verdugo del amor pdf

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    Verdugo del amorIrvin D. YalomVerdugo del amorHistorias de psicoterapiaTraducción de Rolando Costa PicazohemecéTítulo original: Love's Executioner© 1989, Irving YalomPublicado mediante convenio con Basic Books,a division of Perseus Books, Llc.Derechos exclusivos de edición en castellanoreservados para todo el mundo© 2011, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.Publicado bajo el sello Emecé®Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.www.editorialplaneta.com.arDiseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.5ª edición en este formato: agosto de 20141.000 ejemplaresImpreso en FP Compañía ImpresoraBerutti 1560, Florida,en el mes de julio de 2014.

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titularesdel ªCopyrightº, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducciónparcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidosla reprografía y el tratamiento informático.IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINAQueda hecho el depósito que previene la ley 11.723ISBN: 978-950-04-2895-8Yalom, IrvingVerdugo del amor - 5ª ed. ± Buenos Aires : Emecé, 2014.336 p. ; 24x16 cm.Traducido por: Rolando Costa PicazoISBN 978-950-04-2895-81. Narrativa Estadounidense 2. Relatos I. Título

    CDD 813A mi familia:Mi esposa, Marilyn,y mis hijos, Eve, Reid, Victor y BenReconocimientosMás de la mitad de este libro fue escrito durante un año sa-bático de muchos viajes. Estoy agradecido a muchas personase instituciones que me recibieron y facilitaron mi trabajo: elCentro de Humanidades de la Universidad de Stanford, el Cen-tro de Estudios Bellagio de la Fundación Rockefeller, los Dres.Mikiko y Tsunehito Hasegawa en Tokio y Hawaii, el Caffé Mal-vina en San Francisco, el Programa de Literatura Creativa deBennington College.

    Le estoy agradecido a mi esposa, Marilyn (siempre mi crí-tica más severa y mi sostén más fiel); a Phoebe Hoss, mi edi-tora de Basic Books, que hizo posible este libro y los libros an-teriores que publiqué en Basic; y a Linda Carbone, mi editorade proyectos en Basic Books. Agradezco también a muchos,muchos colegas y amigos que no huyeron al ver que me acer-caba con un nuevo relato en la mano, y que me brindaron sucrítica, aliento o consuelo. El proceso ha sido largo y sin dudadebo de haber perdido nombres por el camino. No obstante,vaya mi gratitud a Pat Baumgardner, Helen Blau, Michele Car-

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    ter, Isabel Davis, Stanley Elkin, John Felstiner, Albert Guerard,Maclin Guerard, Ruthellen Josselson, Herant Katchadourian,Stina Katchadourian, Marguerite Leferberg, John L'Heureux,Morton Lieberman, Dee Lum, K. Y. Lum, Mary Jane Moffat,Nan Robinson, mi hermana Jean Rose, Gena Sorensen, DavidSpiegel, Winfrid Weiss, mi hijo Benjamin Yalom, la clase de1988 de residentes y practicantes de psicología de Stanford,mi secretaria Bea Mitchell, quien durante diez años escribió a9máquina mis notas clínicas e ideas de las cuales surgieron es-tos relatos. Como siempre, le estoy agradecido a la Universi-dad de Stanford por proporcionarme el apoyo, la libertad aca-démica y la comunidad intelectual esenciales para mi trabajo.Tengo una gran deuda con los diez pacientes que distin-guen estas páginas. Cada uno de ellos leyó su historia del co-mienzo al fin (excepto uno de ellos, que murió antes de que yoterminara) y me dio su consentimiento para su publicación.Cada uno aprobó el disfraz bajo el cual aparece; muchos ayu-daron en la corrección; uno de ellos (Dave) me dio el título pa-ra su historia, algunos comentaron que el disfraz era innece-sariamente abarcador y me instaron a ser más fiel y preciso;dos de ellos se inquietaron por mi autorevelación personal opor algunas de las libertades dramáticas que me tomé. No obs-tante, con la esperanza de que los relatos resultaran útiles pa-

    ra los terapeutas y/o para sus pacientes, todos me dieron suconsentimiento y su bendición. A todos ellos, mi profundoagradecimiento.Estas son historias verdaderas, pero he tenido que hacercambios para proteger la identidad de los pacientes. En varioscasos he sustituido, en aras de una equivalencia simbólica, cier-tos aspectos de la identidad y la vida de un paciente y sus cir-cunstancias; en ocasiones he intercambiado partes de la iden-tidad de uno y otro paciente. Muchas veces el diálogo es ficticio,y mis reflexiones personales son posteriores al momento en queaparecen. El disfraz es profundo: sólo el paciente puede ver de-trás de él. Sin lugar a dudas cualquier lector que crea recono-cer alguno de los diez casos estará equivocado.

    10Todos los nombres, característicasidentificatorias y demás detalles decada caso del presente libro hansido cambiados.PrólogoImagínese la presente escena: a trescientas o cuatrocientaspersonas, desconocidas entre sí, se les pide que formen pare-jas y que cada integrante formule al otro una sola pregunta,una y otra vez: ª¿Qué quiere usted?º¿Podría haber algo más simple? Una pregunta inocente, ysu respuesta. Y sin embargo, una y otra vez he visto que esteejercicio grupal hace aflorar sentimientos poderosos. Muchas

    veces, en cuestión de minutos, el ambiente se estremece deemoción. Hombres y mujeres ±±no necesariamente desespera-dos o necesitados sino personas exitosas, bien vestidas, debuen comportamiento, que relucen al caminar±± se ven sacu-didas en lo más profundo de su ser. Claman a quienes estánirrevocablemente perdidos (padres, cónyuges, hijos, amigosmuertos o ausentes): ªQuiero  verte otra vez.º ªNecesito  tuamor.º ªQuiero saber que estás orgulloso de mí.º ªQuiero quesepas que te amo y cuánto siento el no habértelo dicho nun-ca.º ªQuiero la infancia que nunca tuve.º ªQuiero tener salud,

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    volver a ser joven. Necesito que me amen, que me respeten.Que mi vida signifique algo. Lograr algo. Quiero ser importan-te, ser recordado.ºTanto querer, tanto necesitar. Tanto añorar. Y tanto dolor,cerca de la superficie, que emerge a los pocos minutos. Dolorpor el destino. Dolor por la existencia. Un dolor que está siem-pre allí, aleteando siempre, justo debajo de la membrana de lavida. Dolor al que se accede con demasiada facilidad. Muchascosas ±±un simple ejercicio de grupo, unos pocos minutos de13honda reflexión, una obra de arte, un sermón, una crisis per-sonal, una pérdida±± nos recuerdan que nuestros deseos másprofundos nunca pueden cumplirse: nuestro deseo de juven-tud, de que se detenga el proceso de envejecimiento, que re-gresen los seres que se han ido, nuestro deseo de amor eterno,protección, significación, de la inmortalidad misma.Cuando estos deseos inasequibles terminan dominandonuestra vida, entonces recurrimos a la ayuda de nuestra fami-lia, de nuestros amigos, de la religión; a veces, de los psicote-rapuetas.En este libro cuento las historias de diez pacientes que sevolvieron hacia la psicoterapia, y en el curso de sus sesionesse debatieron con el dolor de la existencia. Esta no era la ra-zón por la cual acudieron a mí en busca de ayuda; por el con-

    trario, los diez padecían de los problemas comunes de la vidacotidiana: soledad, autodesprecio, impotencia, migrañas, com-pulsividad sexual, obesidad, hipertensión, pena, un amor ob-sesivo que los consumía, estados cambiantes de ánimo, depre-sión. Y, sin embargo (un ªsin embargoº que se desarrolla deforma distinta en cada historia) la terapia sacó a la superficielas raíces profundas de estos problemas diarios, raíces que seremontaban al lecho de roca de la existencia.ª¡Quiero! ¡Quiero!º es un clamor que se oye todo el tiempoen estas historias. Una paciente decía: ªQuiero volver a tenera mi hijita muertaº, mientras que descuidaba a sus dos hijosvivos. Otro paciente repetía con insistencia: ªQuiero coger atodas las mujeres que veoº, a medida que el cáncer de linfa iba

    invadiendo los resquicios de su cuerpo. Y otro rogaba: ªQuie-ro a los padres, la infancia que nunca tuveº, mientras sufríapor tres cartas que no se atrevía a abrir. Y otra paciente, unamujer vieja, pedía ser eternamente joven, sin poder renunciara su amor obsesivo por un hombre treinta y cinco años menorque ella.Yo creo que la sustancia fundamental de la psicoterapia essiempre ese dolor existencial y no, como aseguran algunos, losanhelos instintivos reprimidos o los fragmentos imperfecta-14mente sepultados de un pasado personal trágico. En mi tera-pia con cada uno de estos pacientes, mi hipótesis clínica pri-maria ±±hipótesis en la que baso mi técnica±± es que la ansie-

    dad fundamental emerge de los esfuerzos, conscientes einconscientes de cada persona por hacer frente a la dura rea-lidad de la vida, a los ªsupuestosº de la existencia.1He descubierto que cuatro de estos supuestos son particu-larmente pertinentes a la psicoterapia: la inevitabilidad de lamuerte, tanto personal como la de nuestros seres queridos; lalibertad de hacer nuestra vida a voluntad; nuestra extrema so-ledad; y, por último, la ausencia de un propósito o sentido ob-vio en nuestra vida. A pesar de lo sombrío que parezcan estos

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    supuestos, contienen las semillas de la sabiduría y de la reden-ción. Espero demostrar en estos diez relatos de psicoterapiaque es posible confrontar las verdades de la existencia y utili-zarlos para el cambio y el crecimiento personal.De estos hechos de la vida, la muerte es el más obvio e in-tuitivamente aparente. En una edad temprana, mucho antesde lo que creemos, nos damos cuenta de que la muerte ha dellegar, y de que no hay forma de escaparle. No obstante, segúnSpinoza, ªtodo se esfuerza por persistir en su propio serº. Enel fondo de cada uno de nosotros se debate el perpetuo con-flicto entre el deseo de seguir viviendo y el conocimiento de lamuerte inevitable.Para adaptarnos a la realidad de la muerte, hacemos gala degran ingenio con el fin de idear maneras de evitarla. De jóve-nes negamos la muerte con la ayuda de la tranquilidad que nosinfunden nuestros padres y los mitos seculares y religiosos; másadelante, la personificamos, transformánola en una entidad, unmonstruo, un personaje fabuloso o un demonio. Después de to-151Para una discusión detallada de esta perspectiva existencial yde la teoría y práctica de la psicoterapia basada en ella, véase mi li-bro Existential Psychotherapy (Psicoterapia existencial), New York:Basic Books, 1980.

    do, si la muerte es un ente acosador, entonces puede ser posi-ble hallar una manera de eludirla; además, por más aterrori-zante que resulte un monstruo personificador de la muerte,siempre será menos aterrorizante que la verdad, que uno llevaen las esporas mismas de su propia muerte. Más tarde, los ni-ños experimentan con otras maneras de atenuar la ansiedad dela muerte: desintoxican la muerte ridiculizándola, la desafíancon osadía o la desensibilizan exponiéndose, en compañía desus pares y un paquete de tibias palomitas de maíz con mante-ca, a historias de fantasmas y películas de terror.A medida que crecemos, aprendemos a quitarnos a la muer-te de la cabeza; nos distraemos; la transformamos en algo po-sitivo (regresando al hogar, volviendo a Dios, logrando, por fin,

    la paz); la negamos con mitos que proporcionan apoyo; lucha-mos por lograr la inmortalidad mediante obras imperecede-ras, proyectando nuestra simiente hacia el futuro a través denuestros hijos o abrazando un sistema religioso que ofrece per-petuidad espiritual.Muchas personas discrepan con esta descripción de la ne-gación de la muerte. ª¡Tonterías! dicen. Nosotros no negamosla muerte. Todos vamos a morir. Lo sabemos. Los hechos sonobvios. Pero ¿tiene sentido ocuparse de ello?ºLa verdad es que lo sabemos y no lo sabemos. Conocemoslos hechos intelectualmente, pero nosotros ±±es decir, la por-ción inconsciente de la mente que nos protege de una ansie-dad abrumadora±± desechamos, o nos disociamos del terror

    asociado con la muerte. Este proceso disociativo es incons-ciente, invisible para nosotros, pero nos quedamos convenci-dos de su existencia en esos raros episodios cuando la maqui-naria de la negación fracasa y la ansiedad de la muerte estallacon toda su fuerza. Esto puede suceder sólo de manera extra-ña, quizás una o dos veces en toda la vida. Ocasionalmente su-cede en momentos en que estamos despiertos, algunas vecesluego de un roce personal con la muerte, o cuando muere unser querido, pero más comúnmente la ansiedad por la muerteaflora en las pesadillas.

