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VIGILANTE NOCTURNO Melisa S. Ramonda

Dark Unicorn Ediciones, 2014 (c) Todos los derechos reservados.

EXTRACTO SÓLO PARA GOODREADS.COM PROHIBIDA SU DIVULGACIÓN

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©Melisa Samanta Ramonda, 2014 (SafeCreative) http://ladywolvesbayne.com @ladywolvesbayne REGISTRADO EN SAFECREATIVE, 30 DE JUNIO 2014 REGISTRO NÚMERO 1211050714451 Diseño de Cubierta: Melisa Samanta Ramonda/Dark Unicorn Ediciones Fotografías de Cubierta: "Congreso de los Deputados, Madrid, Spain and Lion" de Ryabitskaya Elena / "Fashionable photo of elegant girl with nice hairstyle" de Viorel Sima / "Dark night in a forest" de andreiuc88, shutterstock.com Editado en Argentina - Primera Edición, Julio de 2014 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio que sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico,por fotocopia o cualquier otro; ni impresa ni distribuida sin el permiso previo por escrito y explícito de la autora o el equipo editor. NO SE COMPROMETA, HAGA LAS COSAS BIEN. NO PIRATEE, DIFUNDA DE MANERA RESPONSABLE POR RESEÑAS O RECOMENDACIONES. GRACIAS POR RESPETAR.

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SINOPSIS:

Hoy Willhemina Bancroft cumplió veinticinco años. Hoy, se enteró de que su padre, su único familiar viviente, murió. En este mismo día,

Mina se convirtió en la heredera de un título nobiliario que nunca supo que su familia tuviera y una enorme mansión de la que jamás había

oído hablar. Está a punto de heredar, también, una responsabilidad que nadie

quiere. El Castillo Bancroft no es una mansión ordinaria. Por cientos de

años, la familia de su padre ha custodiado un secreto infernal capaz de llevar a sus ocupantes a la locura. Encerrada en las gruesas paredes de piedra habita una fuerza sobrenatural más allá de la comprensión del

Hombre, que una organización en particular codicia y desea destruir (o tal vez, controlar).

Hasta el regreso de su heredera, sólo una cosa se interpone entre los dos mundos: Leyra, el Vigilante. Uno de los muchos demonios y

horrores que habitan la mansión, un ser tan poderoso como enigmático que podría convertirse en el mayor aliado de Mina o en su peor

enemigo. A partir de ahora, todo dependerá de ella y de su astucia para descubrir qué es la Llave Maestra, cómo controlarla y cómo protegerla

de los enemigos que desean arrebatársela. Y debe lograrlo antes de que la mansión consuma a Leyra por

completo. El Castillo debe permanecer en pie, o todo lo demás caerá.

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UNAS PALABRAS DE LA AUTORA

Esta historia es como ninguna otra que tenga publicada por ahí. No porque sea "mejor" sino porque es vieja y tiene muchos conceptos que quiero expandir en otro trabajo (y de hecho, durante mucho tiempo me dediqué a trabajar en ese proyecto, pero ahora está aparcado por... motivos personales). Este es uno de los primeros proyectos largos que escribí al completo y le tengo mucho cariño, pero tengo que reconocer que no es de mis mejores historias.

Es mi universo de demonios, maldiciones, cazadores y poderes sobrenaturales. Es el resultado de largas noches sin dormir y de muchas ilusiones, pero insisto, no es de lo mejor que ha salido de mi cabeza. Hoy puedo decir que lo escribí para divertirme y que fue entretenido e intenso durante todo lo que duró. No descarto, en el futuro, volver a re-escribir esta historia y compaginarla con otros volúmenes que ya tengo escritos; tengo en el cajón muchas historias derivadas de esta y no son precisamente continuaciones, pero necesito seguir trabajando en ellas.

Quiero que el resultado sea espectacular, memorable. Así que puedes tomar "Vigilante Nocturno" como una suerte de

introducción al mundo de los pacificadores, una raza de demonios que vive entre nosotros protegiéndonos del Mal en vez de buscar nuestra perdición. Su mundo es rico, muy amplio y este volumen no alcanza a cubrirlo todo, pero creo que sienta muy bien las bases de lo que podría convertirse, con un poco de tiempo, en una gran historia.

Si decides darle una oportunidad, espero de todo corazón que te entretenga.

Si lo que has leído aquí te gusta, entonces asegúrate de darle también una oportunidad a Rasguños en la Puerta y a Humo entre los Árboles, los primeros volúmenes de una serie también de corte "sobrenatural" que estoy segura que te gustará mucho más (modestia aparte, a mí me gusta más :P). Es una aventura de hombres-lobo como nunca has vivido, eso te lo puedo prometer.

Te agradezco que hayas llegado hasta aquí. Si te gusta mi trabajo, no olvides volver y poner tu granito de arena; un solo comentario puede hacer una gran diferencia. ¡Apoyemos a los autores auto-publicados!

¡Disfruta el viaje, nos vemos al fin del camino!

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Dedicado especialmente a: La gente. La vida. La Manada. La familia.

Los quiero muchísimo.

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VOLUMEN ÚNICO Leyra, el Segundo

ÍNDICE 0. INTRODUCCIÓN

1. LA TORRE 2. EL JUICIO

3. LA EMPERATRIZ 4. EL LOCO

5. EL ALQUIMISTA 6. EL EMPERADOR 7. LA TEMPLANZA

8. EL DIABLO 9. SEIS DE ESPADAS

10. LA PAPISA 11. EL REY DE ESPADAS

12. LA MUERTE 13. EL CARRO

14. LA JUSTICIA 15. EL AHORCADO, PRIMERA PARTE 16. EL AHORCADO, SEGUNDA PARTE

17. DIEZ DE BASTOS 18. LA ESTRELLA 19. DOS DE OROS

20. EL CINCO DE BASTOS SOBRE LA REINA DE ESPADAS 21. LA LUNA Y EL PAPA (AMBAS INVERTIDAS)

22. LA FUERZA 23. CINCO DE ESPADAS

24. NUEVE DE COPAS (INVERTIDO) 25. LOS ENAMORADOS

26. AS DE ESPADAS (INVERTIDO) 27. EL SOL SOBRE EL NUEVE DE BASTOS

28. EPÍLOGO

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0. Introducción (Northwich, INGLATERRA – Agosto de 1405)

La noche había caído sobre la campiña a la sombra de una

tormenta. Los relámpagos iluminaban la nave central de la iglesia a través de los vitrales, produciendo un fantasmagórico degradé de visiones; el estallido continuo de los truenos retumbaba con fuerza en el recinto vacío. Con un candelabro de tres velas en la mano, el párroco local se dirigió a paso vivo hacia la puerta principal para echar los cerrojos, antes de irse a dormir.

Iba a poner la mano libre sobre el pesado pasador de hierro, cuando oyó entre la lluvia el característico sonido de los cascos de un caballo, y gritos desesperados que venían de afuera.

— ¡REVERENDO BOWEN! Extrañado, el párroco dio un paso atrás. Algo se aplastó con fuerza contra la puerta, la madera vieja crujió

antes de ceder y abrirse. Un hombre cayó al suelo, mojado y tembloroso, cubierto de barro. El haz de otro relámpago le dio al reverendo la visión de un caballo que huía despavorido bajo la lluvia y la silueta humana que se arrastraba sobre el mosaico en su dirección. Sus ojos del color de la miel resplandecían en la noche, con una desesperación que rayaba el horror.

— ¡Reverendo Bowen! ¡Gracias a Dios lo encuentro! —gimió el joven.

—Hijo mío… Lord Philip, ¿Qué…? — ¡Tiene que esconderme, reverendo! El muchacho se levantó chorreando agua y trastabilló otra vez.

Alcanzó a poner sus manos en los hombros del párroco para evitarse la caída, llevó al hombre hacia atrás a los empujones. No paraba de voltearse a ver hacia la puerta abierta de par en par, a la lluvia que caía con salvaje velocidad. El reverendo no supo qué decir al principio.

Lord Philip, el nuevo conde, parecía tan aterrorizado como si el Diablo mismo estuviera detrás de sus pasos siguiéndolo con una jauría de sabuesos. Temblaba como una hoja, casi no podía mantenerse de pie. ¿Qué era lo que le sucedía? El párroco dejó el candelabro sobre uno de los bancos de la iglesia, para luego posar sus manos en el rostro del muchacho. Intentó sacarlo de su psicosis llamándole en voz muy alta, enérgicamente:

— ¡Lord Philip! ¡Mi joven señor! ¿Qué le sucede? — ¡Tiene que esconderme, se lo pido por favor! ¡ESCÓNDAME!

¡Los he visto a mi zaga, vienen por mí! Mi padre asesinó al dragón, y ahora me quieren a mí, ¡Ellos son los discípulos del dragón, reverendo!

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—tartamudeó el joven— ¡Deme asilo en su iglesia, ellos no podrán entrar aquí!

— ¿De qué hablas, hijo? Lord Philip tenía sólo quince años. No podía estar hablando en

serio. Tal vez había tenido una pesadilla; dormía con sus escoltas en el campamento de la colina, donde se construía la nueva casa señorial de la familia. Parte de lo que Philip decía tenía sentido, sin embargo: rumores exaltados de los mismos trabajadores decían que el viejo Lord Edward había encontrado un dragón con la forma de un monstruo infernal en el fondo de una cueva, justo donde se estaban cavando los cimientos. Lord Edward había matado a la bestia, y perecido con ella en esa heroica batalla…

Pero, ¿Cómo podía un dragón tener discípulos? El muchacho volvió la cabeza hacia atrás, con horror. — ¡AHÍ ESTÁN, REVERENDO! ¡¡ESCÓNDAME!! El párroco vio tres figuras de pie bajo la lluvia, de estaturas tan

dispares que fácilmente armaban una pequeña escalera. Parecían ser una mujer y dos hombres, sombríos y mojados, implacables. El Reverendo Bowen frunció el ceño.

— ¿Pero qué…? —Le aconsejo que obedezca, reverendo Bowen. —dijo una voz

suave, que venía de alguna parte detrás de ellos— Entrégueles al muchacho, esto no es asunto suyo.

Con rapidez, el sacerdote volvió la cabeza hacia la voz y vio a una mujer que no le era desconocida, sentada cómodamente en una de las bancas. Llevaba ropas de forajido ajustadas al cuerpo y tenía los pies cómodamente estirados encima del respaldo de la banca de en frente. Su cabello oscuro como la noche, arreglado en una larga cola de caballo, era el rasgo más llamativo de su persona. Sobre su regazo descansaba una reluciente espada de hoja ancha y una mirada azul brillaba en la semi-oscuridad. Un resplandor metálico reverberaba en el fondo de ese color tan intenso.

—… demonio, ¿Cómo osas? —la acusó el reverendo, furioso. —Reverendo, usted sabe tan bien cómo yo de qué lado estoy y por

qué estoy aquí. Ahora, si no quiere que ésos tres de ahí afuera tiren abajo su iglesia y vengan por el chico a la fuerza, le aconsejo que se los entregue. —respondió la mujer, con su voz suave y tentadora— Lord Philip tiene una deuda, una deuda que su padre inició, y debe hacerse responsable. No haga preguntas tontas, se lo ruego. No hay sitio para las explicaciones.

— ¡No, reverendo! ¡Por favor! —el chico echó a llorar, temblando.

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— ¿Qué deuda? ¡Lord Edward era un hombre de Dios, él jamás haría tratos con los de tu clase, demonio! —ladró el párroco, y buscó un crucifijo en su ropa para usarlo contra la mujer fatal— ¡Te ordeno que salgas, ahora mismo! ¡Ni los mismos pacificadores son bien recibidos en el suelo de Dios! ¿Cómo has entrado?

La mujer intenso bajó los pies y se irguió con elegancia. Una sola mirada a las tres figuras mojadas de la puerta, que no se atrevían a entrar, y supo que iba a tener que hacer el trabajo ella misma.

—… le dije que no hiciera preguntas. —gruñó, despectiva. Con un movimiento hábil, guardó la espada en la funda de su

espalda. —El muchacho está maldito, reverendo Bowen. —continuó la

mujer, su andar felino y elegante la llevó despacho a sus objetivos— Su padre mató a un Cancerbero, y derramó su propia sangre donde no debía. Ahora es el turno del hijo de llevar la cruz. Cargará con la maldición hasta que sea necesario, no puedo decirle más. Está en manos de los demonios, y no en poder de Dios, impedir que algo terrible ocurra.

—… monstruo, ¡No tocarás al muchacho! —se empecinó el anciano.

—No voy a ser tan amable si tengo que repetirlo, reverendo Bowen. No me lo haga más difícil, ni usted ni yo tenemos nada que ver con esta situación. Ellos sólo recurrieron a mí porque puedo entrar aquí. —desdeñó la mujer, y se detuvo a un paso del párroco.

— ¡No quiero ir con ellos! ¡Son los hijos del dragón, son…! — ¡Serán tus nuevos mejores amigos a partir de ahora! —ladró la

mujer. Con un empujón, apartó al reverendo de su camino y lo envió a

caer al suelo, con violencia. Lord Philip quedó solo ante la augusta dama, indefenso, y todo lo que se le ocurrió fue echar a correr. No alcanzó a dar un paso atrás, la mujer lo atrapó por la ropa y lo forzó a caminar hacia la puerta, bastante molesta. Sus ojos, antes de un profundo azul, ahora brillaban como farolas doradas en la semi-oscuridad.

