de la dicotomía civilización-barbarie. Inicialmenteasumida por Sarmiento, ella remite a la disyunción cultura-naturaleza, de rai-gambre iluminista. Desde este punto de partida, la corriente historiográficainaugurada por Mitre, y abonada por la exuberante prosa sarmientina, se de-dica a construir una historia mítica que sustrae del debate el conflicto central.Es revelador al respecto el léxico médico empleado por los publicistas de laépoca que, imbuidos del pensamiento positivista, justifican la imposición deun proyecto político-económico a sangre y fuego, como una práctica remedial

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que es menester aplicar a un cuerpo enfermo, el de la Nación, para que,civilización europea mediante, recupere la salud.

Facundo: fundación del mito y construcción de un Estado escindido dela Nación

Una de las contradicciones más impactantes del Facundo, es la insistentereferencia a la vastedad de un territorio escasamente poblado al Sur de laprovincia de Buenos Aires, junto a la imperiosa necesidad de eliminar a los“salvajes” –indios y gauchos– que constituían la población mayoritaria delmismo. Sarmiento define el principal problema de la Argentina como ausen-cia. Existiría así un desequilibrio estructural entre la ausencia, de espíritu –osea de instituciones y cultura– y una sobrepresencia de la naturaleza, térmi-no que engloba al territorio físico y a los pobladores originarios y sus culturas.Esta inmensidad territorial, “cuyas riquezas sin explotar son acechadas porsalvajes que aguardan las noches de luna para caer cual enjambre de hie-nas, sobre los ganados que pacen en los campos y las indefensas poblacio-nes” (Sarmiento; 1963) podría resultar positiva solo en el caso de ser domi-nada por la única clase de hombres que podrían civilizarla. El positivismosarmientino concibe a la civilización en su dimensión económica, más quecomo perfeccionamiento moral e intelectual de la sociedad. Para explotar lasriquezas de las pródigas llanuras pampeanas, desperdiciadas en manos desalvajes, la generación del ‘80 encara el proyecto de sustitución poblacionaly cultural más ambicioso de la historia moderna.Aunque la furia de los malones arrasaba las poblaciones que habían invadidolas tierras indígenas, Rosas, después de su campaña punitiva (1832-1833)logró un pacto que aseguró un largo período de convivencia pacífica con losindios. Pero el programa de los triunfadores de Pavón estipulaba que debía“limpiarse a la pampa de los indios empujándolos más allá del Río Negro”.Algunos observadores de la época estimaban que esta misión, encomenda-da al general Roca, era difícil o imposible de cumplir, pensando quizá en unproceso que combinara la persuasión y la asimilación cultural. No obstante,el testimonio del viajero francés Alfred Ebelot, constataba con asombro queel objetivo, que muchos estimaban iría a tardar entre uno y tres siglos enalcanzarse, se había logrado en apenas tres años (Pérez Amuchástegui;1980).Los habitantes originarios de la campiña fueron designados el enemigo iden-tificado, en tanto representantes de las fuerzas del mal –“la soledad, el peli-gro, el salvaje, la muerte” (Sarmiento; 1963)– que debían eliminarse de raíz.De allí que el eufemístico título de “Campaña del desierto” dado al operativomilitar de Roca, sirviera para ocultar que el mismo apuntaba al exterminio depoblaciones enteras, antes que a la colonización de tierras deshabitadas.