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    16Una pesadilla es un sueño fracasado, un sueño que, al noªmanejarº la ansiedad, falla en su papel como guardián del re-poso. Si bien las pesadillas difieren en su contenido manifies-to, el proceso subyacente de toda pesadilla es el mismo: la an-siedad de la muerte escapa de sus guardianes y estalla en elplano de lo consciente. La historia ªEn  busca del soñadorºofrece una visión única entre bastidores del escape de la an-siedad de la muerte y la última tentativa de la mente por con-tenerla; allí, en medio de las penetrantes imágenes de muertede la pesadilla de Marvin, hay un instrumento vital que desa-fía a la muerte: el reluciente bastón de punta blanca con el queel durmiente se debate en un duelo sexual con la muerte.El acto sexual es visto también por los protagonistas de losotros relatos como un talismán de protección contra la dismi-nución, el envejecimiento y la proximidad de la muerte. De ahíla promiscuidad compulsiva de un hombre joven frente al cán-cer que lo está matando (ªSi la violación fuera legal¼º) y elviejo que se aferra a las cartas amarillentas recibidas de suamante muerta hace treinta años (ªNo vayas mansamenteº).En mis muchos años de trabajo con enfermos de cáncerque se enfrentan a una muerte inminente he notado dos mé-todos particularmente poderosos y comunes de apaciguar lostemores, dos creencias, o falsas ilusiones, que otorgan una sen-

    sación de seguridad. Una es la creencia en la singularidad per-sonal; la otra, la fe en un salvador extremo. Aunque ambasconstituyen un engaño, pues representan ªfalsas creenciasº, noempleo el término engaño en un sentido peyorativo: se trata decreencias universales que, en algún nivel de la conciencia, exis-ten en todos nosotros y desempeñan un papel en varios de es-tos relatos.La singularidad es la creencia de que uno es invulnerable,inviolable, que está más allá de las leyes ordinarias de la bio-logía y el destino. En algún momento de la vida, cada uno denosotros se enfrenta a alguna crisis: puede tratarse de una en-fermedad seria, de un fracaso en nuestra carrera, o el divor-cio. O, como le sucede a Elva en ªNunca creí que me pasara a

    17míº, puede ser que un hecho tan simple como que le arreba-ten la cartera, de repente exponga lo común y corriente quesomos y desafíe la suposición de que la vida siempre serán unaeterna espiral ascendente.Si bien la creencia en la singularidad personal otorga unsentido de seguridad desde adentro, el otro mecanismo de ne-gación de la muerte ±±la creencia en un salvador extremo±± per-mite que nos sintamos siempre vigilados y protegidos por unafuerza exterior. Aunque podamos tener tropiezos, nos enfer-memos, aunque lleguemos al borde mismo de la muerte, esta-mos convencidos de que existe un servidor omnipresente quesiempre habrá de rescatarnos.

    Juntos, estos dos sistemas de creencias constituyen unadialéctica, dos respuestas diametralmente opuestas a la con-dición humana. El ser humano afirma su autonomía median-te la autoafirmación heroica o busca la seguridad mediante lafusión con una fuerza superior: es decir, uno emerge o se fu-siona, se separa o se engasta. Uno se convierte en su propioprogenitor o sigue siendo una eterna criatura.La mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, vive có-modamente evitando la mirada de la muerte, concordando conWoody Allen cuando dice: ªNo le tengo miedo a la muerte, só-

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    lo que no quiero estar allí cuando suceda.º Sin embargo, hayotra manera ±±una larga tradición, aplicable a la psicoterapia±±que nos enseña que si tomamos plena conciencia de la muer-te, eso nos dará madurez y enriquecerá nuestra vida. Las últi-mas palabras de uno de mis pacientes (en ªSi la violación fue-ra legalº) demuestran que si bien el hecho de la muerte, sufisicalidad, nos destruye, la idea de la muerte puede salvarnos.La libertad, otro supuesto de la existencia, presenta un di-lema para varios de estos diez pacientes. Cuando Betty, unapaciente obesa, anunció que había tenido una juerga antes devenir a verme y planeaba volver a hacerlo no bien se fuera demi oficina, estaba tratando de renunciar a su libertad al per-18suadirme de que yo asumiera el control sobre ella. El cursocompleto de terapia de otra paciente (Telma, en ªEl verdugodel amorº) giraba en torno al tema de la entrega a un ex aman-te (y terapueta) y mi búsqueda de estrategias para ayudarla arecobrar su poder y su libertad.La libertad como supuesto parece la antítesis misma de lamuerte. Si bien tememos a la muerte, por lo general conside-ramos a la libertad como inequívocamente positiva. La histo-ria de la civilización occidental, ¿no ha estado caracterizadapor anhelos de libertad, e inclusive impulsada por ella? Sin em-bargo, desde una perspectiva existencial la libertad está ligada

    a la ansiedad cuando sostenemos que, al contrario de la expe-riencia cotidiana, no llegamos ni salimos en última instanciade un universo bien estructurado, con un gran diseño eterno.La libertad implica que cada uno es responsable de sus propiasdecisiones, acciones, de la situación de vida de cada uno.Si bien la palabra responsable puede usarse de varias ma-neras, yo prefiero la definición de Sartre: ser responsable esser ªautorº. Cada uno de nosotros es el autor de su propio mo-delo de vida. Somos libres de ser cualquier cosa, menos no li-bres. Como diría Sartre, estamos condenados a ser libres. Porcierto, algunos filósofos afirman mucho más: que la arquitec-tura de la mente humana hace responsable a cada uno de laestructura de la realidad externa, de la forma misma del es-

    pacio y el tiempo. Es aquí, en el reino de la construcción delsujeto, donde reside la ansiedad: somos criaturas que deseanla estructura, y nos atemoriza un concepto de libertad que im-plica que debajo de nosotros no hay nada, una carencia totalde fundamento.Todos los terapeutas saben que el primer paso crucial de laterapia es la asunción de responsabilidad, de parte del pacien-te, por su situación de vida. Mientras uno crea que sus proble-mas son causados por una fueza o agencia exterior a uno mis-mo, la terapia no podrá ser eficaz. Si, después de todo, elproblema reside allá fuera, entonces ¿para qué va uno a cam-biar? Es el mundo exterior (amigos, empleo, cónyuge) el que19

    debe ser cambiado, o intercambiado. De esa manera Dave (enªNo vayas mansamenteº), que se quejaba amargamente dehaber sido encarcelado en una prisión matrimonial por unaesposa guardiana curiosa y posesiva, no pudo avanzar en laterapia hasta que reconoció hasta qué punto él mismo era res-ponsable de la construcción de esa prisión.Como los pacientes tienden a resistirse a asumir una res-ponsabilidad, los terapeutas debemos desarrollar técnicaspara hacer que los pacientes tomen conciencia de cómo ellosmismos crean sus propios problemas. Una técnica eficaz,

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    que utilizo en muchos de estos casos, es el foco del aquí yahora. Como los pacientes tienden a recrear en la escena dela terapia los mismo problemas interpersonales que los aco-san en su vida afuera, me centro en lo que está sucediendoen el momento entre el paciente y yo más bien que en los he-chos de su vida actual o pasada. Al examinar los detalles dela relación de terapia (o, en un grupo de terapia, las relacio-nes entre los miembros del grupo), puedo percibir en el ac-to la manera en que un paciente influye sobre las reaccionesde otra gente. Así, aunque Dave podía resistirse a asumir laresponsabilidad por sus problemas matrimoniales, no podíahacerlo ante los datos inmediatos que él mismo generaba enla terapia grupal: es decir que su comportamiento sigiloso,provocativo y elusivo activaba a que los demás miembros delgrupo reaccionaran de una manera muy similar a la de sumujer en su casa.De manera parecida, la terapia de Betty (ªMujer obesaº) eraineficaz mientras podía atribuir su soledad a la superficial, de-sarraigada cultura de California. Cuando le demostré que ennuestras horas juntos su manera de ser impersonal, cohibiday distante recreaba el mismo ambiente impersonal en la tera-pia, entonces ella pudo empezar a hacer frente a su responsa-bilidad en la creación de su propia soledad.Si bien la asunción de responsabilidad conduce al pacien-

    te al vestíbulo del cambio, no es sinónimo de cambio. Y es elcambio lo que siempre resulta ser la verdadera fuente de in-20formación, por mucho que el terapeuta corteje la perspicacia,la asunción de la responsabilidad y la autoactualización.La libertad no sólo requiere que asumamos la responsabi-lidad por las decisiones de nuestra vida sino que también pos-tula que el cambio requiere un acto de la voluntad. Aunquevoluntad es un concepto que los terapeutas raras veces utili-zamos en forma explícita, lo mismo dedicamos un gran es-fuerzo para influir sobre la voluntad del paciente. Continua-mente aclaramos e interpretamos, asumiendo (y es un saltode fe, pues carecemos de un apoyo empírico convincente) que

    el entendimiento indefectiblemente habrá de ocasionar uncambio. Cuando años de interpretación no logran generar elcambio, bien podemos empezar a apelar a la voluntad en for-ma directa: ªTambién se necesita la voluntad. Debes esforzar-te, sabes. Hay un tiempo para el análisis, pero también hayun tiempo para la acción.º Y cuando la confrontación direc-ta fracasa, el terapeuta se ve reducido ±±como demuestran es-tos relatos±± a emplear cualquier medio conocido que tieneuna persona para influir sobre otra. Así, puedo aconsejar, dis-cutir, importunar, adular, acicatear, implorar o simplementesoportar, con la esperanza de que la visión neurótica del mun-do del paciente se desmorone por pura fatiga.Es mediante la voluntad, móvil principal de la acción, que

    actúa nuestra voluntad. Considero que la voluntad tiene dos eta-pas: una persona parte del deseo y actúa mediante la decisión.Algunas personas tienen el deseo bloqueado: no saben quésienten ni qué quieren. Sin opiniones, sin impuslsos, sin incli-naciones, se convierten en parásitos de los deseos de los de-más. Personas así pueden resultar cansadoras. Betty aburríaprecisamente porque sofocaba sus deseos, y los demás se can-saban de proporcionarle deseos e imaginación.Otros pacientes no pueden tomar decisiones. Aunque sa-ben exactamente lo que quieren y lo que deben hacer, no pue-