— ¡NO, NO! ¡NO, POR FAVOR! ¡NO ME HAGA ESTO, SE LO RUEGO! —chilló el chico, al borde de las lágrimas otra vez— ¡NO LO HAGA! ¡NO QUIERO MORIR!

—…no vas a morir, niño estúpido. —masculló la mujer. Arrojó al chico fuera de la iglesia, en medio del barro y la

tormenta. Con rapidez, dos de las figuras que aún esperaban lo capturaron y empezaron a llevárselo, mientras que la tercera, la más baja y fornida, se acercó a ella y le hizo una reverencia inclinando la cabeza.

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—… muy agradecido, milady. —le dijo, en un susurro. —Suficiente. —desdeñó ella, mientras se subía la capucha de cuero

de su capa para protegerse del aguacero— Sólo hazme un favor, no permitas que nada malo le pase a ese mocoso. Explícale, enséñale; ¿Entendido?

—Es lo que tratábamos de hacer, milady. —Odio cuando los hijos de Dios quedan pegados en nuestros

asuntos. Es tan frustrante… —No ha sido culpa nuestra. —Lo sé. —la mujer soltó un suspiro y se limpió el agua de su

hermoso rostro, con molestia— Por fin los pacificadores estamos subiendo de nivel y llevando a los evadidos a su fracaso, y entonces pasa esto. ¡Es una verdadera lástima! Ahora tendremos que trabajar el doble, esperar que todo se venga abajo en cualquier momento, ¿Ves mi problema?

—Nadie lo sabe aún y no esperamos que trascienda. En unos pocos años el nuevo Castillo estará construido y entonces no habrá motivo para temer. —aseguró la figura, con voz tranquila.

—Bien, ya sabes cómo va a ser: nadie estará feliz si ocurre lo contrario. Especialmente, el Príncipe.

La figura mojada volvió a hacer una reverencia y al siguiente instante ya no estaba allí. En la lejanía, mezclados con el rugido de los truenos, se oían los gritos del joven Lord Philip, que todavía se resistía a ir con sus captores. Pobre muchacho. Ella suspiró de nuevo y se volvió hacia la iglesia, miró sobre su hombro la puerta abierta de par en par. Hizo una mueca, cuando se percató de la presencia del reverendo Bowen en el arco de piedra, apuntándole hacia la espalda con una ballesta cargada.

— ¿¡Qué es lo que has hecho, demonio!? —le increpó, asustado. —… lo que he hecho siempre, reverendo. Dándole paz a los

Hombres que ama el Señor. —le respondió, con una sonrisa que dejó entrever unos colmillos bastante poco humanos— No sea tonto, usted sabe que con eso no podría lastimarme. Váyase a dormir, y olvide lo que ha pasado. Lord Philip no volverá a quejarse de nada, se lo aseguro. Hasta dudo que vuelva a verlo.

Ya estaba hecho, le pesara a quien le pesara.

(Londres, INGLATERRA – Fecha Actual)

Sostuvo la carta en su mano por un rato, vacilando.

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Era una carta elegida por el azar, la primera en la parte superior de la baraja. La tomó sin esperar ninguna en particular y sin pensar en su posible significado, advertencia o sabiduría. El mazo emitía vibraciones de paz, por lo que no podían ser malas noticias si había formulado una pequeña pregunta sin mala intención y las cartas se mantenían tan tranquilas.

Volteó la carta entre sus dedos, y un brillo de confusión le asomó a la mirada.

—… La Rueda de la Fortuna. —musitó— Vaya. Russell Harris la observó fijamente durante un momento. Echó también un vistazo fugaz al maletín de cuero negro que tenía

en el asiento del acompañante, y se sintió incómodo. El contenido de ese maletín era pólvora y el significado de la carta era mecha: el siguiente paso era aplicar fuego y esperar a ver qué sucedería.

La Rueda de la Fortuna. Al menos, no había salido invertida. La carta por lo general presagiaba cosas buenas. Era el Arcano de

la Totalidad, el que siempre estaba en movimiento y permanecía inalterado. Era una carta llena de sabiduría, que otorgaba el poder del discernimiento claro por la conjunción de los instintos primitivos y la mentalidad intuitiva de su consultante. En lo concreto, el Arcano traía un cambio de suerte y significaba el momento propicio para cosechar lo sembrado. Si lo pensaba de ese modo, tenía razón y al mismo tiempo no era para nada específico, muy ambiguo. Para lo que él sabía, podía ser una suerte muy mala y una gran cosecha de amargura. Bien, aunque no había esperado ninguna carta en particular, aquella le sentaba muy bien y no iba a despreciarla sólo porque no era capaz de emitir un juicio claro de su mensaje.

La Rueda de la Fortuna era sinónimo de riqueza y abundancia. Advertía acerca de gente deshonesta que buscaría beneficio a costilla del consultante. Anunciaba que la buena fortuna le acompañaría a alcanzar sus objetivos. En lo que que atañía al amor… bueno, eso no era importante. No había hecho la consulta para sí mismo, de todos modos.

Russell Harris hizo un pequeño malabar con la carta y se la metió en el bolsillo del sobretodo oscuro, con un gesto rápido. Se bajó del vehículo, y el maletín amenazante lo esperó impaciente en el asiento del acompañante hasta que él terminó de prepararse mentalmente para lo que iba a hacer.

Con un último suspiro, echó mano al maletín y miró hacia el alto edificio que tenía en frente. El sol irradiaba en los cristales, invitándole a acercarse con su aspecto cálido y sereno de ciudad. Hasta la marquesina que decía “Fenwick & Edwards Productions” en grandes letras estilizadas lo invitaba a hacer su jugada. Era casi mediodía, hora de

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almorzar. Si tenía suerte, invitaría a la chica a comer para seguir explicándole los motivos de su visita…

—… bien, vamos a hacer esto. —refunfuñó. Con la mente en blanco, Russell Harris echó a andar. Se podría decir que así es como empezó todo, pero... ¿Para qué decir una mentira?

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1. La Torre (la que presagia un cambio irreversible e imparable)

Willhemina Bancroft estaba llegando tarde a trabajar. Muy tarde.

No es que hubiera dormido de más, porque se había levantado a la hora de siempre, es que este era uno de esos días en los que gustaría tener un helicóptero. Hacía tres años que trabajaba para Fenwick & Edwards Productions, así que una llegada tarde de vez en cuando no era un problema, y más con las condiciones del tránsito en Londres

Pero no ese día. De ninguna manera. — ¡Maldita sea! —tronó Mina, con desesperación. El pequeño compacto que conducía podría haber tomado un atajo

entre dos lindos autos descapotables que estaban justo por delante y haber pasado de largo como un bólido a través de la calle, pero sin duda eso habría hecho enojar bastante a los agentes de tránsito que trataban de descongestionar sin resultados la intersección. Tanto como para que le pusieran una multa. Mina miró de reojo la pila de carpetas que llevaba en el asiento de al lado, y bufó. Estiró la mano y puso de otra manera los dos tubos plásticos donde tenía su vida embutida, hasta que decidió afirmarlos con el cinturón de seguridad. El “clic” del seguro la hizo sentir un poco mejor, pero no lo suficiente.

El silbato del policía indicó que podía acelerar. Y a los dos segundos, el tránsito se había atascado otra vez.

Avanzar dos metros cada cinco minutos no la llevaría a ninguna parte. Había una ambulancia en la masa de vehículos, ¿Qué tal si había una persona moribunda dentro?

—… ¿Por qué hoy? —suspiró, y se golpeó la frente en el volante?— ... esos japoneses no van a esperar. Se van a comer crudo a Charles. Como si ya no comieran bastantes cosas crudas…

Los cláxones sonaban con insistencia y eso ponía de peor humor no sólo a Mina, sino también a los policías de tránsito. En la radio del compacto empezó a sonar una canción de las Spice Girls.

Willhemina Bancroft estaba cumpliendo veinticinco años esa mañana, y permanecía atorada en una calle de Londres a varias millas de la oficina. Había trabajado durante casi un año para esos japoneses, sus mayores contratistas, ése era tal vez el día más importante de los últimos trescientos sesenta y cinco y ya estaba prácticamente arruinado. Para más inri, su novio la había dejado hacía tres semanas (pero se sentía un poco aliviada respecto de eso, y no sabía si era porque ese cabeza hueca de Michel le jodería la vida a otra, o si por fin había terminado con esa parte de su vida), el coche estaba cerca de quedársele sin gasolina y la

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única amiga que le quedaba, Miranda, la había llamado a las 5 AM para felicitarla.

Su día recién empezaba, y aún no pasaban las mejores cosas. O las peores, depende. — ¡Dios! Si estás ahí y me escuchas, ¡Haz que el tránsito se

mueva! —le suplicó a los cielos— ¡Sólo quiero conservar mi empleo! ¡Me encanta lo que hago, y lo sabes, pero necesito un poco de ayuda!

Los cláxones dejaron de sonar, de un momento a otro. Se quedó fría con las manos apoyadas en el volante, miró a los lados por encima de sus anteojos de lectura, con algo de miedo…

— ¿Dios? —susurró, temerosa— ¿Fuiste Tú? El tránsito se empezó a mover, por fin. Los silbatos de los policías

se escucharon más cerca y en pocos minutos la congestión se volvió un mero catarro, el espacio entre los vehículos se hizo mayor. La ambulancia encendió las sirenas. Los descapotables de más adelante se abrieron y cada uno dobló en una dirección distinta, y milagrosamente frente a los ojos de Mina, apareció una lengua de asfalto mojado que se mostraba límpida y tentadora. Más adelante, un coche incrustado en el lateral de un pequeño camión refrigerado se reveló como el causante del embotellamiento.

—Bueno, ojalá nadie haya muerto. —comentó la chica, y miró hacia el techo del auto con una sonrisita torcida y avergonzada— Eso me enseñará a ser más paciente, Señor.

¿Qué más daba? Ya era tan tarde que los japoneses seguro estaban en Heathrow tomándose un avión de vuelta. Charles Windfield, su supevisor directo, no era un mal tipo pero tampoco el alma caritativa que todos creían; era un jefe y todos los jefes tenían cosas en común. Charles tenía cara de ser capaz de contratar a la mafia china para vengarse.

Unos minutos después, estacionó de un frenazo ante el edificio de la compañía. Fenwick & Edwards Productions tenía una sede preciosa, diseñada por el mismísimo Charles. Un enorme edificio de veinte pisos con superficie espejada que reflejaba la luz del sol. Mina tenía que llegar al último piso, la sala de presentaciones con vista a toda la ciudad. Sólo le faltaba que el ascensor estuviera fuera de servicio. Se bajó de su auto a velocidad meteórica, cargó en sus brazos las carpetas y los tubos de plástico donde llevaba los diseños, y sin siquiera echarle llave al coche se apresuró a salir corriendo.

Algien le abrió la puerta, un chico larguirucho con una gran sonrisa.

— ¡Gracias, Johnny! —gritó Mina, cuando ya estaba en el ascensor.

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— ¡No hay por qué! —gritó el joven, con una risita venenosa— ¡Charles está ladrándole a todas sus pobres asistentes que te contacten por teléfono, telegrama o señales de humo desde hace quince minutos!

— ¡Maldita sea! —susurró Mina, con los dientes apretados. Se detuvo en la puerta de acero del ascensor, y presionó el botón.

Una campanilla anunció que el artefacto estaba en uso en esos momentos, y que iba justo en subida…

— ¡No, no, no! —gimió ella, con un suspiro desesperanzado. “No puedo subir treinta pisos de escaleras… ¡Nunca voy a

llegar!” pensó, y aferró con más fuerza los tubos que se balanceaban sobre las carpetas “Esto es horrible, Es el peor día de toda mi vida.”

Tras esperar otros diez minutos hasta que el ascensor finalmente bajara, Mina trató de pensar en una excusa más viable que el tránsito y el maldito aparato, eso era tan viejo como decir que el perro le había comido la tarea. Las puertas metálicas se abrieron y la muchacha se lanzó hacia el interior del cubículo vacío con furia. Dejó en el piso las carpetas y los tubos, y presionó como una posesa el botón de cierre. Percibió como el alivio bajaba por todo su cuerpo cuando el ascensor empezó a cerrarse.

Si algo sabía de los japoneses era que se tomaban la disciplina muy a pecho y quizás consideraran imperdonable su retraso, fuera por el motivo que fuera. El honor era una cosa muy seria para esa gente.

¡Pero, bien! ¡Ya estaba en el ascensor, al menos! Eso ya era algo. Tenía un aspecto horrible. El reflejo de la pared espejada del

ascensor le dio una mirada cercana al rostro mismo de la decepción y la mala suerte. Mina se horrorizó. De inmediato sacó de la cartera un estuche básico de maquillaje y trató de arreglarse un poco las ojeras y el cabello. Enderezó su espesa y larga melena negra sobre sus hombros y cepilló un poco las delicadas ondas que le daban forma a su rostro. Se volvió a delinear los ojos y se puso más rímel para que el profundo dorado-miel de sus irises se notara incluso más que las ojeras. Se retocó los labios con más de labial rosa y se volvió a empolvar la nariz y las mejillas. Hasta se echó un más perfume, consciente de que la buena presencia sería fundamental para tratar con jefes enojados.