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Además del indio, el gaucho –objeto de reconocimiento cuando integrara losejércitos independentistas– también fue concebido como una forma peculiarde naturaleza, cuyos rasgos de personalidad obedecerían a una determina-da composición racial, mimética de las indómitas fuerzas de la campiña. Obli-gados a ser nómades por un régimen que les negaba el acceso a la propie-dad de la tierra, condenándolos a convertirse en carne de cañón del ejército opeones eventuales, los gauchos deambulaban por los campos dedicándoseal cuatrerismo para sobrevivir. Se construye así el mito del gaucho matrero,vago e inservible para el trabajo, depositario de la negatividad del sistemasocial, el cual predomina hasta fines del siglo XIX.Sarmiento ubica la sede local de la civilización en la cosmopolita ciudad deBuenos Aires, ya que la “docta” Córdoba no pasa de ser para él el lugardonde duerme la siesta el arcaico hispanismo del interior. Esta operaciónclasificatoria establece una doble dicotomía: naturaleza-barbarie-campo-in-terior del país –equivalentes a irracionalidad y muerte– versus sociedad-civi-lización-ciudad-Buenos Aires –sinónimo de vida y razón– que remite a la devacío vs. lleno. Adopta el autor la antinomia campo/ciudad de la tradicióneuropea –que responde a la opción agricultura/industria– (Romero; 1981) peropara establecer un orden civilizatorio jerárquico en cuya cúspide ubica a laspotencias colonialistas de la época, Inglaterra y Francia, frente a una Españaque percibe retrógrada y decadente.La propuesta consiste en “llenar” el vacío –de civilización– de la campiña-naturaleza, con los dones de la razón y el progreso intrínsecos a la ciudadcosmopolita, representados por un sector social preciso, más que por la inexis-tente pujanza industrial de aquella. Aunque a simple vista parezca contradic-torio demandar el exterminio poblacional para llenar un vacío, el sistema ideo-lógico construido por Sarmiento se aboca a demostrar esta “verdad” como undogma incontrovertible.La dicotomía civilización/barbarie alude a la oposición: “adentro” vs. “afuera”planteada por la etimología original del término bárbaro de la antigüedad clási-ca, pero al retomarla, Sarmiento invierte el sentido de la demarcación. Cons-truye así una alegoría literaria de las relaciones sociales que serían implanta-das por el proyecto liberal-unitario, mediante la cual designa quiénes seránlos sujetos y quiénes los objetos del mismo; a los incluidos y a los excluidos.Cabe acotar que Sarmiento soñaba con una inmigración noreuropea y quelos aún escasos inmigrantes no eran vistos como “invasores extranjeros”.Esta percepción se afianzará en los sectores dominantes entre fines del sigloXIX y comienzos del XX, cuando se modifica la relación entre población na-cional y extranjera y los inmigrantes fundan las organizaciones gremiales ypolíticas que encabezan las primeras huelgas y movilizaciones. Es enton-ces que el gaucho, convertido en pacífico paisano o peón de la estancia alservicio de un patrón (Mansilla; 1957), será erigido en mito positivo y símbolo

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de la argentinidad, por la misma clase que lo persiguiera y despreciara. Elobjeto de desprecio y represión pasó a ser entonces la “chusma extranjera”,compuesta por los inmigrantes que luchaban por sus derechos sociales ypolíticos y escapaban a los dispositivos de control del poder.En la época en que Sarmiento escribe Facundo, la necesidad de inmigrantesera intrínseca, antes que a la idea de civilización en abstracto, al proyectoque les asigna el rol social de mano de obra laboriosa, sumisa y, supuesta-mente, moldeable en términos políticos, para oponer al gaucho y al criollo,opositores activos al injusto orden que el mismo instala por la fuerza de lasarmas.Si el autor apela al límite territorial de la línea de los fortines que deslinda laspoblaciones blancas de las tribus de indios y éstos son concebidos comoinvasores bárbaros, no es por su condición de exteriores a una frontera físi-ca, sino por su carácter de resistenciales al proyecto oligárquico. Al incluirtambién en la categoría de extranjero –o bárbaro– al gaucho –convertido porla fuerza en soldado de las campañas militares internas–, a los caudillos delas montoneras y a los integrantes del Partido Federal del interior del país,todos ellos partícipes de un proyecto político-económico alternativo, y al ubi-car “adentro” a los inmigrantes europeos, el autor evidencia que no se refieretanto a los límites de un espacio físico, sino simbólico. No es, entonces, unaparadoja que califique a los pobladores originarios como a los “otros”, invaso-res externos, mientras considere a la inmigración europea parte del “aden-tro”, el “nosotros”.El carácter civilizador de la ciudad responde a la lógica universal del progre-so; significa la preeminencia de la sociedad urbana industrial sobre la agraria.Sin embargo, la campiña pampeana y el interior del país no son consideradosuna sociedad rural a ser transformada por el avance de la industria, sino unobjeto a ser apropiado por una clase social, la única capaz de insuflarle espí-ritu, en cuanto genuina representante de la civilización; es decir, de la coronabritánica en el aspecto económico, y de Francia, en el cultural.Como sucede con otros mitos, el de civilización/barbarie revela su funciónideológica legitimante de un orden del mundo que se pretende incuestionable.Se trata, en este caso, de una ideología colonialista congruente con el carác-ter colonizador del proyecto que propugna que un minoritario, aunque pode-roso, grupo social concentre la suma del poder político y económico. Todo loque se oponga a este orden será designado bárbaro y, como tal, objeto decontrol, disciplinamiento o exterminio.Contrariamente a la apertura a la inmigración para poblar el país que preten-día el liberal Alberdi, desde la perspectiva de un proyecto político cuyas ins-tituciones expresaran a la nación real e impulsaran su desarrollo autónomo,el mito y la utopía moderna de progreso de la generación del ‘80, cumplen lafunción de enmascarar que su proyecto consiste en la sustitución de indios y