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    den actuar y, en cambio, se pasean, atormentados, frente a lapuerta de la decisión. Saul, en ªTres cartas sin abrirº, sabía quecualquier hombre razonable abriría las cartas; sin embargo, el21temor que le provocaban paralizaba su voluntad. Thelma (ªElverdugo del amorº) sabía que su amor obsesivo estaba soca-vando el sentido de realidad de su vida y que, para recuperar-lo, debía renunciar a su enamoramiento. Sin embargo, no po-día, o no quería hacerlo, y se resistía con ferocidad a todos misintentos por infundir energía a su voluntad.Las decisiones son difíciles por muchas razones, algunasde las cuales sacuden la base misma del ser. En su novela Gren-del, John Gardner cuenta acerca de un hombre sabio que re-sume sus meditaciones sobre el misterio de la vida en dos pos-tulados simples pero terribles: ªLas cosas se desvanecen; lasalternativas excluyen.º Al primer postulado, la muerte, ya mehe referido. El segundo, ªlas alternativas excluyenº, es una lla-ve importante para entender por qué toda decisión es difícil.Invariablemente, una decisión involucra un renunciamiento:por cada sí debe haber un no. Cada decisión elimina o mataotras opciones (la raíz de la palabra decidir contiene la muer-te, como en los vocablos homicidio o suicidio). De esa mane-ra, Thelma se aferraba a la posibilidad infinitesimal de podervolver a revivir su relación con su amante; renunciar a ellos

    significaba una disminución, o la muerte.La soledad existencial, un tercer supuesto de la vida, se re-fiere a la brecha infranqueable entre el sujeto y los demás, bre-cha que existe inclusive en presencia de relaciones interperso-nales profundamente gratificantes. Uno está aislado no sólode otros seres, sino ±±en tanto que uno constituye su propiouniverso±± también del resto del mundo. Esta soledad debedistinguirse de otros dos tipos: la soledad interpersonal y la so-ledad intrapersonal.Uno siente la soledad interpersonal cuando carece de los do-nes sociales o del estilo de personalidad que permite interac-ciones sociales íntimas. La soledad intrapersonal ocurre cuan-do ciertas partes del yo se dividen, como sucede cuando uno

    separa la emoción del recuerdo de un hecho. La forma de se-22paración más extrema y dramática, la personalidad múltiple,es relativamente rara (aunque cada vez es más reconocible);cuando se produce, el terapeuta puede enfrentarse ±±como meocurrió a mí en el tratamiento de Marge (ªMonogamia tera-péuticaº) con el desconcertante dilema de cuál de las persona-lidades favorecer.No hay solución para la soledad existencial, por lo cual losterapeutas deben desistir de las soluciones falsas. Los esfuer-zos que realizamos para huir de la soledad pueden sabotearnuestras relaciones con otras personas. Muchas amistades omatrimonios han fracasado porque una persona, en lugar de

    relacionarse con la otra, o interesarse por ella, la usa como unescudo contra su soledad.Una tentativa generalizada ±±y vigorosa±± por resolver la so-ledad existencial, que ocurre en varios de estos relatos, es lafusión, en la cual se suavizan nuestras fronteras y nos confun-dimos con el otro. El poder de fusión ha sido demostrado enexperimentos de percepción subliminal en el que en una pan-talla se proyecta el mensaje ªMamita y yo somos unoº tan rá-pidamente que las personas no alcanzan a verlo en formaconsciente. Hace que se sientan mejor, más fuertes y más op-

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    timistas, e inclusive reaccionan mejor que otros al tratamien-to de ciertos problemas, como el fumar, la obesidad o una con-ducta adolescente perturbada.Una de las grandes paradojas de la vida es que el tomar con-ciencia de uno mismo causa ansiedad. La fusión erradica la an-siedad de manera radical al eliminar la toma de autoconcien-cia. La persona enamorada, que ha ingresado en un estado dearrobamiento y unión con la otra persona, no se torna autore-flexiva porque el yo solitario que se cuestionaba (y la consi-guiente ansiedad de la soledad) se disuelve en un nosotros. Así,se termina la ansiedad pero hay una pérdida del sujeto.Esta es precisamente la razón por la cual a los terapeutasno nos gusta tratar a un paciente que se ha enamorado. La te-rapia y la condición de fusión por enamoramiento son incom-patibles porque el trabajo terapéutico requiere una autorefle-23xividad cuestionadora y una ansiedad que en última instanciaservirán de guía a los conflictos internos.Además, como sucede con todos los terapeutas, me resultadifícil establecer una relación con un paciente que se ha enamo-rado. En el relato ªEl verdugo del amorº, por ejemplo, Telma serehusaba a relacionarse conmigo: su energía era consumida porcompleto por su amor obsesivo. Cuidado con el poderoso y ex-clusivo apego hacia otra persona; al contrario de lo que la gen-

    te supone, no es una evidencia de la pureza del amor. Un amorasí, tan encapsulado ±±que se alimenta a sí mismo, sin impor-tarle los demás±± está destinado a derrumbarse. El amor no essólo una chispa apasionada entre dos personas; hay una dife-rencia infinita entre enamorarse y seguir enamorado. El amores, más bien, un estado, un ªdarº, un modo de relacionarse engeneral, y no un acto limitado a una sola persona.Aunque nos esforzamos en la vida por vivir de a dos o engrupo, hay momentos, sobre todo cuando se acerca la muer-te, que la verdad irrumpe con escalofriante claridad: nacemossolos y morimos solos. He oído decir a muchos pacientes apunto de morir que lo más horrible que tiene la muerte es queuno debe morir solo. Sin embargo, inclusive en el momento

    de la muerte, el deseo de otra persona de hacer sentir su pre-sencia con plenitud puede llegar a penetrar la soledad. Comodice un paciente en ªNo vayas mansamenteº: ªAunque estéssolo en tu bote, siempre es un consuelo ver las luces de losotros botes moviéndose cerca.ºAhora bien, si la muerte es inevitable, si todos nuestros lo-gros, e inclusive el sistema solar entero estarán en ruinas algúndía, si el mundo es contingente (es decir, si todo pudo igualmen-te haber sido de otra manera), si los seres humanos deben cons-truir el mundo y el diseño humano dentro de ese mundo, enton-ces ¿qué significado duradero puede haber en la vida?Esta pregunta acosa a los hombres y mujeres contemporá-neos, y muchos buscan terapia porque sienten que su vida ca-

    24rece de sentido y objetivo. Somos criaturas que buscan signi-ficados. Biológicamente, nuestro sistema nervioso está orga-nizado de tal manera que el cerebro en forma automática reú-ne los estímulos entrantes en configuraciones. Los significadostambién proporcionan una sensación de dominio: al sentirnosimpotentes y confundidos frente a acontecimientos casuales,sin pauta alguna, buscamos ordenarlos y, al hacerlo, tenemosla sensación de que los controlamos. Lo que es más importan-te, el significado da origen a valores y, por ende, a un código

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    de comportamiento: de esa manera, la respuesta a preguntasque tienen que ver con por qué (¿Por qué vivo?) proporcionauna respuesta a preguntas que tienen que ver con cómo (¿Có-mo vivo?)En estos diez relatos de psicoterapia hay pocas discusionesexplícitas sobre el significado de la vida. La búsqueda de sig-nificado, igual que la búsqueda de placer, debe ser llevada acabo de manera oblicua. El significado surge de una actividadcon significado: cuanto más deliberadamente lo buscamos,menos probable es que lo encontremos; las preguntas raciona-les que podemos hacernos acerca del significado siempre so-brepasarán las respuestas. En la terapia, como en la vida, elsignificado es un resultado de la ocupación y la dedicación, yes hacia allí donde el terapeuta debe dirigir sus esfuerzos, aun-que no porque el estar ocupados proporcione una respuestaracional a preguntas sobre el significado, sino porque hace queestas preguntas importen.El dilema existencial ±±un ser que busca significado y cer-teza en un universo que carece de ambos±± tiene tremenda im-portancia para la profesión del psicoterapeuta. En su queha-cer diario, los terapeutas que desean establecer una relaciónauténtica con sus pacientes experimentan una incertidumbreconsiderable. El paciente que se enfrenta a preguntas sin res-puesta no sólo expone al terapeuta a las mismas preguntas, si-

    no que hace que el terapeuta reconozca ±±como me sucede enªDos sonrisasº±± que la experiencia del otro es, en última ins-tancia, inflexiblemente privada e imposible de conocer.25Por cierto, la capacidad de tolerar la incertidumbre es unrequisito previo para la profesión. Aunque el público puedacreer que los terapeutas guían a sus pacientes sistemáticamen-te y con seguridad a través de etepas de terapia predecibles ha-cia un objetivo conocido con anterioridad, raras veces es ésteel caso: en cambio, como atestiguan estos relatos, los terapeu-tas frecuentemente se tambalean, improvisan y buscan a tien-tas una dirección. La tentación poderosa de lograr certezaabrazando una escuela ideológica y un sistema terapéutico ri-

    guroso es algo traicionero: tal creencia puede bloquear el in-cierto y espontáneo encuentro necesario para que la terapiasea efectiva.Este encuentro, que es el corazón mismo de la psicotera-pia, es un afectuoso encuentro humano entre dos personas,una de las cuales (por lo general, aunque no siempre, el pa-ciente) está más problematizada que la otra. Los terapeutastienen un rol dual: deben observar y al mismo tiempo parti-cipar en la vida de sus pacientes. Como observador, uno debeser lo suficientemente objetivo para dar la necesaria guía ru-dimentaria al paciente. Como participante, uno debe entraren la vida del paciente; el encuentro afecta y a veces cambiaal terapeuta.