—… listo. —suspiró, y cerró los ojos un instante, se ajustó en un gesto inconsciente la falda y los faldones de la chaqueta de sastre, ambos de color caramelo— Tranquilízate, Mina. Te estarán esperando, estarán tomándose un café con Charles y se han de estar riendo con sus chistes de salón… —abrió los ojos otra vez, preparada mentalmente para el desafío— ¡Tienes que llegar y presentarte! ¡Eres la diseñadora, ellos quieren ver tu trabajo! ¡Tú mandas! Tienes que hacer de cuenta que ni sabes la hora que es…

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La convicción brilló con un destello dorado en su mirada. Otro “ding”, y las puertas de acero se abrieron en cuanto el

ascensor frenó en el último piso. Fin del recorrido. Mina salió con todos sus papeles encima. Apareció detrás de la puerta de cristal de la amplia sala de

presentaciones y varios empleados la miraron con espanto cuando les pasó al lado, orgullosa y sublime como una tormenta de verano. Ella pudo ver, a través del cristal ahumado, que una severa cantidad de personas estaban reunidas ahí dentro, de pie. Sus voces se escuchaban débilmente, no parecían enojados. Bien, ya era un punto a favor.

Tomó mucho aire antes de pasar. La primera persona a la que miró fue Charles Windfield. Un hombre mayor y de porte elegante, de cabello cano. Tenía la corbata un poco salida de lugar, y eso no era una buena señal. En el azul oscuro de sus ojos había escrita una amenaza de muerte, pero su voz sonó tan jovial como siempre cuando le habló:

—Y aquí está ella, caballeros. Willhemina Bancroft. Los japoneses, que estaban en pie, la miraron con perplejidad.

Hasta Charles se le quedó viendo en lo que Mina ponía sus cosas ordenadamente sobre la mesa, sin dejar de hablar:

— ¡Buenos días, mil disculpas! Hubo un horrible accidente de tránsito en el centro. —dijo, y la sonrisa se hizo automática en sus rojos labios. Se inclinó en un saludo ceremonial para sus clientes, y éstos le respondieron de la misma manera— ¡Konichiwa! Irasshaimasen… lamento llegar tan tarde, ¿Han estado en Londres lo suficiente para ver lo que es el tránsito? Parece que no tuviéramos el metro a disposición, lo siento muchísimo, caballeros… ¿Cómo se dice? ¿Gomen-nasai?

Los hombrecitos de traje la observaron como si esperasen algo más de ella. Pasado el momento de tensión, sonrieron y asintieron al unísono con la cabeza. No se esperaban que su diseñadora fuera una muchacha tan joven y tan bonita. Los ejecutivos cuchichearon unas cosas en su idioma, hablándole a un muchacho muy alto, de traje oscuro y cabello impecablemente cortado; éste a su vez les habló a toda velocidad, traduciendo lo que Mina acababa de decir. Cuando el joven terminó de hablar, los ejecutivos rieron y asintieron con la cabeza. Cuchichearon otra vez con el chico.

Charles exhaló todo el aire contenido en los pulmones al ver que los clientes se mostraban y contentos.

—De verdad, lo lamento muchísimo. —sonrió Mina. —… no se preocupe, Mina-san, los señores lo comprenden. Tokio

es una urbe mucho más congestionada que Londres. —dijo el joven traductor— Los señores me dicen que usted realmente no sabe lo que es el verdadero tráfico. Windfield-san nos ha comentado un poco de su

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trabajo mientras tanto y hemos disfrutado de unos fantásticos bagels, tiempo no se ha perdido.

Willhemina miró de reojo a su jefe y le pidió perdón con la mirada. — ¡Qué bien! Si toman asiento y me acompañan, con gusto les

mostraré lo que han venido a buscar. Onegai… —pidió ella, otra vez con la sonrisa deslumbrante, e hizo un gesto señalando las sillas de cuero— ¿Onegai? ¿Está bien así?

Los japoneses sentaron, no necesitaban traducción para entender esa señal. Mina tomó aire y empezó a desplegar papeles en la mesa, después bajó la pantalla blanca que tenía detrás y preparó el proyector. El día mejoraba, a pesar de que estaban a punto de rebotarle un cheque para la hipoteca de su casa. Por ahora no mencionemos la posibilidad de reprobar en los exámenes que había tomado hacía una semana atrás para aprobar la Maestría en Diseño que estaba cursando, por culpa de este trabajo. Tal como su amiga Miranda le decía todo el tiempo, tenía demasiadas responsabilidades encima. ¡Hasta su tutor legal se lo había dicho, desde que era una cría!

Pero ya no más. No señor. Si el proyecto satisfacía a estos exigentes clientes, Fenwick &

Edwards Productions tendría un contrato multimillonario asegurado. Su salario no sólo aumentaría un par de ceros, sino que le permitiría olvidarse de la hipoteca y de que debía dinero a la universidad. Podría por fin concentrarse en su futuro, ese que desde siempre estuvo convencida que nunca tendría si no peleaba y tomaba la iniciativa.

Así que así empezó su presentación: con firmeza y carácter.

****** Mina se dejó caer en la silla detrás de su escritorio, en su oficina. Estaba exhausta, y ya era casi la hora del almuerzo. Suspiró con

fuerza y reposó la cabeza en la mesa de cristal, luego de hacer a un lado el teclado transparente. La cabeza le dolía como si se le estuviera abriendo. Imaginó que era el dolor que sentiría una rosa al desplegarse (lo que, en cierto modo, era como una analogía de que crecer dolía). Mina había crecido a base de muchos golpes, pero ciertamente no esperaba que todos la aporrearan el mismo día y con tal intensidad. La presentación con los japoneses había resultado bien, pero querían renegociar aspectos del contrato. ¿Lo suyo? No, elogiaron todo su trabajo, les pareció una maravilla.

No sabía por qué seguía preocupada, en realidad. Unos golpecitos en el marco de su puerta le llamaron la atención, y

Mina se enderezó enseguida.

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—Hey… ¿Cómo te fue? —preguntó una chica rubia. Mina solamente murmuró algo ininteligible en un quejido. — ¿Tal mal? —adivinó la recién llegada. —Entra, Miranda. Y cierra la puerta. La otra chica obedeció enseguida, y cerró detrás de sí. En el vidrio

se leía “Willhemina Bancroft”, y más abajo “Diseño Industrial”. Miranda se sentó en frente de su amiga, y le tomó las manos por encima de la mesa. Era la asistente del director de Relaciones Públicas de Fenwick & Edwards Productions, una joven regordeta que siempre llevaba el pelo recogido y se vestía con la elegancia de la Casa de Windsor.

— ¿Y bien? —preguntó, con interés. —En realidad no fue tan malo, pero tenía que combinar con el

resto de mi día. —contestó Mina— Los japoneses quedaron encantados, pero quieren hablar del contrato, con Charles. Creo que le van a pedir que seamos menos exigentes, y eso le va a encantar a nuestro jefe, estoy segura. Voy a terminar pagándola.

La ironía hizo sonreír a Miranda, y ésta suspiró pesadamente. —Tranquila, Mina. Va a salir bien, ¡Al menos esto tiene que salir

bien! —rió la rubia, con una risita cómplice— Eres de los mejores en lo que haces, te prometo que Charles no va a despedirte. Eres su única diseñadora cuerda. No puede permitirse perderte, no ahora.

—No sé, sólo... quiero que este día se termine. —Míralo de este modo: tienes veinticinco… y Charles, cincuenta y

tres. No le queda mucho. —se rió Miranda, buscando animar a su amiga.

Esa vez, las dos rieron. Cualquiera que mirase la situación desde fuera diría que los aprietos de Mina no eran la gran cosa, que en el mundo pasaban cosas peores y que un mal día lo tenía cualquiera, pero… el que pensara así, ciertamente, no estaba viviendo el día de Mina.

La chica volvió a dejar caer la cabeza sobre el escritorio. — ¡Cambia esa cara, vamos! ¡Tienes que ver la cantidad de flores

que te compró Johnny! Unas rosas preciosas, ¡está loco por ti! —Y también está en medio de un divorcio. —se quejó Willhemina. — ¡Ay, Mina! ¡Feliz cumpleaños, y olvídalo de una vez! Te lo dije

esta mañana: ¡Ni te imaginas lo que tenemos preparado para esta noche, muchas cosas de adultos! Y besarás a Johnny hoy, te lo ordeno.

—Muy maduro de tu parte, ¿Y si no quiero? —Mina le sacó la lengua, infantil.

— ¿Quién es la inmadura? —se rió la rubia.

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La joven diseñadora acompañó a su amiga con una pequeña carcajada, y sus manos se apretaron durante unos segundos. Siempre podía contar con Miranda para todo lo que le hiciera falta, era la mejor amiga que había tenido nunca y la que más le había durado en la vida. Si no fuera por esa chica rubia, Mina no creía que hubiera sido capaz de llegar al puesto que tenía, y que estaría todavía en busca de un buen trabajo que le diera para pagar la renta y le alcanzara para comer.

Justo cuando Miranda iba a decir algo, unos golpes en la puerta de cristal las hicieron saltar en sus asientos. Cuando se volvieron a ver, descubrieron una silueta negra que se recortaba a contraluz con la mampara.

— ¡Dios Mío! ¡Es el presidente! —susurró Mina, aterrada. — ¡Cálmate! Quizá no sea nada… no parece que sea Fenwick, es

muy alto para ser él. Tranquila, Mina. Ya pasó. —la calmó Miranda, y se levantó para ir a abrir— Tú actúa como una ganadora, recuerda que lo eres.

La rubia le guiñó un ojo, y Mina aspiró hondo. Miranda dejó pasar a un hombre que no conocían, muy bien

trajeado: pantalón de vestir con raya perfecta, negro e impecable, zapatos con suela de caucho, un largo sobretodo oscuro y guantes de cuero. Sostenía un maletín en la mano derecha y llevaba un sombrero de ala ancha apretado en el pecho, encima de una corbata azul con rayas. Quizá lo que más llamó la atención de las muchachas fue la mirada en sus ojos: de un castaño oscuro, secreto y penetrante. Y la expresión dura de su rostro anguloso, de rasgos anglosajones y piel algo curtida por el sol. Llevaba su cabello castaño claro muy corto. Parecía ser muy joven… lo que sí, era alto. Tanto como la puerta, y casi tan ancho de hombros como la misma.

—… buenos días. —balbuceó Miranda, sorprendida. —Buenos días. —contestó el hombre, con acento británico en una

voz difícil de clasificar, pero muy atractiva— ¿Es usted la señorita Willhemina Bancroft?

Ninguna de las dos reaccionó enseguida. Mina carraspeó cuando pudo dejar de impactarse con la silenciosa aura de control absoluto que aquel sujeto había desparramado en su oficina con su sola presencia. Miranda señaló con un dedo incrédulo a su amiga:

El hombre avanzó hacia ella y puso el sombrero sobre el escritorio para saludarla con un apretón que por poco no le rompió los dedos.

—Señorita Bancroft, un verdadero placer. Mi nombre es Russell Harris, soy abogado.

Abogado, ¿Eh?

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Una tarjeta blanca apareció después en el escritorio. El apretón había terminado, pero por un momento ella no pudo escapar de la impresión hasta que no recordó el significado de la palabra “ABOGADO”. Un abogado era una persona a la que visitabas cuando tenías problemas con la ley, o que te visitaba cuando alguien quería tener problemas contigo. En ese momento, Mina miró con terror a su amiga Miranda y notó que la otra le estaba diciendo adiós con la mano.

“¡No!” pensó Willhemina, tratando de enviarle un mensaje telepático a la otra “¡No te vayas, Miranda, no me dejes sola con este sujeto!”

Pero su amiga ya había salido y la puerta estaba cerrada. — ¿Quiere sentarse? —ofreció Mina, con un carraspeo. —No se asuste, señorita Bancroft. No vengo a causarle problemas.

—se disculpó el hombre, con una sonrisa más accesible— Necesito hablarle de unos asuntos muy importantes, le aseguro que no tiene por qué temer.

Ella se sonrojó un poco. ¿Es que era una persona tan transparente? Los dos tomaron asiento, y el abogado depositó su maletín negro

sobre el escritorio, lo abrió y extrajo un fólder beige. —… ¿Qué asunto lo trae por aquí? —comentó la chica, nerviosa. —Tengo que hablarle de su padre, Richard Bancroft. —empezó él. Willhemina se quedó estática. Hacía mucho que no veía a su padre

y que no sabía nada de él, ¿Qué habría sucedido, que obligaba a un abogado a ir por ella? Richard era documentalista, trabajaba en todo el mundo y apenas sí estaba en Inglaterra un par de semanas al año. Tras el fallecimiento de su madre, Mina acabó bajo la tutoría legal de su padre, pero vivió con la familia de una tía hasta alcanzar la mayoría de edad. Recordaba haber hablado por teléfono con él en muchas tristes Navidades, pero podía contar con los dedos de una sola mano la cantidad de veces que lo había visto en los diez últimos diez años. No tenían una mala relación, porque cada vez que era una ocasión especial (su cumpleaños, Pascua, Navidad, sus graduaciones) siempre recibía un obsequio, pero tampoco eran lo que se dice "cercanos".