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gauchos por cabezas de ganado y latifundistas, y de las culturas originariasy criolla por la europea. El espacio urbano físico, la ciudad de Buenos Aires –que pocos conocían de manera directa– erigido en símbolo de la utopía, lo esen realidad del poder que asienta en ella el ejercicio de su dominio. Para elimaginario de este sector, la ciudad-estado, como una nueva Roma, irradia-ría su influencia civilizadora hacia el interior del país, fundando la nación utó-pica. Desde este marco ideológico, las instituciones políticas de las naciones“modernas” adoptadas para la organización nacional, experimentan una mu-tación de sus funciones. No era igual que ellas sirvieran a legitimar el poderde una burguesía ascendente que asumía la representación de los interesesnacionales, restando poder a la clase dominante precedente –el absolutismomonárquico– a fin de conducir la expansión del capitalismo industrial, interna-mente y transfronteras, que utilizarlas para que una oligarquía se apropiarade las tierras de los “naturales”, a fin de subordinar el país a sus intereses ysometer la Nación en gestación a una potencia externa. En el primer caso,las instituciones políticas deben tender a la inclusión mediante formas nego-ciadas de resolución de los conflictos, de modo de legitimar a la nueva clasedirigente. En el segundo, tienen por función perpetuar una estructura de rela-ciones de poder retrógrada y excluyente que no puede hallar vías de legitima-ción política.En tanto la guerra civil sustituye a la lucha política, la elite oligárquica necesi-ta tanto un ejército convertido en guardia pretoriana cuanto “tribunas de doc-trina” (Mitre; 1870), para una tarea de re-culturación que legitime políticamen-te el poder ganado en el plano militar. Este vacío –de poder político legítimo–resultante del método para llenar el vacío –de civilización– reclama una inten-sa tarea de elaboración intelectual y publicística y de la aplicación intensivade la instrucción pública, como estrategias de expropiación simbólica com-plementarias de las prácticas políticas de sustitución material.Expropiar contenidos es una operación semántica mediante la cual unos con-tenidos se sustituyen por otros que, a la par de tornar simbólicamente invisi-bles la tradición cultural de quienes son excluidos, introducen componentescuya selección no obedece al azar sino a criterios políticamente operativos.Resocializar a criollos e inmigrantes conforme a la matriz cultural de una pa-tria mítica fue la misión asumida por la prensa, la literatura, las artes y laenseñanza formal, para la producción de una nueva tradición cultural quefuera congruente con la imagen de futuro adoptada por el bloque de poderdominante.Es sabido que la construcción del drama exige contrastes marcados entreopuestos irreconciliables que, en general, asumen la forma de caracteresarquetípicos. El arquetipo argentino de barbarie es el gran hallazgo literarioque hace de Facundo una obra clásica. No obstante, la figura del caudilloriojano Facundo Quiroga –que Sarmiento rescata de su muerte por asesinato