    Al escoger entrar plenamente en la vida de cada paciente,yo, el terapeuta, no sólo quedo expuesto a las mismas cuestio-nes existenciales de mis pacientes sino que debo estar prepa-rado a examinarlas con las mismas reglas de investigación. De-bo asumir que saber es mejor que no saber, que aventurarse esmejor que no aventurarse, y que la magia de la ilusión, por másrica y atractiva que sea, finalmente debilita el espíritu huma-no. Tomo con inmensa seriedad las sólidas palabras de Tho-mas Hardy: ªSi existe un camino hacia lo Mejor, éste requiereuna mirada plena a lo Peor.º

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    El rol dual de observador y participante exige mucho delterapeuta y, en estos diez casos, postuló para mí preguntas in-quietantes. Por ejemplo, ¿podía yo esperar que un pacienteque me pedía ser el guardián de sus cartas de amor se enfren-26tara a los mismo problemas que yo había evitado en mi pro-pia vida? ¿Sería posible guiarlo más allá de donde yo habíallegado? ¿Debía yo formular duras preguntas existenciales aun moribundo, a una viuda, a una madre que había perdidoa un hijo, a una persona a punto de jubilarse, acosada por sue-ños trascendentes, cuando eran preguntas para las cuales yono tenía respuesta? ¿Debía revelar mi debilidad y mis limita-ciones a una paciente cuya otra personalidad alternativa yoencontraba tan seductora? ¿Podía yo formar una relación ho-nesta y positivamente interesada con una señora obesa cuyoaspecto físico me resultaba repelente? Bajo el estandarte delautoconocimiento, ¿debía demoler la ilusión amorosa de unaanciana, irracional sí, pero que al mismo tiempo la susten-taba y le daba ilusiones? ¿O imponer mi voluntad sobre unhombre que, incapaz de actuar en beneficio de sus mejoresintereses, permitía que tres cartas sin abrir lo aterrorizaran?Aunque en estos relatos de psicoterapia abundan las pala-bras paciente y terapeuta, no se deje confundir el lector con es-tos términos: estos son relatos referidos a todos los hombres y

    a todas las mujeres. La calidad de paciente es ubicua. La asig-nación de tal etiqueta es en gran parte arbitraria y con frecuen-cia depende más de factores culturales, educacionales y eco-nómicos que de la severidad de la patología. Dado que losterapeutas, no menos que los pacientes, deben confrontar es-tos supuestos de la existencia, la postura profesional de obje-tividad desinteresada, tan necesaria para el método científico,resulta inapropiada. Nosotros los psicoterapeutas simplemen-te no podemos derramar comprensión y exhortar a los pacien-tes a que luchen denodadamente con sus problemas. No pode-mos hablarles de usted y sus problemas, sino de nosotros ynuestros problemas, porque nuestra vida, nuestra existencia,siempre estará ligada con la muerte, el amor ligado con la pér-

    dida, la libertad con el miedo, el desarrollo con la separación.Todos estamos en todo esto juntos.271El verdugo del amorNo me gusta trabajar con pacientes que están enamora-dos. Quizá se deba a la envidia: yo también anhelo la fasci-nación. Quizá se deba a que el amor y la psicoterapia son in-compatibles en lo fundamental. Un buen terapeuta luchacontra la oscuridad y busca la iluminación, mientras que elamor romántico se sustenta con el misterio y se desmorona alser inspeccionado. Aborrezco ser el verdugo del amor.Sin embargo en los primeros minutos de nuestra primera

    entrevista Thelma me dijo que estaba desesperanzada, trági-camente enamorada, y yo en ningún momento vacilé aceptar-la como paciente. Todo lo que vi de una primera mirada ±±suarrugado rostro de mujer de setenta años, con un senil tem-blor en la mandíbula, el mal cuidado pelo amarillo teñido queempezaba a ralear, las flacas manos de venas azuladas±± medecía que debía estar equivocada, que no podía estar enamo-rada. ¿Cómo era posible que el amor escogiera devastar esefrágil cuerpo tambaleante, o alojarse en ese informe traje dejogging de poliéster?

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    Además, ¿dónde estaba el aura de arrobamiento del amor?El sufrimiento de Thelma no me sorprendió, ya que el amorsiempre está contaminado por el dolor, pero ese amor suyo es-taba monstruosamente desequilibrado: no contenía absoluta-mente ningún placer. Su vida era sólo tormento.De modo que acepté tratarla porque estaba seguro de queella sufría, no a causa del amor, sino de alguna extraña varian-te que ella confundía con amor. No sólo creía yo que podría29ayudar a Thelma, sino que estaba intrigado por la idea de queesa falsa emoción sería un faro capaz de iluminar en parte elprofundo misterio del amor.Thelma se mostró distante y tensa en nuestra primera en-trevista. No devolvió mi sonrisa cuando la saludé en la sala deespera, y me siguió a unos pasos de distancia al escoltarla porel corredor. Una vez que entramos en mi consultorio ella noinspeccionó el ambiente, sino que se sentó de inmediato. Lue-go, sin esperar que yo hiciera algún comentario ±±y sin desa-brocharse la pesada campera que llevaba sobre el traje de jog-ging±± inspiró hondo y empezó a hablar:±±Hace ocho años tuve una relación con mi terapeuta. Des-de entonces no me lo he podido quitar de la cabeza. Estuve apunto de suicidarme una vez, y creo que la próxima lo logra-ré, usted es mi última esperanza.

    Yo siempre escucho con mucho cuidado las primeras pala-bras. Con frecuencia son preternaturalmente reveladoras ypredicen el tipo de relación que podré establecer con el pacien-te. Las palabras permiten que uno cruce a la vida del otro, pe-ro el tono de voz de Thelma no contenía una invitación paraque me aproximara. Ella prosiguió:±±En caso de que le cueste creerme, quizás esto ayude.Buscó en un gastado bolso con piolines y me entregó dosviejas fotografías. La primera era la de una joven y bella bai-larina con un brilloso traje de malla negro. Al ver la cara de labailarina me sorprendí al encontrar la mirada penetrante deThelma que parecía buscar la mía a través de las décadas.±±Esa ±±me informó Thelma cuando vio que miraba la se-

    gunda foto, la de una imperturbable mujer de sesenta años, bienparecida±± fue tomada hace unos ocho años. Como verá ±±se pa-só los dedos por el despeinado pelo±±, ya no cuido mi aspecto.Aunque me costaba imaginar que esta gastada anciana pu-diera haber tenido una relación con su terapeuta, no le dije queno le creía. De hecho, no dije nada en absoluto. Traté de man-tener una completa objetividad, pero ella debió de notar ciertaevidencia de incredulidad, algún pequeño indicio, quizás un ca-30si imperceptible ensanchamiento de mis ojos. Opté por no ob-jetar a la acusación de que no le creía. Este no era momento degalanterías, y había, sí, algo incongruente en la idea de que unadescuidada mujer de setenta años pudiera estar loca de amor.

    Ella lo sabía, como me di cuenta, y también que yo lo sabía.Pronto me enteré de que en los últimos veinte años pade-ció de una depresión crónica y que había estado bajo trata-miento psiquiátrico de manera casi continua. Había recibidogran parte de la terapia en la clínica de salud mental del con-dado, donde la habían tratado una serie de practicantes.Unos once años antes había comezado a tratarse con Matt-hew, un joven y apuesto residente de psicología. Durante ochomeses tuvieron sesiones semanales en la clínica, y ella siguióviéndolo en su consultorio particular un año más. Al año si-

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    guiente, cuando Matthew obtuvo un cargo de tiempo comple-to en un hospital estatal, se vio obligado a poner punto final ala terapia con todos sus pacientes privados.Fue con enorme tristeza que Thelma se despidió de él. Era,por lejos, el mejor terapeuta que había tenido, y le había to-mado mucho, mucho afecto. Durante esos veinte meses aguar-daba con ansias cada sesión de terapia. Nunca antes había te-nido una relación tan franca y abierta con nadie. Nunca anteshabía conocido a un terapeuta tan escrupulosamente hones-to, directo y cortés.Thelma cantó las loas de Matthew durante varios minutos.±±Tenía tanto afecto, se preocupaba tanto. Tuve otros tera-peutas que trataron de ser cálidos, de hacerme sentir cómoda,pero Matthew era diferente. Se interesaba de verdad, de ver-dad me aceptaba. No importaba lo que yo hiciera, las cosas ho-rrendas que pensara, yo sabía que él lo aceptaba y, más aún±±¿cómo se dice?±±, lo confirmaba. No, lo ratificaba. Me ayu-daba, igual que todos los terapeutas, pero hacía mucho másque eso.±±¿Por ejemplo?±±Me introdujo a la dimensión espiritual, a la dimensión re-ligiosa de la vida. Me enseñó a que me importaran todas las31cosas vivientes. Me enseñó a pensar en las razones por las que

    yo estaba en la tierra. Pero él no tenía la cabeza en las nubes.Estaba siempre allí, junto a mí.Thelma estaba muy animada. Hablaba con pasión, y seña-laba hacia abajo, a la tierra, y luego hacia arriba, a las nubes.Yo veía que le gustaba hablar de Matthew.±±Me encantaba la manera en que se relacionaba conmigo.No me dejaba pasar nada por alto. Siempre me reprendía pormis hábitos de mierda.Esta última frase me llamó la atención. No condecía conel resto de su presentación. Sin embargo, escogió los térmi-nos con tanto cuidado que supuse que así lo diría Matthew.¡Quizás ése era un ejemplo de su magnífica técnica! Mi acti-tud negativa hacia él iba rápidamente en aumento, pero no

    dije nada. Las palabras de Thelma indicaban que no vería bienninguna crítica que le hiciera a Matthew.Después de Matthew, Thelma inició terapia con otros pro-fesionales, pero ninguno pudo llegar a ella ni la ayudó a valo-rar la vida igual que él.Imagínese, entonces, lo encantada que estuvo, un año des-pués de su última sesión, al encontrarlo un sábado por la tar-de en Union Square en San Francisco. Charlaron y, para huirdel torbellino de la gente que hacía compras, fueron a tomarun café en la confitería del hotel St. Francis. Tenían tanto dequé conversar, tanto que Matthew quería saber sobre el últi-mo año de Thelma, que el café se extendió hasta la hora de co-mer, y decidieron ir al Scoma, en el muelle de los pescadores,

    a comer cangrejo cioppino.Todo parecía muy natural, como si solieran comer juntossiempre. En realidad, hasta entonces la relación había sido es-trictamente profesional, sin transgredir el límte formal entrepaciente y terapeuta. Se habían llegado a conocer en segmen-tos semanales de exactamente cincuenta minutos: ni más, nimenos.Sin embargo esa noche, por razones que ni siquiera aho-ra Thelma llegaba a comprender, ella y Matthew traspasaron32