Lo injusto era no haberlo vuelto a ver en cinco, como mínimo. Y ahora, este hombre vestido de negro venía a visitarla, para hablarle de su padre. El abogado siguió ordenando sus papeles por unos segundos, como si los leyera de nuevo.

— ¿Qué pasa con mi padre? —acabó por decir ella, desconfiada. —Señorita Bancroft, detesto ser heraldo de tan malas noticias,

pero… es mi deber que le informe que su padre ha fallecido. Mina parpadeó varias veces. — ¿Cómo? —dijo, con gran impresión— ¿Cuándo?

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—… hace cinco años, en Melbourne. La chica frunció el ceño. ¿Australia? ¿Muerto? Pero si Richard

tenía una salud más que excelente, ¿Qué podía haberle pasado? Sin mencionar el pequeño detalle:

— ¿Cinco años? ¿Y por qué apenas me estoy enterando ahora? —se quejó, sin saber si echar a llorar o no.

—Bueno, puede parecer que la hija de un conde sería más fácil de localizar, pero no es así. —Harris la miró con fijeza, y enserió sus ojos— Su padre falleció hace cinco años. Fue un desafortunado accidente de tráfico, en Melbourne, como le dije. Tenía un testamento y contrató a mi bufete para que nos hiciéramos cargo de hacerlo cumplir; una de las cláusulas dice claramente que yo no podía notificarle del hecho hasta que no hubieran pasado por lo menos cinco años de su fallecimiento, lo cual es… hoy mismo.

Eso explicaba menos que nada. Sintió como los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no podía

llorar. —Creo que se está confundiendo, mi padre no es... era conde de

nada. Él era un simple documentalista. —Le aseguro que no estoy diciendo tonterías. Aquí tiene, esta

copia del testamento es suya. Su padre le dejó algunos bienes y ya está en condiciones de cobrarlos. —el abogado le tendió el fólder beige, y lo abrió para que ella le echara un vistazo a los documentos— Ahí están todas las especificaciones, verá que no estoy inventando nada.

La chica tomó la carpeta, y miró con distracción los documentos. Muerto. Richard, muerto. ¿Cómo habían podido pasar cinco años sin...? —A ver, explíqueme un poco todo esto; ¿qué clase de bienes dice

usted que dejó? Mi padre hacía documentales. —comentó ella, y pasó una hoja tras otra con la mirada vacía— ¿Qué tanto puede haber reunido en…?

Se detuvo en seco cuando vio un número. Un número imposible. Acercó el documento a su rostro, muda de la impresión. ¡Jamás en su vida había visto tantas cifras juntas!

— ¿Cómo…? ¿Qué…? —balbuceó— ¿De dónde…? El abogado sonrió. Fue una sonrisa astuta. —Señorita Bancroft, su padre era un hombre muy rico. Le dejó

dinero, y también una mansión en el campo. —anunció, y se inclinó un poco hacia la mesa— Ahora, es sobre la casa que me gustaría hablarle, precisamente. Hay una serie de cosas que usted debe saber…

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2. El Juicio (la que anuncia cambios favorables en la vida de las personas) Mina suspiró pesadamente, nerviosa. Miranda tuvo que cancelar la fiesta de cumpleaños. Mina no estaba

para tomar o bailar, se acababa de enterar de que su padre tenía cinco años muerto. El abogado había convenido con ella de pasar a buscarla por su departamento aquel día sábado, después de dejarle los documentos del testamento y ponerla al corriente sobre algunos detalles. Pasó todo el jueves y el viernes leyendo aquellos papeles, y más de una vez pensó que había muchas cláusulas ridículas en ese escrito. Por ejemplo: “…que la heredera Lady Willhemina Rose Bancroft abra por su propia mano la reja frontal del Castillo Bancroft…” , o el hecho de que su padre hubiera pedido que se esperase tanto tiempo para que descubriera su deceso. Además, ¡si fuera una noble inglesa, alguien se lo habría dicho!

¿Por qué ocultárselo? ¿Qué ganaba Richard? —… esto es demasiado raro. —murmuró, echándole la

decimotercera mirada a los papeles que sostenía en la mano, dentro de una carpeta— Tiene que haber un error, la Reina conoce a todos sus nobles, yo… ¡Yo no puedo ser noble! Ni siquiera sé cuál es el protocolo en un caso como éste, me siento…

— ¡Calma, Mina, cálmate! —le dijo Miranda. — ¡Pero tampoco existe el Castillo Bancroft! ¡Lo googleé! —Tal vez es una casa muy grande y le dicen “Castillo” para que

suene más importante. ¿Qué sabemos? Si es tan viejo como dicen esos papeles, tiene que figurar en alguna parte, no es posible que Google no pueda encontrarlo. —se quejó la otra chica, con las manos en la cintura— ¿Estás segura de que lo escribiste bien?

— ¿Acaso hay muchas maneras de escribir “Bancroft”? —… quizá sea un asunto privado. No sabemos, por las dudas

tengamos los celulares encendidos, no sea cosa que este “abogado” nos secuestre o algo, ¡Figúrate que sea parte de un engaño!

—Es lo que estoy temiendo… —suspiró Mina, con decepción. La rubia regordeta tampoco terminaba de creérselo, pero los

papeles eran oficiales y estaban firmados y lacrados por un juez de Sidney, Australia. Cuando Russell Harris dejó la oficina de Mina, ésta había corrido a contarle a su amiga todo lo que habían hablado, y fue el turno de las dos de quedarse muy sorprendidas. Sin contar cómo saltó y gritó Miranda, cuando las dos cayeron en la cuenta de que Willhemina era muy rica, ¡Quizá diez veces más rica que el dueño de la empresa

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donde trabajaban! Ahora sí que le valía nada el enojo de Charles Windfield, o el contrato con los japoneses. ¡No tendría que volver a trabajar nunca más!

Pero no saltaron de alegría hasta no haber comprobado oficialmente todo eso en la cuenta bancaria de Willhemina. ¡Un número con una increíble línea de ceros igual a la que figuraba en el testamento de su padre apareció en su saldo, y de pronto el gerente de su banco la llamaba con una tremenda dulzura para invitarla a tener una charla! Mina tenía la sonrisa estampada con bótox desde aquel momento, prácticamente.

— ¿No es tarde, ya? —preguntó la flamante millonaria, alterada. —Tranquila, es australiano. No tiene sentido de la puntualidad más

que para el té, si es que lo toma. —bromeó Miranda, con ironía— Vendrá, ahora eres una mujer rica y él parece muy profesional. Sin mencionar que es muy atractivo, además.

—Miranda, ¡No quiero ser secuestrada y golpeada por un estafador que me obligue a transferirle mi dinero a una cuenta en las Caimán! —decidió la heredera, con voz cortante— Y no lo mires a los ojos. Le hace algo a la gente cuando la mira a los ojos, sé lo que te digo. Es como si estuviera analizando por dónde atacar, me recuerda a una serpiente.

—Después de Michel, todos los hombres te van a parecer víboras hasta que encuentres al indicado. —comentó la otra, y se hizo viento con la carpeta del testamento— ¿Qué clase de coche crees que tenga?

—Apuesto a que uno negro. —sonrió Mina, con picardía. El sonido de una bocina sacó a las chicas de su charla. Mina y

Miranda habían decidido ir juntas en ese pequeño viaje; Russell dijo que lo podrían cubrir fácilmente en tres horas, o tres y media dependiendo del tráfico. Como no sabían bien qué usar para ir al campo, las dos decidieron vestir casuales con jeans y suéteres al tono, y unas abrigadas chaquetas para combatir el frío. El abogado le había pedido expresamente a Willhemina que hicieran unas maletas, porque tendrían que pasar el fin de semana en el Castillo Bancroft. El testamento de Richard así lo especificaba.

Una camioneta oscura apareció en el bajío de la calle. Las muchachas se quedaron quietas a la espera de que el vehículo se les acercara lo suficiente, y se miraron una a la otra cuando por fin estacionó con suavidad a su lado. La ventanilla se bajó con un zumbido eléctrico, y la mirada oscuradel abogado apareció por encima del cristal. Iba tan deportivo como ellas dos; parecía un muchacho común como cualquier otro, no el intimidante sujeto estirado de la primera impresión…

— ¿Todo listo? —les preguntó, con una sonrisa que Miranda amó.

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Él bajó de la camioneta para subir el equipaje a la parrilla. Mientras tanto, ellas se montaron en el vehículo, ambas en la cabina trasera. Cuando iba a cerrarles la puerta, Russell se asomó afirmándose en el techo y las miró con ironía.

—Alguna podría ir adelante. No muerdo. —dijo, de buen humor. Miranda estuvo a punto de hacerlo con mucho gusto, pero

Willhemina la sujetó discretamente por el brazo y carraspeó, castigándola en silencio. Se asomó delante de su amiga y sonrió con displicencia al joven.

—Eso sería inapropiado. A usted aún no lo conocemos de nada. Mejor llévenos a donde sea que vamos antes que sea mediodía, ¿Por favor?

El abogado las miró con una expresión distinta. Parecía decepcionado.

—Lamento haberles dado una impresión equivocada. Willhemina, soy el representante legal de tu padre, me llamo Russell James Harris. —se presentó nuevamente, y tendió la mano hacia el interior del vehículo. Mina se frustró al tener que volverle a saludar cortésmente, como si fuera un necio juego de niños. Sin contar, además, que fue otro de esos apretones como para romper huesos— Pero me pueden decir Russell, o Russ. Tengo veintinueve años, vivo en Sidney, Australia; me gusta AC-DC y tengo un perro de caza que se llama “Frisk”. No fumo ni bebo, y me gustan los casos peculiares, como el que me ha traído hasta Inglaterra para verte. ¿Ahora nos conocemos mejor en tu opinión, Lady Bancroft?

—Le puedes decir Mina, le gusta que le digan Mina. —soltó Miranda.

— ¡Miranda! —se quejó la aludida, en voz baja. Russell sonrió, y se tocó el ala del sombrero en un saludo. —Creo que tu amiguito no puede ir en el techo. Se va a helar. Le dio a la chica la jaula en cuyo interior se revolvía furiosamente

alguna clase de criatura extraña que gemía descontenta y chillaba con fuerza. Su hurón.

— ¡“Mistletoe”! —exclamó Mina, con espanto. La chica recibió la caja en sus brazos sin mudar la expresión seria,

y abrió la puertita de reja para constatar que su escurridizo hurón mascota estuviera sano y salvo.

Cuando Mina se dio cuenta, ya iban por la mitad de la calle dirigiéndose a una concurrida salida de Londres. En cuestión de escasos cuarenta minutos, los edificios de cemento y cristal quedaron en la lejanía y fueron sustituidos por hileras de casas idénticas, algunas plazas, industrias y finalmente, el campo abierto. Mina se arrebujó en el

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asiento mientras Miranda conversaba muy a gusto con el conductor, sus ojos dorados se perdieron en la línea donde el horizonte que se ceñía al cielo. La autopista estaba en muy buen estado, así que disfrutarían de un viaje placentero (el abogado había puesto un poco de música para amenizar el ambiente, y funcionaba). “Mistletoe” se durmió en su jaulita, extraño porque al hurón no le gustaba estar ahí. Mina se distrajo con las vacas, cientos de puntos de color negro, blanco y marrón salpicando el profundo verde de los pastizales, y no pudo evitar preguntarse si su casa de campo se parecería a aquellos lugares tan pintorescos y tranquilos. ¿Habría vacas, cabras o cerdos? ¡Y caballos! Mina amaba los caballos, ¡Quería tener alguno en su nueva casa! Ojalá que hubiera.

Sopló con fuerza para alejarse un mechón de pelo de los ojos. Ah, sí. Russell Harris le había mencionado que el “Castillo

Bancroft” estaba en el campo, y tenía varias hectáreas de parques y unas parcelas de tierra labrada dentro de la propiedad. Ese miércoles que hablaron por primera vez sobre todo el asunto, el abogado no le explicó mucho. Cuando dijo “Hay algo que tienes que saber sobre esa casa…”, se refería nimiedades y unas cuantas normativas de la Sociedad Histórica que no permitían hacer nada destructivo con la casa o los alrededores. Comprensible, se sobreentendía que el Castillo era un lugar muy viejo y muy importante en aquella región de Inglaterra, pero entonces…

¿Por qué no figuraba en ninguna parte? Le había perdido un poco el miedo a Russell ahora que escuchaba

su vacía charla con Miranda. No parecía ser peligroso, más allá de que su estatura fuera intimidante y atractiva, pero no podía sacarse de la cabeza lo extraño de toda la situación.

Fueron por la ruta de Northampton, en cuestión de menos de dos horas dejaron atrás Coventry y Birmingham. Se acercaron discretamente a Walsall, pararon a llenar el tanque de combustible en Stafford y finalmente el abogado anunció que faltaban menos de cincuenta kilómetros para llegar a Northwich, el pequeño pueblo que tenía de satélite el Castillo Bancroft. Menos de una hora después, los nervios empezaron a subir por la columna vertebral de la heredera.