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en Barranca Yaco– requiere del auxilio de otra figura complementaria aúnviva. Sobre el escenario del drama planea una sombra ominosa, surgida delas “entrañas de la tierra” (Sarmiento; 1963), la del dictador –personaje caro ala literatura latinoamericana del siglo XX– personalizado en Juan Manuel deRosas. Indios, gauchos, caudillos del interior, Facundo y Rosas son amalga-mados en el polo de la barbarie federalista, que entonces sí adquiere unapresencia amenazante. La descripción detallada de ambos personajes y lascomparaciones que transpolan los órdenes universal/particular, son indis-pensables para que la simplificación que practica el mito adquiera densidaddramática, de modo de articular historia, literatura e ideología. La verosimili-tud, desplazada del nivel histórico al literario, transmuta la posición doctrinariaanti-federalista militante que vertebra la obra en elegía civilizatoria.La roja simbología del federalismo rosista, que remite a la sangre y la muertede la mano de los bárbaros mazorqueros –no casualmente gauchos de lacampiña bonaerense– termina de componer la identidad de un “otro” cuyaviolencia es descrita como tan irracional e inmotivada en causas históricasobjetivables, que no puede sino atribuirse a la fuerza arrasadora de la natura-leza, encarnada en una raza de hombres. La correspondencia entre los ras-gos físicos y la personalidad del personaje central es subrayada una y otravez. La mirada, la barba y la voz gutural de Facundo actúan como señales dela psicología del sanguinario “tigre de los llanos”, explicándose sus conduc-tas en la comunión, por la sangre, entre aquella raza y las fuerzas telúricas.Este vacío, de orden moral y espiritual, pero de origen físico y racial, obedecea un determinismo cuyo quiebre demanda des-naturalizar a la naturaleza,también mediante la sangre.La oposición civilización/barbarie, en cuanto figura retórica dirigida a alegori-zar la dicotomía irreconciliable entre dos proyectos políticos, extrae verosi-militud de su magistral construcción literaria, antes que de la sesgada inter-pretación de los hechos históricos de Sarmiento. Es curioso comprobar quelas fuerzas que representan a la civilización, siendo parte fundamental de lahistoria, no estén personalizadas, salvo en ciertas alusiones elogiosas (algeneral Paz, entre otros), aunque tras ellas existieran personajes muy con-cretos: tanto monarcas, déspotas ilustrados, políticos y diplomáticos euro-peos, como “doctores”, terratenientes, sanguinarios militares y ambiciososcomerciantes –en su mayor parte ingleses– de Buenos Aires, con muchosde los cuales Sarmiento mantenía relaciones directas o correspondencia. Encambio, del polo de la barbarie, la personificación en Facundo y Rosas y elestremecedor anecdotario con el que son construidos sus caracteres dra-máticos, confieren a las fuerzas de la irracionalidad una presencia aterrado-ra, enmascarando la tesis ideológica que sostiene la obra. Este aparentedesbalance en el tratamiento del drama no es un error técnico, sino un recur-so para introducir el punto de vista del relator de manera solapada. A través

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del narrador-autor Sarmiento, no habla el encarnizado opositor político alrosismo y al federalismo, sino la misma voz de la civilización. ¿Cómo cues-tionar esta autoridad inapelable?La mirada sobre Argentina del Sarmiento exiliado en Chile –donde se publicapor primera vez Facundo, como folletín del diario El Progreso desde mayo de1945– es la del europeo desarraigado de su patria imaginaria. Desde estadistancia física y simbólica, el país real adquiere la calidad de objeto inertepara la fabricación de la nación utópica.La construcción mítica de la historia procura revestir de racionalidad unaempresa irracional, y de signos de modernidad, una estructura de relacionesde poder pre-moderna. La civilización –concebida como la ampliación de lafrontera agrícola para la inserción subordinada del país en el mercado capita-lista mundial en calidad de exportador de productos primarios, y la concentra-ción de la tenencia de las tierras expropiadas a sus pobladores, para incorpo-rarlas a la jurisdicción nacional bajo el control de escasos propietarios partíci-pes del proyecto político– hacía necesario desarticular las relaciones socia-les del país real y rearticularlas desde un polo de poder centralizado que lesimprimiera la lógica de la nación imaginaria.Esta es la contradicción fundante que el mito oculta: las instituciones políti-cas y la cultura argentinas debían ser de matriz europea moderna, pero elpaís material habría de basarse en la economía agrícola y ganadera del lati-fundio, herencia histórica del período colonial, a fin de tornarlo funcional a lasnecesidades e intereses de las naciones que avanzaban en su industrializa-ción y a los de un reducido sector social interno. Es esta opción política, y nola razón histórica del progreso, la que plantea un dilema cuya resolución nopuede ser otra que el aniquilamiento de uno de los términos de la antinomia.La violencia desatada es proporcional a la distancia entre la nación imagina-ria y el país real.Facundo introduce la paradoja que signará la trayectoria histórica de Argenti-na desde el siglo XIX. La construcción del significado dominante de la identi-dad argentina no es producto de las prácticas sociales y luchas políticasencaminadas a construir su significante, el Estado-nación moderno –tal comosucediera en Europa con la burguesía–, sino que lo precede. Después deconstruido el objeto simbólico nación argentina en el imaginario de una clasesocial, fue menester “producir” los significantes que lo representaran. En tan-to los referentes sociohistóricos no se adaptaban a él, se hizo preciso susti-tuirlos. El error fue suponer que, al fundar un Estado, se estaba construyendouna Nación.Solo el fundamentalismo anti-popular y anti-federal de la generación del ‘80puede explicar que, desde una construcción simbólica sin asidero en la rea-lidad, se derivaran decisiones políticas para “fabricar una nación” (Terán;1983). La adopción del marco de referencia sociohistórico exógeno –Francia