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    la frontera para internarse en la realidad cotidiana. Ningunoconsultó la hora; en silencio, ambos se confabularon para fin-gir que no había nada extraño en que charlaran de cuestionespersonales, compartieran un café o comieran juntos. A ella leparecía natural arreglarle a él el cuello arrugado de la cami-sa, quitarle la pelusa de la chaqueta, tomarlo del brazo al su-bir por la cuesta de Nob Hill. A Matthew le pareció naturaldescribirle su nuevo ªniditoº en el Haight, y por lo tanto no lepareció raro que Thelma dijera que se moría de ganas de ver-lo. Se rieron cuando Thelma dijo que su marido Harry esta-ba de viaje. Era miembro de la comisión asesora de la asocia-ción de boy scouts, y estaba de gira por el país dando charlascasi todas las noches. A Matthew le divirtió que casi nada hu-biera cambiado; no había necesidad de explicarle nada a él.Después de todo, él estaba por completo al tanto de su vida.±±No recuerdo mucho del resto de esa noche ±±prosiguiódiciendo Thelma±±, no sé cómo pasaron las cosas, quién fue elprimero en tocar al otro, y cómo terminamos en la cama. Notomamos una decisión: todo pasó de una manera espontánea,nada forzada. Lo que sí recuerdo con gran claridad es que alsentir los brazos de Matthew a mi alrededor fue arrobador.Uno de los mejores momentos de toda mi vida.±±Cuénteme qué pasó después.±±Los veintisiete días siguientes, del 19 de junio al 27 de ju-

    lio, fueron mágicos. Hablábamos por teléfono varias veces aldía y nos vimos catorce veces. Yo flotaba, me deslizaba en lu-gar de caminar, bailaba.La voz de Thelma se había tornado cantarina, y movía lacabeza al ritmo de una melodía oída hacía ocho años. Teníalos ojos casi cerrados, lo que me impacientaba. No me gustaser invisible.±±Esa fue la cumbre de mi vida. Nunca fui tan feliz, ni an-tes ni después. Lo que sucedió desde entonces nunca podrá bo-rrar lo que él me dio entonces.±±¿Qué sucedió desde entonces?±±La última vez que lo vi fue el 16 de julio, a las doce y33

    treinta. Durante dos días no había podido comunicarme conél por teléfono, así que caí en su consultorio sin anunciarme.El estaba comiendo un sandwich luego de un grupo de tera-pia. Le pregunté por qué no me había devuelto las llamadas yél sólo me dijo que lo nuestro no estaba bien, y que ambos losabíamos.Hizo una pausa. Estaba llorando en silencio.Buen momento para decidir que no estaba bien, pensé.±±¿Puede seguir?±±Le pregunté: ªSupón que te hablo el año siguiente, o den-tro de cinco años. ¿Me verías? ¿Volveríamos a cruzar el puen-te Golden Gate? ¿Podría abrazarte?º Matthew respondió mispreguntas tomándome de la mano, sentándome sobre sus ro-

    dillas y estrechándome con fuerza durante varios minutos.ºLo he llamado infinidad de veces desde entonces, y le hedejado mensajes en el contestador. Al principio me devolvió al-gunas llamadas, pero luego dejé de saber de él. Me borró de suvida. Silencio absoluto.Thelma se volvió y miró por la ventana. Su voz había per-dido la alegría. Hablaba con mayor deliberación, con un tonoamargo y distante, pero ya no había lágrimas. Me pareció queahora estaba más cerca de destruir o lastimar que de llorar.±±Nunca supe por qué¼ por qué terminó todo, así como

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    así. En una de nuestras últimas conversaciones él dijo que de-bíamos retomar nuestra verdadera vida, y luego añadió que es-taba involucrado con otra persona.Sospeché que esa nueva persona en la vida de Matthew eraotro paciente.Thelma no estaba segura si se trataba de un hombre o unamujer. Sospechaba que Matthew era gay: vivía en uno de losenclaves gays de San Francisco, y era hermoso como puedenserlo los hombres gays, con un prolijo bigotito, cara de queru-bín, un cuerpo como el de Mercurio. Esta posibilidad se le ocu-rrió un par de años después. Estaba haciendo una gira turísti-ca por los alrededores, y entró con cierta cautela en un bar gayde la calle Castro. Casi se cayó de espaldas al ver a Matthew34sentado frente a la barra, entre delgados jóvenes atractivos, deprolijo bigotito.Verse separada de Matthew de una manera tan brusca fuedevastador para ella, y no saber por qué, insoportable. Thel-ma pensaba en él continuamente; no pasaba una hora sin quetuviera una fantasía acerca de él. Llegó a obsesionarse con elpor qué de la separación. ¿Por qué la había rechazado, ahu-yentándola de su vida? ¿Por qué entonces? ¿Por qué no queríaverla, ni siquiera hablar con ella por teléfono?Thelma se deprimió más y más luego de que todas las ten-

    tativas de comunicarse con Matthew fracasaran. Se quedabaen su casa el día entero, mirando por la ventana; no podía dor-mir; su manera de hablar y sus movimientos se tornaron des-paciosos; perdió todo entusiasmo. Dejó de comer, y pronto sudepresión superó la ayuda que pudiera darle la psicoterapia oninguna medicación antidepresiva. Al consultar a tres médi-cos distintos y obtener de cada uno una receta para el insom-nio, pronto logró tener una dosis letal. Exactamente seis me-ses después de su encuentro casual con Matthew en UnionSquare, escribió una nota de despedida para su marido. Harryestaba fuera de la ciudad esa semana. Thelma esperó su lla-mada de las buenas noches desde la costa este, desenchufó elteléfono, tomó todas las tabletas, y se acostó.

    Harry tampoco podía dormir esa noche, así que la llamóotra vez. Se alarmó al oír que el teléfono estaba constantemen-te ocupado. Llamó a los vecinos, que fueron a golpear la puer-ta de la casa de Thelma, en vano. Llamaron a la policía, queentró en la casa y la encontró al borde de la muerte.Sólo los heroicos esfuerzos de los médicos lograron salvar-le la vida. La primera llamada que hizo al recobrar la lucidezfue al contestador de Matthew. Le aseguró que mantendría surelación con él en secreto, y le rogó que fuera a visitarla al hos-pital. Matthew fue de visita, pero se quedó sólo quince minu-tos y su presencia, según Thelma, fue peor que su silencio: elu-dió toda alusión que hizo ella a los veintisiete días de amor einsistió en adoptar una actitud formal y profesional. Cambió

    35en una sola oportunidad: cuando Thelma le preguntó cómo ibasu relación con esa nueva persona en su vida. El le espetó: ª¡Notienes ningún motivo para saberlo!º±±Y eso fue todo. ±±Thelma volvió su rostro hacia mí porprimera vez. ±±No lo he vuelto a ver ±±agregó±±. Llamo y le de-jo mensajes en fechas importantes: su cumpleaños, el 19 de ju-nio (nuestra primera cita), el 17 de julio (nuestra última cita),Navidad y Año Nuevo. Cada vez que cambio de terapeuta, lollamo para comunicárselo. El jamás me llama.

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    ºDurante ocho años no he dejado de pensar en él. A las sie-te de la mañana me pregunto si estará despierto ya, y a lasocho lo veo comiendo cereal (le encanta la avena; creció en Ne-braska, en una granja). Cada vez que camino por la calle lobusco con los ojos. A veces creo verlo, pero me equivoco: es unperfecto desconocido con quien lo confundo. Sueño con él. Re-vivo mentalmente cada una de nuestras reuniones duranteesos veintisiete días. De hecho, estas fantasías ocupan la ma-yor parte de mi vida; apenas me doy cuenta de lo que sucede.Mi vida es la que tuvo lugar hace ocho años.Mi vida es la que tuvo lugar hace ocho años. Una frase im-presionante. La almacené para uso futuro.±±Cuénteme acerca de la terapia que ha tenido estos últi-mos ocho años, desde la tentativa de suicidio.±±Durante todo ese tiempo jamás he vivido sin terapia. Medaban montones de antidepresivos, que no hacen mucho, ex-cepto permitirme dormir. No ha sido gran cosa la terapia. Ha-blar nunca me ha ayudado. Supongo que podría decirse queno le di mucha oportunidad a la terapia desde que tomé la de-cisión de proteger a Matthew y no mencionar ni a él ni la re-lación a ningún terapeuta.±±¿Me está diciendo que durante ocho años de terapia ja-más ha hablado de Matthew?¡Mala técnica! Un error de principiante, pero yo no podía

    suprimir mi sorpresa. Recordé una escena en la que no habíapensado en décadas: yo era estudiante en una clase sobre en-trevistas en la Facultad de Medicina. Un estudiante bien inten-36cionado pero insensible (que luego, por suerte, decidió conver-tirse en cirujano ortopédico) estaba conduciendo una entre-vista delante de sus condiscípulos e intentaba usar la técnicarogeriana de inducir a un paciente a que hablara repitiendosus últimas palabras. El paciente, que había estado enumeran-do hechos espantosos cometidos por su tiránico padre, dijo enun momento: ª¡Y come carne cruda!º El estudiante que lo en-trevistaba, y que hasta ese momento se había esforzado pormantenerse neutral y objetivo, no pudo contener más su indig-

    nación, y bramó: ª¿Carne cruda?º Durante el resto de ese año,en medio de una clase alguien susurraba ª¿Carne cruda?º y to-dos estallábamos de risa.Guardé para mí el recuerdo.±±Pero hoy ha tomado la decisión de venir a verme y ser sin-cera. Cuénteme acerca de esa decisión.±±Averigué acerca de usted. Llamé a otros cinco terapeu-tas, les dije que había decidido darle una última oportunidada la terapia y les pregunté a quién debería ver. Su nombre serepitió en cuatro ocasiones. Todos dijeron que usted era unbuen terapeuta para casos de ªúltima oportunidadº. De mo-do que eso era algo a su favor. Pero supe también que eran exalumnos suyos, así que seguí investigando. Fui a la bibliote-

    ca y consulté uno de sus libros. Me impresionaron dos cosas:usted era claro (podía entender lo que usted decía) y estabadispuesto a hablar con franqueza sobre la muerte. Y seré fran-ca con usted: estoy segura de que tarde o temprano termina-ré suicidándome. Estoy aquí para probar la terapia por últi-ma vez, para ver si descubro una manera de seguir viviendocon un ápice de felicidad. Si no, espero que usted me ayude amorir y me aconseje la forma de causar el menor dolor posi-ble a mi familia.Le dije a Thelma que yo creía que podríamos trabajar jun-

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    tos, pero le sugerí que mantuviéramos otra hora de consultapara volver a considerar la situación y también para permitir-le estimar si ella quería trabajar conmigo. Yo iba a proseguircuando Thelma miró su reloj.37±±Veo que ya han pasado mis cincuenta minutos, y si heaprendido algo, es no prolongar mi tiempo de terapia.Yo estaba meditando sobre este último comentario ±±no deltodo sardónico, no del todo coquetón±± cuando Thelma de pu-so de pie, diciéndome al salir que programaría la fecha de lapróxima visita con mi secretaria.Después de esta sesión yo tenía mucho que pensar. Prime-ro, estaba Matthew. Me ponía furioso. Había visto demasiadospacientes lastimados por terapeutas que los utilizaban sexual-mente. Eso siempre perjudica a un paciente.Las excusas de los terapeutas son siempre las mismas, ge-neralizaciones que los favorecen: por ejemplo, que el terapeu-ta acepta y afirma la sexualidad de la paciente. Si bien muchospacientes pueden necesitar una afirmación de su sexualidad±±los que carecen de atractivo, son obesos en extremo, o hansido desfigurados por la cirugía±± nunca he oído que el tera-peuta lograra una supuesta afirmación sexual. Siempre es unamujer atractiva quien resulta elegida para dicha afirmación.Son los terapeutas transgresores los que necesitan la afirma-

    ción sexual y que carecen de recursos o habilidad para obte-nerla en su propia vida privada.No obstante, Matthew constituía un enigma. Cuando sedu-jo a Thelma (o se dejó seducir, la misma cosa) acababa de ter-minar su posgrado, de modo que tendría alrededor de treintaaños. ¿Por qué, entonces? ¿Por qué un hombre joven y atrac-tivo, presumiblemente talentoso, eligió a una mujer de sesen-ta y dos años que hacía mucho se sentía deprimida y sin vida?Pensé acerca de la conjetura de Thelma de que él era gay. Qui-zá la hipótesis más razonable era que Matthew actuó para re-solver alguna cuestión sexual personal, utilizando a su pacien-te para ello.Precisamente por esta razón instamos a los practicantes a

    que reciban una terapia personal prolongada. Pero en la ac-tualidad, con cursos breves de entrenamiento, menor supervi-sión, criterios menos exigentes para el entrenamiento y requi-sitos para la práctica de la profesión también más flojos, con38frecuencia los terapeutas se niegan a aceptarlo, y en conse-cuencia muchos pacientes sufren por la falta de autoconoci-miento del terapeuta. Yo no disculpo a los profesionales irres-ponsables y a muchos pacientes he tratado de convencer paraque denuncien a los terapeutas que los han usado sexualmen-te ante las comisiones de ética profesional. Por un momentoconsideré qué podía hacer yo con Matthew, pero supuse queestaría más allá del estatuto de limitaciones. Aun así, quería

    que él se enterara del daño que había causado.Volví la atención hacia Thelma y, por el momento, hice aun lado la cuestión de los motivos de Matthew. Pero tuve queenfrentarme a ella muchas veces antes de la terminación deesta terapia y en ese momento no pude imaginar que, de todoslos enigmas en el caso de Thelma, sería el de Matthew el quellegaría a resolver mejor.Me sorprendía la tenacidad de la obsesión amorosa deThelma, que la había poseído durante ocho años sin recibirningún refuerzo externo. Esa obsesión colmaba todo el espa-