—Helo ahí, detrás de la arboleda. —comentó Russell, y estiró el brazo a través de la camioneta para señalar hacia la derecha— El Castillo Bancroft. Tenemos que rodear el pueblo para llegar.

Mina y Miranda estiraron los cuellos, pero por más que lo intentaron sólo se veían un par de pináculos de tejas azul oscuro y deslucido emergiendo entre las copas de unos altísimos abedules protectores, y nada más. Realmente decepcionante. Pero para Mina,

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aquello fue digno de una emoción asombrosa y extraña: ¡Quizá no fuera un castillo medieval, pero era una casa enorme si tenía torres con pináculos!

Y decididamente, un lugar así tenía que figurar en Google…

****** —Dios Mío, ¡Es enorme! —dijo Miranda, con los ojos como

platos. Mina todavía no había dicho nada. Estaba estupefacta. ¡Era decir poco! Comprendió enseguida por qué lo llamaban

“Castillo Bancroft”: no era tan grande como un verdadero castillo, pero tenía un toque de arquitectura medieval en su exterior. Era bello, se veía gigantesco desde donde ellas estaban, y eso que se encontraban a más de quinientos metros de la casa en sí misma. Un vistazo rápido decía que tenía por lo menos ochenta habitaciones, y que era tan grande como un estadio de soccer. Lo veían de lejos, no se podían apreciar en su totalidad los detalles de los ornamentos y la decoración de la piedra tallada del exterior, pero el tono gris mohoso de la construcción no resaltaba mucho en un paraje que ya era de por sí bastante gris y nuboso, triste; y contrastaba con el feroz verde de los setos de hoja perenne. Un sendero de piedra laja blanca (tan resplandeciente que parecía nueva) se dirigía sinuosamente hacia la entrada principal, escoltado por un gran número de estatuas de yeso o mármol blanco con la forma de ángeles guerreros en poses de guardia.

Mina se aferró a la gruesa reja negra del muro exterior, sus ojos dorados reflejaron por un instante todo lo que pasaba por su cabeza: la más pura y auténtica emoción.

Russell Harris echó llave a la camioneta y la dejó estacionada junto al sólido muro de piedra gris enmohecida. Traía su maletín en la mano, y un gran fólder azul en la otra. Se aproximó a las mujeres con una sonrisa extraña y se quedó admirando la sorpresa de ambas sin prestarle atención al Castillo. Al cabo de un rato, carraspeó tan alto que logró arrancarlas del embeleso, y le ofreció a Mina esa carpeta azul que tenía varias cosas dentro.

— ¿Más papeles? —se quejó ella, escandalizada. —Son los planos de la propiedad. Creo que vas a necesitarlos,

podrías perderte. —comentó el abogado, y dirigió una ojeada algo desconforme hacia la casa gris del fondo del camino— Es un sitio muy viejo, construido de una manera algo extraña para su época. Las cosas tienden a cambiar dentro de él, o la gente tiende a creer que han

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cambiado... no sé qué es peor ni qué es cierto, pero quiero que le eches un vistazo a esos planos antes de largarte sola a explorarlo, ¿Sí?

— ¿Tú has estado en la casa? —inquirió Miranda, curiosa. —Sí… un par de veces. — ¿Y cómo es? —insistió la rubia regordeta, emocionada. Russell suspiró y su entrecejo se frunció un poco por debajo del ala

de su sombrero. — ¿Quieres la versión corta? —musitó, encogiéndose de

hombros— Es aterradoramente encantador. Sofocante. Pero no importa lo que yo piense, es una belleza.

Mina y su amiga no entendieron muy bien el significado de esas palabras. La heredera dobló bajo su brazo el fólder con los planos y levantó el bolso de su equipaje y la caja donde llevaba a su pequeño hurón. Russell buscó en el bolsillo de su chaqueta hasta extraer una gruesa bolsa de terciopelo negro, y se la tendió a Mina.

— ¿Y eso? —soltó ella, con el ceño fruncido. —Deja el equipaje, yo me encargo. Esto tienes que hacerlo tú. —

fue todo lo que él le quiso decir. Miranda la miró con sus castaños ojos muy abiertos, y Mina se

encogió de hombros. Le entregó su bolso y la jaula de “Mistletoe” al abogado y recibió a cambio esa bolsita. Un cordón con borlas de hilo plateado la cerraba, pero contenía algo pesado en su interior. Con cuidado, la chica abrió la bolsa y metió la mano. Una llave de bronce.

Enorme, labrada con arabescos y florituras de la época medieval, de un brillo exquisito. Parecía nueva, pero no lo era. Mina se esforzó por sostenerla en su pequeña mano sin que su exagerado peso le venciera el pulso, y acarició con la yema de sus dedos el pulido diseño de la cabeza y el mango. Era suave y hermosa, perfecta. Una sonrisa se hizo en sus labios, y se dirigió a Russell una vez más.

— ¿Es por el testamento, tengo que abrir la reja yo misma? —dijo. —Así es. —contestó el muchacho. — ¿Y a quién le importa si no lo hago yo? Sólo estamos nosotros

tres aquí, no es como si... El abogado entrecerró los ojos, molesto: —Lo dice claramente el testamento de tu padre, y mi presencia

aquí es solamente para comprobar que lo cumplas tal como dice. Tu amiga es el testigo, por eso dije que podía acompañarnos. Mina, no estaría molestándote si no fuera importanteç. Sé que es un poco absurdo, pero… es importante que se haga tal como Richard Bancroft lo dejó escrito. —aclaró Russell, con una seriedad que rayaba lo solemne— Es perfectamente legal. He visto testamentos con requerimientos aún más ridículos.

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—De acuerdo, de acuerdo… —aceptó la chica, con un bufido. En realidad, estaba tan nerviosa que tenía miedo de dejar trabada la

bella cerradura de la puerta. Un enrejado perfecto, de hierro forjado con las mismas y exuberantes florituras de la llave, con delicadas y fabulosas flores de metal broncíneo que el tiempo se había encargado de oxidar en tonos de verde hasta quitarles el brillo. La boca de la cerradura era un rostro animal y entre los dientes tallados estaba el hueco para insertar la llave. Mina la hizo girar en el sentido de las agujas del reloj, hasta que un oxidado “clac” sonó dos veces, y con un tercero la reja quedó liberada.

No sucedió nada extraordinario. “¿Qué esperabas que pasara?” se rió Mina, para sus adentros

“¿Que apareciera algún viento sobrenatural y susurrara en tu oído alguna cosa extraña? ¡No es un castillo embrujado, tonta!”

—Muy bien. —convino Russell, más relajado. Miranda y Mina empujaron las rejas hacia atrás, para abrir el paso. —Podemos dejarlo abierto, alguien se encargará de cerrarlo luego.

—les avisó él, y avanzó a paso rápido cargando todos los bolsos. No parecía que el peso de casi treinta kilos innecesarios de ropa de invierno le molestara en absoluto— Síganme, ahora viene la mejor parte.

Mina guardó de nuevo la hermosa llave dentro de su bolsa de terciopelo y la metió en su bolsillo, con ceremonia. Se preguntó qué más le deparaba en su pequeña aventura de fin de semana… el abogado parecía muy apurado por decirles algo, o por mostrárselo. ¿Y si el Castillo Bancroft estaba embrujado? Todas las casas de la nobleza tenían alguna leyenda de fantasmas: el Castillo de Glamis era el más famoso, el mismo Castillo de Windsor (se decía que en sus pasillos rondaban varios espíritus errantes); ¡Hasta la gloriosa Torre del Palacio de Buckingham tenía su propio fantasma personal! La chica no pudo evitar sonreírse con divertimento, pero la mueca se le borró de los labios en cuanto cruzó adentrándose en la propiedad.

Creyó escuchar algo detrás de ella. Un susurro de viento helado y hojas secas, un murmullo bajo y

gutural. — ¿Mina? —la voz de Miranda la hizo mirar al frente. — ¿Eh? —la joven heredera se quedó estática, algo aterida de frío —… le estaba preguntando a Russ cosas sobre la casa, ¿No crees

que tú, como la dueña de todo esto, tienes que prestar atención? Deja de perder el tiempo ahí atrás, ¡Me congelo! —se enfadó su amiga. Luego se volvió hacia el joven abogado con una sonrisa deslumbrante, y juntó las manos en forma de plegaria a la altura de su pecho— Sígueme contando de esa enorme chimenea que dices que hay…

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Russell miró a Mina, hasta que la chica igualó sus posiciones con un paso rápido y algo asustado. Entre las mujeres, era tan alto que ninguna de las dos le llegaba siquiera a los hombros. Con tranquilidad, el muchacho retomó el paso y con ello la conversación, explicándole a Miranda una tontería sobre la calefacción centralizada estilo antiguo de la mansión. Mina guardaba silencio y de vez en cuando se volvía a mirar sobre su hombro, con desconfianza.

Al final, Russell se interrumpió y le preguntó: — ¿Pasa algo, Mina? —No, no… es sólo que me quedé pensando. Dejamos abierto el

portón, ¿Quién se supone que lo va a cerrar? ¿Vive alguien aquí? —tuvo que mentir ella, preocupada.

—Por supuesto. Desde hace generaciones, el Castillo Bancroft ha estado vigilado y bien atendido por una horda de empleados. Hoy en día sólo quedan tres: un mayordomo, una cocinera que hace las veces de mucama y el jardinero. —contestó el abogado, avanzando en rápidas zancadas que Mina y Miranda nunca podrían igualar— El jardinero cerrará el portón más tarde, o le pediremos que lo haga. No te preocupes.

— ¿Qué tan… antiguo es este lugar? —inquirió Mina. La chica se fijó de pasada en la intimidante posición de esos

ángeles guerreros de yeso. Y en el rabioso verde vivo de los ligustros perfectamente cortados que formaban un impecable muro detrás de ellos, flanqueando el camino. Se preguntó en silencio qué cosas habría detrás de esos arbustos, impenetrables como una pared de hormigón.

—El Castillo data del siglo XV. Pero las tierras son más antiguas; en cuanto a propiedad, claro. Tu familia las ha tenido desde temprano el siglo XIII. Primero sólo era un feudo mediocre, con el correr de los años se volvió un condado de gran poder económico. Por eso fue que tus antepasados decidieron construir la casa, es… una historia interesante, pero me temo que no puedo contártela todavía. —explicó Russell, algo contrariado.

— ¿Eso también está en el testamento? —se burló la chica. —… curiosamente, sí. Mina y Miranda se miraron por detrás del abogado. Aunque él se

dio cuenta, no dijo nada a propósito de la burla. — ¿Y cuándo me lo podrás decir? ¿Dentro de otros cinco años? —No tendrás que esperar tanto esta vez. Si todo sale bien, no te

hará falta saberlo. Y si no, el lunes a primera hora te lo contaré todo, lo prometo. —aseguró Russell, y sonrió de una manera que hizo más notorio el hecho de que él sabía algo que ellas dos no— Por ahora, limítate a pasar un buen fin de semana en tu nueva casa.

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—No entiendo nada… —murmuró la chica, decepcionada. — ¡Mina, Mina, Mina! —se quejó Miranda, y dio la vuelta por

detrás para ir a colgarse de los hombros de su amiga— ¡No te preocupes! Tenemos toda una mansión inmensa para nosotras solitas, ¿No te parece genial? ¡Deja los detalles a un lado, y empieza a vivir como una persona asquerosamente rica!

— ¿Y cómo hago eso? —se quejó la aludida— No sé vivir como una persona rica, sólo estaba "bien" hasta hace unos días.

—Los ricos siempre están haciendo remodelaciones, gastando dinero en cosas que no necesitan. ¡Hagamos proyectos inútiles! Como quitar ya mismo todos estos horribles ángeles de yeso, para empezar, ¡Son escalofriantes, me recuerda a un cementerio! —murmuró Miranda, en un cuchicheo.

—… no sé, a mí me parece que pegan con la casa. —discrepó Mina— Y por otro lado, los documentos de la sociedad histórica dicen que hay cosas que no se pueden modificar.

Se detuvieron en una rotonda de lajas blancas que decoraba el frente de la casa con un espacio para estacionar. En efecto, estar ante la imponente presencia de la entrada del Castillo era, en cierto modo, una experiencia sofocante. La piedra gris del exterior no estaba enmohecida, en realidad, sino que había sufrido los efectos del musgo y la espesa humedad de la planicie. La construcción era altísima: debía tener el tamaño de un edificio de cuatro pisos, pero solamente se veían tres hileras de ventanas delgadas en fila en todo el frente, y las torretas en las esquinas y sobre la entrada. Si de lejos se veía como un castillo, de cerca era mucho más espectacular y deslumbrante, ya que en efecto la arquitectura recargada de la casa guardaba mucho parecido con las almenas y ornamentos medievales. Una fila de gárgolas de piedra en el borde del techo le daba aspecto fiero y aterrador, pero como no había una tormenta de rayos desatándose en esos instantes, no se podía decir que fuera siniestro.

El silencio cayó por sí solo sobre los tres espectadores, y quedó flotando en el aire por un rato largo.