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e Inglaterra y, en menor medida el iluminismo norteamericano del siglo XVIII–como si fuera el propio marco de pertenencia, implica, en palabras de ArturoJauretche, la “zoncera madre”. El Estado, nacido de esta construcción míti-co-utópica, habría de permanecer escindido de la Nación y en disponibilidadde ser apropiado por las sucesivas elites políticas asociadas a los grupos depoder económico internos y exteriores. La unidad entre ambos términos es lagran tarea de la modernidad, aún inconclusa, que encara primero elirigoyenismo, con la incorporación de las clases medias de origen inmigrantea la vida política, y más tarde el peronismo, al integrar a las masas pobres dela periferia de las ciudades y el Gran Buenos Aires, provenientes del interiordel país.

El peronismo: civilización y barbarieEn el estricto sentido sociológico, el peronismo puede considerarse una ex-presión cabal de civilización; dio un decidido impulso a la industrialización y laurbanización, a la constitución de una burguesía nacional y a los procesos deacceso al consumo y la educación de las clases populares, todos ellostipificadores de la moderna sociedad industrial de masas, según los patroneseurocéntricos. Sin embargo, todavía existen quienes lo califican de barbarieen el sentido –peyorativo– de Sarmiento. El argumento no carece de lógica sise lo contempla a la luz de la demarcación “adentro”/ “afuera” establecida porla matriz de pensamiento que aquel adopta –y adapta– para fundar la doctrinapolítica que orienta buena parte de la historia argentina.El peronismo es un proceso de cambio inacabado, conducido por un Estadoanti-oligárquico que asume la construcción de un proyecto nacional y popularno encuadrado en los cánones políticos consagrados, que se propone undesarrollo autónomo y con base en la integración latinoamericana, en unaetapa histórica en la que esta pretensión era tan impensable como ferozmen-te combatida por las potencias centrales y el bloque de poder dominante in-terno. El eje de la reestructuración de las relaciones de poder social fue, eneste caso, la transformación de los excluidos en sujeto histórico; es decir, enpueblo. Ello implicó que quienes hasta entonces pertenecían al afuera y eranrepresentativos del vacío –de civilización–, fueran incluidos en el espacio deproducción de ciudadanía en sus tres dimensiones constitutivas–socioeconómica, política y cultural–, antes privativo de un reducido sectorsocial, y dignificados como representantes genuinos de los intereses de laNación y de la identidad cultural argentina, considerada como la verdaderacivilización.La construcción política de Eva Duarte, en Eva Duarte de Perón y luego enEvita, la abanderada de los humildes, constituye el símbolo de incorporacióndel “afuera”, o “el otro” invasor extranjero, al “adentro” y el “nosotros”, trazan-do una homología con el itinerario seguido por la clase obrera argentina bajo