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    cio de su vida. Ella estaba en lo cierto: vivía su vida de hacíaocho años. La obsesión debía de sacar fuerzas del empobreci-miento del resto de su existencia. Yo dudaba si sería posiblesepararla de su obsesión sin ayudarla primero a enriquecerotros compartimientos de su vida.Me pregunté cuánta intimidad habría en su vida diaria. Porlo que me había contado de su matrimonio, al parecer no ha-bía una relación estrecha entre ella y su marido. Quizá la fun-ción de la obsesión era proporcionar intimidad: la vinculabaa otro, aunque no se trataba de una persona real, sino de unafantasía.Lo mejor para mí podría ser establecer una significativa re-lación de proximidad entre nosotros dos y luego usar esa rela-ción como solvente para disolver su obsesión. Pero eso no se-ría fácil. Su relato de la terapia era escalofriante. Costabaimaginar que alguien pudiera hacer terapia durante ocho añossin hablar de su verdadero problema. Para eso se requiere untipo especial de persona, alguien capaz de tolerar el engaño,39capaz de abrazar la intimidad en la fantasía pero de evitarlaen la vida.Thelma inició la siguiente sesión diciéndome que esa sema-na había sido espantosa. La terapia siempre constituía una pa-radoja para ella.

    ±±Sé que necesito ver a alguien, que no me puedo arreglarsola. Y sin embargo cada vez que hablo de lo que me ha pasa-do, tengo una semana terrible. Las sesiones de terapia siem-pre revuelven el avispero. Nunca resuelven nada; lo empeorantodo.No me gustó cómo lo dijo. ¿Se trataba de un avance de fu-turas atracciones? ¿Me estaba explicando la razón por la cualen última instancia abandonaría la terapia?±±Esta semana no he hecho más que llorar. En ningún mo-mento me he podido sacar a Matthew de la mente. No puedohablar con Harry porque sólo pienso en dos cosas ±±Mattthewy el suicidio±± y los dos son tópicos prohibidos.±±Nunca, nunca hablaré de Matthew con mi marido. Hace

    años le dije que lo encontré por casualidad y estuve con él unmomento. Debo de haber hablado demasiado, porque despuésHarry me dijo que creía que de alguna manera Matthew eraresponsible de mi tentativa de suicidio. Si llegara a saber laverdad, honestamente creo que mataría a Matthew. Harry es-tá lleno de lemas de los boy scouts relacionados con el honor±±no piensa más que en los boy scouts±± y bajo la superficie esun hombre violento. Fue oficial de los comandos británicosdurante la Segunda Guerra Mundial y se especializó en ense-ñar métodos para matar en combate cuerpo a cuerpo.±±Cuénteme más sobre Harry. ±±Me sorprendió la vehemen-cia en la voz de Thelma al decir que Harry mataría a Matthewde saber lo que había pasado.

    ±±Conocí a Harry en la década del treinta cuando yo erabailarina profesional en Europa. Siempre he vivido sólo parados cosas: hacer el amor y bailar. No quise dejar de bailar pa-ra tener hijos, pero me vi forzada hace treinta y un años por-que contraje la gota, que no es una buena enfermedad para40una bailarina. En cuanto al amor, de joven tuve muchos, mu-chos amantes. Ya vio usted esa foto mía. Sea honesto, dígamela verdad, ¿no era hermosa? ±±Siguió hablando sin esperar res-puesta. ±±Pero cuando me casé con Harry, fue el fin del amor.

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    Muy pocos hombres (aunque hubo algunos) fueron lo bastan-te valientes para amarme: todos le tenían mucho miedo aHarry. Y Harry puso fin al sexo hace veinte años, y es muy bue-no para poner fin a las cosas. Ya casi no nos tocamos, lo quequizá sea tanta culpa mía como de él.Estaba a punto de preguntarle sobre qué quería decir coneso de que Harry era bueno para poner fin a las cosas, peroThelma siguió hablando de prisa. Quería hablar, aunque comosi no hablara conmigo. No daba evidencia de aguardar unarespuesta de mi parte. Apartaba la mirada. Por lo general mi-raba hacia arriba, como ensimismada en los recuerdos.±±Lo otro en que pienso, y sobre lo que tampoco puedo ha-blar, es el suicidio. Tarde o temprano sé que me suicidaré: esla única salida. Pero nunca le digo ni una palabra de esto aHarry. Mi tentativa casi se lo lleva. Sufrió un pequeño ataquey envejeció diez años delante de mis ojos. Cuando, para mi sor-presa, me desperté viva en el hospital, pensé mucho en lo quele hice a mi familia. En ese mismo momento tomé varias re-soluciones.±±¿Qué clase de resoluciones?No había necesidad de esa pregunta, porque Thelma ya es-taba a punto de describir sus resoluciones, pero yo debía man-tener una suerte de intercambio con ella. Estaba recibiendomucha información, pero no establecíamos contacto. Bien po-

    dríamos haber estado en cuartos separados.±±Resolví que nunca diría o haría nada que pudiera causar-le dolor a Harry. Resolví darle todo, y ceder en todo. Quiereconstruir una nueva habitación para su equipo de gimnasia.Muy bien. Quiere ir a México de vacaciones. Muy bien. Quiereconocer gente en las reuniones sociales de la iglesia. Muy bien.Notó mi intriga al mencionar las reuniones sociales de laiglesia, pues me dio una explicación.41±±Durante los últimos tres años, desde que supe que tardeo temprano me suicidaría, no he querido conocer a nadie. Losnuevos amigos sólo significan más despedidas y más personasque lastimar.

    He trabajado con muchos pacientes que verdaderamentehan querido suicidarse, pero en cierta forma su experiencia estransformacional, y cuando maduran adquieren sabiduría.Una confrontación real con la muerte por lo general hace quese cuestione con seriedad los objetivos de la vida y la conduc-ta que se ha llevado hasta entonces. Lo mismo sucede con losque se enfrentan a la muerte por una enfermedad fatal. Mu-chos se lamentan de haber esperado hasta tener cáncer paraaprender a vivir. Sin embargo, Thelma era diferente. Nunca heconocido a nadie que hubiera estado tan cerca de la muerte yhubiera aprendido tan poco. Por ejemplo, esas resolucionesque tomó al recobrar el sentido después de su sobredosis:¿creía de verdad que haría feliz a Harry accediendo a todos sus

    deseos y ocultando sus propios deseos y pensamientos? Y ¿quépodía ser peor para Harry que ver llorar a su mujer y no com-partir nada? Esta era una mujer hundida en el autoengaño.Su autoengaño era particularmente obvio cuando hablabade Matthew.±±Tiene una dulzura tal que toca el corazón de todos los queentran en contacto con él. Todas sus secretarias lo amaban. Atodas les decía algo afectuoso, sabía los nombres de sus hijos,les llevaba masitas tres o cuatro veces por semana. Cada vezque salimos, durante esos veintisiete días, nunca dejó de ha-

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    cer un comentario que haría feliz al camarero o al empleadode tienda. ¿Sabe algo usted de la práctica de meditación bu-dista?±±Pues, sí, de hecho¼Pero Thelma no esperó que terminara la oración.±±Entonces sabrá lo que es la meditación ªamor y bondadº.La practicaba dos veces por día, y me la enseñó a mí también.Precisamente por eso nunca, ni en un millón de años, penséque me trataría de esta manera. Su silencio me está matando.42Algunas veces, cuando me pongo a pensar, siento que no pue-de ser posible que él ±±que me enseñó a tener una actitud fran-ca y abierta±± haya ideado un castigo peor que el silencio ab-soluto. Estos días pienso cada vez más ±±Thelma bajó la voz aun susurro±± pienso que intencionadamente me está impul-sando al suicidio. ¿Le parece eso descabellado?±±No sé si es descabellado, pero sí me parece una idea de-sesperada y terriblemente dolorosa.±±Está impulsándome al suicidio. Se librará de mí parasiempre. ¡Esa es la única explicación posible!±±Sin embargo, pensando eso, usted lo ha protegido todosestos años. ¿Por qué?±±Porque, más que nada en el mundo, quiero que Matthewpiense bien de mí. ¡No quiero hacer peligrar la única oportu-

    nidad que tengo de ser feliz!±±Pero, Thelma, han pasado ocho años. ¡No ha sabido na-da de él en ocho años!±±Pero hay una posibilidad, pequeña. Pero una posibilidaddel dos por ciento, o inclusive del uno por ciento, es mejor quenada. No espero que Matthew me vuelva a amar, sólo quieroque le importe que vivo en este planeta. No es mucho pedir.Cuando paseamos por el parque Golden Gate, casi se torció untobillo por tratar de esquivar un hormiguero. ¡Seguramentepodría reservar para mí un poco de esa consideración!Tanta inconsistencia, tanto enojo, casi cómico, a la par detanta reverencia. Aunque yo estaba entrando poco a poco ensu mundo, acostumbrándome a sus exageraciones con respec-

    to a Matthew, el siguiente comentario me dejó sin habla.±±Si me llamara una vez por año, y hablara conmigo aun-que fuera cinco minutos, preguntara por mí, me demostrarasu interés, entonces yo viviría feliz. ¿Es eso demasiado pedir?Yo nunca había conocido a una persona que diera mayorpoder a otra que Thelma: ¡asegurar que una llamada telefóni-ca de cinco minutos por año la curaría! Me pregunté si seríaasí. Recuerdo que pensé que si todo lo demás fracasaba, nodudaría en recurrir a ese experimento. Reconocí que las po-43sibilidades de éxito en la terapia no eran buenas: el autoenga-ño de Thelma, su falta de atención psicológica, su resistenciaa la introspección, su tendencia al suicidio, todo alertaba a te-

    ner cuidado.A pesar de todo, su problema me fascinaba. Su obsesiónamorosa ±±¿de qué otra forma llamarla?±± era poderosa y te-naz, pues había dominado ocho años de su vida. Y sin embar-go las raíces de su obsesión parecían extraordinariamente frá-giles. Un pequeño esfuerzo, un poco de ingenio bastarían paraarrancar la maleza. ¿Y después? Debajo de la obsesión, ¿quéencontraría? ¿Descubriría, ocultos por el encantamiento, larealidad brutal de la experiencia humana? Entonces sí podríallegar a descubrir algo acerca del funcionamiento del amor.