—Waho. —fue todo lo que las chicas pudieron decir, sorprendidas. — ¿Entramos? Hay amenaza de nieve en cualquier momento y yo

estoy hambriento. —sugirió el abogado. “¿Nieve?” pensó la chica de cabellos negros, con el ceño fruncido

“¡Es cierto, ya casi se acaba el invierno, la última gran nevada! ¿Cómo diablos se mantiene tan verde todo esto?”

Russell apremió la situación con una sonrisa invitadora. Por esa sonrisa, Miranda quizá lo habría seguido al fin del mundo.

Mina solamente se dignó a asentir con la cabeza, y lo acompañaron

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hacia el porche techado de la casa. Una enorme puerta de madera doble hoja adornada con dos gruesos grilletes de hierro tallado cerraba el acceso, así que Russell hizo un gesto de invitación a la heredera para que tuviera el honor de ser la primera en pasar.

—Está abierto. —aseguró. Con un suspiro nervioso, Mina acomodó mejor la jaula donde

llevaba a“Mistletoe” y estiró la mano hacia el anillo que oficiaba de cerradura. Se deleitó por menos de un segundo con la exquisita talladura de la madera oscura, y el reluciente barniz… con un empujón que le costó todo su aliento, logró abrirse paso y un aire caliente salió como un remolino desde el interior. Olor de la madera quemándose y una antiquísima tradición de lujo inglés medieval le chocaron en el rostro.

El amplio hall que servía de vestíbulo era precioso, con paredes cubiertas de adornos y paneles de madera de algarrobo oscuro. Y toda la decoración era más o menos a tono, dándole un apacible color amarillento. Parecía el escenario de una película de época, ¡Hasta tenía una fuente que chorreaba agua con galanura en el medio! Y un trío de estatuas de piedra gris oscura flanqueaba la bella fuente, como custodiándola. Una enorme arcada sin puerta iba a lo que parecía ser la sala de estar (o antesala) más grande que se hubiera visto jamás, del mismo color amarillento-ambarino característico de la antigüedad.

Lo que llamó más la atención de la chica no fue sólo la belleza del interior del Castillo (lo poco que acababa de ver ya era maravilloso), sino la presencia de tres personas en el arco que conducía a la sala, tan solemnes a primera vista como la casa misma…

El primero era un hombre alto y de mirada severa, de cabello cano y bigote fino y anticuado, que vestía un traje de etiqueta con todo y corbatita de moño. La segunda era una chica joven, asiática, con una sonrisa impecable y encantadora y el cabello oscuro cortado con un flequillo recto sobre su mirada fría de ojos negros; vestida con un uniforme de empleada doméstica. El tercero era un chico no muy alto pero sí muy fornido, de cabello rubio algo largo y rizado y unos lindos ojos azul claro con una línea de pecas sobre la nariz, que traía puesto un pantalón de mezclilla con tiradores y un abrigado suéter de lana tejida.

Todos se veían… muy a tono con la casa, a decir verdad. “Parecen muñecos de plástico.” pensó Willhemina, pasmada.

“Nadie puede ser TAN perfectamente estereotipado como estos tres, ¿Qué diablos…?”

—Bienvenida al Castillo Bancroft, milady. —saludó el hombre mayor, y se inclinó en una pequeña reverencia hacia la chica de cabellos negros. Los otros dos le siguieron el gesto (la chica extendió su falda), sin mudar sus sonrisas deslumbrantes— Estamos todos muy contentos

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de tenerla aquí. Soy el administrador de la casa, el señor Tombstone. Yo me encargo de que los empleados hagan lo que tienen que hacer.

—Encantada… —saludó Mina, a punto de reírse por la reverencia. Ella tenía toda la intención de saludarle con un apretón, pero el

señor Tombstone le tomó los dedos con sumo cuidado y dejó un apreciativo beso en el dorso de su mano. Muy clásico y muy inglés, tan protocolar como todo lo que esa construcción irradiaba.

—Mi nombre es Cecile, milady. Soy la criada, y cocino. —se presentó la chica, y otra vez hizo esa reverencia— Me encargaré de todo lo que usted necesite y estaré a su servicio personal mientras viva en esta casa.

—Ah… hola, Cecile. —asintió la heredera. La mucama sonrió más, con una alegría enfermiza, y retrocedió dos

pasos a ocupar su lugar entre los dos hombres. Entonces, se adelantó el chico del overol, con una sonrisita desinhibida, y le tendió la mano a la joven de cabellos negros no sin antes hacer otra reverencia (con pocas ganas), tal como sus compañeros.

—Y yo soy Jesse, el jardinero. Me encargo del parque. —bromeó, y fue el único de los tres que tomó la mano de Mina tal como ella lo quería, y la saludó más informalmente— Así que ahora lo sabe, milady: si no es una emergencia botánica, no cuente conmigo.

— ¡Señor Hill! —vociferó el administrador, con voz de trueno— ¿Cómo se atreve?

—Señor Tombstone, en estas épocas ya no te mandan a la guillotina.

—Tal vez no a la guillotina, pero puedo despedirte. —bromeó Mina.

El jardinero frunció ligeramente el ceño al escuchar eso. Miranda y Russell se sonrieron por el chiste, y al final fue la misma heredera pelinegra la que echó a reír e hizo un gesto con la mano, para que el pobre chico rubio se relajara un poco.

—Sólo bromeaba, Jesse. Aunque tienes razón, no quisiera que me traten como una estirada, yo… no soy ninguna “milady”. Mi nombre estará en los títulos de propiedad, pero no tienen por qué tenerme miedo, se los juro. —les avisó, así todos podían respirar con más tranquilidad— De verdad, señores… y señorita; me parece que hicieron un trabajo magnífico manteniendo la casa en ausencia de mi padre, no hay motivo para tener miedo de nada. Somos gente moderna, ¿No?

—Dígaselo al señor Tombstone. —murmuró el jardinero, sarcástico.

—Señor Hill, se lo advierto. —susurró el administrador, con severidad.

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— ¡Hola! Me llamo Miranda Grant. —se presentó la rubia de la gran ciudad, como si ése hubiera sido su pie para entorpecer la tensión evidente que se había desatado de pronto entre el mayordomo y el jardinero— ¿Cómo están? Soy amiga de Mina… de Lady Bancroft, como sea, en fin. ¿Conocen al señor Harris? Es abogado.

Las presentaciones continuaron durante unos minutos (los empleados de la casa dijeron conocer al joven australiano, mas algo en sus expresiones decía que quizá no era bienvenido en el Castillo), y lo siguiente que el administrador propuso fue hacer un recorrido por el primer piso para que Willhemina y sus invitados eligieran alguna de las lujosas habitaciones de la casa para instalarse.

Todos pasaron en dirección a la gran sala siguiente, pero la dueña se quedó atrás.

Mina aún estaba impactada por la belleza del vestíbulo, y se paró a contemplar la fuente que lo decoraba. No sólo la exquisita terminación de dibujos en mosaico de colores a tono, sino aquellas tres estatuas que estaban dispuestas como custodios de cara a la puerta principal. La muchacha se acercó con aprensión, y notó que parecían ser de granito azul y lustroso, muy oscuro. Dos figuritas menudas al lado de una que era quizá tan alta como Russell, de seguro… las más pequeñas tenían forma de perros (monstruosos, de hecho, no se parecían a ninguna clase de perro que ella hubiera visto antes, pero tenían cuatro patas y una apariencia bastante similar) y la de en medio era humanoide. Tenía brazos, piernas, torso y cabeza, más una larga cola que se enroscaba en la piedra tallada que le servía de pedestal. Y cuernos: dos cuernos que daban un rodeo sobre sus sienes y orejas alargadas y se estiraban hacia el techo, lisos y puntiagudos. Un cabello de roca muy largo y trenzado (un labrado sumamente delicado, debía admitirse), y ropajes extraños, casi medievales. Sus manos de piedra se cerraban sobre el pomo dorado una espada de metal refulgente, y tenían garras largas que volvían esos perfectos dedos fríos aún más largos y estilizados.

“Grotesco.” fue lo único que Mina pudo pensar. “Grotesco y… no me agrada. Me pregunto quién lo habrá tallado, era muy hábil con el cincel.” añadió después, observando con disimulo las finas y serias facciones de ese rostro humano de piedra oscura y brillante.

—Miranda tiene razón: hay que sacar un par de cosas de esta casa. —musitó Mina, con turbación— Empezando por algunas de estas espantosas estatuas.

La rubia apareció en el arco sin puerta, agitada. — ¡Mina! —la llamó, preocupada al ver que su amiga se

demoraba— ¿Qué estás haciendo en este lugar todavía? ¡Tienes que ver la sala, no te lo imaginas! ¡ES UN SUEÑO!

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—… sí, vamos. Willhemina dedicó una última mirada a los ojos vacíos de la

estatua, y sintió frío. Abandonó el vestíbulo con la extraña sensación de que el mismo viento que había atravesado con ella la reja del muro también se arrastró por el suelo de la mansión, con una corriente gélida que reptó entre sus pies en ese instante en que se marchó para seguir a Miranda.

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3. La Emperatriz (la que habla de lujo y abundancia con distinción)

Si Lady Bancroft hubiera tenido que decir algo a favor de su nuevo

“Castillo”, quizá no habría podido hacerlo. Estaba sin palabras, era como recorrer el interior del Louvre y morirse de envidia y emoción. Cada habitación era más divina que la anterior, y cada una estaba más llena de chucherías, tapices medievales, pinturas, tesoros y estatuas que la otra. Algunos ornamentos eran preciosos, pero otros resultaban a primera vista tan grotescos como la estatua que custodiaba la fuente del vestíbulo. Mina sabía que algo tenía que estar mal, ¡Si era tan fantástico, tenía que figurar en algún lado! Y después de haberse roto la cabeza investigando y de encontrar todos los castillos de Inglaterra (verdaderos e imaginarios), había llegado a ese punto muerto en el que a la mente ya le vale cualquier cosa. Estaba convencida de que no podía ser un delirio de grandeza ni un sueño alocado y muy vívido: estaba ante la misma presencia de una fortaleza sin edad.

A primera vista, todo era antiguo. Parecía un Castillo en toda regla, ¿No? Pero conforme se adentraban más en los detalles de la decoración de, por ejemplo, la enorme antesala que tenía una chimenea tan grande como una pequeña casa, se dejaba entrever que no había un estilo definido en la arquitectura: más bien, parecía una mezcla. Se podían reconocer trazos pre-románicos, griegos, hispánicos, árabes, persas y hasta del Lejano Oriente, mezclados en fina sintonía de matices con la clásica construcción inglesa de la Edad Media.

Era simplemente fascinante, y perfecto. Luego de un estupendo almuerzo en una mesa tan larga que podría

haber servido para pasarela de un desfile de modas, y armadas con los planos oficiales de la casa, las dos amigas se aventuraron a descubrir juntas todas las maravillas ocultas en esas fastuosas habitaciones.

Una de las cosas que Mina menos se esperaba de esa casa, es que tuviera un patio interno con un maravilloso jardín de invernadero en plena virtud. Tal como había imaginado, el Castillo completo ocupaba más o menos la extensión de un estadio de soccer con todo y veredas exteriores y el interior (un perfecto rectángulo de una hectárea y media) estaba techado con una magnífica cúpula de cristal resplandeciente. El intrincado y genial diseño del oasis de invierno quitaba el aliento, sinceramente, con la belleza y variedad de flores de colores y los elaborados juegos de árboles, arbustos y césped. Todo tan verde como si fuera una primavera eterna.

¡Pero eso no era lo único!

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Mina y Miranda recorrieron por sí solas el primer piso de la mansión (más bien, el ala frontal del primer piso, no les dieron las piernas y el asombro para ir más lejos) y casi de inmediato eligieron los cuartos donde iban a quedarse. Habría sido tonto no esperar una titánica cama con dosel de cortinas en una clásica decoración de tonos borgoña y ámbar, y un completo estudio más un lujoso baño en cada cuarto… no sólo apareció eso ante sus ojos, sino mucho más. Otra vez, como en la antesala, un ambiente colmado de adornos típicos y más de esas estatuas de yeso. Ninguna de piedra, sólo de yeso blanco o barnizado, y de madera. Muchas tenían forma de ángel, y todos ellos estaban armados.

Observaron que cada pieza de madera estaba cincelada, cada piedra tallada y cada vidrio biselado, pulido y calado con algún firulete. Y no había ni una sola partícula de polvo o mancha de humedad en ninguna parte. Mina se preguntó en secreto cuánto podría valer un lugar así, si se le ocurriera venderlo.

Y como a la Mona Lisa, no le pudo poner precio. Seiscientos años de historia. Eso era invaluable. Pero entonces surgió la pregunta: ¿Qué rayos iba a hacer ella con ese lugar?