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el peronismo. Evita fue, en efecto, el paradigma de barbarie. Hija natural noreconocida y despreciada por un entorno familiar y social pueblerino, margi-nada y emigrada a la ciudad, se convierte en actriz de segunda línea (Horowicz;1986). Ella emprende su vida como una lucha para construirse como sujeto,desplegando tanta fuerza para afirmarse en sus propósitos, como resenti-miento hacia el sector social que la estigmatiza. Como la heroína de un dra-ma moderno, asume con brutal intensidad la lucha política por los descami-sados, al ser reconocida por Perón y convertida primero en su amante y,poco después, en su esposa. Esta inclusividad protectora del amor del lídermáximo, que la redime de sus penurias, la proyectará hacia el pueblo, a quienprocurará redimir de las suyas, mientras reserva el odio al enemigo históricode aquel, que es, al mismo tiempo, el suyo y el del peronismo. Sus principalesarmas serán la certera intuición de su lugar, en la vida y en la historia, y lapasión con la que se entrega a ambas. Esta pasión –otro signo de la moder-nidad– será el torrente con el que el peronismo inundará la política argentina,arrasando los marcos impuestos por los códigos instituidos.El discurso político de Perón en su contacto directo con el pueblo –y en par-ticular el de Evita– asume los rasgos del discurso amoroso, con frecuenciapasional, que se prodiga al ser objeto de devoción. El amor, en tanto disposi-tivo político-semántico de inclusión simbólica y reconocimiento de los traba-jadores–principalmente “cabecitas negra”, estigmatizados por bárbaros– instituye unanueva forma de socialización política, que marcha de manera paralela a lasreivindicaciones materiales. Estas generan un mercado nacional integrado apartir del consumo de los sectores populares y medios, los cuales llegan a lacúspide de su participación en la renta nacional en el año 1949, con el 53%,para decaer al 51% poco antes del golpe de Estado denominado “RevoluciónLibertadora”, y seguir su descenso desde entonces. La prodigalidad amoro-sa del peronismo hacia los trabajadores y sus desbordes pasionales tambiéndeben verse como respuesta reparadora a la feroz violencia simbólica des-encadenada por los sectores dominantes hacia la alteridad bárbara y las ru-das manifestaciones de racismo social que desplegaron para descalificar elcambio en curso, al ser desplazados del poder. Dicha violencia abrió el cami-no al ejercicio de la violencia material justificándola de antemano.El paralelismo de la “Revolución Libertadora” con la “Campaña del desierto”realizada un siglo atrás no consiste solamente en la apelación a títuloseufemísticos de quienes las condujeron. El golpe militar de 1955 constituyó elprimer genocidio del siglo XX, iniciado con el bombardeo a la población iner-me en la Plaza de Mayo y seguido por los fusilamientos ordenados por elgobierno de facto, que también se propuso llevar a cabo un proceso de sus-titución, de carácter retrógrado, tanto en la dimensión material como en lasimbólica.

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El esfuerzo del primer peronismo por instaurar un proyecto de restitución detodo aquello que para el proyecto oligárquico debía ser objeto de sustitución,apela a dos instituciones de la modernidad, el Estado y los sindicatos. Estosupuso una ruptura del orden instituido por el mito y la inversión del sentidodel mismo, así como de las jerarquías sociales por él establecidas. En suma,implicó la violación del tabú consagrado por el bloque de poder dominante. Essabido que todas las sociedades, aún las más abiertas y democráticas –queno es el caso de la Argentina de la década del 40– tienen sectores que seerigen en custodios de las tradiciones y que no admiten la mínima transgre-sión al orden de jerarquías establecido por el tabú. No en vano el folklorepopular confiere el carácter de rito a la inversión de los valores y jerarquíasconsagrados, confinándola a una etapa acotada del año, el carnaval.Para los deudos de la nación oligárquica y el imaginario liberal-positivista –que solo adquirió carnadura en algunos espacios de la ciudad-estado– elperonismo significó una carnavalización de la realidad, provocada por la irrup-ción de la barbarie en el seno mismo de la civilización. Significó una insólitainvasión del “otro”, antes mero objeto de disciplinamiento y control, en el es-pacio de poder del “nosotros”. Adicionalmente, la inversión del sentido delconcepto de civilización, como es habitual en todo proceso de cambio histó-rico, produjo el marco ideológico-doctrinario dirigido a legitimar el nuevo or-den e impulsó las prácticas políticas acordes a él, desde el mismo Estado.Evaluar el impacto producido por esta inversión de los roles sociales legiti-mados por el mito liberal-positivista hace preciso considerar que, desde esteimaginario, el “orden” es entendido como sometimiento sin fisuras del puebloal gobierno de los poderosos y equivale a “progreso”. Este remite a determi-nadas instituciones políticas controladas por elites supuestamente represen-tativas de los intereses de la Nación, de manera desapegada de las deman-das populares. Se trata de una ideología que rebalsa los marcos políticospartidarios, según la cual la imposición de este “bien superior” legitima losmedios para alcanzarlo, cualesquiera ellos sean, por la bondad intrínseca delos fines. El acaparamiento del Estado por un agente al que se presume ideo-lógicamente neutral, sean las Fuerzas Armadas y/o las tecnocracias forma-das en las doctrinas económicas, militares y políticas de las metrópolis cen-trales, lo circunscribe a funciones de administración y control social, apelan-do a construcciones teóricas destinadas a enmascarar sus funciones de re-producción ideológica y material del orden instituido. Desde ellas, al Estado leestá prohibido intervenir de manera directa en la economía y encarar proce-sos de transformación social. Mucho más inimaginable es que los polos go-bernante-gobernados se aproximen para vincularse mediante los desbordesde la relación directa líder-masas. Esto significa que las prácticas políticasrebalsan los límites institucionales impuestos a su ejercicio por la democra-cia representativa, de origen liberal burgués, así como los códigos que le son