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    En los primeros días del siglo XIX los investigadores médicosdescubrieron que la mejor manera de entender el propósitode un órgano endocrino es extirparlo y observar el funciona-miento fisiológico subsiguiente del animal de laboratorio.Aunque la inhumanidad de mi metáfora me dejó helado, seme ocurrió preguntarme: el mismo principio, ¿no sería aplica-ble en este caso? Hasta el momento era aparente que el amorde Thelma por Matthew era, en realidad, otra cosa, quizás unaforma de escape, un escudo contra el envejecimiento y la so-ledad. Había poco de Matthew en ello, y poco de amor, en ca-so de que el amor sea una relación afectuosa, generosa, des-provista de necesidad.Otros signos de pronóstico clamaban mi atención, pero op-té por hacer caso omiso de ellos. Por ejemplo, podría haberconsiderado con mayor detenimiento los veinte años de aten-ción psicológica de Thelma. Cuando yo era estudiante en la clí-nica psiquiátrica de Johns Hopkins, el personal considerabamuchos índices de cronicidad. Uno de los más irreverentes erael volumen: cuanto más pesada la historia clínica del pacien-te, mayor el problema, y peor el pronóstico. Thelma habría si-do considerada una mujer de setenta años de peso pesado: na-die, absolutamente nadie, habría recomendado psicoterapiapara ella.44

    Cuando rememoro mi estado mental de aquel tiempo, medoy cuenta de que no hice más que racionalizar mis preocu-paciones.¿Veinte años de terapia? Pues los últimos ocho no conta-ban, debido al silencio de Thelma con respecto a su verdade-ro problema. No hay terapia capaz de tener éxito si el pacien-te oculta la cuestión principal.¿Los diez años de terapia antes de Matthew? Bien, ¡de esohacía mucho! Además, la mayoría de los terapeutas eran jó-venes practicantes. Seguramente yo podría brindarle más.Thelma y Harry, de recursos económicos limitados, nuncahabían podido permitirse más que estudiantes de terapia. Pe-ro en ese momento yo estaba financiado por un instituto de

    investigaciones para estudiar la psicoterapia de la vejez y po-día ver a Thelma por honorarios mínimos. De seguro ésta erauna oportunidad inusual para ella de tener a un clínico conexperiencia.Mis verdaderas razones para aceptar a Thelma se debían aalgo más: yo me sentía fascinado al encontrar una obsesiónamorosa tan arraigada y un estado tan vulnerable a la vez, ynada me apartaría de la posibilidad de investigarla. Por otraparte, yo padecía de lo que ahora reconozco como hubris, laarrogancia de creer que podría ayudar a la paciente, que nohabía nadie a quien yo no pudiera ayudar. Los presocráticosdefinían la hubris como una ªinsubordinación a la ley divinaº.Yo me había insubordinado, sin duda, aunque no contra la ley

    divina sino contra la ley natural, la que gobierna los hechos enmi campo profesional. Creo que en ese tiempo yo tenía la pre-monición de que, antes de finalizar mi trabajo con Thelma, de-bería pagar por mi hubris.Al final de nuestra segunda hora discutí con Thelma uncontrato de tratamiento. Ella había aclarado que no se com-prometería a un tratamiento a largo plazo; además, yo creíaque en seis meses sabría si podría ayudarla. De modo quequedamos en vernos una vez por semana durante seis meses(con la posibilidad de una extensión de otros seis meses, de

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    45ser necesario). Su compromiso era asistir con regularidad yparticipar en un proyecto de investigación psicoterapéutica,que involucraba una entrevista y una serie de tests psicológi-cos para medir resultados, a llevarse a cabo dos veces, al co-mienzo de la terapia y seis meses después de la terminación.Me esforcé por informarle que la terapia indudablementela trastornaría, y logré obtener su promesa de perseverar.±±Thelma, este pensamiento continuo sobre Matthew, quepara simplificar llamaremos obsesión¼±±Esos veintisiete días fueron un gran regalo ±±dijo ella, fas-tidiada±±. Esa es la razón por la que no he hablado de ellos conlos otros terapeutas. No quiero que se los trate como una en-fermedad.±±No, Thelma, no estoy hablando de hace ocho años. Estoyhablando de ahora y de cómo usted no puede vivir su vida por-que no hace más que repetir una historia vieja. Pensé que ha-bía venido a verme porque quería dejar de atormentarse.Suspiró, cerró los ojos, y asintió. Me había hecho la adver-tencia que quería hacer, y ahora se recostó en la silla.±±Lo que yo iba a decir es que esta obsesión¼ busquemosotra palabra, si obsesión la ofende¼±±No, está bien. Ahora entiendo lo que me quiere decir.±±Bien, esta obsesión ha sido una parte central de su pen-

    samiento durante ocho años. Es difícil desarraigarla. Tendréque cambiar algunas de sus creencias, y la terapia puede sertensionante. Necesito su compromiso de ayudarme.±±Lo tiene. Cuando tomo una resolución nunca me echoatrás.±±Además, Thelma, yo no puedo trabajar con una amena-za de suicidio sobre la cabeza. Necesito la promesa solemnede que en los próximos seis meses no hará nada físicamenteautodestructivo. Si se siente al borde, llámeme. Telefonéemeen cualquier momento, y yo estaré allí para atenderla. Pero sihace cualquier tentativa ±±por menor que sea±± entonces nues-tro contrato queda roto, y yo no seguiré trabajando con usted.Con frecuencia escribo todo esto y hago que el paciente lo fir-

    46me, pero respeto lo que usted me dice de que nunca se echaatrás cuando toma una resolución.Para mi sorpresa, Thelma sacudió la cabeza.±±No hay forma de poder prometerle eso. Me siento muymal cuando sé que no tengo elección. No puedo bloquearmeesta opción.±±Estoy hablando sólo de los próximos seis meses. No le pi-do nada más allá, pero no comenzaré sin esto. ¿Quiere pensar-lo un poco, Thelma, y nos vemos la semana que viene para sa-ber su decisión?De inmediato se tornó conciliatoria. Creo que no esperabaque yo me pusiera tan firme. Aunque no dio ninguna eviden-

    cia, me pareció que se sentía aliviada.±±No puedo esperar una semana más. Quiero que tomemosla decisión ya y empecemos la terapia de inmediato. Me com-prometo a hacer un esfuerzo.ªA hacer un esfuerzo.º Eso no era suficiente, pero vacilé an-tes de embarcarme tan pronto en una pelea por el control. Asíque no dije nada; sólo levanté las cejas.Después de un minuto y medio (un largo silencio en tera-pia), Thelma se puso de pie, me extendió la mano y dijo:±±Tiene mi promesa.

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    La semana siguiente empezamos nuestro trabajo. Decidímantener el foco en las cuestiones importantes e inmediatas.Thelma había tenido tiempo suficiente (¡veinte años de tera-pia!) para explorar sus años de crecimiento. Lo que yo menosdeseaba era ocuparme de cosas que se remontaban a más desesenta años.Ella era muy ambivalente con respecto a la terapia: si bienla consideraba su única esperanza, nunca había tenido una se-sión satisfactoria. En las siguientes diez semanas descubrí que,si analizábamos sus sentimientos hacia Matthew, su obsesión laatormentaba la semana siguiente. Por otra parte, si explorába-mos otros temas, inclusive cuestiones importantes, como su re-lación con Harry, ella consideraba la sesión como una pérdidade tiempo porque habíamos ignorado lo fundamental: Matthew.47Como resultado de su descontento, nuestro tiempo juntostambién resultaba poco gratificante para mí. Aprendí a no es-perar ninguna recompensa personal de mi trabajo con Thelma.Nunca tuve ningún placer en su presencia y, ya en la tercera ocuarta sesión me di cuenta de que cualquier gratificación per-sonal en esta terapia debería provenir del campo intelectual.La mayor parte de nuestro tiempo juntos era dedicado aMatthew. Yo le preguntaba sobre el contenido preciso de susfantasías, y Thelma al parecer disfrutaba hablando de ellas.

    Sus pensamientos eran en gran medida repetitivos: la mayo-ría eran una repetición casi fiel de sus encuentros duranteaquellos veintisiete días. El más común se refería a la prime-ra vez: el encuentro casual en Union Square, el café en el St.Francis, el paseo por el muelle de pescadores, el panorama dela bahía desde el restaurant Scoma, la excitación de la cami-nata hasta el apartamento de Matthew. Muchas veces sólo pen-saba en una de las charlas telefónicas.El sexo desempeñaba un papel menor en estos pensamien-tos: raras veces se excitaba en ese sentido. De hecho, aunquehabía habido considerables caricias sexuales durante los vein-tisiete días con Matthew, hubo un solo acto sexual, la primeranoche. Intentaron hacerlo en otras dos oportunidades, pero

    Matthew estuvo impotente. Cada vez yo me convencía más deque mi corazonada acerca de su comportamiento era correc-to: es decir, que él padecía de serios problemas psicosexualesque intentó resolver con Thelma (y probablemente con otrospacientes desafortunados).Había tantos senderos a seguir que resultaba difícil selec-cionar y concentrarse en uno solo. Sin embargo, primero eranecesario dejar sentado, con la total aprobación de Thelma,que esa obsesión debía ser erradicada. Pues una obsesión amo-rosa absorbe toda la realidad de la vida, haciendo imposiblelas nuevas experiencias, tanto buenas como malas, como sépor mi propia vida. Por cierto, la mayoría de mis creenciasmás arraigadas sobre la terapia, y mis áreas de mayor interés

    psicológico tienen que ver con mi experiencia personal. Nietsz-48che afirmaba que el sistema de pensamiento de un filósofosiempre proviene de su autobiografía, y yo creo que eso suce-de con todos los terapeutas y, de hecho, con todo el que pien-sa sobre el pensamiento.En una convención, unos dos años antes de Thelma, cono-cí a una mujer que luego me invadió la mente, los pensamien-tos, los sueños. Su imagen se instaló en mí, desafiando todosmis esfuerzos por desalojarla. Por un tiempo eso estuvo bien.