No podía irse a vivir ahí, ¡Estaba muy lejos del trabajo, de sus amigos, de Londres! Tampoco quería quedarse por mucho tiempo, la casa era tan enorme que asfixiaba. Era el fin de semana, tal como Russell Harris se lo había pedido, y listo. Tal como el testamento de su padre lo especificaba. Pero, por supuesto, no se iría hasta no haberle conocido por completo (y no sin haber comprobado si había un establo con caballos mansos) y haberle sacado a Russell toda la información que le pudiera sacar al respecto. Es decir, la casa había seguido ahí aún en ausencia de Richard Bancroft, el heredero legítimo, ¿No? Seguiría ahí sin Willhemina, seguro. La campiña y ese Castillo eran indelebles, para todo lo que durase Inglaterra como tal. Aunque, le inquietaba especialmente el motivo secreto por el que su padre o su madre nunca le mencionaron su ascendencia noble, la existencia de esa casa en su familia y ese dinero tan abundante.

Y también le molestaba mucho eso que el abogado no quería decir. No sabía muy bien qué era, pero sentía bajo la piel que en esa

mansión todos le estaban ocultando algo: Russell, el mayordomo, la mucama y hasta el simpático jardinero. Todos la observaban con cierta fascinación absurda y hechizada, como si esperaran a que ella hiciera algo que habían deseado ver por mucho tiempo, o si supieran mucho más de lo que podían decir realmente en voz alta.

Esos delirios paranoicos acabaron por desvanecerse en el aire cuando llegó la tarde, porque la hora del té vino acompañada de una visita muy especial e importante. Según parecía, varios habitantes de

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Northwich ya se habían enterado de la visita de la heredera del Castillo Bancroft y querían conocerla en persona. Mina casi tuvo un ataquecito de pánico cuando Russell se lo comentó:

— ¡No soy una celebridad! —se quejó. —Para esta gente, lo eres. Eres como la cara de Jesucristo quemada

en un panqueque: te van a perseguir hasta que se aburran o hasta que salga algo mejor. —se rió el abogado, con sorna— Quieren saber si los dejarás entrar, te están esperando. Les dije que podrían tomar el té contigo.

Mina se acercó a una ventana, en el primer piso. Observó que había un coche viejo estacionado en la entrada del muro, que no se atrevía a cruzar el cerco a pesar de que la reja estaba abierta.

— ¿Y por qué no vienen hasta acá? Está abierto. —dijo ella. —… es de mala educación entrar a una casa sin ser invitado. —

vaciló Russell, como si le hubieran preguntado algo que no sabía cómo debía responder— Necesitan estar seguros de que serán bienvenidos.

— ¿Acaso yo los invité a tomar el té? —se burló Mina, incisiva. —Touché. —sonrió él— ¿Qué deseas hacer? —No seas descortés, Mina. —la regañó Miranda, con entusiasmo. A la rubia le gustaba mucho eso de ser una celebridad,

aparentemente. Mina apenas tuvo tiempo de suspirar con resignación, y asintió con la cabeza en un gesto de tedio infinito:

—… ya me has enterrado, Russell, ¿Cómo salir de ésta sin quedar mal con la gente del pueblo? Que pasen. Tomaremos el té, charlaremos un poco y yo fingiré que soy una Condesa de verdad.

—… y luego, puedes fingir un fabuloso cansancio por el viaje, y haré que se vayan. Te lo prometo, no estarán aquí mucho tiempo si te hace sentir incómoda. —fue la promesa del joven abogado— El reverendo Pitt sólo quiere darte su Bendición.

— ¿Religiosos…? —murmuró Mina, pero Russell ya se iba. Las dos chicas se quedaron contemplando el exterior del castillo,

una muy feliz y la otra muy preocupada. Pensando en los motivos que tenía para fingir que era una aristócrata, Mina frunció el ceño y descansó un dedo en el vidrio de la ventana, señalando hacia la nada:

—Mira eso, Miranda: el seto. —comentó. — ¿Qué tiene…? ¡Oh! ¡Oh, qué hermoso! —balbuceó la otra, al

ver lo que llamaba la atención de su amiga— ¡Es magnífico! ¡Tu propio laberinto de setos! ¡Y es gigante! Y tú que me preguntabas hace un rato qué habría detrás de los ligustros, ahí lo tienes… es un detalle muy fino, diría yo.

—Y parece muy intrincado.

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—…es idéntico al que figura en los planos. ¿Crees que lo hayan estado cortando igual durante seiscientos años? —se rió Miranda— Imagina eso, una legión de jardineros recortando los árboles siempre del mismo modo… qué aburrido, creo que compadezco a ese pobre chico, ¿Cómo era que se llamaba?

—Jesse Hill. —Jesse, claro. —espetó Miranda— Ahí viene el reverendo… Mina observó que el coche viejo avanzaba por la calzada blanca en

dirección a la casa, y que Russell Harris salía hacia el estacionamiento del frente a recibir a esos invitados inesperados.

******

El reverendo Daniel Pitt miró la casa con una expresión sombría. Cada vez que pasaba frente a la reja del Castillo Bancroft, sólo

paraba un segundo o dos a mirarlo desde afuera y seguía su camino. Ése día, tenía la oportunidad de verlo más de cerca y quedarse fascinado con su encanto terrible. Ese lugar era siniestro: solamente una persona dedicada y muy especial podría ver belleza en ese entorno gris.

Solamente alguien con sangre Bancroft podía apreciarlo. Era un antiquísimo encanto demoníaco. El anciano se bajó del vehículo cuando un muchacho muy alto con

sombrero de ala ancha fue a recibirlo. La hermana Francine, una joven monja responsable de ser su chofer, bajó primero y corrió alrededor del coche para ser ella quien llegara primero a abrir la portezuela. Lo logró, pero la sombra del muchacho cubrió al reverendo y le obligó a volver la cabeza hacia arriba.

—Russell, hijo mío. —saludó el párroco, con una sonrisa cansada. — ¿Cómo está, reverendo Pitt? —contestó el joven. Usando el brazo del abogado, el viejo salió del coche y recogió su

bastón de caoba y un rosario de cuentas negras. —Igual que siempre, como este lugar. —dijo el reverendo— ¿Lady

Bancroft ha dado su permiso? —Sí, ella… es una persona muy accesible. Muy distinta a Lord

Richard, debo decir. No se preocupe. —susurró Russell, con toda la cautela que le era posible— El testamento de Lord Richard dice que debe permanecer en el Castillo el fin de semana, pero si no sucede algo importante entonces la dejaré volver a Londres sin decirle nada de esto.

—Y si algo pasa, tendremos que explicárselo. —declaró el anciano— Tenemos que sacarla de aquí cuanto antes, esa pobre niña… ¿Tiene la Llave Maestra?

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—No, reverendo… Willhemina Bancroft no tiene ni idea de lo que es esta casa o lo que representa. Ella sólo cree que ha conseguido una fortuna. —suspiró el joven, disgustado— Nadie le ha dado o mencionado siquiera la Llave Maestra. Espero que no suceda nada que amerite entregársela, o eso sólo lo hará más difícil para todos… nunca se puede estar preparado ni predecir qué va a pasar tras esas paredes.

—No ha habido actividad durante dos largas décadas. Ha estado muy tranquilo, y las líneas de energía se han mantenido en relativa serenidad a pesar de todo. —aseguró la hermana Francine, seria.

—Lo sé, pero por dos décadas Lord Richard estuvo ausente. La casa permanecerá expectante mientras no haya nadie de sangre Bancroft que pueda administrarla. —observó el joven australiano, con seriedad— Hay que sacar a Willhemina de aquí antes de que los engranajes del Destino echen a andar otra vez, o si no…

Escoltó los pasos lentos del reverendo Pitt. El viejo tosió. —Este lugar está siempre muy bien aceitado, Russell. —advirtió el

anciano párroco, con tono funesto— Reconocerá a su amo, si Lady Bancroft se queda aquí por más tiempo del que hace falta. ¿Crees que cuarenta y ocho horas sea prudente?

—El testamento debe ser cumplido, es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Cuarenta y ocho horas es demasiado, pero mientras que la chica no note nada fuera de lo normal y yo sea capaz de esconder cualquier cosa que suceda, creo que podré sacarla de aquí para el lunes y la llave regresará al sitio que pertenece.

La hermana Francine iba a la derecha del abogado, sosteniendo las manos enlazadas sobre su propio vientre, el hábito negro revoloteaba entre sus piernas. Era una muchacha bella, con la piel muy blanca y los ojos muy oscuros, quizá demasiado pálida. Y demasiado seria, indolente, por lo que se podía percibir de ella.

—Ha estado callada veinte años. Le costará despertarse. —decidió la monja, con seriedad.

—Espero que Dios la oiga, hermana Francine. —suspiró Russell. —Dios oye, Russell. Pero el problema es que el Diablo también. Y

cerca del Castillo Bancroft, oye más claramente todavía. —murmuró el sacerdote, con la misma voz gélida que la monja— Mucho más claramente.

Russell se preguntó, en su fuero interno, si el reverendo Pitt y el resto de sus corresponsales de la Orden no se estarían equivocando un poco al acusar al Castillo Bancroft con tanta facilidad. Él lo sabía bien, se dedicaba a investigar un poco esa clase de cosas, cuando tenía tiempo libre. Es decir, comprendía eso de las líneas de energía sobrenatural y que su confluencia en ciertos puntos del planeta daba sitio a la aparición

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“zonas de ventana”, y aunque él sospechaba que la casa era uno de esos lugares, se permitía dudar un poco más.

La Iglesia siempre era muy categórica a la hora de sentenciar. Y en el mundo en que él se manejaba, a veces lo categórico

terminaba por ser una equivocación que costaba vidas. Los resultados de su propia investigación y los testimonios del propio Lord Richard decían casi todo lo contrario a lo que la Orden se empeñaba en manifestar. Comoquiera que fuera, Russell sabía que tenía una misión importantísima y la cumpliría de todos modos, ya fuera porque la Iglesia lo pedía o porque el mismísimo Richard Bancroft se lo había hecho prometer.

—Disimule, Reverendo. Y sea amable con Lady Bancroft… ella es sólo una inocente joven. —advirtió el abogado, en un susurro.

El joven abrió de un empujón la pesada puerta del vestíbulo, y con una sonrisa encantadora que cambió por completo su rostro, se presentó ante la heredera del Castillo con los invitados. La verdad, ya le estaba costando un poco hacer bien el papel de abogado delante de Willhemina…

******

Mina no disfrutó aquel té de las cinco en punto tanto como hubiera

querido. El reverendo Pitt se mostraba como un típico viejito compasivo y amable, pero por debajo se podía apreciar que parecía muy a disgusto con ella y todo lo relacionado con la casa. Desde su impresionante belleza hasta el mayordomo y la mucama, el anciano puso su ojo críptico en todo y no dejó de murmurar, aunque ponía buena cara en cuanto la dueña de la casa le hacía alguna pregunta. Para Mina, el reverendo local no era más que un anciano supersticioso, se notaba que evitaba mirarla a los ojos por mucho tiempo o se recogía los bordes de la sotana para no tocar nada dentro de la mansión, al caminar.

Sí, un viejo un poquito maniático. La misión de Mina, de todos modos, era ser anfitriona. Y descubrió

que se le daba bastante bien eso de fingir que era una Condesa. —Y dígame, reverendo Pitt… ¿Quién más sabe de mi presencia en

el Castillo? —le preguntó, con cortesía. El viejo se interrumpió en sus murmuraciones (bajo la atenta

mirada de la monja) y apretó entre los dedos un rosario de madera, sobresaltado por la pregunta.

—Todo Northwich sabe que está aquí, Lady Bancroft. Esperábamos largamente que alguien volviera a habitar el Castillo. —respondió éste, serio.

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—Ah, pero qué bien… Willhemina fingió una sonrisa, y sintió que le clavaban un cuchillo

a la espalda. Las manos añosas del párroco temblaron al tomar la pequeña pinza

para levantar un cubito de azúcar y echarlo en el té. Revolvió el brebaje marrón oscuro con rapidez, con una cuchara de plata muy hermosa.

—De lo que nadie está muy seguro es de cuánto piensa quedarse. —añadió el anciano, cauteloso— Los últimos herederos del Castillo Bancroft han tenido esa manía de ser caprichosos e inconstantes. Supongo que es lo que se saca cuando la nobleza se junta con la plebe, desde luego.

Russell, del otro lado de la mesa, dio un imperceptible salto y rodó los ojos hacia él. La hermana Francine carraspeó, en tono de advertencia.

Las únicas que se perdieron el chiste fueron Mina y Miranda, que contemplaron al sacerdote con una interrogativa abierta en la mirada. Y la mismísima Lady Bancroft no supo bien si sentirse deshonrada o halagada por el comentario, hasta que se dio cuenta de ese evidente desprecio en la voz del viejo. Tuvo que decir algo a su favor, tomando diplomáticamente la palabra:

—Mire, yo no pienso quedarme mucho. No tenía idea de que este lugar existía, me enteré hace una semana. Mi padre murió lejos de aquí; y por motivos que aún no conozco, nunca me comentó siquiera que tenía una casa como esta, mucho menos un título… —el tono de su suave voz resultó agradable, pero cortante— ¿Y qué quiere decir cuando llamó “caprichosos e inconstantes” a los Bancroft?

Esa vez, el reverendo y la monja parecieron sorprendidos de constatar eso que ya el mismo Russell les había explicado: que la heredera no tenía conocimiento del Mal que había caído en sus manos.

Pitt esbozó una sonrisa ligera, que plegó su rostro en un centenar de arrugas.