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propios, los cuales prescriben distancia entre gobierno y gobernados; “noso-tros” y “el otro”. Escamotear los dispositivos de dominación exige hacer otrotanto con la acción de los dominados en la escena pública, los que, a lo sumo,pueden asumir la forma de dato estadístico, pero nunca una presencia físicay simbólica en condiciones de hacer prevalecer su voluntad de emancipa-ción.El paradigma de relaciones de poder gobernantes-gobernados, tal como fuepracticado en Argentina –por lo común impuesto mediante la fuerza de lasarmas y justificado por la invocación a un orden dirigido a llenar “vacíos”diversos– dio por resultado instituciones políticas débiles y crecientementeautonomizadas de las aspiraciones e intereses mayoritarios de la sociedad.Los interregnos de democracia representativa emergentes de esta trayecto-ria dan cuenta de un Estado discapacitado para el cumplimiento de sus fun-ciones, cuya fuerza proviene de articularse, en cada caso, al poder económi-co dominante interno y al de la potencia mundial hegemónica de turno y per-manecer escindido de la Nación, en cuanto entidad simbólica construida porun marco moral y cultural común que re-presenta (restituye presencia) alpueblo.Las instituciones republicanas así modeladas no han manifestado vocaciónpor fundar una democracia moderna, en aptitud de restaurar los vínculos en-tre pueblo, Nación y Estado, y representar los intereses mayoritarios de lasociedad. Por el contrario, esta tradición produce instituciones, partidocraciasy burocracias funcionales a la reproducción del poder de un minúsculo sectorsocial, así como crisis cíclicas que evidencian la inviabilidad del (des)ordenengendrado por la lógica que lo preside.En este divorcio entre pueblo, Nación y Estado percibió Juan D. Perón elproblema estructural del país, que debía ser superado por todo proyecto po-lítico que aspirara al cambio de paradigma de desarrollo. La respuesta ideoló-gico-filosófica al mismo fue el concepto de comunidad organizada. El énfasisque el concepto pone en la conciliación de términos entendidos como oposi-ciones irreconciliables, fue calificado de corporativista, neofascista o refor-mista, pero no analizado en sus múltiples implicancias.Las entonces denominadas “organizaciones libres del pueblo” –y hoy ONG´su OSC (Organizaciones de la Sociedad Civil)– son las instancias constituti-vas de la comunidad organizada. Ellas están llamadas a establecer una me-diación entre la lógica económica guiada por fines de lucro y la lógica de lospartidos políticos orientada hacia el logro del poder, entendidos como finesvaliosos en sí por los actores de los campos respectivos. Asimismo, consti-tuyen la instancia privilegiada de articulación de los individuos con el Estado,por encima de las mediaciones políticas tradicionales. Lejos de prescribirlesuna –imposible– asepsia política, a la usanza del pensamiento neoliberal, elmarco doctrinario del Justicialismo ve en ellas la política en estado original.