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    Me gustaba mi obsesión, y la revivía una y otra vez. Unas po-cas semanas después, fui de vacaciones con mi familia a unabella isla caribeña. Fue sólo después de unos días cuando des-cubrí que me estaba perdiendo todo de ese viaje: la hermosu-ra de la playa, la frondosa, exótica vegetación, el buceo y la na-tación debajo del agua. Toda esta rica realidad era anulada pormi obsesión. Yo estaba ausente. Encerrado dentro de mi men-te, no hacía más que revivir la misma fantasía sin sentido. Car-gado de ansiedad, y harto de mí mismo, hice terapia (una vezmás), y después de varios meses difíciles, mi mente volvió aquedar limpia y pude regresar a la excitante ocupación de vi-vir mi vida presente. (Algo curioso: mi terapeuta llegó a ser unbuen amigo y, años después, me dijo que cuando me estabatratando él mismo estaba obsesionado con una italiana encan-tadora cuya atención estaba centrada en otra persona. Y así,de paciente a terapeuta a paciente, sigue La Ronde del amorobsesivo.)De modo que para mi trabajo con Thelma no hacía más querepetirle hasta qué punto su obsesión le viciaba la vida, y confrecuencia le repetía su comentario de que estaba viviendo suvida de hacía ocho años. No era de extrañar que aborrecieraestar viva. Estaba sofocada en una cámara sin aire y sin ven-tanas, ventilada sólo por esos veintisiete días del pasado.Sin embargo, Thelma no encontraba persuasiva esta tesis,

    y ahora creo que con razón. Al generalizar mi experiencia conella, yo había cometido la equivocación de suponer que su vi-da tenía una riqueza de la que su obsesión la privaba. Aunqueno me lo decía explícitamente entonces, Thelma sentía que su49obsesión contenía mucha más vitalidad que la vida que lleva-ba. (Más adelante exploraríamos, también con mínimo impac-to, el opuesto de esta fórmula: que era debido al empobreci-miento de su vida que abrazó la obsesión en primer lugar.)Aproximadamente para la sexta sesión yo ya había logradosometerla y ±±creo que para ponerme contento±± aceptó quesu obsesión era su enemigo y debía ser extirpada. Dedicamossesión tras sesión nada más que a hacer un reconocimiento de

    la obsesión. Me parecía que la tenía en sus garras debido al po-der que ella misma le había dado a Matthew. Nada se podíahacer hasta haber disminuido ese poder.±±Thelma, esta idea de que lo único que importa es que Matt-hew piense bien de usted¼ dígame todo lo que sabe de eso.±±Es difícil de expresar. No soporto la idea de que me pue-da odiar. Es la única persona en mi vida que ha llegado a sa-berlo todo de mí. Por eso, el hecho de que pudiera seguir amán-dome, a pesar de todo lo que sabía, significaba tanto.Pensé que precisamente ésa era la razón por la cual los te-rapeutas no deben involucrarse emocionalmente con sus pa-cientes. Por virtud de su rol privilegiado, por su acceso a lossentimientos profundos y a información secreta, sus reaccio-

    nes siempre asumen una significación exagerada. Es casi im-posible que el paciente vea al terapeuta tal cual es. Eso aumen-tó mi enojo con Matthew.±±Pero no es más que una persona, Thelma. Usted no lo havisto en ocho años. ¿Qué importancia tiene lo que él piense deusted?±±Eso no se lo puedo decir. Sé que no tiene sentido, pero enel fondo de mi corazón creo que yo estaría bien, sería feliz, siél pensara bien de mí.Esta idea, esta creencia falsa, era el enemigo. Debía desa-

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    lojarla. Le supliqué.±±Usted es usted, tiene su propia vida, continúa siendo lapersona que es de momento a momento, día tras día. Básica-mente su existencia es impermeable a los pensamientos pasa-jeros, a las ondas electromagnéticas que ocurren en una men-50te desconocida. Trate de verlo así. Todo este poder que tieneMatthew es el que usted le ha dado.±±Me descompongo del estómago con sólo pensar que pue-da despreciarme.±±Lo que ocurre en la mente de otra persona, en alguienque usted ni siquiera ve, que está atareado con su propia vida,no altera la persona que es usted.±±Ah, él está perfectamente consciente de mi existencia. Ledejo muchos mensajes en su máquina contestadora. De hecho,le dejé un mensaje la semana pasada informándole que lo es-taba viendo a usted. Me pareció que debía saber que estoy ha-blando de él con usted. En todos estos años siempre lo he lla-mado cada vez que cambiaba de terapeuta.±±Pero yo creía que usted no hablaba de él con los otros te-rapeutas.±±No, no hablaba. Se lo prometí a él, y aunque no me lo pre-guntara, mantuve mi promesa. Hasta ahora. Aunque no habléde él todos estos años, me pareció justo que supiera a qué te-

    rapeuta estaba viendo. Muchos eran de su misma facultad.Quizás eran amigos suyos.Debido a mis sentimientos negativos hacia Matthew, no medisgustaron las palabras de Thelma. Por el contrario, me di-virtió imaginar su desagrado cada vez que escuchaba los men-sajes ostensiblemente solícitos de Thelma en su grabadora.Empecé a disfrutar con la idea de atacar a Matthew. Esta se-ñora sabía cómo castigarlo y no necesitaba de mí para ello.±±Pero, Thelma, vuelva a lo que estaba diciendo antes. ¿Nove que esto es algo que se está haciendo a usted misma? Lasideas que tenga él realmente no pueden cambiar la clase depersona que es usted. Es usted quien permite que él influya enusted. Él es tan sólo una persona igual que usted o yo. Si us-

    ted piensa mal de una persona con la que no tiene ningún con-tacto, sus pensamientos ±±esas imágenes mentales que circu-lan en su cerebro y que nadie más que usted conoce±± ¿puedenafectar a esa persona? La única manera en que eso puede su-ceder es a través del vudú. ¿Por qué le entrega ese poder a51Matthew? Es una persona como cualquier otra, que lucha porvivir, que envejece, que se tira pedos, que morirá.No hubo respuesta de Thelma. Subí mi apuesta.±±Me dijo antes que él no podría haber optado por un com-portamiento que la lastimara más. Piensa que quizás esté tra-tando de impulsarla al suicidio. No está interesado en su bienes-tar. Entonces, ¿qué sentido tiene otorgarle tanta dimensión?

    ¿Hasta creer que nada en la vida es más importante que el queél piense bien de usted?±±Realmente no creo que esté tratando de impulsarme al sui-cidio. Es sólo una idea que se me ocurre a veces. No hago másque examinar mis sentimientos hacia Matthew. La mayor partedel tiempo pienso que lo importante es que piense bien de mí.±±Pero ¿por qué es importante? Usted lo ha elevado a unaposición sobrehumana. Sin embargo, él parece ser una perso-na muy problematizada. Usted misma se refiere a sus proble-mas sexuales. Piense en la cuestión de la integridad, en su có-

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    digo ético. Ha violado el código fundamental de toda profesiónde asistencia. Mire el perjuicio que le ha causado. Los dos sa-bemos que está mal que un terapeuta profesional, que ha ju-rado actuar para el beneficio de su paciente, lastime a una per-sona de la forma en que él la ha lastimado a usted.Pero lo mismo hubiera sido que hablara en el vacío.±±Fue sólo cuando empezó a actuar como un profesional,cuando volvió a adoptar su rol formal, cuando me lastimó.Cuando sólo éramos dos personas enamoradas me dio el rega-lo más precioso del mundo.Era frustrante. Obviamente, Thelma era responsable de lasituación de su vida. Obviamente, era una ficción que Matt-hew ejerciera un verdadero poder sobre ella. Obviamente, ellale había dado tal poder en un intento por negar su propia li-bertad y su responsabilidad sobre la constitución de su propiavida. Lejos de querer recobrar su libertad, disfrutaba de su su-misión con lascivia.Desde el principio, por supuesto, yo sabía que la lógica demi argumento no lograría penetrar lo suficiente para producir52un cambio. Eso rara vez sucede. No sucedió en mi caso, cuan-do hacía terapia. Sólo cuando uno lo siente en los huesos se dacuenta. Sólo entonces puede actuar y cambiar. La psicologíapopular no hace más que hablar de ªasumir la responsabili-

    dadº, pero son sólo palabras: es extraordinariamente difícil,aterrador inclusive, convencerse de que uno, y sólo uno, cons-truye el modelo de su propia vida. Por eso, el problema en laterapia siempre es cómo avanzar de una valoración intelectualineficaz de una verdad con respecto a uno mismo hacia una ex-periencia emocional de esa verdad. Sólo cuando la terapia po-ne en juego emociones profundas se convierte en una fuerzapoderosa del cambio.Y la impotencia era el problema en mi terapia con Thelma.Mis intentos por generar poder eran vergonzosamente caren-tes de elegancia y consistían sobre todo en tanteos, reprochesy círculos repetitivos alrededor de su obsesión, tratando de de-rribarla.

    En esas ocasiones, ¡cuánto ansío la certeza que ofrece la or-todoxia! El psicoanálisis ±±para tomar la más católica de lasescuelas ideológicas psicoterapeutas±± siempre postula convic-ciones muy fuertes acerca de los procedimientos técnicos ne-cesarios. De hecho, los analistas parecen más seguros de todode lo que yo puedo llegar a estar seguro de algo. ¡Cuán conso-lador sería poder sentir, por una vez, que sé exactamente lo queestoy haciendo en mi trabajo psicoterapéutico, por ejemplo,que estoy reccoriendo en su propia secuencia las etapas preci-sas del proceso terapéutico!Naturalmente, no es más que una ilusión. Si pueden llegara ser de alguna utilidad, las escuelas ideológicas, con sus com-plejos edificios metafísicos, tienen éxito porque aplacan la an-

    siedad del terapeuta, no la del paciente (y así permiten que elterapeuta haga frente a la ansiedad del proceso terapéutico).Cuanto más puede el terapeuta tolerar la ansiedad de no sa-ber, menor necesidad tiene de abrazar la ortodoxia. Los miem-bros creativos de una ortodoxia, de cualquier ortodoxia, conel tiempo superan su disciplina.53Aunque hay algo tranquilizador en un terapeuta omniscien-te que siempre está en control de la situación, puede haber al-go muy atractivo en un terapeuta que busca a tientas, un tera-

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    peuta dispuesto a hundirse con el paciente hasta que ambos,juntos, tropiezan con un descubrimiento. Pero ¡ay! como meenseñaría Thelma antes de que concluyera este caso, es posi-ble desperdiciar buena terapia en un paciente.En mi búsqueda de poder, me esforcé hasta el máximo. In-tenté sacudirla.±±Suponga, por un momento, que Matthew muera. Eso, ¿laliberaría?±±He intentado imaginarlo. Cuando lo imagino muerto, unagran tristeza desciende sobre mí. Viviría entonces en un mun-do vacío. No puedo seguir pensando más allá.±±¿Cómo puede liberarse de esto? ¿Cómo podría liberarse?¿Podría liberarla Matthew? ¿Se ha imaginado alguna vez unaconversación en la que Matthew la libera?Thelma sonrió al oír esta pregunta. Me miró con más res-peto, me pareció, como si se sintiera impresionada por mi ha-bilidad de leer sus pensamientos. Era obvio que se trataba deuna de sus fantasías más importantes.±±Lo imagino muy, muy seguido.±±Cuénteme. ¿Cómo es?Yo no creo mucho en desempeñar distintos roles o en cam-biar de sillón, pero éste parecía el momento adecuado.±±Juguemos a desempeñar distintos roles. ¿Quiere sentar-se en esa otra silla, fingir que es Matthew, y hablarle a Thelma,

    sentada donde estoy yo?Como Thelma siempre se oponía a lo que yo le s