—Precisamente, su padre. Se fue hace veinticinco años, más o menos. Se casó con su madre y nació usted, muy lejos de su patrimonio. ¿No le parece que eso es un poco caprichoso? —el anciano se rió, y su cascada voz rebotó en los tapices medievales— Era un Bancroft, su deber era quedarse donde se le necesitaba más. Sus propiedades requerían un administrador, y el Consejo de Northwich precisaba una palabra fuerte. Pero se fue. Y ahora la dejó a usted a cargo de todo… ESTO.

El reverendo hizo un gesto abarcativo con la cuchara, algo irritado. —Reverendo, cálmese. —le solicitó la hermana Francine, seria.

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Pareció más bien una orden que una sugerencia amable y cariñosa, como la monja lo quería hacer pasar. Russell se bebió el té de un solo trago, atisbando de reojo el rostro confundido y perturbado de Mina en la punta de la mesa. Hasta Miranda se había quedado un poco resentida por el comentario, pero al contrario de su amiga, ella lo dio a conocer con toda la cordialidad de la que era capaz:

—No quiero importunarlo, reverendo, pero está siendo descortés al hablarle de ese modo a Lady Bancroft. —dijo la rubia, con displicencia.

—Miranda, ¡Deja de llamarme así! —susurró Mina, en tono asesino.

—Le ruego disculpe al reverendo, milady. —interrumpió la monja, con una mano en su corazón.

—No me ofendió, sólo me pareció un poco... rudo. —dijo Mina, con el ceño fruncido—¡Por favor! No quiero que nadie vuelva a decirme “milady” por lo que queda del día, prefiero “señorita” si no puede pronunciar la palabra “Mina”.

“¿Y por qué Russell está de pronto tan callado?” pensó ella. —Discúlpeme, señorita Bancroft. —volvió a decir la monja. Sin embargo, la punzante expresión de la muchacha no demostraba

arrepentimiento alguno. Esa mujer era escalofriante, en más de un sentido. Miranda revolvía su té con aburrimiento y desviaba los ojos de un hablante al otro, algo resentida con su mejor amiga por el poco entusiasmo que le ponía a fingir que le gustaba ser noble. Ella no lo entendía. Se hizo un tenso silencio cortado por el retintín de las cucharas en las tazas.

Mina observó de refilón la expresión severa del mayordomo y tomó nota mental de preguntarle a él o a la mucama (que parecía más accesible) todo lo que le pudiera decir sobre los anteriores ocupantes de la mansión.

Con un carraspeo, Russell interrumpió: —La señorita Bancroft no piensa quedarse. Tiene otras

obligaciones en la capital, sólo vino a conocer sus propiedades y a cotejar todos los bienes, como lo pide el testamento. —dijo— Además, tal como ella ya lo expresó claramente… son otros tiempos. El Castillo no necesita un administrador permanente.

—Puede ser… —murmuró el viejo, asintiendo muy despacio con la cabeza— Dígame, Lady… quiero decir, señorita Bancroft, ¿Qué le parece Northwich y sus alrededores?

—Yo… aún no he ido al pueblo. —confesó ella, extrañada—Pero me gusta mucho el entorno, lo que se puede ver. Es muy… pintoresco.

— ¿Y qué le parece el Castillo?

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—Es hermoso. —eso lo contestó sin vacilación. Era difícil dudar de ello— Nunca había visto algo tan exquisito, aún con mi experiencia de diseñadora. Es fabuloso y perfecto, me parece una obra maestra del buen gusto y la elegancia. Sea quien sea el arquitecto detrás de esta belleza, lo felicito y mucho. Me encanta, de verdad.

— ¿No lo encuentra un poco… tenebroso, quizá? Russell y la monja paliducha clavaron los ojos en el viejo,

vigilantes. Mina frunció los labios y levantó su taza de porcelana fina, con

aristocracia natural. Ése iba a ser su primer sorbo en toda la tarde, un sorbo de té ya frío y sin gracia, pero no le interesaba el sabor o la calidez de la bebida, sino lo que la acción implicaba: un motivo para perder la mirada en otro lado, y concentrarse en sus propios pensamientos.

—… es intimidante, diría yo. —comentó, al final. — ¿Ha oído ruidos, o visto cosas fuera de lo común? —insistió el

viejo. —No entiendo, ¿Qué clase de ruidos? —Voces. Susurros, golpes. Chirridos, quejidos, aullidos… esas

cosas. Sonidos que no provengan de ninguna parte o de todas al mismo tiempo, vientecillos inexplicables, sombras deslizándose en los pórticos. —explicó el clérigo, con una chispa de interés en sus velados ojos azul oscuro.

Willhemina quiso mantener la compostura ante la presencia de sus invitados, pero echó a reír y Miranda la acompañó. Pero los otros dos invitados más jóvenes no hicieron mueca alguna, ni tampoco el sacerdote; el reverendo Pitt continuaba con la mirada fija. Mina se puso colorada y se calló casi enseguida.

—Lo siento, reverendo, pero… no he estado en el Castillo tanto tiempo como para preocuparme por los fantasmas, y creo que tampoco me voy a quedar lo suficiente como para conocerlos. —tuvo que decir, con cierta aprensión.

La chica carraspeó y escondió el rostro detrás de la diminuta taza de porcelana.

—Hum. —el anciano meneó la cabeza, con desaprobación. — ¿Por qué pregunta esas cosas? —dijo Miranda, tan avergonzada

como Willhemina de su propia reacción— ¿Acaso hay… alguna leyenda sobre el Castillo, o algo?

—No, no… —el reverendo Pitt quiso sonreír de nuevo, pero no le salió tan bien como quería— Es sólo que es una casa muy antigua. Es muy fácil que una persona se pierda a sí misma entre tanto lujo y tanta vanidad. Se dice que algunos de sus primeros propietarios enloquecieron

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con el retiro y la soledad. Es un lugar muy grande y demasiado callado para cualquiera.

—Mina no lleva aquí tanto tiempo. —decidió Miranda, perpleja. —No hace falta creer en todas las historias. —suspiró el anciano. —Son sólo historias. —aseguró la monja, con esa voz severa y

cortante que venía a desentonar con el estado de ánimo general— No se preocupe, señorita Bancroft. La casa es suya ahora, usted tiene el control.

El comentario hizo mella en la heredera. Mina asintió con la cabeza y sonrió. Era la conversación más extraña que había tenido en toda su vida; algo en ese sitio inspiraba a pensar mucho en las historias de fantasmas, en monstruos sobrenaturales y en toda clase de leyendas de la Antigüedad. No se podía aspirar ni un centímetro de ese aire con suave olor a madera en el fuego, sin sentir por un instante que estabas en otra época.

En medio de otro silencio, Mina cerró los ojos. Russell tomó eso como la señal para pedirle a los invitados que se

fueran. Parecía una buena idea traer al párroco de Northwich para que le hiciera un examen por dentro al Castillo (el primer clérigo que entraba en mucho tiempo, según se sabía) al principio, pero ahora empezaba a darse cuenta de que ese anciano obsesivo podía hacer que todo se fuera al carajo. El plan, según tenía entendido, era sacar ilesa a Lady Bancroft de la casa, no permitir que ésta se adueñara de ella antes de tiempo, o poner a la chica sobre alerta. El joven australiano se puso entonces de pie y carraspeó, y la monja hizo lo mismo. Mina y Miranda acompañaron el gesto, tomadas por sorpresa.

—Lo lamento, reverendo Pitt, hermana… pero la señorita Bancroft está un poco cansada, ha pasado todo el día recorriendo el Castillo, así que… —empezó el abogado, con displicencia.

Mina agradeció el gesto con un suspiro aliviado. Aquel té había durado unos escasos veinticinco minutos. Pero esos fueron los veinticinco minutos más incómodos y delirantes que la chica había sufrido en años.

—Sí, sí… no la demoraremos más. —convino el sacerdote. —Discúlpenme, pero Russell tiene razón. Estoy un poco cansada.

No voy a perder oportunidad de visitar la capilla de Northwich si vengo en otra ocasión, por supuesto… —se excusó Mina, con un gesto compungido.

La hermana Francine asió al anciano por su brazo, con calma. Sin mostrar expresión alguna en su pálida faz, la monja guió con sumo cuidado al reverendo hasta sacarlo del salón. Willhemina y Miranda acompañaron a los invitados hacia el vestíbulo, y con la misma

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impresión que Mina había mostrado hacía pocas horas, el párroco miró por unos instantes la oscura figura de granito azulado que custodiaba la fuente.

La palabra “demonio” salió de sus labios un par de veces, y con la mano temblorosa aferraba fuertemente el rosario entre sus dedos. Mina tuvo que aproximarse una vez más cuando el viejo Pitt insistió en darle su bendición. Ella recibió con respeto los pases en forma de cruz y sonrió cuando el reverendo le besó la frente. Con la frialdad de la piedra, esas manos arrugadas y esqueléticas aferraron el rostro cálido de la muchacha, y los ojos del viejo se clavaron por un momento en ella, examinándola.

—Si necesita algo, señorita Bancroft, no dude en ir a verme. Vivo en el monasterio, sólo tiene que mencionar su nombre y la llevarán conmigo de inmediato. —le explicó el hombrecito, con voz áspera y aflautada— Por favor, sólo vaya a buscarme.

—Está bien, le tomo la palabra. —balbuceó Mina, con los ojos muy abiertos.

El reverendo encontró por un momento fascinante el almíbar brillante de los ojos de la chica, y se preguntó en secreto si era cierto lo que se decía de que el heredero de los ojos dorados podía hacer una diferencia en la influencia oscura del Castillo. La muchacha tenía los ojos profundos y refulgentes.

—Prométame que lo hará. —insistió el párroco, serio. —Lo haré, por supuesto. Si necesito algo, acudiré a usted. —

prometió ella, perpleja. El viejo la dejó ir, al fin. Russell insistió en llevarlo hasta su coche,

y la hermana Francine se despidió dedicándoles a las dos chicas una mirada que quizá no mataba, pero cerca estaba. ¿Era normal que las monjas se comportaran de manera tan hostil al noroeste de Inglaterra?

Mina no supo cómo interpretar la desesperación oculta en la voz del reverendo Pitt. Al principio, diría que era porque el viejito estaba enfermo y empezaba a fallarle la cordura. Pero más tarde… más tarde, posiblemente, lo comprendiera todo.

******

Russell apretó con más fuerza de lo debido el brazo del párroco. — ¡Maldita sea, reverendo! ¡Le pedí claramente que fuera

cauteloso! Creía que el plan era mantener a Lady Bancroft ajena a todo esto y tratar de sacarla de aquí lo antes posible, ¡Y le pone la duda en bandeja! —se enfadó el muchacho, echando chispas desde el profundo e impactante castaño de sus ojos.

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—Me temo que ya es muy tarde, Lady Bancroft ha caído en el encanto de este lugar maldito. —el viejo meneó la cabeza con descontento— ¡Adora la belleza diabólica de este Castillo! Me temo que no va a ser nada fácil ayudar a la pobre niña, mi querido muchacho. Tu gran error fue traerla aquí, desde el principio.

—Sólo alguien con la sangre de los Bancroft podría encontrar sublime la maligna belleza de este lugar, es cierto. —susurró la hermana Francine, con el mismo tono de todo el tiempo— Es parte de su encanto demoníaco, de su personalidad. La casa los atrae, y luego se los devora. ¿Cómo fue que su padre logró escapar de aquí, entonces?

—Por Dios… —suspiró el reverendo, y se apoyó en el guardabarros de su arcaico auto.

Russell todavía tenía el ceño tan fruncido que dolía mirarlo. Sabía que probablemente Mina y Miranda estuvieran observándolos, así que se hizo el disimulado y abrió la puerta del lado del acompañante para ayudar al anciano a subirse al vehículo. La monja sacó las llaves y se subió sin decir ni una sola palabra más al lado del conductor, con el rostro convertido en una máscara alerta.

El reverendo se sentó con sumo cuidado en el asiento, y antes que Russell pudiera soltarlo, le clavó sus dedos flacos como garras en la manga de la chaqueta, para detenerlo. El joven lo miró con aire inquisidor, el párroco tenía palabras atravesadas en la boca:

—… tienes que sacarla de aquí, Russell, hijo mío. —susurró el viejo.

—Ya lo sé, Reverendo, ya lo sé. —afirmó el aludido, cortante— Y es lo que pienso hacer, cuésteme lo que me cueste.

—Y la llave… la Llave Maestra debe entregarse a las manos de la Iglesia, este es un poder que no puede ser manejado por los mortales, esa casa engullirá a Lady Bancroft y la destrozará. No podemos permitir que eso suceda. —insistió Daniel Pitt, con un hilo de voz.

—Es una joven inocente, reverendo, ni me lo recuerde. El clérigo asintió con la cabeza varias veces y liberó al fin el brazo

de Russell. Éste cerró la puerta del coche, y observó cómo la hermana Francine lo sacaba de la propiedad del Castillo. Él mismo se quedó en el deslumbrante porche, con los ojos clavados en esos fríos ángeles de yeso del camino. Altos, graves, protectores y avizores.

¿Cómo podía ser ése un sitio de Mal, si estaba vigilado por los propios soldados del Señor?

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Mel.

Dark Unicorn Ediciones