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Es el pueblo que delibera e impone su soberanía al gobierno en pos del biencomún que él representa. Este proceso reclama una institucionalidad trans-versal a los límites impuestos por las instituciones de la democracia repre-sentativa liberal burguesa –partidos políticos, parlamento, justicia, etc.– que,según la fluctuación de las relaciones de poder, puede ser complementaria oantagónica de ellas. pero que, en todos los casos, resulta conflictiva. La con-ciliación entre opciones antes vistas como recíprocamente excluyentes cons-tituye el principal desafío a superar. De esta voluntad de superación dan cuentaLa comunidad organizada y la mayor parte de los escritos de Perón.Aunque la comunidad organizada suele asumir, en los escritos y discursosde Perón, la figura de una utopía a construir, su asociación a binomios comoindividuo-comunidad; progreso material-realización espiritual; democracia-jus-ticia social; sentido de la vida-fines trascendentes, etc. la ubican, no solocomo fin sino también como medio del desarrollo humano y social preconiza-do.Al comienzo de La comunidad organizada, señala Perón tres problemas deplena actualidad: el divorcio del pensamiento con respecto a “las realidadesde la vida de los pueblos” –con lo cual el mismo ha devenido un mero virtuo-sismo técnico–; la autonomización de la esfera de la reproducción material delas sociedades de la de los valores y la preeminencia de la primera sobre lasegunda; y la necesidad de armonizar las libertades individuales con las de lacomunidad, paralela a la de erradicar “el espíritu maldito del individualismocarente de sentido social y político”. Al respecto, aclara “Es la comunidadorganizada, precisamente, aquella donde el hombre puede realizarse mien-tras se realizan todos los hombres de esa comunidad en su conjunto”. Eltérmino comunidad adquiere, en el discurso de Perón, resonancias del cris-tianismo primitivo y de una ética humanista que le otorga un rango superior ala noción de sociedad, en tanto refiere a los lazos de orden inmaterial o espi-ritual que unen a los sujetos en calidad de pueblo, entre sí y con el pasado yel destino de la Nación.Para la doctrina justicialista que Perón funda, la civilización consiste en lafacultad del nuevo orden social –concebido tanto en términos económicoscomo culturales y morales– para armonizar intereses en conflicto y produciruna convivencia armónica. Dicho orden, al ser compartido por los sujetos yconstruido colectivamente, con la conducción del Estado, adquiere organicidadcomo un sistema cuyas características son definidas por la calidad de lasrelaciones entre sus partes constitutivas. Esta calidad no admite otra suje-ción que no sea al líder, en tanto se asuma como genuino representante delos intereses de sus representados (las masas populares). La barbarie seríaasimilable al régimen de las democracias liberales de mercado, donde el inte-rés común sucumbe frente al avance arrollador de los intereses individuales,la dimensión material de las prácticas humanas desplaza a los valores espi-

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rituales, y las metas pragmáticas a los fines trascendentes que dan sentido ala existencia de las personas y comunidades. Las organizaciones libres delpueblo se suponen con capacidad de mediación entre esfera económica ypolítica, y entre los individuos y el Estado, por constituir agrupamientos regi-dos por lazos no limitados a los aspectos materiales ni a metas de tipo prag-mático, aunque puedan contener parte de ambos, sino orientados por la lógi-ca del bien común, entendido como el objetivo trascendente, en el cual lalibertad del individuo y la de la comunidad pueden finalmente ensamblarse.Es este un pensamiento utópico, pero crítico-propositivo que, si por momen-tos asume un carácter metafísico, también produce instrumentos conceptua-les para intervenir políticamente en la realidad. Desconcierta su distancia,tanto de las categorías recíprocamente excluyentes con las que la tradiciónliberal-positivista acostumbra clasificar la realidad social, como de lasdicotomías que atraviesan la historia argentina.Desde esta perspectiva, es posible afirmar que el peronismo es civilización ybarbarie, si a la primera se la entiende como una convivencia social de cali-dad–solidaria, integrada y armónica– y a la segunda como a los sucesivos “otros”que, arrojados por el poder a las inclemencias de la intemperie, hallan cobijoen el hogar donde se construye la pertenencia a una comunidad de semejan-tes.

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